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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    FRONTERA (Luis Durand)

    Publicado en abril 08, 2010

    Novela del sur


    PRIMERA PARTE
    I


    Como el halda de un poncho negro, agitado violentamente, penetró de súbito en la escancia una ráfaga de viento que abrió las puertas con estrépito, volteando las trancas que las afirmaban.

    Crujieron las ventanas; rompióse el tubo de la lámpara; y ésta se quedó oscilando sobre el mostrador, enganchada del arco que pendía del techo por una hebra de grueso alambre negro. Una voz de mujer clamó con voz de enojo:

    —¡Jesús! ¡Bueno el muchacho tonto! Con el viento que hay, deja la tranca floja. Ahora, lo que falta es que no haya tubo de repuesto. Y a estas horas dónde se va a encontrar.

    Sonaron los cascos herrados de un caballo sobre el empedrado de la acera, y casi en seguida se oyó el golpe recio de un jinete que se desmontó ágilmente y cuyas espuelas tintinearon con argentino son al caminar y luego, una voz firme, inquiriendo:

    —¿Qué pasa aquí? Parece casa de brujos ésta Habrá que entrar a atentones...

    Un relámpago azul que instantáneamente se deshizo en una llamarada deslumbradora, iluminó la ventana de la habitación. Era una habitación amplia y baja. Al fondo se vieron unos estantes con mercancías; velas, sardinas, paquetes de fósforos, cajas de almidón y ristras de alpargatas, cuyas tiras azules colgaban de los envoltorios.

    Un lamparín que trajo un muchacho rechoncho, permitió ver la silueta de una mujer esbelta, de pálida frente despejada, y ojos negros, risueños y penetrantes. Su boca grande y graciosa sonreía al recién llegado, diciéndole:

    —Adelante, don Anselmo. Pase a tomar asiento, mientras le cambio el tubo a la lámpara. ¿Ha visto? Por culpa del habilidoso de Fermín, que me deja las puertas mal cerradas, el viento casi nos saca en peso, a todos, para afuera..

    Se interrumpió, exclamando vivamente: —¡Adiós mi alma! mire cómo se largó el agua otra vez.

    Después de encender la lámpara, haciendo pantalla con la mano, la simpática mujer miró curiosamente hacia la ventana. Un relámpago y otro, y otro, alumbraron los hilos de la lluvia, y luego se oyó el potente carrerón de un trueno, que vino a rebombar con horrísono estruendo casi encima de la casa.

    —Por los diablos, el temporal grande —dijo don Anselmo, sin demostrar mayor inquietud—. Y usted, Emilita, ¿cómo lo ha pasado? Don Pascual, ¿está bien?.
    —Yo, bien, a Dios gracias, don Anselmo. Pascual ha seguido siempre con sus dolores reumáticos. Tiene que pasarse tomando cápsulas de antipirina, porque de otro modo el dolor no lo deja tranquilo. Pero no cesa de hacer sus cosas. Por allá adentro está beneficiando a un chancho que mató ayer.

    Don Anselmo sacó una mano de debajo del poncho, para rascarse la cerrada barba negra, que ya comenzaba a matizar algunos pelos grises. En seguida, de pronto, como si la idea sólo Ie viniera en ese momento, le dijo a Emilia:

    —Supongo que no habrá inconveniente para quedarme esta noche aquí. ¡O no quiere usted darme alojamiento!

    Emilia sonrió. Bajo la luz de la lámpara, que oscilaba levemente, y tras el mostrador, la mujer alzó el brazo para afirmarse las gruesas horquillas del moño.

    —El único inconveniente que puede haber, pues, don Anselmo, es el de la incomodidad. Bien sabe usted que la voluntad y el aprecio no faltan en esta casa, para usted.

    Don Anselmo se alzó desde el amplio sillón empajado, donde se había sentado momentos antes. Tiró el sombrero sobre una banca próxima, y se quitó la enorme manta de castilla, cuyas puntas casi le alcanzaban los zapatos.

    —¡Fermín! —llamó entonces, Emilia—. Ven a sacarle las espuelas a don Anselmo.

    Don Anselmo observó, viva y risueñamente:

    —No hace falta, Emilita. Yo todavía soy hombre capaz de atenderme solo.

    Apoyando los pies en la banca se sacó con gran presteza las espuelas y las tiró debajo. Después caminó hacia el mostrador para decirle a Emilia:

    —¡Y esos ojos! ¿siempre tan esquivos conmigo?

    La joven se frotó las manos, sin contestarle, y, lanzándole una breve mirada, le dijo:

    —Siéntese, don Anselmo.— Mientras más viejo, más bribón. ¿Nunca se va a enmendar?

    El hombre la traspasó con una intensa y ardiente mirada. Era don Anselmo un tipo arrogante, de ojos ciatos, ancha espalda y fuertes hombros. Un atleta de porte regular. Montado en una de sus ágiles y hermosas bestias que traía de sus tierras chillanejas parecía un centauro invencible.

    Sintióse en la calle un estrépito de voces, que por un instante dominó el estruendo de la tempestad. Emilia se asomó a la ventana para mirar hacia afuera, a través de los vidrios salpicados de pelotas de barro.

    —¡Dios de mi alma!, ¡cómo vienen esos pobres! —exclamó condolida—. Milagro que estos cristianos no se han deshecho en el agua.

    La luz reiterada de los relámpagos permitió ver la escena. Un enorme coche de firmes ruedas, tirado por tres parejas de caballos, se había pegado en uno de los profundos baches de la calle. El cochero, de pie sobre el pescante, azotaba a los caballos del tiro, mientras el jinete del postillón espoleaba sin piedad a su cabalgadura.

    —¡Juhum ! ¡Juhum! ¡Ah flaco malo! ¡Ah flacos del diablo!

    Gritos guturales y toda clase de improperios acompañaban a la terrible azotaina que los conductores del vehículo propinaban a los caballos, que con los remos curvados y la cabeza baja chorreando agua, distendían sus músculos en un máximo aunque estéril esfuerzo, que el cruel requerimiento no conseguía aumentar.

    A la débil luz que surgía de los faroles del coche, se vio entonces que éste llegaba repleto de pasajeros: seguramente venían de Angol, Los Sauces y otros lugares del contorno. El jinete del postillón, cabalgaba en un fuerte y musculoso animal de gran alzada. Veíase como un ser mitológico que surgiera de la entraña de la tierra. Su sombrero, su manta, sus botas, todo entero, estaba cubierto de agua y barro. El cochero no lo estaba menos, pues el barrizal era tan profundo, en la calle, que el estribo del vehículo no se alcanzaba a ver.

    El agua seguía cayendo con inaudita violencia, y los caballos, al recibir el castigo, se quejaban sordamente pataleando a ratos en el barro sin conseguir que el pesado vehículo se moviera un punto.

    — Es inútil —gritó el cochero, después de lanzar las más atroces injurias—. Con seguridad que los rayos de la rueda están sujetos entre dos piedras. Es mejor que se bajen los pasajeros, y así es más fácil soltar la rueda. Oiga, mire, don, por qué no le pregunta a la patrona Emilita, si tiene un tablón para afirmarlo aquí en la puerta del coche, y así se puedan apear los pasajeros. Si no, vamos a estar jodíos aquí, quién sabe hasta qué hora.

    Emilia, que junto a don Anselmo miraba el espectáculo levantó la cortina sobre su cabeza, haciéndoles señas de que entraran al pasadizo, donde les proporcionarían lo que pedían.

    —¡Fermín! —gritó con su vibrante voz de alto tono—. Anda a ayudarle a Béjar, a sacar el tablón que necesitan, y avísale a Pascual que esa gente va a pasar al corredor, a esperar que saquen el coche.

    El fragor de un trueno en ese momento fue tan violento, que pareció derribar la casa entera. La luz cárdena de los relámpagos, unos tras otros, trazó rayas azules que se alargaban en una lívida y fugaz llamarada, alumbrando la escena.

    La lámpara de parafina del alumbrado urbano, colocada en el poste de la esquina, se apagó de pronto, al mismo tiempo que los cristales del farol salían disparados en una ráfaga de viento huracanado. Después de dos o tres estrepitosas andanadas de truenos, el agua se volvió a descargar con fuerza de diluvio.

    —¡Por Dios! —exclamó Emilia— ¿qué va a ser de esa gente, si no sacan luego el coche?

    Don Anselmo, que hasta ese momento no había dado señales de querer intervenir en el asunto, se puso de pie, exclamando:

    —Va a ser una terrible molestia, para ustedes, que toda esa gente se baje aquí. Es mejor que despeguen el coche. ¡Qué rotos tan brutos son!

    Se puso de nuevo el poncho de castilla, y le dijo a Emilia:

    —Yo iré a echar una manito ahí. Verá usted cómo en un momento se arregla eso.

    Hizo traer un chuzo, y mandó al jinete del postillón que se bajara a levantar la rueda, haciendo palanca en una piedra. El cochero animó a los caballos del tiro, al sesgo, y éstos hicieron un nuevo esfuerzo. Casi inmediatamente, el coche salió disparado, en medio de un diluvio de barro líquido, del cual una buena parte le tocó a don Anselmo, que estaba sobre la acera recibiendo el violento chaparrón.

    Don Anselmo entró de nuevo a la estancia, chorreando agua por las cuatro esquinas de su poncho, el que se sacó inmediatamente, encargándole a Fermín que lo sacudiera bajo el corredor.

    —¿Ve usted Emilia, cómo nos libramos de toda esa gente que a lo mejor se quedaban aquí, quién sabe hasta qué hora? ¡Si a estos rotos del demonio, no se les ocurre nada!

    Emilia llenaba una botella de mesa, con vino tinto, que extrajo de una damajuana colocada sobre el mostrador y le respondió lanzándole una penetrante mirada:

    — ¡Pobres! Piense usted, den Anselmo, cómo vendrán de cansados con este tiempo. ¡Hay que ver lo que es un viaje en esas condiciones!
    — Si, es cierto —asintió don Anselmo, arrellanándose y estirando los pies para secar un poco las suelas de sus gruesos botines, junto a las brasas.

    En ese momento apareció un hombre alto, cuya edad seguramente no pasaba los cuarenta años. Con los brazos arremangados, cubría su traje un grueso delantal de tocuyo; sujetaba con ambas manos un gran azafate de salchichas humeantes, que esparcieron un tibio y apetitoso aroma.

    —¡Benaiga su vida, don Pascual! Qué cosas tan oprobiosas son esas que trae ahí. Cualquiera se arranca sólo con tomarle la fragancia.

    Don Pascual era pálido y de rostro enjuto. Un mechón negro le caía sobre la frente, y, al sonreír, su rostro se inundaba de bondadosa simpatía. Cerrando un ojo, maliciosamente exclamó: —¡No son para ponerlas en conserva! Y, mientras yo me desocupo, ustedes pueden ir dando fe, cómo han quedado. Parece que malas no están.

    Emilia acaba de poner la gran botella panzuda, llena de vino sobre la mesa. Y don Anselmo, que era dé movimientos ágiles, se puso de pie para llenar los vasos, y antes de que don Pascual se marchara de nuevo a sus quehaceres, le retuvo, diciéndole:

    — Aguárdese pues, don Pascual. Usted está peor que novillo montañero. Lavemos Polla primero pues, mi señor. Y usted Emilita acompáñenos antes que nos pille el frío de este tremendo aguacero.

    Sonrió la joven al recibir el vaso, mientras con la otra mano aseguraba sobre los hombros el chal rojo que la abrigaba. Don Pascual, bebióse el vino de un trago, y enjugándose los labios con el revés de la mano, exclamó sonriendo:

    —Voy a ver unas sopaipillas que está haciendo la Maclovia.
    —Está la noche como para comerse un chancho de una sentada —exclamó don Anselmo—. No se demote, don Pascual.

    Otra iracunda ráfaga de viento y agua azotó los vidrios de la ventana. En ese momento los lívidos rayos de los relámpagos zigzaguearon en la obscuridad. Después el huracán pareció alejar su bramido. Se oyó entonces el agudo son de una corneta:

    —Tararí—tarará—tararí.
    —¡Vaya! "Los golpes" ya —dijo Emilia—. Creí que era más temprano.

    Entre tanto servía un enorme trozo de salchicha a don Anselmo, acercándole una fuente de papas cocidas, humeantes, que Fermín acababa de traer.

    Don Anselmo se acomodó frente al plato; pero, al ver que Emilia se iba de nuevo a trabajar detrás del mostrador, se puso de pie, diciéndole con tono de autoritario agravio:

    —Bueno; así yo no me sirvo nada, si usted no viene a sentarse a la mesa. ¿Cómo se le ocurre que voy a comer solo? En ese caso me voy a donde Pusch; allá siquiera me acompaña él, si está desocupado.

    Emilia rió con los ojos brillantes de picardía, al verlo tan asorochado con la molestia. Dejando a un lado sus paquetes, le repuso:

    —Yo pensaba acompañarlo con la conversación desde aquí. Pero ya que mi persona le interesa tanto, me sentaré a probar estas salchichas, que me están abriendo el apetito de par en par. Y tenemos además un estofado.. ¿Qué le parece?

    Don Anselmo engullía vorazmente su trozo de salchicha, sazonándolo a cada rato con una pinta de ají, y regándolo con grandes vasos de vino. Era un gran comedor, pero como su organismo funcionaba bien, y hacía largas y duras jornadas a caballo no acumulaba grasa en su cuerpo; aunque un poco rechoncho, era ágil y de fuerte musculatura.

    —¿Viene de Los Sauces usted, ahora? —le preguntó Emilia, mientras sacaba una papa del azafate.

    Don Anselmo mirándola con tanta voracidad como si también hubiera sido un trozo de salchicha que se iba a comer, se bebió otro vaso de vino. Tenía el cuello enrojecido; y por las sienes le corría un arroyuelo de transpiración.

    —No, mi amor —repuso— vengo de Nilpe. Allá a Nilpe es a donde me la voy a llevar a vivir, porque la casa que estoy haciendo es para que la estrene usted, Emilita.

    Afuera la tempestad había decrecido, pero de cuando en cuando se oía el fragor de los truenos, reventando cada vez más lejos.

    —¡Qué hombre tan disparatero es usted, don Anselmo! Y, al verlo, quién pudiera pensar que sea capaz de hablar tales tonterías.
    —No son tonterías, mi amor. Eso ya lo tengo dispuesto. A don Pascual le buscaremos otra dueña de casa para que no se sienta tan solo. ¿No le parece?

    Emilia le miraba, con las mejillas levemente encendidas.

    Sus ojos negros, vivos y penetrantes, se clavaban en él, como si en el fondo viboreara una lucecita de agrado y de desdén a la vez.

    —Creo que será mejor que no le conteste a sus disparates. Porque parece que le está fallando el calabazo cada vez más. Tal vez le vendría bien un tónico.

    Don Anselmo se sacó de un tirón la servilleta, para limpiarse los labios sensuales:

    —Sí —dijo— yo también creo que me hace mucha falta ese tónico. El tónico de tu cariño, Emilia. Pero ya luego lo tendré.

    La joven rió, burlona y desdeñosa. Levantándose de su asiento, llamó:

    —¡Fermín! Dile a Pascual que se apure en venir. Y que la Maclovia sirva el estofado.
    —Oye, Fermín —exclamó don Anselmo—. Llévale un jarro de vino a Quicho, para que caliente los huesos, y que eche los caballos a la pesebrera, porque ya esta noche no nos vamos. A la Maclovia, que lo socorra con algo en la cocina.
    —Ta bien, patrón Anselmo —replicó Fermín— mientras Emilia le devolvía los platos en que acababan de servirse las salchichas.

    Afuera, la lluvia seguía rebotando con fuerza. El agudo tararí de una corneta resonó otra vez, en medio de la noche como un largo y penetrante grito de angustia.


    II


    El camino serpenteaba entre la selva fresca y olorosa. Era el mes de octubre, y el aire estaba embalsamado por intensos perfumes vegetales. Sobre las altas copas de los robles, recién cubiertos de menudas hojas brillantes, se desgarraban unas nubes blancas, en un cielo azul purísimo. Abajo, entre el monte, se oía el insistente y misterioso silbido de los huios, el parloteo gemebundo de las torcazas, y a ratos el golpe seco y duro de los carpinteros.

    En los claros de la selva, en donde alzaban su aristocrática elegancia los coihues, se divisaban algunos novillos y vaquillas que, con el pelo reluciente y los ojos brillantes de salvaje y briosa vitalidad, seguían al viajero con curiosa e insistente fijeza.

    —Se anduvo echando a perder el camino —exclamó don Anselmo, allegando las espuelas a su bestia sudorosa y avispada, una yegua mulata que resoplaba a cada rato, pidiendo rienda, pletórica de energías.
    —En estas greas, siempre se echa a perder mucho —replicó Quicho, el mozo de don Anselmo, rodajeando a su alazán de rosadas narices y frente blanca, que había resbalado al borde de un charco—. Pa las carretas va estar bien molestosa la pasada.

    Don Anselmo no replicó. En un recodo, el alto farellón veíase cubierto por un tupido quilantar que se doblaba hacia el camino. Montados en lerdos y crinudos caballos aparecieron unos indios. Eran tres: un viejo de tez bronceada, de mirada dominadora y fuertes hombros, y dos mocetones de ojos esquivos y huraño semblante.

    —Buenos días, Bartolo —exclamó don Anselmo— con fría amabilidad.
    —Bueno día, Anselmo. ¡Vaya! Qué mala suerte mía, Anselmo. Yo queriendo hablar con vos allá en Traiguén.

    Se cruzaron las bestias en el camino. Los caballos de los indios, huraños como sus amos, mordisqueaban los tiernos tallos de los quilantos, que les cosquilleaban en las verijas. Los de don Anselmo y Quicho, restregaron confianzudamente sus cabezas sudorosas en la tusa de los otros.

    —Bien, pues, —dijo don Anselmo— yo voy esta tarde a Lonco, y mañana antes de almuerzo estaré en Traiguén. Allá hablaremos todo lo que tú quieras, Bartolo.

    Bartolo Catrilao, cacique de la reducción de Molco, se quedó mirándolo con su aspecto hierático y hosco. Su chiripá por entre cuyos pliegos se veían los calzoncillos de tocuyo, tenía unas borlas rojas, y la manta laboreada era de fina trabazón. En una especie de vaina que colgaba junto a la alción, llevaba su bastón de mando con empuñadura de plata.

    Serio y circunspecto, miraba a don Anselmo sin decir palabra. Este, que ya estaba habituado a las costumbres del mapuche, disimulaba su impaciencia. Por fin Bartolo le dijo:

    —Vamos tener guillatún, allá reución. Querimos que vos nos valgas, Anselmo, con una pipa de aguardiente y unas dos de mosto. Cullin ta escaso vos sabes, pero tenimo ovicha gorda y tamién podemos arreglar escritura terreno donde escribano Albarrán. Mocetones vendrán buscar licor otra semana si tú nos das lianza.
    —Está bien —dijo don Anselmo, empuñando las riendas de su cabalgadura—. Mañana arreglaremos todo eso. Pero si necesitas algo hoy, dile a Fidel que te lo entregue.

    Una sonrisa que apenas arrugó su rostro hiera tico, suavizó la cara del cacique. Después de un instante repuso:

    —Fidel, hombre muy desconfiado. Si tú no le mandas vale, no entrega nada. Vende chivateado, no ma. Todo chivateado. No vale ni una copa de aguardiente. Conchaveando, conchaveando.

    Don Anselmo sacó del bolsillo una gruesa libreta en una de cuyas páginas escribió algunos renglones. Arrancó la hoja y se la entregó a Bartolo.

    —Ya, Bartolo. Ahí tienes un vale. Mañana hablaremos de tus tierras de Molco. Haremos escritura cuando tú quieras.

    Siguieron la marcha por el camino a medio devastar, a cuya orilla se erguían los troncos negro plomizos de los robles y de los coihues quemados en los continuos roces con que hería la gente del lugar, en cada verano, el sonoro y verde corazón de la selva.

    —La curadera de estos indios va a ser grande —dijo Quicho, después de un prolongado silencio— ¡como no tienen otra manera de alegrarse, no les queda otra cosa!
    —Así es —replicó don Anselmo— para el indio no hay fiesta sin borrachera. Aunque Bartolo no se emborracha ni con una arroba de jamaica. Es muy firme para tomar. Y no le gusta nada más que el aguardiente. ¿Tú conoces bien las tierras que tiene ahí en Huiñilhue? ¿Son buenas?

    Una resbalada del alazán, hizo que el mozo, un hombre cuyos ojos azules brillaban con intensa luz, lanzara una gorda interjección al rodajear el caballo, apuntalando firme las riendas. Se pasó el revés de la mano por los bigotes rubios, antes de responder.

    —Son tierras de primera, patrón. Y el suelo casi mitad por medio está sin trabajar. Como estos indios son tan flojonazos, apenas rasguñan la tierra cuando siembran. Y ahí verá su merced, que en unos bajos que tienen al otro lado del estero de Chanchan, el trigo les ha rendido el cuarenta. ¡Cómo serán esas tierrecitas! Un pozo de oro. Hay que considerar como es el trabajo que hacen las chinas. Poco menos que tiran el grano sin barbecho ni cruza. Lo cual en poder suyo, pues patrón, esos terrenos rendirían el pie de lo que rinden ahora, en manos de ellos.

    Lanzó Quicho una chijetada de saliva amarilla: mascar tabaco era su vicio. Don Anselmo oía en silencio a su acompañante. A ratos, en ráfagas de aire húmedo llegaba hasta ellos el aroma intenso de la selva. Los caballos jadeaban resbalando en los repechos, con las freneras cubiertas de espuma y los ijares barnizados de sudor.

    —¿Habrá bastante monte para abrigo de los animales? —interrogó don Anselmo.
    —Muchazo monte tienen, pues, patrón. Los vacunos de estos mapuches están gordos y lucios como chanchos cebados. Tienen muy buen ramoneo de quilanto y huallisá. Le diré que su merced se va a hacer de una linda propedá. Y una vez cerrado y apotrerado cambia la cosa, porque al utual esas tierras son, como si no tuvieran dueño. El que quiere no más, echa sus animales a pastar en ellos. Lo que no pasará siendo su mercé el dueño.
    —Ya lo creo que no —exclamó don Anselmo con enérgico acento irguiendo el busto sobre su ancha silla chilena, y dejando perderse su mirada hacia el horizonte—. Habría que correr cercos inmediatamente. Hay buen pellín para estacas ahí, ¿no?

    Lanzó Quicho una nueva chijetada de su amarilla saliva, y, mirando a don Anselmo con cierta malicia, le repuso:

    —Hay una montaña que no la ha tocado naides. Como pa voltear miles de robles y más aentro una raulizada que es una bendición de Dios. Millones de pulgadas se pueden labrar ahí.

    Cruzaban en ese momento un estero de aguas veloces y transparentes, sobre las cuales se inclinaron las bestias a beber, mientras sus cascos herrados sonaban en las piedras.

    Quicho, dejando irse sus ojos tras un peuco que trazaba parábolas, suspendido en el aire azul, agregó:

    —Me han dicho que don Sinforiano Esparza, anda buscándole la boca a Bartolo Catrileo, con el objeto de quedarse con esas tierras, que fueron de su padre nacido y muerto aquí en Ñielol. Usted sabe, patrón, que el hombre ese no se descuida. Doña Adolfina Ortega dice que vende a hectárea de tierra la botella de jamaica.

    Rió sonoramente don Anselmo, mientras Quicho, con su ademán aparentemente pulcro, se limpiaba otra vez los labios con el revés de la mano, después de lanzar la saliva del tabaco. De las redondas ancas de las bestias se desprendía la vaharada caliente del sudor. Como una serpiente roja, zigzagueaba el camino entre los troncos ennegrecidos, junto a los cuales el renoval de hualles y de quilantos brotaba con fuerza y lozanía de la tierra virgen. Cruzaron leguas de camino, sin encontrar una sola vivienda. A lo lejos divisábase, escondido entre los árboles frondosos, el cono de paja ennegrecida de una ruca indígena, por cuyo ápice surgía deshecha en el aire una columna de humo. Nubes blancas, rosadas y amarillentas, se inmovi-lizaban perezosas en el azul intenso del cielo.

    Don Anselmo, después de celebrar alegremente la observación de Quicho, exclamó:

    —Don Sinforiano no me corre a mí. ¿Crees tú que Albarrán le va a extender escritura a don Sinforiano, sin avisármelo antes? El escribano ése está muy hipotecado conmigo. Y a la primera lesera que me haga, la paliza no se la despinta nadie. Lo mando a cambiar del pueblo y aunque venga el intendente a defenderlo, no vuelve más, te lo digo yo, a fe de Anselmo Mendoza y Romero, como me llamo hasta ahora. Qué te crees tú...

    Ardieron los ojos orgullosos de don Anselmo y su rostro de tez clara se encendió a tal extremo que casi se tornó amoratado.

    —¿Y quién te dijo eso? —interrogó después, severamente, a Quicho.
    —En el boliche de on Peiro Cancino tuvieron platicando, ayer en la tarde, unos jutrones que no conozco bien. Toy casi por decirle que uno de ellos está empleado en la tesorería; el otro es un gordito zarco, que trabaja en la oficina del protector de indígenas.

    A don Anselmo se le había endurecido el semblante, y sin agregar nada rodajeó enérgicamente a su bestia cuando ésta resbaló en un bache.

    —¡Por la vida! Están como jabón estas greas —comentó Quicho, mirando de reojo a su patrón, que permaneció silencioso.

    La luz del sol caía vertical sobre la tierra. Los viajeros, al doblar un recodo, y muy cerca de un pequeño estero cuyas aguas lamían las duras toscas del camino, detuvieron sus bestias junto al varón de una casa de corredores con techo de paja cortadora. Sin desmontarse Quicho se apretó los labios con los dedos, y lanzó un penetrante silbido. Inmediatamente apareció en la puerta una mujer morena de encendidas mejillas. Sus trenzas negras resbalaban sobre sus hombros, graciosamente enlazadas con cintas rojas, a la usanza mapuche.

    —¡Buenos días, patrón Anselmo!
    —Como te va, Antuca. ¿Está Juan?
    —No patrón. Se fue dialbazo para las casas, pero me avisó que le tuviera el almuerzo a su mercé. El indio Pedro Antillanca pasó anoche a traer el recado de que su mercé tenía, hoy, viaje para acá.

    De un brinco salvó la vara don Anselmo, al desmontarse. Sus botas lustradas estaban salpicadas de barro.

    Golpeando reciamente los pies en el suelo, para estirar las piernas, le preguntó a la Antuca:

    —¿Qué tienes de almorzar?
    —Cazuela de cordero, con ensalada de berros, y porotos con longanizas, le tengo patrón. On Quicho, habrá traído café, porque aquí no se merece ni un granito siquiera.
    — En las prevenciones vienen los vicios —exclamó Quicho risueñamente—. ¿No pasó El Verde, por aquí ayer tarde? Con él mandó don Fidel una bolsa de azucara, y unos mazos de tabaco.
    —¡El Verde! Qué va a traer ese hijuna grandísima. Desde ayer, está tomando en el chinchel de la Juana Mariqueo. Las ocurrencias del patrón Fidel, de mandar algo con ese hombre que no tiene otro destino que emborracharse.

    Quicho se había desmontado, y después de tirar el poncho encima de la vara, se puso a soltarles las cinchas a las bestias. En seguida las condujo hacia un pequeño cobertizo para darles una ración de avena que fue a buscar al interior de la casa.

    Entre tanto don Anselmo, sentado frente a "una mesa cubierta con un hule floreado, se dedicó a hacer anotaciones en su libreta.

    La Antuca puso encima de la mesa un cubierto, y en seguida sirvió la cazuela humeante, olorosa a orégano. Trajo una fuentecita con pebre de cebolla y cilantro, y una bandeja con pan fresco, que despedía un cálido aroma.

    Don Anselmo, echó una cucharada de pebre al caldo, y después de revolverlo lo probó.

    —Por Cristo que está bravo tu pebre, mujer, casi no le echaste ají. ¿Hay vino?
    —¡Claro, patrón! Tengo que manejarlo bajo llave, porque apenas me descuido con él, Juan, comienza a hacerle cariño. ¡Y hay que ver las tragaderas que tiene el lión ese! El chacolí, que a su mercé no le gustó, se lo despabiló en menos de una semana. Estos hombres no se enteran nunca con licor, patrón por la vida.

    Don Anselmo púsose a comer lentamente. A la luz del mediodía, que inundaba la estancia, veíase su perfil de rasgos finos y enérgicos. Alta la frente, la nariz recta y la boca de gruesos labios sensuales, su mirada autoritaria y dominadora se suavizaba con un destello de amabilidad, al hablarle a la mujer.

    —¿De modo que ese desvergonzado de El Verde, no pasó a dejar los encargos que le entregaron, para ti, allá en la agencia? Creo que si siguen con tantas borracheras, ahí en donde la Juana Manqueo, voy a verme obligado a echarlos con viento fresco. Yo les di permiso, nada mas que para vender cerveza y chinchibira, pero veo que traen sólo aguardiente.
    —Así no más es, patrón. Es una bolina de hombres curados la que anda pu aquí todas las noches, que ya no hay paciencia para soportarla Fuera cerveza la que toman no seria nada.

    Antonia Paredes Epuyao, no podía disimular su estirpe mapuche, pues a ratos le salían las palabras cortadas en la misma forma en que hablaban los indios. Pero tenía unos ojos bellísimos y la nariz fina de su padre Juan Antonio Paredes, arrogante soldado que peleara en las batallas del puente de Buin, y que volvió a sus tierras sureñas apenas terminó el conflicto del norte. Allí, en la reducción de Molco, se casó con la india Dolores Epuyao de la cual na-cieron Aníbal, cacique de la reducción de Molco y Antonia, casada con Juan Añiri. Juan desempeñaba ahora el cargo de herrero y mayordomo en las casas de Nilpe, uno de los fundos de don Anselmo. Añiri, era también, como Antonia, hijo de chilena. Su madre, Doralisa Monsalves, muchacha chillaneja llegada a Traiguén al servicio de don Roque Sandoval, no había podido resistir la silenciosa admiración del mocetón Andrés Añiri, sirviente y compañero fiel de don Roque, en sus viajes al interior, cuando tenía que efectuar algunas diligencias relacionadas con su cargo de Protector de Indígenas.

    Añiri no heredó el hermetismo reconcentrado de su padre. Por el contrario. Latía en él la vivacidad marrullera y melosa de Doralisa. Era un mestizo ágil, fuerte y flexible como un puma. Su trabajo en la herrería le ayudó a que su pecho se hiciera más ancho, y sus brazos más musculosos. Cuando se embriagaba, perdía toda esa alegría exultante que le caracterizaba, y entonces se tornaba provocador y feroz. Sumamente diestro para pelear al lonco, eran pocos los que resistían su abrazo de orangután, para en seguida golpear en el suelo la cabeza del enemigo.

    La única persona que lograba reducir a Añiri, era Antuca y por supuesto don Anselmo, a quien, cuando estaba embriagado, llamaba taita.

    —Yo soy mapuche, taita. Un mapuche no le tiene miedo a ningún chileno. Pero vos, patrón Anselmo, sos buen huinca. Todos los mapuches respetamos a taita Anselmo.

    La Antuca jamás empleaba en esas ocasiones medios violentos para dominarlo. Lo llamaba con voz sonora, por su nombre y luego le decía, mirándolo con tal intensidad como si pretendiera disipar las tinieblas que invadían la mente de Juan.

    —Ven con tu mujer, Juan. Ven, vamos a la casa.

    Sin embargo, Juan Añiri jamás hablaba en mapuche cuando estaba en sus cabales. En la fragua, mientras tiraba del fuelle para avivar el fuego, le gustaba acompañarse con una especie de alarido gutural, en su tarea. Era famoso por sus ímpetus eróticos. Y, según los comentarios que circulaban, no había china joven a la cual "pillara de atravieso", que pudiera jactarse de haber escapado, sin recibir, en súbita y salvaje acometida, las caricias apasionadas de Juan Añiri. Eran incontables los güeñicitos que crecían por los contornos de las casas de Nilpe, en cuyas venas circulaba la ardiente sangre del mestizo.

    La Antuca era madre de dos recios mocetones que trabajaban en la corta de árboles, en la montaña y de una muchachita de doce años que estaba aprendiendo a leer en el colegio de las Monjas de Angol. La madre, riendo, le decía a don Anselmo:

    —La Amelia ha aprendido una porción de cosas, pero tuavía no conoce ni la —o— por ser redonda.

    Era Antuca una mujer de extraordinaria inteligencia y de una resolución increíble, en los momentos en que le tocó hacerse respetar en su casa, a dónde aparecían con frecuencia los indios borrachos, o los "serrucos" que, melosos e hipócritas, solían llegar hasta allí, en la época de las cosechas, con el pretexto de que les prestaran un tacho con el cual tomar agua y "apagar la sed".

    —Pero, señora por la vida, ¿quién va a tomar agua en estos tiempos? Agua toman los bueyes que tienen el cuero duro.

    Antuca, con los ojos brillantes de coraje y sacudiéndose las trenzas que le hacían cosquillas en el cuello, respondía:

    — ¡Vean qué casualidad! Yo tomo agua todos los días y no he sido nunca buey. La lesera que les madura a ustedes.

    Pero una tarde las cosas se pusieron bastantes feas. Un mellizo llamado Sebastián Matamala, se adelantó hasta la puerta de la vivienda y quiso apartar violentamente a Antuca para entrar en la estancia. La mujer alcanzó a cerrar la puerta, pero ésta crujió en tal forma, que con otro empellón iba a saltar entera. En ese mismo momento un disparo desde adentro desastilló una tabla, y la bala penetró por el hombro del asaltante, que se derrumbó pro-firiendo toda suerte de maldiciones. Desangrándose pudo huir, ayudado por los peones que le acompañaban a ocultarse en lo más espeso de la selva. Al día siguiente Juan Añiri, acompañado de sus mocetones buscaron sin resultados a los asaltantes. Los indios a quienes les preguntaron si los habían visto, respondían, con acento plañidero y esquivando los ojos:

    —Por aquí no han pasado esos chilenos salteadores, Juan. No los hemos visto.

    Sin embargo, no faltó quien dijera que Matamala estaba escondido en una de las rucas de Segundo Cayul, cacique de la reducción de Peu—Peu. La Maclovia Huilcal, machi de la tribu, le curó la herida, que sanó fácilmente, pues la bala había pasado de largo.


    El Verde, que pasaba su vida viajando entre Angol, Los Sauces, Traiguén y Galvarino, llevando su muía cargada con encargos y haciendo el papel de correo particular de don Anselmo, principalmente, y de cuantos le encomendaban alguna diligencia que realizar o carta que entregar, dijo haber encontrado a Matamala, llegando a Los Sauces, lo cual quería decir que iba huyendo hacia el norte, para no dejarse ver más por esas tierras. Así lo creyeron Añiri y la Antuca, y el propio don Anselmo; pero la verdad era muy distinta. En el boliche de la Juana Mariqueo, la machi Maclovia Huilcal, había sonreído enigmáticamente, cuando alguien le preguntó por Matamala:

    —Mapuche no sabe. Mapuche no conoce a ese perro cochino.

    Pero una noche de fines de febrero, Juan Añiri, despertó sobresaltado al oír los reiterados relinchos del Mono, su caballo, al que acostumbraba dejar amarrado en la mediagua, contigua a la casa. Los perros ladraban furiosamente, aullando, a ratos, desesperados. Y de pronto se oyó el chisporrotear de la paja del techo mientras una ola de fuego envolvió súbitamente a los moradores. Segundo y Juan Ramón Añiri, sólo vinieron a despertar ante los reiterados alaridos de Antuca, que huyó desnuda hacia el camino. La casa ardió en unos minutos y de ella no quedaron más que los escombros humeantes. Ni siquiera alcanzaron los cuitados a sacar la ropa necesaria para vestirse. Viéronse obligados a refugiarse en la ruca del indio Juan Huillipán, en donde esperaron las prendas de vestir que les mandaría don Anselmo, desde la agencia.

    Segundo Añiri aseguró que él, a la luz del incendio, había visto huir a Matamata, acompañado de uno de los mocetones del cacique Cayul. Don Anselmo, que acudió al día siguiente, mandó buscar a Cayul, con quien no se hablaba desde que éste protestó porque los cercos de Nilpe le habían rebanado la mitad de sus tierras. Las escrituras firmadas por los testigos de Cayul, en la notaría de Albarrán, determinaban que lo vendido por éste llegaba hasta la quebrada de Pangue; pero el indio no lo quiso reconocer jamás. Durante tres semanas, los mocetones de Cayul, echaban abajo los cercos de don Anselmo, y una noche hubo un tiroteo en el cual los mapuches salieron muy mal parados. Cayul se estaba aguantando, pero sin resignarse a reconocer su derrota, aunque el propio Gorostiaga. Gobernador del Territorio de Angol, le había confirmado por intermedio del lenguaraz que ese era un asunto terminado.

    La entrevista celebrada por don Anselmo con el cacique, fue al comienzo en extremo violenta. Cayul llegó rodeado de sus mocetones, enarbolando su bastón de mando, de abultada empuñadura de plata. Vestía un chiripá nuevecito, bajo cuyos pliegues le asomaban los calzoncillos de tocuyo. Una manta de flores blancas dibujadas en fondo negro, le cubría el torso. Al desmontarse, le sonó la espuela del pie izquierdo, con la cual acicateaba a un avispado y crinudo potrón overo. Ramón Cayulao, que había servido como cochero en los convoyes que viajaban de Temuco a Victoria, era su lenguaraz. Juan Añiri, con sonrisa esquiva, iba repitiendo en mapuche las palabras de don Anselmo.

    Allí, junto al corredor de las casas en construcción y bajo un viejo roble, los dos hombres se miraron frente a frente. Don Anselmo, de porte regular, con la cabeza descubierta, los ojos orgullosos y una mueca de desafío y desuden en los labios. Jacinto Cayul, hierático, impenetrable, con el odio reflejado en las pupilas de acero. Cayul dio un golpe en el suelo con su bastón a manera de saludo, pronunciando algunas palabras en un lenguaje áspero y gutural.

    —Jacinto Cayul, saluda al huinca Anselmo —dijo Añiri.

    Ramón Cayulao, un indio chico de bigotes negros y ralos y ojos de susto, transmitió a su vez el saludo de don Anselmo.

    Don Anselmo carraspeó, mirando hacia la ceja azul de un cerro coronado de esbeltos coihues. Un intenso aroma surgía de la selva. Las bestias de los mapuches se revolvían a cada rato, demostrando su inquietud. Cayul miró a sus mocetones que se mantenían rígidos e impasibles. Con los pies desnudos y curtidos, como si fueran las fuertes raíces de un árbol, dio Cayul unos pasos arrastrando la espuela del pie izquierdo, y, en seguida, levantando so-bre el hombro el halda de su poncho, alzó la vista para exclamar con voz áspera y tan alta, que daba la impresión de dirigirse a una gran multitud.

    —Yo era tu amigo, Anselmo, y creí que tú también eras mi amigo, hasta el día en que me engañaste en la casa del escribano Albarrán. Yo no te escrituré mis tierras de sembrar, sino la montaña de arriba y los pángales de Cullinco. Vos engañaste a cacique Cayul, que creía en tu amistad. Jacinto Cayul tiene sus mujeres, tiene sus hijos, tiene sus nietos a quienes está obligado a mantener, trabajando en esas tierras que vos le quitaste, engañándolo, porque Cayul no sabe leer en papeles que escribe el escribano Albarrán.

    A medida que hablaba, iba subiendo el tono de su voz y haciendo más áspera y amarga su entonación. Un gran silencio les rodeaba, interrumpido a ratos por el estentóreo grito de los chucaos o el relinchar de alguno de los potros que cabalgaban los mocetones. Apoyado en la montura de su caballo mulato que, inquieto y nervioso, se sacudía con su larga cola las moscas y tábanos que le asediaban, don Anselmo se encendía de furor, o se mordía los labios, sin poder dominar la ira que le iba poseyendo.

    Ramón Cayulao miraba a hurtadillas al huinca Anselmo, y recitaba las recias palabras de Cayul como sí no supiera lo que significaban. El cacique se quedó de pronto en silencio. Aspiró con todas las fuerzas de sus pulmones el aroma fuerte, intenso, que venía de la selva y que se mezclaba con la cálida vaharada del estiércol que estaban evacuando las bestias.

    Iba a seguir de nuevo, cuando don Anselmo levantó la mano, indicándole con gesto dominador, que le escuchara.

    —Escás equivocado, Jacinto Cayul. Yo no te engañé en la escribanía de Albarrán. El agrimensor Ruminot midió las tierras que me vendiste en cuatrocientos pesos de plata, cuatro pipas de aguardiente, doscientas yardas de tocuyo.

    Pero en ese momento Cayul, dando un golpe con su bastón, le interrumpió con fiereza:

    —Jacinto Cayul defiende su tierra y debes oírlo hasta que te pase la palabra. No niega nada de lo recibido. Lo que te niega es haberte vendido las vegas y los pángales hasta el estero de Nilpe. Eso lo arreglastes vos con tinterillo Salazar, con Albarrán y con Ruminot. Cacique Cayul, no puede ser amigo, con huinca traicionero.

    Cuando Cayul terminó su largo alegato, ya don Anselmo había recobrado la serenidad. Explicó al cacique la forma como se había hecho el negocio. En los momentos en que se leyó la escritura ninguno de los testigos de Cayul, ni tampoco los lenguaraces habían protestado. El tinterillo Salazar, escribió lo que él, Anselmo Mendoza y Romero le dictara entonces, conforme a lo tratado con Cayul.

    Discutieron toda la tarde, y ya se iba a entrar el sol, cuando llegaron a un avenimiento. Don Anselmo "gratificaba" a Cayul con cincuenta pesos de plata, dos pipas de aguardiente, y le regalaba, además, su caballo más hermoso, un potrillo negro, tapado, con su montura. Pero Cayul, desde ese día, reconocía los deslindes establecidos y se declaraba su amigo para siempre. Desde ese momento, Matamala no podría seguir siendo protegido por Cayul ni es-conderse en las casas de su reducción.

    Cayul dio la mano a don Anselmo y comunicó a sus mocetones su resolución de acatar lo convenido. Ellos se internarían hacia sus tierras de Tromen, donde podrían seguir su crianza de ganado y comiendo ovichas gordas. En señal de aprecio, Cayul se sacó su fina manta de flores blancas y se la puso a don Anselmo, que la aceptó sonriente y golpeando afectuoso los hombros del cacique.

    Quicho, trajo una damajuana de aguardiente del cual sirvió al cacique y a sus mocetones. Como si con ello les hubieran apretado un resorte mágico, el duro silencio de los mocetones, se transformó en una animada conversación, en la cual se oían a cada rato los nombres de Cayul y de don Anselmo. Y cuando los tragos de jamaica menudearon, comenzó un evolucionar de sus caballos crinudos, lanzando jubilosos alaridos, entre los que se oía a cada rato la palabra, ¡lape, lape, lape!.

    Desde aquel día, don Anselmo pudo vivir en paz con las gentes de Cayul. Con frecuencia lo halagaba con regalos, para mantener esa amistad, "conchabando" caballos o mercaderías por ovejas que se criaban gordas y lozanas en los rincones descampados de las tierras de Cayul.

    La Antuca recordaba con frecuencia aquel arreglo que les había permitido vivir tranquilos, allí en las puertas del fundo de don Anselmo. Mas, a pesar de toda la vigilancia de Añiri y de los campañistos que estaban rodeando casi a diario el ganado, los robos de animales no cesaban.

    Los indios conocían, entre las espesas marañas de la selva, sendas y pasos que les permitían arrear pequeños piños de animales que entregaban a los cuatreros, y que éstos iban a vender a las ferias de Traiguén, de Victoria, de Angol o de Temuco. Para ellos no había distancias. Animales marcados o sin marca, se compraban sin reserva por los proveedores de ganado que iban del norte, y en las ferias fue imposible establecer y mantener un control para denunciar los robos.

    Era necesario hacerse respetar a balazos, a palos, o caballazos. Era esta la única ley que respetaban los cuatreros. El Verde, que viajaba en forma permanente desde Angol a Temuco, era el único que conocía sus guaridas, en las quebradas de Huiñilhue, en las montañas de Ñielol y de Adencul. Los "Trízanos" que se hicieron temibles desde la pesquisa destinada a descubrir a los asesinos del inglés Peters, no eran capaces de dominar el bandidaje en acción. Era tanta la audacia de estas bandas organizadas que en una ocasión asaltaron el convoy del Estado, o sea las carretas que llevaban dinero, víveres y herramientas, a los zapadores que construían el camino entre Traiguén y El Sauce. Después de una batalla campal, la banda de Antenor Henríquez, "El Taituco", se apoderó de todo cuanto podían llevarse a la grupa de sus caballos. En el campo de batalla había quedado desangrándose con una bala en el pecho, el sargento Jesús Montalva y tres soldados, muertos. Los bandidos perdieron tres hombres, entre ellos "El Turnio", viejo cuatrero, amigo de El Verde, y un indio joven, sobrino del cacique Quilapán.

    Pero El Verde no denunciaba a nadie. Sabía que la menor indiscreción le costaría la vida. Lo único que hacia era prevenir a sus amigos. Don Anselmo tenía en él a una especie de perro fiel, incapaz de traicionarlo, desde el día en que lo sacó de la cárcel, acusado de haber muerto a su propia mujer.

    Ágil, de estatura mediana, de rostro rubicundo, El Verde, o sea Baltazar Molina, era un viejo jinete, que no conocía el sosiego. Junto con ponerse los zapatos, se amarraba las espuelas y sus rústicas botas de piel de ternero, fabricadas por él. Seguramente su apodo le venia del color de su manta, siempre desteñida por el sol y las lluvias, expuesta eternamente a toda clase de rigores, en su vida trashumante, de andariego que no reconocía casa, ni vínculo que lo sujetara a obligaciones familiares. Oriundo de San Carlos, llegó a la frontera con las tropas del Coronel Urrutia, siendo un muchacho de dieciséis años, como soldado de la caballada. En el Fortín de Traiguén fue donde comenzó a familiarizarse con el trato de los indios, hasta llegar a hablar el mapuche tan bien como ellos. En el asalto al fortín, realizado por las tropas de los caciques Colipí y Huentecal, de las reducciones de Malleco y Guadaba, los araucanos sorprendieron a la caballada mientras forrajeaba, en un potrero vecino al fuerte. Los caballos, espantados ante el chivateo indígena, huyeron a la disparada, punteados por un piquete de lanceros indígenas. Pero en ese momento, sonaron agudamente las cornetas del fuerte tocando "generala" y apareció como un ventarrón el comandante Cid, a la cabeza de veinte jinetes cuyos fusiles relumbraron al sol vomitando metralla para asustar a los lanceros enemigos. Los jinetes mapuches, cogidos de la tusa de sus bestias se colgaban de ellas esquivando los disparos. Un pequeño escuadrón indio embutió en audaz y terrible atro-pellada a un piquete de soldados que se habían quedado a retaguardia. Algunos de éstos saltaron como despedidos por una catapulta, desde sus monturas, mientras los otros eran arrollados por la salvaje embestida indígena. Pero ya el grueso de las tropas de Cid, apretadas y compactas en una corta columna, se volvieron como una sola y ágil bestia, para desmontarse y disparar de mampuesto, apoyados en las monturas, sobre la ondulante caballería india que se desbandó lanzando su grito dé combate hasta perderse entre los montes más próximos. El Verde recibió allí su bautismo de guerra, cuando un jinete rezagado de la caballería mapuche le tiró la lanza, sobre corriendo. El arma le desastilló la mano con que sujetaba las riendas, y el agudo dolor le hizo caer violentamente del caballo.

    Pero aquel duro percance no fue motivo para que El Verde, les tomara odio a los indios. Por el contrario. Desde entonces trató de captarse sus simpatías, hasta el punto de enredarse con una hermosa mapuche de la reducción de Nahuelvan, llamada Rosa Traipe. No se casó con ella por la iglesia. No hacía falta, según él mismo lo explicaba, riendo, en las ocasiones en que los tragos de jamaica se le subían a la cabeza.

    —La mujer no necesita del padre cura para ser buena. Cuando quiere la libertad se la toma y "San se acabó".

    El "San se acabó" lo empleaba en todas las ocasiones en las cuales deseaba solucionar alguna dificultad. Pasaron los años sin que viniera al caso el "San se acabó". Pero un día se encontró con, que la Rosa, fastidiada, seguramente, con sus reiteradas y largas ausencias, accedió a los requerimientos de Huento Cheuquel, un arrogante mocetón de la tribu de los Coñuepan y, tal como lo hiciera con él, se fue a vivir con Cheuquel sin dar mayores expli-caciones.

    Baltazar Molina no era un hombre sentimental y cuando lo supo se soltó a reír, exclamando:

    —Y endey, qué se le va a hacer. Más alivio para el enfermo, pues niños. Contimás que ella lo ha de ver. Cheuquel, trabaja con la misma herramientita con que trabajo yo. En la variedad tá el gusto. Yo no soy pasionista.

    Pero se había encendido de rabia, que no supo disimular. Un fulgor siniestro iluminó sus ojos y descompuso su semblante. Estaba en el negocio de Pedro Romero, situado en "Las Casuchas", a la entrada del fuerte. Belarmino Montoya, soldado del Batallón Angol, lo acicateó con aviesa intención:

    —Conmigo no se la llevaría tan pelada la india ésa. La mujer que es mi moza, tiene que aguantarme hasta que yo le dé la bota. Pero a mí no me pone el gorro ninguna china de porquería.

    Aparentemente El Verde no le dio importancia a las palabras de Montoya. Enardecido por el vino que se desbordaba de los vasos y golpeando con la argolla del ramal sobre el mostrador, gritó:

    —¡Quiubo pues, don Pedro! ¡Qué se hicieron los tragos! ¿Qué se secó la pipa del tinto? Ponga otro medio cántaro pues, don. O quiere que nos muramos de sed.

    Se emborrachó durante una semana entera, en todas las cantinas del pueblo. A El Verde no le faltaba dinero ni crédito, para beber. Pero, a pesar de su borrachera, nadie le oyó nombrar a la Rosa Traipe, ni a Huento Cheuquel. Se ponía sombrío cuando cantaba:

    De la Vega Larga vengo
    de la Vega Larga soy;
    traigan vino, traigan pan,
    con jamaica me emborracho
    con chinchibí me refresco,
    el coñas es pa los ricos,
    el guachucho pa los pobres.
    Callanita tostaora
    con zanco me mantendrá.
    ¡Juay! De la Vega Larga vengo
    De la Vega Larga soy. ¡Juay!


    Sin embargo, a los pocos meses, la Rosa Traipe apareció estrangulada, en el camino, junto a unas matas de arrayán. Los jotes le habían devorado el rostro, pero se veía a las claras que había sido arrastrada a lazo, por encima de las piedras y de las espinas secas de los michayes. Su cuerpo estaba horrorosamente destrozado y magullado. El Verde no se vio por ningún lado; pero una tarde en que unos soldados del Batallón Bío—Bío, arreglaban el camino, lo divisaron contento y feliz como unas pascuas, entre los cerros de Trintre, arreando su muía, cargada con mercaderías, que vendía y entregaba a lo largo del trayecto.

    Cuando le dijeron que lo buscaban por presunto asesino de la Rosa Traipe, se soltó a reír a carcajadas:

    —¡Taran locos allá en Traiguén! A la Rosa yo no la hey visto ende que se ganó a vivir con Cheuquel. Ejante que me atropello la venta y también me quieren acriminar con su muerte. ¡Esto es! No faltaba más.

    Sin embargo, de nada le valieron sus argucias. Aunque hizo derroche de habilidad para demostrar que se hallaba en Angol en casa de doña Cata cuando ocurrió el crimen, el Juez Aceval Caro, lo fue arrinconando, con careos y contrainterrogatorios hasta que soltó la verdad. Y así pudo librarse Huento Cheuquel, a quien tenían en el cepo desde el día del asesinato.

    El Verde fue condenado a la última pena. Cuando lo notificaron se quedó silencioso y huraño, como si la cara se le hubiera petrificado. Después, levantando los ojos miró fieramente al juez y respondió con amargo acento:

    —Ta bien, señor Usía. Toas las cuentas hay que pagarlas. Yo también pago.

    Mas, cierta noche, el gendarme Bartolo Jerez lo llamó a un rincón del patio de la cárcel, y le dijo:

    —Si querís juyite Verde, yo te doy la puerta. Claro que si te pillan te joden no más. Pero hay que hacerle el lance a la flacuchenta, hasta onde se pueda. ¿No te parece?

    El Verde miró en intenso silencio a Jerez. Era éste un hombre pálido de ojos pardos, esquivos, y gran bigote negro.

    —Así es que vos me querís encaminar huacho. No te aguanto. Me queda la apelación, si quiero. Pero no la pifio. Soy hombre y no le tengo miedo a los boca negra. ¡Qué carajo! ¡Pa qué soy hombre entonces!

    Jerez, miró desconfiado a su alrededor, y luego susurrando le sopló al oído.

    —No seas bestia. Óyeme, mañana viene una persona a verte. ¡Chist! Yo te vendré a avisar.

    Pero El Verde enfurecido lo tomó del poncho para vomitarle en pleno rostro una injuria.

    —Oye, mierda, a mí vos no me venís a engañar como chiquillo mediano. ¡Si me matan, me matan frente a frente, no como a un cobarde! ¡Qué te estay figurando vos, carajo! ¡Si querís anda a "encaminar" a tu madre!
    —¡Cállate animal! Si te jodes, te joderás por bruto. ¡Baboso! ¡Ya está! ¡al calabozo!

    Pero al día siguiente, cuando Tomás Ibacache, el tinterillo que lo defendía, le explicó que su causa la veía totalmente perdida, porque si apelaba, la Corte de Concepción confirmaría la sentencia de Aceval Caro, sintió que un hielo sutil, como el filo de una daga lo penetraba. Baltazar Molina era hombre que amaba la vida y sabía arrancarle todo lo que puede proporcionar en goces y satisfacciones materiales. Con los ojos turbios y la. boca contraída en un gesto desdeñoso le replicó fatalista y resignado:

    —¡Ya, pues, on Chuma! Quiere decir que hasta aquí no más llegamos. Cuando el rico mata por soberbia, lo perdonan y hasta le piden disculpas. Pero al pobre lo plantan contra la pared y adiós. ¡Quiere decir que los vamos! Y cuanto más pronto sea, mejor. Pa estar muriendo a pausa.

    De pie, junto a la puerta del calabozo en el cual el preso no tenía ni siquiera una banca donde sentarse, don Chuma Ibacache le miraba meditativo como si temiera decirle algo que le estaba arañando adentro.

    De pronto exclamó con súbita resolución:

    —¿Y por qué no tratas de arrancarte, Verde? Si me juras no comprometerme en nada en el caso de que te agarren, yo intentaré empalicar a uno de los gendarmes. Son nada más que tres los que hacen la guardia de la muralla en la noche. Con uno que te deje pasar, estás al otro la-do. Y por último, si te rochan siempre es igual. Pierdes lo mismo que si te quedaras aquí.

    Con la gruesa punta de sus zapatos de cuero granado, El Verde cavaba un hoyo en la tierra húmeda del calabozo. Sin levantar la vista y como si la voz se le hubiera secado en la garganta, repuso:

    —Oiga, on Chuma, por su vida. ¿Quiere que le diga una cosa? Prefiero morir frente al pelotón, antes que me huaraqueen di atrás como a un miserable y cochino ladrón. Ya Bartolo Jerez me lo propuso. Usted sabe que esa es la treta diaria del juez. Así los papeles se van ligerito pa la Corte.

    Una ráfaga de aire mojado hizo estornudar al tinterillo Ibacache, quien sacó un enorme pañuelo floreado con el cual se sonó ruidosamente.

    —Vos lo habís de ver pues, Verde. Si te pillan, claro que te agujerean por detrás. La cosa sería conseguir la arrancada sin trampa.
    —Don Chuma, eso y la cara de Taita Dios, ahora no lo veo...

    Caía la tarde entre gruesos nublados que se iban amontonando, bajo el cielo. Uno de los guardias desde su garita lanzó un agudo grito, que resonó como un escalofrío:

    —¡Centinela alertaaa!
    —¡Alerta estáaa!

    Pero ese día ocurrió algo extraordinario. Todavía no era la medianoche cuando El Verde oyó resonar las llaves del calabozo. Bartolo Jerez entró con una linterna bajo la manta. Alumbró al preso que se incorporó a medias, cegado por la luz. Otro hombre esperaba junto a la puerta. Bartolo en voz baja, le dijo:

    —Párate, hombre. Aquí viene tu patrón a verte.

    Y entonces El Verde, que aun no salía de su asombro reconoció en el otro hombre de poncho a don Anselmo, que le dijo con voz autoritaria:

    —Ven. Vamos andando.

    Cruzaron el patio sin que se oyera el alerta de los guardias, y salieron a la calle por la puerta donde se recibían los víveres y al torcer la esquina encontraron a Quicho, con dos caballos. Antes de subir al suyo, don Anselmo entregó algo a Jerez, que murmuró breves palabras que El Verde no entendió. Cruzaron el pueblo trasudado de agua y barro, silencioso, apenas alumbrado por débiles lámparas a parafina que pestañeaban angustiadas. Desde el río subió entre un retazo de monte el rumor del viento cuyo aletazo mojado bramó como una bestia temerosa.

    Y ya cerca del puente de "Las Casuchas", don Anselmo, que no había despegado los labios, le dijo a Baltasar:

    —Ándate para Tromen a verte con mi amigo, el cacique Jerónimo Melillán. El está encargado de ampararte. El primer tiempo conviene que andes vestido de mapuche. Ya te llamaré yo. Buena suerte y adiós.

    Resonaron como palmetazos los cascos del caballo de El Verde, que salió disparado para perderse en la noche, en medio de lagunas espesas de barro. Por supuesto que el Juez Aceval Caro no chistó. Se dijo que al Verde lo habían "encaminado". O sea la repetida treta de darles lado para que el preso huyera, y balearlo por la espalda.

    Además de la gente que iba a la Frontera desde el centro del país, estaban llegando a aquellos pueblos, unos hombres de tez clara, de ojos verdes y azules, que hablaban un idioma que los indios no entendían, ni tampoco los chilenos. El gobierno, por intermedio de los ingenieros, funcionarios que mandaba "Guamachuco" desde Angol, les repartía hijuelas ubicadas en Quechereguas, en Tricauco, en Quino, en Lumaco y Nahuelvan. "Guamachuco", era el apodo cariñoso con que toda la gente de la región designaba al bravo Coronel, don Alejandro Gorostiaga, vencedor de la batalla de Huamachuco, en las Sierras del Perú, y a quien el Gobierno había nombrado Gobernador del Territorio de Angol, con el especial encargo de reducir a los indios y asegurar la línea del Traiguén y del Cautín. Esto sólo era posible con la fundación de fuertes cuyas guarniciones garantizaran la tranquilidad de los pobladores, que se arriesgaban a vivir en esas tierras llenas de peligros. Los asaltos de los indios y los continuos y reiterados salteos de los bandidos eran el pan de cada día en la Frontera.

    Desde el Parlamento de Putué, al cual concurrieron caciques abajinos y arribanos, los indios se mantenían en calma. Los fuertes no estaban ya expuestos a los asaltos de los araucanos organizados en ágiles escuadrones de lanceros que recorrían el territorio con increíble rapidez. Pero la desconfianza y el odio por el huinca no desaparecía. Los mapuches estaban favoreciendo a diario a los cuatreros, que no sólo se dedicaban a la venta de animales robados, sino que estos mismos robos engendraban persecuciones y odios irreconciliables que degeneraban en feroces salteos.

    La muerte no era el mayor peligro en estos salteos, sino que, además, las mujeres de los colonos estaban expuestas a ser llevadas cautivas, tierra adentro, o a sufrir toda clase de ultrajes.

    Había que vivir con el arma al brazo. El puñal, la maza o cachiporra, con que se peleaba a caballazos, constituían elementos de los cuales era indispensable ir provisto para aventurarse por los caminos. Don Anselmo Mendoza, lo sabía bien, y jamás se exponía a visitar sus fundos sin llevar un par de pistolas al cinto, aparte de su gran cuchillo de monte y su látigo de montar. Con frecuencia empleaba esa temible huasca para apartar de su camino a los peones borrachos, que con ungida humildad lo detenían para solicitarle algún dinero, y se tornaban insolentes y agresivos cuando él se lo negaba:

    —Carajo, ¿qué se imaginan ustedes que yo soy caja de fondos ambulante? Déjenme el camino libre si no quieren llevarse una paliza.

    En una de esas ocasiones iba en compañía de su mozo Quicho y de El Verde, en dirección a Los Sauces, donde tenía su fundo "Monte de la Suerte", cuando desde un recodo del camino en donde estaban comiéndose un cordero —robado seguramente en el piño de algún mapuche— aparecieron unos hombres con aspecto de peones camineros. Como de costumbre, simularon gran respeto y consideración al dirigirse a don Anselmo, cuya frente en ocasiones como ésas veíase cruzada por un profundo surco, mientras sus ojos claros adquirían un brillo acerado.

    —Patrón, tamos fallos de plata, y querimos que nos valga unos doce reales para comprar unos tragos de vino. Somos varios los niños que estamos gustando aquí.

    Don Anselmo los miró en silencio, un brevísimo instante.

    —¿Quiénes son ustedes? ¿Con qué derecho vienen a pedirme plata, si yo ni siquiera los conozco?

    El hombre que había hablado era un colorín pecoso, de esquiva mirada y labios sensuales. Miró el peón hacia atrás, y de pronto lanzó un agudo subida De entre unas matas salió una media docena de hombres, que se adelantaron con amenazadora resolución. Uno de ellos gritó: ¡

    —¿Así es que no quiere aflojar la pepa ese rico abusador? Con nosotros se las va a entender.

    Fulguraron los corvos en la cruda luz del mediodía. Era un arma peligrosísima en un caso como ése. Jenaro Montoya, jefe de la banda, sacó una enorme daga con la cual, de un salto, tiró una terrible puñalada al pecho de la bestia de don Anselmo. El animal dio un corcovo, resoplando furioso, como si se hubiera dado cuenta del peligro. Pero ya don Anselmo había enarbolado su terrible látigo, y con él arrolló al bandido, que bramando de ira, se abalanzó de nuevo sobre el caballo, con el propósito de herirlo en el pecho, para desmontar de este modo al jinete.

    Entonces no fue uno si no un diluvio de azotes lo que cayó sobre el forajido, mientras Quicho y El Verde cada uno por su lado, se batían a caballazos y pencazos con los demás asaltantes, sin poder ayudar a don Anselmo, frente a las embestidas del "Colorín", que, en una de ellas, se estrelló con la montura en donde rebotó el puñal. El arma saltó lejos, rebanándole la mano. Surgió un chorro de sangre. Sin embargo aquel hombre no era fácil de dominar así no más. Con brinco de fiera irritada, trató de recoger el puñal, pero ya don Anselmo estaba encima de él, para estrellarlo en un decisivo encontronazo con los pechos del animal.

    El lance tomaba un cariz desagradable; y si se hubiera tratado de un hombre menos hombre que don Anselmo, este y los suyos seguramente se hubieran dado a la fuga. Uno de los bandidos, colgándose de la manta de Quicho, lo había derribado, y ya iba a degollarlo con su afilado machete, cuando don Anselmo, le disparó a quema ropa dos certeros balazos. El hombre trató de enderezarse y abriendo los brazos, como si quisiera ahogar a la muerte, se derrumbó lanzando un ronco gemido, mientras un torrente de sangre enrojeció el polvo del camino. El Verde, con la cabeza descubierta, daba la impresión de un loco. Había sacado un estribo de su montura y repartía golpes a diestra y siniestra. De la frente le brotaba un chorro de sangre que le corría por encima de los ojos y de la boca. Ante los disparos, los asaltantes de El Verde, volvieron caras, huyendo hacia el monte. El "Colorín", con aspecto de demonio, manchado el rostro de sangre, de tierra y de sudor, se plantó a la distancia, y desafiando aún a su enemigo, le gritó:

    —Te la tendrás que ver conmigo, Anselmo Mendoza. A cucharadas me tengo que tomar tu sangre y la de tus hijos.

    Don Anselmo tenía un aspecto terrible. Con las riendas en la mano y la pistola brillándole en la otra, lanzó una feroz carcajada. Una carcajada de loco, o de poseído por el demonio.

    —Cuando quietas nos veremos. Y ahora mismo si te conviene. ¡Ven para acá, canalla! ¿Quieres definirla ahora?

    Con salto de gato, se desmontó, gritándoles a Quicho y a El Verde:

    —Sujétenme el caballo. Aquí están mis pistolas. ¿Quieres pelear con cuchillo? Ven a recogerlo. Aquí me tienes. Soy Anselmo Mendoza. Mírame bien. Anselmo Mendoza, ¿me entiendes?

    Mientras hablaba iba caminando al encuentro del "Colorín". Había tirado el poncho y la fina blusa, sobre unas macas próximas. Ágil y flexible llegó hasta donde estaba Jenaro Montoya, que no retrocedió una pulgada del sitio donde se había detenido. Un instante los dos hombres se miraron cara a cara. Un intenso jadeo les agitaba el pecho. Temblando enteros, se quedaron de pronto indecisos, como si una extraña fuerza les contuviera, como si desde el fondo del odio y del salvajismo de aquella vida azarosa, surgiera un extraño fenómeno de recíproca admiración. El "Colorín" levantó la mano que todavía chorreaba de sangre y se rascó la cabeza sudorosa:

    —Me la ganó, patrón —dijo con voz lenta y ya sin odio—. Me la ganó bien ganada. Yo sabía quién era usted, pero no creía que era tan hombrazo. Yo soy Jenaro Montoya y aquí me tiene usted ahora como amigo. Pa siempre. Con los hombres hay que ser hombre.

    Don Anselmo no tuvo que arrepentirse de aquel entrevero. Muchas veces viajando ya casi envuelto en las primaras sombras de la noche, se encontró con Jenaro Montoya, jinete en brioso caballo, seguido de media docena de hombres de su banda. Saludaba con su aire hosco y duro:

    —A las órdenes, don Anselmo. Por aquí no pase cuidado. Aquí manda Jenaro Montoya.

    Mas de una noche llegaron a las casas de "Monte de la Suerte" para solicitar víveres, especialmente tabaco, yerba mate, azúcar y aguardiente. Don Anselmo jamás se lo negó porque sabía que con toda esa gente tenía camino libre y seguro entre Angol y Traiguén. Y una noche tuvo a su vez que devolver aquellos servicios. Un piquete de carabineros de Angol(1) , mandados por el teniente Pascual Espinoza, logró ubicar el rancho en donde dormía Jenaro Montoya. Una de las mujeres, la india Mercedes Meliqueo trató de despistar a Espinoza diciéndole que Jenaro estaba esperando a uno de los coches de Labairú, que partiría de amanecida desde Los Sauces. Pero ya Jenaro, despierto con la conversación en voz alta de Mercedes, se había encaramado como un mono hasta la cumbre de la ruca, por donde se deslizó, para caer sobre uno de los carabineros al cual derribó de su caballo, para montar en él, huyendo a toda rienda en dirección a las casas de don Anselmo. Perseguido por una lluvia de balas, no lo alcanzó ninguna, pero sí, a la cabalgadura que de pronto se derrumbó poco antes de llegar a las casas de "Monte de la Suerte". Jenaro Montoya logró esconderse en el pa-jar donde comían las bestias de don Anselmo.

    Los carabineros sin imaginar que el temible bandido estuviera oculto allí, rodearon el sitio en la seguridad de que al amanecer lo apresarían. Pero a Jenaro se lo tragó la tierra.

    Al día siguiente, don Anselmo, mientras conversaba con Pascual Espinoza, a la hora del desayuno, le dijo:

    —Creo que pierde el tiempo buscando a Jenaro por aquí, teniente. Es casi seguro que anoche mismo ha huido disfrazado de mapuche, en dirección a Angol. Es más fácil encontrado allá en la cantina de la Cata Morales o donde Pedro Artillería que por aquí. Estos arrancan a la disparada. Y donde la Cata, está más resguardado que en un cuartel. Usted sabe la laya de fiera que es ésa.

    El boliche de la Cata Morales era famoso. En él se reunían gentes de toda clase y condición. Indios que peleabas al lonco con ferocidad hasta quedar tendidos en la calle durmiendo su épica borrachera; cocheros y conductores de las diligencias que viajaban hacia el interior de la alta Frontera; soldados de los batallones acantonados en Angol. Y a veces, por las noches, cuando toda esa gente de los campos y de los caminos, se había ido, se detenían junto a la vara que defendía la casa, grupos de jinetes que remolían toda la noche y se marchaban al venir el día. Pero mientras permanecían allí, el gran rancho de tablas de la Cata se sacudía como un barco en pleno temporal. Cata era una mujerona alta, rojiza, de carnes apretadas y de constitución atlética. Se contaban de ella cien proezas y entre éstas, la de haber derrotado a garrotazos y a puñete limpio, al sargento Antolín Romero, un hombronazo de anchas espaldas y un metro ochenta de altura. Antolín, en ese período exultante de la borrachera, había vaciado un potrillo de cerveza con chinchibí dentro de la guitarra de una de las cantoras y en seguida tomándola del traste la deshizo en la cabeza de la pobre mujer.

    Cata, fuera de sí, lo acometió con una silla, y lo derribó, pero Antolín, como un toro salvaje se levantó para endilgarle una bofetada que dio con la mujer en tierra. Un tumulto de mujeres, chillando, y de hombres que trataron de poner paz con voces amenazadoras, excitaron más los ánimos. La Cata se había lanzado sobre el sargento y se le colgaba de los cabellos. Cayeron al suelo abrazados, y se debatían con furia. La mujer bramaba enloquecida y mascullaba:

    —¡Déjenme sola! ¡Déjenme sola! ¡Déjenme matar a este perro!

    El sargento mostraba un barbecho de rasguños en la cara y un mordisco de fiera en la mejilla. Retorciéndose en el suelo en medio de los gritos de las mujeres, la Cata logró quedar sobre el hombre, al cual comenzó a estrangular. Cuatro hombres no podían dominar aquella furia, y tuvieron que sacarla casi en peso de encima de Antolin, cuando éste ya comenzaba a estertorar.

    La Cata era una especie de tigresa, en aquel vendaval de silletazos, de botellas y vasos que zumbaban en el aire derribando a hombres y mujeres. Un piquete de soldados del Batallón Bío—Bío, que andaba de ronda, tuvo que emplear sus armas para poder dominar aquella fenomenal batalla, en la cual el bravo Antolin Romero salió completamente derrotado.

    Pero a la Cata Morales no le cerraba nadie su boliche, pues en reiteradas ocasiones eran todos los oficiales y jefes de la guarnición los que iban a remoler a su casa, en fiestas que duraban el sábado y el domingo, con sus noches. Y con ellos, los más ricos señores de la Frontera.

    En esas oportunidades, se bebían licores finos y los soldados asaban en el patio una vaquilla, mientras en grandes ollas hervían pavos y gallinas, para abastecer el hambre de lobos de quienes estaban "gustando". Mujeres traídas de Concepción y de Chillan y cantoras famosas, venidas también del norte, alegraban la remolienda opulenta del "riquerío". En esas ocasiones, los indios, los soldados y los salteadores de los caminos derivaban hacia los boliches de don Pedro Artillería, de la Rosalía Ponce, o de la Juana Ibarrat. Pero todo el mundo prefería ir donde doña Cata, porque allí estaban mejor atendidos que en, ninguna parte. Además, las trancas de las puertas se hacían pocas para descargarlas sobre los que no sabían respetar la casa.


    III


    Monte de la Suerte, "Vega Larga", "Nilpe", "Loncoluan", "Las Juntas", "Tromen", "Mahuinco", "Trovolve" y muchos otros, eran los nombres de las propiedades que había formado don Anselmo Mendoza entre Angol y Temuco. En veinticinco años de lucha se convirtió en uno de los hombres más ricos y respetados de la Frontera. Cuando alguien lo dudaba delante de quienes lo conocían a través de todas sus empresas y ganancias, se le contestaba con acento compasivo:

    —Pero cómo se atreve usted a preguntar eso. ¡Si a don Anselmo no le cortan un brazo por menos de dos millones de pesos! Cuando se le ocurra sale con todo el Banco al hombro.

    Don Anselmo llegó un día a Angol en calidad de arrenquín del español Vicente Peña, que hacía por esos años, cuando todavía no llegaban a Chile los comerciantes árabes, el oficio de buhonero.

    —¡Eh, tú, chiquiyo, si quiés gana plata y fama, ven conmigo a la Frontera. Allá toa la mercadería se vende a precio de oro y se la arrebatan a uno! ¡Vive Dios, y la Virgen pura que no te miento! Anda, anímate. ¡Me gusta tu traza, mocito!

    Y se fueron. El murciano aquel, era un hombre de acción y determinaciones instantáneas. Cuando los padres se dieron cuenta, que aquel marrullero español, andaba "insolentando" al muchacho, se enfurecieron y hasta lo amenazaron con la policía. Pero don Vicho no se inmutaba por nada.

    —Mié usté seña de mi arma, que el porvení der mocito éste, está en el comercio! Pa gana la plata no se necesita de muchas letras ni leyes. El chiquiyo tiene corazón y no hay más. Pero al fin usté es su mare y sabe a onde le aprieta la chinela.

    Don Bernardo Mendoza, que tenía un pequeño comercio en Parral, estaba dispuesto a gastar todos sus bienes para que el hijo fuera abogado o médico. De una de esas dos profesiones no lo sacaba nadie. Sólo de pensar en que su hijo pudiera ser médico o abogado, sentíase transportado de felicidad. Y cuando supo que don Vicho andaba "empalicando" al hijo único hombre, que daría lustre y fama a su estirpe, casi enloqueció de cólera:

    —A ese cono canalla le voy a torcer el cogote. Y si vuelve a conversar con el niño lo mando preso. Que lo pongan al cepo por un mes a ese sinvergüenza. ¡Qué se había figurado ese inmundo godo!

    No recordaba en ese momento que su padre también había sido un inmundo godo, llegado a las costas del Maule, en donde había hecho una pequeña fortuna que después perdió en negocios agrícolas que no entendía. Era hombre de aventuras y anduvo entre los indios en el sur, y luego fue al Perú con las tropas de Bulnes y más tarde estuvo en las minas de Copiapó. En todas partes ganaba dinero que derrochaba rumbosamente. Estaba siempre diciendo:

    —La plata se ha hecho para gastarla. Nadie necesita ni siquiera un cinco, después de muerto. Nunca se ha oído decir.

    Pero don Bernardo no sacó aquella espinita de aventura. Ancló en ese pueblo en el cual nunca pudo salir de una medianía, a la cual se aferraba refunfuñando a la espera de días mejores.

    Sin embargo, en el nieto repuntaba el espíritu de aventuras del abuelo. Y un buen día, mientras la madre cosía en la máquina las prendas que el chiquillo había de llevar al colegio de Santiago, éste desapareció de la casa fascinado por los proyectos de don Vicho. Don Bernardo, como buen hijo He español, tuvo un arrebato de furia, y gritó:

    —¡Pues que se joda! Allá veremos lo que va a sacar con ese imbécil. ¡Desde hoy haré cuenta que no he tenido nunca un hijo! Ya lo veré llegar en pelotas y muerto de hambre.

    Pero no fue eso lo que ocurrió. Don Vicho, tuvo buen ojo al fijarse en Anselmo para compañero suyo, en la hermosa aventura de ir al sur a ganar dinero y fama como él decía:

    —¿Sabes leé y escrebí? Más no te hace falta, hijito. Ya volveremos con la plata en talegas, para que gocen esos viejecillos de tus pares. Ya lo veras...

    No necesitaron salir al campo a exponerse a los asaltos de los bandidos y de los indios bravos que seguían atacando los convoyes particulares, las carretas del Estado y los coches que viajaban hacia la Alta Frontera. En Angol establecieron su comercio y a poco andar, don Vicho se dio cuenta de que el muchacho era un aguilucho que volaría muy alto en aquella actividad. Las mercaderías que llevaron, fueron en realidad arrebatadas allí donde apenas existían tiendas y almacenes, en los cuales no se encontraba ninguna de las baratijas que ellos vendían: Cortaplumas, collares, espejos, peinetas, anillos, pulseras, tijeras, prendedores, aretes, guardapelos y toda una variada cantidad de pequeñas chucherías, que dejaban a los clientes con la boca abierta por el asombro y la codicia.

    Angol era, por esos días, un hervidero de gente que venía desde la Alta y Baja Frontera a vender sus productos. Desde el norte llegaban funcionarios del Gobierno, que alojaban en los cuarteles y en los hoteles improvisados que por ese tiempo existían allí. Angol, vergel opimo donde se daban con magnificencia fastuosa las frutas, las flores y los productos de chacarería, era el paraíso de las gentes que llegaban de tierra adentro. De este modo se veía cruzar las calles de la ciudad a un arrogante capitán de cívicos que había contribuido a la pacificación de la Frontera; y a un Ministro de Estado que atravesaba la Plaza de Armas rodeado de su comitiva oficial para ir a la Gobernación a estudiar algunos de los muchos proyectos que tenía el Gobierno, destinados a incorporar aquellos territorios en forma efectiva al dominio del Estado. Y casi nunca faltaba un grupo de jinetes mapuches, de las reducciones de Pellomenco, de Trintre, de Guadaba o Huequén. Aparecían con sus vistosos chiripas y sus mantas coloridas. El cacique se destacaba en medio del grupo de jinetes, que en sus caballos avispados y crinudos, levantaban una polvareda enceguecedora, en dirección a Villa Alegre, o a las casas nuevas del Puente Mellizo.

    Angol era un oasis de árboles y frutas después de los lomajes ardidos de sol de Traiguén, en donde las sementeras rendían hasta el ochenta por uno. El viajero sólo encontraba allá en Traiguén y Galvarino, ríos de trigo. La tierra daba cien granos por uno que se sembraba, pero no había frutas, fuera de las manzanas, las ciruelas y las peras, que crecían silvestres cerca de los fortines, y no alcanzaban a madurar, arrasadas por la voracidad de los chiquillos ansiosos de chupar algo fresco, cuando en el monte no encontraban chupones o cóguiles de pulpa de miel, que con sus densas sustancias vegetales les quemaban la boca, causándoles pequeñas llagas y granos difíciles de curar.

    Angol, Encol de lo Confines, la ciudad de Pedro de Oña, era el rincón paradisíaco, en donde las frutas se daban con una magnificencia increíble. Peras de piel verde—clara, que adentro contenían una copa perfumada y fresca de azúcar vegetal; duraznos de todas clases: blancos, amarillos, petados con la piel lustrosa y coloradita como las mejillas de una muchacha de la montaña; priscos que al abrirse mostraban una melcocha olorosa; ciruelas que reventaban entre los labios en un chorro de almíbar. Y de los alrededores, sandías verde—obscuras que al abrirse tenían una llamarada adentro; melones de seda de Deuco; naranjas en las cuales se escondía el sol refugiado entre el verde follaje, como asustado de su propio color.

    Angol, la tierra sureña donde comenzaba a producirse uva de la más excelente calidad, era la patria de los árboles. Árboles, árboles, árboles, por todas partes. En la calle, en el interior de las casas, en las húmedas quebradas de terciopelo, por donde se escurre el hilo brillante de un estero. Maduran allí las castañas, las nueces y las paltas. Es la tierra edénica y limpia. En sus calles no se ve jamás que el barro ensucie los zapatos de las gentes. Llueve. Llueve, días y semanas y cuando el sol encaramado sobre unas nubes de armiño encumbra sus rayos desde la alta bóveda de un cielo azul, la tierra está enjuta, brillante, aromada por una especie de hálito nupcial. El aire es transparente y los cerros muestran a lo lejos sus jorobas azules, renegridas casi. Bajo dos y tres inmensos arcoiris, el campo está rejuvenecido. Los árboles brillan como si los hubieran barnizado; los esteros se deslizan ondulando en ca-belleras transparentes, que hacen recordar los ojos claros y la tez de flor de las mujeres nórdicas.

    Angol en esos días era el emporio de la Frontera. A la ciudad de los árboles, de las flores y de las frutas, llegaban los norteños trayendo sus mercaderías, sus vicios, y los adelantos que él país había alcanzado en el norte. Languidecían los minerales de las tierras atacameñas y entonces el hombre de Chile miraba hacia la Frontera, hacia la patria del indio, que estaba virgen, vestida de selvas opulentas sus tierras oprimas, donde crecían los pastizales alimentando a miles de chanchos bravos y vacunos caitas que no tenían dueño.

    En los almacenes, tiendas y negocios de abigarrado contenido, se exhibían las telas vistosas que ondeaban como alegres llamados desde las puertas. Y más adentro estaban las mercaderías de óptima calidad, traídas de Europa: herramientas, loza, cuchillería, cristales. Sal fina en frascos relucientes, polvos de arroz, galletas que habían cruzado el mar y estaban frescas dentro de los tarros finamente construidos y arreglados con primor.

    Y en otra sección de aquellos negocios se veían los cordeles enrollados en inmensos carretes, la grasa de pino, las rumas de baldes, de ollas negras, las pailas de cobre y las enormes olletas de tres patas, mientras del techo pendían, cimbrándose, las teteras, las bacinillas, las ollitas azules y las fuentes blancas ribeteadas de azul. Tienda y almacén, allí se mezclaba el fino olor de los géneros engomados con el del azúcar, la chancaca, el charqui y la grasa de pino.

    Por la calle pasaban carretas llevando ovejas echadas sobre un lecho de pasto, gallinas en ristras que valían treinta centavos cada una, huevos a peso el ciento: chaigües llenos de maqui; ristras de ají; tortas de culli para "el fiebre", como decían los mapuches, pavos y chanchitos nuevos. En los campos de Chufquén y de San José, próximos a Traiguén, las máquinas no alcanzaban a cortar ni a trillar todo el trigo de las sementeras, y entonces el cielo se cubría de inmensas bandadas de choroyes y cachañas que desfilaban días enteros bajo la azulidad infinita de los cielos de la Frontera. La tierra daba el triple de lo que le pedían. Rebaños innumerables de vacunos, asomaban sus ojos de mirada salvaje entre los altos pastizales de las vegas y llanuras; y entre los cerros de Trintre, de Deuco, de Guadaba, de Colpi, de Huiñilhue, y Nahuelvan pacían grandes piños de lanares. Sobraba la comida y el dinero, tenía un fantástico poder adquisitivo. Un litro de leche dos y medio centavos y con otros cinco se podía un canasto lleno de pan. En los días del otoño, ruando los vientos huracanados echaban al suelo los cercos y se llevaban por los aires las planchas de calamina y hasta las tejas, veíanse en los pueblos, llegar a los cazadores, que aparecían junto con la bonanza, trayendo sus morrales repletos de torcazas, de choroyes, de patos silvestre y de una variedad infinita de volatilería.

    A estas tierras fue donde llegó don Vicente Peña, con su esforzado arrenquín Anselmo Mendoza, que era en esos días, un muchacho de ojos claros, de piel rosada y pelo castaño.

    Comenzaba el verano, y las calles se veían llenas de gente que llegaba de todos los rincones de la Frontera. Venían a comprar en las tiendas y almacenes, encima de cuyas puertas se cimbraban las piezas de un arado, junto a una azuela, un formón y una sierra. El viento del sur hacía sonar las hechonas que colgaban relumbrando al sol. Por las aceras desiguales cruzaban a grandes pasos los colonos, alemanes, franceses y suizos, recién llegados a la región. También algunos vascos franceses que no se fueron a Cañete ni a Lebu y se quedaron en Angol como almaceneros o dedicados a trabajos de hortalizas en los cuales eran especialistas. Pasaban por las calles, hombro con hombro, con el mapuche, y con las gentes de Chillan, Curicó, San Javier y Parral, que venían a buscar acomodo, para establecerse, o a vender monturas, riendas, frenos y lazos trenzados con habilidad admirable. Junto al tintineo de las espuelas de grandes rodajas, se oía la sonajera de las pequeñas espuelas que usaban los mapuches. Pasaban éstos erguidos, orgullosos y dignos, junto a los huincas intrusos que venían a quitarles el mapu. Descalzos, caminaban a grandes pasos, mientras las "chinas", siempre un poco atrás, iban con trancos menudos, hablando plañideramente en mapuche y luciendo sus trariloncos de plata y sus relucientes trapilacuchas sobre el pecho.

    En los almacenes se respiraba un olor denso. Cuerpos sudados bajó los ponchos espesos, se amontonaban junto a los mostradores. Además en el almacén había un pesado olor a azúcar moscovada, a charqui en gruesos líos, que mostraban sus tiras obscuras, estriadas de franjas de grasa. Sobre los mesones, veíanse tarros de manteca y de grasa derretida.

    En el centro del amplio local se amontonaban barrigudos toneles de clavos y grampas para cercos. Montones de quesos se alzaban encima de los mesones, al lado de rumas de "chauchos" de harina cruda, como se llamaban a las bolsas de un cuarto de quintal.

    Los dependientes sudorosos vendían en mangas de camisa y tan pronto estaban haciendo sonar con violento chasquido las vistosas telas de cambray y vichy, al rasgarlas, como midiendo un medio cántaro de parafina, o un litro de aceite.

    —¡Vez tú, chiquiyo! ¡Esta es vida mi arma! Aquí zí que se puede trabajar con provecho. Veraz, veraz, como muy luego tendráz tú también, casa y solar. Y tierras y animales: ¡Rediez! ¡Y todas las mujeres que queraz! Aunque si te propasas con ellas, por ahí puede venirte la jodienda. ¡Hay que vivir con medida, chico! ¡Si lo sabré yo! Los cojones un día nos van a hacer falta.

    Instalados en una ligera mediagua, que hizo construir él mismo en una de las esquinas de la Plaza, vendieron muy pronto el surtido de mercaderías que traían. Eran los días de Pascua, y por primera vez, los chicos que se arremolinaban junto a aquel improvisado bazar, pudieron ver los juguetes más estupendos: cornetas, trompos, pelotas, soldados, fusiles y revólveres de latón hermosísimos, relojes con cadena, carretas pintadas con los colores de la bandera chilena, hondas y boleadoras como las que usaban los indios, lanzas y escopetas, con las cuales "los coltros" actuaban por la noche en las más terribles batallas campales.

    Unos simulaban ser las tropas indígenas de Melín, Quilapán, Colipí y por el otro lado combatían los arrogantes soldados de Urrutia y Gorostiaga. Don Vicente estaba cada día más feliz del acierto que había tenido al traer a Anselmo.

    —¡Qué ojo el mío, mare mía! ¡Si este mozo ya me está enseñando a mí "como se han de hace las cozas"! En un par de años lo quiero vé yo. ¡Anselmito, que Dio te ampare y no te vayas a pasmar, hijo mío!

    Pero el mozo no se pasmó. Por el contrario, aquella vida de agitación, de esfuerzo permanente, le hizo un bien enorme. De sus mejillas parecía que iba a brotar sangre y su cuello se encendía de poderosa vitalidad. Aquella vida era la que él soñaba. Nada de pasearse por los corredores universitarios, con un grueso tomo en las manos tratando de aprender el Código Civil o el Derecho Romano. ¡Había tanta gente a la cual le gustaba eso! Se levantaba en el verano junto con don Vicho antes de que amaneciera, para salir disparado hacia la vertiente del Puente Mellizo, en donde se ponía bajo el chorro de agua helada, que lo hacía lanzar gritos nerviosos y luego de vestirse rápidamente, se iba corriendo hasta el negocio, en donde partía leña para encender el fuego, o abría cajones de mercaderías, trabajo que al poco rato le hacía transpirar a chorros. Don Vicho se reía a carcajadas, viéndolo cada vez más animoso, más fuerte y decidido, como si su inteligencia fuera despertándose más y más en cada día que pasaba.

    A don Vicho, como buen andaluz, le encantaba desvariar, haciendo castillos en el aire. Por las noches, en la cama antes de dormir, le decía a Anselmo:

    — En unos cinco años más que estemos por aquí vamos a tené más crédito que José Bunster, y como no sabemos que hace con la plata, nos daremos la gran vía, chico. ¿Qué te parece un viajecito a España? Iríamos a Sevilla a onde están las mujeres más lindas del mundo. A Murcia, para que veas los terrones en donde nací yo Iríamos a Granada.

    Pero la conversación duraba muy poco porque ya Anselmo dormía profundamente. Don Vicho sonreía, fumándose su trigo regular, antes de dormirse y lo miraba con los ojos encandilados de afecto.

    —Si fuera mi hijo, tal vez no lo quisiera tanto.

    Trabajaban del día a la noche en su negocio de buhonero y cada vez les iba mejor. Les faltaba tiempo y manos para vender. Pero muy pronto las circunstancias les obligaron a cambiar de rumbo. Los indios, los soldados, los carreteros o los peones que venían de las faenas camineras fueron los que, sin insinuación siquiera, les obligaron a variar el rumbo de sus actividades comerciales. Llegaban hacía ellos, con un poncho o con un trarilonco de plata los indios y la demás gente con herramientas, prendas de vestir, armas, zapatos y a veces, hasta con mercaderías compradas en los almacenes, para dejarla en prenda por unos cuantos pesos o centavos y poder con ellos, seguir bebiendo.

    Anselmo, fue el primero que vio el negocio, por ese lado y antes de que don Vicho lo aprobara ya él lo había realizado. Una tarde el español, se encontró con que en el fuerte de la casa donde vivían, había una yunta de bueyes.

    —¿Y estos animales qué hacen aquí, Anselmo?

    El chiquillo sin darle mayor importancia al asunto, replicó:

    —Están en prenda. Si no vienen a buscarlos pasado mañana se venden. Así fue el trato.

    Y de este modo fue como, aquel bazar de quincalla y mercadería liviana, se transformó en una agencia en la cual se recibía de todo. Y poco a poco la agenda extendió sus operaciones, convirtiéndose a la vez en tienda, almacén, mercería, ferretería y cantina. Fue necesario tomar otros empicados y entre ellos el que dio mejores cumplimientos fue Fidel Pontigo, hijo de uno de los cocheros que trabajaban entre Angol y Traiguén.

    En una especie de barracón que en los comienzos tenía piso de tierra, fue creciendo el negocio cuyas puertas se abrían cuando aun las luces del amanecer no alcanzaban a alumbrar el pueblo. Con los primeros "golpes", como la gente llamaba a las dianas que se tocaban en los cuarteles, el negocio se ponía en movimiento. Allí estaban esperando ya, los indios, que venían de los campos vecinos, los trabajadores del molino y de las bodegas en donde se depositaba el trigo llegado en las carretas que venían de "adentro": Galvarino, Los Sauces y Traiguén.

    El pueblo se llenaba de carretas, cuyas ruedas de palo se oían rechinar desde lejos. Bramaban los bueyes nuevos y relinchaban avispados y ariscos los caballos mudos de los mapuches y de los capataces de las carretas. Junto a los estacones llenos de gruesas argollas de hierro y herrajes, para enganchar las riendas, se amontonaban las bestias inquietas y briosas, que se revolvían intranquilas, cuando un potrillo que pasaba por allí cerca, las saludaba con reiterados relinchos. El aire olía, a estiércol y a sudor de bestias que habían caminado muchas leguas para llegar hasta el pueblo.

    En la agencia, almacén y cantina de don Vicho, faltaban manos para vender. Anselmo hablaba una pintoresca jerigonza, mezclando al español, palabras mapuches que poco a poco, en el contacto diario de los indios y sin hacer gran esfuerzo, llegó a dominar casi por completo. Sin más prendas que un amplio pantalón de diablo fuerte y una camisa de cuello abierto, vendía percalas, géneros de cambray, vichi, tocuyos y casinetas ordinarias.

    Junto al mesón de la cantina se amontonaban los mapuches, que desde el comienzo bebían aguardiente, comiendo pan con ají, charqui y gruesas trolas de queso. Los peones que habían trabajado en descargar sacos de trigo en el molino o en la estación de Renaico, que era el término de la línea ferroviaria, llegaban sedientos a beberse un potrillo de cerveza sencilla con chinchibí. Las indias con sus güeñecitos en su cupelhue sobre la espalda, bebían el aguardiente en pequeños sorbos, remojando el pan en el licor transparente. A veces cuando ya estaban ebrias, los empleados se entretenían en robarles el güeñecito, al cual sacaban del cupelhue sin que chistara, aunque sus ojos obscuros parecían salirse de las órbitas. Los escondían tras el mostrador y en muchas ocasiones, aunque la india llorara, reclamándolo al darse cuenta del robo, los "coñis", se quedaban calladitos chupando una tira de charqui o un terrón de azúcar.

    —¡Quién ha sido el chileno ladrón que me ha robado mi niño! Devuélvamelo por Dios, que yo me voy a morir de pena. Hijito mío ¿a dóndes estás?
    —En un comienzo, como muchacho que era, Anselmo, celebraba aquellas y otras bromas, pero muy pronto prohibió a los empleados que les hicieran jugarretas desagradables a los mapuches, pues degeneraban en terribles "bochinches" y entonces aquello se ponía más difícil de arreglar que los escándalos que se suscitaban en la casa de la Cata Morales.

    Sin embargo, por las tardes aquello era un oleaje en mar deshecha. Afuera se veían interminables filas de carretas, cuyos bueyes se habían echado junto a la acera. En las es-quinas se espantaban a cada rato las bestias con los gritos de algún jinete borracho, que pasaba a rienda suelta dando alaridos. Otras cabalgaduras que habían dejado a su jinete tirado en el medio de la calle, roncando su espantosa "mona", llegaban a juntarse con las bestias amarradas que las recibían revolviéndose y relinchando. Los chiquillos gozaban con el espectáculo y se encaramaban en cuanto caballo encontraban a mano. Con los pies encajados entre las correas de la alción, salían disparados en locas carreras por las calles del pueblo, o se ponían a topear con gran algazara.

    Las indias sentadas junto a las puertas de los negocios romanceaban su borrachera, mientras los mapuches discutían a gritos y peleaban al lonco entre una baraúnda de chiquillos, de perros, de soldados y mujeres que se amontonaban a regocijarse con el espectáculo. Botando el poncho los rivales se tomaban de las mechas tratando de dar con la cabeza del enemigo en tierra y a veces ésta sonaba como un zapallo que se parte en dos, cuando conseguían su propósito.

    Hombres desnudos hasta la cintura, vendían, por un vaso de jamaica o de vino, su paleto y su camisa. A veces llegaban donde Anselmo a decirle:

    —Teñimos sé, patrón. ¡Querimos que nos dé una lianza su mercé! Querimos tomar hasta que nos dé punta. Oiga patrón, somos rotos chilenos que peliamos en Dolores y en la batalla del Morro. No le teñimos miedo a naide. La pela es la que los tiene miedo a nosotros. Patrón, ¡aguaite este lauquetito! Es la bayoneta de un cholo que me ensartó en la batalla de Tacna.

    Salían a relucir chocos, revólveres, carabinas, puñales de la mejor calidad, sin que nadie supiera de donde provenían. Así en las borracheras descomunales de los cívicos y los soldados de línea. En esas ocasiones se armaban las peleas callejeras más espantosas. Tanto que, en una de ellas, el Sargento Mayor del Batallón Bío—Bío, don Miguel Contreras Solar, tuvo que ordenar una carga de fusileros para disolver una batalla campal, que se armó frente al negocio de don Vicho, entre soldados del batallón Arauco que venían llegando de Lumaco —después de dominar una insurrección de los indios mandados por Quilahueque, hijo de Quilapán, señor de Traiguén y enemigo irreconciliable de los chilenos usurpadores de su tierra, y un grupo de soldados del batallón Nuble, que habían salido francos. En aquella refriega callejera murieron siete soldados, una mujer asilada en un prostíbulo a la cual llamaban Asisito y un viejo de apellido Rodríguez, que se metió en el tumulto creyendo que allí estaba su hijo.

    Fue en uno de esos diarios incidentes como murió en la forma más inesperada y sorpresiva don Vicho. Un peón del camino entre Trinte y Deuco, llegó una tarde a ofrecer una carabina Comblain, en prenda. En esos días el Gobernador del Territorio, don Alejandro Gorostiaga, había impartido órdenes terminantes a los negocios, prohibiéndoles recibir armas de esa calidad, pues todas ellas pertenecían al Ejército de la Frontera. Don Vicho, que estaba tras el mostrador en ese momento, rechazó el ofrecimiento en son de broma.

    —¡Eh tú, no me vengas a jodé! Llévale esa carabina a Gorostiaga, que la está necesitando mucho. Anda, que te la pagará bien. Guamachuco te va a dar un premio.

    El hombre lanzó una injuria:

    —¿Acaso creís que la carabina no sirve, viejo cochino? Mira si no sirve.

    Instantáneamente resonó dentro del negocio un disparo que atravesó el estómago de don Vicho. Anselmo, que vendía en el almacén, saltó de un brinco el mostrador, para lanzarse como una fiera sobre el asesino. Pero el hombre no se movió. Levantó de nuevo la carabina y ya iba a disparar casi a mansalva sobre Anselmo, cuando una terrible bofetada lo tiró de cabeza encima de una barrica de grasa de pino. Domingo Melín, cacique de Guadaba, que asomaba en ese momento al negocio había salvado providencialmente al muchacho. El asesino quedó un instante sin poder recobrar el equilibrio, pero ya Anselmo había cogido la carabina disparándole los tres tiros que quedaban en la cajetilla. El hombre, ex carabinero, despedido de su unidad por mala conducta, no alcanzó a pararse. Se debatió un instante y en seguida resbalando las manos en el charco de su propia sangre, se estiró para morir.

    Entre tanto, todos los empleados habían acudido a atender a don Vicho, que se desangraba intensamente pálido. Fidel saltó sobre un caballo y fue corriendo a buscar al cirujano del Escuadrón Angol, que era el que estaba más próximo. Pero todo fue inútil. Don Vicho, con una entereza digna de su raza, falleció esa misma noche. La bala le había comprometido la espina dorsal y era inútil toda curación.

    Anselmo, junto al lecho, donde el viejo luchador se moría, lloró tal vez por la primera vez de su vida. Tenía ya dieciocho años y allí, desmelenado, con el pecho estallante de energía y vitalidad, gemía con la desesperación de un niño:

    —No quiero que se muera usted, don Vicho. No quiero que usted se muera...

    Pero don Vicho murió. Su testamento hecho ante el Comandante Contreras, Fidel Pontigo y el escribano Río—seco, fue de dos líneas que decían:

    Declaro mi heredero universal a mi amigo Anselmo Mendoza que me ayudó a ganar todo lo que dejo. No tengo herederos forzosos y esa es mi última voluntad.

    Desde ese día, Anselmo cambió de manera de ser con la gente que acudía al negocio. Los atendía con la misma voluntad de antes, pero cortaba con energía y decisión toda incidencia que allí se suscitaba. No se sacaba de la cintura su reluciente revólver Smith y Wesson y apenas alguno de los porfiados parroquianos promovía algún incidente su vez tronaba, mientras sus ojos despedían destellos fulgurantes:

    —¡Fuera! ¡Allá en la calle, peleen y mátense si quieren!, pero aquí no quiero bochinches.

    Había tanta resolución en la mirada del mozo que nadie se atrevía a desobedecerle. Fidel Pontigo le secundaba con absoluta decisión y Anselmo sabía que en todo momento aquel hombre le era totalmente leal. Le había asociado en el negocio de la cantina, sin que Fidel aportara un centavo, y de este modo el hombre se sentía defendiendo sus propios intereses.

    Pero, así como las circunstancias obligaron a Anselmo y a don Vicho a iniciar el negocio de agencia, parecidas situaciones fueron alejando al mozo, sin abandonarlo del todo, del comercio establecido que casi en su totalidad quedó a cargo de Fidel. Sin saber cómo, Anselmo se vio dueño de una gran cantidad de animales vacunos y caballares, que los indios y los campesinos venidos de la Alta Frontera le vendían por precios misérrimos. Muchos de esos animales los vendió a su vez a los proveedores del Ejército, entre ellos a don José Bunster que ya había instalado su Banco en Angol, con $ 1.500,000 de capital, suma fabulosa para aquellos años, fuera de la invertida en los molinos que tenía en Collipulli, Traiguén y Angol.

    Entonces, Anselmo Mendoza tuvo que rematar tierras fiscales, que entregaban los ingenieros que iban desde Santiago, llevando unos planos que correspondían bien poco a la realidad. Las tierras se medían sin tomar para nada en cuenta la propiedad indígena, que en todo momento se veía amagada. Los deslindes seguían el curso que convenía a los nuevos propietarios. Y de este modo el indio se iba arrinconando, arrinconando, para criar sus ovejas y sus bueyes, que en los comienzos del otoño salían a vender a los pueblos. Todo se resolvía en "conchavos". Conchaviando, conchaviando, como ellos decían, trocando sus animales, sus productos y su tierra, por aguardiente y ríos de vino que llegaban a Angol desde El Laja, Chillan, Bulnes y San Javier.

    La sed del indio no se podía aplacar sino con torrentes de aguardiente, de vino y de cerveza. Los fieros hijos de Arauco, que habían amado todo el Valle Central corriendo con los pies desnudos, cubierto el cuerpo con una piel de huanaco y con la lanza en la mano para derrotar a los capitanes españoles primero, y a los chilenos después, eran ahora vencidos para siempre por el alcohol. El Coñi (chiquillo) aprendía desde el Cupelhue, o sea la cuna vertical que cargaba la madre sobre la espalda, a tomar "guachucho". La reciedumbre de Pelantaro, de Lientur, de Epulef y Quilapán, se había convertido en un gemebundo romanceo de indios borrachos. —Carreta tamién te vendo, Anselmo. Cómprala, barata te la doy. Conchaviándola por aguardiente. Buena carreta, taita Anselmo.

    Y así vendían la ovicha, el cagüello, el mansún y el chancho. Las indias "cholloncadas", dormitaban junto a las puertas de los chincheles, donde no se vendía otra cosa que vino, aguardiente, pan y pebre de cilantro con cebolla y ají. Regresaban después de unos días de tumultuosa y triste borrachera, al mapu. Vencidos, sombríos, más huraños que nunca. El "güeñicito" ya llevaba adentro el veneno del alcohol. Y más tarde seguía el mismo camino del padre.


    Anselmo Mendoza tenía treinta años y era dueño ya de siete fundos. Al alba estaba montado en su caballo, con Quicho, su mozo, a la zaga. A veces cuando había que llegar hasta Ñielol o Nilpe, se hacía acompañar por el "Colorín", Jenaro Montoya, a quién tenía de mayordomo en su fundo de la "Vega Larga", de Angol, o por El Verde, que era más difícil de acomodarse a sus órdenes siempre imperiosas. El Verde era un vagabundo eterno. A veces se pasaba una semana en la casa de la Cata Morales o donde Pedro Artillería y de pronto se perdía tierra adentro y llegaba a Lumaco, a Galvarino, a Lautaro. Para él no existían las distancias. Pero siempre se conservaba fiel a Anselmo.

    Fidel Pontigo se desempeñaba en el negocio como una especie de gerente. Duro y cruel para tratar a los indios borrachos que se empecinaban en seguir bebiendo, los arrojaba sin lástima a la calle, o los echaba al galpón de los caballos cuando eran de reducciones amigas, como las de Melín y Coñuepán. Sabía, además, que con don Anselmo no se podía andar con bromas. Este daba sus órdenes una sola vez y debían cumplirse sin mayores dilaciones. Era de una astucia y de una inteligencia prodigiosa. Apenas sabía firmar y esto se lo enseñó Anselmo, pero le bastaba para desenvolverse en las diversas operaciones que debía efectuar, cuando recibía mercaderías de la estación, o firmaba las guías a los cargadores que llevaban carga para los fundos. Gumercindo Cuitiño era su ayudante y Fidel con su pintoresca manera de hablar, le decía:

    —A ver don Gume, arrímese por aquí, para correr la pluma. Hay que escrebir pa Consuelan (Concepción) apurando los pedidos del almacén. Que se entienda bien y no hagan dequívocos. Y no vaiga a poner burro en vez de barrica, ni bola en vez de vela.

    Don Gume era un mestizo vivaracho y risueño, cuyas obligaciones iban desde redactar los pedidos y contestar toda la correspondencia hasta pesar una libra de grasa de carreta. Había sido soldado de un Batallón de Cívicos y aburrido de la poca paga se apersonó un día ante Anselmo para pedirle trabajo en su negocio. Anselmo lo miró un momento en silencio y después le preguntó:

    — ¿Cuántas veces te emborrachas a la semana? Y don Gume con gran desparpajo le replicó:
    — Una vez no más, don Anselmo, pero no la sigo. Compongo el cuerpo trabajando.

    Gumercindo era una ardilla para moverse en el negocio y debía hablar en mapuche a la perfección. A veces solía lanzarle alguna chuscada a las mapuches jóvenes y entonces éstas le respondían con gran enojo:

    — Anda acostarte con tu abuela, perro cochino. Mapucha no se mete con chileno sinvergüenza.

    Pero a pesar de lo dicho, don Gume tenía sus aventuras amorosas con las mapuches, que se ponían más asequibles despues de unos tragos de aguardiente.

    Como era un hombre pequeñito y delgado, aunque todo el día estaba rasguñando algo en el almacén, Fidel Pontigo inventaba unos divertidos amores con la hija de don Pedro Artillería. Era esta una mozallona de senos asustadores y con unos bigotes de capitán de bandidos. Pontigo aseguraba que las noches de amor con aquella tremenda mujerota, las pasaba don Gume refugiado en el sobaco de la Micaela, y con la cabeza asomada por encima de sus abrumadoras turgencias.

    —Es la única forma como le puede hacer cosquillas a la Mica —le decía a don Anselmo—. Porque en otra forma, ¿cómo pues? Pero no se puede negar que el hombre es valiente.

    Anselmo, que era alegre y dicharachero en la intimidad, habíale cobrado simpatía a Cuitiño. Risueño le preguntaba:

    —Oye, cuenta. Di cómo te las arreglas con la Micaela. ¿Cómo te dice en los momentos del amor?

    Don Gume cerraba un ojo a Pontigo y replicaba:

    —Me dice mi balliquito cosquilloso.
    —Pero hay que ver con el vozarrón con que se lo dice —agregaba Pontigo—. Mete más bulla que cuando tocan a generala en el cuartel.

    Don Gume se dejaba acariciar por las bromas y chirigotas de Anselmo y de Fidel, pero no descuidaba sus intereses. Era económico, casi avaro, y aunque le gustaba darse sus fiestas, se las ingeniaba en forma de no gastar nunca un diez. Valiéndose del influjo y ascendiente de Mendoza, había obtenido una hermosa hijuela por el lado de Pellomenco y allí tenía a su padre y a sus hermanos menores trabajando duro y parejo en desmontar y limpiar el suelo para sembrar trigo. Vacas, bueyes, caballares, iban poblando su hijuela. Unos sobrinos venidos del Laja cuidaban un piño de lanares en el cerro. Con extraordinaria astucia iba formando su propiedad. Hoy un arado, mañana una azuela, y en seguida una sierra. Pontigo no le despintaba el ojo de encima, porque sabía que era un lince capaz de salir con el almacén al hombro, si se descuidaba él.

    —Apunte, on Gume. Apunte —le decía Fidel con su cachaza—. Aproveche que sabe correr la pluma. Ya vendrá el patrón a revisar la cuenta.

    Pero Anselmo, preocupado de sus asuntos donde el escribano, de las remesas de mercaderías que era necesario despachar al campo, daba apenas una rápida mirada al libro de cuentas.

    —Supongo que anotarás con buena memoria —le decía mirándole al fondo de los ojos—. Porque si no, eres tú el que te embromas. No hay que matar la gallina de los huevos de oro, don Gume.

    Con el tiempo Anselmo se despreocupó totalmente de la atención directa del negocio. Fidel se enriquecía a su lado, pero trabajaba defendiendo los intereses de Anselmo con una lealtad absoluta. De vez en cuando solían tener alguna discusión con respecto al crédito de algunos clientes que sacaban mercaderías, sin concluir jamás de pagar sus cuentas. Entre ellos estaba Domingo Melín, cacique de Guadaba y amigo extremadamente apreciado de Anselmo.

    —Pero patrón por Dios, si usté no le pone atajo, este indio se va a llevar el negocio entero. Y no concluye nunca de arreglar sus ditas. No sabe más que decir: Yo hablaré con Anselmo.

    En el fondo Fidel exageraba un poco ante Anselmo, su preocupación por los intereses que éste le confiara. Y en el caso de Domingo Melín, lo hacía con su macuqueria campesina, porque sabía que si Melín le pedía su reloj a Anselmo, éste se lo daría feliz.

    —No te olvides que le debemos la vida. Además Domingo no abusa jamás de la amistad. Es un gran hombre.

    Así era en efecto, Domingo. Serio, tranquilo y leal. Su padre Toro Melín, fue enemigo de los chilenos de frente, pero ya los tiempos habían cambiado. Gorostiaga, o mejor dicho "Guamachuco", como todo el mundo llamaba al Gobernador, lo sentaba en su mesa y en casa de la Cata Morales habían remolido juntos más de una vez. Anselmo sentía gran placer cuando Melín llegaba a visitarlo en alguno de sus fundos. Sólo discrepaban en su apreciación sobre Jenaro Montoya, el "Colorín". Domingo siempre estaba diciendo a Mendoza:

    —Jenaro hombre malo, Anselmo. Un día te va a hacer traición, acuérdate. Ojo que no mira de frente, no es corazón grande.

    Anselmo, sonreía pensando que en el fondo Domingo hablaba un poco molesto con Jenaro, que más de una vez asaltó a la gente de su reducción cuando era salteador de caminos.

    —Se porta bien el "Colorín" ahora. Y si me viene con carajadas, aquí le tengo el remedio —le contestaba Mendoza, dándose un golpe sobre la funda en que llevaba su Smith y Wesson.


    IV


    Una tarde, en los momentos en que Anselmo se disponía a revisar unas facturas que le acababa de presentar don Gume, apareció Domingo Melín en el negocio, acompañado de un hombre alto, de rostro fino, ojos claros y tez rosada. Melín, tenía la costumbre de quedarse hierático, inmóvil como un tronco de pellín, esperando que le dirigieran la palabra.

    Anselmo sin levantar los ojos lo acogió como siempre:

    —¿Qué hay, Domingo, en qué andas por aquí? ¿No te habías ido?

    Domingo entonces acercándose hasta el mostrador, le dijo:

    —Traigo este amigo para que lo conozcas. Hombre bueno, cariñoso, de mucho créito. Será tu amigo. Buen huinca, Anselmo.

    Descubriéndose el acompañante de Domingo, se adelantó a estrechar la mano de Anselmo. Este, un poco terco, lo acogió no obstante con amabilidad, como si de pronto reconociera en él, a un viejo amigo.

    —Lucas Zilleruelo, a sus órdenes, mi señor.
    —Mucho gusto de conocerlo.

    Zilleruelo, un tanto cortado, se quedó en silencio un instante. Miró a Domingo, que permanecía como siempre en su actitud huraña y seriota y luego a Anselmo, quien, dejando sus papeles, le preguntó:

    —¿Anda de paseo por aquí el señor? ¿O tal vez en negocios?

    Domingo, saliendo de su mutismo, dijo:

    —Lucas vive aquí ahora. Tuvo negocio en Nacimiento y perdió too capital. Ahora quiere abrir lianza con vos, Anselmo. Yo lo traigo pa que hagas conociencia con él. No te vas arrepentir si lo ayudas. Tiene familia que mantener. Yo respondo por él, Anselmo.

    Mendoza, que era hombre esquivo y no entraba en negocios así de buenas a primeras con gente que no conocía, sonrió al oír a Domingo. No era mucho lo que podía responder el cacique, según lo afirmaba Fidel Pontigo. Pero Anselmo, atraído por una súbita simpatía hacia don Lucas y movido por el afecto que sentía por Domingo, repuso vivamente:

    —Yo no acostumbro a hacer negocios al crédito, pero viniendo con Domingo, que es un amigo tan apreciado por mí, me tiene a sus órdenes.

    Domingo, erguido, serióte, se dio vueltas dándose golpecitos en el pecho con la empuñadura de plata de su bastón de mando. No podía "disimular el orgullo y la alegría que le causaban las palabras de Anselmo. Don Lucas, apoyado en el mostrador, se había enfrascado en una animada charla con Mendoza. Era un hombre que debía estar próximo a los sesenta años, pero se mantenía ágil y casi juvenil. Mientras Domingo se fue a discutir con Fidel, con quien siempre estaban en amistosa rencilla, don Lucas impuso a Mendoza de su fracaso comercial. Había confiado demasiado en un socio que le gestionaba sus asuntos en Santiago, y éste lo indujo a entrar en negocios mineros que lo llevaron a la ruina completa.

    Mi amigo procedió de buena fe porque la mina según todos los entendidos iba descubriendo una veta de plata que era para volverse loco. Pero de pronto se volvió pura tierra y piedras de colores. Un gringo, mister Anderton, que ya había encargado las maquinarias para trabajarla en medias con nosotros, perdió cuarenta mil pesos en el asunto. Y yo, hasta el modo de andar.

    Anselmo, olvidado de sus facturas y papeles le oía interesadísimo. Había en ese hombre que estaba frente a él, algo de la simpatía de su abuelo, aquel andariego español que un día estaba con los bolsillos repletos de dinero y al otro día sin un cobre.

    Por la calle pasaban las carretas con sus ruedas de palo rechinando quejumbrosas y los jinetes mapuches en sus caballos crinudos, que se espantaban de los quiltros cuando salían a ladrarles, o de los chanchos que hozaban junto a las veredas. A medida que ese hombre hablaba, crecía en Anselmo el deseo de ayudarlo. Su abuelo, don Vicho, y este hombre cuyos ojos se alumbraban con destellos de simpatía, representaban la lucha, el esfuerzo, la batalla dura y tenaz, que él mismo estaba sosteniendo a diario. Con hombres así era como se hacía patria. Don Lucas, mirándole cara a cara, prosiguió:

    — Yo venía a ver al Comandante Cartes que es mi compadre, pero resulta que anda en Temuco y como Dios nunca falta encontré a mi amigo Domingo, a quien conocí en Nacimiento, cuando trabajé como proveedor de las tropas que se organizaban para entrar a la Frontera. Ningún bien es perdido, mi señor. Me tocó hacerle algunos servicios a Melín y ahora lo encuentro aquí dispuesto a ayudarme. Estos mapuches son de una pieza cuando son buenos.
    —Domingo Melín es un gran hombre —dijo Anselmo, gravemente—. Si yo tuviera que elegir un padre, lo escogería a él.

    Don Lucas, sacó su grueso reloj de tapas exornadas de azulejos y después de ver la hora, se quedó un instante con aire meditativo. Una ráfaga de viento trajo desde la calle olor a estiércol fresco y a pasto triturado.

    —Uno no se puede acoquinar por los golpes que recibe —dijo en seguida—. Hay que seguir peleando hasta el día en que tengamos que entregarla. Y cuando hay familia..

    Una sombra de tristeza pasó por los ojos claros de Zilleruelo. Se vislumbraba en él la dificultad de explicar a Anselmo la manera como quería que éste le ayudara. Quien sabe si él mismo no lo sabía. Pero Anselmo con súbita resolución, le propuso:

    —He pensado muchas veces instalar un negocio en Los Sauces y hasta ahora no lo he realizado por no tener a quien confiárselo. Mientras tanto, si es que le conviene mi proposición, puede trabajar aquí, y en seguida irse a Los Sauces a cargo de ese negocio, una vez que tenga alguna práctica. Su familia, ¿vino con usted?
    —No señor, están en Nacimiento, esperando el resultado de mi viaje a ésta.
    —¡Ah! Entonces la cosa es fácil de arreglar. Piense usted en lo que le propongo y me contesta cuando lo resuelva. Creo que nos entenderemos bien. Mientras tanto aquí puede ir viendo como se trabaja en esta clase de negocios.

    Pero ocurrió que en esos días Anselmo recibió una carta de don Bernardo, comunicándole que su madre estaba gravemente enferma, y casi en seguida llegó un "parte", en el cual apuraban su viaje, pues la enferma seguía muy grave.

    Experimentó por primera vez Anselmo, la triste sensación de lo que le esperaba. Seguramente ya su madre había muerto y él, sólo llegaría en el instante justo de los funerales. No era hombre que se entregara a penosas cavilaciones sentimentales. Pero el recuerdo de su madre vino a golpear con insistencia su mente; a hacer latir con fuerza su corazón. Metió con prisa un traje obscuro en su maleta y las prendas indispensables para el viaje y se fue dejándole encargado a Fidel que se preocupara de don Lucas. Al despedirse de él, le dijo:

    — Si necesita algo para traer a su familia, entiéndase con Pontigo. Ya tiene órdenes mías de atenderlo.

    Mientras viajaba en el tren, que recién llegaba a Renaico, se fue pensando en Zilleruelo. No se explicaba él mismo por qué razón tuvo tanto interés en ayudarlo, sin hacer caso de la cara de vinagre que ponía Fidel cada vez que un nuevo empleado ingresaba al negocio. Y tanto lo preocupó la situación de don Lucas, que sintió una verdadera molestia de no haber sido él mismo quien Ie entregara el dinero necesario para los gastos que debía efectuar en el traslado de su familia a Angol.

    —Ese Fidel es un jodido —pensó revolviéndose molesto en el asiento. Seguro que le va a preguntar hasta de qué porte son los hijos que tiene, para darle el dinero que necesita.

    Muy joven, Anselmo Mendoza ya era un hombre rico. Tierras, animales, negocios por todos lados solicitaban su actividad y su inteligencia. Su fundo de la "Vega Larga" necesitaba un hombre de confianza y quien sabe si don Lucas estaría bien allí. Jenaro Montoya, el "Colorín", era un buen servidor, pero la gente lo resistía y le odiaba en el fondo. No era tan fácil olvidar las depredaciones que apenas unos años atrás, lo habían convertido en el terror de la comarca. Y de pronto Anselmo, pensó en su padre. Tal vez le podría servir, reconciliándose con esa Frontera, que le había quitado el placer de tener un hijo abogado o médico, si es que quedaba solo, sin su madre que lo adoraba, y a la cual consiguió llevar varias veces a su casa de Angol, en donde pasó felices temporadas.

    —¡Ay! —decía la buena señora—. Es una barbaridad que Bernardo no quiera venirse a vivir por aquí. ¡Yo que me siento tan bien por estas tierras, hijito! Y las quiero porque aquí es donde vas a ser un gran hombre.

    Pero contra todas las previsiones y temores de Anselmo, se encontró con que su madre no había fallecido. Un médico famoso, llevado desde Talca, la había arrancado de la muerte misma, logrando hacerla reaccionar de la pulmonía que la atacó. El doctor Dumont se había dedicado a cuidarla día y noche y cuando llegó Anselmo, le dijo:

    —Va mecor la señora. C'st un casó bien dificile, mon cher monsier. Pero ya vamos arriba con ella. Se trouve fuera de peligro. Ahora ya non hago más falta.

    Anselmo, feliz como unas Pascuas, le atajó diciéndole:

    —Por favor, doctor. No quiero que usted sé vaya, hasta que mi madre esté localmente restablecida. Se pagará todo en la mejor forma.

    Y así fue. Veinte días después la señora ya estaba completamente recuperada. El doctor Dumont, hombre de treinta años, que daba la impresión de tener veinte, por la energía y agilidad que demostraba, se hizo gran amigo de Anselmo. Este lo entusiasmaba todos los días:

    —¡Usted debe irse a la Frontera, doctor! Allá va a tener un fundo del porte de Francia y un río de ganado que no le corta nunca. Piénselo, o váyase conmigo sin pensarlo. Me lo agradecerá toda su vida.

    No lo pensó en realidad el gabacho. Alegre y dicharachero, se volvió a Talca y al despedirse de Anselmo, le dijo:

    —No pienso, ni lo pensaré el viaje a la Frontér. Mais, si un día me da el arrebat soy con usté allá. Au revoir, mon cher ami.

    Anselmo, no dejaba un momento de echarle el ojo a la gente que podía servirle en sus negocios y a la vez conquistar una buena situación económica.

    —¿Qué me importa a mí que sean un día más ricos que yo? ¡Ojalá! Para ello no hay que andar con miedo ni mariconadas. Hay que ser hombre en todo momento y hacerle la cruza a lo que venga.

    Y ante la mirada ahora orgullosa y feliz de don Bernardo, tuvo la satisfacción de ver como la gente se iba entusiasmando. Un primo de su padre: Wenceslao Amagada y un compadre de éste, Artidoro Cofre, que trabajaban en la feria, fueron a decirle un día:

    —Querimos irnos con usté, Anselmo. Si hay proporción pa nosotros allí en la Frontera, estaríamos bien contentos.
    —Magnífico, pues —replicó Anselmo—. Se van conmigo. Allá hay trabajo para todo el mundo. La única condición, es la de amoldarse a todo y no andar llorando porque hace frío o calor. O porque los ladrones se robaron un buey o media docena. En la montaña el ganado crece más ligero que la mala yerba y no hay para qué afligirse por eso.

    Un día se apareció ante Anselmo un chiquillo que semejaba ternerón recién salido del monte. No sabía donde poner las manos y los calamorros que usaba estaban abiertos en los ojillos, como si los cordones no le alcanzaran para cerrarlos en su "patas de pehuenche". Agarrándose de una puerta y sin atreverse a mirarlo de frente, le dijo a Anselmo:

    —Yo también quiero irme con usted, tío Anselmo, a ayudarlo a trabajar en el campo. No quiero estar más en el colegio porque es muy aburrido.

    Anselmo lanzó una carcajada tomándolo de un brazo, le dio unas palmaditas en la cabeza, cuyas "quiscas", casi le levantaban el "Hongo" que llevaba puesto.

    —¡Hurra! —gritó alegremente—. Esta es la mejor conquista que he hecho. A este ternerito sí que no lo suelto ni por nada. Te vas conmigo pues, hombre. Vamos a ver donde está tu madre, para que nos acompañe también si ella lo desea.

    Doña Eustaquia Romero, la madre de Anselmo se sentía feliz de renacer a la vida, después de una enfermedad tan grave como la que acababa de sufrir, y de tener a su lado a su hijo, que estallaba de entusiasmo y de energía.

    Don Bernardo, aun empecinado en no darse por vencido, accediendo a la reiteradas invitaciones de Anselmo, sonreía por lo bajo diciéndole a su mujer:

    —A este paso, éste no va a dejar perro ni gato que no se va a llevar para su famosa Frontera. Ni que fuera la tierra de Canaán.

    Doña Eustaquia, arrebozada en sus pañolones, sentía florecer en su corazón el orgullo de ser la madre de aquel hijo. Un leve tinte de rosa le avivaba las mejillas al responder:

    — Creo que haces mal en seguir agraviando a Anselmo con tu negativa de ir a verlo. Me parece que tienes miedo di' ir y quedarte allá. Lo que es yo con el favor de Dios iré este verano, si Dios me presta salud y vida.

    Don Bernardo se marchaba a la tienda, donde don Ludovino Morales, su dependiente, se paseaba gravemente tras el mostrador. Era un hombre alto, delgado, de tez pálida y frondosos bigotes negros, cuyo arreglo, por la mañana, le llevaba gran parte del tiempo que dedicaba a su aseo personal.

    Con los pantalones ajustados y su chaleco de grandes vueltas, casi como las de su paleto, usaba una corbata negra que se destacaba sobre la blancura inmaculada de la pechera de su camisa. Tenía una aire romántico de poeta extraviado entre los fardos de cheviot, de diablo fuerte y casinetas de la tienda.

    Dando vueltas a la vara de medir, con aire meditativo miraba hacia la calle solitaria. De pronto se dirigió a don Benardo, y tratando de disimular su interés, le preguntó:

    —Don Anselmo, ¿se va pronto? ¿O se quedará aún unos días por aquí?

    Don Bernardo echó la cabeza hacia atrás con vivo y enérgico movimiento. Frunciendo los ojos para disimular la complacencia que todo aquello le causaba en el fondo, le preguntó, a su vez, ásperamente:

    —¡Qué! ¿También desea irse usted con Anselmo? ¡Vayase no más si quiere! Pero allá hay que dejar la futrería a un lado y en vez de ponerse un clavel en el ojal, hay que andar con la carabina al hombro. ¿Le ha dicho algo Anselmo?

    Don Ludovino tenía los labios encarnados, como los de una mujer que se los hubiera pintado levemente. Sonrió esquivo, sin responder. No se decidía a contestarle a don Bernardo aquello que le estaba haciendo cosquilla adentro.

    —Es que don Bernardo no, él no me ha dicho nada. Pero soy yo quien tiene deseos de conversar con él. Usted comprende, don Bernardo, que la situación por aquí no es buena y quien sabe si allá, con la ayuda de don Anselmo en fin, eso tendría que verlo él, si es que yo le pudiera servir creo que no lo tomará usted a mal.

    Don Bernardo se quedó un rato mirando hacia la calle, donde el sol reverberaba sobre las piedras. Sentía en el fondo un orgullo, una gran alegría, una satisfacción plena y gozosa de tener un hijo como Anselmo. Por fin lanzando una mirada afectuosa a su dependiente, le dijo:

    —Comprendo, don Ludovino, comprendo demasiado su aspiración. Anselmo necesita de gente leal y trabajadora allá en sus negocios. Váyase con él no más. Yo le hablaré mañana cuando vuelva de Curicó, a donde fue a comprar monturas y a ver unas yeguas finas que desea llevarse. Hace bien, don Ludovino, en irse con Anselmo. Allá se va a hacer hombre de plata. Váyase en buena hora. Se lo digo sin agravio y le pido que ayude lealmente a mi hijo en todo lo que pueda. Yo seguiré aquí sacudiendo el polvo que entra en la tienda. Para entretener el tiempo está bueno. Pero usted piensa bien, don Ludovino; no hay que desperdi-ciar la juventud.

    Lucila, la madre de aquel ternerón que también quería marcharse a la Frontera con el tío, se soltó a reír a carcajadas al saberlo. Dirigiéndose a su madre, le dijo:

    —De todo esto no tiene nadie la culpa sino usted que todo el tiempo se lo pasa contando que Anselmo no quiso estudiar y se fue para la Frontera y allá se hizo rico. ¿No ve los resultados ahora? También el mocosillo quiere hacer lo mismo. ¿Habráse visto insolencia igual?

    Doña Eustaquia sentíase inundada de felicidad:

    —¡Y que más da pues, niña! ¡Déjalo que se vaya! Con Anselmo se hará hombre. Lo que hay es que todos debíamos irnos a ayudarle y no estar aquí dejando correr el tiempo sin ninguna mejoría. ¡Este Bernardo, a quien nadie saca de sus porfías!

    Lucila, una gorda de amplia frente, de ojos dulces y alegre carácter, exclamó sin convicción:

    —¡Abuela había de ser! ¡Cómo se le ocurre que el chiquillo se va a ir tan lejos cuando apenas está en el libro tercero! ¡Si creo que no sabe ni las cuatro operaciones todavía! ¡No puede ser, mamá!

    Estaban en la pequeña galería de la casa, inundada de sol a esa hora. Era el mes de septiembre y los pájaros cantaban alegremente, saltando entre las ramas de los árboles del jardín, que ya habían comenzado a brotar. Doña Eustaquia se subió los anteojos sobre la frente para enhebrar una aguja y haciendo sonar el dedal en el brazo de palo del sillón donde se sentaba, le replicó con voz tranquila y afable:

    —Pero si yo no exijo que mandes al niño con Anselmo. Eso es cuenta tuya y de Rosendo. Ustedes como padres saben lo que tienen que hacer. Además, Anselmo lo ha tomado a la broma. Tal vez para él sería una gran preocupación tener el niño allá. En fin, ya lo verán ustedes.

    Lucila, echando de su falda al gato de la casa, se quedó en silencio, pensativa, mirando a través de los cristales. Después de un rato, exclamó:

    —¡Es tan chico todavía este mocoso! Pero si le he decir verdad, a mí me encantaría que se lo llevara Anselmo. Porque aquí en el colegio será poco y nada lo que avance y lo que Rosendo gana se hace humo para atender tanto chiquillo. Son cincos bocas que comen tarde y mañana, pues mamá. Si no fuera por la ayuda de ustedes no sé como nos veríamos para mantenerlos.

    La señora Eustaquia había cogido de nuevo la costura y ahora, con los anteojos sobre la nariz, hilvanaba rápidamente las piezas del género que tenía sobre la falda.

    —Cuesta para criar hijos —dijo con su voz suave—. Es por eso que yo pienso que ayudándole a Anselmo, nos ayudamos también nosotros.


    V


    Un pataleo de bestias que se estrellan contra las tablas del galpón de la cochería, entre gritos y denuestos de los postillones y cocheros, despertó a los vecinos. Resoplaban los caballos, colocados ya entre las varas de los enormes coches, mientras los otros que aun permanecían en las pesebreras relinchaban estruendosamente. Los mozos arrastraban las correas de los arneses por el suelo barroso de agua y orines de animal, ensuciando las hebillas que después había que abrochar para asegurar los atalajes del tiro.

    —¡Oye pues, "Cara e Mama"! Hasta cuándo vas a entender que el rosillo hay que ponerlo afuera. Si ese caballa no tira en la vara. Es para que vaiga gilidiando too el tiempo. ¡Putas carajo que haiga gente tan bruta por la mierda! No sirven ni pa ganarse el agua de los porotos. Y así el patrón quería que saliéramos con noche. Me', mire, lo que hace ahora. Hágase un lao, eñor, antes que me acrimine con un baulaque. No había visto un hombre más lleulle.

    Al desprender los tiros de las varas una de las correas se le había metido entre las verijas al caballo rosillo, que resoplando espantado se tramó a saltos y patadas contra las tablas del pescaste, arrastrando el vehículo cuyo toldo pasó a llevar el farol que estaba colgado en la pared, rompiéndole los vidrios y apagando la luz de la pequeña lámpara.

    —¡Mi madre, carajo! Quítese luego antes que lo entierre en el barro de un revés. Ahora sí que estamos en la buena. Ya veo como estará de enojao el patrón allá en el hotel. Y naiden se ha aportado por aquí a ayudar en lo más mínimo. Con un postillón como vos, toy bien lucio. Voy a salir de hartazos apuros. ¿No es cierto?

    Clodomiro Farias, el cochero más antiguo de la Empresa de Labairú, tenía en cada ocasión, los mismos estallidos de cólera con su ayudante Segundo Erices, que no hacía otra cosa que decir:

    —¡Chas! Pucha, eñor ¡Chas! pucha, eñor. No es pa que se ajise tanto!

    Cuatro caballos salieron resoplando huraños por el portón, resbalando en las tablas embarradas de la salida. Resonaban los latigazos sobre la piel humeante de las bestias, que no iban a ser remudadas hasta la posada de Quilquén. Encima del techo del coche ya estaban amarrados con fuertes cordeles los canastos, paquetes y bolsas de viaje que llevaban los pasajeros y para protegerlos de una posible lluvia se les cubrió con una gruesa tela de buque.

    Anselmo y Fidel Pontigo esperaban en la puerta del hotel cuyo pasadizo veíase iluminado por una gran lámpara colgante, con pantalla de latón. Tres, o cuatro personas más, esperaban también el coche, arrebozadas en amplios ponchos de Castilla y con el cuello envuelto en una chalina que les tapaba hasta las orejas. Anselmo estalló, enfurecido en contra de Clodomiro.

    —¡Y qué te pasó hombre! Apuesto que te pegaste la grande anoche. Así vamos a ir cada vez mejor. Por poco no llegaste a las 12 del día a buscarnos. ¡Pedazo de trompeta, carajo!
    — Aplaque sus iras, patrón, y no sea tan palabroso. Vengo más quemao que un chancho en el asaor. ¡Que no ve que este ayudante que tengo, es como la ná y la cosa ninguna! Y el pato lo pago yo después. Ende el otro viaje que no ey visto una gota de licor. Y por el lindo capicito di haba las pago yo después. "Cara e Mama" hijuna grandísima, si no te echo al río esta tarde, no pasa un deo de lejos.
    —¡Chas! Pucha, eñor ¡Chas! Ya le dio pues. Pucha, eñor...

    Anselmo se puso a reír olvidado de su enojo. Era siempre una fiesta, las peleas del "Cara e Mama" con el "Boca Santa", como le decían a Clodomiro, a quien le importaba un comino lanzar las más tremendas obscenidades cuando se enfurecía con los caballos en un paso difícil del camino. Anselmo se despidió de Fidel con un apretón de manos, diciéndole:

    —Yo vuelvo pasado mañana de a caballo. Que El Verde se vaya hoy sin falta para que vuelva conmigo y Quicho, que me está esperando en "Monte de la Suerte". Yo voy a ver como va el negocio y vuelvo sobre la marcha.

    Traiguén, edificado entre las suaves colinas del Chumay y los cerros de Tricauco, era por esos años una especie de campamento en el cual se alineaban casas de madera a medio construir entre las calles pantanosas, que recién comenzaban a orearse con los vientos de octubre. Allí, en una de las esquinas próximas a la Plaza, Anselmo construyó una gran casa de madera, con un enorme local para instalar un negocio de la misma índole que el de Angol. Fidel había liquidado su parte allá, y ahora venía como socio en todos los rubros a que se dedicarían. Además a él le convenía para atender sus tierras de Colpi, que iba a ser el origen de la gran fortuna que amasaría al amparo de Anselmo.

    Esa mañana, Anselmo viajaba en silencio, pensando en la gente que dejara a cargo del negocio en Angol. Allí quedaba don Gumercindo, que era el entendido, con don Lucas Zilleruelo y don Ludovino, que ya no se preocupaba tanto de sus bigotes y se mostró con un espíritu de trabajo, insólito en él, acostumbrado como estaba a la vida lánguida de la tienda de don Bernardo. Don Lucas había traído a su familia, que se hospedaba en casa del Sargento Mayor, don Emilio Carrillo, con quien don Lucas tuvo up gran alegrón al encontrarse, sin saber ninguno de los dos que se hallaban en Angol. La familia Zilleruelo permaneció allí, mientras acomodaban una casa donde vivir, y llegaban las carretas desde Nacimiento, con sus muebles y demás efectos. Anselmo tenía cierta preocupación con respecto a los nuevos encargados del negocio. Don Lucas era un hombre excelente. Pero había algo curioso en su manera de ser. Era un artista de la conversación. Cualquier hecho que contaba, lo explicaba con puntos y comas, en forma tan minuciosa que podía poner nervioso hasta a una momia. Pero esa manía no le restaba simpatía a su persona. Menos mal que allí en el negocio, no era como para ponerse a contarle novelas a los mapuches. Domingo Melín, su amigo, era muy poco adicto a historias de esa naturaleza, pues en lo mejor de la conversación se mandaba a cambiar sin preocuparse de que había una persona hablando con él.

    Por todas las rendijas del coche entraba el aire frío de la mañana. Los viajeros iban en silencio, rezongando en voz baja, cuando los barquinazos eran demasiado violentos. Anselmo pensaba que era demasiado echarse preocupaciones encima, si se resolvía a comprar los coches de Labairú, que estaba aburrido con el negocio y con los continuos asaltos de que eran objeto, por mapuches y cuatreros, cuando no iban bien custodiados por una media docena de jinetes armados. Además no era un negocio brillante hasta ese momento.

    Comenzaba a aclarar y un hermoso sol de octubre vino a iluminar el campo trascendido de aromas vegetales. Había retazos del camino en los cuales el coche casi se encaramaba sobre los gruesos troncos que los ventarrones del invierno derribaron. Algunos altos árboles habían quedado abrazados dejando una especie de arco, por debajo del cual pasaba el coche. Los troncos se cubrían de afelpado musgo y por allí, encima, daban sus sorpresivos saltos las huiñas, dedicadas a cazar pájaros. Las lomas se sucedían unas detrás de otras y entre ellas verdegueaba, rizado como un oleaje de esmeralda líquida, el trigo. A rato la orquesta de los tordos, de los zorzales y de los huios, era una onda melódica que viajaba junto a los viajeros en interminables latidos. Densas y compactas bandadas de jilgueros y chingues volaban desde los "huapis" y se iban a refugiar entre las ramas altas de los robles. A cada rato las perdices salían disparadas de las orillas del camino, brizando su agudo y repentino ¡Pi—pi—pí!

    Un hombre que iba sentado frente a Anselmo, sonrió lanzando una mirada de satisfacción. Desenrollándose la chalina que llevaba en el cuello y limpiándose varias veces con el extremo de ella los bigotes húmedos, dijo dirigiéndose a Anselmo:

    —Aquí no se muere nadie de hambre, don Anselmo. A palos se pueden cazar las perdices. Hay cazuelas por todos lados.

    Anselmo lo miró un rato en silencio.

    —¿Va para Angol, don Alfonso?
    —Sí, para Angol. Tengo que recibir una partida de porotos que me mandan de Chillan y traer algunas mercaderías que pienso comprar en su negocio. Vamos a ver si no me vende muy caro. Mire usted, don Anselmo, mire usted.

    Como un ventarrón, pasó junto al coche, un piño de chanchos alzados. Casi todos de color overo amarillento, huyeron con velocidad fantástica a internarse en el fango de un pangal próximo, gruñendo amenazadoramente ante la arremetida de la media docena de perros que junto a los jinetes, seguía el cocee.

    —Estos demonios de chanchos hacen un daño tremendo en los sembrados —dijo don Alfonso Merlet—. Hay que corretearlos a punta de balas, porque si se ceban en las chacras, no hay caso. Son ellos los que hacen la cosecha.

    Anselmo miró a sus demás acompañantes. Uno de ellos era una viejecilla de ojos burlones y desdeñosos. Miraba a los hombres que conversaban con una sonrisa entre esquiva y amistosa. Era doña Adolfina Ortega, dueña del primer colegio instalado en Traiguén.

    Mendoza guiñó el ojo a Merlet, llamándole la atención hacia ella. Luego le dirigió la palabra en tono cordial:

    —¿Y usted también va a buscar mercaderías a Angol, señora Adolfina?

    Doña Adolfina era famosa en el pueblo por su lengua y por la gracia incisiva y mordaz de sus pelambres. Don Sinforiano Esparza, comerciante de la localidad, decía que nada sería para él, más grato, que ahorcar a doña Adolfina y quemarla, en vez del Judas de paja, en un día de Semana Santa.

    —También voy a buscar mercaderías, pues, don Anselmo. ¡Para hacerle la competencia! Y recibir en prenda todo lo que en otros negocios no acepten ¡Hay que ganarse la vida, don Anselmo!

    Anselmo se mordió el labio un poco picado, pero reaccionó riendo alegremente.

    —Hace bien, doña Adolfina. Pero yo no pienso hacerle la competencia. Al que debe temerle es a don Sinforiano. Es un hombre muy abarcador. No será raro que instale un colegio cualquier día.

    La vieja movió la cabeza varias veces, mirándole con sus ojos amarillentos, de enferma del hígado. Estirando el labio repuso:

    —¡Y no sería raro, don Anselmo! En estos tiempos, para hacer fortuna sólo hace falta conocer la —o— que es redonda como un peso fuerte. Y esa la conoce bien don Sinforiano, y otros caballeros de la Frontera Aunque a veces suele hacer falta aprender a leer ya escribir. Sobre todo cuando se firman documentos donde el escribano. ¿No le parece, don Anselmo?

    Doña Adolfina le miraba con impertinencia y Merlet, tomando la cosa en serio repuso:

    —Los documentos hay que firmarlos, porque sin firma no valen.

    Anselmo, que se había sacado el poncho de Castilla, se restregó las manos rojas de frío. Mirándola risueño y sin asomo de rencor le lanzó una estocada a fondo:

    —Así es, doña Adolfina. Así es. Lo malo es no poder firmar escrituras aunque se tengan ganas y sobre todo cuando se sabe escribir tan bien como algunas personas.

    Doña Adolfina abrió la boca y luego de hacer un gesto de desdén rió sarcástica, aunque con cierta amabilidad. Bien sabía que no le convenía pelear con Mendoza.

    —Don Anselmo, ¡don Anselmo! Si yo no lo conociera Pero con usted no pelea ninguna mujer, aunque sea vieja. Ya que no me puedo enamorar de usted, seamos por lo menos amigos.
    —Pero, doña Adolfina, ¡si somos excelentes amigos! Hasta quiero pedirle un servicio, que para mí será muy grande. Deseo que me le haga clases de caligrafía y de cuentas a mi sobrino, que acaba de venirse conmigo. Creo que con una hora cada tarde bastará. El muchachito es bastante despabilado. No va a perder el tiempo con él.
    —¡Con todo agrado, don Anselmo! Cuando usted mande no más. Yo estaré de regreso en la próxima semana. Ahora pienso alcanzar hasta Chillan a ver si consigo que una de las niñas de mi amiga Hortensia Lajaña, se venga a ayudarme en el colegio. Para mí sola, es demasiada aventura.

    Ya en el terreno amistoso, Mendoza llegó hasta a ofrecerle alojamiento en su casa de Angol, por esa noche.

    —Si no me tiene miedo, doña Adolfina, puede pasar a hospedarse a mi casa y allí conocerá a don Belarmino Veloso, ni: sobrino. Es un caita de doce años; ya lo verá usted.

    Doña Adolfina había depuesto totalmente su actitud hostil. Pero sus ojos maliciosos y burlones, no variaban. Eran algo propio de su espíritu. Rió alegremente:

    —Le acepto, don Anselmo. Sin miedo. ¡Válgame Dios! ¡No le tuve miedo a los hombres cuando tenía veinte años y les iba a tener ahora a los sesenta!

    El coche se había detenido frente a un galpón, donde iban a esperar la "remuda". Clodomiro ahora muy alegre se puso a desenganchar las bestias, por cuya piel corría el sudor a chorros.

    —Abrevee pues, don Segundo, y vaiga a ver el desayuno. No sea que por "lleulles", nos dejen mirando al cejo Mientras llega la remuda, agenséese por ey unos ajicicos, pa echarle al caldo.

    Don Segundo, muy alegre y vivaracho se fue derecho al rincón de la gran mediagua, donde hervían dos olletas que esparcían una apetitosa fragancia.

    De un horno ubicado en el fondo de la mediagua, una india estaba sacando unos enormes panes, cuya fragancia se confundía con la de la carne asada, que daba vueltas en un asador una muchachita también mapuche, cuyos ojos con el borde irritado de los párpados, esquivaban el humo de los gruesos despuntes de hualles de los cuales caían las brasas.

    Anselmo era bromista y juguetón cuando se hallaba de buen humor. Se acercó a la muchachita que asaba la carne para decirle:

    —¿Es verdad que te vas a casar con Erices? ¿Cuál es que te has puesto esos zapatos que te trajo de Angol?

    La muchachita estiró los labios despreciativamente, quedándose en enfurruñado mutismo. Anselmo insistió:

    —Tienes que irte a vivir a Traiguén con Segundo, para que le cuides la casa.
    —Los mapuches se casan con mapuches, Anselmo. Vos, señor patrón, no mandas en voluntad de corazón de una. Vos mandas en trabajo, no en cariño del mapuche.
    —Pero entonces ¿cómo te trae regalos y tú se los recibes? Zapatos, rebozo.

    La indiecita rió francamente, deponiendo su hurañez selvática ante Anselmo:

    —Segundo no compra zapatos ni para él. Too lo gasta en tomar "guachucho" con viejo Cloro, "Boca Santa", "Cara e Mama", borrachos too tiempo, ¿pa qué quieren mujer?

    La atmósfera, adentro del galpón, estaba recalentada con las fogatas donde hervían las ollas y se asaba la carne y por el calor que se desprendía del horno. De su roja tronera, seguía sacando panes la india Carmela. Un denso olor a ramas verdes quemadas y a ceniza fresca, se unía al de las viandas. Rosalba, la dueña de casa, servía la cazuela en grandes fuentes a los peones y en platos de greda a los pasajeros. Anselmo, sentado al lado de doña Adolfina, que devoraba una enorme presa de cordero, conversaba de negocios con Merlet. Los parroquianos tiraban los huesos a los perros, que adentro y afuera de la mediagua se los dis-putaban con gran algazara de gruñidos. En un enorme lavatorio de latón comían sentados en el suelo los cocheros y jinetes que acompañaban al coche en previsión de un asalto, o para sacarlo de algún bache donde se quedara atascado.

    Clodomiro, ahora de excelente humor, contaba chascarrillos obscenos que eran celebrados con grandes risotadas por sus compañeros. Desde un monte próximo llegaba a ra-tos el ronco gruñir de unos chanchos que se solazaban en un pantano. En el cielo azul celeste se desgarraban unas nubes rosadas, por entre las cuales volaban a cada rato bandadas de choroyes, para remontarse después a gran altura. Arrimados a las tablas de la mediagua, una veintena de mapuches silenciosos, parecían estar tallados en piedra por su inmovilidad.

    —Oiga, on Cloro, ¿y es verdad que el patrón Anselmo le va a comprar la cochería a don Cecilio?
    —Asina andan propalando por ey. Pero di onde va a sacar tiempo este jutre pa atender tanta cosa. Bendito sea Dios, quien te vio y quien te ve. Yo que lo conocí bien coltro, cuando llegó con don Vicho a vender frioneras y ahora... Poco le falta para ganársela a don José Bunstere. Pero el hombre tiene pechuga pa too. Si no pega un trompezón, la Frontera le va a quedar chica.

    Pero la tertulia terminó en ese momento, porque Anselmo apareció en la puerta gritando:

    —¿Vamos a quedarnos aquí, o seguimos viaje?
    —Su mercé es el que manda, pues patrón. A la hora que diga.

    Una bandada de jotes se cernía a gran altura, rondando el galpón. Siempre llegaban a posarse en las cercanías para devorar los desperdicios de la comida. Los perros después de la pitanza ladraban, excitados y alegres, delante del coche. Clodomiro daba huasca y más huasca cantando:

    Balmaceda será presidente
    porque sabe luchar con valor,
    para darle el sustento a la gente
    y guardarle al chileno su honor.


    —Dios nos libre que se le empaquen los caballos o se pegue el coche en el barro —exclamó Anselmo riendo—porqué entonces Balmaceda y todo Chile se nos viene al suelo en la boca de Clodomiro.

    Rodaba el pesado vehículo por el camino a medio desbastar, sorteando los troncos y cruzando esteros de aguas transparentes, en donde los caballos con su chapoteo inundaban el coche de agua, A ratos el sol se ocultaba tras de nubes espesas que el viento del sur iba desgarrando para inmovilizarlas después, sobre las copas de los altos robles. De pronto los perros que corrían delante del coche comenzaron a ladrar inquietos. Desde ambos lados del camino apareció un grupo de jinetes que lo rodearon.

    —¿Qué les pasa a ustedes? —gritó el cochero con voz entera— ¿qué no saben por donde va el camino?

    Los jinetes y postillones del coche se agruparon a ambos lados de los estribos, mientras los perros ladraban enfurecidos arremetiendo a las bestias de los recién venidos.

    —¡Válgame Dios! —gimió doña Adolfina— ¡ahora sí que la sacamos bien!

    Anselmo, encendido de rabia y con los ojos destellantes de coraje, había abierto la portezuela asomándose a ella con el revólver en la mano.

    Un hombre de poncho amarillo y con la cabeza envuelta en un trapo blanco que le asomaba bajo el sombrero de anchas alas, con el choco disimulado en los pliegues de la manta, preguntó:

    —¿Quién va aquí?

    Clodomiro con las riendas tensas y el ánimo entero, contestó con voz firme:

    —Aquí va el patrón Anselmo Mendoza. ¿Quién quiere hablar con él?
    —¡Yo, Florindo Morales!

    Anselmo ya en tierra con el revólver asomado bajo el poncho liviano, pues se había quitado la manta de castilla, repuso:

    —Aquí estoy. ¿Se te ofrece algo?

    El hombre se quedó mirándolo un instante y luego respondió:

    —Nada, patrón. Queríamos conocerle no más. Teníamos encargo del compañero Jenaro Montoya, de preguntarle si se le ofrecía algo a su mercé. Y tamién para que los "niños" lo conocieran.

    Anselmo Mendoza se quedó un instante escrutándolo. Sus ojos dominadores hicieron desviar la vista del hombre que, entonces, espoleando su caballo, lo apartó del camino.

    —Ya sabe que por aquí estamos, patrón, pa lo que se le ofrezca. ¡Que tenga buen viaje, su mercé! Hasta la vista.
    —Hasta la vista, Florindo. Ya sé que estás por aquí. ¡Muchas gracias!

    Arrancaron las bestias, haciendo saltar el barro del camino húmedo, seguidos por los perros durante breves instantes. Después volvieron al oír los silbidos de los jinetes que acompañaban al coche, gruñendo y lanzando aullidos de excitación.

    En el coche, doña Adolfina estaba verde. Sus ojos habían perdido el reflejo burlón y desdeñoso. Los enturbiaba ahora el espanto. Merlet, lívido, se había quedado mudo. Las otras dos pasajeras miraban a Anselmo como en el despertar de una pesadilla.

    En el pescante, Segundo Erices, el "Cara e Mama", recobró en ese momento el uso de la palabra:

    —Pucha eñor Pucha eñor. Los anduvo tiritando el rique.

    Clodomiro lanzó un diluvio de latigazos sobre los caballos del coche y como para ahuyentar la impresión que había puesto una sombra en sus ojos, comenzó a cantar de nuevo:

    Balmaceda será Presidente
    porque sabe luchar con valor.


    Mendoza se había sentado de nuevo en su rincón. Había metido el revólver en la funda, pero maquinalmente conservaba la mano puesta en ella. Sobre las copas de unos robles vino a posarse una densa nube de choroyes, que al paso del coche lanzaron un chillerío ensordecedor. Dos pequeñas carretas indígenas estaban detenidas casi al borde de un barranco. Las chinas, sentadas en medio de sacos y chaigües, se quedaron inmóviles y mudas cuando Clodomiro y los jinetes les lanzaron algunas frases de significado procaz al pasar.

    En la mañana siguiente de su llegada a Angol, Anselmo pasó tan ocupado que ni siquiera tuvo tiempo para hablar con los dependientes del negocio. Se le vio a caballo entre un grupo de jinetes, y luego a pie, discutiendo sobre las obras que se hacían en el camino a Los Sauces, y más tarde hablando con algunos militares frente a la casa del escribano. Una compañía de infantes que se dirigían a la pampa para hacer ejercicios cruzó la plaza entre el redoblar de los tambores. Era un día luminoso y en los huertos vecinos se veían los árboles con sus hojas lustrosas y algunos como una aérea mancha rosada que destacaba su gracia entre el verde tierno del follaje.

    Pasó el intendente Gorostiaga luciendo su vistoso uniforme. Un corneta que se hallaba a la entrada del cuartel de la caballería lanzó una aguda clarinada, mientras la guardia le presentaba armas. Guamachuco, bajo, erguido, saludó llevándose largo rato la mano a la visera. Al divisar a Anselmo le hizo una seña dándole a entender que deseaba hablar con él. Sus ojos destellaban malicia:

    Buenos días, mi Coronel, —le dijo Anselmo—. ¡Qué elegante lo veo a usted! ¡Ni que fuera a una fiesta de gala!

    —¡Así es, mi amigo! ¡No se equivoca usted! Voy precisamente a una fiesta de gala. Y esto en gran parte se lo debo a usted.

    Una sonrisa de incrédulo asombro entreabrió los labios de Mendoza.

    —¿Cómo así? No sé de qué se trata.

    Guamachuco, afirmando su mano delgada y huesuda en la empuñadura de la espada, se le acercó más y tomándole por los pliegues del poncho, le susurró alegremente:

    —¿Con que no sabe, ah? ¡Pero no se da cuenta usted, querido Anselmo, que un acontecimiento de esa naturaleza no puede pasar inadvertido aquí en Angol? Usted será toda su vida un bribón. Pero conmigo no prosperará.

    Anselmo se echó el halda del poncho al hombro para decirle riendo ahora francamente:

    —Pero si no sé a qué se refiere usted, don Alejandro. Estoy cada vez más intrigado. Vamos, dígame que es lo que hay tan bueno, mire que a mi ya me está interesando demasiado.
    —¡Pero cómo! Anoche he sido invitado por el comandante Carrillo a almorzar en su casa con la familia Zilleruelo, y ahora acabo de conocer a dos de las niñas. Son dos soles que han bajado a la tierra mi amigo. Y me dicen que las otras dos no le van en zaga. ¿Me quiere ase-gurar que no lo sabe todavía?

    Anselmo lanzó una alegre carcajada, golpeando el hombro del Coronel.

    —Mi palabra que no sé nada de eso, don Alejandro. He estado tan ocupado que ni siquiera he divisado a don Lucas, hoy. Sé que tiene cuatro hijas, pero nada más. ¿Así es que son muy lindas esas chiquillas?

    Gorostiaga se quedó mirándolo con los ojos alumbrados de malicia.

    —Yo estoy muy viejo mi amigo para creer en brujerías. A mino me sopla el ojo usted. En fin, ya nos veremos. Hasta luego, inocente pajarito.

    Se fue con su paso elástico, recibiendo saludos de las gentes que le miraban con simpatía. Su alto quepí galoneado, su uniforme adornado de franjas rojas y su espada que brillaba al sol, le daban un aspecto gallardo y marcial. El vencedor de Guamachuco se mantenía aún fuerte y ágil.

    Anselmo cruzó la plaza para dirigirse hacia su almacén. En la esquina se encontró con El Verde, que montaba una hermosa yegua mulata cariblanca que venía inundada de sudor. En ese momento conversaba con gran animación en medio de un grupo de mapuches, entre los cuales estaba Juan Catrilao, arrogante mocetón que ya era cacique de Pellomenco.

    Conteniendo sus bestias que se arremolinearon, resoplando, saludaron a Mendoza.

    —Aquí estamos a las órdenes, patrón —dijo El Verde—. Don. Fidel me encargó decirle, que no se olvidara de llevarle el documento de la hijuela de la Roblería, que quedó de firmar el escribano. ¿Nos iremos hoy?

    Anselmo se quedó un rato en silencio pensando en las mil cosas que aun debía resolver. Después miró a El Verde y le dijo al verlo con los carrillos rojos como un ají maduro:

    —No creo que alcancemos, a irnos ahora. Pero ya te estoy viendo que vienes con medio cántaro de guachucho en el cuerpo. Óyeme bien, mañana te necesito a primera hora. Supongo que no habrá que ir a buscarte a donde Pedro Artillería, a punta de azotes. Mídete, mídete, sinvergüenzón.

    El Verde, golpeando la argolla del ramal sobre la cabecilla de la montura, lanzó una estridente risotada:

    —Don Anselmo, ¿pa qué me encarga cosas así? Ya lo verá su mercé. Al primer golpe estaré di a caballo.

    Volvió su bestia y partió al galope junto con Catrilao y seguido de los demás mapuches, uno de cuyos caballos dio un bote asustado al ver a un fraile franciscano que en ese momento cruzaba la calle.

    Anselmo se fue caminando lentamente bajo los árboles que orillaban la acera, cuyo pavimento desigual le hizo dar un tropezón que casi dio con él en tierra. En ese momento vio que Merlet, su compañero de viaje, cruzaba la calzada saludándolo:

    —Buenos días, don Anselmo. ¿Irá usted luego para el negocio? Porque yo quisiera pedirle algunas facilidades en el pago de la mercadería que deseo llevar, aprovechando mis carretas que se van hoy para Traiguén.

    Anselmo, distraído y un tanto molesto, le repuso, sin embargo, con fría amabilidad:

    —Hacia allá voy, don Alfonso. Si usted quiere, lo atenderé inmediatamente.

    La esquina donde estaba ubicado el negocio de Mendoza veíase llena de abigarrada clientela. En la calle, los indios, sentados al borde de la acera, conversaban en mapuche. Sus voces agudas y guturales a ratos, y luego suaves y acariciadoras, se destacaban entre el hablar monótono de los campesinos y soldados que comían charqui con pan amasado y ají. Berreaban algunas criaturas, mientras los bueyes, de cuyas fauces colgaban hilos de baba, mugían sordamente. Había en todo el ámbito un olor a boñiga caliente, a pasto triturado, a cuerpos sudorosos.

    Un mapuche alto, cubierto con un poncho amarillo de listones rojos, le hablaba con violencia a un soldado moreno, de ojos obscuros e inmóviles que sonreía a ratos in-expresivamente. El mapuche, con sus barbas ralas que le colgaban del mentón ancho y fuerte, se rascaba la frente sudorosa, sobre la cual tenía pegadas algunas quiscas de pelo rebelde.

    —Tú eres mi hijo y debes darle a tu padre que te ha criado, un poco de plata para comprar faltas de la casa.

    El indio joven, vestido de soldado, seguía oyéndole con una sonrisa inmovilizada en su rostro de bronce, A ratos pretendía contestar algo, pero el viejo, volvía a insistir con monótona majadería.

    — Yo soy tu padre, yo te crié. Debes darme plata de la que ganas.

    EL soldado mapuche, tomándose las manos por delante, miraba a su alrededor a hurtadillas, como si buscara un espacio por donde escapar, entre el tumulto de bestias y hombres que llenaban la calle. De pronto la voz cantarina y acariciadora de una mapuche lo llamó:

    — Ven, Varisto. No hagas caso a viejo molestoso. No quiere plata pa comprar faltas sino pa tomar.

    El indio, enfurecido al oír tal cosa, avanzó hacia la carreta y tomando a la india por los cabellos trató de tirarla al suelo. El soldado, entonces, sacando una barandilla de la carreta, le asestó un garrotazo al viejo, quien lanzando un alarido de rabia y de dolor se abalanzó sobre el muchacho, al cual logró tomar del cuerpo, empeñado en quitarle el palo. Pero el soldadito de bronce era firme. Forcejearon largo rato tratando de loncotearse, hasta que rodaron por el suelo dándose golpes con las rodillas y la cabeza. La india lloraba agudamente, hablando con extraordinaria rapidez palabras en mapuche, mientras los que estaban sentados al borde de la acera contemplaban el espectáculo con la mayor indiferencia. Al otro lado de la calle un grupo de soldados comía tortillas de rescoldo con arrollado de chancho, en donde rojeaba el ají. Algunos jinetes se habían detenido para contemplar la primitiva y salvaje pelea del padre y el hijo, cuyo ímpetu acrecía con los golpes.

    Anselmo detestaba que frente a su negocio se formaran riñas, que solían degenerar en terribles peleas colectivas y le preguntó a un soldado que estaba cerca de él:

    —¿Quiénes son los que pelean?
    —Evaristo Paine, con el hijo, soldado. Se enojó porque el lleulle no le da plata. ¡Y di onde va a sacar!

    Anselmo avanzó hacia los que peleaban y enarbolando su látigo de montar lo descargó repetidas veces sobre ellos. Enfurecidos como estaban no se dieron cuenta al principio del castigo y sólo cuando la sangre salpicó los muslos obscuros del viejo, éste se enderezó para mirar a Anselmo. Los dos indios tenían la cara inconocible por efecto de los feroces cabezazos que se acababan de dar. Evaristo Paine miró a Anselmo como si lo viera por primera vez. Una ráfaga de odio se apagó en sus ojos cuando éste le habló en mapuche:

    —¿Qué te pasa, Evaristo? ¿Quieres que te mande al calabozo?

    El indio se limpió el sudor que le corría por el rostro y mirando al hijo, como si nada hubiera pasado, repuso:

    —Hijo atrevido, taita Anselmo. No da plata a su padre que lo crió.

    El muchacho se había ido a reunir con los soldados que estaban en frente. Hosco y enfurruñado, lanzaba furtivas miradas al padre, tratando de sacarse las pelotas de barro y de estiércol que se habían adherido a su uniforme.

    Anselmo entró después al almacén en donde los dependientes seguían atendiendo a la gente como si nada pasara. Era aquel un espectáculo que ya no llamaba la atención. Don Lucas vino a saludarlo, agregándole en seguida:

    —Mi amigo Carrillo me encargó que lo invitara a almorzar, don Anselmo. Yo le agradecería mucho que usted no dejara de ir para que conozca a mi familia que está parando en su casa.

    Anselmo, un poco excitado aún, le respondió brevemente.

    — Muy bien, don Lucas. Con mucho gusto —y volviéndose a Merlet, que esperaba a su lado, le añadió—: Le presento a don Alfonso Merlet. El tiene cuenta aquí. Hágale alguna rebaja en los artículos, y que Gumercindo anote el pedido. ¿Va abonar algo, don Alfonso?

    En ese momento entró Evaristo Paine a hablarle.

    —Anselmo, no enojándote con mapuche amigo tuyo. Pero Varisto Segundo, muy atrevido. Creyendo que mapuche viejo no es capaz de hacerle cruza. ¡Güen peleador Varisto Segundo, pero viejo no agacha moño toavía! Oye Anselmo, ¿por qué no mandas a Gumercindo nos valga cántaro jamaica? Volviendo, yo te pagaré. Tengo ovicha güeña en huapi, Anselmo. No pongas corazón duro.

    Anselmo sabía que estas deudas se multiplicaban a diario. Era imposible negarse a ellas. La mayoría quedaban sin anotarse en los libros de cuentas corrientes, que llevaba don Gumercindo, pero los mapuches se encargaban de pagarlas temiendo que les cerraran el crédito. Ordenó a Gumercindo que le diera a Evaristo lo que pedía y éste, feliz y orgulloso, lo siguió hasta el mostrador para decirle:

    —Güen peleador Varisto Segundo, Anselmo. Güen peleador, pero viejo no da soga toavía. —Asomándose en seguida a la puerta llamó a su hijo a grandes voces:
    —¡Varisto! Ven, Varisto, a tomar trago jamaica. Yo te convido, Varisto.

    Iba a ser ya el mediodía. Un olor pesado y acre a vino, a parafina, a grasa de carreta, a sudor de hombres, llenaba el local. Anselmo entró a la trastienda en donde había una mesa que le servía de comedor y escritorio. Allí también tenía su cama en un rincón. Se encontró con doña Adolfina que conversaba con una muchacha alta, de labios finos, senos audaces que reventaban bajo el ajustado paleto de cachemira. Sus ojos tenían un color de jacintos recién florecidos. El moño alto hacia más despejada la tersa frente.

    Anselmo saludó cordialmente a doña Adolfina:

    —Qué hay, doña Adolfina. ¿Siempre es viaje hoy? ¿Y esta es la señorita que iba a buscar a Chillan?

    Doña Adolfina lo miró con sus ojos astutos y burlones. Sonreía mostrando el hueco de dos dientes que le faltaban en la encía inferior.

    —Ojalá, don Anselmo. Ojalá tuviera yo la suerte de encontrar una señorita tan linda para ayudante de mi escuela. ¡Qué felicidad sería! Esta señorita es hija de don Lucas. Se la presento.

    Anselmo se descubrió con respeto, mientras la muchacha se encendía de rubor. Alzando la mano, se afirmó el alto peinetón que le sujetaba el moño y tras un breve silencio exclamó con voz ligeramente velada:

    —Por Dios, don Anselmo, nosotras le hemos invadido su pieza. Pero ya nos íbamos. Nos quedamos un momento hablando con la señora sobre el viaje a Traiguén. ¿Es bastante peligroso, según parece, no? Esos bandidos no tienen miedo de nada. Ya ve que don Alejandro los está tratando sin compasión. Y a pesar de eso Anselmo miraba a la joven, recorriéndola de alto abajo, como si se sintiera deslumbrado. Dio algunos pasos hacia la ventana y volviéndose para apoyarse en la mesa, repuso:
    — Así es, señorita. Para usted podría ser incómodo y fatigado, pero nada más. Los bandidos ya andan jugando al pillarse con las tropas del ejército que los están atacando muy fuerte. Muy pronto estos campos de la Frontera no van a tener otro peligro que el de los chanchos bravos y los vacunos caitas.

    Doña Adolfina movió la cabeza con aire de incredulidad.

    —¡Dios le oiga, don Anselmo! Mire que yo soy capaz de volverme a caballo, cuando usted regrese, sólo por no encontrarme con esos hombres. Si todos tenían cara de asesinos. No quiero morir así, don Anselmo. ¿Porque a mi edad, para qué otra cosa me van a querer esos picaros?

    Anselmo se mordió los labios. Sonreía mirando ahora a la joven que mantuvo con tranquila seguridad su mirada ante el. Después repuso en tono de broma:

    — ¡Por qué, pues, doña Adolfina! Supóngase que uno de esos bandidos se enamore de usted y se la lleve para cuidarle la casa.

    Lanzó un chillido doña Adolfina, exclamando entre risas:

    —¡Qué asco, señor! Prefiero la muerte, don Anselmo, aunque creo difícil que se presente el caso. Tendría que ser un bandido muy desamparado. Y esos canallas tienen donde regodearse. ¿Se imagina que fuera la señorita en el coche?
    —Bueno en ese caso yo también quisiera ser bandido —exclamó Anselmo.

    La joven había tomado su capa de moaré, cuyas mostacillas brillaron en una franja de sol, y mientras doña Adolfina hacía grandes aspavientos moviendo la cabeza, la joven dijo quedamente:

    —Lo que es a mí me encantaría hacer ese viaje, siempre que fuera bien resguardada, naturalmente. Por ahora, no me entusiasma ser la mujer de un bandido.
    —Así me parece, hijita. Así me parece. Pero ahora es muy fácil que vaya a Traiguén, cuando este caballero viaje en uno de los coches. Con él va segura. Tiene pacto con los bandidos y quien sabe si con el mismo demontre.
    —No me desacredite, doña Adolfina. Pero si usted invita a parar en su casa a la señorita, yo no tendría inconveniente en acompañarla. Por el contrario, sería un agrado.
    —¡Vaya qué gracia! —rió burlona la señora—. No lo haría usted conmigo. ¡Qué desgracia es la vejez, cuando por dentro no se siente! Porque dígame, hijita. ¿Cree usted que este caballero se acordaría de mí en un momento de peligro?

    El sol iluminaba la mano que Anselmo apoyaba sobre la mesa y hacía brotar una llamita roja del rubí de su anillo. La joven le alargó la suya, diciéndole:

    —Me alegro mucho de conocerlo, don Anselmo. Nos estaremos viendo, supongo.

    Anselmo reteniendo un instante la mano que ella le ofrecía, le repuso calurosamente:

    —Ya lo creo, señorita ¿Cómo es su gracia?
    —Isabel —dijo ella y le miró a los ojos. Tenía las mejillas encendidas y sobre su cabellera de oro, el sol que penetraba por la ventana destelló con suave fulgor.

    Anselmo retuvo un instante a doña Adolfina y le susurró:

    —¿Estoy soñando o es que me voy a morir ahora mismo?

    Doña Adolfina rió moviendo la cabeza con su manera característica:

    — Hasta luego, don Anselmo. ¡Qué hombre tan picaronazo es usted! Debiera morirse antes de hacer todo lo que está pensando.

    Anselmo se quedó un instante como si una súbita congestión le abrumara la cabeza. Sintió que la sangre le circulaba por las venas como un caballo desbocado. —¡Caramba! —pensó— con las hijitas que se gasta don Lucas. Con tazón andaba medio loco el viejito Guamachuco. Habrá que estar alerta.

    Obsesionado con la imagen de Isabel se puso a desabrocharse el cuello de la camisa. Sintió que en ese momento le apretaba a morir. Y cuando pudo soltarlo respiró largamente, como si lanzara hacia afuera aquella súbita inquietud que la presencia de Isabel dejara en su ánimo.


    VI


    Con la ayuda de Carrillo y de Gorostiaga, don Lucas logró arreglar, en las mejores condiciones que era posible, un caserón destartalado que había servido de casino a los ofi-ciales del Batallón Angol. Una hilera de piezas, por donde los ratones se cruzaban en todas direcciones se convirtió en amable vivienda. Las habitaciones estaban edificadas en escuadra, encerrando un jardín abandonado en medio del cual había una media docena de naranjos. Un pozo del que se sacaba el agua con una bomba a presión, servía para los usos domésticos y para regar la huerta, que se extendía hasta el estero del puente Mellizo. Bajo el corredor colocaron amplios escaños empajados, que servían para reposar en las tardes calurosas. Allí era donde doña Agustina Arce, la esposa de don Lucas, recibía a las gentes que iban a venderle aves, huevos y verdura.

    Doña Agustina era una mujer de rostro atrayente y simpático. Sin ser bella, dábale cierta gracia muy especial el pliegue que se le formaba junto a los ojos, al sonreír, mostrando unos dientes maravillosos. De tez trigueña y cabellera negra, abundosa, se hacía el moño bajo, sujetándolo con gruesas horquillas de carey. Era una mujer alegre y un tanto viva de carácter. Le gustaba tratar a los sirvientes con afectuosa amabilidad, aunque a menudo estallaba vio-lentamente, cuando alguno de ellos incurría en una torpeza o no cumplía las órdenes que les daba. Sin ser excesivamente adicta a las prácticas religiosas, cumplía algunas de ellas yendo a misa los días domingos y confesándose una vez por año. Pero no iba más allá en sus deberes con la iglesia, ni exigía más de sus hijas. La familia de don Lucas Zilleruelo era bastante numerosa. De siete niñas se habían casado tres. Una de ellas con un médico que ejercía en Copiapó, de donde era originario. La otra con un muchacho alocado que estuvo en California y luego en las minas del Cerro de Chañarcillo, para después instalarse con un restaurante en Santiago, en el cual perdió hasta la camisa. Por último ingresó a la administración pública en donde ocupaba un puesto, en el que se sentía muy poco a su gusto y estaba siempre con deseos de renunciar. La otra hija contrajo matrimonio con un farmacéutico a quien ayudó clon Lucas a instalarse con una droguería en Talca.

    Hacía dos meses que doña Agustina estaba en Angol y le pareció que toda su existencia había transcurrido allí. Aquella vida plácida y agitada a veces por las continuas fiestas que se celebraban entre los oficiales de la guarnición, la complacía y le hacía pensar en que sus hijas tendrían seguramente oportunidad de casarse muy bien.

    Toda la gente comenzó a llamar las Soles, a las muchachas, porque las cuatro eran rubias, aunque la menor, Agustina, era de piel morena y ojos verdes, que daban un cierto exotismo llamativo a su belleza. El nombre de Soles se lo debieron al Coronel Gorostiaga, pues en todas partes en donde conversaba de las niñas Zilleruelo les aplicaba ese entusiasta calificativo. Agustina andaba en los 14 años, Angelina en 17 y Lucinda acababa de cumplir 20. Isabel, mayor que su hermana casada con el farmacéutico de Talca, llevaba ya encima 25 años que le daban una plenitud de formas y de belleza deslumbrantes.

    Doña Agustina había nacido en el norte. Creció en Vallenar, en medio de la riente naturaleza del valle del Huasco. Su padre tenía allí un pequeño hotel que se veía siempre lleno de gente inquieta y visionaria. Mineros y aventureros que soñaban toda la vida con el reventón portentoso y con la mina que había de darles un día, más tesoros que los de Aladino. Hasta allí llegó también don Lucas, como proveedor de las tropas del norte. Tenía alrededor de 30 años y era hombre de una seductora simpatía. Agustina Arce, una mocosa en esos días. Pero eso no fue impedimento para que se enamorara apasionadamente, de aquel mozo de modales suaves, que gustaba de contar novelas cuando conversaba. Porque don Lucas había errado la vocación. Era un folletín ambulante. Nunca le faltaba tema y cada incidencia de su vida la adornaba de tal cúmulo de detalles que no terminaba nunca. Mas no era propiamente un latero. Se iba entusiasmando, envolviéndose él mismo en su relato, en tal forma, que si no ocurría alguna incidencia inesperada, la persona que caía en sus manos no salía tan fácil de allí. Lo salvaba su extrema simpatía, su finura y delicadeza para manejarse en todos los actos de su vida.

    Bastaron media docena de días de hotel, para que el destino de Agustina quedara ligado para siempre con el de Lucas Zilleruelo. Después de casados recorrieron todo Chile con variada fortuna. Algunas veces vivieron espléndidamente, sin dificultades económicas de ninguna especie y de pronto, quedando en el medio de la calle, como acababa de ocurrirles ahora. Don Lucas era un hombre que se entusiasmaba súbitamente con la gente. Su bondad lo hacía exclamar con frecuencia: —¡Pero si Fulano es muy amigo mío! Esa amistad no tenia más base que el conocimiento surgido de un par de horas de conversación. Y ahí estaba su debilidad, en la cual a la vez, encontraba su defensa. A un hombre honorable como él, no le era difícil hallar el medio de rehacerse de los más duros reveses. Pero la adversidad no le hizo amilanarse, ni infiltrarlo de escepticismo. De ese modo fue como perdió todo su haber en un día. Su socio, un tipo excesivamente meloso para ser sincero, se mandó a mudar de la noche a la mañana llevándose cerca de treinta mil pesos, que era por esos años un fortunón.

    Agustina estallaba violentamente ame aquellos descalabros. Se rebelaba frente a la excesiva confianza de don Lucas, pues no era tan fácil encontrar de un día a otro la manera de iniciar una actividad que pudiera darle lo necesario para seguir adelante con los gastos de una familia, que no estaba acostumbrada a pasar estrecheces.

    — ¡Pero, Lucas, por Dios!, cuando vas a aprender a tener juicio. Es el colmo de la estupidez, perder lo que uno tiene en esa forma. ¡Bueno es el cilantro, pero no tanto! Yo creo que la bondad tiene sus límites, pues de otro modo, creerán que eres un bendito, sin remedio.

    Don Lucas se sobaba las manos y sin alterarse, respondía con suavidad:

    —Hija, hija, no reniegues tanto de tu marido. Bien sabes que uno ve caras, pero no corazones. Todo se paga en esta vida. Ya verás tú como a ese desvergonzado de Suárez, se le volverá sal y agua todo lo que me ha robado. OÍOS castiga, pero no a palos.

    Doña Agustina le lanzaba una mirada entre irónica y desdeñosa, para replicarle con amargo acento:

    —Así estás diciendo siempre, Lucas. Pero con eso na vivimos. Las niñas no se visten ni comen, con esperanzas. Es verdad que ese bribón, tendrá su castigo, pero también Dios dice: ayúdate que yo te ayudaré.
    —Cucha, Cucha —así llamaba a su mujer en la intimidad del hogar— no te eches a perder el genio. Vas a ver como todo se arreglará. Yo estoy seguro de que mi compadre Cartes, me dará facilidades allá en la Frontera, para entrar en algún negocio que nos saque de apuros. Cierto es que hay bribones, pero también hay amigos verdaderos. Ya ves tú como se portó Martín DrouIIy en Concepción aquella vez.

    Doña Agustina se ponía de pie arrebatadamente, para colocar algún objeto en su sitio o matar algún moscón que aleteaba entre el vidrio y la cortina. Moviendo la cabeza con impaciencia, le interrumpía:

    —Es que no se puede estar viviendo a merced de la casualidad, Lucas, por el amor de Dios. Si sigues así van a creer que eres un tonto y que no se puede confiar en ti. Tú debes ser más duro y no entregarte a cualquiera. Después se ríen de ti y creen que hasta un chiquillo mediano te puede meter el dedo en la boca Está bueno ya pues.

    Y aquella tarde en que se fue a Angol, para ver la manera de iniciar alguna nueva actividad, doña Agustina, lo miró largo rato, al verlo nervioso e intranquilo. Después lo abrazó estrechamente, diciéndole con amorosa seguridad:

    —Ándate tranquilo, hijo. Tengo fe en que te va a ir muy bien. Le voy a rogar a mis ánimas y a la Santísima Virgen, estoy segura de que nos sacará otra vez de apuros.

    Pero aquel día, en Angol, don Lucas se sintió descorazonado. No encontró a Cartes que era su viejo amigo, y entre aquella gente no había nadie a quien poderle confiar sus cuitas y pedirle que lo ayudara con la decisión y voluntad que el caso requería. Se detuvo en la Plaza para ver pasar un rebaño de ganado vacuno, que onduló por la otile como un río de carne mugidora. Avanzaba el ganado lentamente, estrechado por los jinetes y por los ladridos de los perros que ululaban insistentes, trotando con la lengua afuera y haciendo una especie de acompañamiento a los prolongados silbidos y a los gritos de los arrieros.

    Un intenso olor a bestias, fuertes y poderosas, como un océano en plena tempestad, llenó el pueblo. Bramaban atronadoramente los toros, mientras las vacas mugían sordamente, prolongando aquel concierto que imitaban el ruido de una tempestad que fuera decreciendo poco a poco. Daba la sensación de que aquella impetuosa marejada animal se iba llevando al pueblo por delante. Bueyes y novillones se encaramaban bruscamente unos encima de otros, como sí, excitados por el intenso olor que desde ellos se desprendía, surgiera de nuevo la fuerza del sexo.

    A ratos se sajía, como desbandado de aquel tumultuoso río de carne, un toruno caita para perseguir a un perro que lo hostigaba tarasconeándole el hocico. Y tras él, un jinete espoleando a su bestia cubierta de sudor y manchada de espuma, se lanzaba a perseguirlo dando salvajes alaridos, en un carrerón endemoniado.

    Sentíase en esos momentos la impresión de que el pueblo era dominado totalmente por aquella potente fuerza en movimiento, que se estrellaba echando al suelo los cerros de tablones y estacas, o pasando por debajo de los corredores de las casas, para dejar esteros de boñiga caliente. Y mientras, el ganado seguía ondulando como un oleaje que mugía desbordándose con ímpetu bestial; en los huertos zumbaban densos enjambres de abejas, cantaban los gallos y cacareaban estrepitosamente las gallinas. De la tierra surgía un aliento estremecedor. El ganado iba hacia Huequén, donde pasaría la noche, mientras lo ubicaban en definitiva.

    Era necesario alimentar diariamente a cerca de cuatro mil hombres, que todavía no habían sido enviados al Norte, después de terminar con la pacificación de la Frontera, en donde el Coronel Urrutia había celebrado el último Parlamento con los orgullosos señores de la tierra. En la llanura de Putué, cerca de Villarrica, Epulef se vio obligado a beber el trago amargo de pactar una tregua indefinida con el huinca, al cual el indio combatiera durante cuatrocientos años. Las lanzas indígenas, en ese momento, se habían abatido, mientras en el corazón de la selva resonaba la bronca queja de los cultrunes.

    Don Lucas Zilleruelo sintió que aquella tierra tenía algo de envolvente y fascinador. Carretas y jinetes asomaban por todas partes. La tierra virgen era un permanente y poderoso estallido de productos vegetales y animales que se desbordaban por todos lados. Contemplando absorto el espectáculo se olvidó de sí mismo, cuando de pronto vio avanzar a su encuentro la recia figura de un cacique, que caminaba lentamente a través de la Plaza, acompañado de un grupo de mocetones.

    Era Domingo Melín a quien don Lucas libró en cierta ocasión de que lo metieran a la cárcel, en Nacimiento, acusado de haber robado un piño de caballos. Domingo era un hombre incapaz de prestarse para amparar un robo. De su vieja estirpe araucana había heredado las nobles cualidades. Y así como un espléndido animal nace con aptitud para correr o saltar, Domingo nació con un sentimiento absoluto de la lealtad y la corrección. Nunca se vió el caso de que en las cuadrillas de salteadores o cuatreros encontrara algún mocetón de la reducción de Melín. Soportaba los reveses con instintiva filosofía y tenía una manera de conducirse que hubieran envidiado muchos, que se creían caballeros.

    Ese día, al reconocer a don Lucas, se quedó un instante contemplándolo en silencio, mientras una sonrisa de bronce distendía sus graves facciones. Y cuando don Lucas, después de un rato de conversación, le impuso del objeto de su viaje, Domingo le dijo sin aspavientos:

    Yo te voy a ayudar, Lucas. Tengo amigo bueno aquí. Humea Anselmo, necesita hombre trabajador que le ayude. Anda, ven conmigo.

    Agustina solía recordar la forma tan inesperada como don Lucas había encontrado la manera de solucionar su grave problema. Nunca se le pasó por la mente a Zilleruelo que fuera un mapuche quien lo sacara de la aflictiva situación en que se hallaba. Domingo iba de vez en cuando a visitarlo a su casa y Agustina lo recibía con gran simpatía. Sentado en uno de los escaños del corredor, el conversaba lentamente de las novedades que circulaban en la ciudad.

    —Bueno día, Cucha —decíale con su manera característica, mezclando las palabras mapuches con su español arrevesado—. ¿Cómo está familia? Niñas Soles siempre lindas, ¿no?

    Agustina sonreía alegre, exclamando con simpática efusión:

    —¡Ese don Alejandro! ¡Miren qué nombre le fue a poner a mis chiquillas! ¡Si es un picaronazo! ¿Quisieras servirte un traguito de jamaica, Domingo?

    Una primavera luminosa daba una belleza original al jardín, que Agustina se dedicó a cuidar con gran entusiasmo. Bordoneaban los insectos entre las flores y el follaje lustroso de los naranjos. A ratos una oleada de aire tibio traía el perfume intenso del manzanillón que crecía en la huerta y de las rosas opulentas del jardín. De sus nidos, bajo las tejas, se escapaban las golondrinas, dejando caer a cada rato sus notas dulces y cristalinas. Un caño de agua del estero, que corría por el fondo del sitio, gorgoriteaba interminable.

    Domingo se bebía lentamente su vaso de aguardiente, acercándolo primero a la nariz para aspirar el aroma del líquido transparente. Después, dando unos golpecitos, sobre el piso enladrillado del corredor, decíale a Agustina.

    —Rico aguardiente, Cucha. ¿Vos sabiendo que Guamachuco, se va Temuco? ¡Señor Gobierno, nombra Intendente allá! Ahora mucho más importante. Pero Guamachuco siempre buen amigo. Echará menos Niñas Soles ¿Cierto, Cucha?

    Agustina levantaba la vista de su labor, para lanzarle una mirada afectuosa:

    —Es una lástima que se nos vaya don Alejandro. Pero estará viniendo por aquí a ver a sus amigos. ¿Y tú, Domingo también viajas por esos mapus?

    Domingo miraba obstinadamente la copa vacía, y como si no oyera la pregunta de Agustina, le respondía:

    — Bueno, Cucha, ya te vine a ver. Ahora me voy. Saludo a Niñas Soles, ¿no?

    Con un rostro inundado de malicia, Agustina, le lanzaba una mirada y abandonando su costura sobre el escaño, le decía:

    —¿Por qué te vas, Domingo? Ni que fueras doctor, ¡Sírvete otra copita! ¿Qué te parece?
    —Ah, bueno, Cucha! Rico aguardiente. Trae no más. Yo siempre muy contento en tu casa. Más rato iré a ver a Lucas.

    Domingo se podía tomar tranquilamente un par de litros de aguardiente, sin dar muestras de que le hiciera efecto. Jamás se le veía borracho. Orgulloso y retraído en apariencia, cuando no conocía a la gente, era en extremo afable con sus amigos. En las frecuentes visitas que haría a la casa de don Lucas, jamás se olvidaba de llevarles algún presente, aunque fuera una canasta de maqui fresco o de digüeñes recién cogidos de los hualles.

    Bajo el corredor, de cuyo alero salían a cada rato disparadas las golondrinas, doña Cucha se entretenía en sus obscuras o en tejer con sus largos palillos de metal. Domingo, sentado en uno de los escaños, junto a una pequeña mesa donde estaba su vaso de aguardiente, echaba su "meucón", a la hora de la siesta, sin que lo preocupara en lo más mínimo el estridente trac—trac, de la máquina de coser de doña Cucha, que producía una sonajera endemoniada.

    Las chiquillas se entretenían bordando, tejiendo a crochet, y a veces hojeando alguna novela o los figurines que Negaban desde los grandes almacenes de París. Por la calle pasaban de rato en rato, oficiales y sargentos de las unidades militares acantonadas en Angol. La acera de las niñas Soles, era muy paseada por los oficiales jóvenes entre quienes comenzaba a surgir cierta amistosa rivalidad en su afán de conquistarse alguna mirada de aquellas lindas muchachas, que por las tardes salían a caballo, acompañadas por amigos y por algún guapo teniente, que en esas ocasiones, se sentía más feliz y orgulloso de mostrarse delante de sus compañeros en compañía de ellas.

    Angela y Lucinda eran rubias como su hermana Isabel, la mayor de las solteras. Agustina la menor, una preciosa trigueña de ojos verdes y tez de flor. Era esta una muchacha de genio alegre y muy dada a la broma. Sus catorce años no constituían una promesa, sino un fruto espléndido que mostraba ya a la mujer en plena posesión de sus encantos. Angela cantaba en la guitarra hermosas canciones de la época. Ricardo Gamboa, capitán de uno de los ba-tallones que habían llegado del norte, decía que cuando aquella muchacha cantaba acompañada de su guitarra, era como ir al cielo y escuchar allí la música divina de un ángel. Una noche, en una de las fiestas con que se despidió al Coronel Gorostiaga, la rodearon todos los oficiales para pedirle una canción. El viejo Coronel, en persona, le llevó la guitarra. Y entonces, sorpresivamente, la chiquilla inició los alegres acordes de una zamacueca. Alguien había contado que doña Agustina la bailaba con gracia suprema. No supo cómo, el Coronel se vio comprometido a sacarla a bailar. En medio de un corro de asistentes que aplaudían entusiastas y alegres, aquella pareja le dio calidad y gracia inigualada al baile popular. Doña Agustina, con sus 45 años espléndidos de salud y de vida, hizo de él una verdadera creación esa noche. Con su alto peineton y la amplia falda recogida con su mano de reina, en cuyos dedos brillaba una sortija, parecía deslizarse como si no tocara el suelo. Los asistentes, en su mayor parte, militares, avivaban la cueca, mientras el Capitán Gamboa ganaba las tres mitades. El viejo Coronel afrontó gallardamente la prueba. Era un hombre fino, de arrogante presencia, que hacía una estupenda pareja, con aquella atrayente señora, que irradiaba simpatía. Hasta que de pronto, el Comandante Carrillo, avanzando hasta el cen-tro del salón se cuadró con alegre y gentil cortesanía para insinuar:

    — ¿Me da permiso, mi Coronel?

    Guamachuco, risueño y jovial, se inclinó ante doña Agustina, para decirle:

    —Lo tiene, Comandante, pero es doña Agustina quien manda aquí.

    Mas, antes de que el Coronel recibiera respuesta, la voz de Angela iniciaba otro pie del baile, y fue entonces el pañuelo de Isabel Zilleruelo el que ondeó junto a su rostro. Aquello adquirió proporciones delirantes. La concurrencia, formando una algazara fenomenal avivaban a las dos parejas. Don Lucas había sacado en ese momento a la señora de Mister Scott, ingeniero de las obras ferroviarias. Era una linda y graciosa peruanita, que merecía ser rival de doña Agustina. En aquella fiesta se bailaron, en seguida, lanceros y cuadrillas en los que la juventud asistente hizo derroche de gracia y de ruidosa alegría.

    Anselmo Mendoza, que tenía el propósito de marcharse a Traiguén, no pudo resistir a la tentación de quedarse para asistir a esa fiesta. Isabel y Lucinda fueron sus compañeras de baile; pero desde el primer momento se le vio atraído por el magnetismo envolvente de Isabel, en cuyos ojos brillaba la fascinadora seducción de su mirada luminosa y dominadora.

    Anselmo no la había visto desde aquel día en que la encontró con doña Adolfina, en la trastienda del negocio y luego en el almuerzo del Comandante Carrillo. Y esa noche, mientras sujetaba su mano fina para acompañaría en una cuadrilla, en la cual Isabel se destacaba por la espontánea gracia de sus modales y la elegancia de sus movimientos, éste sintió que desde su corazón surgía como llama abrasadora una irresistible atracción hacia la joven.

    Orgulloso y un poco terco, el hombre acostumbrado a dominar a todas las personas con que le tocaba encontrarse, en aquel medio duro y agresivo de soldados, de indios, de colonos casi brutales, Mendoza no se resignaba a hacer el papel de galán en son de conquista amorosa.

    Mientras la llevaba hasta el mesón, donde estaba la cantina, para ofrecerle un refresco, le dijo con voz entera, en la cual, sin embargo, se advertía una pizca de emoción:

    —Y bien, señorita, ¿siempre está usted en ánimo de ir a conocer un poco más de la Frontera? Traiguén, supongo que le interesa para comenzar.

    La joven le lanzó una rápida mirada mientras se secaba los labios con el pequeño pañuelo de encaje. Sus ojos azules tuvieron un fulgor de metal y en seguida mirando a Anselmo, le respondió:

    —Sin duda que me encantaría. Pero, ¿cómo hacerlo? Mi padre está tan ocupado ahora y yo no quisiera que por ningún motivo desatendiera sus obligaciones —Sonriendo con traviesa intención, agregó: —Menos los intereses de su patrón, que me dicen es muy guapo cuando se enoja.

    Anselmo se encendió lanzando una alegre carcajada. Sus ojos claros esquivaban a ratos, a los de Isabel, como si quisiera ocultar así el fondo de su pensamiento. Luego audaz y seguro de sí mismo, repuso:

    —Me parece, doña Isabel, que ningún enojo persistiría en mi ante una sonrisa suya. De modo que don Lucas está a cubierto de todo mal rato. Porque me da en el corazón que vamos a ser muy amigos. ¿Qué le parece a usted?

    Isabel bebía, a sorbos cortos, un gran vaso de licor de guinda. Una goterita color rosa pálido le había quedado sobre el Libio. En su rostro veíase la fatiga de aquella trasnochada y mostraba una suave languidez de flor bajo el sol ardiente. Sonrió y con voz afectuosa, le dijo:

    —Creo que no es difícil que ocurra lo que usted piensa. Amigos, buenos amigos. Porque tener un enemigo como usted, no me atrevo ni a pensarlo.

    Reía ahora francamente, bebiendo con deleite el fragante y fresco licor de guindas. En seguida dejando el vaso sobre el mesón, le propuso a Anselmo:

    —¿Quiere que salgamos un momento al corredor? Está demasiado caliente el aire aquí.

    Estaba amaneciendo. Por las ventanas se filtraba la luz azul del día que comenzaba. En los árboles del jardín los pájaros preludiaban una música de extraordinaria dulzura. Y de pronto en el momento en que el sol iluminó con un torrente de oro las ventanas, la banda de uno de los Regimientos tocó una alegre diana. En el jardín los pájaros felices volaron muy alto, atropellándose en la claridad azul dorada, como si se disolvieran en el aire en un loco batir de alas. Toda aquella gente sintió que el entusiasmo se les renovaba al oír los claros acordes de los instrumentos que en seguida iniciaron las notas de un himno marcial, que la concurrencia cantó con regocijado entusiasmo.

    De pronto la música cesó de golpe y tras un breve y especiante silencio prorrumpió de nuevo con el aire vivo y alegre de una cueca. La inició el Comandante Carrillo y el gran salón del Regimiento fue como un agitado oleaje en que ondeaban los pañuelos, y las amplias faldas de las señoras y niñas que tomaban parte en él.


    Anselmo e Isabel no participaron del baile. Se paseaban conversando por el largo corredor del edificio. Isabel tenía en el pecho una rosa granate, cuyos pétalos estaban húmedos de rocío.

    —Pero esta fiesta no va terminar nunca, don Anselmo. Yo me estoy muriendo de cansancio. Y nadie protesta contra la tiranía del Coronel. Ni usted que es tan guapo según cuentan.

    Se habían detenido en un extremo del corredor. El viento del amanecer les trajo el perfume húmedo e intenso del jardín. En el otro extremo del edificio brillaban al sol los instrumentos de los músicos. Anselmo, irguiéndose, la miró con afectuosa gravedad:

    —Veo que me desacreditan bastante Acaso cuentan que soy un bandido. ¿No es cierto? A veces quien sabe si tengo que serlo un poco. De otro modo no estaría al lado suyo ahora. Pero hablemos de otra cosa más amable. ¿Nos vamos a Traiguén mañana? Podemos viajar con doña Adolfina que debe regresar hoy. Su hermana Lucinda puede acompañarnos, porque Angela, no creo que se resuelva a dejar de oír, aunque sea por un día, el arrullo de las palabras del Capitán Gamboa.

    Isabel lo miró furtivamente y luego poniendo la yema de los dedos sobre la flor que tenía en su pecho, exclamó:

    —Cuando se quiere, debe ser como un arrullo la vida. ¿Eso le disgusta a usted?
    —¡No! ¡Cómo se le ocurre!, y ahora menos que nunca — exclamó Anselmo con vehemencia—. Creo que yo estoy en el mismo caso. Porque yo la quiero a usted, Isabel. Y tengo que aprender a arrullarla. Soy demasiado torpe para eso.

    Isabel se encendió y lo miró intensamente. Después dijo con suave y maliciosa intención:

    —Es un volcán usted, don Anselmo. Y lo peligroso es que los volcanes arrasan con todo. Aunque sea en broma.

    Se miraron en los ojos como dos fuerzas estallantes, iguales, ansiosas de confundirse en un soplo de fuego. Anselmo, agregó:

    —No es broma, Isabel. Piense en lo que le propongo. Quiero que sea mi esposa. Y necesito la respuesta cuanto antes. Hoy, ahora mismo.

    Isabel no contestó. Se quedó un instante mirando a la distancia como si en la rosada lejanía del horizonte buscara la respuesta. Después repuso:

    —Don Anselmo, me toca a mí pedirle que piense un Poco más lo que me propone. Me toma tan de sorpresa esto que en verdad no sé si mi sentimiento corresponde a lo que usted anhela.

    Pero sus ojos estaban húmedos y brillantes, mientras la joven sentía que el corazón le latía apresuradamente.

    Adentro, en el gran salón, el rumor de risas y de conversaciones seguía con igual intensidad. Anselmo le preguntó apasionadamente:

    —¿No es esto una negativa, Isabel?

    Ella alzó el rostro. Una leve palidez desteñía la rosa de sus mejillas. Repuso con voz queda:

    —No, Anselmo Ya no puede ser una negativa. — Y allí estaba su aceptación y su entrega a un súbito e inesperado destino.


    VII


    Doña Adolfina volvió de Chillan al día siguiente de la fiesta en que se despedía al Coronel Gorostiaga. Venía acompañada de una joven alta, de grandes ojos pardos, nariz recta, salpicada de manchitas de color café. Su boca pequeña, de labios finos, le daba cierta gracia un poco desvaída porque sus ojos permanecían inexpresivos al sonreír.

    Era la señorita Zunilda Lajaña, con la cual doña Adolfina iba a trabajar en sociedad, en su colegio de Traiguén.

    La señorita Lajaña era un poco afectada en su manera de vestir y hablaba en "términos", según observó Anselmo, para significar que empleaba palabras rebuscadas al conversar. Para doña Adolfina, aquella joven era un portento de sabiduría. Además hablaba el francés y el inglés, como si fuera una gringa de veras. Doña Adolfina, transpirada de gozo y de orgullo, le dijo a Anselmo:

    —Es un encanto de criatura, créamelo, don Anselmo. Lo único que voy temiendo es que este tesoro tenga muchos interesados aquí en estas tierras de indios, en donde aparte de las señoritas Zilleruelo, es bien poco lo que hay que ver. ¿No le parece a usted?

    Conversaban junto al coche en el cual viajarían Anselmo, doña Adolfina, Isabel y Lucinda y don Ludovino que iba a Los Sauces, o El Sauce como entonces se le llamaba, a ver modo de habilitar un local, para instalar una sucursal del negocio de Angol. Don Ludovino había dejado la "futrería" a un lado, siguiendo los consejos de don Bernardo. Vestía ahora un amplio chaquetón motudo, un pantalón de diablo fuerte y botas altas de gruesas suelas. Lo único que conservaba de su antiguo acicalamiento eran sus bigotes a los cuales seguía poniéndoles una pasta llamada cabo, para mantenerlos erguidos. Sonrió con aire malicioso al oír las palabras entusiastas de doña Adolfina y dijo con cierta intención:

    —Habrá que aprender francés para hablar con esa señorita.

    Anselmo sonrió festivamente y observó con ironía:

    —Aprenderemos, don Ludovino. Creo que la rivalidad va a ser grande.

    Clodomiro y el "Cara e Mama", conversaban en voz alta, instalados ya, en el pescante del gran coche, cuyos caballos daban de rato en rato recias coces en el suelo, azotándose los flancos con la cola.

    Doña Adolfina no demostró la molestia que le causaron las palabras de don Ludovino, pero con su característico gesto burlón, exclamó:

    —Parece que nos va a hacer un lindo día, don Anselmo. Dios quiera que no nos llueva por el camino. Sería una lástima, porque se le podrían mojar los bigotes al caballero. Yo lo sentiría tanto.

    Anselmo riendo sonoramente estimuló a don Ludovino, guiñándole un ojo.

    —Defiéndase, don Ludovino, Mire que esta señora juega por partida doble.
    —Sí, así veo —repuso aquél, amoscado— los años dan mucha experiencia. Pero los bigotes se pueden arreglar de nuevo. Los años ya es más difícil.

    Las chiquillas Zilleruelo, en compañía de doña Agustina y don Lucas rodearon el coche en ese momento. La señorita Lajaña, muy compuesta, dijo finamente al despedirse:

    —Hasta otra vista. Me los llevo a ustedes en mi particular aprecio.

    Restalló el látigo de Clodomiro quien masculló, al propio tiempo, una andanada de palabrotas a los caballos, que parieron resoplando y tironeando las riendas. Un tropel de perros corría con jubilosos ladridos tarasconeando juguetones a las bestias. Media docena de jinetes galopaban a la zaga del pesado vehículo, que llevaba una buena cantidad de paquetes y canastos amarrados encima del toldo.

    Era una luminosa mañana de octubre. El cielo azul pálido, como un dilatado océano inmóvil, estaba cubierto a ratos de ligeras nubes blancas que se doraban en la luz. Al pasar por el negocio de don Pedro Artillería, donde había un gran tumulto de indios borrachos, que lanzaron una especie de chivateo, a guisa de saludo, se les reunió El Verde, que llevaba dos caballos de tiro, cargados con paquetes, metidos en chaigües de mimbre. Galopó un rato junto al pescante para conversar a gritos con Clodomiro, lanzándose gordas alusiones, relacionadas con las amigas que los atendían en la casa de Artillería. Entre éstas no faltaron picantes recados, que le mandaban a Segundo Erices. Este las celebraba con ruidosas carcajadas, exclamando:

    —Puchas, eñor, que son bien amigos de afanar a un cristiano. Oiga, on Balta, que me han hallado cara de qué.
    —"Cara e Mama" te encuentran pues, hombre —interrumpió Clodomiro— provocando la risa de todos los pasajeros del coche.

    A unos cuantos kilómetros del pueblo, se hallaba un piquete de soldados ocupados en arreglar el camino, que estaba en pésimas condiciones. El Verde se quedó con ellos conversando y entregándoles algunos encargos. Tabaco, velas, fósforos, cajas de sardinas. El Verde era el personaje más popular que existía entre Angol y Traiguén. En sus prevenciones, no faltaban jamás la jamaica o el coñac, que venía entonces en unas botellas chatas y planas.

    Para El Verde no era ninguna hazaña plantarse al cuerpo, de una sentada, el contenido de una de esas botellas. Don Anselmo dirigiéndose a Isabel, que iba absorta y silenciosa en un rincón del coche, le dijo:

    —Este Verde es el personaje más entretenido y original que puede encontrarse por estas tierras. Es un saco de mentiras andando. En todas partes tiene amigos. Es hombre muy serio en ciertas cosas y el más pícaro alcahuete en otras. No me explicó como se han podido reunir condiciones tan opuestas en una misma persona.

    Isabel, distraída en la contemplación del paisaje, se volvió a Anselmo para observarle:

    —Se ve que ese hombre es un demonio. ¿Cómo puede usted tener confianza en él? Se me figura que es capaz de todo con esos ojos de pájaro que tiene. No sé por qué me hace pensar en un cernícalo. Algo de ave de presa.
    —Y lo es en efecto —replicó Anselmo, mirando a la joven, que se había envuelto la cabeza con una pañoleta azul y acababa de sacársela, para dejarla alrededor del cuello—. Tiene sus historias, por cierto no muy amables, pero yo, ni nadie, puede admirarse de nada aquí en la Frontera donde "el que pega más fuerte es taita".

    Brillaron los ojos de Isabel con un destello de ironía. Miraba con atención el vuelo de unos pájaros de rápidas evoluciones que rondaban por encima de una quebrada. Después observó sin darle importancia, en el tono, pero con intención que no era difícil sorprender:

    —Y entre los taitas, dicen que don Anselmo es el más temible.

    Una ráfaga de viento, súbita e inesperada, desató el pañuelo de Isabel, haciéndolo flamear junto a su rostro. Anselmo serio y casi molesto, exclamó:

    —La gente es, en general, hipócrita y mal intencionada, Isabel. En sus palabras he advertido que usted se ha formado una idea un poco exagerada de mí. Aquí en la Frontera es necesario vivir peleando con todos, aunque uno no lo desee ni le guste. Ya irá conociendo el ambiente y podrá formarse un juicio propio. Las personas con quienes me relaciono se muestran muy amables conmigo, pero se me ocurre que en lo íntimo no piensan lo mismo.

    Cruzaban en ese momento un pedazo de tupida selva. El coche daba fuertes barquinazos, y parecía que iba a desarmarse entero. Entre palabrotas de Clodomiro y Segundo Erices, el látigo no daba tregua azotando a los caballos, que resbalaban en los charcos de agua y barro que inundaba el camino erizado de gruesas raíces. A ratos era necesario que los jinetes se desmontaran para apartar algunos troncos caídos sobre la estrecha huella. Y en partes las ramas casi detenían al pesado vehículo. Un olor intenso a resinas y a maderas, trascendidas de humedad, se desprendía del corazón del bosque. Bandadas enormes de choroyes se perdían entre las nubes que de pronto el viento había amontonado en el cielo. Los traros y los chucaos lanzaban sus carcajadas sorpresivas y penetrantes. Los perros metidos entre lo más espeso del monte ladraban furiosamente.

    Isabel, que iba sentada junto a Anselmo y don Ludovino, exclamó:

    —¡Qué terrible debe ser encontrarse en la noche por aquí! Como para morirse de miedo. ¿Habrá leones también?
    —Los hay —repuso Anselmo— pero no es a los leones a los que hay que tenerles miedo.

    En ese momento el coche entró en una suave y ondulante planicie cubierta de tupido pastizal Unos vacunos con ojos de espanto huyeron a perderse quebrando colihues entre el monte, donde resonaba insistente el flautín monocorde de los pidenes. Las nubes, cada vez más espesas y negras, se encrespaban en el viento que ahora galopaba sobre las altas ramas, iniciando una majestuosa e imponente sinfonía.

    —Nos va a llover, patrón —gritó Clodomiro, golpeando la ventanilla del coche, para llamar la atención de los viajeros— y va a ser grande el aguacero, porque las nubes vienen muy bajas y cargadas.

    Don Anselmo alzó la cabeza para mirar al cielo. En su boca se acentuó su gesto imperioso, al gritarle a los cocheros:

    —Apuren el tranco, a ver si llegamos a El Chacay, antes de que se trame el agua.

    Clodomiro rezongó una maldición, castigando a los animales, mientras el "Cara e Mama" los animaba por su lado con estentóreo griterío. Pero ya el viento al azotar los vidrios de las portezuelas había traído unas gotas de agua. Un trueno como la voz colérica de la selva, resonó a lo lejos. Los árboles de la orilla eran una masa elástica que se estiraba y se apretaba a impulsos del huracán que se avecinaba.

    — Es puelche el que está corriendo —gritó el "Cara e Mama", como si en ese momento, hiciera un gran descubrimiento.
    —¡Puchas la gran novedá! Con eso lo acomodaste too. Ahora no importa que llueva. Cada vez ta más estúpedo este "Cara e Mama".

    Doña Adolfina Ortega, extasiada en la conversación de su niña prodigio, se dio cuenta de pronto, de la terrible tempestad que se venía encima. Otra vez bajo la selva, el coche penetraba a duras penas por un túnel de apretada ramazón. Oíase el crujir de los recios troncos de los árboles luchando con el viento que ahora aullaba con misterioso y aterrador estruendo entre la selva.

    Salieron de nuevo a un claro del camino. Las bestias de tiro resoplaban excitadas por los gritos de los hombres. De pronto los perros que venían ladrando enfurecidos desde el monte, aparecieron como disparados en veloz carrera. Traían los pelos erizados, las orejas erguidas y la lengua afuera. El hocico les blanqueaba de espuma, y de pronto al salir de un renoval de hualles, se vio delante de ellos a un animal, como otro perro grande de delgados ijares que corría roncando sordamente y lanzando de derecha a izquierda feroces dentelladas. Pasó casi debajo del hocico de los caballos del coche, que resoplaron espantados, disparándose en una súbita atropellada que sacó al vehículo de la huella del camino. Clodomiro, irguiéndose sobre el pescante trató de contenerlos, gritándoles las más horrendas injurias, mezcladas con insultos para Segundo Erices. Todos exclamaron con gran algazara:

    —¡El león, el león!

    Para colmo, uno de los jinetes había disparado su arma sobre el felino que huía y el estampido concluyó de enloquecer a los caballos. Enceguecidos arrancaron por la media falda de una loma yendo a estrellar el vehículo en un grueso tronco. Un golpe seco y un bandazo de costado lo volteó mientras una de las ruedas salía rodando desprendida.

    Un griterío de mujeres y de los jinetes que trataban de contener a los animales, surgió entre el estrépito de los golpes del coche, cuya caja no lograba desprenderse del eje delantero.

    El "Cara e Mama" y Clodomiro, agarrándose de las correas, intentaron sin conseguirlo, subirse sobre los caballos para contenerlos. Pero ya, afortunadamente, los jinetes habían logrado dominar a las espantadas bestias. Clodomiro y Erices colgándose del freno ayudado por los demás mozos no conseguían tranquilizarlas del todo, ni pudieron evitar que los excitados animales hicieran pedazos a patadas las tablas del pescante.

    Anselmo trató de abrir una de las portezuelas del coche, para dejarse caer al suelo, pero no logró conseguirlo y de este modo las seis personas que iban dentro se convirtieron en un montón informe, sin que nadie pudiera recobrar su posición normal. No obstante, Anselmo, de un puñetazo, alcanzó a romper el vidrio de la ventana, asiéndose de la manilla exterior, mientras con la otra mano sujetaba a Isabel. Doña Adolfina había caído de cabeza sobre la otra ventanilla y clamaba auxilio con lastimeros chillidos. La señorita Lajaña, Lucinda y don Ludovino, quedaron convertidos en un lío humano, que gravitaba sobre el cuerpo de la afligida señora.

    Sólo cuando El Verde, ayudado por los mozos logró volver la caja del coche a su posición normal, Anselmo pudo poner pie en tierra. Su mano izquierda estaba rota y de la frente le salía un hilo de sangre. Isabel mostraba una herida en la mejilla, que soportaba sin decir palabra.

    Todos habían sufrido heridas más o menos serias, aunque no de gravedad. Quien anduvo con mayor desgracia fue doña Adolfina que salió del percance con un tobillo luxado y la cara surcada por innumerables tajos. Afortunadamente eran superficiales. Lucinda fue la única favorecida en aquel inesperado trance. Libró sin un rasguño, aparte de los machucones y del mayúsculo susto, que después se le transformó en un acceso de risa al ver a la señorita Lajaña, con su flamante abrigo escocés, partido en dos y con un desgarrón en la oreja. Por arte de acrobacia, en la voltereta que dio el coche se le enredó una de las "dormilonas" que llevaba puestas, en una de las colleras de los límpidos y relucientes puños de don Ludovino.

    Anselmo, pálido de rabia, se abstuvo de desahogarse con Clodomiro y el "Cara e Mama" por deferencia a las jóvenes Zilleruelo. El coche no podía repararse y era absurdo pensar en utilizarlo. El temporal ya estaba encima y las copas de los grandes árboles del bosque, se agitaban con ímpetu ensordecedor, doblegados por el viento huracanado. Lejanamente, oíase ya, el sordo rumor de la lluvia y el estrépito fragoroso de los truenos que reventaban distantes como disparos de artillería.

    El cielo espeso de nubes había obscurecido el paisaje. Relámpagos azules, como fugitivas rayas de luces, que zigzagueaban sobre la elástica copa de los árboles, se sucedían unos detrás de otros. Bramaban atemorizados los vacunos en la espesura de la selva. El viento aullaba con inauditos alaridos y de pronto, como un cauce que revienta, cayó la lluvia en denso chaparrón de agua, que comenzó a resonar, corriendo vertiginosa por los declives del terreno.

    Clodomiro, Segundo Erices, El Verde y los demás hombres, comenzaron a bajar los bultos que iban encima del toldo del coche para que no se empaparan de agua, metiéndolos en el interior de éste.

    Anselmo despachó un jinete a la posada de El Chacay, para ver si había allí gente que prestara algunos ponchos para guarecer a las señoras. Entre tanto ellos, montados en las caballos de los mozos y llevando a las viajeras al anca, siguieron camino adelante, mientras el temporal arreciaba más y más. La tierra se había puesto como jabón y era imposible galopar. El Verde, a quien le tocó llevar al anca a doña Adolfina, era quien guiaba a los viajeros. Habíanse apartado del camino, a fin de acortar distancias, para lo cual les fue necesario internarse entre la espesa maraña de la selva, en donde la ramazón cargada de agua contribuía a mojarlos más.

    En pocos minutos, aquel temporal deshecho, de viento y agua, hizo crecer el caudal de los esteros del camino. En uno de ellos el caballo de El Verde, estuvo a punto de darse vuelta. Viejo y avezado jinete, el hombre alcanzó a afirmar el animal que con la brusca sacudida lanzó al agua a la infeliz doña Adolfina, que se lamentaba en forma desgarradora. Fue necesario que Anselmo la levantara en vilo de su montura, para colocarla de nuevo sobre el anca resbaladiza del caballo. Era un desfile lamentable aquel. De las elegancias de la señorita Lajaña no quedaba la más remota huella. Se le había entrado el habla en tal forma que no recordaba ninguno de los famosos "términos", que causaban tanta hilaridad a Anselmo. Este había permanecido silencioso durante el trayecto, temeroso de las consecuen-cias que pudiera tener para la salud de las jóvenes Zilleruelo aquella inesperada aventura. Pero de pronto, volviéndose a su compañera que le estrechaba fuertemente de la cintura, para no sufrir el mismo percance de doña Adolfina, le preguntó:

    —¿Y qué tal, Isabel? Llevamos buen viaje. No se podrá quejar usted. Lo más que nos puede ocurrir es una pulmonía y después que nos lleven con los pies para adelante a la ciudad en donde nadie conversa.

    Anselmo iba sin nada que lo favoreciera de la lluvia, pues le había pasado su poncho a Isabel. Otro tanto hizo don Ludovino, con Lucinda. La señorita Lajaña, se resignó a ponerse una raída manta de Segundo Erices, la cual, por efecto de la lluvia, se le había adherido al cuerpo, ofreciendo un aspecto realmente grotesco y lamentable.

    Isabel, que era animosa y de excelente salud, iba intranquila, pensando en Lucinda que el año antes había sufrido una grave afección al pecho. En circunstancias tan difíciles como aquellas, ¿encontrarían allí en El Chacay, alguien que les facilitara alguna ropa, mientras secaban las que llevaban puestas?

    Pero todas aquellas molestias, se le hacían livianas y casi gratas de soportar, junto a ese hombre enérgico, que no se amilanaba ni deprimía ante ningún tropiezo.

    —Lo bueno va a ser encontrar ahí en El Chacay, a alguna persona que nos preste una muda, mientras secamos la ropa. ¿Qué le parece a usted, señor rey de la Frontera? O se ven milagros por aquí.
    —Milagros no —repuso Anselmo jovialmente— sino realidades. Hay que mandar a buscar el baúl de ustedes. Y mientras tanto habrá un buen chamal para abrigarse. ¡Qué linda mapuchita se verá usted, Isabel! ¿No le parece que vale la pena, haber pasado todas estas molestias, a cambio de verla así en ese traje? ¡Como una nueva Panchita Ferreira!
    —¿Quién es la Panchita Ferreira?

    Entraban de nuevo, en las aguas de un estero en ese momento. Entre el rumor del viento y de la lluvia, oyéronse los gritos de doña Adolfina que temía volver a caerse al agua y la voz enérgica de El Verde, diciéndole:

    —Agárrese fuerte de mí no más, señora. Entre dos los mojaremos menos.
    —¡Pobre señora! —exclamó Isabel— siquiera una es joven y puede resistir mejor. Pero dígame, ¿quién es la Panchita Ferreira que me acaba de nombrar?

    A cada rato, el viento al agitar las ramas de las quilas cargadas de agua, les dejaba caer copiosos chorros helados. El fragor de la tempestad acrecía cada vez más y, aunque todavía no era el mediodía, se había obscurecido tanto como si ya estuviera próxima la noche.

    Anselmo, a pesar de la lluvia que ya lo estaba penetrando hasta los huesos, iba feliz. Nunca había sentido ese sentimiento puro y ardiente del amor. Hombre de temperamento volcánico, sus relaciones amorosas eran como chispazos eléctricos que lo lanzaban sobre una mujer, como cuando se siente hambre. Y después de comer se experimenta cierta repulsión por las viandas que sobraron o por el olor de ellas. Así eran sus relaciones sexuales. La fiebre ancestral era en él una ráfaga ardiente, y una vez refrescada en la posesión, ya la hembra no le interesaba. Era de este mojo el macho fuerte que, sin poseer un corazón demasiado sensible, ni tampoco duro y egoísta, no se había dado cuenta aún de lo que es el amor con su pasión y su luz luminosa.

    Ahora veía en Isabel a un ser distinto, a una criatura de atrayente belleza, con ese raro encanto, envolvente y sutil, desconocido hasta entonces por él. Mientras el agua caía y Ie producía una especie de aturdimiento, iba sintiendo la dulce presión de los brazos de aquella muchacha, que venía a arrancarlo de su actitud de hombre primitivo, que sólo caía al ramalazo del deseo, para después sentir el hartazgo del acto realizado sin nobleza, sin el soplo mágico, que magnifica el amor.

    Prostitutas, campesinas y rudas indias nubiles se entregaban, como las potrancas chucaras, a las potentes caricias del potro, que las encendía, con su relincho y su estremecedora vitalidad. Anselmo, no conocía este otro aspecto del amor que le hacía adivinar la presencia de la joven.

    Marchaba, absorto, pensando en mil cosas, cuando oyó la voz de Isabel que le preguntaba de nuevo. —¿Y no contestó usted quién era esa Panchita Ferreira?

    —En realidad —le replicó Anselmo— ¿creerá Isabel, que no le contesté porque iba pensando en una personita que está muy cerca de mi?

    Iba a contestarle la joven, cuando bajo las nubes se rompió el cielo en mil saetas azules que dejaban una huella lívida, como si aumentaran por este medio la fuerza del aguacero hasta llegar a extremos de inaudita violencia.

    —¿Estamos muy lejos todavía de El Chacay? —preguntó la joven sin poder reprimir un estremecimiento de terror. ¡Qué temporal, Dios Santo! ¿Hay que atravesar algún río, antes de llegar?

    Anselmo afrontó de cara al cielo, el violento chaparrón. Calculó que la lluvia no pasaría en todo el día y quien sabe si seguiría lloviendo por muchos más. Una ira sorda comenzaba a dominarlo de nuevo, ante la incapacidad de Clodomiro, para contener la arrancada de los caballos del tiro. Y como si se contestara a su propia pregunta, dijo en voz alta:

    —¡Perros del demonio! ¿Ha visto usted que por causa de ellos, nos vemos en estos apuros? Nunca había ocurrido desde el tiempo que llevo andando por aquí, que sacaran un león desde el monte y tan cerca del camino. ¡Y por poco no se fue a meter entre las patas de los caballos!
    —Para conocer las delicias del viaje, está bastante bien —comentó Isabel—. Pero supongo que una lluvia en octubre no podrá durar mucho. A lo mejor abre el día y tenemos sol más rato.
    —¡Ah! Sería maravilloso —exclamó Anselmo sin convicción—. Pero antes de volver a olvidarlo quiero contarle la historia de Panchita Ferreira. Pues, Panchita Ferreira, era una chica de no más de ocho años, cuando en un asalto a Concepción, se la llevaron los indios. Panchita, pertenecía a los Ferreira de esa ciudad, gente muy distinguida y acomodada. Lo curioso es que la niña creció entre los indios y por uno de esos raros privilegios que Dios o la naturaleza confiere al ser humano, Panchita conservó un carácter Heno de delicadezas y de los más puros sentimientos. Cuando llegó a su mayor edad, Huete Rucan, el cacique de la reducción en donde se crió, la hizo su esposa preferida. Y ella, sin hacer alarde de la posición que le daba el cariño del cacique, se conquistó el afecto y el respeto de las otras mujeres de éste, que la adoraban, como igualmente toda la gente de la tribu. En Temuco, Panchita Ferrei-ra, fue muy conocida. Iba a las tiendas a comprar sus mercaderías, acompañada de las mujeres que compartían su vida. Y no quiso jamás volver a los usos de sus antepasados. Decía que Dios era para todos los seres de la creación y Él había dispuesto que ella naciera para ayudar al mapuche en sus relaciones con los hombres blancos.
    — ¿Es novela esa que me está contando? —rió Isabel— ¿Acaso para amenizar el viaje?
    —Parece novela, ¿verdad? Pero corresponde a la realidad más absoluta —dijo Anselmo— tanto es así que yo le he oído contar el asunto a gente de tanto respeto como el Coronel Gorostiaga que conoció personalmente a Panchita.

    Por fin llegaban a la posada de El Chacay. Tuvieron que cruzar un pedazo de camino fangoso, a tal extremo que los caballos daban la impresión de hundirse a cada tranco. A ambos lados, como un océano verde que palpitaba por efectos del agua que mantenía su violencia, veíase el pangal que se extendía por una larga vega a los pies del cerro, en uno de cuyos recodos estaba la posada de El Chacay.

    Era ésta un enorme galpón de quincha, techado con batros y paja cortadora, en medio de la cual ardía una enorme fogata. Marcelina, la mujer del posadero, sobrina de Pedro Artillería, los recibió con grandes exclamaciones de consternación al ver el estado en que llegaban.

    —¡Patrón por la Virgen! ¡Cómo viene su mercé de mojado! ¡Creo en Dios Padre, y a estas señoritas tan donosas, venir a tocarles un temporal tan grande! ¿Quién iba a pensarlo, cuando el día amaneció tan despejao? Pero así es el tiempo en estos mundos, señoritas de mi alma.

    Un denso olor a comida, a carne que hervía en grandes olletas negras, mordidas por las rojas dentelladas del fuego, llenaba el recinto. La mujer, mientras los hombres se sacaban el paleto para estrujarlo, poniéndolo a secar en unas varas de colihüe junto al fuego, sacó en un latón una buena cantidad de brasas para deshumedecer la ropa de las señoras, sobre un secador de mimbre.

    A doña Adolfina fue necesario bajarla en peso, pues no podía caminar. La infeliz señora estaba convertida en una verdadera lástima. Pero ya el ánimo y la alegría había renacido allí junto al fuego y ante la perspectiva de una suculenta comida. Dos muchachas mapuches les habían pasado su rebozo a las niñas Zilleruelo, que no sin recelo aceptaron aquellas prendas. Marcelina, advirtiendo el embarazo de Isabel y de Lucinda, las decidió con alegre excla-mación:

    — Pónganselos no más, patroncitas. Estas chinas son muy limpias. Tuavía no amanece Dios, cuando ya están bañándose en el estero estas picaronazas. Y si algún "pasajero" llegara andar en el rebozo no es de cuidado.

    Mientras secaba su paleto, Anselmo dispuso que los hombres almorzaran inmediatamente, para que salieran en seguida a buscar un coche a El Sauce, donde debía haber alguno de los de Labairú. Afuera el temporal continuaba con igual tuerza y era difícil prever si podrían seguir viaje ese mismo día.

    Doña Adolfina, no obstante la descompostura de su tobillo, conversaba animadamente con la señorita Lajaña y con Lucinda, sobre las peripecias de aquel inesperado accidente.

    —Hijitas tengan presente los dolores de Nuestro Señor, en la Cruz. Esto no es nada al lado de lo que El sufrió. Yo, lo único que siento es no poder caminar. Quien sabe hasta cuando voy a estar sacrificada.
    —La cosa no es tan trágica, doña Adolfina —le observó Anselmo—. Yo creo que usted haría bien en dejar que El Verde, le viera el tobillo, antes de que comience a hincharse. Porque entonces sí que la cosa se pone grave.

    Marcelina, que oía envuelta en una niebla de cálido vapor, mientras daba vueltas las ropas que se secaban, intervino en la conversación para añadir:

    —Tiene toda la razón el patrón, señorita. A ese bandido del Verde, podrán sacarle los defectos del mundo, pero sus manos están benditas. No hay compositor como él. Ni la machi de Guadaba creo que lo haga mejor.
    —Y la pierna hinchada, comienza ligerito a criar babaza —agregó Clodomiro—. Me creo que cuanto antes, lo haga será mejor.
    —Pero como se le ocurre, don Anselmo, por el amor de Dios, que voy a dejar que ese hombre venga a hacerme quien sabe que estropicio. Aguantaré como pueda hasta llegar a Traiguén, para que me vea el tobillo el doctor Barros. ¡Ni por nada! ¡Ni por nada! Capaz que me quiebre el hueso ese Judas de El Verde.
    —No lo trate tan mal, oña Adolfina —exclamó Segundo Erices—. Si on Balta es buen cristiano. El patrón sabe por qué se lo dice.

    El Verde que estaba afuera, imperturbable como si el agua, no tuviera ninguna importancia en su organismo de fierro, apareció en ese momento, vestido de mapuche. Se había "inteligenciado", como decía él, aquellas ropas, con uno de sus amigos que encontró allí, "pasando el agua" en el galpón de las bestias. Alcanzó a oír las últimas palabras del "Cara e Mama" y dirigiéndose a don Anselmo, le dijo:

    —Yo no soy muy comprendido en las dolencias de la gente principal. Pero si su mercé me da licencia, por lo menos le puedo decir si se zafó el hueso o no.

    Anselmo hizo un gesto a El Verde dándole a entender que procediera sin más dilaciones. Y entre los agudos chillidos de doña Adolfina que protestaba del atropello, Marcelina y El Verde, procedieron "a componerla". En un periquete, Marcelina había bajado la espesa media negra sujeta con una ancha liga descolorida, dejando al descubierto la pierna flácida y pálida de doña Adolfina. La señorita Lajaña tuvo entonces un gesto de dignidad ofendida:

    —¡Pero esto no puede ser, señor Mendoza!

    Anselmo hizo una mueca que equivalía a decir:

    ¡No sea tonta usted, señorita presumida! ¡No se meta en lo que no sabe!

    Mientras Marcelina le sujetaba la rodilla a doña Adolfina, cubriendo toda aquella parte que pudiera ofender al pudor, El Verde con sus manos huesudas le tomó el pie, en el cual, junto al tobillo, veíase una mancha violácea. Con rara expedición palpó la parte afectada, diciéndole:

    —Es puramente "desconchavamiento", señora. Creo que puede arreglarse fácilmente, con el doctor en Traiguén Pero mientras tanto sería bueno ponerle unas hojitas de palqui bien machucadas para que...

    Mientras hablaba cogió bruscamente el talón de la anciana, y con hábil y rápido movimiento lo tiró hacia adelante con una mano, mientras que con la otra apretó fuertemente el tobillo.

    Doña Adolfina lanzó un chillido agudo, soltando el llanto, mientras entre gemidos y protestas nombraba a todos los santos de la Corte Celestial. Pero ya el hueso estaba en su sitio.

    El Verde, con la frente inundada de transpiración, se alzó prorrumpiendo en una estrepitosa risotada:

    —Listo, patrona Adolfina. Ahora puede bailar la sajuriana si acaso quiere. Claro que después que se desocupe de llorar.

    Rieron todos y la propia doña Adolfina, sufrió un acceso de hilaridad nerviosa, mientras se limpiaba las lágrimas que le inundaban las mejillas.

    —¡Qué les parece, señoritas de mi alma! Las cosas en que se ve una por meterse a andar por estos mundos. ¿No les van a quedar ganas de volver por aquí a ustedes, no es cierto?

    Isabel, arrebozada en un pañuelo negro, veíase más afinada en su belleza. Lanzó una larga y profunda mirada a Anselmo, que se había sacado la camisa y el paleto, para secar sus prendas en la ardiente llamarada de aquella enorme hoguera hecha de despuntes de hualles. Entre tanto Marcelina arreglaba una pequeña mesa que cubrió con un mantel de tocuyo en el cual veíanse las marcas desteñidas del Molino de don José Bunster. Una de las jóvenes mapuches había traído un plato de pebre de cebollas nuevas, con perejil y cilantro, que olía intensamente a verduras recién cortadas.

    Anselmo, volviéndose a una de las muchachas mapuches, la llamó para ordenarle que concluyera de secar su paleto.

    —¡Sírvenos luego, Marcelina, por tu vida! Ya agonizo de hambre. Y ustedes como estarán Doña Adolfina, ¿después de que se le pase el agravio con El Verde, creo que querrá almorzar alguna cosita? O no...

    Las jóvenes, risueñas y felices ante lo inesperado, se habían provisto de una tajada de carne. La comían con tortilla de rescoldo que, aunque hecha desde el día anterior, estaba, muy blanda y sabrosa. La señorita Lajaña aceptó un buen pedazo y olvidada de todos sus remilgos se lanzó ávida sobre la carne que le ofrecían Isabel y Lucinda.

    Doña Adolfina había recobrado su buen humor no exento de mordaces alusiones a don Anselmo y a don Ludovino, que de rato en rato se acomodaba sus bigotes, echándole miradas a Lucinda, que no se daba por entendida.

    La comida abundante era regada en forma copiosa con un rosado chacolí de San Javier. En una fuente de greda estaba el ají mezclado con cilantro y brotes de las cebollas que se habían nacido, colgadas entre las varas que componían el tijeral del enorme galpón. Maica, una de las indias, trajo después de la cazuela una olla de estofado de longanizas cotí chicharrones de chancho.

    En un extremo del galpón, sentados sobre los tablones, los mozos comían arrojándole los huesos a los perros y celebrando con brutales carcajadas los cuentos bastante subidos de color que les refería El Verde.

    —La chicuelona no quería darse a la güeña y yo estuve varias veces tentado de plantarle un moquete en la pera, a fin de que aflojara su embeleco. Pero a mí nunca me ha gustado propasarme en esta cuestión de mujeres. El asunto es que hay que pillarlas en el momento en que les está picando el pidulle. Entonces sólitas cabrestean p'al monte. No es preciso hacerles fuerzas ni en lo menor, se caen como peras maduras. Hay que verlas como se afanan pa aco-modarse. Claro que no hay ni una que no salga altiro, apenas uno li ha hecho el servicio, pidiéndole botines, polleras y cuanto diablo hay. Y como el león ya está manso, uno si halla de lo más voltario para ofertar lo que venga.
    —Pero esta china era más dura que la carne e cogote. No quería ni por ná darle soga al mono. Y el hombre, pa qué vamos a decir, es vanidoso que es vicio. Me encarpiché con la tonta y no hallando como convencerla, le dije:
    —Oiga, mi prenda, si usté tiene tan resguardado su embeleco, yo le aprometo que la quiero pa que sea mi mocita y los ganemos a vivir por ey, a l'orilla el pueblo, en una casita a onde se pueda criar un capi de ave, y unas plumitas di alverjas. ¡Y la tonta e frionera tampoco quiso! Pero a mí, aunque por Verde me tienen, nunca me han pillao espantando choroyes en una chacra. Un día me le juí entrando despacito con cerveza y chinchibí, primero. Luego la seguimos con unos vasitos de juerte, hasta que le comenzó a hervir la olleta, ¡hijitos de mi alma! Y entonces jué lo güeno, porque había que dejarla aturdía con el ramal pa que se sosegara. ¡Tarascón, langüetazo y aullidos! Era una perra brava. Con decirles que yo no pude seguir haciéndole pelea; tuve que arrancármele a la perdición. Por eso siempre hay pensao que cuando la mujer se niega y se enoja, es porque está aguantando las ganas que es vicio.

    Clodomiro, Segundo Erices y Quicho, que por ese tiempo era un mozalbete de no más de 18 años, oían con los ojos encandilados, el relato de El Verde. Los labios les relumbraban con la grasa de las viandas y la excitación que les provocaba el cuento. Quicho, tímidamente se aventuró a preguntar:

    —¿Y está viva tuavía la mujer esa, on Balta?
    —¡Vivita pues, hombre! —exclamó Clodomiro con su cachaza—. Pero si te querís desencartuchar, no te conviene esa mujer, porque te mata. Hay que tener mucho sufrimiento para resistirle el embiroque.
    —¡No, eñor! A lo mejor la mata el lleulle este. Con la mansa pieira qui andará triendo.

    Las palabras llegaban entrecortadas hasta los oídos de Anselmo, que conversaba animadamente con las señoras. Pero advirtiendo que las palabrotas ya pasaban todas las me-didas, les gritó:

    —Apúrense hombres, para que vayan a buscar un coche, o los caballos ensillados que encuentren en El Sauce. ¿O se imaginan que nos vamos a quedar a alojar aquí?

    El Verde, con su cara coja como la cabeza de un pavo y su expresión de sátiro, exclamó:

    —Nos vamos en seguida, patrón. Si la patrona Adolfa quiere irse conmigo, no hay inconveniente.

    Anselmo, malicioso, se volvió hacia doña Adolfina para decirle.

    —Bueno, si ella quiere acompañarte, yo no me opongo.
    —¡Jesús! No mi amigo, ni por nada. Este picaronazo es capaz de echarme al río por ahí.

    Metiéndose hasta las orejas los anchos sombreros, los hombres salieron hablando entre bromas procaces. Clodomiro observó:

    —Y a lo mejor con el aguacero se le ha remojado la sopaipilla a la vétera. Como usté, on Balta, es compositor lo mas bien que le podría hacer el servicio.
    — ¡Qué rotos tan propasados son éstos, don Anselmo! No sé como usted los soporta —exclamó doña Adolfina—. Ya se ve que la necesidad tiene cara de hereje, agregó, después, con acento desganado—. Sólo así puedo explicármelo.

    La señorita Lajaña alzó los ojos mostrando su rostro consternado.

    —A estos hombres les falta el alimento espiritual. Son pintes que no conocen la delicadeza del alma. No respetan las leyes de la religión, ni de la moral.

    Anselmo adoptó un tono simple y llano al contestar:

    —La señorita explica con términos elevados, lo que es esa gente. Son en realidad muy groseros y casi animales en su manera de ser. Lo único que hace disculparlos es que no se dan cuenta de su conducta. El ignorante es como el quien no ve, señorita.
    —Tienen su inteligencia inmovilizada en la roca impenetrable de su estulticia —dijo la señorita profesora, con aire definitivo.

    Doña Adolfina la miró asombrada. Fue como si oyera hablar en otro idioma. Isabel y Lucinda, que estaban en frente de ella, lanzaron una rápida mirada a Anselmo que se soltó a reír a toda trapo, junto con ellas. Rojo hasta las orejas, Anselmo reía cada vez con más ganas hasta que el fin pudo prorrumpir:

    —Pero si este Verde es una bestia. Supongo que ustedes le oyeron la barbaridad que dijo al salir.

    Doña Adolfina, maliciosa y un tanto picada, al darse cuenta de que no tomaban en serio la educación maravillosa de su profesora, se agachó para decirle en seguida a Mendoza en tono de zumba:

    —Por aquí no se puede hablar como una persona educada. Ya ve usted que por todos lados sólo reina la grosería. El Verde, y toda la gente sean ricos o pobres, son lo mismo, don Anselmo. ¿No es así?

    Isabel y Lucinda se habían puesto de pie para acercarse al fuego. Anselmo sintió que una ráfaga de mal humor le crispaba los nervios y sintió deseos de apabullar a la viejecilla:

    —Sí, es verdad —le replicó—. No se puede pedir fineza aquí donde todo está en barbecho. Los jóvenes son mal criados y los viejos desatinados e impertinentes.

    Doña Adolfina sintió la estocada a fondo. Era hábil y en un instante vio que no le convenía seguir zahiriendo a aquel hombre, a quien necesitaría a cada rato. Sorteó pues el entredicho, con gran desparpajo.

    —Es cierto, don Anselmo. Y por eso siempre he admirado su conducta y su caballerosidad, aquí donde no manda nada más que el dinero y el atropello. Ya ve usted lo que le dijo don Aníbal Salcedo a su amigo Ministro del Interior, cuando llegó a Angol el Sargento Mayor don Diego Lopehandía: "Nos han mandado a este Sargento Mayor, que no juega, no remuele, no toma. ¿De dónde han sacado a esta cataplasma? Haga que se lo lleven luego de aquí, porque un maricón de esta clase, en estas tierras no sirve".

    Afortunadamente la señorita Lajaña se había reunido con Isabel y Lucinda, y no oyó la expresión de doña Adolfina que tampoco se andaba con remilgos cuando quería hablar claro.

    Anselmo, que no le despintaba el ojo a Isabel, replicó ya distraído del asunto:

    —Es verdad lo que usted dice. A la tierra que fueres, haz lo que vieres. Pero dígame, doña Adolfina, ¿de dónde fue a sacar esa señorita tan repisiútica? ¿La mandó a hacer sobre medida? ¡Va a tener que buscar un lenguaraí para que los niños entiendan lo que les hable!

    Mientras conversaba, Anselmo sintió que una vaga molestia le congestionaba la cabeza. Además un dolorcillo al pecho y una punzada cerca de los riñones. Le fastidió pensar en una enfermedad. Y dirigiéndose a Lucinda, que permanecía junto a él, trajinando en una pequeña bolsa que había traído consigo, le preguntó:

    —¿Qué es lo que busca con tanto empeño?
    —Me pareció que tenía una cápsula de nervalina en la bolsita. Es para dársela a la señorita Lajaña que no se siente bien.

    Anselmo hizo un gesto desabrido, diciéndole:

    —¿No seria mejor que le diera una pulmonía? Así nos libraríamos pronto de ella.
    —¡Oh, no diga eso, don Anselmo! ¡Si es una buena persona! —dijo Lucinda con su suave sonrisa.
    —¡Buena persona! Puede ser. Pero hay buenas personas que son inaguantables. Como ella, por ejemplo. Creo que nos ha traído la mala suerte. De otro modo ya estaríamos por lo menos en El Sauce, donde hay siquiera algunas camas en que dormir.

    Lucinda le miró con curiosidad. Casi no había tenido oportunidad de conversar con Anselmo. Era una muchacha tímida y de pocas palabras. Sólo se franqueaba cuando ya tenía confianza con la gente.

    —Ha sido una preocupación bien molesta nuestra compañía —insinuó la joven— pero ya no hay más remedio que soportarlas, pues, señor.

    Sus ojos daros, un poco más desteñidos que los de Isabel, se desleían en una seductora sonrisa. Unos bucles de oro que le caían desordenados sobre la frente le daban un aire infantil y bondadoso. Anselmo sacando el brazo desnudo de debajo del poncho —aun no se secaban sus ropas— le replicó con vehemencia:

    —Ustedes no me molestan. Ustedes me proporcionan una felicidad con su compañía. Pero me fastidia la gente estúpida y presumida. Y esta señorita me patea el hígado. Con decirle que prefiero a doña Adolfina, con toda su musaraña burlona y sus antipáticas impertinencias.

    En ese momento pareció que la tempestad adquiría una violencia convulsionada. Crujían los grandes árboles próximos y el día se obscureció tanto, que dio la sensación de que la noche se venía encima, aunque no eran más de las tres de la tarde. Unos truenos ensordecedores reventaban unos detrás de otros y los relámpagos dejaban sus ráfagas lívidas junto a la puerta del galpón. Afortunadamente el espeso techo de paja impedía que se filtrara el agua en el interior del recinto, en donde reinaba un vaho cálido y húmedo por efecto de las ropas que aun no concluían de secarse bien. En medio del estrépito de la lluvia, afuera se oía intermitente el chillido desapasible de los tinques.

    Isabel se desprendió de sus improvisadas amigas, para ir a conversar con Anselmo, que sonrió feliz al verla acercarse.

    —Por fin se acuerda usted de que yo existo —le dijo en tono quejoso—. Supongo que habrá aprendido palabras muy bonitas al lado de ese portento que ha descubierto doña Adolfina. O no tiene buena memoria.

    La joven se había puesto una larguísima y floreada pollera de Marcelina. Arrebozada con un chal negro, le dijo riendo:

    —Es un pícaro usted, señor. ¿Qué le ha hecho esa pobre niña? Y qué le parece, ¿saldremos hoy de aquí? Si no, ya veo que tendremos que dormir sentados a la orilla del fuego. Lástima que esto no sea tan entretenido como la fiesta del Coronel Gorostiaga.

    Anselmo dio un tiritón y replicó en tono efusivo:

    —Yo junto a usted, Isabel, puedo estar toda la vida sin dormir. Y sin comer, y sin tomar agua. Me alimentaría sólo con mirarla; no hay duda de que Dios es grande y poderoso, cuando nos da la dicha de contemplar una mujer tan linda.
    —¡Qué exageraciones tiene usted! ¿Es la señorita Lajaña quien le ha enseñado todo esto? Veo que está haciendo escuela.

    Reía, y sus ojos eran como dos lores vibrantes de color y de luz. Anselmo se quedó en silencio y después dijo como si estuviera hablando solo:

    —Resulta, Isabel, que yo no sabía lo que era la belleza del mundo. Había vivido como un animal caita en el monte obscuro. Y sólo ahora vengo a darme cuenta de lo que es la luz.

    Isabel lo miró con una misteriosa llama en sus ojos azules. Después con voz tierna, le dijo:

    —Me tiene desesperada verlo sin su ropa. ¡Qué calamidad sería que se nos fuera a enfermar usted! ¿Se da cuenta, apasionado señor de la Frontera?


    VIII


    Isabel no era una muchacha inexperta en asuntos de amor. Tenía 25 años cuando llegó a la frontera, y a los 20 sufrió una amarga experiencia que la tuvo al borde de la tragedia. Valentín Rodríguez, joven estudiante de leyes, a quien conoció en Santiago en la casa de unas tías de don Lucas, fue quien la despertó a la ilusión del amor. Rodríguez era un muchacho vivo, alegre, aunque excesivamente vanidoso y con una exagerada ambición de brillo y figuración en el ambiente de la alta clase santiaguina. En esos días, Valentín, estaba siguiendo su último año de leyes y una mañana en que salía para dirigirse a la Universidad, se encontró con Isabel en el momento en que ésta entraba a la casa de esas viejas señoras, para quienes Valentín era una especie de hijo que les llegara, sorpresivamente, cuando ya para ellas, todo romance había concluído. El muchacho vivía allí como en su casa. Sus padres, dueños de un fundo cerca de San Fernando, se habían encontrado providencialmente con las tías de don Lucas en una reunión social. Valentín fue primero de visita a la casa de las tías de don Lucas, y luego vivió con ellas mientras hizo sus humanidades y siguió sus estudios universitarios—. Vivían aquellas señoras en la primera cuadra de la calle San Isidro, en una amplia casa de tres patios, con naranjos en el primero. Allí Valentín, en las tardes de verano, repasaba sus lecciones y se saturaba de códigos y de preceptos legales, hasta convertirse en uno de los alumnos más brillantes del curso." Hasta aquella mañana en que conoció a Isabel, de quien oyera hablar en muchas ocasiones a las viejecitas, nunca tuvo compromisos amorosos de mayor entidad que las aventuras pasajeras, tan propias de la vida estudiantil. Pero Isabel lo deslumbró. Con su distinción natural, con su gracia un poco esquiva, la joven produjo en el muchacho un verdadero estallido de sus sentimientos. Don Lucas, en esos años, tenía unos negocios mineros cerca de Ovalle y su familia debió dirigirse al norte para acompañarlo. Cuando don Lucas fue a Santiago en busca de los suyos, Valentín hizo venir a sus padres desde San Fernando para formalizar su petición de matrimonio. Después Isabel se marchó al norte, y la ausencia fue reemplazada por una nutrida y apasionada correspon-dencia, en la cual por ambas partes, se recitaba la canción del amor, en todos los tonos.

    Se ha dicho que la ausencia agiganta los afectos. Pero como todas las reglas tienen su excepción, esta separación produjo en Valentín un enfriamiento en su amor. Isabel advirtió que las cartas comenzaban a ralear y que ellas habían bajado de tono. El joven abogado, recién recibido, tuvo oportunidad de ingresar al estudio de don Valeriano Pinto Encháustegui, prominente personaje del foro y de la política de esos tiempos. Allí conoció a Rosario, hija de don Valerio. Tenía éste su estudio abarrotado de clientela; ocupaba un asiento en la Alta Cámara y su nombre se susurraba como uno de los más seguros candidatos a la Presidencia de la República. El joven Rodríguez se dejó llevar por el miraje seductor de un porvenir brillante. Por ese camino lo esperaba un asiento en la Cámara de Diputados, una Legación, o una Cartera Ministerial, junto con una situación social, que, de golpe, pasaba a hacerlo figurar en el primer plano. Y aunque Rosario Pinto, no tenia la edad, ni la espléndida belleza de Isabel Zilleruelo, el joven Rodríguez la reemplazó sin mayores escrúpulos, en su apasionado corazón. Rosario Pinto Ruiz, gorda, un poco cándida y beata, no era, en modo alguno, el ideal para nadie que no tuviera las ambiciones de Valentín Rodríguez. Cuando Rosario no estaba hablando del retiro en algún Convento de monjas, al cual había asistido "gente de la mejor sociedad", su tema favorito era el de los dulces y postres, en cuya preparación sus manos gordezuelas, eran tan hábiles como para mover las cuentas del rosario, entre Ave Marías y Padre Nuestros. Algunas espinillas y un tupido vello, que no lograban aminorar las cremas y preparaciones encargadas a París, explicaban claramente sus treinta años de soltería. Tenía, sin embargo, cierta gracia criolla, y contaba con bastante colorido, anécdota; de las gentes de campo, a quienes conocía bien en largas permanencias en la hacienda de su padre.

    Lo triste de aquella experiencia para Isabel, fue que Rodríguez trató de ocultarle su noviazgo con aquella rolliza damisela de la aristocracia santiaguina, explicando su amistad como una obligación social a la cual lo requería "su gran aprecio por don Valeriano". Pero no pararon aquí los manejos de aquel mozo, que detrás de su simpatía y amabilidad, ocultaba un repugnante arrivismo. Haciendo lo alarde de un sentimiento exagerado y empleando todas las argucias posibles, trató de arrastrar a Isabel a la caída, a la entrega total. Un grande amor exige grandes pruebas: era la teoría del joven abogado. Pero Isabel no pareció estar conforme con aquellos principios. Encargó a las viejas tías que le avisaran a Rodríguez que ella se había marchado al norte, y decidió no verlo más.

    Para las ilusiones de sus veinte años, para el orgullo de su belleza ofendida, para su concepto del amor, aquella fue una prueba que estuvo a punto de transformar totalmente el rumbo de su vida. Misia Filomena y Misia Antonia Rosalía fueron, en aquella oportunidad, el más cálido y comprensivo refugio en esos amargos días de obscuro y desesperado dolor. Cuando la joven les manifestó su deseo de encerrarse en un convento, ellas fueron las pri-meras en tratar de disuadirla de tal propósito. Eran mujeres de fuertes y arraigadas convicciones religiosas, pero tuvieron el tino de hacerle una reflexión decisiva:

    —Pero, hijita del alma, tú nunca habías pensado en hacerte religiosa. ¿No crees que puede ser para mayor sufrimiento, tratar de servir al Señor cuando no se tiene vocación para ello?

    Isabel persistió durante un tiempo en su propósito, mas la llegada a Santiago de don Lucas, pareció abrirle un camino de luz en el obscuro ámbito de su tristeza. La ternura de don Lucas, su comprensión y su deseo de sacarla de aquel abatimiento, tuvieron una profunda resonancia en el corazón de Isabel.

    —Hija —le dijo en esa ocasión— si el cariño di: Valentín no era sincero, ¿qué hubieras sacado con ser su esposa? El corazón se rehace y como las plantas vuelve a florecer y a dar su perfume. No hay duda, que esta es una dura prueba, pero ya verás como el tiempo lo arregla todo.

    Había hecho, por ese tiempo, un buen negocio y se la llevó hasta Lima, en donde don Lucas tenía un sobrino que ocupaba una alta situación en los negocios y en la orgullosa sociedad de aquella capital que vivía aferrada a sus pujos virreynales. No fueron pocas las insinuaciones para un buen matrimonio que allí recibió Isabel.

    Pero su ánimo no estaba aún en condiciones de iniciar un nuevo romance. Orgullosa y altiva, no quería hacer un matrimonio por despecho, ni aparentar una felicidad que no sentía. Su dignidad y su amor ofendido requerían la reparación total, y esto sólo podía ocurrir cuando renaciera íntegramente su ilusión amorosa.

    Asistió a fiestas y reuniones sociales, en las que ni siquiera pasó por su mente la idea de un nuevo cariño. Aquel desvergonzado abogadito la había herido muy adentro. Y esto le produjo un fuerte sentimiento de rebeldía con el cual estaba luchando a diario. Se dejó arrullar por las palabras amables y rendidas de algunos jóvenes limeños, sin que aquello pasara más allá de su epidermis. Un día la coposa de su primo la presentó a un arrogante oficial de la marina inglesa. Era el segundo comandante de una de las naves de S. M. Británica, al ancla en la bahía del Callan. El inglés aquel, Mr. Archibald Harris, la cortejó desde el primer momento. Les invitó a una fiesta a bordo, en la que Isabel fue el centro de atracción, recibiendo las más finas atenciones de la oficialidad del barco. Y al despedirse Mr. Harris, le dijo:

    —Iré a verla muy pronto a su país, Isabel. Más pronto de lo que usted se imagina.

    Pero aquello no ocurrió. Sólo le llegaron algunas cartas y tarjetas de aquel simpático gringo, que traían el sello de los más remotos confines de la tierra: Manila, Ceylán, Kobe, Bombay y muchos lugares de los cuales ella, antes, jamás oyera hablar. Y de pronto aquella correspondencia cesó.

    Anselmo Mendoza hacía tres días que se debatía con fiebre alta en aquel caserón de Los Sauces, a donde sólo pudieron llegar al día siguiente de la terrible tempestad que les asaltó en pleno viaje. La naturaleza robusta de ese hombre acostumbrado a vivir sin ninguna preocu-pación con respecto a su salud, fue sorprendida por una pulmonía de la cual su organismo se estaba defendiendo, más con las reservas de su prodigiosa vitalidad, que con las medicinas que El Verde había ido a buscar a Angol, dándose en un día una galopada de cuarenta leguas. Aprovechó ese viaje para ponerle un "parte" telegráfico al Dr. Dumont, de Talca, pidiéndole que viniera a atender a Anselmo. Clodomiro, con el mejor de los coches y los caballos más fuertes y sufridos, lo esperaba en Renaico para llevarlo hasta Los Sauces.

    Para toda esa gente; servidores y amigos de Anselmo, su grave enfermedad fue motivo de verdadera inquietud. El primero en llegar a verlo fue su amigo Domingo Melín, que se quedó grave y hierático contemplando a Anselmo, cuya camisa se empapaba con ríos de transpiración a los pocos momentos de ponérsela. Tenía en los ojos una luz vidriosa, y a ratos entre el púrpura de su rostro congestionado, se le veía junto a la boca y las orejas una palidez cadavérica.

    —Chavalongo —dijo Domingo después de largo silencio—. Yo voy a mejorarte, Anselmo. Mapuche sabe curar este mal. Y volviéndose a Isabel, le añadió:
    —Anselmo, hombre robusto, aguantará bien dolencia.

    Corazón firme, no da soga. Anselmo, buen huinca, no puede morir.

    Domingo Melín, sin despedirse ni añadir mayores comentarios, salió al patio para montar en su caballo y marcharse a su reducción, de donde volvió por la tarde de ese mismo día, trayendo a la "machi" de Guadaba con todo lo necesario para proceder a la curación de Anselmo, que seguía sintiendo una terrible punzada que le atravesaba el tórax desde la espalda al pecho. Cataplasmas y bebidas, para contrarrestar la fiebre y vencer la congestión, le eran administradas por Isabel con amorosa solicitud. Ella misma se sorprendió al comprobar sus condiciones de enfermera, surgidas repentinamente a influjo de ese amor, que había afianzado su dominio en medio de aquella espantosa tempestad.

    Doña Adolfina, Lucinda y la propia señorita Lajaña, mostraron en esa ocasión una abnegación inusitada. Ninguna de ellas quiso seguir viaje a Traiguén, ni regresar a Angol. Doña Adolfina era una cocinera habilísima y estaba todo el tiempo preparándole jugos y viandas de fácil digestión, para que no fallara la vitalidad de aquel hombre, que luchaba con la alta fiebre de la peligrosa dolencia que le agobiaba.

    La "machi", vigilada por Domingo Melín, se dedicó a cocer en una olla de greda una serie de yerbas medicinales, que trituró primero sobre la piedra de moler. Isabel, presa de gran inquietud no sabía qué hacer, temiendo que aquel brebaje causara mayores complicaciones al estado del enfermo. La atemorizaba la presencia de Domingo que permanecía silencioso, envuelto como una esfinge, en el humo de los enormes tizones de la cocina, esperando que aquella cocción estuviera a punto para dársela al enfermo. Llena de angustia, Isabel esperaba por minutos, horas y días que se alargaban eternamente, oír el ladrido de los perros y los gritos de los cocheros que traerían al doctor Dumont.

    El tiempo se había mejorado y la naturaleza mostraba por todas partes su esplendorosa eclosión. Bandadas de pájaros pasaban, unas detrás de otras cruzando el claro cielo, bajo el cual se mecían los altos árboles que rodeaban las casas. En la cocina, Mayuta Lefno, la machi, sentada sobre los talones, permanecía inmóvil, como si se hubiera convertido en un canco de greda. De cuando en cuando, Domingo le hablaba en mapuche, con su voz bronca y un poco gutural, y ella le contestaba con su vocecilla aguda y plañidera.

    Isabel no se apartaba un instante de la orilla del lecho de Anselmo, limpiando la transpiración de su rostro, en el cual a ratos se reflejaba una gran fatiga que hacía más penoso su respirar entrecortado.

    Lucinda y la señorita Lajaña se habían transformado en dos ágiles ayudantes de Isabel, secando las ropas que lavaban las chinas en un chorrillo próximo. Cambiaban las sábanas y las prendas de vestir del enfermo ayudadas por Domingo Melín, en cuyos ojos por momentos se advertía la angustia de ver a su amigo enfermo.

    —Vas a mejorarte bien pronto —le decía—. Muy luego vas estar a caballo otra vez.

    Isabel dormía a ratos, reclinada sobre la cama de Anselmo. Una noche despertó al oírle jadear como si ya se fuera a morir.

    —Agua, quiero agua —gimió roncamente.

    En la débil y parpadeante luz de la lámpara, la joven lo vio trastornado. Tenía en ese instante la frente seca y caliente en los labios le asomaba una saliva blanca, como espuma coagulada.

    El joven cogió al enfermo por la nuca, acercando a su boca una naranja que fue exprimiendo lentamente entre los labios agrietados del enfermo, que recibía aquel néctar con avidez, en medio de un jadeo entrecortado.

    Isabel, poseída de terrible angustia, no sabía qué hacer. Al dirigir la cabeza del enfermo sobre la almohada, le tocó la frente y la sintió en ese momento como una lata calentada a un sol de mediodía. Anselmo, abrió los ojos con aire de ausencia y alucinación y murmuró como si soñara:

    —Isabel, Isabel, no quiero morirme. No quiero.

    Trató humedecerse en vano el paladar y su lengua blanca y viscosa le asomó entre los labios resecos. Temerosa de darle agua en cantidad que le hiciera daño, volvió a exprimirle le el jugo de otra naranja. Junto con el jugo, advirtió que sus lágrimas estaban cayendo sobre la frente del enfermo. Y no supo como le salieren las palabras llenas de amorosa ternura:

    —¡Mi hijito, mi amor! ¡Si no es posible, Señor!

    Limpió de nuevo la cara con la toalla fresca. Anselmo, de espaldas, había cerrado los ojos y respiraba con angustia. Hablaba a ratos, entrecortadamente, palabras inconexas en las cuales nombraba a don Vicho y a su madre. Después retornó a su jadeo trabajoso, como si se quedara profundamente dormido.

    La joven se arrodilló junto al lecho y con su rosario entre las manos se puso a rezar en voz tan baja que era apenas un susurro. Y no supo como se quedó profundamente dormida. Instantáneamente se puso a soñar que en ese momento entraba a la pieza, su madre quien, sin saludarla, le decía:

    —Hija mía, ¿cómo es posible que te estés sacrificando en esta forma, por este hombre que sólo espera mejorarse para hacerte todo el daño posible? No se casará contigo y querrá tenerte como una de sus tantas mujeres. No es posible; yo eso no te lo voy a permitir, Isabel.

    Pero doña Cucha se acercaba al lecho en ese momento y se quedaba mirando a Anselmo con un profundo sentimiento de piedad reflejado en su rostro. Entonces, decía:

    —Don Anselmo no se puede morir, porque otra vez vamos a quedar en la calle. Es un hombre bueno y hay que ayudarlo. Toma, hijita, dale esta hostia que acaba de darme el niño Dios para él. Dásela inmediatamente. Sin agua. El agua puede manchar el sacramento divino.

    Isabel recibía la hostia de manos de su madre, que se la sacaba del seno, en donde la traía en una cajita forrada en raso blanco. Se la pusieron en los labios a Anselmo, y éste se la tragó inmediatamente. Luego sonreía e incorporándose sobre los almohadones, les decía:

    —¡Por Dios! ¿y qué hacen ustedes en pie a esta hora? Debe ser muy tarde ya. Vayan a acostarse. Isabel, no te vayas sin darme un beso.

    La despertó el rebullir lleno de desesperación del enfermo. Isabel se incorporó penosamente desde la manta, encima de la cual habíase reclinado. Sintió la espalda helada y como si en un prolongado escalofrió se hubiera quedado aterida. Pero al enderezarse vio que Anselmo estaba tiritando, con la gruesa camisa de franela pegada al cuerpo, empapada en ríos de transpiración. En su agitado revolverse en la cama, se había destapado completamente. Isabel fue corriendo a llamar a doña Adolfina que dormía en la pieza vecina, para que le ayudara a cambiarle ropas secas y calentarle la cama. A la luz de un lamparín cuya llama agonizaba, lanzando una especie de estela negra y fétida, pudo ver a doña Adolfina. Dormía vestida, cubierta con unes ponchos. En un rincón, Domingo Melín, sentado en un sillón de paja, sacudió la cabeza con energía.

    —No despiertes a vieja Adolfa. Está muy dormida. Yo iré a ayudarte, Isabel.

    De un estante sacó la joven un paquete de sábanas y apartó las más grandes. Acompañada por el cacique fue a entibiarlas en las brasas del fuego. En la cocina dormían, roncando sonoramente, las chiquillas mapuches que ayudaban en los trabajos de la casa y dos o tres perros acurrucadas junto a las brasas. Uno de ellos dormía gimiendo angustiado. Domingo Melín, lo silbó brevemente diciendo en mapuche.

    —¡Tregua, mañoso! ¿qué te pasa?

    Un ave nocturna lanzó junto a la puerta su sigiloso chillido nocturno. A lo lejos un zorro le contestó casi en seguida, con su carcajada histérica —¡huac—huac!

    Cambiaron rápidamente las sábanas que estaban como para estrujarlas. En ese momento apareció doña Adolfina, que les ayudó a ponerle al enfermo una camisa seca. Luego trajo dos ladrillos calientes envueltos en gruesos paños de tocuyo, a fin de que recobrara de nuevo la temperatura normal que había perdido con aquel exceso de sudor frío.

    —Ya no dilata mejoría —explicó Domingo—. Mañana daremos otra vez toma, que haciendo Mayuta, ahora más suave. Hombre rebusto éste, no dobla cacho así no má. Y corazón como pellín. Tres días más, ya no hay cuidao.

    Dona Adolfina, arrebozada en un grueso pañolón amarillo, lo miró con expresión de gratitud en el rostro. No se había dado cuenta como le fue creciendo en el pecho un gran afecto por Anselmo, que, entre bromas y alusiones picantes, nunca iba más allá de una travesura.

    —Yo creo que Domingo no se equivoca —dijo doña Adolfina con voz tranquila—. Luego tendremos a este picarotazo bien bueno. Anda a acostarte, Isabelita. Anda, hijita, anda que yo velaré aquí. No te vayas a enfermar tú también. ¡Que ni Dios lo permita, Virgen Santísima!

    Anselmo dormía con un profundo sueño, en medio del cual se quejaba sordamente. A ratos la transpiración se le secaba por completo y entonces su frente quemaba como una paila puesta sobre las brasas. Doña Adolfina, ya despabilada por completo, se entretenía en rezar despaciosamente su rosario. De cuando en cuando, lo interrumpía para lanzar una mirada al paciente, o a Domingo Melín que permanecía frente a ella, impasible y hierático como si el frío y el sueño no tuvieran nada que ver con su organismo.

    Afuera el rumor de la noche iba y venía en el viento. Chillaban sigilosos los pájaros nocturnos y en seguida se oía el rumor del follaje. Berreaban, roncando después, sordamente, los chanchos que dormían en algún pantano próximo. Después de largo rato de permanecer de pie, contemplando al paciente, Domingo, íbase a sentar en una ancha silla empajada, en la pieza vecina. Hasta que comenzaba el amanecer. La luz azul del nuevo día se filtraba por las rendijas de la ventana y luego, cuando las diucas comenzaban a dejar caer sus goterones de dulzor, oíase el piar de los pollos y el recio canto de los gallos, mientras los perros ladraban a las estrellas, que palidecían en el despejado cielo de la primavera.

    Habían transcurrido cinco días desde que Anselmo cayera a la cama y nadie en la casa se daba cuenta a qué horas Domingo Melín le daba al enfermo aquella medicina que Mayuta Lefno, la machi de Guadaba, le preparaba con especial esmero bajo su mirada vigilante. Mas, lo que ocurría, era que el jugo de aquella cocción de yerbas, Anselmo lo bebía por la mañana a esa hora en que Isabel le daba un baño tibio en una ancha tina de madera, que le preparaba Maica, una de las muchachas mapuches que servía de ayudante a Marcelina en los menesteres de la cocina, y que calentaba el agua en un tarro parafinero.

    Anselmo, después de beber aquel brebaje cuyo sabor debía ser horrible, miraba largamente a Domingo sin hablarle, como si no encontrara otra manera más expresiva de darle las gracias. Después dormía toda la mañana, pues aquella bebida le producía una gran somnolencia. Los emplastos y cataplasmas que le aplicaban las mujeres ayudaban al enfermo en su mejoría, que seguramente se definiría muy pronto, pues una de esas noches durmió de un tirón, y sólo a ratos daba la sensación de dificultad para respirar. Isabel, rendida de cansancio, se recostó a su lado para secarle la frente cubierta de transpiración. Y en seguida se quedó profundamente dormida. Fue un sueño grato y reparador que sólo vino a interrumpir el canto de los pájaros y el estrépito de las gallinas y los patos que reclamaban su grano, Al despertar se encontró con la mirada amable y paternal de Domingo, que la había cubierto durante su sueño con una tupida frazada de lana. A su lado, Anselmo, sonreía mirándola con ternura de padre que contempla como duerme su hijo.

    —¡Por Dios, qué barbaridad —exclamó la joven— como me he dormido! Su bello rostro habíase cubierto de rubor, mientras en sus ojos advertíase la molestia que aquello le causaba.

    En ese momento entró Mayuta Lefno, con una gran jarra de fierro enlozado, llena hasta los bordes de una bebida amarilla, ligeramente azulosa. Su ancha faz revelaba gran satisfacción, al ver al enfermo con los ojos limpios y el rostro ya descongestionado. Domingo, apoyando en su fuerte brazo la espalda de Anselmo, le ayudó a beber el enorme pocillo de agua. Mayuta, con los ojos extraviadamente abiertos, lo miraba como si quisiera hipnotizarlo. Después masculló algunas palabras en mapuche con suavidad acariciadora. Diríase que formulaba un ruego, y luego en forma gutural e imperiosa como si espantara a una bestia maligna. En seguida cogió el pocillo de manos de Domingo y rió con risa infantil, dándole vuelta para verter lo que allí quedaba sobre la palma de su ancha mano morena. Y, antes de que el goterón amarillo azuloso resbalara entre sus dedos, lo lanzó hacia arriba, exclamando:

    —¡Huenucó! ¡Huenucó!

    O sea agua del cielo, agua limpia de toda contaminación. Agua que sacaría el daño desde adentro por muy escondido que estuviera.

    —Huinca Anselmo, mejorando, mejorando —añadió en seguida dirigiéndose a Domingo y mirándole con persistente fijeza, como para hacerle ver que sus órdenes ya se estaban cumpliendo.

    Salieron de la habitación el cacique, la machi, que iba tras él, murmurando palabras entrecortadas y suaves, como si le hiciera una súplica. Isabel se había quedado absorta, mirando a Anselmo, que la acariciaba, con los ojos entreabiertos, poseído ya por un sueño invencible. Mientras le acomodaba las almohadas y le arreglaba las ropas de la cama, la joven obedeciendo a un repentino impulso, se inclinó sobre su rostro para besarlo largamente.

    —Mi amor, ¿ya estás bueno, verdad? ¿No es cierto que ya estás mucho mejor?

    Los duros pelos de la crecida barba del enfermo, rozaron ásperamente la delicada piel del rostro de Isabel. Comenzaba éste a transpirar de nuevo y el sudor caliente le empapaba la camisa y le mojaba las sienes.

    —Ya estoy bien, Isabel. Ya no me muero, mi adorada. ¿Cómo me voy a morir estando tú a mi lado?

    Sentada al borde del lecho, la joven le tenía enlazado por el cuello y le enjugaba la transpiración con un gran pañuelo de hilo. Oía como si fuera en su propio corazón, la respiración profunda de Anselmo que se dormía ya, con los labios entreabiertos en una sonrisa. Despertó asustado cuando ella retiró el brazo.

    —Isabel, no te vayas. No te vayas. No quiero que me dejes. ¿Qué vas a hacer, Isabel? Pobrecita, como estarás de cansada. Oye, estaba soñando que ya nos habíamos casado y que teníamos un hijo, que era tan hermoso como tú, con tus mismos ojos azules, Isabel. ¡Quiero mejorarme para que nos casemos inmediatamente! ¿Por qué no le dices a El Verde que vaya a buscar al cura de Angol? Nos casaremos hoy mismo. Así estaré más tranquilo Me mejoraré más pronto.

    Isabel lo besó en los ojos, hablándole como a un niño. Y entre tanto, mientras aquel hombre de modales un tanto ásperos y duros en su trato diario con la gente, luchaba con la muerte que lo rondaba tercamente, ella se daba cuenta de que todo en la vida tenía una compensación. Que había algo misterioso y sabio que arreglaba las cosas en la forma que debían ser. ¿Qué hubiera sido de ella casada con aquel abogadito presumido y vanidoso? ¿Qué valor tenía ese futrecito con la cabeza llena de humo frente al hombre que estaba a su lado? Sentía que desde lo más íntimo, desde lo más profundo de su ser, le subía hasta su mente una sensación de gozosa plenitud. Una alegría de sueño maravilloso convertido en realidad. No supo como había ocurrido, pero desde el momento en que Anselmo la miró, en la trastienda de su negocio, mientras ella conversaba con doña Adolfina, advirtió que todo lo atraía hacia él.

    Y ahora la muerte quería arrebatarle toda aquella dicha. No, no podía ser. Sin darse cuenta apretó fuertemente la mano del dormido como si quisiera impedirle que se fuera. Que huyera de ella ahora que la felicidad le ofrecía todos sus halagos. Quien sabe si Anselmo tenía razón. Era posible que sabiendo que ella ya era su mujer, la mejoría viniera más pronto. Presa de súbita exaltación, se puso de pie con el ánimo de ordenarle a El Verde, que fuera a Angol a buscar al párroco para que los casara ese mismo día, si fuera posible.

    Encontró en la habitación vecina a Domingo que se había dormido profundamente. Entonces salió al corredor y ahí el are del amanecer penetró en ella, como un efluvio milagroso que la inundaba de optimismo. El sol, que incendiaba un retazo de monte, daba al paisaje una irrealidad de fantasía. Aromas intensos y húmedos le acariciaban el rostro. Maica y Quinturay, las dos muchachas mapuches, conversaban bajo un roble, con voces cantarínas, mientras estrujaban sus trenzas negras que chorreaban de agua. En medio del patio ardía una gran fogata y alrededor de ella, los perros de la casa se desentumecían del frío de la noche. Alegremente vinieron a rodearla al verla aparecer, haciéndole manifestaciones de cariño, y gruñendo amistosamente.

    Las indiecitas se tornaron serias y hurañas delante de Isabel, que las saludó afectuosa:

    —Y ustedes, picaronazas, ¿ya se bañaron? ¿No tienen frío?

    Ellas mirándose gozosas, se pusieron a reír ruidosamente.

    —Agüita rica en chorrillo Mallén, Isabel. ¿Vos queriendo bañarte tamién?

    Isabel inquieta, temiendo que Anselmo despertara durante su ausencia, les preguntó:

    —¿Dónde está El Verde? Díganle que don Anselmo lo necesita. Que venga inmediatamente.

    Caminó en seguida hasta el sitio donde caía el agua del chorrillo, que rutilaba en el sol a esa hora del amanecer. Una fragancia a canelo, a peumos y boldos húmedos la envolvió en tu fresca caricia. Llamó a una de las muchachas mapuches, para que le trajeran jabón y una toalla y sacándose la chaquetilla de ajustadas mangas, puso la cabeza bajo el chorro claro de la vertiente que venía desde el monte, entre los cupidos quilantos y arrayanes. Arriba de un roble una tenca imitaba el canto de un zorzal, y más adentro se oía el grito insistente de los huios haciéndole coro a los torditos nuevos que repiqueteaban con su cornetín mapuche entre el follaje.

    Sintió la joven que el agua le causaba una reacción deliciosa. Abriéndose la abundosa mata de su rubio cabellera dejó un rato que el chorro cayera sobre su cabeza empapándola. Y, en seguida, después de friccionarse con deleitosa energía los brazos y el cuello, se fue corriendo hasta la casa. Encontró en pie a Lucinda, conversando con doña Adolfina. Estaban colando en una servilleta un balde de leche que acababa de traer Quicho. Marcelina, que se había trasladado a Los Sauces para atender al patrón Anselmo, había echado en el rescoldo de ceniza enrojecida, una enorme tortilla para el desayuno. De un gancho, clavado en un poste barnizado de humo, colgaban dos aves muertas, a las cuales ya la ágil mujer había desplumado. Quicho, dirigiéndose a Isabel, le informó:

    —Acaba de llegar Jenaro, de Renaico. Dice que el médico no ha contestado el "parte" que le mandó el patrón. Y que on Cloro ta de lo más ajisao porque no se puede venir. Manda a preguntar si se va a quedar a vivir allá hasta el Año Nuevo, esperando que llegue el jutre ese.

    Doña Adolfina, moviendo la cabeza con aire de disgusto y haciendo un gesto de desabrimiento, exclamó:

    —¡Qué roto tan propasao es ese Clodomiro! Yo no sé como lo soporta don Anselmo. Ay, hijita, si yo estuviera en vísperas de ser la mujer del patrón, ya ese famoso Clodomiro, podía irse despidiendo.

    Isabel sonrió haciéndole a Lucinda un guiño malicioso. Después, dijo:

    —Oye, Quicho, búscame a El Verde, y si no lo encuentra, prepárate para ir a Angol apenas tomes el desayuno. Dile a mi papá que por aquí no hay novedad y que don Anselmo sigue mejor. Y que mande un mozo a Renaico a decirle a Clodomiro que no regrese hasta que el doctor avise si puede venir, o no.

    Doña Adolfina, vaciando el resto de la leche del balde sobre la servilleta que le ayudaba a sujetar Lucinda, torció el gesto, diciendo:

    —¡Phs! El doctor va a llegar cuando don Anselmo lo vaya a esperar de a caballo a Renaico.
    —Es que seguramente se halla fuera de Talca —opinó Isabel—. De otro modo ya estaría aquí. Anselmo tiene la seguridad de que al saber que se encuentra enfermo hubiera venido inmediatamente.

    En ese momento se asomó Domingo. Como siempre grave y solemne, traía, sin embargo, una luz alegre en sus ojos.

    —Taita Anselmo duerme como chiquillo mediano. Mayuta, hace güen remedio. Ya no hace falta medico gringo, Isabel.

    Isabel se quedó mirando al cacique con un destello de felicidad en la mirada. Diéronle deseos de abrazarlo. ¿Qué otro amigo podía comparársele a ese hombre para quien no había existido un momento de reposo ni tranquilidad, mientras Anselmo estaba en la etapa más peligrosa de su enfermedad? Se quedó mirándolo largo rato. Recordó en ese instante que por él, por su amistad con don Lucas, ella y toda su familia tenían ahora asegurada su tranquilidad.

    —Domino —le dijo con la voz llena de ternura— nunca podrá pagarte Anselmo tu cariño. Ni yo tampoco.

    Melín alzó la cabeza orgulloso y feliz.

    —Anselmo, amigo mío —repuso simplemente.

    Al mediodía, confirmando lo dicho por Domingo, ocurrió algo que Isabel no esperaba. Anselmo despertó con deseos de sentarse en la cama. Las mujeres, especialmente doña Adolfina, se opusieron temerosas de que pudiera agravarse. Pero el enfermo tenía deseos de comer y conversar. Felices, le arreglaron la cama, poniéndole un plumón para que se apoyara y abrigándole la espalda con un peludo chalón. Don Ludovino, que andaba preocupado de arreglar el local para el negocio que don Anselmo instalaría en Los Sauces, entró a explicarle algunos detalles de sus diligencias. Le impuso de las dificultades que había encontrado para dar con un buen maestro que arreglara las maderas y construyera el mostrador y los estantes. Pero ya tenía dos carpinteros que se encargarían de buscar sus ayudantes. Don Ludovino confiaba en que antes de finalizar el mes de noviembre ya estaría el negocio en movimiento, Jenaro Montoya con El Verde, acompañarían las carretas con la mercadería que iban a mandar desde Angol.

    —Creo que son los hombres más indicados, don Anselmo, para que no tengamos sorpresas en el camino. Jenaro y El Verde, conocen a toda la gente de por aquí. Hay que encargarle que hablen con Florindo y con el Negro Rosendo, para cuando pasen por Trintre. Ahí es donde están molestando más. Ayer no más, dicen que asaltaron al sobrino de don Sinforiano Esparza, que venía con tres carretas con mercaderías surtidas. Cuentan que el desparramo no más dejaron. Por suerte que no cargaron con las cuchillas de don Sinforiano, que viajaban con ellos.

    Don Anselmo enarcó las cejas, estirando los labios con desdeñoso gesto. Después le hizo un guiño a Isabel, quien se hallaba apoyada en el respaldar del catre.

    —Los bandidos de Florindo le habrían hecho un buen servicio a don Sinforiano. Pero parece que no tienen tan mal gusto. No porque sean bandidos se atreven con tales esperpentos.

    Don Ludovino sonrió, mirando a Isabel, y atusándose sus hermosos bigotes negros. En ese momento entró Lucinda llevándole un lavatorio con agua tibia al enfermo para que se lavara las manos. Don Ludovino se encendió como una colegiala al ver a la joven, que le saludó sin darse por advertida de la impresión que en él causaba su presencia.

    Isabel lavó la cara de Anselmo ligeramente y lanzándole una mirada maliciosa, exclamó dirigiéndose a don Ludovino y a la hermana:

    —No lo mojaremos mucho a este caballero porque se nos puede volver a enfermar. ¿No le parece, don Ludovino? Después se sacará él toda su mugrecita que ha juntado en la cama. ¿No es cierto?

    Anselmo la miró acariciándola con los ojos. Después, dijo lentamente:

    —Creo que van a tener que echarme a remojar en un fondo con lejía, para que pueda salir toda. Y aún así, no lo creo tan fácil.

    Lucinda, retirando el lavatorio, le amenazó jovial:

    —No le damos permiso para volver a enfermarse. Creo que le daría vergüenza. Nosotras se la estamos ganando lejos. No nos entran balas.

    Don Ludovino se había quedado en silencio. En seguida, deseoso de sustraerse al envolvente magnetismo que Lucinda ejercía sobre él, se despidió, diciendo:

    —Me alegro de verlo tan bien, don Anselmo. Ya está usted como para montar a caballo de nuevo. Me voy ahora a ver como andan esos trabajos por ahí. Será hasta más rato pues, señor. Usted querrá descansar. ¿No se le ofrece nada?

    Anselmo había perdido su animación. En su rostro veíase que el pequeño esfuerzo lo había fatigado.

    —Nada, don Ludovino. Muchas gracias.

    Y cuando se marchó, Anselmo dijo respirando con dificultad.

    —Me parece que el hombre anda herido en el ala. Y lo peor es que Lucinda no se da por advertida. ¡Pobre don Ludovino!

    Trató de acomodarse en los almohadones y no pudo. Isabel, inquieta, le quitó el rebozo y el plumón diciéndole amorosa:

    —¿No ve el porfiado como le hizo mal sentarse? Debiera darle un par de moquetes ahora.

    El enfermo rebulló el cuerpo bajo las ropas, buscando acomodo en el lecho. Cerró después los ojos como si se fuera a dormir, dominado por una inmensa fatiga. La joven lo besó en la frente y le dijo:

    —No se duerma, mi amor. Ya viene doña Adolfina a darle su dieta. Después va a dormir todo el tiempo que desee y yo voy a estar aquí a su lado. ¿Quiere?

    Anselmo le tomó la mano llevándosela a sus labios resecos.

    —Estoy muy bien así —murmuró—. Creo que si me muera junto a ti, no lo sentiría, Isabel. Oye, dime, ¿será que Dios me ha perdonado de todo lo malo que he hecho? ¿Crees que merezco tanta felicidad? Ya ves tú, don Ludovino, que nunca ha causado un daño, que no ha muerto a nadie, no podrá ser dichoso, porque se ve que Lucinda, jamás lo querrá. En cambio yo...

    Se quedó respirando hondamente con la mano de Isabel junto a sus labios. Era el mediodía; en intensas ráfagas tibias entraba el aroma del campo: a flores rústicas, a pastos maduros, a monte húmedo que evaporaba sus esencias vegetales. Cloqueaban las gallinas en los nidales. A ratos había instantes de silencio en el cual se oía el rumor del estero. Un moscardón entró por la ventana entreabierta, para vagar zumbando en una franja de sol. Isa-bel se quedó con los dedos metidos entre la húmeda cabellera del dormido. Después susurró, alzando los ojos:

    —Virgen Santa, dale salud. Dásela, Virgencita mía.


    IX


    El doctor Dumont apareció al amanecer de una herniosa mañana de fines de octubre. Llegaba como siempre alegre, con los carrillos sonrosados y las pupilas brillantes de salud. Encontró a Anselmo ya completamente restablecido, aunque todavía cuidándose mucho, más por el influjo amoroso de Isabel, que por su propia voluntad.

    —Oest une mala suerte del demonio, mon cher ami Anselmo, no recibir a tiempo su llamado. ¡Caramba, quelle bétise, mon Dieu! Mais usted está de nuevo fort comme un roble de esta tierra. ¡Mecor que ante, mon ami!

    Hablaba como de costumbre, atropelladamente, su endiablada jerga disparatada, en la cual las palabras se le mezclaban, en un conjunto de francés y de español pintoresco, que, sin embargo, no le impedía en ningún momento expresarse con gran fluidez.

    Anselmo se acababa de levantar y se ocupaba en ese momento en asentar su navaja de afeitar en una correa sujeta a una perilla del grueso catre de fierro, en el cual se había debatido durante su enfermedad.

    —Lá—la —canturreó el simpático gabacho—. De modo que los pellines, también se derrumban. Mais c'est une merveilleuse reacción, don Anselmo. Hay que felicitar a ese buen medicó que le ha devuelto la salud. El corazón va como un reloj, el pulmón splendide, el pulso fuerte de un muchacho. ¡La—la! Bien, ¿para qué estudiamos tanto en la Université, quand un mapuche, hace todo igual. La—la...

    Se reía alegremente, sin soltar el pulso de Anselmo, como si no pudiera creer en el milagro. Claro que se trataba de un organismo hecho como para resistir diez pulmonías seguidas. Esa era la ventaja que tenía él sobre cualquier otro enfermo. En seguida le contó sus andanzas por los campos cordilleranos, próximos a Talca. El amaba a la naturaleza y se había quedado veinte días por allá. Casualmente dos días después de su partida llegó el "parte" del endiablado alambre.

    — ¡Quelle bétise, mon ami Anselmo! Me dio un ataque de furia, al saberlo, tan estúpidamente tarde. Maia, le Chile, tiene la culpa de tout. Quel pays mon Dieu! C'est le paradis daus la terre. La—la. Et la Frontiere, plus belle. Se paseaba por la extensa habitación a grandes pasos, mientras Anselmo se rasuraba cuidadosamente. Era la primera vez que lo hacía después de su enfermedad, y a ratos, temiendo cortarse, dejaba, sin contestarle, que el explosivo francés siguiera en su animada conversación, salpicada de ingeniosas observaciones, relacionadas con las gentes y el paisaje que acababa de conocer.

    Anselmo, limpiando la hoja de la navaja en una tira de papel que tenía cerca, se volvió a él, para decirle:

    —Tenía razón yo, querido doctor, al hablarle con entusiasmo de estas tierras. Aquí la plata está botada. No hay ni siquiera que agacharse para recogerla. Se la meten por la fuerza en el bolsillo. Lo que hay que tener, no es nada más que decisión y firme voluntad para avenirse con las dificultades del momento. En cinco años más, antes tal vez, tendremos tren hasta Temuco; buenos caminos ya se están construyendo. Las tropas del ejército trabajan en eso después de pacificar a los indios y poner a raya a los bandidos y cuatreros que todavía dan quehacer bastante. Pero ya no cunden, querido doctorcito. Ya no prosperará la mala semilla. Véngase para acá, como yo le he dicho siempre y antes de un par de años tendrá tierras, un río de animales y cosechará un cerro de trigo. La nueva vida del país está aquí, doctor. En esto lo que hay que formar, lo que hay que incorporar a la actividad chilena. Porque...

    Pero en ese momento apareció Isabel trayendo un floreado lavatorio de loza lleno de agua. Con las mangas de su blusa escocesa doblada hasta la mitad del brazo, y el alto peinetón que sujetaba sus cabellos fue realmente una aparición divina para el doctor Dumont, que abrió los ojos desmesuradamente, poniéndose de pie, pues se hallaba en ese momento sentado al borde de la cama de Anselmo. Y detrás de Isabel, apareció Lucinda, más fina quizá, con los ojos azules más claros y el cabello más obscuro. Tal vez más frágil de aspecto, pero dando una sensación de salud y de vida sorprendente. Traía un jarro con agua, y una peineta, que se resbaló al encontrarse así de buenas a primeras con el joven y simpático francés, que de un salto estuvo al lado de ella para recogerla.

    Anselmo, gozoso como un niño, miraba a Dumont divertido con su sorpresa al encontrar allí a aquellas lindas muchachas. Las presentó y ellas, de acuerdo con la costumbre retuvieron un instante la mano del médico, para decir sus nombres.

    —Al fin llegó usted, doctor —exclamó Isabel con arrebatado acento—. Casi creí que los santos no me oían. No sabe con qué deseos lo esperaba a cada rato. Porque —y aquí se ruborizó súbitamente, para reponerse con su bella y altiva serenidad de mujer fuerte— porque Anselmo no quiso hacer venir ningún otro médico si no era usted. Lo esperábamos como se espera a un ángel salvador. Imagínese.

    Dumont movía la cabeza con aire desolado, pasándose la mano por los cabellos, como si no pudiera encontrar las palabras que tradujeran su tremendo fastidio.

    —C'est una male suerte increíble, mademoiselle. ¡Horrible! Hubiera venido en el acto, como ahora lo hice, al recibir el parte del telégrafo. Mais, Pamour hace prodigios. Realmente, ma belle señorita! Don Anselmo se ha sanado por el milagro de su compañía. Quien puede morirse teniendo enfermeras así. ¡Mon Dieu! Y morir en un cas semejant c'est la felicitat.

    A la hora del desayuno, Marcelina trajo a la mesa una gallina cocida, tortilla recién sacada del rescoldo y una fuente de huevos duros. En un tiesto de greda que olía a yerbas recién cortadas, un pebre de cilantro con ajo y ají nuevo.

    El doctor Dumont lanzaba exclamaciones de espanto al ver las viandas:

    —¡Caramba, vous faite la vie de un anacoreta icí! ¡La Frontiere! C'est le pays de Canaán, mon cher Anselmo.

    Mientras desayunaban, Isabel contó a Dumont, sus temores de que los remedios que preparaba la machi traída por Melín, hicieran mal al enfermo y su ansiedad al ver que pasaban los días sin que apareciera el coche, al cual esperaba por horas y días interminables. Doña Adolfina, que estaba en la mesa, sentada junto a la señorita Lajaña, sonreía con su eterno aire burlón. El lunar que tenía en la mejilla, cerca de la nariz, daba la impresión de que se le iba a caer sobre el labio, cuando el pliegue de su boca contraía su rostro.

    —Yo no tuve nunca temor —exclamó interviniendo en la conversación— porque estos mapuches conocen muy bien la virtud de las plantas medicinales. Y este caballero no la entrega así no más, tan fácilmente. Con ese tremendo cuerpo, diga usted, doctor, no era para tener tanto miedo. ¿No le parece?

    Dumont que traía un apetito de antropófago, trató de replicar, pero antes de que lo hiciera, la señorita Lajaña dijo, con aire sentencioso:

    —Sí, es verdad, doña Adolfina, pero los designios de Dios son secretos impenetrables para nosotros.

    Lucinda alzó la mirada para observas a Anselmo, pero éste se hallaba en éxtasis, oyendo a Isabel, algo que le interesaba mucho y de este modo no pudo apreciar la profunda observación de la señorita Lajaña.

    —A mí lo que me causó admiración y miedo —dijo entonces Lucinda, que con la llegada del doctor habíase animado en forma inusitada— fue la otra noche, cuando la machi comenzó a retorcerse y a gritar. Creí que se iba a morir. Transpiraba como si estuviera a punto de lanzar el estómago por la boca, hasta que de repente vomitó un sapo que tiró en el medio de las brasas. Y después se quedó gimiendo toda la noche. Parecía que a cada rato veía fan-tasmas que le causaban gran espanto y desesperación.
    —¡Tendrán pacto con el diablo, estos indios condenados! —observó doña Adolfina—. ¿Quién les puede conocer sus "adentros"? Domingo debe saber algo de eso, porque cuando la Mayuta se retorcía, él quemaba hojas de canelo y decía a cada rato una palabra, que yo tenía tan presente y ahora olvidé.
    —Es el huecufu —apuntó Anselmo—. Porque ellos creen que toda enfermedad es un mal que alguien nos hace y la machi lo traslada a su cuerpo, sacándolo del enfermo. Y claro, después tiene que ponerse en trance para vomitarlo.
    —Da miedo todo eso —observó Isabel—. Yo llegaba a temblar cuando entraba Mayura al dormitorio de Anselmo. Si no fuera porque siempre estaba Domingo, yo no lo habría permitido.
    —Cest intéressant —exclamó Dumont encendiendo un cigarrillo después de beberse su taza de café—. Mais, todos los pueblos sauvages, hacen lo mismo. La magia les doneut, une aureola de respeto y temor. El instinct es la gran inteligencia de los seres primitivos.
    — Seguro —dijo Anselmo, con aire pensativo—. ¿Y qué se hizo hoy Domingo, que no vino a tomar desayuno con nosotros? ¿Iría a su reducción?

    Isabel se quedó mirando a Anselmo con los ojos maliciosos. Con el mentón apoyado en su mano le susurró en voz baja:

    —A lo mejor se ha ido agraviado por la llegada del doctor. Siempre me estaba diciendo: No hace falta tu gringo, Isabel. Mayuta hace buen remedio.

    Sonrió Anselmo, exclamando:

    —No puede ser. Domingo es un hombre muy noble y generoso. El sabe que lo quiero con toda mi alma. Y tú también lo quieres, Isabel, ¿no es cierto?
    —Ya lo creo —repuso la joven con lenta voz pensativa—. Es un hombre de un corazón de oro. Y nosotros le debemos servicios muy grandes.
    —¡Ja! —hizo Anselmo—. Y yo qué diré. Le debo la vida dos veces. Y la felicidad de conocer a don Lucas y a su familia. No es poco. ¿No lo cree así, doctor Dumont?

    Dumont sonreía, moviendo la cabeza con los ojos iluminados de picardía. Después, dijo:

    —¡La—la! Mon ami. Hablaremos mucho sobre el asunto. Mucho. ¡Interesantes cosas, mi buen Anselmo!

    Después del desayuno, salieron a dar una vuelta por los alrededores. Hacía un tiempo espléndido. A lo lejos, como un penacho blanquecino, veíanse unas nubes pegadas a los grandes árboles del bosque. Más allá ondulaban las lomas mostrando algunas sus calvas rojizas y otras las sementeras de un verdor tierno y claro. Cercos de tranqueros a medio hacer, dividían el recinto que rodeaba las casas de madera edificadas por Anselmo, en aquella propiedad a la cual había dado el nombre de "Monte de la Suerte". En un retazo del camino se divisó una pequeña carreta indígena que apenas avanzaba al tranco lerdo de los bueyes. Unos mapuches, en sus caballos tusones, de larga cola, iban adelante, cimbrándose con el trotecillo menudo y torpe de sus bestias.

    Isabel iba junto a Anselmo, que caminaba lentamente envuelto en una filia manta de vicuña. En el repliegue de una loma se divisó una ruca indígena de cuyo cono se escapaba una débil columna de humo que deshacía el viento. Dumont conversaba unos pasos más atrás con Lucinda, que reía feliz, oyéndolo.

    — Parece que Lucinda le ha caído como peñascazo en el ojo al gabacho —dijo Anselmo con tono de broma—. ¿No crees tú, Isabelita, que ese mediquito ya no se va más de la Frontera? Verás tú si yo tengo razón, o no.
    —¿Oh, crees tú, Anselmo? Tan pronto no me parece. Ustedes los hombres son siempre tan propasados para hacer suposiciones. Lucinda es una chiquilla tan tímida. Es de mis hermanas en quien más pienso siempre. Un descalabro amoroso la mataría. Es demasiado sentimental.

    Anselmo se detuvo junto a un maitén de hojas tan claras y delicadas que daba la sensación de una planta criada en un jardín. Se rascó el labio superior en la actitud del hombre distraído que no oye lo que le hablan. Pero de pronto exclamó con acento firme y terminante:

    —¡Ah, no! Lucinda ya es parte de mi familia. Y de ella no se burla nadie, delante o en ausencia mía. ¡Caracho! Eso sÍ que no, Isabelita. Tenlo por seguro. Usted, mi mujercita, no sabe todavía quien es Anselmo Mendoza. ¡No! Las cosas van a ser de otro modo ahora.

    Su rostro sonrosado se alteró y sobre el labio le brillaron unas gotas de transpiración.

    Isabel lo miró orgullosa. En sus ojos pareció que la luz le había concentrado, endureciéndole las pupilas como dos piedrecitas azules de acerados reflejos.

    —¡Tan guapo que es, mi amor! ¿También va a ser tan terrible conmigo?

    Mientras hablaba le secó con su pañuelo de fino encaje.

    La transpiración que había humedecido el rostro de Anselmo. Después, agregó con voz suplicante:

    —¿No será bueno regresar ahora? Te puede hacer mal demasiado esfuerzo, Anselmo.
    —Sí, es verdad —repuso él, sumiso y feliz.

    Se reunieron después con Dumont y Lucinda para ir a mirar una enorme marrana que comía arvejas sancochadas en una ancha palangana de madera, mientras una media docena de chanchitos vivarachos se le colgaban de las ubres. Un tropel de pavos y de patos rondaba a la chancha, que lanzaba iracundos bufidos cuando los más audaces se aproximaban demasiado.

    —Hay que decirle a una de las chinas que eche estas aves para el otro lado —observó Anselmo—. Esta chancha se embucha un pavo de un viaje. Hay que ver el tremendo animalote que es.
    —Abre tú, Isabel, la puerta del gallinero y yo las arreo —propuso Lucinda—. Usted nos ayuda, doctor, ¿Qué le parece?
    —¡Lindo, ma filie! Ici veremos si sirvo para algo en casa de Anselmo. Médico que no cura enfermo, que ayude a arrear gallinas, siquiera.

    Entre los tres corretearon las aves hasta que lograron echarlas al gallinero. Adentro los gallos cacareaban con estrépito, como si se estuviera perpetrando un crimen y el cual no había medio de impedir. Fue tal el alboroto, que hizo salir de entre las matas a una hermosa gallina amarilla con una parvada de pollitos, que se enredaban y caían entre el pasto y las ramas secas del potrero.

    Anselmo lanzó una carcajada, llamando la atención de Dumont:

    —¡Qué tal, mi amigo! Esta es la Frontera. Entre las matas nacen las gallinas con pollos y todo.

    Dumont abría los brazos cómicamente:

    —¡Qué maravilla, mon ami! La—la...

    Silbaba como si no acertara con el término preciso. Luego nervioso y juguetón, gritó:

    —¡Lucinda, vive la Frontiére!

    Cediendo a los deseos de Anselmo, Isabel estuvo a punto de mandar a buscar al párroco de Angol, para que viniera a celebrar la ceremonia del matrimonio. Pero era mujer, y no le faltaba en el fondo una pequeña dosis de vanidad. Sentíase orgullosa de casarse con Anselmo y Ie causaba no poca desazón que aquella ceremonia se efectuara sin el brillo que soñaba. Allá en Angol, seguramente, el matrimonio se celebraría con la asistencia de todos los jefes y oficiales de la Guarnición, de las autoridades, y de la mejor gente del pueblo. Iría la banda a la iglesia y doña Cucha con don Lucas estarían a su lado resplandecientes de felicidad.

    Y ese día, al mandar a El Verde, sólo fue para hacerle algunos encargos y recomendarle que no provocara ninguna alarma acerca de la enfermedad de Anselmo que ya estaba visiblemente mejor. El Verde, con su marrullería de viejo ladino, le preguntó con intención maliciosa:

    —¿Y del casamiento no les digo nada, patroncita? Taría bien bueno que algo sepan allá, para que vaigan preparando las mistelas y los dulces.

    En su cara de camarón, se advertía el sincero regocijo que el próximo acontecimiento le causaba. Isabel, feliz, lo dio una palmadita en el brazo, diciéndole:

    —Tú estarás interesado por las mistelas, más que nada. ¿No es cierto? Anda, que te vaya bien.
    —¡Gracias, patroncita! Pero a mí no me gusta la mistela. Se me empalaga el estomo con el dulce. Yo soy con el gusto del mapuche, que se enferma con guachucho y se amejora con él.

    Anselmo, complacido, a la hora del desayuno, oía de labios de Isabel, la trampa que ella le hiciera, al tranquilizarlo diciéndole que había mandado a buscar al cura, y ahora al expresarle, voladamente, sus deseos de que el matrimonio se hiciera en Angol y que El Verde, en realidad no llevaba otra misión que la de traer algunas mercaderías y saludar a sus padres.

    —Está bien, Isabel —convino Anselmo— se hará todo como su personita lo desee. Pero dime, y si me hubiera muerto, ¿no hubiera sido peor?
    —¡Ah, no! —exclamó ella —con vehemencia—. Es que eso no iba a ocurrir. Ya me lo había prometido la Virgen.

    Anselmo movía la cabeza con sonrisa burlona.

    —¿La Virgen se llama ahora Domingo Melín?
    —Se llama María, atrevido. Pero ella se lo comunicó también a Domingo. Quien sabe si se lo puso en el corazón, a él primero, que te quiere mucho antes que yo. Aunque es posible que yo te haya querido toda mi vida, Anselmo, porque tú eres el marido que yo esperaba. Así, así, como eres tú, créemelo, te lo aseguro.

    Esa tarde después de una larga siesta, Anselmo expresó de nuevo sus deseos de salir a caminar un poco. Dumont por su parte no se opuso:

    —Si, está bien, mon ami. En estos cas hay que ir con la máxime de Tácito que dice: que aprés les treinta años, l'honime, debe ser el médico de lui métne. Un buen consejo del médico y la raison propia, son un buen equilibria ¿N'est ce pas?
    — Así me parece —asintió Anselmo, socarrón—. Yo no sabía lo que dijo Tácito y ni siquiera quien es; pero siempre me gusta guiarme en gran parte por mi propia idea. Naturalmente, que hasta cierto punto. De otro modo la ciencia no serviría para nada. ¿No es verdad?
    —La—la —canturreó el francés, guiñando los ojos escépticos—. La science, c'est la vanidad du siecle. L'homme d'aujourd'hui, sabe tan poco como hace mil años. El cuerpo humano es una maquina merveilleuse, mais encore llena de misterios.

    Habíanse detenido junto a una barranca, que se abría en un profundo tajo por donde ascendían los árboles, dando la impresión de que en cada ráfaga de viento daban un tranco hacia arriba. Helechos altos, como árboles de fino varillaje negro, se barnizaban de sol, meciendo suavemente sus delgadas láminas verdes. Gruesas trenzas de boquis obscuros se retorcían de árbol a árbol y de ellas colgaban gráciles, como seres aéreos que contribuían a musicalizar el rumor del bosque, las flores del copihue. Un fresco olor a arrayanes y a chucos florecidos subía desde la hondonada. Boldos obscuros y relucientes donde los tordos celebraban su fiesta. Y más arriba, enamorados de la luz, los zorzales silbaban en sus cornetines de plata. Abajo, como verdes cabelleras de tonos más claros, casi rubios en la deslumbradora claridad del sol poniente, los tupidos quilantares bordeaban el río, que se retorcía, azul obscuro a ratos, bajo las frondas opulentas, dorado y palpitante en la luz, y más allá con reflejos de tonos rojizos.

    —Como es bella esta tierra, querido Anselmo. Y estas lindas muchachas, son dos ángeles. ¡Mon Dieu! Yo seré bien tonto, si me voy de aquí. ¿Dites moi, Lucinda tiene novio? ¡Quelle filie, mon ami! Tengo ganas de ser poeta, Anselma.

    Rió Anselmo de buenas ganas al oír las palabras apasionadas de Dumont.

    —Es una muchacha preciosa —exclamó—. Y de una bondad infinita. Estoy seguro de que hará la felicidad de un hombre que la merezca y la sepa apreciar. Pretendientes no le faltan, pero no la he visto inclinarse por nadie. Creo que llega a tiempo usted, doctorcito. En el momento preciso.
    —¿Sí? Alors non perdamos el tiempo. Au revoir, Anselmo.

    Lanzando una carcajada el francés, de un salto, traspuso el tranquero, junto al cual se hallaban detenidos, y fue a reunirse con las jóvenes que se habían internado en el monte. Cogidas de un grueso boqui hallábanse encaramadas sobre el enorme tronco de un roble caído, para coger flores de copihue. En la selva intocada, no era raro encontrar flores de copihue blancas y rosadas, que se enredaban entre la crujiente seda de los quilantos, al ser arrancadas por las ávidas manos de las muchachas.

    Anselmo quedóse entretenido contemplando como excursionaban las lagartijas sobre los resecos tranqueros del cerco a medio hacer. Las había azules, verdes, rojizas, amarillentas. Animalitos vivarachos que se movían velozmente sobre los palos secos, gozosos de sentir la caricia del sol. En ese momento vio venir a Quicho. Arreaba por la falda del ceno a una docena de yacas con sus terneros, que bajaban bramando dulcemente. A ratos se detenían para mirar a sus crías con persistente fijeza, luego seguían caminando hostigadas por los perros y por los gritos de Quicho, que el eco extrañamente sonoro, repetía en el corazón del bosque.

    Isabel estaba de pie al otro lado de la zanja, que se abría casi junto al tranquero. Venía con un atado de flores de copihue, rojas y blancas, salpicadas éstas de manchitas rojas. La joven sonreía, con los labios entreabiertos y el rubio pelo flameándole en el viento. Sus mejillas fojas y los ojos azules intensos, le comunicaban algo de aéreo y maravilloso. Así debían ser —pensó— las hadas del bosque que imaginaron los poetas. Antes de que Anselmo le ayudara, saltó la zanja y su pollera de tonos claros, pareció escapársele en el viento.

    Con la respiración agitada estuvo junto a él echándole el tibio aliento de su boca que le acariciaba al hablar.

    —Mira que lindura, Anselmo. ¿Has visto que flores más bonitas, mi amor? ¡Ay! Que me cansé, mi hijito Pero no me dices nada, amor. ¿Qué te pasa? ¿Acaso estás enojado?

    Teniendo el grueso tranquero de por medio, casi a la altura del pecho, Anselmo la abrazó para besarla en los ojos. Crujieron las flores y las hojas entre ellos. Un perfume tibio y fresco embriagó al hombre ya recuperado totalmente en sus energías viriles. Flores frescas del bos-que, carne tibia y olorosa de mujer joven y hermosa que le envolvía como una oleada de esencias divinas.

    —¡Mi niña Sol, mi niña Sol —díjole amorosamente recordando el nombre que les diera Gorostiaga y que repetía Domingo Melín con frecuencia—. ¡Qué felicidad la mía! ¿Es que yo merezco todo esto, mi niña Sol?

    Volvieron los cuatro lentamente. Lucinda y el doctor Dumont caminaban muy despacio, conversando de cosas al parecer muy interesantes, porque a ratos se detenían para oírse mejor.

    —¿Qué te parece, Isabel? Se podrá volver a Talca ese doctorcito? Ese ya es "fronterizo" hasta el tuétano. Y esto en un día...

    Cerró un ojo con picardía, y luego, agregó:

    —Milagros que hacen las niñas Soles.

    Junto al corredor de la casa se desmontaba en ese momento El Verde. Las bestias en que llegaba venían tan sudadas que daban la impresión de que acababan de salir del agua. El Verde les aflojaba las cinchas en ese instante y luego fue a sacar los encargos que traía en los chaigües del caballo que le hacía pareja.

    —¡Chas! El patrón parece que floreció como el ciruelillo. Ta más bizarro que nunca. Ya se ve; la compaña tamién hace mucho. Puaquí traigo encargos que es vicio. Pá las patroncitas recaos y memorias de on Lucas y de la patrona Cucha, que estuvo en un tris que no se vino conmigo. Al último acobardó porque vio a on Lucas que estaba intranquilo. Traigo cartas de Consución, que llegaron por el tren de paseo, ayer no más. Y algo tengo que hablar, con el patrón a solas. No es pa alarmarse, pero conviene que lo sepa luego.

    Mientras hablaba, sacaba paquetes y más paquetes de los chaigües que venían en el caballo parejero. Anselmo entre tanto rompía los sobres que le iba alargando Isabel.

    —Facturas, facturas; cuentas y más cuentas —decía Anselmo—. Voy a encargarle a don Lucas que en adelante ludo esta correspondencia la abra él, para que se imponga de las cancelaciones que es preciso hacer. Ni siquiera hay necesidad de que yo las vea.

    Isabel le escrutaba sin despegarle los ojos. Acercándose para mirar una carta de Concepción, le susurró:

    —Yo te podré ayudar en eso. Te podré ayudar mucho, y con toda mi alma. Lo que no sepa, lo iré aprendiendo poco a poco Yo creo, Anselmo, que es conveniente que todo lo relacionado con las casas comerciales, con las cuales mantienes negocios, lo veas tú mismo. ¡Si mi papá es un ángel que anda por equivocación aquí en la tierra! Es la bondad personificada, pero con exceso. Yo no sé cual sería ahora el destino de nosotros si no tuviéramos la suerte de encontrarte. ¡Ay, Domingo Melín fue nuestro providencial Y mira, ¿no es él, quien viene entrando? ¡Qué divertido!

    Anselmo, apoyado en un poste del corredor, se quedó mirando al cacique, que se desmontó de un mulato cariblanco de gran alzada, que inmediatamente comenzó a restregar su cara entre los brazuelos para aliviarse del picor que le causaba el sudor. Melín se volvió a donde estaba su amigo para decirle con voz empapada en afecto:

    —¡Qué grandazo estás, Anselmo! Chiquillo mediano estira con enfermedá. Vos tamién. ¡Bueno día, Isabel!, siempre linda como sol.

    Anselmo le preguntó mientras le sonreía afectuoso.

    —¿Qué te pasó hoy? Te fuiste sin hablar con nadie. Isabel dice que estabas enojado porque había llegado médico gringo. Yo le dije que eso no podía ser.

    Sonrió Melín mirando a Isabel, que le guiñaba el ojo picaramente.

    —Médico gringo no vale, cuando enfermo ya anda firme. Mapuche tiene buena conociencia de remedios que siembra por toda la tierra Taita Grande que vive allá arriba en montañas blancas.

    Isabel, con la mirada ausente, perdida en las lejanas luces del sol poniente, apretó el brazo de Anselmo, llamándole la atención sobre lo que había dicho Domingo.

    —Dios no permite que hayan demasiadas desgracias en el mundo —exclamó la joven con voz suave y profunda.

    Domingo quedóse un instante en silencio y luego, golpeándose el pecho con el cabo de su rebenque, repuso mirando a Anselmo.

    —Dios, bueno a veces, malo tamién. Ladrones, salteadores, matan, roban con su permiso. Allá en reución robaron ahora cagüellos, mansún, pegaron müqueres. ¿Dios da permiso para que cochinos bandidos jodan a cacique pobre?
    —¿Quiénes fueron? —interrogó Anselmo enrojeciendo.
    —Cuadrilla Florindo, dijo machi Mayuta sabe donde fueron vender animales. Pero Melín pega fuerte tamién, Anselmo. Domingo Melín, hijo Toro Melín, no tiene miedo salteadores. Mocetones reución arreglarán cuentas. No importa que lleven cagüellos, mansún y maten ovicha. Importa que peguen müqueres. Dios no castiga a perros salteadores. Entonces castigará Domingo.

    Apoyado en la pared, Domingo miraba el suelo sin que sus rasgos demostraran la cólera que lo poseía. Después agregó antes de que Anselmo hablara:

    —Florindo, amigo Jenaro Montoya.

    Anselmo con una carta sin abrir en la mano se paseó un rato, para dominar un poco la furia que lo hizo estrujar el sobre. Después volviéndose a Domingo, le dijo:

    —Te ruego que no te metas todavía con la cuadrilla de Florindo. Yo lo mandaré a llamar hoy mismo con Jenaro. ¡Carajo! Y si siguen jodiendo yo voy contigo y tus mocetones, Domingo. ¡Yo voy contigo! A mis amigos no los embroma nadie. Te aseguro que mientras me quede aliento no quedará ninguno de esos badulaques con vida. ¡Quién molesta a Domingo Melín, me molesta a mi! ¡Caracho! Qué lo sepan bien.

    Domingo había alzado la mirada. Ardían sus ojos leales de orgullosa satisfacción. Isabel, asustada, miraba a Anselmo como en una especie de éxtasis, en el que se mezclaba la admiración, el temor y la adoración. Domingo, dijo entonces:

    —No enojando, Anselmo. Braveza corazón, calienta sangre y hace mal. Vuelve fiebre. Yo esperaré, taita Anselmo.

    Y luego, como para ayudarle a reponerse, agregó con sonrisa infantil.

    —Y pasó rabia, ahora dio hambre. Niña Sol, tú conoces buen remedio hambre. ¿No es cierto?
    —Sí, si —exclamó Anselmo—. Llévalo, Isabelita, mientras hablo con El Verde. ¿Con qué historias vendrá éste?

    Sentado en el grueso tablón sobre el cual se apoyaban los postes del corredor, El Verde fumaba un largo cigarrillo envuelto en hoja de maíz.

    —Güeña cosa, patrón —exclamó lanzando una gorda bocanada de su apestoso tabaco— siento tener que decirle algo que lo va ajisar más todavía, después de lo hablado con Domingo. Pero la cuestión es que allá en el negocio, don Lacas tuvo una agarrada muy juertaza con Gume, porque lo pilló que le estaba tirando al indio a más y mejor. El güeñi ese es muy cara e callo le diré yo, patrón. Hace tiempo que está robando en su negocio. Parece que una guía del molino por treinta quintales de harina, la hizo pasar de largo pa su casa, de acuerdo con el Pichi Juan, que según dicen es pariente del hijuna. Yo no sé como on Lucas, que es tan calmao en sus cosas, lo anduvo cañando y lo aclaró al momento. Le diré que el vétero es harto hombrecito. Cuando Gume se le encarautó don Lucas le ordenó salir del negocio.
    —A mi vos no me venís a echar di aquí, viejo de mierda —le contestó Gume— el que va a salir sos vos y ligerito. Yo no lo vide, pero me lo contó on Bela, el coltro, su sobrino. Dice que don Lucas se volvió una guiña brava. Aforró al Gume y di un solo puñete lo plantó al suelo. El güeñi es malero, y haciéndose el bandeado se paró del suelo y le tiró una feroz patada a los compañones. Por suerte on Lucas le alcanzó a hacer el lance y agarrando una horqueta que encontró a mano, le plantó dos garrotazos, que dejaron a Gume viendo estrellas. Pero ni con esas. Le volvió a cargar y entonces on Lucas que parece que no anda en bestias emprestas, le mandó un chinchorrazo con el Mitigüeso, y lo jodio. Ey tá agora en l'espital con una bala metía en la rodilla. Puta madre, patrón Anselmo, no haberme encontrao allí, porque le saco el añil a ese indio de porra, disculpando el modo di hablar. Pero me quema la sangre.

    Anselmo miraba a El Verde sin decir palabra. Pálido de coraje y luego rojo de rabia se limitó a escuchar en silencio. Pero al final lanzó una carcajada, que resonó con metálico acento.

    —¡Caracho! ¿Así es que don Lucas no se anda con chicas cuando le da rabia, ah?
    —Es hombronazo el vétero —añadió El Verde lanzando otro temo de grueso calibre—. Lástima que no lo mató, porque ese güeñi tiene pana negra, patrón. La del diantre que ahora ni se le puede pegar. A un cojano quien se la va a dar. A lo mejor le entra la cangrena en la pata y se manda derechito pa los infiernos.
    —Ojalá que no se muera —exclamó don Anselmo ya distraído del asunto—. Porque la acarrearía una serie de molestias a don Lucas. Claro que fue en defensa propia el encontrón y ya eso es un atenuante. En todo caso es una fregatina.

    El Verde carraspeó, chupando con breves y rápidas aspiraciones el cigarrillo, que no quería encender. Atorándose con el humo, replicó:

    —Claro que fue en defensa propia pues, patrón. Gume va perdió de toas layas.
    —¡Caracho! —comentó finalmente Anselmo estirando el sobre arrugado en su mano— y va a hacer falta como un diantre el bribón ese. Porque es harto listo para las cuentas.
    —Por lleulle no se queda, pero ese sinvergüenza le estaba sacando medio costillar, pus, patrón. Fíjese su mercé los medios cortecitos que se tiraba.
    —En fin ya se arreglará eso. Tú no te vayas Verde, porque mañana me voy a Traiguén y allá te necesito para que vayas a Nilpe, con un recado para Juan Añiri. Yo no voy alcanzar a ir, pues debo volver a Angol, cuanto antes.

    En el comedor ya estaba instalado Domingo, frente a un pedazo de asado de cordero que le sirviera Isabel. El doctor Dumont, con su arrevesada jeringonza, conversaba con el cacique con gran animación. Anselmo rió alegre al verlos ya en plan de amistad.

    —¿Así es que ya son amigos, ustedes? ¿Y cómo me habían dicho que Domingo no aceptaba ni siquiera saludar a médico gringo? ¿Entonces todas eran historias de Isabel?
    —¡Non puede ser! —exclamó risueño Dumont—. Non puede ser. Cacique Domingo c'est une grande personne. Seremos buenos amis.
    —¿Isabel ardilosa, entonces? —preguntó Melín con su aire grave—. Acusaré a Cucha para que dé calda. Cucha muy guapa, casca ligerito.
    —No creas, Domingo. Todas son bromas de Anselmo —repuso la joven con voz afectuosa—. Pero no creo que seas capaz de acusarme a la mamá. Si ella me pegara te daría pena.
    —Entonces yo defendiéndote, Isabel. Pero Cucha bien guapa, ¿no? Da chope. Rico trago, Anselmo —añadió, vaciando un gran vaso de vino tinto—. Después te voy a comprar una pipa pa guillarán. Vino calienta sangre mocetón y pone más bravo. Jamaica emborracha. Pero güen trago tamién.
    —Jama'ique, juh, la—la! Veneno, veneno, mon cher cacique. Acaba con fortaleza hombre. Vino da sangre, energía. Oui. Cest bien different. Jama'ique, ruina de hombre.

    Isabel no podía ocultar su inquietud. Mientras Dumont hablaba con el cacique con su maneta atropellada y pintoresca, sin importarle que le entendiera o no, ella se inclinó al oído de Anselmo para susurrarle:

    —¿Qué tenía que decirte El Verde? ¿Alguna mala noticia, tal vez?

    Anselmo hizo un gesto desabrido y luego sonrió aparentando la más absoluta tranquilidad:

    —Tonterías sin importancia. Gumercindo, el empleado, tuvo un disgusto con don Lucas y él lo echó del almacén hasta que yo llegue a arreglar la cosa. Eso es todo.

    Isabel se quedó como en el aire. Una gran sorpresa se reflejaba en su semblante:

    — ¡Mi papá! Pero si no puedo creer. Debe haber sido algo muy grave para que tomara una resolución así. Es como para quedarse abismada. ¿Pero has visto, Lucinda?

    Lucinda. que estaba embelesada leyendo una carta de Angela en la que esta le contaba sus escaramuzas amorosas con algunos tenientes de la guarnición, se volvió para preguntar:

    —¿Qué cosa? No sé de qué hablas.
    — Mi papá convertido en hombre enérgico. Dice Anselmo que despidió a don Gume del negocio porque le contestó mal. Habrá sido algo muy gordo para que se haya atrevido a mandarlo cambiar. ¿No te parece?
    —De veras —contestó la joven con aire distraído—. No te olvides que aunque mi papá es como oveja en la casa si alguien lo ofende se vuelve un trigre. Ya ves tú lo que cuenta la mamá de él, allá en Ovalle. Entonces se agarró a moquetes con tres mineros. Oye, después te voy a mostrar la carta de Angela. Es de lo más divertida. Pero antes deseo hablarte algo que me acaba de pasar. Es de un asunto tan inesperado que no se me hubiera ocurrido nunca.

    Isabel cerrando un ojo le susurró, maliciosa:

    —Te apuesto que adivino. Ya lo sé hija. No tienes para qué contármelo. —Y conteniendo la risa, le musitó apenas—: ¿Se te declaró el franchute? ¿No es verdad?

    Lucinda con cara de aflicción, exclamó desolada: —¡No! Es algo que tú no te imaginas. Te vas a caer de sorpresa.

    Anselmo, que leía su correspondencia, sujetó de un brazo a Isabel:

    —¿A dónde va, señorita? La necesito, no se vaya. Tengo cosas muy importantes que comunicarle.
    —Vuelvo —le sonrió la joven— vuelvo en seguida. Es para oír una consulta de Lucinda.

    Anselmo carraspeó intencionadamente, cerrando un ojo.

    —Aconséjala bien. Y que venga en apelación a mí, si no le satisface tu fallo.

    Sentadas sobre la cama, Lucinda clavó los ojos en su hermana, que le miraba con cariñosa ansiedad.

    —¿Qué te ha pasado? ¿Alguna mala noticia?
    —Figúrate que don Ludovino, estuvo a hablar conmigo denantes y se me declaró.

    Alzando las manos para oprimirse las sienes y con los ojos agrandados por la sorpresa, Isabel exclamó lanzando todo el aire que tenía en los pulmones:

    —¡Don Ludovino! Pero está loco ese hombre. Si tú eres una mocosa para él. ¡Cómo se le ocurre, venir a enamorarse de ti! Bien lo decía Anselmo. Y yo me reí, sin darle la menor importancia. Que barbaridad Chinda por el amor de Dios. ¿Y qué te dijo?
    —¿Qué me iba a decir, pues? Que estaba enamorado de mí. Y que de mi respuesta dependía su vida y su porvenir. Que si yo lo rechazaba él se iría para siempre. Oye Isabel, a mi me parece que ese hombre está enfermo, o a punto de volverse loco. No sé, me dio tanta pena verlo como un niño afligido delante de mí. Pero como me voy a casar yo con él si ni siquiera hemos conversado nunca. Y yo lo he mirado siempre como a una persona de respeto. No me atrevo a volver a hablar con él.
    —Diviste decirle inmediatamente que tú lo sentías mucho, por que no piensas en casarte. Que eres muy joven. Alguna cosa definitiva, para cortarle de raíz la idea. ¡Pobre don Ludovino! Lo siento, pues me parece una excelente persona. Bien lo vio Anselmo, con su ojo de águila en estas cebas. Yo pensé que eran nada más que picardías de hombre diablo. ¡Como él ha sido tan picaronazo!
    — A mi me da vergüenza decírselo a Anselmo —siguió Lucinda — porque él, que es tan bromista, se va a reír mucho con el asunto. Pero yo no quiero hablar más con don Ludovino. Me dio pena ese hombre. Parecía que se iba a caer al suelo o a ponerse a llorar. Pero es Anselmo el único que lo puede convencer. A mí don Ludovino me parece hombre muy digno, pero qué sacamos con eso, sin cariño.
    —¿Don Ludovino quedó de volver a hablarte?
    —Sí —dijo Lucinda— aunque yo traté de convencerlo, él insistió tanto. Lo vi tan desesperado que casi le digo que lo pensaría, sólo por no verlo sufrir de ese modo.

    Para Lucinda, muchacha de bondad infinita y corazón sensible, aquello se le presentaba como un problema superior a sus fuerzas. Tenía los ojos brillantes y parecía a punto de estallar en llanto.

    Isabel sonrió amorosa, atrayéndola hacia ella. Como cuando se consuela a los pequeños, le dijo besándola en la mejilla y juntándola a la suya un largo rato.

    —Así es que usted ya anda haciendo sufrir a los hombres, ¿no? Deja, mi hijita, no te aflijas. Si los hombres también tienen sus tretas para que una les crea. Ya lo verás. Quédate tranquila. Entre Anselmo y yo arreglaremos ese asunto. ¡Las cosas de don Ludovino! ¡Cuando podía haberse enamorado de la señorita Lajaña!

    En ese momento entró doña Adolfina a la habitación. Venía con semblante preocupado.

    —¿Qué hay chiquillas? ¿Conversan algo privado? ¿Acaso las molesto?
    —¡No! En absoluto —aseguró Isabel sonriendo— comentábamos una carta de Angela. A usted la veo preocupada, doña Adolfina.
    —Sí, un poco. Hace tanto tiempo que tengo mi casa abandonada y quisiera saber cuando nos vamos. Porque si don Anselmo no piensa seguir a Traiguén, habrá que buscar los medios para hacerlo por nuestra cuenta. ¿No les parece?
    —Pero como se le ocurre, doña Adolfina, que después de todos los sacrificios suyos por Anselmo, lo va a dejar a mitad de camino. De ningún modo. Denantes no más, le oí decir que muy pronto seguiremos a Traiguén. Ya debe haberle dado órdenes a Clodomiro. Vamos a preguntarle.
    —No hace falta —la atajó vivamente doña Adolfina—. Si él ha dicho eso quiere decir que así será. ¿Hay novedades en Angol? ¿La familia sigue bien?
    —¡Muy bien! La mamá estaba un poco intranquila por esta demora aquí. Seguramente le han dicho que la enfermedad de Anselmo, no era tan leve como yo les mandé a decir.
    —Y por ustedes debe estar preocupada también, pues hijita. ¡Madre al fin! —Y con su gesto característico entre burlón y malicioso doña Adolfina, añadió:
    —Ya se sabrá por allá la buena nueva que tenemos, ¿no?

    Isabel dio un repentino y fuerte estornudo antes de alcanzar a contestarle.

    Se aproximaba rápidamente la noche. Una húmeda fragancia penetraba por la ventana. Oíase el ronco gruñir de los cerdos. Y en el monte los zorros comenzaron a lanzar su metílico aullido.


    X


    Estaban concluyendo de comer. Anselmo, regocijado, se entretenía en animar un cambio de palabras suscitado entre doña Adolfina y el doctor Dumont, que contestaba con fina gracia las mordaces palabras de ella. Anselmo, echando leña al fuego de la discusión, comentó:

    —Tendremos entretención para mañana. Así acortaremos mucho camino.

    Un largo relincho del caballo de Domingo, amarrado afuera, estremeció de pronto el ámbito. Y casi en seguida una batahola de perros que ladraban feroces e irritados, vino a interrumpir aquella alegre sobremesa. Resonó el estampido de un disparo y los perros, excitados, redoblaron los ladridos, entre los cuales se destacó el aullido desgarrador de uno que había sido herido.

    Anselmo, de un brinco aseguró la tranca de la puerta y corrió, seguido por Domingo, hacia su pieza. El doctor Dumont hizo lo mismo y en ese instante una andanada de balas de carabina desastilló las tablas de la puerta. Anselmo, enardecido, gritó con voz de trueno.

    —¡Apaguen la luz! Agáchense, agáchense, tiéndanse mejor.

    Pero en ese momento se oyó un tropel de gente que penetraba a toda carrera por la cocina, estrellándose entre los tarros y las olletas esparcidas cerca del fogón. El caballo de Melín, excitado, volvió a relinchar con gran angustia y otros caballos hicieron eco, entre el enloquecido ladrar de los perros.

    —¿Dónde está Anselmo Mendoza?, gritó una voz ronca. ¿Dónde está el asesino? ¡Qué salga ese ladrón de tierras!

    Se oyó el sollozar de las mujeres en la obscuridad de la estancia. Isabel, paralizada por el terror, se quedó en un rincón gimiendo:

    —¡Anselmo, por Dios! ¡Virgen Santa de los cielos! Anselmo, mi hijito.

    Una piedra enorme hizo saltar los postigos de la ventana y en seguida dos disparos, casi simultáneos iluminaron un instante la estancia. Se oía el respirar tumultuoso de Anselmo y de Domingo agazapados en un rincón.

    —¡Qué salga el valiente Mendoza! —gritó de nuevo la misma voz ronca—. ¡Perro cobarde sale si sos tan gallo! ¡Ven a pelear como hombre, asesino!

    Un golpe y otro, y un tercero, hicieron crujir las maderas de la puerta de comunicación con la cocina. De pronto Anselmo sacó la tranca dejándola atravesada y casi en seguida trastabillaron en ella dos hombres que, sin embargo, alcanzaron a afirmarse. Resonaron dos disparos adentro y dos cuerpos rodaron debatiéndose pesadamente, entre blasfemias, por el suelo.

    Una luz vivísima iluminó entonces las rendijas de la puerca que daba al corredor. Un montón de paja encendida comenzaba a quemar las tablas. Anselmo, ciego de ira, levantó la tranca y la puerta, ya ardiendo, se abrió inesperadamente. Domingo, el doctor Dumont y Anselmo, casi instantáneamente dispararon sus armas. Un hombre bajo, rechoncho, se fue de bruces, sin una queja, sobre las llamas. Corrieron otros desde la cocina y entonces Anselmo, gritó:

    —Aquí estoy, canallas. Aquí vamos a vernos las caras hijos de... ¡Aquí está Anselmo Mendoza, carajo!

    Media docena de hombres salieron de la cocina y atravesaron dando saltos de simios con el choco entre las manos. Una nueva descarga hizo lanzar un bramido de dolor a uno de ellos. Trataban de acercarse a la puerta, naciendo cachañas y saltos, escondiendo el cuerpo tras los postes y a lo largo de la muralla del corredor. Pero entonces ocurrió algo inesperado.

    Como un ventarrón que echa abajo un entablado, resonaron en el puentecillo de entrada los cascos de un grupo de jinetes que llegaba a todo correr y que casi sentaron sus bestias en medio del patio al sujetarlas con inaudita energía. Y junto con detenerse atronó el ámbito una descarga cerrada. La voz de acento metálico de El Verde y el grito indígena de pelea, de Jenaro Montoya, resonaron en la noche, coreados por un chivateo ensordecedor, entre el relincho de bestias que luchaban, bufando algunas y costaleándose otras, en su vano intento de cortar el lazo de los jaquimones con que estaban atadas a los tranqueros. En ese momento una bala hirió al caballo de El Verde, quien se derrumbó maldiciendo a todos los demonios y santos de la corte celestial.

    Como lanzado por una catapulta, Anselmo saltó hacia afuera en el preciso instante, en que un hombre alto con perneras de ternero, daba un brinco hacia la puerta. Casi en el aire se abrazaron los dos hombres. El gigantón trató de soltar un brazo para asestar un machetazo a Anselmo, pero éste lo sostuvo doblegándolo lentamente hasta que cayeron sobre los restos de la paja quemada, que aun ardía cerca de la puerta mezclada con chamizas de hualle.

    Un grito agudo, casi extra humano de Isabel, traspasó el ámbito:

    —¡Anselmo, Anselmo! ¡Por Dios, Anselmo!

    Y después el golpe de un cuerpo derrumbándose sobre las tablas del comedor. Jenaro Montosa gritó en medio de la obscuridad:

    —Patrón Anselmo. Patrón Anselmo, hábleme, patrón Anselmo.

    Anselmo jadeante y sin poder contestar luchaba en el suelo con el Ronco Elías, el jefe de la banda. De lado a lado del corredor se costaleaban afirmando las piernas y tratando de ahogarse. Jenaro Montoya, dejándose caer del caballo, gritó otra vez:

    —¡Patrón, Anselmo, por su madre!

    En la obscuridad, Montoya vio el enorme corpachón del Ronco Elías, y le asestó un puntapié como para matar a un buey. Sacó después su ancho cuchillo de monte y yéndose sobre él, se lo enterró en el costado hasta la empuñadura. Un torrente de sangre, tan gordo como el chorro que sale de un caño, le bañó las manos.

    El bandido hizo una especie de largo hipó, y cayó de espaldas con otra feroz patada de Montoya, que bramó entonces:

    —¡Mierda!

    Y ayudando a Anselmo, que se paró inundado en ríos de transpiración y cimbrándose de cansancio, le reprochó, acezando, con la voz entrecortada:

    —Por su madre, patrón, como no me hablaba. Como no me llamaba, patrón, por su vida.

    Anselmo respiró profundamente. Sujetándose del brazo de Montoya, gritó:

    —¿Isabel, dónde está Isabel?

    A lo lejos, en la obscuridad densa de la noche, oyóse el carrerón de los jinetes de la banda del Ronco Elías, que huían a todo lo que daban sus bestias, perseguidos por los hombres de Jenaro.

    —Anselmo, vient ici! ¡Vite, mon ami! —apremió la voz de Dumont.

    Jenaro encendió un fósforo y trajo un chonchón de la cocina. Anselmo pudo ver entonces a Dumont, que sin encontrar otra cosa a mano vertía unas gotas de vinagre sobre los labios de Isabel que estaba blanca como el papel y con los dientes apretados en una espantosa contracción. Entre tanto el médico le tomaba el pulso. Alzando la mirada sonrió a Anselmo, haciéndole un gesto para tranquilizarlo. Entonces Mendoza se dio cuenta de que el traje del doctor estaba lleno de sangre.

    —¿Está herida? —dijo con voz tan extraña— que nadie se la hubiera reconocido como la suya.
    —Non, c'est nuestro ami el cacique. Una bala en el hombro le tumbó el fusil, al brave homme. ¡Quelle bétise!
    —¿No es grave, no?

    Dumont no despegaba los ojos mirando a Isabel, cuyo rostro comenzó a adquirir una leve coloración. Abriendo los ojos vio a Anselmo inclinado sobre ella. El la alzó en sus brazos como a una criatura, acariciándola con la voz que le salía como una ronca queja:

    —¡Isabelita, Isabelita!

    La herida de Domingo, olorosísima, aunque no grave, le había inmovilizado un brazo. Pero, así aún, al recibir el balazo avanzó hacia la cocina blandiendo su gran machete de monte. Fue un espectáculo impresionante cuando, de un revés, rechazó al grupo de bandidos que pretendieron entrar a la pieza donde se atrincheró Anselmo, en el preciso instante en que se oyeron los gritos de El Verde y Jenaro irrumpiendo en el sitio del salteo.

    Cuatro bandidos quedaron en el campo de la refriega. Allí, junto a la puerta, estaba El Cuntra, matancero de Collipulli, que se había lanzado al camino, obedeciendo a su instinto sanguinario. En la cocina cayeron dos, que Jenaro no identificó. El Verde no dijo nada, pero sonrió esquivo cuando dieron vuelta al más joven, un tipo de cierta belleza de rasgos, pero que aún, después de muerto, tenía algo de siniestro y repulsivo.

    El Verde, aparte de un machetazo al sesgo que le cruzó la cara desde la oreja hasta el labio, no sacó mayores averías, sin contar el costalazo que se dio cuando le mataron su caballo, el fiel y valiente "Rabicano", que ya lo acompañaba casi un par de años.

    Dumont agotó esa noche su provisión de calmantes, para darle a doña Adolfina y a la señorita Zunilda Lajaña, quien sufrió un ataque de histeria, con atroces convulsiones. Lucinda, la dulce y sentimental Lucinda, tenía siempre la ayuda del cielo. Llorando a sollozos, junto a su cama mientras duró el breve combate, se calmó en seguida, y hasta le sonrió a Dumont, cuando éste avanzó una broma:

    —La Frontiére, ¡quel pays, mon Dieu! C'est le paradis, ¿verdad, Anselmo?

    Anselmo, ocupado en arreglar la lámpara, ordenó a las muchachas mapuches que lavaran el piso con grandes baldes de agua. Los muertos, a cargo de Jenaro, fueron trasladados a una carreta, para mandarlos hacia Los Sauces. ¡Nada de esperar la llegada de autoridades —exclamó Anselmo—. Las demostraciones del asalto eran tan evidentes que no se podía demorar más tiempo la odiosa presencia de los cadáveres de los forajidos.

    —Sería bueno quemar a esta peste —dijo Jenaro con aire sombrío y feroz—. Para qué dejar que estos perros vayan a ensuciar la tierra a onde los sepulten.

    Marcelina se había levantado y ayudó a Domingo a acomodarse en una cama que se le hizo en el comedor. Fue necesario que se impusiera Anselmo, con su autoridad firme y afectuosa, para hacerlo desistir de su empeño en marcharse.

    —Allá en reución, Mayuta hace güen remedio —insistía.
    —Sí —le dijo Anselmo—. Aquí también el doctor te hará buen remedio para comenzar. Después te seguirá curando Mayuta. No nos dejes solos, Domingo. No quiero que te vayas.

    Dos perros también habían muerto en el salteo. Uno de ellos casi degollado por un machete. El otro de un balazo. Era un perro grande, amarillo, fuerte y musculoso como un puma que, seguramente, fue el primero en asaltar a uno de los bandidos.

    Un raro olor quedó flotando en la atmósfera de la habitación. A sangre, a excrementos humanos, a madera quemada.

    Anselmo, de pie junto a la mesa, estaba intensamente pálido. Dumont, al verlo, le dijo sin poder reprimir un temblor de emoción en su voz:

    —Siéntese, Anselmo. ¡Quelle gentes, mon Dieu!

    Entre tanto, el doctor con mano hábil rasgaba una sábana para sacar vendas y envolver con ellas la herida de Domingo, que respiraba con fuerza para no quejarse.

    —Es la ley de esta tierra, querido doctorcito —habló Anselmo después de un tenso silencio. El Ronco Elías estaba preso en Traiguén por robo de animales y asesinato de dos indios. Yo lo hice perseguir hasta que dieron con él. El juez Aceval Caro, me aseguró que lo habían "encaminado" y que su cadáver se lo habían comido los jotes en una barranca del Chumay. Pero ahí tiene: Vaya a confiar en la gente aunque sean jueces. Le va a costar caro a ese sin-vergüenza. ¡Mientras yo tenga vida, no se la voy a perdonar! Pero el camino se va limpiando, poco a poco. Ya lo verá usted, Dumont. Anselmo Mendoza me llamo y estoy vivo todavía, a Dios gracias. ¡Caracho!

    El Verde trajo un lavatorio con agua salada para lavar la herida de Domingo. Desdeñando una curación del médico, El Verde se había puesto una gruesa tela de araña sobre la cortadura que el filo de un machete le hizo en la cara, sin alcanzarlo bien.

    El médico con ojo experto reconoció la herida del cacique. Afortunadamente la bala había salido un poco más arriba del pulmón y era cuestión de desinfectarla bien.

    De su maletín extrajo unos cuantos frascos y una serie de instrumentos brillantes, en los cuales envolvió algodones y gasas para limpiar la herida. Domingo, silencioso, con los ojos muy abiertos respiraba profundamente. Pero no pudo evitar un gemido cuando aquella tintura tocó la carne viva. Los músculos, ajenos a su recia voluntad, tiritaron contrayéndose.

    En ese momento apareció Isabel. Venía con los bellos ojos enrojecidos por el llanto. Su rostro veíase más afinado y los labios sin color daban un aire de languidez a su belleza. En su voz baja, velada, preguntó:

    —¿Puedo ayudar en algo, doctor?
    —¡Sí, sí, Isabel! —contestó éste alargándole unas tijerillas y un frasco—. Déme las vendas ahora. Merci bien, Isabel. C'est brave homme mejorará muy pronto. Estoy seguro.

    Con una expedición extraordinaria Dumont hizo el vendaje. Melín tenía la frente empapada en sudor, y cuando Isabel le limpió con una toalla, sonrió mirándola con in-tensidad.

    —Isabel, güeña maile. Anselmo hombre feliz con cariño tuyo.

    Isabel alzó los ojos para mirar a Anselmo con infinita dulzura. Le tiritaron los labios y las lágrimas corrían de sus ojos surcándole las mejillas. Anselmo sonrió triste. Atrayéndola hacia él, le dijo:

    —Ya pasó todo, Isabelita. Ya pasó todo. Nada de lágrimas ahora. Aquí estoy vivo para quererte mucho. Para defenderte siempre.
    —Cuando gente tá feliz, tamién llora —comentó Domingo—. Hombre malo, no sabe llorar.

    Pusieron la lámpara sobre la mesa después de curar a Domingo. Afuera un perro aulló fúnebre.

    —¡Pobre Califa! —dijo Anselmo—. Era un perro más valiente que un león, el que mataron estos canallas.

    En el patio se oyó el grito de un peón chistando a los bueyes, que temerosos no querían aproximarse a la carreta. Su instinto les hacía replegarse de costado, tratando de huir de la cercanía de los cadáveres, que Jenaro hizo capar con unos gangochos. Uno de los vacunos lanzó un largo bramido, como si la proximidad de la muerte les causara un espanto invencible.

    —Hasta los brutos se espantan de esos canallas —dijo El Verde—. ¿Que no habrán otros güeyes más mansos, hombre?
    —¡Y qué más mansos quere, on Balta! Si no son na novillos. Es que animal conoce la muerte de lejos. Aunque traigan los que traigan, on Balta.

    Por fin, después de largas y porfiadas tentativas, lograron poner los bueyes al pértigo. Jenaro Montoya y El Verde acompañarían al carretero, junto con los jinetes que vinieron con ellos en el momento del salteo.

    Anselmo, de pie en el corredor, no pudo reprimir un largo suspiro, cuando las ruedas de la carreta chirriaron al ponerse en marcha. Llamó a los jinetes para entregarles una carta que había escrito al jefe de los gendarmes de Los Sauces, diciéndole que al amanecer iría a explicar lo ocurrido.

    —¿Y a Clodomiro que le pasó? —preguntó Anselmo en e¡ momento que los jinetes volvían riendas—. ¿Dónde estaba que no apareció?
    —En la rancha con nosotros, patrón. Cuando sentimos los primeros tiros, no fue capi de pararse. Con el "Cara e Mama" le estuvieron poniendo too el día. No podían ni favorecerse ellos mismos. La suerte que nosotros tábamos intautos tuavía. Reciencito le comenzábamos a poner cuando oímos la alharaca de los perros y los primeros balazos. Por fortuna Jenaro tenía su trabuco a mano. Es curioso lo que pasa, patrón. Naide hubiera creído que el Ronco Elías iba a encontrar gente que lo siguiera. Y ahí tiene su mercé. Ese más joven, que murió en la cocina, era tamién juyío de la cárcel de Traiguén. Pa mí que el juez Aceval Caro anda metió en el asunto. Así no más no se juntan estas sabandijas. Y toos bien armados, patrón. El Huilque, el coltro, sobrino de Clodomiro, que vino con nosotros, dice que andaba tamién el Potoco Morales. Ese es una araña, pior que las del poto colorao. Estuvo en el salteo de Quino, cuando mataron al gringo Sinclair. Vandiao se jué el hijuna, pero esa mala yerba no muere así no más. El Huilque los vido cuando los cumpas lo echaron di a caballo, porque él no era capaz. El Potoco cualquier día va a caer a la nasa. Tiene sus camaricos por ey, pal lao de Cuñuñuco.

    Jenaro Montoya, que permanecía silencioso, agregó entonces:

    —El Potoco es muy falso. No creo que vuelva a allegarse a ninguna parte a onde se tope con hombres como el patrón Anselmo. El Potoco es malero. Cualquier día lo van a dar güelta, porque tá debiendo varias graciecitas. Yo mismo si lo pillo di un atravieso, no lo voy a dejar que pase de largo. Con Florindo tiene una cuenta tamién.

    Anselmo, que ya iba a entrar a la casa, se volvió hacia Jenaro para preguntarle con viva curiosidad.

    —Y ahora que me hablas de Florindo, ¿es verdad que su cuadrilla asaltó la reducción de Domingo Melín? Robaron animales y se gozaron a las mujeres, y después— las apalearon hasta que les dio puntada.

    Jenaro guardó silencio y en seguida dijo con voz firme y cortante:

    —Florindo no se puede propasar con naide que sea amigo de su mercé. Aunque los teñimos intipatía con el cacique, yo no lo amolestaré nunca. El indio es güeno, pero más porfiado que el burro Güeñas noches, patrón.
    —Buenas noches. Vuelvan pronto.

    Al entrar en la habitación, Anselmo encontró a Lucinda, a doña Adolfina y a Zunilda Lajaña, que conversaban animadamente con Isabel y Dumont. Marcelina había traído la gran cafetera humeante y olorosa, y ponía en ese momento las tazas en la mesa. Doña Adolfina decía en ese momento:

    —Veinte años llevo por aquí y nunca me había tocado ver algo más espantoso. Esto ha sido como para morirse. ¡Por Dios! ¿Quién se va atrever a dormir esta noche?
    —Hay que dormir —dijo Anselmo con voz reposada y tranquila—. Los salteos no son todos los días ni a cada rato. Todo esto se ha venido preparando desde hace tiempo. Aceval Caro, el juez, va tener que hablar largo conmigo. O muy corto. Jenaro y El Verde conocían la gente que andaba en la banda. Casi todos son cuatreros y bandidos con historia aquí en la Frontera. Voy a mandar a El Verde a Temuco con una carta para Gorostiaga, a fin de que comisione a los gendarmes a hacer una limpia. Y el juez me va a contar ahora sus últimas hazañas. Esas tierras de Molco que le compré a Cayul lo dejaron con la píldora adentro. Ya veremos quien puede más.

    Cogió una taza de café, mientras con la otra mano se rebaba hacia atrás el pelo rebelde. Agregó risueñamente:

    —¿Y qué dice el médico gringo? Mañana nos vamos a Traiguén. ¿No es así?
    —¡Claro! ¡Oui, monsieur! Oui. La Frontiére c'est, le pays mejor, mon cher Anselmo. J'ai mon destín aquí. ¡Sí, señorr!

    Dijo aquel —sí señor— cuidadosamente y le salió tan cómico, que todos se echaron a reír a pesar de la cara de circunstancia que tenían.

    —Iremos a Traiguén con bala en boca —dijo doña Adolfina—. A lo mejor por ahí nos encontramos con esos canallas que estarán mordiéndose de rabia.
    —¡Doña Adolfina! —bromeó Anselmo, mirando a Isabel que sonreía triste, sin poder ocultar su inquietud—. Doña Adolfina, ¿no sabe que esto no es como los temblores, que vienen uno tras otro? Ahora se dispersan todos preparando la coartada. Nos iremos con las manos desocupadas. Airara el doctor ya es un aguerrido tirador; fue él quien mandó a "El Cuntra" al otro mundo.

    Un pájaro cantó afuera dulcemente. Y luego muchos otros. La luz azul del día venía asomando otra vez, para hacer huir a los fantasmas y a los hombres que tenían una noche permanente en el alma. Brillaba el día después de una tremenda noche de pesadilla pasada en las fronteras de la muerte.


    XI


    Se sorprendió don Anselmo al llegar a Traiguén y ver el gran almacén que acababa de instalar Fidel Pontigo. El piso de tablas anchas, muy bien cepilladas, abarcaba un gran espacio entre las puertas y el largo mostrador. Al final se ubicó la cantina con sus barrigudas pipas para el aguardiente, la cerveza y el vino, colocadas sobre gruesos soportes de roble pellín. En la mitad del mostrador había una rejilla de madera y sobre el pupitre, que tenía un gran cajón para guardar el dinero, estaban los libretos de facturas y papeletas de empeño. En medio del amplio local ya se habían colocado los grandes carretes de cordeles y los barriles con grasa de pino, yerba mate y grasa en rama.

    Don Anselmo se paseó por el local con visibles muestras de satisfacción. Preguntó de pronto:

    —¿La mercadería no ha llegado toda?
    —Casi toda —explicó Fidel, que escrutaba atentamente el rostro de don Anselmo—. Hay mucha en la bodega que no se ha tenido tiempo de sacar y falta que llegue algo todavía.

    Carraspeó don Anselmo y preguntó de nuevo:

    —Las carretas llegaron sin novedad?
    —Sin novedad, patrón. Unos cajones de azúcar se anduvieron mojando algo. Pero no fue gran cosa. Descuido del viejo Viscarra, que no los tapó bien. Porque carpas traían de más para hacerlo.

    Fueron en seguida a ver las dos habitaciones destinadas a Anselmo y que éste no había visto terminadas aún. Un dormitorio con una gran cómoda y una mesa lavatorio provista de todo lo necesario. El catre de madera, ancho, tenía dos colchones altos y la tela de cotí, nueva, indicaba que estaban recién hechos. Fidel sonrió después de sonarse ruidosamente:

    —La cama es bien anchita, patrón. Los colchones los trabajó la Antuca allá en Nilpe y los trajo ayer no más Juan Añiri. Están al pelo, para un recién casao.

    Anselmo enrojeció alegre. Dijo en seguida:

    —Y casi no llego a dormir en ella. Ha sido una de jodiendas, que no te imaginas. Tú ya sabrás lo que pasó allá en Angol con don Gume.
    —¡Claro! Lo supe el día que fui a ver a su mercé al Sauce. De vuelta me vine con Rosamel, el sobrino del viejo Esparza, y me lo contó toda Le diré, patrón, que para mí no fue novedad ninguna, porque ese bribón ha sido toda su vida muy aplicado a "tirarle al indio". Conmigo no cundía, pero más de algo me rebanaría, porque siempre tenía por ey a la mano, al indio Pichijuan con quien mandaba sus bolacos pa su casa. Pero con ésta se jodio entero. Mató la perdiz de los huevos de oro. Como habrá estado de feliz al saber el asalto del Ronco Elías. Hay que advertirle a don Lucas que no se desampare de su Mitigüeso, porque ese güeñi callanúo es vengativo.

    Don Anselmo, sentado en la cama y con el codo apoyado en el borde del respaldar del catre, guardó silencio un rato. Luego consultó a Fidel con viva curiosidad, mirándole atentamente.

    —¿Y que piensas tú de eso del Ronco Elías? ¿Cómo aparece de la noche a la mañana, en circunstancias que Aceval Caro me aseguró que a Bartolo Jerez lo habían encaminado en una barranca del Chumay?
    —Y di hay, patrón. La cosa está más clara que el agua. El viejo Aceval Caro le está jugando con trampa. Yo lo ey divisao en gran camarico con don Sinforiano. Vaya usté a saber en que cahuines andan. Le diré que al viejo Esparza se lo está comiendo la envidia. Ayer no más pasó a decirme:
    —¡Puchas, don! Este negocio va a ser más grande que los de Santiago. ¿Qué va a trabajar con don José Bústere, el patrón Anselmo?
    —No será tanto, on Sinforiano —le dije—. Pero el patrón sabe siempre lo que hace. Y las cosas no le salen nunca mal.
    —Así es, don Fidel. Ha trabajado bien con los indios don Anselmo.

    Anselmo se puso de pie con los ojos brillantes. Dio algunos pasos por la habitación y sonrió con ira.

    —Viejo estúpido —exclamó— la envidia se lo está comiendo vivo.
    —Así le dije yo: ¿es envidia o caridad, on Sinforiano? Porque usté no lo hace tan mal. Por falta de empeño no es. Se fue con la cola ardiendo el viejo de porra.
    —Lo que es yo, no voy a dejar las cosas así no más —refunfuñó Anselmo—. Aceval Caro no me viene a enturbiar el agua a mí, porque si me sigue con mariconadas, le voy a arreglar las peras a cuatro. Ya lo verás tú.
    —Lo embromado es —observó Fidel, con aire pensativo— que a estos jueces dicen que no los pueden cambiar. Ni el Gobierno tiene mando para hacerlo.
    —Así dicen —gruñó Anselmo—. Pero en el camino se arreglan las cargas. El Gobierno está muy lejos y allá en Santiago no les importa un cuesco lo que pasa por aquí. Y el coronel, ¿no ha venido a Traiguén?
    —El otro día anduvieron propalando mucho que iba, a venir con un Ministro que va entregar tierras en Lumaco. Pero después nadie ha dicho una palabra. El comandante de los cívicos estuvo en vez pasada a saludar a su mercé. Iba pa Galvarino, a ver un bochinche que hay allí por un reclamo de los Coñuepán.
    —¿No te dio ningún encargo para mí?
    —No, creo que venía nada más que a platicar la amista con su mercé, porque me encargó saludos no más. ¡Ah, y que en Angol se verían, porque él se regresa luego para allá!

    Echó Anselmo un vistazo al comedor y se quedó mirando la loza con dibujos azules que había en los compartimientos de un trinche.

    —Linda loza —comentó—. ¿La pediste a Concepción?
    —Es bonita —confirmó Fidel complacido—. La descojí yo mesmo de un catálogo que le llegó a su mercé Consución. Lástima que llegaron dos platos quebrados. Hay que darse con una piedra en los dientes que llegar buena hasta aquí. El viaje en carreta es harto largo.
    —Es verdad —aprobó Anselmo con amable acento— ¿Y tú ya tienes gente en tu fundo de Colpi? Son excelentes tierras esas. Muy trigueras. Creo que ahí te puedes armar con un par de buenas cosechas. Ya conviene que vayas pensando en casarte. Me parece que tu familia no se morirá de hambre.
    —Con la ayuda de su mercé nunca pasaremos necesidades —lo halagó Fidel en tono de broma—. Pero, ¿con quién se cana uno aquí, patrón, por la vida? A no ser que agarre a una de estas indias y la ponga de dueña de casa. Tendré que ir a mi cierra a aguaicar una buena chicuela por allá. La del diantre que no se quieren venir a vivir por estos mundos. Creen que por aquí matan a la gente a cada rato. Y no es para tanto.
    — Ni tampoco es como para vivir muy tranquilo —añadió sarcástico el patrón. Pero el hombre tiene su destino que cumplir y no hay más. ¿No te parece?
    —Así es, señor. Y dígame su mercé, ¿don Ludovino lleva muy adelantada ya, la casa de El Sauce? En vez pasa me dijo que se había dilatado un poco por falta de buenos carpinteros. Yo creo que podríamos mandarle di aquí al maestro Becerra, que tiene mucha idea en la cuestión. Harto idioso es; pero sabiéndole llevar sus caprichos.
    —Sí, tienes razón, sería bueno hablarle. ¿Crees tú que querrá ir?
    —¡Phs! Pa ganar plata está. Y El Sauce no está tan lejos. Yo le hablaré esta tarde.

    Era día domingo. El negocio se llenaba rápidamente de gente. Campesinos, mapuches, soldados, conversaban parados al sol sobre la acera. Las indias lucían sus bellos trariloncos y sus trapilacuchas de plata. Los soldados, que jamás manejaban un cobre, buscaban la amistad de los mapuches para que los convidaran a beber.

    ¿Entonces Gobierno embrollisto, no paga al soldado? Sin cullin, soldado, ¿qué va hacer? Bolsillo pelao, no tiene ni pa trago jamaica. No sirve Gobierno embrollisto.

    Celebraban ruidosamente aquellas palabras. Encontraban muy gracioso aquello del Gobierno embrollisto de que hablaba la india Manca Collío, dueña de tierras por el lado de Huiñilhue. Después, Marica entró al negocio, y sus pies desnudos golpearon suavemente las tablas del piso. El "coñi" asomado en el cupelhue que la india cargaba a la espalda, con los ojitos negros muy abiertos y las quiscas paradas, miraba asombrado las hechonas relucientes colgadas del techo y que tintineaban movidas por el viento.

    Un claro repique de campanas se oyó en la iglesia. Pasó una banda tocando una alegre marcha militar. Por encima de los árboles de la plaza volaron queltehues y jilgueros. Un jinete mapuche, montado en un caballo de gran alzada, miraba con absoluta inmovilidad el paso de los músicos. En la esquina de la rienda de don Rosendo Cartala, veíanse algunas señoras que se detenían a mirar los géneros recién llegados. En ráfagas, llegaba a ratos el olor al barro apenas oreado, de las calles del pueblo.

    Almorzaron en casa de doña Adolfina, que ese día había preparado suculentas viandas para festejar a sus visitas. También convidó a Fidel, quien estuvo muy locuaz, contando anécdotas de los indios que concurrían al negocio donde se daban las más fenomenales borracheras. El día anterior, no más, Bartolo Catrileo, había vendido su caballo ensillado, su manta y casi entregó su bastón de mando con empuñadura de plata a cambio de unos tragos. La Marica Collío, en sus frecuentes viajes al pueblo, hacía otro tanto.

    Quedábanse semanas enteras bebiendo y dormían sobre las carretas, o en el duro suelo de la calle. El trarilonco, los trapilacucha y los brazaletes quedaban en prenda allí. Y ruando regresaban, se repetía el caso. El indio, fuerce y orgulloso, se convertía en un pobre salvaje, ebrio que no vacilaba en entregar cuanto poseía con tal de tener con qué seguir bebiendo.

    —Lo peor del asunto es —añadió Fidel— que los tinterillos hacen su agosto con ellos. A veces por cinco pesos de plata les compran cuatro o cinco hectáreas de tierra. Y por doce reales les embrollan una yunta de bueyes. Si uno no tuviera conciencia, estos pobres indios estarían completamente embromados. Esos tinterillos son unos sinvergüenzas muy sin alma.
    —Es algo fatal —comentó Anselmo—. Ya el indio le agarró gusto al trago y no hay forma de hacerlo cambiar. Tienen que embromarse no más. La única salvación del mapuche sería que se sometiera a trabajar en la misma forma que los chilenos. Pero eso es como resucitar a un muerto. Porfiado, caprichoso y manirroto cuando tiene un cobre, está perdido. Además, como se dice, no hay bien que por mal no venga. Si ellos no pueden contribuir al progreso del país, es mejor que desaparezcan o se arrinconen. ¡Qué diablos, el país no puede irse al hoyo, por unos pocos, que no saben vivir!

    Doña Adolfina, elegantísima con una blusa de cachemira azulina y un guardapelo de oro que le colgaba sobre el pecho, hacía los honores de su casa con gran afabilidad. Zunilda Lajaña, a pesar de sus remilgos, se levantaba de vez en cuando a ayudarle a servir en compañía de Isabel, que estaba radiante de alegría. Esta, con los brazos desnudos hasta un poco más arriba del codo, vestía un traje escocés de cuadriles rojos en fondo blanco. Una pequeña cruz de oro le adornaba la garganta. Lucinda vestía un traje de fina tela celeste, que daba algo de seráfico a su belleza. Doña Adolfina trajo un azafate con unas deliciosas em-panadas de horno, manjar que hubiera apetecido Madame Dubarry, según declaró Dumont.

    Anselmo estaba feliz. Su pelo ligeramente castaño, la frente amplia y prominente, los ojos claros y luminosos acentuaban ese día su aspecto distinguido, que alcanzaba singular realce en el gesto orgulloso de sus labios.

    —¡Pobres indios! —exclamó Isabel—. Son caprichosos y rebeldes, para cuanto signifique cambiarles sus costumbres, ¡pero hay algunos tan buenos! Si no, que lo diga Domingo.
    —Ah, Domingo Melín es otra cosa —aprobó Anselmo— él pertenece a una gran familia acostumbrada a mandar. Y mal que mal, eso indica que hay en él un concepto superior de su propia persona. Un cacique dentro de su reducción es todo un señor. Doña Adolfina narró algunas anécdotas de su padre, que sirvió como teniente de infantería a las órdenes di Saavedra, y había asistido a numerosos parlamentos, et¡ los cuales los caciques se trataban de igual a igual con las representantes del Gobierno. No era gente servil. Por el contrario, en sus discusiones mantenían sus puntos de vista con una energía y altivez increíbles. Su padre fue cautivo del cacique Epulef, que mandaba dos mil lanzas en Villamea. Durante el tiempo que permaneció en la reducción, nunca fue maltratado, ni se le vigilaba como a un prisionero. Epulef era orgulloso y, en las conversaciones que con él mantenía, le aseguró que jamás aceptaría de buen grado que los chilenos fundaran fuertes en el territorio de sus antepasados.
    —Los que han echado a perder a los mapuches —asegure Anselmo— han sido todos estos bribones de cuatreros que los incitan a robar animales en piños, como me pasó a mi mismo en la montaña de Tromen, de donde me acarrearon en una noche setecientas cabezas de vacunos de primera. Y casi siempre el indio sale perdido. Los cuatrero, venden los animales ya los indios, después, les dan lo que se les antoja.

    Una tortilla de huevos con azúcar que preparó doña Adolfina, hizo prorrumpir a Dumont en grandes exclamaciones de elogio, que reiteró cuando a la hora del té puso en la mesa una bandeja de alfajores de pera, de fina hojarasca. Se desprendía de ellos un aroma a naranjas y a fruta recién sacada del árbol.

    — Creo que vamos a seguir siendo muy amigos, doña Adolfina —la halagó Anselmo—. Tiene usted unas manos de monja. ¿Dónde aprendió estas prolijidades?
    —Algo hemos tenido que aprender en la vida pues, don Anselmo —rió doña Adolfina—. Me alegro que le guste lo que yo hago. Y que sepa que esta casa es la suya. Y a propósito, ¿cuándo se viene el lleullecito ese de su sobrino. ¿Está en Angol, o no se ha venido del norte todavía?
    —No, está en Angol ayudándole a don Lucas —explico Anselmo—. Apenas encuentre a una persona que reemplace a Gume, lo voy a traer. No sé si usted supo la chanchada que Ie hizo a don Lucas, el badulaque ese. Tuvo que echarlo y ahora lo reemplaza mi sobrino. Es muy vivo el mocoso y creo que me va a servir mucho. Me interesa aprenda bien las tablas y las cuatro operaciones.

    Y algo de escritura, naturalmente. Su afán es ir al campo, porque le gustan mucho los caballos. Creo que en Nilpe quedará muy bien. Y a propósito de escritura, tengo un cerro de canas que contestar. Después de una pequeña siesta me voy a encerrar a contestarlas. ¿No quieres tú ayudarme, Isabel?

    —¡Pero claro, Anselmo! —exclamó la joven con el rostro resplandeciente. A la hora que me digas.
    —Todas le ayudaremos —ofreció, jovial, doña Adolfina—. Siempre que el patrón no se ponga muy cascarrabias.
    —Doña Adolfina tiene una letra preciosa —exclamó Lucinda con entusiasmo—. Ella puede hacerle cartas de lujo.

    La incorregible señora sonrió sarcástica dejando ver su diente de oro.

    —¡Pero yo escribo muy despacio, hijita! Creo que a don Anselmo le gustaría más que lo atienda en otras cosas. Haciéndole una buena comida, por ejemplo. En cambio Isabel, mientras más se demore en escribir lo que él le dicte, será mejor.

    Anselmo mostrábase gozoso. Con los ojos brillantes envolvió a Isabel en una larga e intensa mirada.

    —No lo crea, señora —murmuró Isabel, recogiendo las servilletas y las tazas que quedaban en la mesa—. No es la paciencia una de las virtudes de este caballero. Usted lo sabe bien.
    —Sí, hijita, sí. Pero con amor todo se suaviza. Alguna experiencia también tengo de eso.

    Dumont y Lucinda, abstraídos en animada conversación, no se daban cuenta de lo que se hablaba a su alrededor. Otro tanto le ocurría a la señorita Zunilda y a Fidel, que habían hecho muy buenas migas. Fidel logró interesarla en los episodios de su vida y le contaba sin atenuar en nada sus humildes comienzos. Los viajes en carreta y las sorpresas que a cada rato daban los indios a los coches en los cuales se había criado, yendo y viniendo a diario, como arrenquín a los cocheros.

    Anselmo, travieso y risueño, sujetó de un brazo a doña Adolfina para susurrarle:

    —Qué le parece, mi amiga? Las cosas no hay necesidad de arreglarlas porque casi siempre se acomodan solas. Ahí tiene usted esa pareja. Capaz que resulte casamiento." ¡No tendría nada de raro!

    Doña Adolfina alzó los brazos, aparentando la más cómica consternación:

    — ¡No me diga, don Anselmo! Me arruinaría este picaronazo de Fidel. ¿De dónde voy a sacar otra profesora como ella? Sería espantoso para mí.
    —Para Fidel será la gloria —observó Anselmo, conteniendo la risa—. ¿Se lo imagina usted hablando en términos? ¡Y capaz que aprenda a escribir! ¿No dice usted que el amor hace milagros?
    —A mí no me hace ninguna gracia —rezongó la señora — Creo que es la última vez que lo convidaré.
    —Ay, señora. ¡Qué cosas las suyas! No olvide que el amor tira más que una yunta de bueyes Y para Zunilda sería una gran cosa. Fidel es un hombre que va dando trancos muy largos.
    — Así es, señor. Quien a buen árbol se arrima.

    Una tarde de completa calma. No se oía un rumor afuera; aparte del canto de los gallos y del parloteo de los tordos y las tencas en los árboles próximos. La calle se dormía en el aire tibio y fragante de fines de noviembre. Las aceras estaban orilladas de manzanillón y en los sitios eriazos, la cicuta y las malvas, despedían un olor repelente cuando las agitaba la brisa. Todas las casas del pequeño pueblo de Traiguén eran de madera, con tejas rojas y sitios cerrados por cercos de tablas paradas. De vez en cuando pasaba por allí algún cívico, llevando del brazo a su "prenda", vestida con ostentosas percalas, que inflaban ráfagas de viento. Alrededor del pozo de la plaza se agrupaban unas cuantas muchachas, entre ellas al-gunas mapuches, que conversaban, lanzando carcajadas entre broma y broma.

    Todavía Traiguén no alcanzaba la categoría de ciudad. Era casi un campamento, con sus casas de tablas sin pintar. En el centro del poblado se alzaba un pequeño cerro, cubierto de altas cicutas y frondosas malezas. Algunos ranchos a medio construir se encaramaban por la media falda. Junto a ellas vagaban perros y chanchos. Gallinas seguidas de grandes parvadas de polluelos se cobijaban entre las altas matas. Bueyes y caballos pastaban allí copio en un potrero, y muchos de ellos a lo largo de las calles.

    Anselmo e Isabel se fueron caminando lentamente hacia la esquina donde estaba situado el negocio. Pasaron algunas mujeres vestidas con telas de llamativos colores y con la cara pintada, cosa que llamó la atención de la joven, pues no era costumbre hacerlo. Al cruzarse con Anselmo, le miraron sonriendo provocativas. Las seguían unas rollizas muchachas, llevando canastos con "cocaví". Iban en dirección al río, para hacer once a la sombra de los sauces, cerca del lugar llamado Agua Buena. Reían hablando atropelladamente y allí en la calle solitaria y silenciosa, se oyó muy claro en boca de una de ellas, el nombre de Anselmo.

    —Y esas —exclamó Isabel, con voz de agravio— tienen caras de mujeres diablas, por lo "ensolimanadas" que van. Y parece que te conocen.
    —Claro que sí —dijo Anselmo con desabrimiento—. Aquí todo el mundo sabe como me llamo. La gorda alta es más conocida que el pan aquí en Traiguén. Es la Juana Poner y las que van con ellas son sus "niñocas". Van a hacer vida social a la orilla del río. ¡Qué diablos! Todo el mundo tiene derecho a distraerse.
    — ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! —repuso Isabel con cara encendida y los ojos desdeñosos—. Apuesto que tú también vas a donde esas indecentes mujeres.
    —¡Qué, Dios mío! Me da rabia pensar que tú puedas estar junto esas mugrientas. ¡Ay, Anselmo! ¿Verdad, que tú no lo harás nunca más?

    Anselmo, aparentando gravedad, la miró con cómica expresión:

    ¡Nunca más, Isabelita!

    Y ahora alegre y cogiéndola del brazo le dijo con tierna entonación:

    —¡Qué tonta eres, mi amor! ¿Cómo puedes pensar que voy a ir a donde esas chinas, cuando te tengo a ti? Tan estúpido no soy.
    —Sí pero antes—insistió ella regalona—. Allá en Angol cuentan que tú has estado hasta una semana remoliendo en la casa de la Cata Morales. ¿Qué espanto será que lo hagas aquí?

    Entraron a la casa del almacén, por la puerta que daba a la—, habitaciones de Anselmo. Por la ventana del patio penetraba a esa hora un torrente de sol, que palpitaba cuando afuera las ramas de un peumo se mecían en el viento.

    Isabel, mientras Anselmo se sacaba su chaqueta de casimir para ponerse otra de tela liviana, se puso a examinar la abultada carpeta de papeles colocada encima de la mesa.

    —¡Qué enormidad de papeles! —exclamó la joven—. Creo que aquí hay trabajo permanente para mí. ¿No es cierto? ¿O no quiere usted que yo sea su secretaria?

    Le ardían los ojos. En la luz radiosa del sol que entraba por la ventana, la fina pelusilla del labio le brilló como una pincelada de oro. Anselmo la envolvió en sus brazos con el pulso estremecido de ansiedad. Sentía que la sangre le quemaba las arterias y que el corazón le iba a estallar. Isabel, temblando como un árbol flexible, había enrojecido. Un rosal ardía en sus mejillas. Y entre la cálida respiración entrecortada, el beso se prolongó, hasta lo infinito, succionándose las bocas como si se bebieran la vida sin poder aplacar la sed que les consumía.

    Y de pronto el hombre, galvanizado, la levantó entre sus fuertes brazos para llevarla hasta el lecho próximo. El sol los envolvió entonces como un fino tul de oro. Palpitaba sobre sus cuerpos que seguían buscándose con la loca embriaguez del amor.

    —Oye, Anselmo, óyeme amor. Óyeme, mi hijito. Ahora no. Todavía no, mi vida. Oye, espera que sea tu mujer. ¡Anselmo, Dios mío!

    Pero el amor no escuchaba razones. Las palabras se iban desvaneciendo en un beso y en otro y otro más, que excitaba la inextinguible sed. La divina fiebre renovada, quemándolos enteros, rompiendo todos los moldes, se alzaba triunfadora sobre la conciencia. Y cuando el amor les rindió, cuando la dulce languidez que sigue a la entrega les doblegó, los labios se buscaron otra vez, como si un perfume incitante les provocara la permanente sed.

    El torrente de sol viboreaba ahora dibujando anillos de oro en la habitación. Isabel, enlazaba a Anselmo, lloraba suavemente, como un niño que después de un castigo siente la dulzura de una caricia. Sus brazos seguían rodeando el cuello del hombre amado que la quemaba aún con su poderoso aliento viril. Quedáronse en silencio un instante. Isabel, con voz tierna y cálida, susurró:

    —Anselmo, ¿por qué lo hiciste, mi amor. Ah, dime, por qué lo hiciste?

    Anselmo la envolvió entre sus brazos para besarla de nuevo en los ojos y junto a las orejas, repitiéndole:

    —¿Por qué lo hicimos, Isabelita? ¿Dime por qué lo hicimos?

    Los papeles seguían sobre la mesa, intactos. La tarde descendía rápidamente y junto al techo veíanse ahora lunares de oro. Isabel, amorosa, insinuó:

    —¿A qué hora contestaremos las cartas, Anselmo? Anselmo le respondió con un beso. Comenzaban a cantar los pájaros antes de dormirse. Y el amor como un maravilloso visitante, volvía de nuevo a inquietarlos con renovado ímpetu, con ardiente sed, con fuego que era como portentoso delirio.


    XII


    Aun no amanecía y en la gran casa del fundo toda la gente estaba en pie. Antuca, en un gran fondo de latón, había cocido la leche que trajera la india Carmela Calfil, y ya tenía preparado el café que esparcía su penetrante fragancia en la cocina. Por ¡as ventanas de la galería entraba el fresco del amanecer y el rumor vago e indeciso del campo que comenzaba a despertar. La india Carmela, de rodillas en el suelo, molía el trigo tostado que tenía en el llepo, para ofrecerlo a quienes gustaran desayunarse con un "chercán" en leche.

    Afuera se oía la voz de Anselmo, que daba órdenes a los mayordomos y camperos, que habían llegado acompañados de sus perros y provistos de una garrocha de fuerte coligue. Un fresco viento del sur agitaba los robles próximos a las casas, entre cuyo follaje, las diucas y zorzales ya iniciaban su rústico concierto.

    —¿Y qué hay —preguntó Anselmo, al viejo Erice— padre del "Cara e Mama" y capataz del ganado del cerro— cómo va esto? ¿Ya tienen el ganado cerca? Habrá quedado mucho rezagado en la montaña.

    El viejo Rodemil, nombre del cual se mostraba muy orgulloso, se tocó la orilla de su gran chupalla de paja de trigo a tiempo de contestarle.

    —Algo tiene que haber quedao, pues, patrón. Ey, pal lao de Las Trancas Viejas, el monte no lo deja entrar a uno ni di a pie. No se saca ná con el machete, porque los tremendos coliguales lo atajan a uno pal Iao que se quiera dirigir. Me creo que hay que poner una cuadrilla de hacheros a abrir huella, porque en la de no, es por demás pensar en hacerle dentro al monte.
    —¿Hay muchos barrancos ahí?
    —Algunos hay. Y ey, es onde se güelven perdices esos cuitas de los diantres, pues, patrón. Con seguridad que en Las Trancas y pal Iao de Quiñipeumo, se ha quedao mucha hacienda escondida. Son animales muy risperos. Ni a cuatro lazos llega con ellos uno aquí. Y, ¡cuándo se iba a concluir trayendo caitas al pigual! ¡Diga usté, patrón, por la vida! Pero sin ser muy propasao en el cálculo, no creo que sea mita por medio lo que se nos quede atrás. Los mo-cetones que mandó Melín son guenos trajinantes del monte y a mi deber, no será mucho el guacharaje que se les haiga desperdigao. Trajeron guenos perros también. Ha salío pal descampe muy linda hacienda. Es una bendición de animales, patrón. Va a estar harto güeña la capa.
    —Bien—dijo Anselmo— vamos a comenzar cuanto antes. Dile Juan Añiri que tenga todo listo. Que ya vamos para el corralón. ¿Alcanzaremos a terminar mañana?
    —Dificilón lo veo, patrón. Con el ganao que hay en el potrero del Fortín Quemao, tenimos de más la ración pá hoy. Con tal que no se mellen los cuchillos.

    Anselmo preguntó:

    —La gente de Cayul, ¿vino a ayudar?
    —Si, algo han ayudao —dijo el viejo Rodemil, golpeando la argolla de su ramal sobre la cabecilla del avío—. Pero esos indios son muy flojazos. Y son los más baquianos en estos mapos. A esos les gusta venir nada más que cuando hallan olor a jamaica. Pero di otra forma, prefieren quedarse botaos al pañi.

    Quicho, afanado, entraba y salía del cuarto de los aperos, acarreando riendas y monturas para ensillar los caballos que esperaban inquietos, coceando y espantándose cosí la cola los tábanos que ya a esa hora comenzaban a hostigarlos. Anselmo había convidado al comandante Ruiz Díaz y al Sargento Mayor, Manuel Contreras Solar, quienes estaban dispuestos también a ayudar en la faena de currar "cuneas", en la cual Anselmo se había hecho prodigiosamente experto.

    Cerca del corralón ya se había instalado la Antuca, bajo una ramada que olía a arrayán, a laurel y olivillos, recién cortados del monte. Allí almorzarían los invitados entre las cuales estaban las señoras de Ruiz Díaz y de Contreras Solar, además de doña Adolfina y Zunilda Lajaña, que en los días de convivencia en El Sauce se habían convertido en sinceras amigas de Isabel. Ahí también, en un "poyo" improvisado, Antuca haría un caldillo de "cuneas" y también empanadas. Al castrárselas, en un periquete, convertirían a un joven y arrogante torito de dos años en un manso y sufrido buey que no tendría otro horizonte que el yugo y la coyunda.

    Las casas de Nilpe eran amplias y construidas con cierta habilidad arquitectónica nada común en esta región. Era un cuerpo de edificios en el que las habitaciones tenían luz por ambos lados. Una hermosa galería rodeaba las piezas del segundo piso en donde Anselmo había puesto los dormitorios. Lindas "marquesas" de lingue y rauli, construidas por un mueblista venido especialmente de Concepción, adornaban cada dormitorio. Y en un extremo, una mesa de tocador, también de bellas maderas barnizadas en obscuro, sobre la que se veían grandes lavatorios con su jarro de loza floreada. Encima del velador de cada cama había una lámpara de latón azul, con tubo de vidrio redondeado.

    Abajo estaba el comedor, grande, con su amplia chimenea. Al lado una sala con muebles y sillas estilo Luis XV, tapizadas en raso amarillo. Un pesado escritorio con cubierta de paño rojo, adornaba la pieza vecina y más allá había otro donde se reunía Anselmo con los capataces y mayordomos. Era allí donde también les pagaba sus jornal a los peones, aunque casi nunca sacaban dinero en la liquidación. Todo ya estaba pedido en "suples" y en mercaderías, ya fueran géneros, o artículos alimenticios. Un alto cerro servía de reparo a la casa cuando se desataban los terribles huracanes invernales. El agua que entonces descendía de allí con inaudita violencia, iba a vaciarse en una especie de foso natural en parte, y en otra parte agrandado por orden de Anselmo. Y sobre él, frente a la entrada que daba al patio donde estaban los galpones para guardar las máquinas, y las bodegas y caballerizas; se había construido un puente levadizo en previsión de una sorpresa tan trágica, como la que hubo de sufrir en Los Sauces. Allí, en las montañas de Ñielol, se ocultaban aún centenares de bandidos, dedicados al pillaje y al cuatrerismo; toda, gente en la cual nunca se podía confiar.

    Cerca de aquel rincón selvático, donde millones de árboles aborígenes formaban impenetrables masas de coihues y raulies, de robles y boldos, de peumos, avellanos, olivillos, canelos y otras especies, fue donde libró el famoso Trizano, en compañía de sus aguerridos gendarmes, sus más sangrientas batallas contra el bandidaje. Algunos indios que no reconocían la autoridad de sus caciques y acompañaban a los bandidos, sufrieron por igual las batidas sin cuartel que les diera Trizano. En esos peligrosos tiempos de "matar y tapar con ramas", nadie se preocupaba ni se daba tiempo de averiguar, por qué se había cometido un crimen, y quién era el hechor.

    La tarde en que Anselmo llegó con sus visitas al fundo, Isabel recorrió, gozosa, las diversas dependencias de las casas. Anselmo la miraba, curioso y complacido, tratando de ver en su semblante el agrado que a ella le causaba admirar esa casa de la que pronto iba a ser la dueña. Anselmo había edificado todo aquello, abrigando la intención de convencer a sus padres de que vinieran a vivir allí con él, por lo menos durante los meses del verano, época en que el clima era maravilloso. Un aire fresco, casi nunca caluroso en extremo, embalsamado por el perfume de la selva, daba a aquel paraje campesino un encanto verdade-ramente edénico.

    Cada vez que Isabel se detenía a admirar algún objeto, Anselmo le preguntaba, solícito y ansioso, como un muchacho:

    —¿Te gusta, Isabel? ¿Ves como yo estaba adivinando tu pensamiento desde hacía tiempo? Desde mucho antes de conocerte ya sabía yo que vendrías a vivir aquí.

    Isabel sonreía, feliz, acariciándolo con la vivísima luz de sus ojos, que a veces parecían despedir eléctricos chispazos de pasión. Se endulzaban después, con palabras de afecto.

    —Yo también sabía, Anselmo, que había de encontrarte.

    La primera noche que pasaron en las casas del fundo tuvo un mágico atractivo para los visitantes. Toda la cata olía a maderas nuevas. Entre ellas cantaban los grillos, mientras afuera susurraba el viento su canción y su plañir. A ratos, un estruendo conmovía la selva, agitada por ráfagas de viento huracanado. Luego, se quedaba todo en un silencio impresionante, lleno del misterio de la noche. Bramaban lejanamente los vacunos, y el aullido de un perro ponía después una medrosa nota de soledad y angustia. Crujían las olorosas maderas de los tabiques y, de pronto, entre el renoval de hualles, del otro lado del foso, te oía el ronco rugir de un puma que rondaba el corral de las ovejas. Y, luego, el balar desesperado de los corderos, entre el atropellado ladrar de los perros guardianes.

    Esa misma tarde, un poco después de ellos, llegó el ingeniero Mr. Scott, un gringo alto, de pelo castaño y efusiva sonrisa. Había venido a Traiguén para estudiar algunos detalles del trazado de la línea del ferrocarril, y allí se entusiasmó con la invitación de Anselmo, para ir a pasar unos días en sus tierras de Nilpe. Venía acompañado de su esposa, Terencia Tagle, una limeñita de senos audaces, fina cintura y ojos verdes intensos. La naricilla respingada, la boca de labios sensuales, comunicaban una simpatía fascinadora a su persona. Era de mediana estatura. Su pelo negro, peinado en bandos, relucía como el ala de un tordo. Al hablar, Terencia desplegaba sus labios con picaresca y viva gracia, ceseando ligeramente, y riéndose con una risa larga que se le atragantaba, mientras se le llenaban de luz los ojos y le brillaban los dientes entre los labios golosos del placer de vivir.

    —Pero qué estupenda casa tiene usted, Anselmo. Se ha equivocado usted, señor Barba Azul. Edificó aquí el palacio de la Bella Durmiente del Bosque, en vez de la casa donde realizan las picardías los hombres que viven para amar, principalmente. ¿No te parece, Eduardo?

    Se licuaban los ojos azules de Mr. Scott cuando miraba a su linda mujer que siempre estaba cogiéndolo del brazo y resbalándose junto a él, como un bello lagarto a un tronco bañado de sol. Esa noche estuvieron jugando a la brisca, entre las ruidosas carcajadas del Comandante Ruiz Díaz, y las arrevesadas exclamaciones del doctor Dumont, quien no se despegaba un momento dé Mademoiselle Soleil, como llamaba a Lucinda, pintorescamente. Doña Adolfina era un lince para jugar a la brisca. Apenas se descuidaban con ella metía trampas, de las cuales protestaba con energía Fidel Pontigo. Este había dejado el negocio por un par de días, para ir a acompañar al patrón, en su estreno de la casa de Nilpe.

    Aunque las visitas se habían acostado pasada la medianoche, todos estuvieron en pie al amanecer. En una mesa instalada en la galería, desayunaron cuando apenas comenzaba a despuntar el día. Un concierto de pájaros alegres surgía de los árboles que rodeaban la vivienda. Juan Añiri apareció con una fuente de ñachi, aliñado con cebolla nueva y cilantro. Rechazado con horror por las señoras, fue acogido con entusiastas palabras de elogio por el Comandante Ruiz Díaz, por don Manuel Contreras y Fidel Pontigo. Anselmo lo probó, diciendo:

    —Está bueno, pero yo no puedo pasar con agrado este causeo. El olorcillo de la sangre fresca no me apetece.

    Terencia sacó un coágulo purpurino de ñachi con cebolla, al probarlo lanzó un gritito de repulsa, y corriendo hacia una de las ventanas lo lanzó hacia afuera, con grandes aspavientos:

    —¡Pero por Dios! ¿Cómo es posible que puedan comer esto? ¡Si es como darle un mordisco a un animal y sacarle la cabeza viva! ¡Es un salvajismo, querido Anselmo! No hay derecho. ¿No le parece a usted, señora Adolfina?
    —Así es —replicó la señora, moviendo la cabeza y simulando un temblor de asco en todo el cuerpo—. Por aquí se ven cosas muy raras, hijita. El hombre quiere probarle el gusto a la sangre en todas sus formas.

    Habían traído a la mesa un azafate colmado de rubias sopaipillas. Además queso nuevo, y harina de "hanchi", para los que quisieran tomarla con azúcar y agua antes del café. Pero la señora de Scott y las jóvenes Zilleruelo prefirieron tomar té con leche, que preparó Isabel sirviéndolo ella misma. Mr. Scott declaró que ni en Inglaterra lo preparaban mejor. Las señoras de Contreras y de Ruiz Díaz eran partidarias del café. Delgada y nerviosa, la señora Contreras contrastaba con la señora de Ruiz, rolliza y poseída de un apetito de soldado en campaña. El queso y las sopaipillas desaparecían rápidamente entre sus gruesos labios de cuarentona con buena salud. Era muy adicta a contar historias, y de una ignorancia que sobrepasaba todas las suposiciones que se hicieran acerca de su Infantil mentalidad.

    —Sínica era un sabio que vivía en las Europas —decía, risueña— y nunca pudo comer el queso, ni tomar la leche porque según él, eran alimentos que se les quitaban a los animales. El sabio temía parecerse a ellos, y que le pudieran echar a perder su inteligencia Si fuera cierto lo que decía Sínica, yo sería tonta completa.

    Reía con boba expresión y cimbrando sus opulentas turgencias. Comiéndose otro pedazo de queso, agregó:

    —Y dicen que Sínica era un sabio de los tiempos antiguos. Yo no lo puedo comprender.
    —¡Oui! Oest difficile—exclamó Dumont, dando un codazo a Lucinda. Esta disimuló la risa, y se empinó su taza de té. La señora de Scott, pestañeaba, mirando a Anselmo con los ojos alumbrados de picardía.
    —¿Quién sería ese Sínica, a quien yo nunca he oído nombrar?

    La señora de Ruiz Díaz, dijo entonces con aplomo:

    —Serán sabios que han inventado los que escriben libros.
    —Así debe de ser —confirmó doña Adolfina, dejando asomar su pícaro diente de oro.

    Fue tan gracioso el tono de su voz, que Isabel, que recién se sentaba para servirse su té, prorrumpió en una alegre carcajada, coreada por los demás con gran regocijo. Anselmo, temiendo que la señora de Contreras, por solidaridad, se molestara, se puso de pie y dijo en tono afable:

    —¿Me dan permiso ustedes? Voy a ver si están listos los caballos. Ya van a ser las seis y conviene que nos pongamos en movimiento cuanto antes. Hay mucho que ver hoy.

    Era una mañana radiosa. Ya el sol se había alzado por encima de los altos robles y penetraba el follaje rumoroso, como un gigantesco y flexible abanico de oro. De todos los rincones de la selva surgía una fresca fragancia a maderas, a follaje tronchado por los machetes, a resinas del monte. Enormes quilamares, entre cuya ramazón se enredaban las flores del copihue y asomaban los ganchos ¿O los avellanos frutecidos, obligaban a los jinetes a doblarse sobre el cuello de sus cabalgaduras para poder avanzar. A cada rato, loe chucaos y las perdices, lanzaban su grito sorprendido, al oír el ladrar jubiloso de los perros que con los ojos brillantes de excitación y la lengua colgante, se internaban entre el apretado laberinto vegetal. Esteros de aguas desmelenadas, veloces y transparentes bajo el follaje, dejaban ver su lecho de arenas de oro. A sus orillas crecían enormes helechos, cuyas finas varillas y hojas se destrenzaban, como una caricia, entre las patas de ¡as bestias. Imponentes barbas de roble colgaban de los brazos más altos, y los boquís, a ratos, eran como el complicado cordaje de un velero. En los descampados, simulando un relámpago pardo claro, o gris, pasaban delante de los jinetes, seguidos por la vertiginosa carrera de los perros: Vena-dos y conejos, chingues y zorros. Algunos coihues cubiertos de torcazas, semejaban árboles exóticos cargados de frutas grises, con pinceladas rojas. Desde los boldos se desprendía, imitando a un verde y rumoroso aletazo del viento, el alboroto de cachañas y choroyes. La selva, virgen intocada, entre cuyo misterio solía oírse a ratos el gemido de una trutruca indígena, era una masa compacta, rumorosa, viva, perfumada y elástica, llena de maravillosas orquestaciones, en que tomaban parte el viento, las aguas bulliciosas y los pájaros felices. A ratos, el aire se convertía en un temblor de oro. Millones de chiriguas y jilgueros se en-cumbraban desde los altozanos, al oír el relincho de las bestias briosas y el ruido de las conversaciones y risas de los jinetes. Bajando hondonadas cubiertas de quilantos, de helechos y renovales, se subía después a la cima de los cerros. Era un océano vegetal, en que el verde tenía los más inesperados y sorprendentes matices.

    Desde el fondo de algunas quebradas llegaba hasta el camino, el golpe seco de algunos hacheros que labraban maderas. Y un poco más adelante comenzó a percibirse el bramar de los vacunos, y el alarido gutural de los campañistos en su apremio de sacar los últimos novillos desde la entraña de la selva. En un claro, casi perdido entre el pastizal, encontraron mí piño de vacas con sus crías. Overas, rojas, pardas, salpicadas de blanco y negro, claveles o color frutilla. Otras, llevando un jirón de humo y de nieve pintado en la piel. Recelosas y avispadas, se internaron en el monte, quebrando ramas y dejando atrás a sus crías. Animales lucios, de piel brillante y asombrosa energía, intentaban algunos embestir a los jinetes, con ojos de furia y espanto. Un toro colorado, escarbaba furioso bajo un boldo, estremeciendo el ámbito con su ronco bramido.

    Abajo, veíanse doradas planicies en donde ondulaban las sementeras. A la distancia, rojos potreros de barbechos. Azuleaban los árboles en la vibrante luz de la mañana. Los jinetes dejaron atrás unas trancas de palos botados, para descender, casi en seguida, al fondo de una quebrada. Un estero claro, bordeado de chucos, de arrayanes y michayes, corría monte adentro. Ahora, se percibía claramente un horrísono concierto de bramidos. Las voces de los vaqueros se perdían entre aquel océano de bestias inquietas, que ondulaban en la media falda de una suave colina.

    Un inmenso corralón de palos botados, en medio del cual había un pequeño bosque de altos hualles, vióse entonces rodeado de un imponente tumulto de animales. —Algunos loros, semejando tanques de carne, embestían con súbito impulso, abriéndose paso entre aquella masa que se apretujaba, y después se extendía sobre la tierra. El suelo, como animado, daba la sensación de un rugiente y colorido oleaje.

    Crujían los tranqueros con las fieras pechadas de los vacunos, de cuyo belfo colgaban brillantes hilos de baba. Un excitante y denso olor de bestias sudorosas flotaba en el aire tibio de la mañana. Restallaban los látigos de los vaqueros, entre el ululante latir de los perros excitados que tarasconeaban a los novillos. Estos les arremetían y perseguían baja la cabeza y la cola en alto, llenándose las corvas de boñiga verde. Los más grandes se encaramaban sobre los de adelante, evocando la caricatura absurda y grotesca de un orador que dirigiera la palabra a aquel atronante auditorio.

    Los vaqueros ya habían desabotonado sus lustrosos lazos trenzados, preparándose para la dura faena. Algunos, desmontados, aseguraban con un último apretón las correas de las barrigueras, a fin de que no fuera a fallar el tirón al pegual cuando algún novillo montañero se disparase a la sin rumbo, al sentir que la armada del lazo se escurría alrededor de su cuello.

    Las señoras se refugiaron bajo la fresca sombra de una ramada, donde Antuca disponía los menesteres del almuerzo. Carmela Calfil la ayudaba vigilando el fuego, y aventando el soplillo para el caldo, en un llepo hecho de fibras de colihue.

    Casi inmediatamente de llegar Anselmo y sus visitas, los vaqueros comenzaron a apartar los" primeros novillos que echarían al corral, para comenzar la capa. Como si las bestias presintieran la suerte que les esperaba, el rebaño comenzó a agitarse, iniciando les animales que estaban más distantes un concierto de mugidos ensordecedores. Los peones, entre los cuales contábase El Verde (que ese día se había sacado la manta) lucían el torso desnudo, brillante de sudor. Jenaro Montoya y Clodomiro concluían de afilar sus cuchillos en una piedra de hijuela. Anselmo, arremangado hasta más arriba del codo, conversaba con Dumont y Fidel Pontigo, también apercibidos para iniciar la capa.

    —¡Huacho, huacho, huacho! ¡Ah huacho de los diablos! —gritaban con estentórea voz los vaqueros tratando de hacer derivar la poderosa avalancha animal, que se cargaba en los tranqueros. Miraban las bestias con insistente fijeza, como si estuvieran muy interesadas en presenciar la operación de cortarles las "cuneas" a los novillos que entraran al corralón primero que ellos.

    Con un ¡ris—ras! que rasgaba el aire, flameaban los lazos. El novillo aprisionado era instantáneamente atrincado a un palenque, y mientras cm peón lo tomaba de la cola, otro lo cogía de los pequeños cuernos que apenas le asomaban entre la revuelta pelambre. Los borneaban trabándole, con sorprendente rapidez, una pata con la mano contraria, apenas daban con el animal en tierra. E inmediatamente cogían apartándola hacia un lado la sedosa y tibia bolsa que contenía los órganos genitales. Con pasmosa rapidez Anselmo, que fue el primero en capar un novillo, tomó el extremo del escroto y lo seccionó con un tajo trans-versal. Asomaron inmediatamente las cuneas, que fueron "desbinzadas" con igual presteza. El novillo no chistó. Pero cuando un peón le allegó la marca de fuego, cargándola sobre el anca, junto con el olor a pelos quemados y a carne asada, se le escapó a la joven bestia un ronco y tembloso bramido.

    Soltáronle los lazos, y, el animal, como asombrado de verse libre, después de pararse se quedó un instante inmóvil. Largos hilos de baba le colgaban de las fauces y los goterones de sangre se le mezclaban con la boñiga que evacuaba lentamente.

    —¡Pucha no!, ¡te quedaste dormido! —le gritó el "Cara e Mama", azotándole el anca con el lazo. Entonces el novillo huyó disparado, entre dos jinetes que lo paletearon hasta la puerta.

    La faena cobraba extraordinaria animación. Dumont, el Comandanta Ruiz Díaz, Fidel y Anselmo, junto con Jenaro Montoya, desbinzaban en un periquete las cuneas de los novillos. A todos se les aplicaba simultáneamente la matea de fuego, echándoles en seguida a uno de los potreros próximos. El viejo Erices, con dos peones estaban encargados de vigilar que los novillos no se metieran en los aguazales para evitar así que se hincharan, o se produjera una infección. Con estas precauciones la herida cicatrizaría rápidamente.

    Las cuneas se iban amontonando en grandes fuentes, que eran llevadas a la cocina, en donde Antuca tenía ya listos los ingredientes necesarios para preparar un caldo de cuneas, en una enorme olleta de tres patas que hervía junto a los tizones. Las señoras se entretenían comentando las últimas noticias de Angol, en donde hacían una intensa vida social las familias de los oficiales de la guarnición. Terencia Tagle celebraba con alegres carcajadas las graciosas y pirantes observaciones de doña Adolfina, que en todo ponía su intención maliciosa. Isabel, en compañía de Lucinda, de las señoras de Ruiz Díaz y de Contreras, ayudaban a sacarles las hilachas a los porotos nuevos paca hacer las ensaladas.

    —¿Y las niñas Schindler, siempre siguen tan amables, con sus amigos oficiales? —preguntaba doña Adolfina—. ¡Qué lindas muchachas son! Pero en realidad es una lástima que no tengan un poco de más moderación. Acá en Traiguén, se habla mucho de ellas. Dicen que una noche fueron a bailar donde la Cata Morales y volvieron a su casa al amanecer. A mí me cuesta creer que puedan llegar a esos extremos. Aunque si hemos de darle fe a la señora del teniente Aguayo, esas muchachas son nada más que unas p...

    Doña Adolfina no pronunciaba la palabra entera, pero al detenerse en la p... sus ojos y el diente de oro, así como el lunar que tenía sobre el labio, se reunían para darle a su rostro la más cómica expresión. Isabel, encendida hasta el cabello, se reía también de buenas ganas, no sin hacerle algún reparo:

    —¡Pero por Dios, doña Adolfina! ¡Qué cosas dice usted! Yo no puedo creer en eso que hablan de las chiquilla; Schindler. Son muy alegres es cierto, pero eso no es ninguna maldad.
    —Claro que no es maldad, pues, hijita, pero yo voy a lo que dice la Celmirita Aguayo, que pasó meses sin que su marido le hiciera el menor amago. No le quedaba tiempo ni valor al pobrecito. Las chiquillas ésas han de necesitar mucha atención. Serán muy exigentes.
    —¡Qué horror! — exclamaba la rolliza señora de Ruiz Díaz—. Yo no puedo convenir en eso. Una tiene su marido y no es justo que él se vaya a entretener por otros lados. ¡Por qué, pues, cuando una también le puede dar lo mismo! La Celmira Aguayo tiene toda la razón.
    — ¡Jesús, qué cosas se dicen aquí! —murmuró reposadamente la señora Guillermina de Contreras, frunciendo el entrecejo —. Pero ya que estamos en el pelambre, yo creo que no es como para que la Celmira forme tanta alharaca. Habría que preguntarle que dicen de ella las señoras de don Juan Guido, y del Mayor Andueza.
    —¡Qué barbaridad! —rió Terencia, con su risa larga y cálida—. Entonces la Celmirita es muy injusta. ¡Cómo quiere también, pues! Aguayo de alguna manera se ha de desquitar. Después que casi lo matan los indios el otro día en el asalto al fuerte de Quillén.
    —¿Ah, sí? —salió ávidamente Doña Adolfina—. ¡Pobre Aguayo, que lástima que no lo hayan muerto! Se lo habríamos agradecido mucho a los indios de Cadyupi. ¡Por favor, no me dirán ustedes que no es un pesado de primera! Hay gente que tiene buche en lugar de estómago. Creo que ni yo misma con los sesenta años que llevo a cuestas, me sentiría halagada si me viniera a hacer el amor.

    La india Carmela Calfil, trajo a la mesa en ese momento un llepo colmado de harina de banchi, que esparcía una húmeda fragancia. Y luego un cántaro de greda, rebosante de agua cristalina. La señora de Ruiz Díaz, fue la primera en coger un vaso, para servirse aquel rústico y apetitoso manjar.

    —Sírvanse, sírvanse, hijitas. Está especial.

    Decía la palabra "especial" con cierto tono al cual ella creía conferirle suprema distinción.

    El "Cara e Mama", se asomó a la ramada trayendo otra fuente de "cuneas". En el "poyo" improvisado en el corralón, para calentar las marcas de hierro, uno de los peones en un delgado asador ya había asado unas cuantas docenas de cuneas, que eran devoradas golosamente por toda la gente que trabajaba en la capa. Antuca había picado un cerro de cebollas, mezclado con ají, para preparar las empanadas, que se freirían en una enorme paila, cuya manteca ya estaba derritiéndose.

    Afuera de la tupida ramada donde conversaban las señoras, ardía ahora el sol. Debían de ser las diez de la mañana. Anselmo ordenó a los vaqueros que comenzaran a arrear una nueva punta de novillos, que esperaba en otro de los apiñaderos próximos. Los animales, cada vez más excitados por el olor de la sangre y del penetrante hedor del pelo quemado con la marca de fuego, se estrechaban más y más. A veces caía un novillo, y por encima del animal, que se debatía en el suelo, comenzaban a pasar los demás, cayendo y levantándose en un atronador oleaje de carne bramadora. Era necesario que los vaqueros se metieran en medio de aquella masa elástica, cuyo contacto quemaba por efecto del sol y de sus propias calorías, para abrirle espacio al novillo abrumado bajo el pataleante tumulto, antes de que lo mataran. Los perros, diestramente, resguardándose tras de los caballos, tarasconeaban a los fieros caitas, que lanzaban por las fauces en chorros ardientes, su poderosa respiración. La picana y el látigo herían despiadados las ancas y los ijares, sin conseguir que retrocedieran. Era un espectáculo realmente asustador contemplar a la novillada furiosa revolviéndose torpemente, en apretujado remolino. Daban la impresión de estar sus encuentros, unidos por invisibles eslabones que se apretaban más y más.

    Anselmo y sus acompañantes se habían encaramado sobre los tranqueros para ponerse a cubierto de que el ganado, en una atropellada, pasara a llevarse el cerco y se desbordara sobre el corralón, como una irresistible marea. Y fue, en efecto, lo que de súbito ocurrió. El piño, enardecido por el griterío de los peones y vaqueros, avanzó como un tumultuoso torrente del cual se desprendía una ardiente vaharada de sudor. Bramaban los toros, encaramándose sobre los novillos que iban delante. La masa de vacunos serpenteaba estrechándose junto a los estacones, y de súbito, excitada por dos novillos que se dispararon persiguiendo a los perros que les hostigaban, grueso del piño se disparó, echando abajo un extremo del cerco. Entonces los jinetes fueron impotentes para contener a los animales, que se desbordaron con ciego ímpetu hacia el corral. Jenaro Montoya, El Verde y el indio Huento Millaqueo, se vieron a merced de aquel temporal de bestias enardecidas. Las cabalgaduras inmóviles sin poder maniobrar, oscilaban a ralos peligrosamente. Luchaban con los caitas enfurecidos, algunos de los cuales dando saltos de increíble agilidad para sus corpachones, salvaban los tranqueros huyendo a reunirse con la novillada que ya había sido sometida a la operación.

    Entonces, Anselmo, de un brinco, subió a su caballo, ordenando a Clodomiro y a Segundo Erices, que lo acompañaran en su intento de cortar aquel torrente que amenazaba romper todas las vallas que se le oponían. Diestro jinete soslayó la avalancha que en un momento doblegó a su generosa bestia. El animal cabeceaba, inundado súbitamente de sudor, con los remos tensos. Clodomiro, armado de una garrocha, daba garrote y más garrote en los hocicos bramadores. Segundo Erices lo secundaba, lanzando una especie de alarido gutural. El caballo de Clodomiro, de pronto, alzó las manos, quedando a merced de la novillada. Ruiz Díaz y don Manuel Contreras, habían logrado subir a caballo y llegaron a ayudarle en el momento en que Anselmo retrocedía, envuelto en el aluvión de animales, mientras Clodomiro, casi de pie sobre los estribos, estaba a punto de ser derribado. Pero en ese momento Jenaro y El Verde lograron puntear el piño viniendo en su ayuda. Junto con los oficiales detuvieron entonces la avalancha en un impresionante y denodado esfuerzo. Quedó el ganado dividido en dos piños entre los tranqueros y los jinetes, girando en una especie de torbellino de bramidos, entre los cuales se oían las maldiciones de Clodomiro que por fin logró recuperar su posición normal.

    Con el pigüelo de ambas espuelas roto, en aquella feroz apretazón, salió Anselmo del trance. El cuerno agudo de un toruno le desgarró la bota de montar al introducirse entre la abotonadura, dejándolo sin otro reparo en la pierna que su pantalón. El ganado, vigorosamente empujado por los jinetes, fue, entonces, derivando hacia el potrero, hostigado por los perros, muchos de los cuales salieron en tres patas, o chorreando sangre de las costillas, por efecto de una sorpresiva cornada que casi terminó con ellos.

    Anselmo estaba rojo por el terrible esfuerzo. El pelo le destilaba como si hubiera metido la cabeza en el agua. Siempre que lo dominaba la ira, quedábase mudo por un largo rato, hasta que por cualquiera incidencia estallaba insultando a quien se le ponía por delante. En esa oportunidad le tocó el chaparrón al viejo Erices, por no haber tomado las precauciones necesarias en la aparta y reunir demasiados animales en el potrero vecino al corral.

    —Benaiga su vida, patrón, por la madre. Su mercé lo insulta a uno como a chiquillo mediano. Si no juera que ya estoy viejo, pa salir por ey a trajinar como perro de indio, por Diosito que me mandaba a cambiar altiro.
    —Ándate al diablo, viejo tonto, antes de que te agarre y te corte aquí mismo las cuneas, por lleulle. Otra cosa no mereces.

    Clodomiro conocía bien las reacciones de Anselmo. Mientras enrollaba su lazo, oía el cambio de palabras. Riendo, intervino con una de sus habituales chuscadas.

    — Y di hay, ¿qué hace que no aprovecha, don Erices? Los cuchillos tan como pa cortar un pelo en el adre. Ni sentiría, cuando le cortemos las cuneas. Y lo dejaremos bien "desbinzaíto".

    Estallaron los oyentes en una carcajada. Quien celebró más la broma, fue su hijo el "Cara e Mama". Rubricó la proposición, diciendo:

    —Contimás que ya no le van haciendo falta.

    Anselmo, después de empinarse un gran vaso de aloja de culén preparada en un tiesto de greda, guardado entre las matas al reparo de la sombra de los hualles, dio las órdenes del caso, para distribuir los animales que serían operados al día siguiente. La faena debía hacerse "con la fresca" para que resultara mejor. Mientras tanto, los hombres habían vuelto a recomenzar la capa del ganado, que esperaba en el apiñadero vecino al corral. En ese momento se produjo una escena que hizo olvidar las molestias ocurridos momentos antes.

    Se disponía El Verde a capar un hermoso novillo clavel, cuando el animal, sorpresivamente, se revolvió furioso logrando desatar sus amarras. Se levantó, llevándose por delante a El Verde, al cual envolvió en los lazos, arrastrándolo gran trecho por en medio del corral, hasta que fueron a favorecerlo. Lacearon de nuevo al caita y ya El Verde se disponía de nuevo, a cortarle la sedosa bolsa, cuando el montaraz vacuno dio otro terrible sacudón que hizo dar al hombre un tremendo salto, temeroso de que le ocurriera el mismo percance. Enredándose en las espuelas trastabilló hasta ir a caer encima de Jenaro que, cerca de él, en cuclillas, operaba a otro novillo. Rodaron los dos por el suelo entre risas e interjecciones. El viejo Erices, que se había quedado refunfuñando por allí cerca, gruñó:

    —¡Me! Qué le está dando el baile del San Vito, on Balta. Afírmese bien, eñor, mire que el patrón tá con las quiscas muy paradas. Se puede molestar.

    Oíanse los gritos de los vaqueros vigilando a los novillos recién castrados, a fin de impedirles que bajaran a las quebradas para meterse en el estero, o que se echaran, lo cual les provocaba hemorragias según los entendidos. Hacía un intenso calor y El Verde, que tenía metida en la faja una botella de jamaica, echaba a hurtadillas un trago para pasar "la calor". Anselmo, fatigado, se había sentado a la sombra de los hualles, en donde se puso a conversar con Mr. Scott y con el doctor Dumont, quienes elogiaban entusiastas la calidad del ganado.

    —Va a tener una linda novillada, don Anselmo. ¿Cuánto está valiendo ahora un buey en la feria?
    —Es muy variable el precio en la feria —contestó éste—. El ganado hay que venderlo a los comerciantes que vienen del norte, o a los compradores del Estado. Todas las ferias tienen trato con los cuatreros, y así un buey de matanza puede venderse en veinticinco pesos o en doce.

    El precio varía en forma disparatada. Pero a los ladrones no hay quien les ponga atajo. De aquí de Ñielol, es donde salen los piños más grandes. Arrean con toda tranquilidad, como si fueran ellos los que se mortifican en la crianza. Y vaya usted a meterse con esos facinerosos. Tendría que tener un regimiento en pie de guerra para combatirlos. Es la broma que tienen estas tierras. ¡Todo no ha de ser chancaca!

    Iba a ser el mediodía, cuando Anselmo invitó a sus visitas, para ir a almorzar. Antes repartió entre los peones, varias fuentes de cuneas que éstos recibieron con gran júbilo. Clodomiro con sus bromas procaces, felicitó al viejo Erices por el regalo.

    —Tan fresquecitas, on Erices. ¿Por qué no aprovecha de cambiárselas, por las que anda friendo?

    El Verde, con su cara roja, inundada de sudor, observó:

    —Saldría muy atorunado. Ya no le alcanzan los réditos pa toro padre.
    — No se crea, don —exclamó Montoya—. Se han visto hasta chillanes, que salen muy bien aperaos.

    El viejo Vizcarra, uno de los carreteros, muy aficionado a asistir a las "capas", insinuó zumbón.

    — Así será con los caballos, pues, don Montoya. El vacuno es más lerdo.
    —Así será pero a on Erices, le queda mucha huirá todavía.

    Llevando su chaquetilla de montar al brazo, Anselmo, se dirigió a la rancha, en compañía de sus amigos. Ya estaba la mesa puesta. Un apetitoso olorcillo llenaba el recinto Rajo un árbol próximo, la india Carmela Calfil, ayudada por uno de sus "güeñis" asaba la mitad de un cordero. Sobre la mesa esperaba a los hombres una enorme fuente de mote rubio, recién pelado, con ceniza de hualles.

    —El que tiene sed que baje al agua —insinuó Anselmo cordial y sonriente. Después dirigiéndose a Isabel, le preguntó:
    —¿Y qué tal lo han pasado ustedes aquí? Supongo que ya estará cumpliendo con sus deberes de dueña de casa, doña Isabelita.
    —Eso es lo que le digo yo, don Anselmo —exclamó doña Adolfina—. Pero dice que no acepta ningún cargo, mientras no se cumpla con todas las de la ley.
    —¡Pero si a eso iremos muy pronto —gritó Anselmo alegremente—. Creo que tendremos tiempo de hacerlo antes de comenzar las cosechas.
    —La—la! —rió Dumont, que se había mantenido el último tiempo un tanto alejado, absorbido por su amoroso escarceo con Lucinda—. Mon cher Anselmo, yo creo que puedo hacer une proposición, sobre el asunto.
    —Verdad es —apuntó doña Adolfina—. ¡Quien creyera que en esto del amor, la lengua es una sola no más!

    Lucinda, roja como una guinda, callaba, tratando de buscar la mirada de Isabel para que saliera en defensa suya. Y ésta, llena de amorosa ternura, dijo:

    —Por favor no acholen a mi hermanita, ¿Por qué ha de ser tan picara usted, doña Adolfina? Y yo que comenzaba a estimarla como una buena persona.
    —Y lo soy, efectivamente —replicó ella con risueña vivacidad—. Lo soy Pero si del amor no hay por qué acholarse jamás. Aunque a uno se lo digan en francés.

    Anselmo, celebraba, feliz como un chiquillo. Dirigiéndose a la señora de Contreras, que se sentó a su lado, le murmuró:

    —Esta señora tiene cuerda para mucho tiempo. Comenzamos siendo terribles enemigos, pero al fin me derrotó con sus picardías y sus travesuras.
    —Sí, así veo —rió la señora de Contreras— cuyo apellido de soltera era Guillen. Hija de un francés, llegado a la Frontera como técnico de uno de los molinos de don José Bunster, era también mujer de ingenio vivo y chispeante, cualidad que seguramente le venía de su raza. Pero tenía una manera especialísima. Muy seria, casi apática en apariencia salía de pronto con frases agudas, que demostraban una finura nada común. Los labios se le entreabrían como si fueran a decir algo, mientras sus ojos se licuaban al oír a la señora de Ruiz Díaz, sus habituales disparates.
    —El médico ese tiene más suerte que el que se cayó de la horca —le susurró a Anselmo, con cierto tonillo despectivo — porque Lucinda es un encanto de chiquilla. Si fuera tonta se lo haría disculpar con su gracia de ángel tímido. Afortunadamente no lo es en absoluto.
    —Tiene usted razón, señora —aprobó Anselmo complacido —. Es una muchacha muy atrayente y ¡vaya que no tiene un pelo de lesa! Pero es excesivamente tímida. Condición bien curiosa en una muchacha que se sabe bonita, pues pudiera ser muy vanidosa.

    La señora de Contreras se secó con su fino pañuelo de batista las gotas de transpiración que le humedecían la nariz. Entrecerrando los ojos, mientras deshacía lentamente un terrón de azúcar en un vaso de agua cristalina, observó:

    —Casi nunca la naturaleza lo otorga todo. Hay siempre una compensación. Un feo es simpático o inteligente. Una tonta suele ser bonita. Claco que cuando todas las condiciones fallan es mejor tirarse al río. ¿No le parece?

    También doña Adolfina ejercía allí como dueña de casa, pues contaba con la simpatía de Isabel y de Anselmo. Mientras distribuía las servilletas sobre la improvisada mesa, hechas con rojas tablas de pellín, sobre las cuales se extendió un fino mantel de damasco, dirigía la conversación general, haciendo bromas a la señora de Ruiz Díaz, que en ese momento contaba a Terencia una historia de Pedro Urdemales. La señora Scott la oía con los ojos risueños y asomando a ratos la lengua entre los labios sensuales.

    —A mí el que me ha dejado preocupada, es ese pícaro de Sínica por eso de que no le gustaba el queso ni la leche. ¡Qué hombre tan raro! Entre nosotros y en estos tiempos, no hubiera podido vivir.

    La señora de Contreras la observó incisiva:

    —¿Por qué no? La gente rara y los tontos viven en todo tiempo. Alguna importancia tendrán cuando hay quienes se acuerdan de ellos. Por lo menos sirven para que se luzcan las personas inteligentes ¿No le parece, señora Adolfina?
    —Creo que sí —dijo, picada la aludida— oyéndola hablar a usted, no se puede dudar de ello. Pero Sínica nos echaría a perder la fiesta ahora. Imagínese, señora de mi alma, las reflexiones que haría viéndonos comer cazuela de cuneas. ¡Y todo se necesita en esta vida, señora Mina!

    Doña Mina de Contreras, cogió la intención en el aire y replicó displicente y sin apuro dándole el tono requerido a sus palabras:

    —Sí, está bien lo de las cuneas. Pero a veces lo excesivo es molesto; deprimente quizá.

    Terencia Tagle, que en ese momento se empinaba el vaso de agua con mote, estalló en una carcajada que la hizo trapicarse. Un acceso de contagiosa hilaridad la sacudió. Con los ojos húmedos y el rostro encendido, pudo al fin decir:

    —Señora Mina, ¿el exceso de cuneas cambien puede afectarnos a nosotras?
    —De ningún modo? —intervino doña Adolfina— para nosotras es contra. Aunque quien sabe que hubiera pensado Sínica sobre el particular.

    Todos reían celebrando el picante juego de palabras. Doña Mina de Contreras, observó:

    —Habría que preguntárselo a la señora Ruiz, que sabe más de Sínica que nosotras.

    En un extremo de la ramada, Terencia Tagle, conversaba ahora en voz baja, con Lucinda y con Dumont, que la escuchaban regocijadamente. Antuca, ayudada por Isabel, servia entre tanto el caldillo que vagueaba esparciendo una cálida y deliciosa fragancia.


    XIII


    Era la media tarde de un caluroso día de comienzos de enero. El aire tibio traía un intenso aroma de trigos maduros. Anselmo, teniendo por la rienda a su caballo que mordisqueaba las yerbas próximas, se había sentado a la sombra de un roble, desde donde dominaba con la vista el trigal de oro, que se extendía hasta el horizonte, ondulando en los suaves lomajes.

    Crujían con largo lamento, las ruedas de palo de las carretas emparvadoras colmadas de rubias gavillas. Ascendían lentas los repechos y los bueyes de pelaje húmedo iban con pausado tranco azotándose los flancos con la cola. Viboreaba la luz a ras de las sementeras, cuando el viento las rizaba, como un aúreo oleaje de finos matices. Desde una hondonada próxima, surgía el ¡chas—chas!, a ratos desigual, del motor que jadeaba haciendo girar las poleas de la trilladora por medio de una ancha correa. Los dientes de las máquinas cortadoras, rebanaban el trigal, que al doblegarse esparcía su aroma maduro y denso.

    Yerbas rústicas se mezclaban con las pesadas gavillas: poleo, menta, yuyos y rábanos, que no fue posible arrancar cuando las sementeras eran un océano de esmeralda. Los engranajes de la máquina segadora producían una seca vibración y levantaba un fino polvo dorado, que se adhería al rostro de los peones que guiaban las yuntas. Arroyudos de sudor, que resbalaba sobre aquella capa de polvo, les estriaban la cara semejando un pequeño mapa, o una radiografía en que las arrugas, las cicatrices y los pelos hirsutos adquirían curioso relieve.

    El océano de oro se extendía salpicado de robles desgarbados y elegantes. Quebradas montañosas, o manchones de tierra roja, erosionada, interrumpían al grávido oleaje de espigas. Repicaban los tordos su tonada y las lloicas eran como una flor encendida columpiándose en las ramas de un maitén, o de un avellano.

    —¡Solimán! ¡Emperador! Eerreee
    —¡Precioso! ¡Clavel! ¡Tizaaa!

    En los cerros, donde el roce y la destroncadora habían dejado claros, el trigo crecía con una frondosidad fantástica. Los segadores con el torso desnudo envolvían con rápido movimiento un ancho haz de espigas que la hechona rebanaba. Mujeres y chiquillos llevando en el brazo un rollo de hebras de cáñamo iban haciendo las gavillas. A cacos una perdiz con su agudo ¡pi—pi—pi—pi! volaba al ras del trigal, dejando su nidalada de huevos de reluciente color café claro, que los cortadores recogían, entre alegres exclamaciones.

    Carretas de altas barandillas ascendían los repechos. Los emparvadores recogían las gavillas con su horqueta, cuyos destellos cegadores fulguraban en la clara luz y las lanzaban al interior, en donde un peón las acomodaba para que cupiera una mayor cantidad. En la era, el motor seguía jadeando; oíanse sus largos pitazos pidiendo trigo. Otros más agudos y seguidos, apuraban a las carretas que bajaban a las quebradas a buscar agua.

    —¡Tiene sed el burro! Apúrense con el agua —gritaban los hombres— antes de que se arranque.

    A través de los rastrojos, habían trazado rojas huellas, las carretas, cargadas de gavillas que se iban reuniendo en la explanada de la era. Juan Añiri miraba las esferas del motor que marcaban la presión, y cuando la pipa de agua, se vaciaba en el caldero, abría la puerta del fogón, para echar adentro una enorme astilla que las llamas abrasaban con una especie de sordo rugido.

    —¡Que hacen esos arrenquines que no acarrean la paja! ¡Que están durmiendo esos güeñis flojonazos!

    Los bueyes y los hombres que trabajaban en la cola de la trilladora, veíanse cubiertos de capotillo y perdidos en una densa nube de polvo y paja triturada. Bramaba el motor su ronco ¡chas—chas! y a ratos la trilladora se atragantaba botando las correas, cuando se le echaba demasiado carga por el embutidor.

    Juan Añiri, con aire de general en jefe, tronaba entonces:

    —¡Y qué les está pasando a esos lleulles que están atorando la máquina! Puta carajo que son bien brutos. ¡Hasta cuando van a joder la cachimba!

    Deteníase el motor lanzando gruesas columnas de vapor hirviente, y entonces Añiri se encaramaba gruñendo como un chancho enojado, y se agarraba de las poleas, para sacar el taco, que se había formado entre los dientes del embutidor.

    En la explanada próxima a la trilladora se alineaban los sacos de trigo. Con ágil destreza, algunos peones, cuyo torso brillaba cubierto de sudor, los ponían sobre la romana y luego de pesarlos los arrumaban en largas filas, donde algunas mujeres les cosían la boca con gruesas agujas capotera!— Desde allí los sacos de trigo se iban hacía el pueblo en las pequeñas carretas, cuyas ruedas de palo gemían con agudos chirridos a lo largo de los caminos.

    Anselmo se había levantado antes de que brillaran las primeras luces del día. A esa hora ya lo esperaba Quicho con el caballo ensillado, listo para salir hacia el campo a vigilar los trabajos de la cosecha. En el patio de las casas algunas carretas esperaban que Añiri les entregara las raciones para partir hacia las eras, en las cuales en esos días almorzaban y comían los trabajadores. Harina para las pancutras y porotos, eran la base de la alimentación. Por la mañana se le daba a cada uno de los peones un cuartillo de harina tostada. Dos días en la semana comían carne. Anselmo se asomó a la bodega en donde Añiri, pesaba las raciones, preguntando:

    —¿Cuánta gente hay en "Los Corralones"?
    —Treinta y cinco, salieron ayer "a la parada". Los mesmos han de haber hoy.

    Añiri, con su chaqueta de mezclilla azul manchada de harina y de grasa, lanzaba una mirada de desconfianza al carretero que esperaba impasible la entrega de las provisiones.

    —Treinta y cinco —refunfuñaba Añiri hundiendo una gran poruña en los sacos de harina cruda, o de porotos. Ta bien. No vaiga a ser cosa que sean menos, porque no es cacha la que te aforro mañana. Mira que vos sos muy ladronazo. Te tengo muy bien cálao. ¿Queda ají en la rancha?

    El hombre miraba a Añiri y contestaba siempre evasivamente a las preguntas de éste:

    —Yo no sé pues, si quedará o no. La Micaela sabrá. Yo no soy na el que hace la comida.

    Anselmo, que había detenido su caballo frente a la puerta, reconvino a Añiri:

    —Eres tú el que debe acordarse de lo que se manda a las eras. Como se te ocurre estar preguntándole a los arrenquines. En la tarde los mayordomos deben darte cuenta de la gente que tienen y de lo que hace falta en la rancha. Si no se lo exijes tú, no te lo van a decir nunca.

    Añiri, con la poruña en la mano y el sombrero puesto, por donde le asomaba un mechón de pelo negro, lo miró con sus ojos duros y fríos, sin decir palabra.

    —Y endey que saco con preguntarles, pues, patrón, cuan do nunca saben dar razones. Tendré que ir yo mesmo a averiguar en las ranchas. Di otra forma estas perdiendo el tiempo.
    —Bueno, entonces hazlo como te digo. Así no perderás el tiempo hablando con los carreteros que nunca saben nada.

    Añiri dio un respingo, volviéndose para sacar harina de un saco.

    —Así mesmo es. ¡No ve que son tan medianitos los babosos! Cuando no les conviene son inorantes.

    Anselmo se marchó liana el campo. Parecía ir absorto en sus pensamientos, pero en realidad iba atento a cuanto se atravesaba delante de sus ojos. En un repecho próximo a las casas encontró a un peón que picaneaba en forma salvaje a un buey. El animal se recogía, agitaba la cola y mugía sordamente, sin querer avanzar. La garrocha se arqueaba en cada feroz puntazo con que el peón clavaba al animal.

    —¡Pedazo de bruto! ¡Qué te pasa con ese buey, que lo estas charqueando en esa forma! ¿Qué no sabes tirar una carreta? ¡Animal!

    El hombre, un peón de estrecha frente, ojos saltones y nariz aplastada, siguió dándole garrocha al buey, poseído de verdadero frenesí. Entonces Anselmo, espoleando su caballo lo lanzó sobre el carretero, dándole una terrible bofetada que lo hizo trastabillar, encima de los animales.

    —¡Roto de mierda, carajo! ¿Qué no tienes oídos, imbécil?

    Trastornado y con impulso homicida el peón levantó la garrocha sobre Anselmo. Pero éste ya se había dejado caer del caballo, y esquivando el garrotazo, lo tomó por el cuello, con tal fuerza, que al lanzarlo al suelo se quedó, con la mitad de la delgada chaquetilla de casineta en la mano. El carreta o, con brinco de felino, se fue sobre Anselmo, tratando de cogerlo por las piernas; pero éste que advirtió la intención, alcanzó a darle un puntapié en plena cabeza. Se le enredó la rodaja de la espuela en los jirones de la chaqueta del carretero y cayó entre las patas de los bueyes, que espantados trataron de huir. Afortunadamente, Quicho, ya desmontado, los contuvo en el momento en que Anselmo se levantaba para enfrentar al peón. Mas éste, como un novillo caita, se internó de un salto entre el monte y huyó quebrada abajo, con gran estrépito de ramas rotas.

    Anselmo quedóse un rato respirando con fuerza. El ritmo acelerado de su pecho, provenía más bien del furor que lo poseía, que del esfuerzo en la breve lucha sostenida. Quicho, en esos momentos, permanecía silencioso, esperando que recobrara la tranquilidad. Anselmo se quitó el liviano poncho para sacudirlo, y después ordenó al mozo. Anda de un galope a decirle a Juan Añiri, que mande un hombre para que siga con esa carreta. O que la lleve él mismo cuando se vaya a la era.

    Mientras Quicho iba a la casa, Anselmo examinó detenidamente al buey, que se resistía a tirar. Una especie de torrentera de sangre que se internaba entre el pelaje, le descendía desde la frente. Desató la coyunda, y entonces pudo comprobar que el yugo no se había suavizado. Un pedazo de madera saliente torturaba al animal en la cerviz, causándole una profunda herida.

    —Carajo los rotos salvajes —barbotó Anselmo—. Y el estúpido de Juan Añiri, no se fija en nada. ¡Cómo diablos se aguanta a esta tropa de bestias!

    Soltó la coyunda al otro buey y con el cabestro del pértigo, amarró a los animales en las barandillas de la carreta. Después, con su afilado cuchillo de monte, se puso a alisar el yugo. Era experto en esta clase de trabajos, y muy a menudo en los largos días del invierno, una de sus entretenciones favoritas era pasarse horas junto a un banco de carpintero. En "Monte de la Suerte", fabricó él, solo, sin más ayuda que la de un muchacho que le sujetaba las ma-deras, las puertas y ventanas de la casa. Rústicas y toscamente terminados, no le restaban mérito a sus aficiones de carpintero, pues había aprendido mirando trabajar a los maestros.

    Esa mañana, después del incidente con el carretero, Anselmo salió a vagar por el campo. En esas ocasiones mostrábase huraño y hostil con toda la gente que trataba. Nunca hacía comentarios sobre las incidencias que le ocurrían y detestaba oír a los campesinos cuando le insinuaban melosas manifestaciones de adhesión. Era Isabel, la única que lograba penetrar en su esquivo recogimiento.

    Mientras descansaba bajo la sombra fresca de un roble vio a Quicho, que seguramente iba en busca suya, sin lograr ubicarlo. Púsose de pie para silbarlo y entonces el mozo se animó a decirle:

    —Manda a decir la patrona Isabel, que llegó don Rosendo Albarrán, y que lo está esperando, porque tiene urgencia de hablar con su mercé.

    Le llamó la atención que el escribano se hubiera decidido a ir hasta su retiro de Nilpe a buscarlo. Remolón, cómodo y amigo de la buena vida, Albarrán era muy poco adicto a hacer largos viajes a caballo. Quedóse un rato en silencio, con la vista perdida en las azules lejanías del campo, que ardía bajo el sol de mediodía.

    —Dile que iré pronto —replicó brevemente.

    Volvió a reclinarse sobre el pasto, entre el cual zumbaban tábanos que hostigaban al caballo haciéndolo cocear enérgicamente. Isabel era la patrona, desde hacía más de un mes. Le fue grato recordar los alegres días de su matrimonio, comprobando entonces que contaba con excelente, amigos que le festejaron felices de demostrarle su simpatía. Desde Temuco vino su amigo Gorostiaga a recibirlos, a su llegada a Angol. Le dieron una bella sorpresa. El coche en que él viajaba con Isabel iba llegando a Deuco, cuando los músicos de una banda militar escondido en un monte próximo al camino, rompieron en una aleare diana para saludar a los novios. Isabel, radiante de felicidad, abrazó con los ojos húmedos a doña Cucha que también vino a encontrarlos. Don Lucas estrechó largo rato en silencio, entre sus brazos a Anselmo, que alegre y excitado, le decía:

    —Don Lucas, don Lucas, ¡cuánto me place verlo! Aquí le traigo a sus chiquillas sanas y salvas. Ya las ve usted une vienen mis buenas mozas que nunca.

    Saludos y gritos de alegría resonaban por todos lacios, Gorostiaga, luciendo su bello uniforme de coronel, descendió de su caballo, para abrazar largamente a Isabel.

    —¡Chiquilla, qué gusto de verte! Qué linda vienes. Ahora sí que eres un sol. Déjame darte otro abrazo.

    Bajo los árboles, en aquella clara mañana de diciembre, se improvisó la fiesta. El comandante Carrillo, había traído dos cantoras famosas de Angol, que se instalaron al amparo de los árboles, para hacer oír la explosión armoniosa de sus guitarras y de sus voces, que allí en pleno campo tenían un grato y atrayente incentiva.

    Doña Agustina sonreía, radiante de felicidad. Preguntábale a Isabel los mil detalles de aquel viaje "tierra adentro", en el cual les ocurrieran tantas incidencias penosas. En dos ocasiones ella estuvo a punto de partir a verlas, en uno de los coches que iban a Traiguén. Sólo la detuvo el temor de dejar solo a don Lucas, a quien con su bondad característica era necesario estar ayudando, para que no se dejara llevar por sus excesivos impulsos de generosidad.

    —Imagínate tú, Isabel, lo que ocurriría si el negocio de Anselmo, se fuera a la ruina por nuestra culpa. Créeme que yo no me podría conformar nunca. Pero los golpes enseñan a la gente, mi hijita. Ya ves tú lo que pasó con ese picaronazo de Gumercindo. Hemos pasado días muy amargos por causa de ese bribón. ¡Si estuvo a la muerte! Por fortuna se mejoró y Lucas puede vivir más tranquilo. El abogado que tomó Lucas, don Pedro Bannen, se ha portado muy bien. Al fin y al cabo tu papá, obró en defensa propia. Piro de todas maneras, cuando se quiere embromar a un cristiano ya tú sabes como es. Y dime ¿qué es de don Ludovino? Y Domingo Melín, ¿no vino con ustedes? Supe que el pobre estuvo muy mal, con el balazo que recibió en el salteo. ¡Virgen Santa!, créeme que pasé noches y noches sin dormir. Pero mis ánimas no me han abandonado, a Dios gracias.

    Isabel y Lucinda le contaban a su madre con vivos detalles, las incidencias ocurridas en aquel paseo en que habían sufrido no poco, pero también disfrutado de días de gran felicidad.

    —Tenemos para conversar un día entero, mamita. Y hay, fuera de lo mío, otras novedades, muy importantes, importantes. ¿No es verdad, Lucinda?

    Lucinda sonreía, alegre y ruborizada a la vez. Doña Agustina la vio más mujer, más dueña de sí; aunque sin dominar completamente su timidez.

    —¡Isabel no cuece peumo! —dijo feliz y encendida—. Ya le contaremos todo, mamita.

    Los hombres, en un grupo, narraban cuentos picantes, riéndose con gran bullicio. Sobre una mesa, hecha con cuatro tablas, puestas sobre dos "caballos de madera", estaban las canastas de licores importados. Coñac, menta, chartreuse y otros licores finos que venían de Francia, asomaran el cuello de las botellas en donde se veían las bellas etiquetas de las grandes marcas. Dumont y Mr. Scott, convertidos en grandes amigos, conversaban animadamente, en una pintoresca y endiablada jeringonza de inglés y francés mezclado con español. El Comandante Carrillo, Gorostiaga, Anselmo, don Juan Andrés Rivas, rico agricultor de Los Angeles, oían, con los ojos alumbrados de picardía, una historia que contaba el ingeniero Martín Droully. Era la de una brava mujer, que se resistía a los avances de un audaz tenorio llamado Azocar. Mientras ella trataba de rechazar al atrevido galán, el nombre de Azocar, era repetido con voz entera y agraviada, pero al último ya la mujer no podía más. En la suprema languidez del amor, se le enredaba el apellido, y en vez de Azocar, lo llamaba: ¡Azuquita!

    Los hombres estaban rojos y congestionados de reír. Un cuento provocaba otro, y entonces, alguno decía: "Eso me recuerda el caso de un viejo que tenía dos chiquillas". Y de este modo se sucedían uno detrás del otro los cuentos, chascarrillos y chistes, de la vida militar, algunos. Los más, del ambiente rudo y pintoresco de esas tierras, en que se iniciaba un nuevo modo de vivir que rompía violentamente, aquella existencia bárbara y rudimentaria, que llevaba el indio dueño de la tierra.

    Algunos ordenanzas preparaban ponches, y otros servían mistelas criollas y licores a las señoras. Doña Adolfina no pudo ir a Angol, aquejada por un súbito ataque de reuma. El Dr. Barros habíale recetado unos papelillos de salicilato que le tenían el estómago hecho una lástima. Pero prometió formalmente que si se sentía más aliviada, iría, junto con Fidel Pontigo y con Domingo Melín. Este se hallaba de viaje por las tierras de Tromén, con algunos de sus mocetones, para finiquitar ciertos negocios de "conchaveo", que tenía con Juan Pedro Millaqueo, señor de esos lugares.

    Trinaban las guitarras al reparo de la fresca sombra, y los pájaros: diucas, jilgueros y chineóles, dejaban caer también sus goterones de cristal, como si se sintieran sorprendidos por aquella súbita invasión de sus dominios. Terencia Tagle hacía llorar de risa a las señoras, que se levantaron muy de alba para ir hasta Deuco, a sorprender a los novios. Terencia contaba que den Luis Hodges, uno de los ingenieros, que había llegado a Angol a levantar el plano de las tierras fiscales fue sorprendido por el padre de las niña—. Schindler, mientras se hallaba "peonco", en brazos de Erica, una muchacha de radiosa belleza. Don Werner Schindler, era un hombre apacible, bondadoso y alegre; pero cuando lo dominaba la ira, se convertía en un toro salvaje. De una "patada" había abierto la puerta del dormitorio, y el ingeniero Hodges, al huir precipitadamente no alcanzó ni siquiera a ponerse los calzoncillos. A las cuatro de la tarde, era cierto que no pasaba un alma por la plaza, pero en las ventanas y en la esquina de los negocios nunca filiaba alguien que mirara con ojo certero. Afortunada-mente, en la puerta del escribano Albarrán encontró un caballo ensillado, sobre el cual saltó rápido, como el más diestro jinete de caballería. Y así pudo llegar a su casa. El caballo, que era de un fraile franciscano de la Misión de Quillén, fue llevado al cuartel por un policía, muy extrañado de que su reverencia dejara su cabalgadura en medio de la ralle.

    De este modo el pacífico jamelgo de un misionero, vino a servir para sacar de apuros a un galán en aventuras. Alguien, agregaba que el padre de Erica Schindler, furioso, en vista de que no pudo coger al ingeniero Hodges, hizo picadillo el traje que el fugado dejó sobre una silla.

    —¡Pobre Hodges! —comentaba, risueña, Terencia— perder su rico traje de cheviot, en esa forma. ¡No deja de ser una gran desgracia!

    Toda la gente rivalizó en contar picantes anécdotas. Hizo falta doña Adolfina para agregarle otro poco de pimienta a aquel guiso de comentarios y chismecillos que circulaban entre toda esa gente ansiosa de divertirse.

    Al amparo de unos sombrosos robles, la fiesta asumió proporciones inusitadas. Las cantoras se turnaban con la banda para animar la reunión, en la cual todos querían manifestar su regocijo y su amistad por Anselmo, que se vio obligado a bailar una cueca con doña Cucha, mientras el Coronel hizo pareja con Isabel. Canciones picarescas e intencionadas surgían de labios de las cantoras, las que hacían "hablar a las guitarras", según la manera de decir de don Juan Andrés Rivas, un hombre alegre y dicharachero, que de pronto, sacando su gran pañuelo floreado, avanzó hacia el centro del espacio ocupado por los danzantes, gritando:

    —¡Cacho negro, Cacho negro!

    Cacho negro, equivalía a decir que la dama que bailaba, debía resistir el ataque de varios danzantes, hasta que otra viniera a sacarla del apuro. Doña Cucha resistía feliz y donairosa la acometida, y así bailó con el Comandante Carrillo y con el Teniente Gamboa, que se había hecho famoso por su gracia para bailar la popular danza. La ágil y bella señora aceptó el duelo sin protesta, hasta que de pronto, de un salto con los ojos brillantes de entusiasmo, vino a reemplazarla Terencia Tagle. La simpática mujer fue saludada con una salva de aplausos tan prolongada, que el jefe de la banda alzando la batuta tomó por su cuenta la música reemplazando a las cantoras. Estas, dejando las guitarras a un lado se habían puesto de pié, para llevar el compás, con estrepitosos palmoteos y cantando a grito herido. Los asistentes formaron corrillos para presenciar el duelo entre Gamboa y Terencia, que hizo derroche de intencionada picardía. Y cuando Gamboa la estrechó en el zapateo final, Terencia se detuvo, moviendo rítmicamente las caderas y los pies. Era como un instrumento vibrante de juventud y de fascinadora gracia. Con los ojos florecidos de luz y la risa en los labios, Terencia puso en apuros al gallardo teniente, cuando éste la envolvió con su pañuelo, simulando el atrevido ataque del hombre que ronda a la mujer en su anhelo de posesión y de dominio. Terencia, con la amplia falda extendida en gracioso alarde, escobillaba la cueca. Era a ratos como un pajarillo entregado al dulce cautiverio del hombre, y luego, con los ojos relampagueantes, la boca ofreciéndose atrevida y esquiva a la vez, su desafío se manifestaba en los senos audaces y en el balanceo rítmico de las caderas que se tocaban a ratos con las del hombre, como si les estuviera quemando adentro una misma pasión. La misma ansiedad gozosa de un latido que se repetía una y otra vez, en una especie de delirio físico.

    Los pies pequeños, la fina cintura, y las amplias caderas, se concertaban en un ritmo de armonía jubilosa, cuya intención se iba repitiendo en las palabras del verso alegre y malicioso que las rústicas voces de las cantoras, iban modulando y acentuando en el palmoteo con "que alarmaban" la cueca:

    El desierto es desierto
    la pampa es pampa
    los ratones se casan
    sólo en la trampa.
    Solo en la trampa digo,
    blanca azucena,
    si la azucena es blanca
    ¡tortillas buenas!

    Tortillas buenas ¡si!
    vamos bailando
    que el que no baila es lastre
    y hay que botarlo.

    así, así es el amor,
    el picaflor.


    —Viva la niña bailando, saltando, cantando, llorando.
    —Cacho negro para Terencia. Cacho negro, cacho negro!
    —Salven a ese teniente! Sálvenlo, sálvenlo.
    —No lo mates, Terencia. Déjale el uniforme siquiera.
    —¡Chotita, tenquita, mónita, chanchita, burrita!
    —¡Aro, aro dijo el traro!
    —Déjalo que agonice siquiera, Terencia.


    Pero antes de que pasaran las bandejas del aro, Anselmo requirió a Terencia de nuevo. Alegre y excitada con los carrillos como dos manzanas encendidas, la graciosa limeñita le hizo frente a su nuevo acompañante. La banda había cesado y las cantoras, de pie, con la guitarra afirmada en la cintura, los incitaron otra vez a la danza:

    A una niña chiquita
    un carpintero
    Creyendo que era una tabla
    le abrió un aujero.
    le abrió un aujero, ay sí!
    quien pensaría
    que una cara tan linda
    se rompería.
    Anda, niña bonita,
    campanillita,


    Pero en ese momento, Terencia ya agotada, huyó de un saltó a refugiarse entre doña Cucha y el Coronel Gorostiaga, que la recibió con el vaso rebosante en la mano.

    Las sombras de la tarde comenzaban a llenar el campo, cuando siguieron viaje a Angol, Una ruidosa y alegre cabalgata despertó las dormidas calles del pueblo con sus canciones y sus reiteradas voces de regocijo. Ni una sola nota discordante hubo en aquella fiesta que Anselmo recordaba con íntima satisfacción. Muestra del aprecio de sus amigos, en los momentos en que la dicha del amor lo penetraba como una claridad deslumbradora.

    Fue una semana de jolgorio en la que toda la gente del pueblo rivalizó para exteriorizarle su amistad. La Cata Morales, no quiso pasar por alto tan significativa oportunidad, y una de esas noches, junto con los oficiales de la guarnición y gran número de amigos, ofreció una recepción. Tomaron parte en la fiesta famosas cantoras venidas de Chillan, y lo mejor "de elementos de las grandes casas" de diversión de Concepción y de otros pueblos. Aquella re-unión se celebró sigilosamente, mas, a pesar de la discreción que se trató de mantener, no hubo persona en Angol que no conociera los detalles de esa bacanal, en que el novio fue so-metido a heroicas pruebas de gallardía. En la ruidosa remolienda se agotaron todas las formas del placer. Era el desquite de aquellos hombres que vivían a diario con el arma al brazo, o luchando con las rudas dificultades, a las cuales se enfrentaban en las faenas del campo, o peleando con el indio, que no concluía nunca de darles desagradables sorpresas con sus reiteradas malocas.

    En esa noche de placentera tormenta se cometieron los más disparatados excesos. Anselmo los aceptó como una contribución a la amistad; como un último tributo a su soltería, llena de pasajeros encuentros, en que el amor no dejó ninguna huella. Hasta entonces su sensibilidad estuvo acorralada por una especie de desprecio hacia cuanto pudiera tener alguna raigambre sentimental. La mujer era para él sólo un instrumento de placer, algo así como un campanazo para provocar el instinto. Casi en seguida sobrevenía, en él, el hastío, el asco. Necesitaba entonces bañarse con agua fría, como cuando era muchacho y sentía sobre su torso el chorro helado de la vertiente del Puente Mellizo. Recobraba así su equilibrio, su normalidad desdeñosa y desconfiada. No entendía aquello de apasionarse por una mujer y pelearse arriesgándolo todo, por el amor de ella. Veía a diario como —se producían los casos de infidelidad conyugal. Esas mismas mujeres que faltaban a la promesa, jurada en el altar, se le antojaban indecentes prostitutas más despreciables que las que comerciaban con el amor. Era de este modo como Anselmo Mendoza, había sembrado de hijos toda la comarca en donde ejercía su actividad. Y esa noche en la casa de la Cata Morales, se sorprendió a sí mismo. Fue como si se encontrara con otro hombre. Con un hombre que acababa de descorrer una cortina para vislumbrar un panorama maravilloso. Contempló sin entusiasmo una danza de mujeres desnudas, número con que la dueña de casa le obsequió rumbosamente. Se dio cuenta en esos momentos de que le faltaba mucho en experiencia, en conocimiento cabal de lo que es el hombre en sus escondidos vericuetos. Pensó entonces que aquella parte animal, no era en modo alguno la que confería belleza al destino humano. Le pareció que Isabel era algo distinto, un sec superior, un alma exquisita de la cual surgía con radiante claridad el imperativo milagro del amor.

    —Creo que voy a ser un buen marido —dijo al coronel Gorostiaga, como si éste hubiera estado siguiendo su monólogo interior—. La mujer, así como puede ser un abismo de abyección, puede ser también lo más alto y puro que puede alcanzar la existencia. ¿No le parece a usted, don Alejandro?

    Don Alejandro miraba con los ojos encandilados y la cata enrojecida, el baile. En aquellos años, allí en la Frontera, un baile de mujeres desnudas tenía una novedad apasio-nante. No era la lujuria misma, sino que, tal vez inconscientemente, provocaba una recóndita admiración en esos hombres que amaban los peligros y conocían más que nada el goce del instinto, en medio de las selvas o de un campo de batalla, en los momentos en que las indias nubiles que no alcanzaban a huir, se les entregaban con los ojos dilatados por el espanto.

    Era este otro un espectáculo en que podían admirar la belleza de las formas. La opulencia de unos senos que se ofrecían sin reparo, mientras las caderas se cimbraban cadenciosas. El monte de Venus, era el vértigo que golpeaba como los ramales de un chicote, con que se sometían al suplicio estos eróticos amigos de la Cata Morales. La ronda de mujeres desnudas se deslizaba suavemente, y sus talmus losados apenas tocaban la gruesa alfombra que adornaba el piso del salón. Con la cabellera rubia luminosa, negra como una sombra brillante, castaña como una flor exótica, las mujeres danzaban cogidas de las manos, mientras los sones claros, ágiles saetas surgidas del arpa, preludiaban un vals de la época.

    No eran las ruidosas y explosivas manifestaciones de la cueca. Esta vez, la danza de Venus era contemplada en un estático silencio. Giraban los ágiles cuerpos desnudos, fin-giendo temor y vergüenza, simulando a las ninfas que huyen a ocultarse entre las frondas de un bosque. De súbito la ronda se deshizo, y fue como un torrente de carne dorada, morena o blanca lechosa, con su hidrografía de venas azules, la que se deslizó en un trotecillo raudo sobre la roja alfombra. Y luego graciosas, provocativas, sin llegar a la grosería bailaron una especie de mazurka, a la cual las notas del arpa le daban una levedad de ensueño, una ingra-videz de pájaros. Hasta que de pronto, como si el soplo huracanado y colérico del viento las hubiera dispersado, los acordes enérgicos de una canción en boga las hizo huir atropellándose, con mórbida ondulación y cascabeleo de risas. La canción era como una especie de paso doble, que se repetía en un verso y se prolongaba como latido.

    Un lorito muy alegre
    muy alegre, muy alegre,
    enamoró a una lorita
    muy bonita, muy bonita.
    ¡Que lorita, qué lorito!
    hicieron el casamiento
    y durmieron muy juntitos
    muy juntitos, muy juntitos!


    La música era una alegre nota insistente que acentuaba la modulación del canto, y mientras los hombres hacían picantes bromas, aludiendo a los años que llevaban encima, y al efecto que les causaba el venusto espectáculo, adentro se oían las prolongadas risas de las muchachas. Eran chiquillas venidas de Chillan y de Concepción. La Cata, radiante de orgullo, vino a tomarse un trago con los caballeros principales, para recibir directamente la impresión que les había causado aquella novedad que les tenía. Todos se deshicieron en elogios, preguntando a la vez detalles especiales sobre cada una de las muchachas.

    La Cata no cabía en sí de felicidad y de satisfacción. Con el rostro encendido y la copa en la mano, saludó a Anselmo:

    —Para que vea usted, Anselmo, como lo queremos. Yo mismo me sacrifiqué en ir a buscarle las chiquillas. Y le diré que vienen algunas que recién, no más, "han probado el agua de la vida". Son de lo mejor que hay en Concepción y en Chillan, y han venido para pasar dos noches y nada más. Así es que el que no baja al río, es porque no tiene sed, o porque ya no puede saludar la bandera, echándose el rifle al hombro. ¿No le parece, mi Coronel? A su salud, pues, Anselmo, por su felicidad y porque no nos olvide.
    —¡Salud, salud, por Anselmo y por su bella novia!

    La noche se hizo corta para la gente de la fiesta. Eran las ocho de la mañana y las cuecas estaban en lo mejor y lo más bravo del entusiasmo. El Coronel se había deslizado sin que nadie, en el tumulto, lo advirtiera. Se fue en compañía del novio, que deseaba dormir un poco, pues tenía que ir a almorzar en casa de don Serapio Ríos, su compadre y amigo desde que llegara a Angol.

    Don Serapio era todo un personaje. Rumboso, alegre, gracioso y valiente como un Roldan, se contaban de él innumerables anécdotas en las que en todo momento quedaban de relieve sus cualidades de hombre de una pieza. En los rodeos y apartas de animales se había hecho famoso, porque siempre traía las mejores bestias que él mismo enseñaba, ayudado por su peón, Rosalindo Ordenes, don Rosa, como le llamaba todo el mundo y a quien don Serapio conoció en unas famosas carreras a la chilena, que habían durado cerca de una semana.

    Rosalindo Ordenes estaba recién llegado a Angol. Había servido como cabo de caballada en el Escuadrón Bío—Bío, acantonado en Los Angeles. Después de la pacificación, cuando ya los cuerpos de la Frontera comenzaban a disolverse, aquel fornido centauro de frente combada, ojos claros y audaces, y revuelta cabellera negra, se fue a Angol sin más fortuna que un par de caballos colorados que había mantenido, con los del Escuadrón, mientras estuvo a cargo de la caballada. En uno de ellos, un animal cabezón y huesudo de poderosos encuentros, se dirigió a las carreras que ese día se iniciaban en una cancha de Cuñuñuco. Unos tragos de aguardiente que se fueron repitiendo con reiterada frecuencia pusieron a Rosalindo en actitud beligerante con todo el mundo. Su huesudo caballo colorado se llevó por delante a toda una serie de jinetes que estaban "tanteando sus mancos" en la vara. Don Serapio entre tilos advirtió con ojo certero la maestría y decisión con que el peón aquel, "escaramuceaba" su bestia. Pero como buen huaso amigo de "sacarle pica" al vecino, lanzó una chirigota, aludiendo a las filudas ancas del "morisco colorado".

    —En buen talaje se ha criado el chucito ese. Rabioso de hambre andará me lo imagino, por lo salteador que se ve.

    Rosalindo rodajeó el pingo por los flancos, azotándolo al mismo tempo por las corvas. El colorado se irguió como una fiera, resoplando con tremenda energía. Rosalindo, que sabía quién era don Serapio, le dijo:

    — Aunque no tengo muchas conociencias por estos mapos, me condenará si no se encarama su mercé con este caballo que está mirando en poco. Don Serapio, yo sé que su mercé estriba largo, y no anda en bestias emprestas, pero le quiero pedir un servicio. Hágamelo por su madre. Póngale los peleros a este chuzo y mándele las espuelas pa onde esté vuelto. Ey verá su mercé en qué caballo sube.

    Don Serapio sonreía, entre burlón y desdeñoso, sin tomar en serio sus bravatas y desafíos. Sin ánimo de aceptar el ofrecimiento, le dijo:

    —Déjate de historias, hombre. Por caballos no me quedo sin dormir, y ya conozco algunos. ¿Para qué más?

    Rosalindo se echó el halda del poncho al hombro, y afirmándose el fiador de su gran sombrero le incitó, bravucón e hiriente:

    —En veces no es por falta de voluntad que no se tantea un flaco, sino porque faltan piernas. Yo el caballo se lo regalo si su mercé se sujeta en él.

    Don Serapio Ríos era vivo de genio y respondió amoscado.

    —Piernas tal vez me falten para afirmarme en el suelo, cuando deje a tu chuzo sin alientos de un apretón.
    —¡Velay, patrón! ¡Antes no me río más juerte! El gallo no se conoce por el canto sino que por la estaca. Le vendo mi caballo si le gusta y si no se lo regalo.

    Don Serapio era orgulloso y en asuntos de caballería, no permitía que nadie pusiera en duda su pericia de gran jinete. Soltando una carcajada burlona, estuvo de un brinco en el suelo, gritándole:

    —A ver, hombre, pasa tu lloco para acá. Aquí vas a ver si hay piernas o no. Me recondenara...

    Rosalindo ya estaba en tierra cuando el arrogante jinete se llegó a él. Ágil como un mono que se aferra de una liana para cimbrarse a mayor altura, se encaramó sobre el caballo que se mantuvo inmóvil como si fuera de piedra, hasta cuando don Serapio se acomodó en la montura y tomó los estribos. Mas, apenas sintió las espuelas rodándole cerca de los ijares, el caballo resopló con salvaje energía; las fauces dilatadas y el mechón en el aire tremolando como un látigo que azotara el viento. Don Serapio, desabotonó el ramal y se lo dejó caer por las ancas con tal velocidad, que daba la impresión de castigar a la bestia en ambos flancos simultáneamente.

    El caballo, con la rienda corta, se revolvió girando en un puño de tierra con pasmosa agilidad. Un gran concurso de gente se había agrupado y contemplaba animadamente la escena. Estaban frente a un grueso murallón de adobes que protegía el patio de las casas, Y de pronto don Serapio lanzando un grito que evocaba el alarido del malón indígena, disparó a la generosa bestia como una catapulta contra el muro. El caballo, sintiendo la espuela clavada junto al cinchón de la barriguera, se lanzó en vertiginosa embestida, hasta estrellarse contra el grueso paredón como si lo fuera a traspasar.

    Fue un encontronazo de bestia prehistórica que se estrella contra una roca. Allí mismo quedó con el testuz rendido, hecho un montón de carne palpitante. De las fosas nasales le surgía un chorro de sangre. Don Serapio fue deparado a unos cuantos metros de distancia. Rengueando se puso de pie. Estaba trémulo, poseído por la fiera emoción del luchador que sale vivo de una terrible prueba.. Avanzó hacia Rosalindo para decirle con ronca voz:

    —Bueno era tu caballo, hombre. Te lo compro. Y ahora que está muerto, te lo pago doble. Te pago lo que me pidas.

    Rosalindo con el rostro encendido, mezcla de orgullo, de primitiva exaltación y de corajudo desdén, al propio tiempo. le contestó:

    — El caballo ya no vale ná. Y lo que valía, plata su mercé no tiene pa pagármelo. En el camino se conoce la gente, patrón. Andando vamos por él.

    Don Serapio le dio la mano, sujetándolo un rato por el hombro.

    —Ojalá que caminemos muy cerca, hombre. Parece que por lerdo no te han arreado. Yo estaré muy contento de que te vengas a trabajar conmigo. ¿Qué me dices?
    — A la orden, patrón. Ya lo conozco a su mercé. No tenimos pa qué seguir tantiando fuerzas.

    Anécdotas como éstas, se contaban muchas de don Serapio Ríos. Era un hombre risueño y sin jactancia. Sólo cuando los tragos le hacían hervir la sangre aparecía, en él, el macho fuerte, el hombre primitivo que experimenta el orgullo de su poderosa vitalidad, de su vigor físico, para imponerse en aquel medio semibárbaro en que la reciedumbre era admirada como uno de los mejores atributos humanos.

    En casa de don Serapio se reunió toda "la flor y nata del pueblo", como dijo después un cronista local. Tenía una linda casa, con un jardín delantero, y amplias habitaciones dispuestas en escuadra, que encerraban otro maravilloso jardín en el cual podían admirarse las plantas más raras y delicadas, que crecían en el fresco y húmedo clima del sur. Peonías, jazmines, rosas opulentas, lirios y jacintos de los colores más llamativos y caprichosos, provocaron exclamaciones de admiración a los visitantes. Hacía un tiempo hermoso y el aire tibio, en el cual zumbaban las abejas, era como una caricia. Don Serapio hizo instalar dos grandes mesas bajo el parrón. Y allí se sirvieron ese día toda clase de guisos apetitosos que dirigió con mano experta, un famoso cocinero venido de Concepción. La fiesta tuvo caracteres de acontecimiento social jamás visto en Angol. Don Serapio, sin alardes, sin osten-tación de ninguna especie, sabía hacer las cosas en forma. Junto a los cubiertos de Anselmo y de Isabel; éstos encontraron dos cajas que contenían el regalo de bodas. Un reloj de oro macizo y una sarta de brillantes. Don Serapio no permitió que nadie le hablara de ello. Ni siquiera los novios. Y la fiesta duró ese día y la noche entera. A las diez de la mañana siguiente se bailaron las últimas cuecas de la despedida. Las cantoras ya estaban roncas y las niñas que se desempeñaban en el arpa y la guitarra no podían más. Graciosos cogollos se cantaron para despedir a los novios. Uno dedicado a Isabel fue celebrado clamorosamente.

    Para usted, doña Isabel
    verde cogollo e toronja
    cuando Anselmo cante misa
    usté estudiará pa monja.


    Se casaron en la iglesia, en una tibia y perfumada tarde de comienzos de diciembre. Isabel, sin azahares, y con un sencillo traje de seda negro, se tomó del brazo de su padre sólo en el momento de entrar al templo. Don Lucas, grave y jovial al mismo tiempo, mostraba en su rostro la honda emoción del momento. Veíase en él, al hombre acostumbrado a estar en un salón, por su finura, y cierta gracia desenvuelta y espontánea para atender a los invitados. Anselmo, junto a doña Agustina, sin cogerla del brazo, veíase un poco torpe para moverse en aquel medio al cual no estaba acostumbrado. Con el rostro cuidadosamente rasurado, peinado al medio, tenía no obstante un bizarro continente.

    Se arrodilló serio y respetuoso cuando llegó el instante de la ceremonia nupcial. El sacerdote, un hombre grande, de ojos claros y apacibles, recitaba sus latines con cierta elegante entonación, acentuando sus movimientos. A ratos, más parecía un actor en el escenario que un sacerdote oficiando en su ministerio. Y "cuando dijo "mujer te doy y no esclava", sus palabras quedaron vibrando, como si fueran una sentencia conminatoria, que debía cumplirse inexorablemente.

    En esos momentos, Anselmo pensaba en lo distinta que era la realidad. Todas las mujeres casadas que habían gemido de placer entre sus brazos, habían hecho la misma solemne promesa frente al altar. No se conciliaban en la vida cotidiana los juramentos que se hacían en ceremonias públicas. Reyes, princesas, altos dignatarios de la tierra los rompían estrepitosamente, cuando los sentimientos o las pasiones venían a golpear en sus corazones, para cortar sus ligaduras que sólo podía mantener un permanente amor. Anselmo miró a Isabel, y la vio absorta en el éxtasis interior que embargaba su espíritu. La temblorosa luz de los cirios daba a la belleza de su rostro un afinamiento que casi lindaba con lo irreal. Con la dulzura de aquellas vírgenes que pintaban algunos artistas del Renacimiento. Olvidóse un instante de la ceremonia y sintió que una especie de leve crispadura, que le tocaba lo sensible, le iba quemando la sangre, encendiéndola hasta extremos inauditos. Apretando la madera del reclinatorio, alzó los ojos para mirar al sacerdote que se movía en ese instante frente al altar, dando pasos muy medidos y cadenciosos, como si iniciara una danza litúrgica.

    Experimentó Anselmo el vivo escozor de una rara desazón; de una molestia que era como íntima vergüenza. No había podido concentrarse para seguir los detalles de la ceremonia, sino que estaba pensando en la posesión de la mujer que tenía a su lado. Era como si en las narices le hicieran cosquillas el aroma de su cuerpo y la tibia sensación del sexo en el supremo instante del placer. No pudo sustraerse al acicate de la sensualidad sin control, que venía a ser como un suplicio en ese momento. Sólo logró arrancarse la torpe obsesión, cuando Isabel se volvió a mirarlo sonriente. Se empañó el azul de sus ojos, con una lágrima de felicidad. Anselmo pensó entonces que no sería difícil ser dichoso junto a esa mujer, mientras la descara, mientras constituyera el supremo placer de su vida. Aunque trataron de que la ceremonia no tuviera mayor relieve, resultó brillante con la asistencia de los oficiales de la guarnición que llegaron vistiendo sus uniformes de gala. Las señoras, lujosamente ataviadas, rodearon a Isabel, disputándose alegremente el primer abrazo. Los hombres sentían una especie de voluptuosidad, dando recias palmadas en las espaldas de Anselmo, que estaba radiante. El Coronel se inclinó a su oído para susurrarle:

    — ¡Ay, mi amigo! No soy envidioso, pero con veinte años menos le hago pelea hasta la muerte. ¡Qué felicidad la suya!

    Terencia Tagle, con la boca húmeda y encendida; fruta que mostraba la pulpa dulce y jugosa, lo abrazó riendo. Anselmo sintió la cara de la hermosa señora junto a la suya— Un fino perfume fluía de su persona. Sus senos duros de mujer sin hijos, se apoyaron confiados en el pecho de Anselmo. Su aliento era cálido e incitante cuando, le dijo:

    —Felicidades, Anselmo. Felicidades.

    Había apartado la cara para mirarlo de frente con los ojos luminosos, la boca palpitante, como si se ofreciera. Anselmo la retuvo un instante para susurrarle:

    —Gracias, Terencia. Gracias, mi amiga.

    Y en esa respuesta surgió instantáneo como un relámpago, el ramalazo del deseo. Los ojos en una mirada de complicidad se confundieron en un instante de súbito entendimiento. Estaban en la sacristía y Anselmo pensó una vez más en lo débiles que son las promesas y los juramentos cuando la sensualidad arrasa con todas aquellas fórmulas.

    Lo distrajo de sus pensamientos, sentirse cogido en un abrazo de orangután por Domingo Melín, que venía llegando desde Los Sauces, para acompañarlo en ese día de alegría. Los dos hombres permanecieron largo rato estrechados en ese abrazo en que sus corazones latían con un mismo sentimiento de cariñosa lealtad.

    —No podía creer que no vinieras, Domingo —exclamó Anselmo, reteniéndole de los hombros—. Te estaba echando de menos, Domingo.
    —Pensando en vos too el tiempo, Anselmo. Buena felicidad, amigo mío.

    Sonreía el cacique y mostraba en el rostro su regocijo. Había venido con él, doña Adolfina que en ese momento estaba en la casa de don Lucas, cambiándose traje para recibir a los novios. Ese miaño día llegarían los padres de Anselmo, que se retrasaron, a causa de un desperfecto del coche que fue a buscarlos a Renaico. Con ellos venía el doctor Dumont que se vio obligado a ir al norte, para realizar algunas diligencias impostergables.

    Anselmo tuvo a su alrededor a toda la gente que él estimaba como sus verdaderos amigos. Fue una noche de alegres sorpresas. Al amanecer don Serapio les hizo dar un esquinazo. Las cantoras, sin desmontarse de los caballos en que venían, hicieron resonar sus voces, con can-ciones y tonadas picarescas que pusieron una nota de originalidad en aquella celebración. Fue como si todo el pueblo estuviera de fiesta.

    Y entonces Anselmo, huyó hacia su casa llevándose a Isabel cogida del brazo, muy cerca de él. Venía llegando el día en alas del viento, que mecía los árboles de las huercas, desde donde lanzaban su clarinada los gallos madrugadores. Un aroma húmedo surgía de la tierra. Los pájaros endulzaban el amanecer con sus trinos. Y cuando Anselmo llegó a la puerta de su vivienda, el sol penetró como un torrente de oro por la ventana. Isabel, fatigada y feliz, le echó los brazos al cuello, insinuando la amorosa entrega.

    Anselmo sintió que entraba a otra existencia bien distinta a la que hasta entonces había llevado. Isabel era una mujer de gran sentido práctico, y sin restarle nada a la pasión amorosa que surgía de ella como una permanente llamarada, comenzó a preocuparse de los asuntos de su marido, ayudándole en cuanta diligencia podía realizar. Los días pasados en Angol fueron de tanta agitación que no se dieron cuenta de su transcurso. El verano avanzaba rápido, y Anselmo, en medio de su embriaguez amorosa, no perdía de vista, sin embargo, el desarrollo de sus negocios, especialmente los agrícolas, a los cuales les dedicaba su atención preferente. Había prescindido en absoluto de las aventuras pasajeras con que aplacaba los impulsos de su poderosa vitalidad y en ese aspecto, sentíase perfectamente tranquilo.

    Mas el hombre propone y Dios dispone. Una mañana, al atravesar la plaza para dirigirse al molino, se encontró de súbito con Terencia Tagle, que apareció como una visión luminosa, con su sombrilla en la mano y un fino traje de color rosa que comunicaba a su faz trigueña, irresistible seducción.

    —¡Qué a tiempo, Anselmo! Iba a verlo en este momento. ¿Lleva usted mucha prisa? Necesito hablarle cuanto antes, sobre un asunto que precisa su buen consejo y opinión. Si quisiera alcanzar hasta mi casa ahora o a la urde se lo agradecería. No sería mucho el tiempo que le quitaría a sus negocios y a sus deberes amorosos, señor novio.

    Terencia se había detenido bajo la sombra de un árbol de hojas finas, por entre las cuales se filtraba la luz del sol, comunicando a la joven una gracia vaporosa, casi aérea. Su rostro, de rasgos armoniosos, tenia una tez de flor. La boca frutal, con los labios plegados en un mohín de picardía, que acentuaban los ojos llenos de luz, le dieron a Anselmo la convicción de que todo el cariño por grande que sea, está expuesto a la infidelidad.

    Sacó su hermoso reloj de oro y dándole una rápida mirada, le contestó:

    —Bien, Terencia. ¿Cómo puedo negarme a una petición suya? Tengo tiempo todavía de realizar mi diligencia. ¿Eduardo está en la casa?
    —Si no está, debe llegar en unos momentos más.
    —Vamos andando entonces.

    Caminaron sin apremio por la acera inundada de sol. Sobre el puente del río, Terencia se detuvo para mostrarle a su acompañante, una carreta que cruzaba la corriente en esos momentos. En partís los bueyes casi se sumergían totalmente en el agua azul, que viboreaba en la limpia luz de la mañana. Levantando los hocicos, extendían la cola, como si su instinto les advirtiera que en cualquier momento se verían obligados a nadar. El color pardo y rojizo de los animales se destacaba con fuerte relieve dentro del agua.

    —¡Qué curioso! —exclamó ella—. Parece que los bueyes estuvieran pintados, por la claridad con que se destaca el color de la piel.
    —Sí, en efecto —repuso Anselmo— así es. Son bueyes grandes y de lindo pelaje. Es posible que sea por eso.

    Terencia le miró sonriendo. Jugaba con la sombrilla que había cerrado y con la cual se daba golpecitos en el hombro.

    —Pero usted es un hombre prodigioso, querido Anselmo —le observó de pronto—. El combate amoroso le ha dado mayores energías. Lo veo más fuerte, más colorado, más entero. Me hace pensar —disculpe la comparación— en un potrillo que todavía no ha sentido los rigores del látigo.

    Abrió ella, de pronto, el quitasol, y el chasquido de la aeda, remedó un beso, que lanzara al aire tibio de la mañana. El hombre buscó su mirada y ella la esquivó sin rubor; más bien incitándolo a la replica intencionada:

    —Eso de potrillo me gusta bastante —exclamó Anselmo, dándole a su voz un tono de maliciosa intención— pero los potrillos aun no saben de amor. ¿Verdad, Terencia?

    Rió la bella mujer con esa risa larga y cálida que de pronto parecía extinguírsele en la garganta, como a una chiquilla atolondrada que se atropella hablando.

    —Sí —replicó— no saben, pero lo tienen latente, para emplearse en el momento necesario. Pero supongo que a usted ya no le ocurre eso. ¡Ah, mi amigo, demasiado sé que es usted un pícaro que ha corrido mucho camino!

    Entraban en ese momento a la casa, que después de la mampara tenía un largo pasadizo. En el fondo, brillaban las flores y se oía el parloteo de los pájaros que rebullían en una enorme jaula.

    Terencia abrió la puerta de un saloncito de muebles rojos, con una gruesa alfombra del mismo color en un tono más obscuro.

    —Tome asiento, Anselmo, mientras voy a preguntar por Eduardo. Al salir al pasadizo alzó la voz para preguntar:
    —¡Leocadia!, ¿no ha venido el patrón?

    Desde el fondo surgió una voz, diciendo:

    —Sí, señora. Vino y se fue. Me encargó decirle que volvería hasta la hora de almuerzo.

    Oyóse el resonar de una puerta y el murmullo de voces que se iban alejando hacia el interior de la amplia casa. Anselmo se detuvo en medio de la pequeña sala, para mirar hacia el jardín inundado de sol. En ese momento un canario lanzaba un trino largo y dulce. Al volver la mirada, Anselmo vio que Terencia le sonreía desde un retrato al cual daba de lleno la luz. Era un retrato de medio cuerpo y estaba vestida con un traje que le estrechaba el talle. Los ojos expresivos, la boca risueña, y una leve chasquilla sobre la frente, daban a Terencia un aire de muchacha juguetona. Acercóse Anselmo a la fotografía y entonces pudo leer la dedicatoria escrita con una letra de perfiles agudos y flexibles: "Para Eduardo con mi sincero amor", decían aquellas palabras.

    El hombre sonrió con una pizca de ironía que le asomó en los labios. En su mente, aquello de sincero amor, se le quedó como una afirmación, sin ninguna verdad. Y entonces acudió a su recuerdo el rostro resplandeciente de Isabel, sus ojos azules, sus rasgos claros sin asomo de falsedad.

    —Es una chiquilla buena —pensó—. No tendrá tiempo, ni deseos de traicionarme.

    Se abrió en ese momento la puerta y apareció Terencia, que se deslizó hasta él, ágil como un venado del monte, sobre la gruesa alfombra. Un aroma a flores fluía de su persona, con incitación turbadora.

    —Es un retrato que me hicieron en Lima —susurró insinuante—. Está bastante bien. ¿Verdad?
    —Está muy hermoso ese retrato —dijo Anselmo con torpeza— pero yo prefiero a la persona misma.
    —¿Ah, sí? ¡Qué bien sabe mentir usted! ¡Quién lo creyera en un hombre de respeto! En un joven señor, recién casado.

    Se habían quedado muy juntos el uno del otro, y ella sin esquivarla, sintió sobre su rostro la respiración ardiente y poderosa del hombre. Tenía éste la boca entreabierta, como una fiera próxima a dar una dentellada y la frente se le había encendido con grandes manchas rojas.

    —¡Terencia —le dijo— qué linda está usted!

    No alcanzó a terminar la frase antes de cogerla por la cintura y estrecharla en un abrazo de oso que ya no había de soltar su presa. La sintió liviana, fuerte y flexible como un junco. El traje de seda, dábale una suavidad de mármol tibio que se anima y adquiere vida, en el incendio de la pasión. Terencia tenía los ojos desvanecidos y una arruguita en los párpados se le repetía en la nariz. Sus bocas ardientes se succionaron, entonces, bebiéndose la sangre de las arterias. Anselmo la alzó sin esfuerzo y sus manos hálales rompieron muy pronto el recinto vedado de sus piernas, que se arquearon tensas, tratando de rechazar el ataque. Pero las bocas seguían unidas y la razón se perdía en un tropel de luces y llamaradas que los quemaban por entero.

    —"¡No, no, por Dios! —gritó ella en un supremo esfuerzo, que no logró vencer su desvarío—. ¡No quiero, no quiero ahora, amor! —le suplicó con el rostro anhelante, como si ya se sintiera poseída.

    Una onda de ropas olorosas, de carne tibia, que palpitaba en la búsqueda de las manos afanosas, les confundió sobre la alfombra. Fue el estallido de una fuerza superior, ante la cual sucumbieron gimiendo de placer. El macho poderoso que avasallaba a la hembra con su ímpetu y su embriaguez erótica.

    No supo Anselmo como la alzó después entre los brazos temblorosos. Unas lágrimas grandes resbalaban lentas sobre el rostro de Terencia, más bella después de la entrega. Su beca era una corola húmeda y los ojos ahora se le llenaban de una luz suave y dulce, como la languidez de su cuerpo, que aun no lograba rehacerse.

    El canto de los pájaros en el jardín, adquirió entonces una musicalidad de fantasía. Y cuando una racha de viento sacudió las flores esparciendo sus frescas fragancias, después de un instante de silencio, el canario lanzó un gorjeo dulcísimo. Fue una aérea escala de notas ascendentes, hasta disolverse en seguida en una onda de cristal. Y después siguió de nuevo la orquesta de pájaros en libertad, que rebullían entre el ramaje.

    Se habían quedado mudos, como poseídos por un éxtasis; pero la cabeza del hombre comenzaba a funcionar rápida. Recordó su diligencia en el molino, sus múltiples quehaceres de la cosecha que se venía encima. Sus nervios en grato reposo y la sangre caudalosa le corría por las arterias con tranquilo ritma Le preguntó a Terencia.

    —¿Qué tenía usted que decirme, Terencia?

    La voz era tranquila, reposada, sin ansiedad ni inquietud.

    Ella le echó los brazos al cuello y lo besó de nuevo con la sabiduría del deseo que surge con redoblado ímpetu. No le contestó, pero sus labios y su lengua eran otra vez el quemante aguijón del amor. Anselmo la apartó un instante, para mirarla mejor.

    —¿Te gusto? —le interrogó Terencia, con la voz baja y apasionada—. ¡Dime!, ¿te gusto? ¿No me quieres un poco? ¿Es todo tu cariño sólo para Isabel?

    El hombre no le contestó. La atrajo lentamente hacía sí, envolviéndola de nuevo en la onda del deseo. La sangre volvía a correr desenfrenada y las palabras no concluían de decirse en la succión afiebrada de sus bocas.

    —Oye —le dijo— ¿era esto lo que necesitabas decirme? ¿Era esto lo que requería mi buen consejo y opinión?

    Terencia le miró intensamente. Rodaban sus pupilas como soles vertiginosos en el universo de su exaltación erótica.

    —Sí, musitó —acariciándole con las palabras—. Sí. Era esto, mi amor. Era esto, esto. He estado soñando con ser tuya, desde mucho tiempo. Óyeme: deseándote día y noche. Tómame todas las veces que quieras. No te pido nada, Anselmo. Pero si sientes placer conmigo, aquí estaré siempre esperándote. Oye, dime ¿no me quieres un poco siquiera?

    Otra vez afuera en el jardín, oyóse la orquesta de los pájaros. El canario volvía a lanzar su gorjeo, como si celebrara aquella fiesta de amor en que el deseo excitado por las palabras de Terencia, volvía a encenderse.

    Anselmo salió de allí, esa mañana, sin saber si aquella mujer que se le ofreciera tan inopinadamente, iba a ser motivo de inquietud en su vida, o le ocurriría como con todas las demás, en que su virilidad le creara una leyenda de don Juan. Pero no era igual aquella mujer. Tenía la pasión, el arrebato, la locura erótica, que se transformaba en sabiduría del placer, en el momento de la entrega. Eran zonas pasionales que Anselmo comenzaba a descubrir. Pero dentro de todas esas alternativas y sorpresas, advertía que Isabel era un refugio, un regazo de ternura, que le hacía falta en la fiera batalla que sostenía a diario.

    Sin embargo, advirtió que Terencia lo enardecía como ninguna otra mujer de las que había conocido. Sentía la huella viva y quemante de su carne, la fiebre de su entrega, el aroma de su piel, el rumor de sus palabras. Terencia era además lo ajeno, el deleite que se roba. La Betsabé de la leyenda bíblica que venía a hacérsele presente ahora, nítidamente, surgiendo de aquellos tiempos en que estudiaba historia sagrada en la escuela de Parral, cuando no había entendido de lo que se trataba.

    Mas, su voluntad no admitía vacilaciones, ni escenas sentimentales. La tarde en que pasó a despedirse de ella, fue una verdadera orgía amorosa. Terencia, al despedirse, lo requirió de nuevo, como una gata que clava sus uñas y luego hace sentir la tibia suavidad de su pelaje:

    —Anselmo, te vas sin pena. ¿No es cierto? Cuando no se ama, no hay por qué sufrir. Tienes razón. Pero te amo y no hay remedio. Hasta que nos curemos del mal.

    Anselmo, la oía serio, grave, casi enfurruñado. Como a una chica le acarició la barbilla, para decirle, en tono de afectuosa broma:

    —Te curarás muy pronto.

    Ella le cogió la cara con las dos manos y lo besó con ternura. Después murmuró triste:

    —Quién sabe ¿Quién puede saberlo?

    Anselmo se despidió besándola en los cabellos.

    —Terencia —le dijo— te recordaré mucho. A cada momento. Hasta luego.
    —Hasta luego —dijo ella y su boca, sus ojos, sus senos firmes que emergían audaces bajo la seda, quedaban allí, triunfantes y vibrando en permanente anhelo de ser poseída.


    XIV


    Viajaron a Traiguén en un día radioso. Los cascos de las cabalgaduras resonaban en el suelo enjuto, recién oreado por los vientos del sur, después de las últimas lluvias. Desde los montes, venía un aliento vegetal, a resinas, a frescos y estimulantes aromas que ponían una especie de liviano júbilo en el ánimo de los viajeros. Iban con deseos de reír y de encontrar bueno y hermoso todo lo que veían. Doña Adolfina e Isabel iban adelante entretenidas en alegre cotorreo, comentando los últimos acontecimientos. Atrás, caminaban a buen tranco de sus bestias, ágiles y ufanas, de ir tierra adentro, Domingo y Anselmo. Domingo llevaba a la zaga, a media docena de mocetones. Sonreían éstos a ratos sin deponer su huraña actitud al oír las chirigotas que se lanzaban El Verde y el "Boca Santa", que habían tomado a su cargo a Quicho y a Segundo Erices, parte de la escolta, para hacerlos blanco de sus chanzas.

    Iban felices después de aquellos días de juerga, en los cuales El Verde y el Boca Santa, habían aumentado y corregido su repertorio de graciosas obscenidades, recogidas en casa de Pedro Artillería y de la Cata Morales.

    Clodomiro, de ordinario más irrespetuoso para referirse a sus patrones, era siempre el que ponía el plato, en el cual ayudaban a aliñar la salsa, El Verde y Segundo Erices. Quicho formaba parte del auditorio.

    —¡Ve lo que es el rico! Se da todos los gustos que quiere. Guenos licores, güenos banquetes, prendas de lujo. Y endey se pitan las mejores chicuelas. Ya ve usté, on Balta, la media mocita con que se vino a casar el patrón Anselmo. Ese es dulce fino, pues, eñor. Y al verla parece una florcita recién abierta. Como si ni la hubiera picado el huilque. ¡Los tremendos encontrones que se habrán dao esas mamas! Y el jutre es de los que se repiten el plato, hasta tres veces seguidas, sin cortar l'hebra. Cuando era más niñón tuvo ratos con la Dorosilda, una chicuela que vivió en la casa de la Rita Mardones, una cabrona muy de línea, a la que mentaban "La Chapa e'palo", porque era muy colijunta. Y la Dorosilda, tuvo que arrancársele, porque dicen que se la mandaba al pecho hasta tres veces di un viaje. Diga usté.
    —¿Tres veces, sin sacar? —preguntó el "Cara e Mama", con la cara encendida de sensual codicia.
    —Sin sacar, pué hó. Di otra forma qué gracia tenía—exclamó Baltasar, lanzando una risotada—. Cuando yo era soldado de la caballada, hice muchas veces la graciecita esa. Tenía entonces una cheicita muy voltaria, que no me aflojaba un pelo. Y cuando los trenzábamos, le dábamos fierro y fierro hasta que se nos acababa el tabaco y quedábamos como tiento sobao. La china era tan de ley que yo, muchas veces, tenía que recular carta.

    Quicho oía ávidamente aquellas conversaciones excitantes y trataba, él también, de contar algo de su cosecha. Pero Clodomiro le atajaba gruñendo:

    —Vos tay hablando de óidas no más. Pa eso hay que tener el pelillo bien crecido.

    Anselmo había resuelto hacer el viaje en varias jornadas a caballo. Jenaro, a quien se le avisó con tiempo, dispuso lo necesario para que esperaran a los viajeros con los preparativos del caso y comer por el camino, en las posadas más conocidas. Doña Adolfina, feliz como unas Pascuas, comentaba los incidentes de aquella fiesta que consideraba, "la más lujosa y copetuda" que viera hasta entonces.

    —Claro, pues, hijita, que las pisiúticas no faltan en ninguna parte. Porque no me dirás tú que las niñas Carrillo son de lo más melindre que he visto. Yo no puedo congeniar con esa clase de gente. Hasta para bailar son contigiosas. Parecen potrancas sillonas cuando bailan, porque no permiten ni que se acerquen a ellas. Y, yo te diré, hijita, que estas más fruncías son las que más carrera dan. A la Rosa Ismaela, esa gorda cancona, dicen que la vieron haciendo la cuestión con el teniente Souper, una noche entre las matas del Puente Mellizo. Ahí, sí que no quitaba el cuerpo ni un puchito. ¡Si mientras más vive una, más ve, Isabel! Yo tengo ahora la experiencia con la Zunilda Lajaña. Tú sabes que es de las que no quiebra un huevo, en apariencia. En apariencia, no más, porque en la realidad los quebra por nidaladas. Allá ha agarrado una de citas con Fidel Pontigo, y no va a parar hasta que ese tontorrón la deje con hinchazón en la guata.
    —¡Por Dios, doña Adolfina! ¡Cómo puede ser eso! Si la Zunilda es una niña tan medida en sus cosas. ¡Querrá casarse la pobre también! Y ¿qué mejor quiere Fidel? No es para que se regodee tanto.
    —Claro pues, hijita. Si a Fidel yo lo conocí güeñi de la pata rajada. Pero ahora ya se está creyendo más caballero que Anselmo. ¡Qué Dios nos libre de vientos colados, de pastel fiambre y roto acaballerado! Sí, hijita, el que es toso muestra la chalaila ligerito.

    Isabel sonreía alegre, oyendo aquella cháchara de doña Adolfina. El aire de la mañana abrillantaba los ojos de la joven y su rostro tenía la fresca tersura de un pétalo. De natural bondad, Isabel, jamás contribuía a ayudarla en sus pelambres, pero se divertía de lo lindo oyéndola. La señora no se preocupaba por esto y proseguía sin decaer en sus picante consideraciones.

    —Te diré, Isabelita, que en este pololeo del francesito con Lucinda, las chismosas que nunca faltan han hecho sus comentarios bastante mal intencionados. Algunos propalan que Dumont no es nada más que un gringo aparecido y que ni siquiera es doctor. Otras, como no encuentran qué hablar porque se las come la envidia, dicen que este gabacho no anda no más que haciendo perder su tiempo a Lucinda. Y esto sí que sería una lástima grande, porque esa chiquilla es un ángel. Un ángel, mi linda. Te lo digo yo que sé lo que son las mujeres. Sería imperdonable, hijita, ¿no te parece?

    Isabel, distraída, contemplaba una bandada de choroyes que acababa de dejarse caer sobre un avellano, que, cerca del camino, semejaba un cerezo de la montaña. Se volvió para replicarle, con sereno acento.

    —A la gente siempre le gusta ocuparse de lo que no le importa. Pero esos no pasan de ser chismes vulgares, doña Adolfina. Dumont es un hombre muy serio. Todo el mundo allá en Talca, le tiene gran aprecio como médico. No se si usted sabe que fue él quien mejoró a mi suegra, cuando se enfermó de pulmonía. Además, Lucinda ya está pedida por él y si no hay inconvenientes se casarán en el próximo abril.

    Doña Adolfina sonreía feliz de recibir aquellas informaciones. Era ese el efecto que ella buscaba, pues en realidad nadie o casi nadie se había ocupado del matrimonio de Lucinda. Fingiendo una molestia que no sentía, doña Adolfina, masculló:

    —Ya ves tú, pues, hijita, cómo es la gente. Ahí tienes tú. Yo, sin saberlo les dije que eso no podía ser, porque don Lucas y Anselmo no son personas como para andarse jugando con ellos. Por eso, te diré que a mí me cae tan bien Terencia. Es un ser bueno, alegre y toda su picardía no pasa de palabras que hacen reír, sin ir más allá. ¿No piensas tú lo mismo?

    Isabel le clavó la tranquila mirada de sus ojos, sondeando a doña Adolfina. Su instinto le advertía que ella no decía nunca nada, sin segunda intención.

    —Sí —replicó— a mí me parece que es una excelente amiga Terencia. ¿Por qué no había de serlo? Nosotros la apreciamos mucho, y Eduardo es un hombre encantador.
    —¡Claro, claro! Encantador. Y Terencia es muy feliz con él. Da gusto, hijita, ver matrimonios tan bien avenidos. Da gusto.

    Cruzaban en ese momento por entre rojas lomas cubiertas de trigales maduros que se rizaban en el viento. El calor ya se hacía sentir, y en ese momento, Anselmo se les acercó para preguntarles:

    —¿No llevan apetito ustedes? Podemos descansar un rato por aquí, para hacerles un cariño a las prevenciones. Algo bueno parece que traen.
    —Yo disposición no siento, don Anselmo —contestó doña Adolfina— peco usted sabe que en comer y en rascar, todo está en empezar.
    —Bueno entonces. Nos bajamos a la sombra de aquellos hualles. ¿Qué ce parece, Isabel?
    —Muy bien.. Una descansadita no viene mal. Por Dios que están lindos estos trigos, ¿verdad, Anselmo?
    —Son míos —repuso éste sin afectación—. Están muy bien. Ya debíamos estar cortando.

    Una densa polvareda anunció de pronto a un grupo de jinetes que venían a su encuentro. Los mocetones y los mozos de Anselmo al divisarlos vinieron a rodearlos en previsión de que pudiera ocurrir alguna desagradable sorpresa.

    Pero muy pronto los ojos penetrantes de El Verde, reconocieron a uno de los jinetes:

    —Jenaro viene ahí —exclamó— y el otro es Florindo. ¿Su mercé les dijo que vinieran a encontrarnos?
    —Sí —dijo Anselmo— sin despegar la mano de la funda de su revólver. Sí, ellos tienen que ser.

    Y en efecto eran ellos. Desde lejos Jenaro, gritó:

    —¡Buenos días, patrón Anselmo! Buenos días, patrona Isabel. ¿Han hecho ustedes buen viaje? Aquí venimos para acompañarlos.

    Un grupo de jinetes detuvo sus caballos junto a los viajeros. Hombres de rostro curtido y de barbas ralas, algunos manifiestamente de ascendencia indígena, traían las huellas de una larga jornada. Las bestias que montaban veíanse inundadas de sudor. Las freneras cubiertas de espuma y los ijares palpitantes demostraban que habían hecho el camino rápidamente. Un caballo grande, mulato, con una estrella en la frente, restregó con energía su cabeza en los húmedos brazuelos, para en seguida alzar la cabeza, lanzando un vibrante relincho.

    Florindo y Jenaro se adelantaron para cumplimentar a Anselmo y a Isabel:

    —Que tengan mucha felicidad. Y que cada día la suerte los acompañe más, a la patrona y a su mercé. Toos los niños que aquí venimos, tamos dispuestos a servirle sin reparo. A lo que mande usté y la patroncita.
    —Muchas gracias —replicó Anselmo afable y sonriente, al divisar que doña Adolfina hacía, una serie de extraños visajes.— Hemos hecho un camino muy agradable. Supongo que ustedes nos acompañarán hasta "El Chacay". ¿Avisaste que nos tuvieran almuerzo, Jenaro?
    —Tá too listo, patrón. Los están esperando.

    Una cálida y fuerte vaharada se desprendía de las bestias que comenzaron a orinar y a evacuar. Del estiércol verdenegruzco por efectos del pasto maduro, surgía un olor denso que no llegaba a ser desagradable. El viento que venía a ratos, trascendido de aromas del bosque, agitaba los pañuelos con que los jinetes se amarraban el cuello. Unos perros huesudos y fuertes, de agudos hocicos, sentados sobre sus cuartos traseros, miraban recelosos la escena.

    —¿Traen tabaco ustedes? Hablen con El Verde que les convide un poco. Creo que un trago de jamaica no le faltará para convidarles.

    Algunos de los hombres de Florindo se habían desmontado. Calzaban recios zapatos de cuero engrasado con altos tacos claveteados de estoperoles. Otros llevaban ceñidas perneras de piel de ternero y se amarraban la espuela sobre la chala. Ninguno de ellos mostraba un estado de miseria en la vestimenta ni en el físico. Al caminar iban torpemente dando trastabillones, como si ya no supieran moverse en tierra. Vivían sobre el caballo y hablaban un lenguaje caprichoso en el cual se mezclaban raras palabras incomprensibles para quienes no estaban acostumbrados a oírlas.

    El Verde y Clodomiro les recibieron con gran algazara. La mayoría de esos hombres eran de los pueblos vecinos. Otros, soldados que aburridos de su escasa paga se habían tirado al camino. Conversaban de sus salteos a los viajeros y a las carretas del Estado, como si fuera la cosa más natural. El Verde sonreía, o lanzaba sus estridentes carcajadas sin dar opiniones comprometedoras.

    —¿Estuvieron ustedes también en el salteo de Quillén, entonces? ¡Vaya! Yo creída que ese "cabe" lo habían trabajado los niños de on Antenor Romero. Allá en Ñielol, los hablantes anduvieron propalando que las carretas que asaltaron en Perquenco, no tréidan na que valiera la pena, porque ya too el cargamento prencipal lo habían dejado en Quino.

    Las prevenciones de El Verde parecían ser de virtud, porque debajo de cada pellejo de la montura asomaba un bolsico del cual extraía una botella coñaquera, llena ahora de aguardiente. Los tragos avivaron muy pronto la conversación y las risotadas se confundían con las groseras palabrotas, habituales en ellos.

    Ardía el sol, que viboreaba en el aire con centelleo fulgurate. Desde las ondulantes sementeras venía a ratos el olor característico del trigo maduro. Los perros de los hombres de Florindo se mantenían en beligerante actitud, frente a los que acompañaban a la gente de Anselmo. De rato en rato resonaba el agudo ¡pi—pi—pí! de las perdices sorprendidas por alguno de los perras que se internaba en el trigal.

    Al atardecer del día siguiente llegaron a Los Sauces. Allí los espetaba don Ludovino, que vino a cumplimentar a los recién casados. Don Ludovino era otro hombre. Con la barba crecida, las ropas descuidadas y los ojos velados por una sombra de indefinible tristeza, estuvo conversando con Anselmo, junto al portón del patio de la casa. Anselmo le dirigió una penetrante mirada y quedó sorprendido al ver los estragos que mostraba el físico de su amigo. Tratando de no alarmarlo, le dijo:

    —¿Qué hay, don Ludovino? ¿Qué le pasa a usted? ¿Es esa barba tan crecida la que le hace verse más pálido? Lo encuentro un poco desmejorado ¿Está usted enfermo?

    Don Ludovino esquivó la mirada, echándose la chalina sobre los hombros, para disimular su estado de ánimo. La voz le tembló ligeramente al contestar:

    —No, don Anselmo. Tal vez un poco resfriado. Cosas pasajeras, me parece. Sin mayor importancia.

    Anselmo lo miró inquisitivo. Al observarlo más detenidamente vio que don Ludovino, era realmente una especie de espectro. Los pómulos salientes, ojeroso, con dos grandes paréntesis en la boca que le hacían verse casi desencajado:

    —¡Caramba —pensó Anselmo— que le dio fuerte la lesera a este pobre hombre! Experimentó una sincera tristeza, que le provocó el vivo deseo de reconfortarlo. Estimaba a don Ludovino y le estaba agradecido por su lealtad y adhesión a su persona. Con voz firme y autoritaria le dijo entonces:
    —Mire, don Ludovino, yo lo aprecio a usted, como a uno de mis buenos amigos. Sé que clase de hombre es usted y no olvido el gran cariño que mi padre le tiene. No puedo aceptar que se esté jodiendo usted mismo por leseras. Aunque no me lo ha dicho, sé que sus asuntos sentimentales son los que lo están abollando. ¡Qué carajo, hombre! No sea leso, don Ludovino. Mujeres hay en todas partes y donde hay una bonita, más allá hay otra mejor. Todo eso pasa y uno se mejora de la enfermedad del chape. Usted, don Ludovino, puede tener cien mujeres que lo quieran como merece, por su honorabilidad y su buen trato. ¡Déjese de historias, mi amigo! Déjese de cosas de niño. Usted va a sacar pecho, como hombre. Lo demás son mariconadas, ¿Me entiende? Mañana se va por mi cuenta a pasear a Concepción. Y apenas termine la cosecha vamos a ir a Santiago, donde debo comprar una enormidad de mercaderías, para lo cual necesito de su experiencia en la materia.

    Don Ludovino se había puesto cada vez más pálido. Los pelos de su barba eran de azabache y hacían resaltar mas la cerúlea transparencia de su semblante, en que se reflejaba toda la angustia de su drama. Trató dos veces de contestarle a Anselmo, pero le fue imposible articular palabra. Unas lágrimas grandes comenzaron a resbalar por su rostro. Quiso alejarse, pero la mano poderosa de Anselmo, como una tenaza de hierro le retuvo.

    —¡Psh! Hombre de Dios, ¿por una mocosa de porquería se echa usted a morir? ¡No sea niño, don Ludovino! Todo eso se le va a pasar, cuando vea otras mocetonas por allá. Váyase a su casa a ver a los suyos, mañana mismo. Y yo le anticipo todo el dinero que necesite. ¡Ja! Ya lo voy a ver riéndose después de estas leseras. A los cuarenta años un hombre está en la flor de la canela. Y con plata se compran huevos. Va a ver usted todo el dinero que vamos a ganar aquí. Y entonces se reirá de los peces de colores.
    —No, don Ludovino —prosiguió Anselmo—. No puede ser. Usted me va a dar su palabra de que luchará hasta ganar esta pelea. Ya le digo, que estas no son nada más que tonterías de niño. ¿Estamos de acuerdo?

    Don Ludovino apretó fuertemente con sus huesudos dedos la mano recia y tibia que le ofrecía Anselmo. Este le miró como si con la viva luz de sus ojos quisiera inyectarle todo su optimismo de hombre fuerte y seguro de ganar siempre en la batalla de la vida.

    Atardecía y Anselmo quiso retenerlo convidándolo a comer. Pero don Ludovino, pretextando una diligencia urgente se marchó de prisa.

    —¡Pobre don Ludovino! —exclamó con tristeza al verlo alejarse con inseguros pasos, envuelto en su poncho de Castilla que la caía casi recto a lo largo de su cuerpo ex-traordinariamente enflaquecido. ¡Pobre don Ludovino!— repitió Anselmo, monologando. Por Dios que le dio fuerte la enfermedad del chape. Pero ya se le olvidará. De amor no se muere nadie. Por lo menos hasta ahora no se ha oído decir.

    Esa tarde estuvo ocupado hasta la noche revisando pa peles. Facturas y cartas que debía contestar. Casi todas eran de Concepción, desde donde recibía las mercaderías para sus negocios de Angol y de Traiguén.

    —¡Caracho! —gruñó dando un puñetazo sobre la mesa—. Estoy necesitando un escribiente que me ayude en toda esta fregatina de papeles. ¡Dónde diantres se puede encontrar una persona que sea competente para arreglar esto! Quien sabe si allá en Concepción, será posible encontrar un buen oficinista. Voy a escribirle a don Wilfredo Spencer, a ver si él me manda a un muchacho que sepa redactar y entienda algo de cuentas. Yo no sirvo para arreglar este berenjenal.

    Hizo un alto de papeles que aseguró con un grueso elástico y los metió en un cajón. Respiró con fuerza y como aliviado al ver la mesa limpia. Después cogió una cuartilla y se dispuso a escribir la carta que iba a dirigir a su amigo de Concepción. Con la punta del lapicero estuvo largo rato pensando en como se escribía correctamente aquel apellido. Le molestaba que su amigo pudiera reírse al verlo mal escrito. Se distrajo un instante al oír que Isabel se reía alegremente en la pieza vecina.

    —Alguna bribonada que está inventando doña Adolfina — masculló entre dientes. Sonrió, como si la risa de Isabel le aquietara los nervios. Entonces recordó que en aquel liado de papeles había muchas cartas de don Wilfredo, en cuyos membretes estaba escrito su nombre.

    Encontró casi en seguida una de ellas, y con admirable simplicidad redactó unas líneas, pidiendo lo que necesitaba.

    Necesito con urgencia un hombre joven que sepa redactar y sea competente en cuentas. Si usted me encuentra alguno, que sea además honorable y cumplidor, mándemelo sin más trámite. Le agradecerá mucho este servicio, su amigo que lo saluda afectuosamente. Buscó un sobre timbrado y lo cerró cuidadosamente. Al escribir la dirección, volvió a mirar el membrete rezongando: ¡jodienda de apellidos gringos! No me explico qué objeto tiene escribirlos de una laya y pronunciarlos de otra.

    Se puso de pie para acercarse a la ventana, y mirar hacía el campo humedecido por un reciente chubasco de verano. Bajo el sol poniente que lanzaba sus últimas lumbraradas sobre la tierra, brillaban las gotas de rocío suspendidas sobre el follaje. Afuera, junto a las trancas, divisó a Domingo Melín, que conversaba con uno de sus mocetones montado en un crinudo caballo castaño.

    Cantaban los pájaros sus últimas melodías en aquel encendido atardecer. Detrás de unos altos hualles semejante a temblorosa niebla colorida se ababa un arco iris, símbolo de alianza entre el cielo y la tierra. En el lejano confín de unas lomas doradas de trigales, veíase el cielo teñido de caprichosos colores: malva, amarillo, lila, violeta y azul sombrío. Una brisa queda ponía una nota de melancolía, que acentuaba el piar de los pollos buscando su alojamiento entre las matas.

    No supo por qué, vínose otra vez a su mente el recuerdo de don Ludovino. Lo vio enflaquecido, derrumbado, con los ojos sin luz, orlados por las ojeras del insomnio.

    —Hay que sacar a ese hombre del atolladero en que está —gruñó con energía—. Creo que con mil pesos tiene para darse todas las remoliendas que quiera. Le daré unas letras para don Wilfredo a fin de que lo lleve a alguna de esas casas "donde pican cañas". ¡Mocosa del diantre, con sus aires de tortolita, le fregó le cachimba al pobre hombre! ¡En fin ya se arreglará! ¡Bolina de mujeres que lo embroman a uno!

    Al decir esto, recordó de pronto a Terencia Tagle. La sintió junto a él, con los senos firmes, las carnes duras, tibias, los ojos ardidos de deseo y la boca quemante e incansable para besar, con una especie de frenesí, que no se calmaba nunca. Anselmo, no supo como, sintió que una onda de fuego le quemaba las arterias y que el deseo por aquella mujer le brotaba con increíble violencia. Pero en ese momento, vino a arrancarlo de sus pensamientos la voz de Isabel, que como un surtidor de agua fresca le hizo recobrar su tranquilidad.

    —¿Quieres que vayamos a comer, Anselmo? ¿Has trabajado mucho? Cuando tú digas no más contestaremos un ciento de cartas, ¿No te parece, mi hijito? Claro que ahora no tiene para qué portarse mal como aquella vez. ¿Te acuerdas, mi amor?

    Lo miraba con sus claros ojos azulcelestes. Su mirada tenía una transparencia de agua de río. De su persona salía un aroma suave. Evocaba una flor, embellecida por la luz. Sus cabellos de oro, su frente tersa y amplia, le daban una serenidad luminosa. Vestía una blusa de seda blanca y una falda de terciopelo azul. De toda la persona de Isabel emanaba una dulzura que tenía algo de pureza y de candor al propio tiempo.

    —Doña Adolfina te tiene una sorpresa. Ha guisado ella misma un conejo y aunque yo no podía pasar hasta hoy esa carne, te confieso que me lo comería, yo sola, todo. Es un manjar exquisito. ¡Tiene unas manos esta señora! Pero te veo preocupado, Anselmo. ¿Es que ha pa-sado algo que yo no sé? Dime, ¿qué cosa es?

    Anselmo la rodeó con sus brazos y la besó en la boca. Isabel era el reposo, la paz, la gracia divina, dentro del corazón. Rió, diciéndole:

    —¡Nada, mi hijita! ¿De dónde sacas que estoy preocupado? Acabo de escribirle a don Wilfredo Spencer, para que me busque un oficinista en Concepción. Allá no debe ser difícil encontrar un tipo competente, que se ocupe de la correspondencia y de las cuentas que hay que arreglar. ¿No te parece?
    —¡Pero si yo te puedo ayudar, Anselmo! ¡Si yo soy capaz de hacerlo! Es cuestión de que me expliques lo que debo hacer.
    —No —dijo terminante Anselmo—. Usted se ocupará de su casa y de su marido. Con eso tiene ocupaciones de sobra. ¿No crees tú? ¡Qué diablos, no vas a estar de cabeza en esas latas!

    La besaba como si con ello quisiera convencerla. De pronto, le dijo:

    —¿Ah, sabes? Vino don Ludovino. Está convertida en un espectro. Parece que alguien le dijo que Lucinda se casa con Dumont y esto fue como darle el golpe de gracia. ¡Pobre hombre! Está flaco como un palo de ajo. Y con una cara de pena, como para hacer llorar a un tigre.
    —¡Qué barbaridad! —exclamó Isabel—. Pero has visto tú, mi hijito, la ocurrencia de don Ludovino de enamorarse de Lucinda. ¡Si es una mocosa para él! No sabes como lo siento, porque es un hombre tan correcto, tan lleno de cualidades.
    —Así es —replicó Anselmo dando un bostezo y estirando los brazos, para rehacerse de la inmovilidad en que había estado— pero el asunto es así. Ustedes las mujeres le embroman bastante la paciencia a uno. Bueno, mi hijita, vamos a saborear ese guiso de conejo. Creo que le voy a hacer todos los honores del caso. ¡Tengo un hambre!

    Mientras comían, Domingo Melín les contó que allá en la reducción, las mujeres le habían tejido un poncho a Isabel y otro a Anselmo. A la primera hora del día siguiente, llegarían a dejárselos.

    —Regalo bonito, taita Anselmo. Isabel verá más güena moza con poncho bien trabajao.

    Era divertido ver la pulcritud con que comía Domingo. Había aprendido a usar el tenedor. Pero después que cortaba la carne con el cuchillo, cogía los pedazos con los dedos. Doña Adolfina, que siempre estaba dispuesta a chancearse con él, observó risueña dirigiéndose a Isabel:

    — Que odioso es este instrumento, hijita. A mano se va más segura siempre. ¿A quién se le ocurriría inventar el tenedor?

    Domingo, grave y sin pizca de malicia, miró a Anselmo, y dijo:

    —Mapuche no conoce tenedor, pero hace falta, cuando come cagüello viejo. Carne más dura hay que sujetar firme.

    Anselmo rió malicioso. Isabel, antes de que doña Adolfina estallara en una de sus mordaces réplicas, preguntó al cacique:

    — ¿Y de qué color es mi poncho, Domingo? No sabes cuanto te lo agradezco.
    —Poncho tuyo blanco con listas colorada. Cae bien a niña rucia. Bien trabajao en telar.

    Después se enredaron en una larga conversación en la que Domingo contó la forma como se había producido el asalto al fuerte de Quillem. Los mapuches, llevando una piel de cordero sobre la espalda, y distribuidos en tres grupos llegaron caminando "en cuatro pies" (los "gateadores") hasta la palizada. De un lanzazo habían derribado al centinela de avanzada. Dentro del fuerte los soldados dormían, y los que estaban de guardia se hallaban entretenidos jugando a las cartas. Sólo vinieron a darse cuenta del asalto cuando los caballos que pastaban en un cerco vecino al fuerte trataron de huir, estrechándose junto a los tranqueros en medio de inquietantes relinchos.

    La mortandad había sido considerable. El teniente Garzo cayó derribado por un balazo en una pierna. El cabo ranchero que se hallaba preparando la comida del día siguiente, se batió como un héroe. Parapetado detrás de unos sacos de trigo, tumbó a tres de los primeros asaltantes, haciéndole fuego con su carabina Comblain. Brillaba una suave luz de luna nueva, pero a pesar de eso, en el primer momento la confusión que se produjo fue espantosa. Mientras un pelotón de "gateadores" mapuches se batía cuerpo a cuerpo dentro del fuerte, otro de jinetes, se había apoderado de los caballos. La mujer del sargento Monsalves y una hija del cabo ranchero, que trataron de refugiarse en la mediagua del Comandante del fuerte, fueron echadas al anca de los jinetes mapuches. A una muchacha española que con su padre, se hallaban hospedados allí, de paso para Temuco, también se la llevaron cautiva.

    —Ahí el que salió ganando fue el sargento Monsalves —exclamó doña Adolfina—. ¡De las buenas sería la mujer esa! ¿Qué tenía que irse a meter al fuerte? Ahora debe estar lo más contenta con esos indios salteadores. Apuesto que son de las reducciones de Ñielol y Molco. Nunca se han resignado a estar tranquilos. Los Coñuepán son los únicos que han cumplido su palabra de vivir en paz con el Gobierno.

    Domingo, como si no la oyera, siguió contando su historia. Entre doña Adolfina y él, no se tragaban muy de veras.

    —Caciques reuciones Molco, no pelean con señor Gobierno. Gente fortín, joden a mapuches cada vez que pueden. Mapuche, defienda regue y animales que le roban toos los días.
    —¿Y qué culpa tienen de todo eso las pobres mujeres que se llevan cautivas?
    —Chilenas pasan güeña vida con mapuche. Casándose con ellas. Coñicitos salen bien boñichos, Adolfa. Vos no conociendo bien corazón del mapuche.

    Los hombres antes de sentarse a comer habían revisado cuidadosamente las puertas y ventanas, a las cuales Anselmo, después de aquella noche en que les asaltó el Ronco Elías, les hizo colocar fuertes cerrojos de hierro. Por lo demás, en la rancha estaba alojada la gente de Florindo y los jinetes de Anselmo. Alrededor de una gran fogata se encontraban a esa hora, comiéndose un cordero asado, mientras conversaban de las diversas incidencias de su zarandeada vida.

    Al amanecer se levantó Anselmo para disponer la salida de unas carretas que iban a Traiguén, llevando mercaderías y otros elementos para la cosecha. En la casa nueva de tablas, donde se instalaría el almacén a cargo de don Ludovino, se guardaban aperos y piezas de las máquinas trilladoras.

    Llegaban los hombres, con su manta desflocada sobre la chaquetilla de casineta. En la cintura, sujeta por junto de cuero de vacuno, traían la bolsa de la harina tostada y el jarro de latón para hacer la chupilera. En la orilla del ala de sus grandes chupallas, les asomaban las borlitas rojas del cordón que rodeaba la copa. Algunos usaban la ojota embarrilada alrededor de la pantorrilla. Otros la chala, sujeta al pie por firmes cotriones.

    En la fresca mañana, saturada de intensos aromas, venía a ratos hasta donde se encontraba Anselmo vigilando la enyuga, la cálida vaharada de los bueyes que se apretujaban en un extremo del corralón, evacuando el hartazgo de la noche y a la vez rumiando su reserva.

    —¿Qué le pasó a ese buey neblina, que viene con un cacho menos? ¡Qué brutos son ustedes! ¿y así piensan ponerlo al yugo?
    —Seguro que se ha volao el cacho, gilidiando aentro del monte. A veces, cuando están muy remotos le hacen pelea a los perros. Enfurecidos ni ven siquiera pa a onde embisten. Pero el buey tiene cacho tuavía pa enyugarlo.

    Hablaba el viejo Erices, sin alterar la voz como si estuviera monologando. A Anselmo le comenzaban a rodar rápidamente las pupilas. En esas ocasiones, tras un instante de silencio, estallaba lanzando toda suerte de improperios. Pero en ese preciso instante llegó corriendo uno de los carreteros que se puso a gritar al divisar a Anselmo:

    —¡Oiga, patrón, por la santa vida! Fíjese que allá en la casa del despacho, casi habimos echao la puerta abajo, y no contesta naide. El Cholo, el quiltrito de on Ludo, tá gimiendo aentro que se mata. No sé por qué, patrón, tengo el sucirio que a ese jutre li ha pasao algo. Sabiendo que tenía que entregar la carga, ¡cómo se iba a mandar a cambiar! Y es harto madrugador. Se levanta siempre dialbazo.

    Anselmo oía pestañeando rápidamente, mientras una ligera palidez, le desteñía las mejillas. Breve y seco ordenó:

    —Traigan una barreta y un hacha. Acompáñame, Jenaro.

    Resonaron dentro de la habitación vacía, con extraordinaria sonoridad, los golpes de los hombres. Entonces Anselmo en vista de que no se oía más rumor que el del Cholo, que gemía y aullaba angustiado, ordenó a Jenaro que saltara la cerradura.

    El perrillo, enloquecido al ver el grupo de hombres que penetraba al interior, huyó hacia adentro redoblando sus aullidos desgarradores.

    Anselmo, con agilidad de gato, se apoyó en el mostrador para saltar hacia el interior de la trastienda, y casi instantáneamente una exclamación de horror brotó de sus labios:

    —¡Qué brutalidad! ¡Qué brutalidad! ¡Pero Santo Dios! Este hombre estaba loco.

    Jenaro que lo seguía, exclamó:

    —¡Carajo, que lástima! Y tan buen cristiano que era este jutre. ¿Por qué lo hizo?

    Anselmo, con la cara roja y los ojos casi salidos de las órbitas, se volvió para gritarle:

    —De puro bruto, pues, hombre. De puro animal. ¡Qué mierda, como diablos un hombre puede ser tan estúpido!

    Don Ludovino se había colgado de una de las vigas, con un pertiguero al cual le hizo una lazada. En la angustia de la muerte, cuando ya se hallaba frente a lo irremediable, intentó zafarse, y una pierna le quedó con el pantalón alza do, mostrando la piel extraordinariamente blanca. La mano izquierda, crispada en la convulsión final, se le enredó en la vuelta del paleto en una extraña forma. Sin embargo, su rostro estaba casi sereno, dentro de la trágica inmovilidad de la muerte. El cuerpo colgaba en apariencia flácido y uno de los pies veíase descalzo. El zapato, sin abrochar, había caído a los pies de la cama.

    Los hombres que venían tras de Anselmo, se encargaron de depositar el cuerpo del infeliz don Ludovino sobre el lecho. Isabel, con doña Adolfina, sinceramente acongojadas, prepararon una severa capilla ardiente. Y allí, en unión de las mujeres de la rancha, se arrodillaron para pedirle a Dios, que perdonara a aquel hombre que no había sido capaz de soportar el dolor de la vida, huyendo de ella por su propia voluntad.

    Por la noche acudió una gran cantidad de gente para acompañar al muerto. Reunidos en el local construido para el almacén, los hombres fumaban y bebían conversando de casos parecidos al de don Ludovino.

    —La del diacho —decía Clodomiro— que con la otomía de este jutre, el local se afatalizó. Diga usté, on Balta, quién se va a atrever a vivir aquí, después de lo que ha pasado. Le diré que las ánimas son muy molestosas. Andan toa la vida rondando por el lugar en que han padecido, y siguen penando, hasta que llega otra animita a sacarla del pulgatorio.
    —Asina no más es —aprobó El Verde— sacando de su cinturón una botella, para echarse un trago de jamaica. Después de beber limpió la boca de la botella con la punta del poncho, pasándosela a Clodomiro.— ¡Póngale, on Cloro, un taco! Por suerte tamos vivos tuavía. ¿Y que diantres le pasaría a este jutre para asucidarse? Ganaba güeña plata, el patrón lo quería y aquí en este negocio se habría hinchado La pura verdad que deja pensativo una lesura así. ¿O estaría malo e la cabeza?

    Clodomiro miró al trasluz la botella y viendo que todavía quedaba bastante, se la empinó de nuevo. Le limpió el gollete en la misma forma que El Verde y en seguida expuso:

    —Alguna cuestión así no más ha tenido que estarlo amolando a este jutre. O bien taría enfermo di aentro. Porque malura e cabeza no se le notaba.

    En ese momento se abrió la puerta y una ráfaga de viento hizo alargarse al humo de las velas que alumbraban la habitación. Entró una mujer alta y gorda, peinada a la usanza mapuche con largas trenzas que le caían por encima del rebozo. Era doña Carmela Utrera, famosa rezadora de Guadaba, que venía a recitar las oraciones de los muertos.

    Se persignó frente al lecho de don Ludovino y después con un gran vozarrón gutural comenzó a orar. Los asistentes se agruparon a su alrededor. Impresionaba ver en aquellos rudos hombres, que asaltaban y mataban en los caminos, la devoción con que se arrodillaban para seguir las proces que recitaba doña Carmela. Jenaro, Florindo, El verde, Clodomiro y sus compañeros, que tenían a flor de labios una injuria para referirse a cualquier incidente de su vida, estaban ahora con los ojos bajos y la frente inclinada, repitiendo aquellas palabras que ponían un paréntesis de bondad y de respeto frente a la incógnita de la muerte.

    Anselmo permaneció de pie junto a la puerta, en actitud respetuosa. Y sólo cuando tras una hora larga Carmela concluyó de rezar sus oraciones, invitó a Isabel y a doña Adolfina para regresar a la casa.

    A día siguiente, una carreta que fue escoltada por un grupo de jinetes se llevó el cadáver del desgraciado don Ludovino hada Traiguén, en donde se le diría una misa antes de sepultar sus restos.

    Anselmo y sus mozos se adelantaron acompañados por la gente de Florindo y los moretones de Domingo Melín, que seguiría viaje hasta Ñielol. En una de esas limpias mañanas del sur, don Ludovino, ya libre de toda pena y purificado por el dolor, se marchó de Los Sauces. Había muerto solo y desesperado, sin que la mujer adorada supiera de su martirio.


    XV


    El escribano Albarrán era un hombre alto, de rostro moreno, ojos negros y esquivos bajo las tupidas cejas. Había ido a Nilpe en su caballo mulato, en el cual salía a pasear por los alrededores de Traiguén en compañía de su mozo, Clímaco Meneses, con quien le gustaba conversar acerca de las campañas que habían realizado juntos en las hierras del Perú, donde Albarrán alcanzó el grado de capitán. Siempre que la conversación venía al caso, le gustaba hacer gran alarde acerca de su heroico comportamiento en la batalla de Miraflores, en la cual en un acto de arrojo, le tocó salvar a un coronel peruano que logró refugiarse en un rancho abandonado. Un grupo de soldados chilenos iba a ultimar al peruano, que se hallaba herido en un brazo, cuando Albarrán se interpuso, entre él y los soldados, que enardecidos, no habían obedecido sus órdenes. Alcanzó a librarlo en el preciso instante en que éste dirigían sus fusiles sobre el jefe enemigo.

    Albarrán conversaba animadamente con Isabel, cuando entró Anselmo.

    — ¡Qué de bueno veo por aquí! —exclamó Anselmo, estrechando con efusión la mano del escribano—. ¿Cómo es que se ha decidido a llegar por estos mundos?
    —Por tener el gusto de conversar con esta linda señora, no sólo hasta aquí me atrevería a llegar. Créamelo que casi lamento que haya llegado usted, porque los momentos en compañía de ella no se sienten; tan agradables son.

    Rió Anselmo alegremente, exclamando:

    —¡Pero hombre! La cosa es muy fácil de arreglar. Puedo retirarme en seguida. A los buenos amigos hay que tratar de hacerles la vida amable. ¿No le parece?
    —Así es, mi amigo. Pero la opinión de la señora, es en este caso lo más importante. No creo que vea con buenos ojos tanta generosidad de su marido. Además, usted, querido Anselmo, no toma en cuenta que los viejos somos muy aburridos. Yo agradezco la paciencia que la señora ha tenido para oír mi conversación, que no es muy entretenida. Supongo.
    —Nada de eso —interrumpió Isabel, dirigiéndose a su marido—. Nada de eso. Es un caballero muy ameno tu amigo. Era yo quien estaba temiendo que se fastidiara conmigo. Y con su permiso, les dejo un instante, para ver el almuerzo. Me imagino la necesidad que traerá.—¡No crea usted, señora! Clímaco no se descuida nunca con las prevenciones. Algo de trabajo le hemos dado al diente por el camino.

    Hacía un poco de calor, aunque la casa era amplia y ventilada por anchos ventanales. Anselmo tiró su fino poncho de vicuña sobre una silla, y, dirigiéndose a Albarrán, le pre-guntó:

    —¿Y qué se cuenta por el pueblo? ¿Hay novedades?

    Albarrán irguió su alta figura, y dando algunos pasos a lo largo de la galería, le contestó:

    —Algunas hay. Y nos interesan, especialmente, a nosotros. El caso es, querido Anselmo, que el viejo sinvergüenza de Aceval Caro, nos está jugando con la negra. Se han hecho uña y carne con don Sinforiano Esparza, y nos embrollan todos los negocios que tenemos en perspectiva. Le diré que al paso que van, se apoderarán de las tierras de Hueñilhue y Nahueiván, y como el protector de indígenas es un buen alcahuete, la cosa va viento en popa. Usted comprende que yo puedo demorar una escritura, pero no negarme a firmarla, si las partes están de acuerdo en hacer su negocio. Y Aceval Caro, como sabe que no lo pueden sacar ni con una yunta de bueyes, se está riendo de nosotros a carcajadas. Sí, señor, esa es la letra, a carcajadas, porque el intendente sólo tiene intervención en lo que es fiscal únicamente. En lo demás ellos hacen su agosto. Y lo seguirán haciendo, si no les damos un apretón fuerte. En esto no hay que andarse con miramientos de ninguna especie.

    Anselmo se había sentado varias veces y puesto de pie otras tantas. Con su látigo de montar que conservaba en la mano, se azotaba maquinalmente las botas. Le ardían los ojos, y tenía el rostro encendido, como en sus momento de furor. Escuchó en silencio y sin interrumpir ni una sola vez lo que le hablaba Albarrán con tono apasionado. Apoyado en el marco de la ventana, se quedó mirando un rato hacia el campo, en donde la luz del mediodía reverberaba, sobre las brillantes hojas de los canelos. De pronto, volviéndose bruscamente hacia Albarrán, refunfuñó con voz dura, azotándose de nuevo las botas:

    —Ese viejo de porquería, no me viene a embromar a mí. En el aire lo voy a sacar del puesto. ¿Qué se ha imaginado esa carroña, que yo le voy a aguantar sus abusos y mariconadas? A mí no me embroma un viejo como ése. Esto lo vamos a arreglar mañana mismo.

    Albarrán se quedó mirándolo apoyado en el marco de una puerta. Gruñó a su vez, mascullando algunas palabras, y en seguida dijo:

    —Al viejo ése, hay que hacerle una parada en seco. Y bien de veras. Porque si no, nos va a fregar de lo lindo.

    Anselmo, con los ojos fulgurantes y un mechón sobre la frente, se detuvo ante el escribano para decirle:

    —¡Qué parada en seco, ni qué niño muerto, señor! A ese viejo lo mando a cambiar con pitos y cajas. Y primero pasa por mi cadáver antes de que vuelva al pueblo. Yo le voy a enseñar a ser hombre. Oiga, Albarrán, sépalo usted; me llamo Anselmo Mendoza, y dejaría de ser quien soy, si Aceval Caro me gana la pelea. Yo le sé muchas, y lo puedo acusar a la Corte, de todas sus carajadas.

    Albarrán sonrió con gesto escéptico y rascándose el bigote, exclamó con energía:

    —Sí, claro, tiene mucha caca el hombre, pero ese camino es muy largo, mi señor. En el ir y venir de los papeles, pasan años. Entre tanto, él habrá hecho todo lo que se le antoje.

    Por la abierta ventana entró de pronto un pajarillo, perseguido por otro. Volaban con tal velocidad que rebotaron en la pared, para escaparse, lanzando chilliditos entrecortados, por otra de las ventanas. Con ellos entró una ráfaga de aire que olía a monte. Un moscón de abdomen azul y reluciente se encaramaba por los vidrios, haciendo oír su monótono zumbido.

    En silencio, los dos hombres, comenzaron a pasearse lentamente a lo largo de la galería. Desde afuera venía de rato en rato el relincho de algún porrillo, y luego el bramido de un vacuno que se internaba en la montaña quebrando colihues. Los chucaos lanzaban súbitamente sus carcajadas que coreaban desde un boldo los choroyes.

    Anselmo tenía un surco sobre la frente. Los ojos claros, endurecidos, denunciaban su molesto estado de ánimo.

    —Yo voy a ir a Traiguén, mañana, de un galope —exclamó de pronto— y allá veremos lo que se hace con el señor juez. Dígame usted, Albarrán, ¿el comandante Ochoa, es muy amigo de Aceval Caro? Se tratan, ¿se ven muy seguido?
    —No, no creo. Ochoa, es un hombre muy dado a sus ocupaciones militares. Sus relaciones no van mucho más allá de la gente de armas. Por otra parte usted sabe, Anselmo, que Aceval Caro no se distingue por su simpatía. Lo que le interesa es aperarse de buenos pesos para después irse a Santiago. El hombre no piensa hacer huesos viejos aquí en la Frontera.
    —Así me parece a mí también —refunfuñó Anselmo—. Pero es interesante que ahora no se relacione con él. Ochoa es un excelente hombre y muy amigo mío.

    Se dio un recio chicotazo sobre las botas, cuyo chasquido hizo salir disparado, lanzando un gañido, a un gato que dormitaba en una silla. Anselmo estalló en una sonora carcajada, y como si hablara consigo mismo, sin tomar para nada en cuenta a Albarrán, monologó:

    —Ya le voy a ver a ese viejecillo mañero. No sabe el con quién se topa. Ya me está debiendo unas gordas. —En seguida, agregó—: Usted, Albarrán, ¿no supo que él me hizo creer que al Ronco Elías le habían dado el bajo? Sin embargo, el Ronco Elías apareció después en Los Sauces, y si no es porque alcanzamos a parar el golpe, esta es la hora en que me estoy pudriendo, con un metro de tierra encima.
    —Cosas de ésas, las hace a diario ese viejo canalla. Y si no lo apercollamos fuerte, nos embroma no más.

    Anselmo, que se había sentado junto a una mesa, y estaba de codos arrimado a ella, sujetándose la cara con ambas manos, miró con ojos penetrantes al escribano. Después dijo con énfasis:

    —Aceval Caro debe muchas y no crea usted, mi amigo, que tenga gente que lo ampare en un momento dado. Lo que hay que hacer es sacarlo de la casa una mañana y echarlo en un coche bien resguardado por gente nuestra, para que no le pase nada en el camino.

    Albarrán lo miró con risueña malicia, y restregándose las manos repuso:

    —¡Es brava la cosa! ¡Caracho que es brava! Habría que juntar gente del pueblo para que no se viera tan a las claras, que es maniobra nuestra únicamente, ¿No le parece?
    —Sí, claro. Eso lo podemos arreglar fácilmente entre usted y yo. Con jamaica y unos cuantos pesos se hacen muchas cosas. El Verde nos servirá mucho en esto. Ese es como perro de indio. No hay puerta de dónde no salga un amigo suyo. Usted no tiene para qué aparecer en el asunto. Hay que trabajar fino esta vez.
    —El bochinche que este tipo nos armará va a ser el taita. Es muy capaz de volver si encuentra apoyo en el Intendente.
    —¡No! —exclamó con energía Anselmo—. No —repitió dando un puñetazo sobre la mesa—. Ese no se atreve a asomarse en los restos de la vida por aquí. Además el Intendente, no lo apoya en ningún caso. De eso estoy completamente seguro.
    —Lo creo difícil yo también. El asunto hay que planearlo muy bien para que no nos falle. Porque sí fracasamos, ahí sí que la embarramos al tiro. Y entonces este tipo nos revienta, en todas las sentencias. Porque en ese caso él tendrá la sartén por el mango.
    —No nos puede fallar. Yo ya tengo todo pensado. Por primera providencia hay que alejar al gendarme que le vigila la casa. Y eso es muy fácil. Esos pobres rotos se mueren de hambre y le daremos a ése lo que sea necesario para que se vaya contento.
    —¿Pasamos a almorzar? —preguntó en ese momento Isabel, asomándose a la galería—. Ya estarán ustedes agonizando de apetito. Aunque los he oído conversar con mucho entusiasmo.

    Albarrán sonrió, encogiéndose de hombros, mientras se sobaba las manos.

    Así es en efecto. Teníamos muchas cosas de qué hablar. Pero almorzar no vendrá mal. ¿No le parece, Anselmo?

    —¡Hombre! Esas preguntas no se hacen a esta hora. Supongo que Isabel no nos defraudará.

    Isabel sonreía feliz. Estaba linda como una princesa de cuento azul, con su traje de cuadritos granates y su peinado de moño alto. El sol refulgía a ratos sobre la esplendidez de su cabellera, como una placa de oro que no hallara donde colocarse, para realzar mejor su belleza.

    —"¡Ojalá que el almuerzo le agrade al señor Albarrán — insinuó la joven mirándole con simpatía—. En el campo no es mucho lo que se puede hacer.

    Albarrán comía ají como quien come lechugas. Daba voraces mordiscos a los brillantes ajíes, cultivados en esa zona, de color verdeobscuro. Para pasar el picor, bebía muy seguido, en cortos tragos, el vino de una botella próxima, y de la cual el mismo alimentaba su copa. Con el rostro un poco congestionado y soplándose los labios que le ardían, replicó:

    —Al contrario, señora. Es en el campo donde están las cosas buenas. De las ciudades sólo viene lo artificial. Y lo bueno que tiene la vida es lo natural. ¿Estamos de acuerdo, Anselmo?

    Anselmo comía en silencio. Sonriendo grave, miraba a Isabel y a Albarrán, sin hablar. Su amplia frente, su cabellera peinada al medio, su mirada clara y firme, no ocultaban, sin embargo, el malhumor que lo poseía, con las noticias que le trajera Albarrán. Con la servilleta puesta como los niños, para no manchar su blusa blanca, tenía también el aspecto de un chiquillo grande de aspecto voluntarioso.

    Conversaron de diversos asuntos que les interesaban, sin tocar el que los traía preocupados. Isabel, preguntó."

    —¿Piensas ir a Traiguén, hoy, Anselmo?

    Anselmo cogió una cereza de una frutera colocada frente a éL Y como si la cosa no tuviera ninguna importancia, replicó:

    —Voy a ir mañana, temprano. ¿Querías hacerme algunos encargos?
    —No. Deseo ir contigo; si te parece. Tengo una cantidad de pequeñas cosas que hacer allá. Aprovecharé de llevarle flores a don Ludovino. ¡Pobrecito!, si no nos acordamos de él, nosotras, ¿quién puede ir a verlo? Doña Adolfina, con su reumatismo, se ha puesto muy comodona. Y ahora que se le casa su profesora, su joya inigualada, no sé cómo se irá a ver para reemplazarla.
    —Eso va a ser grave —susurró Anselmo con sonrisa ligeramente despectiva—. De modo que con todas sus finuras y remilgos hizo caer a Fidel a la trampa. Es divertido. Pero Fidel sale ganando, porque va a aprender idiomas y frases muy bonitas. Aunque no sepa el significado de ellas. Eso es lo de menos.
    —Fidel es un roto muy inteligente —dijo Albarrán, limpiándose la frente y el cuello con la servilleta—. Tiene cualidades muy importantes para irse a las nubes. Es de la mano apretada y no larga medio, así no más. Y no tiene vicios. Ese hombre va a llegar a ser muy rico, Anselmo, acuérdese de lo que yo le digo. Como la profesora, se encargará de educarlo, no es raro que lo veamos de diputado o de Intendente. La plata manda mucho, mi amigo.

    Anselmo sonrió burlón, mirando a Isabel con regocijada expresión, Isabel abanicándose el rostro con un sobre de carra que tenía en la mano, exclamó escandalizada.

    —¡Qué gracioso es eso que dice usted, señor Albarrán! ¿Te imaginas, Anselmo, a Fidel de Ministro, y a la Zunilda, en las recepciones de La Moneda? Sería una cosa impagable de ver. Yo, lo único que desearía en el caso que ocurriera, es que doña Adolfina estuviera viva, para oír los comentarios que haría, ante una cosa así.
    —Sería digno de verse y oírse eso —exclamó Anselmo, ya completamente despreocupado de la cuestión que tratara con el escribano. Y lleno de animación, agregó:
    —Yo no me perdería la oportunidad de ir a solicitarle una audiencia, aunque fuera nada más que para saludarlo. En fin, ojalá que prospere. Es un hombre leal y sincero conmigo, Albarrán, créame usted, y eso vale mucho en estos tiempos y en estas tierras, en donde a veces no hay de quien confiarse.

    El escribano era lento y meticuloso para comer; pero dejaba los platos limpios. Su frente veíase cubierta de gotitas de transpiración, provocada por el ají y el vino que no mermaba a su copa, de la botella próxima.

    —¿Usted piensa regresar hoy? —le preguntó Isabel—. Porque si se queda hasta mañana, haríamos el viaje juntos. Así se encuentra más corto. Aunque a veces a Anselmo le da por galopar todo el camino. Y yo no tengo más remedio que seguirlo, por más que vaya muerta de cansancio.

    Las pupilas obscuras y relucientes del escribano iban y venían entre Isabel y Anselmo. Con pulcritud de gato, limpiaba la salsa del plato con pedacitos de pan, regándolos con sorbos de vino.

    —Muy bien. No creo que haya inconveniente por parte del dueño de casa —y sonriendo añadió—: Algo tenemos que conversar todavía.

    Anselmo se puso de pie para ir hasta la ventana. Frente a él ondulaban los lomajes cubiertos de trigales maduros. En el fondo veíase la masa azul renegrida de los cerros cubiertos de árboles. Desde una hondonada llegó debilitado por la distancia el pitazo de un motor, en una era.

    —¿Usted duerme la siesta, Albarrán? —le interrogó después volviéndose al escribano—. Aquí se duerme muy bien. Yo, con una hora de sueño después de almuerzo, quedo como recién confesado, fe diré. Podemos salir a dar una vuelta por las eras. ¿No te parece, Isabel?
    —¡Claro! Me parece muy bien.

    Sentado en los amplios sillones empajados de la galería, tomaron el café. Isabel vino a hacerles compañía.

    —¿Sabes, Anselmo, que doña Adolfina me cuenta que tu sobrino es muy inteligente? Oye lo que me escribe en esta carta. Acaba de entregármela Clodomiro:

    Te diré hijita que al mocito éste, que me ha traído Anselmo para que se lo amanse, y le enseñe las pocas letras que conozco, dentro de muy corto tiempo ya no tendré qué hacer con él. Es muy despejado. ¡Tiene por donde le venga! Sabe las cuatro operaciones tan bien como yo, y en cuanto a escritura, posee mejor caligrafía que la Zunilda. A ésta, con la templanza, parece que el pulso se le ha descompuesto mucho. Creo que el único que se lo puede arreglar es Fidel que no habla en mapuche, porque la perla de su novia encuentra que eso es una ordinariez. En cambio, el chiquillo, habla en mapuche, como si toda la vida hubiera vivido entre los indios; y sin él, Pontigo no tendría quien le sacara una miserable cuenta. Porque cada día está más redondo. Y más dulce que un mazo de chancaca de Paita. Ay, hijita, esta novia con sus dengues y melindres, me está dando en el hueso de la cochezuela. Pero el sobrino de don Anselmo, va a ser un hombronazo. No le gusta mucho estar en el negocio. Su sueño es ir a ayudarle a tu marido en el campo.

    Celebraron otras alusiones cáusticas de doña Adolfina, Anselmo, refiriéndose a Belarmino, dijo:

    — Y eso es lo que le conviene al muchacho. El negocio de almacén es harto embromado. Lo sé bien, por experiencia. Pero sirve mucho como preparación y también para conocer a la gente. Don Vicho, a cada rato me lo estaba diciendo: aquí es donde se aprende más que en la escuela, Anselmito. ¡Qué hombre tan cabal era don Vicho! Si no hubiera sido por él, yo no sería ahora nada más que un pobre tinterillo de esos que pasan quemándose las pestañas allá en Santiago, para poder embrollarle todo lo que pueden al género humano.

    Albarrán comenzaba a cabecear, y Anselmo lo llevó a un dormitorio para que hiciera la siesta.

    —¿Duerme largo usted?
    —No, hombre. Con una horita de sueño quedo como para subir al palo ensebado.
    —Entonces estamos bien. Yo lo vendré a buscar.

    Salieron más tarde, después de beberse un gran vaso de agua, con frutas y azúcar, que les preparó Isabel. El escribano no quiso aceptar otro caballo que el suyo, a cuya marcha estaba acostumbrado. Isabel montaba un alazán cariblanco de movimientos ágiles y muy tranqueador. Anselmo iba en un nervioso animal, de narices rosadas y mechan claro que le caía graciosamente sobre la frente.

    Era una tarde tibia y dorada y al cruzar un retazo de selva, sintieron el intenso aroma vegetal del follaje y del pasto todavía húmedo en las umbrías, por una lluvia de la noche anterior. En la entraña de los montes oíase el parloteo de los tordos y a ratos la carcajada metálica y vibrante de los chucaos. Era un camino recién abierto a machete, y a cada rato los jinetes sentían en el rostro la caricia fresca de las ramas y de las flores del copihue que temblaban en la brisa leve.

    —Por aquí vamos a salir a la orilla más alta del río —indicó Anselmo—. Va usted a ver qué lindo es el panorama que se divisa desde allí.

    Al salir del bosque se encontraron con un retazo de camino seco y duro, como si lo hubieran apelmazado con rodillo. En los ribazos, las teatínas crecían con una fertilidad asombrosa, en aquella tierra dura y roja. Los caballos iban mordisqueando las teatínas, entre las que se veían grandes cardos obscuros, de flores rosadas. Los cascos de las bestias golpeaban sonoramente el suelo del camino que atendía suavemente hasta una planicie, para abrirse como un largo tajo, en medio de la masa verdinegra de la selva. Y casi a pique, tumultuoso en el centro y azul en la orilla, en remansos quietos, se extendía el río como una caprichosa serpiente que fuera reptando atraída por todos los accidentes del paisaje.

    Detuvieron los caballos al borde del abismo, para mirar el piélago azul del rauda!. El farellón estaba cortado a pique. Debía ser muy profundo porque no se veía el lecho. Al otro lado se extendía un enorme retazo de selva que en la lejanía veíase entoldado por una humareda azul. Rojearan por el otro lado las tierras de los barbechos, y por el norte, romo un océano de oro, divisábase el oleaje de los trigales.

    —Por Dios que es lindo todo esto —exclamó Albarrán después de un rato de silenciosa contemplación, sin que le ocurriera expresar de otro modo su admiración— Y en este raudal si uno se cayera, creo que se alcanzaría a mojar la ropa. ¿O no, dice usted, doña Isabel?

    Isabel afirmó las riendas de su caballo como si temiera que este se fuera a lanzar al abismo. Anselmo lanzó una interjección, agregando:

    —Por aquí se le desbarrancó un toruno caita al viejo Erices. Y si el pegual no se revienta en los ojales se va también al fonduco con él. El toro cayó como una piedra y no se vio asomar después. Dicen que tiene más de más metros de hondura. Tal vez no será tanto, pero no andará lejos.

    Una columna de pájaros se alzó desde la orilla opuesta, y, describiendo una especie de tobogán en el aire, fueron a posarse en unos arbustos que crecían aferrados al pie del barranco.

    —Esos son caiquenes —explicó Isabel— Ahí debían de tener sus nidos. No son nada de esos. ¿Quién se los va a robar ahí? No creo que ni las huiñas se aventuren a meterse por esos riscos.
    —Hay que tener alas para eso —dijo Albarrán, sonriendo—. Los pájaros y las bestias saben mejor que nosotros cuidarse de los peligros.

    Volvieron riendas y siguieron una huella que a ratos se internaba entre los montes cada vez más bulliciosos de pájaros. Quicho, que les acompañaba, se adelantó a decirles que el vado estaba un poco más allá de unas piedras enormes, blanqueadas por el guano de los pájaros que los visitaban.

    En aquella parte el agua del río no alcanzaba ni a las corvas de las bestias. Pero la corriente era tan rápida que Isabel, gritó:

    —¡Ay, Anselmo, me voy mareando, creo que me voy a caer!
    —No mires el agua. Levanta la vista y afirma bien las riendas.

    Alcanzaron la ribera opuesta, en el momento en que una media docena de vacunos, se acercaba al río. Con la cola arqueada, se quedaron un instante como fascinados, mirando a los jinetes. En los grandes ojos inmóviles reflejábase el espanto, que les detuvo un instante para revolverse bufando, a internarse entre el monte con gran estrépito de ramas rotas.

    —Caracho los caitas bravos —comentó Albarrán—. Y son novillos que ya están buenos para el yugo. ¿No es así, Anselmo?
    —Sí —repuso éste—. Ha quedado mucho guacharaje enmontañado. Tengo que hacer un nuevo rodeo. Antes de las siembras voy a ver si es posible. Mientras no se pueda apotrerar todo esto, uno no sabe lo que tiene. Las vacas se pierden en la montaña. Ni los ladrones de animales se molestan en sacarlas del monte. Es mucho más fácil para ellos llevarse los animales mansos. Son tan cómodos que a veces se los llevan desde los corrales.
    —El negocio, así es bastante bueno —comentó festivo el escribano—. Y esto no tiene arreglo. Me contaba Martín Droully, que él compró en la feria de Angol, una partida de bueyes que le habían robado a él mismo en su fundo de Quiñipeumo. Se vino a dar cuenta después.

    Cruzaron por la orilla de un trigal, en donde los tábanos formaban nubes zumbadoras que hostigaban a las bestias. Estas se defendían cabeceando y azotándose los flancos con la cola. Había un aroma intenso a pasto maduro y a manzanillón; a yuyos y rábanos, que crecían a una altura fantástica. Una fiesta de tórtolas, de tordos y de perdices, que volaban disparadas como proyectiles. La fertilidad de la tierra era de una opulencia increíble. Veíanse los peumos con sus frutas rosadas entre el obscuro verde de las hojas. Avellanos y boldos, eran como arboledas rústicas, cargadas de frutos. Resonaba en el monte, el bullicio de las aguas y el rumor se intensificaba con el bordoneo de las cigarras, de los tábanos, de los colihuachos y de unas grandes moscas de alas grises y enorme abdomen azul brillante.

    Oíase ya el ronco "chas—chas" del motor que movía la trilladora y los gritos de los peones, animando a los bueyes que acarreaban en carretas de altos varales, las gavillas a la era. Al desembocar en la explanada, donde se había instalado, llegó hasta los paseantes, en menudas partículas, la paja de capotillo que salía por la boca de la trilladora. Los bueyes y los hombres que arrastraban la paja hasta el sitio donde se haría el muelle o parva, que les serviría a los vacunos en el invierno, veíanse cubiertos de capotillo. Y el polvo fino que se les adhería al rostro sudoroso, les daba un aspecto de hombres que venían saliendo de una caverna.

    Juan Añiri, con su gran chupalla de alas levantadas, vigilaba el motor, cuyo fogón atestado de enormes astillones ardía crepitando, con rumor de viento aprisionada que pugna por escaparse. El motor se estremecía sobre sus grandes ruedas, como si quisiera arrancar. Anselmo, seguido por Isabel, cuyo caballo esquivaba resoplando la cercanía del motor, se acercó para decirle, a Añiri:

    —Parece que está trabajando con demasiada presión el motor, hombre.

    No había alcanzado a formular su observación Anselmo, cuando se produjo un terrible estampido. Añiri alcanzó a mover una palanca y a abrir la puerta para sacar algunos astillones, a riesgo de asarse las manos, cuando una segunda explosión hizo saltar las correas, y el pesado corpachón de hierro del motor quedó cimbrando, como una bestia que trata en vano de escapar.

    Y junto con el estruendo y los gritos de los peones y la salida del vapor, el caballo de Isabel, se recogió en una fantástica corveta que casi dio en tierra con Albarrán que venia detrás de ella. Resbaló la bestia, enloquecida de espanto, hundiendo las narices en el suelo desde donde se levanto disparada por en medio de los peones que en vano trataron de atajarla. Isabel logró mantenerse sobre la silla, y lucía prodigios por contener el animal que con la cabeza baja corría a una velocidad endemoniada. Anselmo, pálido y demudado lanzó su caballo falda abajo, tratando de salir al encuentro, con el ánimo de sacar a la joven de la montura.

    Clímaco Meneses y Quicho, que se habían desmontado, saltaron sobre sus caballos y siguieron a Anselmo, lanzándose por una peligrosa pendiente, a riesgo de romperse el alma de una rodada. Pero todo pasó con tal rapidez, que el caballo de Isabel en su arrancada fue a estrellarse con una carreta repleta de gavillas. El peón que la vio venir, alcanzó a atravesar los bueyes y entonces el caballo en su loca embestida se estrelló con la carreta, dándose dos vueltas enteras sobre el camino. Isabel salió disparada de la montura, yendo a caer sobre unas matas de junquillo, al borde del estero. La joven no había perdido la serenidad. Se puso de pie inmediatamente. No tenía ni siquiera mas leve rasguño. Y en el momento mismo de incorporarse, Anselmo sentó su cabalgadura junto a ella.

    —¿Qué te pasó, Isabel? ¡Qué te hiciste, por el amor de Dios!
    — Nada, Anselmo. Nada, mi hijito. ¿Has visto que caballo más espantadizo?

    Anselmo, sin contestarle, sacó su revólver. Le ahogaba el pecho la respiración agitada, y los ojos vidriosos tenían un fulgor siniestro. Alzó el arma, para dispararle al animal, mientras roncaba como una fiera:

    —¡Chuzo del diablo, carajo, para qué sirve esa porquería!

    Isabel, con los ojos llenos de lágrimas, le detuvo el brazo.

    —¡No, Anselmo, por favor! Qué culpa tiene el pobre bruto. No quiero que lo mates, Anselmo. ¡Por caridad, hazme caso, Anselmo!

    Albarrán, que se había desmontado junto a ellos, se limpiaba la frente, transpirando como si lo hubieran sumergido en un baño a vapor.

    —¡Qué brutalidad más grande! También el pobre animal, con esa feroz explosión se enloqueció. ¿Qué diablos fue lo que pasó?

    Anselmo miraba hacia lo lejos como para aplacar su furia. Quiso meter varias veces el arma en la funda, sin atinar a colocarla. Isabel le acarició el rostro, diciéndole:

    —Anselmo, no me pasó nada. No tengo ni siquiera un rasguño. Caí en los junquillos como en un colchón de plumas. Fue una suerte grande. ¿No le parece, Albarrán?
    —¡Ya lo creo! Fue una escapada milagrosa. Pero usted es un jinete de primera. Admirable, admirable.

    Isabel sonrió. Y sus ojos, como dos jacintos recién florecidos, reflejaron su agrado al oír el elogio.

    —¡Ah, y si no es eso, el caballo la mata, no más! ¿Largaste el estribo cuando viste que te ibas a estrellar con la carreta?
    —No sé, Anselmo. Creo que sí. Pero qué cosa más rara fue eso que le ocurrió al motor. Fue como si se reventara entero. ¿No es cierto?
    —así es. Mira Quicho, dale tu caballo a Isabel, y tú ensilla el cariblanco. No lo quiero ver más. Entrégaselo después al viejo Erices, para que lo deje a su servicio.

    Fueron conversando hacia la era. Los peones estaban agrupado, junto a la trilladora comentando el accidente y echándole flores a Isabel.

    —Por la pucha que salió bien rejinetaza la patrona. Si el chucho hubiera corcoveado, no la saca tampoco de la silla.
    —Es que el patrón la tiene bien enseñadita —apuntó un barbilampiño, con picante intención—. Y agregó procaz. Y en pelo, uno aprende a agarrarse muchazo.
    —Pero este rico es muy soberbio —refunfuñó otro afuerino, de mezquino rostro y ojos huidizos—. Si la patrona, no lo ataja ey mesmo no más le da el bajo a la pobre bestia. Y dicen que con los pobres es lo mesmo. Debe alguna ya...

    Un viejo que comía harina tostada, con gran pulcritud, como si se tratara del más delicado manjar, intervino con voz grave y firme:

    —No le hace, cumpa. Yo he conocido muchos ricos. Muchos.. Y sé lo que hablo. Este jutre es arrebatao y puede hacer una otomía, en el momento que le da el calambre. Pero es más güeno que el pan. Nunca me ey topao con otro mas voltario pa la plata y pa lo que se le pida. Es muy hombrazo. Y sabe conocer la necesidad del pobre. Le gustan las mujeres, el licor y too, sin propasarse. Así ha de ser el hombre, don. Este jutre no tiene no más que una rara Y ¡caramba! el que se la hace, se la paga no más.

    Sonrió malignamente el hombre, y quebrando un trozo de colihue que tenía en la mano, repuso:

    —Eso será porque todavía no se ha topado con la horma de su zapato Usté sabe que a onde hay uno, hay otro, don.

    El viejo levantó el tarro para mirar en el interior y sacar los restos de la harina que quedaba en el fondo. Miró con aire reconcentrado al hombre, y alzando las cejas le contestó pausadamente:

    —Así es, cumpa. Pero me creo que no vay a ser vos quien le baje el moño al hombre. Porque por onde lo busquen lo hallan. Y pa los chopazos es como una fiera. No te aseguro un encontrón con él. Contimás que no creo que te esté debiendo algo.

    Los demás peones lanzaron una risotada, mirando un aire de burla al afuerino que seguía despedazando entre sus manos sarmentosas los restos del colihue. Viendo que sus palabras no tenían acogida, lanzó una carcajada que resonó en falso.

    —¡Por la cola, don! ¿Que está trabajando a medias con el rico?

    Anselmo, entre tanto, oía en silencio las explicaciones de Añiri, acerca de la explosión en el motor. Se habían rasgado las dos tapas de los cilindros, y por un milagro, no fue aquello una catástrofe.

    —Bien pues. Tú sabrás como te las arreglas. Lo que es yo, necesito a más tardar que mañana ese motor este andando. Un hombre como tú, debía estar atento a su trabajo, y no en la luna, como un boquiabierto.

    Relampaguearon los ojos de Añiri, en los que se reflejó un odio de salvaje. Refunfuñó colérico:

    —Yo no soy adivino, patrón. Yo no puedo saber lo que va a pasar. Yo le cumplo en mi trabajo. El motor yo no lo voy a arreglar.
    —¿Así es que todavía, después de la torpeza que has cometido por puro descuido tuyo, te atreves a levantarme la voz, canalla? ¿Qué es lo que te estás imaginando de mí, pedazo de imbécil?

    Juan Añiri, poseído de furia, estrelló en el suelo una herramienta que tenía en las manos. Se quedó temblando de ira, frente a Anselmo, que había avanzado hacia él dispuesto a abofetearlo. La soberbia indígena poseía a Añiri. El rostro se le había congestionado, y sus ojos eran como dos proyectiles en que fulguraba su ira.

    —Recoge esa llave, ¡carajo! Recoge esa llave o te mato como a un perro.

    Isabel, llena de angustia, gimió:

    —¡Anselmo, por Dios! ¡Juan! Quiso agregar algo y la voz se le quebró de angustia.

    Los peones con la expectación pintada en el rostro, se habían acercado a ellos. Fue un segundo de intenso dramatismo, en que la tragedia estuvo a punto de estallar. Añiri, jadeante y tembloroso se inclinó y recogió la herramienta que había estrellado en el suelo. Y sin decir palabra, sin mirar siquiera a Anselmo, se puso a soltar los pernos de las tapas que se habían roto.

    El escribano estaba pálido como un muerto que se hubiera quedado de pie. Ya no era el intrépido guerrero que hiciera gallardos derroches de valor en las batallas de la guerra del Perú. Tratando de aparentar una tranquilidad, que estaba bien lejos de sentir, se limpiaba la transpiración con su gran pañuelo floreado.

    Anselmo, en silencio, saltó sobre su caballo, mientras Quicho le ayudaba a Isabel a montar en el suyo.

    —Ustedes váyanse a trabajar a la era de Los Corralones —ordenó breve y cortante, a los trabajadores. Volviéndose en seguida a sus acompañantes, les dijo ya con voz tranquila:
    —¿Nos vamos?

    Regresaron por el mismo camino. Comenzaba a caer Ia tarde. Enormes bandadas de choroyes volaban rozando las copas de los árboles. Desde la tierra subía un cálido aroma vegetal. A lo lejos divisábase la humareda azulina de un roce, más allá de las tierras rojas de los barbechos. Por el camino, Anselmo comentó:

    —Va a ser necesario llevar esas tapas a la fundición de Angol. Aquí no hay manera de arreglarlas. ¡Qué gente, caracho!


    XVI


    En la casa de la Juana Ponce se había armado un gran jolgorio. Fidel Pontigo era el festejado, con motivo de su próximo matrimonio. Doña Adolfina, en esos días, se entretuvo en hacer los más risueños y mordaces comentarios acerca del matrimonio de su famosa profesora, Zuñílda Lajaña, a quien ella trajera de Chillan, como un prodigio de inteligencia y de sabiduría. Ahora ya no pensaba lo mismo y no era precisamente porque Zunilda se fuera a casar con Pontigo, sino porque en realidad no pujo entenderse con ella. Doña Adolfina era, en el fondo, una excelente mujer. Su bondad y su respeto por la amistad, los disimulaba bajo una especie de coraza, de pullas y de bromas. Era su manera de defenderse de la falsedad, allí en el pueblo chico, en esa especie de campamento, en que imperaba la característica manera de vivir de los fortines de la Frontera. Al atardecer, después de los "golpes" en el cuartel de la artillería, cesaba la vida en el poblado. La gente se reunía en su casa, y cuando salía, en muchas ocasiones, era necesario encender un haz de ramas, empapadas en parafina, para alumbrarse y no caer en los hoyos y barriales que se formaban por todas partes. La gente se entretenía en breves tertulias, en las cuales se aprovechaba la mayor parte del tiempo en sacarle "las túndigas", al género humano. El matrimonio de Fidel dio motivos para largas y picantes conversaciones, en que el "pelambre", constituía la sal y la pimienta del comentario. Y casi todo lo que se decía eran ingeniosas frases, atribuidas a la señora Adolfina, y que ella no se preocupaba de desmentir.

    —¿Así es que se casa su profesora, doña Adolfina? — preguntó un día el capitán Lorenzo Ibarrat. Vea usted lo que es la suerte, ¿no? Y tanto trabajo que le costó traerla por estas tierras. Dicen que es una mujer muy preparada.

    Doña Adolfina mostró su diente de oro, al sonreír picaramente, escondiendo su lunar en el pliegue de sus labios.

    —Mucho, mi capitán. Aunque para casarse no se precisa de tanta preparación. Eso se aprende en seguida. Y Fidel, algo tendrá que enseñarle también a ella. La Zunilda le pagará con creces. Porque los modales no se venden en el almacén. Pan por charqui, mi amigo, Dios sabe como arregla las cosas.
    —Pero a usted le va a hacer mucha falta en el colegio.
    —¡En realidad! Pero a Fidel no se le puede negar que tenga una profesora en la casa. A su edad, ya el pobrecito no puede ir a la escuela. La Zunilda le enseñará un poco de disciplina y de reglamento. Yo estoy segura que Fidel no le podrá dar un beso antes de enjuagarse la bo-ca. Ni irse a la cama con olor a sebo de carreta. Los niños van a criarse con una gramática bajo el brazo.

    Ibarrat, un hombre moreno, de ojos risueños y espeso bigote negro, celebraba con sonoras carcajadas, haciendo sonar su gran sable de campaña.

    —¡Qué señora ésta! Bueno, dígame, ¿pero que no es usted muy amiga con la señorita Zunilda?
    —¡Naturalmente! De otro modo, ¿cómo cree usted que la iba a estar ponderando tanto? Yo estoy muy feliz con su matrimonio. Tanto, como que yo no me voy a casar con Pontigo.
    —Ni tiene remedio usted, doña Adolfina —exclamó Ibarrat, alargándole la mano. Y la festiva señora se la retuvo un instante, diciéndole:
    —Se equivoca usted, Ibarrat. Creo que con ese matrimonio voy a mejorar hasta del reumatismo. Porque todo este tiempo lo he pasado llena de dengues y melindres. Vieja seré, pero no quiero ser menos que la Zunilda. Eso sí que no se lo aguanto.

    La noche del festejo a Fidel se reunieron en la casa de la Juana Ponce algunos amigos de Anselmo. Albarrán era el más entusiasta, exigiendo que menudearan los tragos, que llegaban en grandes bandejas. Las niñas de la Juana, lucían sus más bellos trajes. Lorenzo Ibarrat, cu-ya esposa se había ido a Concepción, a seguir un tratamiento médico, estaba convertido en un brazo de mar. Hablaba a gritos, bebiéndose las copas de vino hasta la última gota.

    —Dios, chiquillas, que están bien ensolimanadas ustedes. Oye, Fidel, ¿qué le regalaste una barrica de soliman a la Juana? Bueno, ¿y qué hacen las cantoras que no cantan una tonada de esas de pata en quincha?
    —¡Por Dios que está bien en la línea el viudo! —exclamo la Juana, una gorda de ojos verdes, orlados de largas pestañas. Así me gusta verlo, hijito. ¿Hasta cuándo le va a durar el recreo?
    —Hasta siempre, pues, mi gorda. ¿Qué te crees que vengo saliendo del colegio? No, pues, mi hijita, si tengo treinta años, por algo será.

    Albarrán conversaba en un rincón con un hombre de ojos pequeños y vivos. Tenía éste el rostro rojo, como si se lo hubiera pintado y la cabeza con el pelo ondeado, color castaño claro.

    Anfión Godoy, dueño de una botica y droguería que acababa de instalarse en el pueblo, era un tipo un poco fatuo y se veía a las claras en su manera de actuar, el deseo de congraciarse con la gente principal. Con Anselmo se deshacía en cumplidos y atenciones, tratando de conquistar su voluntad. Pero Anselmo lo trataba un poco fríamente. Le molestaban su eterna sonrisa y sus zalamerías. Otro de los asistentes era don Jaime Eléspuru, un vasco rollizo, de barba cerrada, ojos vivaces y mejillas rojas como un tomate maduro. Era Eléspuru, un hombre serióte y un poco terco, esquivo para entregar su amistad. Había instalado en Traiguén su zapatería y curtiembre "La bola de oro", y con este motivo se relacionó muy pronto con los hacendados y gente campesina, a la cual ya tenía clasificada en su fuero interno.

    —Para mí, son los hechos los que convencen. Las sonrisas anticipadas me dan recelo. Por eso me agarró al momento ese hombre que es don Anselmo. Ahí sí que hay corazón y voluntad. ¡Me cachis! Ese es un tío al que yo le entregaría hasta mi mujer, en la seguridad de que si es mi amigo, no se va a pasar en la confianza. ¿Y que ha ocurrido que no está aquí? Supongo que nos acompañará en el festejo de Fidel. Es el hombre de su mayor aprecio.

    Albarrán le observó —Vendrá en un rato más. ¡Tiene tantas cosas que atender! Y ahora con la cosecha, no se ha visto un momento tranquilo en sus afanes. ¿No supo usted, que se le averió uno de los motores? Eso le ha significado un atraso muy grande. Y casi revienta entero el motor ese. Yo estaba con él en ese momento. Fue una escapada de esas que no se cuentan dos veces. A la señora se le disparó el caballo y estuvo en un tris que no se mata de un estrellón con una carreta emparvadora.

    —¡Hombre, hombre! ¡Qué barbaridad! Es un atraso grande. ¡Me cachis!

    Albarrán, con el vaso en la mano, tosió brevemente. Carraspeando en seguida, agregó:

    —Pero no crea usted, don Jaime, que es hombre que se acobarde por inconvenientes como ¿se. Es cuando más pecho saca. Este hombre lleva un carrerón muy grande. Ya lo verá usted.

    Eléspuru se bebió el trago de un sorbo, mostrándole el vaso a Ibarrat, y volviéndose al escribano asintió con viveza:

    —¡Qué lo veré! ¡Pero si ya lo estamos viendo! Ese hombre va a ser un rey aquí en la Frontera. Y lo merece. No sólo vale trabajar, mi amigo, sino tener ideas. Y hacerlas andar. Son estos los hombres que le dan rumbo a un país. Oiga usted, yo me sentiría muy a gusto de trabajar con él. Y creo que no se arrepentiría. Un día se lo voy a decir.

    Fidel sostenía una animada conversación con Ibarrat y Godoy, acerca de la conveniencia de tener una mujer que le acompañara en sus afanes del almacén.

    —Es muy jodido, señor, no tener de quien confiarse. La plata llama la codicia de todo el mundo, para qué estamos con leseras. Y uno no puede ni cerrar un ojo, cuando ya los "suches", le quieren sacar medio costillar. Y el negocio hay que levantarlo más y más. El patrón no es de los que habla mucho. Pero a veces con una mirada se lo dice todo a uno. Al fin y al fan, el es el socio principal. Y lo que yo tengo se lo debo a don Anselmo. Si él gana, yo también me voy para arriba. ¿Es así, o no es así, don Anfión, diga usted que es comerciante? ¿Tengo o no tengo razón?

    Ibarrat, ya casi borracho, le dio una recia palmada en el hombro, tratándolo de tú.

    —Claro que la tienes, pues, mi perro viejo. Y la suertecita del treile; no todos los días se encuentran niñas tan educadas como la Zunildita. Doña Adolfina habla linduras de ella.
    —Oiga, señor, no me venga con huifas. Mire que yo sé por donde ladra el perro en mi casa. A esa vieja de los grandes diablos, yo no le creo ni lo que reza. Lo único que le agradezco es que haya traído ella a la Zuni, que de otro modo nunca hubiera venido a estos mundos.

    En ese momento se oyeron los acordes del arpa que pulsaba la Juana, y de las guitarras de dos muchachas vestidas de rojo, que carraspeaban componiendo la voz. La Juana era famosa por sus canciones, improvisadas por ella misma. Su voz de tono alto un poco gorgoreada, se imponía sobre la de sus acompañantes, que cantaban moviendo la cabeza como si saludaran a cada rato a la concurrencia:

    Un capitán retirado
    cansado de su servicio,
    a una niña de quince años,
    le enseñaba el ejercicio.
    Y se creía el vejete
    que ella por él se moría
    y ella por él, ni por nadie
    pensaba perder la vida.
    ¡Ay capitancito, ay capitancito!
    afírmate en los estribos
    que a una niña de quince años
    hay que cantarle a lo vivo.
    Pero un consuelo te queda
    que la intención fue sincera
    gozaste fruta primera
    y en tu recuerdo se enreda
    Ay capitancito, quiéreme
    un poquito. No me niegues
    el agua, capitancito,
    ¡aguántate un poquitito!


    — Agüita, agüita, pa las cantoras. No sé, si me moriré esta noche, o sentiré algún dolor. Juana, Juana, no son buenas las penas, ni las espinas son flores.

    Lorenzo Ibarrat, que ya tenía los estribos perdidos, improvisaba discursos y refranes, vaciando los vasos con una avidez de afiebrado.

    — "Oiga, oiga, mi capitán, le anduvieron atropellando la venta. Con eso de que ya no es capaz para atender a una chiquilla de quince años. Para mí que ya lo han dejado en vergüenza.
    — ¡Ah, sí! La Juana es la que menos puede decirlo. ¿No es cierto, gorda, que usted sabe quien soy yo? Y si no les basta el testimonio, tráiganme todas las que quieran. De a poco las iré atendiendo. ¡Qué se afirmen conmigo! Soy capitán en servicio, y no pienso retirarme.

    En ese momento se abrió la puerta y penetró Anselmo, acompañado de un hombre alto, delgado, de rostro pálido y bigotes rubios. Usaba una chaqueta gruesa motuda, con cuello de terciopelo.

    Todos se adelantaron a saludar a los recién llegados. Ibarrat se abrazó del cuello de Anselmo, diciéndole con pegajoso afecto:

    —¡Y como le va a usted, mi patroncito querido! Por Dios que lo quiero yo a este hombre. Y lo respeto también. Oye, Anselmo, ¿tá sabias que Lorenzo Ibarrat, te quería como si fueras mi padre? Oye, tú no sabes que yo tengo aquí dentro, todo el corazón para ti.

    Anselmo sonreía, devolviéndole con igual afecto el abrazo. Y cuando el capitán lo soltó, dio a conocer al señor que le acompañaba:

    —Don Toribio Lopetegui, diputado de Santiago, que viene a ayudarnos a trabajar por el futuro Presidente de Chile. Por Balmaceda, ¡Viva Balmaceda, compañeros!
    —¡Vivaa!, gritaron entusiastas mujeres y hombres.
    —Oye, Juana, acércate por aquí a saludar a este caballero que deseaba ser tu amigo. Desde Concepción viene ya ansioso de conocerte. Figúrate, hasta dónde llega tu fama. Y ahora irá con él, hasta Santiago..

    Godoy, Eléspuru y Albarrán se acercaron a saludar a Anselmo. Godoy se deshizo en cumplidos, elogiando a Balmaceda y a su digno representante, que sería muy bien recibido en aquellas tierras, que eran las del porvenir. Eléspuru, serio, grave digno:

    —Muy honrado, caballero —dijo—. Aquí nos encuentra usted celebrando a un amigo que va a contraer matrimonio.

    Lopetegui era un hombre de modales desenvueltos y de gran simpatía personal: se conquistó muy pronto todas las voluntades. Ibarrat había ordenado una nueva corrida de copas. Y entró dando voces, reclamando que atendieran mejor al novio.

    — A ver, a ver, caballeros. Este trago va a ser hasta verte Cristo mío. Por el novio. Por nuestro gran amigo Fidel Pontigo. Arriba los corazones mi alma. Salucita. ¡Vaya! ¿Y quién es este caballero que yo no conocía?

    Anselmo se lo presentó explicándole el objeto de su viaje a la Frontera. Lopetegui, dándose cuenta del estado de los ánimos, trató de ponerse a tono levantando su copa, para brindar por el novio, que estaba un poco intimidado al verse delante de un caballero tan principal.

    —¡La suerte tuya, Fidel! Hasta de Santiago vienen a festejarte. Este tiene más patas que un cientopies. ¡Salud, dinero y amor!

    Fidel, estaba allí con su traje mal cortado, su corbata de nudo hecho, que se le había salido del cuello tieso, y luciendo una gruesa cadena de oro, de la cual colgaba una autentica libra esterlina. Torpemente balbuceó:

    —Muchas gracias, muchas gracias. Salud, patrón Anselmo, por su felicidad.

    Ibarrat, con el rostro congestionado, y ya con el hipo del ebrio, gritó estentóreamente:

    —Aquí no hay patrón que se tenga. aquí hay amigos y nada más. ¿Verdad, don Anselmo? Usted sabe lo que yo lo quiero. Si el señor Lopetegui viene a trabajar por Balmaceda, con él somos, si usted, don Anselmo, lo quiere.

    Anselmo, risueño y feliz, le guiñó el ojo a Lopetegui y repuso:

    —Muchas gracias, capitán. Y está muy bien lo que usted dice. Aquí no hay un patrón, sino un amigo de Fidel, a quien deseo muchas satisfacciones y alegrías en su vida matrimonial. Fidel ha sido mi más fiel compañero de trabajo y de sacrificios. Y hemos compartido con el, por igual, las penas y las alegrías, desde aquellos tiempos en que trabajábamos con nuestro inolvidable don Vichi. Aquí, mi señor Lopetegui, ve usted a mis verdaderos amigos. Y en sus diligencias, ellos estarán como una tabla al lado de Balmaceda. ¿No es así, Albarrán?
    —Así es —apoyó el escribano con grave sonrisa—. Doy fe, sello y firmo.
    —Bravo, esa es la ley. ¡Qué viva Balmaceda! ¡Viva el Presidente de Chile José Manuel Balmaceda!

    Lopetegui, acalorado, se había desabotonado su elegante chaqueta motuda, y hablaba animadamente explicando las ventajas que tendría para la ciudadanía, la ascensión de Balmaceda al poder. La Juana Ponce se había sentado y sacaba del arpa, notas claras y armoniosas. De pronto lanzó la improvisación del momento:

    Balmaceda en la Frontera
    ¡Ayayay!
    tiene su gente más fiel
    todos votarán por él,
    ¡Ayayay! y las mujeres También
    Hombre quisiera ser ¡Balmacedita!
    para alcanzarte una estrella,
    y mandártela en seguida
    con mi voluntad más bella.
    ¡Ay, Balmacedita!
    Arráncame el corazón
    Lopetegui es un limón
    Y nosotras naranjitas
    Naranjas, naranjas dulces
    Limones, el limonero
    A Balmaceda le damos
    el corazón todo entero.


    Los hombres se habían quedado embelesados oyendo la improvisación de Juana. Anselmo, dichoso como un niño, le dio un abrazo, y Lopetegui, reclamó para él otro más efusivo.

    —¡Que le decía yo, mi amigo! Si la Juana es poeta. Ya ve usted lo que se ha demorado en pensar la tonada que le sacó a Balmaceda. Oye, Juanita, por favor. No te vayas a olvidar de los versos. ¿Quieres que los anotemos?

    Lopetegui, sacando una libreta, exclamó entusiasmado:

    —Pero si eso es magnífico. Hay que anotarlo. Ya le contaré a don José Manuel lo que hay por estas tierras.

    La Juana, con el vaso en la mano y la faz encendida hasta la raíz del pelo, se defendía de la exagerada alabanza.

    —Favor que ustedes me hacen. Si eso no vale nada. Lo único es la voluntad para Balmaceda. ¡Ay, que me gustaría conocerlo! Sería la mujer más feliz de la tierra!
    —Pues, yo le prometo —dijo Lopetegui— llevarla a Santiago a conocer al Presidente cuando esté en el poder. Mi palabra de honor. Mi amigo Anselmo es testigo.
    —Y ante mí comparecieron —apuntó Albarrán, a quien los tragos le estaban haciendo efecto y poniendo muy gracioso.
    —¡Firmo, firmo! —gritó Lopetegui excitado—. La Juanita irá a Santiago, sin gasto alguno para ella, a conocer al Presidente y a darle un abrazo.

    Juana, con los ojos encandilados, se limpiaba la comisura de los labios, sonriendo incrédula.

    —Por Dios que sería lindo —exclamó el vasco Eléspuru—. Al fin y al cabo, es la voluntad la que se aprecia.
    —Yo no tendría cara para presentarme delante de Su Excelencia. Pero me gustaría a morir.
    —Bueno, caballeros —dijo Lopetegui alzando la voz—. Ustedes son testigos de mi compromiso. Y si no cumplo ya sé el calificativo que merezco.
    —¡Viva la Juana! —gritó Ibarrat, que a ratos se quedaba dormido en su asiento. Esta noche me caso contigo Juana. ¡Viva mi casamiento! Oye, Lopetegui, conmigo va la Juanita a ver a Balmaceda. ¡Qué te parece guachito cuncuna!
    —Me parece bien —exclamó Lopetegui, riendo—. Los dos van. Pero si el capitán no cumple lo rebajamos de grado. ¿Cómo lo hallan ustedes?
    —Bueno, propuso Albarrán. Este compromiso hay que celebrarlo con una cueca. Aquí vamos a ver a este caballero de Santiago. Supongo que no va a quedar en vergüenza. Y con la Juana tiene que ser.
    —¡Y quién dijo miedo! El que se manea es vaca, y resbala no es caída. Allá vamos, pues mi alma —aceptó Lopetegui, con los ojos brillantes y el rostro encendido por las reiteradas libaciones. Juanita, en la cancha nos veremos.

    Una de las cantoras se hizo cargo del arpa, mientras los hombres y las mujeres habían formado un corro, dejando espacio a los danzantes. La Juana Ponce, con su traje azulino, en cuya blusa brillaban las chaquiras, salió a pasearse con Lopetegui, mientras las cantoras componían la voz, preludiando la música del baile. Y de súbito, cuando ya estaban frente a frente, con el pañuelo en la mano, las voces se aliaron como un grito de jubilosa desesperación:

    Querido, querido
    vente a mis brazos,
    ¡la vida y hasta cuando
    me queris tener penando!
    Anda, mi vida y anda
    mi vida y hasta la muerte,
    la vida yo rindiera
    mi vida yo por quererte.


    Albarrán ganaba las tres mitades, tamboreando en la guitarra de una de las cantoras, mientras los demás palmotearan animando el baile, y lanzando toda suerte de dicharacho y frases picantes.

    ¡-Hácele, santiaguinito! ¡Dale, trompo cucarro!

    —¡Juana, Juana, te la ganan!
    —¡Afírmate, Lopetegui! ¡Cómetelo, Juanita!
    —¡Sacarse los guantes, mi alma!

    Lopetegui era un artista para bailar la cueca. Juana, extendiendo la larga pollera, a su alrededor, con el pañuelo en alto y los ojos provocadores, quiso arrinconarlo. Y entonces el futre de Santiago la detuvo con un zapateo en el que hizo derroche de grada y elegancia. La gorda huyó un segundo, como si se sintiera derrotada, para embestirlo con agilidad de felino que emplea todos sus recursos. Y hubo un instante en que los dos danzantes simularon una especie de duelo amoroso. El zapateo adquirió una gracia nueva, cuando el hombre estrechó el asedio aprisionándola con el pañuelo, mientras el cuerpo de la mujer ondulaba, sin alejarse de donde se había plantado.

    ¡Ahora, ahora, ahora,
    mi vida, y hasta la hora!


    —¡Por la madre patria, ustedes se conocían, ¿no es cierto?

    La Juana, feliz, estrellaba su vaso con el de Lopetegui.

    —Cuándo, cuándo, la vida iremos gozando.

    Lopetegui guiñó el ojo a la mujer:

    —Esta noche, esta noche. Siempre que ande el coche.
    —Huasca entonces, porque cochero sin huasca es como peral sin peras.
    —Huasca y huasca, le daremos esta noche, hasta que las velas no ardan.

    La Juana, excitada, enlazó por el cuello a Lopetegui, y chocando de nuevo los vasos, le susurró:

    —Y pecho con pedio, para que entre derecho.
    —¡Puchacay l'agua é las niñas! Se enamoraron los diablos. ¿Y que voy a hacer, ahora? —rezongaba, risueño Ibarrat—. ¿Entonces, Juana, me vas a dejar con las ganas?
    —No se aflija, mi hijito. Usted sabe que yo he visto en invierno llorar la avecilla. Su gorda no lo abandona así no más.
    —Esto es, ¿y en qué quedan los compromisos? —exclamó Lopetegui.

    La Juana Ponce estaba en su día, y acariciándole una oreja con sus dedos regordetes, le contestó, sentenciosa y risueña:

    —Para todo da tiempo Dios, menos para la muerte. Y a las visitas hay que atenderlas con preferencia. ¿No es verdad, Lorenzo?

    Ibarrat, que se había despejado un tanto, asintió fingiendo enojo.

    —Soy celoso, pero a veces me hago el lleulle—. Se levantó con aire de matón y vino a servirle una copa a la mujer diciéndole con la cara del hombre que hace prodigios por disimular la borrachera.
    —Me la pagarás, me la pagarás, una ficha negra y otra colora, y una conductora que no vale ná.

    Anselmo conversaba en un rincón con Fidel y Albarrán, en voz muy baja, mirando de reojo a su alrededor, cuidando de que no se acercaran a oírles.

    —Pero la llegada de ese futre nos vino a echar a perder el panizo —decía el escribano—. Yo creo que no es prudente que él se imponga del asunto, porque entonces vamos perdidos.

    Sin alzar la voz, pero con acento enérgico, Anselmo le rebatió:

    —¡No, pues, hombre! Al contrario. Sé, de muy buena fuente, que Aceval Caro, no es partidario de Balmaceda. Este sinvergüenza es muy capaz de hacerle la cochinada, porque no tiene escrúpulos de ninguna clase. Yo se lo advertí a Lopetegui. Y me parece un hombre serio que no vendrá con veleidades. Y por si así fuera, es mejor proceder cuanto antes. Todo está listo para esta noche al amanecer. ¿No es así, Fidel?
    —¡Claro! Está todo arreglado para esta noche. Yo soy del mesmo parecer del patrón. El tiempo puede echar a perder el asunto. Con un hocicón que le lleve el cuento al viejo, éste se atrinchera y toma sus medidas. Mientras que así la cosa está que se cae de madura. Los hombres de Florindo están hablados y esperan la orden en la casa de Cereceda. El cabo de guardia y el soldado Secundino Villablanca, se las raspan apenas yo les diga ¡upa!

    Albarrán se rascaba el bigote una y otra vez con aire pensativo. Anselmo vació el vaso que tenía en la mano y le lanzó una mirada penetrante y dominadora. Albarrán sonrió entonces, diciendo:

    —Quien no se arriesga no pasa el río. No hay más, pues. La cosa se hace.
    —¡No hay otra! —agregó Fidel, decidido—. Hombre cobarde no goza mujer hermosa.
    —Muy bien —aprobó Anselmo—. A las cuatro de la mañana es buena hora. Haremos madrugar a ese viejo cara de callo.— Sacó en seguida su reloj de oro y dijo—: Son apenas las once de la noche. Tenemos unas horas para entretenernos aquí. Veo muy entusiasmado a este mozo Lopetegui. Ni se va a dar cuenta del bochinche. Le diré a la Juana que le cargue la mano en el trago.
    —Conviene —dijo el escribano—. Ya mañana, le contaremos el cuento en forma que lo encuentre gracioso. ¿No es verdad?

    La fiesta seguía cada vez más bulliciosa y alegre.

    Gódoy, el boticario, se había apoderado de una guitarra y con voz muy gorgoreada cantaba a grito herido:

    En el jardín de tu alma
    hay una rosa
    que con su suave aroma
    embriagador
    a todo el que lo advierte
    lo subyuga
    y deja herido para siempre
    el corazón.


    Anselmo había encargado a la Juana que no dejara entrar a nadie, a menos que fuera algún amigo suyo. Unos huasos a caballo, golpeando reciamente con la argolla de sus ramales, trataron de forzar la puerta. Pero Juana, que no conocía el miedo cuando tenía unos tragos en el cuerpo, se asomó en la ventana para decirles:

    —Discúlpenme que esta noche no pueda atenderlos. Hay gente de Santiago con don Anselmo. Y desean estar solos. Además todas las chiquillas están ocupadas. Mañana será otro día.
    —Está bien, está bien —contestó una voz ronca.—. Claro, qué vamos a hacer, si está don Anselmo. El es el único que manda aquí. Los demás somos carne de cogote. ¿No es cierto? La plata de él no más tiene sello.

    La mujer cerró la ventana para no agriar la discusión. Los jinetes espoleaban sus caballos haciendo crujir las maderas de la puerta. Palabras procaces y amenazadoras se oyeron pronunciadas en voz baja. Y luego una media docena de disparos de revólver, al aire.

    Afortunadamente, los jinetes, después de los disparos, se alejaron a todo correr de sus caballos. La Juana excitada y violenta, exclamó:

    —Es el hijo de don Sinforiano Esparza el que habló. El otro era Leandro Astudillo. ¡Huasos brutos! Creen eme porque tienen cuatro reales hay obligación de soportarles todas sus insolencias. Ya los arreglaré yo, cuando aparezcan por aquí.

    Pasaron vertiginosas las horas. Lopetegui había desaparecido del salón con la Juana, y el escribano se marchó sin despedirse. Poco después, mientras Ibarrat discutía con Eléspuru, sobre la guerra de la Independencia y Godoy dormitaba en un rincón, se fueron Anselmo y Fidel. Debe de estar próximo el amanecer, pues por todos lados se oía el canto de los gallos. Las diucas llenaban de dulzura el ámbito, con sus trinos. Por el oriente comenzaba a insinuarse una débil claridad rosada.

    El poblado dormía. Las casas rechonchas y bajas aparecían agazapadas entre los árboles y las altas matas de culenes, palqui y cicuta que crecían a lo largo de las aceras. Aullaban los perros friolentos, y allá en los galpones de a cochería de Labairú oíase a ratos el pataleo de los caballos dentro de las pesebreras. La luz de un farol a parafina adonizaba en lo alto de un poste. En el viento del amanecer llegaba un fresco aroma de tierra húmeda.

    Anselmo habíase dirigido al almacén, en donde a la luz de una gran lámpara conversaba con Fidel y el escribano Albarrán. Bajo el corredor, comían en una gran fuente humeante una media docena de hombres. Conversaban a media voz, entre risotadas y pullas. La voz metálica y aguda del El Verde, se destacaba con su tono zumbón:

    —Habrá que sacarlo bien arropao al viejo, pa que no se venga a cotipar. Yo le convidaré unos traguitos de aguardiente, a que caliente los fierros.

    Uno de los hombres, después de soplar el caldo, exclamó:

    —¡Qué viejo de porra! Yo le calentaría el lomo con unos buenos azotes. Si es muy picaronazo, ese viejo condenso.
    —Oiga, on Balta, convide un pucho. Yo no como más. Tan temprano no da ni apetito siquiera.
    —Come, come, hombre, mira que la tira es larga.

    En ese momento se asomó Fidel, diciendo:

    —Ya niños, vamos andando.

    Tiraron las cucharas dentro de la fuente de latón, y se pusieron, de pie. Un arrastrar de gruesos zapatos claveteados y de grandes rodajas de espuelas, resonó sobre los ladrillos del corredor.

    —Aprétale bien la barriguera al rosillo ése, mira que es muy marero. Hincha la guata y después te queda la montura jugando en el lomo.

    Un caballo picazo de gran alzada lanzó un vibrante relincho. Resbalaron las bestias, atropellándose al salir. De la cocina surgió otro grupo de hombres, que saltaron ágilmente sobre sus cabalgaduras. Fidel iba con ellos en una yegua alazana, nerviosa y vivaracha, que se espantó al salir hacia el portón, al ver una barrica llena de basuras.

    Fidel le aplicó las espuelas rodajeándola, hasta que el resoplando de miedo, estuvo junto de la barrica.

    El Verde lanzó una risotada. —¡Me, mé, miren la potranquita! Será la primera vez que la ensillan. No fuera yo el que iba en ella porque la voltiaba con una tunda de argollazos por la cabeza. Los animales conocen a quien llevan, don Fidel. Esto no es ná como vender chancaca.

    Fidel le replicó, chancero y jovial:

    —Cierra, cierra la tarasca, será mejor, viejo hablantín, A vos habrá que matarte, pa que te estés callado alguna vez.

    Salieron a la calle, y Fidel, sacando un pito de hueso se detuvo en la esquina para lanzar un largo llamado:

    —Tulii tuliii

    Casi inmediatamente se oyó galopar a otro grupo de jinetes desde los ranchos próximos al río. Anselmo se había adelantado al tranco de su caballo negro.

    Ya las luces del amanecer habían encendido el horizonte con vivas pinceladas, cuando llegaron a la casa de Aceval Caro. El gendarme, que se paseaba en la calle, al ver a Anselmo se acercó a él diciéndole en voz baja:

    —Listo, patrón Anselmo. La puerta está abierta.

    Anselmo, sin desmontarse le ordenó:

    —Deja tu carabina al lado adentro de la puerta y ráspalas. En la casa de Romero te esperan con caballo. Ándate derecho a Ñielol.

    En ese momento desembocó una partida de jinetes que a todo correr, detuvieron sus caballos casi encima de la puerta de Aceval Caro. Florindo, con tres de sus hombres penetró al interior. En los alrededores no se divisó a persona alguna. Anselmo, antes de que los hombres penetraran a la casa en donde Aceval Caro vivía acompañado por dos viejas sirvientes (pues su familia hallábase en Santiago), les recomendó breve y cortante:

    —Ya lo saben, ninguna violencia. Pero hay que proceder rápido. Si el viejo se encacha le ponen la ropa, a la fuerza y lo sacan cuanto antes.

    Oyéronse en el interior de la casa unos chillidos de mujeres asustadas y luego la voz ronca y enfurecida del juez llamando al gendarme de guardia.

    Hubo en seguida un momento de especiante silencio. Anselmo estaba pálido y su rostro tenía la inmovilidad de la piedra. De pronto resonaron los gritos de Aceval llamando de nuevo al gendarme:

    —¡Dónde está ese carajo! ¡Pandilla de traidores, codos estos canallas!

    Apareció de pronto el juez arrastrado por dos hombres. Venía sin cuello y sin corbata. Sobre el paleto se había puesto un poncho de Castilla.

    Al divisar a Anselmo en la puerta trató de rebelarse de nuevo, intentando escapar hacia el interior de la casa. Florindo, dándole un tirón que lo hizo trastabillar, le dijo:

    —Cabrestea, cabrestea, viejo. No vai a sacar na con empalarte.

    Aceval Caro era un cincuentón de anchas espaldas, de ojos azules acerados y rostro sonrosado. Un fulgor de odio; una ráfaga de ira, le encendió el rostro al encontrarle con Anselmo.

    Canalla, canalla —rugió con voz temblona— me las pagarás. Ya nos veremos las caras.

    —Camina, camina, bribón. Camina antes de que te apalee como a un perro —le amenazó Anselmo con voz sorda.

    Lo echaron de un cimbrón sobre las ancas del caballo de El Verde, que partió en seguida al galope, en dirección al camino de Angol. Al pasar por la cochería de Labairú, salió un tropel de hombres y chiquillos, haciendo sonar tarros con piedras adentro. Un estruendo fenomenal se armó entonces. De todas las casas asomaban la gente casi desnuda a mirar lo que pasaba.

    —¡Qué se vaya, que se vaya, por ladrón! ¡Qué se vaya y que no vuelva por sinvergüenza y ladrón!

    Le acompañaron varias cuadras con aquella terrible cencerrada. El Verde, con su burlona cara roja de sátiro, le decía:

    —Afírmese, on Aceval, mire que un matasuelo duele muchazo.

    A unas diez cuadras del pueblo, esperaba un coche, en el cual hicieron subir al juez. Anselmo, ordenó a Fidel:

    —Acompáñalos hasta El Sauce. Y te vuelves esta misma noche. Ahí te espera Jenaro; el se encargará de que no le pase nada a este hombre. Y allá en Angol, que se las avenga él. La gente de Florindo estará en el camino, por si pretende regresar. Aunque bien escamado se va. No olvides recomendarle a Jenaro que yo les prohíbo terminantemente que se le maltrate. Porque ahí sí que el viejo nos arma el gran cagüín.
    —No tenga cuidado su merced. Yo, llegando al Sauce, me devuelvo al tiro. Con El Verde vendrán noticias de Angol, porque a él lo haré seguir viaje hasta allá.
    —Sí, sí, está bien. Ya se lo había ordenado yo también —repuso Anselmo, sonriendo—. Hasta mañana, Fidel. ¡Buen viaje!
    —Gracias, patrón. Hasta mañana.

    Volvió riendas Anselmo. Su rostro entonces adquirió una expresión grave y enfurruñada. No dejaba de preocuparle la jugada que le había hecho al juez. Una especie de tremenda inquietud le asaltó de pronto. Nunca se podía tener la absoluta segundad de que aquellos bandidos cumplieran su palabra. Mientras estaban en sus cabales respetaban sus compromisos, pero una vez que tenían unos cuantos tragos de "guachucho" dentro del cuerpo, en un instante, eran capaces de mandar al demonio todo lo pactado. Para disipar aquellos odiosos pensamientos, puso su caballo al galope. La mañana luminosa y fresca, le comunicó de pronto un gran optimismo.

    —¡Qué diablos! —exclamó en voz alta echándose el halda de su poncho sobre los hombros— a lo hecho pecho. El mundo no es de los cobardes.

    Encontró a Albarrán a la entrada del pueblo. Venía conversando con su mozo Clímaco Meneses. Y al verlo, fue como si un rayo de sol le iluminara el semblante.

    —La trifulca ha sido la sin pepa —le advirtió éste—. El pueblo entero madrugó y en todas las esquinas se ha juntado gente para comentar el asunto. Pero lo bueno es que no hay una sola persona que no esté contenta con que se haya mandado a cambiar a este individuo. No creo que cuente con amparo en el Gobierno. Ahora tienen allá en Santiago muchas otras cosas más interesantes de que ocuparse. ¿No le parece a usted, Anselmo? Claro que éste no se va a quedar así no más. Hay que estar con el ojo al charqui.
    —¡Qué haga lo que quiera! A mí me tiene sin cuidado. Y lo que es a ese badulaque de Esparza, lo voy a azotar cualquier día como a un perro. Hasta que aprenda a portarse como la gente.

    Dieron una vuelta por el lado poniente del pueblo y entraron por el callejón donde se realizaban en los días de fiesta las carreras a la chilena. Allí se encontraron con Eléspuru, que iba arreando un pequeño piño de vacas, hacia un potrero vecino. Le acompañaron y cuando se desocupó, volvieron con él hasta la plaza.

    Eléspuru sonrió guiñando un ojo al escribano. Y Anselmo serio, sin darle un sesgo de broma al asunto, lo sondeó:

    —Y qué tal. ¿Qué le parece a usted la cosa?
    —A mí me parece bien. ¡Me cachis! Ese era un tío que se las traía. Tenía que encontrarse con un hombre con toda la barba. De otro modo hubiera seguido haciendo de las suyas. ¡Caray! Ese no vuelve por aquí. Yo le apuesto a cualquiera la salud de mis hijos, a que no se asoma otra vez por estas tierras.

    Albarrán, rascándose el bigote con el índice, en su actitud característica, acentuó:

    —Así creo yo también. Pero el hombre es de cuidado. No se deja arrear así no más. En fin, ya veremos por dónde canta el traro.

    Llegaban a la esquina del negocio de Anselmo. Sus dos ventanas estaban ya abiertas para que saliera el polvo del barrido, que hacía Belarmino, el famoso alumno de doña Adolfina, en compañía de dos chiquillos mapuches de su misma edad.

    —Bueno —dijo Eléspuru—. ¡Hasta más ver, mis amigos! ¡Pasarlo bien! ¡Quédense ustedes con Dios!
    —Oiga, oiga, Eléspuru, ¿tiene usted mucho apuro? Bájese a tomar desayuno con nosotros. Supongo que usted, Albarrán, se quedará conmigo.
    —Muy honrado, don Anselmo —agradeció el vasco— Y bueno, vuelvo en seguidita. Iré de un trote hasta mi casa para darle un recado a la patrona.

    Isabel ya tenía conocimiento de lo ocurrido. Se hallaba rebanando un queso enorme cuando entraron al comedor.

    —¡Que hay! No pasó nada por suerte. Yo le he rogado toda la mañana a la Santísima Virgen. Esto me hace sufrir, Anselmo. Ojalá que no te vuelvas a meter en cosas así.

    Anselmo la besó en los labios, sonriendo. Y luego le tomó con las manos la linda cabeza al ver que en sus ojos asomaban las lágrimas por más que luchaba por evitarlas. El hombre la acarició como a un niño, riendo alegre.

    —¡Qué es eso! Una señora dueña de casa, llorando como una niñita de diez años. ¡No, pues! No ha pasado absolutamente nada. ¿No es así, Albarrán? Es que a los malvados hay que tratarlos como a tales.

    Isabel le besó, amorosa. Y, secándose los ojos con el pañuelo, sonrió tratando de disimular su angustia.

    —Dueño, ¿qué quieren servirse? Hay un caldo, y si lo desean, huevos a la paila antes del café.

    Albarrán se sobó las manos, sonriendo feliz. Alzó las cejas y exclamó:

    —Todo lo que venga de sus manos será bien recibido. —dijo Anselmo sacando una botella del aparador— Y tenemos un invitado, señora. Dénos todo porque hemos trabajado mucho.
    —¿Quién viene? —preguntó Isabel y en el mismo momento apareció Jaime Eléspuru en la puerta. Quitándose la boina, se inclinó respetuoso para decirles.
    —Dios sea bendito, una y mil veces, cuando uno ve a una joven tan linda! Señora, si molesto, no es mía la culpa.

    Isabel le miraba alegremente. Sus ojos, ya serenos, eran como flores recién abiertas.

    —Nunca molestan los amigos. Al contrario, la alegría de verlos no hay como pagarla. Asiento, don Jaime. ¿Y cómo está su gente?
    —Ahí, viviendo. Y felizmente sin averías. El tiempo es bueno y la felicidad es grande cuando hay salud.
    —Así es, mi amigo —dijo Anselmo, llenando el vaso del recién llegado—. Brindemos porque todo vaya bien. ¿No es así?

    Eléspuru alzó la copa brindando por Isabel. Luego dijo:

    —Los hombres como usted, don Anselmo, llevan la suerte en el morral. No hay cuidado por nada. Ya verá usted que llevo la razón, cuando se lo digo.
    —Sí —convino Anselmo— las batallas hay que pelearlas de frentón. Es la única manera de ganarlas. Este badulaque nos estaba fregando de lo lindo. Y con malas intenciones. Yo me escapé de una grande, sólo por milagro. Y me la hizo este hombre. Al que pega con fierro, hay que darle con fierro. No queda otra.
    —Eso es —convino Eléspuru—. Por Dios vivo, que esta exquisito este caldo. ¿Lo preparó usted, señora?
    —Sí —repuso la joven—. Estoy aprendiendo a cocinar, para darle gusto a este caballero, que es muy exigente.
    —Pues si usted está aprendiendo y lo hace tan bien, no sé qué hará cuando lo aprenda. Serán manjares dignos de un rey.

    Un resonar de espuelas oyóse en ese momento por el corredor. Y casi en seguida apareció en la puerta la recia estampa de Domingo Melín.

    Anselmo e Isabel se pusieron vivamente en pie, exclamando un tiempo:

    —¡Domingo! ¡Qué gusto de verte! ¿Cómo se te ocurrió venir por acá?

    Domingo sonreía feliz al abrazar a Isabel y luego a Anselmo.

    —¿Y como es esto? ¿Sabías que te estábamos deseando?
    —Hay que pasear un poco, viendo otro regüe —refutó—. Traigo memorias de Cucha y de Lucas. Toos güenos y contentos. Desiando verte, Isabel. Cada día más bonita tú, Niña Sol.
    —Siéntate, siéntate, Domingo —le dijo Anselmo a su amigo—. Supongo que traerás mucha "villa".

    Domingo, después de saludar a Eléspuru y a Albarrán, le miró sin sacarse el sombrero.

    —Traigo villa, taita Anselmo. Toa noche, tranqueando, galopando. Por ahí cerca Monte Colorao, topé Fidel, acompañando coche, en que va Angol ese viejo tregua. Muy amable tú con él, Anselmo. Por qué no lo mandaste que fuera a pie. Pa que sepa conocer sufrimiento.

    Eléspuru estalló en una carcajada al oír las palabras del cacique.

    —¡Pues vaya que tiene razón! Eso le iría bien, por canalla.

    Domingo se sacó el sombrero, dejándolo en el suelo junto a su silla, cuando apareció Isabel, con el oloroso y humeante plato de caldo que puso frente a él.

    —Bueno desayuno siempre, en tu casa, Anselmo. Echándolo mucho menos. Allá reución el quente está muy desvalido. Ovicha enferma; cachila no rinde; porotos comen los pájaros en la vega. Mapuche trabaja con mala suerte. Albarrán le pasó el ajicero, diciéndole:
    —¿No le gusta el ají? Un mapuche que no come ají, es como cura que no dice misa. ¿No es así?
    —Trapi, rico, en caldo. Y en toa comida. ¿Verdá, Isabel? Traigo cartas en prevención, para ustedes. Tamién viene carta pa vieja Adolfa. ¿Está viva, no?

    Anselmo se echó a reír, al oír la pregunta del cacique.

    —¡Qué Domingo, éste! Está viva y dice que está dispuesta a casarse contigo. A lo mejor vamos a tener dos casamientos en estos días ¿No te parece, Isabel?

    Melín vació de un trago un vaso de vino y se quedó muy serio paladeándole el regusto. Miró a su amigo diciendo con gravedad, como era su costumbre cuando se burlaba de doña Adolfina.

    —Cacique viejo ya. Adolfa, más vieja todavía, ¿Para qué casamiento? Mujer joven tiene coñi. Vieja sirve pa rezongar: no da producto.

    Se pusieron en seguida a conversar de las novedades ocurridas en Angol. Doña Cucha sentíase enferma del estómago. Y a don Lucas lo traía mal parado el reumatismo. Lucinda estaba muy ocupada en los afanes de su próximo casamiento. El médico gringo, como llamaba Melín, a Dumont, debía llegar en esos días a Angol. Muchas otras noticias de las cuales se hablaba en las cartas que traía el cacique, se relacionaban con la marcha del negocio a cargo de don Lucas.

    Anselmo, una vez que se marcharon los invitados, para al negocio, y allí se entretuvo en revisar la correspondencia, haciendo un cálculo de las facturas por pagar. De reojo miraba a Belarmino, que, no obstante sus catorce años, se expedía con gran aplomo y desenvoltura en la atención de la clientela, compuesta como en Angol, en su mayor parte, por mapuches y soldados. Veía en él, renacer como un fuerte brote de su raza, a Belarmino, que conversaba en mapuche con tanto desenfado como si no hubiera hablado otra lengua en toda su vida.

    Los mapuches preguntaban mirando curiosamente al muchacho:

    —¿A cómo la yarda de tocuyo, Bela?
    —Cuesta veinte centavos.

    La mapuche mascullaba algo, que mezclaba con un ¡ananay! a la criatura que llevaba en el cupelhue sobre la espalda.

    —¡Pucha! Vos chiquillo mocoso, mucho más carero que Fidel.

    Otra de las mapuches decía entonces con suave y dulce voz cantarina:

    —Malo, este pichihuinca. Oye, taita Anselmo, portándose mal, el chicuelo Bela. Vos sabes que mapuche tiene poco cullin.
    —¡Chis! —alegaba Belarmino—. Quieren que les regalen la mercadería estas mapuches. Si al patrón no se la dan, pues.

    Volvían las indias a consultarse, lanzando a cada rato miradas ansiosas a Anselmo. Callaba éste, simulando estar absorto en su trabajo de apartar los papeles que tenia acumulados Fidel en uno de los compartimentos del cajón donde guardaban durante el día el dinero de la venta.

    —Pregunta a patrón, Bela, a ver si puede vender más barato tocuyo. Vos muy guaina pa tener experiencia negocio. Pregúntale.

    Belarmino era un chiquillón ancho de espaldas, de ojos vivos y alegres, boca grande y labios gruesos. Muy despejado y tranquilo para entenderse con aquella gente difícil de tratar. Pero ante Anselmo sentíase un tanto cohibido. Siguiendo la costumbre de Fidel, llamaba patrón a su tío, delante de la gente que acudía al negocio. Le gustaba sentirse ya un hombre que trabajaba allí como dependiente.

    —Este hombre está muy al corriente de los precios. Y es muy serio. No le gusta engañar a los mapuches que son amigos de esta casa —les dijo Anselmo a las indias, avanzando hacia donde se hallaban discutiendo con Belarmino—. En otra mercadería les bajará algo. ¿De dónde son ustedes?
    —Mapu nosotros Huiñilhue. Di a onde cacique Lemunao. Amigo tuyo, taita Anselmo. Gastando too en género, no queda ni ficha pa la copa, Anselmo. Vos siempre patrón güeno con mapuche, ¿por qué ahora tan horcao?

    Sonrió Anselmo, cerrándole un ojo al muchacho. Sentíase feliz el hombre, endurecido en la lucha diaria, allí en el mostrador recordando sus comienzos, junto a don Vicho. Nacía de nuevo en él un sentimiento afectuoso hacia aquella gente cuyo mayor placer era embriagarse comiéndose una trola de charqui, o un pan "sopeado" en ají desleído. Viendo que el local comenzaba a llenarse con la gente que iba desmontándose de sus cabalgaduras frente al negocio, autorizó a Belarmino para concederles la rebaja que pedían.

    Como allá en Angol, el negocio de Anselmo era el más concurrido. Soldados, mapuches y campesinos, que llegaban de Reihue, de Colpi, de Nahuelvan, Quechereguas, Remeco y otros lugares de los alrededores, se reunían en la acera. Las "chinas" lucían sus viscosos trariloncos y trapilacuchas, y hablaban con su característico desgano, saludándose en mapuche, mientras el viento les hacía volar las cintas coloradas y verdes con que se amarraban los chapes.

    —Mai—mai compaye. Mai—mai lamuen. Mai—mai comaye.

    Las indias hablaban con suave dulzura, contrastando con las voces roncas, o de acento metálico de los hombres. En las carretas, gruñían y chillaban los chanchos nuevos, y balaban dolientes los corderos. El "gur—gur" estrepitoso de los pavos mezclábase con el escandaloso cacarear de gallinas y pollos. Algunas indias traían en bolsas de tocuyo hanchi, maqui y avellanas "culincadas" en la callana. El olor intenso de los peumos rosados y de los cóguiles de oro, se mezclaba con el delicado aroma de las frutillas y de las tortas de culli que semejaban trozos de charqui, por su color obscuro. Firmes chaigues, repletos de huevos, que se vendían a veinte centavos la docena. Animales, aves y frutos del bosque, venían en un lecho de pasto que esparcía su fresca fragancia a monte y a tierra nueva, fértil y rica en su opima variedad de frutos silvestres.

    A ratos un caballo crinudo de larga cola, se espantaba de un remolino de hojas que de súbito levantaba el viento. Los mirones se reían dando voces y lanzando chirigotas al jinete que azotaba a la bestia hasta tranquilizarla.

    —Asosiégate, lloco maloquero!

    En otras ocasiones, al bajar a un chancho de una carreta éste lograba desprenderse de sus amarras y salir corriendo y chillando, enloquecido, entre las patas de los caballos y por debajo de las carretas, hasta encontrar calle libre, por donde agarraba vuelo con increíble velocidad. Un alboroto de perros y de chiquillos iba tras el chancho, mientras los que quedaban en la carreta, roncaban excitados, exhalando después, agudos chillidos como si animaran al fugado a correr más ligero. Las mujeres, con su voz suave, trataban de calmarlos, acariciándolos con la voz.

    —Cochi—cochi, cochi..

    Eran cerdos grandotes de larga trompa, "calluzos", como les llamaban, capaces de ganarle una carrera al caballo más veloz.

    —Oye, Anselmo, traigo dos calluzos a Fidel. Conchaviándolos por trapilacucha, que empeñó en días pasados, este mapuche guachuchero, marido mío. ¿No está Fidel en negocio? Más vale así. Mejor huinca tú, Anselmo.
    —Fidel muy horcao y molestoso con mapuche. Mapuche feliz haciendo negocios contigo, taita Anselmo. Traimos mucho sed. Vamos a tomar una copa primero. Rica cerveza con chinchibí. ¿Mallen, Antuquita, no queriendo vos tomar chincolito?

    Pipas y pipas de cerveza, de vino y de aguardiente, no conseguían aplacar la sed del mapuche, que en esos momentos, era capaz de vender su tierra y todo lo que tenía a cambio de unas cuantas copas. Los ayudantes de Fidel, dos muchachones de reda complexión y estrecha frente, no tenían un momento de reposo vendiendo licor. Anselmo estuvo ese día tan entretenido que no supo como llegó la hora del almuerzo. Vino a recordárselo Domingo, que sentado bajo el corredor, en una ancha silla empajada, se quedó allí "meucando" y tomándose una media botella de aguardiente en cortos tragos.

    Se disponía a irse a almorzar Anselmo, cuando vio aparecer entre unas carretas la elegante silueta de Lopetegui que venía en compañía de Ochoa el comandante de la caballería, en dirección al negocio.

    Lopetegui traía las huellas patentes de la trasnochada y el efecto de las copiosas libaciones de la víspera.

    —Hola, mis amigos, ¡cuánto bueno por acá! —les saludo jovial y amable Anselmo—. ¿Cómo se ha sentido usted por aquí? Veo que la Frontera lo está tratando muy bien —agregó dirigiéndose a Lopetegui:
    —Magníficamente, don Anselmo. Y que atareado lo veo. ¿Ha estado usted trabajando toda la mañana?

    Le lanzó una penetrante mirada, tratando de escudriñar en su rostro la oculta intención que pudiera tener la pregunta.

    —Sí. Toda la mañana. ¿Y usted Ochoa, qué me cuenta de bueno?
    — Algunas cosas hay que conversar —dijo el militar, acomodándose su sable en ti cinto—. Pero está usted muy ocupado.

    Anselmo levantó la tarima que en el mostrador, permitía el piso hacia el recinto del local, donde se estacionaba la clientela.

    — Yo estoy siempre ocupado en algo, pero tengo también tiempo, para atender a los amigos. Pasen, pasen. Y llegan muy a buena hora, porque precisamente la patrona me estaba llamando a almorzar. Encantado y feliz con la compañía de ustedes.

    Ochoa era un hombre grueso, rubio, de ojos verdes y cara amorochada. El cuello de su guerrera le hacía mas notable la doble barba.

    —No puede ser, don Anselmo, porque el comandante me tiene convidado al casino, para almorzar con él. Ahora si no se molesta, yo me entrego a la voluntad de ustedes.
    —No —exclamó Anselmo con acento campechano—. De aquí no se van. En todo caso le liarían el agravio a la dueña de casa, ¡Isabel! Ven a saludar a estos caballeras.

    Apareció Isabel, cuyo rostro iluminaba una sonrisa radiante.

    —Señora, cuanto gusto —dijo Lopetegui inclinándose cortesanamente, delante de ella. Y, reteniéndole la mano un instante, agregó—: ¡Qué hombre de suerte es su marido! No sabía yo que tenía aquí a la diosa de la belleza.

    Isabel, encendida, se defendió riendo:

    —¡Por Dios! No me achole usted, señor. Para un santiaguino, esto es una exageración que no tiene disculpa.
    —Hombre con más suerte yo no conozco —insistió Lopetegui.

    Isabel, acogedora, volvióse a Ochoa para saludarle:

    —¿Cómo está usted, señor Ochoa? ¿Es a este caballero a quien le debemos el agrado de tenerlo en nuestra casa?
    —¿Quieren que pasemos al comedor? —apremió Anselmo.

    Domingo Melín, con pasos lentos, se alejó en dirección a la cocina. No era muy adicto a comer en la mesa, cuando había gente que él no conocía. Pero Anselmo lo llamó con tono que no admitía excusa:

    —¡Domingo! Estos caballeros te quieren conocer. Les presento a mi amigo Domingo Melín, cacique de Guadaba, a quien yo quiero canto como si fuera mi padre.

    Domingo sonreía entrecerrando los ojos que se le vieron en ronces como dos agujitas brillantes. Su ancha mane rugosa estrechó con fuerza la del caballero santiaguino, que seguramente sintió la presión vigorosa de ella. Risueño y locuaz éste, dijo:

    —Me alegro mucho de conocer a un cacique tan principal de aquí de la Frontera. —Y hábil en el halago, añadió—: Ya había oído mentar por estas tierras a Domingo Melín. Un hombre que tiene tan poderosos amigos como don Anselmo, tiene que ser persona de gran valimiento.

    Domingo miró a Anselmo y a Isabel, y respondió con voz calmosa:

    —Anselmo hace merced de ser amigo de cacique pobre, que sólo tiene su corazón para quererlo.

    Ochoa saludó a su vez cordialmente al cacique. Este se había quitado el poncho luciendo una camisa de listas rejas, que le regalara esa mañana Isabel.

    —¿No quieren ustedes abrir el apetito con un traguito de ron? Es de lo mejor que llega por estos mapus —dijo Anselmo obsequioso. Ochoa, que acababa de dejar su sable y sus arreos de militar, se restregó las manos alegremente.
    —Venga ese traga Ya sé que usted tiene siempre de lo mejor en esto. No se puede desperdiciar la oportunidad.
    — ¡Hombre! —exclamó Anselmo— le voy a regalar un par de botellas. En realidad es lo más fino que viene.

    Lopetegui lo saboreó con deleite:

    —Es riquísimo, en efecto. ¿Sabe usted, mi amigo, que "o escaria mal que la oferta me alcanzara también? Siempre que no perjudique los derechos ya adquiridos por el Comandante.
    —¡Pero, mi amigo! ¡Cuente con ellas! Para mí es una oportunidad muy agradable hacerle can humilde obsequio.

    En el momento de sentarse a la mesa apareció doña Adolfina. Venía con un llamativo traje color verdecata, y una pañoleta finísima de seda en el cuello. Al ver que no estaban solos trató de volverse, pero Anselmo, vivamente, la invitó a pasar.

    —Adelante, adelante, doña Adolfina. ¡Qué espléndida idea la suya! Así tendremos oportunidad de que la conversación sea más amena. Usted ya conocerá, supongo, al Comandante Ochoa. Este otro caballero es don Toribio Lopetegui, a quien tengo el agrado de presentarle:
    —Muy honrada, señor —exclamó la señora con su meliflua sonrisa—. No pensé tener la satisfacción de encontrar aquí a gente tan principal, excepto don Anselmo, naturalmente.
    —Eso no me viene, doña Adolfina. Es usted una persona incorregible. Para los caballeros muy bien. Pero en el caso de un vulgar comerciante como yo, eso, es casi una ofensa.

    La simpática viejecilla enarcó las cejas, mirando a Isabel.

    —La modestia es una buena cualidad, don Anselmo. —Especialmente cuando ya no se puede dudar de otras condiciones. Ya quisiera yo poder decir lo propio, con la seguridad de que no me creerían.
    —Caramba que tiene razón la señora —dijo Lopetegui festivamente—. Yo soy un santiaguino de tantos. En cambio don Anselmo, aquí es taita. —Y moviendo la cabeza guiñó el ojo a Ochoa, diciéndole—: ¿No es así, mi comandante?
    —Así lo estamos viendo. —repuso el comandante, metiéndose el dedo índice, entre el cuello de su ajustada guerrera, para aflojárselo un poco—. La señora Adolfina tiene toda la razón.

    Lopetegui fue a dejar el vaso que tenía en la mano sobre el aparador y, volviéndose a los circunstantes, dijo en tono de broma:

    —Pero con perdón sea dicho. Yo no le envidio a don Anselmo lo que tiene, ¡caramba! se lo ha ganado buenamente. Pero hay casos, para los cuales sólo se necesita tener suerte. Yo no sabía que los ángeles del cielo, vivían también aquí en la tierra. ¿Tomémonos otro trago por doña Isabel? ¿Qué me dice el gran cacique de esto?
    —Niña Sol, bonita y buena —dijo Domingo, mirando con sonrisa paternal.
    —¡Qué bien! —exclamó Lopetegui, entusiasmado—. Es un sol aquí dentro de esta simpática casa. ¡Salud! Por usted, señora. ¡Y también por usted, gran descubridor! Isabel, roja como una cereza de diciembre, amenazó risueña a Melín. Anselmo, feliz y orgulloso, brindó por sus amigos. Doña Adolfina se quejó dirigiéndose a Isabel.
    —¡Ay, hijita! Qué bien saben decir las cosas los santiaguiños, cuando Dios le concede sus dones a la mujer. Pero ya pasó para mí el tiempo de la envidia. Figúrate que con esta cara, aunque tuviera veinte años. El señor Lopetegui se habría quedado mudo.
    —Naturalmente, de admiración, señora.
    —¡No! De espanto.

    Rieron todos y Anselmo intervino afable:

    —No exagere, doña Adolfina. La simpatía y la inteligencia, también son dones de Dios.
    —¡Ya lo creo! —le apoyó Isabel.

    Un listón de sol cruzó la mesa de extremo a extremo, como una alegre y recta senda. Unas flores rojas de copihue, mezcladas con dos enormes rosas se iluminaron como macizos rubíes. El vino también tenía una transparencia luminosa en las copas. Y en los platos que sirvieron con gran expedición doña Adolfina e Isabel había un arrollado oloroso y tierno, acompañado de un pebre de cebollas nuevas que evocaba la huerta, con sus rústicos aromas.

    —Por Dios —exclamó Isabel—. Los caballeros perdonarán este improvisado almuerzo. No pensé que hoy tendríamos la felicidad de tan buena compañía.
    —Señora, esto es un manjar —dijo el comándame. No había comido yo un arrollado mejor. Se lo aseguro.
    —Y se lo creo, señor Ochoa —dijo Isabel—. Porque se tá preparado por doña Adolfina. Es otra de las gracias que la adornan. Cuando ella invita es una fiesta. Tiene unas manos de hada. Si es que las hadas saben cocinar.
    —No exageres, hijita. No me acholes delante de los caballeros. ¡Ay! Si en realidad fuera verdad lo que dice Isabel, yo me atrevería a convidarlos mañana a almorzar en mi casa. Pero temo sufrir un fracaso. Ya me imagino lo exigente, que será don Toribio. Allá en Santiago estará acostumbrado a servirse delicados manjares.
    —¡Señora!, agradezco en el alma su invitación. Pensaba regresar mañana al norte. Pero la opinión de doña Isabel, me deja con la tentación. ¡Me quedo yencantido!
    —Vale la pena —dijo Anselmo— vale la pena. No se arrepentirá usted.
    —Muy bien entonces. Los espero a todos. Supongo que Domingo no me hará el agravio de faltar.
    —No —protestó Isabel— ¿por qué piensa eso usted, doña Adolfina? Domingo es nuestro amigo más leal. Y él quiere a todas las personas que nosotros queremos. ¿Verdad, Domingo? Y en todo caso yo me lo llevo de una oreja para allá.
    —Quien te quiere te aporrea —bromeó Anselmo— siempre están peleando los dos. Y a lo mejor se están queriendo calladitos.

    Domingo sonreía, inclinado sobre su plato. Después, dijo a media voz:

    —Adolfina muy molestosa con cacique. No le gusta gente mapuche. Lo mira como al suelo.
    —¡Qué barbaridad! ¿No ve usted, don Anselmo, que es el, quien me juzga mal? Y como Isabel le da siempre el favor, está cada vez más engreído. Mañana estarás en mi casa, Domingo, y no disgustaremos. Tomaremos un trago, por el buen viaje de cierto señor que se marchó hoy sin despedirse. Y luego otro porque no vuelva más. ¡Qué no vuelva más! —recalcó la señora con tono casi agresivo.

    Anselmo se había encendido y sonreía malicioso, aunque ligeramente incómodo. Isabel se levantó pretextando buscar algo, para disimular su turbación. Lopetegui, alegremente levantó el vaso exclamando:

    —¡Muy de acuerdo! Me gusta la señora. Había que destapar la olla, ¿verdad comandante? La voz del pueblo lo exige.

    Ochoa hacía girar su copa con los ojos bajos. De pronto estalló en una estruendosa carcajada.

    —¡Pero qué demonio es usted, don Anselmo! Con tal que no se le haya pasado la mano. Porque entonces el cagüín que se arma va a ser del porte de la cordillera.
    —¡No! —aseguró Lopetegui con firmeza—. El hombre llegará sano y salvo a Santiago. De lo demás me encargo yo. Las cosas van a cambiar muy pronto. Las vocaciones ya están encima. Dejen eso por mi cuenta. Don Anselmo le ha hecho un gran bien a la causa de Balmaceda. ¿Nos servimos este trago por el Presidente de Chile?
    —Y de pie —exclamó doña Adolfina. Y luego, antes de que los circunstantes volvieran a sentarse, entonó los populares versos de esos días:

    Balmaceda será Presidente
    porque sabe luchar con honor.


    Anselmo al sentarse dijo en tono festivo:

    —¡Esta señora Adolfina, merece una buena vuelta de azotes! Haremos que Domingo se la lleve para su reducción y se la dé allá. Bueno, yo creo que este pueblo se ha librado de un gran sinvergüenza y que lo hecho, está bien. Mariana celebraremos este acontecimiento en casa de doña Adolfina, como se merece. Y por la noche deseo tener a todos los buenos amigos aquí en mi casa, para despedir a don Toribio.
    —¡Muchas gracias! —dijo éste—. Y amor con amor se paga mis amigos. No los olvidaré a ustedes. Ya tendrán noticias mías de Santiago.

    Salieron a la calle. Una repentina lluvia de diciembre, comenzaba a caer en gruesos goterones mojando la tierra reseca. En dirección al cetro de Chumay pasó Una compañía de soldados, vestidos con uniforme blanco de campaña. El oficial que los mandaba, Lorenzo Ibarrat, al ver al comandante, lanzó una estentórea voz de mando, aliando su espada:

    —¡Vista a la izquier...!

    De la tierra surgía un intenso aroma. El chaparrón caía con fuerza inusitada. A lo lejos, más allá de las nubes, brillaba el sol. En el fondo azuleaban los cerros.



    SEGUNDA PARTE
    I


    Al llegar al hotel, el oficinista lo detuvo para decirle:

    —Señor Mendoza, acaba de llegar un "parte" urgente púa usted.
    —Gracias, ¿No hay otra novedad para mí?
    —No, señor.

    Abrió Anselmo el despacho telegráfico y su rostro tranquilo, casi sonriente, pues acababa de finiquitar un magnífico negocio con la venta de la cosecha del trigo, se tornó sombrío y demudado.

    —¡Caramba! —exclamó— con voz que le tembló ligeramente. ¡Qué embromar! Dígame, señor, ¿a qué hora tengo tren para el sur?
    —¿Para después de almuerzo?

    Colérico e impaciente, replicó:

    —No, hombre. Qué almuerzo ni qué ocho cuartos. Ojala hubiera tren inmediatamente. Debo irme en seguida.
    —¡Ah, bien señor! El tren, hoy jueves, sale a las 12.30. Alcanza a almorzar si usted lo desea, tiene cuarenta minutos.
    —Hágame la cuenta en el acto y que venga un coche.

    Volvió Anselmo a mirar el telegrama y una angustia desesperada se apoderó de él.

    —¡Qué diablos ha pasado, Dios mío! Qué es lo que ha pasado ¡Niña porfiada! ¿Por qué no quiso venir conmigo? Pero no puede ser. Sería horrible.

    Véngase al momento. Señora Isabel enferma grave. Saludos. Albarrán.

    Mientras metía con mano torpe, sus efectos en la maleta, sintió que la vista se le obscurecía y que una cuerda lo estaba estrangulando. No pudo cerrar la maleta y acometido de loca ira la levantó en el aire y la estrelló contra la pared.

    Salió al pasillo para gritar con voz estentórea:

    —¿No hay nadie en este hotel de porquería? ¡Qué venga un mozo, rápido!

    Acudió corriendo una camarera y Anselmo, con cara de loco, le gritó:

    —Arregle y cierre mis maletas y que las lleven a la estación.

    Se iba a grandes pasos y volvió para darle un billete a la mujer que se había quedado asustada contemplándolo.

    —Rápido, ¿me oyó?
    —¡Por Dios, qué le ha pasado, señor Mendoza, por la Virgen!

    Atravesó el patio del hotel, con ganas de estrangular a un mozo que vino a preguntarle si iba a pasar al comedor.

    El oficinista le alargó la cuenta, mirándolo por lo bajo, sin atreverse a preguntarle la causa de su alteración. Como Anselmo era un hombre generoso y cordial, muy apreciado en ese hotel a donde iba a parar, cada vez que iba a Concepción, no pudo refrenarse de decirle:

    —¿Malas noticias, don Anselmo, ¡Cuánto lo lamento!

    Anselmo lo miró como en medio de una pesadilla. Veía por todos lados el rostro de Isabel, su bella sonrisa resplandeciente. Le pareció oír su voz siempre afectuosa que hacía el milagro de aplacarlo de todas las tormentas de su espíritu. Enronquecido, le contestó:

    —Muy malas, hombre. Mi mujer está enferma grave. No sé qué será.
    —¡La señora Isabel! Por Dios, don Anselmo, qué sensible! Pero ella es joven y robusta. No será nada grave.

    Le ardía la cabeza a Anselmo, como si tuviera dentro una fragua, donde golpearan hierros ardientes.

    —¡Ojalá!, Dios lo quiera. Oiga, mi amigo. He comprado varias cosas, que traerán al hotel. Mándemelas. Tome, aquí hay dinero para los gastos de remisión. Si le falta, me avisa. Hasta otra vista.
    —Hasta luego, don Anselmo. Con toda mi alma deseo que encuentre mejor a la señora.

    Sintió la garganta seca y los oídos le zumbaban. A cada instante oía que alguien venía a repetirle las palabras del telegrama: "Véngase al momento. Señora Isabel, enferma grave".

    —¡Qué bruto es Albarrán! —pensó—. ¿Por qué no me dice ese zopenco qué es lo que ha pasado? ¡Dios mío! No puede ser. No quiero ni pensarlo.

    Le había pedido a Isabel con gran insistencia que le acompañara en este viaje. Pero ella no quiso dejar al chico mayor, Bernardo, de cinco años, que se había enfermado de una infección intestinal.

    —Después de las cosechas, Anselmo, iremos a Santiago. Llevaremos a los niños. ¿No te parece que es mejor?

    Anselmo refunfuñó molesto:

    —Casualmente aliora convendría llevarlos, para que vea a Bernardito un buen médico en Concepción, Isabel lo tomó de un brazo, acercando su rostro al de su marido.
    —Es verdad, mi hijito. Créeme que no me entusiasma viajar ahora. Pero si tú lo deseas vamos. ¿Qué le puedo decir yo a un patrón tan guapo?

    Anselmo desarrugó el ceño y la besó sonriendo.

    —Muy bien entonces. Tal vez tengas razón. Iremos en marzo, para pasar a Parral y a Talca, a nuestro regreso de Santiago.
    —Tenemos que ir, mi hijito. Lucinda me dice en su última carta que el chico es una lindura. ¡Digno ahijado de su padrino!
    —¡Psh! Así tiene que ser. Yo no acepto alujados de mala clase. Lucinda ha visto los niños nuestros y habrá sacado una copia del molde por si Dumont se chinga.
    —¡Bueno que eres tonto!, ¿no? No puedes decir eso porque la niña es un encanto de criatura.

    Anselmo le cerró un ojo, y agregó, siguiendo la broma:

    —Sí, pero esa es mujer. Ahora se trata de un hombre. Y ese ya es trabajo más fino.
    —¡Quién sabe, quién sabe, Anselmo! Parece que usted no ha mirado bien a su mujer.
    —¿Ah, sí? ¿Así es que la vanidad también forma parte de sus encantos? No le conocía esa virtud, señora.

    Mientras viajaba, Anselmo se fue recobrando. Era un día de comienzos de diciembre y el paisaje tenía un llamativo encanto. En el cielo celeste se desgranaban unas nubes blanquecinas. El río, ancho y tranquilo en aquella parte, parecía a ratos inmóvil.

    Junto a unas matas, a cuyos pies habíase formado una pequeña playa, se bañaban unos chiquillos, con grande algazara. Otros habían cruzado un brazo del río, de suave correntada y les hacían señas desde una islita a los viajeros. A ratos el sol se ocultaba, tras de unos nubarrones amarillentos, y entonces el paisaje adquiría un matiz de melancolía. Unos jinetes les daban de beber a sus bestias en la orilla próxima a la vía férrea.

    Anselmo recordaba aquella conversación con Isabel, el día antes de su partida. Se había levantado al amanecer para acompañarlo a tomar el desayuno. La vio con sus ojos risueños, un poco emocionada, cuando él, le dijo:

    —Bueno, hasta muy pronto. Te avisaré como he llegado. Adiós, Isabelita.

    Eran días de gran inquietud y zozobra aquellos. Acababa de producirse la disputa entre el Congreso y el Presidente Balmaceda. Por todas partes se hablaba de revolución. Y que el Presidente se iba a declarar dictador. En el pueblo de Traiguén y en sus alrededores, había estallado una epidemia de viruela y el Lazareto, según decía la gente con cara de espanto, se estaba llenando de variolosos. Entre ellos, uno de esos días se vio pasar al hijo de don Sinforiano Esparza. El Gobierno había mandado auxilios, médicos y acababan de llegar algunos facultativos desde Santiago, a tomar medidas de higiene, con el fin de terminar el mal cuanto antes. El recuerdo del cólera no se olvidaba aún, y se decía que la viruela era tan terrible como aquel mal, venido de los lejanos países del Asia.

    En la talabartería de Eléspuru, uno de los operarios, se sintió mal repentinamente y cuando el médico lo examinó, ya estaba con "los accidentes". Es decir, ya se Ir había declarado el mal. El enfermo, un hombre alto ció rostro enérgico, y rasgos pronunciados, no se deprimió al saber la terrible verdad.

    —Me voy yo mismo al Lazareto —dijo con gesto entero— no necesito el carretón. Mejoraré bien pronto. Pero no se mejoró. Falleció al octavo día, cuando ya se creía salvado.

    La gente, como en el "año del cólera", tomaba agua cocida, con infusiones de genciana, cascarilla y Colombo, "para limpiar la sangre". Fidel Pontigo se asustó tanto, que cerró el negocio en el mismo momento en que sacaron de allí a un indio enfermo.

    Resultó que el indio tenía una intoxicación alcohólica y al día siguiente estaba bien, Pero Fidel se fue a pasar una temporada en sus tierras de Colpi, llevándose a su señora y a la Trini, la única chica que hasta entonces tenían, después de cinco años de matrimonio. Esta, según las malas lenguas, "era con ayuda de vecino". Le echaban la culpa al oficial Juan Ledesma, alférez de un batallón cívico, que se había retirado del cuerpo, para ponerse a trabajar con Fidel.

    La gente pobre que vivía en los "cuarteríos", cerca del río y de las bodegas, fue la más atacada por el mal. Anselmo había pensado mandar a Isabel, con los tres niños, a la casa de sus padres en Parral. Pero ella se resistió, diciéndole:

    —No viviría un minuto tranquila, Anselmo. Dime tu lo que sería para mí estar pensando día a día que te pudiera tocar el contagio. No, Anselmo, si Dios así lo dispone— prefiero morir cerca de ti. Allá en el campo no se ha visto un solo caso. Vamonos para allá.

    Así lo hicieron. Desde el pueblo, los mozos llegaban con noticias muy tristes. El carretón del Lazareto, pasaba todos los días en dirección a alguna casa donde aparecía la terrible enfermedad. Las casas se cerraban, y los moradores, deudos del enfermo, no se atrevían ni siquiera a salir a comprar, pues en los negocios no les recibían el dinero, por temor al contagio.

    Afortunadamente, en el campo no se presentó ningún caso. Isabel se quedaba temblando cada vez que Anselmo iba a Traiguén.

    —Vente hoy, por favor. Trata de regresar esta misma tarde, por caridad —le suplicaba llena de ansiedad. Anselmo sonreía confiado, tranquilo, diciéndole con aire de padre que consuela a un chico:
    — No sea niña, mi hijita. Si yo no tengo nada que ver con viruela ni pestes de ninguna clase. A balazos la correteo si viene a acercarse a mí. Además, Dios nos protege. ¿No crees tú?
    —¡Claro! —exclamaba ella con unción—. Y la Santísima Virgen también, porque yo le rezo todas las noches.

    Pero se quedaba con el alma en vilo. Belarmino, que ahora estaba con ellos en el campo y era ya un hombrón alto, de delgada cintura, moreno, de gruesos labios y dientes de lino, la tranquilizaba a la hora de almuerzo, cuando estaba inquieta y sin deseos de comer.

    —Pero, tía, ¿por qué se aflige de ese modo? El tío hace sus diligencias y se vuelve en seguida. Además, ya va pasando la peste. Me dijeron ayer que en el Lazareto sólo queda un enfermo.

    Isabel miraba por la amplia ventana, como si quisiera traer a Anselmo en seguida. Azuleaban los cerros a la distancia. La naturaleza mostraba sus galas más espléndidas, ajena por completo a las miserias humanas. Enormes bandadas de choroyes ennegrecían el cielo y dejaban largo rato, en el aire, ondas sonoras que se repetían, hasta extinguirse con lenta insistencia. De algún rancho o de una cocina improvisada al aire libre, en donde se estaba haciendo la comida a alguna cuadrilla de peones, surgía una humareda azulina, que se diluía en delgadas hebras que remedaban caprichosos dibujos. Nubes rosadas se inmovilizaban cerca de los grandes robles y raulíes de la selva.

    En los maitines de encrespado y fino follaje, semejantes a una cabellera en el viento, cantaban las lloicas apasionadas.

    —Tú estas hablando lo que no sabes —le decía Isabel—. Ya ves que Anfión Godoy cayó la semana pasada. Y con ser que ese tiene botica y remedios que podían preservarlo del mal. ¡Anselmo es tan confiado! Le parece que nunca nada malo le puede ocurrir. Ni se preocupa.
    —Eso es lo bueno, pues, tía. Así no tiene peligro. Ya ve usted que dicen que mucha gente se enferma de puro miedo.

    Isabel se quedaba absorta contemplando las plantas del jardín que se mecían en la brisa.

    —Cuando está Anselmo aquí, yo no tengo miedo tampoco. Ni siquiera me acuerdo de que hay viruela.

    Algunas tardes, ensillaban caballos y se iban por el camino al encuentro de Anselmo, a quien la mayoría de las veces encontraban, cuando las luces del sol comenzaban a desvanecerse en el ocaso.

    Isabel le miraba ansiosa, tratando de descubrir en el semblante de su marido, alguna mala noticia. Pero éste, aunque hubiera alguna, detenía su caballo, exclamando alegremente:

    —¡Qué hay! ¿Cómo te va, Isabelita?

    Una tarde le llevó la noticia:

    — Doña Adolfina va a venir a quedarse contigo unos días.
    — ¡Qué bueno! ¿Y cómo está ella?
    —¡Phs! Tan alta como un petal. Ya la epidemia va pasando. Los soldados han ayudado mucho a limpiar y desinfectar los cuartos de la gente pobre. Creo que en un par de semanas más, no quedará ni¡ un solo enfermo en el Lazareto.
    —¡Qué felicidad! ¿Y cuándo piensa venir doña Adolfina?
    —Yo creo que en estos días. Quedó de avisármelo con algún carretero para que vaya don Bela a buscarla.

    Anselmo conversaba animadamente de sus trajines y diligencias. Pero en realidad en lo interior lo roía la inquietud de aquella penosa situación. Los enfermos no disminuían. Y Anfión Godoy acababa de fallecer. En el aire del pueblo flotaba algo de fatídico y siniestro. Por el lado de Huiñilhue y de Quechereguas también se habían presentado algunos casos. Jinetes, carreteros o indios que iban al pueblo comenzaban a propagar el contagio.

    Pasaron dos semanas y de pronto pareció que el mal había sido totalmente derrotado. Las gentes recobraban su tranquilidad habitual. A las tiendas y despachos, comenzaba de nuevo a afluir la clientela que llegaba del campo, ansiosa de pasar con un trago los malos ratos, o de llevar las provisiones que les hacían falta.

    Doña Adolfina entretenía a Isabel con su cháchara inagotable. Y regaloneaba a los niños, que la llamaban abuelita. Bernardo, Antonio y María Rosa, la menor, llenaban de alegría la casa. Don Bela era también el blanco de las bromas de doña Adolfina, que parecía haber reverdecido. Ostentaba una salud maravillosa y su reumatismo ya sólo era un mal recuerdo.

    Pero don Bela no se dejaba apabullar así no más, por doña Adolfina. Le descubrió un pretendiente en un viejo llamado Joaquín Méndez, que vivía en una esquina de la plaza de armas. Este hombre, avaro y maniático, había hecho fortuna en Galvarino, en donde era dueño de tierras. La gente contaba que el viejo guardaba su dinero en sacos, en el fondo de su casa. En los días de sol esparcía los billetes en tendales bajo el corredor, para que no se le "apercancaran". Y allí pasaba revisándolos y con el ojo puesto sobre ellos el día entero. Vivía parado en la puerta de su casa, la mayor parte del tiempo, rumiando algo. Nueces, avellanas, pan con charqui. Un día, don Bela divisó a la señora Adolfina, en alegre plática con él. Y desde entonces, se defendía de las bromas de ella inventándole toda suerte de pintorescas y divertidas incidencias, que celebraban Isabel y Anselmo, riéndose a la vez de las que le hacía la señora con extraordinaria facundia.

    Fue en esos días, cuando Anselmo se vio en la necesidad de ir a Concepción. Aprovecharía de pasar por Angol, a donde ya hacía casi dos meses que no iba. Acostum-braba ahora alternar su permanencia en los dos pueblos, aunque ya no era tan necesario, pues don Lucas, ayudado por don Cucha, y por un vivo muchacho que le mandó don Wilfredo Spencer de Concepción, llevaban aquel negocio en excelentes condiciones.

    De regreso, al pasar por Angol, quiso llevarse a don Lucas y a Doña Cucha, pero los vio tan confiados y tranquilos, ignorantes por completo de la enfermedad de Isabel, que prefirió no decirles nada. En las canteras de Deuco encontró a Jenaro y a Clodomiro, que iban a su encuentro llevando caballos y creyendo que Anselmo llegaría al día siguiente. En el rostro de los hombres leyó la terrible nueva. Y entonces, enloquecido, corrió reventando cinchas hasta agotar dos o tres animales, que fue remudando en el camino. Isabel estaba en el campo. Uno de los médicos de Santiago, de apellido Zuloaga, acudió a atenderla, llevado por Albarrán y Fidel Pontigo, que, en un rasgo de heroísmo, fue a verla. Doña Adolfina no se había despegado del lado de Isabel. Cuando ésta en medio de La fiebre, trató de alejarla, ella le repuso con el rostro bañado en lágrimas.

    —Ojala que tu mal se me pegue a mí, con tal de que te mejores. Yo soy una vieja y he vivido demasiado. Te mejorarás, mi hijita. Te mejorarás muy pronto.

    Doña Adolfina no había tenido la viruela, de modo que era seguro que se contagiaría. Los niños fueron llevados al otro extremo de la casa y, Antuca, la mujer de Juan Añiri, se hizo cargo de ellos con la consigna de no descuidarlos un instante. El médico Zuloaga estuvo pre-ocupado de que no hubiera ningún contacto de personas con aquellas tiernas criaturas que se entretenían jugando alegremente, aunque Bernardito a ratos se tornaba voluntarioso y tenaz:

    —Quiero ver a la mamá —gritaba—. Quiero ir donde la mamá.

    Doña Adolfina cumplió con todas las instrucciones del médico y atendió a la enferma con una abnegación sublime. Le ayudó en esas tareas una mujer mapuche, llamada Maica Paillalef, que había sido atacada por la peste en Angol, cuando apenas tenía quince años. Fue en una ocasión en que la epidemia apareció en la Frontera, afortunadamente por muy corto espacio de tiempo.

    Albarrán, Fidel Pontigo y don Bela, con la cabeza perdida, no atinaban a decidir, si llamaban o no, a Anselmo. Conocían su carácter apasionado y estaban seguros de que nadie doblegaría su voluntad de ir junto al lecho de Isabel. El médico esperaba que la joven resistiera y que su juventud se impondría sobre el mal. Pero al tercer día al ver que Isabel se agravaba, no hubo más remedio que ir a Traiguén, para avisarle a Anselmo. Lo decidieron entre los cuatro hombres, embargados por la más tremenda consternación.

    Belarmino, rivalizando en abnegación y en cariño por Isabel, entró varias veces a verla, desobedeciendo las advertencias del médico. Y cuando éste declaró que le parecía un caso perdido, salió enloquecido de dolor, hacia Traiguén.

    En el camino encontró a Domingo Melín, que corría desolado hacia las casas de Nilpe, al imponerse de la enfermedad de Isabel. Belarmino, sollozando como un niño, se abrazó de él sin poder articular una palabra. Al cacique le causó tal estupor la desgarradora noticia, que se quedó hierático, como una estatua de piedra. Su rostro se había nublado, los ojos ensombrecidos por una infinita tristeza adquirieron un aspecto extraño e impresionante. No dijo una palabra. Pero de pronto unas lágrimas enormes comenzaron a surcarle sus mejillas de bronce. Belarmino ya se había perdido en los recodos del camino y él continuaba como petrificado, sobre su caballo que mordisquearba las flexibles teatinas del camino.

    Ya Isabel había fallecido cuando Anselmo llegó a Nilpe. Era una maravillosa noche de luna. El campo susurraba y a lo lejos se oía la música de las aguas, el fondo de las quebradas. No hubo necesidad de decirle la espantosa nueva. Doña Adolfina fue incapaz de alzarse del sillón en donde se había derrumbado. Anselmo pasó directamente a la pieza de Isabel. El cadáver fue envuelto en una gran sábana y sólo se veía el rostro y la cabellera espléndida, ya marchita.

    No era todavía la medianoche y la luna inundaba con luz suave la amplia galería de la gran casona. Domingo Melín, hacía dos horas largas que permanecía de pie, los ojos fijos en la habitación de Isabel. Daba la impresión de hallarse hipnotizado. La noche rumoreaba en el follaje de los grandes árboles, entre los cuales a ratos se percibía el chillido de las aves nocturnas. El trinar de unas ruedas de palo oyóse de pronto en el camino. Y después las voces de los carreteros que surgían desde el fondo de un recodo, animando a los bueyes. Se estremeció el cacique, como si lo sacudiera una descarga eléctrica. En esa carreta venía el ataúd que iba a guardar los restos de Isabel. El médico se había ido a dormir y Albarrán con Belarmino, sentados en la galería permanecían en silencio. El muchacho lanzaba un hondo suspiro. Doña Adolfina, a quien Zuloaga le había dado un enérgico calmante, dormía como si sufriera un cruel dolor, lanzando de vez en cuando angustiados gemidos, presa de horribles pesadillas. Anselmo, en la pieza vecina al dormitorio donde yacía Isabel, se hundió en un sillón, en el más espantoso silencio. No había derramado una lágrima, pero de su pecho salía la respiración dificultosamente. Un olor penetrante, acre y denso a remedios, flotaba en el aire. Era un olor dulce a ratos y luego repelente a putrefacción que parecía haberse pegado en las paredes de aquellas habitaciones.

    Al venir el día, se levantó doña Adolfina. Parecía haber envejecido veinte años en aquella noche. Las velas que renovó Belarmino, durante la vigilia, agonizaban en los candelabros, esparciendo una humareda caliente y pesada.

    Doña Adolfina se dejó caer de rodillas en un extremo de la habitación y comenzó a rezar el rosario. En ese momento apareció Anselmo. Sobre su frente había un hondo surco; los ojos marchitos y sin luz. Una palidez cadavérica invadía su rostro. Como un fantasma, como un poseído, ausente por completo de sí mismo, se prosternó a los pies del lecho de Isabel.

    La altiva y orgullosa frente, se doblegó, esta vez, humilde y abatida. Belarmino, arrodillado frente a doña Adolfina, repetía en forma inconexa y entrecortada las palabras de la oración que apenas lograban musitar los temblorosos labios de la anciana. Eran tres seres heridos en pleno corazón, a quienes no les importaba en absoluto el terrible peligro a que se exponían con su permanencia allí. El sol apareció de pronto por la parte alta de la ventana, y dos barras de oro resplandecieron sobre el cuerpo de Isabel. Doña Adolfina se detenía a ratos con el pecho Heno de angustia, hasta que, de súbito, se doblegó sobre un costado, brizando un gemido desgarrador:

    —¡Señorcito de mi alma! ¡Llévame con ella, Jesús mío!

    Belarmino la alzó casi en vilo, llevándola a su habitación. Después, ayudado por Anselmo entró la caja, en la cual Isabel dormiría su eterno sueño.

    Envuelta entre ramas del bosque, y flores blancas de la selva, se fue Isabel, en una radiosa mañana de comienzos de marzo. Hombres y mujeres al ver pasar la carreta (cuyos bueyes caminaban lentamente azotándose los flancos con la cola), se arrodillaban, inclinando la cabeza, mientras sus voces rústicas musitaban un rezo. Uno de los chiquillos de Añiri, siguió largo rato la carreta y con la voz quebrada la despidió, diciéndole:

    —¡Adiós, patroncita querida!

    Y después, como si una súbita lanzada lo hubiera herido en mitad del pecho, echó a correr por el camino llorando a gritos.

    La carreta iba por en medio de un claro abierto en la selva. Al salir de ese retazo de camino, ése se bifurcaba ascendiendo en suave gradiente por un lado hacia el interior del fundo, y, en línea recta al pueblo.

    Albarrán, Belarmino y Fidel Pontigo, acompañaban a Anselmo. Atrás, solo y mudo, los seguía Domingo. Anselmo tampoco había despegado los labios, pero en aquel cruce del camino experimentó una terrible conmoción. En el perfume intenso de la selva, en el rumor del río, en la Polifonía del viento, comenzó a oír la voz de Isabel, su risa, sus pasos. Y entonces, como si los nervios se le convirtieran en crueles alambres tremantes, se sintió poseído por un arrebato de locura. Sus acompañantes, que lo habían dejado un poco atrás, no advirtieron cuando Anselmo torció riendas, espoleando a su caballo, con verdadera furia, ascendiendo por el camino que iba hacia el río. Mas, no advirtió Anselmo, la proximidad de Domingo Melín. Este que venía al tranco de su mulato cariblanco, alzó la cabeza y súbitamente adivinó la intención de aquel hombre, que hasta ese momento no había podido desahogar su dolor. Levantó el cacique el ramal y lo dejó caer por ambos flancos del caballo hundiéndole las espuelas hasta hacerlo sangrar.

    El mulato salió disparado, tras las huellas de Anselmo que desapareció rápidamente en un recodo. Melín requirió a su bestia con el ¡ba—ba—ba! —grito indígena de guerra—. Volvió a apurar la bestia con inaudita energía, hasta acortar la distancia que lo separaba de Anselmo. Poseído de desesperación, Domingo alzó de nuevo su vozarrón, que repitió el eco por las quebradas y la selva.

    —¡Taita Anselmo! Taita Anselmo.

    Vio entonces a Anselmo espoleando a su caballo a! borde del abismo. Este se resistía a lanzarse al raudal. Levantaba las manos, resoplando angustiado. Hasta que de pronto la noble bestia se entregó. Fue un salto en el aire de oro y azul de la mañana, pero ya Domingo Melín, junto al barranco, le había tirado la armada de su recio lazo de cuero peludo, que alcanzó a aprisionar al hombre en el aire. El lazo se cerró inmediatamente alrededor de su cuerpo, y entonces el cacique acicateando a su bestia, no dio tiempo a Anselmo para cortar la sorpresiva amarra que le inmovilizó uno de los brazos.

    Un alarido de locura frenética se escapó del pecho de Anselmo, cuando, arañado por las ramas y cubierto de tierra gredosa, asomó en la orilla del barranco. Poseído por una cólera demoníaca avanzó entonces hacia Domingo, que ya desmontado no le soleaba, temiendo que renovara su intento. Anselmo trastabilló, y, sacando su revólver, casi se estrelló con el pedio de Domingo. Una horrible y soez injuria se escapó de sus labios. Alzó el arma como un verdadero poseído para darle un cachazo. Pero el indio no se movió. Por su rugoso rostro de bronce corrían las lágrimas. El pecho de Anselmo se levantaba como un fuelle incapaz de contener el aire que lo henchía. Entonces su mano dejó caer el arma para apoyarse sobre el hombro de su amigo. Un sollozo, que era a la vez un grito de terrible desesperación le salió por fin, como el rugir de las sierras de acero, al rebanar un tronco:

    —¡No, Domingo! ¡No, Domingo! No quiero vivir sin ella, ¡No quiero, Domingo! ¡No, déjame! Todas las maldiciones que me han echado a mí, cayeron sobre ella. No puede ser, Domingo.

    Domingo lo estrechó entre sus brazos como si fuera un niño. Por fin, aquella indomable naturaleza se doblegaba ante el dolor. El cacique, mudo, le sostenía mientras el pecho de Anselmo seguía sacudido por los sollozos. Domingo Melín, entonces, con entrecortadas palabras, fue hablando como si recitara las preces de una liturgia extraña: —Niña Sol no puede cuidar hijos de allá, del cielo. "Niña Sol tendrá pena si chiquillos quedan solos. Cacique los puede cuidar. Taita Anselmo, no muriendo. "Hombre valiente tú siempre, Anselmo. ¿Por qué no haciendo caso a viejo cacique? No muriendo, taita Anselmo.

    La voz del indio había adquirido una rara y honda inflexión de ternura. Una brisa tibia y olorosa aleteaba junto a ellos. El río azul, en el fondo del barranco, reflejaba a ratos como leves sombras, las nubes que se desgarraban en el cielo. La voz de Domingo insistió como un lamento del viento en la oquedad de un collán.

    —Taita Anselmo.
    —¡Taita Anselmo! —habló entonces Anselmo, con enardecida voz, alzando los ojos enrojecidos por el llanto—. Taita Anselmo —repitió—. Eres tú, mi buen Domingo, tú siempre, a quien puso Dios junto a mí, en todos los trances de mi vida. ¡Isabel, Isabel, es el único ser que puede pagar todo tu cariño, Domingo!

    Se quedaron después en un inmóvil silencio, como si estuvieran escuchando el latido de sus corazones. Anselmo miró el campo iluminado por la radiosa luz de la mañana. Por todas partes se oía cantar a los pájaros, cuya música se dilataba en el aire como el chasquido de un violín.

    Anselmo experimentó entonces, el hielo de una espantosa soledad. Era como si todo lo que se agitaba a su alrededor, no existiera para él. Como si el mundo hubiese quedado desierto. A lo lejos, en una vuelta del camino, divisaron a los jinetes que iban caminando lentamente tras la carreta que conducía el cuerpo de Isabel. Una desesperada congoja se apoderó otra vez del ánimo de Anselmo. ¿Para qué viviría? ¿Qué interés le ofrecía la existencia sin ten a su lado al único ser que le había hecho conocer el amor, la ternura, la abnegación?

    —Domingo, tal vez; tengas razón —habló con voz queda— el mismo se desconoció—. ¿Pero qué voy a hacer ahora sin ella? Ya terminó en mí el interés por cuanto ambicionaba. Odio ahora este lugar, que tanto quería porque aquí, donde aprendí a ser feliz. Tú me comprendes, Domingo. Dime, ¿no tengo razón en lo que te estoy diciendo?

    El cacique le miró con desesperación. Era como si buscara en lo íntimo de su espíritu, algo que hiciera retornar en Anselmo la fiera entereza de su ánimo erguido y batallador. Su voz se alzó entonces como si recitara una fervorosa oración dirigida al Taita Grande, que mandaba los cielos y la tierra.

    —Niña Sol no tendrá quien piense en ella, Anselmo. Tú siendo el único que no la olvidará. Y yo tamién, Anselmo. Murieron los padres de cacique, murieron hijos, murieron mujeres, y nunca teniendo pena tan grande en corazón. ¡Nunca, Anselmo!

    Anselmo se había quitado el sombrero y el poncho. Su tez sonrosada tenía en ese instante una extraña palidez. Los labios resecos, la frente marchita y las mejillas hundidas. Sentado sobre una piedra, le pareció que Isabel era un ser que estaba en una distante región de sol y de sombras. La veía con su sonrisa triunfal, con sus ojos amorosos y luego con su voz arrulladora, venía a acariciarlo en una especie de ensueño triste. Después, la realidad le hacía ver su cuerpo yacente, desfigurado por la espantosa enfermedad.

    —Me iré de este lugar —dijo en voz baja—. No volveré nunca más. ¡Nunca más! Dio de pronto un salto con los ojos casi fuera de las órbitas. ¡Nunca más volveré a esta tierra que está maldita para mí, Domingo! Si tú quieres, vendrás a vivir aquí con tu familia, serás el dueño de esto.

    Hablaba a grandes voces, casi gritando, ahora. Domingo lo miraba como si viera ante él a otro Anselmo, no a aquél que se revolvía lleno de coraje y de cólera ante los golpes de la adversidad. Pero en el fondo, algo le hacía sentir la seguridad, de que ese hombre se recuperaría, que de nuevo un día cualquiera, él iba a verle fuerte, decidido, audaz y despreciador de los peligros.

    —Yo, feliz, haciendo tu voluntad, Anselmo. Amigo suyo hasta la muerte.

    Anselmo le tomó por los brazos, duros como un pedazo de pellín. Mirando hacia lo lejos, le replicó.

    —Lo sé, Domingo. Tú eres mi único amigo. Tú eres lo único que tengo en este mundo.

    En ese momento vinieron a darse cuenta de que el caballo de Anselmo se había hundido en las profundidades del raudal. Curiosamente el cacique se acercó a la orilla para mirar en el abismo azul, que como un misterioso remanso, veíase inmóvil.

    —Se jodio bestia tuya, Anselmo. Iremos entonces a las casas para ensillar otra, y seguir viaje. No se ve por ningún lado. Se lo tragó el raudal.

    Fueron caminando, sin apuro, hacia el vado, a fin de cerciorarse, de si el animal en realidad se había ahogado. Y al llegar a las partes altas del camino, divisaron al animal mordisqueando los tallos tiernos de un quilantar. Había cortado las riendas y Domingo con gran expedición las lió fuertemente con un tiento que sacó de su montura.

    Volvieron lentamente rehaciendo el camino, sin decirse una palabra. Anselmo, sumergido en el abismo doloroso de sus pensamientos. Domingo, lanzándole miradas ansiosas de rato en rato. Como si su anhelo de verlo más tranquilo, pudiera arrancarlo de la terrible obsesión que lo dominaba.

    Al pasar cerca de las casas del fundo, Anselmo dirigió una mirada hacia la lejanía, como si temiera que toda la angustia que se le desbordaba del corazón, hiciera flaquear una vez más su voluntad. Después murmuró como en un niño:

    —Quédate, Domingo, y lleva a los niños para el pueblo esta misma tarde. Si doña Adolfina quiere venirse, ayúdala.

    Vacila un instante el cacique. Y en seguida, sin decir palabra, volvió riendas hacia la casa.


    II


    En esos días llegó una gran cantidad de vacunas contra la viruela y antes de que terminara el verano, ya el flagelo había sido completamente dominado.

    Doña Cucha y su marido supieron la triste noticia por intermedio de El Verde que, con su gran desparpajo, no se atrevió, sin embargo, a decirles toda la verdad. Cuando llegó a Traiguén la familia Zilleruelo, ya Isabel dormía para siempre bajo una lápida en el pequeño cementerio del pueblo. Habían querido sepultarla en la iglesia del Convento franciscano, pero Anselmo se opuso. En la tierra que cubría su cuerpo se plantaron flores que Anselmo por su propia mano cuidaba cada vez que iba a visitar el sitio donde reposaba su mujer.

    Aquel golpe fue terrible para don Lucas. Sensible y fantasioso, se iba casi todos los días al cementerio y allí permanecía largas horas, sumergido en un mutismo qué causaba tristeza. Doña Cucha cayó a la cama, y durante mucho tiempo estuvo con una terrible afección nerviosa que la hacía estallar en sollozos, cuando se sentaba a la mesa, y cualquiera palabra le tocaba la recóndita fibra de su dolor. Angela y Agustina, iban a misa todas las mañanas, poseídas por hondo fervor. Y por la noche, después de la hora de la comida, en la intimidad familiar se rezaba el rosario. Anselmo nunca faltaba en esos momentos. Arrinconado, con el semblante hierático, oía la oración con gran respeto.

    Por esos días llegó Lucinda, con sus dos chicos, acompañada de Dumont, su marido. Eran los niños de Lucinda dos ángeles rubios, uno de dos años, el hombre, y de un mes la niña, de la cual Isabel iba a ser la madrina.

    Una noche en que se habló de esto, Lucinda dijo inopinadamente:

    —Hubiera preferido que se muriera mi hijita, antes de que se fuera mi hermana. Pero llevará su nombre, verdad.

    Iba a nombrar a su marido, pero la emoción la traicionó. Anselmo se levantó de súbito y se puso a caminar, con los ojos bajos a lo largo de la habitación.

    —Mon Dieu, mon Dieu —exclamó Dumont con los ojos húmedos—. c'est ne pas possible. No puede ser. Ella era criatura divina: no podía vivir a la térre.

    Fueron días amargos aquellos. El propio Clodomiro, cada vez que nombraba a la patroncita Isabel, se sacaba el sombrero. Y una noche en que se emborracharon con El Verde y Segundo Erices, los tres estallaron en sollozos, al recordar a la patrona tan linda y tan buena.

    El Verde entre su borrachera, exclamó:

    —No era pa este mundo. Y Dios no le dio permiso pa seguir aquí.

    Anselmo se iba por las noches a casa de Albarrán, que vivía con una hermana vieja y una linda sobrina llamada Moraima Henderson. Hija de un marino inglés, que se quedó un día en el puerto de Talcahuano, aburrido de viajar a través de todos los mares. Era una chica de rostro fino, de cuerpo esbelto y cabellos castaños. De carácter alegre, graciosa y ágil como un pájaro, aunque un poco frívola, hacía los honores de la casa, comunicándole a la tertulia el encanto de su juventud.

    Albarrán y Anselmo conversaban de las incidencias que ocurrían en el pueblo, de la marcha de los negocios, y de los precios del trigo y del ganado. Anselmo hablaba a ratos con desgano, como si todo aquello ya no tuviera ninguna importancia en su ambición. Mirando una noche a Moraima le preguntó a Albarrán:

    —¿Por qué le pusieron Moraima a esta chica?
    —Hombre, fue por una de esas curiosas circunstancias que de repente intervienen en la vida de uno. Mi hermana Enriqueta era gran aficionada a la lectura y en un libro de cuentos encontró ese nombre. Creo que era el de una princesa árabe. ¿No es así, Adelaida?
    —Así fue. Harry, mi cuñado, se rió mucho, cuando Enriqueta le insinuó ese nombre. Pero no puso ningún inconveniente. Para él no había mayor felicidad que darle gusto en todo a Enriqueta. Fue un matrimonio muy feliz.
    —Es verdad —confirmó Albarrán—. Y tanto, que el gringo se mató a pausa, cuando Enriqueta murió de un ataque al corazón. Figúrese usted, que esa noche habían ido al teatro y mi hermana al llegar a la casa, se sintió mal repentinamente.
    —¡Ay, hijito —dicen que le habló a Henderson—. Tengo una cosa rara, parece que me ahogo. Dame un poquito de agua. Harry fue corriendo a buscarle agua, y cuando volvió, mi hermana, que se había reclinado en un sillón, estaba en el suelo muerta ya. ¡Qué cosa tremenda! Y nunca había sentido nada.
    — No, no digas eso. La Enriqueta era muy llorona. Cualquier cosa la impresionaba terriblemente. Y como ella no se hacía examinar por los doctores, el mal fue cundiendo, sin que lo advirtiera.

    Anselmo se quedó abstraído, sin decir palabra. Albarrán se daba cuenta de lo que pasaba por él y lanzó una mirada de inteligencia a su hermana, a fin de que no insistiera en el tema. De pronto Anselmo, dijo:

    —Linda chiquilla es esta Moraima. ¿Sabe usted, Albarrán, que me gustaría que don Bela se casara con ella? Es un muchacho que vale mucho y un gran corazón. Que le parece, doña Adelaida ¿No sería bueno acercarlos? Por de pronto yo me comprometo a darle a don Bela, lo necesario para que no le tenga miedo a lo que ocurra mañana. Conviene que este muchacho se case pronto. Y ojalá que la cosa resultara. Es cuestión de que se gusten y nada más. Lo que no es difícil.
    —Por mí, ¡encantado! —exclamó Albarrán—. Lo poco que tengo será para esta chiquilla. Porque el gringo Harry, sólo dejó deudas. Después de la muerte de Enriqueta se dedicó a beber y botó todo lo que tenía. Su lindo negocio de almacén se lo robaron los empleados a vista y presencia suya. —¡Oh, está bien! —decía— yo no necesito nada ahora. Pero la cosa no es esa. Los golpes por grandes que sean, deben endurecer y nunca acoquinar al hombre.

    Anselmo sonrió amargamente. Se bebió de un sorbo un vaso de vino y después, dijo:

    —Sí. Es probable que tenga razón usted, Albarrán. Pero cuando se piensa en que toda la eternidad no basta para reparar un dolor, dan ganas de echarlo todo al diablo. Y bebiendo se aplaca un poco la desgarradora sensación de soledad que nos queda.

    El escribano sacudía maquinalmente con la punta del dedo, el cigarrillo que fumaba, para que cayera la ceniza en un lindo tiesto de cristal que tenia a su alcance. Movió la cabeza con pesadumbre, y dijo:

    —A veces uno tiene sobrados motivos para dudar de la infinita bondad de Dios. Yo le encuentro toda la razón a usted, porque Isabel era de esos seres que no se hallan sino por excepción. Yo no sé qué me hubiera pasado en un caso semejante. Seguramente ahora también estaría en el hoyo. Pero usted es joven, Anselmo. Para usted la vida recién comienza. Un hombre de treinta y seis años es un muchacho, que está iniciando el camino.

    Anselmo volvió a llenar su copa y lanzando una mirada de desabrimiento a Albarrán, le dijo con voz sorda:

    —Es verdad todo eso. Lo comprendo bien. Pero ya aquí en mi corazón no entrará ninguna mujer a ocupar el lugar de Isabel. ¡No, por Dios! Ninguna. Lo sé tan bien como que lo estoy mirando a usted.

    Se puso de pie para dar algunos pasos en la estancia donde se hallaban. De pronto dijo: —Oiga usted, Albarrán: en estos días me voy a Santiago. Y quiero dejar todos los asuntos arreglados. Por lo que pueda pasar. Recibí ayer una carta de puño y letra del Presidente Balmaceda. Es una carta que me honra y en la cual me dice cosas amargas y tristes. Esos bribones que se han alzado en contra suya no tienen razón, Albarrán. ¡La Constitución y La ley! ¡Los fueros del Parlamento! Leseras para engañar: la chamuchina. Lo que es yo, voy a ir a hablar con él, si es necesario iré a pelear por defender al país. Un país necesita gobierno y acción y no una jaula de loros que estén embromando la paciencia.

    — ¡Así es! —exclamó el escribano con súbito impulso, levantándose de su silla—. Soy de su mismo parecer. ¡Caray! Si yo tuviera su edad, mi amigo, ya estaría con mi sable junto a el Presidente Balmaceda, no puede ser derrotado por esos picaros.

    La señora Adelaida, después de servirles el té en finas tazas de porcelana azul, se despidió de ellos. Moraima, con su adorable sonrisa, vino a darle la mano a Anselmo.

    —Buenas noches, Moraima —le dijo Anselmo reteniéndole un instante la mano—. ¡Qué duerma usted bien! Tengo el proyecto de llevármelas a Monte de la Suerte, por unos días, con doña Adolfina. ¿No irá usted también, doña Adelaida?
    —¡Quien sabe! —titubeó la señora mirando a su hermano —. Aquí yo hago falta. Aunque no sé qué dirá este caballero.

    Albarrán sonreía bonachonamente. Enarcó las cejas, diciendo:

    — Harta falta hace; pero unos días de holganza les hará bien. En la casa de este caballero se pasa muy buena vida.
    —¡Oh, qué lindo sería! —dijo Moraima gozosa—. Ante de que termine el verano, tío.
    —Bueno, muy bien, por mí no será el inconveniente. Se quedaron conversando los dos hombres hasta las primeras horas de la mañana. Anselmo se había bebido casi un cacharro de vino y estaba tan despejado, como si no hubiera tomado una gota.
    —Usted, mi amigo. Yo tengo tres hijos. No sé que vientos les correrán. Y por ellos aun debo apegarme a la vida. Si no vuelvo, confío en que usted, se preocupará de ellos, a fin de que no queden en la calle. Yo quiero que este matrimonio de Belarmino se haga. Casi estoy seguro de que en esta semana la cosa quedará encaminada.
    —Para mí será una gran alegría, Anselmo. Pero son leseras estar hablando de ese modo, como si ya usted hubiera muerto. No, eso es absurdo. Usted irá y muy pronto tendremos la dicha de verlo regresar feliz y victorioso. Todos los que van a la guerra no se mueren, mi amigo.
    —Así veo —repuso Anselmo, bostezando y estirando los brazos—. Hombre, y ya está amaneciendo. ¡Qué lindo día, Albarrán! Qué día lindo —repitió entrecerrando los ojos—. Y ella está ahora bajo la tierra.
    —Así es esta vida —gruñó, melancólico, Albarrán—. Pero después de la tempestad luce el sol. Ya viviremos para ver a esos nietos que nos dará don Bela. Supongo, porque si sale vano, sería de matarlo a palos.
    —¡Qué! —dijo Anselmo, con sonrisa orgullosa—. Si ya tiene la mar de chinas embarazadas allá en Nilpe. Ya lo verá usted. No tiene por donde le venga de salir vano. Ese es un calabazo con muchas pepas adentro.

    Cantaban los gallos estrepitosamente y ya el sol resbalaba por los caballetes de tejas rojas de las casas, cuando se asomaron a la calle. Un olor a pasto húmedo y a esa indefinida fragancia de la mañana campesina, llenaba las dormidas calles del pueblo.

    —Hasta luego, amigo mío —dijo Anselmo echándose el halda del poncho sobre el hombro—. Tenemos mucho que hacer y que hablar todavía. ¿Cuándo cree usted que podrá ir su gente para Monte de la Suerte?

    Sonrió el escribano alzando los hombros.

    —Pues, cuando usted lo disponga.

    Se fue caminando despacio. Sentía la cabeza ligeramente mareada. Y en el pecho una grande, una enorme tristeza. No quiso irse derecho a su casa y se fue por la calle donde vivía el vasco Eléspuru, a quien encontró rozagante, barriendo en mangas de camisa, el local de su almacén.

    —Hola, don Anselmo—. Tan temprano por la calle. Y cómo va ese ánimo.

    Le miraba inquieto hasta el fondo de los ojos. Anselmo no esquivó la inspiración de Eléspuru, cuyo semblante había adquirido un aire grave.

    —No me he acostado hombre. ¿Creerá usted? Hasta este momento, estuve conversando con Albarrán. Hay que entretenerse en algo.

    Se quedó mirando a Eléspuru, como si quisiera cerciorarse de su felicidad, de su tranquila vida de hombre contento de tener un hogar. Eléspuru a su vez lo contemplaba sin poder ocultar su emoción, pues advertía en Anselmo la honda tristeza que lo devoraba.

    —Vaya, don Anselmo —le dijo— ¿quiere usted honrar mi mesa, tomando el desayuno con nosotros? Estaríamos muy felices. A ver Amparo, llama a Vicente que venga a concluir de asear el local.

    Una voz interior respondió con dejo cantarino:

    —Pues aun no está en pie ese flojanazo.
    —¡Me cachis! Arrea, arrea a ese condenado. Vamos, pase usted por acá, don Anselmo. Hágame la gracia de quedarse a conocer a mi mujer.

    Pasaron al interior. Era una habitación larga, con un ventanal ancho en cuyo exterior se alineaban algunos maceteros con plantas de hojas enormes. A la orilla de una mesa con hule pintado, se alineaba una docena de sillas con asiento empajado y respaldo de madera toscamente labrada. En el centro de la mesa, un tiesto apretado de flores alternaba con un plato en el cual había un gran pedazo de queso, y más allá una fuente con tortilla de rescoldo cortada en gruesas rebanadas.

    Apareció la mujer de Eléspuru. Alta, con el pelo peinado en bandos, su cabellera negra como el ala de un tordo contrastaba con su rostro de tez clara y las mejillas como dos rosas encendidas. Vestía un traje de colorida percala. Y se abrigaba el cuello con una pañoleta de lanilla roja.

    Sus brazos gordezuelos asomaban por las amplias mangas. Y al divisar a Anselmo que estaba allí junto a la mesa, se llevó ambas manos al pecho como en arrebatada actitud de imploración. Ruborizada y sonriente, exclamó:

    —¡Virgen Santa! Y cómo no me has dicho hombre de Dios, que estaba don Anselmo aquí. Muy honrada, señor, de tenerlo en esta casa que es suya desde este momento.

    La cálida y tradicional hospitalidad española surgía con simpática espontaneidad de sus palabras.

    —Tenga usted la bondad de sentarse. ¡Uy, en esta casa tan destartalada da rubor, créamelo, de recibir a un caballero tan principal! Pero hay cariño y corazón para acogerlo. Déme su sombrero por favor, don Anselmo.

    Sirvió en seguida el café. Y Anselmo, con la tibieza del recinto, pues la cocina estaba próxima, comenzó a experimentar una suave laxitud. Se sirvió, contra su costumbre, dos tazas de café con leche y un trozo de aquella tortilla, que se deshacía entre las manos. Eléspuru, en actitud un poco tímida, esperaba que Anselmo iniciara la conversación. Pero fue doña Amparo, quien con suprema delicadeza, le habló de los lindos niños de Anselmo, evitando aludir a la muerte de Isabel.

    —¡Qué encantadora es la señora Cucha! Con ella he visto a los niños al salir de misa. Son unos ángeles preciosos. Me recuerdan a esas estampas que admiraba yo cuando era pequeña allá en mi pueblo. Hizo en dos frases una descripción de su pueblo. Recordó a su madre y habló pintorescamente de ella, imitando sus modales y su ternura para con los crios, dentro de la aparente terquedad vasca.
    —¡Ay la pobrecilla! Quién sabe si la volveremos a ver. Los viejos se aferran a los terrones y no hay Cristo que les haga salir de allí. Y nosotros, vea usted, don Anselmo, ya estamos echando unas raíces aquí, que no nos soltarán tan fácil.

    Eléspuru intervenía a ratos, mientras Anselmo oía con plácida actitud la conversación de doña Amparo, cuyos ojos se licuaban de simpatía al sonreír. Y de pronto, por algo que dijo ella misma a propósito de la revolución carlista, en donde murió un tío suyo, se vino a caer en el tema de la revolución, que acababa de estallar en el norte, con el alzamiento de la Escuadra.

    —Yo creo —dijo Eléspuru— que están perdidos. Si en tierra las fuerzas del Gobierno, le permanecen fieles, ¿cómo se van a aprovisionar esos barcos? Y el norte sin contacto con el sur, no puede vivir.
    —Eso creo —asintió Anselmo—. Y ojalá que así suceda. Para mí, Balmaceda es un gran presidente. El país en esta administración ha adelantado como nunca. A un hombre que tiene cabeza y sabe lo que está haciendo hay que dejarlo tranquilo. Usted lo ve. Hay orden y trabajo. Ferrocarriles, puentes, caminos. Eso se llama hacer un país. —Y escuelas —dijo Eléspuru—. Eso vale mucho. Porque un país sin educación, es como un rebaño de caitas. —¡Ya lo creo! —exclamó Anselmo animándose—. Ya lo creo. Lo que es aquí en la Frontera todo se lo debemos a él. En el Congreso se lo pasan en discursos y tonterías, que impiden hacer las cosas con la urgencia que se requiere. Yo, a todos esos parlamentarios, los metería en una isla desierta para que fueran a discutir hasta que se les quitaran las ganas.

    Eléspuru encendió un cigarrillo y lanzando una gruesa bocanada de humo, comentó preocupado:

    —Lo que puede embromar al Presidente, es que se le den vuelta algunos regimientos. Se habla mucho de eso. Además la gente no siente entusiasmo por combatir. Las comisiones tienen que cazar poco menos que a lazo a los campesinos que se esconden en la montaña. Una guerra civil, es terrible, mi amigo. Los odios que engendra son feroces, don Anselmo. Y Aceval Caro, ¿qué será de el? ¿No tiene usted noticias suyas?
    —No —dijo Anselmo con sombrío acento—. Lo que es yo me sentiría muy feliz de encontrarlo en un campo de batalla. Allí nadie me podría culpar de asesinato.

    Eléspuru le miró con inquietud. Doña Amparo se puse seria y le preguntó:

    —¿Es que piensa usted ir al norte? ¡Por Dios, don Anselmo, no haga tal cosa!
    —Es una aventura peligrosa, querido amigo. Yo creo que debería pensarlo con más calma usted.
    —Lo he pensado ya, Eléspuru. Muy pensado —respondió gravemente Anselmo—. El Presidente es mi amigo. Me ha dado altas pruebas de aprecio. Y ya debía estar allá, a sus órdenes. Me iré en una semana más, o antes, si arreglo mis asuntos.

    Eléspuru enarcó las cejas con aire preocupado.

    —En estas cosas uno no puede ir más allá de sus buenos deseos —dijo—. Aquí nos quedaremos, haciendo rogar por su vuelta, sano y salvo. Yo tengo mucho que hablar con usted, don Anselmo. Me interesa trabajar en el campo. Y me parece que es usted el hombre que me pondría en buen camino.
    —Quién a buen árbol se arrima —insinuó doña Amparo.
    —¡Me parece muy bien! Y ¿sabe que su ayuda me solucionará muchas dificultades? ¿Querría usted hacerse cargo de mis fundos de Trovolve y de Tromen? Claro que tendría que liquidar este negocio. Magnífica su proposición, Eléspuru. Yo lo llamaré mañana o pasado para que finiquitemos el asunto.

    Se puso de pie y le alargó la mano a doña Amparo. Esta, emocionada, le dijo:

    —Una pronta vuelta, don Anselmo. Muy pronta. Vaya usted con Dios.

    De pronto en un arrebato de su explosiva naturaleza, añadió:

    Quiero pedirle un servicio. Hágamelo en recuerdo de Isabel. Llévese usted esta medalla de Nuestra Señora de Begoña que me dio mi madre al salir de allá de nuestro pueblo. Ella lo protegerá, créamelo usted.

    Jaime Eléspuru tenía los ojos brillantes de emoción. Anselmo, intensamente pálido, recibió con respeto la medalla. Tosió para evitar que su voz se quebrara.

    —Gracias, señora —le dijo con sonrisa triste—. Le prometo que la llevaré siempre conmigo. Déme usted un abrazo, doña Amparo.


    III


    Bramaba el viento huracanado entre los árboles del Chutnay. Unas nubes negras, henchidas como bestias informes, suspendidas en el aire, iban cubriendo el cielo. Se avecina-ba una tempestad de primavera, pues era fines de octubre. Había sido aquel un mes maravilloso, de fuertes soles y firmes vientos que orearon rápidamente los barrizales del pue-blo. En el aire flotaba otra vez un aroma a pasto nuevo, a árboles recién verdecidos.

    Montado en un soberbio caballo rosillo moro, Anselmo avanzaba lentamente hacia el centro del pueblo. Era la media tarde y las calles veíanse solitarias y calladas como si toda la gente estuviera durmiendo en el interior de las casas. Las gallinas escarbaban junto a los cercos, por encima de los cuales las ramas de los árboles se agitaban violentamente. Una vaca clávela, de grandes ubres de las que mamaba ávidamente un ternero colorado, alzó la cabeza para fijar sus ojos en el jinete, cuando pasó junto a ella. Cantaban los gallos melancólicamente, y desde un sitio se alzó una compacta bandada de jilgueros que como un aletazo del viento, se prolongó en un vibrante latido musical.

    En el convento de San Francisco resonó melodiosa una campana. Y en la esquina de la plazoleta que se extendía enfrente, el grito de un muchacho que arreaba una yunta de bueyes hada el Chumay, se retorció como un lamento. Comenzaban a caer algunos goterones que salpicaron la cara de Anselmo.

    —¡Erre Florío, Banderaaa!

    Hacía un año que Anselmo había regresado del norte. ¡Y cuántas cosas pasaron en ese tiempo! Triunfante la oposición, muerto Balmaceda, aunque no faltaba quienes aseguraran a pie juntillas que se hallaba asilado en la Argentina, ahora, en reemplazo del Presidente mártir, era don Jorge Montt el gobernante del país. Ese hombre pequeño de porte, enérgico y voluntarioso, dirigía con entereza los destinos del país, después de la terrible contienda en que diez mil chilenos quedaron muertos en los campos de Concón y la Placilla.

    En la batalla de Placilla quedó tirado Anselmo entre un montón de cadáveres. Era uno más, de aquellos hombres que perdieran la vida por defender principios, que con menos ofuscación e intransigencia de quienes se pusieron frente a frente, sin cejar un punto, pudieron resolverse conciliatoriamente. Con Ores balazos en el cuerpo, uno en un brazo y dos en las piernas, amén de un bayonetazo en un hombro, Anselmo pudo arrastrarse hasta un rancho, en donde sus moradores le ocultaron por espacio de una semana. Allí llegaron a buscarlo Eduardo Scott, en compañía de Dumont, a quien el nuevo Gobierno, ocupó en uno de los hospitales de sangre en Santiago, atestados de heridos. En el combate de Placilla, murió junto a Anselmo, Jenaro Montoya, "El Colorín", quien después de aquel terrible entrevero, en que se hablan conocido, fuera su más fiel servidor. Anselmo cayó herido antes que Montoya, y éste se hallaba ocupado en disimularlo entre dos cadáveres, cuando una bala perdida le dio en mitad de la frente, matándolo en forma instantánea.

    Un soldado opositor, a quien Anselmo conociera antes en Angol, como ordenanza del Comandante Carrillo y que entró a pedir un vaso de agua al rancho en donde se refugiara, fue quien llevó su mensaje a Dumont. Este, en compañía de Scott, consiguió ocultarlo en casa de unos amigos cerca de Viña del Mar, a donde Terencia Tagle llegó a cuidarlo. Se vio Anselmo, precisado a cambiarse nombre y mientras estuvo en esa casa, fue el teniente Zamo-ra, que pertenecía a uno de los batallones victoriosos. Querubín Gallardo, el soldado opositor, que al reconocerlo en el rancho le ofreciera con espontánea simpatía su ayuda, filé quien se lo aconsejó. Zamora, muerto en los campos de Platilla, era empleado en las faenas salitreras de Iquique, hasta el momento de estallar la guerra civil. No era tan fácil que sus deudos llegaran a preguntar por él. Los terribles episodios, ocurridos después del triunfo de los opositores daban la idea de la ferocidad de la soldadesca en su actitud para con los vencidos. Sólo la buena estrella de Anselmo pudo permitir que fuese el soldado Gallardo quien me reconociera. Olvidando en ese momento el odio ficticio desencadenado por la contienda, Gallardo sólo vio en Anselmo al hombre generoso y afable que era éste, en su manera de tratar a la gente humilde cuando le servían bien.

    —¡Patrón Anselmo, por las entretelas, tá amolao usté, si no puede juyirse de aquí! A la hora que lo descubran lo remataran al tiro.

    Le trajo una guerrera adornada con las insignias de los oficiales de la oposición. A cada rato pasaban por allí jinetes o infantes gritando toda clase de injurias en contra de Balmaceda. Cantos soeces en que se oía el nombre del Presidente, a quien todos vilipendiaban en esos momentos. Eran como rabiosos aullidos en que apenas se entendía lo que cantaban:

    ¡juar, juar, juar!
    ¡arriba la oposición,
    que muera Balmaceda
    que viva Jorges Mont!


    En compañía de Terencia, que se mostró abnegada y llena de solicitud por él, pasó Anselmo los días más duros de su enfermedad. El doctor Rosendo Solís, Cirujano Mayor de la guarnición de Valparaíso, y sobrino de don Lucas Zilleruelo, se encargó de atenderlo día a día. Era éste un hombre duro y despótico. Costó mucho para que se resolviera a mirar con buenos ojos a Anselmo, no obstante las relaciones de parentesco que lo unían a él. Fue Terencia, quien hizo derroche de amabilidad y de concesiones femeninas que no pasaron más allá de lo correcto, quien lo decidió a proteger a Anselmo.

    Hasta que una tarde, pudieron tomar el tren a Santiago. Anselmo, por intermedio de Dumont, consiguió que el soldado Querubín Gallardo, le acompañara vestido de uniforme.

    Él seguía siendo el teniente Zamora. Durante el viaje en el tren, Terencia hablaba con gran aplomo y naturalidad, con los oficiales y personas que lucían la escarapela de los triunfadores. En Santiago los esperaban Eduardo Scott y Dumont, quienes se lo llevaron rápidamente en un coche particular.

    Mr. Scott vivía en una linda quinta, próxima a las Cajitas de Agua. Y cuando ya estuvo el enfermo instalado en su cama, Dumont echándose a reír, exclamó:

    —Vous étes un ange, ma chérie Terencia. ¡Que cosas mon Dieu! Un milagro, un milagro, Terencia, lo que ha pasado.

    Eduardo Scott sonreía a su vez, sin poder disimular su alegría.

    —¿Pero qué es? —exclamó Terencia.
    —Fantástico, Terencia —decía Dumont—. Tres minutos antes de ustedes, pasó Aceval Caro. ¿Se imagina, Terencia, si ese hombre ve a Anselmo? Venía en el mismo tren. ¡Qué fantástico, Terencia! ¿Es una suerte grande, n'est ce pas? ¡Mon Dieu!
    — ¡Qué espanto! —exclamó Terencia con los ojos dilatados por el miedo—. ¿Y no nos habrá seguido ese canalla? Ese es capaz de echar al hoyo a Anselmo inmediatamente. ¿No crees tú, Eduardo, que nos ha visto?
    —No —repuso éste flemáticamente—. Iba muy orgulloso luciendo su escarapela roja y conversando en voz alta con unos militares que le acompañaban. Si lo ve, ahí mismo lo hace detener. ¡Caramba! Ha sido una buena escapada. Anselmo siempre tiene suerte.
    —¡Pobrecito! —exclamó Terencia con emocionada voz—. Ha sufrido tanto con la muerte de Isabel. Sería el colmo de la maldad si ese bribón de Aceval lo denunciara.
    —¡la—la! —canturreó Dumont con su jovial sonrisa—. Anselmo le hizo una grande también —agregó con cierta inquietud. C'es une cuenta que non se arregla encore. Mais, Anselmo sabe bien defenderse.
    —Sí —dijo Terencia— Anselmo ahora tiene que vivir muy alerta. Cualquier día ese canalla le puede hacer una grande. Allá en la Frontera, por medio de esos bandidos sin alma, puede vengarse. Y ahora las cosas son muy contrarias para Anselmo.
    —¡Oh, no es tan fácil! —argumentó Eduardo Scott: Anselmo es hombre valeroso e inteligente. No se demudará. Con su cacique Domingo y sus amigos es capaz vencer a quien se le ponga por delante.
    —¡Domingo es un brave homme! Fiel como un perro Anselmo tiene buenos amigos —argumentó Dumont. Ahora necesita mejorarse pronto. Il'est comme un roble.

    Fueron días de tranquila convalecencia aquellos, Scott hubo de marcharse al sur, requerido por sus trabajos y allí quedó Anselmo, con Dumont y Lucinda, que había llegado a Santiago para acompañar a su marido. La salud del enfermo se recobraba rápidamente. Se había propuesto marcharse apenas pudiera ponerse de pie, pero tuvo que postergar su partida, pues el balazo que recibiera cerca de la rodilla, le molestaba bastante aún y no tenia seguridad para caminar.

    A través de su espíritu se cernía ahora una gran paz ulterior. Isabel era como un delicioso y bello sueño que ya no volvería a soñar. Resueltamente, decidió no tener ninguna relación amorosa con Terencia. Le dolía traicionar la buena fe de aquel hombre, tan noble y leal en su amistad, que era Scott. Pero sentía poco a poco que la sangre comenzaba a hervirle como el vino en los ardientes días de la primavera. Terencia le arrullaba como a un niño. Y muchas veces cuando se inclinaba sobre él, para besarlo en los labios, le era preciso apelar a toda su voluntad, para no atraerla hacia él, y recomenzar entonces aquellos tumultuosos días de pasión de allá de Angol.

    La presencia de Lucinda y de su marido que abandonaban todas las noches su pieza junto con Terencia, era lo que le sustraía de la tentación. Y entonces luchaba rabiosamente entre su sinceridad y buen propósito, y el deseo que lo dejaba largas horas, revolviéndose en el lecho como una fiera a quien le hubieran quemado los costados, con un hierro calentado al rojo.

    Hasta que se produjo el hecho. El deseo le había puesto malhumorado y violento y, una noche, fue ella quien se quedó junto a su lecho con el pretexto de darle una oblea. Estaba envuelta en una amplia bata azul y apenas quedaron solos, Terencia se inclinó sobre su rostro para preguntarle:

    —¿Quieres que te dé esa oblea, Anselmo?

    Un perfume envolvente surgía de su cuerpo como un efluvio. Tenía los ojos entrecerrados y su boca era un corola próxima a desprenderse. Anselmo sintió que una espe-cie de vértigo lo alzaba del lecho. La boca seca y la cara ardiente como si tuviera sobre ella un tizón llameante.

    Sus bocas se habían unido con verdadero frenesí, succionándose la lengua hasta hacerse daño. Los quemaba el aliento entrecortado, hasta ahogarlos.

    —Bésame, Anselmo, bésame; bésame, mi hijito, por caridad.

    Los senos tibios, erectos, tersos, habían emergido de la bata. Como dos frutos olorosos resbalaron sobre el rostro del hombre, que enloquecido trataba de alzarla hasta el lecho. Pero Terencia gemía ofreciéndoselos, para dilatar el instante de la entrega.

    —Bésame, Anselmo, bésame, amor.

    Hasta que de súbito se irguió. Tenía los ojos como dos luminarias afiebradas, la boca entreabierta, la cabellera semejaba un negro encaje sobre los hombros. La bata se fue escurriendo suavemente, mostrando los senos luminosos que se adelantaban desafiantes. Y luego apareció la curva del vientre, que se afinaba en la cintura para recobrar su amplitud en las caderas. El hombre la vio, semejante a una estatua que se animara en gracioso escorzo. Cayó entonces la bata hasta el suelo, mostrando como un relámpago la deliciosa sombra donde se asila el amor. Sus piernas ágiles, labradas a cincel, se recogieron, para inclinarse a levantar la bata que tiró sobre una silla.

    Y entonces, voluptuosa, avanzó otra vez los senos, y se fué resbalando hasta el lecho, para envolverse al hombre, como una liana al poderoso tronco de un árbol. Todo el deleite del instante se resumió en una larga y dulce queja:

    —Ya, amor ya, amor ya, amor.
    —Por Dios, Terencia, que te oirán.

    Ella alzó el pecho para suspirar largamente, para suspirar como nunca había suspirado. Y luego comenzaron a rodarle las lágrimas, quietas, sin sollozos; río que se desborda, en una larga caricia.

    —Te quiero, Anselmo te quiero te quiero.


    Fueron tres meses de embriaguez erótica. Anselmo salió de aquella batalla, más fuerte, más seguro de sí mismo. Sentía, sin embargo, que Isabel retornaba a él, más adentro que nunca de su espíritu. En dulce evocación llegaba hasta lo sensible de su ser, el aroma de su cuerpo, la tibia caricia de sus besos, la luz magnética de sus ojos. La pureza floral de su entrega, que era una canción cuyo latido persistía en lo recóndito.

    Se marchó al sur, viajando en un carro de tercera, vestido de campesino, con una barba cerrada, en la cual aparecieron muchas hebras blancas que denunciaban sus penas. Vino a esperarlo a Renaico, Fidel Pontigo. Y en el momento en que le abrazó, dichoso de encontrarse con su fiel servidor, el conductor del tren se acercó a él, para decirle, con malicia socarrona, en la que había un poco de orgullo, por su buen ojo.

    —No me equivoqué al verlo, don Anselmo. Apenas lo vi en el tren, lo reconocí. No quise decírselo para no molestarlo. Me alegro que haya hecho un buen viaje. Hasta otra vista.

    Se detuvo en Angol por espacio de una semana. Llegó de noche y a la entrada del pueblo encontró al Comandante Ruiz Díaz que iba en viaje hacia un pequeño fundo que había comprado en Roblería. Ruiz Díaz estaba ahora retirado del ejército desde antes de que estallara la revolución. Se arrinconó en sus tierras y no quiso intervenir en la contienda. Ruiz Díaz fue balmacedista acérrimo, pero en el Ministerio de la Guerra, le habían tratado mal algunos altos funcionarios. Cuando recurrió a pedirle amparo al Presidente, éste se lo prometió con viva simpatía. Pero no pasó de ahí.

    —Yo he sentido mucho la desgracia del Presidente, querido Anselmo. Por él, por su persona. Pero tenía a su alrededor gente que no me gustaba. Gente que no se da cuenta de todos los sacrificios que un viejo militar como yo, hizo por este Chile. De la campaña de las Sierras, me quedo una afección al corazón, que cualquier día me manda a la punta del cerro. Y aquí en la Frontera, creo que también he prestado buenos servicios. Usted sabe tanto como yo, lo que era esto. Pero allá en Santiago, esos señores que dan órdenes desde una oficina, no tienen idea de las cosas.
    —Así es, hombre —replicó Anselmo—. Así es. Pero mientras se tenga el alma en el cuerpo hay que seguir adelante.
    —Y no hay otra, mi amigo. Yo, con unos cobres que pude economizar, y algo que heredó mi mujer, he comprado unas tierras aquí en la Roblería. Ahí me quedaré machucando los terrones hasta cuando la entreguemos.
    —¡Falta mucho para eso todavía! Y si no se acostumbra por aquí, vayase a Traiguén a verme. A lo mejor enhebramos algunos negocios.
    —No estaría mal. Y usted, ¿cómo pudo escapar de esa trocatinta de allá de Santiago? Va a tener que andar con el ojo vivo, mi querido Anselmo. Por lo menos este primer tiempo. La gente es muy mala. Ándese con cuidado.

    Anselmo sonrió con desdeñosa amargura. Alargándole la mano a su amigo, replicó:

    —No me descuidaré. Pero no tengo miedo tampoco, Aquí no es tan fácil que me embromen. Pero algo les haré yo también. Bueno, recuerdos a su señora. Y no olvide lo que le digo.

    En Angol permaneció Anselmo sin mostrarse ante la gente. Pero en todo el pueblo se comentaba su llegada. El comercio había recobrado la animación de los días anteriores a la revolución. Y los mapuches, ahora confiados, sin el temor de que serían llevados al norte a la guerra, volvían trayendo sus corderos, sus pollos, sus huevos y sui frutos olorosos a monte. Las conversaciones giraban a cada rato alrededor de la terrible contienda. Los indios después de algunos vasos de jamaica, decían:

    —Ahora que manda Gobierno, Jorge Mon, too más caro. Cullin escaso. Too gastaron en guerra. Pobre Balmaceda, se jodio no má.
    —Se jodio. ¿Pa que haría itadura Balmaceda?
    —Itadura, güeña pa gente pobre. Ahora too pa rico allá Santiago. Oposición, pior que ante.

    En el negocio era doña Cucha quien dirigía la batuta. Atenta y vigilante, con su amabilidad y su gracejo se había hecho querer de todo el mundo. Pero las cosas se hacían en orden. Y las facturas eran atendidas mejor que en el tiempo de Fidel Pontigo y del propio Anselmo. El empleado que mandó don Wilfredo Spencer, de Concepción, había resultado una maravilla. Serio, circunspecto y afable en el trato con la abigarrada clientela. Don Lucas atendía la tienda y el almacén, que era la parte del negocio donde menos metían "clavos". Servando Rivas, el empleado de Concepción, ayudado por dos muchachones, había inventado un sistema curioso y simple de llevar las cuentas a los indios. Eran papeles ensartados en un gancho. Los indios no podían volver a pedir, si no desaparecía su papel.

    —Servando, vos siendo bueno quente. ¿Por qué no aguantas papel hasta otro viaje? Yo entonces te lo conchaviando por ovicha bien gorda. Capones tamién teñimos allá reución. Váleme copa jamaica. Después arreglando too. Teñimos güeña lianza con casa patrón Anselmo. Taita Anselmo, amigo güeno mucho tiempo. ¡Años! ¡Butu—tuy! ¿No cierto, compadre Juan?

    Hablaban y romanceaban su borrachera, allí junto al mostrador, lanzando furtivas miradas hacia, el empleado que aparentaba no advertir las reiteradas peticiones de ellos. Pero siempre terminaba por concederles lo que pedían, hasta que se derrumbaban sobre la acera o junto a la carreta en que habían de regresar a su vivienda.

    Y, sin embargo, era de verlos cuando llegaban buenos y sanos. Arrogantes y huraños. Despreciativos con el chileno, en quien seguían viendo al empecinado español con quien habían peleado más de trescientos años. Con su cuidado chamal y sus grandes aretes las chinas sonreían orgullosas. Sus largos chapes, "pezcoceados" en los extremos, les caían por los hombros con cierta gracia espontánea. Hablaban con dulzura y en su sonrisa de bronce parecía resplandecer toda la pureza nativa de una raza criada entre el follaje opulento de las selvas maravillosas junto a las cuales habían nacido.

    —¡Jamaica! Oye, Huento, ¿no teniendo vos una ficha pa la copa?

    Como un elixir divino, bebían ávidos el veneno con que el blanco les derrotaba. Lentamente íbanse alejando de los fuertes y poblaciones en donde los "colonos" llegados de San Javier, de Parral, de Chillan y Linares los estaban arrinconando.

    Casi todos llegaban con un pequeño comercio. Hubo algunos, como Rosendo Contreras, que trajo una pipa de vino por todo capital La instaló en la plazuela donde paraban los coches. Y la vendió lineada por cincuenta veces su valor. Así se instaló con su boliche. Pan con ají. Cebollas. Después otra pipa de vino y un barril de aguardiente que le compró a don Lucas. Anselmo, que le observó, dijo:

    —Este es un desvergonzado. Le roba a los indios su dinero. A ojos vistos.

    En el fondo todos se lo robaban. El había hecho algo parecido. Aunque en tiempos más duros y peligrosos. El y don Vicho habían trabajado en mangas de camisa desde que amanecía Dios hasta que el sol se iba a ocultar en el ocaso. Las tierras que Anselmo obtuvo en esta forma, ya no podía personalmente manejarlas. Pero una inquietud apasionada y sin tregua le seguía acicateando. Aunque tenía a Belarmino en Nilpe, a Eléspuru en Tromen y a su pariente Cofre en Molco, no podía estar tranquilo. Subía a caballo y llegaba hasta sus fundos, para ver personalmente como se realizaban las faenas. Ya fuera en los aserraderos, en las siembras y en las cosechas. O bien en la crianza de animales, en lo que el vasco Eléspuru era un águila. Mediante sus consejos y disposiciones, Anselmo hizo negocios con el Gobierno que le dieron grandes ganancias. Una buena parte de ellas fueron para el vasto, quien ya tenía al sur poniente de Traiguén un bonito fundo al cual dio el nombre de "El Capricho".

    Belarmino era ya, hacía un año, el marido de Moraima, la sobrina de Albarrán. Y no sólo era el marido de aquella hermosa chiquilla sino además el padre de un bebe de carrillos encendidos y pelo negro. Mas, por desgracia Belarmino no era —y esto ya lo sabía Anselmo— feliz con Moraima. No porque la joven careciese de cualidades. Quizá si ello se debía a la ligereza con que se llevó cabo el noviazgo, que Anselmo, precipitado, armó antes de marcharse al norte.

    Fue allá en Monte de la Suerte, con ocasión de la visita que le hiciera doña Adelaida con Moraima.

    Anselmo muy satisfecho, le aseguró: —Es una chiquilla encantadora. Creo que si te casas con ella no la yerras.

    Y así lo hizo al poco tiempo Belarmino. Albarrán arregló todas las diligencias del matrimonio. Vino la madre del muchacho, con la abuela. Y el matrimonio se llevó a efecto como en los bellos tiempos de los cuentos de hadas. Todo parecía decir: "Y vivieron muchos años y fueron muy felices".

    Sin embargo, no ocurrió así. Belarmino no había tenido tiempo para disfrutar de la vida. De tratar mujeres y de cruzar esa tormentosa etapa en que los hombres jóvenes van a las fiestas y conocen aquellos placeres en que se gasta un poco de esa fogosa vitalidad de los años mozos. Después de los primeros meses de amor, en los cuales un hombre de veinte años satisface el deseo con la mujer a quien se posee, con la tranquila confianza de tenerla siempre a su alcance, Belarmino experimentó en el fuerte impulsa de su naturaleza, la atracción de otras satisfacciones más intensas. La entrega, sin sobresaltos, de su mujer, comenzó a cansarle, a saturarlo de inesperado hastío. Y entonces buscó la manera de distraerse en fiestas campesinas y en las ruidosas remoliendas que rápidamente se organiza-ban sin intención previa, cuando se reunían algunos amigos y de repente alguien proponía:

    —¿Qué les parece que vayamos a ver a la Cata? Dicen que hay algo de nuevo que ver por allá.

    Y casi siempre ocurría que, como si alguien citara a los demás amigos, comenzaban éstos a reunirse. Se armaba la fiesta y Belarmino se quedaba en casa de la Cata en Angol, o de la Juana Ponce en Traiguén unos días, durante los cuales se bebía y se yacía con "hembras placenteras". Belarmino se fue a vivir a Nilpe, porque en realidad Domingo Melín, no se acostumbró a estar allí Arrinconado en la montaña. Domingo era hombre andariego y no le agradaba quedarse arrumado como un madero bajo la calamina de un galpón. El gozaba con ponerle los pellejos a su avío de viejo centauro y salir al trote de " Mi gran mulato cariblanco. Era como El Verde o como Clodomiro Farias, el "Boca Santa", hombre que amaba los caminos. Lo sorpresivo, lo inesperado, el encuentro con algún amigo, con quien ponerse a platicar bajo un árbol. Los Sauces, Traiguén, Galvarino, Angol, eran en sus andanzas, una incitación que satisfacía su inquietud y su sed de recorrer siempre un camino, ya fuera bajo el sol abrasador o bajo la lluvia torrencial.

    El mozo se había convertido en un excelente jinete. Era alto y esbelto, con anchas caderas de caballista que no deja un día sin saltar sobre un potro chucaro, o su fogoso caballo. Amaba las peligrosas faenas de la aparta y se internaba feliz y audaz, monte adentro, o risco abajo, para sacar los caitas al descampado, para arrastrarlos al pegual, cuando no era posible arrearlos hacia los potreros en donde se criaban los animales de engorda, o se seleccionaban las yuntas que se ocupaban en las siembras y las cosechas.

    Sentíase orgulloso Belarmino, de dominar a los potrillos de primera ensillada, que le "chucareaban" al sentirse entre sus piernas de hierro. Una tarde pudo apreciarlo Anselmo en el patio de las casas de Monte de la Suerte, en donde se había instalado para quedar más cerca de Traiguen de Angol. Desde allí viajaba con frecuencia a echarle un vistazo a sus negocios. Asomado a la ventana de su escritorio pudo contemplar a Belarmino, que se había encaramado sobre un potro alazán retinto, al cual acababan de ponerle la montura. Clodomiro y El Verde lo tenían por el jaquimón y el "Boca Santa", lanzándole una de sus habituales "rendidas", manoseaba a la joven bestia que tiritaba, recogiéndose sin poder tramarse a corcovos, pues estaba fuertemente sujeta.

    Belarmino, ágil como un puma joven que salva un cerco para coger un cordero, saltó sobre la montura tomando las riendas y, el "bajador", en previsión de que el animal pudiera irse de espaldas. Era un caballo enorme, de largos remos musculosos y poderosas ancas. El sordo forcejeo que le hacía resoplar impotente, habíale inundado de sudor, que le estriaba los encuentros y los ijares, barnizándole las ancas.

    Los hombres habían colocado un saco sobre la cabeza del potrillo, pero cuando vieron que don Bela, ya se hallaba firme en los estribos, le quitaron bruscamente la tosca venda y entonces el caballo lanzó un ahogado relincho. Contrájose su cuerpo como si quisiera hacerse un ovillo. Metió la cabeza entre los brazuelos blanqueados de espuma y se lanzó al aire, sacudiéndose en las más inverosímiles e increíbles corvetas mientras relinchaba, con indómita energía.

    Los hombres se apartaron un poco a fin de dejar el espacio necesario para que se desarrollara el épico duelo. Clodomiro gritó excitado:

    —No le merme látio, patrón, y no le despegue la espuela de la barriguera.

    El Verde, entusiasmado como si se hallara en el circo, se había empinado dos veces su botella de jamaica. En el paroxismo de su rústica admiración lanzaba verdaderos alaridos.

    —Chántese atrás, patrón. Chántese atrás. ¡Póngale, póngale y póngale látio! ¡Déle por la cabeza al chuzo! Puta madre el flaco soberbio.

    El caballo con fiero instinto trataba por todos los medios que le daba su poderosa vitalidad, de sacarse el bulto que tenía encima de los lomos. Muchas veces trató de irse de espaldas, pero don Bela se lo impedía. Entonces comenzaba a caminar hacia atrás y de súbito, sin saberse por donde iba a salir, brincaba de costado y luego avanzaba a grandes saltos con la cabeza baja, para girar en seguida como un torbellino.

    Era la fuerza bruta en su absoluto dominio, en plenitud de rebeldía. Belarmino veíase como un muñeco tironeado por todos lados. La faja roja se le desató en un extremo, Y ondeaba como una banderola. Tenía el sombrero enterrado en la cabeza inundada de sudor, y la chaquetilla de montar totalmente empapada. El caballo seguía con más furia girando como un trompo o saltando como un jaguar que huye.

    Belarmino tenía el rostro congestionado y las manos se le veían rojas sujetando las riendas. Con el grueso ramal castigó a la indomable bestia, hasta dejarla cimbrándose cubierta de espuma y con el pelo erizado por las ronchas que le levantaron los azotes.

    El flamante domador le levantó las riendas y despegando las espuelas de la barriguera la rodajeó entonces suavemente. El animal quiso retacarse de nuevo, pero de súbito alzó la cabeza y comenzó a caminar. Dio una vuelta por el patio. En seguida Belarmino fue a desmontarse junto a la vara ubicada frente a la casa.

    Clodomiro y El Verde quisieron ayudarle, pero don Bela saltó gallardo y flexible como un gato. Sonreía, pero le temblaban las manos, cuando los hombres, lanzando gordas exclamaciones de admirativo afecto, fueron a abrazarlo.

    —Por la madre. Si ni siquiera lo descompuso en la silla. Y llegaba a gaznear el flaco de los diantres. ¡Hijuna grandísima el chuzo! No había visto yo otra bestia más soberbia que ésta!

    Anselmo se asomó en ese momento y le dijo:

    —Duro el alazán. ¡Caramba! Te anduvo sacudiendo fuerte.
    —¡Psh! —saltaron Clodomiro y El Verde casi a un mismo tiempo, como si se disputaran el gusto de elogiar al mozo—. ¡Qué dice su mercé, patrón! Cuando ni siquiera lo despegó de la montura. Y hay que ver como se ufanaba el potrillo de los grandes diablos. Puchas, patrón, no hay que lo descomponga al niñón. Es una fiera pal caballo.

    El Verde, lanzando una chijetada de tabaco mascado, se empinó la botella de jamaica y limpiándole el gollete se la guardó entre la faja. Lanzó una estridente risotada y exclamó:

    —Me condenara soplando tripas. Daban ganas de besarle el traste al chicuelito. No hay manco que lo basuree a este guaina. Va a salir muy hombrazo.
    —Bigote y barba son del mesmo pelo pué —rió Cloro—Tiene a quien salir el niñón.

    Belarmino, apenas Anselmo salió al patio, se entró a la casa para lavarse y mudarse la ropa. Anselmo sin darle gran importancia a los comentarios de los hombres, pero sintiendo en lo íntimo el agrado de ver que su sobrino era de la misma pasta suya, les dijo brevemente:

    —Se pasaría de lleulle también si lo bajara cualquier chuzo, con las piernas de zancudo que se gasta.

    Ese día a la hora del almuerzo le preguntó a su sobrino:

    —¿Y cómo te hallas para acompañarme a Perquenco mañana? Tengo que ir a recibirme del fundo Quillanco, que me ha metido poco menos que a la fuerza don Serapio Ríos. Me hizo la escritura en la notaría y le encargó a Albarrán que no dejara de pasar a firmarla. ¡Viejo más loco! Yo no le he dado ni un peso. Pero se le metió en la cabeza que me quede con esas tierras. Vamos a verlas si te parece.
    —Muy bien, pues, tío. Usted es el que manda. Y a mí me gusta mucho andar en su compañía. Le mandaremos a decir a la Moraima que se venga a Traiguén, para que no se quede sola allá en Nilpe.
    —Sí, es mejor —dijo Anselmo—. Así estarás más tranquilo.

    Belarmino le miró a los ojos con tranquila curiosidad. Tenia el mozo los ojos verdes, dulces y suaves. Pero se endurecían a veces, cuando la ira ardía en su pecho como una súbita llamarada. Llamábale la atención lo dicho por Anselmo, pues en el tono creyó entender un vago y disimulado reproche.

    Este le miraba con una sonrisa lejana, displicente, casi triste.

    —Me ha contado Albarrán que ustedes no se entienden bien —le dijo con voz lenta—. Lo siento mucho. Caramba que lo siento, hombre. Creía tener buen ojo y resulta que me he equivocado. Y con la mejor intención del mundo.

    Porque creí que Moraima sería una excelente esposa para ti. Imagínate...

    —Sí, tío —le interrumpió Belarmino— yo creo que Fidel Pontigo tiene razón cuando dice que yo estaba muy mocoso para casarme y la Moraima igual. Porque en verdad motivos no tenemos para reñir. Pero peleamos de lo lindo y, con ganas, por cualquier tontería. Quien sabe si no es nada más que por lo que dice Fidel.

    Anselmo, sin darse cuenta había dibujado cuidadosamente una I, sobre el mantel, con las migas que tenía a su alcance. Suspiró largamente y mirando con paternal afecto a su sobrino, le dijo:

    —Vaya no más, don Bela ¡Qué diantres! Lo lamento de veras. Pero dime, ¿no te gusta tu mujer? ¿No la quieres? ¿No la deseas? Cuando estás con ella, ¿no eres feliz?

    Don Bela se puso de pie. Anselmo miró al mozo, alto, flexible y duro como un colihue del monte. Los ojos claros destacándose en su rostro moreno de rasgos enérgicos, francos, efusivos. Anselmo se sintió feliz mirándolo. Era su raza, su altivez, su orgullo, y también su entrega. Su indómita fiereza y su bondad sin arrugas. Así sería Bernardito, su hijo, aunque se veía un poco más suavizado por las líneas de su madre.

    —Tío, no sé como decírselo. Yo quiero a la Moraima. Pero ella es descariñada, demasiado orgullosa. Y también terca. Cuando la deseo no quiere entregarse. Y si la obligo se queda como una muerta entre mis brazos. Otras veces, cuando más gustosos estamos, se enoja por los motivos más insignificantes. No sé. Doña Adolfina dice que somos unos coltros a quienes todavía no nos ha concluido de salir el pelillo. Pero yo trataré de que vayan mejor las cosas, tío. No un ¡ero que usted piense mal de mí.

    Respiraban sinceridad, rudeza, hombría de bien las palabras de don Bela. Anselmo sintió que una vaga desazón, le hormigueaba en el pecho. ¿Por qué se apuró tanto? ¿Por que un hombre acostumbrado a los peligros estuvo entonces tan lleno de temores y de angustias? Y ahora las pagaba don Bela, que era un mozo, con todas las de la ley.

    Se puso de pie él también. Sentía que la vida tenía ahora otro significado después de la muerte de Isabel. Dio unos pasos a lo largo de la habitación y de pronto se detuvo frente a Belarmino.

    —Oiga, don Bela —le dijo—. No creo que haya errado usted el camino. Lo que hay que hacer es manejarse con un poco de más calma, de mejor voluntad para ver las cosas. Tu mujer es una buena persona, una chiquilla encantadora que te dará muchos hijos. Y tú tendrás todo lo necesario para atender bien a tu familia. Óyeme. Yo soy joven todavía, no tengo ni siquiera cuarenta años. Pero, ya la vida me ha enseñado bastante. Escúcheme usted, don Bela. Cuide su hogar. Y sea hombre serio. Serio para cumplir en él sus compromisos. Aparte de eso, la vida ofrece muchas compensaciones. Los hombres que valen son los que tienen cierta reserva, su discreta manera de actuar, especialmente con las mujeres. No te olvides de esto que te digo.

    Don Bela frente a él, había erguido su alta estatura, su silueta de hombre hecho de puro músculo. Sus ojos claros de tonalidad verdosa, tenían infinita dulzura.

    —Si, tío —le dijo con cálida entonación—. Nunca olvido yo lo que usted me aconseja.

    Anselmo lo miró intensamente. Como un fluido magnético sus miradas se atrajeron. No se dijeron ninguna otra palabra, pero en ese instante, en los dos, se produjo una luz de entendimiento, que les fortaleció en la convicción absoluta de que nada podría separarlos ni disminuir el afecto que les hacía latir con fuerza el corazón.


    IV


    Ya atardecido cruzaron el pueblo de Traiguén en donde pensaban detenerse a su vuelta. En la posada de Quilquen habían remudado cabalgadura. Anselmo iba en su caballo Lucero (negro con una estrella en la frente) y don Bela en la Dominga, una vivaracha y ágil yegua ro-silla mora, de abundante crencha y negras narices resoplantes. Quicho, que les acompañaba, montaba su sufrido rabicano.

    Cruzaron de un galope el puente recién construido sobre el río y se encumbraron al trote en dirección al camino de Tricauco, desde el cual se apartarían para tomar en Quino, el de Perquenco. Al otro lado del río se encontraron con tres lindas muchachas rubias que venían cantando, mientras cada una sujetaba sobre el pecho un enorme ramo de flores de copihue. Al ver a los jinetes se detuvieron sonrientes. Era un bello cuadro verlas con sus trajes claros, mientras el sol poniente las iluminaba y el viento les hacía flamear la rubia cabellera.

    —¡Don Anselmo, don Anselmo, llévenos al anca, don Anselmo! ¡Adiós, caballero orgulloso!

    Eran las chiquillas Schindler, de quien tanto se habló el día de la capa allá en Ñielol. Don Anselmo detuvo súbitamente su caballo para volverse a saludarlas. Riendo, se encendieron de rubor al ver que los jinetes se detenían a su lado. Eran tres muchachas preciosas y el viento de la tarde, su rubor y el resplandor del sol poniente contribuían a embellecerlas.

    —¡Por Dios que eres loca tú, Elsa! Fue ella, don Anselmo, quien lo llamó —dijo una que vestía un traje de percalina azul. En el alto del camino, el viento le estaba moldeando, como una radiosa estatua, la curva de los senos y la redondez de los muslos.

    Don Anselmo las miró sonriendo. Y luego, echándose el halda del poncho sobre el hombro, les alargó la mano.

    —Pues yo estoy encantado de saludarlas —les dijo —. ¿Conocen ustedes a mi sobrino?

    Encendidas y con deliciosa turbación, las tres chiquillas fueron diciendo su nombre: Elsa, Erica, Tusnelda.

    —Perdone usted, don Anselmo. Pero no fue por faltarle al respeto que le llamamos —exclamó risueña la de ojos pardos y nariz fina, con las cejas obscuras muy pronunciadas, no obstante ser muy rubia.

    Las otras se tomaron del brazo y miraban a don a Anselmo con alegre confusión.

    —Las tres lo llamamos, don Anselmo. Daba gusto verlos como iban galopando. Nos dieron deseos de ir de potras también. Y sin querer se nos salió el grito. ¿Pero usted nos perdona, don Anselmo?

    Anselmo, con los ojos bailándole en las órbitas, las miraba con risueña curiosidad. La última de las chiquillas que habló, tenía un modo suave de garita y sus ojos adquirían una extraordinaria dulzura al hablar.

    —Yo las tengo perdonadas —exclamó Anselmo riendo intensamente a la maravillosa muchacha—. Pero no sé que dirá mi compañero. El es mucho más exigente que yo.

    Belarmino sonreía tímido e indeciso, más por la presencia de su tío, que por la de las muchachas.

    —Tendremos que llevarlas al anca un rato para poder perdonarlas bien —repuso con acento regalón, como quien se hace querer sin grande esfuerzo.
    — Bien pues —exclamó Anselmo alegremente—. Y si no fuera tan tarde las volveríamos a dejar. Bueno, ¿quieren subir, verdad?

    Se miraron las tres chiquillas felices. Y palmoteando a un tiempo, exclamaron:

    —¡Ya! Llévenos hasta el estero. De ahí nos volveremos corriendo.
    —A ver, Tusnelda, suba aquí —dijo Anselmo. Chistó al Lucero y soltando el estribo se lo ofreció. La chiquilla apenas se afirmó en él, y ya estaba en el anca riendo feliz y animosa.
    —A ver, Quicho, aprende a ser más galante con las niñas, pues, hombre. Allégate para que suban en tu caballo. Desgraciadamente no podemos nosotros llevarlas a las tres.

    Quicho rodajeó a su bello y ágil rabicano y repuso:

    —Yo no sé si será de anca este caballo, patrón.
    —Lo haremos de anca ahora, pues —exclamó Elsa. ¿Será muy fuerte el porrazo si me bota?

    Galoparon no más de cinco cuadras que distaba el este—. Tusnelda se asió fuertemente a la cintura de Anselmo. Un olor fresco y envolvente se desprendía de ella. Anselmo sintió que la sangre le ardía y que le daban ganas de lanzarse risco abajo, con la muchacha, para poseerla en medio del monte.

    Recordó vagamente a Isabel, por la presión de los brazos de la joven en su cintura. Se volvió a mirarla y la vio con la cara tan próxima a la suya, que estuvo a punto de besarla.

    —¿Está usted de novia, Tusnelda?

    Se desplegaron como una flor los labios de la muchacha. Rió con la gracia de un pájaro. Alzando las flores de copihue que llevaba, repuso sin intención:

    —¿De novia? No, no sé. ¿Para qué estar de novia?
    —Bueno, aquí está el estero. ¿Quieren que regresemos a dejarlas donde las encontramos?
    —¡Oh, no, don Anselmo! ¡Qué amable es usted! Y nos habían dicho que era muy terco. Que mentirosa es la gente. ¿Verdad?

    Entraron los caballos al agua y allí estuvieron un instante bebiendo entre los matos de junquillo y los chilcos florecidos. Erica cogió una flor diminuta y se la puso en el ojal a Belarmino.

    —Para recuerdo —le dijo—. Y entonces las hermanas hicieron lo mismo con Anselmo y con Quicho que se encendió de rubor al ver que lo trataban de igual modo.

    Con los ramos de rojas flores en alto, el cabello al aire y la sonrisa que era en ellas como un banderín jubiloso, los despidieron, con gran algazara.

    —Cuando vuelvan les esperaremos por aquí. ¿A que horas vendrán?

    Anselmo y Belarmino hincharon los carrillos, como si estuvieran de acuerdo para echar después todo el aire que tenían adentro, en un largo respiro.

    —Chiquillas del demonio —exclamó Anselmo—. Vienen a fregar la paciencia.

    Volviéndose a Quicho, le preguntó:

    —¿Qué hay, Quicho, cómo te quedó el cuerpo?
    —Amolaón pues, patrón. La boca seca y la disposición muy ganosa.

    Anselmo sonrió serióte, y cerrándole un ojo a Belarmino, le repuso:

    —No te aflijas hombre, que lo mismo vamos nosotros. El fuego es para quemarse, no para jugar con él, ¿no te parece?
    —Verdá no más es, patrón.

    Se avecinaba la noche y pusieron los caballos al galope. La Dominga (así la llamaba porque Belarmino se la había comprado a la india Dominga Cheuquel) era una bestia ágil y briosa, que a ratos dejaba un poco atrás al Lucero, el fuerte caballo que montaba Anselmo. Encunaron unas lomas y desde allí pudieron divisar el campo ardido en ese instante en un violento incendio de luces, que hacía palpitar como un océano. Árboles, árboles, árboles, por doquiera se dirigiera la mirada: coihues de elegancia, viejos robles majestuosos, maitenes en cuyas finas hojas la luz era un milagro de matices. El resplandor de las alturas era rojo violento y las hondonadas lagos de niebla azulina. Y en el fondo por los lejanos cerros de Adencul, el horizonte era una sombra recortada en azul, con un fondo verdeclaro.

    Pasaban altas bandadas de pájaros. Patos que iban en columnas disciplinadas, obedientes al graznido del que iba a la cabeza. Bandurrias en que temblaba la angustia de la tarde próxima a extinguirse; torcazas gemebundas que cruzaban veloces el cielo dando la sensación de ir con las alas inmóviles. Y luego el chillerío desentonado de queltehues que revoleteaban sobre los montes como si hubiesen perdido la ubicación de su alojamiento.

    Resollaban los cascos de las bestias sobre el camino duro, destacando el impetuoso jadeo que les hacía tironear las riendas. Una huiña, encaramándose, fugaz como un celaje, sobre un roble que al desarraigarse se había ido sobre otro, lanzó un gañido irritado y más allá le contestó un zorro que asomó su agudo hocico entre unos palos botados.

    Quicho observó:

    —Nos chilló la zorra de atravieso. Con ladrones nos encontraremos.

    Un conejo cruzó el camino y, torpemente, casi se metió entre las patas de la yegua de Belarmino. Dio el animal un bote de costado y se retacó espantado, tratando de corcovear.

    —¡Esto es! Miren la potranquita —gruñó burlón el mozo, rodajeándola enérgicamente.

    Anselmo le dijo en tono festivo:

    —Chucarona se ha puesto la Dominga. Parece que le quemó el anca la Erica. O no dices tú.
    —Así parece —contestó Belarmino, acomodando el galope de la Dominga al del caballo de Anselmo—. ¿Que tendrán pidulle las chiquillas esas?
    —Claro. Así dicen las malas lenguas. Y es lástima porque en realidad son unas muchachas encantadoras.

    Ya estaba casi de noche. En la débil luz, divisaron una pequeña carreta que avanzaba haciendo chirriar sus ruedas de palo. Una india, sentada junto al pértigo, guiaba los bueyes con una larga picana. Un indio viejo dormía tendido sobre la carreta, con los pies apoyados en la barandilla.

    Detuvieron sus caballos los jinetes y Anselmo después de saludar a la india, le dijo en tono de broma:

    —Dormilón tu marido, comaye. Mucha jamaica, ¿no?

    La india lanzó una risita gutural y aguda. Luego chistando los bueyes repuso en mapuche:

    —Marido muy enfermo. Duele guata siempre. Y con jamaica duele más. Pero le gusta.
    —Sí pues, eso es lo malo. Así no se mejora.

    Como un eco la india repitió:

    —No se mejora. Ahora vamos a onde machi Huiñilhue, que tiene güen remedio.
    —Que te vaya bien.
    —Bueno, Anselmo. Gracias.

    El indio no se movió ni articuló palabra. Pero cuando reanudaron la marcha al tranco, los viajeros le oyeron conversar con la india.

    Belarmino explicó:

    —Son de la reducción de Cayul éstos. No es raro que el mapuche ese tenga alguna cuenta con usted, tío. Por eso se hizo el treile.
    —No sería raro —repitió Anselmo distraído.

    Iban llegando a Quino. Unos ladridos entre las matas y el fuego de una cocina que se divisó en un recodo del camino, les previno.

    —Alojaremos aquí —dijo Anselmo—. El gringo Thompson estará feliz de tenernos en su casa.

    Un edificio de tejas con un gran patio rodeado por una muralla, era la vivienda de don Jorge Thompson, colono de Quino, que estaba formando allí una hermosa propiedad agrícola, y que les recibió con gran alegría.

    Mr. Thompson era un hombre alto, de cutis rojo, ojos azules, maliciosos y penetrantes. Fumaba una pipa pequeñita, que a cada rato estaba cebando. Después de darle dos o tres chupadas, la dejaba que se le apagara en los labios, que al sonreír, tenían un pliegue de desdén y de malicia.

    —¡Qué buena gente llega a mi casa! ¡Caramba! ¡Don Anselmo, que bonita idea de venir a ver a un gringo, perdido aquí en la montaña! Sin tener con quien hablar. Indio habla poco. Buey, caballo, no habla nada ¡je, je, je!

    Reía sujetando la pipa, sin sacársela de los labios y echando unas hebras pequeñitas de humo.

    Tenía un gran vestíbulo con su chimenea, en un costado, la casa de Mr. Thompson. Ardían los tizones que acarreaba, desde un galpón próximo un indio de semblante hierático y ojos fríos y despreciativos.

    —Lorenzo es el compañero que yo tiene ahora. No sirve, como mujer, no ¡je, je! La señora se fue a Concepción. Tiene miedo vivir aquí. Mucho maloca, mucho cuatrero, mucho bandido. ¡Je! A gringo Thompson no le asustan bandidos. Con carabina contesta bien cuando golpean de noche. También ataja piños que los cuatreros se llevan sin comprar. ¡Caramba! Carabina habla bien. ¡Je!

    Sonreía como un chiquillo que contara sus travesuras, echando una hebrita de humo que parecía quedarse rondándole la boca. El indio Lorenzo Pallaqueo arregló la mesa junto al fuego. Una fuente de porridge con leche, un pedazo de cordero asado, y en seguida un puré de manzanas con un sabroso panqueque.

    —Tiene usted una excelente cocinera, Mr. Thompson. Su comida es maravillosa. Muy bien guisada.

    Mr, Thompson se quedó mirando a sus huéspedes con los ojos brillantes de malicia. La hebrita de humo se quedó pegada en la nariz. Rió feliz y en seguida, dijo:

    —¡Oh, sí! Cocinera mía tiene pantalones. —Riendo mostraba al indio Lorenzo, que ahora se ocupaba en arreglar los tizones en la chimenea—. ¿Verdad, Lorrenzo?

    El indio sonrió y vino a llevarse los platos. Su cara se transformaba al sonreír y sus ojos se suavizaban.

    Mr, Thompson se acomodó en su sillón. Después, dijo:

    —Hijo mío éste. Gringo tiene hijo mapuche. ¿Verdad, Lorrenzo?

    Conversaron un par de horas. Don Jorge había llegado hacía ya cerca de ocho años a Chile y no pensaba moverse de allí. Anselmo le contó el objeto de su viaje a Perquenco, para ver ese fundo Quillanco, que le vendiera en forma, tan original don Serapio. Después salieron al patio. Era una hermosísima noche de verano. El viento mecía las copas de los grandes árboles que rodeaban la casa. Don Jorge, observó:

    —Bueno clima este. Aquí se mejora la salud, don Anselmo, Aquí se vive tranquilo.

    Brillaba en la obscuridad la pipa de Mr. Thompson. Desde la selva, como una orquestación grandiosa, llegaba el rumor del viento en el follaje. Los zorros, a ratos, lanzaban sus chillidos, que se oían como histéricas carcajadas.

    Se levantaron al amanecer. Mr. Thompson tenía también su caballo ensillado, para acompañarlos un trecho de camino. Desayunaron con unos huevos pasados por agua y una taza de té, que esparcía una fina fragancia cuando el indio Lorenzo vertió en las tazas el rubio líquido. Y en seguida don Jorge, sin dejar su pipa que cargaba a cada rato, los llevó por una senda escondida en la montaña. A esa hora en que apenas se insinuaba la luz del sol, la selva trascendía a fresco y original perfume.

    El camino era estrecho y a cada rato se veían obligados a esquivar las ramas de los boldos de hojas lustrosas y de los michayes de duros aguijones que se les ensartaban en la ropa. Suaves y frondosos quilantares se destrenzaban a su paso. Y en la entraña del monte, los huios, los chucaos y los traros les iban persiguiendo con sus gritos insistentes.

    Inmensos robles cuyo tronco se veía cubierto de musgo, hacían que la senda se transformara a ratos en un verdadero laberinto. Vacunos que miraban desde lejos con sus dilatados ojos de espanto, se internaban en aquella red vegetal quebrando ramas. De súbito un estero de rápidas aguas transparentes cortó la senda, que pareció detenerse allí en el corazón de la montaña virgen.

    —¡Caramba! —exclamó Anselmo—. Aquí cualquiera sale al camino. Esta es una encerrona macanuda, Mister Thompson.
    —¡Oh, sí! Un joven de Londres tal vez se pierda aquí —repuso don Jorge sonriendo—. Nosotros que somos gentes de la Frontera, no nos asustamos por tan poco. ¿Verdad?

    Tras de un gigantesco coihue rodeado de quilas, el sendero seguía esta vez, más ancho y recto. Advertíase el desmoche reciente, por la cantidad de ramas botadas en el camino que aun no perdían su color verdeclaro. Ya el sol había penetrado la selva y sus rayos le daban a los rincones húmedos un colorido de fantasía.

    Salieron al descampado tras de caminar unas horas. Don Jorge le dijo a sus amigos después de encender lentamente su pipa y echar la consabida hebrita azul de humo. —Los espero a la vuelta. Vendrán por el otro camino supongo. Pero éste conviene aprenderlo. Le tendremos mejor rancho, don Anselmo. No deje usted de pasar por mi casa. —Hasta luego.

    Anselmo y sus acompañantes tomaron el camino que seguían las carretas del Estado cuando se internaban hacia la Alta Frontera. Un luminoso día embellecía el paisaje. Suaves lomajes en donde veían a cada rato graneles plazoletas de robles, se sucedían unas detrás de otras. Caminaron toda la mañana por en medio del bosque. A la orilla de un estero se sentaron a almorzar el cocaví que llevaba Quicho. Un gran trozo de carne asada, tortillas y huevos duros. Una botella de vino. Le habían aflojado la montura a las bestias y Quicho las desenfrenó para que comieran entre el tupido y alto pastizal. Anselmo recostándose en el pasto, dijo: —Creo que un meuconcito no nos vendría mal. ¿No le parece, don Bela?

    —De veras —repuso éste—. Sería bueno. Conversaron un rato. Pero muy pronto se oyó la respiración acompasada de Belarmino que se había dormido. Anselmo se quedó meditando en si le convendría quedarse con aquellas tierras ubicadas tan distantes de las suyas. Desde la muerte de Isabel, Anselmo se había puesto un poco esquivo y reconcentrado. No tenía interés en volver a casarse. Volvía de nuevo a mirar a las mujeres como un instrumento de placer. Y una vez satisfecho el deseo, toreábase cada vez más y más ensimismado. Agustina, la menor de las hermanas de Isabel, había venido a Monte de la Suerte, a pasar con él una temporada, llevando los niños que crecían a cargo de doña Cucha, en Angol. Muchas veces pensó en si le convendría que aquella linda y alegre muchacha de veinte años se convirtiera en su mujer. Pero una esquivez, una desconfianza, una molestia que no sabía a que atribuir le alejaba de ella cuando advertía que la intimidad se hacía muy estrecha. Terencia, en dos viajes que había hecho a Angol, vino a alejarlo de la tentación.

    Terencia le satisfacía como amanee. Era sabia y apasionada. Conocía los más inesperados secretos del amor. En muchas ocasiones cuando él, un poco fastidiado, por aquel reiterado ejercicio del placer, pensaba rechazarla y hasta buscar el pretexto de romper con ella, Terencia con certero instinto, con un tino que jamás erraba, lo buscaba por otro camino. Ya esquivándose o anunciándole su propósito de marcharse. Otras veces se ponía a hablar de Eduardo con una ternura que en el fondo era como un remordimiento.

    —¿Pero entonces tú lo quieres a tu marido? —le preguntaba él, con ceño duro y la boca arrugada en un pliegue desdeñoso. Terencia no respondía. Le miraba intensamente y tomándole la cara con sus manos tibias y suaves lo besaba, con un beso profundo. Era un beso que lo iba penetrando lentamente, hasta incendiarlo entero. En esas ocasiones la poseía con una especie de frenesí, de embriaguez deleitosa que se repetía en ondas quemantes y reiteradas. Terencia se entregaba insinuando un nuevo secreto del placer. Y entonces aquel hombre primitivo se iba afinando eróticamente. Terencia era la divina instructora. La sacerdotisa del amor. De pronto le negaba todas aquellas caricias, excitándolo, tratando por este medio de hacerlo más y más suyo.

    Mas, repentinamente, aquello tuvo un inesperado, aunque transitorio desenlace. Eduardo Scott recibió un mal día la noticia de la muerte de su padre, hombre de grandes negocios allá en Liverpool. Le fue absolutamente imprescindible viajar a Inglaterra. Anselmo fue a Santiago a despedir a los viajeros. Terencia halló la manera de entregarse a él, hasta en la noche anterior a su partida. Le dejó como una quemadura en los labios, como un sabor que él no hallaba en otras mujeres. Y en el recuerdo, Terencia, le seguía hormigueando en el cuerpo como un delicioso temblor. Con otras mujeres no podía experimentar aquel goce, aquella huella de contacto deleitoso.

    Pero no era Anselmo hombre para dejarse dominar por evocaciones sentimentales o placenteros recuerdos. Arrugaba el entrecejo y como quien se echa el poncho a la espalda rechazaba todo pensamiento perturbador. Don Serapio Ríos, procaz y burlón, decía:

    —Para gozar hay que comenzar. El agua y la mujer se tornan en cualquier vaso.

    Algo de eso era cierto. Pero la huella de Terencia, como una pertinaz sensación, le había enseñado que existían paraísos que cualquiera no sabía alcanzar. Era necesario aprender. Como el niño que va conociendo las letras del abecedario.

    Una mujer que tenía un lejano parecido con Terencia, le inquietaba ahora. ¿Por qué le atraían mujeres tan distintas a Isabel? No se lo explicaba. ¿Acaso con el tiempo hubiese dejado de querer a su bella mujer? Emilia, la esposa del dueño del almacén de "Las tres banderas", lo tenía preocupado y molesto. Era delgada y flexible, con el rostro trigueño, más bien levemente morena y los ojos negros, profundos. La boca grande, carnosa, le daba a su rostro una gracia sensual y atrayente. Y sabía ponerse unos trajes que le sentaban a maravilla. Siempre buscando los tonos rojos, combinados con azul obscuro a veces.

    Una noche que don Pascual se hallaba enfermo en cama, Anselmo había comido con Emilia, en la mesa ubicada en un rincón del almacén. Esquiva, risueña, aparentando desdén y luego prometedora. Emilia también daba la idea de mujer de gran sabiduría en los secretos del amor. Esa noche logró Anselmo vencer su esquivez y la tomó súbitamente entre sus brazos que no soltaban su presa tan fácil. La joven le rehuyó la cara, negándole el beso que él buscaba ansioso. Hasta que de pronto sus labios se encontraron y entonces Anselmo experimentó aquella sensación que sólo Terencia sabía darle. Los labios tibios, jugosos como una fruta madura y la lengua insinuándose con toques que eran como descargas eléctricas, le hacían temblar de erótica ansiedad.

    Trató de poseerla ahí mismo, pero Emilia opuso una negativa tenaz. Furiosa, con ojos de huiña, que le fosforecían como pequeñas saetas de odio, le dijo:

    —¡No quiero! ¡Porquería! Me da toda la rabia. ¿Qué no sabe que tengo mi marido? ¡Abusador! ¡Cómo todas las mujeres se le entregan quiere hacer lo mismo! ¡Conmigo se equivoca!

    El se había sentado con el rostro encendido y sintiendo un peso molesto en el cerebro. Para calmarse se bebió dos vasos de vino. Serio y enojado, se encogió de hombros, diciéndole:

    —¡Bueno! A la fuerza a mi tampoco me gusta.

    Ella se había apoyado en el mostrador y le miraba con los ojos brillantes y la boca contraída. Silenciosa se quedó inmóvil y de pronto comenzaron a rodarle las lágrimas por las mejillas. Luego en un arranque le dijo en voz baja y colérica.

    —¡Váyase! No quiero que venga más aquí. No quiero.

    Anselmo sonrió grave. En su fuero interno estaba contento. Esta es una batalla ganada —pensó—. Terencia lloraba cuando tenía deseos de entregarse con más intensidad.

    —Bien, Emilia, me voy. Buenas noches.

    Le alargó la mano y ella se la dio también, en un súbito cambio de actitud. Anselmo buen discípulo de Terencia, no intentó amagarla. Se fue con paso firme en dirección a la casa de la Juana Ponce. Aquella excitación había que aplacarla de algún modo. Pero el amor era otra cosa. Y Emilia le gustaba:

    Evocando aquellos momentos no supo como se quedó dormido. Lo despertó de pronto el vozarrón de un hombre que les dirigía la palabra:

    —Disculpen los caballeros, pero quisiera preguntarles si serán los nuevos patrones que van para Quillanco.

    De un salto se puso de pie Anselmo. Restregándose los ojos, apartó las ramas que le dieron sombra mientras dormía, para contestar al recién llegado:

    —Si, hombre, sí. Nosotros somos.

    Belarmino también había despertado y estaba junto a Anselmo, observando al hombre que hablaba. Era éste un campesino pálido, de barba negra, y ojos cuyo color no te advertía bien, pero que miraban con insistente fijeza. Cubría su torso con una manta mapuche de flores blancas en fondo negro. Un gran sombrero de paño desteñido, con las alas caídas a fuerza de recibir los chaparrones de las intensas lluvias, le cubría la cabeza.

    —Yo soy Cupertino Salgado, patrón. El mayordomo de Quillanco. Tengo aquí una carta de don Serapio para su mercé. Me mandó recado de que lo fuera a esperar Quino. Pero el "propio" se perdió aquí entre estas montañas y sólo viene llegando ahora. Su mercé podrá disculpar, pero no ha sido por falta de voluntad. Aquí en esta carta el patrón Serapio le dirá quien soy yo.

    Rompió Anselmo el sobre y recorrió rápidamente las líneas que su amigo le escribía. "Pensé ir yo mismo para que viéramos juntos esas tierras —le decía— pero no me fue posible. Salgado es hombre que conoce muy bien el fundo. Puede usted dejarlo a su servicio si es que lo necesita, pues es hombre de confianza. Espero verlo pronto a usted en Angol".

    Montaron a caballo. Tomó Anselmo la delantera y fue conversando con Salgado. Este se apartó del camino para internarse por una huella abierta a machete. Era una senda igual a aquella que habían seguido al salir de la casa de Mr. Thompson. Ardía a esa hora el sol, y entre aquella densa red vegetal oíase el parloteo de los pájaros, el zumbido de los tábanos de alas grises y reluciente abdomen verdoso.

    De pronto salieron a un claro en donde se vio una gran cantidad de árboles derribados por las hachas. Un penetrante olor a maderas recién cortadas llegó hasta ellos. Cupertino Salgado explicó entonces:

    —Por aquí viene la línea de la máquina que va a ir a Temuco. Estos árboles que están tumbando son para descampar el lugar donde pondrán una estación.

    Como un túnel abierto en el corazón de la selva, veíase la ancha faja abierta para tender la línea ferroviaria. Una cuadrilla de hacheros seguía derribando árboles, mientras otros con chuzos y picos sacaban los troncos que dejaban enormes hoyos en la tierra negra. Las hachas relucientes cortaban las raíces que, como negros tentáculos, se aferraban al subsuelo. Otras cuadrillas de hombres se ocupaban en despejar el espacio abierto para terraplenar y construir acequias de desagüe, a fin de que las lluvias no se agolparan sobre la vía donde se iban a colocar los durmientes, sobre los cuales se clavarían los rieles.

    —Hay mucha galla brava trabajando aquí, patrón —comentó Cupertino Salgado con aire receloso—. Algunos son cuchilleros finos. Los ingenieros tienen que andar armados hasta los dientes. Son gallos que no se arretacan pa darle el bajo al más pintado, los que trabajan en el desmonte. La gente que viene tendiendo la línea es más forma!. Son hombres más conocidos de los jutres que mandan en la obra.

    Durante un par de horas, por lo menos, siguieron una huella que se abría muy próximo a la faja donde se contenía la vía. A ratos se encontraron con los carros donde se guardaban las herramientas y luego con los "tumbos" de tablas apoyadas en el ápice. Allí se hacía la comida y dormía el peonaje. Los hacheros trabajaban con el torso desnudo, barnizado por el sol. Todos usaban una descolorida faja rústica para apretarse la cintura. Algunos descansaban con el chuzo o la picota entre las manos. Se quedaban mirando con sonrisa provocadora o desdeñosa a los viajeros. Un hombre rechoncho de piel rojiza y barba de cobre, dijo en voz alta:

    —Lindas bestias llevan los patrones. ¿No las venden? Aquí hay mucha plata y pagamos bien.

    Una risotada coreó aquellas palabras que tenían una evidente intención de molestar. Otro lanzó una piedra que dió en el anca del caballo de Anselmo. Este, como picado por una víbora, sofrenó al animal, revolviéndolo casi en el aire. En un segundo el generoso bruto saltó por encima de unos troncos y estuvo resoplando encima de los peones. Belarmino y Quicho en violenta atropellada pusieron también el hocico de sus bestias junto al pecho sudoroso de los hombres.

    —¿Quién fue el insolente? —gritó Anselmo con estentórea voz que resonó en el ámbito y que repitió el eco entre los árboles.

    Los hombres se quedaron inmóviles y silenciosos. La mirada de Anselmo los dominó como una poderosa fuerza a la cual no podían substraerse. El hombre de la barba rojiza miró esquivo a los jinetes y murmuró en son de excusa.

    —No quisimos amolestarlo, patrón. Somos gente trabajadora. No pensamos que su mercé juera tan contigioso.

    Cupertino Salgado, que se había quedado atrás, dijo entonces a manera de presentación:

    —El caballero es don Anselmo Mendoza, que acaba de comprar el fundo de don Serapio. Ahora vamos pa las casas de Quillaneo.

    Anselmo volvió su caballo y siguió caminando por entre la cuadrilla de peones, que sólo alzaron los ojos después que se alejó. En un minuto habían sencido que aquel hombre no era como para hacerlo blanco de sus bromas y tropelías.

    Iban ya muy lejos cuando los peones reanudaron su faena. El hombre de las barbas rojizas, comentó:

    —¡Puchas el jutre bien juerte de sangre! A estos ricos soberbios sí que dan ganas de darles un apretón. Pero de repente se la hallan.

    Una yunta arrastraba un tronco para sacarlo a un lado de la faja. El hombretón, como si no pudiera soportar la furia que lo ahogaba y que no pudo satisfacer frente a Anselmo, le dio un golpe con la picota a uno de los bueyes, en el hocico. De la profunda herida que le hizo, brotó un chorro de sangre roja, mientras la pobre bestia lanzaba un sordo bramido de dolor.

    El peón que guiaba la yunta, le gritó irritado: —No joda pué, eñor. Si no fue na el buey el que lo atropelló. Hay que ser bruto pa desquitarse así con los animales.

    Una horrenda injuria encanalló la boca del peón agresor. Alzó la picota para volver a descargarla sobre el buey, pero antes de realizarlo, el otro le asestó un feroz garrotazo con la picana. Un rugido de fiera le roncó en la garganta. Y entonces no fue ya al buey, a quien le tiró otro golpe con la picota, sino que al boyero mismo. Este, rápido, lo esquivó asestándole uno y otro garrotazo hasta que el colihue se le hizo añicos.

    La picota se le soltó de las manos a aquel demonio de barba roja. Ciego, enloquecido de rabia, había sacado el corvo que fulguró en la viva luz de la mañana. Como un gato que salta sobre los troncos, se le fue encima a su inesperado contendor. Pero éste, ya provisto de un grueso garrote, le descargó un mazazo en plena cabeza, derribándolo. Y antes de que se pusiera de pie le dio sin piedad dos o tres garrotazos más, hasta que el tipo sacudió la cabeza, con la desesperación de la agonía.

    Los demás peones se habían agrupado expectantes. Pero ninguno hizo amago de intervenir. El vencedor, con cara de loco, tiró el garrote hacia la espesura y masculló temblando de coraje:

    —¡Mé, qué niño! Hace días que andaba arrastrando el poncho esta mierda. Ey tiene lo que merece. Y si está muerto, bien mereció se lo tiene.

    El caído, como si quisiera dar una respuesta, se dio vuelta en un supremo esfuerzo. De su garganta se escapaba ahora un ronco estertor.

    —Hay que avisarle al jefe —insinuó uno de los peones.
    —Sí, pues, hay que avisarle. Pero todas ustedes han visto que yo lo jodí en defensa propia.

    Hubo un instante de silencio. El hombre que se había "acriminado" en forma tan inesperada, se quedó mirándoles como si fueran ellos un tribunal, que daría su fallo. Un muchacho pecoso y chato, dijo:

    —Harto malero que era este Mateluna. Le llegó no más.

    Un viejo de ojos penetrantes, agregó:

    —Camorrista era como él solo. Quién busca encuentra.

    Lo arrastraron a la sombra. El herido respiraba aún. El viejo que acababa de hablar, le puso en el cuello un pañuelo empapado en agua fresca.

    —Mala yerba nunca muere —refunfuñó—. A lo mejor mañana amanece bufando de nuevo este hijuna.

    Era la media tarde cuando los viajeros llegaron a una casa de tejas, con un corredor delantero. Cerca de una de Las esquinas había una noria con un brocal de ladrillos a su al-rededor.

    Cupertino Salgado y Quicho, se pusieron a desensillar les caballos para largarlos después en un cerco próximo.

    La casa se componía de dos grandes habitaciones con las paredes encaladas y el piso enladrillado. Las ventanas que les daban luz se abrían al corredor. Tenían gruesos barrotes de fierro y fuertes travesaños de madera para asegurarlas. En un ala trasera había dos habitaciones más, que ocupaba Salgado con su familia. Su mujer y dos chicos, cuya edad debía fluctuar entre los diez y los doce años, La mujer de Salgado, llamada Honorinda, hallábase grávida y en estado ya muy avanzado.

    A la oración, Honorinda trajo una cazuela humeante y de segundo plato un trozo de cordero asado con papas cocidas. En un tiesto de greda puso un pebre de ají con cebolla. Y de postre una jarra de leche con mote.

    Cupertino entró a la estancia con el sombrero puesto. Sólo después de pedirle permiso a Anselmo para conversar con él, se lo quitó y permaneció de pie frente a ellos.

    —El patrón podrá disculpar —dijo el hombre reposadamente— pero provisión de café o té, no tenemos ná. A don Serapio poco le gusta tomar esas cuestiones. El se queda muy conforme con un vaso de vino, o su jarro de leche. Es como ternero pa tomar leche.

    Belarmino se puso de pie para llamar a Quicho y preguntarle si se había acordado de traer café, sin el cual, él no podía estar. A Anselmo le era indiferente. Vino, cigarrillos, café o té le eran accesorios. Le gustaba disfrutar de ellos cuando se encontraba entre amigos. Pero si faltaban no los echaba de menos.

    Se levantó para pasearse a lo largo de la estancia. Caía la tarde y un fulgurante rayo de sol penetraba en la habitación iluminándola con alegre resplandor.

    —¿Quién vivía en esta casa antes? —pregunto de pronto a Cupertino, Este le seguía con los ojos, esperando en silencio que le dirigiera la palabra.

    Cupertino alzó la mirada y repuso con su hablar reposado:

    —Vivía don Nicomedes Argous, un caballero español, muy buen cristiano. Esta fue una casa muy alegre, mi señor Anselmo. Aquí vivió don Nicomedes con su señora y sus niños, que eran muy medianitos cuando él llegó. Tres hombres y dos niñitas. Fue un rico muy bien querido por estos mapos. Gran amigo de Antonio Cadyupi, que tenía su reducción ahí al otro lado de la quebrada, en esa loma que se divisa desde aquí. Todas esas lomas eran de Cadyu-pi. Ahora también son de Quillanco, porque el patrón Serapio las escrituró en Temuco.

    Languidecía la luz. Afuera los chicos gritaban persiguiéndose. Sus gritos imitaban a los pájaros y en el silencio susurrante, sus voces tenían algo de frágil y aguda tristeza.

    —Aquí en esta casa —prosiguió Salgado— nunca hacía falta visitas de Temuco y de otros lugares, porque el patrón Nicomedes era muy bien amistado. Trabajó todo el tiempo con buena fortuna. Pero el demontre no permite que la felicidad sea larga. Vino el año del cólera y esta casa se quemó como un montón de paja. Murieron los patrones y las niñitas se salvaron nada más que por misericordia de Dios. En la reducción del cacique Cadyupi fue peor todavía. Los rancheríos, allí, quedaron solos por la noche los perros aullaban que daba miedo. Naide te atrevía a hacerse cargo de todo esto. Hasta que de Temuco mandaron a quemar el rancherío del cacique. A los niñitos de don Nicomedes se los llevaron a Santiago. Yo no sé como se las habrán averiguado las pobrecitos para pasar la vida. A lo mejor el patrón Serapio les dará para sus faltas. Digo yo porque más no sé.

    La estancia se había llenado de sombras. Pero en ese momento llegó Honorinda con un alto candelabro, en el cual colocó una vela.

    —Y esta señora —observó Anselmo— cualquier día se enferma. ¿Están preparados para recibir la guagua?
    —Y di hay, patrón. El hijo, usted sabe, llega como puede a la casa del pobre. Y así pasa toda su vida valiéndose solo. Aquí al lao abajo del río Quillanco vive la partera de este lugar. Llegando el momento la iremos a buscar.
    —¿Es muy solo esto? O hay algunos sirvientes —preguntó en ese momento Belarmino.
    —Solo es, porque el rico don Serapio, nunca se interesó mucho por estas tierras. Parece que les agarró como repugnancia cuando supo la historia de don Nicomedes y su familia. Pero ahí habrá de ver su mercé, que el cristiano se muere en todas partes. Ya ve ahora, por causa de la ditadura, ha muerto la gente por montones. Pero el lugar es lindo y un pozo de plata pa quien lo trabaje. Aquí el trigo se da, aunque su mercé lo tire encima del suelo. Y pa custión crianza, no le diré. Hay montes de quilanto como pa andar días enteros. Y yo sé, patrón Anselmo, que hay una porción de gente que a la hora que les peguen un chiflido se vienen di hacha a pedir puebla aquí. Hay lugares muy acomodos para darles de goce a los sirvientes.

    Conversaron largo rato con Salgado, que era reservado y discreto mientras no lo autorizaban para hablar. En un momento de silencio, Anselmo dirigiéndose a Belarmino, le dijo:

    —Es bonito esto. ¿No le gustaría vivir aquí a usted, don Bela?

    Belarmino alzó la mirada para escrutar el semblante de su tío. Luego repuso con franqueza.

    —Yo, tío, no me movería en toda mi vida de allá de Nilpe. Pero si usted me necesita aquí, me vengo cuando lo disponga.

    Anselmo dio algunos pasos por la habitación con aire pensativo.

    —Sí —le dijo— me gustaría que te vinieras para acá, pero no para siempre. Estoy pensando en agrandar esta casa y hacer un buen camino hasta la estación. Me parece que esto tomará gran valor dentro de poco.

    Cupertino se echó la manta sobre los hombros, exclamando:

    —¡Bututuy! Eso está más claro que el agua. Apenas corra la máquina, este fundo va a valer el triple de lo que puede costar ahora. Y si su mercé me da licencia para darle un consejo, yo le diré que este es un fundo que no lo debe soltar por ninguna plata. Aquí hay largo más de dos mil hectáreas de suelo limpio. Y otras tantas de monte sin atocar. Se puede aserrear años sin que se le alcance a hacer dentro a la montaña.

    Anselmo se llenaba de proyectos. Le cruzaban por la mente mil empresas para las cuales se sentía fuerte y animoso. Belarmino le ayudaría. Mientras sus hijos crecían, éste era el hombre en quien podía confiar plenamente. Como si continuara en voz alta el curso de sus pensamientos, dijo:

    —Hay que agrandar la casa y mejorarla. Y hacer un galpón. Y una bodega. Bueno, mañana hablaremos, Cupertino. Buenas noches.
    —Buenas noches, parrón. ¿A qué hora lo puedo despertar?

    Rió breve Anselmo, guiñándole un ojo a Belarmino. Después, le dijo:

    —No te preocupes por eso, Cupertino. A lo mejor te despenamos nosotros.

    Y en efecto, casi fue eso lo que ocurrió, pues a la mañana siguiente, cuando Quicho y Cupertino, venían del potrero trayendo los caballos de tiro, ya Anselmo y Belarmino se habían lavado en una gran palangana puesta sobre el brocal del pozo. Honorinda, en la cocina, raspaba unas tortillas de rescoldo, y el café que había traído Quicho llenaba con su fragancia la habitación.

    Todo ese día recorrieron el fundo. Fue una excursión placentera. Era en realidad una propiedad bellísima aquella. Suaves lomajes descampados por cuyas hondonadas siempre cruzaban esteros de aguas bulliciosas y claras. Y luego como un denso oleaje de árboles, una masa de selva virgen. Por todos lados lanzaban los zorros su ¡huac—huac! En una maravillosa rinconada encontraron un pifio de vacas con sus crías. Anselmo le preguntó a Cupertino:

    —¿Y estas vacas de quién son?

    El hombre le miró con el aire desconfiado de quien teme de que se burlen de él. Contestó sonriendo:

    —Y di hay, patrón, de quién serán pues. De su merce tienen que ser, porque yo no soy el dueño del fundo.
    —¡Pero cómo! Don Serapio nunca me habló de que tenían hacienda aquí.
    —Es que para el rico esto no es hacienda. Estas vacas las compró pa que el campo no estuviera tan solo. Son dieciocho. Y hay también una mía. Aquella negra con el ternero cordillera. Tengo tamién dos yuntas de bueyes, tres bestias. Esta en que ando y dos más.

    Todo el camino anduvo pensando Anselmo en cual sería la verdadera razón para que don Serapio le vendiera en forma tan rara aquel fundo tan hermoso. Sin darse cuenta de lo que decía, le advirtió a Belarmino.

    —¿Sabe usted, don Bela, que yo no le he dado ni un peso a don Serapio por estas tierras? Las escrituras están hechas en Angol. No tengo mis que firmarlas. Y el fundo es mío. De modo que si quiero embrollárselo, se lo fin brollo no más. ¿No te parece?
    —Así es —convino don Bela— pero bien sabe él — eso usted no lo hará.
    —Sí. Eso no lo hago yo. Pero uno se puede morir. Es que don Serapio es muy hombre. Le gusta que lo traten sin zalamería. Tal vez por eso me estima. Bien, ¿y qué le parece, don Bela? ¿Está dispuesto a venirse por unos tres o cuatro meses a vivir aquí? Arreglaremos esto, y quien sabe, quien sabe. A lo mejor me vengo yo para acá. Me gusta este rincón. Hasta para morirme.

    La faja abierta en la selva para construir la vía férrea pasaba en gran parte por Quillanco. Cupertino observó:

    —Mientras vivan estos carrilanos en estas inmediaciones habrá que andar con cuidado. Son buenos y malos. Aquí a l'orilla de este estero en vez pasada, no van dos meses todavía, estos hijunas, le dieron "capote" a la señora de un comerciante de Temuco. Lo amarraron a él, y en su presencia, abusaron más de veinte con la desgraciada señora. La dejaron por muerta. Al pobre hombre, su marido, le entró malura de cabeza. Lo peor de todo es que entre tantos baulaques, no hay cómo encontrar a los culpables. Habría que castigar a justos por pecadores.
    —¿Y se murió la señora? —preguntó inquieto Belarmino.
    —Yo no supe si se moriría. Pero ey en el carro grande los ingenieros la tuvieron too un día. ¡Y qué medicina le iban a hacer pa una custión así! Después se la llevaron en un convoy que iba pa Temuco. ¡Dios nos valga, patrón, con gente así!
    —¿Y a ti no te ha pasado ningún percance con ellos?
    —Por suerte no, patrón. Ellos saben que yo tengo garabina en la casa. No me descuido tampoco. Y por la noche cierro las puertas a machote.

    Estiró Anselmo el labio con aire huraño y preocupado. Después le dijo a Belarmino:

    —Y qué hay ¿Te dio miedo lo que cuenta Cupertino?
    — ¡No! Que ocurrencias, tío. Conmigo se las encuentran. Y además yo no estaré solo. ¿No es verdad?
    —¡Ah," no! De ninguna manera. Tenemos que buscar buenos inquilinos desde luego. Y contigo vendrán los maestros y operarios que trabajen las casas nuevas. Mr. Thompson, seguramente nos podrá ayudar y aconsejar en todo esto.
    —Así es —opinó Salgado—. Don Jorge conoce mucha gente aquí por estos mapos. Con el tiempo el patronato se va a acostumbrar, y no va desear irse después.
    —Ojalá —comentó Anselmo echándole una rápida mirada a Belarmino, como para sondear su ánimo.

    Al amanecer del día siguiente partieron en dirección a la casa de don Jorge Thompson. Por el camino encontraron a un grupo de hombres que llevaban a un muerto en "huando" (especie de rústicas parihuelas).

    —Algún trabajador de la línea que ha muerto —comentó Cupertino—. A lo mejor ha sido peleando. Porque ese es el pan de todos los días entre ellos.

    Salgado los encaminó hasta el sendero por donde les trajera don Jorge y desde ahí, regresó a Quillanco, por orden de Anselmo.


    V


    Belarmino demoró todo lo que pudo la partida a Quillanco. Tenía poco más de veinte años y Elsa Schindler lo envolvió en la red seductora de un amorío, del cual el mozo no sabía por donde salir. Al regresar de Perquenco habían encontrado a las alegres chiquillas en el puente del río, cerca del molino. Al divisarlas Anselmo le dijo en tono de broma a Quiche.

    —Aquí te esperan, hombre. Vamos a ver como te portas.

    El mozo había enrojecido. Después le contestó:

    —¡Vaya, patrón! Ojalá me llevaran ellas al anca ahora. No soy tan lleulle como usted se cree. Pero este es banquete pa los ricos no más.

    Las muchachas les acogieron felices y alegres:

    —¿No ven ustedes como los esperamos? Ayer también vinimos. ¿Es muy lejos ese lugar a donde fueron?

    Anselmo detuvo su caballo y se desmontó para apoyarse en la baranda del puente. El río se deslizaba azul, tranquilo y a ratos parecía detenerse bajo los sauces que tocaban el agua con la punta de sus ramas. Belarmino, también desmontado, conversaba con Elsa, que le preguntaba detalles del viaje que venían de hacer.

    —Es un fundo maravilloso. Lo único que es muy solo. Hay que irse con bastante gente para allá, pues de otro modo capaz que a uno se lo coma el león.

    Elsa, abriendo los brazos, exclamó:

    —¡Oh, qué lástima que usted sea casado! Porque de lo contrario me hubiese ido a acompañarlo. ¿Es muy celosa su señora?

    Belarmino sonrió malicioso. Encogiéndose de hombros, le replicó intencionado:

    —¡Quién sabe! Yo nunca la he visto celosa. Aunque no sería raro, porque todas las mujeres lo son. ¿No es así?

    Conversaron entre bromas y veras. De pronto Belarmino le dijo con aire resuelto.

    —Necesito hablar con usted mañana aquí. Tengo que proponerle algo muy importante.

    El viento de la tarde ceñía el traje de Elsa. Su cabellera se escapaba en gracioso flamear.

    —¿Algo que proponerme? —dijo burlona la muchacha. ¡Qué joven tan atrevido es usted! Muy bien; vendré a esa hora.
    —Venga —le dijo Belarmino— ¿Le agrada andar a caballo? Aquí la estaré esperando con uno ensillado.


    * * *

    Al día siguiente, Belarmino se llevó a Elsa por el camino que iba hacia el pueblo de Victoria. La joven mostrábase una espléndida amazona. La tarde era calurosa y, de los montes, se escapaban columnas de humo azul, que el aire disolvía lentamente. Después bajaron hacia el río. Metieron los caballos en el monte y se recostaron a conversar entre la alta hierba. Elsa silbaba como un zorzal y se puso de espaldas, después, a mirar las copas de los árboles que se mecían lentamente, mostrando retazos de cielo azul. Arroyuelos de oro descendían por los gruesos troncos que crujían dulcemente. Lagartijas verdes y amarillas asomaban a ratos sus cabecitas vivarachas en los ganchos más bajos.

    —Es lindo este rincón, ¿verdad? —dijo Belarmino, cuya voz tembló ligeramente. Sin saber por qué se sentía de súbito tímido y torpe para abordar a la muchacha.

    Elsa rió con risa sonora y le dijo unas palabras en alemán que Belarmino temió se refiriesen a su cortedad. De la muchacha, bajo la sombra olorosa a pasto, se desprendía un tibio aroma que turbaba. Ella preguntó:

    —¿Cual es la proposición que me vas a hacer, Belarmino?

    Lo tuteaba, sorpresivamente, para darle ánimo. Con una pajita de teatina entre los labios le miraba maliciosa y audaz. Belarmino le dijo, tartamudeando un poco:

    —Es muy linda usted, Elsa. Estoy enamorado de usted y quisiera llevármela para Quillanco.

    Elsa sonrió feliz, mirándole al fondo de los ojos. Sacándose la pajita de la boca comenzó a silbar una melodía acariciadora. Su silbido era como el latir del viento entre los árboles. Y de pronto, arrodillándose, cogió a, Belarmino por la cabeza y lo besó en medio de la boca con un beso quemante, profundo, que se iba intensificando, hasta causar dolor.

    Belarmino, fuerte y elástico como un joven felino, la envolvió entonces entre sus brazos y correspondió con ímpetu avasallador a la caricia. Elsa se entregaba, alegre, sin hacer alarde, dejándole ahora la iniciativa.

    —Oye, mi gatito. No seas malo. Déjame. ¡Ay! ¿qué me vas a hacer?

    Lo detenía y abrazándole de nuevo, se puso a silbar otra vez. Elsa imitaba al viento con dulces y prolongados silbidos. Sus piernas se habían entrelazado y ahora retomaba a besarlo.

    —Mi gatito lindo. ¿Serás mío, verdad?

    Susurró luego en alemán:

    —Mein susses Schatzchen. Du bist mein, nicht wahr?

    Su aliento quemaba. Hasta que se abandonó gimiendo. En la cálida sombra, la hierba exhalaba otra vez su perfume. Y de aquella muchacha rubia, opulenta como una walkiria que se hubiera extraviado entre los montes, también se escapaba un dulce aroma turbador y em-briagante.

    Se quedaron después del placer, con las bocas unidas en un beso interminable. Elsa, reaccionando, propuso:

    —¿Bañémonos? Hace calor. ¿Sabes nadar tú, mi hijito?

    Antes de que Belarmino le contestara, ya ella había comenzado a desnudarse. Era blanca como el pétalo de un lirio y las venas le azuleaban como ríos cuyos afluentes veíanse en los muslos. Rió, silbando ahora, una melodía alegre y se lanzó al agua.

    Fue como si el agua la disolviera un instante y que su cabellera extendida se transformase en una lámina de oro que palpitaba, hundiéndose lentamente. Pero entonces con una enérgica braceada se recobró. Reía con los dientes brillantes y los ojos llenos de alegre fulgor. Belarmino, desde la orilla, la contemplaba con risueña admiración.

    —Te ves linda —le dijo—. Te quiero mucho, Elsa.

    Elsa sacó los brazos del agua y se estrujó el pelo. Después nadó hacia él y en una voltereta, mostró la suave colina de su vientre. Se zambulló de nuevo para sujetarse en seguida de una rama. Desde allí alargó la mano a Belarmino, dictándole gozosa:

    —Ven, mi amor. —Y otra vez, como si su voz se hiciera más dulce, le arrulló en alemán:
    —Mein liebes kind: ich liebe Dich auch.

    Nadaron hasta tocar la otra orilla. Entre las finas hojas de un quilanto se mecían unos cóguiles de oro.

    —¡Oh, cóguiles! —gritó Elsa—. Me gustan. Ayúdame a alcanzarlos, Belarmino.

    Sujetándose de las ramas se suben a la ribera hasta alcanzar los dorados frutos. Elsa parte uno y lo succiona con deleitosa alegría.

    —¿Quieres probar?
    —Sí, si quiero.

    Lo abraza por el cuello con su brazo húmedo y lo besa de nuevo, echándole las pepitas del cóguil con su lengua. Las ramas de las quilas son como un lecho y ella como una fierecilla, vuelve a arrullarlo:

    —Mein liebes kind.

    Pero no termina. Arriba está el cielo azul y los pájaros pasan volando muy alto. En el monte ríen los chucaos, como si estuvieran muy gozosos de aquella fiesta de amor.

    Regresan hambrientos como terneros alejados de la vaca. Y en el despacho de Romero, a la entrada del pueblo, se quedan toda la tarde. Hasta que se hace de noche. Elsa le compromete:

    —¡Hasta mañana! ¿A la misma hora?

    Pero Anselmo rompe de súbito el encantamiento. No se atreve a sermonear a don Bela, pues se ha comportado con bastante discreción. Y además porque Tusnelda Schindler, deja a Anselmo más de una noche sin dormir. Sin alarde, sin asomo de reproche, le dice:

    —Está todo listo. Creo que mañana puedes salir con tu gente para Quillanco. Hemos de cantar victoria porque convencí al maestro Zaldívar que se vaya contigo. Alójalo lo mejor que puedas. ¿Ves tú? Aquí están los dibujos que hemos hecho con el agrimensor para arreglar las casas. Quedarán muy bien.

    Se extendió largamente Anselmo, explicándole con minuciosidad los detalles necesarios. Toda la madera liviana, tablas, listones, etc., se los mandaría don Jorge, con quien ya había hablado al respecto. Las basas, los ladrillos y las tejas se harían allá mismo. Cupertino conocía la gente que podía trabajar en la obra. En diez carretas, que llevaban yuntas de remuda, iba la mayor parte de lo que se necesitaba para convertir las casas de Quillanco en una agradable vivienda.

    —Tiene que poner gente a hacer estacas. A Quillanco hay que apotrerarlo bien. Ninguno de mis fundos se acomoda mejor para la crianza que Quillanco. Vamos a convertirlo en una gran propiedad. Por que esa tierra ya es mía, sin vuelta. Tú no te imaginas lo que me contestó don Serapio, cuando le pregunté la razón por que se empeñaba tanto en venderme la propiedad a mí.
    —Es que por algo soy viejo, pues, mi hijito —me dijo riéndose a carcajadas—. A cualquiera otro que le venda el fundo, no me pagará nunca un peso. En cambio sé que tú, Anselmo, me cancelarás fielmente. Y si no me lo pagas, en poder de un amigo no más queda.
    —Pero, don Serapio —le objeté—. El valor de ese fundo se va a triplicar con la vecindad de la estación ferroviaria.
    — Sí, sí. Lo sé tanto como tú, mi hijito. Pero yo estoy viejo para tantos trajines. En cambio a ti te queda cañuela como para enterrar a unos diez viejos como yo.

    Alegremente excitado y con los ojos brillantes, Anselmo terminó: —Y ahora lo único que hay que hacer es que el fundo se pague solo.

    Anselmo se puso de pie para abrir el cajón de su cómoda mientras murmuraba:

    — ¡Hombre! Si este don Serapio es único. Mira, aquí están los pagares que yo le he firmado. "Los deposito en tu conciencia, Anselmo, me dijo". ¡Caramba! Qué buena sería la vida si tuviera a Isabel conmigo. Pero todo no puede ser.

    Una nube de tristeza había velado sus ojos. Belarmino le observó:

    —El Verde dice que la tía no era para vivir en este mundo. Yo creo que los ángeles no podrán ser mejores que ella.

    Anselmo miró intensamente al mozo. Después suspirando, le dijo:

    —Así es, hombre. Todo no puede ser alegría. Yo hubiera preferido una gran pobreza junto a Isabel. Porque tengo fuerzas para trabajar por muchos años. Isabel, don Vicho. ¡Caramba! Los seres que tal vez me han querido más. Aunque no sé. Está Domingo, tú, ahora don Serapio. Y a propósito. Le diré a Domingo que te vaya a ver. Supongo que a usted, don Bela, le gustará recibir algunas visitas. ¿Piensas llevarte a la Moraima para allá, o la dejarás aquí en la casa? Me parece que por el momento no conviene, aunque te hará falta. Supongo.

    Belarmino, ruborizado, no esquivó la mirada de Anselmo. Con la franqueza que le caracterizaba, le replicó:

    —Yo he hablado con ella sobre el respecto. Y piensa como usted, tío. Se quedará en casa de don Rosendo Albarrán, mientras tanto. Además, yo no sé qué resolverá usted en definitiva.

    Junto a la ventana, Anselmo se había quedado abstraído en sus pensamientos. Acaso él mismo no sabía lo que haría en el futuro.

    —Ya hablaremos de eso, más adelante —repuso—. Necesito un hombre de plena confianza para mandar a Quillanco. Se lo propondré a Eléspuru. Y si a él no le interesa, bien pudiera ser que desee irse para allá Artidoro Cofre. Aunque no es, precisamente, el hombre para este campo. Se necesita alguien que sea más activo, con mas ñeque para batirse ahí. Y que tenga iniciativas. ¿No lo crees tú?
    —Así es, tío —repuso Belarmino—. Pero no se olvide que yo estaré muy bien a dónde usted me mande.

    Anselmo se quedó revisando unos papeles, cuando el mozo salió de la estancia para preocuparse de sus últimas diligencias. Acababa Anselmo de encargarle a Albarrán, que le hiciera la escritura, por la cual le vendía la mitad de su fundo de Ñielol, a Belarmino.

    —Este muchacho necesita saber ya, lo que tiene y para qué está trabajando. Don Vicho hubiera hecho lo mismo conmigo.

    Se sorprendió de súbito hablando en alta voz. Había abandonado los papeles sobre la mesa y luego con aire meditativo se puso a pasearse a lo largo de la habitación. El sol entraba a torrentes por la ventana y unas flores azules, le recordaron la tarde en que hizo suya a Isabel, después de haber almorzado en casa de doña Adolfina.

    —Qué vieja tan buena y tan noble pensó —y yo que no la podía ver ni pintada al principio. ¡Así es la vida! Movió la cabeza varias veces como si tratara de convencerse a sí mismo, y repitió: —Así es.

    Tusnelda Schindler le había dicho que iría a verlo esa tarde y experimentó al recordarlo una especie de fatiga, de sorpresivo hastío. Era una linda muchacha aquella. Tal vez la más bondadosa y atrayente de las tres, pero a él nada le había costado tenerla. Y le desagradó pensarlo.

    —¡Pobres muchachas! —monologó de nuevo en voz alta—. Lo peor del caso es que don Bela se puede entusiasmar demasiado con Elsa y entonces Moraima se va al demonio. Qué tengo yo que meterme a casamentero —refunfuñó disgustado. Tornó a sentarse y de pronto se encontró con la verdadera inquietud que lo devoraba. Emilia, la mujer de don Pascual, se le había metido entre ceja y ceja. Con un anhelo de primaria obsesión que no se colmaba con otras mujeres. El beso de aquella tarde era como si la pasión de Terencia resurgiera en Emilia con mayor intensidad.
    —Sabe besar la mujer del demonio —dijo a media voz—. Y debe estar necesitada, porque lo que es don Pascual, con su aire de fantasma, no será mucho lo que pueda satisfacerla. Me lo imagino.

    Pero Anselmo era orgulloso. No sería él quien fuese de nuevo a buscarla. Ya encontraría ella la manera de manifestarle su deseo de verlo. Y si no ocurría así, que se embromara. No tenía dieciocho años para andar haciendo comedia:

    Se levantó de súbito, exclamando:

    —Me iré a casa de doña Adolfina. Y que Tusnelda se vaya a entretener a otra parte.

    Al salir se encontró en la acera con Zunilda. ¿Qué milagro era aquel? Zunilda era otra persona, estaba, podía decirse, bonita, con su peinado alto y liso, su tez sonrosada y sus ojos claros. Sin remilgos ahora y con una alegría que se reflejó en su rostro, exclamó feliz:

    —¡Don Anselmo! ¡Pero qué gusto de verlo, don Anselmo! Por Dios que hacía tiempo que ni siquiera lo divisaba. ¿Cómo sigue su salud?

    Anselmo la contemplaba sonriente. Extrañado de comprobar aquel favorable cambio operado en ella. En realidad se advertía en Zunilda una sincera alegría ante ese encuentro.

    —Estoy bien, muy bien, Zunilda. Pero usted está mejor que yo. Y contenta de vivir, ¿no es cierto? Valió la pena aquel endiablado viaje con enfermedades y asalto de bandidos. ¿Ah?

    Ella excitada y alegre, le replicó:

    —¡Qué terrible fue eso, don Anselmo! Pero nunca me arrepentiré de ello, porque ahora tengo mis hijos y mi marido que cada día es mejor conmigo. Dios sea bendito por ello.

    Anselmo movió la cabeza sonriendo con disimulada tristeza. Aquella felicidad le traía el recuerdo de la suya, perdida para siempre.

    —Me alegro de oírla, Zunilda. No podía ser de otro modo, porque Fidel es un hombre excelente, trabajador, leal a toda prueba. Siempre le estoy preguntando por usted.
    —Gracias, don Anselmo. Sí, lo sabía. ¡Tantos deseos que tengo de verlo en mi casa! Si tiene tiempo, no deje de visitarnos. ¿No le gustaría almorzar con nosotros un día de estos?
    —Pues encantado, Zunilda. Avíseme con Fidel cuando puede ser eso. Yo me quedaré unos días más antes de ir a Angol.
    —Entonces mañana pues, don Anselmo. Si no tiene inconveniente. Perdone que lo haya detenido. Irá usted...

    Ni asomo de términos rebuscados, ni tontos melindres. Le reputo sonriendo:

    —Voy a saludar a doña Adolfina. Hace tiempo que no la veo. ¿Creerá usted, Zunilda?
    —Se pasa el tiempo sin saber cómo, don Anselmo. Yo, en la casa, con afanes que nunca terminan y los niños, lo sé por experiencia. También hace días que no veo a doña Adolfina. Estuvimos distanciadas, pero ya aquello pasó.

    Se mordió los labios un poco reticente. —Por chismes y tonterías que no valen la pena —añadió después esquiva—. Yo no le guardo rencor. Y cuando ella se vino del campo, fui la primera en ir a saludarla. La muerte de Isabelita nos traumó de nuevo ¿Qué no se puede hacer en recuerdo de ese ángel? ¡Ay, don Anselmo, yo no me puedo conformar con su muerte! ¿Qué será para usted?

    Se le abrillantaron los ojos a Anselmo y se le encendió el rostro.

    —Gracias, Zunilda. Hasta mañana, entonces.

    Se fue lentamente caminando hacia la casa de doña Adolfina. Mientras cruzaba las calles casi solitarias del pueblo, iba pensando en todos aquellos chismes que circularan con respecto a Zunilda. ¿Es que el amor con aquel muchacho, ex teniente de un batallón de cívicos, la había transformado hasta ese punto?

    —El amor hace milagros —pensó—. Y en todo caso si ella es feliz y lo es también Fidel, ¿para qué pedir más?

    Encontró a doña Adolfina "en traje de visita". Volvía de saludar a la señora del comandante Ochoa, que acababa de regresar de Santiago. Era simpática aquella casa de doña Adolfina: un ancho pasadizo que daba a un jardín muy bien cuidado. Y contigua a él, una sala de recibo con alfombra azul de dibujos amarillos. Una mesa y unas lindas sillas completaban el moblaje. Una maceta de rosas era todo el adorno.

    Doña Adolfina estrechó en un largo abrazo a Anselmo. Y su cabeza ya completamente blanca, se apoyó sobre el pecho de su amigo. Emocionada, se apartó después con los ojos húmedos. Le retuvo las manos sin decir palabra, Anselmo fue el primero en hablar. Sonreía tratando de que no lo dominara la emoción.

    —Pero qué buenamoza y elegante la veo, querida amiga.

    Doña Adolfina le miró llorosa y sonriente. Sacó un pequeño pañuelo con el que se enjugó los ojos húmedos, y replicó:

    —Cállese usted, don Anselmo. Lo de buenamoza se lo acepto, porque siempre lo he sido. Pero lo de elegante me ofende. Son las mismas tiras de todos los días. ¡Y para que más también, pues, mi amigo! Para lo que hay que ver aquí..

    Complacido de verla, Anselmo se sentó en una pequeña butaca. El sol iluminaba la estancia y afuera, en el jardín, los zorzales lanzaban sus claros silbidos melodiosos. Doña Adolfina, no obstante lo dicho, estaba realmente elegante con su coquetón peinado de copete cuyos bucles blancos le asomaban a la frente. Un rosetón de cinta negra completaba sus adornos. Sobre la blusa de fina cachemira, con mangas bombachas, le caía una cadena de oro y la piedra de su prendedor en la pechera de encaje, despedía vivos destellos. Una golilla de tul, alzada con finas barbas le daba una apariencia verdaderamente señorial.

    —Acabo de encontrar a Zunilda —le dijo Anselmo—. Noté que se le ha quitado lo pisiútica. Está muy liana y simpática. ¿A qué se debe ese milagro? Creo que usted es la única que me lo puede explicar, doña Adolfina.

    Rió la simpática señora y lanzando una tocecilla breve, repuso:

    —¡Ay, don Anselmo! Ya no me preocupo de esas cosas. Pero creo que la pobre Zunilda también ha tenido sus grandes penas. El tipo ese la engañó como un miserable que es. Le sacó hasta el alma, obligándola poco menos que a robarle a su marido para satisfacer sus exigencias. Y a donde va a creer, hijo de mi corazón, que ha sido usted quien le ha solucionado su problema a esta infeliz.
    —¡Yo! —exclamó Anselmo en el colmo del asombro—. Pero está loca doña Adolfina. Este sí que es misterio que no entendería jamás, si usted no me lo aclara.
    —Y, sin embargo, así no más es. Figúrese que ese canalla andaba, además de haberse burlado de la Zunilda y por consiguiente de Fidel, "haciéndole las caravanas" a Moraima. La Zunilda le sorprendió una carta que le tenía escrita, y entonces lo llamamos a cuentas. Aquí en mi casa fue la aclarada. Al fin y al fan, en el fondo, yo le tengo aprecio a la Zunilda. Es tonta de capirote (aunque ahora algo se le ha quitado) y cuando vino a pedirme consejo y amparo, me dio realmente lástima. Tiene sus hijos y yo, a Fidel, ahora lo estimo casi tanto como a usted mismo, don Anselmo. ¿Ha visto? Pero desde su conducta con Isabel, cambié totalmente en mi modo de apreciarlo. ¡Por Dios, don Anselmo! Estoy segura que su madre no habrá sufrido lo que yo sufrí con la muerte de esa chiquilla.

    Quedáronse un instante en un tenso y dramático silencio. Anselmo, con la cara apoyada en su mano, estaba mudo y hosco. Doña Adolfina lloraba como una chica desamparada. Se puso de pie para pasearse, agitada, por la sala y después de un rato, dijo:

    —Y lo peor es, mi querido don Anselmo, que la tonta de la Moraima parece que le estaba haciendo caso a ese desvergonzado. Dios me perdone si me equivoco. Y que pena me da por don Bela, que es un chiquillo encantador. Pues mi amigo, yo lo notifiqué en forma terminante: o usted se manda a cambiar mañana mismo de aquí o le doy cuenta a don Anselmo de este asunto. Ya lo sabe: si mañana no se ha ido, se entenderá con él. Se lo digo como que me llamo Adolfina.

    Anselmo se había echado hacia atrás en su asiento y miraba con verdadero espanto a doña Adolfina. Movió la cabeza con aire de pesadumbre y exclamó al fin:

    —¡Qué chambonada la mía, doña Adolfina! ¡Qué torpeza tan grande! Así es que esta tonta mojigata le pondrá el gorro cualquier día a don Bela. Y yo tendré la culpa.. ¡Caracho!
    —No creo que se atreva a volver a las andadas; casualmente yo la notifiqué sobre eso. Y casi se murió de susto. Ella no le tiene miedo a Belarmino sino a usted. Lo que es de lamentar es por el chiquillo. ¡Muchacho más simpático! ¡Le aseguro que si Dios me diera una nueva juventud, se la agradecería nada más que para acostarme con él, don Anselmo!

    Se habían puesto de pie los dos y estallaron en una carcajada. Anselmo, con su manera característica, dio unos pasos por la estancia y volviéndose a ella, le interrogó:

    —¿Así es que don Bela es su ideal? Y para mí qué dejaría ¿Ni siquiera una mirada?
    —¡Para usted, picaronazo, nada, nada! Todo mi cariño es de don Bela. Isabel lo miraba como a un hijo. Mañana pienso ir a rezarle y a dejarle flores. ¿Quiere ir conmigo, don Anselmo?

    Anselmo la miró hondamente. Después, le preguntó.

    —¿A qué hora iremos?

    Pasaron en seguida al comedor y allí doña Adolfina, que ya había recobrado su alegría, no cesó un instante de contarle las incidencias más pintorescas del pueblo. Todo allí se sabía instantáneamente. Sus amoríos con la linda Tusnelda y los de Belarmino con Elsa. Albarrán estaba muy preocupado con lo de Moraima, temiendo que Belarmino lo supiera. ¡Qué diantres! El pobre hombre lo estima a usted y además la chiquilla es su sobrina.

    Doña Adolfina le sirvió té a su visita. Unos alfajores finísimos y unos trocitos de pollo muy sabrosamente aliñados. De pronto, Anselmo, le susurró:

    —Y Fidel, ¿se dio cuenta de toda esta historia?
    —¡Claro que la pescó pues, mi amigo! Pero no se ha dado por entendido ni siquiera con la propia Zunilda. ¡La quiere tanto el pobre hocicón! ¿Ha visto usted alguna vez, a otro hombre más calluzo?

    Anselmo la miró regocijado. Nunca se había detenido a examinar los rasgos de la boca de Fidel.

    —Debe ser pariente del coipo, don Anselmo, se lo aseguro.

    Regaban a esa hora las plantas del jardín, y penetraba hasta ellos, por la ventana abierta, una húmeda fragancia a rosas y a claveles. En un cogollo de sol, en lo más alto de un cerezo, cantaba un zorzal. Doña Adolfina le dijo de pronto a su amigo:

    —Anselmo, Anselmo. ¿Quiere usted que le suprima el don? Somos amigos que no podrán disgustarse jamás. ¿No era así?..
    —¡Oh, sí! ¡Claro! Muchas veces pensé decírselo, doña Adolfina. Yo le agradezco que me trate así. Me parece que estoy más cerca de su afecto.
    —Bien. Yo estaré a su lado aunque me maten, aunque un día me descuarticen por usted. Lo haré con gusto. Con alegría, si pudiera ser alegre algo tan espantoso. Pues bien óigame, Anselmo. Hay una conspiración contra usted. Es decir en contra de su libertad. Allá en Angol, están soñando en que usted se case con Agustina.

    Anselmo lanzó una interjección interrumpiéndola.

    —No embrome, doña Adolfina. No embrome. ¿Es posible? Tonterías. A las mujeres las busco yo. Jamás permitiré que me las busquen.

    Estaban cerca de la ventana y doña Adolfina cogió un botón de rosa y se lo puso en el ojal del paleto:

    —No se afarole, hombre, no se afarole. Lo sé bien. Y se lo digo porque lo quiero, que eso lo piense mucho. ¡Mucho, mi amigo! Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y también piense largo en sus amoríos con Emilia ¡Ay hijo mío! Qué falta le hará a usted Isabel. Permita Dios que desde el cielo pueda iluminarlo. Yo le aconsejo que eso de Emilia lo piense y lo repiense y se arranque después a cien leguas. Y se lo digo porque esa mujer está enamorada de usted hasta el tuétano. Puede dejar a su madre, a su hijo, si lo tuviera, a su marido, por usted. ¿Por cha la sabiduría nos vendrá con la vejez? Cuando yo le insinué que tal vez usted se podía casar con Agustina, creo que Emilia agonizó diez veces en un segundo.
    —¡Qué señora esta! —exclamó Anselmo preocupado. Después, sonriendo, le dijo:
    — ¿No se pasará usted de lista en sus adivinaciones?

    Doña Adolfina lo miraba grave y silenciosa. Le agregó:

    —No se meta, Anselmo, en tanta cosa. ¡Por Dios! Hay noches que no duermo pensando en usted. En sus hijos Y ahora dicen que Aceval Caro se viene de Juez a Temuco.
    — ¿Ah, sí? No lo sabía —exclamó Anselmo, sombrío y terco—. ¿Quién se lo contó?
    —Viene la noticia en "El Ferrocarril", que trajo la señora de Ochoa.
    —Bien —dijo Anselmo, enardecido—. Arreglaremos cuentas alguna vez con ese bribón. No le tengo miedo.
    —Lo sé, Anselmo. Y es por eso que me preocupa. Pero la prudencia no debe ser desdeñada por un hombre inteligente. ¿No lo cree usted?
    —Lo creo —dijo Anselmo ya sereno y entero.—. Pero no le temo. Tengo también amigos en este Gobierno. Y al Ministro del Interior, nada menos. Le haremos una señita a fin de que pare, si puede, ese nombramiento.
    —Sería magnífico —dijo doña Adolfina, ansiosa y esperanzada.
    —Y, si lo nombran, no me asusta. Todavía me siento joven, doña Adolfina. Para amar y para pelear Qué se está creyendo usted. Bueno, ¡hasta mañana!


    VI


    Fue un invierno terrible aquel. Lluvias torrenciales dejaron los caminos intransitables. Los ríos desbordados impidieron cruzarlos durante un par de meses por lo menos, pues las aguas habían avanzado tanto que no se encontraban rastros de vado.

    El Verde, Clodomiro y Segundo Erices estuvieron a punto de ahogarse al pasar el estero de Tricauco, que en esos días era un torrente que mugía iracundo, arrastrando árboles, animales y cadáveres de indios que intentaron cruzarlo. Cogidos por un remolino y atropellados por un tronco que pasó como una tromba, los tres hombres fueron arrastrados río abajo. Segundo Erices, montado en una yegua alazana muy blanda de hocico, no supo como, de súbito, el obscuro turbión lo tumbó sacándolo de la montura.

    El Verde, que lo vio aferrado de las riendas, le gritó a grande; voces que apenas se oían entre el potente bramido de la correntada.

    —¡Larga las riendas, hombre! ¡Larga las riendas para que pueda nadar la yegua!

    Cogido de las riendas, Erices se hundía y aparecía entre el alboroto de las aguas cenagosas. Tan pronto veíase de espaldas, como sumergido de cabeza. La yegua, giraba y giraba, pataleando impotente, sin poder afirmarse. Erices no le soltaba las riendas y la hacía perder tuerzas en su intento de ganar la orilla.

    —¡"Cara e Mama" de los grandes diablos! ¡Deja a la bestia que se gobierne sola! ¡Agárrate de la montura! ¡Agárrate que te vas a dir a fonduco!

    El "Cara e Mama" estaba en un trance horrible. Entumecido por el hielo del agua, las botas y las espuelas, le impedían maniobrar. Para colmo la manta le envolvió la cabeza. Hubo un momento en que el animal y el hombre estuvieron perdidos. Mas, de súbito, el "Cara e Mama" se detuvo en medio del torrente. Fue como si se hubiese puesto de pie sobre las aguas. Enredado en los brazos de un tronco, que se alzaba en la orilla, en el terreno que ahora invadía la crecida, se quedó en una trágica y grotesca postura. Afortunadamente tenía ahora la cabeza afuera del agua. Con la desesperación de los ahogados, no soltó nunca las riendas de la yegua. Y esto, al final, favoreció al hombre y a la bestia, que también se quedó junto a él con el hocico afuera.

    Ráfagas de viento huracanado los doblegaban en medio de la corriente e impedían que los lazos de El Verde y de Clodomiro, que ya habían ganado la margen, alcanzaran al infeliz "Cara e Mama", que no conseguía sacarse la manta de la cabeza. Hasta que por fin el lazo de El Verde lo alcanzó, poco más abajo de los hombros. Fue tan brutal el tirón que le dio, que Erices, sorpresivamente, derivó un rato emergiendo entre los tumbos obscuros del agua embravecida.

    Clodomiro gritaba como un loco:

    —No soltís la bestia ahora, hombre. No soltís la bestia, hijuna grandísima.

    El "Cara e Mama", no la soltó, pero lo hizo por instinto sin oír los gritos del Boca Santa. Se habían salvado el hombre y la yegua, en forma verdaderamente providencial. El animal, al salir del agua, resbaló varias veces en la gradiente jabonosa de barro. Tenía las patas envaradas y fue necesario que Clodomiro la azotara reciamente para hacerla reaccionar.

    Clodomiro insultaba al "Cara e Mama" con verdadero furor.

    —Carajo, por la mierda, que sos bien lleulle vos, ¿no es cierto? ¡Y a que te metis a hacer cosas que hacen los hombres, digo yo! ¡Atravesar el río tamién el cacha floja! Y no tiene piernas ni siquiera pa mantenerse en la montura.

    El Verde reía con su cara de pájaro colorado. Pero ahora estaba de color morado azuloso. Después de dos tragos de jamaica, el "Cara e Mama", pudo articular palabra.

    —¡Chas, eñor, chas, eñor, por la gran puta! Que no se da cuenta usté que la bestia es muy blanda de hocico. Si no tenía di a onde afirmarme. L'agua me sacó en el adrecito, pues, eñor. Chas, eñor, será la primera vez que atravieso un río yo, ¿no es verdá?
    —Anduviste abrazao con la pela "Cara e Mama". Si no te atajai en el tronco te vai a fonduco no más. Esta es hora que tay conversando con San Pedro. Y toito mojao, como te irías a presentar así, digo yo.
    —Déjelo sacar el resuello pues, don. Pucha que lo afana usté al pobre "Cara e Mama". ¿Querís echar otro taco? Pénele no más, hombre. En las prevenciones van más botellas. Oiga, on Boca Santa, le diré que si los libramos de la pulmonía no los libramos si seguimos platicando aquí a too imperio. Por suerte qu'el patrón no vino. Yo no me puedo convencer de que se haiga quedao.

    Una lluvia fina y tupida caía sobre hombres y bestias. El camino era un río de jabón. A cada rato las bestias resbalaban quejándose sordamente. Clodomiro observó:

    —El patrón ta aquerenciao en el pueblo. Yo no estoy bien fijo, si es la Agustinita la que lo anda trayendo con la pretina floja. O es doña Emilita, la del almacén.
    —La gringa Schindler no le da soga tampoco —apuntó el "Cara e Mama", que con los tragos de jamaica se había reconfortado bastante.
    —¡Chis! Límpiate las narices, hombre. Límpiatelas. Porque vos sos como chiquillo mediano pa ver las cosas. La gringa no lo aflige al patrón. A esa la tiene no más que pa desaguar el cochayuyo. Pero la que lo anda trayendo con el genio al revés es doña Emilia. Yo no sé por donde va a salir la cosa, ahí. Porque esa es mujer muy agarrada con su embeleco. No lo suelta así no más. ¿No le parece a usté, on Balta? Y tiene marío, pues. A pesar de que al patrón eso no le importa A l'hora que se emperra no lo sacan ni con güeyes de la quema.
    —Es cargao al freno el rico —repuso El Verde—. Y le pone cacha al martillo, duro y parejo. Pa eso es joven tamién. Pero yo le diré, on Cloro, que no creo en la mujer que no se rinda. Mire que quien porfía mucho alcanza.

    Clodomiro se quedó un instante en silencio. Después, dijo:

    —Llevo una fatiga que ya me corto. ¡Benaiga la disposición grande! A ver si aquí en la casa del colono Lafargue nos favorecen, aunque más no sea con un plato de caldo. Y teñimos que secar la ropa, don. Si no, estamos más amolaos que el burro haciendo adobes. Diga usté, on Balta. Y el patrón no nos puede sacar de la sepultura. Aunque no sería por falta de ganas.
    —Así es —dijo El Verde—. Pucha que es buen huinca el rico. No tiene resabio ni uno. Merecía ser bien feliz. Y no lo es. Oiga, on Boca Santa, ende que la patraña Isabel se murió que el hombre anda muy ríspero. ¿No es verdad? Anda como moro sin señor.
    —Lo que el patrón había de hacer —opinó Clodomiro— es casarse con la otra chiquilla que va quedando soltera, y que es harto agracia. Y con un carácter más alegre que el de la patrona Isabel.
    —Es verdad —confirmó El Verde—. Lo que al patrón Ir hace falta es una mujer querendona que lo amanse. El hombre está como chiquillo destetado antes de tiempo. ¿No le parece, on Boca Santa?
    —Mesmamente. Yo le diré oiga, on Balta, que eso que usté tá hablando es como si lo dijera el cura en el pulpito. A este rico le ha entrao como pensión. No creo yo que sea por la muerte de la patrona, sino porque se siente como pájaro sin banda. Las mujeres andan poco menos que poniéndosele por delante. Porque tuavía no les cierra un ojo cuando ya le están diciendo que güeno. Ya ve usté a la mujer del teniente Rosales, le tuvo que arrancar allá en Angol. Y pa mí que a doña Terencia tamién l'anduvo pagando por las armas. Pucha, on Verde, por las setenta. Esa mujer yo me la comería como charquicito. Poco a poco. Y después no sentiría ni la muerte.
    —Y entonces pa qué se va a casar el patrón. No tiene necesidá —se atrevió a insinuar Segundo Erices, que iba azul de frío.

    Clodomiro estalló irritado:

    —¡Te habís de meter vos, "Cara e Mama" en las conversaciones de la gente con experencia! Sólo en tu cabeza puede caber una lesera tan grande. No entendiste ni cobre de lo que dijo on Verdecito. El jutre necesita una mujer pa que se atranquilice. Pero una mujer que sepa sujetarlo del cogollo. ¿No es así, on Verde?
    —¡Mesmamente! Pa mi modo de ver a la única a quien el jutre puede dejar que le abroche los calzones, es a doña Emilita. Pero ey la cosa es con aji pues, mi hijito. Mujer casa y engreída, no es tan fácil tacarla a que se gane a vivir con otro hombre, aunque sea un rico como don Anselmo. Pa mi que esa mujer es la que lo anda trayendo como arado sin puntón.

    Llovía y llovía. El cielo estaba negro y denso de nubes. En cada estaca se paraba un tiuque para irse en seguida, volando desganado a posarse en otra, repitiendo su chillido desapacible. Interminables lagunas barrosas se extendían a lo largo del camino.

    Por fin llegaron a la casa del colono Lafargue. Era un hombre bajo, muy gordo, de rostro rojizo y alegre. Estaba dándole con el martillo a un fierro calentado al rojo blanco, cuando asomaron los jinetes a la puerta de la fragua.

    —¡Buenos días, don Julián! Quién como usté que esta a Porilla del fuego mientras que nosotros a poco mas somos agua y barro. No sabimos si golvernos pato o tiuque.
    —¡Uuf! ¡Qué bárbaros! ¡Cómo vienen ustedes! ¿Se cayeron al agua? Pasen, pasen al galpón a desensillar. Que el viejo Chicuán les ponga paja y grano a las bestias, ¡Qué invierno este! ¿Cómo quedó el patrón?
    —Alentao, don Julián.

    Julián Lafargue, con el hierro enrojecido en una mano y el martillo de fragua, en la otra, replicó:

    —Me alegro. Tengo un mundo de cosas que hablar con él. Vayan, vayan y pasen a la cocina en seguida. Yo me desocupo en un momento y estoy con ustedes.
    —Hola, viecos borrachos, que los trae por aquí —gritó feliz Chicuán al verlos aparecer.

    Era un francés cincuentón, de barba negra, ojos vivaces y rostro moreno. Con una gorra lustrosa de mugre y un delantal de cuero se asomó a la puerta de la cocina comiéndose un enorme rábano. Tenía en la mano tiznada un poco de sal en la que empapaba el rábano dándole ansiosos mordiscos.

    —Siempre molestoso y atrevido este gabacho —murmuró risueño El Verde—. ¿Qué habís aprendió a tomar agua agora?

    Chicuán hizo una mueca de horror, exclamando:

    —¿Agua? ¡Quelle betise! —Concluyó de comerse el rábano sacándose el resto de sal con el delantal de cuero—. Agua toman los bueyes que tienen el cuero duro. A ver, saca la bouteille de Jamaíque. ¡Ja, ja! ¡Agua! ¿Estás loco, Verde?

    Mientras le quitaban las monturas a los caballos y les echaban avena en los comederos, conversaron a gritos. Clodomiro con Chicuán se insultaron a voces, diciéndose las palabras más groseras, en medio de grandes carcajadas. Y luego se dieron algunos puñetes en el pecho. Después se abrazaron tornando a reír como si todo aquello fuera muy gracioso.

    Los recién llegados contaron la aventura del "Ora e Mama". Chicuán la encontraba graciosísima. Sacaba del bolsillo de su delantal de cuero un puñadito de tabaco y lo mascaba con fruición.

    —Pero no soltó las riendas le pauvre "Cara e Mama". ¡Ja, ja! No te querías ahogar, ¿No? Mal negocio, vieco. Mecor estas ici a l'orilla del fueco.

    En la cocina encontraron una alegre fogata. Hervían las panzudas olletas entre las llamas y había un deleitoso olor a pancutras. Mientras revolvía las ollas, reía entrecortadamente hablando su francés gesticulante y lleno de los más estrafalarios giros.

    —No quiere ahogarse este "Cara e Mama". ¡Ja, ja! Gracioso, gracioso. Tú lo salvaste, Boca Santa. Con paroles bunitas. ¡Ja, ja, ja!

    Chicuán vivía borracho, o mejor dicho a media mona. Era un trabajador inteligentísimo. En la fragua tanto herraba a un caballo, como arreglaba la pieza de un arado, y luego salía a ordeñar una vaca, hacía la comida y partía leña. Siempre alegre, riendo a carcajadas. Pero si le faltaba su tiesto con vino, tornábase irascible y no había quien le soportara Lafargue decía:

    —Chicuán sin vino, es como un perro con pulgas. No hay quien lo aguante.

    En la gran cocina y a la usanza de las granjas francesas, comieron los dueños. Lafargue y su mujer, una campesina normanda, de modales bruscos y hablar terminante. Seriota y regañona reprendía a los chicos mezclando las palabras francesas con un español aprendido allí en el campo. A ratos miraba a los hombres con sus pupilas duras y su semblante terco cuando éstos decían alguna grosería y se echaba a reír con una risita metálica que cortaba en seco.

    —¿Y qué van a hacer ustedes a Nilpe? —preguntó Lafargue—. Con este tiempo, en el campo no hay otra cosa para entretenerse que machacar fierros. Y comer. ¡Vaya! No es mala ocupación.
    —Vamos a ver si es cierto que don Ceferino Uriondo corrió el cerco del deslinde con el patrón. El rico está bastante ajisao con el asunto, y además on Uriondo pa secar un pangal de su propiedá l'echó too el grueso del agua al estero que va a dar a las casas. Y le ha hecho perjuicios tremendos.

    Lafargue vació de un trago un vaso de vino, y acomodándose en su silla, exclamó con acento enérgico:

    —Por ahí andan los fantasmas rondando. ¡Ah, yo sé de donde toma alas Uriondo! Pero no sabe con quien se encuentra. Don Anselmo no es cordero pascual. ¡No, no! ¡Ese Uriondo es una porquería!
    —¡Ja, ja, ja! —rió Chicuán—. Cest une bete mechante. ¡Oui! —Malicioso cerraba un ojo como quien sabe lo que habla, y movía la cabeza animando a Lafargue a proseguir.

    Pero éste se calló, mirando hacia los peones que comían en un gran lavatorio de fierro enlozado. Sin embargo, agregó:

    —¡Tiempo del diablo! ¡Hasta cuándo se irá a componer! Tengo que ir al pueblo lo más pronto. El patrón Anselmo no se va a Angol tan pronto. ¿Eh?

    Clodomiro levantó el plato en que comía. Se empinó el jugo de los porotos. Después, exclamó:

    —¡Qué esperanza! No tiene pa cuando dirse a Angol.

    Según las noticias que le llevemos nosotros se viene pa la montaña al tico. Aunque llueve o truene. Pa eso cuenta con güenos mozos que lo acompañen. Con el "Cara e Mama" tiene de más.

    A Chicuán le dio un ataque de risa, que se calmó de pronto, cuando El Verde le pasó una botella de aguardiente. Quedóse como arrobado. Y se puso a aspirar el olorcillo con verdadero deleite:

    —Vieco, vieco. Vieco cochon de la merde.
    —¿Y al Chicuán no más le traes regalos, Verde? —preguntó la señora Lafargue—. ¿Cuánto te va a durar, Chicuán?

    Lafargue sacó su pipa y se puso a fumar echando gordas bocanadas de humo. Los peones se habían ido a conversar con Erices que "Vagueaba", como olla hirvióme, secándose la ropa sin sacársela del cuerpo. Entonces Lafargue, bajando" un poco la voz, dijo dirigiéndose a El Verde y a Clodomiro:

    —Don Anselmo tiene que andarse con cuidado, porque Aceval Caro está en Temuco. A ese hombre le queda sangre en el ojo, y no va a quedarse tranquilo hasta que no le haga alguna canallada. Uriondo puede prestarse a servirle porque es otro canalla, capaz de matar a su padre para salir con la suya. Dicen que Uriondo cumplió condena en Talca, por robo y asesinato. Pero esto no hay que propalarlo mucho, porque es gente vengativa. Yo creo que tú, Verde, debes prevenir a don Anselmo, muy en reserva. Aunque yo espero hablar muy pronto con él.

    Clodomiro oía con los ojos ávidos de curiosidad y dándose golpecitos sobre las rodillas con la badana del ramal. Estiró después el labio despectivamente, diciendo:

    —Oiga, don Julián. Esos no son hombres pal patrón. No se atreven a ponérsele al frente. Algún tarascón de quiltro le darán, pero no le hacen cara. El patrón es toro bravo y éstos son unos pobres novillones espantadizos.

    Lafargue miró largo rato las vigas negras de la cocina, de las cuales colgaban jamones, longanizas y rosadas cebollas. Echando una gruesa columna de humo, repuso:

    —En la confianza está el peligro, Cloro. No te olvides. Pero el patrón debe andar alerta. Y no sólo con ustedes. Media docena de hombres deben acompañarlo.

    El Verde se empinó sobriamente su botella de jamaica y comentó:

    —Tiene que decírselo usté con habilidá, don Julián. Porque ya lo conoce como es. Basta que nosotros se lo digamos para que haga lo contrario. Capacito es de venirse solo.
    —No creo —dijo Lafargue—. El patrón es orgulloso y soberbio en ciertos casos. Pero es hombre prudente. No se expondría sin objeto. No. Es demasiado juicioso. Claro que cuando llega el momento, no sabe andar para atrás.
    —Conviene que usté le hable, on Julián —insistió Clodomiro—. Es verdá lo que usté dice, pero ahora está medio raro. Con las quiscas muy tiesas.


    VII


    Dos abogados viajaron desde Concepción a Temuco para defender a don Anselmo Mendoza a quien se le acusaba de haber dado muerte a Ceferino Uriondo y a su mazo Antenor Paillamán. Como los hechos habían ocurrido en la jurisdicción de Temuco, el juez Aceval Caro, dictó orden de prisión en contra del acusado. Este se presentó en compañía de sus mozos Baltasar Molina (El Verde), de Clodomiro Farias (El Boca Santa), de Quiteño Rojas (Quicho), de Domingo Melín, su amigo, y de su sobrino Belarmino.

    Los hechos habían causado alarma pública en todos los pueblos de la Frontera. Se conocía en forma manifiesta la enemistad del juez Aceval Caro con don Anselmo y fue esta la circunstancia en que se apoyaron los abogados Rodríguez Lacunza y Soto Henríquez para recusar al juez, haciendo notar además, que el acusado se presentó voluntariamente a dar cuenta de los hechos ante el magistrado. El juez, desestimando esta circunstancia eximente y la declaración de los testigos, dictó orden de prisión en contra de Anselmo. El juez, en su resolución, decía proceder en conciencia, por cuanto todos los testigos eran adictos incon-dicionales de Mendoza.

    No se hablaba de otra cosa en los caminos, en las diligencias, en los boliches y en los pueblos. Don Lucas Zilleruelo se fue a Concepción para mover cielo y tierra en favor de su yerno. Doña Cucha, el doctor Dumont, Lucinda y Agustina se habían trasladado a Temuco, para atender en cuanto fuese posible al preso. Decíase que la Corte mandaría un Ministro en visita a estudiar los antecedentes.

    Anselmo estaba tranquilo y hasta de buen humor. Aceval Caro manteníase hermético y reservado, sin avanzar ante nadie ninguna declaración que no estuviera de acuerdo con su manera de interpretar la ley. Había llamado en una ocasión a Anselmo para hablar con él a solas y la entrevista fue tan terrible, que se le vio de pronto asomarse a la puerta de la sala de audiencias para llamar al secretario y al oficial de pluma y ordenarles con descompuesto semblante:

    —Tome nota secretario de que el reo le ha faltado el respeto al juez en el ejercicio de su cargo.

    La voz de Aceval Caro temblaba de ira y sin poderse contener, exclamó:

    —Este ladrón de tierras, este asesino, este canalla que también estuvo a punto de asesinarme, me ha insultado ahora en mi propio despacho.

    El secretario, indeciso, se quedó de pie junto a la mesa del juez mirando a Anselmo como si éste fuera un tigre próximo a saltarle al cuello:

    —Perdone, señor Juez, que le diga a su señoría que falta a la verdad. No he pensado en insultarlo. Su señoría está de mal humor y yo no tengo la culpa de ello.

    Al hablar Anselmo miraba serenamente al secretario que, irresoluto, no sabía qué actitud adoptar.

    Aceval Caro, viendo el ridículo en que se colocaba, le ordenó al oficial de pluma:

    —Llame a los gendarmes para que se lleven al calabozo al reo. Mordiéndose los labios masculló: ¡A este canalla! ¡Pero ahora las pagará todas!

    En voz alta Anselmo, dijo con voz entera:

    —El secretario es testigo de que el señor juez me odia. Tiene enemistad personal conmigo.

    La entrevista, en realidad, había sido espantosa. Durante el momento en que estuvieron solos, Anselmo acercándose a la mesa de Aceval, le dijo:

    —Y tú, miserable ladrón, tú, cobarde asesino ¿pretendes ser juez de mi causa? Te advierto que debes pensar muy bien lo que hagas. La infamia que intentas hacer recaer sobre mi nombre la pagarás con tu propia vida. Estás despechado porque acabé con los asesinos a quienes habías mandado a matarme.

    Aceval Caro, con los labios descoloridos y un tic nervioso en un ojo, trató de sonreír. Pero sólo fue una mueca la que hizo.

    —Te tengo en mis manos, pájaro de cuenta —exclamó con feroz sonrisa—. ¡Te tengo del cogote! Con cuatro tiros las pagarás. Ahora sí que cancelarás todas las cuentas.

    Habló con voz entrecortada, a la sordina, como si una especie de espasmo le impidiera entonar la voz. Anselmo, pálido, con los ojos desorbitados, le repuso lanzando una carcajada de loco.

    —¿Me tienes, no? Óyeme bien, bandido. Aunque es mucho honor decirte bandido. Los bandidos arriesgan el pellejo y tú, cobarde, no eres ni siquiera capaz de eso. Óyeme bien, te digo. ¡Hoy, esta noche, mañana! Cuando quiera me escapo y anda a encontrarme tú.

    Estalló Anselmo otra vez en una risotada. Su actitud daba la impresión de estar conteniéndose para no lanzarse sobre Aceval Caro. Se miraron en silencio, como dos fieras jadeantes que esperan el instante propicio para embestirse. Fue tan tenso aquel momento que el juez, de un salto, se asomó a la puerta para llamar al secretario. Sólo entontes pudieron los dos hombres respirar, darle salida al odio que se les acumuló a través de años y que de golpe les llenaba el pecho.

    Los abogados Rodríguez Lacunza y Soto Henríquez, habían asediado con escritos al juez, quien, hábilmente, iba postergando su resolución. Hasta que uno de esos días ocurrió de súbito lo increíble, lo inesperado. El juez, sin que mediara ninguna causa aparente que influyera en su ánimo, dictó sentencia absolviendo de toda culpa y cargo a don Anselmo. Eran las doce de un radioso día de comienzos del verano. Cuando Anselmo salió a la calle no se supo como se vió rodeado de pronto por una verdadera muchedumbre de gentes de la población y de jinetes que le aclamaban como si hubiera ganado una batalla. Domingo Melín le tenía su caballo de las riendas.

    —Taita Anselmo, hoy mi corazón es feliz —le dijo en mapuche.

    Los abogados, don Lucas, Dumont, Belarmino, todos los amigos estaban allí. Galoparon hacia la llanura de la Mortandad, y de súbito como si brotara de la tierra, o cayera de un árbol, apareció don Serapio Ríos, escaramuceando a un soberbio mulato cariblanco.

    Don Serapio fue el primero en oír hablar a Anselmo.

    Hasta ese momento, éste, había permanecido en silencio, temiendo que la emoción lo traicionara y que las lágrimas brotaran de sus ojos orgullosos que nunca se habían bajado ante nadie.

    —Anselmo, Anselmito, ¡Qué alegría de verte, hombre!
    —¡Don Serapio! ¡Ah, claro, ahora me lo explico —dijo Anselmo.

    Los dos hombres se estrecharon en un abrazo largo. Cuando se soltaron tenían los ojos húmedos.

    En casa de don Justino Villar esperaban a Anselmo y a todos sus amigos. Doña Cucha, Lucinda y Agustina le abrazaron tratando de disimular su emoción. Después del almuerzo don Serapio Ríos tuvo una larga conversación con Anselmo. Y allí le explicó cuanto había ocurrido.

    —Aceval Caro no podía hacer otra cosa, Anselmo. Lo puse entre la espada y la pared. Perdona que no te diga ahora cuales son las razones que tuvo este hombre para reconocer las pruebas que te eximían de culpa en el asunto. Le he dado mi palabra de honor de que no se lo contaré a nadie. Ni a ti mismo. Además él sabe bien, mejor que tú quizá, que actuaste en defensa propia. EI hombre está derrotado y ayer ha pedido al Ministro que se lo lleven a otro pueblo. Por ningún motivo le conviene quedarse aquí. Se marchará cuanto antes. Te lo aseguro. Y también para ti es mejor.

    Anselmo, como era su costumbre, se paseaba a lo largo de la habitación. De pronto dijo:

    —Para mí es igual, don Serapio. Que se vaya o se quede. Este tipo no me hará perder el sueño. Yo no vivo para vengarme de nadie. Pero sí, para defenderme de quienes desean terminar conmigo. No ambiciono nada más, aparte de lo que tengo. Y lo he conseguido luchando a brazo partido. Seguramente con más honradez que los que anhelan verme con un metro de tierra encuna. ¡No lo conseguirán tan fácil! A menos que la suerte se me ponga es-quiva.

    Don Serapio le seguía con sus ojos vivaces y penetrantes en su ir y venir. Era una tarde cálida y húmeda. Un enorme moscón de reluciente abdomen, se estrellaba junto al techo zumbando con fastidiosa monotonía.

    —No veo por qué —dijo don Serapio con voz lenta—. No hay por qué —insistió—. Creo que con esto terminan tus molestias. Ya son muchos los que han aprendido a conocerte y saben la medida que calzas. Lo que tú debes hacer ahora, Anselmo, es volver a casarte. Creo que así vivirás más tranquilo.
    —¡Pero si vivo tranquilo, don Serapio! Yo no molesto a nadie. Trato, eso sí, de espantar al bicho que me viene a picar la nariz. Y eso lo hace usted también. ¡Todo el mundo! ¡Caracho!

    Don Justino Villar, sobrino de don Serapio, entró en ese momento. Era un hombrón alto, de ojos suaves y clara mirada. Había vivido muchos años en Chosmalal, en Argentina. Pero la nostalgia le trajo de nuevo a su tierra. Hablaba con un ligero acento acuyanado, que no pudo evitar. Sonriendo, exclamó:

    —¿Y no vamos a dar una vuelta entonces, tío? Quiero mostrarle unos toros criados aquí en el fundo. A ver si usté se interesa por algunos, don Anselmo. El negocio es negocio, che. ¡Qué diablos!

    Salieron a buscar los caballos. En el patio estaba Domingo Melín, conversando con doña Cucha y Belarmino. Este, preguntó:

    —¿Nos iremos hoy, tío?

    Don Justino levantó el ramal y le amenazó, sonriendo:

    —¡Hombre! ¿Tan mal se siente en mi casa? Yo quisiera tenerlos aquí por mucho tiempo. ¿Qué apuro hay?

    Anselmo le miró con afectuosa sonrisa:

    —Gracias, mi amigo Villar. Pero regresaremos mañana. ¿Volverás con nosotros, Domingo?

    Don Serapio rodajeó su caballo lanzándolo sobre el cacique. Lo detuvo casi encima de él. Con risueña jactancia, le decía:

    —¡Que se vaya! ¡Que se vaya no más este cacique! ¿Tu crees, Anselmo, que los pencazos no duelen?

    Domingo, con su broncínea sonrisa de simpatía, replicó:

    —¿Vos creyendo, Serapio, que cacique anda di a pie? A caballo tamién te hace colcha y te gana. Cacique da chope juerte.

    Anselmo intervino fingiendo gran inquietud.

    —¡Don Serapio, por favor! Todo le aguantaré, pero no que me atropelle a Domingo. Mire que yo entonces le pongo caballo por delante.

    Se quedó Anselmo atrás, para irse con Domingo. Le agradaba hacer con él, duras jornadas. Domingo era un compañero ideal; si le hablaban contestaba, pero nunca aburría a nadie con largas conversaciones. A don Lucas lo dejó con frecuencia hablando solo, en lo mejor de una disertación.

    Don Serapio Ríos iba adelante, en animada charla, con Villar y Belarmino. Su conversación casi siempre giraba alrededor de los caballos. Era un apasionado por estos anímales. De su fundo habían salido las mejores bestias topetadoras y de carrera. Tenía una cantidad de anécdotas en las que siempre se complacía en poner de relieve la nobleza y la inteligencia de los caballos.

    —Sólo les falta hablar, Justino. Créeme, hombre ¿Tú conociste aquel potro alazán retinto que le vendí a don Juan Rivas? Era un animal muy nervioso y padecía de una especie de reumatismo que lo tumbaba semanas enteras. Pues aquel bruto entendía lo que se hablaba en presencia de él. En una ocasión en que conversábamos, junto a la pesebrera, pocos días antes de las carreras grandes, que hubo para el Dieciocho en Victoria, yo le dije a Rosamel Santibáñez:
    —Oye, si el Chancaca no estuviera postrado, yo te amarraría ahora mismo la carrera con el Abanico. Y me corto una mano que el alazán lo deja perdido desde la raya. ¿Pues, creerás, hombre? El caballo como si quisiera decirme que yo estaba en un error, se paró de repente y se puso a revolverse adentro de la pesebrera, ansioso de que lo sacaran. Dándole una pechada a la puerta casi la hizo saltar lejos. Había que verlo relinchando con las crines engrifadas.

    A la historia del retinto alazán siguieron otras. Anselmo oía las frases entrecortadas de la conversación. Una especie de cansancio, de gran fatiga, comenzaba a hacerle sentir ahora una recóndita desazón. Recordó que Terencia le había escrito una carta fechada en Bristol, en la que le decía; "Todo lo que he visto por aquí es maravilloso. Pero te echo de menos, Anselmo. Siento algunos días desesperados deseos de verte. ¿Y si te vinieses a dar un paseo por Europa? Eduardo también estaría muy feliz de que nos acompañaras. Proyectamos viajar a Italia, a España y Alemania. ¿Por qué no te vienes? Sería estupendo. Y te serviría para ver muchas cosas relacionadas con la industria agrícola. Ven, Anselmo. Te olvidarás así un poco de esos salvajes que sólo desean hacerte daño. Es tan distinto todo aquí. La gente vive de una manera muy agradable. Es decir vive como debe vivir el hombre que sabe lo que es la ci-vilización y aprecia los atributos más elevados de la existencia".

    ¡Quién sabe si le haría bien viajar! Conocer otros aspectos de la vida, ignorados casi por completo por él. Se había convertido en una máquina que producía y producía sin tener los agrados a los cuales era acreedor su tenaz esfuerzo. Recordó, sin embargo, que las veces que iba a Santiago, cuando ya permanecía allá más de un par de meses, comenzaba a sentir la nostalgia del sur. En lugar de acostumbrarse al teatro, a las tertulias y paseos, lo poseía un desgano insufrible, que sólo se aquietaba cuando estaba otra vez con las botas puestas, montado en uno de sus caballos.

    Mas, lo ocurrido era demasiado. ¿Quién iba a pensar que esa noche tan suave, tan tranquila, tan apacible, él iba a estar a punto de ser asesinado?

    Había vigilado durante todo el día a los peones que repusieron el cerco al otro lado del estero. Durante la labor no apareció Ceferino Uriondo ni ninguno de sus sirvientes. Anselmo dejó allí a Clodomiro con El Verde, y diez peones, inquilinos del fundo, con orden de "menearle" bala de carabina al primero que intentara romper el cerco. Y él se marchó, solo, hacia las casas. Iba tranquilo, acariciado por el hondo rumor de la noche. Un cielo alto, azul intenso, en donde las estrellas palpitaban como ciatos ojos que miraban amorosos hacia la tierra. De pronto un zorro le atravesó el camino, lanzando su histérico ¡huac—huac! Recordó la frase de Quicho cuando dijo días antes: —la zorra nos cruzó el camino; con ladrones nos toparemos. Y en efecto, se habían encontrado con aquellos salvajes trabajadores de la vía férrea.

    Y no terminaba de pensar en eso cuando el caballo dio un bote, resoplando espantado. Simultáneamente, un lazo que alguien tiró desde la orilla del camino, lo sacó de la montura. Cayó sin soltarle las riendas al caballo, y éste, sin el jinete, se revolvió dando un largo y temeroso relincho.

    Afortunadamente, Anselmo iba con un pequeño poncho que no le impidió maniobrar. Los laceadores lo arrastraron violentamente por el suelo tratando de acercarlo recogiendo lazo. Anselmo en una voltereta de simio, logró aferrarse a la alción de la montura y desenfundar el "Mitigüeso".

    Una voz ronca se oyó en ese momento:

    —Ya, don Cefe, mándele el viaje al tiro.

    Mientras Anselmo se asía desesperadamente al caballo, que se revolvía resoplando, el asaltante avanzó unos pasos para ubicarlo bien. Fue en ese momento cuando Anselmo pudo dispararle tres balazos, casi a quemarropa. El agresor se derrumbó sin exhalar una queja. Instantáneamente cedió la presión del lazo y entonces Anselmo pudo enderezarse y correr tras la otra sombra que huía. Al alcanzarlo le descerrajó las dos balas que le quedaban en el revólver. Las dos dieron en el blanco. De costado, gimiendo roncamente, Antenor Paillamán, primo hermano de Juan Añiri, el llavero de Nilpe, se desangraba como un caño abierto.

    —¡Canallas! —murmuró Anselmo—. ¡Canallas! —repitió temblando de coraje. Un chorro de sudor lo empapaba desde la cabeza hasta los píes. Tenía las manos y la cara hecha pedazos. Seguía agitado, estremecido aún de cólera, como un árbol en medio de la tempestad. Tras un instante que ocupó en limpiarse el sudor, sacó una caja de fósforos, para alumbrar a sus agresores. El primero a quién vio fue a Ceferino Uriondo. Había quedado con los ojos dilatados de súbito espanto. Paillamán, en su breve agonía, estaba con las manos junto a la cara, como si tratara de defenderse de los proyectiles.
    —¡Qué gente! ¡Santo Dios! ¡Qué gente!

    Subió a caballo sintiendo una inmensa y recóndita herida muy adentro de su corazón. Nervioso enterró las espuelas al caballo y deshizo el camino. En la mitad se encontró con Clodomiro y El Verde que venían disparados y casi se estrellaron con él.

    —Qui'ubo, patrón, por la Santa Virgen. ¿Qué fue lo que pasó?

    Anselmo volvió riendas diciéndoles:

    —Uriondo y Paillamán me estaban esperando en el paso del Coihue. Y ahí se quedaron.

    Un tenso silencio gravitó sobre los tres hombres. Durante un rato sólo se oyó el tintinear de las freneras y el resoplar de las bestias inquietas. Arriba la luna comenzaba a asomarse sobre el macizo obscuro de las montañas de Ñielol. Cerca del lugar donde yacían los dos hombres, una huiña lanzó un histérico y largo gañido. Entre los quilantos los chucaos alerteaban a la noche.


    VIII


    En casa de doña Adolfina pasó Anselmo una tarde de grato esparcimiento. Estaban allí Zunilda Lajaña, Moraima, la mujer de don Bela y Agustina, que se había hecho cargo del cuidado de los chicos de Anselmo. Todos rivalizaron en afecto y en amabilidad para con éL Querían hacerle olvidar aquellos días de amargura y de tristeza sufridos en Temuco. Agustina, alegre, risueña y efusiva, sin embargo, no mostraba ningún interés por enamorar a Anselmo. Este, mirándola con reiterada atención, pensó en lo que le dijera doña Adolfina. ¿Era la muchacha la que estaba enamorada de él, o simplemente una aspiración de sus suegros la de verlo casado con Agustina?

    Después de la hora del té, Zunilda y doña Adolfina tocaron en la guitarra bellos valses. Bailó Anselmo con Moraima, y, Belarmino con Agustina. No supo explicarse Anselmo por qué razón le asaltó la idea, pero en esa reunión le quedó la convicción profunda de que don Bela estaba enamorado de Agustina. Nada en la actitud de éste lo denunciaba, pues su manera de comportarse con la joven era muy natural. De confianza afectuosa. De atención, sin exagerada amabilidad. Pero él era moro viejo y en el aire olía la verdad. Moraima no se daba por aludida y por el contrario manifestaba una franca simpatía hacia Agustina. Mas, en las miradas, había a ratos cierto destello fugaz en que se expresaba aquello que Belarmino y Agustina tenían muy escondido en el corazón.

    —Sería una lástima —pensó Anselmo—. ¿Cómo se puede desenredar esa madeja? Aquello no se escapaba seguramente a la aguda y fina percepción de doña Adolfina. —Ya hablaré con ella sobre el asunto —se dijo—. A esa viejecilla no la harían tragar el anzuelo así no más. Zunilda bailó después, una mazurka con Fidel. Era admirable ver como aquella mujer había ido devastando la aspereza externa de su marido. Poco a poco, con tino y sabiduría, Zunilda le había suavizado las aristas. Pontigo era hombre que leía el diario y se interesaba por los acontecimientos que ocurrían en el mundo. Sus trajes los cortaba un sastre de Concepción, y cuando dejaba el tosco guardapolvo que usaba en el almacén, se convertía en un hombre correcto y sin afectación. Pero en el fondo todo aquel cambio tenía su origen en la habilidad de doña Adolfina, para reprimir en Zunilda todos sus asomos de siutiquería. Doña Adolfina luda esa tarde un vestido azulino, de mangas anchas que se estrechaban graciosamente en las muñecas. Sobre la blusa llevaba un cuello de tela finísima muy semejante a la de un mantón de Manila.

    En un momento en que los jóvenes se habían agrupado alrededor de Zunilda y conversaban animadamente. Anselmo le susurró a doña Adolfina:

    —Dígame usted que todo lo sabe. ¿No ha notado nada especial entre don Bela y Agustina?

    La señora le lanzó una mirada penetrante. Su lunar se recogió entre los pliegues de la boca en su gesto habitual:

    —Es un hombre muy sinvergüenza usted, Anselmo. ¿Cómo se le puede ocultar algo? No sé, Anselmo. No sé. Pero la verdad es que tiene usted razón. Y es una pena. ¿Cómo puede ser eso? Significaría una catástrofe para esta pobre Moraima. Aunque ella tiene la culpa por lo demás. No supo la muy bruta aquerenciar a su marido. ¿Dónde iba a encontrar otro mejor? Hay cosas que sólo el tiempo arregla, Anselmo.

    Suspiró preocupada. Anselmo dijo:

    —Así es, doña Adolfina. Pero el muchacho tiene buena pasta. No hará una porquería Yo lo lamentaría sinceramente.

    Quedóse pensativa doña Adolfina. Y Anselmo se fue inquieto, esa tarde, hacia su casa. Seguía viviendo en las piezas contiguas al almacén, construidas por Fidel Pontigo cuando instaló el negocio. Sus sospechas acerca de los sentimientos que albergaba don Bela con respecto a su cuñada adquirían cada vez más fuerzas en su mente. Mas, ¿qué se podía hacer en aquellas circunstancias en que el amor, como un incendio que estallara de súbito no se pedía apagar sino cuando las llamas lo habían devorado todo?

    Emilia y él se hallaban en una situación parecida. A su vuelta a Traiguén, ella fue a visitarle a su propia casa. Estaba Anselmo escribiéndole una carta a don Wilfredo Spencer, su agente en Concepción, cuando resonaron discretamente dos golpes en la puerta de calle.

    —¿Qué hay —interrogó— quién llama? Esperó un instante sin levantarse de su asiento hasta que de pronto oyó que le decían:
    —Soy yo, don Anselmo. Ábrame pronto.
    —¡Emilia! —se dijo sorprendido—. ¡Emilia! ¿Pero cómo puede ser?

    Le abrió la puerta y ella entró apresurada e inquieta. Venía con el fino manto de espumilla echado sobre los ojos y su mano temblaba cuando Anselmo se la estrechó. Ni siquiera atinó a tomar con la izquierda el rosario que sujetaba nerviosamente. La tarde era brumosa y un viento del norte gemía entre las rendijas.

    Traía Emilia una intensa luz en los ojos y los labios un poco descoloridos. No pudo evitar una especie de escalofrío que la hizo tiritar.

    —Don Anselmo —le dijo— don Anselmo —le repitió— ¿por qué no ha ido usted a vernos? ¡Oh, por Dios! —exclamó en seguida con la voz dolida y casi a punto de llorar—. He rezado tanto por usted. ¡Tanto! Horas enteras de rodillas pidiéndole a la Virgen que lo amparara. Noches y noches sin dormir. No había jinete que venís "de adentro" a quien no le preguntase por usted.

    Los labios de Emilia se habían desplegado como una flor agitada por el viento. Orgullosa y fuerte, estaba luchando para que las lagrimas no la vencieran. Anselmo, intensamente conmovido, le tomó de nuevo las manos. Su voz también se había velado y su aliento ardía como una llama abrasadora.

    —Emilia —le dijo dulcemente— Emilia, cuánto se lo agradezco. ¡Cuánto! Emilia, qué dichoso estoy de verla, de oírla, de saber que ha estado pensando en mí.

    Permanecían de pie junto a la puerta que daba al dormitorio de Anselmo. Allí estaba el lecho en donde él había poseído a Isabel, por primera vez, antes de casarse con ella. Emilia, esbelta, fina, dulce y triste la reemplazaba ahora. Era la misma mujer que lo había insultado, la misma que le había dicho una noche: ¡Váyase, no quiero verlo nunca más aquí en mi casa!

    —Me voy, don Anselmo —insinuó ahora quedamente—. Me voy. Vine al rosario y me pasé a verlo ya que usted no quiso ir a mi casa. ¿Olvidó que yo existía, no es cierto?

    Anselmo la enlazó por la cintura, envolviéndola en un abrazo que ella no trató de rehuir. Firme, erguida, con algo de grave misterio en el semblante, era Terencia con un nuevo incentivo. Anselmo la besó en la boca con una sensación de gloria, de felicidad, de definitiva dicha.

    —Emilia, Emilia, dime, ¿crees tú en lo que has dicho? Dime, ¿crees que te he olvidado un instante?

    Emilia, como si estuviera clavada en el sitio donde se hallaba, no cedió un punto cuando los brazos poderosos del hombre quisieron arrastrarla.

    —Me voy —repitió con voz temblorosa. Sentía que le desgarraba una cruel angustia.

    Pero no se fue. El viento de la noche gemía en las ventanas cuando al fin se pudo marchar. En la dicha del amor satisfecho llevaba la espina hacinante de algo definitivo. De algo más fuerte que la voluntad y que la conciencia sin lo cual ya no podía vivir.

    Anselmo, disuelto en la densa sombra de un árbol, la miraba alejarse. El le preguntó al despedirse:

    —¿Te irás conmigo a donde yo te lleve?
    —Sí, Anselmo, a donde tú quieras.

    Sintió que la tibia fragancia de sus labios aun persistía en su boca, cuando la vio desaparecer en una esquina. Latía con fuerza su corazón. Experimentó la sensación de que otra vez algo hondo, decisivo, se apoderaba de su existencia. Entonces caminó lentamente. En una esquina el viento estuvo a punto de arrebatarle el sombrero. En la parroquia sonaron las campanas y el viento derramó sobre el pueblo sus sonidos musicales.


    IX


    ¿Qué podría reprocharle Anselmo, a don Bela, por lo que había hecho? El estaba en la misma encrucijada. Una tarde Emilia lo esperó a la vuelta de la esquina de donde ella vivía. A cincuenta metros de su casa. Recién comenzaban a caer las sombras de la noche. En el cuartel de la artillería dieron en ese momento los "golpes".

    —Tararaa Tararaaaa...

    El viento, dueño siempre del día y de la noche, estiró como una cinta el agudo son de la corneta. La calle estaba completamente solitaria y Emilia saltó sobre el anca del Lucero, que partió en seguida al galope hacia el puente del río. Allí estaba El Verde, con Clodomiro y Quicho. La yegua Dominga recibió la liviana carga de Emilia y partieron rápidamente por el camino de Tricauco.

    Estaban tocando a esa hora las campanas del rosario en el pueblo y, cuando alcanzaron el alto, oyeron de nuevo el agudo lamento de la corneta:

    —Tarariüi Tararaaaa...

    Galoparon silenciosos y, antes de la medianoche, habían llegado a la casa de Mr. Thompson. Don Jorge se encontraba descansando junto a la chimenea, cuando los perros anunciaron con sus fuertes ladridos la llegada de los viajeros. El indio Lorenzo salió a recibirlos llevando una amorcha de ramas para alumbrarles el sitio donde debían des-montarse.

    Don Jorge se levantó de su asiento y fue a saludarles.

    —¡Hola, Anselmo! Bienvenido en esta casa. Buenas noches, señora.

    Emilia, ruborizada, le dio la mano sin decir palabra. La mesa estaba pronta para servir a aquellas visitas. Anselmo, un poco excitado, le dijo a su amigo:

    —Es Emilia, don Jorge.
    —¡Oh, sí! Ya sé, don Anselmo.

    Sonreía Mr. Thompson, cordial y afable, echando su delgada hebrita de humo por las narices.

    Esa tarde, antes de partir, Anselmo había pasado a despedirse de doña Adolfina. Inquieta, llena de angustia, le abrazó mirándole con los ojos húmedos.

    —¡Qué Dios lo acompañe, Anselmo! Que Dios perdone todo el mal que con esto se hará. ¡Ay, Anselmo, rogaré noche y día por su tranquilidad!

    Desde aquella noche habían transcurrido los días en una increíble y venturosa paz. Anselmo estuvo en Santiago durante todo el invierno y allí recibió una carta de doña Adol-fina. "¿Qué otra cosa se puede esperar, Anselmo, por Dios? El mal ejemplo cunde como la mala yerba. Hace ya cerca de un mes que don Bela se llevó a Agustina para Nilpe. De tal palo tal astilla. Ni que fuera hijo suyo. Tragedias y tragedias. Don Lucas tuvo un ataque al corazón y no se ha podido reponer. De otro modo no lo hubiera pasado muy bien ese pícaro muchacho. Yo no espero sino la muerte ahora. Ya voy a llegar a los setenta años y no tengo esperanzas de que me rapten. ¿Para qué sirve mi vida?"

    En otra de sus cartas, doña Adolfina le comunicó la muerte de don Rosendo Albarrán, ocurrida súbitamente en los momentos que se había sentado para almorzar. Doña Adelaida y Moraima pensaban irse a vivir a Santiago. "La chica ésta —agregaba doña Adolfina— parece que se siente feliz de desprenderse de don Bela. Aspira a otras casas. Paseos, fiestas, gente de otra clase. Y que don Bela pague. ¡Ay, hijito, el que quiere celeste que le cueste!"

    Ni una palabra acerca de don Pascual. Por ningún conducto le llegaban noticias del marido de Emilia. Belarmino le escribió una larga carta pidiéndole perdón por lo que había hecho. "Querido tío —terminaba— yo— no sabía lo que era amor y ahora lo sé. Usted, que es un hombre tan hombre, me comprenderá y me dará su perdón. Es lo único que me intranquiliza hasta ahora, porque yo creo que fuera de Agustina, no quiero a nadie en este mundo tanto como a usted. Escríbame, por caridad. Lo abraza su sobrino. Bela".

    En Santiago y Valparaíso transcurrieron los días en una permanente y dichosa luna de miel. Después fueron a Concepción y allí Emilia tuvo un niño. Era la felicidad completa. Anselmo aprovechó su estada en esa ciudad para estudiar la manera de inscribir el fundo Quillanco a nombre de ese hijo, que se llamó Emilio Anselmo. Rodríguez Lacunza y Soto Henríquez, habían encontrado el medio legal para satisfacer la voluntad de Anselmo.

    —Pero si no tiene para qué apurarse tanto —le dijo Rodríguez Lacunza—. Si esto lo puede hacer en cincuenta años más.
    —¡Ah, no, mi amigo! No olvide usted que el mal no duerme. ¿Quién puede saber lo que vendrá?

    Sin embargo, después de su regreso a Quillanco para vivir en aquella grao casa, cómoda y amplia, Anselmo vio transcurrir los días en absoluta paz. Por una carta de doña Adolfina supo que Aceval Caro había ido a Traiguén a liquidar unos negocios que tenía con don Sinforiano Esparza. Se rumoreaba que se iba a un cargo administrativo en el norte y que dejaba la carrera judicial para siempre.

    Un buen día apareció Belarmino con doña Adolfina en Quillanco. Fue realmente un día de inmensa alegría para Anselmo. Emilia abrazó al mozo con gran efusión y, éste cogió en seguida al niño para acariciarlo. Era un chiquillo lindísimo, de tez clara y cabellos negros.

    Belarmino lo miró largamente y lo besó con ternura:

    —¿Cómo se llama? —preguntó.
    —Emilio Anselmo —le repuso Emilia—. Yo quería llamarlo Anselmo, pero este hombre porfiado no lo permitió. Le decimos Emilio.

    Sonrió Belarmino con el rostro iluminado.

    —También tengo yo un hijo. Quiero que se llame Anselmo.

    Belarmino se fue al día siguiente muy de madrugada, Anselmo lo acompañó largo rato. Al despedirse, el mozo lo abrazó estrechamente. Después con la voz trémula, le dijo:

    —Tío Anselmo. No sabe cuanto me alegra de verlo tan feliz.
    —Gracias, don Bela. Mis recuerdos a todos. Dile a Domingo que venga a verme.
    —Sí, tío. Se lo diré.

    Regresaba Anselmo al tranco de su caballo, cuando vivir en aquella gran casa, cómoda y amplía, Anselmo vio transcurrir los días en absoluta paz. Por una carta de doña Adolfina supo que Aceval Caro había ido a Traiguén a liquidar unos negocios que tenía con don Sinforiano Esparza. Se rumoreaba que se iba a un cargo administrativo en el norte y que dejaba la carrera judicial para siempre.

    Un buen día apareció Belarmino con doña Adolfina en Quillanco. Fue realmente un día de inmensa alegría para Anselmo. Emilia abrazó al mozo con gran efusión y, éste cogió en seguida al niño para acariciarlo. Era un chiquillo lindísimo, de tez clara y cabellos negros.

    Belarmino lo miró largamente y lo besó con ternura:

    —¿Cómo se llama? —preguntó.
    —Emilio Anselmo —le repuso Emilia—. Yo quería llamarlo Anselmo, pero este hombre porfiado no lo permitió. Le decimos Emilio.

    Sonrió Belarmino con el rostro iluminado.

    —También tengo yo un hijo. Quiero que se llame Anselmo.

    Belarmino se fue al día siguiente muy de madrugada. Anselmo lo acompañó largo rato. Al despedirse, el mozo lo abrazó estrechamente. Después con la voz trémula, le dijo:

    —Tío Anselmo. No sabe cuanto me alegra de verlo tan feliz.
    —Gracias, don Bela. Mis recuerdos a todos. Dile a Domingo que venga a verme.
    —Sí, tío. Se lo diré.

    Regresaba Anselmo al tranco de su caballo, cuando oyó que lo llamaban. Era una voz conocida. Al volverse vio que don Jorge Thompson venía al galope tras él.

    —¡Don Jorge! ¡Qué gusto de verlo! Lo he estado esperando todos estos días. ¿Qué ha sido de su vida?

    Sonreía don Jorge, sacándose de la boca su pipa y volviéndosela a meter, después de echar la fina hebrita de humo azul. Displicente, dijo:

    —¿La vida? Viviéndola. Durmiendo, comiendo, trabajando. ¿Eh? Tomando té todas las noches y echándole de menos. ¿Eh? Pero la felicidad no da tiempo para ver a nadie. ¿Cierto?

    Después de tomar el desayuno se enredaron en una animada conversación acerca de los trabajos que sería necesario realizar para instalar dos aserraderos en Quillanco. Era negocio maravilloso aquel. Y la estación quedaba al lado. En unos días más, ya pasaría la máquina con su primer convoy hasta el pueblo de Lautaro.

    —Esto es como recibir el dinero en bandeja. La plata entrará a chorros, don Anselmo. ¿Eh? Y buena entretención.
    —Ya lo creo —dijo Anselmo—. Salieron después de la casa, caminando sin apuro, para internarse por una senda que llevaba a los rancheríos del cacique muerto del cólera. Anselmo se lo recordó a don Jorge.
    —Aquí estaba la reducción de Antonio Cadyupi. Murieron todos los indios del cólera. Fue terrible.

    Don Jorge se sacó la pipa de la boca sonriendo. Le brillaban los ojillos con su habitual luz maliciosa, escéptica:

    —¡Oh, sí —dijo— Cadyupi, veinte, treinta indios. Allá en Indostán mueren todos los días, por cientos y miles Nunca cesa el mal.
    —¿Usted conoce esas tierras, don Jorge?
    —¡Oh, sí! Siendo oficial de la marina de guerra de Su Majestad.

    Echó su humito al decir S. M. como dando a entender que la majestad del rey ahora le preocupaba muy poco. Agregó después:

    —Aquí cerca del estero queda bien el banco aserrador. Hay agua y buena caída para los trozos. ¿Cierto?
    —Si, tiene razón usted, don Jorge. Y queda muy cerca de la casa.

    Bajaron al divisar que Emilia y doña Adolfina venían a su encuentro, caminando a pie.

    —¿No tienen hambre ustedes? —exclamó Emilia—. Miren donde va el sol. Ya debe ser más de la una de la tarde.
    —¿Y qué tal, doña Adolfina. Muy maltratada con el viaje? —le preguntó Anselmo.
    —¡Nada! Nadita. A mí me está llegando la juventud en la vejez, Emilia. Antes era un atado de remedios malos. Ahora me pueden dar veneno y lo digiero.
    —¡Malo! —rió don Jorge—. Pueden surgir ocurrencias difíciles.
    —Sí, don Jorge —replicó ella—. Pueden ocurrir, pero hasta aquí me voy librando. Sería espantoso. ¿Quién se compadecería de mí?

    Entraron riendo y se dirigieron al comedor inmediatamente.

    —En realidad estaba haciendo hambre —dijo Anselmo—. ¿No le parece, don Jorge?
    —¡Oh, sí! Pero siempre hay tiempo para comer.

    Bromeando con doña Adolfina transcurrió alegre el almuerzo.

    De súbito se oyó un gran tropel de gente que corrió por el corredor con gran sonajera de espuelas.

    —¿Dónde está Anselmo Mendoza? —gritó una voz.

    Casi instantáneamente asomó al comedor la elevada silueta de un hombre. Anselmo de un salto trató de cerrar la puerta, pero no alcanzó a hacerlo. La bala de un disparo cruzó la habitación en el momento mismo en que el asaltante era repelido por Anselmo. Lucharon un breve instante los dos hombres, pero ya don Jorge había sacado su revólver disparándolo a quemarropa sobre el bandido. Cayó éste arrastrando a Anselmo en su caída y don Jorge le ayudó a desprenderse del forajido que forcejeó vanamente por levantarse. Paralizadas por el terror, Emilia y doña Adolfina, no tuvieron fuerzas para alzarse de su silla. En ese momento otros tres hombres se vinieron sobre la puerta. Don Jorge con increíble energía la sostuvo, mientras las maderas saltaban, hechas astillas a culatazos. Por el pasadizo, entretanto, había penetrado otra partida de asaltantes. Anselmo derribó al primero, pero al que venía detrás, herido también, por otro disparo, se aferró a él rugiendo de furor.

    Resbalando en la sangre del caído, jadeantes, Anselmo logró sujetarle la carabina a su enemigo. Este, por una extraña circunstancia, no pudo apretar el gatillo. En la lucha el revólver de Anselmo había caído al suelo y en ese momento Emilia, lanzando un alarido de desesperación recogió el arma. Con la boca del cañón, el bandido golpeaba el rostro de Anselmo, sin lograr alcanzar el gatillo. Mas, en el preciso instante en que Emilia, sujetando el arma con las dos manos, disparaba sobre el malhechor, salió la bala de la carabina. Penetró en la garganta de Anselmo bajo el mentón haciéndole caer de espaldas sobre el pasadizo. Don Jorge Thompson yacía bajo la mesa. Había quedado como recostado, con diez o más balas en el cuerpo. Verdaderos esteros de sangre corrían por el piso de la habitación.

    Afuera brillaba el sol y la brisa mecía los árboles. Cuando El Verde, Clodomiro y Cupertino aparecieron, ya los hombres del resto de la banda corrían a revienta cinchas. Emilia, enloquecida de dolor se abrazaba, lanzando agudos alaridos, al cadáver de Anselmo. En un rincón, hecha un ovillo, con los dientes apretados y el pálido rostro desencajado, yacía doña Adolfina.

    Los tres hombres apartaron respetuosamente a Emilia que se aferraba a Anselmo. Después alzaron el cadáver de éste, y con la cabeza baja, descubierta, se quedaron un instante inmóviles, anonadados. Gruesos lagrimones les surcaban el rostro.


    * * *

    No corría la más leve brisa. La noche era tibia y quieta. La luna nueva se había quedado enredada entre los altos coihues del Ñielol. Por el camino se oyó el ruido característico de una cabalgata y luego el rumor de conversaciones se hizo más perceptible.

    Belarmino se había quedado atrás para darle de beber a su caballo, que en seguida tascando el freno sacudió la cabeza y lanzó un largo y vibrante relincho. Reclamaba la ausencia de los jinetes que se habían adelantado.

    Desde la hondonada, Belarmino dirigió la mirada hacía las casas de Quillanco, que se alzaban en medio de la hermosa plazoleta de robles determinados caprichosamente. Recordó el mozo la tarde en que llegaron a conocer Quillanco. Vio a Anselmo paseándose a lo largo del piso enladrillado, mientras el sol poniente iluminaba con vivo resplandor la estancia.

    —¡Tío Anselmo! —exclamó Belarmino con voz ronca y dolorosa—. ¡Tío Anselmo! —repitió—. Te hemos vengado bien.

    Se quedó mirando hacia las casas y sus ojos, acostumbrados a las distancias, fueron identificando a la gente que se desmontaba: Fidel Pontigo, don Serapio, Domingo Melín, El Verde, Clodomiro, Quicho, Erices, Florindo Todos, amigos apasionados de Anselmo.

    Como la mesnada que sale a repeler el ataque a las tierras del señorío, toda aquella gente, unida a media docena de "trízanos", recorrieron las montañas, los caminos, los ranchos y caseríos. Justos y pecadores, muchas víctimas inocentes, otros encubridores y culpables, quedaron a lo largo de los caminos. Una ola de espanto, hizo que mucha gente huyera a ocultarse en las montañas, o se marchara a la ciudad. Pero según las informaciones de los diarios y los partes policiales, todos los que cayeron, eran cómplices o malhechores de la banda que asesinó a don Anselmo Mendoza.

    Aspiró con deleite, Belarmino, el aire de la noche.

    —Tío Anselmo —exclamó de nuevo—estás bien vengado.

    Un sordo fragor de huracán que se avecina se oyó a la distancia. Una conmoción desconocida palpitó en el ámbito. Hasta que de pronto asomó un monstruo negro, que traía un enorme ojo luminoso. Jadeando, avanzaba lento, iluminando los grandes árboles con llameante resplandor. En el alto, frente a donde se hallaba Belarmino, se detuvo para lanzar un agudo pitazo. Después avanzó de nuevo, con poderoso resoplar, penetrando la selva con su luz. Internándose más y más en la vegetal entraña de la Frontera.

    En las piedras del estero resonaron los cascos del caballo de Belarmino. Agitando la crencha volvió a relinchar de nuevo, mientras caminaba ahora con tranco rápido hacia las casas de Quillanco.


    Santiago, Quilpué, Llolleo,
    agosto 1947, noviembre 1948.



    GLOSARIO DE PALABRAS AUTÓCTONAS USADAS EN ESTA OBRA


    ARRENQUÍN.— Muchacho que ayuda en una faena.
    APERCANCAR.— Moho de la humedad. Se aplica a los cueros.
    BOLACO.— Robo de alimentos o dinero.
    CULLIN.— Del mapuche: dinero.
    CONCHAVEAR.— Intercambio de productos. Trueque.
    CUPELHUE.— Cuna vertical en que las indias llevan sus criaturas sobre la espalda.
    COÑI.— Voz mapuche: niño.
    CAGUELLO— Del mapuche: caballo.
    CANCO.— Brasero de greda de gran circunferencia. Mujer cancona: se le dice a la de amplias caderas.
    COCAVÍ.— Provisiones que se llevan en un viaje.
    CUNCAS.— Órgano genital del vacuno.
    CABE.— Provisiones adquiridas de lance.
    CULLI.— Yerba de pedúnculo ácido. Muy usada como febrífugo.
    CALLUZO.— Dícese por el animal que tiene el hocico muy agudo y alargado.
    CALAMORRO.— Zapato burdo, de suelas gruesas y estoperoles.
    CAITA.— Animal montañero, bravo. Andar de caita, se le dice a los que van sin pasaje en un tren.
    CALDA.— Tunda, paliza.
    CACHAÑA.— Lorito, del sur chileno. Muy inteligente.
    COLTRO.— Chiquillo, (Ahora se le dice a lo largo de todo el país, "cabros" a los niños).
    CAMARICO.— Amistad muy íntima de pelambres y veleidades.
    CULINCADO.— Trigo o maíz culincado. A medio tostar en la callana de lata o de greda.
    CONTIGIOSO.— Muy susceptible o cascarrabias.
    CAGUIN — Chisme.
    CHOLLONCADA.— Del mapuche: encuclillada.
    CHONCHÓN.— Pájaro de la noche. Lamparín rústico de mecha humeante sin tubo.
    CHERCAN.— Pájaro. Harina de trigo tostado, con agua caliente.
    CHUPILGA.— Harina de trigo tostado, con vino.
    CHAIGUE.— Canasto de fibra vegetal de tejido muy compacto.
    CHOPE.— Puñete.
    CHAMUCHINA.— Plebe. Gente despreciable.
    CHINA.— Se les dice a las mapuches.
    CHAVALONGO.— Fiebre infecciosa.
    ENSOLIMANADA.— Mujer afeitada con solimán.
    GUAMACHUCO— Nombre que se le daba al General Gorostiaga por haber ganado la batalla de Huamachuco en el Perú.
    GUEÑI.— Se le dice al niño moreno. Generalmente a los chiquillos mapuches. También se usa como calificativo cariñoso.
    GILIDIAR.— Mañosear.
    HANCHI.— Harina con trigo nuevo; el cual, previamente, te pone a remojar.
    HUALLISADA O HUALLENTO.— Se designa con este nombre al conjunto de robles nuevos (hualles).
    HUIRÁ.— Obra vegetal.
    LIANZA.— De liar. Liarse con otra persona en negocios al crédito.
    LLEPO.— Conjunto de nudos. Canasto pequeño hecho de fibras vegetales.
    LLOCO.— Caballo ordinario. Animal de poca ley.
    LLONGO.— Sombrero raído, ordinario.
    LLEULLE.— Bisoñe. Torpe, Soldados improvisados. Hay un libro de la época de la pacificación de la Araucaria titulada de "La revolución de los lleulles".
    MANSUN.— Del mapuche: buey..
    MALOCA.— Malón. Asalto indígena a poblados y casas.
    NIÑOCAS.— Cortesanas.
    ÑACHI.— Sangre fresca de cordero aliñada con vinagre y sal que se come apenas se mata el animal.
    OTOMÍA.— Fechoría. Depredación.
    PAÑI— Calor del sol.
    PEONCO.— Desnudo hasta la cintura.
    POYO.— Brasero en el suelo.
    PILUCHO.— Semidesnudo.
    PEHUENCHE.— Indio de la tierra de los pehuenes. Pehuén, la araucaria imbrícala, el árbol chileno que da el sabroso fruto llamado piñón.
    PERQUEN — Hedor. Fetidez insoportable.
    PERQUENCO.— Pueblo del sur. Co significa agua. Perquenco: agua hedionda.
    PICHIHUINCA.— Pichi: pequeño, Huinca: hombre. Hombre chico.
    QUILANTO.— Quila, coiihue. Conjunto de quilas. Quilanto o quilantar.
    QUISCA.— Cabello tieso. En Santiago el pueblo llama quisca al puñal.
    TRIZZANO.— Apellido italiano, de un capitán de gendarmes del sur que se hizo famoso por su decisión y audacia, para combatir a los bandidos.
    TIPLE.— Al tiple, o sea tres veces.
    TRARILONCO.— Adorno en la cabeza del mapuche, hombre y mujer.
    TRAPILACUCHA.— Prendedor de plata que cubre el pecho del mapuche.
    TRAPI— En mapuche: ají.
    TUMBO.— Caseta de tablas apoyadas en el ápice.
    TUMBA.— Presa grande de carne que se da a los soldados en los cuarteles.
    TEMUCO.— Nombre de una ciudad del sur chileno. Significa agua de temo.
    TREGUA.— En mapuche: perro.
    TRAIGUÉN.— Ciudad del sur. Significa: río de brujos.
    RESCOLDO.— Ceniza caliente en donde se cuece un pan llamado tortilla de rescoldo.
    REMOTO.— Se dice por el animal demasiado descansado, que se fatiga muy pronto, por estar pesado y gordo.
    SUGIRIÓ.— Angustia, inquietud.
    SOPLILLO.— Trigo nuevo pasado por una piedra y puesto a secar. Se le pone al caldo.
    VILLA.— Del mapuche: hambre.
    VOLTARIO.— Atento. De buena voluntad. Asequible.


    FIN

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