Publicado en
abril 18, 2010
Título original: Dayworld
PREFACIO DEL AUTOR
Aunque fanático devorador de ciencia ficción desde su primera juventud, Philip José Farmer fue un escritor tardío, puesto que no publicó su primera obra hasta cumplidos los 35 años. Sin embargo, su primera incursión en el género fue ya un auténtico escándalo, que marcaría las costantes de toda su carrera posterior. LOS AMANTES, aparecida en revista en 1952 y ampliada posteriormente a libro en 1961, causó una auténtica sensación por lo escabroso de su tema y lo audaz de sus planteamientos, y con ella Farmer ganó, en 1953, el premio Hugo al «autor nuevo más prometedor». Este alentador impulso le permitió dedicarse por entero a la literatura, y toda su producción posterior estuvo marcada por la abundancia, la calidad, y muy a menudo el escándalo. Relatos como «Madre», o la serie de historias que tenían como protagonista al padre Carmody (de las que la más famosa es la novela NOCHE DE LUZ, o la novela CARNE, cimentaron la fama de Farmer como escritor audaz, polémico y controvertido. Incluso llegó a publicar, en una editorial especializada en esos temas, algunas novelas de ciencia ficción pornográfica, de las cuales la más famosa, reeditada múltiples veces, es LA IMAGEN DE LA BESTIA.
Pero la consagración le llegó a Farmer con la publicación de A VUESTROS CUERPOS DISPERSOS, la primera novela de la trilogía, que más tarde se convertiría en pentalogía, del «Mundo del Río» (de la que un antecedente directo era su novela anterior MUNDO INFIERNO, que ganó el premio Hugo de 1972 y significó su reconocimiento literario a nivel mundial. Todas las obras citadas hasta aquí han sido publicadas, algunas en varias ediciones distintas, en español.
Philip José Farmer se ha especializado también en incorporar a sus novelas los grandes personajes del mundo literario de los comics y los pulps que fueron sus héroes de juventud, desde Sherlock Holmes hasta Tarzán. Entre estas novelas cabe destacar LORD TIGRE, considerada unánimemente la novela mejor escrita, literariamente, de Farmer, que nos ofrece una visión futurista del mito de Tarzán, y EL OTRO DIARIO DE VIAJE DE PHILEAS FOGG, una reelaboración de la famosa novela de Verne LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS. Ambas novelas serán ofrecidas próximamente en esta misma colección.
DOMINGO SANTOS
A mi último nieto, Thomas José Josephsohn, nacido el 25 de marzo de 1983. Ojalá viva hasta la vejez y sea siempre tan listo, amable, expansivo, alegre, curioso y saludable como lo es ahora.
Mi agradecimiento al padre James D. Shaughnessy de Peoria por sus consejos y estimulantes ideas acerca de los futuros papas. Sin embargo, todas las opiniones y conclusiones expresadas aquí acerca de siete papas simultáneos son responsabilidad mía, no suya.
Prefacio del autor
La base o punto de arranque de esta novela es mi relato corto «The-Sliced-Crosswise-Only-On-Tuesday-World». Éste tiene lugar el año 2214 A.D. (viejo estilo) o 130 N.E. (nuevo estilo): N.E. corresponde a Nueva Era, y 130 N.E. indica el año ciento treinta después del inicio oficial de la sociedad «petrificadora».
Los acontecimientos de Mundo de día ocurren en el año 3414 A.D. o 1330 N.E Han pasado mil trescientos treinta años desde el inicio de la Nueva Era, 1 N.E.
Aunque han transcurrido mil doscientos años entre los acontecimientos del relato corto y la novela, en ellos sólo han nacido (aritméticamente hablando) siete generaciones y media. La razón de ello resultará evidente a lo largo de la novela.
En el futuro, los EE.UU. tendrán que adoptar el sistema métrico y el tiempo de veinticuatro horas. En ocasiones, sin embargo, utilizo el actual sistema horario para comodidad del lector.
Algunas palabras contemporáneas poseen diferente significado en la cultura de la Nueva Era. Esos cambios deben resultar evidentes.
No se confundan debido a que algunos de los personajes masculinos tienen nombres femeninos y algunas mujeres llevan nombres de varón. Los tiempos cambian; las costumbres mueren.
El protagonista de Mundo de día es un fuera de la ley, un quebrantadías. Vive según el calendario horizontal.
Para una explicación de los calendarios horizontal y vertical, examinen la ilustración.
El calendario es «vertical», no nuestro actual calendario «horizontal». Nuestro calendario presenta siete días de la semana como si nos moviéramos horizontalmente por el tiempo. El domingo precede al lunes, y el lunes precede al martes, y cuando hemos alcanzado el siguiente domingo hemos recorrido otro sendero cronológico horizontal.
La Nueva Era o sociedad «petrificadora» utiliza un calendario «vertical». Razón: sólo un séptimo de la población mundial vive durante cualquier día de la semana. O, dicho de otro modo, seis séptimos de la población mundial permanece en un estado «petrificado» o en «animación suspendida» durante seis días de cada semana. La gente del domingo vive sólo el domingo; la gente del lunes solo el lunes y así sucesivamente.
Al final de uno de los pasos de la Tierra en torno al Sol, un ciudadano del domingo ha vivido sólo cincuenta y dos días. Si nació digamos, el año 100 N.E., esa persona ha permanecido en la Tierra doscientos años el 300 N.E. Pero esa persona no ha alcanzado los veintinueve años de edad en desarrollo fisiológico. Si esa persona lleva en la Tierra seiscientos años, él o ella no ha alcanzado todavía los ochenta y seis años en términos de envejecimiento.
La cultura petrificadora reduce enormemente las demandas de alimentos y bienes de consumo, la polución, y el espacio vital necesario. Si la población global es, digamos, de diez mil millones de personas, entonces, cada día, sólo un poco más de mil cuatrocientos ochenta y ocho millones quinientos mil seres están consumiendo comida, bebiendo, utilizando espacio, y añadiendo basura, trastos y materias de desecho a su entorno.
El gobierno de la Nueva Era decretó el nuevo calendario por dos razones. Una, deseaba crear una clara interrupción con el pasado. Dos, quería asegurarse de que la población de cada día no iba a ser engañada en su cuota de días por año debido a los diferentes días que tenían los meses tal como estaban establecidos por el calendario gregoriano. El solsticio de verano, que se produce el 21 de junio o en sus inmediaciones, se convirtió arbitrariamente en el primer día del año, y ese día fue designado como domingo.
El año fue dividido en trece meses, con cuatro semanas de siete días cada una. El final de año fue seguido por un día cero o perdido para asegurar que hubiera trescientos sesenta y cinco días en el año. En los años bisiestos, fue añadido un día cero o perdido extra. Todo el mundo excepto un número mínimo de bomberos, policía, administradores, etc., fue sometido al estado petrificado.
Los ciudadanos, por supuesto, empezaron a referirse a dos tipos de tiempo distintos. El tiempo objetivo, es decir, el tiempo tal y como es medido por el círculo anual que traza la Tierra alrededor del Sol y la propia rotación de la Tierra, fue denominado obaños, obmeses, obsemanas y obdías. El tiempo subjetivo, el número real de días, semanas, meses y años que vivía una persona, fueron los subdías, subsemanas, submeses y subaños.
Los nombres de los meses son, por orden sucesivo: unidad, variedad, alegría, esperanza, camaradería, amor, libertad, plenitud, paz, conocimiento, sabiduría, serenidad y realización. Esos son también los Trece Principios sobre los cuales se halla supuestamente basada la sociedad de la Nueva Era.
Mundo del martes
Mancomunidad Orgánica de la Tierra
Órgano Ministerial Norteamericano
Estado de Manhattan
Población total de Manhattan: 2.100.000
Población diaria de Manhattan: 300.000
Distrito de Greenwich Village
Casa en la esquina de la calle Bellecker y el canal Kropotkin
(antiguamente Avenida de las Américas)
VARIEDAD,
segundo mes de 1330 N.E.
D5-S1
(día cinco, semana uno)
Zona de Tiempo 5, 12:15 A.M.
1
Cuando la jauría ladra, la zorra y la liebre son hermanas.
Hoy, Jeff Caird, la zorra, iba a oír la jauría.
En un primer momento no pudo oír nada, porque se hallaba de pie en un cilindro insonorizado. Si hubiera estado fuera de él, hubiera seguido sin oír nada. Excepto él mismo y unos cuantos orgánicos, bomberos y técnicos, era la única persona viva en la ciudad.
Unos pocos minutos antes de entrar en el cilindro y cerrar la puerta, había deslizado hacia atrás un pequeño panel en la pared. Detrás del panel de control en el hueco en la pared había un pequeño dispositivo que él mismo había conectado hacía muchos años a los circuitos de energía. Activado el dispositivo con la voz, asegurándose así de que la energía «despetrificadora» no sería aplicada al cilindro que él ocupaba ahora.
Aunque la energía estaba ausente, el ordenador de monitorización de la ciudad recibiría datos falsos de que la energía había sido conectada en su cilindro.
Su cilindro o «petrificador» era como todos los de los demás adultos sanos. Se hallaba en un rincón, tenía una ventanilla redonda de unos treinta centímetros de diámetro en la puerta, y estaba hecho de papel gris. El papel, sin embargo, estaba permanentemente «petrificado», de modo que era indestructible y siempre estaba frío.
Desnudo, con los pies plantados en el grueso disco instalado en el centro del cilindro, aguardó. El facsímil hinchable de su cuerpo había sido deshinchado, y ahora estaba en la mochila en el suelo del cilindro.
Las figuras en los otros cilindros de la habitación eran cosas carentes de vida cuyas moléculas habían recibido la orden electromagnética de reducir su actividad. Resultado: un endurecimiento de todo el cuerpo, que se convertía en algo irrompible e incombustible, aunque un diamante podía rasguñarlo. Resultado: un descenso de la temperatura corporal, aunque no tan lento como para causar que la humedad se precipitara en el aire ambiente.
De pronto, en un cilindro en la habitación y en centenares de miles de otros en la silenciosa ciudad, la energía aplicada automáticamente a través de los discos recorrió los cuerpos como estatuas. Como un taco golpeando un grupo de bolas de billar, la energía golpeó las perezosas moléculas del cuerpo. Las bolas se dispersaron y siguieron moviéndose al ritmo determinado por la Naturaleza. El corazón de la persona despetrificada, inconsciente de haber sido detenido, completó su último latido. Exactamente quince minutos después de la medianoche, la gente del martes de Manhattan dejó de ser incomibles e imputrescibles calabazas. Durante las próximas veintitrés horas y treinta minutos, podrían resultar fácilmente heridos o muertos.
Empujó la puerta, la abrió, y salió a una amplia habitación en el sótano. Se inclinó ligeramente por la cintura, haciendo que la placa de identificación que colgaba de una cadena en torno a su cuello oscilara ligeramente. Cuando volvió a enderezarse, el disco verde rodeado por una estrella de siete puntas se posó de nuevo sobre su plexo solar.
La luz de la estancia, que no parecía proceder de ninguna parte, se había encendido al ser aplicada la energía despetrificadora. Como hacía cada martes por la mañana, observó la paredes color verde claro sin sombras, las bandas de televisores de metro veinte de anchura que iban del techo al suelo, la gruesa moqueta marrón con dibujos circulares verdes, la banda del reloj, y los veintitrés cilindros y cajas con forma de ataúd, los «petrificadores». Veinte rostros congelados estaban enmarcados en las redondas ventanillas. Veinte adultos ocupaban los cilindros verticales. Ocho jóvenes permanecían tendidos en las cajas horizontales infantiles, mirando al techo. Unos pocos segundos después de abandonar su petrificador, una mujer salió del suyo. Ozma Fillmore Wang era bajita, esbelta, con pechos grandes y largas piernas. Sus pómulos eran anchos y altos en su rostro con forma de corazón. Sus grandes ojos negros tenían un ligero pliegue epicántico. Su largo pelo era liso, negro y reluciente. Unos grandes dientes blancos brillaron cuando esbozó una amplia sonrisa.
No llevaba nada excepto su disco-estrella de identificación, lápiz de labios, sombra para los ojos, y un gran saltamontes verde pintado en su cuerpo. Estaba alzado sobre sus patas traseras, y los pezones de la mujer, pintados de negro, formaban el centro de sus negros y fijos ojos. A veces, cuando Jeff estaba haciendo el amor con su esposa, tenía la sensación de estar copulando con un insecto.
Avanzó hacia él, y se besaron.
—Buenos días, Jeff.
—Buenos días, Ozma.
Ella se volvió y le condujo hacia la próxima habitación. Él avanzó una mano para palmear sus nalgas en forma de huevo, luego la retiró. El más ligero gesto animoso podía inflamarla. Desearía hacer el amor en la moqueta, frente a los ciegos testigos de los cilindros. El pensaba que era infantil hacer aquello, pero ella era, en algunos aspectos, infantil. Ella prefería decir que era como una niña, lo cual, afirmaba, no era lo mismo. De acuerdo. Todos los buenos artistas eran como niños. Para ellos cada segundo daba nacimiento a un nuevo mundo, cada uno de ellos más sorprendente y maravilloso que el anterior. De todos modos..., ¿era Ozma una buena artista?
¿Qué importaba? La amaba por ella misma, significara eso lo que significara.
La otra habitación contenía sillas, sofás, mesas, una mesa de ping-pong, una máquina de ejercicios, un billar, las bandas de los televisores murales, una puerta a un cuarto de baño, y otra puerta que daba al resto de la casa. Ozma salió por esa puerta y subió los escalones hasta un vestíbulo. A su izquierda estaba la cocina. Giraron a la derecha, recorrieron un corto pasillo y volvieron a girar hacia otros escalones a la derecha. Arriba había cuatro dormitorios, cada uno de ellos con un cuarto de baño. Ozma le precedió hasta el dormitorio más cercano, que se iluminó apenas entraron.
En un extremo de la amplia habitación, junto a unas ventanas con postigos, había una enorme cama doble. Junto a otra pared, al lado de una gran ventana circular, había una mesa con un gran espejo. A su lado unas estanterías contenían grandes cajas de plástico con cepillos, peines y cosméticos. Cada caja llevaba el nombre de su propietario.
A lo largo de una de las paredes había una serie de puertas que ostentaban placas con nombres. Jeff insertó una punta de la estrella de su disco de identificación en un agujero de la puerta que llevaba su nombre y el de Ozma. Se abrió y se encendió la luz de su interior, revelando estanterías que contenían sus ropas personales. De un estante al nivel de sus ojos tomó una arrugada bola de ropa, la hizo girar, apretó una sección entre su índice y su pulgar, y sacudió la bola. Se desenrolló con un crujir de chispas eléctricas de un dobladillo y se convirtió en una larga y suave túnica verde. Se la puso, y se ató el cinturón. De otro estante tomó dos calcetines y un par de zapatos. Después de ponérselos, cerró la parte superior de los zapatos con una firme presión de los dedos.
Ozma se enderezó de su inspección de la ropa de la cama.
—Limpia y hecha de acuerdo con las especificaciones —dijo.
—Lunes siempre ha sido buena en esas tareas. Tenemos más suerte que otros que conozco. Lo único que espero es que Lunes no se mude a otra casa.
Ella pronunció una palabra código. Una pared se iluminó y cobró vida, una vista tridimensional de una jungla compuesta por gigantescos tallos de hierba. En aquel momento algunos tallos se apartaron, y una cosa con protuberantes ojos insectoides miró a los dos humanos. Sus antenas vibraron. Una pata trasera se alzó y se frotó contra una protuberante vena. Los chirridos del saltamontes resonaron por toda la habitación.
—Por el amor de Dios —dijo Jeff—. Baja el tono.
—Me relaja para dormir —dijo ella—. Aunque en estos momentos no tengo sueño precisamente.
—Me gustaría aguardar hasta que hayamos descansado un poco. Siempre es mejor entonces.
—Oh, no sé —dijo Ozma—. ¿Por qué no realizas una prueba científica? Hazlo antes y después de dormir y luego compara notas.
—Ésa es la diferencia entre cuarenta y veinticinco. Créeme, lo sé.
Ella se echó a reír y dijo:
—No estamos en un combate diciembre-abril, querido.
Se tendió en la cama, brazos y piernas abiertos.
—El Castillo Extático está indefenso, y su puente levadizo bajado. Carga contra él, Sir Galahad, con tu lanza enhiesta.
—Me temo que puedo caer al foso —dijo él, sonriendo.
— ¡Maldita sea! ¿Estás intentando volverme loca de nuevo? ¡Carga, medroso caballero, o cerraré el rastrillo sobre ti!
—Has estado viendo las reposiciones de Los caballeros de la Tabla Redonda —dijo él.
—Me excitaron, todos esos hombres violentos sobre sus grandes caballos y todas esas doncellas raptadas por ogros con tres cabezas. Todas esas lanzas golpeando y golpeando. ¡Ven, Jeff! ¡Juega conmigo!
—Buscaré el Santo Grial —dijo él, mientras se inclinaba sobre ella—. Aunque más bien parece el Santo Gredal.
—¿Puedo ayudar si lubrico mucho? Tú manténlo en alto, y lo besaré y lo coronaré. No me lo estropees, Jeff. Necesito fantasear.
¿Qué le había ocurrido al viejo sexo no imaginativo?, pensó él. Pero dijo:
—Acabo de hacer voto de silencio. Piensa en mí como el monje loco del Bosque de Sherwood.
—No dejes de hablar. Sabes que me encanta cuando dices cosas sucias.
Quince minutos más tarde, ella preguntó:
—¿Hiciste ya la solicitud?
—No —dijo él, respirando pesadamente—. Lo olvidé.
Ella rodó sobre sí misma para mirarle directamente.
—Dijiste que querías un hijo.
—Sí. Sólo que..., ya sabes que tuve muchos problemas con Ariel. Me pregunto si realmente deseo otro hijo.
Ozma acarició gentilmente su mejilla.
—Tu hija es una mujer maravillosa. ¿Qué problemas?
—Muchos, después de que su madre muriera. Se volvió neurótica, demasiado dependiente. Y se siente muy celosa de ti, aunque no tenga ninguna razón para estarlo.
—Yo no lo creo así —dijo Ozma—. De todos modos..., ¿problemas? ¿Qué problemas? ¿Me has estado escondiendo algo?
—No.
—Hablaremos de ello durante el desayuno —dijo ella—. A menos que prefieras hacerlo ahora. ¿Sabes?, di por sentado que querías un hijo. Yo misma había tenido algunas dudas. Soy una artista, y debería dedicarme enteramente a mi arte, aparte por supuesto lo que me dedico de buen grado a ti. ¿Pero un hijo? No estaba segura. Luego...
—Ya hemos hablado de todo esto —dijo él. Imitó su grave y a veces raspante voz—: «Cada mujer es una artista en el sentido en que puede producir una obra maestra, su hijo. Sin embargo, no todas las mujeres son buenas artistas. Pero yo lo soy, lo soy. Pintar no es suficiente.»
Ella golpeó su brazo con un menudo puño.
—Haces que suene tan pomposa.
—En absoluto. —La besó—. Buenas noches. Hablaremos luego.
—Eso es lo que dije. Pero..., ¿harás hoy la petición?
—Lo prometo.
Aunque podían hacer su petición vía banda de televisión, tenían muchas más posibilidades de que fuera aceptada si utilizaba sus conexiones como orgánico (un eufemismo para policía, que representaba la fuerza del gobierno «orgánico»). Hablaría cara a cara con un oficial superior de la Oficina de Reproducción al que le había hecho algunos favores, y la petición no tendría que seguir los canales regulares. Pese a todo, pasaría un subaño antes de que les llegara la decisión de la Oficina. Jeff sabía que serían aceptados. Mientras tanto, siempre podía cambiar de opinión y anular la petición.
Ozma se pondría furiosa si lo hacía, lo cual significaba que iba a tener que pensar en una buena excusa. De todos modos, podían ocurrir muchas cosas antes de ese día de la ira.
Ozma se durmió rápidamente. Él permaneció tendido en la cama por un tiempo, con los ojos cerrados, pero viendo el rostro de Ariel. El consejo immer había rechazado ya su petición de iniciar a Ozma. Había esperado aquello, pero había confiado en que Ariel sería aceptada. Como hija de dos immers, era muy inteligente y adaptable, altamente cualificada para convertirse también en una immer. Excepto... el hecho de que había mostrado una cierta inestabilidad psíquica en algunos asuntos. Por esa razón, el consejo immer podía rechazarla. No podía negar que el consejo tenía que mostrarse muy cauteloso. Pero se sentía dolido.
A veces deseaba que Gilbert Ching Immerman no hubiera descubierto el elixir o compuesto químico o lo que fuera que frenaba el envejecimiento. También deseaba que, puesto que el elixir había sido descubierto hacía varios obsiglos, Immerman hubiera hecho público su descubrimiento. Pero Immerman, tras algunas agónicas dudas, había decidido que el elixir no sería bueno para la humanidad en su conjunto.
Tal como eran las cosas, la sociedad petrificadora eliminaba muchas generaciones que hubieran nacido si los petrificadores no hubieran sido inventados. Una persona necesitaba ciento cuarenta años objetivos para alcanzar la edad fisiológica de veinte. Así, se perdían seis generaciones cada ciento cuarenta años. ¿Quién sabía qué genios y santos, sin mencionar la gente común, no habían llegado a nacer nunca? ¿Quién sabía cuánta gente que hubiera podido conducir al mundo hacia el progreso científico, artístico y político no existía?
Immerman había pensado que la situación actual ya era bastante mala. Pero si el freno existente a la vida y a los nacimientos se veía incrementado por siete, entonces las pérdidas aún serían mayores. Y esta sociedad global, la Mancomunidad Orgánica de la Tierra, se hubiera vuelto más estática y hubiera cambiado más perezosamente aún.
Fuera éticamente correcta o equivocada, Immerman había tomado su decisión, y como resultado de ella la familia secreta immer seguía viviendo hoy.
Immerman, sin embargo, no había sido egoísta guardándose el secreto para sí mismo, sus descendientes y aquellos iniciados dentro de la familia. Los immers estaban convirtiéndose en rebeldes ocultos contra el gobierno. En una lenta y sutil revolución, se infiltraban en los escalones superiores y medios de la mancomunidad. Una vez consiguieran el suficiente poder, sin embargo, no cambiarían la estructura básica del gobierno. Todavía no deseaban abandonar los petrificadores. Pero deseaban librarse de la monitorización constante y cercana de los ciudadanos por parte del gobierno. No sólo era fastidioso; era degradante. Además no era necesario, aunque el gobierno afirmara que sí lo era.
«Sólo siendo observado puedes llegar a ser libre», era uno de los eslóganes que a menudo desplegaba el gobierno en los programas de las bandas.
A la edad de dieciocho subaños, los padres de Caird le habían hablado de la sociedad immer. Había sido estudiado por el consejo, sopesado en la balanza, y hallado más que satisfactorio. Le habían preguntado si deseaba convertirse en un immer. Por supuesto, lo hizo. ¿Quién rechazaría la oportunidad de una vida mucho más larga? ¿Y qué joven inteligente no desearía trabajar para una mayor libertad y para una eventual posición de poder?
No fue hasta algunos subaños más tarde que se dio cuenta de lo ansiosos que debieron sentirse sus padres cuando le revelaron el secreto de los immers. ¿Y si, por alguna perversidad, su hijo se hubiera negado a unirse a ellos? El consejo immer no le hubiera permitido vivir, por muy improbable que fuera el que llegara a traicionar a la familia. Hubiera sido secuestrado en plena noche y petrificado, luego oculto en algún lugar donde nadie pudiera hallarlo nunca. Y eso hubiera apenado a sus padres.
Cuando Caird se dio cuenta de eso, preguntó a sus padres qué hubieran hecho si él hubiera rechazado la oferta. ¿Se hubieran vuelto contra los immers?
—Pero nadie la ha rechazado nunca —le dijo su padre.
Caird no había respondido a eso, pero se había preguntado si no era posible que sí hubiera habido gente que hubiera rechazado la oferta, sin que nadie excepto aquellos inmediatamente implicados hubiera llegado a saberlo nunca.
A los diecinueve años, Caird había sido abordado por su tío, un orgánico del que Caird sospechaba que podía pertenecer también al consejo immer de Manhattan. ¿Deseaba su sobrino convertirse en un quebrantadías? No sólo el tipo normal de quebrantadías, un criminal común, sino uno de aquellos que eran protegidos y ayudados por los immers. Tendría una identidad nueva cada día, podría ejercer varias profesiones, y podría llevar mensajes verbales del consejo de un día al del siguiente cuando los mensajes grabados fueran peligrosos. Ansioso, casi en trance, el joven Caird había dicho que, por supuesto, le encantaría ser un quebrantadías.
2
Pensando en eso, Caird terminó quedándose dormido. Y estaba metido en un capítulo de un sueño seriado, aunque jamás había estado antes en aquel melodrama. Estaba sentado en una habitación que, de alguna forma, sabía que formaba parte del largo tiempo abandonado sistema de alcantarillado sepultado por el primer gran terremoto que asoló Manhattan. Esta habitación se hallaba justo en medio de un enorme túnel de alcantarillado horizontal bloqueado a ambos lados pero accesible por una escalera de travesaños que descendía por un pozo vertical. Una simple bombilla sin pantalla, un dispositivo que no era utilizado desde hacía mil obaños, iluminaba la habitación de una forma arcaica.
Aunque la luz brillaba de una forma dura, no podía vencer las brumosas sombras que se agitaban a ambos lados. Avanzaban, luego retrocedían, luego volvían a avanzar de nuevo.
Permanecía sentado en una dura silla de madera junto a una enorme mesa redonda de madera. Aguardaba a que los otros, los otros, entraran. Sin embargo también estaba de pie entre las brumas, contemplándose a sí mismo sentado en la silla.
Al fin entró Bob Tingle, tan lentamente como si se estuviera moviendo con agua hasta la cintura. En su mano izquierda llevaba un ordenador portátil, sobre el cual había un plato giratorio de microondas. Tingle hizo un signo con la cabeza al Caird sentado en su silla, colocó el ordenador sobre la mesa y se sentó también. El plato dejó de girar, y su cóncavo rostro se quedó mirando fijamente el convexo rostro de Caird.
Jim Dunski pareció entrar flotando, con un estoque de esgrima en su mano izquierda. Hizo un signo con la cabeza a los dos, colocó el estoque sobre la mesa de modo que apuntara a Caird, y se sentó. El romo botón de la punta del estoque se fundió, y la afilada punta resplandeció como un ojo maligno.
Wyatt Repp, con una plateada cámara transmisora de televisión que parecía una pistola en su mano izquierda, entró a paso vivo. Unas invisibles puertas basculantes de saloon parecieron oscilar sin ruido a sus espaldas. Sus botas de cowboy de alto tacón le hacían más alto que los demás. Su traje de lentejuelas tipo western resplandecía tan malignamente como la punta del estoque. Su sombrero blanco de cuarenta litros llevaba en su parte frontal un triángulo rojo que encerraba un brillante ojo azul. Parpadeó una vez a Caird, y luego se quedó mirándole fijamente.
Repp se sentó y apuntó con su aparato a Caird. Su dedo índice estaba curvado en el disparador.
Charlie Ohm, con un sucio delantal blanco, entró tambaleándose, con una botella de whisky en su mano izquierda y un vaso de licor en la otra. Una vez sentado, llenó el vaso y se lo ofreció en silencio a Caird.
El Caird de pie en la bruma sintió que una vibración sacudía el suelo a través de las suelas de sus zapatos. Era como si le hubiera alcanzado la sacudida de un terremoto, o un trueno estuviera agitando el suelo.
Luego el padre Tom Zurvan entró a largas zancadas en la habitación, como si el Mar Rojo se estuviera abriendo ante él. Su pelo castaño rojizo que le llegaba hasta la cintura se agitaba locamente como un nido de furiosas víboras. Pintada en su frente llevaba una gran S naranja, que significaba «Símbolo». Se había embadurnado de brillante azul la punta de la nariz. Sus labios estaban pintados de verde, y su bigote teñido de azul. Su barba castaño rojiza, que descendía también hasta su cintura, llevaba trenzados varios trozos de aluminio en forma de mariposa. Su túnica blanca hasta los tobillos estaba decorada con anchos círculos rojos que rodeaban estrellas de seis puntas azules. Su disco de identificación exhibía un aplastado ocho colocado de lado y ligeramente abierto en un extremo: el símbolo de una eternidad rota. En su mano derecha sujetaba un largo bastón de roble que se curvaba en su parte superior.
El padre Tom Zurvan se detuvo, apoyó el cayado de pastor contra su hombro, y formó un aplastado óvalo con la punta del índice y el pulgar de su mano derecha. Pasó el largo dedo de su mano izquierda tres veces a través del óvalo.
Dijo con voz fuerte:
—Ojalá digáis la verdad y sólo la verdad.
Sujetando de nuevo el bastón, caminó hasta una silla y se sentó. Colocó el bastón sobre la mesa de modo que su extremo curvado apuntara directamente a Caird.
— ¡Padre, perdóname! —dijo el Caird sentado junto a la mesa.
El padre Tom, sonriendo, hizo de nuevo el signo. La primera vez, había sido obsceno. Ahora, fue una bendición. También era una orden de desatar verbalmente todos los animales salvajes confinados, de derramar todo lo que tuvieras en tu interior.
El último en entrar fue Will Isharashvili. Llevaba un uniforme verde con franjas marrones y el sombrero de Oso Fumador, el atuendo de un vigilante del Central Park. Isharashvili ocupó una silla y miró a Jeff. Todos estaban mirando a Caird junto a la mesa. Todos sus rostros eran el suyo.
A coro, dijeron:
—Bien, ¿qué hacemos ahora?
Caird despertó.
Aunque el acondicionador de aire se hallaba en marcha, estaba sudando, y su corazón latía más rápido de lo que debería.
—Quizás haya hecho una mala decisión —murmuró—. Tal vez hubiera debido permanecer en un solo día, quizás hubiera debido ser solamente Jeff Caird.
Finalmente, los débiles ruidos de las máquinas que barrían las calles volvieron a sumergirle en el sueño.
Sentado ante la mesa del desayuno, Caird podía ver el patio trasero con su verja de puntas desde la ventana. En una esquina había un pequeño taller; en otra, el garaje; en una tercera, el jardín. Un pequeño edificio de plástico transparente de una sola habitación, un estudio, se alzaba en el centro. A diez metros al este había un gran manzano. Tenía frutos, pero los transeúntes que no habían oído hablar de Ozma debían preguntarse qué tipo de árbol era. Ozma había pintado cada manzana con un dibujo distinto, aunque vistos globalmente los dibujos formaban un conjunto estéticamente agradable. La pintura no se lavaba fácilmente, pero era comestible, y un cuenco lleno de manzanas ocupaba ahora el centro de la mesa.
Ozma había llegado con Jeff al acuerdo de que él podía decorar la cocina. Él había arreglado las paredes de modo que relucieran con cuatro pinturas de artistas de la Dinastía T'ang. Le gustaba la cualidad china, el tranquilo y eterno aspecto con las figuras humanas siempre muy lejanas, pequeñas pero importantes, no los dueños sino parte integrante de las montañas, los bosques, las cataratas.
Aunque Ozma tenía más antepasados chinos que él, no se preocupaba particularmente por ellos. Era una irritante occidental a ultranza.
Había conectado la grabadora del rincón para averiguar si Miércoles había dejado algún mensaje. No había ninguno, así que podía suponerse que Miércoles no tenía quejas acerca de la limpieza o del orden de la casa.
Su desayuno se vio interrumpido por el timbre de la puerta de entrada. Ozma, vestida con una bata que le llegaba hasta las rodillas, de una tela tan fina que era igual que si no llevara nada, fue a responder. Los que llamaban era, como cabía esperar, el cabo Hiatt y el agente de primera clase Sangalli. Llevaban gorras verdes con largas viseras negras, uniformes verdes ostentando la insignia del Cuerpo de Limpieza del Estado de Manhattan, y sus galones de grado, medallas de buena conducta, sandalias marrones y guantes amarillos.
Ozma los saludó, hizo una mueca ante sus alientos alcohólicos, les invitó a pasar y les ofreció café. Lo rechazaron, y se dedicaron inmediatamente a sacar el polvo, lavar, encerar y pasar el aspirador. Ozma regresó a la mesa.
—¿Por qué no pueden venir más tarde, cuando nos hayamos ido?
—Porque tienen una cuota que cumplir, y porque así es como ha ordenado las cosas la burocracia.
Jeff fue escaleras arriba, se lavó los dientes y se pasó la crema depiladora por la barba. El rostro en el espejo era moreno, con el largo y oscuro pelo atado en un nudo Psiquis. Los ojos castaños parecían meditar debajo de las gruesas cejas. La nariz era larga y ligeramente aguileña, de temblorosas aletas. La mandíbula era fuerte. El mentón redondo y prominente, con un hoyo en el centro.
—Parezco un policía —murmuró—, Y lo soy. Pero no la mayor parte del tiempo.
Se duchó, se puso desodorante en los sobacos, entró en el dormitorio y se vistió con una bata azul decorada con tréboles negros. Bastos, el mismo símbolo utilizado en un mazo de cartas. Era el comodín, o quizá la sota de bastos. O ambas cosas. No sabía quién era responsable de este símbolo orgánico, pero probablemente había sido algún burócrata que pensaba que estaba siendo sutil. Los orgánicos, los policías, detentaban el auténtico poder, los garrotes.
Tomó su bolso de hombro y bajó las escaleras. Una banda junto a la puerta delantera resplandecía con un mensaje. Ozma quería que se parara en su estudio antes de irse.
Se hallaba dentro del edificio transparente de una sola habitación, sentada en un alto taburete. Se quitó las gafas de aumento y las dejó sobre la mesa cuando le oyó entrar. El saltamontes que había estado contemplando atentamente había sido petrificado para mantenerlo inmóvil mientras ella le aplicaba sus pinturas. Sus antenas eran amarillas; su cabeza, naranja pálido; su cuerpo, púrpura brillante con cruces ansadas amarillas; sus patas, negro profundo. Una pintura malva, con las mismas propiedades del cristal unidireccional, cubría sus ojos.
—Jeff, quería que vieses lo último que he hecho. ¿Qué te parece?
—Los colores no conjugan. No según los estándares modernos, al menos.
—¿Eso es todo lo que puedes decir? ¿No crees que va a causar sensación? ¿No mejora la naturaleza? ¿No es auténtico arte?
—No va a causar sensación —dijo él—. Dios mío, debe de haber un millar de saltamontes pintados en Manhattan. Todo el mundo está acostumbrado a ellos, y los ecologistas se están quejando de que estáis alterando el equilibrio de la naturaleza. Los pájaros y los insectos de presa no los devorarán porque pensarán que son venenosos.
—El arte debería complacer o hacer pensar o ambas cosas —dijo ella—. Las sensaciones son para los artistas inferiores.
—Entonces, ¿por qué no me preguntas si me causan alguna sensación?
—No me refiero a la sensación de sorpresa o ultraje o simplemente novedad, por supuesto. Me refiero a la sensación de reconocimiento de algo estético. La sensación de que Dios está en Su cielo, pero que es el humano sobre la Tierra el que hace a Dios mejor. ¡Oh, ya sabes lo que quiero decir!
—Por supuesto —dijo él, sonriente. Volvió la cabeza y la besó en los labios—. ¿Cuándo vas a empezar con las cucarachas? Son tan divinamente feas. Necesitan una hermosificación.
—¿Dónde puede encontrarse una en Manhattan? Tendría que ir a buscarlas a Brooklyn. ¿Crees que debería?
El se echó a reír y dijo:
—No creo que las autoridades te bendijeran.
—Podría esterilizar las cucarachas antes de volver a soltarlas. Pero, de veras, ¿son feas las cucarachas? Si adoptas otro esquema mental, si piensas en una categoría diferente, si las miras desde un punto de vista religioso, son hermosas. Quizás, a través de mi arte, la gente empezara a comprender su auténtica belleza. Verlas como las joyas vivientes que son.
—Clásicos efímeros —dijo Caird—. Antigüedades de corta vida.
Ella alzó la vista y sonrió.
—Crees que estás siendo sarcástico, pero quizás estés diciendo la verdad. Me gustan esas frases, puedo utilizarlas en mi conferencia. De todos modos, no son tan efímeras como eso. Quiero decir, los insectos morirán, pero mi nombre perdurará. La gente está empezando a llamarlos ozmas. ¿No has visto la Sección de Arte del Times de las siete? El gran Sam Fang en persona los llamó ozmas. Dijo...
—Estabas sentada a mi lado cuando lo vimos. Nunca olvidaré la forma en que te echaste a reír y aplaudiste.
—Normalmente es un pelmazo, pero a veces tiene razón. ¡Oh, me sentí tan extasiada!
Se inclinó para dar un toque con la casi microscópica punta de su pincel. La pintura negra cubría los espiráculos, las aberturas en el exoesqueleto que dejaban pasar el aire a la tráquea, los tubos respiratorios que penetraban hasta los órganos internos del insecto. Un químico de la Universidad de Columbia había desarrollado para ella la pintura que permitía la entrada del oxígeno a los espiráculos.
Caird contempló la petrificada mantis en oración a un extremo de la mesa y dijo:
—El color verde es bastante bueno para ellos, para Dios, y también para mí. ¿Qué necesidad hay de pintar los lirios de dorado?
Ozma se envaró. Con los negros ojos muy abiertos, la boca crispada, dijo:
—¿Tienes que estropearlo todo? ¿Quién te ha dado un certificado como crítico de arte, además? ¿No puedes limitarte a compartir mi alegría y guardarte para ti mismo tus ignorantes opiniones?
—Vamos, vamos —dijo él apresuradamente, adelantando una mano para acariciar su hombro—. Eres tú la que siempre dice que hay que decir la verdad en cualquier circunstancia, no ocultar nada, dejar que las emociones sean los desencadenantes de la felicidad. Yo soy feliz porque tú eres feliz con tu trabajo...
—¡Arte, no trabajo!
—Arte. Y soy feliz de que consigas todo este reconocimiento público. Me disculpo. ¿Qué sé yo?
— ¡Bien, entonces déjame decirte algo, poli! He aprendido mucho de mi estudio de los insectos. ¿Sabes que las formas superiores de insectos, las abejas, las avispas y las hormigas, son sociedades femeninas? El macho es utilizado sólo para la fertilización.
—¿De veras? — dijo él, sonriendo—. ¿Y qué se supone que significa eso?
— ¡Limítate a tenerlo en cuenta, querido! ¡Puede que las mujeres decidan que la entomología es la clave del futuro!
Estalló en una carcajada, le dio un fuerte apretón en el brazo, sujetando con la otra mano el pincel unido a un tubo muy delgado conectado a una máquina sobre la mesa. Él le dio un beso —su irritación iba y venía como un relámpago de calor, sin nada permanente o dañino en él—, y se dirigió a una banda en la pared. La activó con la voz y pidió su agenda. Él probablemente necesitaba más un recordatorio que cualquier otro en martes.
Él y Ozma tenían que acudir a una fiesta artística a las 7:30 P.M. Eso significaba dos horas o más de estar de pie, bebiendo cócteles y hablando con gente que en su mayoría no eran más que farsantes. Sin embargo, siempre había unos cuantos con los que valía la pena hablar.
Tenía una cita para comer con Anthony Horn, la comisario general orgánica de Manhattan. Dudaba que fueran a hablar mucho de asuntos policiales. Ella era una immer.
También había una nota para ver al mayor Wallenquist acerca del caso Yankev Gril. Frunció el ceño. El hombre era un ciudadano del lunes. ¿Qué estaba haciendo el nombre de Gril en el archivo del CMDO?
Suspiró. Yankev Gril. Ni siquiera sabía qué era aquello, pero hoy mismo iba a descubrirlo.
3
Después de dar a Ozma el beso de despedida, tomó una bicicleta, una de las seis, del garaje. Apenas había rodado unos cuantos metros, su chirriar le indicó que los ocupantes del lunes habían olvidado lubricar el mecanismo del pedal. Maldijo suavemente. Dejaría una grabación de protesta contra Lunes, pero la omisión no era nada importante. Buscaría un mecánico del DO para que se ocupara de ello. No se suponía que debiera hacerlo, pero, ¿de qué servía ser un detective inspector si uno no podía disponer de estas pequeñas ventajas?
No. Aquello no sería correcto. De todos modos, que se maldijera si iba a recorrer todo el camino hasta su trabajo en aquel irritante vehículo que llamaba de aquel modo la atención. Volvió al garaje y tomó otra bicicleta. Ésta chirriaba también. Maldiciendo, tomó una tercera, la última tamaño adulto, y salió del garaje. Cuando vio a Ozma retorciéndose de risa, le gritó:
—¡Ponte derecha! ¡Pareces una vaca! ¡Y échate una bata por encima!
Ozma, aún riendo, le hizo un gesto con un dedo.
—Vaya relación tenemos —murmuró él. Cruzó la blanca verja de púas y enfiló la calle Bleecker, y dobló la esquina para meterse en el sendero para bicicletas a lo largo del canal. Dos hombres que pescaban junto al paseo alzaron la vista cuando pasó por su lado. Caird siguió adelante. Como de costumbre, había muchos peatones transitando ilegalmente por el sendero para bicicletas. Algunos de ellos vieron su banda del DO, pero se limitaron a apartarse para dejarle paso, y algunos ni siquiera eso.
Tiempo para obra batida, pensó. Aunque no iba a servir de mucho. Los peatones tendrían que pagar solamente una pequeña multa. Oh, bueno. Su hija Ariel, la historiadora, le había dicho que los ciudadanos de Manhattan nunca habían prestado demasiada atención a las reglas de tráfico. Incluso en esta era de estricto cumplimiento de la ley, había tantos pequeños infractores que los oficiales orgánicos solían ignorar a la mayoría de ellos.
El aire se había enfriado un poco durante la noche, pero estaba empezando a calentarse de nuevo. Un viento de veinticinco kilómetros que soplaba a sus espaldas, sin embargo, le ayudaba en su pedaleo y le refrescaba un poco. El cielo estaba limpio de nubes. No había llovido desde hacía doce días, y el termómetro había subido por encima de los cuarenta grados durante ocho de ellos. Siguió pedaleando, haciendo zigzags para evitar a los peatones. De tanto en tanto miraba hacia el canal, tres metros por debajo del nivel de la calle. Los botes de remos o los pontones a pedales o las pequeñas barcazas impulsadas por chorro de agua avanzaban arriba y abajo por el canal. Las casas a lo largo del amplio sendero eran en su mayoría residencias de dos pisos de variada arquitectura, con aquí y allá algún edificio de apartamentos de seis plantas o una tienda comunitaria de dos pisos. A lo lejos, a su derecha, estaba el enorme edificio conocido como las Torres de los Trece Principios, el único rascacielos de la isla. Su centro ocupaba el lugar del antiguo Empire State Building, derribado hacía quinientos obaños.
Jeff Caird llevaba pasados doce puentes sobre el canal cuando vio a un peatón veinte metros por delante de él que tiraba una piel de plátano al pavimento. Jeff miró a su alrededor. No había ningún agente orgánico a la vista. Quizá fuera cierto que los orgánicos estaban siempre por los alrededores menos cuando los necesitabas. Tendría que extender él mismo la denuncia. Miró su reloj de pulsera. Faltaban quince minutos para informar a tiempo. Iba a llegar tarde. Pero, si estaba realizando una misión, tenía una disculpa.
Se detuvo. El infractor, un hombre pálido, bajo y delgado —la estatura y la palidez eran en sí mismas causa de sospecha— se dio cuenta de pronto de que tenía a un policía cerca. Se inmovilizó, miró a su alrededor, luego sonrió. Se quitó su enorme sombrero de ala ancha, revelando una densa y despeinada pelambrera castaño claro.
—Me resbaló de las manos —dijo con una aguda vocecilla—. Ahora iba a recogerla.
—¿Es por eso por lo que se alejaba de ella? —dijo Caird—. En estos momentos se halla más o menos a cuatro metros de distancia de ella y de la papelera que está junto a la pared.
Caird señaló una banda de televisión en la pared.
NO ARROJE BASURA
LA BASURA ES ANTIESTÉTICA
ANTISOCIAL
ILEGAL
INFORME DE TODAS LAS INFRACCIONES AL CANAL TC, 245-5500
Caird colocó la bicicleta en posición de aparcamiento, abrió el bolso del cesto encima de la rueda delantera y extrajo una caja color verde claro. Alzó la pantalla de su parte superior y dijo:
—Su identificación, por favor.
Sujetando en una mano el plátano al que ni siquiera había podido darle un mordisco, el hombre alzó una cadena que colgaba de su cuello. Caird tomó la cadena y el disco inscrito en una estrella de siete puntas unido a ella. Insertó una de las puntas en una de las ranuras de la caja.
La pantalla mostró:
DOROTHY WU ROOTENBEAK
cz-49v-#27-8b*-WAP412
Caird leyó la historia personal y los datos pertinentes que fueron apareciendo en la pantalla tras el nombre y el número de identificación. Rootenbeak tenía cuatro denuncias anteriores, todas ellas menores, por desaliño, pero ninguna por arrojar basura. Ni el historial ni la presente infracción justificaban que Caird pusiera sobre Rootenbeak el ojo en el cielo de un satélite cero.
El hombre se acercó un poco para poder ver la pantalla.
— ¡Déme una oportunidad, agente!
— ¿Acaso usted ha dado alguna oportunidad a los demás? ¿Y si alguien hubiera resbalado en esa piel?
— Sí, lo siento. No estaba pensando en lo que hacía. Mire, agente, tengo muchas cosas en la cabeza. Un chico enfermo y una mujer que bebe demasiado, y he llegado un par de veces tarde a mi trabajo sin una buena excusa..., o eso dicen. ¿Qué saben ellos? Mi mente está llena de problemas. ¿Tiene usted problemas, eh? Quizá no, puesto que es orgánico y todo eso. Pero yo sí los tengo. Todo el mundo los tiene. Déme una oportunidad. No volveré a hacerlo.
Caird habló en la sección frontal de la caja, pidiendo el departamento de archivo. Un historial completo de Rootenbeak parpadeó en la pantalla. Este incluía el hecho de que Rootenbeak había utilizado la misma excusa empleada con Caird ante otros agentes. Además, Rootenbeak no tenía hijos, y su esposa lo había abandonado hacía tres semanas.
—Voy a llegar tarde de nuevo si no me deja seguir. No puedo permitirme otro recorte en mis créditos. Ahora ya no gano lo suficiente. Apenas para ir tirando.
El estado garantizaba que nadie ganara sólo para ir tirando. Rootenbeak sabía que Caird había comprobado su historial, y sin embargo seguía mintiendo. Y sabía que ser atrapado en una mentira podía costarle al menos otro recorte en sus créditos.
Caird suspiró. ¿Qué les hacía comportarse así?
Él precisamente debería saberlo. Era un criminal mucho mayor que Rootenbeak, que en realidad era un infractor por delitos menores, no por crímenes importantes. Pero Caird creía, o al menos se decía a sí mismo que creía, que había una diferencia entre él y otros criminales. Un diferencia cualitativa. Además, si dejaba marcharse a Rootenbeak por un erróneo sentido de simpatía, se pondría él mismo en dificultades. Por otro lado, la piel tirada al suelo, además de ser ofensiva, era peligrosa.
Y no estoy haciendo daño a nadie.
No, todavía no. Pero si fuera atrapado, muchos resultarían dañados.
Tomó una cámara del bolso, la sujetó con dos dedos, mirando con un ojo a través del pequeño visor amplificador del centro, y pulsó el disparador. Un segundo más tarde brotó una fotografía. La insertó en otra ranura de la caja R-T. La pantalla indicó que la fotografía había sido transmitida y quedaba registrada en los archivos. Confirmó también que el culpable era identificado como Rootenbeak. Caird leyó la denuncia contra Rootenbeak en la caja. Unos segundos más tarde la pantalla indicó que la acusación había sido registrada en los archivos y en el disco de identificación del culpable.
Caird tendió el disco a Rootenbeak.
—Le daré una oportunidad —dijo—. No tiene que presentarse inmediatamente al tribunal. Podrá hacerlo a la salida del trabajo. Ponga esa piel allá donde corresponde, y siga su camino.
El rostro de Rootenbeak encajaba con su pelambrera. Era largo y estrecho, con una nariz afilada y ganchuda, unos ojos azules acuosos muy juntos, una mandíbula corta, y una barbilla que no había conseguido desarrollarse en el seno materno. Tenía los ojos caídos, el pelo despeinado y la ropa arrugada. Caird esperaba servilismo de aquel hombre. Ciertamente, jamás hubiera esperado lo que ocurrió a continuación.
Rootenbeak volvió a ponerse la cadena de su identificación en torno al cuello y empezó a alejarse, con los ojos bajos. De pronto dio media vuelta, chillando, su rostro de hurón transformado en el de un felino salvaje, y empujó a una vieja que acababa de interponerse entre él y Caird. Propulsado por la mujer, Caird retrocedió de espaldas contra la bicicleta, la derribó, y cayó sobre ella. Lanzó un grito de dolor cuando el extremo del pedal se clavó en su espina dorsal. Antes de que Caird pudiera levantarse de nuevo, Rootenbeak había saltado en el aire y aterrizado con ambos pies sobre el pecho de Caird. El aire escapó de sus pulmones como si fueran un fuelle, haciendo imposible su grito de dolor cuando el pedal volvió a clavarse en su espalda.
Rootenbeak agarró el manillar, alzó la bicicleta y la arrastró hasta el borde del sendero. Empujó y la dejó caer al canal. La caja R-T y el bolso se fueron con el vehículo.
Caird había conseguido recuperar el aliento y las fuerzas. Lanzó un rugido de rabia, se levantó y cargó. Rootenbeak se volvió como para echar a correr, luego se dejó caer sobre una rodilla, giró, y agarró la mano tendida de Caird. Rootenbeak se dejó caer hacia atrás, alzó el pie, lo clavó en el estómago de Caird, y Caird dio una voltereta y fue a caer al agua. Eludió por un centímetro golpear contra el borde de un bote de remos.
Cuando salió a la superficie, escupiendo y espumeando, más por la rabia que por el agua que había tragado, vio el carcajeante rostro de Rootenbeak sobre él.
—¿Te ha gustado esto, cerdo?
Otros rostros se alineaban al borde del sendero. Caird les gritó que retuvieran a Rootenbeak para él. Los rostros desaparecieron.
— ¡Están ignorando ustedes sus deberes orgánicos! —rugió Caird, pero ya no había nadie que pudiera oírle excepto los dos hombres sonrientes en el bote de remos. Le ayudaron a subir a él y lo llevaron hasta las escaleras debajo de la calle 23 Oeste. Cuando alcanzó de nuevo el sendero, Rootenbeak había desaparecido. Caird telefoneó a la comisaría a través de su reloj de pulsera y arregló las cosas para que unos buceadores recuperaran su vehículo, su bolso y su caja R-T. Anduvo el resto del camino hasta su trabajo.
La comisaría de la calle 23 Este y Womanway ocupaba una cuarta parte del edificio de seis pisos que formaba toda la manzana. Chorreante y con el ceño fruncido, Caird recorrió a largas zancadas el camino de entrada alineado por los dos lados con los cuerpos uniformados y petrificados de los agentes que habían muerto en acto de servicio. Todos permanecían erguidos, en poses llenas de vida, aunque algunos de ellos no se habían mostrado demasiado erguidos en vida. El más cercano a la entrada, de pie sobre un pedestal de granito de dos metros, era Abel «Sabueso» Ortega, el mentor y ex compañero de Caird. Normalmente Caird lo saludaba con un buenos días, un ritual que algunos de sus compañeros consideraba morboso. Ahora cruzó junto al cuerpo de Ortega sin dirigirle ni siquiera una mirada.
Caird pasó junto al escritorio del sargento sin responder a su saludo. El sargento exclamó tras él:
—¡Hey, inspector, no sabía que estuviera lloviendo! ¡Ja, ja! Ignorando las miradas, Caird abandonó el gran vestíbulo de admisiones y recorrió un largo pasillo. Ya casi a su final, giró a la derecha y entró en los vestuarios. Abrió un armario, eligió uno entre una docena de uniformes, lo sacó, y colgó sus empapadas ropas. Tomó un ascensor hasta el tercer piso y entró en su oficina. La pantalla de su escritorio le dijo lo que ya sabía. Tenía que llamar inmediatamente al mayor Ricardo Wallenquist. En vez de ello, redactó su informe verbal al ordenador y luego hizo aparecer el historial de Rootenbeak. La última dirección conocida del infractor era un apartamento en el 100 de la calle King. Caird llamó a dos patrulleros de a pie de aquella zona y les pidió que registraran el apartamento. Respondieron que lo habían hecho hacía cinco minutos. Rootenbeak no había ido a casa ni había acudido a su trabajo. Lo cual significaba que probablemente no iba a hacer ninguna de las dos cosas. Tras asaltar a un agente, su primer crimen importante conocido, probablemente se habría encaminado al distrito «mini» cerca del Hudson Park. La gente que vivía de los ingresos mínimos garantizados, aquellos que por alguna insondable razón desdeñaban el trabajo, tendían a congregarse allí. También se mostraban inclinados a aceptar criminales y ocultarlos. De tanto en tanto los orgánicos hacían una batida por la zona y atrapaban a unos cuantos de los buscados. Ya era tiempo de realizar otra búsqueda.
Caird hizo que le trajeran café. Se fue enfriando mientras bebía con lentitud el ardiente líquido. Finalmente, reviviendo su chapuzón, empezó a reír. Había algo divertido en la escena, aunque en los primeros momentos la hubiera considerado humillante. Si hubiera visto el incidente en una película, lo hubiera encontrado risible. Y hasta cierto punto tenía que admirar a Rootenbeak. ¿Quién hubiera esperado que un pusilánime, un llorón, un don nadie, entrara de aquella forma en erupción?
Seguir su rastro era una rutina que era mejor dejar a los patrulleros. Apagó el display y empezó a decirle a la banda de comunicaciones que llamara a la oficina de Wallenquist. Luego recordó que tenía que solicitar una licencia de reproducción. Justo en el momento en que iba a entrar el código del departamento de propagación de la Oficina de Población, el rostro de Ricardo «Gran Polizonte» Wallenquist apareció en la banda de la pared.
—¡Buenos días, Jeff!
El grueso y enrojecido rostro de Wallenquist radiaba.
—Buenos días, mayor.
—¿Vio mi mensaje?
—Sí, señor. Tenía otra tarea más importante que atender primero. Ahora iba a...
—Suba a mi oficina, Jeff. Ahora. Tengo algo interesante. Nada vulgar, nada de contrabandistas de agua destilada. Algo de lo que hay que hablar cara a cara.
Caird se puso en pie.
—Ahora mismo subo, mayor.
Wallenquist daba gran importancia al contacto personal. Deploraba las comunicaciones a través de la electrónica. Eran demasiado impersonales, demasiado distanciadas.
—¡No hacen más que levantar barreras, hombre! ¡Cables, ondas, pantallas! No puedes llegar a conocer a una persona, o apreciarla, o conseguir que te conozca y te aprecie, si no haces más que hablar con ella a través de máquinas. Ambas os convertís en fantasmas. Lo que necesitamos es carne y hueso, hombre. Tocar y oler. La electricidad no puede transmitir los matices del alma. No puede enviarte las señales adecuadas. Sólo cara a cara, nariz contra nariz, puedes conseguir eso. Dios sabe que hemos perdido demasiada humanidad. Debemos conservarla. Carne frente a carne, ojo frente a ojo. Tocar y oler.
Todo lo cual era espléndido, pensó Caird mientras subía en el ascensor. El problema era que a Wallenquist le gustaba enormemente la cebolla. Comía cebolla en el desayuno, en la comida y en la cena. E insistía en mantenerse tan cerca como era posible de la persona con la que estaba hablando.
La oficina de Wallenquist era dos veces más grande que la de Caird, lo cual era como tenía que ser. El mayor, sin embargo, era sólo una cuarta parte más ancho que su teniente. Con uno noventa de estatura, pesaba ciento treinta kilos. Cuarenta de ellos tenían que ser exceso de grasa. El Departamento de la Salud iba tras él, por supuesto, pero disponía de suficientes conexiones como para impedir que su atención fuera algo más que un engorro menor. Ningún burócrata subordinado iba a incordiar a un mayor orgánico, y los supervisores del Departamento de la Salud se mostraban más bien laxos a la hora de librarse de su propia grasa. Era la persona sin ningún poder, el tipo insignificante, el que tenía que dar la pauta en aquella sociedad oficialmente sin clases. Así había sido, y así tenía que ser.
El mayor se levantó de su excesivamente mullido sillón cuando entró Caird, y se estrechó las manos. Caird se estrechó las suyas.
—Siéntese, Jeff.
Caird tomó una silla. Wallenquist rodeó su escritorio en forma de creciente de luna y se sentó en su borde, por la parte de fuera. Se inclinó hacia delante hasta que pareció estar en peligro de volcarlo.
Como Humpty-Dumpty, pensó Caird, el famoso personaje de Alicia en el País de las Maravillas. Sólo que el gran huevo del libro de Carroll no comía cebolla.
Sonriendo, Wallenquist dijo:
—¿Cómo está su esposa, Jeff?
Por un segundo, Caird se sintió enfermo. ¿Había hecho Ozma algo fuera de la ley?
—Muy bien.
—¿Sigue pintando esos insectos?
—Sigue.
Wallenquist estalló en una carcajada y le dio a Caird una palmada en el hombro.
—¿No cree que es grande eso? No sé si será arte, pero evidentemente es una buena publicidad. Todo el mundo la conoce. He oído hablar de la fiesta que dan en su honor.
Caird se relajó. El mayor estaba simplemente desplegando su rutina de cordialidad. Nariz frente a nariz, ojo frente a ojo, carne frente a carne.
—¿Y cómo está su hija? Ariel... esto... Mauser, ¿no?
—Muy bien. Sigue dando clases en la Universidad del Este de Harlem.
Wallenquist asintió; sus mejillas se agitaron como velas.
—Bien, bien. Una fiesta, ¿eh? ¿Alguien a quien yo conozca?
—Quizá. Se trata de una de esas fiestas artísticas. EÍ anfitrión es Malcolm Chang Kant, el conservador del Museo del Siglo XX.
—He oído hablar de él, por supuesto. Pero no me muevo en esos círculos. Es estupendo que usted lo haga. Un orgánico debería conocer a gente fuera de su campo.
Te sorprenderías si supieras cuanta de esa gente conozco, pensó Caird. Siguió el ritual, preguntándole al mayor por su salud y la de su esposa, sus dos hijos y sus tres nietos.
—Estupendos todos, no podrían estar mejor. Wallenquist hizo una pausa. Caird había girado la cabeza hacia un lado hasta mirar al mayor con la comisura de los ojos. Entonces volvió de nuevo la cabeza para mirarle directamente, y recibió toda la intensidad de los ojos del otro.
—Tengo un caso que hará que se le pongan tiesas las orejas —dijo entonces el mayor—. ¡Un quebrantadías! ¡Ah, lo imaginé! Eso ha despertado su curiosidad, ¿eh?
Clavó suavemente un dedo en el brazo de Caird.
—Yo supervisaré el caso, por supuesto, pero voy a dejar que usted se lleve toda la diversión. Es usted un hombre condenadamente bueno, Dios mío, y lo que es más, ¡me gusta!
—Gracias —dijo Caird—, Yo..., también sintonizo bien con usted.
—Conozco a mi gente. Aunque esté mal que lo diga yo mismo, tengo un don para elegir a mi lado lo mejor de lo mejor. Es usted un auténtico sabueso, Jeff.
4
El mayor se levantó de su escritorio, con gran alivio de Caird, fue detrás de él, se sentó, y activó una banda en la pared de atrás y a un lado de él. Wallenquist hizo girar su silla para contemplar la imagen.
—Éste no es un quebrantadías vulgar.
Aparecieron tres imágenes de un adulto masculino, vestido de pies a cabeza y en tres ángulos distintos. Detrás de ellas aparecieron otras tres imágenes del mismo hombre, desnudo. Los dos contemplaron, fascinados, el órgano circuncidado. Caird nunca había visto ninguno en carne, y muy pocas fotografías de ellos. Era exótico, pero feo y como algo perteneciente a la Antigua Edad de Piedra.
La cabeza y los hombros del mismo sujeto, en primer plano, sustituyeron las fotos anteriores. Su pelo rojo era largo, y llevaba un casquete de color verde. La tupida barba roja subrayaba un amplio y recio rostro con unos pequeños ojos verdes, una nariz ancha y corta con agitantes aletas, y unos labios muy delgados.
YANKEV GAD GRIL
ADULTO, LUNES
Su código de identificación parpadeó. Ascendió, y fue seguido por los códigos de sus huellas digitales (manos y pies), visuales, auriculares, vocales, odoríferas, sanguíneas, craneales, óseas, así como sonogramas, topografía cerebral, ondas cerebrales, equilibrio hormonal, características del pelo y la sangre, genéticas, dimensiones exteriores, cociente intelectual, cociente psíquico, cociente social, y clasificación del modo de andar.
Wallenquist le pidió a la banda que hiciera pasar el archivo más lentamente. Al cabo de unos segundos, Caird exclamó:
— ¡Espere! ¿Alérgico al marisco? ¡Los judíos ortodoxos no comen marisco!
— ¡Aja! —dijo el mayor, indicando en su tono de voz que acababa de ver una gran luz—, ¡Este judío sí! Lo hizo, quiero decir. Al menos una vez. Observe..., se mareó y sufrió urticaria. Vea aquí. ¡Dijo que había sido un juicio de Dios sobre él!
—Nadie es perfecto —indicó Caird.
— ¡Oh, pero, por Dios, la humanidad será perfecta!
Sí, pensó Caird. El año próximo nos encontraremos en Jerusalén. La segunda venida de Cristo puede producirse en cualquier momento. El proletariado gobernará, y el estado terminará hundiéndose.
—Como puede ver —dijo Wallenquist—, parecía ser un ciudadano ejemplar, aparte el hecho religioso. Luego, ¡puf! —Wallenquist alzó las manos—, ¡Como Houdini! No acudió a su petrificador ayer. Sus colegas en Yeshiva investigaron, por supuesto; no tenía familia..., y su petrificador estaba vacío. Ningún mensaje, nada que indicara lo que había ocurrido.
Wallenquist se inclinó hacia Caird.
—Eso significa que está en martes. ¡En estos momentos!
Caird se levantó de su silla y empezó a pasear de un lado para otro.
—Yankev Gril —dijo—. Conozco al hombre.
—¿Lo conoce? Pero...
—No ha acabado de leer usted todo el historial. Jugaba al ajedrez con otros días vía grabaciones. Yo fui uno de sus oponentes. Sólo conocía su nombre y, por supuesto, ésta es la primera vez que lo veo. Pero soy el campeón de ajedrez de Manhattan; obtuve el séptimo puesto en los Campeonatos Mundiales del Martes y el décimo-segundo en el de Todos los Días. Gril quedó onceavo en el de Todos los Días.
—¿De veras? —dijo Wallenquist—. El juego no me entusiasma demasiado. Cuando pienso que en vez de ello puedo irme a pescar... De todos modos, me siento orgulloso de usted por el hecho de que sea un campeón, aunque sólo sea en ajedrez. Todo el departamento se siente orgulloso de usted.
Se acercó a Caird, pero Caird giró sobre sus talones y se alejó. Cuando estuvo tan lejos del mayor como pudo, se volvió y se detuvo.
—No estará pensando usted en darme un pasaporte temporal.
Wallenquist se le acercó.
—Oh, no. No es necesario. Además, se necesitan muchos trámites para conseguir uno. Puesto que sabe usted algo de él, ha jugado al ajedrez con él, usted será el que se encargue de perseguirlo hoy. Dedique la mayor parte de su tiempo a este caso.
—Bien, o se ha trasladado simplemente a este día, o está quebrantando todos los días. ¿Por qué? Encuentra el motivo, y encontrarás al hombre.
—Excelente —dijo el mayor, frotándose las manos—. Sé como elegir a mi gente.
Caird se alejó de nuevo de Wallenquist, que se había acercado demasiado a él.
—¿Puedo conseguir permiso para entrevistar oralmente a sus colegas del lunes?
—Solicitaré una autorización, pero tomará algún tiempo conseguir un sí o un no.
—Una autorización. —Caird recordó la petición de Ozma—. Me ocuparé de ello inmediatamente, mayor —dijo, encaminándose hacia la puerta—. A menos que tenga usted alguna otra cosa para mí.
—¡Maldita sea, hombre, no me gusta hablarle a la nuca de alguien! Caird se detuvo, se volvió, y sonrió.
—Lo siento, mayor. Supongo que me siento demasiado ansioso por empezar.
—Está bien, muchacho. Siempre me hace feliz ver a mis hombres llenos de celo. No es un caso muy frecuente en nuestros días.
—¿Alguna otra cosa, señor?
Wallenquist agitó una mano.
—Sólo manténgame informado. Oh, sí; vi su agenda..., ¿come usted hoy con la comisario general?
¿Envidia? ¿Indignación?
— Sí, señor. La comisario y yo crecimos juntos en el mismo vecindario, fuimos a las mismas escuelas. Nos gusta reunirnos de tanto en tanto para hablar de los viejos tiempos. Además, estamos en cierto modo emparentados. Mi primera esposa era su prima.
—Oh, bien. No estaba fisgoneando.
El mayor contempló las dos bandas que acababan de encenderse al mismo tiempo en la pared.
—Trabajo, siempre trabajo. Adelante, muchacho. Páselo bien en su comida. Salude a la comisario de mi parte. No se olvide de informarme de todo lo que descubra acerca de Gril..., vaya nombre el suyo, ¿eh? Infórmeme antes de ir a comer.
Jeff saludó al mayor, que no pareció darse cuenta de ello. Wallenquist estaba mirando alternativamente las dos bandas, como si fuera incapaz de decidir cuál era la más importante. Caird regresó a su oficina y pidió una banda del último movimiento de Gril.
El tablero de ajedrez, sesenta y cuatro cuadrados alternos verdes y rojos, ocho líneas horizontales de ocho cuadrados cada una, y las dieciséis piezas verdes y dieciséis piezas rojas, aparecieron en la banda. El juego había empezado con las verdes, Yankev Gril, haciendo el primer movimiento: 1 LB-CM 4. Es decir, el primer movimiento había llevado el líder de bloque del consejero mundial verde a la cuarta columna vertical de la posición del consejero mundial. Las rojas, Jeff Caird, habían hecho su primer movimiento situando su líder de bloque del consejero mundial en el cuadrado cuatro.
El segundo movimiento de las verdes fue LB-CM GE. O 03. Es decir, había movido su oficial orgánico al tercer cuadrado hacia fuera del gobernador del estado del consejero mundial.
Caird recordaba que, cuando él hizo su movimiento, pensó que cualquier jugador de ajedrez de principios del siglo XXI no se hubiera mostrado muy desconcertado si hubiera estado observando aquel juego. Hubiera captado rápidamente que los cuadrados negros y blancos habían cambiado a verdes y rojos. Los reyes se habían convertido en consejeros mundiales; las reinas, en directores superorgánicos; las torres, en coordinadores intraorgánicos; los alfiles, en gobernadores de estado; los caballos, en oficiales orgánicos; los peones, en líderes de bloque. Si el hipotético jugador de ajedrez primitivo sabía algo de la actual organización del gobierno, hubiera adivinado que los cambios en el juego se habían producido por razones políticas, y que eran superficiales.
Caird estudió el tablero durante cinco minutos, aunque le remordía la sensación de que estaba olvidando el deber por el placer. Tampoco podía impedir el pensar dónde había estado Gril cuando había hecho su último movimiento.
Le dijo a la banda que efectuara un movimiento LB-CM o 04. No sabía si el refugiado Gril llegaría a ver alguna vez ese último desarrollo. Esperaba que lo hiciera. Estaban efectuando una peligrosa pero estimulante confrontación de ataque y defensa simultáneos. Sus dos consejeros mundiales quedaban abiertos a, como había dicho en una ocasión un maestro, «golpes repentinos desde todas direcciones».
Eso era cierto también en las situaciones de su vida real.
Caird tenía varios asuntos de los que ocuparse antes de poder dedicarse al caso Gril. Había planeada una incursión para el martes siguiente a las Torres Tao, un edificio de apartamentos en la 11 Oeste. Según un informador, algunos inquilinos del lugar no sólo estaban fumando tabaco, sino que lo estaban vendiendo. Siempre había gente que deseaba cosas peligrosas incluso después de siete generaciones de educación y condicionamiento.
Los pobres, contrariamente a lo que Jesús había dicho, ya no existían en la sociedad. Al menos, los pobres no tenían por qué seguir siendo pobres. Pero los perversos aún seguían allí. Cada hora nacía uno.
La incursión en el distrito mini en busca de Rootenbeak tendría lugar dentro de una hora. Caird no iba a estar allí en persona. Había dejado eso en manos del detective inspector Ann Wong Gools, pero estaría en constante contacto VA (vídeo-audio) con él.
Preguntó, y al cabo de una espera de diez minutos, obtuvo los resultados del barrido del satélite en busca tanto de Rootenbeak como de Gril. Había tres ojos en el cielo ahí arriba, tomando constantemente fotografías de la zona de Manhattan y vecinas desde tres ángulos distintos. Los ordenadores habían enviado hologramas de los delincuentes a la base central, y allí los rasgos de los dos hombres fueron comparados con los rostros de los habitantes de Manhattan en las calles o en los tejados de las casas. Hasta ahora, los resultados habían sido nulos. Eso no era de extrañar, puesto que Gril y Rootenbeak sólo tenían que llevar sombreros de ala ancha y mantener los rostros bajos para evitar ser fotografiados. Sin embargo, todos aquellos que llevaban tales sombreros habían sido captados por los ojos en el cielo, y los edificios en los que habían entrado habían sido anotados. Desgraciadamente, el Departamento Orgánico no poseía personal suficiente para seguir todas las huellas. Sólo podían ser investigadas las direcciones de Manhattan centro, e incluso eso iba a tomar mucho tiempo.
No era difícil conseguir identificaciones falsas si sabías dónde ir. Rootenbeak parecía ser del tipo que debía saberlo. Gril, sin embargo, era un intelectual y un recluso. ¿Qué sabía él del submundo? Nada, a menos que hubiera estado planeando su quebrantamiento desde hacía mucho tiempo y estuviera bien preparado.
Caird puso a Rootenbeak a un lado y se dedicó a Gril.
Encuentra el motivo, y encontrarás al criminal. Un espléndido dicho, excepto que él no estaba buscando sospechosos. Él sabía ya quién era el culpable.
Lunes había abierto los biodatos de Gril a Martes, pero Caird no podía interrogar a los amigos y conocidos de Gril. Eso correspondía a Lunes. Casi todo lo que podía hacer era conseguir que los datos fueran transmitidos a todas las cajas R-T de los orgánicos, de modo que pudieran verlas mientras buscaban a Gril. Los ojos en el cielo, por supuesto, seguirían escudriñando las calles en busca de alguien que se pareciera a Gril. Caird no pensaba que Gril fuera tan estúpido como para aventurarse por las calles a plena luz del día. También podía haberse cortado el pelo y afeitado la barba, aunque tenía pocas posibilidades de engañar a los ojos en el cielo. El Departamento de Identificación debía haber enviado fotos basadas en el aspecto que podía tener Gril si se afeitaba la barba.
El archivo de Gril tenía algunos biodatos de personalidad interesantes, especialmente en el aspecto de que era el último que hablaba yiddish en la Tierra. También era una autoridad, de hecho, la autoridad, en un antiguo escritor llamado Cerinto. Dos de los estudios de Gril sobre él estaban en el Banco Mundial de Datos. Caird pidió un resumen de los datos sobre Cerinto, aunque más por curiosidad que con la esperanza de que le proporcionara algún indicio.
Cerinto era un cristiano que había vivido en los alrededores del año 1000 A.D. Nacido judío, se había convertido al cristianismo, pero en general era considerado como un hereje. Se suponía que San Juan había escrito su Evangelio para refutar los errores de Cerinto. Muy poco se había sabido de él hasta el descubrimiento de un manuscrito al sur del estado de Egipto, hacía trescientos obaños. Había fundado una secta de corta vida de judíos cristianos con tendencias agnósticas. Pese a ser cristiano, el único libro del Nuevo Testamento que había aceptado era el Evangelio de Mateo. Cerinto había sostenido que el mundo fue creado por los ángeles, y que uno de ellos había dado a los judíos su ley. Pero que la ley era imperfecta. También mantenía la circuncisión y el sabbat judío.
—Suena tan loco como el resto de ellos —murmuró Caird cuando apagó el display.
Otra banda brilló con letras naranja, y un zumbador sonó fuertemente. Era un recordatorio de Ozma de que debía hacer la solicitud de reproducción. Caird apagó los datos de Gril y se dirigió a un ordenador de sobremesa. Había redactado solamente cuatro líneas del formulario en la banda que tenía ante él cuando otra banda empezó a parpadear. Rootenbeak había sido visto en el distrito del Hudson Park.
Caird situó el formulario en reserva. Llamó a la mujer que había enviado el mensaje, la cabo patrullera Hatshepsut Andrews Ruiz. Estaba de pie ante una banda transmisora en la pared de un edificio, pero partes de ella se veían oscurecidas. Probablemente algún mini había arrojado barro o algo peor sobre la banda. Tras ella, en la acera, había tres orgánicos, agentes de primera clase. Uno de ellos sujetaba una pequeña cámara y barría con ella la calle, de arriba abajo. Caird pidió su vídeo, y la calle apareció en la banda de la pared junto a la que mostraba a Ruiz. La mujer que había identificado a Rootenbeak estaba de pie al lado de Ruiz y sujetaba en la mano una bolsa grande llena de comida.
Ruiz saludó y dijo:
—La testigo, Benson McTavish Pallanguli, 128...
—Obtendré todos esos datos del ordenador —dijo Caird—. ¿Qué ocurrió?
—La testigo acababa de salir del Distribuidor de Productos Alimenticios de la calle Clarkson Oeste, con una bolsa llena de comida con un racimo de plátanos encima.
Caird había empezado a decir que abreviara todos aquellos detalles, pero la referencia a los plátanos le hizo cambiar de opinión.
—El sospechoso, Dorothy Wu Rootenbeak, que ha sido identificado positivamente por Pallanguli, pasó por su lado. Cuando lo hizo, alargó una mano y arrancó un plátano del racimo que había encima de la bolsa que llevaba Pallanguli. Después de eso, Rootenbeak echó a correr calle abajo... —Ruiz apuntó hacia el oeste— ...hasta que llegó a la esquina de Greenwich y Clarkson Oeste. El sospechoso, según Pallanguli y otros dos testigos, giró allí a la izquierda, aún corriendo, y siguió por la calle Greenwich. Entró en el edificio de la manzana designado como GCL-1.
Caird desplegó un mapa de la calle en una banda para poder comprobar el camino exacto seguido por el fugitivo. Ahora tenía también los vídeos de dos cámaras operadas por otros tantos patrulleros frente al edificio por el que había desaparecido Rootenbeak. El sargento a cargo de aquella unidad, Wanda Confucius Thorpe, estaba cruzando la puerta en aquellos momentos. Llevaba en su mano derecha un aguijón eléctrico. Tres orgánicos, armados también con aguijones, le seguían.
Caird se puso en contacto por radio con Thorpe y le preguntó si el edificio estaba rodeado. El sargento, con un débil tono de resentimiento en su voz, respondió que se había ocupado de aquello..., por supuesto. Una de las cámaras mostró a Caird dos coches naranja y blanco estacionados junto a la acera cerca de la puerta. Caird llamó a los cámaras de los otros dos lados del edificio y obtuvo una imagen completa de la operación. El edificio ocupaba toda la manzana, pero entre él y las aceras había un pequeño patio con un césped descuidado, muchos dientes de león y otras hierbas, y muchas palmeras y sicómoros. Sin duda el líder de bloque de aquella manzana había recibido algunas reprimendas oficiales por el estado de todo aquello, seguidas por órdenes de limpiar el patio. Pero los líderes mini eran a menudo tan groseros y rebeldes como aquellos que estaban a su cargo.
El edificio debía tener unos cuarenta años objetivos, construido cuando el Diseño Náutico hacía furor en la Oficina de Arquitectura. Sus extremos superiores se curvaban hacia fuera, terminando en un techo plano. Esto y un extremo ahusado y el ático de tres plantas le hacía parecerse a un portaviones del siglo XX. Las habitaciones de la fachada exterior del piso superior tenían ventanas que llegaban hasta el suelo, de modo que los inquilinos podían mirar directamente hacia el patio de abajo.
Rootenbeak podía estar en uno de aquellos pisos en estos momentos, observando a los orgánicos.
Caird sintió un hormigueo de excitación. Habían transcurrido tres meses desde que había participado en una caza. Y ahora tenía dos en un mismo día.
Le pidió al ordenador que reuniera todas las referencias a plátanos en el historial de Rootenbeak. Aparecieron casi de inmediato en una banda. Después de leerlas, llamó a Ruiz y le pidió que preguntara a Pallanguli si conocía al hombre que le había arrancado uno de sus plátanos. La cabo lo hizo, con Caird observando y escuchando a las dos. La hosca expresión de la mujer cambió un poco, y luego fue reemplazada por indignación.
—No, nunca había visto a ese tipo antes, y si vuelvo a verle le meteré un plátano por allá donde no brilla el sol.
Ruiz había registrado la identificación de la mujer antes de interrogarla. Caird la estaba revisando ahora, tras dar instrucciones al ordenador de que ampliara y destacara en naranja cualquier referencia a Rootenbeak. Al cabo de unos pocos segundos, un párrafo se hinchó y empezó a destellar. Caird detuvo el avance para leerlo. Pallanguli había sido vecina de Rootenbeak en el cuarto piso de un edificio de apartamentos en la calle Dominick hacía tres años objetivos.
Suspiró, exasperado. Pallanguli tenía que saber que aquello estaba en sus archivos, y sin embargo había mentido. ¿Era simplemente estúpida, o más bien perversa? Eso no significaba ninguna diferencia. Debería ser traída aquí para interrogarla. Pero apostaría treinta créditos a que su historia era una invención. Rootenbeak le había pedido su ayuda, y la había obtenido. Más aún, había conseguido que otros dos minis proporcionaran una falsa historia. En vez de girar a la izquierda y correr hacia el sur y luego entrar en el edificio, había girado a la derecha y había ido..., ¿dónde? A algún lugar cercano pero fuera de la red de la policía.
Es decir, a menos que fuera lo suficientemente sutil como para calcular que la persona a cargo del asunto pensara en esto y de hecho hubiera entrado en el edificio. No. Era demasiado peligroso querer pasarse de listo.
Caird hubiera cancelado la búsqueda en los apartamentos de haber estado seguro en un cien por ciento de que tenía razón. Pidió más personal para ampliar la red y enviar orgánicos a los bloques de edificios más cercanos. Le dijeron que no podían proporcionarle más que diez personas.
Caird miró la banda con el parpadeante FORMULARIO EN RESERVA. No había tiempo para eso ahora. La solicitud de autorización para que Ozma tuviera un hijo suyo tendría que ser transmitida más tarde.
Otro mensaje apareció en una banda. Era del secretario de la comisario general, preguntándole si podía trasladar la cita para comer a las 11:30 A.M. Respondió que podía. La banda exhibió: RCBDO & TRNSMTDO.
Su petición de datos del satélite referentes a la búsqueda de Rootenbeak llegó entonces. Normalmente, obtenía su respuesta en el plazo de diez minutos. Hoy, por razones inexplicadas, los canales estaban saturados. Caird estudió las imágenes y luego llamó a la subestación del Hudson Park pidiendo más personal. Deseaba otros diez orgánicos a pie, pero le dijeron que no habría ninguno disponible durante varias horas o más.
—¿Por qué no?
—Lo siento, inspector —dijo el sargento—, pero hemos tenido un asesinato particularmente sangriento en la calle Carmine. Dos víctimas, una mujer y un niño.
Caird se sintió impresionado.
—Eso hace dos asesinatos en Manhattan este subaño, y aún no ha acabado el segundo mes. ¡Dios mío, sólo hubo seis durante todo el último subaño!
El sargento asintió solemnemente.
—Se está convirtiendo en una epidemia. Podredumbre social, señor, aunque el terrible calor es un factor que también contribuye.
Caird cortó su conversación con el sargento y se quedó sentado, con el ceño fruncido. Las fuerzas orgánicas podrían ser mucho mayores y no se hallarían escasos de personas si no se le exigiera a todo orgánico obtener una licenciatura en criminología. Pero no, cada candidato tenía que pasar un test psicológico (que era a la vez un sutil test ideológico), que eliminaba a cinco de cada diez. Después de esto, el candidato estudiaba durante seis años subjetivos en West Point. Luego, si el candidato sobrevivía a la rigurosa disciplina y obtenía una media de B en los cursos, él o ella se convertía en un patrullero a pie del Departamento Orgánico, clase cero.
Oh, bien, uno sólo podía trabajar con lo que era capaz de conseguir. A las tres de aquella tarde, según el informe de la banda meteorológica, ya no podría depender de los ojos en el cielo. Una serie de pesadas nubes interceptaría su visión.
5
A las once, Rootenbeak seguía sin haber sido observado o detenido. Caird trabajó durante unos minutos en otras tareas antes de abandonar el edificio. Un coche robot del sindicato le llevó bulevar Womanway arriba hasta la glorieta Columbus. El bloque de edificios de la Comunidad John Reed ocupaba todos los bloques del número 100 de las calles 76 y 77, incluidas las calles laterales sin salida. Justo al norte estaba el Museo de Historia Natural. Caird salió del coche al lado de la rampa del tercer nivel. El coche se alejó lentamente y desapareció rampa oeste abajo. Caminó hasta el enorme vestíbulo, decorado este año al estilo micénico. Doradas máscaras de Agamenón le sonrieron desde las paredes, el techo y el suelo. En mitad del vestíbulo había una fuente que contenía una estatua de Áyax desafiando a los dioses. Un dentado rayo de plástico fluorescente amarillo descendía hasta medio camino desde el techo hacia el arrogante y predestinado aqueo. Aquella estatua había sido seleccionada por algún burócrata que pensaba que podía plantear sutilmente una moraleja: Si uno era tan estúpido como para resistirse al gobierno, estaba perdido.
Sin embargo, pese a un cien por cien de alfabetismo y una educación gratuita de por vida si uno la deseaba, las nueve décimas partes de los que veían la estatua jamás habían oído hablar de Áyax, el primer humano castigado por el rayo, y a la mayoría de los demás no les importaba en absoluto. La moraleja se perdió, y el arte, pensó Caird, era chillonamente vulgar.
Subió en un ascensor neumático hasta el último piso y salió a la entrada del restaurante Zenith a las 11:26. Le dijo al maître que su reserva había sido hecha por la comisario Horn. Él maître pulsó tres teclas; la pantalla exhibió el rostro de Caird y algunas líneas de biodatos.
—Muy bien, inspector Caird. Sígame.
El Zenith era muy elegante y selecto. Seis músicos tocaban suavemente en un podio, y las conversaciones se mantenían en tonos bajos. Es decir, hasta que Anthony Horn se levantó de su mesa para darle la bienvenida. Avanzó a largas zancadas hasta él, los brazos extendidos, su túnica naranja y púrpura azotando en su estela.
—¡Jeff, querido!
Los otros comensales alzaron la vista o recularon o ambas cosas a la vez ante el retumbar de su voz. Luego Caird se vio rodeado por sedas, perfumes y abundante carne. Mirar a sus pechos era como contemplar la curva de dos planetas gemelos desde doce mil metros de altura. No le importó que su rostro fuera estrujado contra ellos, aunque fuera algo indigno. Por un breve momento se sintió feliz y seguro en el seno de la propia Gran Madre.
Ella le soltó y sonrió, exhibiendo unos dientes grandes y blancos. Luego se volvió y le condujo de la mano hasta la mesa en la sección de carnívoros. Era quince centímetros más alta que su metro ochenta y siete, aunque sus altos tacones se llevaban diez de ellos. Sus hombros y caderas eran amplios; su cintura, muy estrecha. Su pelo rubio estaba peinado hacia arriba de una forma que le daba el aspecto de un tricornio del siglo XVIII, una moda que hacía furor. Enormes pendientes dorados, cada uno de ellos labrado con el ideograma chino de su nombre, colgaban de unas pequeñas orejas muy pegadas a su cabeza.
Se sentaron, y ella se inclinó sobre la mesa, y sus pechos se extendieron como dos borzóis blancos ansiosos de ser liberados para perseguir a su presa. Sus grandes ojos azul profundo conectaron con los de él. En un tono mucho más bajo, dijo:
—Tenemos un gran y terrible problema, Jeff.
Él alzó las cejas. Dijo, suavemente:
—¿El gobierno ha averiguado algo de nosotros?
—Todavía no. Nosotros...
Interrumpió lo que estaba diciendo porque el camarero, un sikh alto, barbudo y con turbante, había aparecido a su lado. Durante un tiempo se mantuvieron ocupados encargando las bebidas y examinando la carta impresa sobre papel. El Zenith era demasiado elegante para exhibir los menús en bandas en la pared. Cuando el camarero se hubo marchado, Horn dijo:
—¿Sabes lo del doctor Chang Castor?
Caird hizo un gesto ambiguo.
—¿Ha escapado?
— Sí, lo ha hecho.
Caird gruñó como si le hubieran golpeado en el plexo solar, pero justo entonces el camarero trajo su vino y la ginebra de Horn, y dos minutos más tarde una mesilla plegable y dos bandejas con platos de comida. No se tardaba mucho en servir una comida. La comida era precocinada en todas partes desde hacía dos subaños el pasado martes, petrificada, y así mantenida en perfecto estado. Despetrificada, sólo necesitaba ser calentada y servida en el plato.
Charlaron acerca de sus familias hasta que el camarero se retiró. Caird señaló con un pulgar la espalda del camarero.
—¿Es un informador?
—Sí. Utilicé mis conexiones y un código que se supone que no debo poseer para identificar a los informadores de aquí. El lugar no está monitorizado, de todos modos, y no hay micrófonos direccionales. Demasiados peces gordos vienen a comer aquí.
Cortó su bistec y masticó un trozo pequeño.
—Yo..., no se trata sólo de que tú seas un orgánico y no podamos trabajar a través de ti. Es algo mucho más personal..., comprometido..., para ti.
Tragó el trozo de carne y bebió un sorbo de ginebra. Aquella moderación le dijo a Caird que estaba profundamente afectada. En cualquier otro caso, hubiera vaciado la mitad de su vaso alto antes de que fuera servida la comida. Evidentemente, temía embotar su agudeza.
Chang Castor era un immer y un científico brillante, director del departamento de física del Instituto Avanzado Retsall. Siempre había sido un excéntrico pero, cuando había empezado a mostrar señales de enfermedad mental, la organización immer había actuado de inmediato. Lo había envuelto de tal modo que parecía ser mucho más inestable mentalmente de lo que lo era realmente por aquel entonces. Había sido internado en una institución que, aunque propiedad del gobierno, estaba controlada secretamente por los immers. Allí, Castor se había deslizado profundamente en las arenas movedizas psicopáticas en las que parecía que iba a permanecer hundido hasta su muerte. La ciencia médica del siglo XIV, pese a todos sus avances, era incapaz de sacarlo de allí.
Caird recordaba una comida con Horn en otro lugar, cuando ella le había contado que Castor creía que era Dios.
—Es un ateo —había dicho Caird.
—Lo era. Bien, en cierto sentido, sigue siéndolo. Dice que el universo fue formado por el puro azar. Pero que su estructura es tal que, de una forma final e inevitable, tras muchos eones, debía dar nacimiento a Dios. Él, Castor. Que ahora ha ordenado la materia de tal modo que desaparezca el azar. Todo lo que ha ocurrido desde el momento en que se cristalizó su divinidad, que también ocurrió por azar, la última vez que el azar existió en el universo, todo lo que ha ocurrido desde aquel momento, ha sido fijado por él. Incidentalmente, por Él, con mayúscula. Insiste en que todo el mundo se dirija a él como Su Divinidad o bien Oh Gran Jehová.
»De todos modos, dice que no existía Dios hasta que él apareció. Así que divide el tiempo cósmico en dos eras: a.D., es decir, antes de Dios, y d.D., después de Dios. Te dirá el segundo exacto en que empezó la nueva cronología aunque tú no se lo preguntes.
Aquella conversación había tenido lugar hacía tres obaños.
Ahora, Anthony Horn le dijo suavemente:
—Dios te odia.
—¿Qué? —exclamó Caird.
—No pongas esa expresión confusa y culpable. Al hablar de Dios me refiero a Castor, por supuesto. Castor te odia, y ha escapado para buscarte. Es por eso por lo que me veo obligada a meterte en ello.
—¿Por qué? Quiero decir..., ¿por qué me odia? ¿Porque yo fui el que le arrestó?
—Tú lo atrapaste.
Toda la operación había sido dirigida y controlada por los immers. Horn, entonces teniente general, le había dado órdenes privadas de poner a Castor bajo custodia. Caird había acudido a las inmediaciones del Instituto Retsall. Por casualidad, o así pareció, él se hallaba a mano cuando se desencadenó toda la operación. Otros dos immers habían destrozado el laboratorio, pero echándole la culpa a Castor. Por aquel entonces la víctima echaba espuma por la boca y había atacado a los otros dos en su furia ante el destrozo. Caird lo había llevado hasta el hospital más cercano, como requería de él la rutina orgánica. Pero, poco después, el tribunal, aconsejado por la doctora Naomi Atlas, que también era una immer, transfirió a Castor al Hospital Psíquico Experimental Tamasuki, en la calle 49 Oeste. Desde entonces, nadie lo había visto excepto Atlas y tres enfermeras de primera clase. Sólo Atlas podía hablar con él.
—Hubiera podido ser cualquier otro —dijo Horn—. Cualquiera que lo hubiera arrestado. Fue mala suerte que te tocara a ti.
Dio otro sorbo a su ginebra, dejó el vaso sobre la mesa y dijo, suavemente:
—En cierto sentido, es un maniqueo. Ha dividido el universo en bien y en mal, del mismo modo que ha dividido el tiempo. El mal es la tendencia del cosmos a volver al azar en sus operaciones. Pero el azar ha de ser dirigido...
—¿Cómo demonios puede dirigirse el azar?
Horn se encogió de hombros.
—No me lo preguntes. ¿Quién soy yo para cuestionarle a Dios? No esperes una lógica convencional de un loco. Castor no tiene problemas en reconciliar las contradicciones de su esquizofrenia. En eso, está lejos de estar solo. Lo que importa es lo que piensa. En su divina sabiduría y percepción, sabe que tú eres el Secreto y Maligno Director del Azar. Se refiere a ti como Satán, la Gran Bestia, Belcebú, Angra Mainyu y otra docena de nombres. Ha dicho que te encontrará, te vencerá, y te arrojará aullando y en la más absoluta ruina y completa combustión al pozo más profundo.
—¿Por qué no se me dijo nada de eso antes?
—No pongas esta expresión tan indignada. La gente se dará cuenta. Porque no había ninguna necesidad. Ya sabes que intentamos mantener todas las comunicaciones al mínimo. Yo era la única que sabía de Castor a través de Atlas, y eso sólo en fiestas o reuniones sociales, y tampoco nos contábamos mucho en esas ocasiones.
Tony guardó silencio durante un momento. Luego se inclinó hacia delante de nuevo y habló más suavemente aún.
—Las órdenes son petrificarlo y ocultar el cuerpo si es posible. Si no, matarlo.
Caird se sobresaltó ligeramente y suspiró.
—Sabía que eso llegaría algún día.
—Odio tener que hacerlo —dijo Tony—. Pero es por el bien común.
—De los immers, quieres decir.
—De todo el mundo. Castor está loco más allá de toda recuperación, y es peligroso para cualquiera que se ponga en su camino.
—Nunca he matado a nadie —dijo Caird.
—Pero puedes hacerlo. Yo también puedo hacerlo.
Él agitó la cabeza.
—Nuestros psicotests mostraron que podemos, pero no son exactos en un cien por ciento. Hasta que llegue el momento no sabré si puedo hacerlo o no.
—Lo harás. Lo atraparás, y harás lo que tenga que hacerse. Escucha, Jeff...
Apoyó una mano sobre la de él y le miró fijamente a los ojos. Caird se envaró.
—Yo...
Ella carraspeó.
—Supe la decisión sobre... Ariel... del consejo de hoy. Lo siento; realmente lo siento, Jeff. Pero...
—¡Ha sido rechazada!
Ella asintió.
—Dicen que es demasiado inestable. La psicoproyección es que se verá lastrada por demasiada conciencia social. Finalmente se derrumbará y lo confesará todo a las autoridades. O, si no lo hace, sufrirá una crisis mental.
—Ellos no lo saben, realmente no lo saben —murmuró él.
—Lo saben lo suficiente. No pueden correr el riesgo.
—No sirve de nada apelar ahora —dijo él roncamente—. No en un caso como éste. Dime. ¿Fue una decisión definitiva, o la reconsiderarán dentro de cinco años? Después de todo, Ariel sólo tiene veinte. Puede madurar.
—Puedes intentarlo de nuevo entonces. La psicoproyección, sin embargo...
—Está bien —dijo él—. ¿Has terminado?
—Por favor, Jeff. No es tan malo como eso. Ariel será feliz también aunque no sea una immer.
—Yo no, pero supongo que eso no importa. Rechazaron a Ozma, y ahora a Ariel.
—Sabías que eso podía pasar cuando tú te convertirse en uno. Te lo explicaron claramente todo.
—¿Es eso todo? ¿Has terminado?
—Mata al mensajero que te trae malas noticias. ¡Oh, vamos, Jeff!
El palmeó su mano.
—Tienes razón. Estoy equivocado. Es sólo que... siento tanta lástima por ella.
—Y por ti.
—Sí. ¿Puedo irme ya?
—Sí. Oh, Jeff. ¡No llores!
Caird sacó un pañuelo de papel de su bolso de hombro y se secó las lágrimas.
—Creo que querrás estar a solas un rato, Jeff.
Se levantó, y él se alzó también de su silla. Ella le precedió, puesto que su rango era superior. Cuando se detuvo para que el empleado de la caja pudiera anotar la factura en su estrella de identificación, él siguió andando. Dijo suavemente:
—Ya nos veremos, Tony.
—No olvides informar —dijo ella a sus espaldas.
Pidió a través de su radio de pulsera un coche orgánico para que le llevara de vuelta a la comisaría. Le dijeron que tendría que aguardar unos veinte minutos a por uno, de modo que llamó un taxi. Iba a costarle unos cuantos créditos, pero no importaba. Cuando estuvo dentro, sin embargo, deseó haber esperado. Estaba perdiendo la batalla de retener nuevas lágrimas; hubiera podido soltarlas en el vehículo sin chofer.
Cuando llegó a la estación sus ojos estaban secos. Fue a su oficina e informó a Wallenquist, que se sentía curioso acerca de su reunión con Horn pero no se atrevió a hacer demasiadas preguntas.
Gril había desaparecido tan completamente como si se hubiera deslizado al interior del antiguo y abandonado sistema de alcantarillado subterráneo. Lo cual tal vez hubiera hecho. Diez patrulleros y un sargento estaban buscándolo ahora en el área más profunda conocida debajo de la Universidad Yeshiva. Hasta entonces, sólo habían encontrado un maltratado cráneo humano, que no parecía muy reciente, algunas enormes ratas, y dos líneas casi ilegibles en el idioma típico del siglo XXI pintadas en una pared.
ODIO LOS GRAFFITI
YO TAMBIÉN Y SU HERMANO LUIGI ES UN AUTÉNTICO PELMAZO
Rootenbeak había escapado como un conejo entre unos brezos.
Su relevo, la detective inspector Barnewolt, llegó a las tres. Caird la puso al corriente de todo, y hablaron unos momentos acerca de los esfuerzos de los jóvenes por volver a poner de moda el llevar pantalones.
—No me gustan —dijo Barnewolt—. Ese tipo de pantalones que llevan son demasiado ajustados, marcan excesivamente. Probé algunos, y me hacen sentir azarada. No sé. Hay algo inmoral en ellos.
Caird se echó a reír y dijo:
—Miércoles, he oído decir, lleva ya un tiempo llevando pantalones, tanto los jóvenes como los viejos.
Barnewolt se encogió de hombros.
—Bien, ya sabe usted cómo son esa gente.
6
Caird volvió en su bicicleta a casa, fue al encuentro de Ozma en su estudio, la encontró pintando una avispa, y se metió en la casa. Tras ver el noticiario —nada nuevo—, fue al sótano y trabajó un rato con los aparatos de gimnasia. Se duchó y se puso una blusa blanca casi transparente, un cinturón de tela naranja, una gorguera blanca de quita y pon, y un faldellín verde esmeralda. Cuando entró Ozma, hizo que le pintara las piernas de amarillo. Sus zapatillas de enroscada punta y altas hasta los tobillos eran carmesíes. Después de comer, se aplicó un poco de lápiz de labios y seleccionó un sombrero de ala ancha con una copa alta y cónica que sostenía una pluma artificial carmesí.
Ozma llevaba un gorro blanco con un largo pico rojo, plumas de águila desarrolladas artificialmente colgando de los lóbulos de sus orejas, maquillaje verde en los ojos, lápiz de labios verde, colorete en las mejillas, una blusa suelta transparente, una brillante falda verde acampanada que le llegaba hasta los tobillos, calcetines rojos con lentejuelas, zapatos verdes de tacón alto. Muchos anillos en los dedos y una sombrilla escarlata completaban el conjunto.
—¿Dónde está la tuya? —preguntó.
—¿Mi qué?
—Tu sombrilla.
—El parte meteorológico dijo que no iba a llover.
—Ya sabes lo que quiero decir —se impacientó ella—. Las sombrillas son obligatorias por la tarde.
—Supongo que te disgustaré si no tomo una.
—No me disgustarás. Pero me harás sentirme incómoda todo el tiempo.
—Y tú eres la alocada artista no convencional —dijo él—. Muy bien.
Abandonaron la casa a las siete, llevando cada uno un gran bolso de hombro, y subieron a un taxi. Cuando llegaron, el enorme vestíbulo del museo estaba lleno de invitados, todos con cócteles u otras bebidas alcohólicas, de pie formando grupos y charlando o yendo de grupo en grupo. Las líneas fáticas de comunicación, como las habría llamado un antropólogo del siglo XX, estaban funcionando bien. Todo el mundo hablaba y nadie escuchaba.
Tras saludar a sus anfitriones, Caird y Wang se unieron a un grupo de objetivistas. Aburrido de ellos, Caird fue a una selección de presuristas y Ozma a una sopa de supernaturalistas. Este último grupo no eran pintores interesados en el más allá, sino una nueva escuela que insistía en que sus sujetos tenían que ser mostrados de forma realista no sólo en el exterior sino también en el interior. Así, un lado de los rostros de sus sujetos humanos mostraba lo que veían los ojos. La otra mitad eran secciones de sus profundidades, como ellos las llamaban, extirpada la piel, retirada la bóveda craneana, el cerebro al descubierto, su interior mostrado, y el arranque de la médula espinal como una sombría presencia.
Caird no podía ver ningún mérito o valor en el supernaturalismo, pero no discutía con Ozma al respecto. ¿Qué sabía él de arte? Además, era algo que la hacía feliz, aunque a veces se cansaba un poco de la forma en que ella hablaba del tema.
A las diez y media la fiesta estaba empezando a alcanzar su clímax. Ozma había sido inducida a pintar a su anfitrión. Éste permaneció de pie, desnudo, en medio del vestíbulo, mientras ella improvisaba los dibujos. Caird, muy atrás entre la gente, se preguntó si iba a convertir a su anfitrión en algo parecido a un saltamontes.
—Hay una llamada para usted, inspector —dijo un camarero—. La banda cerca de la puerta, yendo hacia la Sala del Cero Absoluto.
Caird le dio las gracias y cruzó la puerta indicada, entrando en una enorme sala azul oscuro y muy fría que contenía muchas esculturas de hielo petrificadas. La banda justo al doblar la esquina mostraba el rostro y torso de la comisario general Anthony Horn.
—Lamento molestarte en la fiesta, Jeff.
—No importa. ¿Qué ocurre?
Ella tragó saliva y dijo:
—Naomi Atlas ha sido asesinada.
Dentro de su cerebro pareció agitarse un relámpago. Sintió deseos de preguntar: «¿Lo hizo Castor?», pero siempre había la posibilidad de que la línea estuviera monitorizada.
—Su cuerpo, lo que quedó de él, fue encontrado hace quince minutos entre los arbustos del patio fuera de la sección de apartamentos del edificio. Quiero que tú... —Tragó saliva, su rostro sufrió una crispación espasmódica, y continuó—: Quiero que vengas y te hagas cargo del asunto. Inmediatamente. Descubre todo lo que puedas antes de medianoche, e infórmame de lo que averigües. Te pongo a cargo del asunto porque tú eres el experto en asesinatos de Manhattan. Al coronel Topenski no le ha hecho mucha gracia, pero cooperará, o va a recibir muchas patadas en el trasero. Así se lo dije.
—Salgo inmediatamente —dijo Caird.
—Un coche patrulla te estará aguardando en la entrada principal. Te daré más detalles por el camino.
Caird volvió al vestíbulo, se abrió camino, pidiendo disculpas a diestra y siniestra, por entre la multitud, y dijo:
—¡Ozma! Atiende un minuto.
Ella dejó de aplicar pintura amarilla a las nalgas de su anfitrión y dijo:
—¿Qué ocurre?
—He sido llamado para un caso. Es muy urgente. —Y, dirigiéndose a su anfitrión—. Mis más sinceras disculpas, pero el deber me llama.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
—Es un asunto orgánico, aunque es probable que pueda verlo usted en las noticias.
Avanzó hacia Ozma, le dio un beso en la mejilla y dijo:
—Lo siento. Tendrás que volver a casa sin mí. Puede que me vea retenido tanto tiempo que tenga que utilizar un petrificador provisional. Estaré en casa por la mañana.
Ella sonrió y dijo:
—La vida de un policía no es una vida feliz.
En el coche, llamó a Horn. Hubo un retraso de dos minutos antes de que el rostro de la mujer apareciera en la pantalla en el respaldo del asiento delantero.
—Cuéntame —dijo Caird.
Todavía no había ningún sospechoso, y ni él ni Horn podían mencionar a Castor. Por el momento no tenía ningún hecho que añadir a lo que le había dicho en el museo. Él supo por su tono que podría decirle más cosas cuando se vieran a solas.
El patio estaba iluminado por los grandes focos que habían instalado los orgánicos. Caird se abrió camino a puro músculo entre los curiosos, mostró su distintivo y su estrella de identificación, y fue admitido en la zona de trabajo. Vio a Horn, y al mismo tiempo ella le vio a él. Le hizo un gesto para que se reuniera con ella debajo del gran sicómoro. Se levantó de la silla plegable cuando él se acercó y le tendió la mano. Se la sujetó fuertemente y dijo en voz muy baja:
—La encontramos por aquí.
Por aquí era subestimar la realidad. Atlas estaba un poco por todas partes: su cabeza debajo de un arbusto, una pierna cerca, la otra pierna clavada entre otros arbustos, un brazo colgando de una rama, y el torso sin miembros aplastado contra el tronco de un árbol. Las entrañas festoneaban otro arbusto. La sangre había manchado la hierba y empapado la tierra en toda la zona delimitada con un cordel.
Caird encajó los dientes y contuvo el aliento. Hacía siete obaños desde que había visto por última vez algo tan sangriento.
Miró a su alrededor. Sin los focos, el lugar debía ser más bien oscuro. Pese a ello, tenía que haber constantemente peatones circulando por la acera a menos de quince metros de distancia.
—El EM dice que murió hace exactamente sesenta y tres minutos —dijo Tony Horn—. El cuerpo fue hallado por un muchacho de dieciséis años que tomaba un atajo a través del patio hasta la puerta. Por lo que hemos podido determinar hasta ahora, Atlas fue a una fiesta dada por el profesor Storring. Tú le conoces, por supuesto.
Caird asintió. Storring también era un immer, pero sólo se había encontrado con él tres veces.
—Atlas vivía sola desde que rompió con su esposo —dijo Horn—. Hace dos submeses, creo. Sin embargo...
Dudó y miró a su alrededor. Luego tendió la otra mano, abrió los dedos, y le pasó un trozo de papel doblado.
—Es de Castor. Lo encontré metido por debajo de mi puerta cuando abandoné mi apartamento después de recibir la llamada de lo de Atlas. ¡Dios mío, estaba al otro lado de mi puerta inmediatamente después de haber hecho esa carnicería con ella! Es sorprendente que no intentara matarme a mí también. Pero lo está demorando, quiere torturarme, el maldito bastardo sádico.
Caird abrió su bolso de hombro y metió el papel en él.
—¿Qué dice?
—Dios (Castor se refiere a sí mismo en tercera persona) anuncia orgulloso la muerte y el desmembramiento del enemigo de Dios, la doctora Naomi Atlas. Dios profetiza también la muerte y desmembramiento de todos sus enemigos, en primer lugar y principalmente la comisario general Horn y el detective inspector Caird. Habrá otros anuncios nombrando a aquellos otros que morirán también con la misma seguridad que las estrellas siguen sus rumbos marcados por Dios. Está firmada con un nombre. Dios.
—¡Dios!
—Tienes que atraparle —dijo ella—. Tú dispones de las mejores oportunidades. Creo que está quebrantando los días, y si es así tú estarás viajando con él y podrás notificar personalmente a los immers de cada día. Ellos podrán ayudarte.
Él asintió y dijo:
—Castor no conoce mis otras identidades, ¿verdad?
—No debería, pero, ¿quién sabe qué investigaciones ha hecho? Siempre fue un curioso.
—¿Tienes a alguien vigilando a Castor en las inmediaciones de mi casa?
—Oh, sí. Dos orgánicos, immers.
—No pensaba volver esta noche, pero creo que sí lo haré. Castor puede desear hacerme daño a través de alguna otra persona..., ¡infiernos, es capaz de matar a Ozma! Puede despetrificarla, arrastrarla fuera del petrificador, y descuartizarla antes de que salgan los Miércoles. Quizá ni siquiera le importe que lo hagan. ¡Podría matarlos también!
—Esto es terrible. —La voz de ella tembló—. Es tan terrible que tengo que advertir a los demás días de que puede haber suelto otro Jack el Destapador. No puedo decirles quién es, por supuesto. Pero tendrán que buscarle, y...
—No sabrán a quién buscar —dijo Caird—. Oficialmente, no sabemos si es un hombre o una mujer quien hizo esto, ni si fue una o más personas. ¿Han encontrado huellas de pies?
—Sí. Las de al menos veinte personas distintas. Nada de instrumentos, ni cuchillos, ni sierras.
—Probablemente los arrojó al canal.
El coronel Topenski se unió a ellos, y los tres siguieron hablando. Si el coronel estaba de algún modo resentido por el hecho de que Caird fuera puesto al mando del asunto, no lo exhibió. Tras resumir todo lo averiguado hasta entonces, no más de lo que Horn le había dicho ya a Caird, Topenski llevó a Caird a la zona delimitada por el cordel. Por aquel entonces ya habían terminado todas las fotografías y análisis de laboratorio, y sus huellas no podían confundir la situación. Caird se sintió enfermo cuando se acercó a las partes del cadáver, pero no vomitó. Escuchó mientras el coronel, que no parecía afectado en absoluto, señalaba varios detalles que Caird podía ver perfectamente por sí mismo. A las once y cuarto, los restos fueron retirados por el personal del laboratorio. Serían petrificados en la morgue y, más tarde, despetrificados para un análisis exhaustivo.
Patrulleros y detectives habían estado interrogando a todo el vecindario a su alcance antes de medianoche. Los funcionarios de la comisaría local habían estado llamando también a muchos otros vecinos. Simultáneamente, informaban de aquellos con quienes habían establecido contacto, a fin de que el personal de a pie no duplicara esfuerzos. Pese a ello, sólo unos pocos de los posibles testigos podrían ser interrogados antes de la medianoche.
—Nos hemos asegurado de que esto no es obra de ningún huido de Tamasuki —dijo el coronel Topenski—. Todos se hallan presentes, todos a buen recaudo.
—Eso es bueno —dijo Caird. Lo que no era tan bueno era que resultaba posible que alguien recordara el traslado de Castor. Si era seguida esa pista, entonces Horn iba a verse en muchos problemas. Y con ella Caird y todos los immers.
Caird miró su reloj. Dijo:
—Tengo que regresar a casa, coronel. Vivo en Grenwich Village.
—¿Por qué no utiliza uno de los petrificadores de aquí? Hay muchos en la comisaría, a sólo dos manzanas.
—Mi esposa no se encuentra bien.
Una mentira más para cubrir otras muchas mentiras.
—Quizá se haya petrificado temprano y vaya al hospital a primera hora el próximo martes.
—Gracias por la sugerencia, coronel, pero la conozco. Deseará que esté con ella.
Topenski se encogió de hombros y dijo:
—Oh, bueno. Tampoco nos queda mucho tiempo, y, ¿qué podemos hacer con él?
—No mucho —admitió Caird. Empezó a alejarse, luego se detuvo—. Bueno, sí, hay algo que podemos hacer ahora mismo, y que nos ahorrará tiempo cuando volvamos a ponernos a trabajar por la mañana. Nos enfrentamos a un maníaco homicida. Creo que voy a formular una petición de armas para el personal investigador.
Topenski se mordió los labios, luego dijo:
—Realmente, esta situación parece requerir medidas extremas. Creo que la general estará de acuerdo. La he visto por allí.
Caird se apresuró al encuentro de Horn, que estaba a punto de subir a un vehículo orgánico. Se apartó de él cuando oyó que la llamaban y se volvió hacia Caird. Caird le hizo un gesto de que se reuniera con él. Ella comprendió que deseaba hallarse fuera de escucha de los demás. Tras oír su sugerencia de solicitar armas, asintió.
—Por supuesto. Tendré que justificarlo ante el gobernador y el consejo orgánico. Si ponen impedimentos, les mostraré las grabaciones de la escena del crimen y les llevaré a la morgue.
—¿Puedes conseguir órdenes de disparar a matar si es necesario?
—Sí, sólo que..., el asesino tiene que ser identificado primero. Y puede que los demás días no deseen emitir una orden de disparar. Al menos, no hasta que tengan una identificación precisa.
»En cuanto a nosotros, debemos olvidar cualquier plan de petrificarlo y ocultarlo. ¿Y si fuera descubierto y despetrificado? No. Debemos matarlo.
—Es una decisión correcta, por dura que suene —admitió Caird—. De todos modos, sospecho que no tenemos otra elección. Probablemente ha conseguido un arma o conseguirá alguna. Tendremos que matarle, aunque sólo sea en defensa propia.
—Sí, pero tendré que seguir la rutina y ordenar al personal armado que le advierta primero.
—Lo sé. Lo único que deseo es que también le acierten primero.
Miró su reloj.
—Necesito un arma ahora mismo. Sólo por si Castor se encuentra en los alrededores de mi casa cuando llegue allí.
Horn entró en su coche y conectó la banda del asiento trasero. Ya estaba dando sus órdenes antes de que él se sentara a su lado. El conductor elevó el vehículo tan rápido como lo permitía el motor eléctrico, con las luces naranja destellando y la sirena sonando. El tráfico era escaso; la mayoría de la gente estaba ya en casa preparándose para la petrificación. Aún no habían recorrido las pocas manzanas que los separaban de la comisaría más cercana cuando el sargento de guardia ya había abierto la armería. Caird y Horn pasaron junto a los orgánicos que hacían cola para recibir sus armas, y el sargento se apresuró a entregarles las suyas. El rango tenía sus privilegios.
Caird puso su pistola en su bolso de hombro, dijo: «Hasta mañana, Tony», y se apresuró al coche. El conductor, feliz de que se le permitiera correr, aceleró al máximo de velocidad, sesenta kilómetros por hora. Horn había arreglado las cosas de modo que todos los semáforos estuvieran verdes para ellos durante todo el camino hasta la calle Bleecker. Caird no sabía qué excusa debía haber maquinado para conseguir ese tratamiento especial, pero estaba seguro de que había pensado en algo razonable.
A cinco manzanas de su casa, Caird le dijo al conductor que apagara la sirena. Si Castor estaba en la casa, no había que asustarle. Por otra parte, quizá fuera mejor que estuviera. Así podría impedirle que hiciera lo que fuese que tuviera en mente..., si llegaba a tiempo.
A una orden de Caird, el conductor frenó la marcha durante la última manzana y se detuvo dos edificios más allá de casa de Caird.
Eran las 11:22 P.M.
Caird salió del coche y dijo:
—Puede irse. Hay un refugio petrificador de emergencia en el 200 de Bleecker. Tiene ocho minutos, tiempo más que suficiente para llegar allí.
—Sí, señor, lo sé —dijo el conductor—. Buenas noches, señor.
Caird respondió a sus buenas noches y observó su marcha. Caminó hacia su casa. Los dos guardias no se veían por ninguna parte, por supuesto. No había luces en la casa. Esto podía significar que Ozma había supuesto que él se quedaría en un refugio de emergencia o en un petrificador extra de la comisaría. Puede que estuviera ya en su cilindro. O..., alguien había apagado las luces y le estaba aguardando.
Ese alguien sólo podía ser Castor. Debía saber que las luces de la habitación delantera se encenderían tan pronto como Caird introdujera una punta de su estrella de identificación en la ranura de la puerta de entrada. Caird podía haber apagado la luz con el interruptor manual, pero entonces sabía que Caird iba a sospechar que algo iba mal.
En vez de dirigirse al porche delantero, Caird caminó a lo largo de un costado de la casa, el arma en una mano, una linterna en la otra, buscando señales de si había sido forzada alguna entrada. No vio nada sospechoso, y la puerta de atrás estaba cerrada con llave. Fue al otro lado y avanzó lentamente, buscando señales de entrada por allí. Nada. Mientras volvía a la parte de atrás, las luces de la casa empezaron a parpadear y pudo oír, débilmente, la sirena que sonaba en su interior.
Eran ahora las 11:30.
Por toda la ciudad, a lo largo de toda aquella zona temporal, en cada edificio habitado, las luces estaban parpadeando y las sirenas gemían. Y lo mismo hacían las luces y las sirenas de la calle.
Los adultos y los jóvenes tenían ahora menos de cinco minutos para entrar en sus petrificadores antes de que les fuera aplicada la energía. Si ya no estaban dentro de ellos ahora, y la mayoría sí estaban, debido a un condicionamiento de toda la vida, iban a tener que apresurarse. No importaba si tenían que ir al lavabo. No importaba si alguien estaba a punto de dar a luz un bebé. No importaba nada. Había que meterse en el petrificador.
Los cilindros con las puertas cerradas recibirían automáticamente la energía necesaria. Aquellos con las puertas abiertas no. Desde las 11:30 hasta las 11:35 había un período de gracia. Un ciudadano aún tenía tiempo de meterse en uno y cerrar la puerta y ser petrificado sesenta segundos más tarde. Después de esto, no volvería a haber energía hasta el siguiente martes quince minutos después de la medianoche, y sería la energía despetrificadora, que tenía un campo completamente distinto del de la energía petrificadora.
Las luces y las sirenas duraron sesenta segundos, y eran la última de tres advertencias. A las 11:00, cuando Caird estaba viajando hacia el sur por las calles de Manhattan, las luces habían parpadeado y las sirenas habían sonado. Quince minutos más tarde, se había producido la segunda advertencia por toda la ciudad.
Antes de que las luces volvieran a oscurecerse en toda la casa, Caird estaba ya en la puerta trasera, insertando la punta de su estrella identificadora en la ranura. Había abierto la puerta antes de que cesara la alarma. Si Castor estaba dentro, no sería capaz de distinguir la luz de advertencia de la entrada de las otras. Pero, tan pronto como cesaran las luces de advertencia, vería la luz naranja parpadeante encima de la puerta de la habitación delantera. Y sabría que alguien había entrado por la puerta de atrás. A menos que Caird cerrara a tiempo la puerta.
Lo hizo, y las luces del pasillo y de la habitación delantera se apagaron. La luz de la cocina siguió encendida, aunque ya no parpadeaba. Recorrió el pasillo con el arma preparada al máximo de carga. La luz del pasillo se encendió cuando abandonó la cocina, cuya luz se apagó de inmediato. Castor, si estaba allí, vería la luz y sabría que había entrado alguien.
También tendría que estar encendida la luz de la habitación donde estuviera Castor. Castor, sin embargo, podía ser lo bastante inteligente como para anular la luz automática con el interruptor manual. Pero también debía saber que si Caird entraba en una habitación y la luz no se encendía, entonces sabría que había sido desconectada manualmente.
Caird se dijo a sí mismo que no debía ponerse nervioso y disparar contra cualquier cosa que se moviera. Era posible que Ozma aún estuviera levantada. Por otra parte, Caird no deseaba darle a Castor una oportunidad vacilando demasiado.
Permaneció de pie, escuchando. La casa estaba en silencio, excepto su impresión subjetiva de que estaba respirando y también tendiendo el oído para escuchar algo. Con el arma preparada, el dedo en el botón disparador, siguió andando. Pasó junto a las puertas correderas del armario a su izquierda y las puertas del cuarto de baño y el dormitorio de los niños a su derecha. Todas las puertas estaban cerradas. Puesto que Castor podía estar detrás de cualquiera de ellas, Caird no dejó de mirar hacia atrás.
También era agudamente consciente de que Castor podía acercarse a él por la espalda a través de la cocina. Una de las puertas del comedor daba a la cocina. Castor podía entrar en ella desde el comedor y dar un rodeo a sus espaldas.
La gran habitación delantera se iluminó. Alzó la vista hacia las oscuras escaleras a su derecha, al final del vestíbulo. Luego apoyó una mano sobre el primer escalón. La escalera se iluminó. No había nadie allí, y ningún rostro de aspecto sombrío espiaba desde la esquina arriba en la escalera. No había signos de que nadie hubiera forzado su entrada, y era muy improbable que Castor hubiera utilizado algún medio electrónico para entrar. Por otra parte, ¿cómo había conseguido escapar del Instituto Tamasuki?
Miró detrás de cada mueble en la habitación delantera y el comedor. Luego cruzó de nuevo la cocina y recorrió otra vez el largo pasillo. Subió las escaleras y entró en el cuarto de baño y en los dos dormitorios de arriba, y miró en todos los armarios.
Era medianoche cuando entró en el sótano. Todavía le quedaban quince minutos. La habitación de juegos y la sala común y el APP, el armario de posesiones personales, estaban vacíos de seres humanos aunque no de insectos. Un segador de respetable tamaño corrió sobre sus largas patas a esconderse debajo de la mesa de billar.
Tendría que avisar al pelotón de limpieza cuando tuviera tiempo para esos asuntos sin importancia. No. El pelotón de limpieza no era responsable de esos asuntos. Tendría que esperar a ver si había alguna telaraña debajo de la mesa el próximo martes, y entonces ocuparse del asunto.
Miró a través de la ventanilla del cilindro de Ozma. Los ojos de la mujer le miraron sin vida desde el otro lado. La mayoría de la gente cerraba los ojos antes de que llegara la energía. Ozma tenía la loca idea de que su subconsciente podía ver lo que estaba pasando en la habitación, así que no deseaba perderse nada.
Se sintió aliviado, aunque el miedo seguía haciéndole sudar. La tensión aún no había desaparecido, pero ahora era menor. Se haría mayor de nuevo si no actuaba aprisa.
Fue al cilindro cuya placa exhibía su nombre y sus datos de identificación. Depositó su bolso de hombro en el suelo, lo abrió, y de un compartimiento tomó un pequeño objeto color carne unido a un pequeño cilindro. Tras abrir la puerta del petrificador, depositó el objeto y el cilindro en el suelo. Giró un dial al extremo del cilindro. El objeto se desplegó, se hinchó, y se convirtió en una réplica hinchable de él mismo.
Apretó el dedo gordo del pie de la réplica, extrajo el pequeño cilindro compresor de la válvula en el pie, y atornilló un tapón a la válvula. Volvió a meter el cilindro en el compartimiento de su bolso de hombro. Se quitó la cadena con la estrella de identificación de su cuello y la colocó en el de la réplica. Aunque pesaba menos de treinta gramos, era lo suficientemente pesada como para inclinar la réplica hacia delante. Sin embargo, unas pequeñas bolas de acero pegadas al interior de sus pies compensaban ese peso. La réplica no se inclinaría hacia delante hasta apoyar su rostro contra la ventanilla.
Tomó la identificación de Miércoles del bolso y la colgó de su cuello. Recogió la pistola, que había depositado en el suelo, y se la metió entre el cinturón y su cuerpo. Depositó el bolso en el suelo del petrificador y cerró la puerta. Dentro del cilindro quedaba lo que para todo el mundo pasaba por el cuerpo relativamente inmóvil molecularmente de Jefferson Cervantes Caird.
Pronto sería petrificado.
Enviando un beso con la punta de los dedos a Ozma al marcharse, corrió escaleras arriba, abrió la puerta delantera, la cerró a sus espaldas, saltó la barandilla al extremo del porche delantero, y se apresuró bajo los árboles hacia la verja de la parte este. Saltó por encima de las blancas lanzas, apoyándose en una mano contra el metal. Siguió corriendo por el patio y debajo de los árboles. Subió los peldaños delanteros del gran edificio con muchas columnas blancas que se parecía enormemente a la mansión de Scarlett O'Hara. Se detuvo en la puerta delantera para insertar una punta de la estrella de identificación en el agujero. Vio encenderse la luz en el vestíbulo de la casa de apartamentos. Empujó la puerta y dejó que se cerrara a sus espaldas. Se apresuró a cruzar el vestíbulo hacia la amplia escalera y arriba hasta el segundo piso. Recorrió la gruesa moqueta del pasillo hasta el Número 2E. Insertó de nuevo la punta de la estrella y entró en la sala de estar del apartamento. Recorrió aprisa un estrecho pasillo hasta la habitación de los petrificadores y cruzó su puerta, dirigiéndose inmediatamente hacia la izquierda. Había allí catorce cilindros, mucho más juntos que en el sótano de la casa que acababa de abandonar.
Diez minutos después de la medianoche.
Nunca le había ido tan justo. Esperaba que nunca volviera a ocurrirle algo semejante.
7
La esposa de Miércoles le miraba sin verle a través de su ventanilla. Se apartó de ella en dirección a su propio cilindro, frente a ella y al otro lado de un estrecho pasillo. Llevaba una placa con el nombre ROBERT AQUILINE TINGLE. Su propio rostro le miró a través de la ventanilla. Su puerta tenía que estar cerrada puesto que había alguien —no, algo— en su interior, y solamente podría abrirse desde dentro. Pero Caird había arreglado las cosas de modo que él pudiera abrirla también desde fuera.
Por el momento, no podía hacer nada con el muñeco hinchable. Corrió hacia la ducha, despojándose por el camino de la pistola y quitándose el cinturón y la blusa. En la ducha pulsó un botón, y el agua empezó a manar a la presión y temperatura preseleccionadas. El resto de sus ropas siguió el camino de las anteriores, y se metió bajo el agua y empezó a enjabonarse vigorosamente. No tenía tiempo de limpiarse a fondo todo el maquillaje; cuando salió, aún quedaban rastros de pintura en sus piernas. Las frotó con una toalla y luego arrojó la toalla al cesto de la ropa sucia. Se ocuparía de todo aquello más tarde, aunque las posibilidades de que su esposa pudiera verlo eran pequeñas. Tomó otra toalla y empezó a restregarse, sólo para detenerse con una ahogada exclamación. Alargó la mano y pulsó el botón para detener la ducha.
Su pelo seguía estando demasiado húmedo, pero no tenía tiempo de secarlo por completo. Tras echar la segunda toalla encima de la primera en el cesto, tomó sus ropas de Martes, hizo una bola con ellas, y las metió debajo de la toalla. Cuando tuviera ocasión, ocultaría las ropas y la toalla en el armario de sus posesiones personales, o las destruiría.
Desnudo excepto la cadena al cuello y la estrella de identificación, y sujetando la pistola, corrió por el pasillo de vuelta a la habitación de los petrificadores. Le quedaban ocho segundos. Podía meterse en el cilindro e intentar hallar un poco de lugar junto a su dura y no comprimible réplica, o podía fingir que acababa de salir del cilindro. La segunda acción parecía más peligrosa. Al microsegundo siguiente de conectar la energía despetrificadora su esposa podía abrir los ojos. Vería que la puerta estaba cerrada. A menos que él estuviera de pie delante de la ventanilla de su petrificador hasta que ella se hubiera ido, vería el otro rostro por la ventanilla. Y aunque no lo viera, no dejaría de preguntarse por qué él había salido del cilindro antes que ella. E iba a resultarle difícil explicarle por qué estaba de pie delante de la ventanilla del cilindro.
—Cualquiera de las dos soluciones es mala —murmuró.
Maldiciendo, abrió la puerta y se metió dentro, medio encogido. Quedaban diez segundos. Su pie golpeó el bolso de hombro petrificado en el suelo, y exclamó: «¡Ay!» Dejó caer la pistola, se apoyó duramente contra el frío y pesado muñeco. El muñeco cedió ante su presión, deteniéndose cuando un lado de su cabeza golpeó el cilindro. Se puso firmemente delante del muñeco y lo enderezó. Cualquiera que mirara podría verlo a sus espaldas.
Tres segundos antes de que actuara la energía despetrificadora. No tendría ningún efecto sobre él, puesto que no estaba petrificado. Quizá pudiera salirse con bien.
Tal vez fue la visión de su esposa, recordándole la otra que acababa de dejar atrás, la que le apuñaló con un pensamiento pánico que se sobrepuso a todos sus demás pánicos.
—¡Oh, Dios mío! ¡Olvidé terminar la petición de reproducción! ¡Ozma me matará!
Mundo del miércoles
VARIEDAD,
segundo mes del año
D5-S1
(día cinco, semana uno)
8
Nokomis Moondaughter, una morenita de largas piernas y estatura mediana, salió del cilindro. Llevaba una ajustada túnica escarlata con rayas blancas que le llegaba hasta los tobillos. Su delgado cuerpo y su rostro anguloso la hacían parecer una bailarina, cosa que precisamente era. Se detuvo justo fuera de la puerta del cilindro y entrecerró los ojos.
Caird sabía que se estaba preguntando por qué él seguía dentro de su cilindro. Olvidó su intención de «esculpir», como llamaba él al proceso, su personalidad de Bob Tingle. Eso tendría que venir más tarde; ahora no tenía tiempo. Ahora lo que tenía que hacer era impedir que ella viera el muñeco.
Abrió la puerta, la cruzó y la cerró rápidamente a sus espaldas. Se situó de un salto junto a Nokomis, la cogió en brazos y empezó a danzar con ella pasillo abajo.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó ella—. ¿Qué te ocurre?
En la cocina la volvió a depositar sobre el suelo y dijo:
—¡Te quiero, y me siento tan feliz de verte! ¿Es algo tan difícil de comprender?
Ella se echó a reír y luego dijo:
—No. Sí. Normalmente sales de ahí rascándote los testículos, como un animal que ha perdido su camino al cuarto de baño. No eres nada hasta que has tomado tu café. ¿No crees que deberías ponerte algo de ropa?
—Sí, tienes razón. Es demasiado pronto para el espectáculo de mi persona desnuda.
Se inclinó ligeramente y besó sus labios.
—¿Tomamos un poco de café y hablamos un rato? ¿O dormimos primero?
Ella entrecerró sus oscuros ojos y algo se aposentó en su rostro, lo que él llamaba el suspiro de una sospecha. Era como la forma en que la respiración de uno empañaba ligeramente un espejo. El suspiro de una sospecha.
—¿Cómo puedes haberlo olvidado? —dijo ella—. Sabes que dormí seis horas antes de petrificarme. Me dijiste que habías dado una cabezada de una hora o así mientras yo estaba durmiendo. Despertaste casi al mismo tiempo que yo. O eso dijiste. Nunca te vas a dormir después de echar una cabezada. ¿Por qué quieres irte a dormir ahora?
Como Bob Tingle hubiera debido recordar lo que le había dicho a su esposa. Pero todavía seguía siendo Jeff Caird, desesperado tras los acontecimientos de ayer e inquieto por los problemas actuales. El muñeco. Tenía que deshincharlo.
Se dijo a sí mismo que debía apaciguar sus agitaciones internas. Aplanarías con una tranquila y fría mano mental.
—No soy un mecanismo de relojería —dijo—. No funciono dándome cuerda. De tanto en tanto, utilizo el libre albedrío. O llámalo voluntad. O indigestión.
—La verdad es que no parecías soñoliento y cansado cuando saltaste de tu cilindro como un muñeco de resorte salta de su caja. Antes de casarse con ella, había sabido que Nokomis era como un aparato de radar sensibilizado sólo a los fenómenos no rutinarios, un canal de televisión con una longitud de onda cercano a la paranoia. Sospechaba incluso de los motivos de los meteorólogos cuando llovía en vez del anunciado cielo despejado. Quizás eso fuera un poco exagerado. Pero no mucho. Como Jeff Caird nunca se hubiera casado con ella, ni siquiera hubiera salido con ella mucho tiempo. Como Bob Tingle había caído rendido a sus pies. En estos momentos la odiaba y sentía resentimiento hacia ella por sus sospechas, y también se preguntaba por qué se había atado a aquella delgaducha mujer. No. Él, Caird, no lo había hecho. Había sido Tingle.
Algo muy cercano al pánico lo envolvió de nuevo. Era un pulpo ectoplásmico que sólo él podía ver y sentir. ¿Pero con qué yo? No sólo el de Caird. Caird no hubiera pensado en frases como «el suspiro de una sospecha» y «pulpo ectoplásmico». Tingle estaba intentando salir, pero no podría hacerlo hasta que Caird tuviera un minuto para someterse a la ceremonia del cambio de personalidad, el ritual que alzaría la lápida de la tumba de Tingle, emparedado en su mente, y lo convertiría en el Miércoles conocido como Tingle. Sin embargo, Caird no desaparecería nunca por completo. Si así fuera, Caird-Tingle se convertiría en algo completamente inefectivo para su papel y sus deberes como immer. Jeff Caird era el primario, el original.
—¡Un muñeco de resorte! —exclamó, sonriendo—, ¿Qué te parece si practicamos un poco el resorte? ¡Mi resorte!
La cogió de nuevo en brazos y dio unas vueltas.
—¡Vamos!
—Mejor no vamos. Y déjame en el suelo. Sabes que tengo que practicar. Después de todo..., no soy frígida, ya lo sabes.
Él la dejó de nuevo sobre sus pies y dijo:
—No, no lo eres, pero a veces me pregunto acerca de tu termostato. De acuerdo. Lo que tú quieras, bailarina de puntas. Tu deseo es el mío. Prepara el café, y Tingle aprovechará para ir a echar una meada.
Caird nunca hubiera dicho esto tampoco. Quizá la evulsión por extirpación fuera evitable.
Tengo que parar este tipo de cosa, pensó Caird. Al menos, moderarla. Es demasiado. Pero es una señal de que Tingle acecha en el umbral del miércoles y puede salir aunque yo haya prescindido del ritual. Ahora, sin embargo, no había tiempo para experimentaciones. Demasiado peligroso.
—Fuiste al baño inmediatamente antes de petrificarte —dijo Nokomis.
¡Choi-oi! ¿Cómo podía Tingle soportarla?
Se alegró de no haber expresado en voz alta su exclamación. Se suponía que Miércoles no tenía que conocerla, puesto que sus antecedentes étnicos primarios en Manhattan no eran chinos sino amerindios y bengalíes. Si Nokomis la hubiera oído, aquello hubiera bombeado sus sospechas hasta el punto de ruptura.
—Sí, y tengo que ir de nuevo —dijo.
Se dio la vuelta y recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño, que estaba a su derecha. Después de cerrar la puerta, se sentó sobre la tapa del water. Observó que Martes había olvidado reemplazar el papel higiénico; sólo quedaban tres solitarias hojas. Eso, sin embargo, no era suficiente para dejar una censura grabada sobre los desconsiderados del día anterior.
Cerró los ojos y se hundió en un mundo sin ruido ni fricción. La imagen de sí mismo como Caird colgaba sólida, brillante, tamaño natural, ante él. Mientras la observaba imaginariamente con un ojo, giró el otro ojo, también imaginariamente, hacia su interior. Primero sólo vio oscuridad. Luego, rápidamente, empezaron a formarse varias líneas colgantes, gris sobre negro. Parecían surgir del abismo dentro de su cuerpo, y pasaban por delante de su ojo para hundirse en el abismo superior. Las enderezó hasta que estuvieron tan tensas que zumbaron con la tensión. Incrementó la presión sobre cada extremo, aunque no sabía dónde se hallaban esos extremos, hasta que pareció que las líneas, ahora brillando fuertes y frías, iban a romperse. Arrojó calor sobre ellas. El «calor» eran complejos de energía en forma de cometa, cada uno de los cuales golpeaba una línea y era absorbido, aunque no enteramente. Parte del calor se deslizaba hacia abajo o hacia arriba de las líneas, como las gotas de cera resbalando por la superficie de una vela. Pero casi todas iban hacia arriba. Allá, en su mente, no había gravedad.
Tampoco grasa, pensó. O quizás estaba equivocado. Aquella especie de goteo le recordaba grasa caliente.
Las líneas de fuerza acostumbraban a suprimir su yo y dejar paso al de Tingle. El cual, cuando era llamado del fondo de su mente como el fantasma de Samuel evocado por la Bruja de Endor, cambiaría de fantasma a inquilino. El inquilino de hoy.
Incrementó la tensión en las líneas. Se rompieron, y partieron agitadas y brillantes en todas direcciones en la oscuridad. Fueron de uno a otro lado, chocando entre sí, luego uniéndose, hasta que se fundieron para formar una esbelta, larga y resplandeciente columna. Parecía erguirse recta, desde la oscuridad de abajo hasta la oscuridad de arriba. Ahora giró sobre sí misma, hasta situarse en ángulo recto con su anterior posición, y siguió girando, tan rápido que se convirtió de una columna en un disco impreciso.
El otro ojo vio que la imagen de Caird había perdido mucho de su brillo y se había encogido. No era extraño. El calor que recorría las líneas había sido sorbido de Caird. Ahora, una nueva línea, los límites de una trampilla en el suelo, empezó a formarse en torno a los pies de la imagen. A veces, la imagen de la que debía desprenderse era lanzada hacia arriba como un cohete o convertida en una bola y lanzada hacia abajo por un pasillo con bolos fantasmas en su extremo más alejado. Hoy la imagen debía ser arrojada a través del suelo.
El segundo ojo observaba el brillante disco blanco que giraba como si su afilado borde estuviera cortando un bloque de la oscuridad y luego empezara a alejar, despidiéndolas en todas direcciones, partes de la negrura. Una figura imprecisa empezaba a formarse en medio del alejamiento de la oscuridad, una figura que se volvía gris a medida que absorbía algo de la luz del disco. Que se iba volviendo oscuro a medida que la figura ganaba definición.
Cuando Tingle era ya casi perfecto, el primer ojo lanzó una orden mental, y la imagen de Caird cayó a través de la trampilla en el suelo. Las líneas que formaban la trampilla se desvanecieron.
Ahora, los dos ojos se enfocaron en Tingle y, mientras el disco se volvía negro y pequeño, perdido todo su calor y su borde reducido a casi nada, Tingle flotó resplandeciente en la oscuridad.
Finalmente, el disco desapareció, y la imagen de Tingle fue lanzada hacia arriba tan rápido que su fricción formó una larga y fantasmal cola de cometa.
Sus ojos se volvieron hacia fuera, y abrió los párpados. Bob Tingle había aterrizado, aunque no sin un residuo de Caird. El noventa y ocho por ciento de él era el inquilino del miércoles; un dos por ciento, el del martes. Todavía quedaba lo suficiente de Caird como para recordar el muñeco aún hinchado en el petrificador. ¿Qué haría él si Nokomis llegaba a verlo? No podría darle ninguna explicación que la satisfaciera. Y tampoco podía contarle la verdad. ¿Por qué se había metido en aquel lío?
Se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo, hizo una mueca, chasqueó los dedos y volvió hacia atrás. Si Nokomis no oía la descarga de la cisterna del water, acudiría al galope por el pasillo para averiguar qué había pasado. Siempre observaba el quebrantamiento de un esquema, el hecho de que no se produjera algún acontecimiento que tenía que producirse a menos que algo fuera mal. Pulsó el botón y, mientras el agua rugía a sus espaldas, salió al pasillo.
Normalmente, en aquellos momentos era casi todo él Bob Tingle, aunque Jeff Caird no había caído por completo por aquella trampilla imaginaria. Caird tenía siempre una chispa en sus ojos, un ligero prurito en su piel mental, no observado por Tingle a menos que hubiera una buena razón para que lo observara. Como en estos momentos, cuando el muñeco tenía que ser deshinchado. Lo que lo hacía aún más presente era que Chang Castor estaba suelto en miércoles —probablemente—, y que Tingle no podía ignorarlo.
Tingle miró por el pasillo. No podía ver a Nokomis, pero ella podía pensar en algo que tenía que recoger del armario PP.
Llamó:
—¡Voy a vestirme! ¿Deseas alguna cosa del armario?
—¡Nada, querido! —dijo Nokomis alegremente—. ¡El café estará listo en seguida!
Nokomis debía estar en aquellos momentos despetrificando el salmón ahumado y los bagels para su desayuno. Después de esto, pondría los bagels en la tostadora. Tendría que estar vestido por aquel entonces, o de otro modo ella acudiría a averiguar dónde estaba y qué hacía.
Echó a correr hacia su petrificador, abrió la puerta y se inclinó. Tras quitar el tapón de la base del muñeco, cerró la puerta y corrió hacia el armario etiquetado MIÉRCOLES. Dijo: «Ábrete», y el mecanismo, reconociendo su huella vocal, desbloqueó la cerradura de modo que pudiera abrir hacia fuera la alta puerta. Tomó la bata que tenía más a mano, se la echó por encima de la cabeza, dijo: «Ciérrate», y se apresuró de nuevo por el pasillo tras echar una ojeada para asegurarse de que Nokomis no estaba mirando. Abrió de nuevo el petrificador.
—¡Maldita sea!
El muñeco se estaba deshinchando demasiado lentamente.
Lo estrujó, consciente del fuerte siseo del aire al abandonarlo. Nokomis, de todos modos, había conectado una banda. Las voces ahogarían el siseo.
Cuando la réplica estuvo medio colapsada, se metió en el cilindro y cerró la puerta. Se apoyó sobre el muñeco, apretando con fuerza, hasta que estuvo completamente deshinchado, luego lo enrolló y lo metió en el pequeño contenedor en el bolso de hombro. La pistola fue a parar también al bolso. Aunque sabía que la estrella de identificación de Jueves estaba en el bolso, no pudo resistir la tentación de comprobarlo para asegurarse. Sus dedos tocaron las puntas de la estrella.
Volvió a salir y cerró la puerta. Respirando más pesadamente de lo que le hubiera gustado, se dirigió a la cocina. Justo antes de llegar a ella, vio a Nokomis doblar el recodo.
—Ah, aquí estás. Los bagels se están enfriando.
La siguió hasta la terraza, donde, sobre una mesita redonda, había café, zumo de naranja y la comida. Se sentó frente a Nokomis. Apenas llegaba de la calle la luz suficiente para que pareciera que él y su esposa estaban sentados en un limbo gris. Las chicharras y las ranas arbóreas aún estaban cantando.
Dio un sorbo al ardiente café y contempló su casa del miércoles. Las ventanas estaban iluminadas, pero no podía ver a nadie en ellas. Todavía quedaba en él lo bastante de Caird como para pensar brevemente en Ozma, de pie en su cilindro. Ozma, aguardando para verle dentro de seis días.
Nokomis, casi como siempre, tenía un aspecto encantador. Su piel era más oscura en aquella penumbra que el hermoso tono cobrizo que lucía a la luz del día. Llevaba el pelo negro muy corto y salpicado con tinte blanco para darle el aspecto «jaspeado» tan de moda en miércoles.
Nokomis había intentado conseguir que Tingle se tiñera el pelo del mismo modo y se dejara crecer la barba, recortada de esa forma cuadrada también tan de moda. El se había negado, aunque por supuesto no le había explicado sus auténticas razones de no querer ir a la moda.
Pensó: las ropas en el cesto. No debo olvidar esconderlas mejor.
Nokomis, a la mitad de su segunda taza de café, alzó la vista. Empezó a charlar acerca de su papel en el nuevo ballet, Proteo y Menelao. Todavía no se había estrenado, y al parecer había muchos problemas.
—...compositora está loca. Cree que la música átona es algo nuevo. No escucha cuando le dices que murió hace diez generaciones. Roger Shenachi está estreñido, y cada vez que sale de una grand jeté se pedorrea de una forma horrible. Le dije a Fred...
—¿Fred?
—¿No has estado escuchando? Presta atención. No me gusta hablar para mí misma, ya lo sabes. Fred Pandi es la gran muckamuck; ella escribió la historia, compuso la música e hizo la coreografía. Le dije que tenía que reescribir todo lo relativo a Roger, llamarlo Gas o algo así, y mientras estaba en ello, lo mejor que podía hacer era echar a un lado la música y escribir algo que al menos pudiera bailarse y...
—Estoy seguro de que eres lo bastante artista como para superar todo esto —dijo Tingle—. De todos modos, ¿desde cuánto una bailarina, incluso una de tu estatura, tiene voz y voto en...?
—Gracias, pero no lo entiendes. Tengo voz y voto, y mucho, puesto que soy uno de los miembros del comité, como muy bien sabes. Al menos, se supone que lo soy, pero la compositora y el director de la orquesta son amantes, y forman un grupo compacto contra el resto de nosotros.
—Dos nunca forman un grupo compacto.
—¿Qué sabes tú de todo eso, Bob?
—No mucho. ¿Qué es eso acerca de un comité? ¿Desde cuándo un comité ha producido gran arte?
—Oh, ¿es que nunca escuchas? Te hablé de ello ayer. ¿O fue anteayer? No importa, te lo dije.
—Oh, claro, ahora lo recuerdo —dijo él—. ¿De quién fue la idea?
—De algún burócrata. Estoy segura de que los demás días no tienen estos problemas. Es sólo que...
9
Aunque no era justo dejar que su mente vagara, no podía impedirlo. Gril, Rootenbeak y Castor habían brotado de las profundidades como naves hundidas llenas por los gases de los cadáveres en descomposición. Nunca antes, bien, casi nunca antes, había hallado tan difícil cerrar por completo los demás días. Normalmente, cuando se hallaba en miércoles, era casi completamente Bob Tingle; se convertía en un auténtico Miércoles. Ahora, el esquema y la rutina se habían visto destrozados. Había tres quebrantadías sueltos, y dos podían ser muy peligrosos. Bien, uno podía serlo. Rootenbeak podía cruzarse con él y reconocerle, pero no era probable que dijera nada a las autoridades acerca de un tal Bob Tingle que se parecía mucho a Jeff Caird. A menos que lo hiciera anónimamente, vía televisión. Castor..., ese maníaco podía haber estado acechando cerca en las sombras y verle salir de la casa y meterse en este edificio de apartamentos. O Castor podía ser detenido en cualquier momento y, como había dicho Horn, soltarlo todo.
—¡Bob!
Tingle se extrajo de sus marismas mentales.
—Sí, estoy de acuerdo contigo. Los comités hieden. Pero míralo de esta forma. Si estuvieras viviendo en los viejos días, no podrías decir nada acerca de la producción. De esta forma, al menos puedes conseguir cambiar algunas cosas.
—Los comités no son más que globos, siempre subiendo por el aire, sujetos a los caprichos de los vientos, y siempre acaban cayendo cuando se les agota el gas. Te lo digo, todo el espectáculo va a derrumbarse. ¡Derrumbarse por completo! ¡Y yo me veré arruinada, completamente arruinada!
Él dio un sorbo a su café y dijo:
—Te diré lo que haremos. Soy funcionario del Banco Mundial de Datos...
—Ya lo sé. ¿Y qué?
—Buscaré si hay algo comprometedor que pueda ser utilizado contra los miembros del comité, especialmente contra Pandi y Shenachi. Si encuentro algo, podrás utilizarlo para hacer que ese par entren en razón. Por supuesto, puede que tenga que hurgar en la basura de todos los miembros del comité.
Ella se levantó de su silla, rodeó la mesa y le besó.
—Oh, Bob, ¿crees que puedes hacerlo?
—Por supuesto. Sólo que..., ¿no te preocupa la ética de todo eso? Será...
— ¡Es en beneficio del arte!
—En realidad, más bien en tu beneficio, ¿no?
—No estoy pensando sólo en mí —dijo ella. Volvió a su silla y se sirvió más café—. Es toda la producción. Estoy pensando orgánicamente. En bien de todo el mundo.
—No sé si lo que pueda encontrar será palanca suficiente para alejar a la compositora de su música átona. Y aunque lo encuentre, eso significará un largo retraso, escribirlo todo de nuevo.
Ella se encogió de hombros y dijo:
—¿Y a quién le importa? No es como en los viejos días. No dependemos del dinero.
—Sí, y creo que sería mejor si dependierais. De todos modos, no hablemos de eso ahora. Veré lo que puedo hacer. Bien..., ¿no estás contenta de tenerme a tu lado? ¿Dónde está tu gratitud?
Ella se echó a reír y dijo:
—Todavía no has hecho nada.
—Me he ganado algo de crédito por mis buenas intenciones.
—Un contrato para la autopista al infierno. No necesitas ninguna excusa, ¿sabes? De todos modos, esperemos hasta la noche. Estoy de mejor humor después de practicar.
—No últimamente —señaló él—. Has estado volviendo a casa furiosa y disgustada.
—Mejor entonces para liberarme de la rabia y la frustración. Supongo que no te estarás quejando, ¿verdad?
El se puso en pie.
—Nunca me quejo de nada irreal. Algún día, nuestros estados de ánimo coincidirán, y entonces todo el apartamento estallará.
—No quiero tener que buscar uno nuevo —dijo ella. Le besó otra vez—. ¿Qué vas a hacer?
—Hoy tengo una agenda bastante apretada —dijo él—, pero de algún modo trabajaré en la investigación del Proyecto Comité. Pero para asegurarme de tener el tiempo suficiente, tendría que irme a trabajar temprano.
—¿Temprano? —dijo ella, abriendo mucho los ojos.
—Sí, lo sé. Será peligroso. Tú puedes trabajar tan duramente como quieras y durante muchas horas, y nadie te mirará con el ceño fruncido. Eres una artista. Pero yo soy un burócrata. Si voy temprano y me quedo hasta tarde, todos mis compañeros de trabajo lo sabrán, y pueden investigar lo que hago. No puedo permitir que descubran que estoy realizando un trabajo no autorizado, abriendo canales que no corresponden a mis tareas habituales. Puedo verme en auténticos problemas.
»Quizá será mejor que me limite a ir a mi trabajo a la hora normal. Lo único que pasará será que se me retrasará el trabajo habitual. Mis compañeros no se preocuparán si me muestro perezoso o ineficiente, eso me situará al mismo nivel que ellos, y a mis superiores tampoco les importará siempre que no me retrase demasiado. Se nos concede un cierto margen no oficial de retraso. Haciéndolo así, no me buscaré problemas que puedan traer aparejada una censura de mis superiores.
Terminaron el desayuno, y Nokomis fue al cuarto de baño. Esperó que no recogiera la ropa del cesto para lavarla. No esperaba que lo hiciera, puesto que siempre se había mostrado dispuesta a dejar que él se encargara de la colada. Si no recordaba mal, ella se había encargado de la ropa el último miércoles, así que hoy esperaría que se ocupara él.
Quince minutos más tarde, Nokomis volvió a la terraza. Iba vestida con una blusa blanca y unos pantalones escarlata ajustados, y sujetaba el asa de su bolso de hombro.
—Oh. Pensé que estarías en la cama, preparándote.
Él sonrió y dijo:
—No. Estaba planeando cómo efectuar mi investigación sobre el comité.
—Bien. Me voy al gimnasio.
Él se puso en pie, y se dieron un breve beso.
—Que te vaya bien —dijo él.
—Oh, siempre me va. No voy a poder reunirme contigo para comer. El comité se reúne a la hora de la comida en un restaurante.
Durante su ausencia, Tingle había activado una banda en un lado de la terraza y comprobado su agenda. Ya sabía que ella no podría comer con él, y ella sabía que él lo sabía. Pero no estaba segura en un cien por ciento de que su memoria no le fallara. Sólo confiaba en sí misma.
—Te veré a las siete en el Googolplex —dijo él.
—Espero que la ensalada sea mejor que la última vez.
—Si no lo es, buscaremos un lugar mejor para la próxima ocasión.
Permaneció sentado en la terraza hasta que vio su bicicleta bajar por Bleecker y enfilar hacia el norte a lo largo del canal. Tan pronto como se perdió de vista, se levantó y fue al cuarto de baño. Más de una vez, ella había regresado unos minutos después de haber salido por la puerta, diciendo que había olvidado algo. No le engañaba; estaba comprobando que él no estuviera haciendo algo que no debiera hacer. Había habido un tiempo en que se había preguntado si no sería una agente orgánica cuyo papel público era el de bailarina de ballet. Sus investigaciones a través de los canales del banco de datos le habían convencido de que no era así.
¿Qué era, entonces? Una mujer excesivamente suspicaz, quizá paranoica. En absoluto la mujer que debería ser la esposa de Bob Tingle. Pero no había mostrado su auténtica naturaleza cuando la estaba cortejando, y él había sido descuidado no comprobando su índice de personalidad antes de casarse con ella. La pasión del amor lo había cegado, pero así era la naturaleza de Bob Tingle. Tingle se dejaba arrastrar por emociones que Jeff Caird jamás permitiría que florecieran en él. Sin embargo, Caird era el responsable de la naturaleza de Tingle. Caird había elegido deliberadamente aquella naturaleza para su papel de Miércoles porque deseaba sentir con fuerza —como Tingle— lo que Caird sólo podía sentir débilmente.
Sin embargo, Caird debía sentir una cierta inclinación hacia las características de Tingle, alguna sensación de que estaba perdiéndose mucho siendo tan autocontrolado. Así que Caird, mientras estaba construyendo, quizá desarrollando fuera la mejor palabra, mientras estaba desarrollando la personalidad de Tingle, se había permitido algunas concesiones. Ahora estaba pagando aquel lujo, porque su pasión por Nokomis le había puesto en peligro. Aunque ella no fuera un agente secreto del gobierno, le vigilaba de cerca. Si descubría algo sospechoso que no estuviera conectado con sus relaciones personales, podía sondear más profundamente. Si descubría algo que sospechara que era de índole criminal, ¿le denunciaría?
No lo creía, pero se pondría furiosa porque él no había confiado en ella.
La verdad era que él no sabía exactamente lo que podía ocurrir si ella hurgaba demasiado. Lo que sí sabía era que Tingle no hubiera debido casarse con ella. Tingle hubiera debido abandonarla, cuanto antes mejor. Pero Tingle seguía enamorado de ella, aunque la gran pasión que llameaba en él al principio se había convertido en un tibio pero agradable calor. Más aún, si le decía que deseaba el divorcio, la haría sufrir, se volvería, dolida y furiosa, contra él. Era muy posesiva y egoísta; tenía que ser ella quien le abandonara. Sin embargo, no sólo era una gran coleccionista de cosas e incluso de algunas personas, sino que se resentía ferozmente de tener que abandonar algunas de ellas. Su armario de posesiones personales estaba atestado de las cosas más heterogéneas, ositos de peluche, muñecas de porcelana, recordatorios de cumpleaños y de vacaciones en el extranjero, dentro del país e incluso a lugares cercanos, trofeos de ballet, grabaciones de su propia voz desde su nacimiento hasta hacía apenas unas semanas, una medalla de ganadora de una carrera de cien metros para chicas de octavo grado en Manhattan, una citación de buena conducta de cuando tenía veinte subaños (nunca había conseguido otra después, debido a sus constantes peleas con varios miembros de la compañía de ballet), y al menos un centenar de otras cosas.
Tingle había intentado muchas veces conseguir que tirara todo aquello. Era una tortura y una vejación, porque ella insistía en sacar algunas de ellas casi cada noche y situarlas en un estante. Luego tenía que volver a guardarlas en el armario antes de la hora de la petrificación. También hacían que a él le resultara difícil guardar sus propias y escasas posesiones o incluso mantener su ropa bien colgada.
Tingle sabía que algún día su temperamento, no demasiado pacífico, le dominaría, y arrojaría toda aquella basura por la tolva de los desperdicios. Y aquello significaría su adiós. El cual, lógicamente, y desde su punto de vista, tendría que producirse antes de que la posesividad y las suspicacias de ella le metieran en problemas mayores.
Así que suspiró, se levantó de la silla y fue al cuarto de baño. Extrajo sus aún mojadas ropas del martes del cesto y las colgó para que se secaran. Más tarde, las enrollaría y las metería en su bolso de hombro. Sería más fácil y más inteligente echarlas por la tolva, pero sólo tenía aquella ropa de fiesta. Para conseguir otra, tenía que devolver la ropa vieja al martes o hallar alguna buena excusa para decir que la había perdido. Esto último requeriría llenar un informe para el Departamento de Distribución de Vestuario.
Cuando se fue a la cama, esperó que el sueño tardara en llegar, pero se durmió casi de inmediato, y se deslizó en una maraña de sueños.
Cuando el despertador de la banda en la pared le despertó, sólo recordó uno de los sueños que le habían asediado. El rostro del padre Tom, el suyo, por supuesto, reconocible incluso bajo la peluca y la falsa barba, había aparecido en una banda de la pared. La banda mostraba al padre Tom de pie en el lado más cercano de un ancho, oscuro y perezoso río. Más allá del padre Tom había un enorme puente de piedra. El padre Tom sostenía en su mano derecha un pesado candelabro de hierro de siete brazos. Parecía como uno de aquellos utilizados en las sinagogas, pero Tingle no podía recordar su nombre. Una llama larga y brillante brotaba del dedo índice de la mano derecha del padre Tom. El padre Tom fruncía el ceño como si no pudiera decidir qué vela debía encender primero.
—Éste es el momento —dijo severamente el padre Tom. Tingle había despertado murmurando:
—¿El momento de qué?
Había dormido seis horas, aunque normalmente necesitaba ocho. Se puso unos pantalones cortos y bajó al sótano, donde se ejercitó a solas con un aparato de gimnasia. De regreso al apartamento, se duchó de nuevo, se vistió y bebió una taza de café. Por entonces el sol ya era fuerte, la ciudad se había despertado, y la temperatura empezaba a ascender hacia el proyectado máximo de la tarde de cuarenta grados. Tingle, vestido con una ligera ropa interior, una camisa blanca de manga corta con rayas rojas y cuello rizado, pantalones acampanados verdes y sandalias marrones, el bolso al hombro, salió una vez más a la terraza. Estaba examinando los alrededores en busca de... ¿qué? ¿El doctor Chang Castor?
Lo cual significaba que no era enteramente Tingle. Jeff Caird seguía viviendo en él. Estaba recordándole a Tingle que se suponía que debía contactar con su agente immer del miércoles. Sin embargo, eso debería hacerlo desde el banco de datos.
Por el momento sólo había una persona frente a la casa, en la esquina de Bleecker y el canal Kropotkin. Un hombre pedaleando hacia el este en una bicicleta, de espaldas a Tingle. Un gran sombrero verde oscurecía su nuca, y llevaba una camisa marrón y unos abultados pantalones verdes. Tingle observó al hombre detenerse en la esquina y volver la cabeza para mirar atrás.
—¡Dios! —exclamó Tingle. Crispó las manos y se asomó más a la terraza. El rostro bajo el sombrero tenía los largos y afilados rasgos y la más bien ancha nariz de Castor. ¿Y por qué miraba tan intensamente hacia la casa?
Tingle agitó la cabeza y dijo en voz alta, para sí mismo:
—¡Sólo es tu imaginación! ¡No será tan estúpido como para hacer eso!
Significara lo que significara eso. ¿Un peligro para Ozma?
El hombre volvió la cabeza, permitiendo a Tingle ver su perfil. Era como el rostro de buitre de Castor, pero... No, no podía ser Castor.
El ciclista desapareció tras la casa cuando enfiló hacia el norte por el sendero junto al canal, apareció de nuevo, luego desapareció detrás de la siguiente casa. Un hombre salió por la puerta de atrás de la otra casa y se dirigió al garaje. Al cabo de unos momentos salió con una bicicleta. Tingle le reconoció como John Chandra. Tingle conocía bien su rostro y el de su esposa, Aditi Rotwa, tras haberlos visto muchas veces a través de las ventanillas de sus petrificadores en el sótano. Se echó hacia atrás para que Chandra no pudiera verle si alzaba la vista.
Aunque su vecino observara el parecido de su rostro con el de Jeff Caird en el petrificador del sótano, se limitaría a pensar que era una notable coincidencia. Tingle aguardó hasta que Chandra hubo desaparecido detrás de la casa antes de volver a asomarse en busca del ciclista. Por aquel entonces ya había desaparecido.
—Sólo son mis nervios —murmuró.
Tres minutos más tarde se encaminaba hacia el este, formando parte de un flujo de ciclistas y algún coche eléctrico ocasional. Apenas había empezado a sudar cuando vio con el rabillo del ojo una piel de plátano en la acera.
10
Zigzagueó por entre la multitud, frenó junto a la acera, bajó el pedal de la bicicleta, recogió la piel y la arrojó a una papelera. Mientras volvía a la bicicleta, miró a su alrededor. No vio a Rootenbeak, y realmente no esperaba verle. Había otros gorrinos además de Rootenbeak en miércoles..., si él estaba allí. De todos modos, se sentía trastornado, y mientras se alejaba pedaleando se recriminó por su automática acción. No hubiera debido pararse; hubiera debido acelerar la marcha.
En la calle 13, subió la rampa y se dirigió hacia el lado oeste, el lado oscuro, de las Torres de los Trece Principios. El edificio, que estaba recubierto de paneles solares, ocupaba la zona delimitada por las calles 7, 4, 13 y 37. La estructura principal se alzaba hasta más de mil doscientos metros, y las trece torres a lo largo de su perímetro añadían otros cuatrocientos metros a su altura. La oficina de Tingle estaba casi en la parte superior de la torre de la esquina noroeste de las 7 y 37.
Tras descender la rampa hasta el aparcamiento en el tercer subsuelo, tomó un ascensor al vestíbulo principal noroeste. Desde allí, tomó el exprés hasta el nivel superior del edificio principal. Luego tomó un ascensor a su nivel en una de las torres.
Mientras recorría el pasillo que conducía hasta su oficina, Tingle se distrajo con la vista a través de las altas y amplias ventanas de su derecha. Había seis mástiles de anclaje en el techo del edificio principal, tres zepelines amarrados a tres de ellos, y un cuarto gigante, de un naranja resplandeciente, acercaba en aquellos momentos su morro hacia otro mástil. Tingle se detuvo para contemplar aquel espectáculo de belleza y esplendor.
Había poderosas corrientes de aire ascendentes a lo largo de aquel edificio, pero los zepelines descendían más allá de ellas hasta el relativamente tranquilo aire sobre el enorme tejado donde no tenían ningún problema para maniobrar. Más aún, no necesitaban equipos de aterrizaje para sujetar las cuerdas arrojadas desde la nave. El piloto tenía a su control doce motores a chorro orientables que podían equilibrar cualquier empuje del viento. Lentamente, la nave se aproximó al alvéolo en la punta del mástil de anclaje, y apenas entró en contacto con él quedó firmemente amarrada.
A Tingle le hubiera gustado contemplar a los petrificados pasajeros, libres de accidentes y del tedio, ser descendidos, sujetos por redes, hasta los camiones que aguardaban. Una mirada a su reloj de pulsera le dijo que ya casi era la hora de presentarse a su jefe para la asignación de trabajo. Entró en la antesala de la oficina, donde había un secretario sentado tras su escritorio. El secretario parecía alicaído, como si tuviera resaca. Tingle pasó por su lado con un:
—Buenos días, Sally.
Al oír sólo un gruñido por respuesta, Tingle dijo por encima del hombro:
—¿De mal humor, Sally?
El secretario respondió:
—Buenos días, maha Tingle. Maha Paz está...
—Lo sé, lo sé. Aguardándome ansioso, quizás impaciente. Gracias.
La oficina tenía forma de domo y su mobiliario era elegante, al igual que el hombre sentado tras el escritorio. Welcome Vardhamana Paz se levantó en todos sus dos metros diez de estatura. Su resplandeciente blusa multicolor y sus pantalones se tensaban para albergar un torso de forma esférica y unas enormes posaderas. Encima de los tres pliegues superpuestos de su barbilla había una cabeza redonda con una gran y protuberante frente. Cuando se inclinaba y unía las manos en una actitud como de rezo, daba la impresión de estar luchando por quitarse sus muchos anillos. Llevaba dos en cada dedo, y cada uno de ellos exhibía un enorme diamante o esmeralda. El oro era falso, y las joyas artificiales, y Paz le parecía irreal a Tingle. Eso era probablemente debido al hecho que la gente gorda y deforme era tan rara.
Tingle, tras una inclinación de cabeza, con las manos tendidas ante él y juntas, dijo:
—Buenos días, jefe.
—Buenos días, Bob.
Paz volvió a sentarse lenta y suavemente, como un globo perdiendo su aire caliente a través de una pequeña raja. Indicó a Tingle que ocupara una silla, y luego dijo:
—Para otros es un buen día. Para usted y yo...
«Conjuradígitos», como era llamado a sus espaldas, agitó una mano parecida a la aleta de una morsa. Su rostro se contorsionó como si hubiera comido demasiadas alubias.
—He recibido noticias de sus problemas..., de nuestros problemas..., a través de nuestra línea.
Tingle se agitó inquieto y miró a su alrededor. Parecería muy estúpido si le preguntaba a Paz si la habitación había sido limpiada de micrófonos ocultos y estaba en marcha un desmodulador. Por supuesto, se había hecho lo primero y estaba en marcha lo segundo. Además, funcionaban tres nuevas bandas, con el volumen irritantemente alto.
Tingle acercó su silla hasta que su estómago se clavó en el borde del escritorio, y entonces se inclinó hacia delante.
—¿Ha tenido noticias de Tony? —preguntó.
—No. De otra persona.
—Rootenbeak y Gril no me preocupan, no hoy. Pero Castor... Supongo que su informante le dijo lo peligroso que resulta para nosotros.
Sus papadas se agitaron como velas al viento cuando Paz asintió.
—Un cierto orgánico de alto rango está ocupándose de buscar a Castor. Pero se ve entorpecido porque todavía no puede hacer nada de forma oficial. Si hubiera recibido alguna noticia oficial de Martes de que Castor era un quebrantadías, entonces podría actuar rápidamente. Pero tiene que matar a Castor para impedir su arresto. No podemos permitir que hable con las autoridades.
Aunque se suponía que Tingle no debía conocer el nombre de la persona a la que Paz se refería, sabía quién era. Sus investigaciones a través del banco de datos, no autorizadas ni por el gobierno actual ni por el consejo immer, se lo habían revelado.
—Debemos encontrar a Castor —dijo Paz.
—Trabajaré como un castor en ello —dijo Tingle.
—¿De qué se está riendo?
—De nada. Sólo era un chiste.
—¿Un chiste? ¿Qué chiste? Éste no es momento para chistes, Bob.
—El castor americano pertenece al género Castor canadensis —murmuró Tingle.
—¿Qué?
—No importa —dijo Tingle, hablando con voz más fuerte—. Jefe, necesitaré falsear el tiempo en mi informe de las horas de trabajo. Pero el celo de mi supervisora inmediata, Gloglo Pitiboh, es excesivo. Casi siempre comprueba mi informe.
Paz frunció el ceño y dijo:
—¿Gloglo Pitiboh?
—Gloria Peatsworth. Sus subordinados la llamamos Gloglo Pitiboh.
Paz no sonrió.
—Se lo he dicho, Bob: los chistes...
—...son un asunto serio. Lo sé, jefe. Disculpe. Paz suspiró, luego dijo:
—Me ocuparé de Peatsworth. Pero... Al cabo de unos segundos, Tingle dijo:
—¿Tiene usted noticias aún peores?
—Es usted muy perceptivo, Bob.
Paz suspiró de nuevo, profundamente, y dijo:
—Mi informante me comunicó que hay un Domingo orgánico aquí. Una detective, Panthea Pao Snick. Posee un visado temporal, Bob. ¡Una temporal!
—Y eso nos concierte a nosotros, por supuesto. De otro modo, usted no la hubiera mencionado.
—Me temo que sí —dijo Paz—. Por lo que dijo mi informante... No fue capaz de darme detalles que pudieran iluminarme, pero parece que la misión de Snick es tan secreta que sólo el comisario general sabe de qué se trata. Y quizá ni siquiera él lo sepa todo. El comisario ha dado órdenes de que Snick obtenga toda la cooperación necesaria. Eso suena ominoso. Tenemos que descubrir detrás de qué va.
—Puede que no esté aquí por nosotros.
Paz suspiró de nuevo.
—Me gustaría poder creerlo. Desgraciadamente, ya ha hecho preguntas acerca de usted. De hecho, quiere hablar con usted.
Hoy iba a ser imposible ser completamente Tingle. Martes no iba a permanecer en silencio. Exigía que al menos Tingle fuera el agente de Jeff Caird. Eso era todo lo que Tingle estaba dispuesto a ser. Caird tenía que ser considerado como alguien que había contratado temporalmente a Tingle para representarle en Miércoles.
—Puede que tenga que trabajar algunas horas extras —señaló Tingle.
—Lo autorizaré. No se preocupe por ello.
Tingle sonrió, porque el rostro de Paz estaba recubierto de una fina película de agua salada.
La razón dada para las horas extras sería otra coartada. Las mentiras conducen a más mentiras, y su creciente peso ponía una tensión inmensa a lo que se suponía que debían liberar.
La tos de Paz sacó a Tingle de sus pensamientos.
—¿Tiene alguna otra cosa que añadir? —preguntó Paz.
Tingle se levantó.
—No —dijo—. Si eso es todo...
—Sí. Si ocurre algo importante, notifíquemelo.
—Por supuesto.
Tingle se mordió los labios al abandonar la oficina. Mientras recorría el pasillo, sintió la presión de su vejiga. A medio camino, giró directamente hacia una puerta sobre la que había un cartel: Toilettes. Se halló en una amplia estancia con paredes, techo y suelo de pseudomármol. A su izquierda había una larga hilera de urinarios, encima de cada uno de los cuales había una banda exhibiendo distintos programas. A su derecha había una hilera de cubículos de los que brotaban las apagadas voces de locutores dando noticias y actores desgranando sus seriales, el ruido de la descarga de una cisterna, y gruñidos.
Tras pasar revista a la desocupada hilera, eligió un urinario frente al Canal 176. John «Big» Fokker Natchipal, el locutor, era un hombre al que Tingle detestaba. Así, mientras estaba allí de pie, Tingle podía imaginar que estaba orinando sobre el siempre ampuloso Natchipal. Cuatro pantallas más allá estaba el canal en el que la fantásticamente hermosa y sexy Constant Tung desgranaba las noticias. Pero había dejado de contemplarla —al menos en los lavabos—, porque normalmente le provocaba una erección, y eso hacía difícil (y nada divertido) orinar.
Sin embargo, esta vez la elección del canal no le ayudó en absoluto. Podía oír débilmente la voz de la mujer, y eso fue suficiente para que enfocara sus pensamientos en ella. Mientras permanecía allí de pie, exasperado y frustrado, se dio cuenta de que había alguien a unos pocos metros a su izquierda. Volvió la cabeza hacia allá. La mujer llevaba una gorra de jockey marrón con un círculo verde rodeando una estrella roja, y un uniforme marrón decorado con pequeñas cruces ansadas verdes, las cruces egipcias con un lazo en su parte superior. Su bolso de hombro era grande, verde, y lleno hasta los topes. Unos brillantes zapatos verdes asomaban sus afiladas puntas bajo el dobladillo de su uniforme.
Era baja, un metro setenta como máximo, delgada, y su negro y corto pelo brillaba como el pelaje de una foca. Su rostro era delicado, de pómulos altos, y triangular. Sus grandes ojos castaños oscuros —le recordaron también los de una foca— le miraban fijamente. Aunque tan hermosa como Tung, no le causó el mismo efecto. Su rudeza le hizo sentirse furioso.
—¿Sí? —dijo.
Antes de que ella pudiera responder, una mujer entró, saludó a Caird con una mano, dijo:
—Buenos días, Bob —y desapareció en un cubículo. —Lamento molestarle aquí —dijo la mujer, con una voz ronca pero rápida—. No deseaba esperar fuera. No me gusta perder el tiempo.
—¿Quién es usted, y en qué puedo ayudarla? —dijo Tingle secamente.
El embarazo y la irritación habían deshinchado su pene, pero seguía sin poder orinar. Murmuró para sí mismo: «¡Al diablo!», y se subió la cremallera de los pantalones. Se dirigió furioso hacia la hilera de lavabos, seguido por la mujer.
—Soy la detective mayor Panthea Pao Snick —dijo ella—. Yo...
—Sé quién es —gruñó él, mirándola en el espejo—. Mi superior, el coronel Paz, me habló de usted. Dijo...
—Sé lo que le dijo. Entré en su oficina unos segundos después de que usted la abandonara.
Tingle se dirigió al secador de aire y pulsó el botón. Ella le siguió, diciendo:
—Estoy autorizada a dar solamente una explicación mínima acerca de mi misión. Pero puedo exigir y exijo una completa cooperación.
Aquello significaba que el Consejo Superorgánico Norteamericano la respaldaba. O que estaba reclamando sobre sí más autoridad de la que tenía para conseguir así una completa cooperación. Tingle, como Caird, había hecho esto más de una vez. Sin embargo, no tenía intención de acusarla de que era un bluff, aunque lo fuera. Si había sido enviada por el CSN, podía estar investigando rumores o sospechas o, esperaba por Dios que no fuera eso, hechos acerca de los immers. Bien, fuera lo que fuese, no estaba allí para pasar el tiempo.
El miedo aferró sus entrañas con una mano de hierro.
11
Snick dijo:
—Quiero hablar con usted en privado.
Respondió, con un resoplido:
—No podemos utilizar mi oficina. Dudo que esté usted autorizada a entrar en ella.
Así que echó a andar hacia la salida. Ella le siguió y dijo:
—No lo estoy, pero podría conseguir una autorización. Aunque representaría mucho trastorno. Sólo deseo unos minutos en un lugar donde nadie pueda oírnos.
Él se detuvo y se dio la vuelta en el vestíbulo. Los enormes ojos castaños de ella se clavaron en los suyos como si estuviera intentando leer algo en ellos. Eran unos ojos muy hermosos, pensó, no propios de una agente orgánica. O quizás eran apropiadamente inapropiados. Podía hacer que un hombre bajara la guardia ante ellos. ¿Quién podía creer que había acero tras su suavidad?
Le dijo que podían hablar en un saloncito debajo mismo del vestíbulo. Caminaron juntos, ella moviendo rápidamente las piernas para mantenerse a la altura de sus largos y acelerados pasos. El no retuvo su marcha. Si lo que quería ella era ahorrar tiempo, podía seguir trotando tanto como quisiera. Su tiempo también era importante.
El salón estaba desierto. Se sentó en una gran y cómoda silla adaptable al cuerpo. Snick tomó otra silla, que deshinchó unos centímetros para acomodarla a sus piernas más cortas. Estaba mirándole a través de una estrecha mesa.
—¿Qué es lo que quiere exactamente de mí? —preguntó él. Echó una ojeada a su reloj.
—¿No desea comprobar mi identificación? Agitó una mano.
—El coronel Paz me dijo que quería hablar usted conmigo. Tenía intención de reunir todos los datos que pudiera de ella apenas llegara a su oficina, pero quería darle la impresión de que no sentía curiosidad hacia su persona.
Ella extrajo de su bolso de hombro una pequeña caja verde y la depositó encima de la mesa. Alzó la pantalla, pulsó un botón, e insertó la punta de la estrella de su disco de identificación en la caja. El leyó el display, que se exhibía en ambos lados de la pantalla, contempló la foto en la pantalla y dijo:
—De acuerdo. Así que es usted quien dice que es.
—He sido autorizada a perseguir a un quebrantadías. Un ciudadano del lunes y de Manhattan, Yankev Gad Gril. Un doctor en filosofía que enseña en la Universidad Yeshiva, hebreo ortodoxo, maestro de ajedrez y especialista en las obras de un cristiano agnóstico del siglo primero después de Cristo llamado Cerinto.
Por un momento, él pensó en negar todo conocimiento del hombre. Hasta ahora las afirmaciones de la mujer habían sido las que había esperado, aunque en realidad no sabía qué esperar, y eso entorpeció un poco sus reacciones.
—¡Gril! —exclamó—. ¡Oh, ahora comprendo por qué quiere hablar conmigo! Juego al ajedrez con él. Pero mi contacto ha sido muy limitado, por supuesto. No conozco su aspecto, y nunca nos hemos hablado el uno al otro. Las competiciones intertemporales de ajedrez tienen reglas muy estrictas.
Ella asintió.
—Lo sé. Sin embargo, Gril está ahora en miércoles, o al menos eso creemos. Es un apasionado jugador de ajedrez, un fanático...
—Y muy bueno además —dijo Caird.
—...y puede que desee proseguir su juego con usted. No creo que sea tan estúpido como para hacer eso, pero su pasión por ello puede haber abrumado su sentido común. Tal vez crea que puede transmitirle su próximo movimiento desde una banda pública y luego retirarse rápidamente. Digo «puede», pero en realidad tiene bastantes posibilidades de eludir a los orgánicos de aquí. Si no facilitamos un informe inmediato, no podremos conseguir que un satélite lo localice.
—Quiere usted que informe inmediatamente a usted o a los orgánicos tan pronto como reciba su transmisión, ¿no es eso?
—Infórmeme a mí. Puede que no sirva de nada, porque Gril puede haber preparado una transmisión retardada y haberse ido hace mucho rato cuando usted la reciba. Pero infórmeme de todos modos. Oh, por cierto, ¿no habrá recibido ya alguna transmisión suya?
Una pregunta engañosa. Sin duda había comprobado ya todas las llamadas de Bob Tingle.
—No, no he recibido nada —dijo.
A menos que estuviera bajo vigilancia, no todas las llamadas quedaban registradas en la base de comunicaciones. Pero las imágenes del tablero de ajedrez con los correspondientes movimientos en las partidas entre jugadores de dos días distintos quedaban almacenadas hasta el día correspondiente de su destinatario. Gril le había enviado su último movimiento el lunes, y él lo había recibido el miércoles. Bajo condiciones normales, el siguiente movimiento de Tingle hubiera sido almacenado y transmitido a Gril el lunes siguiente. Si Gril había enviado su siguiente movimiento a Tingle, estaría almacenado en el banco de datos del miércoles y también en el Banco de Datos Mundial de Manhattan.
Snick habría comprobado sin la menor duda aquello. También habría pedido a los monitores de datos orgánicos del miércoles que le informaran inmediatamente si Gril efectuaba su movimiento. ¿Por qué, entonces, pedirle a él que informara sobre Gril?
¿Iba realmente tras algo más aquella mujer? ¿Era Gril solamente una excusa para encubrir otro interés, el interés principal, en sus actividades?
Deseó haber confinado sus juegos de ajedrez con Gril a sólo uno de sus roles. Tal como estaban las cosas, cada día, en cada una de sus personalidades, había jugado una partida con Gril. Mañana, Snick seguiría el rastro de Gril hasta Jim Dunski. Sabría entonces que Bob Tingle y Jim Dunski eran la misma persona. Quizá ya supiera que Jeff Caird y Bob Tingle eran la misma persona.
No, eso no era posible todavía. De otro modo ya le hubiera arrestado, y ahora estarían asándole a preguntas en la sala de interrogatorios más cercana. Quizá realmente sólo estaba buscando a Gril.
¿Por qué, entonces, un orgánico del domingo había decidido seguirle el rastro a un quebrantadías del lunes?
Fueran cuales fuesen sus razones, no debía verle el jueves. Aunque en realidad no necesitaba verle en carne y hueso. Una mirada al rostro de Jim Dunski en una pantalla de datos sería suficiente.
—Espero no ser demasiado curioso —dijo—. Me preguntó por qué ha sido enviada usted tras las huellas de Gril. ¿Por qué es este caso tan poco habitual? Por lo que he oído, son los orgánicos de su día correspondiente los que se encargan de los quebrantadías. Nunca he oído de ningún orgánico utilizando un visado temporal para ir detrás de uno.
—Tenemos nuestras razones.
—Oh, entiendo. No es asunto mío.
—El número al que puede llamarme es uno de los especiales. X-X. Fácil de recordar. Si aparece el juego de Gril, ¿me llamará de inmediato? ¿Sin ningún retraso?
—Por supuesto. X-X. —Sonrió—. Será fácil de recordar. Una doble cruz.
El rostro de ella era inexpresivo. O bien no había captado la referencia, o era lo bastante fría como para ignorarla. Él se echó a reír y dijo:
—Yankev Gril, ¿eh? ¿Sabe usted lo que significan Yankev y Gril en yiddish?
—No. ¿Debería saberlo?
—Yankev es James, que también puede ser Jimmy. Gril significa Cricket. Lo cual significa que está buscando usted a Jimmy Cricket.
—Supongo que sí —dijo ella—. Pero no veo nada divertido o relevante en ello. ¿Me estoy perdiendo algo?
Miró su reloj y se levantó. El también se puso en pie.
—Sólo un pequeño chiste, algo para hacer la vida un poco más agradable. Los chistes son como un lubricante.
—Creo que son estúpidos —dijo Snick—. Pero no están contra la ley, aunque si yo...
—Usted tiene sus opiniones, ellos las suyas.
—Eso es pensamiento antisocial. No, no quería decir eso. Fuera lo que fuese lo que quería decir, no lo dijo. Se alejó rápidamente sin decir adiós, pero junto a la puerta volvió la cabeza y dijo:
—Nos veremos de nuevo, maha Tingle.
—Espero que no —murmuró él. Pero suspiró. Snick era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca, un hada-foca, pero no despertaba admiración y deseo en él. Le asustaba.
Recorrió el pasillo, insertó la punta de su identificación en el agujero en la puerta, y entró dejando que ésta se cerrara por sí sola a sus espaldas. El primer turno de datos del banco ya había desaparecido. La oficina tenía forma de domo, de seis metros de diámetro en el suelo, y emparedada con bandas desde el suelo hasta el centro del techo. En el centro se alzaba una silla en torno a la cual había un escritorio circular. Sobre el escritorio destacaba una pequeña caja de control. Alzó el ala móvil del escritorio y entró en el «círculo encantado». Tras volver a bajar el ala, se sentó en la silla. Podía hacerla girar de modo que pudiera contemplar cualquier banda, y podía inclinarla hacia atrás a fin de poder leer cómodamente los displays superiores.
Tecleó un código que sólo él conocía. Las bandas brillaron con los datos y fotografías que las iluminaban cuando había abandonado su trabajo el miércoles anterior. Reluctante de poner a un lado su proyecto preferido, estudió las bandas durante algunos minutos. Aquél era un trabajo no oficial ordenado de una forma no oficial por Paz, que había recibido las órdenes de su superior. Se suponía que Tingle no debía saber quién era el jefe de Paz. Pero lo había averiguado a través de una investigación no oficial de la que Paz no sabía nada.
Una de las características de Tingle era una peligrosa curiosidad, que a veces bordeaba la temeridad. El consejo se hubiera alarmado de saber aquello. Pero había verificado la estabilidad del carácter de Jeff Caird, y no había pensado en la posibilidad de que Bob Tingle no fuera la misma persona que Jeff Caird. Caird, al programar el carácter de Tingle, se había permitido algunas libertades. Sin embargo, sabía que no podría haber desarrollado algunos de los rasgos de Tingle si ésos no hubieran existido en embrión en Caird, fuertemente suprimidos aunque no abortados.
El primer estadio del proyecto era conseguir las estadísticas del número de personas «semipermanentemente» petrificadas y puestas en almacenamiento durante los últimos cien subaños. Esas eran principalmente aquellas que se estaban muriendo de enfermedades físicas incurables o sufrían afecciones mentales que no respondían a la terapia o eran criminales habituales que no podían ser «curados». Cuando la ciencia hallara el medio de restablecer la salud o la cordura a esas personas, serían despetrificadas.
Esa era la teoría. El gobierno había emitido cifras respecto al número de «expectantes», como eran llamados. Paz le había pedido a Tingle que averiguara si el gobierno mundial del miércoles estaba mintiendo. Las estadísticas oficiales decían que 46.947.269 personas habían sido puestas en expectativa en el momento en que Tingle había iniciado el proyecto. Tingle, tras cuatro subaños de discretas investigaciones a través de múltiples canales, había descubierto que el número real era de 86.927.326. Esto, por supuesto, correspondía solamente a aquellos que habían sido semipermanentizados (jerga gubernamental) dentro del miércoles. Tingle y Paz suponían que los demás mundos de día estaban haciendo más o menos lo mismo, y que en consecuencia había aproximadamente unos 609.000.000 semipermanentes.
Paz le había pedido entonces a Tingle que determinara si había sido desarrollada con éxito cualquier terapia para tratar a los expectantes durante los últimos veinte subaños. Esta tarea fue más fácil que la primera. Tingle había descubierto que habían sido publicadas y puestas en práctica suficientes «curas» o terapias variadas como para permitir despetrificar al menos a 30.000.000 de los expectantes del miércoles. Por extrapolación, 210.000.000 de toda la población.
Ninguno de los 30.000.000 de Miércoles posibles había sido despetrificado a fin de que las nuevas técnicas y terapias pudieran serles aplicadas. Ni se habían efectuado propuestas públicas en tal sentido.
—En primer lugar —había dicho Tingle a Paz—, se necesitarían, al ritmo de un millón de curaciones por subaño, caso de poderse mantener, treinta subaños para restablecerlos. Mientras tanto, al menos otros 40.000 se van amontonando, literalmente, en los almacenes. La acumulación de aproximadamente 87.000.000 permanecerá invariable.
»No hay necesidad de buscar motivos siniestros en la negligencia del gobierno. Simplemente, hizo una promesa que no puede mantener. Estoy seguro de que otros han descubierto lo mismo que yo, pero sus informes han sido suprimidos.
—Entonces, todos estos millones están igual que muertos —había dicho Paz.
—No necesariamente. Quizás..., algún día..., dispongamos del número suficiente de personal médico y el sistema y los fondos necesarios para cumplir esa promesa.
—Por supuesto —había dicho Paz. Se había contemplado la barriga y pellizcado la inferior de sus tres papadas—. Y, algún día, todo el mundo comerá sólo lo que necesite.
Tingle había pensado que, si todos los expectantes del mundo fueran curados, su abrumador número sería un problema tan grande que se haría necesario añadir un octavo día a la semana.
—¿Por qué desea esta información? —había preguntado Tingle.
—Quizá los immers podamos utilizarla como arma algún día.
—¿Chantaje? ¿Extorsión? ¿Amenazas?
Paz había respondido con una sonrisa.
Ahora, en el último estadio del proyecto, Tingle estaba «husmeando» en los registros de datos biográficos y las conversaciones de algunos altos oficiales tanto del gobierno de Manhattan como del mundial. Un dispositivo que había sido elaborado, suponía, en el laboratorio secreto de los immers, le permitía anular la desmodulación de los diálogos. Al principio se había sentido complacido con el dispositivo. Luego se dio cuenta de que lo que los immers podían hacer era muy probable que los científicos secretos del gobierno pudieran hacerlo también. Lo cual significaba que los desmoduladores de los immers podían ser anulados cualquier día, o quizá ya lo estuvieran siendo.
Había transmitido sus sospechas vía su superior, y como resultado de todo ello los immers empezaron a cambiar el formato de sus desmoduladores cada pocas semanas.
Tingle le había preguntado a Paz los motivos detrás de todas aquellas escuchas clandestinas. Paz había dicho que Tingle no necesitaba saber aquello. La teoría de Tingle, que se guardaba para sí mismo, era que el consejo immer tenía intención de utilizar la información como futura protección para sí mismo. O, quizá, la estaba utilizando ahora para presionar a aquellos oficiales para sus propias, oscuras, e indudablemente valiosas razones.
Durante su «husmeo», Tingle había seleccionado y almacenado algunos datos. Si alguna vez necesitaba protección para sí mismo, podía utilizarlos en su propio beneficio.
Pensando en ello, fue rozado por la «sombra» del pensamiento de que él, Tingle, no vacilaría en utilizar el chantaje si se veía obligado a ello. Pero Caird, su cliente del martes, consideraría aquello algo deshonroso.
Contemplando las bandas, recordó que se suponía que debía buscar datos coercitivos para Nokomis. No iba a poder hacer aquello hoy, lo cual significaba que ella iba a ponerse furiosa con él. Suspiró. Snick era su prioridad número uno. Si tenía tiempo, se ocuparía también del problema de Castor.
—Castor tiene que ser puesto en expectancia tan pronto como sea posible —murmuró para sí mismo—. Así evitaremos una crisis.
El consejo immer debía ser consciente de que era necesario hacer aquello. Pero el procedimiento legal para petrificar a Castor como incurable requería que antes fuera concienzudamente interrogado. Puede que no hubiera revelado aún su identidad immer a las autoridades, especialmente si había insistido en que era Dios. El consejo immer, sin embargo, no podía correr riesgos. Tenía que ser mantenido vivo como un paciente mental posiblemente curable.
Tingle suspiró de nuevo y, silbando suavemente la melodía de «El credo criminal», la canción de Ko-Ko en El Mikado de Gilbert y Sullivan, empezó a trabajar en el Proyecto Snick. Los displays de las bandas fueron reemplazados por los códigos necesarios para penetrar en los archivos orgánicos del domingo. Ésos eran proporcionados por un banco de datos immer que no debía ser utilizado excepto en emergencias extremas. Ésta lo era. Tingle, sin embargo, tenía que manejarlos con cuidado, puesto que era posible que los encargados del banco de datos del domingo estuvieran utilizando algún otro sistema de seguridad distinto del que conocía.
La gente del domingo estaba toda petrificada —excepto Snick, por supuesto—, pero cuando despertaran en su día previsto, podían descubrir que alguien había intentado husmear en su banco. Eso si las peticiones de datos de Tingle desencadenaban alguna alarma. Si eso ocurría, debía cubrir sus propias huellas electrónicas. Incluso quizá se viera obligado a borrar el banco de datos immer para impedir que los orgánicos le rastrearan hasta su origen.
Al cabo de quince minutos, Tingle había obtenido de seis fuentes distintas todos los datos biográficos disponibles de Panthea Pao Snick. Al cabo de dos horas de intentar todo tipo de aproximaciones seguras y todos los circuitos relevantes, desistió de intentar conseguir las órdenes oficiales de su misión. O bien eran inaccesibles, o las había recibido verbalmente.
Al menos, ahora conocía todas sus debilidades. Es decir, todo lo que estaba grabado. Por experiencia propia, sin embargo, sabía que ella podía haber ocultado algunas a los médicos del gobierno. Estaba a punto de iniciar sus investigaciones sobre Castor cuando todas las bandas operativas parpadearon rojas y los displays de datos desaparecieron. Sorprendido, le habló a la banda conectada con la puerta. Su corazón latía rápidamente, diciéndole que no estaba tan tranquilo como hubiera deseado. Se sentía más inquieto de lo que se atrevía a admitir.
—Soy yo —dijo la voz de Paz.
El sistema de seguridad estaba preparado para advertir a Tingle y borrar automáticamente todos los displays si alguien intentaba hablarle a través de las bandas o insertaba una punta-llave en el agujero de la puerta.
Tingle pulsó un botón. La puerta se abrió. Aunque sabía que Paz le hubiera advertido si llevaba a alguien consigo, hizo girar la silla hacia la puerta para asegurarse. Paz entró; la puerta se cerró a sus espaldas.
Tingle abrió la boca para decirle a su jefe que no había estado con Snick todo el tiempo que había esperado. La palidez y el gesto hosco de Paz cortaron su intención. Dijo:
—¿Qué ocurre?
—¡Las noticias en el canal orgánico! ¡Alguien ha sido asesinado en la casa contigua a su edificio de apartamentos! Por supuesto, no lo sé, puede que se trate sólo de una coincidencia, pero Castor...
Tingle se había levantado para acudir al encuentro de Paz. Sintiendo un repentino vahído, volvió a sentarse.
—Hey, ¿qué ocurre? —preguntó Paz.
En aquel momento, Tingle se había vuelto un poco menos Tingle y un poco más Caird.
—¿Quién ha sido asesinado?
—¡Demonios, no lo sé! —dijo con voz fuerte Paz—. Apenas estaban sacando el cuerpo. Pensé que puesto que usted vive en la puerta contigua..., y que Castor..., quizá fue encontrado allí y alguien lo mató. O quizá él mató a alguien de la casa por error. Paz no sabía que Caird vivía en la casa contigua a la de Tingle. No era necesario que poseyera aquella información.
—Creo... —dijo Tingle.
—¿Sí? —dijo Paz. Miró expectante a Tingle.
Tingle hizo con la mano un gesto de que lo olvidara.
—No importa. Conectaré el canal. Esperaremos y veremos. Puede que no tenga nada que ver con nosotros. Hay docenas de explicaciones...
Paz inspiró profundamente varias veces.
—Sí. Es probable que me haya precipitado. Sólo debe ser una coincidencia. Pero si Castor fue cercado allí y ha resultado muerto, mucho mejor para nosotros.
La banda mostraba a un grupo de orgánicos uniformados de azul en la acera y en la calle, manteniendo alejados a los curiosos. Tres nuevos equipos de televisión estaban tomando imágenes de la escena. Había varios coches patrulla y una ambulancia de la oficina del fiscal aparcadas junto al bordillo. Dos hombres bajaban una camilla sobre ruedas por los escalones de la entrada, con las ruedas subiendo y bajando para ajustarse a los escalones. Sobre la camilla, sujeto con correas, había un saco..., lleno con la forma de un cuerpo.
El rostro del locutor destacado por el Canal 87 al lugar de los hechos, Robert Amanullah, apareció en la pantalla. Dijo:
—Acabamos de hablar con maha Aditi Rotwa a través de...
La banda quedó a oscuras.
12
—Un corte de los orgánicos —dijo Paz—. ¿Qué están suprimiendo?
Fuera cual fuese la razón, otras cámaras seguían operando. Paz ordenó que fueran conectados otros dos canales, y éstos mostraron la escena desde ángulos distintos. Tras una pausa de treinta segundos, el Canal 87 volvió a funcionar. Amanullah estaba hablando de nuevo, pero sin decir una palabra sobre la identidad del cadáver. Éste fue metido en la ambulancia, que se alejó suavemente por entre la multitud. Una vez rebasado el grupo de curiosos, la ambulancia aceleró, pero no conectó ni las luces ni las sirenas. No había prisa.
Por lo que decían los periodistas, alguien había sido asesinado en la casa. Todavía no se conocían detalles. Cuando se obtuviera toda la historia de los orgánicos, sería transmitida. Mientras tanto... Dos de los cámaras partieron hacia el East Side, siendo sustituidos por otros periodistas. El Canal 87 siguió cubriendo el lugar, probablemente porque Amanullah estaba furioso por el hecho de haber sido censurado.
—Están reteniendo la noticia —dijo Paz—. Puede que transcurran horas antes de que lo sepamos.
—O quizá no lo sepamos nunca.
Tingle se puso en pie vacilante, se dirigió a una pared y activó una banda. Hizo algunas preguntas, escuchó, luego se volvió a Paz.
—¿Ha oído?
—Sí. Rotwa vive en la casa...
—Yo...
Tingle se detuvo. Casi le había dicho a Paz que conocía a Rotwa. O, al menos, había visto su rostro muchas veces a través de la ventanilla de su cilindro en el sótano de aquella casa.
El cadáver podía ser el de Castor. O podía ser el de Ozma. No podía ser el de uno de los dos ocupantes del miércoles porque la mujer aún estaba con vida. Si ella hubiera matado a su esposo, hubiera sido detenida ya, y petrificada para impedir que huyera.
Había un código que Tingle podía usar para husmear en los registros orgánicos. Sin embargo, sólo debía ser usado en situaciones de emergencia grave. ¿Era ésta una de ellas?
—Tenemos que averiguar si el cadáver era el de Castor —dijo.
Paz frunció el ceño, pensó un instante, luego dijo:
— Si está muerto, entonces no hay prisa. Terminaremos sabiéndolo.
—Dudo que fuera Castor —dijo Tingle. Sonrió débilmente—. ¿Puede matarse a Dios?
Paz le miró duramente, luego dijo:
—Es usted un buen hombre, Bob. Pero es irritantemente chistoso.
—¿Chistoso, de veras? Lo siento.
—Ahí está el esposo de ella, volviendo a casa —dijo Paz. Señaló hacia la banda—. Al menos, creo que es él.
Tingle reconoció al hombre, pero no podía decirle a Paz que tenía razón. ¿O debía hacerlo? ¿No era el momento de revelarle a Paz que él vivía el martes en aquella casa? Si no lo hacía, no podría decirle a Paz que sentía una dolorosa constricción mental porque Ozma podía haber sido asesinada por Castor. Por otra parte, tal vez Paz debiera saberlo. Podía alertar a sus superiores de que Castor estaba tras la pista de Tingle, y que por lo tanto era un peligro para todos los immers.
Escrutó las pantallas. Ninguno de los rostros en la multitud era el de Castor. Aquel hombre podía haberse sentido tentado a permanecer en la escena del crimen para poder ver el levantamiento del cadáver y sentir así el estremecimiento de la excitación. Pero Castor era demasiado astuto para eso. Debía haberse ido hacía rato.
Había una cosa que se agitaba dolorosamente en el pecho de Tingle. Sabía que el pequeño animal del dolor que estaba mordisqueándole era el pesar que sentía Caird. Como agente de Caird, sin embargo, podía sentir, o sólo podía permitirse sentir, el mitigado pesar que él, Tingle, experimentaría ante el asesinato de la esposa de un cliente.
Eso era lo que Tingle se dijo a sí mismo. En realidad, el dolor era más agudo que eso, tanto, que empezaba a temer que se reflejara al exterior. Si eso ocurría, revertiría, parcialmente al menos, a Caird. No podía permitir que eso ocurriera.
Realmente, no sé si Ozma está muerta, se dijo a sí mismo. Sin embargo, sí lo sabía.
—¿Y bien? —murmuró Paz.
—Lo siento —respondió Tingle—. Estaba pensando.
—¿Duele tanto el pensar?
Tingle forzó una sonrisa.
—Sólo cuando me río. Disculpe, jefe. Estaba pensando que tenemos que encontrar a Castor, ponerlo en salmuera lo antes posible, como dijo en una ocasión el gran Bedford Forrester.
—¿Forrester? ¿Quién...?
—Me temo que es una alusión histórica suscitada por la histeria. Olvídela, jefe. He conseguido todos los datos posibles sobre Snick, y aún no sé si realmente va tras de Gril, o su historia es una pantalla y va tras de mí. Yo..., nosotros..., tendremos que manejarla a base de improvisaciones. Estoy seguro de que el consejo habrá tomado acciones para ocuparse de ella. Así que no nos faltará ayuda.
»Lo más importante en estos momentos es Castor. Trabajaré sobre él, pero no creo que el banco pueda ayudarme. Lo que necesitamos es acción, no datos. Déjeme pensar en ello por un tiempo. Si se me ocurre algo bueno, abandonaré el trabajo. Puede arreglar usted una excusa, pero será mejor que me diga cuál es antes de irme.
—Eso no es problema —dijo Paz, con el sudor resbalando por su rostro. Se dirigió hacia la puerta, diciendo por encima del hombro—. Venga a verme antes de marcharse, si se marcha.
—Por supuesto.
Se echó hacia atrás en su silla, con los ojos cerrados. Dos minutos más tarde recibió una llamada de Nokomis.
—¿Has conseguido algo para mí?
—Todavía no, querida. Estoy abrumado de trabajo urgente. Realmente no sé cuándo voy a poder ocuparme de ya sabes qué.
Ella frunció el ceño y dijo:
—Necesito ya sabes qué lo antes posible. De otro modo, ¡oh, Dios mío! —Hizo girar sus grandes ojos castaños y su rostro se frunció en una mueca.
—Si puede hacerse, se hará —dijo él.
Ella le dijo que su cita para cenar juntos a las siete debería ser retrasada hasta las ocho. El productor y la coreógrafa se habían puesto a discutir a gritos, y la cosa había llegado a las manos, hasta tal punto que habían tenido que ser separados por los demás. Roger Shenachi, el primer bailarín, había tomado una dosis excesiva de laxante, y ahora, cada vez que salía de una grand jeté, se convertía en un espectáculo patético, si no risible, mientras corría a toda velocidad fuera del escenario.
En otra ocasión, Tingle se hubiera sentido divertido por todo aquello. Indicó a Nokomis que tenía que irse, y le dijo adiós. Tragedia y peligro lo acechaban, de modo que se suponía que tenía que prescindir de aquellas trivialidades. Sin embargo, conocía lo suficiente a su esposa como para saber que, si no le conseguía lo que deseaba, iba a tener que soportar sus nada suaves reproches.
Media hora más tarde, tras pasear arriba y abajo por su oficina como una fiera enjaulada, desechó todos los planes que podía imaginar para encontrar a Castor. Lo que necesitaba era algo que apartara su mente del problema por un tiempo. Luego podría enfrentarse de nuevo a él con una actitud más fresca.
Abandonó la oficina, fue a los urinarios, y luego se dirigió a la oficina de Paz. Paz tenía una enorme comida, incluido un gran bistec, extendida sobre su escritorio. Miró a Tingle como si le desafiara a hacer algún comentario. Tingle apartó la vista de la comida y dijo:
—Me voy. No, no tengo nada bueno para usted. Necesito ejercitar mi cuerpo, no mi mente. Voy a ir al gimnasio de esgrima durante media hora o así.
—No debería hacerlo si no lo necesita —dijo Paz—. Oh, bueno. Lo único que espero es que me venga con algo pronto.
—Me gusta ir por delante de los acontecimientos, no dejar que los acontecimientos vayan por delante de mí —dijo Tingle—. Pero me temo que esto es lo que está ocurriendo ahora. Bien..., voy a tener que improvisar.
—Hay que ser un buen improvisador —dijo Paz por entre un bocado de bistec—. Pero es mejor no tener que hacerlo. Llámeme cada media hora.
Paz no parecía preocupado; parecía culpable. Tingle hizo una inclinación de cabeza y salió, pensando que su jefe era demasiado sensible acerca de su comida. A él no le importaba lo que Paz comiera, aunque deseaba que no comiera tanto. Cualquier día, el superior de Paz se vería obligado a ignorar todas las influencias que Paz había utilizado para presionarle, y le obligaría a someterse a una dieta. Si eso fracasaba, sería examinado en busca de disfunciones metabólicas, y o bien sería tratado electroquímicamente, o enviado a una «granja de gordos».
Tingle tomó el ascensor hasta el piso veinte, recorrió un largo pasillo, y entró en la antesala del gimnasio de esgrima. Tras calentarse durante diez minutos, hizo dos combates, uno con una mujer y el otro con un hombre, ninguno de los cuales era un immer o trabajaba en el banco de datos. Ganó a los dos, lo cual le complació. Pero, mientras se duchaba, empezó a pensar de nuevo en Castor. Conclusión: puesto que el loco sabía dónde vivía él como Caird, también podía saber dónde vivía como Tingle. Las probabilidades eran más fuertes, puesto que Tingle vivía en la casa contigua a la de Caird. Castor podía haberle visto salir del edificio de apartamentos. Puesto que no había ninguna otra cosa que pudiera hacer, Tingle decidió actuar como señuelo. Aunque podía ser una pérdida de tiempo, cualquier otra cosa que hiciera sería también una pérdida de tiempo. Castor, de todos modos, era un fanático. En consecuencia, no era alguien que quemase su tiempo como si fuera incienso. Haría todo lo que pudiera por atrapar a Tingle, a menos que tuviera algún loco plan que implicara torturar mentalmente a su principal presa. ¿Quién sabía la maldad que acecha en los corazones de los hombres? La Sombra no era la única; Dios lo sabía bien. En realidad, Dios era la Auténtica Sombra.
—Pero —murmuró Tingle—, Castor no es realmente Dios. Bajó hasta la salida de la Quinta Avenida, salió al calor de la calle y llamó un taxi. Después de subir y decirle a la conductora dónde quería ir, insertó la punta de su estrella de identificación en la máquina montada en el respaldo del asiento delantero. La conductora apenas echó una ojeada a la verificación de la identidad y el montante del crédito que aparecieron en el panel frontal. Nunca había sido engañada, y no esperaba serlo.
Tingle contempló una banda de noticias en el respaldo del asiento delantero. El asesinato de la calle Bleecker no fue mencionado. Era evidente que la mano del gobierno estaba sobre la boca de los media. No habría nada más sobre el suceso en las noticias hasta que el gobierno decidiera una historia pantalla. Así que… Ozma había sido asesinada, y las autoridades de hoy habían decidido que el público no debía saber nada respecto a ella. Podía caer en el pánico ante la idea de que el ciudadano de otro día podía ser despetrificado y muerto.
Sintió un helado estremecimiento ante la visión de lo que Castor podía haberle hecho, seguramente le había hecho. Ésa era la reacción de Tingle, por supuesto. Si hubiera sido todo Caird, hubiera vomitado.
No servía de nada intentar eludir a Snick. Eso haría que sus sospechas aumentaran..., si sospechaba de él. Si no sospechaba de él, podía inducirla a hacerlo con su comportamiento no rutinario. Simplemente iría a su apartamento y aguardaría a Castor. O quizá pasearía por el vecindario.
El taxi giró hacia el este, saliendo de la Quinta Avenida y entrando en Washington Square Norte. Tingle, sentado en el lado derecho del vehículo, miró a través de Washington Square. De pronto dijo con voz fuerte:
—¡Alto!
Sorprendida, la taxista dijo:
—¡Hum! —Se acercó a la acera por entre los ciclistas. Se volvió y murmuró—: ¿Ha cambiado de opinión?
—Seguiremos dentro de un minuto.
A diez metros al sur de la acera se alzaba un gran roble. A su sombra había algunas mesas y sillas, todas ellas ocupadas por jugadores de ajedrez. Uno de los enfrascados jugadores era un hombre robusto vestido con una túnica negra. Su perfil era aquilino, sus cejas enormemente densas, y su roja barba colgaba larga y sin recortar. Su rojo pelo estaba cubierto por un casquete redondo, negro, que recibía el nombre, si Tingle lo recordaba correctamente, de yarmulke.
—¡Gril! —exclamó Tingle. ¿O era Caird el que hablaba?
Tingle le observó durante un minuto. Gril parecía tan distinto a un fugitivo de la ley. Si estaba tenso ante la inevitable mano sobre su hombro, escuchando los pesados pasos a su espalda, mirando por el rabillo del ojo a todas las sombras que se aproximaban, no lo mostraba. El ajedrez parecía ser su única preocupación. Completamente inmóvil, observaba tan intensamente las piezas como una mantis religiosa que acaba de ver una oruga.
Tingle se sorprendió de que Gril hubiera escapado al arresto. Y entonces se dio cuenta de por qué el hombre había permanecido libre durante tanto tiempo. Los orgánicos debían estar buscando a alguien como Gril pero no demasiado parecido a él. Habían supuesto que Gril se habría afeitado la barba, abandonado su yarmulke, teñido más oscuro el rostro y puesto lentes de contacto de un color distinto al verde. Pero, astutamente, Gril había mantenido el aspecto de un evidente hebreo ortodoxo. Su disfraz era él mismo.
—Iré caminando desde aquí —dijo Tingle. Metió la punta de su identificación en el agujero para poder tener un registro del kilometraje para comparar luego con el del taxi. Si alguien le estaba siguiendo, y esa persona le interrogaba más tarde acerca de por qué se había parado allí, Tingle diría que había salido a hacer un poco de ejercicio. Esa era la única excusa en la que podía pensar para abandonar el taxi. No, había otra. Como entusiasta del ajedrez, deseaba observar un rato a los jugadores. Después de todo, él mismo había jugado en Washington Square muchas veces antes. Algunos de los mejores de Manhattan estaban allí.
Tingle se dirigió a una mesa cercana a la de Gril y observó el juego durante un rato. Después de detenerse en otra mesa, se dirigió a su auténtico destino. Se sintió un poco extraño mirando a los pequeños ojos verdes de Gril. No había sido reconocido, pero él conocía bien a Gril. Bastante bien, al menos.
No pudo evitar alzar la vista por entre las ramas. Un ojo en el cielo, si estaba vigilándole, no podría verle en estos momentos ni a él ni a Gril.
Al cabo de un minuto, durante el cual ninguno de los dos jugadores movió sus piezas, Tingle se alejó. No había razón alguna para hablar con Gril. El impulso de advertirle había desaparecido por completo. ¿Qué era Gril para él, hoy al menos?
Anduvo lentamente por entre los gritos de los niños que jugaban, los mimos, los carritos con fruta seca, frutos frescos y verduras a la venta, los vendedores con su carga de globos de brillantes colores sobre sus cabezas, los chillones oradores sobre sus improvisadas tarimas desnudando sus singularmente chamuscadas psiques, los acróbatas y equilibristas, los magos sacando conejos y rosas del aire, los sucios y desastrados vagabundos de fétido aliento (los minis del miércoles), y los omnipresentes orgánicos sin uniforme. Esos últimos exhibían esa indefinible pero obvia —para él— expresión que adoptaban siempre cuando se mezclaban entre los civiles.
Verles le hizo tomar repentinamente consciencia del peso del arma en su bolso de hombro. Si era detenido por alguna razón y registrado... Se estremeció. No era prudente llevar el arma con él. Sin embargo, tenía que hacerlo, porque podía encontrarse con Castor.
Pensar en Castor pareció conjurarlo.
Tingle se tambaleó a medio dar un paso.
Primero, Gril. Ahora, sí, no había la menor duda de ello.
Castor caminaba unos quince metros por delante de él, a su derecha, siguiendo una trayectoria convergente con la suya.
Reanudó el ritmo anterior de su paso. Y se tambaleó de nuevo.
A su izquierda, a unos veinte metros más adelante, también siguiendo un rumbo de colisión, había una mujer con una gorra de jockey marrón y una túnica marrón decorada con cruces ansadas verdes. Sus zapatos eran de un color verde brillante.
Snick.
13
Todas las cosas están conectadas a través del universo, pero las cosas similares están más conectadas que otras.
Tingle, Gril, Castor y Snick estaban más o menos ligados entre sí por los actos ilegales de tres de ellos. Y allí estaban, empujados unos hacia otros en medio de Washington Square por lo que podía denominarse la ley de la gravedad criminal. Eran como planetas atraídos por fuerzas que, en su caso, desafiaban las estadísticas de la probabilidad. Todos, excepto Gril, convergiendo hacia un centro común.
Sin embargo, los seres humanos no eran formas inconscientes de materia como los planetas. Podían decidir abandonar sus órbitas.
Castor fue el primero en hacerlo. Miró a su izquierda, y vio a Tingle. Sus ojos se abrieron mucho; retuvo el paso. Y luego echó a correr. Dios no corre; es todopoderoso y no teme nada. En aquellos momentos, sin embargo, huía como un ser humano, no como alguien que puede flotar o volar o hacerse invisible o fulminar a Su enemigo con un rayo o una rápida parálisis progresiva.
Su huida dio un respiro a Tingle. Snick se volvió para contemplar al alto y delgado Castor, una gacela bípeda corriendo como perseguida por un leopardo. Sabiendo que Snick iba a volverse en cualquier momento para ver quién perseguía a Castor, Tingle se refugió detrás de un roble. Mientras fingía estar relajado, un paseante más reclinado contra el tronco, observó a los orgánicos vestidos de civil. Algunos de ellos habían visto a Castor, pero al parecer pensaban que estaba haciendo jogging. Gril seguía en su mesa.
El esperado sonido del silbato de Snick no llegó. Los orgánicos de civil siguieron manteniendo sus indiferentes pero sutilmente atentas actitudes. Incapaz de refrenar más tiempo su curiosidad, Tingle observó por un lado del árbol. Castor había desaparecido detrás de uno de los edificios de la calle 4 Oeste, al sur de la plaza. Snick estaba de espaldas a Tingle, las manos en las caderas, la cabeza ligeramente ladeada. Podía visualizar su expresión de desconcierto. ¿Por qué demonios no había actuado en ella el reflejo de todos los orgánicos y había perseguido al hombre? Quizá fuera porque se hallaba en una misión especial y no iba a apartarse por nada de ella. El hombre que corría no era asunto suyo.
Gruñó. Una nueva equivocación. Snick había emprendido un trote corto hacia la calle Thompson al sur. Luego giró a la derecha en la calle 3 Oeste y quedó oculta por sus edificios. Estaba siguiendo a Castor.
Tingle se mordió los labios, miró a Gril, que seguía jugando al ajedrez, y salió de la sombra del roble. El sol le envolvió con su cálido manto, pero en su interior sentía un frío helado. ¿Qué hacer ahora? No deseaba correr hacia Snick porque no deseaba que ella le asociara mentalmente con Castor. En cualquier caso, podía contar con que él estaba por allí. Su edificio de apartamentos estaba a unas pocas manzanas de distancia.
No corrió, pero anduvo rápidamente. Si los orgánicos en la plaza veían a tres personas, una tras la otra, echar a correr, podían sentir la suficiente curiosidad como para investigar. Cuando llegó a la esquina del edificio por el que Snick había girado hacia las calles Thompson y 3 Oeste, la dobló también. Ni cazado ni cazador estaban a la vista. Cuando llegó a la calle Sullivan vio a Snick, de espaldas a él, doblando el edificio de la calle Bleecker. Puesto que no había nadie más en la calle, corrió tras ella.
Antes de alcanzar la calle Bleecker frenó su marcha. Cuando llegó al edificio de la esquina, se detuvo y asomó la cabeza. Snick, ahora trotando, doblaba la esquina de la calle MacDougal. Evidentemente, Castor había ido hacia el norte. Tingle corrió hacia el oeste en Bleecker y se detuvo en MacDougal. Asomó la cabeza por la esquina hasta que Snick hubo girado a la izquierda en Minetta Lane. Mientras hacía todo esto, esperaba que ninguno de sus vecinos le estuviera viendo y su comportamiento despertara su curiosidad.
Cuando alcanzó Minetta Lane, se detuvo el tiempo suficiente para asegurarse de que Snick no estaba a la vista. Fue hacia el oeste hasta que llegó a la casa del extremo de la manzana. Se ocultó detrás de un árbol y asomó la cabeza lo suficiente para ver a Snick con un ojo. Aún seguía trotando, con la ropa pegada a su espalda por el sudor, a lo largo del camino junto al canal. Aguardó hasta que hubo desaparecido por la esquina de la casa de Jeff Caird en Bleecker antes de salir de detrás del árbol.
Corrió. Los pescadores, peatones y ciclistas junto al canal le miraron. Debieron pensar que estaba loco corriendo con aquel calor; ellos mismos estaban locos permaneciendo ahí fuera en él. Jadeando, con el sudor haciendo que le picaran los ojos, se detuvo en la esquina. Al no ver a Snick, cruzó la verja y subió a la acera. Allí estaba. Entrando por la puerta delantera de su edificio de apartamentos. Castor debía haber entrado en él. Normalmente las entradas delantera y trasera no estaban cerradas con llave durante el día. Castor no había tenido ningún problema para entrar, como tampoco Snick.
Tingle no podía creer que fuera una simple coincidencia el que el hombre hubiera entrado en el edificio.
Paz le había dicho que llamara cada media hora. Llevaba quince minutos de retraso. No tenía tiempo para llamar ahora. Pero, cuando echó a andar, oyó el zumbido de su reloj de pulsera. Lo cortó y lo acercó a su boca.
—¿Sí? —dijo. Luego se llevó el reloj al oído.
—Estaba preocupado —dijo la voz de Paz—. No llamó...
—Lo sé. Ahora iba a hacerlo.
Le explicó sucintamente lo que había ocurrido y le dijo a Paz que iba a seguir a los dos al interior del edificio.
—¿Cree que es prudente?
—En estos momentos, no sé lo que es prudente.
—Puedo enviar a dos hombres ahora mismo y hacer que ellos se ocupen de Castor —dijo Paz—. Usted aguarde fuera para asegurarse de que no se marcha.
—Puede salir por la puerta de atrás —dijo Tingle. Estaba corriendo alrededor del edificio mientras hablaba—. Ahora voy hacia allí.
Se detuvo en la esquina y se asomó. Castor no estaba por allí, lo cual significaba que todavía se hallaba dentro del edificio, o que ya había salido y había desaparecido de la vista. Tingle no creía que Castor hubiera tenido tiempo de hacerlo. Además, no creía que Castor se atreviera a salir al aire libre de nuevo. Debía estar aguardando a Snick.
Mientras subía los escalones del porche de atrás, llamó a Paz y le explicó la situación.
—Tengo que entrar. No quiero que Snick resulte herida.
—¿Por qué no? Puede ser tan peligrosa como Castor. Deje que él se ocupe de ella, luego lo atraparemos a él.
—No sabemos si ella va tras de mí —dijo Tingle—. Sin embargo...
Hizo una pausa.
—Sin embargo, ¿qué? —dijo Paz secamente.
—Si la gente..., si hay testigos..., entonces los orgánicos estarán aquí casi inmediatamente. Nosotros no queremos eso, ¿verdad?
—¿Hay gente por los alrededores?
—Nadie en estos momentos —dijo Tingle.
—Creo que lo mejor es que se aleje usted de ahí. Deje que mi gente se encargue del asunto.
—¿Es una orden?
Paz tosió, luego dijo:
—No. No estoy ahí. No sé exactamente... No estoy en el lugar. Usted tiene suficiente buen criterio, Bob. Siga adelante, haga lo que crea que exige la situación.
—Lo estoy haciendo —dijo Tingle—. Voy a entrar. Le llamaré luego.
—Sí, pero...
Tingle cortó el transmisor.
Se dejó suelta la blusa, abrió su bolso de hombro, tomó la pistola y se la metió en el cinturón. La parte inferior de la blusa cubría el arma. Avanzó rápida pero silenciosamente por el corredor hasta las amplias escaleras curvadas que conducían al primer piso. La enorme sala de recreo estaba vacía, y ningún sonido llegaba hasta él, ni de fuera ni de dentro. El sudor de su rostro se estaba secando bajo el frío del aire acondicionado, pero parecía chorrear en sus sobacos. Se detuvo al pie de la escalera y tomó el arma del cinturón. Era pesada, casi dos kilos, con la forma de una arcaica pistola automática. Además del botón de disparo, llevaba dos diales, uno a cada lado, justo encima de la culata. Ajustó el dial de la izquierda para un rayo delgado y consistente y el de la derecha a plena energía de las partículas cargadas.
Empezó a subir lentamente la escalera, escuchando con atención cualquier sonido de arriba. Antes de alcanzar el peldaño superior, se agachó. Alzó rápido la cabeza, pero sólo lo suficiente como para que sus ojos quedaran al nivel del suelo del pasillo. Mantuvo la pistola con el cañón alzado, el extremo a la altura del lóbulo de su oreja izquierda.
El pasillo estaba vacío.
Podía aguardar fuera de la puerta del 2E hasta que Snick o Castor salieran. No sabía si alguno de los dos estaba dentro, pero supuso que sí. Podía equivocarse. Castor podía haber huido a un piso superior o bajado por las escaleras de atrás y salido del edificio. Ninguna de las dos cosas parecía probable, o quizá deseaba que Castor estuviera en su apartamento, sin ninguna otra salida excepto la puerta. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, tenía que registrar su apartamento.
Se detuvo delante de su puerta y se puso de rodillas, para poder mirar por el agujero de inserción. No vio nada excepto oscuridad, lo cual quería decir que Castor no había utilizado su arma para abrir un agujero a través del dispositivo de codificación del interior de la puerta. Se alzó e insertó en el agujero la punta de su disco-estrella que transmitiría el código de entrada. Aguardó unos segundos, luego empujó la puerta. Giró fácilmente y sin ruido, deteniéndose un palmo antes de golpear la pared interior. El recibidor y el pasillo más allá estaban vacíos.
Una vez dentro, utilizó el pomo interior de la puerta para cerrarla sin ruido. No deseaba que nadie pudiera entrar tras él. Durante los siguientes cuatro minutos recorrió todas las habitaciones rápida pero silenciosamente, abrió las puertas de los armarios, e incluso miró debajo de la cama, aunque se sintió estúpido al hacerlo.
Luego recorrió los cilindros petrificadores, deteniéndose delante de cada uno para estudiar atentamente los rostros al otro lado de las ventanillas. Ninguno de ellos era el de Castor o el de Snick. Eso dejaba los dos vacíos, el suyo y el de su esposa. No se había acercado lo suficiente como para mirar hacia abajo y ver si había alguien agachado al otro lado de las ventanillas. Sin embargo, no había dejado de vigilarlos mientras comprobaba los otros.
No había nadie en las habitaciones ni en la terraza. Cualquiera que hubiese allí tenía que estar en los dos cilindros del miércoles. Si los dos estaban ocupados, entonces uno tenía que ser probablemente un cadáver.
Agachándose a fin de no ser visto si Castor se atrevía a atisbar por la ventanilla, Tingle avanzó hasta el cilindro más cercano. Apuntando su arma con una mano, alzó la otra y abrió rápidamente la puerta. El cilindro estaba vacío. Lo cual quería decir que el otro petrificador también tenía que estar vacío. A menos que hubiera dos personas en su interior y una de ellas estuviera muerta.
Repitió el proceso, y suspiró con una mezcla de alivio y desconcierto. Nadie allí tampoco. ¿Dónde estaban? Estaba casi completamente seguro de que no habían abandonado el edificio.
Frunció el ceño, se dirigió a la terraza y examinó los alrededores. No se veía por ninguna parte ni a Snick ni a Castor. Por un momento pensó en decirle a Paz lo que había ocurrido, pero rechazó la idea. ¿De qué serviría? Su jefe no podía ayudarle, y podía ordenarle que saliera del edificio o decirle que permaneciera en el apartamento. Lo único que podía hacer era buscar en los lugares asequibles a él.
Volvió al pasillo y empezó a registrar de nuevo las habitaciones. Fue la suerte la que le permitió escapar del rayo que evaporó el dispositivo de la cerradura a código y atravesó en línea recta todo el pasillo. El resplandeciente rayo blanco casi rozó su hombro izquierdo. Un segundo más tarde, la puerta saltó violentamente hacia dentro.
Tingle no compartía los mismos reflejos que Caird. Había construido lentamente sus propias características para que encajaran con su papel. Así, permaneció inmóvil un segundo más de lo que hubiera permanecido Caird. Caird se hubiera arrojado inmediatamente al suelo, con la pistola preparada apuntando ya a la puerta mientras caía. Tingle se recuperó a tiempo para pulsar el botón de disparo, pese a no saber todavía quién había al otro lado de la puerta.
14
Castor chilló, dejó caer su arma, se aferró el brazo y desapareció. Tingle corrió tras él por el pasillo. Se vio envuelto por el olor a carne y plástico quemados. La cabeza de Castor estaba desapareciendo escaleras abajo cuando Tingle cruzó la puerta. Corrió tras él, pero cuando llegó al porche ya lo había perdido. Se sintió tentado a correr fuera y dar la vuelta al edificio. El loco podía estar oculto tras la esquina o detrás de un arbusto o un árbol en el patio. Podía ser cosa de un minuto atraparle y matarle. Pero, ¿y si le veía alguien disparando contra un hombre? Los orgánicos estarían allí en sesenta segundos. Y si registraba las inmediaciones, podía ser apresado porque alguien le había visto herir a Castor y había llamado a los orgánicos.
Castor no iba a poder ir muy lejos antes de llamar la atención y ser detenido o perseguido. Tingle no deseaba estar cerca de él cuando eso ocurriera.
Era posible, sin embargo, que Castor tuviera algún lugar cerca en el que pudiera refugiarse como una rata en un agujero. Como por ejemplo el alto tubo de acceso amarillo en la esquina del pequeño parque junto al canal. Era una entrada al sistema subterráneo de transporte de mercancías. Si se había metido allí, podía dársele por desaparecido.
Aguardó hasta que su ansiosa respiración se hubo calmado lo suficiente antes de pronunciar el código de llamada de Paz en el reloj de pulsera. Paz respondió de inmediato. Tingle le contó lo que había ocurrido; Paz maldijo. Cuando hubo terminado con sus blasfemias e invectivas, que incluyeron algunas palabras indostaníes, dijo:
—Mis agentes se hallan en estos momentos en su zona. Les hablaré de esto, y enviaré algunos más. ¡Tenemos que encontrar a Castor ahora!
—Dígame algo que yo no sepa — murmuró Tingle. En voz más alta, añadió—: Voy a ir en busca de Snick. Tengo una idea de dónde puede estar. Le llamaré más tarde.
Por ley, al menos un edificio de cada manzana tenía que tener cuatro petrificadores extra. Ésos eran utilizados principalmente para emergencias tales como el tener que petrificar de inmediato a gente que había resultado herida en las calles inmediatas o para utilización por parte de los orgánicos que acababan de efectuar un arresto. Petrificar a un sospechoso era un método restrictivo mucho más eficaz que esposarlo.
Tingle se dirigió a la puerta del sótano, saludando con un gesto de la cabeza a una pareja que subía en aquellos momentos la escalera. Afortunadamente, había vuelto a meterse la pistola debajo de la blusa. Aun así, le miraron suspicaces, aunque tal vez sólo se tratara de su excitada imaginación. Descendió los escalones a otra sala de recreo. Una banda de televisión arrojaba una luz fantasmal; alguien había olvidado apagarla. Quienquiera que hubiese sido iba a recibir una reprimenda y quizá una multa, si el culpable podía ser identificado. Tingle la apagó.
Los cilindros de emergencia se alzaban en una esquina de la habitación auxiliar. Tingle se dirigió a un panel en la pared a su lado señalado ENERG CIL EMERG, y abrió la tapa. El botón del número tres estaba encendido. Tingle lo pulsó, y la luz se apagó. Fue al cilindro marcado N.° 3 y abrió la puerta. Snick estaba derrumbada en su interior, la cabeza apoyada contra sus rodillas juntas y levantadas. Su color era gris azulado, y era tan fría y dura al tacto como el metal. Un hematoma en su frente indicaba que Castor la había dejado sin sentido de un golpe. O quizá la había matado. En cualquier caso, no había tenido tiempo de mutilarla, si es que había tenido la intención, como había hecho con la doctora Atlas.
Tingle cerró la puerta del cilindro, regresó al panel de control, pulsó el botón número tres, y luego conectó el botón ENERG. Un segundo más tarde, el reostato regresó automáticamente a la posición de apagado. Volvió al cilindro, abrió la puerta, se inclinó, y apoyó un dedo en la yugular de la mujer. Pulsaba débilmente. ¡Bien! ¿Realmente? Viva, era un peligro, aunque no si podía ser ocultada en alguna parte.
Tras petrificarla de nuevo, pensó unos instantes, luego llamó a Paz por el reloj de pulsera. El pequeño desmodulador del reloj haría la transmisión ininteligible a cualquiera que escuchara excepto Paz. El gobierno tenía derecho a intervenir cualquier transmisión; también concedía a sus ciudadanos el derecho de utilizar desmoduladores, proporcionándoles así una ilusión de libertad. Ponle una correa a un perro, pero hazlo feliz dejándola muy larga.
Le contó a Paz lo que había ocurrido exactamente.
—Enviaré dos agentes para sacarla de la casa —dijo Paz.
—Tengo que saber dónde la van a llevar —dijo Tingle.
—¿Por qué? —El tono de Paz fue seco.
—Tengo que interrogarla, descubrir tras qué o quién va. No me sentiré seguro hasta entonces. No respecto a ella, quiero decir. Castor es otro asunto.
—Nosotros nos ocuparemos de ello.
—No me gusta trabajar en la oscuridad —dijo Tingle—. Además, me necesitan para el interrogatorio.
Paz suspiró. Al cabo de una pausa, dijo:
—Muy bien. Tan pronto como la situación sea estable, se lo notificaré.
Sonaba como si tuviera la boca repleta de comida. Probablemente se la había llenado tan pronto como se dio cuenta de que Tingle iba a discutir sus órdenes.
Después de decirle que permaneciera en su apartamento hasta que tuviera noticias de Paz, Tingle subió escaleras arriba. Llamó al Departamento de Reparaciones y ordenó que le fuera instalado un nuevo código. Le dijeron que no podrían hacerlo hasta mañana. Es decir, hasta el miércoles siguiente. Tingle canceló la orden. Llamó a Paz, que empezaba a sonar nervioso e irritado. Paz dijo que enviaría a alguien para que instalara una nueva cerradura antes de una hora. No era prudente que viniera el DeRep. Podía investigar el asunto, y ¿cómo iba a explicar los daños? Las corp-personas se darían cuenta de que sólo un arma de partículas cargadas podía haber quemado aquello. Tingle respondió que ya lo sabía, pero que la mayoría de las corp-personas que había conocido no eran demasiado inquisitivas respecto a las causas de los daños. La ley exigía que registraran la causa, pero el asunto no iba nunca más lejos de ahí. A menos que algún alto oficial metiera la nariz en él.
—Esto se está poniendo cada vez peor —dijo Paz—. Espero que no tenga usted más dificultades.
—Yo no me las busco —dijo Tingle, y cortó la comunicación. Paz empezaba a sonar como si estuviera al borde del derrumbe, o peligrosamente cerca. Quizás hubiera que advertir al consejo immer que vigilara a Paz en busca de signos de inestabilidad emocional. El problema con eso era que tenía que enviar la sugerencia a través de Paz. No. Podía hacerlo a través de su superior del jueves, que se ocuparía de que el consejo del jueves lo supiera. Este podía transmitir la sugerencia al miércoles. Pero ese consejo no se enteraría hasta que fuera despetrificado el miércoles próximo.
Tingle se encogió de hombros. No se sentía tan tranquilo y relajado y con control sobre sí mismo como aparentaba. ¿Quién era él para arrojarle piedras a Paz?
Fue al cuarto de baño y elevó la potencia de su reloj para poder oírlo por encima del agua de la ducha. Cerró la puerta del cuarto de baño, y dejó su arma sobre un estante a un lado de la ducha. Aunque no creía que Castor fuera a regresar, no pensaba descuidarse.
Entonces oyó un tono agudo y una luz naranja destelló. Maldijo para sí mismo. El sonido y la luz procedían no de su reloj, sino de la banda en la pared opuesta al cubículo de la ducha. El jabón resbaló de entre sus manos. Fue a recogerlo, cambió de opinión, cerró el agua y abrió la puerta de la ducha. ¿Quién podía ser? ¿Nokomis? Si había vuelto temprano a casa por alguna razón, iba a tener problemas para desembarazarse de ella y llamar a Paz.
Notó el jabón debajo del pie, resbaló, y cayó hacia atrás.
Cuando despertó, estaba en una cama de hospital. El ancho pero hermoso rostro de Nokomis flotaba encima de él.
—No, no me descuidaré otra vez —murmuró.
—¿Qué dices, querido? —preguntó Nokomis. Sentía su mente como jalea, aunque no tanto como para no poder comprenderla cuando le contó lo que había ocurrido. La habían llamado al escenario en un momento crucial del ensayo. Pero él no tenía que preocuparse por ello. Su esposo era mucho más importante que su carrera para ella. El productor y la mayoría de sus compañeros estaban furiosos con ella, pero no iba a preocuparse por eso. Al diablo con ellos. La habían llamado del hospital, y ella había corrido a un taxi. Y estaba tan feliz de que no se hubiera matado.
De todos modos, estaba desconcertada porque, según le dijeron en el hospital, habían recibido una llamada anónima. El desconocido comunicante había hablado a través de un distorsionador, el cual eliminaba toda posibilidad de identificarle a través de su huella vocal. Después de decir que Tingle estaba inconsciente en su ducha, el interlocutor había dado la dirección y había desconectado la banda. Cuando los paramédicos llegaron al apartamento, encontraron la puerta no cerrada con llave —ella no dijo nada respecto al mecanismo de la cerradura—, y a Tingle tendido sin sentido en la ducha. Todo aquello era tan extraño.
Cuando terminó de contarlo todo, Nokomis parecía más suspicaz que preocupada. Tingle dijo que todo lo que recordaba era que había resbalado con la pastilla de jabón.
Los enfermeros trajeron una máquina y le sometieron a varias pruebas. Al cabo de un rato vino un médico y leyó los resultados. Le dijo a Tingle que no tenía ninguna lesión seria, y que podía irse a casa tan pronto como se sintiera lo suficientemente recuperado. Sin embargo, unos minutos más tarde aparecieron dos orgánicos para hacerle unas preguntas. Tingle repitió lo que le había dicho a Nokomis. Parecían serios, y uno de ellos dijo que volvería a ver a Tingle el próximo miércoles.
Cuando se hubieron ido, Tingle gruñó. Cuando volviera a ser miércoles, iba a ser interrogado de nuevo. Si no tenía una explicación que satisfaciera a los orgánicos, y probablemente no la tendría, iban a someterle al interrogatorio definitivo. Le rociarían con la bruma de la verdad y, una vez la hubiera respirado, ya no podría mentir. Diría a los orgánicos todo lo que le preguntaran.
Y él y los otros immers se verían abocados a la más absoluta ruina.
—Una cosa mala después de otra, cada una peor que la anterior —murmuró.
—¿Qué has dicho, querido? —preguntó Nokomis.
—Nada importante.
Por fortuna, Nokomis tenía que ir al lavabo. Mientras estaba fuera, llamó de nuevo a Paz, y Paz maldijo otra vez.
—¡Deje eso! —dijo secamente Tingle—. Mi esposa va a volver en cualquier momento. ¿Qué me ocurrió?
Paz se tranquilizó y le ofreció una rápida explicación. El agente que había acudido a reparar la cerradura de la puerta le había encontrado en la ducha. Había metido la pistola en su propio bolso de hombro y luego había llamado al hospital. Tingle le contó rápidamente a Paz lo de los orgánicos y el inevitable interrogatorio. Paz dijo:
—Creo que eso puede evitarse. Pasaré el mensaje. ¡Vaya lío!
Hizo una pausa, luego dijo, con voz muy blanda y suave:
—Bob, todavía tengo noticias peores.
—¡Espere! —dijo Tingle—. ¡Oigo a mi esposa!
Escuchó unos segundos, luego dijo:
—Hable rápido. Se ha parado en el pasillo para hablar con alguien.
—He recibido una grabación —dijo Paz—. De ayer. Dice que debo comunicarle que Ozma Wang está muerta. No sé lo que eso significa, pero...
—¡Dios! —dijo Tingle. Luego—: Creo que mi esposa está a punto de entrar. Hablaré con usted más tarde. Cortó la transmisión y dejó caer el brazo a su lado. Sintió que algo se estremecía dentro de él, algo que luchaba por liberarse y avasallarle. Sabía que era dolor, pero era algo muy profundo y lejano. Tenía que ser el dolor de Jeff Caird por la muerte de su esposa.
Nokomis entró en la habitación, se detuvo y dijo:
—¿Estabas hablando con alguien?
—No. ¿Por qué? —respondió. La cosa que se debatía en su interior estaba apaciguándose lentamente.
—Vi que tenías el reloj cerca de tu boca. Debías estar...
—No, no estaba hablando con nadie. Me estaba limpiando la boca con el dorso de la mano. ¡Por el amor de Dios, Nokomis! ¡Si la gente fuera clasificada gramáticamente, tú pertenecerías al género acusativo!
Ella se envaró, le miró con ojos llameantes y dijo:
—¡No necesitas ser tan susceptible!
—Lo siento, querida. Debe ser la herida de la cabeza.
En el camino de vuelta a casa en un taxi, Nokomis dijo:
—Todo este asunto parece un tanto peculiar, ¿no crees? ¿Qué podemos tener nosotros que no tenga todo el mundo? ¿Hay alguien de quien no me hayas hablado nunca, algún hombre que te odie y que esté lo suficientemente loco como para querer vengarse? ¿O alguna mujer? Nunca me has hablado de nadie que pueda odiarte hasta este punto, pero...
Tingle le dijo que necesitaba un poco de silencio hasta que se sintiera mejor. ¿Le importaría no hablar durante un rato? Cualquier ruido hacía que le doliera la cabeza. Nokomis se envaró y se apartó de él. Se sentía demasiado trastornado para preocuparse por la posibilidad de haberla ofendido. Sus dudas y ansiedades giraban a su alrededor como la casa de Dorothy en medio del tornado. Tenía que hablar de nuevo con Paz y averiguar qué medidas se habían tomado para ocuparse del interrogatorio previsto el próximo miércoles.
Al cabo de unos minutos se calmó, e intentó convencer a su mujer de que volviera a su trabajo. Ella se negó a dejarle solo hasta que estuviera segura de que se había recuperado por completo de su caída. No escuchó sus argumentos de que el examen del hospital había demostrado sin lugar a dudas que no había recibido ninguna herida peligrosa.
Lo dejó correr y dejó transcurrir una tarde más o menos tranquila (ninguna tarde con ella era realmente tranquila), hasta que ella dijo que iba a irse a la cama. Sabiendo que no iba a dormirse hasta que él estuviera a su lado, dijo que él también se sentía cansado. Tenía intención de deslizarse fuera de la cama e ir a otra habitación para llamar a Paz tan pronto como ella empezara a roncar. Sin embargo, mientras aguardaba a que ella lo hiciera, se quedó dormido.
Le despertó el silbido de la banda de alarma. Por un momento se sintió confuso a causa de lo vivido de su sueño. Snick estaba pidiendo ayuda desde alguna parte en medio de la niebla, pero él nunca conseguía encontrarla. Aunque varias veces había visto vagas figuras oscuras en la bruma que podían ser ella, nunca podía acercarse lo suficiente.
Impotente, rabió contra sí mismo dentro de sí mismo. Un hombre que era una persona distinta cada día no debería casarse. Aunque había sabido esto muy bien, había permitido que su intensa necesidad de una vida doméstica abrumara su razón. Sólo la personalidad del padre Tom Zurvan no se había casado nunca, y había tenido que mostrarse muy disciplinado y enérgico consigo mismo para conseguirlo cuando había creado ese rol.
En el momento antes de meterse en sus cilindros, Nokomis le dio el beso de buenas noches, pero no tan apasionadamente como solía hacerlo. No había aceptado por completo su excusa acerca de no haber conseguido obtener datos coercitivos sobre sus colegas. Tingle entró en el cilindro, se volvió y le hizo un saludo con la mano. A la débil luz que penetraba por la ventanilla vio el rostro de ella petrificarse. Miró su reloj para comprobar que la energía había sido aplicada al otro cilindro. El circuito que había instalado para el suyo detrás de la pared le daba tiempo suficiente para salir de su cilindro e hinchar su muñeco. Dos minutos más tarde, corrió fuera del edificio de apartamentos. Su marcha apresurada hacia el edificio del otro lado en la esquina suroeste de Washington Square fue acompañada por el aullido de las sirenas y el destellar de las luces naranjas de las bandas públicas.
Mundo del jueves
VARIEDAD,
segundo mes del año
D5-S1
(día cinco, semana uno)
15
James Swart Dunski, instructor profesional de esgrima, salió de su petrificador. Al mismo tiempo, Rupert von Hentzau, su esposa, emergió del suyo. Se abrazaron cálidamente y se dieron los buenos días. Rupert iba desnuda y era hermosa: piel cobrizo-dorada, cintura cimbreante, pelo ensortijado. Los genes de sus antepasados americanos mulatos, africanos y samoanos habían producido una mujer sorprendente, cuyo cuerpo y rostro creaban un campo magnético que atraía la atención de los hombres allá donde fuera. A veces era modelo para artistas; la mayor parte de las veces, instructora de esgrima. Tras saludar a una esposa, Dunski abrazó a las otras dos, Malia Malietoa Smit y Jannie Simeona White. También abrazó a los otros esposos y a los tres niños, ninguno de los cuales estaba seguro de que fuera suyo, aunque hubiera podido establecer su paternidad a través de las pruebas genéticas de sangre. Todos charlando excepto Dunski, que notaba a Tingle agitarse para mantener su personalidad, salieron en tropel de la habitación del sótano hacia la sala comunitaria de la planta baja. Cualquier otro día, Dunski hubiera disfrutado con los juegos verbales, los cachetes en las nalgas y los sobeos en los pechos. Este jueves, se sentía invadido por el recuerdo parcial de los dos últimos días. Esto le irritaba, aunque también se admitía a sí mismo que la intrusión era necesaria. Jim Dunski no podía vivir sólo para el jueves. Podía verse gravemente perjudicado por los desastrosos acontecimientos del martes y del miércoles.
Un beneficio de su actual situación era que Rupert era una immer. Ella, sin embargo, sólo era ciudadana de este día. Sintió una necesidad desesperada de contarle de inmediato su peligrosa situación, pero no tenía ninguna excusa aceptable para llevarla a un aparte. Tendrían que someterse a todos los rituales y convenciones que habían aceptado hacía ya mucho tiempo.
Primero, había que acostar a los soñolientos niños.
Segundo, reunirse en el enorme cuarto de baño, cepillarse los dientes, lavarse todo lo que fuera necesario y orinar, si alguien tenía ganas.
Tercero, ir a la cocina y beber leche y, si tenían hambre, algo de fruta y cereal con la leche. Por aquel entonces las bromas, toqueteos, caricias y frotes habían hinchado los penes y los pezones e iniciado las lubricaciones naturales.
Cuarto, ir a la sala de estar, sentarse en las sillas formando círculo, y hacer girar la botella de leche. Aquélla era una antigua tradición, que tal vez fuera utilizada por los niños hacía mil años o más en las fiestas. Su finalidad era ahora mucho más seria, un procedimiento democrático de elección al azar destinado a evitar los celos y los favoritismos.
Dunski esperó conseguir a Rupert en primer lugar, a fin de poder informarla de lo que ella necesitaba tan urgentemente saber. Sin embargo, tras girar, la botella se detuvo apuntando a Malia. Suspirando, aunque no apreciablemente, fue con ella a un dormitorio e hicieron lo que en otras ocasiones hubiera disfrutado completamente, aunque no tanto como si hubiera sido con Rupert. Después, Malia dijo:
—Parece que no has puesto en ello el corazón, sin mencionar otras cosas.
—Esto no es un reflejo de mi amor por ti —respondió él. Besó su oscura mejilla—. Todos los hombres tenemos nuestros días altos y nuestros días bajos.
—No me estoy quejando —dijo Malia—. Yo también te quiero. Pero creo, si no te importa que te lo diga, que hoy es uno de tus días más bajos.
—Entonces, ¿fingiste tus orgasmos?
—¡Nunca! ¡Yo no finjo!
—Bien, lo siento. Debo estar bajo de forma o de biorritmos o de lo que sea.
—Te perdono, aunque realmente no hay nada de lo que tenga que perdonarte —dijo Malia—. No te preocupes por ello.
Fueron al cuarto de baño, Dunski pensando que ella no se hubiera quejado si hubiera creído que no tenía importancia. Allí encontraron a Jan Markus Wells y a Rupert. Mientras se lavaban, Dunski intentó llamar la atención de Rupert para poder hacerle el signo de que deseaba hablar en privado con ella. Estaba demasiado ocupada con sus irrigaciones para verle.
Regresaron a la sala de estar, donde tuvieron que aguardar cuatro minutos a la otra pareja. Esta vez, la suerte acompañó a Dunski. Cuando hizo girar la botella, se detuvo con su extremo abierto apuntando a Rupert. Suspirando suavemente con alivio, fueron cogidos de la mano a otro dormitorio. Olía a sexo, y las ropas de la cama estaban mojadas de sudor. El, Dunski, estaba acostumbrado a esto, pero Tingle, mirando por encima de su hombro, y Caird, mirando por encima del hombro de Tingle, tal vez causaron su ligera revulsión.
Rupert se tendió en la cama y abrió brazos y piernas, las manos debajo de su cabeza, su espalda arqueada, sus perfectamente cónicos pechos apuntando con los pezones al techo. El se sentó a su lado, tomó su mano y dijo:
—Saltémonos el hacer el amor, Rupert. Yo..., tengo problemas. Tenemos que hablar de ello.
Ella se sentó y dijo:
—¿Problemas graves?
Él asintió y apretó su mano. Tras contarle brevemente todo lo ocurrido durante los dos últimos días, Dunski dijo:
—Así que tenemos que pensar en lo que debemos hacer hoy. Tendremos que omitir mucho de lo que hacemos habitualmente. Pero no podemos llamar la atención.
Ella se estremeció.
—Ese Castor..., parece imposible..., ¡vaya monstruo!
—Tiene que ser encontrado y detenido. Y tengo que averiguar dónde está Snick y sacarle la verdad.
—¿Y si ella es un peligro para nosotros?
—No me gusta, pero tendrá que ser petrificada y ocultada en alguna parte.
—Mejor ella que nosotros, ¿no?
—Supongo que sí.
—¿No nos convierte eso en no mejores que ella?
—Maldita sea —exclamó él—. Me ocuparé de la ética del asunto cuando sea necesario. Primero tengo que encontrarla. Tendré que acudir a mi contacto. Aunque probablemente ya habrá recibido alguna noticia, y seguro que me llamará.
—¿Cómo lo harás para interrogar a Snick? No puedes permitir que te reconozca. Si lo haces, tendrás que petrificarla no importa lo que esté haciendo aquí. Es una orgánica.
—La sumiré en hipnosis quimicogénica profunda. No me recordará cuando salga de ella.
—Pobre Ozma —dijo Rupert—. Murió porque era tu esposa.
—Lamento haber tenido que hablarte de ella. Nunca he dicho nada de los demás días a menos que se tratara de asuntos immers.
—Está bien —dijo ella. Soltó su mano y se abrazó las rodillas—. Siempre me he preguntado acerca de tus otras vidas. Especialmente las mujeres.
—Esas mujeres no son mías, no de Jim Dunski. Dunski no es un extraño para esos otros hombres, pero les conoce como parientes lejanos.
Aquello no era enteramente cierto. Sin embargo, no deseaba hablar de ello. Cuanto menos supiera ella, mejor para los dos.
Rupert saltó fuera de la cama y se abrazó a él.
—Estoy asustada.
—Yo también. Preocupado, al menos. Escucha. Si te digo en el gimnasio que tengo que irme, sabrás que he recibido noticias de Castor o de Snick. No voy a fichar porque no quiero que la Oficina de Créditos sepa siquiera que he ido a trabajar. Perderé los créditos de hoy, pero eso no puedo evitarlo. Tengo exceso de horas de trabajo, de todos modos. Eso ayudará.
—¿Por qué ir a trabajar, entonces?
—Porque necesito hacer algo para mantener mi mente alejada de todo esto, impedir que me preocupe por ello. Mi superior esperará también contactarme allí. Y no deseo perderme más prácticas de las estrictamente necesarias. He de mantenerme en forma, ¿sabes?
Rupert le pidió que le describiera a Castor de modo que pudiera reconocerle si le veía. Dunski listó en detalle las características físicas de Castor y sus ropas. Luego dijo:
—Cree que es Dios. Y piensa que yo soy Satán. En cierto sentido, esto representa una ventaja para nosotros. Si sólo estuviera ligeramente loco y deseara destruir a los immers, le bastaría con acudir al gobierno. Ya sabes lo que eso significaría.
Ella se estremeció de nuevo y dijo:
—¿Tomarías tú el cianuro?
—Espero que sí. Hice un juramento. Tú también lo hiciste. Todos lo hicimos.
—Es lo único que se puede hacer. La única cosa lógica y honorable, quiero decir. Pero...
Hubo una llamada en la puerta. Malia dijo desde el otro lado:
—¿Pensáis quedaros aquí para siempre?
Dunski respondió que salían en un minuto. Le dijo a Rupert:
—Estoy empezando a cansarme de esta cosa del matrimonio en grupo. Simplemente no soy el tipo para integrarme bien en él. Necesito más intimidad, y me resiento de todas estas exigencias que se me imponen.
Rupert abrió mucho los ojos.
—¿Es eso realmente lo que sientes?
—¿Te lo diría si no lo sintiera?
—No. Sólo era una pregunta retórica. Si quieres que te diga la verdad, Jim, a veces yo también me noto más bien fastidiada. Y un poco celosa, aunque sé que no debería ser así.
—Tan pronto como se resuelva este asunto nos marcharemos. Declararemos el contrato nulo. Si tenemos suerte, podremos hacerlo hoy. Esto no funciona para mí y, evidentemente, tampoco para ti. Soy básicamente monógamo.
Ella sonrió y dijo:
—Sí. Sólo una esposa para ti. Es decir, una para cada día.
—Cuando creé la personalidad de Jim Dunski, lo hice teniendo en mente un matrimonio en grupo. Dunski era el tipo de persona que encajaría perfectamente en él. Pero fracasé. O estoy empezando a sentirme demasiado influenciado por mis otras personalidades. No sé qué demonios va mal, pero simplemente ya no puedo soportarlo.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo ella—. Será mejor que salgamos.
—Mientras tanto, ninguna desviación de la rutina. Eso significaba que no habría giros de la botella la tercera vez, porque este emparejamiento había sido determinado por los dos anteriores. Jannie White fue la siguiente de Dunski. Fue con ella al dormitorio, y las cosas no fueron mejor que con Malia. El no fueron mejor significaba que fueron satisfactorias, pero no para hacer sonar las campanas, tocar las trompetas y disparar los fuegos artificiales.
—Harías mejor durmiendo un poco antes de la noche —dijo Mannie—. Yo suelo echar una cabezada antes de cenar.
Dunski gruñó y se encaminó al cuarto de baño. Se fue solo a la cama, después de decir a los otros que tenía problemas de insomnio y que iba a usar la máquina de ondas de sueño profundo. Se arrastró hasta el nicho en la pared, sujetó los electrodos a su cabeza y se tendió de espaldas. Antes de conectar el dispositivo, pensó en Castor. El hombre probablemente había hecho sus previsiones hacía mucho tiempo para convertirse en un quebrantadías. Eso requería discos-estrella de identidad falsos, y también el conocimiento de cómo implantar registros falsos en el banco de datos. Eso último, sin embargo, podía aprenderse; no era monopolio de los que manejaban los bancos de datos.
Castor podía ocultarse en el antiguo sistema de metros, parte del cual aún existía, y podía robar comida. Pero eso atraería a los orgánicos hacia él. Estarían buscándole de todos modos, y podían imaginar fácilmente que él era el ladrón. Entonces registrarían la zona en profundidad. No tendría muchas posibilidades de escapar a los detectores del olor y calor y sonido.
Después de intentar pensar en dónde podía estar ocultándose Castor, Jim Dunski llegó a la misma conclusión que antes. No tenía forma alguna de averiguarlo. Encontraría a Castor cuando Castor le encontrara a él. El loco ya le había atacado una vez, y lo intentaría de nuevo.
Le despertó la alarma del despertador. Recorrió la rutina de tomar el desayuno, un ritual siempre ruidoso, de lavarse, luego de ayudar a enviar a los niños al colegio. Él y Rupert se marcharon a pie al calor de las diez, y estaban sudando antes de alcanzar el edificio que en su tiempo había albergado a los estudiantes de la Universidad de Nueva York. Sus alumnos aguardaban en el gimnasio provisto de aire acondicionado, con sus uniformes almohadillados, provistos de sensores, puestos, y sujetando las máscaras y los floretes. Les saludaron y empezaron a trabajar. En otra ocasión, Dunski se hubiera sentido ansioso de enseñarles, especialmente a uno, un joven delgado de largos brazos que tenía toda la pinta de un campeón. Pero por mucho que lo intentó, no consiguió mantener a Castor y Snick fuera de su mente. El joven le acertó dos veces, y cada vez los timbres clamorearon y las luces naranja parpadearon en una de las bandas de la pared cuando los sensores transmitieron el punto exacto del golpe.
—Estás mejorando notablemente —dijo Dunski después de quitarse la máscara—. Y hoy no tengo uno de mis mejores días. Claro que eso no quiere decir qué no me hayas dado de lleno.
Se sintió aliviado, en vez de tensarse, cuando vio a un hombre y una mujer entrar en el gimnasio. Aunque nunca los había visto, supo que eran immers. Sus sonrisas eran tensas, y sus ojos estaban clavados sobre él como si fueran haces de radar.
—Disculpa —dijo al joven, y se dirigió hacia los dos de una forma que esperó que pareciera casual. Uno era un hombre flaco, con una gran nariz, piel clara y pelo color trigueño claro. Parecía tener unos cuarenta y cinco subaños. La mujer era joven y hermosa, y evidentemente tenía muchos antepasados indoasiáticos.
El hombre no se molestó en presentarse.
—Hemos venido a sacarle de aquí ahora mismo —dijo. Las manos derechas de los dos estaban cerradas en un puño, con el pulgar sujeto bajo los primeros dos dedos. Dunski cerró rápidamente su mano en el signo de identificación, la mantuvo así el tiempo suficiente para que ambos pudieran verla, y luego volvió a abrirla.
—Estaré con ustedes tan pronto como me cambie —dijo. Se dirigió a los vestuarios, y le siguieron. Cuando estuvieron frente al armario que contenía sus ropas del jueves, activó con la voz la banda en el interior de la puerta. El Canal 52 berreó la número cuatro de las listas de éxitos de aquellos días, «Estoy solo en una bicicleta construida para dos», la más rabiosa música «pizza» del momento. El hombre hizo una mueca y dijo:
—¿Es necesario esto?
—Para cubrir nuestras voces, sí —dijo Dunski. Mientras se quitaba las ropas de esgrima continuó—: ¿Ya ha sido despetrificada?
—No lo sé. Esperemos y veamos.
—Entonces, ¿la palabra es el silencio?
Ambos asintieron. Dos minutos más tarde abandonaban el edificio. Dunski se sentía sucio porque no se había duchado, pero sabía que no podía perder tiempo con aquellas cosas. Sin embargo, pensó que, bajo las circunstancias, la pareja hubiera podido mostrarse más educada. No tenían por qué caminar tan apartados de él. Se encogió de hombros y murmuró:
—Oh, al diablo.
Aunque el aire estaba más caliente aún que antes, una serie de oscuras nubes se habían ido amasando al oeste. El meteorólogo de la banda de las noticias en un puesto en la esquina de la calle predecía una caída de las temperaturas y fuertes lluvias a las siete de aquella tarde. Dunski pensó brevemente en el casquete polar ártico que se estaba fundiendo y en las aguas que subían a lo largo de los rompeolas que rodeaban la isla de Manhattan. Miles de personas estaban trabajando en esos momentos en ellos, añadiendo otros treinta centímetros a su altura, a fin de que Manhattan pudiera verse libre de inundaciones durante otros diez obaños.
Los tres entraron en la calle Bleecker en dirección oeste, giraron hacia el norte junto a la casa donde —intentó no pensar en ello— Ozma Wang había sido asesinada y mutilada, y caminaron a lo largo de uno de los lados del canal. A una dirección susurrada por el hombre, Dunski giró a la izquierda y cruzó el puente de la calle 4 Oeste. Volvió a girar a la izquierda en la calle Jones, y se detuvo a media manzana frente al edificio. El hombre avanzó delante de él, pulsó un botón junto a la amplia puerta verde, y aguardó. Quienquiera que fuese que había dentro, observándoles en la banda inclinada encima de la puerta, se sintió satisfecho y decidió que podían entrar. La puerta se abrió, y una mujer rubia con ojos azules y piel muy oscura les hizo señas de que pasaran. Parecía como si tuviera unos treinta subaños. Dunski creyó que llevaba una pigmentación óptica extirpable, muy de moda por aquella época, y no sólo entre los Jueves. El gobierno estaba intentando convertir al Homo sapiens en una especie marrón, pero la gente, como de costumbre, había encontrado la forma de eludir la política oficial. El «pigcambio», como era denominado, no era ilegal si el gobierno era notificado de ello.
Avanzaron en silencio por un pasillo y se detuvieron a medio camino delante de una puerta que llevaba una placa con los nombres de los ocupantes de los siete días. Los del jueves eran Karl Marx Martin, doctor en medicina y en filosofía, y Wilson Tupi Bunblossom, doctor en filosofía. La rubia insertó la punta de una identificación en el agujero y abrió la puerta. Entraron en un apartamento como la mayoría, un pasillo que recorría toda la anchura del edificio con habitaciones a cada lado y la cocina al final. Mientras lo recorrían, la rubia dijo:
—Éste no es mi lugar. Martin y Bunblossom están de vacaciones en Los Ángeles. No tienen nada que ver con nosotros. Ni siquiera saben que estamos usando su apartamento.
—Entonces tendrán que sacar ustedes a Snick fuera de aquí antes de la medianoche —dijo Dunski.
—Por supuesto.
El apartamento parecía triste y no utilizado porque las bandas decorativas de la pared no habían sido conectadas. Pasaron junto a la habitación de los petrificadores, donde Dunski contó diecinueve cilindros: catorce adultos y cinco niños. Los rostros eran los de estatuas; los ojos no sabían que estaban contemplando a unos criminales.
La rubia abrió la puerta del armario de posesiones personales, echó a un lado un montón de ropa colgada y dijo:
—Sáquenla.
El hombre flaco y la mujer de piel oscura extrajeron a Snick, encogida en una posición casi fetal. Dunski se inclinó para estudiarla. El hematoma allá donde Castor la había golpeado tenía un color rojo oscuro. Sus ojos estaban cerrados, lo cual, por alguna razón, le hizo sentirse aliviado. Con las manos en torno a su cabeza, la arrastraron a un petrificador vacío y la metieron dentro. El hombre flaco cerró la puerta del cilindro; la mujer de piel oscura se dirigió a la pared y abrió un panel.
—Todavía no —dijo el hombre flaco.
16
El hombre flaco se inclinó para rebuscar algo en su bolso de hombro, que había dejado en el suelo. Se enderezó con una pistola en la mano. Tendiéndosela a Dunski, dijo:
—¿La quiere de vuelta?
Dunski la tomó y dijo:
—Gracias. Mientras Castor siga con vida, la necesito.
El hombre asintió.
—Todavía seguimos buscándole. Nos han hablado de su situación, pero me gustaría oírla de sus labios. No tenemos todos los detalles; necesitamos evaluar la situación.
—Es más que una situación, es un auténtico apuro.
—¿Qué les parece si hablamos mientras tomamos una taza de café? —dijo la rubia—. ¿O tomará demasiado tiempo?
—Un poco de café irá bien —dijo Dunski.
Fueron a la cocina y se sentaron todos excepto la rubia. Ésta insertó una punta de su identificación en la puerta de la despensa marcada PP-JU. Abrió la puerta y dijo:
—Hice hacer una copia de la identificación cuando supe que Martin y Bunblossom iban a irse de vacaciones. Soy una buena amiga...
El hombre flaco tosió y dijo:
—Ya es suficiente. Cuanto menos sepa de nosotros oom Dunski, mejor.
—Lo siento, oom Gar...
La rubia mordió entre sus labios el resto del nombre y pareció azarada.
—Habla usted demasiado, Tante —dijo el hombre flaco.
—Me controlaré —dijo la rubia. Guardó silencio mientras sacaba dos cubos de café petrificado, los metía en la pared, cerraba la puerta, pulsaba un botón, abría la puerta, y sacaba el café en sus contenedores de papel. El hombre flaco dijo:
—Le diré lo que sabemos, y luego usted llenará las lagunas. Recibimos nuestros datos de... una fuente verbal. No fueron utilizadas las líneas de datos, por supuesto, excepto para transmitir la noticia a nuestro superior.
Mientras Dunski hablaba, la rubia sirvió café para ellos e indicó en silencio los contenedores de la crema de leche y el azúcar. Al término de su segunda taza, Dunski les había comunicado todo lo que debían saber.
Hubo un largo silencio después de que acabara de hablar. El hombre flaco se acarició la mejilla y dijo:
—Tenemos que averiguar lo que sabe esa Snick. Después, decidiremos.
—¿Decidiremos qué? —preguntó Dunski.
—Si la matamos antes de petrificarla de nuevo o simplemente la ocultamos en algún lugar. Si no la matamos, siempre hay la posibilidad de que sea hallada. Si es hallada, entonces puede hablar.
Dunski gruñó como si hubiera recibido un golpe en las costillas.
—No creo que eso sea necesario, pero...
—Usted sabía cuando prestó el juramento immer que algún día tal vez tuviera que matar —dijo el hombre flaco. Sus ojos castaños oscuros se clavaron firmemente en los de Dunski—. Supongo que no pensará discutir acerca de esto, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. No puedo aceptar lo bueno y rechazar lo malo. Haya lo que haya en el paquete, lo asumo. Pero matar..., es algo que debería hacerse tan sólo si es absolutamente necesario.
—Lo sé —dijo el hombre flaco. Inclinó su taza, bebió el resto de su café, depositó la taza sobre la mesa y se puso en pie. Hizo un gesto a la rubia con la cabeza—. Tante, prepare a Snick.
La rubia le dijo a la mujer de piel oscura que le siguiera. El hombre flaco depositó el bolso de hombro sobre la mesa y empezó a sacar los instrumentos de interrogatorio. Dunski apartó la vista de ellos y miró a través de la persiana de la alta y amplia ventana. Sólo había unos pocos peatones y ciclistas por la calle, nadie haraganeando. Todos se ocupaban de sus propios asuntos, o parecían hacerlo. Si había algunos orgánicos entre ellos, no miraban hacia la ventana. Inocentes, pensó Dunski, preocupados por sus cosas, sin saber que algo horriblemente malo estaba a punto de ocurrir a unos pocos metros de ellos. Malo. No malvado. Los immers no pretendían derribar al gobierno. Sólo deseaban vivir a su manera —más o menos— sin ser molestados, y esperaban cambiarlo sólo lo suficiente de modo que todos tuvieran auténtica libertad. ¿Qué mal había en ello?
El hombre flaco devolvió algunos de sus instrumentos al bolso y llevó el resto a la sala de estar.
—La pondremos aquí —dijo, señalando el sofá—. Todos ustedes..., salgan de su vista. —Ató un pañuelo sobre su rostro y se detuvo junto al cilindro con un spray de gas en la mano. La mujer rubia, a una señal de su cabeza, conectó la energía. Un segundo más tarde, una vez desconectada de nuevo automáticamente la energía, cerró el panel.
El hombre flaco abrió la puerta y arrojó el gas al interior del cilindro, y cerró de nuevo la puerta antes de que la rubia hubiera vuelto de junto al panel. Dunski tuvo un atisbo de los ojos muy abiertos de Snick, su rostro agónicamente crispado, y su intento de levantarse de su posición pseudofetal. Vio su rostro en la ventanilla, y las palmas de sus manos. Rostro y manos volvieron a deslizarse hacia abajo. El hombre flaco bajó el pañuelo hasta su cuello y contó treinta segundos de su reloj antes de abrir de nuevo la puerta. Snick cayó hacia adelante y su cabeza golpeó el suelo, las piernas dobladas bajo ella, las nalgas alzadas.
Dunski ayudó a la mujer de piel oscura a trasladar el fláccido cuerpo al sofá. «Flaco», como Dunski pensaba ya en él, pasó un artilugio circular, sujeto entre las yemas de sus dedos, por encima del rostro y cuerpo vueltos boca arriba. Después de decirle a Dunski y «Piel Oscura» que le dieran la vuelta, volvió a pasarlo por su espalda. Cuando lo pasaba por encima de su cadera izquierda, el artilugio zumbó. Flaco dijo «¡Ah!», y volvió a pasarlo por la zona que lo había activado. Tomó un lápiz de su bolsillo y marcó una zona de unos doce centímetros cuadrados con un trazo rojo. Tras guardar el artilugio redondo en el bolsillo, tomó un delgado cilindro con un bulbo en su extremo. Manteniendo el bulbo cerca de la piel de Snick dentro del cuadrado, lo fue moviendo lentamente hasta que zumbó de una forma más audible.
Flaco tomó un par de gruesas gafas opacas de su bolsillo. Se las puso y se inclinó para examinar la zona. Luego marcó una pequeña X casi en el centro del cuadrado. Se quitó las gafas, las dobló, se las puso en el bolsillo y dijo:
—Un transmisor localizador. No está activado, por supuesto.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Dunski.
—Si lo estuviera, todos estaríamos detenidos a estas alturas.
Flaco apoyó un lector en el pulso de Snick.
—Un poco demasiado rápido —dijo—, pero es normal con el gas. —Giró un dial en el lector y sujetó el aparato al brazo de la mujer—. Presión sanguínea normal, teniendo en cuenta las circunstancias.
Dunski sintió deseos de cerrar la colgante mandíbula de Snick, pero se reprimió. Los demás podían pensar que sentía una cierta simpatía hacia ella.
—No sé lo que le hizo el golpe en la cabeza —murmuró Flaco—. Esperemos que no haya alterado su consciencia. O que no se nos muera a causa de una fractura en el cráneo.
—Al menos, no hasta que hayamos terminado con el interrogatorio —dijo Dunski.
Flaco no pareció darse cuenta del sarcasmo.
—Sí.
Flaco pasó un selector de venas sobre el antebrazo de la mujer y se detuvo cuando en su extremo parpadeó una luz naranja. Lo movió hacia delante y hacia atrás hasta que la luz alcanzó el máximo de su brillo. Entonces apretó la punta contra la piel y lo alzó. Una redonda mancha naranja señalaba donde debía penetrar el inyector. Frotó alcohol sobre la piel; la mancha naranja no se disolvió. Con una hipodérmica desechable le inyectó tres centímetros cúbicos de un líquido rojizo oscuro. Los párpados de Snick aletearon.
Flaco siguió el procedimiento de interrogatorio del Departamento Orgánico al pie de la letra. Por todo lo que Dunski sabía, Flaco podía ser un orgánico. Aunque estaba haciendo sus preguntas del modo requerido por la ley, se apartaba del procedimiento legal en todos los demás aspectos. No había jueces presentes, ningún médico, ningún abogado defensor, ningún equipo de filmación grabando todo el proceso, ningún fiscal del estado, ningún especialista en banco de datos para testificar que la persona interrogada era realmente la que el estado había identificado como Panthea Pao Snick.
Flaco debía haber usado el disco-estrella de identificación de la mujer para comprobar todos sus datos, pero había cosas que no había conseguido descubrir, o de otro modo no la estaría interrogando ahora.
Uno de los datos que faltaban era las razones de su misión.
Fue directamente al meollo del asunto y le preguntó cuáles eran éstas. No lo hizo formulando una sola pregunta y luego dejando que ella contara todo lo que sabía sobre su misión. La droga no abría ningún dique. Lo que ella sabía tenía que serle extraído dato a dato, a través de un paciente interrogatorio. Pero fue surgiendo rápida y fácilmente, como los bien aceitados cajones de un archivador.
Cuando hubo terminado, Flaco se sentó en una silla cerca de ella. El sudor resbalaba por su frente como si el aire acondicionado hubiera sido cortado.
—Me siento aliviado de que Snick no estuviera buscándonos a nosotros —dijo—. Pero finalmente nos hubiera encontrado pese a todo. De hecho ya lo había hecho, pero tuvimos suerte de atraparla antes de que pudiera informar a los orgánicos.
La misión primaria de Snick había sido encontrar y arrestar a una quebrantadías llamada Morning Rose Doubleday. Era una científica que tenía una alta posición en el Departamento de Genética del domingo. Era sospechosa de ser miembro de una organización secreta dedicada a derribar violentamente al gobierno, aunque, hasta aquellos momentos, la organización no había cometido ningún crimen violento. Cuando los orgánicos del domingo habían ido a arrestarla, descubrieron que había desaparecido. Alguien la había advertido, probablemente alguien de las fuerzas orgánicas.
Doubleday era tan importante que Snick había recibido un visado temporal para rastrearla. Cuando estaba en lunes, le hablaron a Snick de Gril, y pidió aprovechar la circunstancia para buscarlo también. Cuando estaba en miércoles, le dijeron a Snick que otro peligroso criminal, el doctor Chang Castor, también estaba suelto. ¿Podía ella, mientras buscaba a Doubleday, informar a los orgánicos si averiguaba algo acerca de él?
Los gobiernos de los distintos días deseaban que su auténtica misión se mantuviera tan en secreto como fuera posible. Así, Snick había fingido estar buscando al más inocuo de los criminales, Gril, cuando había hablado con Tingle. Debió darse cuenta de que aquélla era una razón muy endeble. Tingle se preguntaría sin duda por qué una orgánica del domingo estaba buscando un quebrantadías del lunes. Pero ella era inmune a cualquier interrogatorio por parte de un civil, y no debió importarle en absoluto lo que él pensara.
Cuando Snick había visto a Castor en el parque de Washington Square, le había seguido. Hubiera debido avisar a los orgánicos para que la ayudaran a arrestarle, pero tenía algunas razones, todas ellas inválidas, por supuesto, para sospechar que Castor podía ser un miembro de la organización a la que pertenecía Doubleday. Al revés que sus superiores, pensaba que era probable que la organización de Doubleday existiera en todos los días. Arrestar inmediatamente a Castor hubiera eliminado toda posibilidad de que la condujera a otros revolucionarios.
Era cierto que todo lo que Castor sabía acerca de los immers hubiera quedado revelado en el interrogatorio orgánico. Pero sus camaradas hubieran sabido de ello y se hubieran matado o, como la no immer Doubleday, se hubieran convertido en quebrantadías. Finalmente hubieran sido capturados, pero por aquel entonces estarían ya tan desesperados como para tragar el veneno que siempre llevaban consigo. O hacer lo que algunos habían hecho y Doubleday hubiera debido hacer: pronunciar la frase código que haría estallar la pequeña bomba implantada en su cuerpo.
—¡Debe ser una cobarde! —dijo Rubia.
—¿Quién? —preguntó Flaco.
—Doubleday, por supuesto. ¡Hubiera debido matarse!
—Se supone que nosotros debemos hacer también lo mismo —dijo Dunski.
—¡Espero que ninguno de nosotros sea como Doubleday! —exclamó Rubia.
—Espero que ninguno de nosotros tenga que descubrir si lo somos o no —dijo Piel Oscura.
Dunski se preguntó si él tendría alguna vez el valor necesario. Jeff Caird sí lo haría. Tingle tal vez. ¿Pero lo liaría Dunski? Y mañana ¿qué haría Wyatt Repp? Probablemente hallar alguna perversa exaltación, satisfacción al menos, muriendo como un héroe. ¿Los otros? No sabía nada acerca de ellos. Por el momento, eran algo demasiado remoto con respecto a él, ectoplasma, no carne.
—Sabemos —dijo Flaco— que Snick deseaba interrogarle a usted como Tingle porque deseaba que algunos de los especialistas en bancos de datos del miércoles trabajaran para ella. Usted no fue el único de ellos con quien habló. Pero era cautelosa, no le dijo cuál era su misión porque primero tenía que examinarle a fondo. Por todo lo que sabía, usted podía ser un miembro de los revolucionarios. No volvió a usted porque creyó que tenía una buena pista hacia Doubleday y pasó demasiado tiempo siguiéndola. Resultó que a fin de cuentas la pista no era tan buena como eso.
—Habla usted demasiado —dijo Dunski—. Rubia, aquí, es una sordomuda comparada con usted.
Flaco se levantó de su silla, con el ceño fruncido.
—¿Qué quiere decir?
—No me han dicho ustedes sus nombres. Con una buena razón. Pero acaba de decir usted el nombre de mi identidad del miércoles. ¡Eso es estúpido, oom Flaco!
—¿Flaco?
—Es mi apodo para usted. Ha abroncado a Rubia por hablar demasiado, y sin embargo ella no ha dicho nada peligroso para nosotros. En cambio, usted...
Flaco intentó sonreír.
—Tiene razón. Fue una estupidez, un desliz, al menos. Le pido disculpas. No volverá a ocurrir. Pero no se ha producido ningún daño. Ella —señaló a Snick— no puede oírnos.
—Su subconsciente puede. Los científicos orgánicos están trabajando en formas de obtener información del subconsciente. Cualquiera de estos días pueden descubrir cómo hacerlo. Si lo consiguen, entonces pueden revivir el interrogatorio, nuestra conversación, lo que ella oyó cuando estaba inconsciente, incluso lo que vio si sus ojos estaban abiertos mientras era drogada.
Flaco suspiró y dijo:
—No podrán obtener nada de una muerta.
Rubia jadeó. Piel Oscura le miró con los ojos muy abiertos.
Dunski se sintió enfermo y un poco desmayado. Rompió el silencio con:
—¿Quiere decir que piensa matarla?
Flaco se mordió los labios y miró a Snick. Ahora tenía la boca cerrada; parecía como si estuviera durmiendo. Y su aspecto era realmente atractivo, pensó Dunski. Un estudio en marrón, tan suave e inocente como un bebé foca. Sin embargo, según sus biodatos, era una rápida y decidida y a veces ingeniosa rastreadora de criminales.
—No deseo hacerlo —dijo Flaco—. Nunca antes he matado; odio la idea de matar. Lo haré solamente si no hay otra salida. Pero no puedo dejar que otro tome la decisión, eludir la responsabilidad permitiendo que un superior la asuma por mí. Yo...
Guardó silencio por unos instantes. Dunski tuvo otro ataque de desmayo. Sin embargo, no era causado por la reacción a la decisión de Flaco. Algo llameó en su interior. Un estallido de luz y una gran calidez le envolvieron. Aunque la «interrupción» —¿cómo describirlo de otro modo que como una interrupción, algo estallando dentro y luego brotando al exterior?— fue breve, sintió un gran amor hacia Flaco, que estaba pensando en el asesinato, y un gran amor hacia Snick, que podía ser asesinada.
La luz, la calidez y el desmayo pasaron. Agitó ligeramente la cabeza como si intentara desprenderse de unas gotas de agua. ¿Qué infiernos había ocurrido?
Pensó que quizás el padre Tom Zurvan había emergido por un segundo y luego se había retirado. No deseaba pensar en ello. Que Zurvan pudiera hacer esto era una debilidad en las defensas de Dunski, un fallo en su esgrima mental. También le demostraba —de nuevo algo en lo que no quería pensar— que los yoes más separados por los días de la semana estaban tan cerca, o quizás incluso más cerca, que aquéllos más próximos en términos de días. Viajar a través del tiempo no siempre se efectuaba cronológicamente.
Fuera lo que fuese lo que había causado aquello, ahora estaba retrocediendo rápidamente.
—No creo que deba ser asesinada —dijo Dunski—. Piense en lo que sabe. Estaba siguiendo a Castor, y éste la golpeó y la dejó sin sentido. Despierta en un petrificador y sólo ve a un hombre enmascarado que la hace caer de nuevo en la inconsciencia. Por todo lo que sabe, ese hombre enmascarado pudo ser de nuevo Castor. Ella...
—¿Tiene Castor la misma altura y corpulencia que yo? —dijo Flaco—. ¿Lleva las mismas ropas?
—No —dijo lentamente Dunski—. Pero ella apenas le ha visto. La puerta ocultaba parcialmente su cuerpo. De todos modos, no tiene ni la más remota idea de que alguien más esté implicado en esto, aparte Castor. ¿Qué puede decir a las autoridades si llega a ser encontrada y despetrificada?
Hizo una pausa para tragar saliva y añadió:
—¿Tiene incluso que ser petrificada permanentemente? ¿No sería mucho mejor para nosotros si fuera encontrada mañana...? No, espere un minuto, no debería ser encontrada hasta el próximo martes.
Se volvió hacia Rubia.
—¿Cuánto tiempo estarán Martin y Bunblossom de vacaciones?
—Volverán mañana. Quiero decir su mañana, el próximo jueves.
—Esto nos da una semana antes de que sea hallada —dijo Dunski, volviéndose a Flaco.
—No a nosotros, a usted —dijo Flaco—. El resto de nosotros seremos petrificados antes de medianoche.
—Por nosotros me refiero a los immers —dijo Dunski—. Antes de entonces deberíamos tener a Castor fuera de la circulación. Mejor aún; tendríamos que atraparlo hoy. Estamos perdiendo el tiempo con Snick. Deberíamos estar todos fuera buscando a Castor.
Flaco miró a la mujer, que ahora respiraba pausadamente. Se volvió hacia los demás, pero miró directamente a Dunski.
—No han pensado realmente en esto —dijo—. Están dejando que sus sentimientos humanos maten su lógica, su sentido del deber y de lo correcto, de lo que es correcto para nosotros.
»Castor es el que puede solucionarnos el problema. El problema de Snick, quiero decir. Los orgánicos saben que ha matado y mutilado ya a dos mujeres. Si... si Snick es hallada muerta y mutilada, los orgánicos pensarán que lo hizo Castor. Eso desviará las sospechas de todos los demás. Y será el próximo lunes antes de que su gobierno envíe un reemplazo. Si lo hace.
Rubia, llevándose una mano a la boca, dijo suavemente:
—¡Oh, Dios! ¡Tiene intención de hacer con ella una carnicería!
17
—Usted... no... puede... hacer... esto —dijo Dunski.
Flaco se burló de él:
—¿Y... por... qué... no?
—Eso no es un comportamiento muy prosocial —dijo Rubia. Dunski se dio cuenta de que se estaba riendo histéricamente ante aquello.
—¡Oh, Dios mío, un comportamiento prosocial! —dijo, atragantándose—. Estamos hablando de un ser humano.
—Sí —dijo Flaco—. Pero es por el bien de la mayoría. ¡De acuerdo! ¡No más charla! ¡Nunca he visto un grupo tan charlatán, cotorras, Dios mío! Se supone que son todos immers, pero ustedes..., ustedes...
Dunski había conseguido recobrarse casi literalmente. Sintió que unas manos invisibles, procedentes de alguna parte, se apoyaban sobre algo en algún lado de su interior. ¿El padre Tom?
Flaco dijo:
—Ya he tomado una decisión, y soy el jefe aquí. Ustedes tienen que hacer lo que yo diga.
—A mí nadie me ha dicho que esté usted al mando —observó Dunski—. ¿Cuál es su autoridad?
Las aletas de la nariz de Flaco temblaron; su rostro se puso rojo.
—¿Su superior no le dijo que yo estaba al mando?
—Mi superior me dice tan poco como es posible —señaló fríamente Dunski—. Al parecer, me dijo menos aún de lo necesario. De todos modos...
Se volvió y se dirigió hacia su bolso de hombro, que estaba en el suelo, en un rincón. Lo tomó, lo abrió, y colocó la correa sobre su hombro derecho. Aunque Flaco estaba furioso, era lo suficientemente frío como para darse cuenta de que Dunski había efectuado un movimiento amenazador, aunque sutil. Flaco no había olvidado que Dunski tenía un arma.
La voz de Flaco fue firme, aunque su cabeza osciló ligeramente.
—Como usted ha dicho, no tenemos tiempo de discutir esto. Y yo estoy al mando aquí. Dispondremos de Snick tal como he dicho, porque es lo único lógico que podemos hacer. Y porque yo lo digo.
—¿Va usted a mutilarla, o encargará a algún otro que lo haga? —preguntó Dunski.
—¿Qué importa quién lo haga? —dijo Flaco, con voz más alta de lo necesario—. ¡Se hará, y eso basta!
Miró a su bolso de hombro, que estaba en una mesita cerca del extremo del sofá, al lado de los pies de Snick. Dunski supuso que Flaco tenía un arma en su bolso. Se preguntó a sí mismo qué haría si el hombre iba en su busca. ¿Estaba realmente preparado para disparar contra un compañero immer a fin de impedirle que matara a un orgánico? No lo sabría hasta que llegara el momento, y no deseaba que aquel momento llegara.
El tiempo, sin embargo, estaba arrastrándose o deslizándose o fluyendo o avanzando de esa manera desconocida que utilizaba el Tiempo para convertir el Entonces en el Ahora. Durante los siguientes segundos habría que decidir uno de los dos futuros alternos. O simplemente ocurriría, si la elección no era uno de los factores determinantes en la decisión de la ruta a tomar.
Rubia dijo, con un hilo de voz:
—¡No puedo creer que esté ocurriendo esto!
—Yo tampoco —dijo Flaco. Se alejó unos pasos de Dunski, acercándose a su bolso de hombro—. Quizá tenga que informar de su inestabilidad emocional al consejo.
—No es tanto el asesinato —mintió Dunski—. Es la carnicería posterior. Me pone enfermo. Usted debería comprender eso. Estuve..., estoy..., a punto de vomitar. Pero si tiene que hacerse...
Flaco pareció relajarse un poco.
—Tiene que hacerse. Y yo lo haré. No le pediré a nadie que lo haga por mí.
Bajó la vista hacia Snick.
—Créame, si hubiera alguna otra forma... —Se dirigió a Rubia—. Usted y este hombre —refiriéndose a Dunski—, pónganla en el petrificador.
Flaco era listo. Si Dunski tenía las manos ocupadas, no podría empuñar su arma.
—No puede matarla aquí —dijo Rubia—. Los orgánicos investigarán a todo el mundo en el edificio. Pueden descubrir algo. Yo me vería implicada.
—Lo sé —dijo fríamente Flaco—. Será llevada a otro lugar. Ni siquiera van a saber ustedes dónde. Ninguno de ustedes.
Dunski alzó a Snick por los hombros. Qué suave y cálida era. Qué pronto iba a ser fría y dura. Y luego suave y cálida de nuevo, y después una masa de sanguinolenta carne desgarrada. Se sentía entumecido. Como si estuviera compartiendo algo de su muerte.
Rubia sujetó sus pies, y entre los dos la llevaron al petrificador. La pusieron de pie, la empujaron dentro del cilindro en una posición sentada, y la empujaron de nuevo hacia atrás por el torso, que había caído hacia delante. Dunski alzó sus piernas y las situó de modo que quedaran contra sus pechos. Se alzó y retrocedió unos pasos mientras Rubia cerraba la puerta. Flaco accionó el control que aplicaba la energía y observó el dial mientras lo apagaba de nuevo.
—Todos ustedes, salgan —dijo Flaco—. Vuelvan a lo que estaban haciendo. Nos pondremos en contacto de nuevo con ustedes si los necesitamos.
Rubia se echó a llorar. Flaco pareció disgustado. Dunski palmeó el hombro de la mujer y dijo:
—Hay que pagar un precio por la inmortalidad. —Aquello hizo que la expresión de Flaco se volviera aún más disgustada. Piel Oscura, con los ojos bajos, tomó a Rubia de la mano y dijo:
—Vámonos.
Dunski las contempló marcharse a través de la puerta del vestíbulo. Cuando la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, miró el cilindro que contenía a Snick. La ventanilla estaba tan vacía como el futuro del cuerpo que contenía.
—¿Y bien? —dijo Flaco.
Estaba de pie junto a su saco de hombro, la mano derecha descansando sobre él. Dunski dijo:
—No se preocupe. Ya me voy.
Flaco le miró, luego miró su saco. Sonriendo ligeramente, dijo:
—Verá que tengo razón. Concédase un buen sueño. Mañana despertará como un hombre nuevo.
—Siempre lo hago —dijo Dunski—. Quizá eso sea parte del problema.
Flaco frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Nada.
No tenía intención de decir «hasta otra» ni nada que indicara que le gustaría volver a verle de nuevo. Echó a andar hacia la puerta, consciente de que Flaco le estaba observando atentamente. Dunski no estaba seguro de que no fuera a hacer un último intento en favor de Snick. No sería con palabras; sería con la pistola. Pero eso sería estúpido, mortal. Aunque pudiera salvar a Snick, ¿qué iba a hacer con ella? No poseía los medios de la organización immer para mantenerla fuera de la circulación. Y Flaco tenía razón, lógicamente razón, aunque estuviera emocionalmente equivocado. ¿O era él quien lo estaba? ¿Qué era, en un sentido absoluto, lo correcto?
Apenas había alcanzado la puerta cuando oyó un agudo zumbido a sus espaldas. Se volvió y vio a Flaco dirigirse hacia una banda en la pared que parpadeaba en color naranja. Flaco dijo algo en voz baja, y la banda mostró el rostro de un hombre. Dunski retrocedió hasta un lugar desde donde podía ver la banda desde detrás de Flaco. El hombre vio a Dunski y dijo:
—Es... ¿Puede él oír esto?
Flaco dijo, secamente:
—¿Y cómo quiere que lo sepa? No sé lo que va a decir usted.
—Bien, esto nos afecta a todos —admitió el hombre.
—¿De qué se trata?
—De Castor. ¡Ha vuelto a matar!
Dunski sintió como si algo dentro de él hubiera dado la vuelta y se hubiera muerto. Sabía lo que iba a decir el hombre a continuación.
—Los orgánicos acaban de encontrar el cuerpo de una mujer en un apartamento de la calle Bleecker. Estaba mutilada, exactamente igual que las anteriores. Sus intestinos arrancados, y sus pechos cortados y pegados a la pared. Se llamaba Nokomis Moondaugther, una Miércoles. Era la esposa de un tal Robert Tingle. Él no es sospechoso porque sigue en su cilindro, y es evidente que la mujer fue muerta hace menos de una hora. Castor debió entrar en el apartamento, la despetrificó, y la mató y descuartizó mientras los ocupantes de hoy no estaban. La encontraron cuando volvieron. Hizo un trabajo de experto.
Dunski emitió un sonido estrangulado y se dio la vuelta. Caminó hasta el sofá, se sentó, miró a Flaco, que estaba hablando y mirándole de reojo, se puso en pie, y se dirigió a la cocina. Se sirvió un poco de café con mano temblorosa, lo bebió, dejó la taza, y se dirigió a la gran ventana. Su dolor estaba allí, pero como embotado. Era una sensación tan lenta como el desplazarse de un glaciar de la cabeza a los pies.
Mirando a la calle a través de la persiana, murmuró:
—No voy a poder resistir mucho más de eso.
Flaco tosió a sus espaldas.
—La mujer... —dijo—. ¿Era su esposa?
Dunski siguió mirando a través de la ventana.
—En cierto modo —dijo.
El brillante sol había desaparecido. Los heraldos del rayo de la tormenta que estaba en camino habían coloreado el cielo de gris.
—Lo siento —dijo Flaco—. Pero...
—Siempre hay un pero, ¿no?
Flaco tosió de nuevo.
—Esta vez, sí. Tenemos que atrapar a Castor rápidamente. Puede que los orgánicos no se sintieran muy alterados por lo que Castor hizo el martes, pero ahora saben lo que hizo el miércoles y lo que probablemente hará hoy. Organizarán una búsqueda intensiva.
Dunski dijo:
—¡Rupert!
—¿Qué?
—Mi esposa. Está en un grave peligro.
—No más que usted —dijo Flaco—. Ya intentó matarle una vez, y seguirá intentándolo hasta que usted o él estén muertos.
Dunski se volvió para enfrentarse a Flaco. El hombre tenía un aspecto pálido.
—Hay que proteger a Rupert.
—Ya hemos enviado a dos agentes —dijo Flaco—. Ellos le contarán lo ocurrido. —Agitó la cabeza—. Las cosas se están poniendo cada vez peores.
—No sé qué hacer. No tiene sentido limitarme a ir por ahí, con la esperanza de descubrir a Castor.
—Lo sé —dijo Flaco—. Creo que debería ir usted a casa, con Rupert, y aguardar allí. Puede que Castor intente alcanzarle ahí. Los guardias estarán fuera de la vista pero vigilantes.
—¿Quiere que seamos señuelos?
—Un juego de esperar y ver. Mientras tanto, todos los immers de Manhattan y muchos de las ciudades vecinas estarán aquí buscando a Castor.
—Dudo que Castor intente llegar a mi apartamento. Hay demasiada gente en él, además de nosotros dos.
Flaco se mordió los labios.
—Sí, lo sé —dijo. Evidentemente, no aprobaba los matrimonios comunales.
Flaco no había dicho nada acerca de ningún intento de despetrificar el muñeco de Tingle, y si había oído algo al respecto se lo había reservado para sí mismo. Castor hubiera podido sacar los muñecos de Caird y Tingle y revelar así a los orgánicos que ambos eran quebrantadías. No lo había hecho porque deseaba matar a Caird. Si los orgánicos lo atrapaban primero, impedirían a Castor conseguir su venganza y librar al universo del Satán de Castor.
—Creo que voy a sufrir un ataque —dijo Dunski.
—Tiene usted todo el aspecto —admitió Flaco—. Sígame. —Fueron a la sala de estar. Dunski se sentó. Flaco tomó una jeringuilla de su bolso y la botella de alcohol—. Alce el brazo.
Dunski obedeció.
—¿Qué es? —preguntó.
—Hará que se sienta bien por un rato. No elimina el shock; sólo lo retrasa.
La jeringuilla introdujo un líquido azulado en el brazo de Dunski. Sintió que una especie de calor se extendía por todo su cuerpo al compás del bombear de la sangre. Su corazón latió un poco más aprisa; el entumecimiento se evaporó. Casi pudo sentir que su cuerpo desprendía una ligera nubécula de vapor.
—¿Se siente mejor ahora? —preguntó Flaco.
—Mucho mejor. Me alegro de que no sea un sedante. Necesito seguir en pie.
—Le mantendrá en pie por un tiempo —dijo Flaco—. Pero luego va a tener que pagar el precio.
Siempre hay un precio, pensó Dunski. ¿Cuál es el precio por ser un immer? ¿Por qué preguntas eso, estúpido? Ya estoy pagándolo, y aún estoy muy lejos de cancelar toda la deuda.
Se levantó, se dirigió de nuevo hacia la puerta, se detuvo, hizo un gesto hacia el cilindro y dijo:
—¿Es necesario que ella...?
—Sí, es necesario —dijo Flaco—. No sé qué le ocurre, Dunski. Parece tener usted dificultades en aceptar lo inevitable. Puedo comprender cómo se siente, creo poderlo, al menos, pero no está mostrando usted cualidades immer.
—Simplemente, no me perece correcto —murmuró Dunski.
—Lo correcto es simplemente lo que es mejor. Ahora márchese. Su esposa le estará aguardando.
Dunski abrió la puerta y se volvió para echar una última ojeada. Flaco le miraba duramente. La voluntad del hombre era tan dura como los cuerpos en los cilindros. Cerró la puerta y bajó hasta el vestíbulo y la entrada. Cuando la abrió, fue azotado por la lluvia. Retrocedió y tomó del bolso un rollo amarillo no más largo ni grueso que su dedo índice. Sujetando con dos dedos una lengüeta en su extremo, lo sacudió. El rollo se convirtió en un impermeable con capucha incorporada, de cuyas costuras brotaban ligeras chispas eléctricas.
Con el impermeable puesto, se metió en el intenso aguacero. La calle estaba desierta excepto un ciclista que pedaleaba locamente, inclinado sobre el manillar, las ruedas levantando un surtidor de agua. A lo lejos retumbó el trueno, y los relámpagos surcaban la oscurecida masa del cielo occidental como las brillantes arterias de un dios.
No tenía que ir inmediatamente a casa. Rupert estaría a salvo. A Flaco no iba a gustarle que desobedeciera sus órdenes, pero, ¿qué iba a poder hacer? No mucho si él, Jim Dunski, no hacía nada excepto vagar un poco por los alrededores y tomarse su tiempo antes de regresar a casa. Si hacía lo que bullía, aunque de una forma muy vaga, en su mente, iba a sufrir un severo castigo. Quizá Flaco arreglara un accidente para él y así se librara del engorro que significaba. Eso, sin embargo, causaría una cadena de problemas para los immers. Si Dunski desaparecía o resultaba muerto, entonces Caird, Tingle, Repp, Ohm, Zurvan e Isharashvili tendrían que desaparecer también.
Los siete roles le habían puesto en peligro. Por otra parte, eran una especie de seguro contra la posibilidad de que los immers se volvieran contra él. Si la situación se hacía desesperada, sin embargo, los immers podían cancelar su política y decidir correr el riesgo.
18
Jim Dunski se detuvo unos instantes y se preguntó qué podía hacer, qué debía hacer, cuando llegara el segundo de la decisión. Podía alejarse y dejar que Snick muriera. O podía intentar rescatarla.
La lógica, la supervivencia y el sentido común le urgían a alejarse de allí lo más rápidamente posible. Su horror ante el concepto de asesinato y su visión de Snick siendo asesinada —esto no un concepto, sino una imagen vividamente roja— le carcomían.
¿Los fines justificaban los medios? Ésa era una antigua pregunta, que sólo tenía una respuesta si aún te quedaba algo de corazón.
Pero si hacía lo correcto, entonces estaba equivocado.
—Hubiera debido pensar en esto cuando juré completa lealtad para siempre —murmuró. Y, un poco más tarde, añadió—: Pero no es como si me volviera contra ellos, como si les descubriera. Si me limito a rescatarla y a esconderla en algún lugar, todos los immers seguiremos estando a salvo.
En aquel momento supo que no iba a dejar que Flaco la matara. No si podía impedirlo. Tenía un plan para ello, aunque era un plan alocado y con muchas posibilidades de que saliera mal. Entendiendo por salir mal la posibilidad de que él muriera también.
Miró a ambos lados de la calle. Los dos hombres que había mencionado Flaco debían estar vigilándole desde fuera de su vista. Sin duda podían verle. Si Castor aparecía, caerían sobre él y lo matarían, aunque tal vez lo hicieran demasiado tarde para salvar a su compañero immer, él. Por todo lo que sabía, Flaco había decidido que él podía ser perfectamente una víctima sacrificial, el señuelo desechable.
No. Flaco no podía desear que Dunski muriera en esas circunstancias. Querría una bien planeada coartada antes de que eso ocurriera.
La lluvia caía intensa cuando echó a andar. A sus espaldas, truenos y relámpagos se iban acercando, como si avanzaran a grandes zancadas hacia él. Se detuvo en la esquina de Jones y la Séptima y miró a ambos lados de la amplia avenida. No había peatones ni ciclistas, y el tráfico de coches era mucho más escaso de lo habitual. Dos taxis, una limusina del gobierno, y un coche patrulla orgánico. Este último avanzaba a unos pocos kilómetros por hora, los faros encendidos, sus dos ocupantes imprecisos por la lluvia tras el parabrisas. No parecieron reparar en el solitario hombre con el impermeable amarillo con capucha.
La tormenta era lo que Flaco hubiera deseado. Bloqueaba los ojos en el cielo y eliminaba posibles testigos en las calles. Incluso la gente que mirara por las ventanas se vería medio cegada.
En aquel momento, una camioneta blanca con rayas negras apareció en dirección norte por la Séptima, a dos manzanas de distancia. Había tres mil de aquellas camionetas en Manhattan, todas ellas vehículos de la Corporación de Limpieza del Estado de todos los días. Redujo la marcha ante el semáforo y lo pasó en ámbar. Dunski no se sorprendió cuando giró en la calle Jones. La camioneta de la CLE podía detenerse delante del apartamento, sus corp-personas podían entrar en el edificio y volver a salir con un largo paquete o un carrito lleno con algo cubierto por una lona embreada, y nadie sospecharía nada. Cualquiera que observase felicitaría a la Corporación por cumplir con su tarea incluso con un tiempo tan infame.
Se volvió para observar cómo la camioneta hacía exactamente lo que había pensado que haría. Dos hombres con el uniforme de la CLE del jueves, pantalones verdes acampanados y chaquetas sueltas escarlatas, salieron de la camioneta. Uno de ellos abrió las puertas de atrás; el otro se metió dentro y sacó un carrito plegable. Se detuvieron delante de la puerta unos pocos segundos, aguardando a que Flaco los identificara en la banda. Tan pronto como hubieron desaparecido dentro del edificio, Dunski retrocedió lentamente hacia la camioneta. Miró al otro lado de la calle, al edificio de enfrente. Era una de las modernas estructuras en forma de barco con un amplio patio con muchos árboles y arbustos. Divisó una figura oscura de pie en un portal bajo el saliente superior del edificio. Debía ser uno de sus guardias.
El vigilante debía estar preguntándose por qué no se había ido a su casa. Quizás en aquellos momentos estuviera comunicándose con Flaco por la radio. ¿Y dónde estaba el otro guardia? Si estaba entre los arbustos o detrás de un árbol, estaba bien oculto.
Aparte el hombre en el portal, la única otra persona visible era un ciclista que acababa de doblar la esquina de la 4 Oeste a la calle Jones. A través de la intensa lluvia, Dunski pudo ver una figura envuelta en un impermeable oscuro y un sombrero de lona de ala ancha, inclinado hacia delante, el rostro oculto, las piernas moviéndose rítmicamente mientras empujaba la bicicleta por encima de la capa de agua de más de dos centímetros que cubría el suelo. Dunski retuvo aún más el paso. Hubiera debido esperar un poco más. Los dos falsos hombres de la CLE necesitarían unos tres minutos para llegar dentro, cargar a Snick en el carrito plegable, regresar a la camioneta y meterla dentro. A menos que Flaco los retrasara con algunas instrucciones adicionales.
Dunski no deseaba llegar demasiado pronto. Debía estar junto a la camioneta justo después de que los dos hombres hubieran cargado en ella el pesado carrito. Antes de que cerraran y aseguraran la puerta trasera.
—Estoy haciéndolo —pensó—. Me he vuelto loco, pero estoy haciéndolo.
Se detuvo y aguardó. Maldijo. No iba a funcionar. El hombre en el portal del edificio al otro lado de la calle estaría hablando con Flaco por radio, y Flaco saldría con los dos hombres para averiguar qué ocurría. O quizá les haría aguardar dentro hasta que descubriera por qué Dunski estaba aún por allí. O podía enviar a otro hombre a averiguarlo.
—Improvisaré —murmuró.
La puerta del edificio se abrió. Uno de los hombres salió de espaldas, tirando del ahora desplegado carrito. Dunski aguardó hasta que hubieron salido los dos, con el carrito entre ellos. Echó a andar de nuevo. El hombre en el portal del edificio al otro lado de la calle había salido a la lluvia. Dudó, como si estuviera preguntándose qué debía hacer. Luego echó a correr cruzando el patio hacia la acera, y empezó a gritar.
Al mismo tiempo, otro hombre apareció de entre unos arbustos. Llevaba algo oscuro en su mano derecha. Una pistola. Por aquel entonces el otro immer había sacado también su arma. Dunski maldijo de nuevo. No deseaba tener que matar mientras intentaba impedir un asesinato.
Los dos hombres de la CLE no parecieron oír los gritos. Habían recogido las ruedas del carrito y lo estaban alzando entre los dos y metiéndolo en la camioneta. Dunski echó a correr hacia ellos. Metió la mano en su bolso de hombro, agarró la culata de la pistola y la sacó. Retendría a los dos hombres de la CLE con el arma. Les amenazaría con dispararles si los dos guardias no dejaban caer sus pistolas y se alejaban. Esperaba que hicieran caso de su bravata. ¿Era realmente una bravata? Hasta que no llegara el momento de la acción no lo sabría.
Por aquel entonces, el hombre que gritaba se había acercado ya lo suficiente como para que los dos de la CLE pudieran oírle contra el viento del oeste y la rápida sucesión de truenos y relámpagos. Se volvieron hacia él. Al mismo tiempo, el ciclista se enderezó, y unos dientes blancos brillaron en una sonrisa o una mueca. Su mano derecha salió de su cinturón sosteniendo un arma. La alzó rápidamente, la apuntó, y escupió un blanco relámpago de manufactura humana hacia el hombre armado más cercano. La distancia era de unos veinte metros, lo cual significaba que cuando lo alcanzó el rayo ya había perdido gran parte de su cualidad mortífera. El hombre que avanzaba a la carga, sin embargo, cayó de bruces y se deslizó unos metros por el pavimento resbaladizo por la lluvia. No intentó levantarse de nuevo; permaneció tendido en medio de la calle, estremeciéndose.
El otro immer armado disparó una vez y falló: el rayo blanco pasó inofensivamente a pocos centímetros de la espalda del ciclista. Riendo tan fuerte que su risa pudo oírse por encima del estruendo de la tormenta, el ciclista disparó de nuevo. El rayo medio cortó la pierna del immer, justo encima de la rodilla.
Dunski, exclamó:
—¡Castor!
Los dos hombres de la CLE corrieron hacia la parte delantera de la camioneta, dejando las puertas de atrás abiertas. Flaco salió por la puerta del edificio, empuñando su arma. Quedaba protegido de la vista de Castor, pero él tampoco podía verle. Entonces Castor aceleró más allá de la camioneta. Dunski, Flaco y Castor dispararon simultáneamente. Puesto que Castor había frenado algo su vehículo, los rayos apuntados hacia él se cruzaron y se neutralizaron mutuamente. Al frenar, la bicicleta de Castor patinó un poco, y le hizo fallar también su puntería. Dunski se arrojó hacia un lado, apretando de nuevo el botón de disparo mientras caía. El rayo golpeó silbando contra la acera.
Castor estaba loco, pero tenía sangre fría. Al ver caer a Dunski, y sabiendo que iba a permanecer fuera de la acción durante unos segundos, apuntó a Flaco. Sus rayos golpearon entre sí y se anularon mutuamente. Castor no cometió el error de Flaco, que había soltado el botón de disparo para volver a pulsarlo. Siguió apretando el suyo, aunque eso vaciaría rápidamente la energía del arma. Su rayo, sin hallar ahora ningún obstáculo, atravesó el vientre de Flaco. Flaco dejó caer su arma, se aferró el vientre herido y cayó hacia atrás, golpeando con la cabeza el lado de la puerta.
Por aquel entonces Dunski había rodado dos veces sobre sí mismo y se había alzado ligeramente sobre su estómago, los codos contra el pavimento, sujetando el arma con las dos manos. Disparó. Un rayo, éste de la naturaleza y no del hombre, golpeó la calle cerca del patio del edificio al otro lado. Otro rayo hendió un roble por la mitad.
Los dos hombres de la CLE habían saltado ahora fuera de la camioneta, empuñando sus armas. Dunski vio todo aquello justo antes de que el relámpago lo cegara y la explosión de electricidad lo ensordeciera. Por un momento creyó que había sido alcanzado. El intercambio de disparos no le había asustado debido a que todo había ocurrido demasiado rápido. El relámpago lo aterró, haciendo hervir en él todos los miedos e impotencias que han sentido los seres humanos desde que habitaban en las cavernas y la ira de los dioses se desencadenaba en los cielos.
Durante la breve parálisis de Dunski, Castor se puso en pie desde el lugar donde había caído al volcarse su bicicleta. Se dejó caer de nuevo sobre manos y rodillas y recogió su arma. El hombre de la CLE más próximo a él parecía desconcertado. No disparó mientras Castor era un blanco impotente. El otro hombre rodeó corriendo la camioneta, tras agacharse unos instantes cuando el relámpago restalló al otro lado de la calle. Castor encontró su arma y rodó sobre sí mismo, alejándose de los rayos de los dos hombres, que hicieron hervir el agua a su lado. Dunski se puso en pie y corrió hacia la camioneta. Castor, rodando sobre sí mismo, consiguió apuntar su rayo hacia los dos hombres de la CLE. Cortó el plástico de la camioneta en la esquina posterior derecha y al hombre que estaba cerca de ella. El hombre dejó escapar un grito y cayó.
El otro hombre pulsó también su botón de disparo, pero, por tercera vez, los dos rayos se cruzaron. Ahora Castor había dejado de rodar sobre sí mismo y su rayo se deslizó a un lado, retrocedió, y alcanzó a su enemigo en los ojos. Chillando, el hombre dejó caer su arma, se llevó las manos a los ojos y se tambaleó.
Con un grito exultante, Castor, aún en el suelo, apuntó su arma hacia Dunski, que no había dejado de correr. Dunski disparó; su rayo restalló cerca del hombro de Castor. Castor lanzó un chillido de furia porque el depósito de energía de su arma estaba vacío. Saltó hacia arriba como si se hallara en un trampolín, y echó a correr en dirección a la camioneta. Dunski pasó junto al tambaleante hombre ciego entre él y el edificio. Disparó por encima del hombro del otro, pero sólo consiguió hacer un corte en el extremo inferior de la puerta trasera derecha de la camioneta. Por aquel entonces, Castor se había ocultado detrás de la camioneta.
Jadeante, Dunski corrió en ángulo, sabiendo que tenía que alcanzar la calle antes de que Castor pudiera recoger el arma dejada caer por el primer hombre de la CLE al que había disparado. Llegó a la esquina de la camioneta justo en el momento en que Castor se alzaba después de apartarse de la protección de la rueda trasera para coger la pistola. Dunski se lanzó contra él y lo derribó de espaldas, aunque cayó encima suyo.
Castor se quedó sin aliento con un gran uf. Un relámpago golpeó contra algún lado calle abajo. Castor aferró la muñeca de Dunski y la retorció salvajemente. La pistola cayó de la mano de Dunski, pero no intentó volver a cogerla. Gritando, aferró la garganta de Castor. Castor exclamó:
—¡Ahora te tengo en mi poder! ¡Dios no será negado!
Aunque estaba ahogándose, las manos de Castor se cerraron en torno a la garganta de Dunski. Dunski soltó a Castor y se liberó de un tirón. Se puso en pie antes que Castor y cargó, derribándole de nuevo. Alzó a Castor por el cuello y lo sacudió, luego lo golpeó contra el costado de la camioneta. Castor se derrumbó. Dunski lo volvió a alzar con una mano y golpeó fuertemente con el canto de su mano izquierda, una y otra vez, debajo de la barbilla de Castor.
Siguió haciendo rebotar la nuca de Castor contra la camioneta hasta que su brazo estuvo demasiado débil para alzarlo.
Finalmente, jadeando como si todo el aire hubiera desaparecido de la faz de la Tierra, dejó caer a Castor sobre el pavimento.
Dios estaba muerto.
Dunski se estremeció incontroladamente. Le hubiera gustado dejarse caer sobre la calle y dejar que la lluvia y los rayos hicieran lo que tuvieran que hacer con él. Parecía ser el mejor lecho de todo el mundo, el más deseable de todos los deseos y una absoluta necesidad. Pero..., siempre había un pero..., no podía hacer lo que más deseaba hacer.
Empezaba a aparecer gente del edificio a su lado y al otro lado de la calle, pese a la casi sólida lluvia y los relámpagos que seguían cayendo cerca. Alguien podía haber llamado a los orgánicos. Tenía que marcharse. Ahora.
Rodeó tambaleante la camioneta, subió a medias al asiento del conductor, volvió a bajar, recogió con paso inseguro su pistola, la guardó, empezó a alejarse, se volvió de nuevo, y recogió su bolso de hombro, que había dejado caer justo antes de cargar rodeando la camioneta contra Castor. Después de recoger la pistola dejada caer por el hombre de la CLE, graduó su carga a QUEMAR y asó la piel que llevaba sus huellas dactilares en el cuello de Castor. Cerró las puertas traseras de la camioneta, subió agotado al asiento delantero, respirando como si un cuchillo estuviera segando su garganta, puso en marcha la camioneta y se alejó.
Nadie intentó detenerle.
Aunque deseaba girar a la izquierda hacia la 4 Oeste de modo que los testigos pudieran decir a los orgánicos que se había marchado en aquella dirección, no lo hizo. La plaza Sheridan estaba demasiado cerca en aquella dirección. Normalmente había algunos orgánicos allí. Condujo hacia la derecha desde la calle Jones, pasó Cornelia, y cruzó el puente encima del canal Kropotkin. Tenía que salir rápido de la camioneta, pero también tenía que ocultar a Snick en alguna parte. Si hacía una cosa, no podía hacer la otra.
19
Justo cuando cruzaba el pequeño parque al este del canal, a la altura de la 4 Oeste, vio faros tras él. Estaba demasiado cansado para maldecir. ¿Un coche patrulla? Probablemente. Ni siquiera podía salir de la camioneta y echar a correr. A estas alturas un viejo de ochenta años podría atraparle fácilmente. El coche se desvió a un lado para pasarle, luego frenó su marcha para acompasarla a la de la camioneta. El cristal de una ventanilla descendió, y el hombre tras el volante le gritó algo. Los truenos ahogaron lo que dijo, aunque la ventanilla a la derecha de Dunski estaba alzada y hubiera amortiguado de todos modos la voz del hombre. Dunski bajó esa ventanilla y le gritó una pregunta. El conductor no iba de uniforme, y el coche no llevaba marcas identificadoras. Eso no quería decir que los dos ocupantes del coche no fueran orgánicos. De todos modos, si lo eran, ¿por qué no habían colocado la luz naranja intermitente en el techo? Quizá se tratara de immers enviados para ayudarle.
Detuvo la camioneta y aguardó a que los dos se acercaran a él. Eran orgánicos. Pero también eran immers, y habían sido enviados para recogerle. Flaco había sido advertido por uno de los guardias al otro lado de la calle de que Dunski no se había marchado de inmediato tal como le había sido ordenado. Iban de camino en su busca cuando el Cuartel General les ordenó que se dirigieran directamente a la calle Jones. Alguien había advertido del tiroteo.
—Luego les contaré lo ocurrido —dijo Dunski—. Ahora, metan a la mujer petrificada en su vehículo. Dejaré la camioneta aquí.
El compañero del hombre al volante, una mujer, dijo:
—Tenemos órdenes de llevarle a nuestro superior. —Dunski desconectó el motor y apagó las luces y salió. La mujer se apresuró a ayudar a descargar a Snick.
—¡Oh, lo olvidé! —dijo Dunski, y limpió el volante y la manija de la portezuela de la camioneta con su pañuelo. Luego se metió en el asiento de atrás del coche y se tendió en el suelo. El capó del maletero resonó al cerrarse, y los otros dos se deslizaron a los asientos delanteros.
—Quizá él hubiera debido ir también en el maletero —dijo la mujer.
El hombre no respondió. La mujer habló a través de su reloj de pulsera con una voz demasiado baja para que Dunski pudiera distinguir las palabras. No era la frecuencia orgánica, pensó Dunski. El hombre condujo hasta Womanway, siendo cruzado por dos coches patrulla que iban hacia el oeste, con las sirenas aullando. El coche giró a la izquierda en Womanway para dirigirse al norte, giró a la derecha en la calle 14 Este, y luego a la izquierda hacia la Segunda Avenida. Apenas pasada la plaza Stuyvesant, el coche se detuvo delante de un edificio. Dunski lo había visto antes: una estructura parecida al Taj Mahal, aunque más pequeña. Albergaba a altos funcionarios del gobierno, y también contenía las oficinas de muchos residentes, tiendas, un enfatorio, un restaurante y un gimnasio. La situación debía ser realmente mala. Sólo si el consejo no tenía otra salida le habría traído hasta allí.
El hombre permaneció en el coche escuchando los canales orgánicos. La mujer lo condujo a un largo corredor de mármol alineado con los cuerpos petrificados de funcionarios elegantemente vestidos que en su tiempo habían recorrido aquellos salones del poder. Algunos de ellos necesitaban que se les quitara el polvo. Se detuvieron ante la puerta de uno de los ascensores, donde la mujer dijo a una banda en la pared:
—Está aquí.
—Que suba solo —dijo una profunda voz masculina—. Usted vuelva a su puesto. Ocúpese de lo demás.
—Sí, oom —dijo la mujer. Sin embargo, no se marchó hasta que Dunski hubo entrado en el ascensor y las puertas se hubieron cerrado. Salió a una planta en el domo, y se encontró en un vestíbulo lujosamente enmoquetado y decorado. Le dijo al hombre que aguardaba allí:
—Dunski.
El hombre asintió y le escoltó hasta una puerta al otro lado del vestíbulo. Su placa ostentaba dos nombres, Piet Essex Vermeulen y Mia Owen Baruch. Conocía los nombres, aunque nunca había visto personalmente a sus propietarios. Eran sus primos segundos, Vermeulen por parte paterna y Baruch por parte materna. Puesto que estaban emparentados con él, siempre había supuesto que ambos eran immers. Hasta ahora no había tenido ninguna prueba de ello.
Que estaban entre los funcionarios más altos resultaba evidente por el hecho de que sólo ellos dos ocupaban el apartamento. Tenían antigüedades y chucherías y papel en la pared, numerosos artículos que no tenían que ser almacenados seis días a la semana. Su situación era superior incluso a la de su amiga del martes, la comisario general Horn, que compartía su apartamento con otra, una mujer Jueves.
Vermeulen, un hombre alto y delgado, tomó el impermeable de Dunski y lo colgó. Su baja y también delgada esposa le preguntó a Dunski si deseaba beber o comer algo. Respondió, ronca y lentamente:
—Un bourbon y un bocadillo, gracias. También me gustaría poder usar su lavabo.
Cuando regresó a la sala de estar, se sentó en un mullido diván tapizado con piel de pelo desarrollada sintéticamente. Sus pantalones y sus zapatos estaban mojando el sofá y la moqueta, pero no se preocupó por ello.
Mia Baruch le trajo la bebida y se sentó a su lado. Dunski engulló una cuarta parte del vaso y suspiró.
Vermeulen se sentó pero no dijo nada hasta que Dunski hubo terminado su bocadillo.
—Ahora —dijo, inclinándose hacia delante en su silla—, informe de todo lo ocurrido. Mi gente me dio algunos detalles por radio, y he recibido informes de otros días y de su inmediato superior. Pero quiero toda la historia, es decir, todo lo que sea relevante.
Dunski se lo contó todo, deteniéndose de tanto en tanto ante las preguntas de Vermeulen y Baruch. Cuando Vermeulen se sintió satisfecho de haberlo oído todo, se reclinó en su silla, las manos juntas, unidas por las yemas de los dedos.
—Es un lío, pero podemos arreglarlo. Los orgánicos ya no seguirán buscando a Castor, pero están todos esos hombres muertos. Las autoridades se preguntarán qué tenían que ver con él. Investigarán a los muertos, estudiarán sus biodatos, revisarán cada minuto grabado de sus vidas, buscarán e interrogarán a las personas que los conocieron. Intentarán conectarlos a todos. No creo que resuelvan el misterio. Esperemos que no lo hagan. Hemos cubierto muy cuidadosamente nuestras huellas. Pero nunca se sabe qué pequeño dato significativo pueden descubrir.
—¿Qué hay acerca del próximo miércoles? —dijo Dunski—. Los orgánicos me interrogarán. Como Bob Tingle, quiero decir. Si entran en sospechas, utilizarán la bruma de la verdad. Ya sabe lo que eso significa.
Vermeulen desechó la posibilidad con un gesto de la mano.
—¿Qué es lo que tienen? La cerradura que Castor inutilizó fue reemplazada antes de que llegaran los paramédicos. Su arma fue retirada. Tuvo usted un accidente, resbaló en una pastilla de jabón y se dio un golpe en la cabeza, eso es todo. Nuestra gente del miércoles, algunos funcionarios de alta graduación, se ocuparán de todo eso.
Probablemente tenía razón, pensó Dunski. Pero demasiados immers se habían visto implicados en sacarle de aquel lío, y demasiados conocían una o más de sus identidades.
—Ha cubierto usted bien sus huellas —dijo Vermeulen—. De todos modos, puede que haya testigos, gente que miró desde los edificios colindantes y le vio.
—Estaba lloviendo intensamente, estaba bastante oscuro, y yo llevaba un impermeable con capucha —dijo Dunski—. ¿Podría tomar otra copa? Gracias. Algunas personas salieron en el momento en que subía a la camioneta, pero no se acercaron lo suficiente. Y las nubes impidieron que los ojos en el cielo pudieran seguirme.
—Sé eso —dijo Vermeulen—. Los orgánicos trabajarán en el asunto hasta cerca de medianoche, luego cerrarán la tienda. Dejarán mensajes para las autoridades del martes y del miércoles. Pero ésas considerarán que el asunto ha quedado cerrado. Castor, un evidente psicópata, ha sido muerto. Fin del rastro. Hoy, sin embargo..., están todos esos cadáveres. Es un asunto exclusivo del jueves, pero los immers de otros días serán notificados de ello a fin de que puedan encontrar algo para borrar todas las huellas. Una falsa explicación, quizá. Puede que eso sea lo mejor. —Su rostro se iluminó—. Cualquier explicación, si encaja, es mejor que ninguna explicación. Mantendrán un caso no resuelto en el banco de datos, teóricamente siempre activo. Resuelto, estará en la sección de historia.
Dunski luchó por mantener los ojos abiertos.
—Probablemente éste sea el mejor plan. Sólo que...
—¿Qué?
—¿Qué hay con Snick?
Vermeulen agitó la cabeza y dijo:
—Garchar fue demasiado lejos. —(Garchar debe ser el hombre al que yo llamaba «Flaco», pensó Dunski)—. Yo no hubiera admitido que fuera asesinada, aunque la mutilación hubiera sido adjudicada a Castor, una idea en sí realmente buena. Pero no creo que yo lo hubiera hecho. Aunque no puedo culpar a Garchar. Estaba al mando del asunto, y no tuvo tiempo de consultar con nosotros. De todos modos..., eso ya es agua pasada. Snick permanecerá petrificada y será llevada a un lugar seguro.
Vermeulen volvió a unir las yemas de sus dedos.
—Hoy no será echada en falta. Pensarán que sigue en su propia caza, si es que piensan en ella. Castor los mantendrá lo bastante ocupados. ¿Y qué ocurrirá mañana? ¿Se presentará Snick en el Cuartel General de los orgánicos con su visado y sus órdenes del domingo? No, no lo hará. Así, ¿cómo sabrá Viernes que se supone que tiene que presentarse? No lo sabrá, y el día siguiente tampoco sabrá nada de ella. Nadie sabrá que falta hasta que llegue el domingo y no informe a sus superiores. Domingo no podrá hacer nada excepto dejar preguntas a los días siguientes. Cuando llegue de nuevo el domingo, recibirán la noticia de que Snick desapareció el jueves. Hasta entonces tenemos tiempo suficiente para prepararnos, y puede que no tengamos que hacer nada en absoluto.
—Eso espero —dijo Dunski. Pensó en Panthea Snick, fría y dura, metida en algún rincón, quizá durante siglos, hasta que fuera encontrada, si era encontrada alguna vez.
—Pobre hombre —dijo Mia Baruch, palmeando su mano.
Dunski la miró, y ella dijo:
—Sus esposas..., asesinadas de una forma tan espantosa.
—De todos modos, tuvo su venganza —dijo Vermeulen.
Ella retiró su mano y se apartó imperceptiblemente de él. Por supuesto. Había matado a un nombre. No importaba que lo hubiera hecho en defensa propia o que Castor debiera ser muerto. Se sentía repelida por la idea de estar sentada tan cerca de un hombre tan violento.
—Sé que la venganza no devuelve a los muertos —dijo Dunski—. Es un viejo cliché. Pero la venganza proporciona una cierta satisfacción.
Baruch bufó ligeramente y se apartó un poco más. Dunski consiguió esbozar una cansada sonrisa y dijo:
—¿Qué hay de Rupert von Hentzau, mi esposa?
—Ha sido notificada —dijo Vermeulen—. Se encargará de colocar su muñeco por usted en su cilindro. O, como le he sugerido yo, abandonará la comuna esta noche, les dirá a los demás que usted y ella se divorcian de todos. Alguna excusa. Si se marcha, acudirá a un petrificador de emergencia. Se llevará el bolso de mañana de usted con ella. Tanto si se marcha como si no, arreglará las cosas para hacerle llegar el bolso. Le envía todo su amor y dice que le verá mañana. Es decir, el próximo jueves.
Dunski no vio ninguna razón para decirle que había situado duplicados de sus bolsos por toda la ciudad.
Vermeulen hizo una pausa y luego dijo:
—En cuanto a usted, se quedará aquí. No hay ningún problema en ello, supongo.
—¿Sabe usted que mi esposa, la del viernes, está en Sudamérica en unas excavaciones arqueológicas?
—Por supuesto. Tuve que hacer algunas indagaciones acerca de ella para asegurarme de su situación.
El hombre sabía demasiado sobre él, pero eso era inevitable.
—Estoy muy cansado —dijo Dunski—. Me gustaría ducharme y luego irme a la cama. Ha sido una auténtica prueba.
Vermeulen se puso en pie y dijo:
—Le indicaré su habitación. Cuando despierte, nosotros probablemente no estaremos. Puede prepararse usted mismo el desayuno y marcharse. He dejado un mensaje para su superior, el de mañana, por supuesto. Simplemente le digo que usted le transmitirá todos los datos importantes. Supongo que su superior se pondrá en contacto con usted tan pronto como le sea posible.
—Depende de si cree que es necesario.
El dormitorio era lujoso y tenía una enorme cama que podía colgarse del techo con cadenas. Vermeulen pulsó un botón en un panel de la pared, y la cama bajó lentamente, luego se apoyó sobre sus patas, que había extendido de los postes durante su descenso.
—Si ocurre algo antes de que Mia y yo nos petrifiquemos, le dejaré un mensaje. Esa banda de ahí —señaló— estará parpadeando. Encontrará un pijama en el armario.
—Muy elegante todo —dijo Dunski—. No estoy acostumbrado a estos lujos.
—Tenemos mayores responsabilidades, así que también somos merecedores de más comodidades —dijo Vermeulen.
Dunski le deseó buenas noches. Después de que Vermeulen hubiera cerrado la puerta, Dunski probó de abrirla. Estaba cerrada con llave. Se lavó los dientes con un cepillo desechable que encontró en el cuarto de baño, se duchó y se metió en la cama. El sueño que había esperado que llegara rápidamente tardó en hacer su aparición. Descarriló en alguna parte. Imágenes de Ozma, Nokomis y Castor brotaron de un rincón de su mente. Empezó a temblar. Fluyeron las lágrimas, aunque no duraron mucho. Se levantó y fue a un pequeño mueble bar en una esquina, otro lujo, y se sirvió ciento veinte gramos de Delicia Social Número 1, otro lujo, en un vaso. Transcurrieron quince minutos mientras iba de un lado para otro, las piernas carentes de fuerza pero incapaces de dejar de moverse, con la bebida en la mano. Justo cuando estaba apurando lo que quedaba de ella vio a Wyatt Repp, sonriendo debajo de su enorme sombrero.
Wyatt dijo:
—¡Yo hubiera debido estar en ese glorioso tiroteo de la calle Jones, no tú! ¡Me hubiera encantado!
—Todavía no es medianoche —murmuró Dunski mientras Wyatt se desvanecía.
De vuelta a la cama, se echó a llorar. Las imágenes de Snick, fría y dura como un diamante, se reflejaban desde todos lados en la casa de espejos de su mente. Mientras flotaba hacia un borrascoso sueño, pensó: No debería lamentarme más por ella que por las demás. No es justo.
Mundo del viernes
VARIEDAD,
segundo mes del año
D5-S1
(día cinco, semana uno)
20
Wyatt Bumpoo Repp salió de su apartamento, recorrió el pasillo y se detuvo delante del ascensor. Su enorme sombrero blanco de cuarenta litros, su pañuelo escarlata al cuello, su camisa de cuello rizado y mangas abombadas, su chaqueta de cuero negro desarrollado sintéticamente, su ancho cinturón con una enorme hebilla labrada con un cowboy a lomos de un caballo salvaje, sus ajustados téjanos azul celeste ribeteados de piel, y sus botas de cuero de altos tacones con calcomanías de pistolas de seis tiros cruzadas, sólo eran llevados por una persona en todo el viernes: Wyatt Repp, el gran guionista-director-productor de televisión de películas del oeste y dramas históricos. El único detalle que le faltaba —y lo lamentaba profundamente— eran unas elegantes pistoleras repujadas y unas elegantes pistolas de imitación. El gobierno había dicho no a eso. Si los niños pequeños no podían jugar con armas de juguete, ¿por qué debía hacerlo ese chico grande? Daría mal ejemplo.
No importaba que el gobierno no restringiera la exhibición de armas o violencia en las bandas y en los enfatorios. Este gobierno, como todos desde la fundación de Sumer, era bífido.
Aunque los inquilinos que aguardaban el ascensor le habían visto a menudo, le miraron admirativamente y le saludaron con entusiasmo. Repp se recreó en el sol de sus miradas. Al mismo tiempo, sintió una pizca de vergüenza porque en el fondo estaba aprovechándose de su ignorancia, y eso era, en cierto sentido, vergonzoso. Ningún auténtico cowboy se había vestido nunca así, y los auténticos cowboys nunca habían llevado un bolso de hombro. De todos modos, tenían que saber todo esto, puesto que los programas de televisión mostraban a los cowboys de una forma tan realista como permitían las investigaciones.
Los inquilinos le saludaron intensa y exuberantemente. Repp respondió con amable suavidad, según la tradición del héroe gentil de voz pausada que sin embargo sabía ser duro cuando era necesario. «Sonría cuando me diga eso, forastero.»
Mientras el ascensor bajaba, respondió lo mejor que pudo a las preguntas de los pasajeros acerca de su próximo drama. Cuando salieron al vestíbulo, todos se dispersaron y fueron a sus propios asuntos. Con los talones cliqueteando en el suelo de mármol del vestíbulo, salió al brillante sol y al frío aire. Entró en el taxi que aguardaba, y respondió suavemente al saludo del conductor. Éste, tras recibir vía banda el destino de Repp, enfiló desde la esquina de la calle 23 Este y Park Avenue hacia la Segunda Avenida. Giró a la derecha y se dirigió a la parte de atrás del edificio que en su tiempo había albergado el Beth Israel Medical Center. El Instituto de Artes Visuales del Estado de Manhattan era un edificio de seis plantas que se parecía más a un sacacorchos que a cualquier otra cosa. Esto, por supuesto, había dado pie a numerosos chistes acerca de lo que el instituto le hacía al público.
El conductor abrió la portezuela y dijo:
—Seguro que la tormenta ha aclarado el aire y ha refrescado un poco las cosas, ras Repp.
—Ha aclarado y refrescado un montón de cosas —dijo Repp—. No tiene usted ni idea, amigo.
Los acontecimientos habían vuelto a su firme curso normal. Castor estaba muerto. Snick oculta. Los immers tapando las cosas y borrando todas las huellas del sendero. Hoy podía ser un día normal. Tendría problemas, pero surgirían de su profesión, no de los actos de criminales y orgánicos persiguiendo a esos criminales. Aunque —sonrió— había algunos que decían que estos dramas eran crímenes.
Se sentía excitado, y su forma de andar era ligera mientras cruzaba la acera y entraba en el sendero que conducía al edificio. Los transeúntes le miraban, algunos le llamaban, aunque él no les conocía. La gran fuente central entre la acera y el edificio arrojaba su agua desde la parte superior de las cabezas del grupo en el pedestal de en medio. Había doce hombres y mujeres allí, de piedra, no petrificados, estatuas de grandes artistas visuales del pasado más reciente. Quizá su estatua estuviera entre ellas algún día. Finas gotitas se posaron en su rostro, enfriándolo. Saludó a los doce al pasar por su lado, y caminó entre las hileras de gigantescos robles y entró por la puerta de nueve facetas. Un ascensor le llevó hasta el piso superior, donde saludó a la recepcionista. La habitación más allá era amplia y en forma de domo, con una enorme mesa redonda en el centro. Hombres y mujeres se alzaron de las sillas a su alrededor cuando entró. Respondió a sus buenos días, arrojó su sombrero sobre la mesa, depositó su bolso en el suelo y se sentó. Su chica para todo, un hombre, le trajo café. Repp miró la banda de la hora en la pared.
—Las diez —dijo—. Exactamente a tiempo.
Otra banda en la pared estaba grabando sus acciones y palabras. Les diría a los monitores del gobierno que no se había retrasado entre el momento de insertar la punta de su disco-estrella de identificación en la puerta de la oficina y su entrada en la habitación. Los artistas visuales no recibían sus créditos por horas; eran pagados según se especificaba en sus contratos con el Departamento de las Artes. Éste les abonaba una cantidad fija de créditos semanal, que variaba de acuerdo con la estatura artística que el propio gobierno fijaba. Si el proyecto era terminado en los plazos previstos, el artista no tenía que devolver parte de los créditos recibidos. Si el proyecto era terminado antes del plazo, el artista recibía una bonificación. Y si el comité de artes visuales del gobierno decidía que la calidad del proyecto era lo bastante alta, recompensaba al artista con otra bonificación.
Los artistas, sin embargo, podían dedicar todas las horas que desearan en asegurarse de que el proyecto era terminado a tiempo o en aumentar su calidad.
Este arreglo no gustaba a muchos artistas. De hecho, muchos de ellos, incluido Repp, lo detestaban. Pero no podían hacer nada al respecto excepto organizar una protesta formal. Lo habían hecho ya varias veces. Hasta entonces, sin ningún resultado.
Sin embargo, aunque los plazos de terminación eran el único dato realmente importante para el gobierno, aparte el presupuesto, por supuesto, los monitores mantenían un cuidadoso control del tiempo invertido por los artistas.
Algunas cosas no habían cambiado desde los antiguos días de Hollywood. Repp, por ejemplo, recibía triple cantidad de créditos porque era el jefe guionista, el jefe director y el actor principal. Había usado sus propias influencias y las de un immer del comité de artes visuales para asegurarse las tres posiciones simultáneas. Todas esas maniobras políticas habían costado a Repp muchas noches, sin mencionar muchos créditos, en dar fiestas, pero el esfuerzo había valido la pena. Si podía mantener la triple posición en su próximo programa, podría conseguir un apartamento mayor. Si encontraba alguno disponible.
El trabajo se desarrolló sin problemas, si no se tenían en cuenta las peleas y disputas y sutiles insultos. Todo esto, sin embargo, era parte integrante de la elaboración de programas para la televisión y los enfatorios, y no valía la pena preocuparse por ello. Las primeras dos escenas previstas para la mañana fueron diagramadas y rediagramadas hasta que quedaron perfectas. Repp tuvo una corta pero acalorada discusión con Bakaffa, el censor del gobierno, acerca del uso de subtítulos holografiados. Repp afirmaba que distraían al espectador, y que no eran necesarios porque aquellos diálogos aparecían en tantos programas que el público conocía perfectamente lo que significaban todas aquellas palabras arcaicas. Bakaffa insistía en que «negro» y «latino» y «matasanos» y «pasta» y «revólver» y «porra» y «maricón» y «tortillera» no serían comprendidos por la mitad de la audiencia. El que aquellas antiguas palabras fueran o no comprendidas no importaba en absoluto. El gobierno exigía que todas ellas fueran explicadas en subtítulos.
Repp perdió, pero tuvo la satisfacción de llevar a Bakaffa casi al borde de las lágrimas. No era un sádico. Simplemente deseaba hacer que Bakaffa se ganara su paga extra como informador del gobierno.
A la una y diez, durante la tercera escena, la pierna izquierda del protagonista principal se redujo bruscamente a la mitad. Los técnicos intentaron localizar la avería en el holoproyector, pero fracasaron porque el equipo de búsqueda y localización de averías también funcionaba mal.
—De acuerdo —dijo Repp—. De todos modos, faltan veinte minutos para la hora de comer. Comeremos ahora. Quizá el problema haya sido solucionado cuando volvamos.
Después de comer, regresó por el amplio pasillo de la planta baja desde la sandwichería. El sol que penetraba por las amplias ventanas brillaba blanco en su atuendo del oeste, y sus altos tacones cliqueteaban contra el suelo. Muchos le reconocieron, y algunos le detuvieron unos instantes para pedirle su autógrafo. Pronunció su nombre y su número de identificación en sus grabadoras, dijo que estaba encantado de conocerles, y siguió su camino. Se produjo un embarazoso aunque no enteramente desagradable incidente. Una hermosa muchacha le suplicó casi llorando que la llevara a su apartamento e hiciera con ella lo que quisiese. El rechazó amablemente el ofrecimiento, pero cuando ella se dejó caer de rodillas ante él y le rodeó las piernas con sus brazos, apretando fuertemente y no dejándole irse, tuvo que llamar a dos orgánicos para conseguir que le soltase.
—No la detengan —les dijo—. Simplemente impidan que obstaculice el progreso de este peregrino.
—¡Te quiero, Wyatt! —exclamó la muchacha a sus espaldas—.
¡Cabálgame como si fuera un poney! ¡Dispárame tu seis tiros!
Con el rostro enrojecido pero sonriendo, Repp subió al ascensor, murmurando:
—¡Jesucristo!
Puesto que él y su esposa habían convenido ser castos mientras permanecían separados a causa de la expedición chilena de ella, no se había acostado últimamente con ninguna mujer. Era lo bastante honesto consigo mismo como para admitir que su celibato no estaba sólidamente basado en la moralidad o en la falta de deseo hacia nadie excepto su esposa. Necesitaba un descanso sexual; tenía que recargar sus baterías. Aunque tenía una esposa cada día excepto el domingo, más de una los jueves, y así gozaba cada día de un nuevo estimulante, al estilo de un gallo en medio de un corral, a veces no estaba a la altura del desafío. Sus gónadas no utilizaban el mismo sistema aritmético que su mente.
Sintiéndose feliz por el hecho de ser deseado y no desear, entró en su oficina y se sentó ante su escritorio. Las bandas desplegaron mensajes para él, con prioridad uno para el de su esposa, Jane-John. Su expresión era feliz porque volvía a casa el viernes siguiente. Petrificada, sería embarcada en un avión el sábado, mañana, y depositada en el aeropuerto el mismo día. Desde allí, sería trasladada por dirigible hasta las Torres de los Trece Principios. Él tenía que ir a buscarla el viernes siguiente a la una de la madrugada. O, si no podía hacerlo, tomaría un taxi.
Jane-John Wilford Denpasat era una hermosa mujer de piel oscura con un despigmentado pelo rubio y unos despigmentados ojos azules.
—Me encanta mi trabajo, Wyatt, pero empiezo a sentirme cansada de tener que ser transportada trescientos kilómetros cada día desde las excavaciones hasta la estación petrificadora más próxima. Y te echo terriblemente en falta. Te veré pronto, amor. Ya casi no puedo esperar.
Aguardar era fácil para ella, pese a lo que acababa de decir. La gente inconsciente no se impacientaba ni se ponía nerviosa. Y, aunque él no iba a ser petrificado cada día hasta el viernes siguiente, sería una persona distinta y así tampoco pensaría en ella. La sociedad de la Nueva Era tenía sus desventajas, pero también tenía muchas ventajas. Freno y equilibrio; esto por aquello; dar y recibir; pérdidas y ganancias.
Aunque las bandas no habían reflejado ningún movimiento de ajedrez desde el martes, Repp se sintió de nuevo decepcionado de que no hubiera ninguno hoy. Pensó en Yankey Gril —Jimmy Cricket—, y lamentó tener que olvidar su juego. ¿Dónde estaría Gril ahora? ¿Jugando todavía en el parque de Washington Square? ¿En la cárcel? ¿Petrificado y aguardando ser juzgado? ¿O condenado y petrificado de forma permanente?
Sus otros mensajes eran profesionales. El más importante era un recordatorio de que era el invitado en el ILL Show. Tenía que presentarse en el estudio a las 7:30, y estaría en el aire a las 8:00.
Ningún immer había intentado ponerse en contacto con él vía banda o personalmente. Esta omisión, pensó, significaba buenas noticias.
21
Terminado el trabajo del día, Repp volvió en taxi a casa. Después de trabajar un poco en el gimnasio, se duchó y luego tomó una cena ligera. Llegó al edificio de las Torres de los Trece Principios exactamente a las 7:25 P.M., y estaba en el estudio a las 7:30. Allá fue acomodado por el secretario del anfitrión del ILL Show, ras Irving Lenin Lundquist. Mientras tomaba un café, leyó el display de la banda que describía la lista de los temas que iban a serle preguntados y sugería algunas observaciones ingeniosas que tal vez le gustara hacer.
A las 8:40, Repp abandonaba el estudio. Estaba satisfecho con su actuación, aunque algunas de las observaciones de Lundquist habían sido un tanto incisivas. Era buena publicidad aparecer en el ILL Show, invitado por el autonombrado Monje Gris de la Mente. Lundquist evitaba lo espectacular y recargado y se decantaba por lo serio e intelectual. En vez de un decorado chillón y ropas extravagantes, el estudio estaba modelado como la idea que tenía el anfitrión de lo que debía ser la celda de un monje medieval. Vestido con una túnica gris, se sentaba en una silla tras un escritorio, sobre una plataforma un palmo más alta que las sillas de los invitados. Lundquist conseguía así dar la impresión de que era el Inquisidor general de España y que sus invitados estaban siendo sometidos a juicio. Durante las malintencionadas preguntas y comentarios que lanzó a Repp, Repp hizo reír al público en el estudio. En un momento determinado le preguntó a Lundquist cuándo iba a traer el potro y la virgen de hierro. Puesto que la audiencia del ILL Show estaba compuesta principalmente por los más instruidos de aquellos que creían serlo, Repp podía estar seguro de que sus referencias históricas serían comprendidas. Aquélla era una de las razones por las que Repp había aceptado exponerse a las pullas y los insultos. Otra era que esperaba salirse de ellas tan bien o mejor de como se salió realmente. Además, era bien sabido que Lundquist, no importaba lo que pareciera despreciar a sus invitados, solamente invitaba a aquellas personas que creía que de algún modo habían conseguido llegar al menos a las inmediaciones de su eminencia intelectual.
Lundquist atacó a Repp sobre la premisa de que su carácter era inseguro e inconstante.
—Parece aferrarse usted a un cambio continuo de papeles y géneros, ras Repp. Sólo necesito enumerar unas cuantas de sus películas, que reflejan su obsesión, su compulsión, la cual, a su vez, evidencia el núcleo básico de su ser. O quizá debería decir que evidencia la falta de una identidad estable. Están, por ejemplo, El conde de Montecrísto, La Odisea, Proteo en Miami, Helena de Troya, y Custer y Caballo Loco: dos paralelas que se unen.
»Todas ellas tienen que ver con disfraces, alucinaciones o ilusiones acerca de la identidad, o cambios de formas y, en consecuencia, cambios de identidad o un cambio aparente. Resulta curioso que sea usted más conocido como el hombre que escribe los mejores westerns. De hecho, como el hombre que resucitó el western, que llevaba muerto más de mil años. Algunos dicen que hubiera sido mejor que hubiera seguido muerto.
»Sin embargo, las obras que han atraído la atención e incluso las bendiciones de algunos críticos de arte no han sido westerns. Excepto, por supuesto, su Custer y Caballo Loco. Y éste es un western de lo más curioso. Custer y Caballo Loco tienen a la vez la idea de acudir a un curandero brujo, consiguen de ese curandero brujo el poder de cambiar de forma, cada uno adopta la forma del otro, y en esta situación conduce a sus enemigos a la muerte. Por supuesto, ninguno de ellos sabe que el otro está haciendo lo mismo que él. Así, Custer como Caballo Loco mata a Caballo Loco como Custer, y luego, incapaz de cambiar de forma, es muerto por los blancos.
Lundquist sonrió con su infame sonrisa, que había sido comparada, entre otras cosas, a una vagina con dientes.
—Sé de una fuente de confianza que su obra actual, Dillinger no murió, está basada en una idea notablemente similar. De hecho, su protagonista, el antiguo ladrón de bancos, escapa del FBI, los orgánicos del siglo XX, convirtiéndose mágicamente en mujer. Lo consigue haciendo que su golfa, quiero decir su amante, Billie Frechette, una india de la tribu menominee de Wisconsin, lo lleve a la morada tabú de Wabosso, la Gran Liebre Blanca, el tramposo menominee. Esa criatura de las antiguas leyendas y relatos folklóricos indios le concede a Dillinger el poder de convertirse en mujer en el momento adecuado.
»Y así, cuando el FBI empieza a cerrar su cerco, Dillinger hace que Jimmy Lawrence, un insignificante truhán cuyos días están contados a causa de sus problemas cardíacos, se haga pasar por él. Entonces Dillinger se convierte en Ann Sage, una madam de Chicago de un burdel de Chicago, y arregla las cosas para que la auténtica Ann Sage sea secuestrada por sus amigos y llevada al Canadá. Entonces, si mi informante está en lo cierto, Dillinger, como Ann Sage, va al teatro Biograph con Lawrence como Dillinger, después de decirle al FBI que Dillinger estará allí. El pseudo-Dillinger es muerto a tiros por el FBI. Dillinger como Ann Sage se aleja tranquilamente del lugar de la ejecución.
Lundquist rió quedamente, y el público del estudio rió estruendosamente.
—En otras palabras, su protagonista toma la identidad de una mujer, se convierte en una mujer. Tengo entendido que planea usted una secuela: Pistolas y gónadas...
Lundquist rió de nuevo, y el público se carcajeó aún más estruendosamente.
—...en la cual Dillinger tiene grandes dificultades con la identidad social, económica y emocional de una mujer. Finalmente, se adapta, e incluso llega a gustarle el ser mujer. Él, mejor dicho, ella, se casa, tiene hijos, y luego vuelve a una vida de crímenes como una mujer cuya banda está compuesta por sus hijos y sus respectivas golfas. Desarrolla una colorista, aunque violenta, carrera bajo el nombre de Ma Baker, pero finalmente resulta muerta, con sus pistolas llameando en un último aunque fútil gesto de desafío, por los orgánicos.
»Sin embargo, mi especialista en el banco de datos me dice que Ann Sage vivió hasta una edad avanzada, y por supuesto no sufrió ningún cambio de sexo o identidad. Ma Baker nació en el año 1872 d.C, mientras que Dillinger nació el 1903 d.C. Nadie puede llegar a imaginar, excepto usted, por supuesto, que pudieran ser la misma persona. Considero que esto es llevar las licencias artísticas demasiado lejos, ras Repp. Sugiero que ha llevado usted su imaginación a una isla de Todo Fantasía, y recalco lo de Todo.
»Sin embargo, para aquellos que vivieron hace tanto tiempo ese anacronismo histórico, todo esto carece de importancia. En cuyo caso, ¿por qué no saca usted ahora de su tumba a Robin Hood? ¡Aunque supongo que terminaría resultando ser la doncella Marian!
El público pateó y rugió.
—Todas esas repeticiones de un mismo tema, su incapacidad de utilizar una idea distinta, su constante martilleo del problema de la identidad, ¿no ponen en evidencia su inseguridad y sus dudas acerca de su propia identidad? ¿Acaso esa indudable inestabilidad mental no requiere un examen por los médicos del gobierno?
El público era un rugir. Repp se sintió cogido por sorpresa por aquella inesperada exposición de su drama. Mientras debería estar pensando en su respuesta, estaba preguntándose quién de sus colegas podía haber filtrado la información acerca de la película.
Mientras los gritos y abucheos disminuían, decidió que iba a tener que empezar su propia Inquisición el próximo viernes. Fuera de las horas de trabajo, por supuesto. Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era ocuparse de Lundquist.
Se levantó de su silla, se metió los pulgares en el amplio cinturón, y se dirigió con su característico paso bamboleante hacia el «pulpito». De pie, podía mirar a Lundquist desde arriba pese a la posición elevada de la silla de su anfitrión. Lundquist todavía seguía sonriendo, pero parpadeó furioso. No le gustaba tener que alzar los ojos hacia su invitado.
—Caminante, éstas son palabras muy duras, y me alegro de que sonriera mientras las decía. Ahora, si estuviéramos en los viejos días, yo tendría que darle un buen puñetazo en la nariz.
Lundquist y el público jadearon.
—Pero estamos en una época no violenta y civilizada. En el contrato que he firmado para aparecer en este programa, me he comprometido a no demandarle por nada que diga usted acerca de mí. Y usted tampoco puede demandarme a mí. Este es un programa donde no se deja nada en el tintero, se dan patadas en los cojones si es necesario, se arrancan los ojos, se araña, se muerde donde se puede. Verbalmente, por supuesto.
»Así pues, diré que es usted un mentiroso y un retuercepalabras y un doblahechos. De las sesenta películas que he hecho hasta ahora, sólo nueve han tratado el tema del cambio de formas y de roles. Cualquier estúpido puede ver que no estoy colgado ni obsesionado por el problema de la identidad. Cualquier estúpido menos usted, debo admitirlo. En cuanto a su imprudente y maliciosa observación acerca de mi inestabilidad mental, si tuviera algún tornillo suelto, en estos momentos ya le hubiera hecho saltar a mamporros todos los suyos. En cambio, ¿ve lo tranquilo que estoy? ¿Ve esta mano? ¿Acaso está temblando? No tiembla, pero aunque lo hiciera, ¿quién podría culparme por ello?
»Lo que soy realmente, ras Lundquist, es el Bach del drama televisivo. Todo variaciones infinitas de un mismo tema.
—Bach es pomposo —dijo Lundquist, riendo quedamente.
En conjunto, fue un buen programa. Los telespectadores se sintieron encantados con la violencia del diálogo y la amenaza de violencia física. Según el monitor, exactamente 200.300.181 personas vieron el show. Sería vuelto a emitir el próximo viernes, a fin de que aquellos que ahora estaban durmiendo tuvieran la posibilidad de verlo.
Repp caminó con paso alegre por el pasillo, se detuvo unos momentos para decir su nombre a las grabadoras que le tendían sus fans, y luego se dirigió al ascensor. Fue en taxi a su apartamento, tomó un bourbon, y se metió en la cama. A las 11:02 fue despertado por la alarma de la banda del despertador. Tras preparar su muñeco y cambiarse de ropas, se echó el bolso al hombro y bajó al sótano para tomar una bicicleta del parque de vehículos. El aire era más cálido que la noche anterior; otra ola de calor se encaminaba hacia Manhattan. Unas pocas nubes ligeras avanzaban lentamente hacia el este. Las calles estaban casi vacías. Algunos coches orgánicos se cruzaron con él. Sus ocupantes le miraron, pero siguieron su camino. En las aceras había pilas de cubos de unos treinta centímetros de lado, la basura compactada y petrificada sacada por el Cuerpo de Limpieza del Estado del viernes. El Cuerpo del sábado la recogería. Aparte unos pocos e infrecuentes datos, lo único que pasaba de un día al siguiente era la basura. Los cubos tenían varios usos, uno de los cuales era como ladrillos para la construcción. Se decía, con sólo una ligera exageración, que la mitad de las casas de Manhattan estaban hechas de basura. «De modo que, ¿ha cambiado algo?», era la respuesta habitual.
A las 11:20 p.m., Repp se detuvo frente a un edificio de apartamentos en Shimbone Alley. Miró a su alrededor, a la brillantemente iluminada zona, antes de bajar la rampa que conducía al sótano. No deseaba ser visto por los orgánicos entrando en el edificio. Podían pensar que simplemente era un inquilino que llegaba con retraso, pero también acostumbraban a parar a una de cada siete personas que veían a aquellas horas para una rápida comprobación.
No había ningún vehículo a la vista, y no oyó ningún ruido de neumáticos sobre el pavimento. Giró y descendió la bien iluminada rampa hasta el garaje de las bicicletas. Después de colocar la bicicleta en su sitio, se dirigió a la puerta del ascensor, pisando dos veces basura en el suelo.
—¡Maldita gente! —murmuró. Se detuvo y tomó de su bolso el disco-estrella del sábado. Se suponía que no podía abrir la puerta del ascensor hasta pasada la medianoche, pero había hecho alteraciones para ser admitido. Aunque no era un técnico profesional en electrónica, había asistido a los cursos suficientes como para considerarse uno de ellos.
En el momento en que insertaba la punta en el orificio, oyó una voz muy baja a sus espaldas. Se sobresaltó, sacando la punta de la estrella del agujero, y se volvió en redondo.
—¡Jesús, me ha dado un susto de muerte! —exclamó—. ¿De dónde ha salido? ¿Por qué se me ha acercado furtivamente de esta forma?
El hombre hizo un gesto con el pulgar a los cuatro cilindros de emergencia vacíos en un extremo del garaje.
—Lo siento —dijo, con una voz baja y ronca—. Tenía que acercarme lo suficiente como para estar seguro de quién era usted.
Llevaba un tricornio naranja y una túnica púrpura claro decorada con siluetas de tréboles en negro, el uniforme de los patrulleros orgánicos del viernes. Por un segundo, Repp tuvo la impresión de que al fin lo habían cazado. Todo estaba perdido a menos que pudiera alcanzar a tiempo la pistola que tenía en el bolso. El intruso era demasiado fornido para que Repp pudiera soñar en vencerle con las manos desnudas. Iba a tener que dispararle. No tuvo tiempo de pensar en las consecuencias de su acción. Su desesperación se había apoderado de él como si fuera un robot.
Lo que le impidió ir en busca de su arma fue que el hombre estaba solo. Los orgánicos siempre iban en parejas. Así que éste tenía que ser un immer.
—Tan pronto como le haya vuelto el color, le transmitiré el mensaje —dijo el hombre—. Por cierto, fue un show estupendo el que dio usted esta noche. Realmente le cantó las cosas claras a ese maldito hijo de puta snob.
El corazón de Repp estaba empezando a recuperar su ritmo normal, y casi podía volver a respirar con facilidad. Murmuró:
—Si me conoce, ¿por qué ha acudido a mí de una forma tan sigilosa?
—Ya le he dicho que tenía que asegurarme. No lleva usted su traje del oeste.
—¿Cuál es el mensaje?
—Esta noche, a las 10:02 p.m., los orgánicos detectaron y persiguieron a una quebrantadías a la que andaban buscando, Morning Rose Doubleday. Me dijeron que usted sabía de ella. Ras Doubleday huyó y se refugió en una casa que, desgraciadamente, estaba al lado de la casa donde había sido ocultada una mujer llamada Snick, Panthea Snick, después de haber sido petrificada.
»Cuando la mujer, Doubleday, fue cercada en aquella casa, se negó a rendirse. Se suicidó haciendo detonar una minibomba implantada en su cuerpo. La explosión resultante no sólo mató a los orgánicos que la perseguían y a la familia que ocupaba en aquellos momentos la casa, sino que también destruyó dos de los lados del otro edificio.
—¿Por qué no he oído nada de ello? —dijo Repp—. ¿Dónde ocurrió?
—Eso no tiene importancia —dijo el hombre—. Pero fue en la calle 35 Oeste. El mensaje continúa.
»Durante el registro del edificio siniestrado, los orgánicos encontraron el cuerpo petrificado de Snick. Lo despetrificaron, y ella les contó su historia.
El hombre hizo una pausa, y miró a Repp como si esperara que éste dijera algo. Cuando Repp se limitó a agitar la cabeza, prosiguió:
—Supongo que sabrá usted lo que significa todo esto. Yo no. El mensaje continúa. Todos los immers serán o han sido notificados de que Snick constituye de nuevo un grave peligro para nosotros. Su descripción está siendo transmitida. Me dijeron que no era necesario que se la facilitara a usted.
»Todos los immers deben dedicarse a buscar a Panthea Snick. Si puede ser eliminada sin llamar la atención, hay que matarla de inmediato y destruir su cuerpo. El consejo sugiere ponerla en un compactador T-B.
»Si la situación es tal que no pueda ser eliminada al momento, quienquiera que la vea notificará a sus contactos, y ésos irán tras ella. Debe pasar usted este mensaje a todos sus contactos, y describirles a la mujer. Lo hará cada día hasta que se le diga que deje de hacerlo.
El hombre hizo una nueva pausa y dijo:
—Se supone que la misión de Snick era buscar y arrestar a Morning Rose Doubleday. Pero puesto que aún sigue realizando una investigación, es posible que esa suposición no sea la correcta. Es posible que esté llevando a cabo una misión de finalidad múltiple, y que Doubleday sea sólo una de sus misiones. O puede ser que esté buscando a otros miembros de la organización de Doubleday, aunque los orgánicos no han recibido tal informe de Snick. Es decir, los escalones inferiores de los orgánicos no han recibido tal informe o dato. Tiene que haber transmitido sus datos a los funcionarios superiores de hoy, y eso ha dado como resultado el que se le haya concedido el permiso de proseguir con su misión, sea cual sea. Y volverá a transmitir lo mismo a los funcionarios de mañana.
»Si el consejo de mañana averigua algo que pueda afectarle inmediatamente a usted con relación a Snick, será notificado de ello tan pronto como sea posible.
El hombre hablaba como si fuera un receptor-transmisor desgranando su información a la manera orgánica.
—Un dato más antes de terminar el mensaje —dijo—. Tenemos a un funcionario situado muy alto en sábado. Ese funcionario intentará descubrir cuál es exactamente la misión de Snick. Mientras tanto, mantenga usted un perfil bajo. Snick estará viviendo en esta zona. Se trasladará a un apartamento en el edificio Washington Mews.
—Es lógico —dijo Repp—. Ocupa un apartamento en esta zona porque quienquiera que sea al que está buscando se halla en esta zona. O al menos eso cree ella.
—Buena suerte —dijo el hombre. Miró a la basura que había en el suelo a todo su alrededor—, ¿Cómo puede soportar usted esto? —Se volvió y se dirigió hacia la rampa antes de que Repp pudiera responder.
—Gracias, la necesitaré —dijo Repp suavemente a sus espaldas. Se volvió. La puerta del ascensor seguía abierta, aguardándole. Entró en la cabina y pulsó el botón de su piso. Aunque físicamente se estaba elevando, emocionalmente se estaba hundiendo. Wyatt Repp, pensó, había estado cabalgando durante todo el día. Y ahora, poco antes de medianoche, se había caído del caballo. Y había sido una dura caída.
Cuando alcanzó su piso su espíritu se elevó un poco, aunque brevemente. El rostro de Snick había destellado como un meteorito mental a través de sus más negros pensamientos. ¿Por qué se sentía alegre? Porque ella estaba viva. Eso era muy extraño, y necesitaba examinarlo con mayor atención. Especialmente puesto que se suponía que debía matarla si se le presentaba la oportunidad.
Mundo del sábado
VARIEDAD,
segundo mes del año
D5-S1
(Día cinco, semana uno)
22
—¡Ohm-mani-padme-hum!
La profunda voz masculina retumbó en el canto. Charles Arpad Ohm parpadeó ante aquello como si fuera un mosquito revoloteando en torno a su oído.
—¡Ohm-mani-padme-hum!
—¡Cállate! —dijo Charlie, y metió la cabeza debajo de la almohada. La voz le llegó a través de la almohada, débil pero insistente. Era como si un monje tibetano estuviera recitando un ritual para despertar a los muertos, como si él, Charlie Ohm, estuviera enterrado pero no más allá de una posible resurrección.
La voz se detuvo. Charlie, sabiendo lo que iba a venir a continuación, maldijo. La voz femenina que sucedió a la masculina era muy fuerte y estridente, la esencia de la arpía, la regañona, la incordiadora. Era su ex esposa, programada en la banda del despertador por el propio Charlie porque era la única voz que podía hacerle saltar de la cama. Le ponía furioso, elevaba su presión sanguínea y le arrancaba de su deseable pereza. No tan deseable si tenía que llegar a tiempo al trabajo.
—¡Vago perezoso! ¡Basura! ¡Borracho! ¡Libertino! ¡Pingajo asqueroso! Pon en marcha tu culo holgazán! ¡Zopenco engañabobos! ¡Cerdo! ¡Parasito! ¡Cojones de mierda! ¡Sólo hay una cosa que seas capaz de levantar por la mañana y no la quiero! ¡Ve si puedes levantar también todo el resto de tu persona, carcasa empapada en alcohol, y saca ese profanado y arruinado templo que tú llamas tu cuerpo de esa cama! Levántate ahora, o voy a arrojarte encima un chorro de agua fría. ¡Dios sabe que necesitas un baño, pedazo de mugre andante!
—¡Ya basta! —exclamó Charlie, y rodó sobre sí mismo, alzó la almohada, y la arrojó contra la banda del despertador. El burlón rostro de su ex esposa le miró desde ella. Aulló:
—¡Eso! ¡Arrójame cosas, irrazonable facsímil de un facsímil! ¡No eres capaz de acertarle ni siquiera al trasero de un elefante!
Charlie había grabado algunos de los excesos de su ex esposa y había elegido varios de los más selectos, uniéndolos en un conjunto muy poco armonioso. Algún deseo irracional de ser castigado —después de todo, el divorcio había sido en parte culpa suya— había hecho que decidiera someterse cada mañana a aquel terrible aluvión de decibelios.
Charlie se levantó gruñendo de la cama, permaneció unos instantes en pie, temblando ligeramente, y se dirigió con paso inseguro al cuarto de baño. Por el camino, pateó a un lado un arrugado envoltorio de caramelo. Maldijo al ocupante que no lo había echado al receptáculo de la basura. Al pasar junto a la hilera de cilindros, agitó un puño cerrado al rostro en la ventanilla del petrificador del viernes.
—¡Puerco asqueroso!
Al menos Viernes había cambiado la ropa de la cama. Esta vez. En más de una ocasión, Charlie se había tendido en una cama que olía a sudor y, en una ocasión, a vómitos. Pese a ello, no se había quejado a las autoridades. Hacerlo era algo que iba en contra del código no escrito de los zánganos. Pero iba a dejarle un buen e hiriente mensaje a Robert Chang Selassie.
Cuando terminó con el cuarto de baño, se dirigió a la sala de estar. Más allá de la mesa de billar, apoyada de pie contra la pared oriental, se hallaba la hilera de siete cilindros. El único que inspiraba algún pensamiento en Charlie era el ocupante del domingo, Tom Zurvan, que le miraba a través de la ventanilla. Su fiera expresión, su largo pelo y su larga y enmarañada barba le hacían parecer un profeta del Antiguo Testamento, un Jeremías del siglo XIV de la Nueva Era. Charlie lo bendijo irónicamente, seguro de que Zurvan nunca dejaba nada que los otros tuvieran que limpiar. Charlie estaba seguro también de que Zurvan no hubiera aprobado su comportamiento.
La voz de su ex esposa se había detenido, pero volvería a chirriar de nuevo si regresaba a la cama o se dejaba caer en el sofá o en el suelo. Estaba programada para saltar sobre él, si era necesario, hasta que se hubiera tomado su primera taza de café.
Recorrió el pasillo, pasando junto a las bandas que se habían activado automáticamente. Sus voces eran un revoltijo y una babel,
—...sabido hoy que otros veinticinco mil kilómetros cuadrados han sido recuperados del desierto de la cuenca del Amazonas...
—...la mala noticia es que Londres, pese a los enormes esfuerzos, se está hundiendo de nuevo a un ritmo de cinco centímetros por obaño...
—...respondan a la pregunta Número Siete, y ganarán otros cuarenta créditos, completamente autorizados por el gobierno. ¿En qué año, fecha pre-Nueva Era y Nueva Era, se produjo la batalla de Dallas?
—...el antiguo filósofo, Woody Allen, dijo que todos somos mónadas sin ventanas. Hay una cierta discusión entre los historiadores acerca de la exactitud de la lectura de las antiguas grabaciones. Algunos afirman que Allen dijo nómadas, no mónadas. En cuyo caso...
—...un voto por Nuchal Kelly Wang es un voto contra el uso continuado de medicamentos anticonceptivos en nuestra agua potable. ¡Detengamos este obsoleto e injustificado método de control de la población! ¡Tenemos espacio en este gran planeta para mucha más gente! ¡Un voto por Wang es un voto por el futuro! La gente está pidiendo hijos, y sin embargo...
Una banda de recordatorio, una de varias, exhibió que Charlie tenía que someterse a su test de cualificación como votante el próximo sábado.
ESTUDIA, TONTO PEREZOSO. RECUERDA QUE LA ÚLTIMA VEZ FALLASTE EL TEST.
—¿Y qué importa? —gruñó Charlie—. Wang es el único al que votaría, y no tiene ninguna posibilidad.
Una banda de noticias en la cocina le saludó con una visión del Papa Sixto XI en el porche de su bungalow en Roma. Había sido grabada el sábado anterior, durante la designación de Ivan Phumiphon Yeti como cabeza de la Iglesia Católica Romana del sábado. La cámara dio un barrido a la cincuentena o así de fieles congregados en el pequeño patio y pasó al interior de la casa. Ohm se detuvo para observar mientras tomaba un cubo petrificado de cuatro tazas de café de su armario PP. La banda mostró los rostros de los otros seis vicarios de Cristo en sus cilindros en una pequeña habitación. Eran los rostros de unos viejos que tenían una expresión como si hubieran sufrido mucho.
—Sufrir es bueno para el carácter —dijo Ohm, y le dijo a la banda que cambiara a otro canal. No era que no le importara nada de aquello; era que se sentía agitado por sentimientos que no podía manejar en aquellos momentos. Pero la visión de los Trituradores de Manhattan siendo vencidos por 5-4 por los Gallos de Rhode Island no le apaciguó. Había habido un tumulto después de aquel partido de fútbol, al que Charlie se hubiera unido sin pensar de estar en el estadio. Aunque las bandas no habían mostrado los desórdenes (diez heridos graves), Charlie había sabido de ellos vía rumor.
Las grabaciones de los ojos en el cielo debían estar siendo ampliadas y estudiadas por los orgánicos. Tras lo cual, los responsables de los heridos serían rastreados hasta sus casas y arrestados. Los líderes de la enfurecida multitud y los propios heridos serían arrestados también.
Charlie apagó la banda, puso el cubo en un plato hondo, metió éste en el despetrificador, y accionó un conmutador. Luego abrió la puerta, sacó el plato, echó el café molido en un filtro, y conectó la cafetera. Mientras aguardaba, se dirigió a la curvada ventana y contempló Womanway. El cielo era claro. Otro día caluroso. La calle estaba llena de hombres y mujeres con faldellines de brillantes colores, camisas sueltas con amplias gorgueras, y sombreros de ala ancha adornados con flores de plástico o auténticas. Había muchos peatones, la mayoría intentando caminar a la sombra de los enormes robles o palmeras alineados a ambos lados de la calle. Muchos de los ciclistas llevaban grandes ositos de peluche en sus cestos, y muchos transeúntes llevaban también ositos de peluche al brazo. Los rostros de ésos habían sido modificados para parecer medio ursinos, medio parecidos a los de los familiares queridos, esposas, amantes o, para los más narcisistas, los de sus mismos propietarios.
Charlie agitó la cabeza —él se había resistido a la moda—, y se sirvió un gran tazón de café. Se dirigió con paso cansino hacia la mesa y se dejó caer en una silla, derramando un poco del líquido. Mirando taciturno al café, la única forma decente de mirar a aquella temprana hora de la mañana (casi las 10:00), intentó recordar los últimos acontecimientos de la noche anterior. Había llegado a casa más bien tarde, había tenido problemas en insertar la punta del disco-estrella en el agujero, había bebido mucha cerveza, y luego se había dejado caer en la cama.
Y aquí estaba ahora, sin ducharse, sin afeitarse y con resaca. Tenía la impresión como si le hubieran cortado la cabeza y la estuvieran utilizando para jugar a los bolos. Cada pulsación de la sangre a través de su cerebro era una sacudida, y las agujas volaban en todas direcciones, golpeando contra las paredes de su cráneo. ¿Cómo había conseguido aquel dolor de cabeza que nadie, ni siquiera los más terribles pecadores, merecía? Oh, sí... Cuando había acabado su turno en el bar no se había ido a casa, como hubiera debido hacer, sino que se había quedado toda la noche con sus camaradas en la taberna.
¡Nunca más! El grito de arrepentimiento, casi un lamento, brotó incontenible de sus labios. ¡Nunca más! Y se echó hacia atrás en su silla, sorprendido ante la violencia de su voto. En realidad, lo había formulado en voz alta.
Se sirvió más café. ¿Cuál era aquel sueño que tanto lo había trastornado? No podía recordarlo, no más de lo que podía recordar los detalles de la juerga de la noche. Espera. De la oscura bruma estaban surgiendo algunas figuras imprecisas. Intentó aferrarlas, sólo para verlas deslizarse de nuevo hacia la bruma.
No importaba. Bebería un poco más de café, tomaría un desayuno muy ligero, y haría un poco de ejercicio en el gimnasio de la sala de estar. Luego, después de afeitarse y ducharse, tomaría su florete de esgrima y su equipo y bajaría al gimnasio de la manzana. Tras una hora de fuerte ejercicio volvería al apartamento, se ducharía de nuevo, y luego se vestiría para ir al trabajo.
Pensando en vestirse, ¿qué hacía allí sentado, desnudo? Creía que no se había quitado las ropas cuando llegó tambaleante al apartamento. Debía haberlo hecho, aunque resultaba extraño que no las hubiera visto en el suelo. Seguro que se había limitado a dejarlas caer antes de derrumbarse en la cama. Quizás, en algún momento de la noche, se había dirigido al cuarto de baño. Al salir, las había recogido y las había puesto en el armario PP. Incluso los zánganos, sucios e irresponsables, antisociales y descuidados, estaban tan condicionados que hacían automáticamente algunas cosas que iban contra su propia naturaleza.
—Debo cortar con el alcohol —murmuró seriamente Charlie. Se levantó para ir en busca de más café pero se detuvo, con la taza en la mano. La banda en la pared a sus espaldas había zumbado fuertemente. Se volvió, y la vio parpadear naranja. Pronunció las palabras para que cesara el parpadeo, y entonces vio al hombre de pie ante la puerta del apartamento. La banda mostró a un hombre alto y musculoso de unos treinta subaños. Llevaba un sombrero malva con rosas amarillas, una blusa suelta amarilla con puños de encaje y una gorguera verde, y un faldellín a cuadros negros y amarillos. Su bolso de hombro era de piel de cocodrilo, una piel que era desarrollada sintéticamente en una fábrica del Bronx. El oso de peluche que sostenía bajo su brazo era malva. Su rostro se parecía vagamente al de su propietario.
Charlie Ohm dijo:
—¿Qué demonios... —De pronto reconoció al hombre de estrecho rostro zorruno. Durante los últimos subaños, Charlie le había estado sirviendo bebidas, que el hombre anidaba como si fueran pajarillos agonizantes. Tres copas de bourbon, y la noche terminaba para Hetman Janos Amanda Mudge— ...está haciendo aquí?
Le dijo al audio de la banda monitora de la puerta de entrada que se conectara y exclamó, con voz más fuerte de lo necesario:
—¡Espere un momento!
Salió apresuradamente de la cocina, gruñendo cuando cada paso liberaba nuevas punzadas de dolor en su cabeza. Recorrió el estrecho pasillo, cuya luz se encendió apenas entrar en él, e insertó la punta de su disco-estrella en el orificio de debajo de la placa SÁBADO. Unos segundos más tarde, vestido solamente con un faldellín se dirigió con rapidez, haciendo muecas, a la puerta de entrada Hizo una breve pausa junto a ella. ¿Qué estaba haciendo Janos Mudge allí? ¿Acaso él, Charlie Ohm, había insultado a Mudge en algún momento durante la pasada noche, y ahora Mudge acudía a pedir una disculpa? ¿O era Mudge un orgánico y estaba allí para arrestarle por algo que había hecho durante la noche? ¿Algo antisocial? Esta última especulación no parecía probable, puesto que la banda monitora del recibidor mostraba que Mudge estaba solo en el descansillo.
—¿Qué desea? —preguntó Charlie.
La banda mostró un asomo de... ¿exasperación?... en el rostro de Mudge.
—Quiero hablar con usted, Ohm.
—¿Sobre qué?
Mudge miró con el rabillo del ojo a ambos lados del descansillo. El que no hubiera nadie más allí no significaba que no estuviera siendo monitorizado. Podía haber algún zángano espiándole desde la banda de su recibidor.
Mudge rebuscó algo en el bolsillo lateral de su faldellín, y extrajo una pequeña placa cuadrada, delgada y negra. Sujetándola con dos dedos, dijo algo en ella con una voz tan suave que Ohm no pudo oírla. Luego la alzó y la mostró, protegiéndola con una mano. La banda mostró una palabra que parpadeaba naranja sobre un fondo negro.
IMMER.
Tras destellar tres veces, la palabra desapareció.
—¡Oh, Dios! —exclamó Charlie.
23
Entre ver la tarjeta y abrir la puerta, la resaca de Ohm desapareció. No estalló. Implosionó, estalló hacia dentro. Los fragmentos de la resaca, como metralla, abrieron agujeros en la persona de Charlie Ohm, y lo que había sido mantenido fuera penetró en tromba por las rendijas. Había estado «recordando» los acontecimientos de la noche del último sábado, pese a que habían sido vagos. Y la resaca que había estado sufriendo esta mañana era, en cierto sentido, la resaca de una resaca. La resaca original había sido soportada y finalmente se había librado de ella el último domingo, cuando había sido el padre Tom Zurvan. El padre Tom, que nunca bebía alcohol, pero que sin embargo tenía que soportar las secuelas de Charlie Ohm. El padre Tom, que aceptaba el dolor de cabeza como parte del mal karma de su vida anterior.
La resaca había sido hacía cinco días. Sin embargo, cuando él, como Charlie Ohm, había despertado esta mañana, se había encerrado en sí mismo en una especie de capullo. Todos los acontecimientos y peligros que habían pasado sus cuatro yoes predecesores habían sido arrestados, por decirlo así, y metidos en una mazmorra. O petrificados y metidos en los cilindros psíquicos que había en alguna parte en su interior. El petrificado Charlie Ohm, petrificado en más de un sentido, no había recordado nada. No había sido nadie excepto Ohm, el camarero a tiempo parcial en la barra de un bar, el lujurioso, el zángano. Para él, los días transcurridos entre el último sábado y éste habían desaparecido como si él fuera un no-immer, un efímero. Incluso la resaca que en realidad no existía había vuelto a la vida. Era la mano del último sábado estrujándole para exprimir todos los jugos de los demás días.
Aquella repentina revelación fue el primer shock. El segundo fue que, si un immer había acudido hasta allí, era que traía muy malas noticias. Ninguna otra cosa haría que los consejeros enviaran un mensajero.
Mudge entró, miró a su alrededor como si esperara encontrarse en una porqueriza, y pareció sorprendido al descubrir que no. Dijo:
—Vístase, y hágalo rápido. Tenemos que salir de aquí en cinco minutos. Antes, si es posible.
—Los orgánicos..., ¿vienen hacia aquí? —preguntó Ohm. Tragó audiblemente saliva.
—Sí —dijo Mudge—, pero no por usted. Es decir, no específicamente. Se trata de una simple verificación sanitaria.
Ohm se sintió aliviado.
—Oh —dijo—. ¿Entonces...?
—Tengo que conducirle a presencia de... alguien —dijo Mudge—. ¡Apresúrese, hombre!
La urgencia y la autoridad de la voz de Mudge hicieron que Ohm se diera precipitadamente la vuelta y corriera hacia el armario PP. Cuando salió de nuevo, encontró a Mudge de pie frente al petrificador de Zurvan. El hombre se volvió al oírle y pasó revista a Ohm de pies a cabeza.
—De acuerdo —dijo. Pero se volvió de nuevo y señaló al rostro de Zurvan—. ¿Es realmente un muñeco?
—Sí —dijo Ohm. Y luego—: ¿Cómo lo sabe?
—Tengo órdenes de librarme de él si no parece real.
—¿Por qué? ¿Tan mala es la situación?
—Bastante mala, supongo. No sé los detalles, por supuesto. Ni quiero saberlos.
Mudge miró la banda del reloj.
—Bien. Dos minutos antes de lo previsto. ¿Tiene alguna grabación que deba ser borrada? ¿O algo que no desee que encuentren los orgánicos?
—¡Maldita sea, no! —dijo Ohm—. Puede que sea un zángano, pero no soy un estúpido.
Mudge había dado la vuelta tanto a su faldellín como a su sombrero. Ahora llevaba un sombrero marrón con una larga pluma naranja y un faldellín cereza. Rebuscó en su bolso de hombro, que había metido en una bolsa de la compra marrón. Por un segundo, Ohm pensó que iba a sacar una pistola. Casi pudo sentir la sangre brotando de su cabeza. Se agazapó, listo para saltar. Pero Mudge extrajo un sombrero de ala ancha y copa alta con una pluma naranja. Se lo tendió a Ohm.
—También es reversible. Póngaselo.
Ohm se quitó su sombrero y lo arrojó al suelo. Mudge alzó las cejas y miró severamente a Ohm.
—Lo guardaré más tarde —dijo Ohm—. Usted dijo que no teníamos mucho tiempo. Además, si los orgánicos entran, esperarán encontrar un poco de desorden. Entrarán en sospechas si no lo encuentran.
Echaron a andar hacia la puerta. Ohm, un paso detrás de Mudge, preguntó:
—¿Puede decirme algo de lo que ocurre?
—Sí. —Mudge abrió la puerta y salió al descansillo. Cuando Ohm estuvo a su lado, prosiguió en voz baja—: Tenía que decirle esto sólo si usted lo preguntaba. El muñeco de Repp ha sido descubierto. Fue hallado a las doce menos diez de ayer. Viernes, supongo.
—¡Dios mío! ¡Todo está perdido!
—Mantenga baja la voz —advirtió Mudge—. Y actúe de forma natural, ocurra lo que ocurra. No más preguntas.
—¿Está Snick detrás de todo esto?
—Dije... no más preguntas.
Avanzaban por el descansillo cuando una puerta, tres apartamentos más allá, se abrió, y una pareja terriblemente borracha, un hombre y una mujer, salieron tambaleándose. Mudge procuró mantenerse apartado de ellos, como si temiera ensuciarse si se acercaba demasiado.
—Hey, Charlie —dijo el hombre—. Nos veremos en el Isobar.
—Quizá —dijo Ohm—. Tengo que resolver algunos asuntos personales urgentes. No sé si podré llegar a la hora al trabajo.
—Beberemos por tu felicidad y tu éxito —dijo la mujer.
—Sí, hacedlo.
Cuando entraron en la cabina del ascensor, Charlie dijo:
—Sé que no quiere usted que haga preguntas. Pero, ¿voy a poder ir a trabajar? Si no, ¿qué excusa daré?
—Supongo que alguien se ocupará de ello.
—Bien, quizá por aquel entonces ya no sea importante.
Mudge le miró y dijo:
—Será mejor que se controle, amigo. Jesús, no actúa usted como un immer.
Justo antes de que el ascensor se detuviera, Mudge, incapaz de controlar su curiosidad e ignorando su propia orden, preguntó:
—¿Cómo demonios puede un immer vivir aquí?
—Nada de preguntas, recuerde.
¿Cómo podía decirle que había tenido que construir, no, desarrollar, una personalidad distinta para cada día? ¿Y que cada una de ellas estaba basada en ciertos elementos básicos de su carácter que habían coexistido, aunque no armónicamente, cuando había sido solamente Jeff Caird? Había sido conservador y liberal, puritano y carnal, no religioso y buscador de la fe, autoritario y rebelde, remilgado y desaliñado. A partir de los distintos elementos conflictivos de su carácter, había ido desarrollando siete personalidades distintas. Así, había sido capaz de hacer muchas cosas que se hubiera tenido que negar a sí mismo si sólo hubiera vivido un día. Gracias a lo cual cada hombre había tenido la oportunidad de ser lo que deseaba ser. Con Charlie Ohm, sin embargo, tal vez, probablemente, había ido un poco demasiado lejos.
En el momento en que entraban en el garaje subterráneo, en su cabeza llameó el sueño que había estado intentando recordar. Los había visto a todos siete en el Central Park, cabalgando en la bruma. Habían surgido de la nada desde distintas direcciones, y habían tirado de las riendas de sus caballos hasta que los cuartos traseros de los animales formaron una estrella de siete puntas. O un ramillete de carne de caballo.
Jeff Caird había dicho:
—¿Qué estamos haciendo en este sendero nupcial?
El padre Tom Zurvan había dicho:
—Casarnos, por supuesto.
Charlie Ohm se había echado a reír huecamente y había dicho:
—Más bien actuamos como si nos hubiéramos divorciado. Primero el divorcio, luego el matrimonio. ¡Seguro!
Jim Dunski había sacado una espada de alguna parte, la había alzado y había exclamado:
—¡Todos para uno y uno para todos!
—¡Los siete mosqueteros! —había gritado Bob Tingle.
—¡Que gane el mejor! —había dicho Will Isharashvili.
—¡Y que el diablo se lleve al último! —había coreado Charlie Ohm.
Entonces habían callado todos, porque habían oído el clop-clop de los cascos de un caballo acercándose en la bruma. Aguardaron porque no sabían de quién se trataba, y de la bruma surgió finalmente la figura de un hombre gigantesco montado en un caballo gigantesco. Entonces el sueño había terminado.
Ohm no tuvo tiempo de sondear su significado. Fue arrastrado por Mudge al exterior del edificio, y echaron a andar por la acera. Caminaron rápidamente junto a una plazoleta llena de niños que jugaban entre gritos y algunos adultos. Ohm no tenía la menor duda de que alguno de los niños no tenía identificación y que no había sido registrado en el banco de datos. Mudge miró su reloj de pulsera y murmuró:
—Todavía falta un minuto. —Ohm ojeó a su alrededor y no pudo ver ningún signo de orgánicos. Pero cuando salieron al bulevar Womanway, vio a treinta hombres y mujeres, todos con ropas civiles, de pie junto a varios coches. El que no llevaran ninguna señal distintiva significaba que eran orgánicos. ¿Cuándo aprenderían los orgánicos que todo el mundo sabía eso?
Debía haber otros orgánicos reunidos en otros puntos en torno al edificio.
Necesitaba una copa, pensó.
Pero eso es lo último que necesitas precisamente ahora, dijo alguien.
De todos modos, mientras caminaban hacia el norte a lo largo de Womanway y pasaban junto al enorme y oscuro ventanal del Isobar, sintió como si algún giroscopio en su interior le atrajera hacia la entrada. Inclinándole hacia el camino de menor resistencia y el hábito difícil de cambiar.
Estaba sudando, aunque eso podía atribuirse fácilmente al calor. Lo que no podía atribuirse en absoluto al calor era la sequedad en su boca. ¿Qué estaban haciendo los orgánicos de hoy acerca del descubrimiento del muñeco de Repp? El primer turno debía haber leído el informe dejado por el último turno del viernes. Los orgánicos emprenderían inmediatamente alguna acción respecto a un asunto tan serio. ¿Qué acción? No iba a saberlo hasta que llegara a su desconocido destino.
Sentía el peso de la pistola en su bolso de hombro. Aunque había entrado completamente en su personalidad de hoy, había transferido automáticamente el arma al bolso de Ohm. Su presencia le tranquilizó, aunque no mucho. Si Mudge tenía algo malo en mente para él le hubiera quitado la pistola del bolso. Pero Mudge no sabía mucho acerca de él, y quien fuera que le había enviado no debía haberle ordenado que desarmara a Ohm. Eso hubiera advertido a Ohm de que los consejeros no deseaban simplemente hablar con él.
Estoy volviéndome realmente suspicaz, se dijo a sí mismo. De todos modos, tengo buenas razones para ello. Puedo ser un peligro muy grande para la familia.
—No salga de debajo de los árboles —dijo Mudge—. Permanezca alejado de las zonas despejadas.
Charlie había estado a punto de salir a la luz del sol entre los robles a lo largo del bordillo y los edificios del lado este de la acera. Murmuró:
—Lo siento.
Finalmente, sin embargo, tendrían que abandonar el techo de hojas y aventurarse allá donde los ojos en el cielo podrían verles. Ésos registrarían que dos hombres con sombreros y faldellines de tal y tal color se habían metido al amparo de los árboles en tal y tal punto y habían emergido en tal y tal otro punto. Eso no significaría nada, por supuesto, a menos que los orgánicos tuvieran alguna razón para seguir a los dos hombres.
Mudge se detuvo cuando llegaron a la esquina de Womanway y Waverly Place. Miró a su alrededor —para qué, Ohm fue incapaz de decirlo—, y luego dijo:
—Espere un minuto, luego sígame. —Ohm le vio sacar un corto bastón envuelto en plástico de su bolso. Apretó su extremo, y se extendió un parasol. Manteniéndolo sobre su cabeza, Mudge cruzó la acera y se metió en la tienda de alimentación de la esquina. Mudge hubiera debido traer un parasol lo suficientemente grande como para escudarles a los dos, pensó. Así, si escapaban de una visión angular del ojo en el cielo, la visión vertical registraría solamente un parasol bajo el que caminaban uno o dos hombres o mujeres o una pareja.
Por supuesto, si los orgánicos examinaban atentamente la grabación, observarían que el parasol había emergido de la protección de los árboles, mientras que ningún parasol había entrado en ella. Pero no, no podrían estar seguros. Al menos una docena de personas con parasoles se habían metido bajo las ramas o iban de un lado para otro por los alrededores. Cuatro de aquellos parasoles eran del mismo color amarillo que el de Mudge. Como también lo era el parasol doblado que una mujer que pasaba casualmente por su lado puso repentinamente en la mano de Ohm, alejándose luego como si no tuviera nada que ver con él. Ella también llevaba un parasol amarillo sobre su cabeza.
Charlie desplegó el parasol y echó a andar hacia la tienda, pero tuvo que detenerse cuando un hombre se plantó delante de él. El hombre le tendió a Ohm su oso de peluche.
—¡Tómelo! —dijo, y se alejó a paso vivo. Se detuvo sin embargo a unos pocos pasos de distancia y se reclinó contra un poste de bandas de noticias. Charlie observó que el hombre llevaba un sombrero y un faldellín de la misma forma y color que el suyo. Un hombre de su estatura y corpulencia y con ropas similares, sin un oso de peluche en sus brazos, saldría de debajo de la protección de las hojas en algún lugar. A menos que los orgánicos analizaran con ordenador su forma de andar, pensarían que era el mismo que se había metido bajo las hojas en otra parte.
En dos minutos había visto más immers que en cualquier otra ocasión.
Charlie Ohm entró en la tienda y dobló el parasol. Mudge, de pie cerca de la parte de atrás de la tienda, se volvió, le hizo una seña y entró en los servicios. Además del propio Mudge, había cinco hombres y dos mujeres allí. Un hombre de estatura mediana y enormes hombros tendió a Mudge y Ohm una bola de ropa de plástico. Se apresuró a salir de los servicios. Mudge dijo suavemente:
—Métase en uno de los wáteres y cámbiese.
Unos minutos más tarde, Mudge y Ohm salían de la tienda. Mudge llevaba un sombrero escarlata de ala ancha y un faldellín verde. Ohm, unos pocos pasos detrás de Mudge, llevaba un sombrero negro de estilo español con plumas carmesíes y un faldellín verde. Siguió a Mudge hasta la escalera mecánica del puente para peatones que cruzaba Womanway, atravesó el puente, y descendió por la escalera mecánica del otro lado a Waverly Place. Caminaron hacia el oeste hasta llegar a la Quinta Avenida, donde giraron al norte. Ohm escrutó Washington Square, que quedaba a su izquierda, pero no vio a Yankev Gril. El hombre podía estar jugando al ajedrez en alguna otra parte más al interior de la plaza. O podía haberse quedado en casa a causa del calor. Lo más probable era que hubiera sido atrapado por los orgánicos. Ohm sintió curiosidad hacia los motivos del hombre por convertirse en un quebrantadías, aunque no tanta curiosidad como podría haber sentido Jeff Caird.
Mudge cruzó el puente frente al edificio cuadrado llamado las Cocheras de Washington (las cocheras habían desaparecido hacía mucho tiempo). Ohm le siguió hasta el lado oeste de la Quinta.
Mientras lo hacía, recordó que Panthea Snick tenía ahora un apartamento en el edificio de las Cocheras. Debía estar por aquella zona en estos momentos, buscándole. Quizá. Los orgánicos del viernes podían haber tenido tiempo de pasar la identificación de Repp por el banco de datos y luego haber transmitido lo que hubieran averiguado al sábado. Si viernes no lo había hecho, sábado probablemente sí lo haría.
Lo cual significaba una de dos acciones. Una, los orgánicos del sábado estarían buscando a un quebrantadías parecido a él, un quebrantadías vulgar que había escapado de la norma. O dos, podían haber intentado comparar la identificación de Repp con todas las identificaciones similares de los demás días. Podía producirse un cierto retraso antes de que los orgánicos obtuvieran el permiso del Consejo Superorgánico de Norteamérica del sábado. Pero habían tenido tiempo suficiente. La jauría podía saberlo ya todo, y estar en estos momentos tras su rastro.
Si había ocurrido esto último, ¿qué podía hacer él? ¿Qué había planeado para él el consejo immer?
Mudge caminó hacia el norte por la Quinta, manteniéndose bajo los árboles. Ohm le siguió a unos pocos pasos, luego se detuvo. El edificio a su izquierda era uno de los más antiguos, construido antes de la locura naval. Albergaba, el sábado al menos, a los judíos ortodoxos, que utilizaban el gimnasio del edificio como sinagoga, adorando a su dios entre el olor de calcetines y camisas sudadas. Un hombre estaba contemplando la calle desde una ventana del segundo piso. Yankev Gril.
El recio y agraciado rostro apareció sólo por un minuto. Su expresión cambió sutilmente, pero Ohm fue incapaz de descifrarla. ¿Había sido un súbito pero reprimido reconocimiento? ¿No de Charlie Ohm sino de Jim Dunski, que había estado de pie durante un rato junto a su mesa en Washington Square y había observado a Gril jugar al ajedrez? ¿O simplemente tenía la sospecha de que Ohm era un orgánico que estaba buscándole?
Fuera lo que fuese, Gril estaba corriendo un auténtico riesgo con el solo hecho de permanecer en aquel edificio. Sería uno de los primeros lugares que registrarían los orgánicos. De todos modos, Gril debía haberse trasladado a él después del registro. O tal vez sólo estuviera de visita, quizá para tomar parte en alguna ceremonia religiosa.
Bob Tingle, el especialista en banco de datos, había comprobado que sólo había aproximadamente medio millón de judíos ortodoxos y dos millones de reformados en todos los siete días. El resto había sido absorbido, su identidad se había fundido con la de la sociedad gentil. El propio Ohm tenía una bisabuela judía, aunque era judía sólo por cortesía. Nunca había practicado la religión.
El gobierno no tenía ninguna política oficial pública contra los judíos. Profesaba la tolerancia hacia todas las religiones, pero practicaba una sutil forma de persecución contra los judíos. Iba contra la ley que los padres arreglaran los matrimonios de sus hijos o utilizaran cualquier tipo de coerción para asegurarse de que sus hijos se casaban dentro de la fe. Puesto que también estaba prohibido que cualquier grupo proclamara su superioridad sobre cualquier otro grupo por razones religiosas, los judíos tenían prohibido afirmar de palabra o por escrito que eran «los elegidos de Dios». Eso hubiera sido antisocial y no igualitario. Los hombres ortodoxos también tenían que borrar de sus plegarias matutinas su agradecimiento a Dios por no haber nacido mujeres. Esa actitud era aún más antisocial y no igualitaria.
Todos los escritos sagrados o reverenciados de los judíos sólo se hallaban legalmente disponibles en forma de grabaciones. Ésas habían sido censuradas, aunque no fuertemente, y se les había añadido comentarios de los funcionarios de la Oficina de Libertad Religiosa.
Por las mismas razones, los cristianos tenían prohibido afirmar que Jesús era el Hijo de Dios excepto en el sentido de que todos los Homo sapiens eran hijos de Dios. El cual, afirmaba taxativamente el gobierno, no existía. El Nuevo Testamento estaba también ligeramente censurado y abundantemente anotado por la oficina.
24
La Torre de la Evolución, con sus trece plantas, parecía un sacacorchos. El brillante enroscado verde de su exterior se suponía que sugería la espiral de la vida hacia la evolución superior. En su parte superior había las estatuas de un hombre y una mujer sujetando un bebé por encima de sus cabezas. El bebé tenía las manos alzadas, como si intentara aferrar algo en el cielo.
Charlie Ohm siguió a Mudge al enorme y bien iluminado vestíbulo, y se puso en la fila unas cuantas personas más atrás que él. Mientras aguardaba, contempló el perímetro exterior del vestíbulo circular. A través de las paredes de plástico podía ver el hirviente líquido de denso aspecto y las imágenes holográficas de las nubes de tormenta con los rayos golpeando las aguas. Aquello era una representación del caldo primigenio, los océanos de la Tierra, hacía miles de millones de años. Aquí, decían las numerosas bandas, era donde se había iniciado la vida, concebida en un violento apareamiento con los relámpagos y nacida de los compuestos del carbono que flotaban en el denso «caldo». Las primeras formas de vida, muy básicas, por supuesto, habían surgido a partir de aquella simple pero espléndida violación.
Charlie no tenía la menor idea de por qué Mudge se había puesto en la fila de visitantes, pero suponía que Mudge sabía lo que estaba haciendo. Sin embargo, avanzaban rápidamente, y se alegró de ello. Turistas de todo el mundo llenaban el vestíbulo, y las voces eran, si no ensordecedoras, sí al menos irritantes.
Charlie llegó finalmente a la máquina de créditos instalada sobre una columna baja a la entrada de un pasillo formado por postes unidos con cadenas. Insertó la punta de su disco-estrella de identificación en el agujero, vio el display: ACEPTADO, y pasó al pasillo. Vio a Mudge dirigirse hacia los ascensores y subir a pie por la escalera que había a su lado y que conducía hasta el primer piso. Empujado por un hombre delante y una mujer detrás, un contacto que Charlie tenía que soportar, avanzó lentamente escaleras arriba. En la parte superior encontró a Mudge esperándole.
Charlie echó una ojeada al enorme y en su mayor parte hueco interior que se elevaba doce pisos hasta arriba. Había visto todo aquello al menos una docena de veces, pero seguía sintiéndose en cierto modo maravillado. La exposición estaba instalada en altos y amplios nichos en la pared, en un firme orden ascendente. Los visitantes viajaban en una curvada escalera mecánica de caracol que ascendía junto a las paredes, pasando por delante de los paisajes marinos y terrestres con las imágenes de peces, pájaros, insectos, animales y plantas adecuadas a cada época geológica en particular. De pie en la escalera mecánica, subiendo más y más, los visitantes viajaban desde la época precámbrica (plantas y animales con tejidos blandos) hasta la cámbrica (las criaturas oceánicas sin espina dorsal del primer estadio de la era paleozoica). Luego, subiendo diagonalmente, pasaban el ordovícico (los primeros peces primitivos). Proseguían a través de las épocas mesozoica y cenozoica, murmurando ohs y ahs ante los dinosaurios robots animados de tamaño natural, y terminaban cerca de la cima, donde el Homo sapiens de la Nueva Era constituía el protagonista de la exhibición. De allí salían a una plataforma desde donde tomaban los ascensores que los bajarían de nuevo hasta el vestíbulo. A lo largo del camino en espiral, podían pararse de tanto en tanto en plataformas de descanso a un lado de los paneles de exhibición para examinar más detenidamente las curiosidades.
Mudge no subió a la escalera mecánica. Giró hacia un lado y se metió por una puerta a una sala auxiliar. Al pasar junto a los dos hombres estacionados allí, Mudge les hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Debía ser una señal para permitir que Ohm entrara también. La sala no tenía más de tres metros de largo, y terminaba en una amplia banda que desplegaba un montaje de algunas de las formas de vida de los niveles superiores. Mudge dijo algo antes de que Ohm se le hubiera acercado lo suficiente como para poder oírle. Ohm se sobresaltó ligeramente cuando la banda delante de él se deslizó hacia arriba, metiéndose en una ranura en el techo, y una banda que ocupaba toda la anchura de la pared se deslizó hacia abajo tras él desde otra ranura en el techo. Por un momento, los dos se hallaron en una caja de un metro de anchura.
Mudge cruzó la entrada, que había permanecido oculta por la banda en la pared, a una cabina de ascensor. Se volvió e hizo seña a Ohm de que le siguiera. Ohm entró también. Mudge dijo:
—Arriba.
Las puertas se cerraron, y la cabina se elevó con rapidez. Evidentemente, puesto que no había ningún display de los números de los pisos, el ascensor sólo conducía a un único piso. Cuando se detuvo, Mudge estaba detrás de Ohm, y le empujó ligeramente para que saliera. A Charlie no le gustó en absoluto que Mudge, que durante casi todo el camino había permanecido delante de él, estuviera ahora a sus espaldas. Pero no podía hacer nada al respecto, y no estaba seguro de que el otro tuviera alguna razón para intentar hacer algo.
Salieron, cara al sur, a una habitación amplia pero de techo bajo con una serie de bandas desactivadas en la pared y una gruesa moqueta verde de lujosa apariencia. Mudge le dijo que avanzara. Charlie se dirigió hacia la única puerta, que conducía al oeste. Allá había un pasillo curvo de unos tres metros de ancho con otra gruesa moqueta y las pantallas de las bandas apagadas. Mientras lo recorrían, Charlie Ohm vio que había puertas cerradas a su derecha. Dudó que tuvieran inquilinos. Quienquiera que fuese que vivía allí tenía gran número de habitaciones extra y, en consecuencia, tenía que ser una persona muy importante.
Se detuvieron, al final de unos curvados cien metros, delante de una amplia puerta. Mudge insertó una punta de su identificación en el orificio del código. Al cabo de unos segundos una voz dijo que entrara. Mudge se situó de nuevo detrás de Ohm y le indicó que pasara. Charlie se halló en una amplia antesala con abundancia de sillones y sofás de aspecto confortable. Obviamente, tenía que dirigirse a la siguiente habitación. Abrió la puerta de ésta y penetró en una estancia enorme. Sus ventanas le proporcionaban una espléndida vista del río Hudson y del bosque que cubría la parte de Nueva Jersey que podía ver. Había gran cantidad de mobiliario, aunque no demasiado para aquella habitación. En la pared, espaciadas entre las bandas activadas, había pinturas a la antigua manera china. Ohm se preguntó si serían originales o copias. Los muebles y demás complementos eran evidentemente chinos. Uno de los objetos de arte que llamó su atención fue un gran Buda de bronce en un nicho.
El hombre sentado en una silla al extremo de la habitación, cerca de la ventana, llevaba un pijama escarlata, zapatillas y una bata verde. Era grueso y de piel oscura y tenía prominentes pliegues epicánticos. Su nariz era amplia y ganchuda; sus cejas, densas; su barbilla, masiva. Su rostro le pareció familiar a Ohm, pero no fue hasta que se halló a un metro escaso de él que se dio cuenta realmente del porqué. Reduce los pliegues epicánticos a la mitad. Cambia los ojos azules a marrones. Se parecería mucho a Jeff Caird..., al padre Tom Zurvan..., a él mismo.
Mudge dijo:
—Puede pararse aquí. —Dando a entender: «Debe pararse.» Ohm obedeció, y Mudge dijo—: Yo me haré cargo de su bolso.
Reluctante, Ohm se lo tendió. Quiso ver exactamente dónde lo dejaba Mudge, pero el otro hombre se levantó de la silla e hizo una ligera inclinación, estrechándose las manos. Aquél era el saludo del martes, lo cual significaba que aquel hombre podía ser ciudadano de ese día. O podía significar que le estaba indicando que conocía la personalidad primaria de Ohm. O ambas cosas.
El hombre sonrió y dijo:
—Bienvenido, nieto.
Ohm le miró, sintió que la sangre resonaba en su cabeza y dijo:
—¿Nieto?
—También mi tataranieto en tus líneas paterna y materna.
Aunque impresionado, Ohm se recuperó rápidamente. Consciente de que no había devuelto el saludo formal, se estrechó las manos y dijo:
—Tiene usted ventaja sobre mí.
Aquello no era completamente cierto. Sólo un hombre en el mundo podía ser su tatarabuelo y seguir con vida. Pero estaba muerto.
Eso era lo que decían las estadísticas vitales registradas en el Banco de Datos Mundial. Sin embargo, ¿quién mejor que Ohm sabía que el banco de datos contenía muchas mentiras?
—¿Ventaja? —dijo el hombre. Hizo un gesto a Ohm para que se sentara. Ohm, como correspondía, aguardó hasta que el viejo se hubo sentado primero. Antes de tomar la silla ofrecida, miró a su alrededor. Mudge estaba de pie junto a una mesa a tres metros a sus espaldas. Su bolso de hombro se hallaba sobre la mesa, pero sin abrir. Mudge, por supuesto, sabía por su peso que contenía un arma.
Ohm escrutó también las bandas, cada una de las cuales desplegaba alguna de las exhibiciones de la torre. Se sentó, miró fijamente a los ojos del hombre y dijo:
—De acuerdo, ninguna ventaja. Me tomó usted por sorpresa, lo admito. No tenía la menor idea..., a todos nos dijeron que el fundador había resultado muerto en un accidente de laboratorio.
—Hecho pedazos —dijo el hombre—. Pero no resultó difícil desarrollar una nueva piel y órganos y huesos de mis propias células, incluso manos, que tenían, por supuesto, mis huellas dactilares, y un globo ocular que no resultó destruido por la explosión. Todo mediante diseño, por supuesto. Hubo gran cantidad de por supuestos.
—Sus íntimos se preguntaban por qué parecía usted tan joven —dijo Ohm—. Finalmente tenía que morir, al menos aparentemente, y luego adoptar una nueva identidad.
Gilbert Ching Immerman asintió y dijo:
—Mi residencia permanente no se halla en este país. No te hará ningún daño saberlo. Puedes saber incluso que el sábado no es mi día oficial de ciudadanía. He volado hasta aquí para arreglar todo este lío.
Fuera cual fuese el nombre de Immerman ahora, era el de un funcionario de muy alto rango, pensó Ohm. Probablemente fuera un consejero mundial. Sólo un hombre de ese rango e influencia podía tener un apartamento personal —y tan grande además— que usara sólo raramente. Y sólo un funcionario de muy alta posición podía quebrantar los días a su antojo. Ohm se preguntó cuál sería su historia-pantalla. No era que tuviese mucha importancia. Lo que importaba era por qué estaba Immerman allí.
—Abuelo —dijo Ohm. Hizo una pausa—. ¿Puedo llamarle abuelo?
—Me gusta que lo hagas —dijo Immerman—. Nadie lo ha hecho nunca. Tuve que negarme a mí mismo el placer de la compañía de mis nietos. Pero, por supuesto, tampoco me vi implicado con los a veces dolorosos e inquietantes problemas que vienen con las alegrías de los nietos. Sí, puedes llamarme abuelo.
Se detuvo, sonrió.
—¿Pero cómo debo llamarte yo a ti?
—¿Qué...? —dijo Ohm—. ¡Oh! Entiendo, Hoy es sábado, Llámame Charlie, por favor.
Immerman agitó ligeramente la cabeza, luego hizo un gesto. Mudge apareció al lado de Ohm y dijo:
—¿Sí, señor?
—Tráenos un poco de té. Es probable que nuestro invitado también tenga hambre. ¿Te gustaría comer algo, Charlie?
—Algunas galletas de proteínas irían bien —dijo Ohm—, Tomé un desayuno muy ligero.
—Imaginé que así sería —dijo Immerman—. Teniendo en cuenta la vida que llevas..., hoy, por supuesto. Eres sorprendente, Charlie. No es que seas el único quebrantadías sancionado como tal por el consejo immer. Pero sí eres único en tus papeles. Y en la intensidad con la que adoptaste esos papeles..., personalidades, mejor dicho. Creo que te conviertes realmente en un nuevo hombre cada día. Admirable, en algunos aspectos. En otros, peligroso.
Ahí viene, pensó Ohm. Estamos llegando a la razón por la que estoy aquí. Esto no es una reunión familiar.
—¿Puedo caminar un poco mientras aguardamos el té y las galletas? —dijo—. Hoy no he hecho mis ejercicios habituales. Me siento tenso y torpe. Puedo pensar mejor con los músculos sueltos y la sangre fluyendo libremente.
—Eres libre de hacer lo que quieras.
Sintiéndose algo cohibido, Charlie se puso en pie y caminó arriba y abajo por la habitación. Se detuvo en la entrada, se dio la vuelta, y regresó hasta menos de un metro de Immerman antes de dar de nuevo la vuelta. El viejo —¡viejo, no parecía tener ni cinco años más que su nieto!— permanecía sentado con las manos cruzadas, observándole. Sonreía muy débilmente. Mientras Charlie caminaba arriba y abajo, vio un enorme gato siamés de sedosa piel entrar por una puerta. Se detuvo, miró intensamente con unos enormes ojos azules a Ohm, luego trotó hasta Immerman y saltó a su regazo. Se enroscó allí mientras Immerman lo acariciaba suavemente.
—Ming es mi primer y mi único animal de compañía —dijo suavemente Immerman—. Ming el Desalmado. Dudo que conozcas la referencia. Es casi tan viejo como yo. En obaños, quiero decir. De tanto en tanto, lo petrifico.
Charlie apartó los ojos de las bandas en la pared, aunque había visto algo en una de ellas que lo había sobresaltado. Dijo:
—Pese a ello, Ming tiene que haber tomado el elixir para que viva tanto tiempo. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Immerman—. Sólo que... no es un elixir. Es una forma biológica, una genuina forma de vida, aunque de origen artificial. Elimina las placas de las arterias y hace muchas otras cosas. También suprime parcialmente el agente del envejecimiento inherente en nuestras células. No sé cómo lo hace, aunque he intentado descubrirlo desde hace mucho tiempo.
Ohm no se sentía complacido con las confidencia. Podían implicar que a su abuelo no le importaba lo que averiguara su nieto.
Charlie Ohm no iba a poder pasar la información. ¿Pero podía un hombre ser tan objetivo, tan duro de corazón, que deseara liberarse —a él y a la familia— de su propia carne y sangre? La respuesta era, por supuesto, sí. La familia immer había sobrevivido durante tanto tiempo porque sus líderes habían sido objetivos y lógicos. Tal vez a Immerman le doliera tener que librarse de su propio nieto, pero lo haría si tenía que hacerlo. La familia estaba primero; los individuos iban detrás.
—Me había preguntado acerca de eso —dijo Charlie. Un pequeño agujero en la oscuridad dentro de su cerebro pareció abrirse. Una pequeña luz brilló brevemente a su través. ¿Wyatt Repp? Repp parecía estar diciéndole algo. Entonces lo supo, y habló en voz alta antes de que el conocimiento se desvaneciera de vuelta a la oscuridad—. Ming el Desalmado —dijo—. Era un personaje, el villano principal de una antigua historieta y serie de televisión. Flash Gordon. Ése era el nombre del héroe de la serie.
Immerman pareció ligeramente sorprendido, luego sonrió.
—Tuvo su origen en el siglo XX a.C. No sabía que nadie lo supiera, excepto unos poco eruditos. Te he subestimado, nieto.
—No soy sólo Charlie Ohm, un camarero de barra de bar, un zángano y un borracho.
—Lo sé.
—Creo que lo sabe todo respecto a mí —dijo Charlie—. Espero que me conozca lo suficiente, que me comprenda lo suficiente, quiero decir, como para saber que no constituyo ningún peligro para usted..., para los immers.
Immerman sonrió como si se sintiera genuinamente complacido.
—Entonces te das cuenta de por qué has sido convocado aquí. Bien.
Quizá no tan bien para mí, pensó Ohm.
Fue a decir algo, pero un rostro en una de las bandas de la pared pareció agrandarse, expandirse, y avanzar hasta ocupar toda su mente. Tembló. Aquel rostro no podía estar allí. Apartó la vista, pero su cabeza volvió a girar como si estuviera dominada por una máquina. Sí. Estaba.
La pantalla mostraba un amplio nicho cerca de la parte superior de la torre, el tercero contando desde el final. Contenía figuras del pasado, TIPOS EXTINTOS DE HOMO SAPIENS. El rostro que había atraído su atención en su rápido examen, que lo había atrapado del mismo modo que un tocón en aguas poco profundas atrapa el fondo de un bote (y amenaza con rasgar sus entrañas) pertenecía a una figura en un grupo del siglo XVII. Este grupo, pensó, representaba al rey y a la reina y su corte. Podía tratarse, a juzgar por los trajes, del período de los Tres Mosqueteros. El rey podía ser Luís XIII; la reina, Ana de Austria. La figura de rostro zorruno y vestido con el atuendo rojo de cardenal debía ser Richelieu.
Ohm luchó por dejar de temblar. Utilizó una de las técnicas que le habían dado resultado muchas veces. Visualizó el rey y la reina y la corte y el rostro que le había alarmado sólo como uno más entre muchos. Hizo que la escena se encogiera, la convirtió en una bola, y la lanzó fuera de su mente a través de la parte superior de su cabeza.
No funcionó. No podía impedir el seguir mirando al rostro de reojo.
Intentando sonreír como si estuviera pensando en algo agradable, volvió a la silla y se sentó. La escena estaba a sus espaldas. No podía verla a menos que girara mucho la cabeza hacia la derecha, y no pensaba hacerlo. Immerman sabría que había visto el rostro.
25
—Todo esto es interesante —dijo con voz firme—. Quiero decir..., es desconcertante. ¿Por qué la forma de vida que frena el envejecimiento no aparece en las pruebas sanguíneas?
Hasta aquel momento el tema no le había importado en absoluto. Pero tenía que mantener un poco la conversación antes de dirigirse directamente al tema cuyo solo pensamiento hacía martillear su corazón.
—Hiberna —dijo Immerman—.En realidad, un solo organismo duerme, podríamos decir, en un vaso sanguíneo, pegado a la pared. Luego, a intervalos programados, se fisiona, y los millones de células resultantes hacen su trabajo. Luego todas mueren excepto una, hasta que llega el momento de fisionarse de nuevo. Las posibilidades estadísticas de que sea efectuada una prueba sanguínea en el momento en que la forma de vida es populosa son muy pequeñas. Pero la forma ha sido detectada cuatro veces. Ha sido registrada en las grabaciones médicas como un fenómeno desconcertante y al parecer no patológico.
Mudge entró con el té y las galletas. Cuando hubo regresado junto a la mesa donde se hallaba el bolso de Ohm, Immerman dio un sorbo a su té.
—Muy bueno —dijo—. Aunque supongo que hubieras preferido un poco de licor.
—Normalmente sí —dijo fríamente Ohm—. Pero en estos momentos no soy completamente yo mismo. La impresión...
Immerman miró a Ohm por encima del borde de su taza.
—No eres tú mismo. ¿Quién eres, entonces?
—No estoy teniendo problemas con mi identidad.
—Espero que no. Ha habido informes de que estabas mostrando signos de inestabilidad mental.
—¡Eso son mentiras! —exclamó Ohm—. ¿Quién ha informado de eso? ¿El hombre que deseaba asesinar a Snick?
—No importa. No creo que seas mentalmente inestable. No más que la mayoría de la gente. Por cierto, hay que felicitarte por la forma como manejaste el asunto Castor. Sin embargo...
Immerman dio otro sorbo a su té. Ohm dijo:
—¿Sí? —y se llevó su taza a los labios. Se alegró de que su mano se mantuviera firme.
Immerman depositó la taza y dijo:
—La mujer..., Snick..., nos hemos ocupado de ella.
Ohm esperó que el repentino estremecimiento que recorrió la parte superior de su cuerpo fuera lo suficiente leve como para pasar desapercibido. Aquellos ojos azules parecían estar buscando alguna reacción a la noticia.
Forzó una sonrisa y dijo:
—Snick. ¿Ya?
—A primera hora de esta mañana. Su desaparición causará alboroto a la larga, por supuesto. Pero los orgánicos de hoy ni siquiera saben que ha desaparecido. Es una agente más bien independiente. No tiene que presentarse cada día a los orgánicos. Puede que no sea echada en falta hasta el domingo. Tiene que informar a su día de origen, por supuesto. Pero...
—¿Ha sido asesinada, es eso?
Immerman alzó las cejas.
—Me dijeron que habías puesto objeciones a su muerte. Me alegra que poseas unos sentimientos tan humanitarios, nieto, pero la seguridad de la familia está primero. Siempre primero. No estoy de acuerdo con matar a menos que sea absolutamente necesario. Hasta ahora, nunca ha sido necesario. Si Garchar hubiera matado a Snick, yo personalmente me hubiera asegurado de que fuera debidamente castigado.
—¿Garchar?
—El hombre al que tú... No, no fuiste tú. Fue Dunski.
—Oh, seguro —dijo Ohm—. Lo sé. Garchar. El hombre al que Dunski llamaba «Flaco».
—Si recuerdas eso, es que recuerdas también haber sido Dunski —dijo Immerman.
—Sólo algunas cosas sin importancia referentes a él —dijo Ohm.
Immerman agitó la cabeza mientras sonreía.
—Eres un fenómeno único. Algún día...
En vez de terminar su pensamiento, dio otro sorbo a su té. Luego miró de pronto a Ohm y dijo:
—No estás personalmente interesado en esa mujer, Snick, ¿verdad?
—¿Qué le hace preguntar eso?
—Responde a la pregunta.
—No, por supuesto que no. Ahora está hablando con Charlie Ohm, abuelo. Por todo lo que sé, Tingle y Dunski son los únicos que la han visto. No sé lo que ellos sienten respecto a ella. Dudo de que se sientan físicamente atraídos hacia ella, si es eso lo que quiere decir. Después de todo, era un peligro para sus vidas.
No estaba diciendo toda la verdad. La intensa y constante presión de aquellos últimos días había atravesado, aunque sin llegar a romperlas, las paredes de segregación entre yo y yo. Los recuerdos de Caird, Tingle, Dunski y Repp no eran los suyos; eran memorias de segunda mano. Los más vividos de ellos estaban entremezclados con las personas y acontecimientos que más los habían amenazado. Sin embargo, sentía un rastro, como un fantasma, de atracción hacia Snick, que sólo podían ser sentimientos que Tingle y Dunski le habían transmitido de alguna forma.
Ohm no podía explicar cómo sabía exactamente que Garchar era el hombre al que Dunski había llamado «Flaco». O que podría reconocer a Snick si la veía.
Immerman dijo:
—Es una desgracia que tu identidad como Wyatt Repp haya sido descubierta. Tenemos una nueva para introducirla en el banco de datos, y estamos preparados para arreglar todos los detalles que van con ella. Pero, ¿no sería mejor si todos vosotros siete simplemente desaparecierais y reemergierais con siete nuevas identidades? La verdad, lo dudo. Algún Sherlock Holmes orgánico podría efectuar una masiva y detallada búsqueda y comparación en el banco de datos. Serías descubierto, te interrogarían con la bruma de la verdad, y lo contarías todo porque no podrías evitarlo. Y entonces...
Ohm miró a Immerman directamente a los ojos.
—¿Está intentando convencerme de que la lógica exige un determinado curso de acción? ¿Que debo sacrificarme? ¿Voy a ser petrificado y ocultado en alguna parte hasta dentro de un tiempo? ¿Quizá mucho tiempo? ¿O quizá no voy a ser despetrificado nunca?
—Piensa en lo que acabas de decir —murmuró Immerman. Apuró su taza, y volvió a servirse más té.
—No van a hacer eso —dijo Ohm—. Si fuera ésa su intención, no se hubieran molestado en traerme hasta aquí para explicarme todo esto. Simplemente me hubieran cogido, petrificado y enterrado.
—¡Bien! Veo que mis chicos no son estúpidos. No todos, al menos.
Charlie Ohm no se sentía como un «chico» de Immerman. Mirándole, Charlie sintió las mismas emociones que hubiera sentido contemplando una fotografía de un abuelo desconocido. Sabía que tenía su misma carne y sangre, pero no había gozado de ninguno de los frecuentes contactos ni del amor y el cuidado de su abuelo que hacían que el amor y el respeto crecieran en un nieto. Se había sentido maravillado por el fundador, y había sentido un gran respeto y admiración hacia él. ¿Pero le amaba o sentía que era realmente su abuelo? No.
—¿Qué es lo que debo hacer, entonces?
—Abandonarás todos tus roles. Asumirás una nueva identidad. Ésa quedará confinada a un solo día. Dejarás de ser un quebrantadías... ¿Qué ocurre?
—Nosotros..., ellos..., ¡morirán! —exclamó Charlie.
—¡Buen Dios, hijo, tranquilízate! Parece como si acabaran de decirte que tu mejor amigo había muerto.
Immerman hizo una pausa mientras miraba sagazmente a Charlie, luego dijo:
—Entiendo. Es aún peor.
Se mordió los labios y miró más allá de Charlie, como si intentara ver el futuro.
—No sabía que hubieras... llegado tan lejos. Quizá...
Charlie dijo:
—¿Quizá?
Immerman suspiró.
—No tenemos mucho tiempo para esto —dijo—. En realidad, apenas tenemos tiempo. No puedo supervisarte personalmente, introducirte en tu nueva personalidad. Será una personalidad, no simplemente un rol, ¿verdad?
—Todo irá bien —admitió Charlie—. Simplemente, la impresión ha sido muy grande. Quizá me haya metido demasiado profundamente en la identidad de cada día. Pero no soy una persona a medio camino de nada. Lo haré como corresponde, o no lo haré en absoluto. Pero puedo manejarlo. Después de todo, soy muy adaptable. ¿Cuánta gente conoce que pueda hacer suavemente la transición de una personalidad a otra cada día? ¿Cuántas personas pueden manejar fácilmente siete de ellas? Una octava personalidad no representará ningún problema. De hecho, estoy deseando una nueva identidad. Empezaba a sentirme un poco cansado de las otras.
¿Había ido demasiado lejos intentando convencer a Immerman de que podía conseguirlo?
Las voces se alzaban dentro de él: «¡No quiero morir!» Eran tan fuertes y desesperadas que tuvo la impresión de que Immerman tenía que oírlas. Aquello era una estupidez, por supuesto, pero sentía como si toda la habitación resonara con sus gritos.
Immerman dijo:
—Regresarás a tu trabajo. Como te he dicho, una amiga ha presentado una excusa para tu retraso. La amiga dijo llamarse Amanda Thrush. No olvides eso. Dijo que te habías hecho daño en la espalda al caerte en la ducha, pero que te estabas recuperando rápido. ¿Has comprendido? Bien.
»Quiero que pienses en tu nueva identidad y te asegures de que es buena. Tendrás que ser un inmigrante, y se arreglarán las cosas para cubrir todos los extremos en el banco de datos. Mudge te verá a primera hora de la noche en tu apartamento; quédate en casa después del trabajo. Le dirás qué y quién quieres ser. Luego él se encargará de hacer todo lo necesario para arreglar las cosas y dejar un mensaje a su colega del domingo. El colega se pondrá en contacto contigo. Dispondrás de un nuevo día en tu antigua personalidad, el domingo, a menos que ocurra algo que lo impida.
Charlie esperó ser despedido entonces. Su abuelo, sin embargo, siguió sentado, mirando más allá de él y mordiéndose los labios. Charlie aguardó. El siamés le miraba también, y estaba ronroneando fuertemente mientras Immerman lo acariciaba con suavidad. Su abuelo utilizaba la mano izquierda. Charlie pensó: debo haber heredado de él mi cualidad de zurdo. Desde ambos lados de mi familia.
Aunque aparentemente feliz con las caricias de su amo, Ming se puso de pronto en pie, se desperezó y saltó del regazo de Immerman. Salió lentamente de la habitación, encaminándose hacia el lugar donde se encaminaban los gatos cuando se marchaban de algún sitio. Immerman lo contempló con cariño, luego dijo:
—Los gatos son como las personas. Son predecibles en muchos aspectos, pero justo cuando crees que los has analizado completamente hacen algo que jamás hubieras anticipado. Me gusta pensar que este rasgo equivale al libre albedrío.
Miró a Charlie Ohm.
—No creo que comprendas enteramente lo que hay en juego, lo que estamos intentando hacer. Quizá, cuando te lo explique, superes tu repugnancia hacia la pequeña violencia necesaria de tanto en tanto para alcanzar nuestras metas.
Ohm se agitó inquieto en su silla.
—Mis padres ya me lo explicaron.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Immerman—. Además, tu caso es peculiar. Viviendo día a día, horizontalmente, y siendo una nueva persona cada día, has perdido algo de la intensa sensación que la mayoría de nosotros sentimos hacia el hecho de ser immers. Cada una de tus personalidades ha intentado reprimir tanta conexión con las demás como era posible. Pero eso es una segregación limitada y cualificada porque tenías que pasar de una a otra, tenías que cubrir tus huellas, por decirlo de algún modo, y así tenías que recordarte a ti mismo de tanto en tanto que eras siete, no uno. Eso ocurría durante las raras ocasiones en las que tenías que dejar un mensaje de un día al siguiente. En los últimos tiempos, sin embargo, has tenido que recordarte más a menudo que eras más de una persona. Eso te ha alterado, te ha desconcertado, por decirlo de algún modo. Cada uno de tus yoes se ha visto amenazado, cada una de tus imágenes chocaba con las otras.
—Todo eso es sólo temporal —dijo Charlie—. Estaré bien.
—Quieres decir nosotros, ¿no? —murmuró Immerman, sonriendo ligeramente. Se inclinó hacia delante, las manos en su regazo. Los dedos de su mano izquierda se movieron sobre su pierna como si estuvieran acariciando a un invisible gato—. ¿Sabes, Jeff?, quiero decir Charlie, no eres el único quebrantadías que tenemos. Hay al menos una docena de otros en las grandes ciudades del hemisferio occidental y varios más en China. Pero ninguno de ellos se ha metido tan completamente en sus roles. Ninguno se ha convertido en las personalidades que ha adoptado. Simplemente son buenos actores. Tú eres único, el superquebrantadías.
—No creo en las medias medidas —dijo Charlie.
Immerman sonrió y se echó atrás en su silla, entrelazando los dedos.
—Muy bien. Un auténtico Immerman. Pero esta misma intensidad y energía en tus personalidades debe aplicarse también a tu otro rol.
—¿Cuál? —preguntó Ohm tras un largo silencio.
El dedo de Immerman apuntó acusadoramente a Ohm.
—¡Ser un immer!
Ohm echó la cabeza hacia atrás como si el dedo fuera a clavarse en su ojo.
—¡Pero... lo soy!
Su abuelo volvió a juntar las manos, y los dedos de su izquierda parecieron tabalear un código sobre el dorso de la derecha.
—No lo suficiente. Has evidenciado algunas vacilaciones acerca de seguir órdenes. Has permitido que tus sentimientos personales, tu revulsión hacia la violencia, cosa admirable en otras situaciones, interfiera con tu sentido de un deber superior.
—Creo que sé a qué se refiere —murmuró Charlie—, pero dígamelo de todos modos.
—Se te ordenó que volvieras inmediatamente a casa después del interrogatorio de Snick. Sin embargo, te quedaste fuera del edificio de apartamentos. Evidentemente, pensabas intentar impedir que Snick fuera muerta. Fallaste en considerar el peligro en que nos veríamos todos si ella seguía con vida. Bien, no creo que en este caso tuviera que ser muerta realmente. Tal como fueron las cosas, debido a tu interferencia, no fue muerta.
—¿Ha sido muerta ahora? —preguntó Ohm.
—No. Se halla en un lugar seguro. Pero puede que tengamos que matarla. De tanto en tanto, tenemos que hacer cosas que no nos gusta hacer. Lo hacemos, Charlie, porque estamos trabajando hacia el mayor de todos los bienes.
—¿Que es...?
—Una mayor libertad para todos, una auténtica democracia. Una sociedad donde nos libremos de este constante y cercano escrutinio por parte del gobierno. Ya es bastante malo, pero tiene trazas de ir de mal en peor. El gobierno lleva considerando desde hace tiempo hacer algo que justificaría las acciones de todos nosotros, los immers, aunque sólo fuera la única cosa a la que nos opusiéramos.
Bebió un poco más de té. Charlie se inclinó intensamente hacia delante.
—Algunos de mis colegas y yo hemos estado luchando contra esta indecente e indigna proposición. Pero estamos perdiendo.
Así pues, pensó Charlie, es un consejero mundial.
—La propuesta es que a cada adulto le sea implantado un micro-transmisor que emitirá constantemente la identificación codificada de cada individuo. Los satélites y las estaciones locales la recibirán desde allá donde sea transmitida, y eso será siempre, excepto cuando la persona se halle petrificada. Les gustaría que entonces también lo hiciera, pero esto resulta imposible.
»Lo que eso significa es que el gobierno podrá localizar en todo momento a cualquier persona en un radio de pocos centímetros de su posición, y podrá identificar también de inmediato a esa persona.
Charlie intentó contrarrestar aquel golpe, pero ya estaba medio atontado.
—¡Pero eso significa que nadie podrá quebrantar ningún día sin ser hallado de inmediato!
—Cierto —dijo Immerman—. Sin embargo, dejando por el momento tu problema personal a un lado, la propuesta les roba a todos los seres humanos toda su dignidad. Los convierte en bandas, en cifras, en ceros con números, por decirlo así. Nosotros no deseamos eso, como tampoco deseamos la monitorización que ya tenemos ahora. Es mejor para la humanidad correr los riesgos de la democracia, a cambio de sus beneficios. No puedes tener una cosa sin la otra.
»Pero ésta es sólo una de nuestras metas. Creemos, sabemos, que hay más espacio en este planeta del que el gobierno dice que hay. La población puede incrementarse sin ninguna pérdida de la comodidad y el bienestar del que disfrutamos ahora. Tiene que ser un proceso gradual, por supuesto. Ese radical, Wang, quiere parar todos los métodos de control demográfico, pero está loco. ¿Sabes a quién me refiero?
Charlie asintió y dijo:
—No tiene ninguna posibilidad de ser elegido. No será elegido.
—Hay otros como él en todos los días —dijo Immerman—. Todos, por supuesto, trabajando para el gobierno y actuando según sus órdenes.
Charlie se envaró en su silla y dijo:
—¿Qué?
—Wang y los demás son agentes provocadores. Proponen esas medidas radicales simplemente para irritar a la población y aparecer como ridículos. Así, las proposiciones más moderadas y completamente razonables son rechazadas. La gente clasifica lo radical con lo moderado. Es manipulada por el gobierno para los fines del gobierno. El gobierno desea un status quo.
—No debería sorprenderme —dijo Charlie.
—Pretendemos establecer un gobierno que no utilice bajo mano esos métodos poco éticos.
Immerman miró hacia la banda del reloj.
—No tenemos intención de hacerlo mediante métodos rápidos y violentos hasta que el tiempo sea el adecuado para tales métodos. Hemos estado trabajando lenta y sutilmente para situar a la familia en puestos de alta responsabilidad dentro del gobierno. Te sorprenderías si supieras lo amplia que es la familia. Pero cuanto más grande es, mayor es también el peligro de ser descubierta. Y cuanto mayor es el peligro, más estrecho tiene que ser el control sobre nuestros miembros. Es una lástima, pero es necesario.
Ésa es exactamente la excusa que ha utilizado el gobierno desde un principio, pensó Charlie.
Immerman se puso en pie, y Charlie se levantó también de su asiento.
—Sé lo que estás pensando. No seremos mejores que el gobierno que tenemos ahora, y posiblemente seamos peores. No lo creas así. Hemos estado trabajando en el mejor sistema de gobierno posible, dada la situación humana. Algún día, este plan obtendrá su recompensa. Mientras tanto, recuerda esto. Fue Thomas Jefferson quien dijo que el mejor gobierno es el que menos dura. Tú recibiste tu nombre de él. ¿O no lo sabías?
Charlie agitó la cabeza.
—Ahora tengo que irme —dijo Immerman.
—Una cosa —dijo Charlie—. Creo que sólo hay una situación en la que matar está justificado. Cuando lo haces en defensa propia.
—Oh, pero, ¿qué es la defensa propia? ¿Acaso no hay muchos tipos de ella?
—No voy a dejarme confundir por todo esto —dijo Charlie—. Mi ética está basada en los seres antes que en las palabras. Sé lo que es correcto.
—Muy admirable —dijo su abuelo—, ¿Quién de ti es el que dice eso?
Ohm se sintió sorprendido cuando su abuelo avanzó hacia él y lo abrazó. Mientras permanecía abrazado al viejo, miró por encima de su hombro hacia el cuadro del siglo XVII. Sí. Ahora no tenía ninguna duda, y odió a Immerman por lo que había hecho.
En su camino hacia la salida, recogió su bolso de hombro. Era notablemente más ligero, pero no dijo nada. Immerman podía preguntarse por qué su nieto deseaba conservar el arma cuando ya no había ninguna razón lógica para hacerlo.
El viaje de vuelta fue casi una completa inversión del viaje de ida. Sin embargo, Ohm no fue a su apartamento. En vez de ello se dirigió al Isobar. El habitual ruido de voces y el olor a cerveza y licor le dieron la bienvenida. Saludó con la mano a varios clientes en diversos estadios etílicos y fue a la oficina del director. Tras recibir la suave reprimenda que ya esperaba (ninguna simpatía hacia su supuestamente dolorida espalda), Ohm se puso un mandil y fue a trabajar detrás de la larga y curvada barra de roble sobre la que se erguían las tres estatuillas de los tres santos patronos: Fernand Petiot, creador del Bloody Mary, W. C. Fields, y Sir John Falstaff. Sólo la mitad de los clientes eran zánganos locales. El resto eran habitantes de los barrios bajos o agentes orgánicos. Estos últimos esperaban poder atrapar a alguien consiguiendo información a cambio de licor barato.
Ohm no era un completo zángano, en el sentido de que no se sentía satisfecho viviendo con el crédito mínimo mensual que el gobierno garantizaba a todo el mundo. Su trabajo, sin embargo, no le servía únicamente para proporcionarle algo de solvencia extra. Oía muchas cosas mientras permanecía detrás de la barra y frente a ella una vez terminado su trabajo. A veces, recogía información que era de utilidad para el consejo immer.
Hoy no fue uno de sus mejores días. Bebió muy poco, y estaba tan evidentemente sumido en sus pensamientos que algunos de los clientes se burlaron de él por eso. Sin estar seguro de que mentía, les dijo que estaba enamorado. Lo que había visto en la pantalla en la habitación de Immerman, las voces que gritaban dentro de él, y sus esfuerzos por seleccionar los elementos de una nueva personalidad, le golpeaban como olas contra un acantilado. Se alegró cuando llegó la hora de marcharse; dominó su alivio para decir un breve adiós, y se apresuró hacia su apartamento. Allá tomó una cena ligera y luego se puso a pasear arriba y abajo como si quisiera desgastar la moqueta y revelar las respuestas codificadas a sus problemas en el suelo que había debajo. Se detuvo cuando, a las 7:35 P.M., Mudge llamó a la puerta.
Portador de un ceño fruncido y malas noticias, Mudge le dijo que Immerman había cambiado de opinión respecto a Ohm. En consecuencia, era mejor, era imperativo, que Ohm fuera petrificado y enviado a Los Ángeles en una caja etiquetada como bienes de equipo. Estaba previsto de que a lo largo de la próxima semana llegaran a la ciudad californiana diez mil inmigrantes de Australia y Papua. Se harían los arreglos necesarios para que Ohm fuera listado entre ellos. Esta noche, Mudge y Ohm trabajarían en su nueva identidad. Una vez Ohm hubiera llegado a Los Ángeles, podría crear los últimos detalles de su personalidad.
Charlie se sentó, inspiró profundamente y dijo:
—Supongo que no servirá de nada protestar.
—De nada —admitió Mudge—. Hetmán Immerman dijo que debía ser alejado usted inmediatamente de Manhattan.
—¿Cuándo?
—Mañana por la noche. Un agente del domingo se ocupará de todo.
¿Qué garantía tengo de que seré despetrificado alguna vez?, pensó Ohm. La lógica de la situación exige que simplemente desaparezca de entre los vivos, sea enterrado en alguna parte donde no pueda ser hallado.
Mudge extrajo una cinta de su bolso y le tendió a Ohm el pequeño cubo.
—Aquí están las líneas generales de su nueva personalidad, las estadísticas vitales realmente vitales y sus antecedentes.
—¿Ya?
—Los miembros del consejo son expertos en este tipo de cosas. Seguramente ya la tenían preparada para uso general. Unos cuantos cambios, y listo. Estúdiela esta noche y luego bórrela. Recibirá otra cuando llegue el momento.
Lo cual puede ser nunca, pensó Ohm. ¿O me estoy mostrando demasiado suspicaz?
Necesitaba una copa, pero no iba a permitírsela. No ahora.
Mudge fue hacia la puerta y se volvió. En vez de decir adiós y buena suerte, dijo:
—Nos ha traído usted una gran cantidad de problemas. Espero que no se meta en más allá en Los Ángeles.
—Yo también le quiero —dijo Ohm, y se echó a reír.
Mudge frunció más profundamente el ceño y cerró la puerta a sus espaldas. Ohm conectó las bandas monitoras del descansillo y del exterior para asegurarse de que Mudge no se quedaba por allí. Luego se metió en la cama, se aplicó los electrodos de una máquina de ondas de sueño a las sienes, conectó la unidad, y durmió sin sueños y compulsivamente. A las 9:30 p.m. fue despertado por la unidad del despertador.
—Tengo que hacerlo —murmuró—. Quizá no debiera. Pero tengo que hacerlo.
26
Las fuertes voces se habían convertido en susurros, quizá debido a que los otros esperaban ahora no tener que morir. El apaciguamiento de esta parte del tumulto interior permitió a Ohm concentrarse. Sentado en una silla, con una taza de café sobre la mesa ante él, dio órdenes a una banda. Uno tras otro, apareciendo o desapareciendo al mandato de su voz, los diagramas de la Torre de la Evolución y la zona a su alrededor brillaron en la pantalla. A las 10:15 ordenó que toda evidencia de su examen de los diagramas fuera borrada. No sabía si podía hacerse. Era posible que el Departamento de Construcción y Mantenimiento de Edificios hubiera programado alguna orden de no borrado. De todos modos, no podía pensar en ninguna razón por la que el departamento tuviera que hacer algo así. Y aunque lo hubiera hecho, las posibilidades de que alguien se fijara en su petición y solicitara la identidad del peticionario no eran muy altas.
Abandonó el apartamento a las 10:17 P.M., y caminó siempre que pudo bajo la protección de los árboles. El cielo estaba despejado y aún hacía calor, aunque no tanto como durante el día. Las calles estaban casi vacías de tráfico, aunque las aceras estaban atestadas con los residentes del vecindario. La mayoría de ellos volvían a casa del enfatorio, las boleras o las tabernas. Dentro de quince minutos habría poca gente fuera. Eso haría que fuese más llamativo, pero no podía impedirlo. El miedo a las consecuencias y la desesperación nunca iban de la mano. Ohm giró hacia la calle 14 Oeste y se dirigió hacia la esquina noroeste de la Torre de la Evolución. Allá, como cada noche a aquella hora, una figura oblonga de luz brilló hacia arriba de un orificio en la acera. Ohm miró al orificio y vio a dos hombres de pie allí. Llevaban el uniforme azul con faldellín del Cuerpo Civil de Transportes y Abastecimientos del sábado. Ohm pulsó el botón de ARRIBA de la máquina cilíndrica móvil junto al orificio. Cuando la plataforma empezó a moverse, los hombres alzaron la vista. Ohm les hizo un signo con la cabeza, subió a la plataforma cuando se detuvo al nivel de la acera, y pulsó el botón de ABAJO. Seis metros por debajo de la acera, la plataforma se detuvo. Ohm bajó de ella y dijo:
—¿Cómo van las cosas?
Los dos hombres se miraron entre sí, y uno de ellos dijo:
—Bien. ¿Por qué?
Ohm tomó con la punta de un dedo su disco de identificación, como indicando que contenía su autoridad.
—Tengo que investigar un embarque. No se trata de nada ilegal, sólo de un error.
Aquél era el primer obstáculo, el inicio de una larga serie de momentos comprometidos. Si los trabajadores dudaban de él y le pedían su identificación, iba a tener que improvisar una explicación. Los trabajadores, sin embargo, no parecían preocupados, y su aire de saber lo que estaba haciendo les convenció.
Pasó junto a ellos en dirección a un túnel, y pronto hubo doblado una esquina y estaba fuera de su vista. Más abajo del suelo enrejado por el que caminaba había una serie de bien iluminados niveles por los que circulaban cintas o ascensores transportando cajas de productos petrificados o despetrificados. Aquél era parte de un enorme sistema subterráneo que transportaba artículos y alimentos a los destinos asignados por los ordenadores desde los depósitos de descarga en los puertos o las Torres de los Trece Principios. Las cintas individuales y los ascensores se movían con muy poco ruido, pero su conjunto ocasionaba un bajo rumor, como el de una distante catarata.
Ohm tomó un ascensor reservado para el personal al tercer nivel subterráneo. Desde allí pasó por una estrecha pasarela elevada hasta una batería de ascensores personales, eligió el número tres, y se elevó rápidamente hasta la Exhibición Número 147, TIPOS EXTINTOS DE HOMO SAPIENS. Bajó en un corto pero ancho y alto pasillo y se detuvo ante una puerta. El siguiente momento comprometido era cuando entrara en la habitación al otro lado de la puerta. Había centenares de bandas monitoras dentro de la Torre, todas activas durante las horas de visita. ¿Había alguna razón para que estuvieran activas ahora? El robo y el vandalismo eran delitos casi desconocidos, especialmente en los edificios públicos, y eso le hacía suponer que no había ninguna necesidad de mantener bandas monitoras y personal de vigilancia. Sin embargo, podía haber alguien en el apartamento de Immerman que estuviera mirando los displays de las bandas de la exposición. Mudge era un probable candidato.
Inspiró profundamente y abrió la puerta. La cruzó, y se encontró en la parte de atrás del cuadro de la corte francesa del siglo XVII. El enorme interior de la torre estaba en silencio, desaparecidos todos los espectadores, la larga escalera mecánica de caracol parada, las pantallas informativas desconectadas, los sonidos de los animales robots acallados. Los trabajadores que había temido pudieran estar reparando y cambiando los diversos cuadros no estaban allí. O, si estaban, no podía oírles. Evidentemente, no había ninguno en aquel nicho.
Avanzó desde detrás del dosel y los tronos, más allá de las figuras sentadas del rey y de la reina. Zigzagueó por entre los cortesanos, los gentileshombres con sus adornadas y empolvadas pelucas, las damas con sus sedas, brocados, amplias faldas acampanadas y altas pelucas. Todos parecían muy reales. Una joven sonriente mostraba que le faltaban cuatro dientes, el resto ennegrecidos por las caries. El rostro de un hombre estaba profundamente picado por la viruela. Un abanico sostenido por una mujer no ocultaba completamente la parte de su nariz que había sido devorada por la sífilis. Sin embargo, faltaban otros elementos realistas. El olor de los cuerpos no lavados en mucho tiempo, y el perfume para cubrir ese olor. Los piojos infestando las pelucas. Las manchas en los zapatos de las salpicaduras cuando sus propietarios orinaban en las esquinas de los salones de palacio.
También observó algo que en otra ocasión le hubiera hecho reír. Pese a todas las investigaciones y comprobaciones, el diseñador de aquellas figuras había olvidado que la gente del siglo XVII era mucho más baja que la gente de la Nueva Era. Cada una de aquellas figuras hubiera mirado por encima del hombro a toda la corte del rey Luís XIII.
Se detuvo cerca del centro del conjunto. La silenciosa e inmóvil mujer con un vestido escarlata y amarillo y una peluca dorada le miró con unos grandes ojos castaños. Su rostro estaba cubierto por gran cantidad de polvos y carmín.
—¡Dios nos ayude! —musitó.
Alzó la peluca y vio, como había esperado, el corto, recio y resplandeciente pelo castaño que parecía el pelaje de una foca.
—¡Los bastardos! ¡Los viejos bastardos! ¡Qué arrogancia!
Se inclinó detrás de ella y empezó a arrastrarla hacia atrás, en dirección al ascensor. Sus zapatos de alto tacón producían un ligero ruido de roce, luego se encallaron. Se detuvo, la mantuvo alzada con una mano, y se inclinó para quitarle los zapatos. No debía dejar ninguna prueba de que faltaba una figura de la exhibición. Era posible que su ausencia no fuera notada durante mucho tiempo. Todo lo que deseaba era un tiempo relativamente corto.
—¡Ohm!
La voz llegó de algún lugar cerca de él, y era la de Mudge. Charlie soltó los zapatos y el cuerpo petrificado de Snick, que cayó al suelo con un ruido sordo. Miró alocadamente a su alrededor y vio a dos hombres, pero estaba tan sorprendido y desconcertado que no los reconoció de inmediato. Necesitó uno o dos segundos para volver a centrarse en la realidad. Se sintió invadido por un estado como de sueño que le entumeció. Entonces vio que los dos caballeros que habían parecido cobrar vida eran Mudge y un compañero.
Se habían vestido con las ropas tomadas de dos figuras, y le habían aguardado. Debieron monitorizarle desde el momento mismo en que había entrado bajo el suelo. Habían fingido la rigidez de las figuras de la exhibición desde el momento en que él había entrado por la puerta.
—¡Traidor! ¡Maldito estúpido! —dijo Mudge mientras avanzaba lentamente hacia Ohm—. ¿Qué le importa esa mujer? ¡Es una orgánica, un peligro para nosotros! ¿Qué demonios le ocurre?
Ohm dejó que su bolso de hombro se deslizara y cayera al suelo. Se inclinó y miró a su alrededor, como preparándose para echar a correr. Dejemos que piensen eso.
El otro hombre, un tipo alto y delgado con unos ardientes ojos negros, empezó a dar la vuelta para cortar la huida de Ohm. Estaba sacando el estoque de la funda que colgaba de su cinturón, y estaría cortándole el camino a la puerta de salida antes de que Ohm pudiera rebasarle.
—Le dije a Hetmán..., al jefe..., que caería usted en esto —dijo Mudge. Se había detenido y estaba quitándose el largo bigote y el emplumado sombrero y la peluca. Su mano derecha estaba apoyada en la empuñadura de su estoque, a la izquierda.
—¿Caería en qué? —dijo Ohm.
La voz de Wyatt Repp pareció llegar débilmente hasta él, diciéndole que aquella escena era extraída directamente de una de sus dramáticas —de acuerdo, vulgares— obras para el enfatorio. «Tú eres el héroe», dijo la voz.
—Sí. No fue por accidente que viera usted a Snick. Fue un destello subliminal justo encima de su cabeza. No podía dejar de verla. Hetmán Imm..., el jefe, la puso ahí para probarle. Deseaba descubrir si realmente era usted un inestable mental, si podía convertirse en un traidor. ¡Ahora ya lo sabemos!
—Quería saber si la habían matado —dijo Ohm. Se dirigió lentamente hacia un cortesano espléndidamente ataviado a su derecha.
—¿Y eso qué le importa? —dijo Mudge—, Usted iba a salir libre de eso, y la familia estaría a salvo.
Su estoque susurró cuando lo extrajo de la funda.
—Venga voluntariamente con nosotros, Ohm. No hay nadie más aquí, y no puede luchar contra nosotros. Si lo hace, tendré una excusa para matarle aquí y ahora.
—¿Está ella muerta?
Mudge sonrió y dijo:
—Nunca lo sabrá.
—¡Un infierno no sabré! —chilló Charlie. Saltó hacia delante, tendió la izquierda hacia el muñeco del cortesano y arrancó el estoque de su funda—. ¡En garde!, maldito hijo de puta!
La sonrisa de Mudge se hizo aún más amplia.
—¡Zángano estúpido, somos dos contra uno! Puede que seas un buen espadachín, Bela dijo que lo eras, pero también eres un borracho, y ni siquiera un campeón mundial puede enfrentarse con éxito a dos buenos espadachines. Yo no soy malo, y Bela... obtuvo una medalla de plata en las Olimpíadas. Tira la espada, Ohm, y acepta tu medicina como un hombre.
Parecía como si Mudge estuviera gozando con la inminencia de un combate a muerte. El otro hombre también parecía estar disfrutando. Eran mucho siete generaciones de condicionamiento del gobierno contra los impulsos y la utilización de la violencia.
Bela iba a necesitar cinco segundos, quizá más, para alcanzarle. Por entonces, su presunta víctima debería haberse alejado más. Gritando, con la voz aparentemente reforzada por los gritos de los demás en su interior —especialmente Jim Dunski y Jeff Caird—, empujó la figura de la que había tomado la espada. Cayó hacia Mudge, obligándole a retroceder. Entonces Ohm saltó por encima de la figura y estuvo sobre Mudge. Situándose rápidamente en la posición requerida, lanzó un golpe contra el rostro de Mudge. Era un blanco prohibido en esgrima, pero esperaba que Mudge, no acostumbrado a aquel tipo de ataques, no reaccionara a tiempo. Mudge, sin embargo, paró el golpe y lanzó una estocada contra el brazo de su enemigo que sostenía la espada. Ohm respondió y saltó hacia atrás, fuera de la zona de exhibición del siglo XVII. Mudge avanzó. Ohm derribó con su brazo derecho otra figura, el Corredor de Bolsa, contra Mudge.
Corrió hacia la barandilla y saltó por encima de ella, sujetándose con su brazo derecho, hacia la escalera automática, ahora parada. Bela Wang Horvath y Janos Ananda Mudge se detuvieron unos instantes, el uno al lado del otro. Horvath dijo algo a su compañero, que asintió, se dio la vuelta y corrió hacia la esquina del nicho.
Horvath corrió hacia la esquina opuesta. Iban a intentar interceptarle por delante y por detrás.
Volvió a saltar la barandilla hacia el nicho y corrió hacia Mudge, más allá de las figuras del Mensajero, el Calvo y el Diplomático. Mudge se detuvo, giró, y adoptó una posición defensiva.
Mudge estaba sonriendo. Ohm le devolvió la sonrisa. Desde el momento en que había lanzado su primer grito había perdido todas sus dudas y temores. Parecía tener la fortaleza de siete, una alucinación, sin duda, pero la adrenalina bombeaba fuertemente en todo su cuerpo. Y deseaba matar. No a cualquiera. A Mudge.
Sus hojas se cruzaron y resonaron una y otra vez. Aunque el estoque era más pesado y rígido que el florete, a Ohm le parecía tan ligero como la balsa y tan flexible como una pluma. Una fría furia y el impulso de supervivencia combinado de siete hombres le daban todas las energías necesarias. Mudge era un excelente espadachín. Pero tenía varias desventajas, una de las cuales era que resultaba difícil para un espadachín diestro entablar duelo con un espadachín zurdo. Las líneas de blanco resultaban cambiadas, haciendo difícil apuntar a ellas. El espadachín zurdo se hallaba en la misma posición sólo que a la inversa, pero estaba más acostumbrado a ello.
Tras un breve forcejeo, Ohm se echó hacia atrás, transfirió su estoque a la mano derecha para confundir a Mudge, atacó, fue obligado a retroceder de nuevo, recibió un arañazo en el hombro, y transfirió otra vez el estoque a su izquierda. Mudge atacó. Ohm paró con un ligero movimiento de la guarda, desviando la punta de Mudge. Al mismo tiempo, dirigió su punta de modo que Mudge, que seguía avanzando, la recibiera en su antebrazo derecho. Se hundió junto el cúbito, el hueso exterior, y emergió de nuevo debajo de él.
Ohm retrocedió, dando un tirón a su espada para liberarla de la herida. La mano de Mudge se abrió. Su florete cayó al suelo. Ohm avanzó. Mudge retrocedió, tambaleante, chocando contra la figura del Senador. La derribó, y Mudge cayó de espaldas sobre ella. Empezó a levantarse, pero Ohm se situó sobre él y le atravesó el otro brazo con la espada.
Oyó sonido de botas a sus espaldas y se volvió. Alzó y luego bajó la punta de su espada en una posición defensiva, dispuesto a enfrentarse al ataque de Horvath. Se volvió tan rápido y agitó su estoque con tanta brusquedad que actuó como un látigo. Una gota de sangre salió despedida de su punta hacia el ojo derecho de Horvath, desorientándole por una décima de segundo. Eso era suficiente para Ohm, que parecía contemplarlo todo como en un filme a cámara lenta. Captaba cada detalle significativo; estaba preparado por años de entrenamiento a aprovechar la ventaja de cualquier debilidad o desequilibrio de su oponente. Su estoque alcanzó el costado de Horvath en el momento y ángulo necesarios para que su hoja se hundiera en el muslo del hombre.
Horvath saltó hacia atrás, y la hoja de Ohm se retiró de su carne, acompañada de un borbollón de sangre. Ohm atacó de nuevo, pero por un momento no pudo franquear la desesperada pero efectiva defensa de Horvath. Fríamente, sabiendo que Horvath estaba debilitándose con cada nuevo bombeo de sangre, Ohm presionó su ataque. Horvath, como era inevitable, tropezó con una figura. El Soldado cayó al suelo, haciendo que Horvath cayera también, de espaldas. El Soldado chocó contra el Petrolero, que derribó al Agente de Seguros, el cual chocó contra el Mañoso, que hizo caer al Editor, el cual derribó al Usurero, que arrojó al suelo al Marxista. El último de la serie de dominó en caer fue el Capitalista.
La herida en el muslo y el golpe recibido en el codo al caer parecieron poner a Horvath fuera de combate. Ohm había creído que Mudge había quedado también arrinconado, pero el golpeteo de unas botas y un profundo jadear que casi parecía un sollozo le dijeron que no era así. Aullando, Ohm se volvió justo a tiempo para parar el ataque de Mudge. Era débil, sin embargo, y especialmente ineficaz porque Mudge utilizaba su izquierda para sostener el florete. Era valiente —Ohm tuvo que reconocerlo—, pero también estúpido. No tenía ninguna posibilidad. La punta de Ohm atravesó el hombro izquierdo de Mudge, saliendo al menos ocho centímetros por la parte de atrás.
Mudge se derrumbó. Ohm giró de nuevo. Pero Horvath no estaba efectuando otro increíble ataque. Se arrastraba, gimiendo, perdiendo mucha sangre, hacia el ascensor. Charlie lo contempló hasta que se derrumbó, boca abajo, en el suelo. Sus brazos y piernas se agitaron, respondiendo sólo parcialmente a su voluntad de alzarse y seguir adelante.
Ohm se volvió y avanzó, respirando pesadamente pero sintiéndose exultante, hacia Mudge. El hombre se sentó en el suelo, sujetándose el hombro con las manos y mirando a Ohm con ojos llameantes.
—¡Has tenido suerte, maldito bastardo!
—No gimas —dijo Ohm, sonriendo—. Ahora..., quiero la estrella que abre la puerta del apartamento de Immerman.
—¡No la tengo!
—Entonces, ¿cómo planeabas volver a aquel lugar? —dijo Ohm—. Oh, vamos. Dámela, o te mataré y registraré tus ropas.
—Nunca conseguirás salirte de esto —dijo Mudge—. No puedes vencernos, y tú lo sabes.
—Así pues, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Ir como un corderito a mi ejecución? ¡Dámela! ¡Rápido!
Mudge apartó las manos de su hombro, del que empezó a manar sangre, rebuscó en el bolsillo de su espléndida chaqueta, y sacó un disco-estrella unido a una larga cadena. Ohm la tomó y dijo:
—Será mejor que sea la correcta.
Tenía que actuar rápido, pero no podía hacerlo porque los dos hombres no podían llevar a Snick por él. Rechazó la idea de transportarla él al tiempo que iba con ellos. Aunque seriamente heridos —Horvath empezaba a ponerse gris—, todavía podían ser peligrosos. Tendría que dejar a Snick allí mientras se ocupaba de los hombres.
En realidad, tuvo que arrastrar al casi inconsciente Horvath hasta la cabina del ascensor y sostener a Mudge para que entrara en ella. Cuando los dos estuvieron tendidos en el suelo, Ohm llevó la cabina hasta el nivel superior. La estrella le franqueó la entrada hasta el final del apartamento opuesto a aquel al que había entrado aquella mañana. Afortunadamente, la habitación de los petrificadores estaba cerca de su extremo. Sólo había dos cilindros, que forzó para meter primero a Horvath, el más próximo a morir. Conectó la energía del panel de control, reluctantemente revelado por Mudge. Luego metió a Mudge en el otro. Al hombre todavía le quedaba suficiente sangre y fuerzas para escupirle a la cara antes de que Ohm pudiera cerrar la puerta. Unos segundos más tarde, Ohm arrastró la rígida y pesada forma de Mudge fuera del cilindro. Regresó al ascensor y, en tres minutos, tenía a Snick en el apartamento. Después de meterla en el cilindro, conectó la energía. Abrió la puerta del cilindro y la arrastró fuera. La tendió en el suelo y comprobó su pulso. Era débil e irregular, pero estaba allí.
La desnudó y buscó alguna herida. Aunque no pudo encontrar ninguna, sabía que eso no significaba que no se estuviera muriendo. Podía haber sido inyectada con un veneno de acción lenta para asegurarse de que, si era despetrificada, muriera al poco tiempo. O podía haber recibido una sobredosis de anestésico. Le hubieran hecho lo que le hubieran hecho, tenía que llevarla inmediatamente a un hospital. No podía llevarla a uno sin ponerse él mismo en peligro, y no deseaba llamar a uno desde allí. Tenía que disponer del tiempo suficiente para salir de la Torre.
La devolvió al cilindro y la petrificó de nuevo. Tras registrar el apartamento, encontró un compactador y metió las ropas de ella en él. Luego la arrastró hasta el ascensor y descendió con ella hasta el nivel que exhibía antiguas criaturas marinas. Una de ellas era una gigantesca ballena carnívora congelada en el acto de emerger del mar. Su enorme, dentada y abierta boca estaba a pocos centímetros por debajo del nivel de la barandilla junto a la escalera mecánica en espiral.
Jadeando, Ohm alzó a la mujer hasta la barandilla y balanceó su rígido cuerpo sobre ella, la cabeza apuntando hacia el ahora tranquilo mar.
—En cierto sentido, Snick —dijo—, tú has sido mi Jonás.
Rió histéricamente, y los ecos resonaron en las lejanas paredes de la Torre. Cuando consiguió recuperar el control sobre sí mismo dijo, jadeante:
—Estoy haciendo esto porque eres un ser humano y porque no estoy dispuesto a asesinar a nadie. ¡Al infierno con el mayor bien para todos!
La inclinó hacia dentro y la soltó. Se deslizó por encima de la barandilla y cayó dentro de la boca de la ballena y al interior de su vientre.
—Te encontrarán algún día —dijo, sollozando—. Y entonces..., entonces...
No importaba lo que le ocurriera a él entonces, no lamentaría haberla salvado. Estaba dispuesto a pagar cualquier precio que fuera necesario.
Mundo del domingo
VARIEDAD,
segundo mes del año
D6-S1
(Día seis, semana uno)
27
Thomas Tu Zurvan, el «padre Tom», sacerdote sin licencia gubernamental, con licencia de Dios, despertó. No maldijo, aunque la mayor parte de los hombres sí lo hubieran hecho. El, que nunca bebía alcohol, tenía una resaca infernal. (¿De qué otro modo podía describirse una resaca sino como «infernal»?) El pecador del sábado había escapado al castigo trasladando su dolor de cabeza al santo del domingo. Al padre Tom no le importaba. Quizás incluso se glorificaba demasiado en el dolor. Sus hombros eran lo bastante anchos como para soportar el mal karma de los demás, y también su cabeza.
Sin embargo, cuando se levantó y pasó junto al cilindro desde el que le miraba Sábado, el padre Tom omitió el signo de bendición que dirigió a los otros cinco ocupantes.
Lo que no sabía el padre Tom era que Charlie Ohm no eludía nunca las consecuencias de su borrachera. Ohm despertaba siempre con resaca porque creía que tenía que despertar con resaca. Cuando terminaba dándose cuenta de que alguien la había sufrido por él, ya se había librado de ella o tenía un humor de perros tan grande que no importaba. Así, en un sentido estricto, en el equilibrio contable del universo había siempre una resaca extra que no estaba anotada en los libros.
Tras su habitual visita al cuarto de baño, Zurvan tomó un desayuno ligero. Luego, desnudo, se arrodilló junto a la cama y rezó en voz alta por todas las criaturas del cosmos. Se levantó, se puso rápidamente a hacer las cosas que había que hacer, cambiar la ropa de la cama, recoger todo lo dejado por el zángano del sábado (¡bendito sea!), y lavar y guardar las cosas que necesitaban ser lavadas y guardadas. Después de eso, fue al armario de sus posesiones personales, extrajo los artículos que utilizaba en su batalla contra el mal, y las dispuso como era necesario. El que dos de ellas fuesen una peluca y una larga y densa barba no le causaron ninguna sorpresa. A aquella hora del día, lo aceptaba todo tal como había sido ordenado, sin hallar ninguna razón para preguntarse acerca de las razones. Había olvidado que había deshinchado el muñeco que tanto se parecía a él. Cuando despertaba, era un solo hombre. Es decir, excepto las raras ocasiones en las que debía transmitir un mensaje al consejo immer. Esos períodos en los que sabía que no sólo era el padre Tom se evaporaban rápidamente. Por la noche, ah, entonces era diferente. Entonces las voces y las visiones y los pensamientos que desconocía mientras el sol brillaba fuerte aparecían arrastrándose como sombras.
Se vistió y se dirigió al cuarto de baño para pintarse y teñirse. Diez minutos más tarde, se dirigía a paso vivo hacia la puerta del recibidor, con un largo cayado de roble que se curvaba en su parte superior sujeto en su mano derecha. Apenas recordaba que había nacido zurdo, pero que había desarrollado su cualidad de diestro en la personalidad de Zurvan.
Su peluca era castaño rojiza y enmarañada y le caía por la espalda hasta la cintura. La punta de su nariz estaba pintada de azul; sus labios, de verde. La barba que le llegaba también hasta la cintura estaba decorada con multitud de pequeños recortes en forma de mariposas de variadas y sorprendentes formas. Grandes círculos rojos con estrellas de seis puntas inscritas en ellos decoraban su túnica blanca hasta los tobillos. Su disco-estrella de identidad exhibía un aplastado ocho puesto de lado y ligeramente abierto por uno de sus extremos.
Llevaba una gran S naranja pintada en su frente.
Como correspondía a todo profeta y hombre santo, iba descalzo.
No llevaba bolso de hombro, una omisión que hacía que todos los habitantes de Manhattan le miraran con curiosidad.
La puerta se abrió y derramó una luz que muy pocos aparte de él veían nunca.
—¡Dios nos dé buenos días a todos! —exclamó a los cinco adultos en el descansillo—. ¡Que Él os bendiga, hermanos y hermanas! ¡Que vuestros yoes prosperen para superar a vuestros yoes! ¡Ojalá respetéis vuestros cuerpos mortales y vuestras almas inmortales, y cada día os lleve un paso más hacia arriba, hacia la genuina humanidad y hacia la divinidad!
Sujetando el cayado con tres dedos, trazó un aplastado óvalo con el pulgar y el índice. Con la otra mano, pasó su largo dedo tres veces a través del óvalo. El óvalo significaba la eternidad y la inmortalidad, es decir, Dios. El dedo deslizándose tres veces a través de él representaba el acto de acoplamiento espiritual de la humanidad con El Eterno. El índice y los dos dedos representaban a Dios, el cuerpo humano y el alma humana. También simbolizaban a Dios, todas las criaturas y la Madre Naturaleza, la consorte de Dios. Tres veces simbólicos, también significaban el amor, la empatía y el conocimiento del yo y del universo.
Uno de los inquilinos dijo:
—¡Dios le bendiga también a usted, padre Tom! —Otros sonrieron ampliamente o hicieron también el signo de bendición, aunque no en el mismo sentido que él.
Pasó junto a ellos, frunciendo la nariz, muy a su pesar, ante el olor a humo de tabaco, alcohol y cuerpos sin lavar.
—Haz que descubran, Dios mío, lo que están haciendo con ellos mismos. ¡Muestra a esos hijos tuyos la luz, a fin de que puedan seguirte si quieren!
—¡Hazlo, padre! —gritó un hombre—, ¡Haz que ardan con el fuego y el azufre! —Rió estentóreamente.
El padre Tom se detuvo, se volvió y dijo:
—Yo no predico los fuegos del infierno, hijo mío. Yo predico el amor, la paz y la armonía.
El hombre se dejó caer de rodillas y extendió los brazos en burlón arrepentimiento.
—¡Perdóname, padre! ¡No sé lo que me hago!
—Un profeta es honrado en todas partes excepto en su propio edificio —dijo Zurvan—. No tengo el poder de perdonarte. Perdónate a ti mismo, y entonces Dios te perdonará.
Salió a Shimbone Alley bajo un cielo sin nubes y un sol que empezaba ya a calentar. La luz del día no era tan brillante como la que llegaba de todas las cosas del mundo, hasta de las distantes estrellas invisibles incluso para los radioastrónomos, de los árboles y la hierba, de las rocas y los jardines, y del centro de la Tierra. La más brillante de todas, sin embargo, era la que resplandecía en el centro del padre Tom Zurvan.
Así transcurrió el día, con el padre Tom de pie en las esquinas de las calles predicando a todo aquel que quisiera escuchar o de pie junto a las puertas de los edificios de apartamentos o residencias privadas, gritando que tenía La Palabra y que los inquilinos debían salir y escucharle. A la 1:00 P.M., se detuvo a la puerta de un restaurante y golpeó suavemente el cristal hasta que acudió un camarero. Le pidió una comida ligera y le entregó su disco-estrella de identidad. Al cabo de un rato el camarero regresó con la estrella, que había utilizado para registrar lo pedido, y le entregó al sacerdote una bandeja de comida y un vaso de agua.
Los orgánicos le vigilaban de cerca, dispuestos a arrestarle si entraba en un restaurante descalzo. El padre Tom, sonriendo, acostumbraba a acercarse a ellos para preguntarles si deseaban compartir su comida. Siempre rechazaban su ofrecimiento. Aceptarlo les hubiera hecho susceptibles de ser acusados de aceptar soborno. El sacerdote podía ser arrestado también por ofrecer soborno, pero los orgánicos tenían órdenes de simplemente observar y grabar. Hasta entonces, el único acto que les había inquietado durante el último subaño había sido su conversión de un orgánico que se había dejado convencer por él. Había sido algo completamente inesperado, había ocurrido sin ningún tipo de coerción por parte de Zurvan, y no era ilegal. Sin embargo, el converso había sido expulsado de las fuerzas sobre la base de religiosidad y adherencia a la superstición.
A las 3:00 P.M., el padre Tom estaba de pie sobre una caja que le servía de tarima en Washington Square. A su alrededor había doscientos miembros de la Iglesia Cósmica de la Confesión, casi un centenar de curiosos, y otro centenar que no tenía nada mejor que hacer. Había otros oradores dispersos por todo el parque, pero ninguno atraía una multitud tan grande.
Aquí el padre Tom empezó a predicar. Su voz resonaba intensa y profunda. Su ritmo y su fraseología se adaptaban a su mensaje y eran apreciados por la mayor parte de los oyentes, incluso aquellos que rechazaban La Palabra. El padre Tom, tras estudiar a los grandes predicadores negros del pasado que también se habían visto inflamados por La Palabra, sabía cómo ofrecerla.
—Benditos seáis, ciudadanos del domingo. Estéis o no aquí para oír una voz de Dios, no la voz, sino una voz, benditos seáis. Que vuestras virtudes aumenten y vuestras debilidades se encojan. Benditos seáis, hijos míos, ¡todos hijos e hijas de Dios!
—¡Amén, padre!
—¡Dices la verdad, padre!
—¡Dios nos bendiga a ti y a nosotros, padre!
—¡La jauría de los cielos está ladrando a tus talones, padre!
—¡Sí, hermanos y hermanas! —exclamó Zurvan—. ¡La jauría de los cielos está ladrando! ¡La-dran-do, digo!
—¡Sí, padre, ladrando!
—¡Ha sido enviada por el gran cazador para llevaros hasta allí, hijos míos!
—¡Para llevarnos hasta allí! ¡Sí, para llevarnos hasta allí! ¡Dices la verdad, padre!
Con los ojos muy abiertos y llameantes, su cayado de pastor sostenido en lo alto, el padre Tom tronó:
—¡Ladrando, digo!
—¡Ladrando, padre! ¡La oímos!
—¡Pero!
El padre Tom hizo una pausa y miró intensamente a la multitud.
—Pero..., ¿no está la jauría de los cielos ladrando junto al árbol equivocado?
—¿Qué árbol, padre?
—¡El árbol equivocado, digo! ¿Está la jauría de los cielos ladrando junto al árbol equivocado?
—¡Nunca! —chilló una mujer—. ¡Nunca!
—¡Tú lo has dicho, hermana! —exclamó el padre Tom—. ¡Nunca! ¡Dios nunca comete errores, y Su jauría nunca perdería su presa! Su jauría... y nuestra jauría... somos nosotros.
—¡Nosotros, padre!
—Cuando la jauría de los cielos ha rastreado su presa..., ¿quién es la criatura que está arriba en el árbol?
—¡Nosotros, padre!
—¡Y ellos también! —gritó Zurvan, agitando su cayado para señalar a los no creyentes—. ¡Todo el mundo!
—¡Todo el mundo, padre!
Estaba improvisando, y sin embargo hablaba como si hubiera ensayado largo tiempo su discurso, y sus discípulos respondían como si supieran la cadencia exacta de las frases que se esperaba de ellos. Alabó al gobierno por todos los muchos beneficios que había concedido a la gente, y relacionó las grandes plagas que habían azotado al mundo y habían hecho sufrir a tanta gente en tiempos pasados. Esas plagas, dijo, habían desaparecido. Este era sin lugar a dudas el mejor gobierno que el mundo había tenido nunca.
—Ahora, hijos míos..., hijos míos, digo, que algún día seréis adultos en Dios...
—¡Mejor adúlteros en Dios! —exclamó un hombre al borde de la multitud.
—¡Bendito seas, hermano, y benditos sean también tu enorme bocaza y tu duro corazón! ¡San Francisco de Asís, un auténtico santo, saludaba a todos los asnos que encontraba en el camino como Hermano Pollino! ¿Puedo llamarte a ti también Hermano Pollino? ¿Puedo dirigirme a ti con ese nombre?
Zurvan hizo una pausa, sonrió, y miró a su alrededor hasta que cesaron las risas de la multitud. Luego gritó:
—¡Sin embargo, el gobierno no es perfecto, hijos míos! Podría cambiar muchas cosas para mejorar a sus ciudadanos. ¿Pero qué ha cambiado en cinco generaciones? ¿No ha dejado de perseguir el cambio hacia lo mejor porque afirma que no hay ninguna necesidad de cambiar nada? ¿No es eso cierto? ¡Os pregunto, ¿no es eso cierto?!
—¡Sí, padre! ¡Es cierto!
—¡Así pues! ¡Así pues! ¡Así pues! ¡Así pues, hijos míos! ¡La jauría de los cielos no ladra junto al árbol equivocado! ¡Pero, hijos míos, la jauría del gobierno sí ladra junto al árbol equivocado! ¡Oh, y cómo ladra! ¡Día y noche, desde todos lados, ladra! ¡Oímos que todo es perfecto! ¡El milenio ha llegado, y todo está bien en este mundo! ¡El gobierno desanima cualquier mención de un cambio para mejorar! ¡«Somos perfectos», dice el gobierno!
»¿Y es él perfecto? ¿Es el gobierno, como Dios, perfecto?
—¡No, no, no, padre!
Zurvan bajó entonces de su caja. Siguió gritando, hablando, con sus discípulos apiñándose tras él, gimiendo, llorando y gritando, y caminó hacia un lugar a cincuenta metros de distancia. Los demás oradores se estaban moviendo también. Zurvan ocupó un lugar que acababa de quedar libre, y subió de nuevo a la improvisada tarima. La ley había sido observada, y el lugar de la reunión se había trasladado dentro del período de tiempo legal a la distancia legal reglamentaria.
—¡El gobierno permite la práctica de la religión! ¡Sin embargo..., el gobierno no permite que ningún creyente en Dios ocupe un puesto en el gobierno! ¿Es eso verdad?
—¡Es la verdad, padre!
—¿Quién dice que sólo aquellos que creen en los hechos, en la realidad, en la verdad..., la V...E...R...D...A...D..., son aptos para ocupar un puesto en el gobierno?
—¡El gobierno, padre!
—¿Y quién define los hechos, la realidad y la verdad?
—¡El gobierno, padre!
—¿Quién define la religión como una superstición?
—¡El gobierno, padre!
—¿Quién dice que no hay ninguna necesidad de cambio, de mejorar?
—¡El gobierno, padre!
—¿No estamos nosotros en contra de eso? ¿No sabemos que hay una enorme, desesperada necesidad de mejorar?
—¡Sí, padre!
—¿No dice el gobierno que existe un contrato con el pueblo, un contrato social?
—¡Lo dice, padre!
—Entonces decidme, hijos míos, ¿para qué sirve un contrato si, de las dos partes que lo firman, sólo una puede llevarlo a la práctica?
—¡Para nada, padre!
Hasta allí era todo lo lejos que se atrevía a ir por el momento sobre este tema. Aún no estaba preparado para el martirio. Así que cambió a «enfriamiento». Pidió que los no miembros de la iglesia le hicieran las preguntas que quisieran y, como siempre, le preguntaron por qué se embadurnaba la nariz, qué significaba la S en su frente, y qué simbolizaban las mariposas en su barba.
Zurvan dijo que él y sus discípulos eran ridiculizados por sus altos estándares morales con esa expresión antigua genuinamente anglosajona, bluenose, nariz azul, con la que se definía hacía mucho tiempo a los puritanos, así que habían adoptado literalmente el peyorativo para mostrar su orgullo en sus creencias y su indiferencia ante los ridiculizadores. Cuando predicaba, mostraba a todo el mundo su «nariz azul», para que todos pudieran verla.
En cuanto a las mariposas, representaban el último estadio de convertirse en creyente. Del mismo modo que las mariposas, en un primer estadio feas orugas, se envolvían en un capullo del que emergían tras la metamorfosis como maravillosas criaturas, también las almas de él y de sus seguidores habían eclosionado más hermosas.
—¡La gran S en mi frente —retumbó—, no significa Santo ni Satán! ¡Tampoco significa Simplón, como afirman nuestros enemigos! ¡Significa Símbolo! ¡No es un símbolo, sino el símbolo! La S absorbe todos los símbolos, es decir, todos los símbolos del bien! Algún día, esperamos, ¿no es así, hijos míos?, que esta S sea inmediatamente reconocible, y mucho más respetada y valorada, que la cruz, el exagrama y la media luna de los que hablé antes. ¿No es ésa nuestra esperanza y nuestra confianza, hijos míos?
—¡Amén a eso, padre!
Zurvan empezó entonces la lenta aproximación a la llamada a la confesión pública. A medida que transcurrían los minutos, fue acelerando su ejecución, sus gestos, su intensidad, su pasión. Antes de las cinco, cuando todos los conferenciantes y predicadores tenían que parar, había oído la detallada confesión de veinte personas, una de ellas un recién converso. Que esta parte del programa atrajera a más gente del parque que sus prédicas no le alegraba precisamente. Sabía que a los no miembros les encantaba oír las confesiones debido a sus detalles a veces sórdidos, humillantes y escabrosos. No importaba. A veces, algunos que acudían atraídos por ellas se sentían abrumados —implosionados con la luz de Dios—, y se convertían y se confesaban también.
Los orgánicos registraban todo aquello y podían utilizar las confesiones contra los que se confesaban, si hallaban alguna razón para ello. El martirio, de todos modos, era el precio que había que pagar por la fe.
A las cinco, Zurvan regresó a casa, cansado pero exuberante y excitado. Había cabalgado muy alto sobre la silla de la luz de Dios. Tras una cena baja en calorías, rezó. Más tarde, escuchó en la intimidad de su apartamento a la gente que no había tenido tiempo de terminar sus confesiones. A las nueve, celebró un corto servicio para aquellos que se habían apiñado en su apartamento. Iba contra la ley que la gente permaneciera de pie en los descansillos y contemplara las ceremonias en las bandas de la pared. Pero los orgánicos no solían rondar por allí a aquellas horas, y los demás inquilinos no ponían objeciones. A algunos de ellos les gustaba mirar también, aunque no compartían la luz.
Todo aquello había tenido lugar el día cinco de la semana uno, el domingo anterior.
Hoy, día seis de la semana uno del domingo, el padre Tom Zurvan no apareció en Washington Square. Sus seguidores, tras aguardar quince minutos, durante los cuales no consiguieron localizarle por las bandas, acudieron al edificio de apartamentos de Shinbone Alley. El jefe de bloque se negó con todo derecho a utilizar su llave de códigos para entrar en el apartamento del padre Tom hasta que hubieran sido notificados los orgánicos. Tras otro largo lapso de tiempo se presentaron dos orgánicos. Entraron en el edificio junto con el jefe de bloque, la multitud de discípulos, y algunos inquilinos curiosos.
La búsqueda reveló que el padre Tom no estaba en casa. Su petrificador estaba vacío. Su cayado permanecía apoyado contra una banda en la pared, donde había un críptico mensaje:
HE IDO A UN LUGAR SUPERIOR.
28
Tom Zurvan no había mentido.
Estaba de hecho en un lugar superior, las Torres Tao, en el apartamento en la sexta planta de Tony Horn, en la esquina de la calle 11 Oeste y el canal Kropotkin. No era completamente él mismo, pero tampoco era ninguno de sus otros yoes.
Normalmente, hubiera seguido todos los pasos del ritual de convertirse en el padre Tom, y luego se habría echado a dormir. La pesadilla del sábado, sin embargo, había detenido el fluir de los acontecimientos habituales, del mismo modo que una avalancha forma un dique en un río. Había marchitado su alma y lo había enviado gritando por senderos que no deseaba tomar. Había perforado a tiros el capullo de Zurvan, y había dejado que las voces y los rostros e incluso las manos de aquellos otros asomaran por los agujeros. Estaban murmurándole, mirándole, aferrándole.
Aquello no había empezado hasta que había sido él, mucho menos suavemente que de costumbre, a través del mantra mental de la metamorfosis. (¿Era Bob Tingle el que expresaba aquel pensamiento, el Ale-Hop de la aliteración? ¿Era Wyatt Repp quien voceaba las metáforas de «marchitar» y «perforado a tiros»? ¿Era Charlie Ohm quien sugería que le estaban «aferrando»?)
Era consciente, aunque no deseaba ser consciente, de que los vientos del pasado reciente estaban soplando a través suyo como si fuera una vela desgarrada, como si fragmentos de los otros estuvieran surgiendo a través de él como la pimienta de un pimentero.
—¡Parad esto! —gritó mentalmente—. ¡Parad esto!
Aunque, posiblemente excepto Jeff Caird, él tenía la personalidad más fuerte de todos, no podía luchar contra todos sus poderes. Pero los demás inquilinos de su cuerpo se le estaban imponiendo lentamente. Se sentía como recortado, sus fuerzas estaban menguando del mismo modo que habían menguado las de Sansón cuando su pelo fue recortado por Dalila, la deliciosa hija de los falsos filisteos, los ingentes barberos de Belcebú.
—¡Parad esto! —exclamó—. ¡Se trata de algo serio!
(—¡Maldita sea, sí es serio! —dijo Caird con una voz lejana que, sin embargo, se acercaba cada vez más—. ¡Tingle, cállate! ¡Estamos a punto de morir, y tú no haces más que bromear!)
Con voz fuerte, haciendo resonar todo el apartamento, Zurvan dijo:
—¡Por la luz de Dios, os ordeno que volváis a la oscuridad de donde habéis venido!
(—Y una mierda —dijo Charlie Ohm.)
(—Cuando digas eso, sonríe —respondió Wyatt Repp—. Oh, vamos, hombres. Démosle un respiro. La pandilla de linchamiento está en camino. Si no nos cuelgan a todos juntos, seremos colgados separadamente en nuestros respectivos manzanos agrios. El es nuestro representante hoy. Callaos y dejad que él salve nuestra piel. Luego ya tendremos tiempo de organizar el gran barullo, ver quién es el que manda aquí. La única forma...)
(—El apartamento de Tony Horn —dijo Caird—. ¡Ve allí! ¡Es el único lugar donde estaremos seguros! ¡Por un tiempo, al menos!)
—¿Tony Horn? —dijo Zurvan en voz alta.
(—Sí. Lo recordáis, ¿no?)
(—Yo lo recuerdo —dijo Jim Dunski—. Si yo puedo, vosotros también. Caird obtuvo su permiso, recordadlo. Su... nuestra amiga, la comisario general Anthony Horn. Dijo que podía utilizarlo en caso de emergencia. ¡Y éste lo es!)
(—Es una immer —dijo Bob Tingle—. Una vez immer, siempre immer, y no quiero hacer ningún chiste con ello, aunque sepáis alemán. Me traicionará..., nos traicionará, quiero decir.)
(—No sabrá nada hasta el martes —dijo Caird—. ¡Vamos, Zurvan, vayamos allí! ¡Apresúrate!)
Sólo Will Isharashvili no había dicho nada. ¿Era debido a que todavía no sabía lo que estaba ocurriendo? ¿O porque, siendo el último en la línea, si martes era el principio, era el más débil? ¿Su voz no podría añadirse a las otras hasta que fuera despertado mañana? Si era así, nunca tendría la oportunidad de hablar. No iba a ser despertado. Moriría en su sueño.
Aquello alteró aún más a Zurvan. Si no iba a ser Isharashvili mañana, ¿quién iba a ser? ¿Podría seguir siendo él mismo, Tom Zurvan? Tenía que ser así. Él, al menos, no perecería.
—¡Oh, Dios, perdóname! —exclamó—. ¡Sólo estoy pensando en mí mismo! ¡Estoy abandonando a mis hermanos! ¡Soy un cobarde, un Pedro negando a su Señor antes de que el gallo cante tres veces!
(—¡Pedro! ¡El gallo! ¡Tonto de mierda! —dijo Charlie Ohm—. ¡Corta el rollo religioso, hombre! ¡Pongámonos en marcha! ¡Salvemos el culo!)
(—Yo no lo diría de este modo —señaló Jeff Caird—, pero el mini tiene razón. ¡Ocultémonos! ¡Ahora! ¡Vayamos al apartamento de Horn! ¡Por el amor de Dios, hombre, los orgánicos pueden estar junto a la puerta en este mismo momento! ¡O los immers! ¡Aléjate de todo lo que te relacione con nosotros! ¡Aprisa!)
Las voces se calmaron, por el momento al menos. Mientras observaba el tráfico de la calle y el canal, se sintió un poco más fuerte y confiado. No había ninguna causa racional para ello, pero a menudo la confianza no derivaba tanto de una larga experiencia como de la creencia innata en uno mismo.
Tuvo que luchar duramente consigo mismo para hacer lo que la razón le decía que debía hacer. El pesar y una resistencia difícil de reprimir lo sacudieron mientras iba de un lado para otro recogiendo cosas que había que compactar y petrificar para los recolectores de basura. La peluca, la barba y la ropa tenían que desaparecer. Y con ellas el muñeco de sí mismo. Pensó en destruir también el de Ohm, pero había muchas posibilidades de que aquel muñeco no fuera descubierto hasta el próximo sábado. Abrió el armario PP de Ohm con el disco-estrella de identidad del cilindro de Ohm, y se vistió con las ropas de Ohm. Iban a hacer que llamara la atención porque en sábado no se llevaban gorgueras en las blusas ni faldellines. Pero eso no podía impedirlo.
Le dolía engañar a sus seguidores. Parte de su pesar era causado por eso, pero era mejor que no hiciera tambalearse su fe. Sí, eso era, se dijo a sí mismo una y otra vez. Mucho mejor. Pero no podía evitar el pensar en cuántos líderes religiosos del pasado se habían visto obligados a practicar un fraude parecido.
—Si sólo fuera yo, el padre Tom —murmuró—, me quedaría y afrontaría las consecuencias. La sangre de los mártires es la semilla de la fe. Pero no soy el único implicado. Y si yo fuera sólo el padre Tom, no me vería metido en este horrible lío.
Sin embargo, después de apoyar su cayado contra la pared y dejar el mensaje en la banda, sintió que sus fuerzas flaqueaban.
—¡No es justo! —exclamó—. ¡Estoy traicionando a mi gente, a mí mismo y a mi Dios!
(—¡Theokaka! -dijo Charlie Ohm.)
(—Tú sólo eres uno de varios —señaló Jeff Caird. Luego, tras una pausa—: Puede que haya alguna otra solución, una buena salida.)
—¿Cuál es?
(—Todavía no lo sé.)
Volviéndose hacia la puerta, Zurvan dijo:
—¡Adiós, padre Tom!
(—Este tipo es simplemente demasiado —dijo Charlie Ohm—, Pero no lo suficiente.)
(—Un espléndido sentido de lo dramático —dijo Wyatt Repp—. ¿O debería decir melodramático? No estoy seguro de que conozca la diferencia entre pathos y bathos, entre lo sublime y lo ridículo.)
(—¿Eran ésos dos de los tres mosqueteros? —preguntó Bob Tingle.)
—¡Cállate! —exclamó Zurvan mientras abría la puerta, sobresaltando a ociosos en el descansillo. ¿Quién era aquel loco extravagantemente vestido que salía a toda prisa del apartamento del padre Tom?
Zurvan también se sobresaltó. No había esperado que hubiera nadie fuera a aquella hora de la madrugada. Murmurando algo ininteligible incluso para él, cerró la puerta a sus espaldas. A las 3:12 A.M., salió del edificio y se encaminó hacia el bulevar Womanway. El cielo seguía despejado. El aire era cálido pero más fresco que por la tarde. Había algunos ciclistas y peatones, lo cual le hacía menos llamativo. Se cruzó con varios vehículos del Cuerpo de Limpieza del Estado y un coche orgánico. Éste frenó la marcha cuando llegó a su altura, pero no se detuvo. No tenía la menor idea de lo que hubiera hecho caso de ser parado e interrogado.
Tras cruzar Womanway, se dirigió al oeste por la calle Bleecker.
Pasó la casa de Caird, lo cual pareció hacer a Caird más fuerte. Al menos, su voz fue más intensa que la de los otros.
(—Te quiero —exclamó Caird.)
Zurvan no sabía a quién le decía Caird aquello, pero la tristeza en su voz le turbó. Apresuró el paso, luego volvió a frenarlo. Si se cruzaba con algún orgánico, haría que se preguntara por qué parecía a punto de echar a correr.
Al llegar a la calle que orillaba el canal, enfiló hacia el norte. De tanto en tanto miraba por encima de la barandilla, y se detuvo cuando vio un pequeño bote a chorro atado a un muelle flotante. Descendió los escalones y avanzó por el estrecho borde del canal hasta llegar junto al bote. Probablemente pertenecía a los inquilinos de una casa contigua al canal, y aún era demasiado pronto para que Domingo, él o ella, se hubiera levantado para ir a pescar. Subió al bote, soltó la amarra que lo unía al muelle flotante, puso en marcha el chorro accionado eléctricamente, y se encaminó al norte canal arriba. Pasó junto a una docena de pequeñas barcas ocupadas por hombres y mujeres pescando y varios botes de carga. Llevó el bote al lado oeste del canal en la calle 11 Oeste, bajó, y dejó la embarcación a la deriva. Uno más de una larga cadena de crímenes.
Los árboles a lo largo de la calle le ocultarían de los ojos en el cielo. No observarían en qué edificio entraba. De todos modos, a menos que alguien inspeccionara las grabaciones, su desaparición bajo los árboles carecía de importancia.
Antes de entrar en el edificio, pensó brevemente en Isharashvili. Mañana, la esposa del vigilante del parque se preguntaría por qué no había abandonado el cilindro. Abriría la puerta, pensando que había habido algún fallo en la energía. Lo tocaría, y no sentiría la esperada dureza fría; tocaría el suave, blando y flexible plástico del muñeco.
Su chillido resonó por anticipado en su cabeza.
La voz de Isharashvili estaba allí, aunque ella también sonaba muy lejana, en algún lugar más allá del horizonte de su mente.
Tras entrar en el apartamento de Horn, examinó todas las habitaciones. Eran más numerosas y amplias que las suyas, y mucho más lujosas. Puesto que sólo las compartía con otro inquilino, una Jueves, no tenía que guardar sus muchas posesiones personales, joyas, cuadros, figurillas y ceniceros, en el armario PP. El cenicero le sorprendió y disgustó —es decir, a Caird—, puesto que no tenía la más remota idea de que ella utilizara la droga ilegal. Lo cual significaba que, si ella lo hacía, también lo hacía Jueves.
Observó los rostros en las ventanillas de los cilindros. El rostro de la residente del jueves en el apartamento de Horn se enmarcó en el óvalo transparente del cilindro.
Se trasladó al siguiente cilindro y miró por su ventanilla. Tony Horn le devolvió la mirada con unos enormes ojos que no parpadeaban. La buena vieja Tony. Era una buena amiga suya, y siempre había tenido un gran corazón y simpatía. Quizá debiera despetrificarla y explicarle su situación. Ella podría ayudarle mucho mejor que nadie.
(—¿Estás loco? —dijo Ohm—. ¡Es una immer!)
(—Esa no era la opinión de Zurvan —dijo Caird—. Ni siquiera la conoce. Yo estaba pensando por él. Pero tienes razón, Charlie. Se pondría contra nosotros.)
Mientras las voces resonaban en su interior, y los rostros saltaban ante él como muñecos de resorte de una caja, y las manos palmeaban en su mente como si fuera una ventana, Zurvan fue de un lado para otro de la sala de estar. Cuando llegaba a un extremo, daba media vuelta y se encaminaba hacia el otro.
(—Como un tigre en su jaula —dijo Repp—. Es un buen ejercicio, pero no va a sacarnos fuera de la jaula.)
(—Si abandona el apartamento —dijo Ohm—, simplemente se encontrará en una jaula mayor.)
Zurvan ignoró las voces de la mejor manera que pudo. Eran como un hormigueo que deseaba rascarse, pero si se rascaba lo único que conseguiría sería que le picara más.
—Jacob, cuyo nombre se convirtió en Israel y cuyos descendientes eran tan numerosos como los granos de arena en una playa —murmuró Zurvan—. Jacob vio una escalera. Su extremo inferior descansaba sobre la Tierra, y su otro extremo ascendía hacia el Cielo. Los ángeles subían y bajaban por ella, cumpliendo los encargos del Señor. ¡Necesito una escalera, Señor! ¡Deja que caiga para que yo pueda trepar por ella a la morada prometida!
(—¡Está desmoronándose! —exclamó Ohm—. ¡Se convertirá en un loco furioso, y todos nosotros moriremos con él!)
—¡No! —gritó Zurvan—. ¡No estoy loco, y no hay ninguna escalera para mí! ¡No la merezco!
Si una escalera bajara hasta él, tendría que ascender por unos travesaños podridos. Había siete travesaños, y el último, él mismo, seguro que se rompería.
Mundo del lunes
VARIEDAD,
segundo mes del año
D6-S1
(Día seis, semana uno)
29
El lunes no era azul. Era gris, con pesadas y bajas nubes que avanzaban desde el este.
Una de las pocas cosas que se permitía fueran transmitidas de un día al siguiente era las previsiones meteorológicas. La meteorología de 1330 N.E. era muy superior a la de épocas anteriores, que a menudo se habían visto confundidas y engañadas por las excesivamente complejas fuerzas que constituían el clima. Ahora, después de mil quinientos años de investigaciones, los meteorólogos podían predecir con un 99,9 por ciento de exactitud. Pero la Madre Naturaleza, como si estuviera decidida a demostrarle al hombre que nunca podría llegar a dominar ese cero coma uno por ciento restante, a veces le daba la espalda.
Hoy era un ejemplo claro de su marrullería. Los meteorólogos habían anunciado relamidamente que hoy sería un día despejado y cálido. Pero el viento había cambiado, y el continente de nubes en medio del Atlántico había variado de rumbo hacia el oeste, y su frente se hallaba ahora sobre la parte oriental de Nueva Jersey.
Tom Zurvan había reanudado su caminar de un lado para otro. Will Isharashvili, el vigilante del Central Park, el alma gentil y tiranizado esposo, había protestado débilmente acerca de que se le robara el día que por derecho le correspondía. Jeff Caird, al desarrollar la personalidad de Will, había cometido un error. Había ido demasiado lejos modelando a un hombre pasivo y no violento. Sin embargo, había proporcionado a Isharashvili una gran testarudez y valor en el rechazo de todo acto violento, y era eso lo que estaba ocasionando la muerte de Isharashvili. Aunque no estaba completamente muerto aún, estaba desvaneciéndose. Antes que utilizar la fuerza, como los demás, se aferraba a sus principios y así se deslizaba hacia atrás con ellos, fundiéndose en los elementos de los que había surgido.
No ocurría lo mismo con Jeff Caird y los demás. Aunque Zurvan había cerrado con llave las puertas que conducían a ellos, podía verlos arrastrarse fuera a través de agujeros que no sabía que existieran. Cuando volvía a hacerlos retroceder y cementaba los agujeros, los descubría rezumando a través de las paredes en una especie de osmosis.
(—Esto no es propio de ti, Zurvan —dijo Jeff Caird—. Se supone que eres religioso y noble. Altamente moral. Un auténtico hijo de Dios. Deberías alegrarte de ser un mártir, de sacrificarte por los demás. Pero no es así. Eres duro y despiadado, y tan impío como aquellos contra quienes predicas. ¿Qué ha ocurrido?)
(—Es un hipócrita, eso es todo —dijo Charlie Ohm.)
(—Por supuesto que lo es —dijo Wyatt Repp—. Nunca fue completamente lo que afirmaba ser. Aquí está, predicando la absoluta veracidad y honestidad. ¡Confiesa tus pecados! ¡Confiésate! ¡Libérate de toda culpabilidad y vergüenza! ¡Conviértete en el hombre completo, la mujer completa! ¡Sé entero! Sin embargo, ocultaba a sus discípulos y al público que era un immer. Tenía un don que les negaba a ellos, el regalo de una vida mucho más larga. Este hombre farisaico fue y es un criminal. Pertenece a una organización secreta e ilegal. ¡Es realmente un hipócrita!)
—¡Cállate! —exclamó Zurvan—. ¡Cállate!
(—Sí. Tiéndete a lloriquear y muérete —dijo Jim Dunski—. Hazlo fácil para el hipócrita.)
(—Gime, cachorro lloriqueante, jauría de los cielos de duro corazón —dijo Bob Tingle—. Estás ladrándole al árbol equivocado, padre Tom. El perro de la deidad está siguiendo un rastro amargo.)
—¿Qué esperáis que haga? —gritó Zurvan.
Aquello los apaciguó por un rato. Nada de lo que hiciera les ayudaría a ninguno de ellos. O a él. No podía reasumir los hábitos del pasado y ser un hombre un día y otro al día siguiente. No había ningún lugar al que pudiera ir donde pudieran ser de nuevo ellos mismos. Tampoco había ningún lugar donde él pudiera volver a ser el padre Tom. Se enfrentaba a la muerte, y seguro que los otros también. Si los immer lo atrapaban, lo matarían. Si los orgánicos lo atrapaban, lo enviarían, tras un juicio, a una institución para los mentalmente desequilibrados. Si la terapia tenía éxito, él, Zurvan, se disolvería. Y lo mismo harían todos los demás, incluido Jeff Caird.
El hombre que saliera de la institución tal vez se llamara Caird, pero no sería la misma persona.
Si la terapia fallaba, sería petrificado y puesto a un lado hasta que llegara un tiempo en que la ciencia psíquica encontrara una cura segura para él. Inevitablemente, sería olvidado allí. Acumularía polvo en algún enorme almacén junto a los millones que ya había ahora y los miles de millones que irían viniendo.
—Sí, soy un hipócrita —murmuró—. He fracasado. ¿Por qué? Creí que era un auténtico hijo de Dios, que creía que animaba a otros a creer. ¡Yo creía! ¡Realmente! ¡Pero mi Creador me hizo imperfecto!
Se mordió los labios y quiso tironear una barba que ya no estaba allí.
—¡No le culpéis a Él! ¡Él os dio el libre albedrío! ¡Vosotros teníais el poder de remediar las imperfecciones! ¡No cerréis los ojos a la realidad! ¡Vosotros mismos os cegasteis! ¡Vuestro creador no os cegó!
(—Pero olvidas que yo soy tu creador —dijo Jeff Caird, con voz suave pero muy cercana.)
Zurvan gritó y se dejó caer al suelo. Rodó hacia uno y otro lado sobre la moqueta, gritando:
—¡No! ¡No! ¡No!
Cuando dejó de rodar y de gritar, permaneció tendido largo rato, de espaldas, mirando al techo.
(—Infiernos, ¿por qué no dejamos de prolongar esta agonía? —dijo Charlie Ohm—. Entreguémonos. De todos modos, van a cogernos. Al menos estaremos a salvo de los immers.)
(—Demasiados orgánicos son immers —dijo Jim Dunski—. Nos cogerán, encontrarán alguna razón para matarnos antes de que podamos hablar. De todas formas, no me gusta renunciar.)
(—Llega el momento de la verdad en el Psychic Corral —dijo Wyatt Repp —. Que gane el mejor. Levántate del suelo y sé un hombre, Zurvan. ¡Lucha! ¡Si pierdes, cae intentando ganar! ¡Lucha! ¡No escuches a ese perdedor, es un borracho!)
Zurvan se dirigió a la cocina como si estuviera abriéndose camino entre azúcar hilado. Bebió un gran vaso de agua, fue al lavabo, orinó, y se echó agua fría por el rostro. Después de secarse, tomó su bolso de hombro y se dirigió hacia la puerta del recibidor.
(—Hey, ¿dónde vas? —dijo Ohm.)
(—Va a entregarnos —respondió Bob Tingle—. Cuando los orgánicos hayan acabado con nosotros, no quedará piedra por remover. Nos darán la vuelta como un calcetín y luego nos petrificarán. ¡Piensa en eso, hombre!)
(—No lo decía en serio —murmuró Ohm—. Sólo estaba bromeando, pinchándote un poco para ver si estabas realmente loco.)
(—¡No lo hagas! —dijo Caird—. ¡Puede que haya alguna salida!)
Zurvan cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió hacia el ascensor.
—No voy a ir a entregarme —dijo—. Sólo quiero dar un largo paseo. No puedo soportar el permanecer encerrado en el apartamento. Necesito pensar. Necesito...
¿Qué necesitaba? Una posibilidad donde todo era imposible.
(—Cuando en el laboratorio la rata no puede hallar la salida del laberinto —dijo Caird—, cuando la rata tropieza con un problema insoluble, cuando la rata se halla absolutamente confusa, se deja caer al suelo y muere.)
—¡Yo no soy una rata! —dijo Zurvan.
(—No —admitió Caird—, no lo eres. Ni siquiera eres una rata. ¡Eres una ficción! ¡Recuérdalo, yo soy tu creador! Yo, el auténtico, te hice: ¡una ficción!)
(—Entonces, eso significa que el resto de nosotros también somos ficciones —dijo Repp—. Tú nos hiciste. ¿Pero y qué? Tú también eres una ficción, Caird. A ti te hicieron el gobierno y los irnmers.)
(—La ficción puede convertirse en realidad —dijo Dunski—. Somos tan reales como Caird. Después de todo, nos hizo de partes de sí mismo. Nos desarrolló como seguramente una madre desarrolla el embrión en su seno. Y nos parió también. Ahora quiere matarnos. ¡A sus hijos!)
(—¡Por el amor de Dios! —exclamó Ohm—. ¡Todos deseamos matarnos los unos a los otros! ¡Dios, necesito un trago!)
(—Yo soy vuestro creador —dijo Caird una y otra vez—. El creador de todos vosotros. Lo que hice, puedo deshacerlo. Soy vuestro creador y vuestro descreador.)
(—¡Y una mierda! —exclamó Charlie Ohm—. ¡Tú no eres Aladino, y nosotros no somos genios que puedas volver a meter en una botella!)
(—Tú pensarías en una botella —dijo Bob Tingle—. ¡Borracho, perdedor, pequeño Lázaro! Piensa en ti mismo como en una resaca de la que todos queremos librarnos. ¡Todos sois resacas!)
(—¡En garde, hijo de puta!)
(—¡Juega tu mano!)
(—Todos ficciones. Yo os hice. Ahora os deshago.)
(—¡Ohm-mani-padme-hum!)
(—¡Farsante, alcohólico colibrí!)
(—Yo os hice. Ahora os deshago. Pensáis por un momento que yo no había previsto esto. Hice los rituales que os admitían cada día dentro de vuestro día. Pero también hice los rituales contrarios, el ritual del deshacer, el ritual de no entrada. Sabía que algún día iba a necesitarlo. ¡Y hoy es el día!)
(—¡Mentiroso!)
(—¿Unas ficciones llamándole mentiroso al creador de ficciones? ¿Mentiras vivientes llamándole mentiroso a quien las convirtió en verdades, aunque fueran verdades temporales? Soy vuestro creador. Os hice. Ahora os deshago. ¿No podéis sentir como todo se desvanece a vuestro alrededor? ¡Volved allá de donde vinisteis!)
El viento que soplaba a través de Waverly Place no era lo bastante fuerte todavía como para arrebatar un sombrero de la cabeza. Pero los vientos que aullaban en el interior de Zurvan parecían alzarle y arrastrarle hacia las nubes. La luz disminuyó; los peatones a su alrededor le miraban porque andaba tambaleándose. Cuando le vieron caer de rodillas y alzar las manos por encima de su cabeza, retrocedieron y se alejaron.
Allá a lo lejos, al este, el trueno golpeó el suelo con los pies en una danza de guerra, y el relámpago soltó sus múltiples lanzas.
Zurvan empezó a girar en el girante grisor. Intentó aferrarse a la oscura humedad para no caer. ¿Hacia arriba? ¿O hacia abajo?
—¡Oh, Dios! —aulló—. ¡Estoy perdido! ¡Arráncame de esta condena! ¡Llévame lejos de este mundo gris, hasta tu gloria!
La gente en la acera retrocedió más aún o se apresuró a alejarse cuando Zurvan se llevó las manos a los ojos y gritó:
—¡La luz! ¡La luz!
Cayó hacia delante sobre sus brazos, y permaneció inmóvil por unos momentos.
—Hay que llamar a una ambulancia —dijo alguien.
Rodó sobre sí mismo, mirando y parpadeando, y se puso tambaleante en pie.
—No será necesario —dijo—. Estoy bien. Sólo un poco mareado. Iré a casa. Está cerca. Simplemente déjenme solo.
Jeff Caird, susurrando: «¡La luz! ¡La luz!», cruzó el puente sobre el canal. Cuando se hallaba a una manzana de distancia de Washington Square, se sentía fuerte y seguro.
(—¿Se ha ido? —preguntó Tingle.)
(—Como el indio que dobló su tipi y desapareció en la noche —dijo Wyatt Repp.)
(—Casi se me llevó con él —murmuró Charlie Ohm—. ¡Dios! ¡La luz!)
(—Tenía forma de espada —dijo Jim Dunski—. Descendió y lo alzó sobre su hoja, y lo lanzó al llameante cielo.)
Sus voces eran débiles. Se hicieron un poco más fuertes cuando descubrieron que Caird estaba ahora al control del cuerpo.
(—Oh, Dios mío —dijo Ohm—. ¡Estamos hundidos!)
(—Míralo de este modo —dijo Repp—. Zurvan mordió el polvo. Ahora..., es la última oportunidad de Caird. Tendremos su cabellera antes de que esto termine.)
Zurvan no estaba seguro de que no hubiera sido él mismo el que se hubiera estado forjando las voces de los otros. Caird tampoco estaba seguro de ello. No importaba que pudieran ser imaginarias. Como tampoco importaba que las voces pudieran ser de personalidades tan reales como la suya. Lo que importaba era que él era el dueño. Y sabía lo que tenía que hacer.
Caminó en contra del cada vez más intenso viento hacia el alto tubo vertical amarillo en la esquina noroeste del parque. Aquélla era una de las entradas del sistema subterráneo de cintas de transporte y conducciones de agua y energía. Una banda a su lado advertía que tan sólo los trabajadores del CLE podían utilizarla. No había trabajadores ni orgánicos de uniforme a la vista, y las pocas personas que hasta hacía poco habían permanecido en el parque se estaban marchando.
Se detuvo. Bajo las ramas de un roble, en la distancia, había sentada una solitaria figura. El hombre que había estado jugando al ajedrez con Gril se alejaba, sacudiendo la cabeza. Al parecer, Gril había pedido a su contrincante terminar el juego. El hombre, sin embargo, habría recibido su compensación por ello.
Caird se detuvo junto a la entrada del tubo.
(—¿Y ahora qué? —dijo Ohm débilmente.)
Unas cuantas hojas arrancadas de los árboles revolotearon a su alrededor. El viento, frío con la promesa de lluvia, agitó su pelo. Un ciclista, inclinado sobre el manillar, bombeando fuertemente con los pies, pasó rápido por su lado.
Gril se puso en pie. Su roja barba y su largo pelo rojo estaban alborotados por el viento. Recogió las piezas, las metió en una caja, dobló el tablero y lo guardó también en la caja. Caird empezó a correr hacia él. Gritó, pero el viento arrastró sus palabras por encima de su hombro como si fueran confetti.
Gril se volvió y vio a Caird correr hacia él. Se agachó y miró hacia ambos lados, como deseando descubrir el mejor camino para huir. Luego volvió a alzarse y aguardó.
30
Caird retuvo su marcha y sonrió para indicar a Gril que no pensaba hacerle ningún daño. Cuando llegó a una distancia desde la que el otro podía oírle, dijo:
—No soy un orgánico. No ahora, al menos. Sólo deseaba hablar un minuto con usted, Yankev Gad Gril. No más tiempo que eso, se lo juro. Tengo asuntos urgentes que resolver; no le retendré mucho.
Gril estaba recuperando su color. Dijo con voz profunda e intensa:
—Sabe usted mi nombre. Yo en cambio no sé el suyo.
—No necesita saberlo —dijo Caird—. Siéntese un minuto. Es una lástima que haya guardado el tablero. Hubiéramos podido terminar nuestra partida.
Gril frunció el ceño y dijo:
—¿Nuestra partida?
Caird pensó en decir: «Yo hice el primer movimiento: 1LB-CM-4. Luego usted hizo el segundo: LB-CM GE.»
Eso hubiera sido tanto como decirle a Gril que era su oponente del martes. Su ex-oponente del martes pasado. Pero Caird deseaba que supiera tan poco como fuera posible de su identidad.
(—Tú tampoco sabes mucho de él —dijo Ohm.)
En vez de ello, Caird dijo:
—Sé que es usted un quebrantadías. No, no se alarme. No voy a hacer que le detengan...
Miró a su alrededor. Aún había menos peatones y ciclistas que antes. Pasó un taxi, con dos personas en el asiento de atrás. El retumbar de los truenos se acercaba. La tormenta estaba abriendo su oscuro gabán para dejar al descubierto los relámpagos.
Los pequeños ojos verdes de Gril se hicieron más pequeños, y sus delgados labios se apretaron hasta convertirse en una fina línea. Dijo:
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero satisfacer mi abrumadora curiosidad. Eso es todo. Sólo quiero que me responda a una pregunta.
(—¿Estás loco? —dijo Charlie Ohm—. ¿Y si vienen los orgánicos mientras te dedicas a tus locuras particulares? ¡Por el amor de Dios, Caird!)
—Si puedo responderla —dijo Gril.
Quizás Ohm tuviera razón, y él estuviera loco. O quizás estuviera aflorando el orgánico del martes que había en él. Fuera cual fuese la razón, tenía que saber las motivaciones del hombre.
—Por lo que sé de su caso —dijo Caird—, no tenía usted ninguna razón aparente para convertirse en un quebrantadías. ¿Por qué lo hizo?
Gril sonrió y dijo:
— Si se lo contara, no creo que fuera capaz de comprenderlo.
(—En cualquier segundo —dijo Repp—, en cualquier segundo a partir de ahora, aparecerán los orgánicos por alguna esquina. Quizá no se pregunten por qué vosotros dos estáis sentados aquí debajo de un árbol que puede ser alcanzado por un rayo. Quizá no acudan a preguntaros por qué. Y luego quizá no os pidan vuestras identidades. Quizá todavía no tengan vuestra descripción.)
—Inténtelo —dijo Caird.
—¿Cuánto sabe usted acerca del judaísmo ortodoxo?
—Es probable que lo suficiente. Sé su nombre, ¿recuerda? Sé quién es usted.
Gril miró a Caird por encima de la mesa. Tenía su caja apretada tan fuertemente que sus nudillos estaban blancos.
—Entonces sabrá usted lo importante que es para nosotros el observar el Sabbat.
Caird asintió.
—¿Sabe usted que el gobierno no nos prohíbe observar el Sabbat? No nos permite tener una sinagoga, pero en eso no muestra favoritismos. Ninguna religión tiene una iglesia o templo o mezquita o sinagoga.
—La gente necesita el espacio que ocuparían para viviendas y fábricas —dijo Caird—. Además, las religiones son una forma de superstición maligna, contraria a todas...
Gril alzó una gran mano de rojizo vello.
—No quiero entrar en discusiones acerca de razones posibles.
—Yo tampoco —dijo Caird, mirando a su alrededor—. Sólo era que...
—No importa. Como he dicho, nos permite hacer lo que Dios nos dijo que debíamos hacer. Observamos el Sabbat. Es el séptimo día de la semana, empezando con el anochecer del viernes y terminando con el anochecer del sábado.
—Comprendo —dijo Caird.
—Sí, pero no comprende lo importante que es que observemos la antigua práctica, la antigua ley. La ley. No la ley del gobierno. La nuestra. Una ley mucho más antigua.
—Pero ustedes ya tienen sus Sabbats.
Gril levantó una mano de la caja y alzó un dedo.
—Sí. Pero no se corresponde con el antiguo y sagrado calendario. En vez de viajar horizontalmente por el calendario, viajamos verticalmente. El Sabbat fue el último lunes, no el sábado. Es decir, si se obedece la ley del estado.
—Creo que entiendo lo que quiere decir —dijo Caird—. Resulta duro...
—Por favor. Va a llover muy pronto. Puesto que he sido cortés con usted, un desconocido que vino de ninguna parte y que probablemente va a ninguna parte...
(—¡Acabas de acertar, muchacho! —dijo Charlie Ohm.)
—...sin decirme quién es ni por qué está aquí, creo que no es pedirle mucho que intente no interrumpirme.
—De acuerdo —dijo Caird.
(—¡Los orgánicos! —susurró Ohm.)
Caird miró rápidamente a su alrededor, pero Ohm simplemente le estaba advirtiendo que vigilara la posible presencia de orgánicos.
—No me gustaba la idea de observar el Sabbat en el día equivocado, el lunes en vez del que correspondía y había sido decretado hacía mucho...
(—Ese hombre habla tanto como tú, Caird —dijo Ohm.)
—...pero obedecía al estado y a los rabinos. Después de todo, ellos razonaban que, independientemente de que fuera sábado o no, el Sabbat seguía cayendo en el séptimo día de nuestra semana. Pero a mí no me gustaba este razonamiento. Luego, un día, mientras leía el libro de un hombre muy sabio, aunque a veces estaba equivocado y lleno de prejuicios, llegué a un párrafo que me afectó profundamente.
—¿Cerinto?
El único signo de sobresalto de Gril fue un rápido parpadeo.
—¿Cómo sabe usted eso?
—No importa. Lamento haberle interrumpido de nuevo.
—En realidad, el autor era Pseudo-Cerinto. Los eruditos han establecido que algunos de los libros supuestamente escritos por Cerinto correspondían a otro hombre, de nombre desconocido, llamado por conveniencia Pseudo-Cerinto. Yo, sin embargo —Gril pareció muy complacido—, conseguí probar que Cerinto y Pseudo-Cerinto eran en realidad la misma persona. Su estilo como Pseudo-Cerinto era diferente del de Cerinto porque, cuando escribía como Pseudo-Cerinto, estaba poseído por la shekinah o doxa...
—¿Por la qué?
—La presencia de Dios o la luz que arroja Su presencia. Los targumistas utilizaban ese término...
—No importa —dijo Caird—. ¿Cuál era ese párrafo que le afectó tan profundamente?
(—Cerinto y Pseudo-Cerinto —dijo Bob Tingle—. Otro esquizofrénico. ¿Crees que tenemos sitio para él también? Sube con nosotros, hermano sabio, vidente y psicópata.)
(—No puedo creer que estemos aquí al aire libre discutiendo de teología y estilística mientras la tormenta y los orgánicos se ciernen sobre nosotros —dijo Ohm.)
—Cerinto —prosiguió Gril— creía que los ángeles crearon el mundo. Y que un ángel dio a los judíos su ley, que era imperfecta. Estaba equivocado respecto a esto, por supuesto. La shekinah dio la ley a los judíos, y la shekinah no puede dar leyes imperfectas. No a Su pueblo elegido.
»Pero Pseudo-Cerinto, inspirado por la shekinah, escribió que, aunque la ley hubiera sido imperfecta en un principio, había sido hecha perfecta por los judíos. Su testarudez en aferrarse a su ley pese a todas las persecuciones y desgracias, y su supervivencia pese a todo lo que hubiera debido borrarlos de la faz de la Tierra, probaba que estaban obedeciendo la ley perfecta. Tras este párrafo, Pseudo-Cerinto denunciaba a Cerinto proclamando que estaba en un grave error y que, por supuesto, no era muy brillante. Menciona varias cartas que envió a Cerinto explicando el error. Esas cartas no han sido halladas nunca...
La lluvia empezó a caer, unas gotas grandes pero dispersas. El viento intentó arrancarle a Caird el sombrero de la cabeza. Retumbó el trueno. Los relámpagos cebraron el cielo, apuntándoles con sus varias patas resplandecientes.
—¿Lo que está diciendo —dijo Caird con voz fuerte para hacerse oír— es que se convirtió usted en un quebrantadías simplemente para obedecer la letra de la ley?
—¡La letra es el alma del espíritu! —exclamó Gril.
Hizo una pausa, y le miró con ojos llameantes.
—También había otra razón. Era fuerte, aunque no lo bastante fuerte como para convertirme en un quebrantadías si no hubiera estado emparejada con mi deseo de observar, aunque únicamente fuera una vez, una sola vez, el Sabbat tal como debe ser observado.
»Soy un ser humano. Soy el hijo de una especie que siempre ha sido una con el ritmo de la Naturaleza tal como ha sido decretado por Dios. Incontables generaciones desde el inicio de la especie han gozado del lento desplegarse de las estaciones, un fenómeno que todos daban por garantizado aunque era uno de los muchos dones de Dios. Pero la Nueva Era..., ¡la Nueva Era!..., ¡acabaron con las estaciones, hombre! ¡Las han arruinado, las han encogido!
»¡La primavera es una explosión de verdor, que aparece y desaparece en unos pocos días! ¡El verano..., el verano es un destello de calor! ¡Durante demasiados veranos sólo he conseguido los días achicharrantes y ninguno de los frescos! ¡El otoño no cambia lentamente a sus hermosos colores! ¡No se deslizan de uno a otro como una mujer probándose ropa! ¡Un día es verde y un estallido de colores completamente realizados, y al día siguiente todo está muerto, muerto! ¡Y puede que usted se haya perdido completamente la nieve, ese manto blanco de Dios!
—Eso es cierto —dijo Caird—. Por otra parte, la carrera de las estaciones puede ser algo excitante, y piense ahora en cuántas más estaciones podrá llegar a ver que si hubiera vivido como lo hacían nuestros antepasados. Siempre se gana algo cuando se pierde algo, y viceversa.
—No —dijo Gril, agitando violentamente la cabeza—. Lo quiero como Dios dijo que debía ser. No aceptaré...
Caird no oyó el resto de lo que dijo. Se levantó rápidamente, mirando más allá del hombro de Gril al coche patrulla que había aparecido doblando la esquina del edificio de la calle junto al canal. Estaría más allá del tubo de acceso al mundo subterráneo en la esquina noroeste del parque mucho antes de que él pudiera alcanzarlo. Tenía el camino cortado.
Gril volvió la cabeza, miró una sola vez y dijo:
—Quizá se encaminen a alguna parte. —Sonaba tranquilo.
Había otro tubo de acceso en la esquina noreste del parque. Pero no debía echar a correr ahora. Espera y ve si el coche sigue su camino.
Estaba yendo aprisa, con sus faros taladrando la débil luz y reflejando las gotas de lluvia. A varios metros del cruce de la Quinta Avenida y Washington Square Norte, sin embargo, frenó y se detuvo.
Gril había dejado de hablar por un momento. Ahora, mirando al coche, dijo:
—Nuestro destino está ahí. —Cerró los ojos, y sus labios se agitaron.
—El suyo quizá sí, pero no el mío —dijo Caird.
Gril abrió los ojos en el momento en que se abrían las portezuelas del coche. Las nubes se abrieron también, y la lluvia empezó a caer torrencialmente, como si ambicionara convertirse en las cataratas del Niágara. Dobló las hojas encima de los dos hombres y derramó una cascada sobre ellos. En pocos segundos estuvieron helados y empapados, aunque la lluvia era sólo parcialmente responsable del helor.
Dos hombres y una mujer salieron del vehículo. El conductor rodeó la parte frontal del coche, revelando su uniforme gris y marrón a la luz de los faros. Su cinturón contenía una funda, de la que asomaba la culata de una pistola.
La mujer gritó algo y echó a correr hacia Gril y Caird. Los dos orgánicos gritaron tras ella. Caird creyó oír: «¡Alto!» El relámpago estalló inmediatamente después, tan cerca que Caird pensó que había golpeado el árbol más cercano. El destello le reveló a Ruth Zog Dinsdale, su..., no, la esposa de Isharashvili. Su rostro estaba distorsionado; su grito cortó como un cuchillo el retumbar del trueno.
Su edificio estaba al otro lado del canal, casi directamente opuesto a las Torres Tao. Había sido una imprudencia caminar tan osadamente por la calle frente al edificio. Puesto que sabía que ella podía estar mirando por la ventana y verle, hubiera debido ir por una calle de atrás. Pero las probabilidades de que ella le viera habían parecido bajas, y él no era él. Zurvan no había estado en condiciones de pensar en esos detalles.
Se dio la vuelta y echó a correr hacia el sur. Huir hacia el tubo de acceso que había planeado tomar era demasiado peligroso. Podía ser interceptado muy fácilmente. Había otro tubo localizado en la esquina de La Guardia Place y Washington Square Sur.
Gril exclamó:
—¡Buena suerte, hombre! —y dijo algo en un idioma ininteligible. ¿Una bendición yiddish?
—¡La necesito! —dijo Caird, y echó a correr.
31
Corrió en zigzag, intentando mantener los árboles entre él y su perseguidor. Una mirada a sus espaldas en el momento del destellar de un relámpago le mostró a su esposa de pie inmóvil y a uno de los orgánicos corriendo tras él. Gril había desaparecido. Probablemente se había limitado a alejarse. Otra mirada a la penumbra le dijo que el conductor había vuelto al coche. Silueteado contra las luces de la calle, que acababan de encenderse, el coche avanzaba hacia el este, en dirección a Washington Square Este. Su conductor estaba siguiendo los procedimientos orgánicos: mientras un hombre perseguía al fugitivo, el otro conducía su coche para cortarle el camino más adelante.
Caird pensó que podía alcanzar el tubo antes que el coche. También le llevaba una buena ventaja al otro orgánico. Pero no podía aventajar al rayo de una pistola. Cuando llegó junto al tubo, sin embargo, aún no le habían disparado. O, si lo habían hecho, no había sido consciente de ello.
El coche estaba a veinte metros de distancia cuando Caird alcanzó el tubo. El hombre de a pie estaba como a unos treinta metros tras él. Caird rodeó el tubo hasta el lado de la calle, en Washington Square Sur. La entrada era oblonga; el interior, medio iluminado por las luces de la misma calle. Apoyó la mano sobre una placa en la pared de atrás, quince centímetros por encima de su cabeza. Era un globo con unas letras sobreimpresas, STSEM (Sistema de Transporte Subterráneo del Estado de Manhattan). Pulsó la S y la E. La al parecer inamovible placa respondió a su mano alzándose por su extremo inferior, hacia arriba y a la izquierda. Tanteó en el hueco que había quedado al descubierto y encontró los dos botones que había allí. El código del lunes era el botón de la izquierda, una pulsación corta, y luego el botón de la derecha, una pulsación larga y otra corta. Era una suerte que Isharashvili, como vigilante del Central Park, conociera el código, y que aún hubiera en él lo suficiente del vigilante como para recordarlo.
Tras liberar el mecanismo de cierre de la tapa para personas, se inclinó, alzó la manija insertada en su parte central y tiró hacia arriba. La tapa se alzó, pero sólo porque él pesaba lo suficiente como para ser registrado como un adulto por la placa sensora de seguridad que le rodeaba.
Se encendió una luz en el tubo y en el agujero cuya tapa había alzado. Debajo del agujero había una escalerilla de plástico irradiado dentro de un armazón también de plástico. Empezó a bajar, se detuvo, alzó la mano, y tiró hacia abajo de la tapa con la manija que había en su parte inferior. Descendió con suavidad, retenida por un mecanismo hidráulico que impedía que cayera. Justo antes de que se cerrara, Caird vio los pies del orgánico. Una voz ronca dijo:
—¡Deténgase, en nombre de la ley!
—¿Qué ley? —murmuró Caird.
Sus perseguidores eran orgánicos, pero también eran immers. No habían tenido tiempo de acudir a una comisaría y retirar pistolas de rayos de partículas cargadas. Aquéllos debían haber estado en el vecindario o en sus proximidades, y seguramente estaban buscándole. Tuvieron la suerte —la desgracia para él— de ser los más próximos a Ruth Dinsdale cuando ella llamó. Habían sacado sus armas ilegales, de propiedad particular, de algún lugar escondido en el coche, y tenían intención de utilizarlas.
Caird descendió diez metros la escalerilla antes de detenerse en la blanda y flexible pasarela parecida a caucho plástico. Se extendía hacia el este y hacia el oeste hasta tan lejos como podía ver, lo cual no era más que unos treinta metros en ambas direcciones. Fuera hacia donde fuese, las luces viajarían con él, y la oscuridad le seguiría y precedería.
La pasarela estaba limitada a un lado por una recia pared de plástico y al otro por una barandilla. Más allá había dos cintas de transporte de mercancías, cada una de ellas de cinco metros de ancho. Por el momento permanecían inmóviles. Más allá de ellas, contra la pared, había dos enormes conducciones. Una de ellas era la del agua; la otra la del alcantarillado.
Puesto que era a la vez un orgánico y un immer, Caird había estudiado los sistemas. Cada cien metros, la pared de roca mostraba un cartel identificador del túnel y de las cintas, y diagramas del sistema local. Junto a cada uno de ellos había una banda de comunicación. Esas bandas podían ser utilizadas también para monitorizar el túnel. Si los hombres que le perseguían se tomaban el tiempo de llamar a un immer en el centro de control de monitorización, podrían comprobar todas las bandas de los túneles. El monitor les diría exactamente dónde estaba su presa.
No sabía si los immers tenían a alguien en el centro de control. Pero no podía correr el riesgo. Tenía que encontrar un lugar donde no hubiera monitores. Aunque conocía este lugar y ya estaba corriendo hacia él, encontraría allí peligros de los que sus perseguidores solamente serían uno.
Corrió, con los pies golpeando contra la pasarela y el jadeo de su respiración como únicos sonidos acompañantes. Cuando miró hacia atrás, vio otra luz siguiéndole. Los dos hombres eran pequeñas figuras dentro de un gusano de luz. Estaban a unos doscientos metros a sus espaldas, demasiado lejos para que sus armas fueran efectivas. Tenía que mantener aquella distancia. Hasta entonces no se habían parado a llamar, y lo hubieran hecho si hubieran tenido a alguien en el centro de control de monitorización.
El túnel se inclinó hacia abajo tan gradualmente que no se hubiera dado cuenta de ello si no hubiera estudiado con anterioridad el sistema. Cruzaba por debajo del canal Kropotkin, pero, antes de llegar allí, llegaría a dos túneles que se cruzaban con éste en ángulos rectos. Tomó el primero de ellos y corrió hacia el norte. La cinta junto a la pasarela estaba más baja que las anteriores y llevaba algunas cajas de mercancías. Las placas que formaban la cinta, de dos micrones de espesor, no estaban unidas entre sí, sino que se movían silenciosamente como una caravana de orugas, una detrás de la otra. Se deslizaban sobre el lubricante proporcionado por la banda continua que había bajo ellas y eran impulsadas por pulsos magnéticos.
Avanzando a buen paso, mirando a menudo hacia atrás para asegurarse de que sus perseguidores no habían echado a correr, Caird siguió avanzando hasta que llegó a una intersección de túneles a tres niveles. Al lado de la pasarela había una amplia estancia excavada en la tierra, rocas y bloques de cemento que formaban el primer nivel debajo de las calles de Manhattan. La estancia estaba recubierta en sus paredes, suelo y techo por una gruesa capa de plástico. Entró en ella, y las luces se encendieron apenas entrar. Había un almacén de herramientas y una sala de descanso y unos lavabos para los trabajadores. Después de mirar apresuradamente a su alrededor, corrió hacia una mesa y tomó una linterna, dos pilas, un martillo y un destornillador con un mango largo y delgado. Probó la linterna, y se metió las cinco cosas en su bolso de hombro. A la salida, se detuvo a beber un poco de agua de una fuente.
Al salir de la estancia vio que los dos hombres habían ganado terreno. Uno de ellos alzó su arma y disparó. Caird se agachó, aunque su movimiento fue inútil. El rayo golpeó cerca de él pero no causó ningún daño en la pared. Avanzó más aprisa que antes. Los dos hombres le estaban ganando terreno a un ritmo de quizá tres metros cada diez segundos. Incrementó su velocidad a fin de poder mantener la anterior distancia de doscientos metros de ellos.
Empezando a jadear, corrió hacia su primer objetivo, un recinto amarillo de pozos verticales rodeado por dos barandillas horizontales. Había estado corriendo tan rápido que tuvo que detenerse aferrándose con fuerza a la barandilla superior. La rodeó y se dejó caer rápidamente hacia otra escalerilla vertical. Justo en el momento en que su cabeza desaparecía por el agujero, la luz encima suyo se apagó. Desde arriba le llegó un grito de furia antes de que estuviera a medio camino de bajar la escalerilla.
—Ahora no iréis tan aprisa, bastardos —murmuró. Al pie de la escalera, rebuscó en su bolso y sacó la linterna. Su rayo, sondeando aquí y allí, le reveló lo que quedaba de las antiguas cintas de transporte. El sistema había sido abandonado hacía setecientos obaños cuando el segundo gran terremoto golpeó Manhattan. Las placas eran de gruesa aleación de aluminio, muchas de ellas arrancadas o dobladas. Los huecos dejaban al descubierto los oxidados y medio sueltos rodillos de abajo. El sistema se había vuelto obsoleto mucho antes de que, junto con tres cuartas partes de los edificios de la isla, fuera destruido por el temblor.
Aquella catástrofe había sido terrible, aunque no había resultado tan difícil recuperarse de ella como del terremoto aún más intenso del año 498 N.E.. A este nivel, sin embargo, el plástico de secado rápido rociado en una espesa capa para cubrir los túneles no se había visto tan retorcido como el del primer nivel. Aunque el deterioro había sido igualmente grande. En muchos puntos, el plástico se había doblado más allá de su límite de flexibilidad para resistir el choque. La tierra había brotado por entre las grietas, y las filtraciones habían añadido más tierra. La linterna, de todos modos, reveló que no había ningún bloqueo total atrapándole allí. No al menos en aquella zona.
Le alcanzó una luz desde arriba. Los dos hombres se estaban acercando. Dudó. Podía alejarse de allí tan rápido como fuera posible, o podía esperar e intentar dejar sin sentido o matar al primero que bajara por la escalerilla. Para conseguir eso, tendría que retirarse más allá del alcance de sus linternas mientras paseaban sus rayos por todo el lugar desde la entrada de arriba. Luego debería echar a correr después de que el primer hombre iniciara el descenso y, de alguna forma... No. Si arrojaba el martillo, podía fallar o herir sólo ligeramente al immer. Los dos hombres llevaban sus pistolas en la mano, y el que estuviera encima dirigiría directamente el haz hacia la zona de abajo.
Justo en el momento en que decidía no atacar, el esperado rayo de luz descendió desde el agujero de la entrada más allá de la escalerilla. Caird dio la vuelta y se alejó rápidamente, esperando ir en la dirección correcta para él. Le llegaba suficiente luz desde el agujero como para ver ligeramente hasta una cierta distancia frente a él, aunque le costaba caminar: la pasarela estaba rota y doblada, y en una ocasión casi estuvo a punto de caer en una brecha.
Sabiendo que el hombre que llegara primero abajo se detendría al final de la escalerilla y exploraría la zona con su luz, Caird apresuró el paso. Miró una vez hacia atrás. Al ver que el rayo barría los alrededores, se dejó caer tras un montón de húmeda tierra que había caído de un hueco en la pared. Apenas justo a tiempo. La luz incidió en la pila y luego se alejó.
El segundo objetivo de Caird, si recordaba correctamente, se hallaba a unos ciento veinte metros de distancia. Se puso en pie y avanzó con precaución, asegurando su camino con la barandilla de la pasarela, caminando ligeramente agachado, temeroso de caer. Y luego perdió pie, cayó impotente hacia delante cuando pisó una parte de la pasarela que no estaba allí. Reprimió un grito y extendió los brazos hacia delante y a los lados para impedir herirse si golpeaba contra algo. Aterrizó sin daño en un pequeño agujero. No se puso inmediatamente en pie porque el rayo barrió por encima de él. Si hubiera estado de pie, hubiera sido atrapado por él.
El túnel amplificaba los sonidos. Oyó a uno de los hombres decir, en voz baja:
—¿Adonde vas tan aprisa? ¡No debemos separarnos!
—Estás hablando demasiado... —dijo el otro hombre. Su voz se apagó, de modo que Caird sólo pudo oír un murmullo impreciso.
—Demasiado alto —terminó Caird por él. Probablemente permanecerían juntos y explorarían la zona en ambas direcciones a lo largo de un centenar de metros o así. Observando desde el borde de la rota pasarela, les vio alejarse de él. Respiró más tranquilo. Volvió a subir a la pasarela y siguió avanzando sobre manos y rodillas. Cuando el rayo se le acercaba, se dejaba caer plano boca abajo. Volverían de tanto en tanto para intentar atraparle con el rayo.
También estarían registrando los numerosos montones de tierra. No les tomaría mucho tiempo darse cuenta de que no había ido en la misma dirección que ellos. Aunque podía saltar sobre algunos de los montones de tierra, finalmente terminaría pisando alguno. Avanzando a tientas en la oscuridad, no podía evitar el dejar huellas.
Lo cual significaba que, cuando fueran en aquella dirección, podrían seguir su rastro.
Siguió avanzando por la pasarela, tan rápido como podía arrastrarse. Estimó que debía hallarse ya muy cerca de su objetivo. Unos cuantos metros más, y llegaría. Estaba próximo a la pared, de modo que no podía pasar de largo. Una vez hubiera bajado por él, podría utilizar su luz. Por un tiempo, al menos.
Dejó de arrastrarse y gruñó quedamente. Algo había rascado su rostro, justo debajo del pómulo derecho. Desapareció cuando echó la cabeza hacia atrás, pero sintió que su mejilla ardía. Se llevó la mano a ella y notó el fluir de la sangre. Maldiciendo suavemente, deslizó el bolso de su hombro, lo abrió, rebuscó en su interior y sacó un pañuelo de papel. Tras pegarlo a la herida, tanteó con cuidado a su alrededor hasta que encontró lo que había arañado su rostro. Era el extremo roto de una tubería o de una barandilla.
Volvió a echarse el bolso al hombro y se deslizó entre la pared y la tubería. La pasarela estaba retorcida, de modo que tendía a deslizarse hacia la pared. Forcejeó hacia la barandilla. Tenía que mantenerse de pie porque seguía resbalando hacia atrás. Su pie se deslizó fuera de apoyo, y manoteó desesperado hasta agarrarse a la barandilla.
Se acuclilló en la cima de la doblada pasarela y se deslizó de pie hacia abajo en la otra pendiente. Justo más allá, su cabeza golpeó contra otra barandilla. Maldijo ante el dolor, luego sonrió. Sus manos le dijeron que había hallado su segundo objetivo.
Había habido un cerco protector en torno a la entrada al siguiente nivel inferior. Sin embargo, estaba estrujado en su parte superior. Tuvo que sacarse el bolso y dejarlo caer por el agujero de la entrada antes de poder meter su cuerpo por la estrecha abertura. Durante unos tensos segundos pareció amenazar con encajarle.
Justo en el momento en que conseguía acabar de pasarlo, sintiendo que sus costillas se despellejaban, fue alcanzado por el haz de luz. Los dos hombres gritaron. Se dejó caer y se sujetó al borde de la entrada. Tanteó con los pies hasta encontrar los travesaños de la escalerilla. Descendió torpemente por ella, notándola inclinada hacia un lado y retorcida. A medio descenso, tuvo que dejar colgar los pies mientras se aferraba a los laterales en un tramo donde faltaban los travesaños. Deseó haber tomado la linterna de su bolso para poder ver lo lejos que aún estaba del suelo inferior. Entonces sus pies tocaron tierra, y se soltó. Palpó a su alrededor y encontró el bolso. Tomó la linterna y la encendió.
El lugar tenía el mismo aspecto de como lo recordaba. Nunca había estado allí pero, hacía tres miércoles, había visto en la banda un programa sobre él. Aquél era el lugar autorizado para las excavaciones arqueológicas pre Nueva Era. Estaba ocupado principalmente por las antiguas alcantarillas y conducciones de agua y electricidad, nada interesante. Avanzó sobre un suelo de tierra más allá de las rotas y dobladas conducciones y tuberías y cables arrancados. El haz de su linterna brilló en el plástico de secado rápido que los arqueólogos habían rociado para impedir que cayera tierra y restos de las paredes y el techo. Caminó quince metros y halló otro perímetro de seguridad en torno al agujero de entrada al nivel inferior. Era nuevo, y había sido instalado por los arqueólogos.
El viejo nivel de transporte de mercancías y aguas fecales había quedado cegado con tierra y cemento y bloques de piedra y otros restos después del segundo gran terremoto. Debido al aumento de altura de las aguas oceánicas como resultado del deshielo polar, las autoridades deseaban que el nivel del suelo fuera más alto. El actual sistema subterráneo había sido construido encima del viejo.
El nivel en el que Caird se hallaba ahora de pie había sido excavado hacía unos años. Durante las excavaciones, los arqueólogos habían encontrado la doblada protección de seguridad que rodeaba la escalerilla de descenso. No había sido retirada, sino que había sido conservada como emplazamiento histórico. Cuando había sido excavado el nivel inferior, la escalerilla había sido dejada igualmente tal como estaba. Aunque la oscuridad había impedido a Caird ver la placa que señalaba el emplazamiento histórico, la recordaba del programa de la banda.
Descendió por la escalerilla al siguiente nivel, con la linterna en una mano para poder ver los travesaños. Se apartó de la escalerilla y dirigió el haz a su alrededor en la inmensa caverna. La parte superior de la caverna había sido en su tiempo de tierra y había albergado los sistemas de conducción de agua y alcantarillado debajo del viejo nivel de transporte. Después de que todo aquello hubiera sido cuidadosamente estudiado y medido y fotografiado, los artefactos habían sido retirados. El nivel inferior, constituido por las ruinas de la ciudad después del primer gran terremoto, había sido puesto al descubierto. La caverna en la que se hallaba ahora había estado ocupada en su tiempo por dos capas de tesoros arqueológicos.
Hacia el oeste, a unos treinta metros más allá de la escalerilla, había una sólida pared de tierra de la que se proyectaban partes de piedra y bloques de cemento y artefactos irreconocibles. Cerca de ella había dos máquinas excavadoras, con el aspecto de elefantes mecánicos sobre orugas, dos máquinas rodadoras de plástico parecidas a mantis religiosas, montones de material de apuntalamiento temporal, y máquinas para retirar la tierra de la excavación.
Caird tenía que ir hacia el otro lado. Si los dos immers sabían aquello, podían avanzar por el nivel superior e intentar atraparle en la siguiente salida antes de que él la alcanzara. O uno podía bajar para empujarle hacia delante mientras el otro le aguardaba arriba.
Hoy, sin embargo, era lunes. Los immers podían haber visto el programa del lunes acerca de las excavaciones del lunes. Pero seguramente no corresponderían a aquella zona. Debían ignorar lo que había allí. Hasta que bajaran no se darían cuenta de que Caird había buscado una salida y les había ganado en ello.
Esperaba que ésa fuera la situación. Era posible que los dos, en el cumplimiento de su deber orgánico, hubieran perseguido alguna vez a algún fuera de la ley hasta ahí abajo. Si era así, conocerían la zona.
Su luz apuñaló la gigantesca oquedad, y echó a andar rápidamente junto a las paredes recubiertas de plástico hasta una cierta altura por encima de la cual se veían artefactos, franjas inclinadas en las que había otros artefactos aún no completamente puestos al descubierto. Los aparatos de acondicionamiento del aire estaban desconectados; la atmósfera era pesada e inmóvil. También era más cálida de lo que había esperado. Estaba sudando, y empezaba a tener sed de nuevo.
Era una desgracia, pensó, que los suelos fueran de blanda y húmeda tierra. Si el suelo hubiera sido más duro, la falta de huellas hubiera retrasado a los immers. Se hubieran visto obligados a mirar en las enormes conducciones de arriba para asegurarse de que no estaba oculto en una de ellas.
Rodeó un aplastado y oxidado automóvil, un antiguo vehículo de combustión interna. Sus ocupantes eran ahora unos pocos huesos dispersos. Más allá había otro obstáculo, una enmarañada masa de acero que el locutor de la banda había dicho que eran los restos de una noria de un parque de diversiones. Otro desvío fue en torno a un complejo batiburrillo de hierros cuya identificación no podía recordar. Estaba rodeado por un círculo protector de cuerda, como todos los demás artefactos, y marcado con un signo. No tuvo tiempo de detenerse para leerlo.
Rodeó un montón de tierra encima del cual había un enorme espejo que milagrosamente no se había hecho añicos. Se detuvo y, pese a la extrema necesidad de no hacerlo, gritó.
Centrado en el haz había un monstruo gigantesco, una cosa con una cabeza colosal, enormes ojos multifacetados que brillaban con un maligno color rojo, colgantes mandíbulas, y un cuerpo de muchas patas. Estaba agazapado, como listo para saltar sobre él.
32
Su grito rebotó en las alejadas paredes.
Maldijo para sí mismo y murmuró:
—Lo olvidé.
Su terror había desaparecido, pero el corazón seguía latiéndole fuertemente.
El monstruo de plástico había formado parte en su tiempo de una «casa de los horrores». La mayoría de todo aquello había resultado destruido durante el terremoto, pero habían quedado algunos «monstruos» aquí y allá, ahora rodeados por cuerdas y etiquetados.
Esperando que la gigantesca araña proporcionara a sus perseguidores un buen ataque al corazón, echó a correr. El haz de su linterna incidió en algunos de los artefactos, uno de los cuales era la cabeza cortada de una mujer con una maraña de serpientes allá donde hubiera debido estar su pelo. Medusa. La infeliz mujer del antiguo mito griego cuya mirada convertía a todos los que la veían en estatuas de piedra. Siguió corriendo, pasando junto a otros muchos restos de la feria de diversiones hasta que, jadeante y sediento de nuevo, se detuvo. Había allí cuatro tubos verticales, pozos de ascensores. Dos eran muy grandes, conteniendo cabinas lo bastante amplias como para bajar maquinaria y utensilios y subir tierra y restos. Las cabinas más pequeñas eran para uso del personal. A ochocientos metros más al este había otra batería de ascensores.
La luz de la linterna de Caird se reflejó en el panel de control junto a los ascensores. Había botones de CONTROL que permitían el manejo remoto de las cabinas. Según el panel indicador, todas ellas se encontraban en el nivel del nuevo sistema de transporte. Caird pulsó tres de los botones de ABAJO y luego los botones correspondientes a NI (nivel inferior). Al cabo de poco, las puertas de tres de los tubos se abrieron, y la luz brotó de las cabinas.
Esperaba que los immers, cuando llegaran allí, creyeran que había tomado el que no había llamado para subir hasta el nivel de transporte.
Cuando las cabinas llegaron al fondo, se apartó fuera de la luz que brotó de ellas cuando se abrieron sus puertas. Permaneció en la oscuridad y miró hacia el oeste. Unos cuantos segundos más tarde, el haz de una linterna brilló en el techo, iluminando la escalerilla. Un hombre descendió en su haz, dirigido por su colega en el nivel inmediatamente superior.
Cuando los dos hombres hubieron alcanzado el suelo, Caird se volvió y se apresuró hacia la siguiente batería. Intentó correr tan silenciosamente como pudo porque la caverna amplificaba los sonidos. No encendió su luz hasta que estuvo más allá de la palidez arrojada por la luz de las cabinas. Mantuvo el haz de la linterna a la altura de su vientre y dirigido directamente hacia delante. Había muchos bloques de tierra y artefactos entre él y sus perseguidores. Esperaba que todo eso les impidiera ver su luz. Cuando la luz incidía en un obstáculo, la apagaba y lo rodeaba, dejando que su memoria le guiara unos cuantos pasos más allá de los bloques y objetos. Tras lo cual volvía a encender la luz.
Aunque había descansado un minuto y bebido de una fuente junto a los ascensores, seguía sintiéndose cansado. El aire parecía hacerse más denso cada vez. Estaba muerto, como si brotara de la tierra muerta y de las cosas muertas. Sugería lentitud, pereza, y una subsiguiente inmovilidad. Los ochocientos metros hasta la siguiente batería le parecieron dos kilómetros y medio. Apenas llegó, jadeando y sudando fuertemente, se vio rodeado de luz.
Gruñó. Los immers habían encontrado el interruptor que conectaba toda la iluminación de la caverna.
¿Le habían visto?
La respuesta le llegó rápidamente. Por allí venían corriendo, pistola en mano. Estaban tan lejos que parecían pequeños, pero su tamaño aumentaría más pronto de lo que él deseaba.
Pulsó los botones de CONTROL, la cabina número uno, ABAJO y NI. Había cometido un error queriendo engañarles. Hubiera debido tomar el ascensor de la primera batería. No iba a ganar nada tampoco intentando superarles dirigiéndose a la siguiente batería, a otros ochocientos metros de distancia. Tendría que aguardar hasta que la cabina llegara al fondo. ¿Pero llegaría antes que ellos? O, si conseguía entrar en la cabina y sus puertas se cerraban antes de que ellos llegaran, ¿podrían ellos detenerla?
Podían. La cabina no sólo podía ser detenida a cualquier nivel, sino que un control permitía detenerla también a medio camino entre dos niveles. Lo cual, por supuesto, sería lo que harían. Lo atraparían allí, y lo cogerían con toda facilidad.
Podía echar a correr e intentar ocultarse. Eso lo único que conseguiría sería retrasar el final.
Aunque los immers se estaban acercando, avanzaban cada vez más lentamente. Sus rostros estaban crispados por la tensión de mover sus cansadas piernas y sus forzados pulmones al límite de su ritmo. Dentro de un minuto o así, sin embargo, estarían disparándole al tiempo que corrían.
Las puertas del ascensor se abrieron.
Caird saltó al interior de la cabina y pulsó el botón de ARRIBA y luego el correspondiente al tercer nivel, el más inmediato a aquél. Podía alcanzarlo antes de que los immers se dieran cuenta de que podían detenerle. Intentar llegar a cualquier otro piso superior era un suicidio. Intentar llegar al siguiente nivel podía ser un suicidio también.
Las puertas se estaban cerrando cuando un rayo golpeó contra el borde de una. El metal silbó y se fundió, pero la puerta se cerró, y la cabina empezó a subir.
Cuatro segundos más tarde se detuvo. Las puertas empezaron a abrirse. Sujetó sus bordes y empujó. Salió por la estrecha abertura. Las puertas terminaron de abrirse y luego volvieron a cerrarse. Se vio rodeado por una total oscuridad. En algún lugar de aquel nivel había un botón para encender todas las luces de la zona. Había sido una suerte que los immers no lo hubieran hallado cuando estaba huyendo de ellos antes. No tenía tiempo de buscarlo ahora. Utilizando la linterna para iluminar el suelo delante de él, echó a correr.
Esperarían que tomara la siguiente batería de ascensores. ¿Pero qué batería? ¿La del este o la del oeste? ¿Y a qué nivel iría?
Si le hubiera quedado aliento que malgastar, se hubiera echado a reír. Uno retrocedería corriendo hasta la primera batería y el otro correría hacia la batería más al este. Ambos subirían entonces al nivel superior, el túnel del sistema de transporte justo debajo de la calle. Allí, desde las cabinas, se encaminarían el uno en dirección al otro, esperando, confiando al menos, atraparle entre ambos.
Pero, ¿y si uno de ellos tomaba el ascensor de la batería central? Podía subir hasta el mismo nivel que Caird, y ver la linterna de Caird. Iría tras él mientras su presa corría de nuevo tan rápido como podía para ganarle al otro immer que se dirigía hacia la batería occidental. Entonces se daría cuenta de que Caird se encaminaba a la escalerilla por la que había bajado.
Se detuvo, respirando pesadamente, sintiendo el fuerte latir de su corazón. Algo de su cansancio se perdió en una oleada de alegría. Su linterna le mostró otra escalerilla.
Subió por ella, y no tuvo ningún problema con la deformada trampilla de salida. Se hallaba en el túnel del antiguo sistema de transporte. Caminó tan rápido como pudo, demasiado cansado para seguir corriendo, hasta que llegó a la primera escalerilla por la que se había hundido a la antigua oscuridad subterránea. En la parte superior de la escalerilla, alzó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron justo por encima del borde del agujero. La luz no se encendería hasta que hubiera emergido hasta la cintura.
Hasta tan lejos como podía ver, todo era oscuridad.
Cuando acabó de trepar, con la luz encendiéndose a su alrededor, descubrió que las cintas, que antes estaban inactivas, se movían ahora. Una gran caja de plástico verde surgió rápidamente de la oscuridad, atravesó la luz que él había creado y desapareció en la oscuridad del otro lado. Antes de que hubiera podido darse la vuelta para echar a andar hacia el oeste, otra caja brotó de la noche artificial. Y otras dos, en dirección este, fueron arrastradas hacia su destino.
Caminó hasta que otra caja apareció por el oeste y se acercó. Saltó la barandilla y se dejó caer sobre la cinta. La luz llenó la zona de la cinta treinta metros en cada dirección. No había nada que pudiera hacer al respecto, pero al menos podía descansar. Al mismo tiempo, iría más rápido que si caminara. Se sentó en la fría placa, con la espalda apoyada contra la caja, y observó un repentino resplandor en la oscuridad hacia el este. Podía ser causado por los trabajadores, pero lo más probable era que anunciara a los dos asesinos.
Tres minutos más tarde, la caja fue arrancada de su lado. Consciente de qué se trataba, se alzó y saltó a la barandilla. Había allí una intersección donde la cinta pasaba por debajo de otra cinta orientada al norte. Los sensores del par de brazos mecánicos estacionados allí habían leído la placa codificada de la caja, habían determinado que tenía que variar de rumbo, y la habían alzado y depositado en un anillo de estacionamiento. Caird trepó por una corta escalerilla y llegó a la cinta que se dirigía al norte. Por un momento, pensó en cambiar a la cinta que se dirigía al sur. A menos de cuatrocientos metros, podría saltar a otra cinta que se dirigiera al este. Los immers no podrían saber dónde estaba porque no podrían ver su luz. De todos modos, aquélla sería la ruta más larga hasta su destino. Podía correr el riesgo bajo la suposición de que los immers no podrían atraparle. ¿Cómo iban a saber cuando llegaran a la intersección —si llegaban a ella— que había tomado aquella cinta? No lo sabrían a menos que llegaran lo suficientemente pronto como para ver la luz que le envolvía como un sudario fotónico. Estaba apostando a que podía cambiar a una cinta que se dirigiera al este antes de que ellos llegaran allí.
Con la espalda apoyada contra otra caja, pasó tranquilamente por debajo del canal Kropotkin. Sobre su cabeza había roca, metal, agua, peces, y la tormenta. Por el momento, era a la vez subterráneo y subacuático. Y estaba pasando de oscuridad en oscuridad, mientras su presencia despertaba a intervalos nueva luz. En la oscuridad a su espalda había terrores conocidos. ¿Quién sabía los terrores desconocidos que le aguardaban delante?
(—Vulgar —dijo Repp.)
(—Es la vida —dijo Dunski.)
(—Remachada, recluida y abrumada de clichés —dijo Tingle.)
La siguiente voz sobresaltó a Caird. Había creído que había desaparecido para siempre.
(—Estaba equivocado —dijo Will Isharashvili—. He luchado con la ética de la situación, y he decidido que no debo renunciar para evitar la violencia. Lo que creo...)
(—¡Dios mío! ¡Isharashvili cabalga de nuevo! —dijo Repp.)
(—No puedes mantener apartado a un hombre bueno —dijo Dunski—. ¡Y Will es bueno!)
(—Lo que creo —dijo suavemente Isharashvili— es que...)
—¡Tranquilos! —exclamó Caird, con voz más fuerte de la que había pretendido—, ¡Callaos, estúpidos! ¡Me han encontrado! ¡No puedo pensar con todos vosotros charlando dentro de mí!
Muy al fondo del túnel, la oscuridad se había abierto como un puño para dejar salir la luz. Dos figuras liliputienses estaban trepando a una caja. Observó mientras bajaban de la caja y echaban a correr.
Estaba cansado y desesperado, pero ellos también. Se subió a la caja, bajó por el otro lado, y corrió. Más pronto o más tarde, pasaría junto a un grupo de trabajadores del CLE. Si hubiera estado solo, probablemente hubieran informado de su presencia. Sin embargo, ahora los trabajadores supondrían que los dos orgánicos habían informado ya a su CG que estaban persiguiendo al criminal. Si alguno preguntaba a los dos agentes si deseaban su ayuda, recibirían la respuesta de que no era necesario. Los immers no deseaban que se metieran otros orgánicos en el asunto.
Cuando vio un envoltorio de luz en la oscuridad frente a él, se obligó a correr más aprisa y a trepar más vigorosamente a otras cajas. Afortunadamente, sólo tuvo que pasar por encima de tres de ellas antes de llegar a la luz. Procedía de una oficina en un nicho en la intersección de las cintas norte-sur y este-oeste.
Saltó fuera cuando se acercó a la escalerilla y se agarró a la barandilla. Le dolía el pecho, su respiración era raspante, pero trepó por la escalerilla lo más aprisa que pudo. La luz que le acompañaba se mezclaría con la luz procedente de las ventanas de la oficina. Pero eso no iba a impedir que sus perseguidores vieran que abandonaba la cinta.
Pasó junto a las ventanas. Había un hombre sentado tras un escritorio, contemplando un programa de televisión en la banda mientras bebía algo de una botella sin etiqueta.
Si había algún otro trabajador o trabajadora por los alrededores, podía estar en los lavabos o durmiendo en la habitación de atrás. Caird no dudó en correr el riesgo. Dobló corriendo la esquina, cruzó la puerta, y llegó junto al hombre detrás del escritorio. El hombre acababa de depositar la botella sobre la mesa cuando Caird entró a la carga, y no vio a Caird hasta que estuvo casi sobre él. El hombre se levantó de la silla y dijo:
—¿Qué dem...?
Caird agarró la botella por el cuello y la estrelló contra la frente del hombre. Sólo deseaba hacerle perder el sentido, no herirle gravemente o matarle. El hombre cayó hacia atrás, derribando su silla, despatarrado, los ojos cerrados y la boca colgando abierta. Aromas de whisky brotaron de ella.
Caird miró hacia la entrecerrada puerta que daba a la habitación de atrás. Pudo ver la cabeza de una mujer y el camastro en el que estaba tendida. Tenía la boca abierta, y roncaba tan ruidosamente como el inconsciente hombre. Supuso que también había estado bebiendo del whisky de garrafa.
El hombre en el suelo gruñó y sus párpados se agitaron. Caird gruñó también, aunque no por la misma razón. Tenía que asegurarse de que el hombre permaneciera inconsciente al menos durante cinco minutos.
Rechinando los dientes, odiando lo que iba a hacer, Caird alzó al hombre, lo apuntaló contra el escritorio, y le golpeó en la mandíbula con la botella. El hombre cayó de costado.
33
Caird arrastró el cuerpo por los pies a través de la puerta. A doce metros hacia el este había uno de los enormes brazos mecánicos que trasladaban las cajas de una a otra cinta. Soltó las piernas del hombre y manejó los controles del panel en su base a MANUAL. Deslizó su mano al interior de un guante de malla metálica y la movió como si deseara que el brazo y sus «dedos» se movieran.
El hombre, agarrado por la cintura por los «dedos», el cuerpo arqueado, cabeza y brazos y piernas colgando, fue depositado delante de una caja de la cinta que se dirigía al este.
Caird devolvió el brazo a su posición alzada —no quería que los immers se dieran cuenta de su manipulación sobre las cintas— y corrió de vuelta a la oficina. Por entonces, su pesada respiración se había suavizado algo. Entró en la oficina y se metió tras la puerta de la habitación de atrás. La mujer seguía roncando. Caird empujó la puerta hasta dejarla abierta sólo una rendija y apagó la luz. Dejó su bolso de hombro en el suelo y tomó el destornillador y el martillo.
Unos segundos más tarde oyó la jadeante respiración de los dos hombres. A través de la rendija vio a uno entrar en la oficina, empuñando la pistola, detenerse y mirar a su alrededor. El otro pasó por delante de las ventanas y desapareció de la vista. El primer hombre aguardó hasta que regresó su compañero.
—Está en la cinta que va hacia el este —dijo el segundo hombre—. Vi su luz.
—¿Dónde demonios están los trabajadores? —murmuró el hombre que había entrado primero. Sus densas cejas hacían que su rostro pareciera aún más ominoso.
El segundo hombre tenía una nariz muy corta y respingona. Parecía la imagen de un antiguo y extinto bulldog. Señaló la abierta botella de whisky que Caird había vuelto a dejar sobre el escritorio y dijo:
—Probablemente estén durmiendo la mona en la habitación de atrás.
—¡Me aseguraré de que reciban su merecido! —dijo Cejas Densas. Bulldog se dirigió a la fuente y bebió en abundancia. Aún jadeando, se enderezó.
—Bebe. No podemos quedarnos aquí mientras se aleja de nosotros. Puede ver que no le sigue ninguna luz. Estará descansando.
Cejas Densas bebió abundantemente también. Cuando se sintió satisfecho, se secó el sudor de los ojos con un brazo y dijo:
—¿Crees que deberíamos llamar pidiendo ayuda?
—Me gustaría poder hacerlo —dijo Bulldog—. Pero es demasiado arriesgado. Tenemos que atrapar pronto a ese hijo de puta.
—¿Qué ocurrirá si no lo hacemos?
Bulldog miró con aire disgustado a Cejas Densas.
—Ya sabes lo que ocurrirá.
—¡Si se me hubiera puesto a tiro sólo un momento! —Ahora no estarías de pie aquí. Vamos.
Tan pronto como se hubieron ido, Caird fue a la fuente, que antes no había podido utilizar por las prisas. Bebió más comedidamente que los immers, aunque hubiera deseado beber más. Antes de salir por la puerta, se puso de rodillas y asomó la cabeza sólo lo suficiente para ver a sus perseguidores. Que ahora eran los perseguidos. No estaban corriendo, sólo caminando aprisa. Suponían que, puesto que no podían ver a Caird, éste estaba oculto detrás de una caja.
Indudablemente esperaban que estuviera tan agotado como para descansar el tiempo suficiente como para poder atraparle.
Tenía que correr el riesgo de que pudieran mirar hacia atrás. Se alzó y cruzó corriendo la puerta, el destornillador y el martillo metidos en su cinturón. Subió la escalerilla hasta la pasarela encima de las cintas este-oeste, saltó la barandilla, y se dejó caer sobre una caja. Bajó rápidamente de ella y se acurrucó entre dos cajas. Ahora, si miraban hacia atrás, pensarían que su luz era la de ellos a menos que se dieran cuenta de que se prolongaba mucho más de lo debido. Rezó para que no se les ocurriera aquello.
Cuando asomó la cabeza por encima del borde de la caja les vio trepar encima de otra. Aguardó hasta que hubieron bajado de ella y entonces se subió a la suya. Corrió mientras ellos caminaban. Les alcanzó cuando estaban subiendo a otra caja. El martillo y el destornillador estaban en sus manos cuando se deslizó fuera del borde de la caja.
Justo en el momento en que llegaba detrás del hombre más rezagado, Cejas Densas, éste empezó a volver la cabeza para mirar a sus espaldas. Caird dejó caer el martillo sobre la sien del hombre, más fuerte de lo que había pretendido. Soltó el martillo y el destornillador, sin importarle ya el ruido que pudieran hacer. Bulldog, que se preparaba para saltar de la caja, volvió la cabeza al oír el golpe sordo del martillo contra ésta. Caird sujetó el cuerpo de Cejas Densas con una mano. Con la otra extrajo el arma de Cejas Densas de su funda.
—¡Quieto! —dijo Caird, y dejó caer a Cejas Densas. El arma estaba ajustada al máximo de energía. Bulldog lo sabía—. No quiero matarte, aunque debería hacerlo. Vosotros ibais a matarme a mí.
(—Liquídalos de todos modos —dijo Repp —. Son gusanos, y un enemigo muerto es un enemigo menos.)
(—¡No lo hagas! —chilló Isharashvili.)
—Levanta tu mano izquierda. Bien alta. Así. Ahora, lentamente, muy lentamente, saca el arma con la derecha. Déjala caer en la caja a tu lado. Vuelve la cabeza hacia otro lado; no me mires. Mantenla así hasta que yo te diga lo contrario.
El cuello de Bulldog se estremeció, pero miró fijamente ante sí. Tras una ligera vacilación, tomó la culata de su arma con dos dedos y la dejó caer en la caja a su lado. Su mano derecha se unió a la izquierda encima de su cabeza.
—Ahora baja de la caja y aléjate unos seis metros. Mantén alzadas las manos. No te vuelvas. Sé cómo usar esto. Y tengo buena puntería.
Bulldog obedeció. Caird recogió el arma caída sobre la caja y se la metió en el bolso de hombro. Bajó de la caja, caminó hacia Bulldog, le dio la vuelta a la pistola, y golpeó duramente al hombre en la cabeza con la culata. Bulldog se derrumbó.
(—¡No lo hagas! —chilló Isharashvili de nuevo.)
—Vuelve allá de donde viniste —murmuró Caird. Tomó el disco-estrella de identificación de Bulldog de su cuello y lo guardó en su bolso de hombro. Tal vez pudiera utilizarlo, aunque lo dudaba. Hizo rodar el cuerpo hasta la cinta que iba hacia el oeste y volvió a subir a la caja. Después de guardarse la identificación de Cejas Densas en el bolso, Caird hizo rodar también su cuerpo hasta la cinta que iba hacia el oeste. Puesto que podía volver a tener que utilizar el martillo y el destornillador, los guardó en el bolso. Ahora abultaba y pesaba mucho, pero no pensaba tener que acarrearlo durante algún tiempo. Se mantuvo de pie, contemplando alejarse la luz de los hombres inconscientes durante un minuto. Luego se tendió. No creía haber llegado a cerrar los ojos, pero la voz de un hombre gritándole algo le despertó.
Los ojos del hombre estaban al nivel de la cinta. Caird le gritó:
—¡Inspección sorpresa! ¡Tendría que alegrarse de que le haya encontrado despierto!
Caird se sentó erguido y le sonrió hasta que el hombre se dio la vuelta y regresó a su oficina. Caird no tenía tiempo de preocuparse acerca de lo que el trabajador pensaba hacer. Tenía que cambiar pronto de cintas. Si se mantenía en aquélla mucho más tiempo, pasaría por debajo del East River y se encontraría camino de Brooklyn.
Cuando llegó a su meta, había cambiado de cintas nueve veces. En algunas ocasiones se había visto obligado a viajar por un tiempo en dirección opuesta. Había robado la comida de un trabajador. Había bajado cuatro veces para beber de una fuente, y dos veces había tenido que descender por una escalerilla de acceso al nivel inferior. Se había quitado con agua el pañuelo de papel que se había pegado a su mejilla herida y se había lavado la suciedad de rostro y manos.
Cuando salió de un ascensor en un tubo de acceso, estaba agotado. Los acontecimientos del día y de los seis días anteriores, la tensión, la incertidumbre, las batallas, el correr, y las incesantes voces dentro de él le habían castigado. Estaba tenso más allá de todos sus límites, en un potro de tortura que aplastaba todos sus límites internos en un compactador.
Sin embargo, cuando salió al Central Park, cerca de la estatua de Alicia en el País de las Maravillas, se sintió inmediatamente más fuerte y esperanzado. Alicia, después de caer por un agujero, había sobrevivido a sus muchos peligros. Esperaba que en el futuro no hubiera ningún espejo que tuviera que cruzar.
Planeó refugiarse aquella noche en alguna parte del parque. Como vigilante, es decir, rastreando en los recuerdos de Isharashvili, supo de varios buenos escondites. Mañana, probaría la zona no urbanizada de Nueva Jersey. El gran bosque que cubría la mayor parte del lado oeste del estado albergaba a algunos fuera de la ley. Puede que le aceptaran. Si era rechazado, se moriría de hambre. No sabía nada de supervivencia fuera de la ciudad. Y aunque fuera aceptado, debería vivir perseguido y acosado.
Al menos, estaría con vida. Algún día, podría volver a una ciudad e insertar una nueva identidad en el banco de datos. Esa idea, por el momento, tenía el mismo sabor que imaginó podían tener los excrementos de cucaracha.
La visión del Central Park lavó todos aquellos pensamientos. Sorprendentemente, la tormenta había pasado, y ahora sólo se veían unas nubes bajas y negras al oeste. El aire era vivificante; el viento, de apenas ocho kilómetros por hora. El mundo tenía el aspecto que tiene siempre después de una buena lluvia. Parecía haber sido remodelado por Dios para que se ajustara más a Sus deseos. Un cardenal macho dejaba escapar su armonioso canto desde la rama de un roble. Una ardilla le chillaba desde la rama de un naranjo osage a un gran gato negro que la desafiaba desde la húmeda hierba.
El limpio cielo significaba también que los satélites tenían sus ojos posados en el Central Park.
Esto no preocupaba a Caird. Caminó a lo largo de un serpenteante sendero que subía y bajaba, orillado de flores, más allá de los arbustos y los árboles, más allá de las estatuas de Frodo y Smaug, Lenin, el León Cobarde y Dorothy, Gandhi, Don Quijote, Spinoza, Rip van Winkle, Woody Allen y John Henry. Se cruzó con algunas personas que se habían refugiado de la lluvia y ahora salían de nuevo. Hasta ahora no se había tropezado con vigilantes ni orgánicos, pero debían estar en alguna parte cerca.
Tras recorrer varios cientos de metros por un sendero cubierto por entrelazadas ramas, lo abandonó. Entró en una zona que no estaba más allá de los límites autorizados al público pero que apenas era utilizada. Se erguía como un gran dedo verde, una mancha de brillante vegetación de aspecto venenoso. Las estatuas de piedra de los animales agazapados en las densas frondas y las enormes plantas de anchas hojas parecían ligeramente deformes. Caminaba por la reproducción de un paisajista de una selva amazónica según el antiguo pintor francés Henri Rousseau. Unos ojos amarillos en unos rostros moteados brillaban detrás de enormes arbustos de pesadilla. Un násico, con un aspecto parecido a un político al que el paisajista debía odiar especialmente, le miró con aire estúpido desde lo alto de una rama.
Caird se adentró entre la vegetación, abriéndose camino colina arriba, rodeó una deidad de granito pintada de negro, enorme, agazapada sobre patas de sapo, con su rostro medio humano, medio de jaguar, enseñando los dientes en una mueca que quería ser una sonrisa burlona, y llegó a la cresta de la colina. Cruzó a la vegetación del otro lado, descendiendo bruscamente a una zona de pinos y abedules. Las estatuas allí eran de los monstruos de los relatos folklóricos del lejano norte, baba-yagas, cernobogs, chudo-yudos, hiisis, koshcheis, lyeshies y veshtitzes. Al llegar al fondo de la colina caminó hundido en barro hasta los tobillos, rodeando un pantano del que asomaban las cabezas de las rusalkas, los espíritus femeninos del agua, de ondulantes y largos cabellos verdes.
Aquélla era una zona acotada que el público podía visitar solamente en compañía de un guía. Entre la cerca y un riachuelo que fluía bajo ella hasta el pantano había un hueco de medio metro. Se puso de rodillas en el agua, tiró de la cerca hacia arriba e, inclinándose, pasó por debajo de ella. Los árboles que crecían apretados a lo largo de las orillas del riachuelo le protegían de los ojos en el cielo.
Otro kilómetro le llevaría hasta una pequeña cueva bien oculta por arbustos cerca del pie de una colina.
Tras vadear a lo largo de varios cientos de metros la serpenteante corriente, llegó a un puente. Todo había ido bien hasta entonces. Sólo necesitaba unos cuantos minutos más para llegar a su refugio.
Se inmovilizó.
Allí, como un troll bajo un puente, había una orgánica.
Estaba de pie, medio oculta detrás de un arbusto, en la orilla derecha. Lo único bueno de la situación era que estaba mirando hacia otro lado.
(—¡Ocúltate! —chilló Ohm.)
(—¡Ve a por ella! —dijo ferozmente Repp—. ¡Cárgatela! ¡No prestes atención a ese coyote cobarde!)
(—No sabes si te está buscando —dijo Tingle—. Quizás esté esperando a su amante.)
(—Cierto —dijo Dunski—. Puede estar aquí por una docena de razones. Quizá simplemente haya venido a echar una meada.)
Caird prestó tan poca atención como le fue posible a las voces que susurraban en su interior. Se volvió y, lentamente, trepó a la orilla y avanzó sin hacer ruido por entre los arbustos y las altas hierbas de la ladera. En una ocasión sobresaltó a una libélula. Permaneció inmóvil hasta que se hubo marchado, luego siguió adelante. Subió al camino que conducía hasta el puente. Por un momento iba a exponerse a los ojos en el cielo, pero cruzaría rápidamente el sendero hasta la densa vegetación al otro lado. A menos que la orgánica hubiera salido de debajo del puente, estaría a salvo.
Antes de abandonar los arbustos, miró hacia ambos lados del sendero. Nadie a la vista.
Empezó a cruzar el sendero.
Una voz resonó:
—¡Alto!
Se volvió en redondo hacia su derecha. Un orgánico, con la pistola en su funda, acababa de aparecer por un recodo del sendero. El arma le dijo que los dos agentes estaban buscando un fugitivo, y que el fugitivo era probablemente Isharashvili.
No deseaba conducir a los orgánicos al bosque y directamente a su escondite; así que, desesperado, presa del pánico, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Cruzó el puente, mientras oía al hombre gritarle a su compañera que subiera a ayudarle. Una mirada a sus espaldas le indicó a Caird que el orgánico aún no había sacado su arma. Pero pronto lo haría.
Pasó algo tirado en medio del sendero, un recuerdo de lo que parecía ser un muy lejano pasado. El nombre asociado al objeto llameó por un breve instante en su mente y fue olvidado.
En el momento en que había decidido saltar a los arbustos, oyó otro grito a sus espaldas. No era la seca orden de advertencia que había esperado. Era un grito de sorpresa. Se volvió justo a tiempo para ver al orgánico agitarse a unos pocos centímetros por encima del suelo y casi paralelo respecto a él. Tenía las piernas abiertas, y sacudía desesperadamente los brazos. Luego golpeó secamente el suelo de espaldas, y quedó allá, silencioso e inmóvil.
Justo al lado de la cabeza del hombre había una piel de plátano.
—¡Rootenbeak!
Ése era el nombre que había llameado en su mente.
La piel probablemente no había sido arrojada por Rootenbeak —¿qué estaría haciendo allí, tan al norte de Washington Square?—, pero ciertamente había sido arrojada por alguien como él.
Y aquella inconsiderada dejadez le estaba ayudando a escapar.
Corrió hacia el bosque. Al mirar hacia un lado, vio el casco cónico y el pelo castaño rojizo de la orgánica que había estado debajo del puente. Luego los densos arbustos y árboles la ocultaron. Retuvo su marcha, no deseando que ella le oyera, hasta que estuvo a varios cientos de metros del sendero. Zigzagueando por entre las plantas, se encaminó hacia el arroyo. Cuando estuvo cerca de él, se dejó caer a cuatro patas y miró por debajo de un arbusto que crecía cerca de la orilla. Al principio pudo oír fuertes voces, pero no vio a nadie. Luego apareció un hombre en un claro entre dos árboles. Era un orgánico, y llevaba una larga mochila verde a su espalda. Un grueso cable corría de la mochila a una pequeña placa cuadrada que sujetaba en una mano. Otro cable corría hasta un largo tubo con un disco en su extremo que sujetaba en su otra mano. Lo movía de un lado para otro, y luego de arriba abajo.
Caird gruñó quedamente. El tubo contenía un equipo que debía registrar el calor de su cuerpo, husmear su olor, y escuchar el sonido de su respiración y los latidos de su corazón.
Si tan sólo hubiera podido cruzar el arroyo y llegar a la cueva. Si tan sólo hubiera podido llegar allí antes de la lluvia.
(—¡Si tan sólo, infiernos! —dijo Repp —. ¡Tienes dos pistolas! ¡Lucha, hombre, lucha! ¡Sal ahí con las pistolas ladrando!)
(—¡No! ¡No! —dijo Isharashvili.)
La luz apareció repentinamente en él y lo barrió, seguida por una sombra. La luz pareció derramarse por sus ojos, cegándole, y luego la ceguera se hizo aún más profunda a causa de la sombra. Se estremeció. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Se estaba desmoronando al fin, buscando refugio en la desintegración?
(—He vuelto —dijo una voz.)
Caird se mordió los labios para mantenerse inmóvil.
(—¿Tú? —dijo Ohm.)
(—Fui arrebatado por Dios, y El me pesó en la balanza, y me encontró no apto todavía.)
(—¡Padre Tom! —dijo Dunski.)
(—¿Cómo demonios puede un Dios de ficción rechazar un alma de ficción? —dijo Ohm.)
(—Me dijo que volviera junto a mi creador —dijo Zurvan. Su voz era tan profunda y ahogada como la campana de un barco sumergido agitada por la corriente—. Me arrojó fuera del reino de la gloria, de vuelta a la nada de la que vine.)
Caird sintió deseos de gritarles a todas aquellas voces. Si lo hacía, sería localizado inmediatamente y estaría perdido. ¿Pero qué diferencia significaba el que guardara silencio o gritara? Iba a ser atrapado de todos modos. La única pregunta en estos momentos era si debía entregarse pacíficamente o disparar a matar hasta que fuera muerto.
(—Matar no es el camino correcto —dijo Isharashvili—. Tú..., yo..., nosotros, quiero decir, hemos tomado muchos caminos equivocados. No tomes éste, es el peor de todos.)
(—¡Hipócrita! —chilló Ohm—. ¡Hipócrita! ¡Todos vosotros hipócritas! ¡Pero sólo por esta vez, Isharashvili, tienes razón!)
Las voces siguieron charloteando mientras permanecía tendido boca abajo, la barbilla apoyada sobre su brazo. La ceguera había pasado, pero ahora parecía estarlo viendo todo a través de un velo de calor. La alta hierba delante de él se agitó.
Un saltamontes terminó su salto sobre un tallo de hierba. Osciló hacia delante y hacia atrás con el tallo, aferrado a él. Era un metrónomo de brillantes colores, adelante y atrás, adelante y atrás.
Y fuera y dentro. Sus ojos se enfocaron, luego se desenfocaron. El insecto se volvió nítido, luego confuso. Pero podía distinguir sus antenas pintadas de púrpura, la cabeza verde, los dorados ojos, las patas naranjas, y el cuerpo a cuadros verdes y negros.
Gimió:
—¡Ozma!
Empezó a sollozar, y el saltamontes se disolvió en las lágrimas.
Se había convertido en un río de lágrimas agitado por un terremoto. Ya no podía controlarse aunque lo hubiera deseado. Sollozó y tendió los brazos y hundió los dedos en la tierra.
Había traicionado al estado, a los immers, a sus amantes, a sus amigos y a sí mismo.
Las voces dentro de él chillaron, rugieron, le desgarraron.
Rodó sobre sí mismo para alzar la vista hacia los árboles. Apenas fue consciente de que dos hombres, de pie junto a él, le estaban mirando.
Mundo del martes
LIBERTAD,
sexto mes del año
D6-S4
(Día seis, semana cuatro)
34
Hoy era la Navidad del martes.
Jeff Caird miró por la ventana al enorme patio de abajo que rodeaba la institución. Se hallaba en la calle 121 Oeste, cerca de la confluencia de las avenidas Frederick Douglas y St. Nicholas. Una ligera nevada, que se estaba fundiendo rápidamente, había formado manchas blancas y verdes. Era la primera del invierno, y era probable que fuera la última. No había adornos de navidad en el patio ni en los árboles, pero muchas de las ventanas del edificio de apartamentos al otro lado de la calle mostraban acebo o figuras de Santa Claus con su trineo y sus renos.
—San Nicolás —dijo Caird—. El gran portador de regalos. El estado.
Se volvió y cruzó la amplia habitación más allá del escritorio de la psiquista, y se sentó en un sillón.
—Frederick Douglas, el esclavo que condujo a su pueblo fuera de la esclavitud. Yo.
—Su gente está muerta —dijo la psiquista.
—¿Los immers? —preguntó Caird, con aspecto sobresaltado.
—No —dijo la psiquista, sonriendo—. No me refería a los immers, y usted lo sabe. Me refería a los otros. Sus personalidades.
Caird guardó silencio. La psiquista dijo:
—¿Todavía nota una sensación de gran pérdida?
Caird asintió y dijo:
—El gran desgajamiento. El saltamontes fue la llave, el estímulo, el gatillo, el catalizador.
—Lo curioso, el fenómeno más peculiar, quiero decir —murmuró la psiquista— es que desarrolló usted nuevos caminos nerviosos cuando desarrolló sus personalidades. Deberían estar desapareciendo ahora, ¿sabe?, puesto que usted ya no los usa. Pero no hay señales de regresión en los circuitos neurales. Y, sin embargo, está usted curado. Curado, quiero decir, de su desorden de personalidad múltiple.
—¿Está usted segura?
—¿Usted no? Sí lo está, por supuesto. Tanto como nosotros. Es decir, a menos que haya hallado usted alguna forma de engañar a la bruma de la verdad. Si lo ha conseguido, es usted el primero, y estoy seguro en un cien por ciento de que no lo ha conseguido.
—Incluso sabe usted que no he pensado nunca, ni una sola vez, en un plan para escapar.
La psiquista frunció el ceño. Dijo:
—Este es un fenómeno más desconcertante aún. No me importa decírselo. Aunque no sintiera deseos de escapar, debería seguir pensando usted en ello de tanto en tanto. Al menos debería fantasear sobre ello. Fantasear forma parte de su naturaleza. No lo comprendo.
—Quizás es que estoy completamente curado. El estado tiene finalmente a su perfecto ciudadano.
La psiquista sonrió de nuevo.
—No existe un ser así, del mismo modo que no existe ni existirá nunca un estado perfecto. Nuestra sociedad se halla tan cerca de la perfección como puede estar. Es un despotismo benévolo, pero así tiene que ser. Usted conoce algo de historia. Usted sabe que ningún gobierno anterior ha proporcionado comida abundante, alojamiento para todos, lujos, educación libre y gratuita, tratamiento médico gratuito para todo el mundo...
—Ahórreme todo esto —dijo Caird, alzando una mano—. Lo que quiero oír es si algún día podré salir de este lugar y ocupar de nuevo mi sitio en la sociedad.
—Es posible. Confío en que posea usted la potencialidad de curación necesaria. Pero...
—¿Pero...?
—Hay consideraciones políticas. No deseo trastornarle. Pero los consejeros mundiales están muy preocupados, y la gente está exigiendo un castigo.
Caird suspiró y dijo:
—Así que, incluso en esta cuasiperfecta sociedad, los políticos pueden pasar por encima de la estricta interpretación y práctica de la ley.
La psiquista hizo una mueca.
—Hay situaciones en las que..., no importa. La verdad, Jeff, es que usted, y todos ustedes, los immers, fueron afortunados de no ser petrificados inmediatamente después del juicio. Fueron afortunados de ser sometidos a juicio.
»Por supuesto, hubieran podido ahorrar al estado los gastos de un juicio si todos se hubieran suicidado antes de ser arrestados. Todos tenían los medios necesarios. Sin embargo, muy pocos de ustedes los utilizaron. Todos deseaban demasiado vivir.
—Otra traición —dijo Caird.
No se sentía culpable. La culpabilidad había sido arrastrada por las lágrimas, junto con muchas otras cosas. El agua arrastra las piedras.
Hubo un largo silencio. Luego la psiquista, como si no deseara decir lo que tenía que decir, murmuró:
—He sido autorizada, he recibido órdenes, mejor dicho, de decirle a usted que la detective mayor Panthea Snick solicitó que se le permitiera hablar personalmente con usted. Quería darle las gracias por haberle salvado la vida. La petición le fue denegada, por supuesto.
Caird sonrió y dijo:
—¿Snick? ¿Realmente dijo eso?
—¿Por qué iba a mentirle?
—Sólo era una pregunta retórica —murmuró él—. ¡Bien, bien! ¿Sabe?, por alguna razón, tengo la sensación, la corazonada, de que volveré a verla de nuevo.
—Eso parece hacerle feliz —dijo la psiquista—, aunque no entiendo por qué. Debe saber usted que no hay ni la más remota posibilidad de que vuelva a verla de nuevo. Corazonadas..., pura superstición.
—Quizá las corazonadas sean el output de una especie de ordenador biológico que hay dentro de las personas —dijo Caird—, El ordenador calcula todas las probabilidades futuras y sus posibilidades de que ocurran. Y tropieza con una probabilidad alta para un acontecimiento que un ordenador fabricado por el hombre situaría en un grado de probabilidad bajo. Pero el ordenador de carne y hueso posee más datos que el fabricado por el hombre.
—El fabricado por el hombre no tiene en sus circuitos la esperanza —dijo la psiquista—. La esperanza no es un dato. Es un campo electromagnético irrelevante.
—¿Irrelevante? Nada es irrelevante en este universo fuertemente interconectado. Sin embargo...
Guardó silencio durante unos segundos, luego dijo:
—He oído, no me pregunte de quién, que sus esfuerzos por mantenerme incomunicado no han sido un éxito completo... He oído que las noticias no han dicho nada acerca de la bacteria retardadora del envejecimiento cuando informaron de los juicios.
La psiquista no traicionó nada en su rostro, pero palideció ligeramente.
—¿Cómo puede haber oído usted nada? —exclamó—. ¿Y de qué bacteria está hablando? ¿Es otra de sus tonterías?
Él sonrió.
—Nadie me lo dijo. Me he limitado a afirmar que se lo había oído a alguien. Quería ver su reacción. Deseaba descubrir si es cierto lo que he sospechado. Puede decirme la verdad. No puedo transmitírsela a nadie. Sé que todos los immers que fueron interrogados hablaron del elixir. Que la revelación debió llegar hasta las más altas esferas. Pero creo que no pasó de los interrogatorios y de quienes los efectuaban y sus superiores y, por supuesto, el consejo mundial. Las noticias respecto a él fueron suprimidas.
La psiquista, que se había vuelto más pálida aún, dijo a la banda monitora que hiciera retroceder el display. Lo detuvo en el punto donde él le había preguntado acerca de la bacteria, y lo borró todo desde allí. Luego desconectó la banda.
—¡Se cree usted muy listo! —exclamó—. ¡Y no es más que un estúpido! ¡Está pidiendo ser petrificado inmediatamente!
—¿Cuál es la diferencia? —dijo él—. Desde un principio supe que no iba a ser dejado en libertad como curado. Ningún immer lo será, nunca. El gobierno seguirá todos los procedimientos legales, nos retendrá el tiempo suficiente para cumplir con la ley, luego anunciará que somos incurables y nos petrificará. Seremos puestos en un lugar donde nunca seamos encontrados.
»E1 gobierno tiene que hacer esto. No puede dejarnos en libertad cuando sabe que lo sabemos todo sobre el elixir. Al final del período mínimo de «curación» de nuestro «desequilibrio mental», iremos a los petrificadores. He conseguido vivir dos submeses más, si puede llamarse vivir a este solitario confinamiento. Dos meses más, hasta que el gobierno se ponga intranquilo y decida petrificarnos de inmediato. Puede hacerlo. Puede cubrir con toda facilidad su acción ilegal.
—¡No sabe usted de lo que está hablando!
—Por supuesto que lo sé. Y usted también. Usted tiene que saber también, si tiene una pizca de inteligencia, que se halla en un peligro casi tan grande como yo. La mejor forma que tienen los funcionarios gubernamentales de manejar el asunto para obtener su silencio es ofrecerle también el elixir. Pero deben estarse preguntando si será usted capaz de guardarlo todo para sí misma. ¿No querrá que su esposo, sus hijos, todos aquellos a los que quiere, envejezcan tan lentamente como usted? ¿No se sentirá tentada a conseguirlo también para ellos? ¿No lo pedirá para ellos? ¿Y qué hará usted si recibe por respuesta una negativa?
»No pueden permitirse el correr un riesgo con usted. Quieren el elixir sólo para ellos, un grupo muy selecto, imagino. No se lo han dicho al público, y no lo harán. Las consecuencias sociales y políticas y como quiera llamarlas serían demasiado grandes. No, están manteniéndolo secreto, cometiendo el mismo error que cometió Immerman. ¡Y usted y todos aquellos otros que interrogaron a los immers y ahora son sus vigilantes son peligrosos para la élite, los nuevos immers!
»¡La diferencia principal entre los antiguos y los nuevos es que mi gente, al menos, deseaba cambiar el gobierno por uno mejor!
La psiquista se echó hacia atrás en su silla y miró más allá de Caird, como si estuviera intentando ver el futuro. Caird sintió lástima por ella, pero había tenido que probarla para determinar si sus sospechas eran válidas. Resultaba evidente que lo eran.
—Quizá será mejor que hablemos de las posibilidades de salir los dos de aquí —señaló.
La psiquista se puso en pie. Con voz ligeramente temblorosa, dijo:
—Yo no trato con traidores. —Murmuró algo a una banda, y la puerta se abrió de inmediato. Entraron dos robustos ayudantes.
—Llévenlo a su habitación —ordenó—. Y asegúrense de que no habla con nadie por el camino. ¡Asegúrense de ello!
—No tendrán problemas conmigo, no se preocupe —dijo Caird—. Pero piense en lo que le he dicho. Puede que no tenga mucho tiempo para hacerlo.
Cuando regresó a su pequeña pero confortablemente amueblada habitación, Caird se sentó. Contempló las vacías bandas de la pared como si estuviera intentando conjurar en ellas displays del futuro. Probablemente la psiquista estaba haciendo lo mismo en su oficina. Pero no podía depender de ella para hacer algo que pudiera ayudarle. Ella sólo pensaría en su propia supervivencia. Mientras tanto, seguiría con la rutina de las sesiones de terapia con él. Seguiría con el mismo proceso mecánico hasta que desapareciera, tras ser llevada fuera de allí por los orgánicos o tras convertirse en una quebrantadías en su frenético esfuerzo por escapar.
El martes siguiente, si los acontecimientos se desarrollaban como todos los martes anteriores, inhalaría la bruma de la verdad. Y le preguntarían si había pensado en alguna forma de escapar.
Respondería que sí. Que esperaba conseguir que la psiquista le ayudara. Eso era todo. No tenía ningún otro plan, y ése era casi impracticable.
Suspiró. ¿Por qué no había pensado en muchas formas de salir de allí? Cualquier prisionero hubiera maquinado una veintena de planes para escapar. Cualquier prisionero. Pero él sólo había pensado en uno, y eso había sido aquella misma mañana, antes de acudir a su cita de todos los martes con la psiquista, y en realidad no esperaba nada de él. Le había parecido más una forma de divertirse un poco que cualquier otra cosa.
La psiquista le había dicho que su falta de planes para escapar la desconcertaba.
Él también estaba desconcertado.
35
Era un lugar donde no había iluminación pero había luz. Sin embargo, podía decirse también que no había luz pero había iluminación.
No había tiempo allí, a menos que un reloj con sólo una manecilla pudiera decirse que marcaba el tiempo. Esa manecilla no se movía. Estaba aguardando a que el tiempo la golpeara. No solamente el tiempo. El tiempo.
Había en aquel lugar que era muchos lugares una criatura que no tenía forma. Sin embargo, se parecía exactamente a Jeff Caird, y se parecía también exactamente a todos los otros.
No tenía nombre. Estaba aguardando el momento preciso para elegir uno.
Podía decirse que no tenía partes pero que era una suma.
Formada el martes, había vivido su corta vida sólo el martes. Sin embargo, esperaba poder trasladarse de nuevo a través de los siete días de la semana.
Tenía todos los pensamientos acerca de escapar que Caird hubiera debido tener. Sabía cómo salir de la institución a prueba de huidas, y cómo podía llegar a los bosques al otro lado del río Hudson.
Sin embargo, Caird la había desarrollado y la había enquistado excepto un único canal. A través de aquel canal, había ido inyectando todos los pensamientos de huida tan rápidamente como llegabais a Caird. Había cegado el canal cada vez que Caird era sometido a la droga de la verdad, y había vuelto a abrirlo cuando la droga había dejado de hacer efecto sobre él.
También había inyectado en él, neuralmente hablando, todos los pensamientos que había tenido Caird cuando, hacía mucho tiempo, había estado planeando aquella cosa sin tiempo, sin forma y sin nombre.
El gobierno haría sonar las alarmas y notificaría a todas las autoridades relevantes cuando descubriera que había escapado. Pero su identificación del fugitivo sería errónea. La cosa, que se habría convertido en un hombre, no sería el prisionero conocido como Jefferson Cervantes Caird.
FIN