Publicado en
abril 18, 2010
Título original: Gerald’s Game
Este libro se dedica, con cariño y admiración,a seis mujeres estupendas:
Margaret Spruce Morehouse
Catherine Spruce Graves
Stephanie Spruce Leonard
Anne Spruce Labree
Tabitha Spruce King
Marcella Spruce
Sadie se recobró. Nadie hubiera podido describir el desprecio que reflejaba su rostro ni el odio desdeñoso con que impregnó su respuesta:
—¡Hombres! ¡Inmundos cerdos lascivos! Todos sois iguales. Todos. ¡Cerdos! ¡Cerdos!
W. SOMERSET MAUGHAM, Lluvia
1
Jessie oía el ligero e irregular batir de la puerta trasera, impulsada por el viento de octubre que envolvía la casa. La jamba se hinchaba siempre al llegar el otoño y había que dar un tirón realmente enérgico para que la puerta quedase bien cerrada. En aquella ocasión, se les había olvidado. Pensó en decirle a Gerald que fuese a encajarla como era debido antes de que se metieran en harina o de que aquel repiqueteo acabase por volverles locos. Luego se le ocurrió que eso resultaría de lo más ridículo, dadas las circunstancias. Destrozaría todo el encanto.
«¿Qué encanto?»
Ésa era una buena pregunta. Y cuando Gerald introdujo la tija del llavín en la segunda cerradura, cuando oyó el leve chasquido metálico por encima de su oreja izquierda, Jessie comprendió que, al menos para ella, el encanto era algo que ya no merecía la pena preservar. Precisamente por eso se había dado cuenta, para empezar, de que la puerta no estaba bien cerrada. El hechizo, la excitación sexual de aquellos juegos de amo y esclava no duró mucho para Jessie.
Sin embargo, no podía decirse lo mismo respecto a Gerald. En aquel momento sólo llevaba encima unos pantalones cortos «Jockey» y Jessie no tuvo más que alzar la vista hasta su rostro para percatarse que el interés de Gerald se mantenía firme.
«Esto es una estupidez», pensó Jessie, pero todo aquel asunto no era sólo estúpido, también resultaba un poco pavoroso. No le gustaba reconocerlo, pero era así.
—Gerald, ¿por qué no nos olvidamos de esto?
El hombre titubeó un segundo, ligeramente fruncido el entrecejo, y luego cruzó el dormitorio y se llegó al tocador situado a la izquierda de la puerta del cuarto de baño. Se le iluminó un poco el semblante. Jessie le observó desde la cama, donde estaba echada, con los brazos levantados y extendidos, lo que le confería cierta apariencia de Fay Wray encadenada y a la espera del gran simio de King Kong. Tenía las muñecas sujetas a las columnas de caoba de la cama mediante sendas esposas. La cadena de los grilletes permitirían a cada una de las manos un movimiento de unos quince centímetros. No gran cosa.
Gerald dejó las llaves encima del tocador —dos chasquidos apenas perceptibles, pero el oído de Jessie parecía excepcionalmente agudo para tratarse de un miércoles por la tarde— y regresó junto a Jessie. En la blancura del alto techo de la alcoba, por encima de la cabeza de Gerald, se reflejaba el baile sinuoso de las ondulaciones que el lago dibujaba en su superficie.
—¿Qué te parece? Para mí, esto ha perdido una barbaridad de su encanto.
Prudentemente, Jessie se abstuvo de añadir: «Y lo cierto es que, para empezar, nunca tuvo mucho».
Gerald esbozó una mueca. Tenía un rostro ancho, de piel rosácea, bajo una cabellera negra como el azabache y cuyas entradas laterales hacían que el pelo rematase en punta sobre la frente. Aquella mueca de Gerald, que no llegaba a sonrisa, tenía algo que a Jessie no le gustaba. No podía determinar qué era ese algo, pero...
«Ah, claro que puedes determinarlo. Le da aspecto de estúpido. Una se percata de que su coeficiente intelectual desciende diez puntos por cada dos centímetros y medio que se amplía la sonrisa. En la extensión máxima de la mueca, este precioso abogado de empresas tuyo parece un portero que acaba de salir con permiso del instituto mental del pueblo.»
Era cruel, pero no del todo inexacto. Claro que, ¿cómo iba una a decirle al esposo con el que lleva casada cerca de veinte años que cada vez que pone esa mueca en sus labios da la impresión de que sufre un ligero retraso mental? La respuesta a esa pregunta era evidente, desde luego: una no se lo decía y en paz. La sonrisa de Gerald era una cuestión completamente distinta. Su sonrisa resultaba encantadora... Jessie suponía que fue aquella sonrisa, tan afectuosa y alegre, lo que la animó a empezar a salir con él. Le había recordado la sonrisa de su padre cuando, en familia, contaba las anécdotas divertidas de la jornada mientras bebía la tónica con ginebra previa a la cena.
Pero aquello no era la sonrisa. Era la «mueca», una versión de la sonrisa que Gerald parecía guardar exclusivamente para aquellas sesiones. Jessie tenía la idea de que, para Gerald, que estaba dentro de ella, la mueca equivalía a sentirse cruel. Despiadado, quizá. Sin embargo, desde donde ella le miraba, tendida allí, con los brazos alzados por encima de la cabeza y cubierta nada más que por la pieza inferior del bikini, a Jessie le parecía simplemente idiota. No, mejor dicho... retrasado. Después de todo, no era ningún temerario aventurero, como los que aparecían en las revistas masculinas sobre las que había proyectado los desahogos furibundos de su solitaria pubertad de adolescente gordinflón; era un abogado de cara rosácea y demasiado grande, coronada por una cabellera rematada en punta y que decrecía implacablemente hacia la calvicie total. Sólo un abogado cuya erección deformaba la parte delantera de los pantalones cortos. Bueno, la deformaba pero sólo un poco.
Sin embargo, las proporciones de la erección no eran lo importante. Lo importante era la mueca. No se había alterado lo más mínimo, lo cual significaba que Gerald pasó por alto las palabras de Jessie. Se daba por supuesto que la mujer tenía que protestar; al fin y al cabo, eso formaba parte del juego.
—¿Gerald? Hablo en serio.
La mueca se amplió. Aparecieron a la vista unos centímetros más de su pequeña e inofensiva dentadura de jurisconsulto; su coeficiente intelectual descendió veinte o treinta puntos. Y continuó sin hacer caso a Jessie.
«¿Estás segura?»
Lo estaba. No podía leer en él como en un libro abierto —parece que se precisan más de veinte años de matrimonio para alcanzar ese punto—, pero pensaba que, normalmente, solía tener una idea bastante acertada de lo que pasaba por la mente de Gerald. Jessie creía que, de no tener esa idea, estaba expuesta a recibir algún golpe bastante serio.
«Si eso es verdad, querida, ¿a qué se debe que él no pueda leer en ti? ¿Cómo es que no se da cuenta de que ésta no es simplemente una escena nueva de la misma vieja farsa de sexo?»
Le tocó a Jessie el turno de enarcar las cejas ligeramente. Siempre había oído voces dentro de su cabeza —sospechaba que eso le ocurría a todo el mundo, aunque por regla general la gente no hablaba de ello, como tampoco hablaba de sus funciones intestinales— y la mayoría de esas voces eran viejas amistades, tan confortables como las zapatillas que se usan para saltar de la cama. Ésta, sin embargo, era nueva... y no tenía nada de confortable. Se trataba de una voz fuerte, de sonido joven y vigoroso. Y también parecía cargada de impaciencia. Volvió a oírla, en respuesta a su propia pregunta.
«No es que él no pueda leer en ti; es que a veces, querida, no quiere hacerlo.»
—Gerald, de verdad... no me apetece. Anda, coge otra vez las llaves y suéltame. Haremos otra cosa. Me pondré encima, si lo deseas. O puedes quedarte tendido, con las manos en la nuca y te dedicaré, ya sabes, el otro numerito.
«¿Estás segura de que quieres hacer eso?», preguntó la nueva voz. «¿Estás segura de que quieres tener relación sexual de algún tipo con este hombre?»
Jessie cerró los ojos como si al apretar los párpados silenciara aquella voz. Cuando volvió a abrirlos, Gerald se encontraba a los pies de la cama, con la parte delantera de los pantalones cortos descollando como la proa de un barco. Bueno... como la de un barquito de juguete infantil. La mueca se había ensanchado más y dejaba a la vista las últimas piezas —las de los empastes de oro— de los lados. Jessie comprendió que no es que le desagradara aquella mueca tonta; es que la despreciaba.
—Te dejaré incorporarte... si eres muy, muy buena. ¿Vas a ser pero que muy muy requetebuena, Jessie?
«Mal asunto», comentó la avisada voz nueva. «Très malo.»
Gerald engarfió los pulgares en la cintura de los calzoncillos como un absurdo pistolero. Los «Jockies» se fueron abajo con bastante rapidez en cuanto dejaron atrás el tampoco insignificante mango carnal. Y allí estaba, al aire. No era la formidable máquina de amor que, de quinceañera, Jessie encontró en las páginas de Fanny Hill, sino un cilindro manso, rosado y circunciso; doce centímetros y medio de erección absolutamente vulgar. Dos o tres años atrás, en uno de sus infrecuentes viajes a Boston, Jessie había visto una película titulada El vientre de un arquitecto. Pensó: «Muy bien. Y ahora estoy mirando “El pene de un abogado”». Tuvo que morderse la parte interior de los carrillos para no echarse a reír. Prorrumpir en carcajadas en aquel punto hubiera sido muy poco diplomático.
Cruzó entonces por su mente una idea que eliminó todo deseo de reír, por apremiante que fuera. Ésta: su marido no sabía que ella hablaba en serio porque, para él, Jessie Mahout Burlingame, esposa de Gerald, hermana de Maddy y Will, hija de Tom y Sally, madre de nadie, realmente no estaba allí... Dejó de estar allí en el preciso instante en que las llaves produjeron su leve chasquido acerado al cerrar las esposas. Gerald había sustituido las publicaciones de aventuras de su adolescencia por el montón de revistas pornográficas que guardaba en el último cajón de su escritorio, revistas en las que mujeres vestidas con un collar de perlas y nada más aparecían arrodilladas sobre alfombras de piel de oso mientras las tomaban por detrás hombres dotados de un equipamiento sexual que, comparado con el de Gerald, situaban a éste bajo mínimos. En las contraportadas de esas revistas, entre anuncios de «cuéntame cochinadas por teléfono» con sus novecientos números, había también imágenes publicitarias de hembras hinchables de anatomía supuestamente perfecta, un concepto extraño de veras, si había visto alguna vez alguno. Con una especie de asombro revelador, pensó en aquellas muñecas llenas de aire, de superficie color rosa, cuerpos caricaturescamente imprecisos y rostros desprovistos de facciones. No fue horror —no del todo— lo que sintió en su interior, sino el centelleo de una intensa claridad que iluminó un paisaje ciertamente mucho más aterrador que aquel estúpido juego o que el detalle de que aquel día lo estaban practicando en su casa de verano, mucho después de que el verano hubiese desaparecido para no volver hasta otro año.
Pero nada de eso había afectado ni tanto así a su oído. Lo que oía en aquel momento era una motosierra, cuyo chirrido sonaba en el bosque, a una distancia considerable, a ocho o diez kilómetros, tal vez. Más cerca, en el cuerpo principal del lago Kashwakamak, un somorgujo que se había retrasado en la partida de su migración anual hacia el sur lanzaba su frenético chillido al azulado aire de octubre. Todavía más cerca, en algún punto de la orilla norte, ladraba un perro. Era un sonido desagradable, descompuesto, pero que a Jessie le parecía extrañamente reconfortante. Significaba que por aquellos pagos había alguien más, estuviesen o no estuviesen a mediados de octubre. Por otra parte, allí seguía el golpeteo de la puerta, suelta como un diente en una encía medio podrida, que no paraba de chocar contra la jamba hinchada. Jessie se dijo que, como tuviese que escuchar aquel ruido durante mucho rato, acabaría volviéndose loca.
Ya completamente desnudo, a excepción de las gafas, Gerald se arrodilló en la cama y procedió a reptar hacia Jessie. Continuaban brillándole los ojos.
Jessie creía que era ese fulgor lo que le había animado a ella a seguir con el juego durante tanto tiempo, después de haber satisfecho su curiosidad inicial. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que los ojos de Gerald la miraron con tanto ardor. Jessie no tenía mal aspecto —se las arreglaba para conservar la línea y su figura se mantenía bastante esbelta y sugestiva—, pero a pesar de todo, el interés de Gerald se volatilizó igual. La mujer pensaba que parte de la culpa la tenía el alcohol —Gerald bebía una burrada más que durante la época de recién casados—, pero también comprendía que el licor no era el único culpable. ¿Qué decía el viejo refrán acerca de que la convivencia engendra aburrimiento? Eso no rezaba como verdad incontrovertible para los enamorados, según los poetas románticos que Jessie leyó en su curso de Literatura Inglesa, pero en los años que sucedieron a su salida del instituto de enseñanza media descubrió que existían ciertos hechos de la vida sobre los cuales jamás escribieron una sola palabra ni John Keats ni Percy Shelley. Claro que ambos murieron jóvenes, no llegaron a cumplir los años que Gerald y ella tenían ahora.
Además, nada de ello era importante en el momento y en las circunstancias presentes. Lo que sí resultaba significativo era que ella continuó con el juego durante más tiempo de lo que realmente deseaba sólo a causa de aquel pequeño resplandor que brillaba en las pupilas de Gerald. La hacía sentirse joven, guapa y deseable. Pero...
«... pero si de verdad creíste que era a ti a quien veía Gerald cuando apareció esa expresión en sus ojos, te equivocaste, querida. O quizá te engañaste a ti misma. Y puede que tengas que decidir —decidir, decidir de veras— si vas a continuar con esta humillación. Porque, ¿no es más bien así como te sientes? Humillada.»
Jessie suspiró. Sí. Más bien se sentía humillada.
—Gerald, te lo digo en serio.
Habló en tono más alto y, por primera vez, el brillo vaciló ligeramente en los ojos de Gerald. Bueno. Al parecer podía oírla. Así que quizá todo fuese bien. No sería maravilloso, hacía mucho tiempo que las cosas dejaron de ser lo que una podía considerar maravillosas, pero más o menos bien sí que podía salir. Sin embargo, el brillo reapareció enseguida y, al cabo de un momento, la mueca hizo lo propio.
—Te enseñaré, mi soberbia y bella dama —dijo Gerald.
Eso fue lo que dijo, pronunciando «bella dama» como hubiera podido articularlo el posadero de un mal melodrama victoriano.
«Deja que lo haga, pues. Limítate a dejarle hacer y, luego, ya estará hecho.»
Era una voz con la que ya se había familiarizado más, y se dispuso a seguir su consejo. No sabía si Gloria Steinem lo hubiese aprobado, pero no le importaba; y el consejo tenía todo el atractivo de lo rematadamente práctico. Que lo hiciera y ya estaría hecho. Q.E.D. (quod erat demonstrandum: lo que había que demostrar).
La mano de Gerald —suave, de dedos cortos, de carne tan rosada como la que cubría su pene— se alargó entonces para cerrarse en torno a uno de los pechos de Jessie, que tuvo la sensación de que algo estallaba súbitamente en su interior como un tendón sometido a excesiva tensión. Removió las caderas, dio una sacudida brusca hacia arriba y así pudo quitarse de encima la mano de su marido.
—Basta, Gerald. Abre estas estúpidas esposas y deja que me levante. Esto dejó de ser divertido hacia el pasado marzo, cuando aún había nieve en el suelo. No me siento excitante; me siento ridícula.
Lo había oído todo. Jessie lo dedujo al ver la forma instantánea en que se apagó el brillo de sus ojos, como dos llamas de vela extinguidas de golpe por una ráfaga de aire. Jessie supuso que las dos palabras que por fin habían llegado a su cerebro fueron «estúpida» y «ridícula». Gerald fue un adolescente rechoncho, que llevaba unas gafas de cristales gruesos y que no salió con ninguna chica hasta los dieciocho, después de pasarse un año sometido a dieta rigurosa y tras realizar un tremendo esfuerzo para suprimir las grasas que le envolvían, antes de que ellas le estrangulasen a él. Por la época en que estudiaba segundo en la facultad, la vida de Gerald estaba en la fase de «más o menos dominada», según su propia expresión (como si la vida —su vida al menos— fuese un corveteante potro salvaje que le hubiesen ordenado domar), pero Jessie sabía que los años de instituto fueron para Gerald una representación de horrores diversos que dejó en su ánimo un intenso legado de desprecio hacia su propia persona y de recelo hacia los demás.
Su éxito como abogado de sociedades (y el haberse casado con ella; Jessie creía que el matrimonio también había contribuido, y acaso de manera decisiva) restauró su confianza en sí mismo y su dignidad, aunque la mujer dudaba de que ciertas pesadillas hubiesen terminado definitivamente. En algún punto recóndito y profundo de su cerebro, sensaciones intimidatorias aún jorobaban y ponían trabas a Gerald en la sala de estudios, aún parecían oírse allí burlas por la ineptitud de Gerald para, en las sesiones de educación física, ir más allá de las flexiones propias de chicas, y todavía quedaban palabras —como «estúpido» y «ridículo», sin ir más lejos— que seguían flotando en su cabeza como si el instituto fuese cosa del día anterior... o así lo creía. Los psicólogos podían ser increíblemente necios respecto a algunas cuestiones —necios casi adrede, le parecía con frecuencia a Jessie—, pero en cuanto a la terrible persistencia de algunos recuerdos la mujer creía que daban en el clavo. Algunos recuerdos se cebaban en la mente de una persona como sanguijuelas perversas y determinadas palabras —«estúpido» y «ridículo», por ejemplo— retrotraían a esa persona a una existencia febril y violentamente incómoda.
Esperó sentir una punzada de avergonzado remordimiento por haber descargado un golpe bajo como aquél y se sintió complacida —o quizá lo que sintió fue alivio— al comprobar que no se producía ningún ramalazo. «Supongo que tal vez me he cansado de fingir», pensó, y esa idea le condujo a otra: podía llevar su propia agenda sexual, en cuyo caso, aquel numerito de las esposas desde luego no iba a figurar en ella. La hacía sentirse envilecida. Toda la cuestión le resultaba degradante. Ah, sí, cierta inquietante excitación acompañó a los primeros experimentos, a unos cuantos, pocos —los de los pañuelos— y en un par de ocasiones tuvo orgasmos múltiples, lo cual era verdaderamente raro en ella. Con todo, hubo efectos secundarios de los que no hizo caso y esa sensación de verse un tanto rebajada en su dignidad sólo fue uno de esos efectos secundarios. Después de cada una de aquellas versiones iniciales del juego de Gerald, Jessie tenía también sus propias pesadillas. Se despertaba jadeante y sudorosa, con las manos hundidas en la entrepierna, apretados los puños con fuerza hasta formar pequeñas pelotitas. No recordaba más que una de tales pesadillas, y, además, el recuerdo era remoto y borroso: estaba jugando al cróquet completamente desnuda y, de pronto, el sol desaparecía. Entonces, una mano la tocó y una voz aterradora brotó de la oscuridad: «¿Me amas, Chola?», preguntó la voz, y lo más espantoso fue su familiaridad.
«Nada de eso importa ahora, Jessie; son cosas que puedes considerar otro día. En este preciso momento, lo único importante es conseguir que te suelte.»
Sí. Porque aquel juego no era de los dos; aquel juego era sólo de Gerald. Ella empezó a participar simplemente porque Gerald quería que lo hiciese. Y ya había dejado de tener gracia.
El somorgujo volvió a soltar su chillido solitario en el lago. Gerald había sustituido su boba mueca de prometérselas muy felices por una expresión de malhumorado disgusto. «Me has roto mi juguete, so zorra», decía esa expresión.
Jessie se sorprendió a sí misma evocando la última vez que había echado una buena ojeada a tal gesto. en agosto, Gerald se presentó ante ella con un rutilante folleto, indicó lo que quería y Jessie dijo que sí, que naturalmente podía comprarse un Porsche si deseaba un Porsche y que, desde luego, ellos podían permitirse el lujo de tener un Porsche, pero que ella pensaba que tal vez sería mejor pagarse la cuota de ingreso como socio del Club la Salud de la avenida del Bosque, tal como Gerald llevaba dos años amenazando.
—Precisamente ahora no tienes cuerpo de Porsche —había dicho Jessie, aun a sabiendas de que no era una observación muy diplomática, pero con el convencimiento de que tampoco era momento para andarse con diplomacias.
Por otra parte, Gerald la había irritado hasta el punto de que a ella le importaba un comino herir los sentimientos de su esposo. Era algo que últimamente les sucedía cada vez con más frecuencia y Jessie se sentía consternada, pero tampoco sabía qué hacer respecto a ello.
—¿Qué se supone que significa eso? —le preguntó Gerald, de uñas.
Jessie no se molestó en contestar; la experiencia le había demostrado que, cuando Gerald formulaba semejantes preguntas, casi siempre eran retóricas. El mensaje importante subyacía en el contexto y era: «Me estás poniendo los nervios de punta, Jessie. No te atienes a las reglas del juego».
Pero en aquella ocasión —tal vez en una sintonización desconocida, para variar— prefirió pasar por alto el contexto y responder a la pregunta.
—Significa que avanzas a toda velocidad hacia los cuarenta y seis años que vas a cumplir este invierno, tanto si eres dueño de un Porsche como si no, Gerald... y significa que aún te van a sobrar catorce kilos.
Cruel, sí, pero no podía haber llegado al fondo de la arbitrariedad; podía haber seguido con la imagen que centelleó ante sus ojos al ver la fotografía del automóvil deportivo que ilustraba la tapa del glaseado folleto que Gerald le presentaba. En aquel fugaz parpadeo, Jessie había vislumbrado a un chaval gordinflón, de semblante rosáceo y pelambrera en punta, metido en la cámara de rueda de coche que había llevado a la vieja alberca para utilizarla a guisa de flotador.
Gerald le arrebató el folleto de la mano y se alejó sin pronunciar palabra. El tema del Porsche no salió a relucir más... pero Jessie había visto reaparecer con frecuencia en el rostro de Gerald aquella mirada resentida de «no la gozamos».
Y volvía a ver ahora una versión incluso más intensa de aquella mirada.
—Tú dijiste que parecía divertido. Ésas fueron exactamente tus palabras: «Parece divertido».
¿Había dicho ella tal cosa? Supuso que sí. Pero fue un error. Una pequeña pifia, eso mismo, el resbalón que se da al pisar una cáscara de plátano. Claro. Pero ¿cómo decirle al marido que cuando echa hacia adelante el labio inferior parece el nene Huey a punto de iniciar una de sus vibrantes rabietas?
Jessie no lo sabía, de modo que bajó la mirada y vio algo que no le gustó absolutamente nada. La versión de señor Felicidad adoptada por Gerald no se había marchitado ni un ápice. Todo indicaba que el señor Felicidad no se había enterado del cambio de planes propuesto en principio.
—Gerald, es que no...
—... ¿que no te apetece? Bueno, pues sí que la hemos fastidiado, ¿no? Me tomé el día libre. Y si pasamos aquí la noche, eso significa que mañana por la mañana tampoco iré a trabajar. —Reflexionó un momento, para repetir luego—: Dijiste que parecía divertido.
Jessie empezó a desplegar mentalmente su abanico de excusas, como un viejo jugador de póquer hace con sus cartas («Sí,, pero ahora me duele la cabeza. Sí, pero empiezo a sufrir esos molestos calambres que me sacuden cada vez que se acerca la regla. Sí, pero soy mujer y por lo tanto tengo derecho a cambiar de opinión. Sí, pero ahora estamos en la Gran Soledad, me aterrorizas, tú, hermosa bestia de hombre malo.»), las mentiras susceptibles de satisfacer sus conceptos erróneos o su ego (ambos solían ser a menudo intercambiables), pero antes de que se decidiese por una carta, una carta cualquiera, la voz nueva volvió a intervenir. Era la primera vez que se expresaba sonoramente y Jessie descubrió, fascinada, que en el aire tenía el mismo timbre, las mismas características que en el interior de su cabeza: enérgica, seca, tajante, dueña de la situación.
También sonaba curiosamente familiar.
—Tienes razón... supongo que lo dije, pero lo que realmente parecía divertido era largarnos los dos tal como solíamos hacer antes de que rotularan tu nombre en la puerta, con el resto de los personajes de primera. Pensé que podríamos retozar un poco en la cama, planchar el colchón y luego sentarnos en el suelo y disfrutar del silencio y la tranquilidad. Tal vez enzarzarnos en una partida de «Scrabble», cuando se pusiera el sol. ¿Es eso un delito digno de proceso, Gerald? ¿Qué piensas? Anda, dímelo, quiero saberlo, de veras.
—Pero tú dijiste...
Jessie llevaba cinco minutos diciéndole, en varios tonos, que deseaba que la liberase de aquellas malditas esposas, pero él seguía sin quitárselas. De súbito, la impaciencia de Jessie hirvió hasta convertirse en furor.
—Dios mío, Gerald, esto dejó de resultar divertido casi en el momento en que empezó, ¡y si tú no fueras tan duro de mollera como un ladrillo te habrías dado cuenta ya!
—Tu boca. Tu boca ingeniosa y sarcástica. A veces, me harta tanto que...
—Gerald, cuando se te mete una idea en la cabeza no hay forma de acercarse a ti, ni por la buenas ni por las otras. ¿Y de quién es la culpa en este caso?
—Cuando te pones en ese plan, no me gustas, Jessie. Cuando te comportas de ese modo, no me gustas ni pizca.
Aquello iba de mal en peor, de peor en horrible y lo más espantoso del asunto era la rapidez con que degeneraba. De pronto, se sintió muy cansada y a su mente acudió cierta frase de una antigua canción de Paul Simon: «Ya no quiero ese loco amor». Muy bueno lo tuyo, Paul. Puede que seas bajito, pero no tonto.
—Sé que no te gusta. Y está bien que no te guste, porque, ahora mismo, de lo que se trata es de estas esposas, no de cuánto te gusta o no te gusta el que te diga que he cambiado de idea acerca de algo. Quiero librarme de estos grilletes. ¿Me oyes?
«No», comprendió Jessie, con un asomo de desaliento. «Desde luego, no. Gerald seguía en sus trece.»
—Es que eres tan condenadamente voluble, tan endemoniadamente cáustica... Te quiero, Jess, pero detesto esa maldita desfachatez tuya, siempre la he detestado.
Se pasó la palma de la mano izquierda por el pimpollo que formaron sus labios al hacer un puchero y luego la miró con aire triste... Pobre y embaucado Gerald, que carga con una esposa que le ha conducido al fondo de una selva virgen para luego negarse a cumplir con sus obligaciones sexuales de esposa. Pobre y engañado Gerald, que no manifiesta la menor intención de recoger de encima del tocador contiguo a la puerta del cuarto de baño las llaves de los grilletes.
Su desasosiego se transformó en otra cosa... mientras se encontraba de espaldas. Se había convertido en una mezcla de miedo e indignación como sólo una vez recordaba haber experimentado. Cuando contaba unos doce años, su hermano Will la pinchó en el trasero en una fiesta de cumpleaños. Todos sus amigos y amigas lo vieron y todos se echaron a reír. «Ja, ja, muy grasioso, señora, me parese.» Pero a ella no se lo pareció.
Will era el que más se reía de todos, con tantas ganas que se doblaba sobre sí mismo, con las manos apoyadas en las rodillas y el pelo caído sobre la cara. Aquello ocurrió cosa de un año después del advenimiento de los Beatles, los Rolling Stones, los Searchers y todos los demás, así que Will tenía una barbaridad de pelo que dejar caer delante de la cara. Al parecer, formaba una cortina que le impedía ver a Jessie, ya que el muchacho ignoraba por completo lo furiosa que estaba... y, en circunstancias normales, Will se adaptaba casi de un modo extraño a los cambios de humor de humor y de genio de la niña. Jessie era, con mucha ventaja, la hermana favorita de Will. El chico siguió riendo hasta el punto de que la espuma de la rabia llenó a Jessie de tal forma que comprendió que tendría que hacer algo o reventaría. Así que la niña cerró el puñito y, cuando su queridísimo hermano alzó por fin la cabeza para mirarla, le sacudió un tremendo puñetazo en mitad de la boca. A consecuencia del golpe, Will cayó como un bolo y soltó un grito escalofriante.
Posteriormente, Jessie trató de convencerse de que Will gritó más por la sorpresa que por el dolor, pero, incluso a sus doce años, la niña comprendía que no era cierto. Le había hecho daño, daño de verdad. Le partió el labio inferior en un punto y el superior en dos y, desde luego, le hizo polvo a base de bien. Y todo eso ¿por qué? ¿Por qué Will cometió una estupidez? Pero el chico sólo tenía nueve años —cumplidos ese mismo día— y a esa edad todos los niños son estúpidos. Prácticamente, era una ley nacional. No, no fue por la estupidez de Will. Fue por el miedo de ella, el temor a que, de no hacer algo al respecto, la repulsiva espuma verde de la indignación y la vergüenza, habría
(apagado el sol)
hecho reventar a Jessie. La verdad, descubierta aquel día, era ésta: dentro de Jessie había un pozo, un pozo de agua ponzoñosa, y al pincharla por detrás, William bajó un cubo hasta ese pozo y lo subió lleno de espuma y de sabandijas que se retorcían. Odiaba a Will por lo que le había hecho y suponía que ése fue el motivo por el que le golpeó. La profunda intensidad de aquel sentimiento la asustó. Ahora, al cabo de tantos años, se daba cuenta de que continuaba asustándola... pero es que sentía idéntica furia.
«No apagarás el sol», pensó Jessie, sin tener la más remota idea de lo que eso significaba. «Pero maldito si quieres hacerlo.»
—No quiero ponerme a discutir sutilezas, Gerald. Limítate a coger las llaves de estos puñeteros artilugios ¡y suéltame!
Y entonces Gerald dijo algo que la dejó tan pasmada que, al principio, no pudo captarlo:
—¿Y si no quiero?
Lo primero que Jessie percibió fue el cambio de tono. Normalmente, hablaba con voz más bien enérgica, un tanto brusca y jactanciosa —«Soy aquí el responsable, lo cual constituye una suerte para todos nosotros, ¿verdad?», proclamaba ese tono—, pero el nuevo timbre era bajo, arrastraba un poco las sílabas y no tenía nada de familiar. El brillo acababa de volver a sus pupilas, aquel fulgor vivo que años atrás se había proyectado sobre ella como una batería de focos. Jessie no lo veía muy bien —los párpados de Gerald estaban entornados y no eran más que unas estrechas ranuras en la carne, detrás de las gafas de montura dorada—, pero se encontraba allí. Sí, en efecto.
Luego estaba el extraño caso del señor Felicidad. El señor Felicidad no se había debilitado lo más mínimo. A decir verdad, parecía más alto que en cualquier otro momento que Jessie recordara... aunque probablemente fuera sólo su imaginación.
«¿Lo crees así, querida? Yo no.»
Jessie procesó toda esa información antes de enfocar su atención de nuevo sobre las últimas palabras de Gerald, aquella asombrosa pregunta de: «¿Y si no quiero?». Esta vez pasó del tono al sentido de las palabras, y cuando por fin las asimiló por completo, notó que su indignación y su cólera ascendían un punto en la escala. En alguna parte de su interior, el cubo volvió a bajar por la polea del pozo en busca de una nueva carga de agua fangosa repleta de microbios casi tan venenosos como crótalos de pantano.
La puerta de la cocina reanudó otra vez su repicar contra el marco y, en el bosque, el perro la emprendió con otra serie de ladridos, que ahora parecieron sonar más cerca que antes. Un ruido intermitente, astilloso, desesperado. Escuchar algo así durante mucho tiempo sin duda le produciría a una dolor de cabeza.
—Atiende, Gerald —oyó Jessie que decía su nueva voz. Tuvo plena conciencia de que podía haber elegido un momento mejor para surgir, para romper su silencio (al fin y al cabo, se encontraba en la desierta orilla norte del lago Kashwakamak, esposada a las columnas de una cama y vestida sólo con unas braguitas de nailon), pero ello no fue óbice para que la admirase. Casi contra su voluntad, se sorprendió a sí misma admirando aquella voz—. ¿Me escuchas aún? Ya sé que últimamente me haces poco caso cuando hablo, pero esta vez es realmente importante que prestes atención a lo que voy a decir. De modo que... ¿me escuchas por fin?
Gerald estaba arrodillado encima de la cama; la miraba como si Jessie fuera un insecto de una especie desconocida hasta entonces. Las mejillas del hombre aparecían sonrojadas hasta presentar un color casi púrpura y en ellas se entrecruzaban redes de delgadísimas vetas escarlata (Jessie pensaba que esas hebras venían a reflejar las marcas de licor propias de Gerald). Una línea semejante le surcaba la frente. Su color era tan oscuro, su forma tan definida que parecía una marca de nacimiento.
—Sí —articuló Gerald, y como su nueva voz arrastraba las sílabas, la palabra sonó «Siiiiiiá»—. Te escucho, Jessie. Claro que te escucho, faltaría más.
—Bueno. Entonces, acércate al tocador y coge las llaves. Acto seguido, abres primero ésta... —Hizo resonar la muñeca derecha contra la cabecera de la cama— y después sueltas esta otra. —Repitió la operación, de modo análogo, con la muñeca izquierda.— Si lo haces enseguida, podemos regalarnos con un pequeño orgasmo mutuo, normal y cómodo, antes de volver a nuestra vida normal y cómoda de Portland.
«Insustancial», pensó. «Te has dejado un adjetivo. A nuestra vida normal, cómoda e insustancial de Portland.»
Tal vez era así, o acaso se estaba cargando la nota dramática (descubría que verse esposada a las columnas de la cama impulsaba a una persona a dramatizar), pero lo más probable era que, en efecto, se hubiera dejado ese adjetivo. Lo que sugería que, después de todo, la avispada nueva voz no era tan indiscreta. Luego, como si tratase de desmentir esa idea, Jessie oyó que la voz —su voz, al fin y al cabo— alzaba el tono y se subrayaba con inequívocos latidos y pulsaciones de cólera.
—Pero si continúas jeringando y fastidiándome, me iré de aquí derechita a ver a mi hermana, le preguntaré quién se encargó de llevar su divorcio y le telefonearé de inmediato. Te lo digo en serio. ¡No quiero seguir con este juego!
Estaba ocurriendo algo verdaderamente increíble, algo que Jessie no hubiera sospechado ni en un millón de años: la mueca afloraba de nuevo en el rostro de Gerald. Emergía como un submarino que llegase por fin a la seguridad de aguas amigas después de una travesía larga y azarosa. Aunque lo verdaderamente increíble no era eso. Lo verdaderamente increíble era que la mueca ya no le daba aire de hombre inofensivo y como retrasado. Le daba aspecto de lunático peligroso.
Alargó la mano como quien no quiere la cosa, acarició el pecho izquierdo de Jessie y luego lo apretó hasta hacerle daño. Remató aquel acto desagradable con un pellizco en el pezón, algo que nunca había hecho antes.
—¡Uf, Gerald! ¡Eso duele!
El hombre le dedicó una inclinación de cabeza solemne y apreciativa, que desentonaba de un modo extraño con la horrible mueca del semblante.
—Eso está bien, Jessie. El conjunto, me refiero. Podías ser actriz. O prostituta de esas a las que se avisa por teléfono. Una respetuosa de las caras. —Titubeó, para añadir a continuación—: Se supone que esto es un piropo.
—En el nombre de Dios, ¿qué estás diciendo?
Lo malo era que estaba bastante segura de saber lo que Gerald quería decir. De golpe, Jessie comprendió que estaba realmente asustada. Algo perverso andaba suelto por el dormitorio; algo que giraba y giraba como una negra peonza.
Pero también estaba indignada... tan furiosa como el día en que Will la pinchó en el culo.
Gerald soltó una carcajada.
—¿Que qué estoy diciendo? Por un momento conseguiste que llegara a creérmelo. A eso es a lo que me refiero. —Posó una mano en el muslo derecho de Jessie. Cuando volvió a hablar, su voz sonó enérgica e incomprensiblemente formal—. Ahora... quiero que separes las piernas para mí, ¿o tengo que hacerlo yo mismo? ¿Eso también forma parte del juego?
—¡Suéltame!
—Sí... cuando llegue el momento. —Disparó la otra mano. Lo que pellizcó en esa ocasión fue el seno derecho, y lo hizo con tanta fuerza que los nervios despidieron un ramalazo de chispazos blancos a lo largo del costado y por toda la cadera—. Vamos, ya, ¡separa esas adorables piernas, mi soberbia bella dama!
Jessie le lanzó una atenta mirada y observó algo terrible: Gerald lo sabía. Sabía que ella no bromeaba al decir que no quería continuar con aquel número. Gerald lo sabía, pero optaba por ignorar que lo sabía. ¿Puede una persona hacer tal cosa?
«Apuesta a que sí», dijo la voz juiciosa y cabal. Si eres un brillante jurisconsulto de la firma legal corporativa más importante que existe al norte de Boston y al sur de Montreal, supongo que puedes saber todo lo que quieres saber y no saber todo lo que no quieres saber. Me parece que te encuentras en un buen brete, dulzura. La clase de apuro que da al traste con los matrimonios. Será mejor que aprietes los dientes y entornes los ojos, porque me temo que se te viene encima una putada de vacuna.
Aquella mueca. Aquella mueca repugnante, saturada de maldad.
Fingir ignorancia. Y hacerlo tan a fondo como para poder engañar incluso al detector de mentiras, caso de que más adelante le sometieran a él. «Creía que todo eso era parte del juego», diría Gerald, con expresión dolida y ojos como platos. «De verdad que lo creía.» Y si ella insistía, acosándole, lanzando sobre él toda su rabia, Gerald retrocedería a la más antigua línea defensiva que todos utilizaban... y se refugiaría en ella, como un lagarto se introduce en la grieta de una roca: «A ti te gustaba. Sabes que te gustaba. ¿Por qué no lo reconoces?».
Simular que se está hundido en la ignorancia. Estar al cabo de la calle y tener intención de seguir adelante. La había esposado a los postes de la cama, lo hizo con la propia colaboración de ella, y ahora, oh, mierda, a rizar el rizo, ahora pretendía violarla, cierto, violarla mientras la puerta repiqueteaba, el perro ladraba, la motosierra rezongaba y somorgujo cantaba allá fuera, en el lago. Realmente iba a violarla. Sí, señor, chicos, jiu, jiu, jiu, uno no ha gozado verdaderamente de un coño hasta que lo ha tenido dando botes debajo de uno como una gallina saltando sobre una plancha al rojo. Y si ella, Jessie, corría a casa de Maddy cuando hubiese terminado aquel ejercicio de humillación, Gerald continuaría manteniendo que nada más lejos de su cerebro que violar a Jessie.
Apoyó sus manos rosadas en los muslos de la mujer y procedió a separarle las piernas. Ella no opuso mucha resistencia; en aquel momento, al menos, se sentía tan horrorizada y sorprendida por lo que estaba ocurriendo que fue incapaz de resistirse gran cosa.
«Y ésa es precisamente la actitud adecuada», manifestó la voz interior más familiar. «Limítate a seguir tendida ahí, tranquilamente, y deja que te ponga su pequeña inyección. Después de todo, ¿qué importancia tiene? Lo ha hecho por lo menos mil veces antes y nunca te pusiste colorada. Por si se te ha olvidado, permite que te diga que hace un montón de años que dejaste de ser una ruborosa virgen.»
¿Que pasaría si no escuchaba ni obedecía el consejo que le daba aquella voz? ¿Qué otra alternativa había?
Como respuesta, una horrenda imagen apareció en su mente. Se vio a sí misma, en el momento de prestar declaración en el tribunal de divorcios. Ignoraba si en Maine existía tal tribunal de divorcios, pero eso no empalideció la viveza e intensidad de la visión. Llevaba su discreto traje sastre rosa Donna Karan, con la blusa de seda color melocotón debajo de la chaqueta. Las rodillas y los tobillos, recatadamente juntos. El pequeño bolso de mano, el blanco, descansaba en su regazo. Se vio a sí misma ante un juez que parecía Harry Razonador, al que decía que sí, que había acompañado voluntariamente a Gerald a la casa de verano, que sí, que había permitido que la maniatara a las columnas de la cama con dos juegos de esposas Kreigg, también por propia voluntad, y que sí, realmente habían practicado antes tales juego, aunque nunca en la casa del lago.
Sí, señor juez. Sí.
Sí, sí, sí.
Mientras Gerald le separaba las piernas, Jessie se oía a sí misma contarle al juez con aspecto de Harry Razonador que habían empezado con pañuelos, que después ella permitió que los juegos pasaran de los pañuelos a las cuerdas y, finalmente, a las esposas, aunque ella estaba ya cansada de todo el asunto. A decir verdad, más que cansada, asqueada. Tan absolutamente asqueada que dejó que Gerald la llevase en el coche a lo largo de los ciento un kilómetros que separan Portland del lago Kashwakamak, para pasar juntos un día completo de octubre; tan colmada de repugnancia que, una vez más, permitió que Gerald la encadenase como a un perro; tan fastidiada por toda aquella cosa que lo único que se dejó puesto fue unas braguitas de nailon tan finísimas que a través de ellas podía leerse sin dificultad la sección de anuncios por palabras del New York Times. El juez la creería a pies juntillas, la comprendería y volcaría sobre ella la más profunda de las compasiones. Claro que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo? Podía contemplarse a sí misma, sentada en el estrado de los testigos, al tiempo que declaraba: «De modo que allí me encontraba yo, esposada a las columnas de la cama, vestida únicamente con una prenda interior del Secreto de Victoria y una sonrisa. Pero cambié de idea en el último momento, y Gerald lo sabía, de forma que cometió una violación».
Sí, señor, así sería, desde luego. Apueste sus botas.
Salió de aquella espantosa fantasía, para encontrarse con que Gerald dedicaba todo su entusiasmo a la tarea de arrancarle las bragas a fuerza de dar tirones. Estaba de rodillas entre sus piernas, y la expresión de su rostro era tan reconcentrada que uno llegaba a sentir la tentación de creer que se disponía a afrontar el examen del tribunal y no a beneficiarse a su reacia esposa. Desde el centro de su gordezuelo labio inferior descendía por el mentón un hilillo de saliva blanca.
«Déjalo, Jessie. Déjale que dispare su chorrito. Lo que le vuelve tarumba es esa sustancia de sus pelotas, y tú lo sabes. Los pone frenéticos a todos. Cuando se desembarace de ella, de esa mala lecha, podrás hablar de nuevo con él. Estarás en condiciones de tratar con él. Así que no la armes... quédate aquí tendidita y espera a que descargue la pluma y su sistema genital esté desocupado.»
Un buen consejo, y Jessie supuso que lo habría seguido de no ser por la nueva presencia asentada en su interior. Aquella anónima recién llegada creía que la acostumbrada consejera de Jessie —la voz de la que había llegado a considerar una especie de Santa Esposa Burlingame— era una sosainas de primerísima clase. Jessie aún podía haber dejado que los acontecimientos siguieran su curso más o menos normal, pero entonces ocurrieron simultáneamente dos cosas. La primera fue que se dio cuenta de que, si bien tenía las muñecas esposadas a los postes de la cama, los pies y las piernas estaban libres. En el preciso instante en que se percataba de ello, cayó la baba de Gerald. Quedó colgando unos segundos, se balanceó, se alargó y luego fue a parar al diafragma de Jessie, justo encima del ombligo. En la impresión que le produjo había algo familiar y por el ánimo de Jessie pasó la terriblemente intensa sensación de lo déja vù. El cuarto parecía haberse oscurecido a su alrededor como si hubiesen sustituido los cristales de las ventanas y de la claraboya por vidrios ahumados.
«Es su semen», pensó Jessie, aunque sabía muy bien que no lo era. «Es su maldito semen.»
Más que a Gerald, la respuesta de Jessie se dirigía a la odiosa sensación que ascendía desde el fondo de su mente. En realidad, no actuó impelida por el pensamiento, sino por la repulsión instintiva y empavorecedora de una mujer que ha comprendido que lo que mueve las alas, atrapado entre sus cabellos, es un murciélago.
Jessie echó hacia atrás las piernas, alzó la rodilla derecha, que a punto estuvo de tropezar con la península del mentón de Gerald, y luego impulsó como pistones los descalzos pies. La planta y el empeine se clavaron en la boca del estómago de Gerald. El talón izquierdo alcanzó violentamente la raíz del pene y los testículos que colgaban un poco más abajo como amarillenta fruta madura.
El hombre se balanceó hacia atrás y las nalgas cayeron sobre las gruesas pantorrillas desprovistas de pelo. Inclinó la cabeza hacia la claraboya y el techo blanco en el que se reflejaban los rizos de las ondulaciones del lago y soltó a todo volumen un prolongadísimo alarido asmático. El somorgujo del lago emitió en aquel preciso instante el contrapunto diabólico de su propio grito; a Jessie le sonó a compasión de un macho por otro.
Los ojos de Gerald ya no tenían los párpados entornados; tampoco brillaban. Estaban totalmente abiertos, aparecían tan azules como el inmaculado cielo de aquel día (la idea de contemplar ese cielo sobre el lago otoñal, medio vacío, fue el factor determinante a la hora de aceptar la propuesta de Gerald, cuando le telefoneó desde el despacho, le dijo que tenía un aplazamiento y le preguntó si le gustaría ir a la casa de verano y pasar allí una jornada completa y tal vez una noche), y la expresión de las pupilas era un agónico destello furioso que Jessie apenas se atrevía a mirar. A ambos lados del cuello resaltaban los tendones. Jessie pensó: «No le había visto ponerse así desde aquel verano en que llovió tanto que tuvo que renunciar a la jardinería y cambiar su pasatiempo favorito por el de J. W. Dant».
El alarido empezó a apagarse. Fue como si alguien con un control remoto especial para Gerald bajase el volumen. No era así, claro; Gerald había sostenido su grito durante un espacio de tiempo extraordinariamente largo, quizá treinta segundos, y se estaba quedando sin aliento. «Sin duda le he hecho bastante daño», pensó Jessie. Los puntos rojos de sus mejillas y la raya que cruzaba su frente adquirían un tono púrpura.
«¡Lo has hecho!», chilló la voz de la consternada Santa Esposa. «¡Realmente lo hiciste!»
«Sí; un disparo condenadamente certero, ¿verdad?», musitó la nueva voz.
«¡Arreaste a tu marido un patadón en los cataplines!», gritó la Santa Esposa. «¿Qué derecho tienes, por Dios, para hacer una cosa así? ¿Quién te ha dado permiso para bromear siquiera sobre eso?»
Conocía la respuesta a tales preguntas, o creía conocerla: lo hizo porque su marido había intentado violarla, dispuesto a excusarse después alegando que ni por un momento captó señal alguna que le indicase que no era un acto realizado entre dos miembros de un matrimonio fundamentalmente armonioso que se entregaban a la práctica de un juego sexual inofensivo.
«Fue culpa del juego», diría, con un encogimiento de hombros. «No fue culpa mía, sino del propio juego. No debimos seguir con él, Jess, si tú no querías.»
Gerald sabría, naturalmente, que, por nada del mundo, le ofreciera lo que le ofreciese, Jessie jamás volvería a dejarse poner las esposas en las muñecas. No, aquél era un caso de «ésta es la última vez» y había que aprovecharlo. Gerald no lo ignoraba y por eso pretendió sacarle el máximo partido.
La negrura cuya presencia percibió Jessie en el cuarto se había desmandado, tal como ella temió que ocurriese. Gerald parecía seguir chillando, aunque no brotaba absolutamente ningún sonido (al menos, que ella pudiese oír) de su fruncida y acongojada boca. Tenía el rostro tan congestionado por la sangre que afluyó a él que presentaba varias zonas negras. Jessie observó que la vena yugular —o tal vez era la arteria carótida, si es que en semejantes circunstancias eso importaba algo— latía furiosamente bajo la cuidadosamente afeitada piel del cuello. Fuera cual fuese, parecía a punto de reventar y una repelente sacudida de terror acuchilló a Jessie.
—¿Gerald? —la voz de Jessie sonó vacilante, era la voz de una chica que en la fiesta de cumpleaños de una amiga ha roto un objeto de gran valor—. ¿Te encuentras bien, Gerald?
Era una pregunta estúpida, desde luego, increíblemente estúpida, pero resultaba mucho más sencillo plantear esas preguntas tontas que las que le daban vueltas en la cabeza: «¿Es realmente grave, Gerald? ¿Crees que puedes morir, Gerald?»
«Claro que no va a morirse», dijo la Santa Esposa, anegada por el nerviosismo. «Le has hecho mucho daño, verdaderamente le has destrozado a modo, y debes sentirlo mucho, pero no se va a morir. Nadie va a morir aquí.»
Los labios de Gerald, contraídos y arrugados, se movieron silenciosa, temblorosamente, sin responder a la pregunta de Jessie. El hombre se había llevado una mano al estómago, mientras se cubría los testículos con la otra. En aquel momento las empezó a levantar despacio y las posó justo encima de la tetilla izquierda. Allí permanecieron, como un par de pájaros rosáceos y regordetes, excesivamente cansados para emprender el vuelo. Jessie distinguió la forma de un pie descalzo —su propio pie descalzo— marcada en el redondeado estómago de su marido. Era una mancha roja, acusadora, que destacaba en medio de la carne rosa.
Gerald exhalaba aire, o trataba de hacerlo, un aliento agrio que olía a cebollas podridas. «La marejada, el mar de fondo de su respiración», pensó Jessie. «Un diez por ciento del aire de nuestros pulmones se queda en el fondo como reserva para la marejada de la respiración, ¿no es eso lo que nos enseñaron en las clases de biología del instituto? Sí, me parece que sí. La marejada de la respiración, el legendario último suspiro de los que se ahogan y se asfixian. Una vez se ha exhalado ese hálito final, uno pierde el sentido o...»
—¡Gerald! —chilló Jessie en tono agudo y regañón—. ¡Respira, Gerald!
Los ojos de Gerald se desorbitaron, saltones, como un par de canicas azules plantadas en un desagradable trozo de plastilina, y se las arregló para aspirar una ínfima bocanada de aire. El hombre que parecía hecho de palabras utilizó aquel sorbo de aire para dirigir la última frase a Jessie.
—... corazón...
Y eso fue todo.
—¡Gerald! —además de reprobadora, la voz de Jessie sonó escandalizada, como la de una maestra solterona que pilla a la calientabraguetas de segundo en el momento en que se levanta las faldas para enseñar a los chicos lo bonitas que son sus bragas—. ¡Gerald, deja de hacer el tonto y respira, maldita sea!
Gerald se abstuvo. En lugar de obedecer, los ojos giraron en las órbitas y dejaron al descubierto unas córneas pajizas que parecían la parte blanca, la clara de unos huevos sanguinolentos. Sacó la lengua y, al hacerlo, produjo un ruido de ventosidad fétida. El mustio pene dejó escapar un chorrito de orines anaranjados, cuyas gotas febrilmente cálidas le salpicaron las rodillas y los muslos. Jessie lanzó un chillido dilatado y penetrante. En esa ocasión no tuvo conciencia de que tiraba de las esposas, de que las utilizaba para retirarse, para apartarse lo más lejos posible de Gerald, mientras doblaba las piernas por debajo del cuerpo.
—¡Basta, Gerald! Déjalo antes de que te caigas de la c...
Demasiado tarde. Incluso aunque la estuviese escuchando, cosa que dudaba el racional cerebro de Jessie, ya era demasiado tarde. La mitad superior del cuerpo de Gerald se arqueó por encima del borde de la cama y la fuerza de gravedad impuso su ley. Gerald Burlingame, con quien una vez Jessie había comido pasteles de nata en la cama, cayó hacia atrás, de cabeza, alzadas las rodillas, como un adolescente torpón que trata de impresionar a sus amigos en la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianos. El ruido que produjo el cráneo al estrellarse contra la madera del piso del dormitorio arrancó otro alarido a Jessie. Sonó como un huevo enorme al que se rompe la cáscara contra el borde de un tazón de piedra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que oírlo.
Después, el silencio lo cubrió todo, un silencio que sólo interrumpía el lejano rechinar de la sierra de cadena. Una inmensa rosa gris empezó a abrirse en el aire, ante los desorbitados ojos de Jessie. Los pétalos se extendían y extendían, y cuando volvieron a cerrarse en torno a ella, como alas polvorientas de colosales polillas incoloras, bloqueándolo todo momentáneamente, lo único que Jessie experimentó con claridad fue una sensación de gratitud.
2
Tenía la impresión de encontrarse en un largo pasillo saturado de neblina blanca y con una pronunciada inclinación lateral, uno de esos corredores por los que siempre pulula la gente en películas del tipo de Pesadilla en Elm Street y en programas de televisión como La zona muerta. Estaba desnuda y el frío parecía más que dispuesto a ensañarse con ella y a poner dolor en sus músculos, particularmente en los de la espalda, el cuello y los hombros.
«He de salir de aquí o acabaré mala», pensó. «La bruma y la humedad ya me están produciendo calambres.»
(Aunque sabía que no era cosa de la niebla ni de la humedad.)
«Y a Gerald le ocurre algo. No consigo recordar qué es, exactamente pero temo que pueda estar enfermo.»
(Aunque sabía que “enfermo” no era precisamente la palabra adecuada.)
Pero, lo que no dejaba de ser extraño, una parte de ella no quería escapar de aquel pasillo inclinado y neblinoso. Esa parte le sugería que quedarse donde estaba iba a ser mucho mejor para ella. Que si se marchaba, lo lamentaría. De modo que decidió seguir allí un rato más.
Cuando por fin volvió a ponerse en marcha, un perro ladraba. Era un ladrido extraordinariamente desagradable, ronco en sus tonos bajos pero con desgajadas estridencias agudas en sus registros altos. Cada vez que el anima soltaba su aullido, era como si vomitase bocanadas de puntiagudas astillas. Había oído antes aquel ladrido, aunque tal vez fuese mejor —mucho mejor, a decir verdad— que se las ingeniase para no recordar cuándo, ni qué sucedió en aquella ocasión.
Pero al menos eso la mantenía en movimiento —el pie izquierdo, el pie derecho, un, dos, un, dos— y entonces se le ocurrió que, si abría los ojos, seguramente vería mejor a través de la niebla, así que los abrió. Y pudo ver que no era ningún pasillo fantasmal de La zona muerta, sino la alcoba de matrimonio de la casa de verano que tenían en el extremo norte del lago Kashwakamak, la zona conocida como Bahía del Corte. Supuso que el motivo de que sintiese frío se debía a que la única prenda de vestir que llevaba puesta eran unas braguitas de bikini. El cuello y los hombros le dolían porque unas esposas la mantenían sujeta a los postes de la cama y, cuando perdió el conocimiento, las nalgas se deslizaron fuera del colchón. Nada de pasillo inclinado; nada de humedad nebulosa. Sólo el perro era real, un perro que ladraba como un loco. Ahora sonaba muy cerca de la casa. Si Gerald lo oyese...
Acordarse de Gerald provocó en su cuerpo una crispación la cual envió a su vez una espiral de chispazos a través de los tensos bíceps y tríceps. Aquel hormigueo fue disminuyendo hasta desaparecer al llegar a los codos, y Jessie comprendió, con el espeso abatimiento de alguien que no ha acabado de despertarse, que tenía los brazos insensibles y que las manos lo mismo podían ser un par de guantes llenos de puré de patatas congelado.
«Esto va a resultar muy doloroso», pensó, y entonces lo recordó todo... en especial la imagen de Gerald cayendo de cabeza por un lado de la cama. Su marido estaba en el suelo, muerto o inconsciente, y ella se encontraba tendida en aquel lecho, con una idea en la cabeza: lo fastidioso que resultaba tener dormidos los antebrazos y las manos. ¿Hasta qué punto puede una ser egoísta y egocéntrica?
«Si Gerald ha muerto, la maldita culpa ha sido suya», dijo la voz del raciocinio. Intentó añadir unas cuantas verdades de estar por casa, pero Jessie la acalló. En su estado de consciencia incompleta, una ráfaga de claridad visual le permitió llegar al fondo de su banco de recuerdos y, de pronto, supo a quién pertenecía aquella voz ligeramente nasal, que hablaba a saltos, recortando las palabras, y que siempre parecía al filo de una risa teñida de sarcasmo. Era de Ruth Neary, su compañera de cuarto en la facultad. Ahora que lo sabía, Jessie se percató de que no estaba sorprendida en lo más mínimo. Ruth siempre fue exageradamente generosa a la hora de compartir sus ideas, y sus opiniones y consejos escandalizaban con frecuencia a su compañera de habitación, inmadura e inexperta joven de diecinueve años, de Falmouth Foreside... cosa que indudablemente era lo que pretendía, al menos parcialmente; Ruth siempre tuvo el corazón en el sitio preciso, y Jessie jamás dudó de que Ruth se creía el sesenta por ciento de las cosas que contaba y había hecho el cuarenta por ciento de las cosas que afirmaba haber hecho. Cuando se refería a la cuestión sexual, el porcentaje seguramente sería más alto. Ruth Neary, la primera mujer que Jessie conoció que se negaba en redondo a afeitarse las piernas y las axilas; Ruth, que una vez llenó de espuma de ducha con perfume de fresa la funda de la almohada de una tutora antipática; Ruth, que, por principio, asistía a todas las reuniones de estudiantes y participaba en todas las obras experimentales. «Si falla todo lo demás, cariño, lo más probable es que algún mocetón cachas se desnude», le dijo en cierta ocasión a una fascinada Jessie, cuando volvían de ver una pieza estudiantil titulada El hijo del loro de Noé. «Quiero decir que no ocurre siempre, pero suele pasar... creo que ésa es la razón por la que se escriben —y se producen— obras estudiantiles, para que los chicos y las chicas puedan despelotarse y quedarse en cueros vivos ante el personal.»
No se había acordado de Ruth en un montón de años y ahora reaparecía dentro de su cabeza, para ofrecerle rutilantes pepitas de sabiduría como hiciera en otro tiempo. Bueno, ¿y por qué no? ¿Quién más cualificada que Ruth Neary para aconsejar a una persona mentalmente confusa y emocionalmente transtornada? Ruth Neary salió de la universidad de New Hampshire rumbo a tres matrimonios, dos intentos de suicidio y cuatro desintoxicaciones de drogas y alcohol. La buena de Ruth, otro brillante ejemplo de lo estupendamente que la antigua Generación del Amor llevaba a cabo la transición a la mediana edad.
—Jesús, justo lo que me hace falta, carta de una amiga desde el infierno —articuló Jessie, y el tono espeso, la forma en que arrastró las sílabas le aterraron más que la insensibilidad de las manos y los antebrazos.
Trató de deslizarse hacia la cabecera de la cama para adoptar la postura medio incorporada que tenía cuando Gerald efectuó aquella exhibición de zambullida (el espantoso ruido de huevo que se rompe ¿había sido parte del sueño?, rezó para que así fuera) y el recuerdo de Ruth quedó engullido por la súbita ráfaga de pánico que se abatió sobre ella al comprobar que no podía moverse. Aquellas espirales de hormigueo volvieron a girar a través de sus músculos, pero no sucedió nada. Los brazos colgaban a la altura y ligeramente por detrás de la cabeza, tan inmóviles y exánimes como leños de arce. Le desapareció de la cabeza la sensación de atontamiento —descubrió que el pánico le daba sopas con honda a las sales aromáticas— y notó que el corazón cambiaba a una marcha superior, pero eso fue todo. Una imagen vívida, entresacada de un examen de historia, parpadeó durante unos segundos detrás de sus ojos: un círculo de personas que se reían y señalaban con el dedo a una joven con la cabeza y las manos encajadas en cepos. La muchacha se inclinaba hacia delante, como una de esas brujas que aparecen en los cuentos de hadas y el pelo le caía sobre el rostro como un sudario de penitente.
«Se llama Santa Esposa Burlingame y se la castiga por haber lastimado a su marido», pensó. «Castigan a la Santa Esposa porque no han podido coger a la verdadera responsable de la lesión del marido... a la que parece ser mi antigua compañera de cuarto en la facultad.»
Pero lastimar, lesionar ¿eran las palabras adecuadas? ¿No cabía la probabilidad de que ahora estuviese compartiendo cama con un cadáver? ¿No era también probable que, con perro o sin perro, la Bahía del Corte se encontrase completamente desierta? ¿Que si se pusiera a gritar, lo único que la respondería iba a ser el chillido del somorgujo? ¿Sólo eso y nada más que eso?
Fue principalmente tal idea, con sus extrañas reminiscencias de El cuervo, de Poe, lo que la hizo comprender de pronto la situación, lo que estaba pasando y el apuro en el que se había metido, conjunto de circunstancias que hizo descender repentinamente sobre ella un terror absoluto y feroz como un ave de presa que surgiese del sol para lanzarse en picado con las garras por delante. Durante unos veinte segundos (de preguntar a Jessie cuánto duró aquel ataque de pánico, habría supuesto que por lo menos tres minutos y probablemente cerca de cinco) estuvo completamente dominada por ese miedo. Un delgado resquicio de consciencia racional permanecía abierto en lo más profundo de su ánimo, pero sólo era impotencia... la grieta por la que un espectador consternado observaba a la mujer —que se retorcía en la cama y agitaba al aire la cabellera al mover la cabeza de un lado a otro en gesto de negación— y escuchaba sus gritos roncos y aterrados.
Un dolor vidrioso y profundo en la base de la nuca, inmediatamente encima del nacimiento del hombro izquierdo, puso fin al alarido. Un calambre muscular, de los agudos... lo que los jockeys llaman «caballo Charley».
Al tiempo que dejaba escapar un gemido, Jessie echó la cabeza hacia atrás y ala apoyó en los separados listones de caoba que formaban la cabecera de la cama. El músculo que tensó estaba inmóvil, contraído, doblado, y lo sintió duro como una piedra. El que su esfuerzo hubiera provocado la sensación de que le clavaban agujas y alfileres a lo largo de los antebrazos y en la palma de las manos tenía escasa importancia si se comparaba con aquel terrible dolor, y comprobó que apoyarse contra la cabecera sólo significaba ejercer más presión sobre el ya excesivamente castigado músculo.
Moviéndose por instinto, de modo inconsciente, Jessie plantó los talones en el colchón, alzó las posaderas y se impulsó con los pies. Dobló los codos y se mitigó la presión de los hombros y la parte superior de los brazos. Al cabo de un momento, el «caballo Charley»del músculo deltoide empezó a alejarse. Jessie emitió un largo y áspero suspiro de alivio.
El viento —observó que había evolucionado un poco desde la fase de brisa— soplaba a ráfagas en el exterior y susurraba a través de los pinos de la ladera existente entre el lago y la casa. En la cocina (que era otro universo en lo que a Jessie concernía), la puerta que Gerald y ella dejaron de cerrar bien seguía batiendo contra el marco: una, dos, tres, cuatro veces. Eran los únicos ruidos; sólo ésos y nada más que esos. El perro había cesado de ladrar, al menos de momento, y la motosierra había dejado de rugir. Hasta el somorgujo parecía estar disfrutando de su pausa del café.
La imagen del somorgujo en su descanso cafetero, acaso flotando sobre las frías aguas y de cháchara con unas cuantas somorgujas, provocó en la garganta de Jessie un sonido entre chirriante y polvoriento. En circunstancias menos desagradables, aquel ruido habría podido tomarse por risita entre dientes. Disolvió los restos de pánico y aunque todavía quedaba temor en su ánimo, al menos volvió a ser dueña una vez más de sus pensamientos y de sus actos. También le dejó en la lengua un enojoso sabor metálico.
«Eso es adrenalina, cariño, o la secreción glandular que tu organismo desprende cuando sacas las zarpas y empiezas a subirte por las paredes. Si alguien te pregunta alguna vez qué es el pánico, ya podrás explicárselo: una vacío emocional que te deja con la impresión de que estuviste paladeando un puñado de monedas.»
Le zumbaban los antebrazos y la sensación hormigueante se había extendido también a los dedos. Jessie abrió y cerró las manos varias veces, lo que le arrancó muecas de dolor. Oía el débil sonido de las cadenas de las esposas al rozar con las columnas de la cama y dedicó unos segundos a preguntarse si Gerald y ella no habrían estado locos... desde luego lo parecía, aunque Jessie tampoco dudaba que, en el mundo entero, miles de parejas practicaban diariamente juegos parecidos. Había leído que incluso había espíritus sexuales libres que se colgaban del retrete y procedían a masturbarse mientras la afluencia de sangre al cerebro disminuía hasta quedar reducida a cero. Tales informaciones sólo servían para que se acentuase en Jessie la creencia de que, para los hombres, el pene era una maldición más que un don.
Pero si sólo había sido un juego (sólo eso y nada más), ¿por qué Gerald consideró necesario comprar unas esposas? Ésa sí que era una cuestión interesante, ¿no?
«Quizá, pero no creo que precisamente ahora sea una cuestión interesante, ¿verdad, Jessie?», preguntó la voz de Ruth Neary dentro de la cabeza de Jessie. Era realmente asombroso el modo en que la mente humana podía funcionar a lo largo de diversas pistas al mismo tiempo. Por una de ellas, Jessie se preguntó qué habría sido de Ruth, a la que vio por última vez lo menos diez años antes. Y habían transcurrido por lo menos tres años desde que tuvo noticias suyas. La última comunicación fue una postal en la que aparecía un joven ataviado con ornamentado traje de terciopelo rojo y gorguera en el cuello. El muchacho tenía la boca abierta y por ella salía sugestivamente una lengua bastante larga. ALGÚN DÍA MI PRÍNCIPE LE DARÁ A LA LENGUA, rezaba la tarjeta postal. Agudeza de la Nueva Era, recordó Jessie que había pensado entonces. Los victorianos tuvieron a Alexander Pope; la Generación Perdida a Henry Louis Mencken; nosotros nos hemos quedado atascados en las tarjetas obscenamente horteras y en las pegatinas supuestamente ingeniosas del tipo de EN REALIDAD, LA CARRETERA ES MÍA.
La tarjeta llevaba un borroso matasellos de Arizona y la noticia de que Ruth había ingresado en una comuna lesbiana. No puede decirse que a Jessie le sorprendiese terriblemente la nueva; incluso llegó a musitar que tal vez su vieja amiga, que podría ser salvajemente irritante y sorprendente, melancólicamente amable (a veces sin solución de continuidad), había encontrado en el gran tablero de la vida el orificio horadado ex profeso para aceptar el clavo de extraña forma correspondiente a Ruth.
Jessie puso la tarjeta postal en el cajón superior izquierdo de su escritorio, donde guardaba un conjunto de correspondencia diversa que probablemente nunca contestaría, y desde entonces no había vuelto a acordarse más de su vieja compañera de cuarto, hasta ahora... Ruth Neary, cuyo sueño dorado era poseer una Harley-Davidson espectacular, de las que quitan el hipo, pero que nunca fue capaz de entendérselas con una transmisión de serie y ni siquiera podía llevar el viejo y domesticado Ford Pinto de Jessie; Ruth, que se perdía a menudo en el campus de la universidad de New Hampshire, incluso después de pasarse tres años allí; Ruth, que rompía a llorar cada vez que se olvidaba que tenía algo en el hornillo, hasta que la comida se le carbonizaba. Le ocurría con tanta frecuencia que era un verdadero milagro que nunca hubiera prendido fuego a su habitación... a toda la residencia. No dejaba de resultar raro que la sensata voz confidencial que sonaba en su cabeza fuese la de Ruth.
El perro empezó a ladrar de nuevo. No sonaba más cerca, pero tampoco mucho más lejos. Su dueño no habría salido a cazar aves, eso seguro; ningún cazador llevaría en sus expediciones cinegéticas un chivato canino tan escandaloso. Y si chucho y amo salieron simplemente a darse un garbeo, ¿cómo era que los ladridos llevaban cosa de cinco minutos sonando en el mismo sitio?
«Porque antes tenías razón», le susurró la voz del cerebro. «No hay amo.» Esa voz no era la de Ruth, ni la de la Santa Esposa Burlingame, y desde luego no era la voz que ella creía tener (cualquiera que fuese su propia voz); era una voz muy joven y muy asustada. Y, lo mismo que la de Ruth, era una voz extrañamente familiar. «Es un perro extraviado, que va por su cuenta. No te ayudará, Jessie. No nos ayudará.»
Pero quizás ésa era una opinión demasiado derrotista. Al fin y al cabo, no sabía que era un perro perdido, ¿o sí? Con seguridad, no lo sabía. Y hasta que tuviese la certeza absoluta, ella se negaba a creerlo.
—Si no te gusta, demándame judicialmente —dijo en voz baja y ronca.
Mientras tanto, quedaba la cuestión de Gerald. En su pánico y subsiguiente dolor, Jessie lo había dejado resbalar fuera de su cabeza, más o menos.
—¿Gerald? —La voz continuó sonándole incierta, como un tanto ausente de allí. Carraspeó y lo intentó otra vez—: ¿Gerald?
Nada. Cero. Ni asomo de respuesta.
«Eso no significa que esté muerto, así que continúa erre que erre, mujer... no te vayas con la música a otra parte.»
Seguiría erre que erre, muchas gracias, y no tenía la mejor intención de irse con la música a otra parte. A pesar de todo, una profunda desolación seguía inundando su ánimo y sus órganos esenciales, una sensación que era como una terrible nostalgia. El que Gerald no contestase no significaba que estuviese muerto, pero sí que, como mínimo, estaba inconsciente.
«Y probablemente muerto», añadió Ruth Neary. «No quiero echarte un jarro de agua fría, Jess, de verdad, ¿pero oyes respirar? ¿A que no? Lo que quiero decir es que, normalmente, una oye la respiración de cualquier persona que esté inconsciente; suelen roncar con bastante fuerza y aspiran el aire de un modo algo así como lloriqueante, ¿no es cierto?»
—¿Cómo coño iba yo a saberlo? —dijo Jessie, pero su protesta no dejaba de ser una estupidez. Lo sabía porque durante la mayor parte de sus años escolares fue una entusiasta auxiliar voluntaria en los hospitales, y no se necesita mucho tiempo para tener una idea exacta del ruido que hacen los muertos; los muertos no hacen absolutamente ningún ruido. Ruth ya sabía todo eso por la época en que estuvo en el hospital de la ciudad de Portland —que la propia Jessie había llamado a veces «Los años de la cuña»—, pero esa voz lo habría sabido incluso aunque Ruth no lo supiese, porque esa voz no era la de Ruth; esa voz era la suya, la de Jessie. Tenía que seguir recordándoselo a sí misma, porque esa voz, misteriosamente, era su propia voz.
«Como las que oíste antes», murmuró la voz joven. «Las que oíste después del día oscuro.»
Pero Jessie no quería pensar en aquello. Nunca quería pensar en aquello. ¿Es que no tenía ya bastantes problemas?
Sin embargo, la voz de Ruth estaba en lo cierto: las personas que han perdido el conocimiento —en especial las que se quedan inconscientes como consecuencia de un buen golpe en la cabeza— suelen roncar. Lo que significa...
—Probablemente Gerald está muerto —manifestó en tono apagado—Vale, sí.
Se inclinó hacia la izquierda con todo el cuidado del mundo para que no sufriese más el músculo de la base del cuello tan crispada y dolorosamente contraído en aquel lado. No había llegado a estirar al máximo la cadena de las esposas de la muñeca derecha cuando vislumbró un brazo rosado y grueso, además de la mitad de la mano... salvo unos dedos. Era la mano derecha; lo comprendió al ver que el dedo corazón no llevaba anillo de matrimonio. Llegaba a ver la lúnula blanca de las uñas. Gerald siempre se enorgulleció de sus manos y uñas. Hasta aquel momento Jessie no se había dado cuenta del extremo al que llegaba en esa vanagloria. Era extraño lo poco que una veía, a veces. Lo poco que una observaba, incluso después de estar convencida de haberlo visto todo.
«Supongo que es así, pero te diré algo, dulzura: ahora puedes bajar las persianas, porque ya no quiero ver más.» Nada, ni una cosa más. Pero negarse a ver era un lujo que Jessie no podía permitirse, al menos de momento.
Continuó la maniobra, extremando el cuidado, protegiendo delicadamente el cuello y el hombro, mientras se deslizaba hacia la izquierda todo lo que le permitía la cadena. No fue mucho —seis u ocho centímetros, máximo—, pero amplió su campo visual lo suficiente como para que sus ojos contemplaran parte del brazo y del hombro derechos de Gerald, así como unos centímetros cuadrados de la cabeza. No estuvo segura, pero le pareció distinguir minúsculas gotas de sangre en la rala cabellera. Supuso que era técnicamente posible que se tratara sólo de su imaginación. Así lo esperaba.
—¿Gerald? —susurró—. ¿Me oyes, Gerald? Por favor, di que me oyes.
No hubo respuesta. Ni movimiento alguno. Jessie notó que le volvía el profundo desaliento nostálgico, como una hemorragia continua que no fuera posible restañar.
—¿Gerald? —susurró de nuevo.
«¿Por qué hablas en susurros? Está muerto. El hombre que una vez te sorprendió con un viaje de fin de semana a Aruba —precisamente a Aruba—, y que durante una fiesta de fin de año se puso en las orejas tus zapatos de piel de caimán... ese hombre está muerto ahí. Entonces, ¿por qué susurras?»
—¡Gerald! —Esa vez chilló el nombre—. ¡Despierta, Gerald!
El sonido de su propio grito casi provocó en su ánimo otro intervalo de pánico convulsivo, y lo más aterrador de todo era que Gerald seguía sin contestar y sin removerse; eso hacía comprender que el pavor continuaba presente, que aún estaba allí, flotando en inquietantes círculos dentro de su cabeza como un depredador podía estar dando vueltas alrededor de la fogata de campamento de una mujer que hubiera perdido contacto con sus compañeros de expedición para extraviarse en lo más profundo, denso y oscuro de la selva.
«No te has perdido», dijo la Santa Esposa Burlingame, pero Jessie no confiaba en aquella voz. Su tono de seguridad sonaba a falso, su raciocinio parecía tener sólo el espesor del barniz. «Sabes perfectamente dónde estás.»
Sí, lo sabía. Estaba en el extremo final de un camino sepenteante, de una pista forestal llena de baches que se desviaba de Sunset Lane tres kilómetros al sur de allí. Aquella pista forestal era entonces un pasillo cubierto de caídas hojas secas, rojas y amarillas, sobre las cuales rodó el automóvil en el que iban Gerald y ella. Unas hojas que eran mudos testigos de que el ramal que partía de la carretera principal llevaba al extremo norte de la Bahía del Corte del lago Kashwakamak apenas se había visto transitado durante las tres semanas transcurridas desde que las hojas de los árboles empezaron a secarse y caer. Aquella punta del lago era dominio casi exclusivo de los veraneantes y, a juzgar por lo que Jessie vio, aquel camino lo mismo no se había utilizado desde la Fiesta del Trabajo. Era un recorrido de ocho kilómetros en total, primero por la pista forestal y después a lo largo del Sunset Lane, hasta que se salía a la Ruta 117, donde existían unas cuantas casas habitadas todo el año.
«Estoy aquí sola, mi marido yace muerto en el suelo y yo me encuentro esposada a la cama. Puedo desgañitarme chillando y no me servirá de nada; nadie va a oírme. La persona que tengo más cerca debe de ser el tipo de la motosierra y lo menos está a diez kilómetros. Incluso es posible que se encuentre en la otra orilla del lago. el perro sí que puede que me oiga, pero casi seguro que se trata de un chucho extraviado. Gerald ha muerto, lo cual es una vergüenza —yo no tenía la intención de matarle, si es que le he matado— pero, al menos, para él ha sido relativamente rápido, no lo será tanto para mí; si nadie empieza en Portland a preocuparse por nosotros, y no hay motivo para que nadie se preocupe, por lo menos durante cierto tiempo...»
No debía pensar así; acercaba más el pánico a su ánimo. Si no apartaba de su mente tal rutina, no tardaría en contemplar los rojos, hambrientos y estúpidos ojos del pavor. No, no debía pensar esas cosas. Lo malo del asunto era que, cuando una empezaba, luego era prácticamente imposible dejarlo.
«Pero tal vez es lo que te mereces», intervino de pronto la voz amedrentadora y febril de Bendita Burlingame. «Quizá sí. Porque tú le mataste, Jessie. No puedes engañarte respecto a eso, porque no voy a permitírtelo. Estoy segura de que Gerald no se encontraba en muy buena forma, y estoy segura de que tarde o temprano se habría ido al otro barrio —un ataque cardíaco en el despacho, o acaso en la autopista de peaje, al volver por la noche a casa, mientras intenta encender un cigarrillo y un mastodonte de diez ruedas le toca la bocina para que se aparte, le sobre salta, le empuja hacia el carril de la derecha...—. Pero tú no podías esperar a que ocurriera eso tarde o temprano, ¿verdad? Ah, no, tú, Jessie, la niña buena de Tom Mahout, no podías esperar. No podías quedarte quietecita ahí tumbada y dejar que él te soltase dentro su jeringazo, ¿verdad que no? Jessie Burlingame, la Moza Espacial, dice: «A mí no me encadena ningún hombre». Tenías que patearle las criadillas, ¿no? Y tenías que hacerlo mientras el termostato estuviese ya bien por encima de la raya roja. No le des más vueltas, querida: le asesinaste. De modo que tal vez merezcas estar ahí esposada a la cama. Quizá...»
—Bah, eso es una solemne memez —dijo en voz alta.
Fue un alivio indescriptible escuchar que otra voz —la voz de Ruth— salía de su boca. A veces (bueno... decir «con frecuencia» acaso resultara más próximo a la verdad) odiaba la voz de la Buena Esposa; la odiaba y la temía. A menudo era tonta y frívola, lo reconocía, pero también resultaba muy fuerte, muy duro decir que no.
Bendita Burlingame siempre estaba deseando asegurarle que se había equivocado al comprar aquel vestido, que eligió el peor de los abastecedores para la fiesta de fines de verano que Gerald daba todos los años en honor de los otros socios de la firma y de sus esposas (con la salvedad de que quien realmente se encargaba de la fiesta era Jessie; todo lo que hacía Gerald era mariposear por allí, soltar alguna que otra exclamación en plan eufemismo y llevarse todo el mérito). Bendita era la que siempre insistía en que tenía que adelgazar dos kilos y medio. No iba a dejar de decirlo aunque le resaltaran las costillas. «¡Olvídate de las costillas!», gritaba en tono de horror farisaico. «¡Mira qué tetas tienes, chica! Y si esas ubres no te hacen vomitar hasta llenar un barril, entonces échate un vistazo al muslamen»
—Qué tontería —dijo. Trató de poner más energía en la voz, pero pudo captar en ella un ligero temblor, lo que no era bueno. No era nada bueno, en absoluto—. Gerald sabía que yo hablaba en serio... lo sabía. Entonces, ¿de quién es la culpa?
¿Pero eso era realmente cierto? En un sentido, sí... ella había visto que Gerald se negaba conscientemente a aceptar lo que observó en el rostro y oyó en la voz de su mujer, Pero, en otro sentido —un sentido mucho más fundamental—, ella sabía que eso tampoco era verdad, porque en el curso de los últimos diez o doce años de su convivencia, Gerald no la había tomado en serio prácticamente en nada o en muy poca cosa. Se empeñaba, como si para él fuese una segunda profesión, en no escuchar lo que Jessie decía, a menos que se tratase de comidas o de dónde estarían a tal o tal hora en cuál o cuál noche (así que no lo olvides, Gerald). Las únicas excepciones al reglamento del oído de mercader lo constituían algún que otro comentario referente a lo que engordaba o bebía Gerald. Éste escuchaba lo que Jessie tenía que decir sobre eso y, claro, no le gustaba, pero eran observaciones perfectamente descartables como parte del mítico orden natural: los peces nadan, los pájaros vuelan, las esposas dan la matraca.
De modo que, ¿qué había esperado ella de aquel hombre? ¿Que dijese: «Sí, cariño, en seguida estoy contigo, y, a propósito, gracias por hacerme ver las cosas como son»?
Sí; suponía que alguna parte ingenua de su persona, alguna parte de la niña candorosa que aún debía de quedarle intacta, había esperado precisamente eso.
La sierra de cadena, que llevaba un buen rato chirriando y cortando, se quedó silenciosa de pronto. El perro, el somorgujo e incluso el viento también se habían callado, al menos de momento, y del ambiente se enseñoreó una quietud tan espesa y palpable como diez años de polvo acumulado en una casa abandonada. No oía ningún motor de automóvil o camión, ni siquiera lejano. Y la voz que ahora hablaba no pertenecía a nadie, sino a ella misma. Exclamó: «¡Oh, Dios mío! Estoy aquí completamente sola. Lo que se dice completamente sola».
3
Jessie apretó con fuerza los párpados. Seis años antes había asistido durante cuatro frustrantes meses a la consulta de una psicóloga, sin decirle nada a Gerald, puesto que sabía que él iba a mostrarse sarcástico... y probablemente preocupado por las indiscreciones que a ella, a Jessie, se le pudieran escapar. Jessie planteó el problema como una cuestión de fatiga nerviosa, y Nora Callighan, la terapeuta, le enseñó una sencilla técnica de relajación.
«La mayoría de las personas asocian la cuenta de diez con los intentos del Pato Donald para dominar sus nervios», había dicho Nora, «pero en realidad lo que consigues con contar hasta diez es recomponer tus cuadrantes emocionales... y quienquiera que no necesite una recomposición emocional diaria probablemente tiene problemas mucho más graves que los tuyos o los míos.»
Esa voz también era clara... lo bastante clara como para provocar en los labios de Jessie una tenue y melancólica sonrisa.
«Me caía bien Nora. Me caía muy simpática.»
¿Lo supo Jessie en aquella época? Se sintió mesuradamente sorprendida al percatarse de que no podía recordarlo con exactitud, como tampoco podía acordarse de por qué dejó de acudir los martes por la tarde a la consulta de Nora. Supuso que precisamente por aquellas fechas debieron de surgirle un montón de cosas: el fondo para beneficencia, el asilo para vagabundos de la calle del tribunal, quizá la colecta para la nueva biblioteca. Esas cosas ocurren, lo mismo que la insipidez de la Nueva Era pasa por inteligencia. De cualquier modo, abandonar aquellas sesiones probablemente fue lo mejor que pudo hacer. Si una no dice en un momento determinado «de ahí no paso», el tratamiento se prolonga y prolonga, hasta que una y su terapeuta acaban encontrándose en el cielo en una multitudinaria sesión de terapia de grupo.
«No importa, sigue adelante y cuenta, empezando por los dedos de los pies. Haz exactamente lo que te enseñó.»
Sí... ¿Por qué no?
«Uno, los pies, diez deditos, diez lindos cerditos en fila.»
Salvo que ocho estaban cómicamente engurruñados y las puntas de los dedos gordos parecían las cabezas de un par de martillos de bola.
«Dos, las piernas, largas y adorables.»
Bueno, no tan largas —al fin y al cabo medía metro sesenta y ocho de estatura—, pero Gerald había asegurado que seguían siendo su mejor atributo, al menos en la esfera del atractivo físico. A Jessie siempre le había divertido aquella afirmación, que parecía absolutamente sincera por parte de su marido. De cualquier modo, Gerald pasaba por alto las rodillas, tan feas como nudos de un manzano, así como los gordinflones muslos.
«Tres, mi sexo, que está muy bien, y ahí sí que no hay duda.»
Ligeramente cuco —un poco demasiado mono, pudieran decir muchos—, pero no muy revelador. Jessie levantó un poco la cabeza, como si pretendiese mirar el órgano en cuestión, pero sus ojos se mantuvieron cerrados. De todas formas, no necesitaba los ojos para verlo; llevaba mucho tiempo coexistiendo con aquel accesorio particular. Lo que albergaba entre las ingles era un triángulo de pelo rojizo y rizado que rodeaba una humilde hendidura con toda la belleza estética de una cicatriz mal curada. Aquella raja —un órgano que en realidad apenas pasaba de ser un pliegue de carne guarecido entre unas enmarañadas cintas de músculos— le parecía un imposible manantial mítico, aunque, desde luego, tenía condición de mito en la mente colectiva masculina; era un valle mágico, ¿no es cierto? El corral donde se encerraba incluso a los unicornios más bravíos.
—Madre mía, qué estupidez — articuló, al tiempo que sonreía sin abrir los ojos.
Salvo que no era ninguna estupidez, no del todo. Aquel agujero era objeto de la lujuria de todos los hombres —al menos de los heterosexuales—, pero también era frecuentemente objeto de su inexplicable desprecio, suspicacia y odio. Una no captaba esa oscura rabia en todos sus chistes y bromas, pero estaba presente en muchos de ellos y en algunos era protagonista, agudo como un dolor: «¿Qué es una mujer? Un sistema de vida para un coño».
«Ya está bien, Jessie», ordenó la Santa Esposa Burlingame. Su voz sonó inquieta y disgustada. «Déjalo ahora mismo.»
Eso, decidió Jessie, era una idea condenadamente buena y volvió a la cuenta de diez de Nora. El cuatro eran las caderas (demasiado anchas) y el cinco, la barriga (demasiado abultada). El seis eran los pechos, que Jessie tenía por su mejor prenda... Sospechaba que a Gerald le imponían un poco las vagas líneas azules de las venas que se deslizaban por las suaves pendientes de las curvas; los senos de las chicas de las páginas desplegables de las revistas no presentaban en la parte inferior tales indicios de instalaciones de fontanería. Las chicas de las revistas tampoco tenían pelos minúsculos aflorando en las areolas.
El siete eran los demasiado anchos hombros; el ocho, el cuello (que antes solía ser bastante atractivo, pero que en el curso de los últimos años había crecido hasta asemejarse al de una gallina desplumada); el nueve era el mentón, cada vez menos pronunciado, y el diez...
«¡Un momento! ¡Quieta ahí un maldito segundo!», interrumpió, irritadísima, la voz sensata. «¿Qué clase de juego imbécil es éste?»
Jessie volvió a cerrar los ojos, apretados los párpados, sorprendida por la intensidad de la indignación de la voz y asustada por su distanciamiento. Dada su cólera, en absoluto parecía que la voz procediera de la raíz central del cerebro, sino que sonaba más bien como si la originase alguien que se entrometiera... un espíritu que deseara poseerla, a ella, a Jessie, como el espíritu de Panzuzu poseyó a la niña de El exorcista.
«¿No quieres contestar a eso?», preguntó Ruth Neary, alias Panzuzu. «Está bien, tal vez sea una pregunta demasiado complicada. Deja que te la simplifique, Jess: ¿quién convirtió la simple letanía de relajación de Nora Callighan en un mantra de odio hacia sí misma?»
«Nadie», respondió débilmente el pensamiento, y comprendió automáticamente que la voz juiciosa jamás aceptaría tal cosa, de modo que añadió: «La Santa Esposa. Ella fue».
«No, no lo fue», volvió inmediatamente a la carga la voz de Ruth. Su tono era de contrariedad ante aquel medio intento de echar las culpas a otro. «La Bendita es un poco estúpida y en este preciso momento está que no le llega la camisa al cuerpo, pero en el fondo es una persona dulce y sus intenciones siempre han sido buenas. Las intenciones de quienquiera que haya reeditado la lista de Nora son vivamente perversas, Jessie. ¿No lo viste? ¿No...?»
—No veo nada, porque tengo los ojos cerrados —repuso con temblorosa voz infantil. Estuvo a punto de alzar los párpados, pero algo le advirtió que ello empeoraría la situación, en vez de mejorarla.
«¿Quién fue, Jessie? ¿Quién te convenció de que eras fea e inútil? ¿Quién eligió a Gerald Burlingame como tu alma gemela y tu Príncipe Encantador, probablemente años antes de que le conocieses en aquella batidora del Partido Republicano? ¿Quién decidió que ese hombre era no sólo lo que necesitabas sino exactamente lo que merecías?»
Mediante un tremendo esfuerzo, Jessie barrió esa voz —todas las voces, anheló fervientemente— de su cerebro. Inició de nuevo su mantra, esta vez en voz alta.
—Uno, los dedos de los pies, todos en fila; dos, mis piernas, largas y adorables; tres, mi sexo, que está bien y no puede estar mal; cuatro, las caderas, suaves y redondeadas; cinco, el estómago, donde almaceno lo que como —No pudo recordar las rimas (lo que probablemente era una suerte; tenía la fuerte sospecha de que se las había inventado la propia Nora, acaso con la idea de publicarlas en alguna de aquellas tiernas y delicadas revistas de autoayuda que descansaban encima de la mesita de su sala de espera), de modo que continuó sin preocuparse de ellas—; seis, mis pechos; siete, los hombros; ocho, el cuello...
Hizo una pausa para recobrar el aliento y comprobó con alivio que el corazón ya no le latía a galope tendido, sino a un trote largo.
—... nueve, la barbilla, y diez, los ojos. ¡Mis ojos bien abiertos!
Unió la acción a la palabra y la alcoba cobró una lúcida existencia a su alrededor, algo nuevo y —de momento, al menos— casi tan estupendo como lo fue cuando Gerald y ella pasaron su primer verano en aquella casa. Allá por 1979, un año que tuvo la aureola tintineante de la ciencia-ficción y que ahora parecía imposible, remotamente antiguo.
Jessie contempló las tablas grises que cubrían las paredes, el alto techo blanco en el que rielaban los trémulos reflejos del lago y las dos amplias ventanas, una a cada lado de la cama. La de la izquierda miraba al oeste y ofrecía una vista de la explanada delantera, de la pendiente que descendía más allá y de la preciosa luminosidad azul del lago. La de la derecha brindaba una panorámica menos romántica: el camino de acceso y el señorío gris de un Mercedes que ya había cumplido nueve años y empezaba a mostrar en la carrocería las primeras manchas de óxido.
Frente a sus ojos, Jessie vio colgado de la pared, sobre el tocador, el marco con la mariposa estampada por el procedimiento batik, y recordó con supersticiosa falta de sorpresa que fue el regalo que le hizo Ruth cuando ella, Jessie, cumplió trece años. No podía distinguir la firma bordada con hilo rojo, pero sabía que estaba allí: «Neary ‘83». Otro año de ciencia-ficción.
No muy lejos de la mariposa (y desentonando como una loca, aunque Jessie nunca consiguió reunir valor suficiente para señalárselo a su marido) la jarra de cerveza Alfa Gamma Rho de Gerald colgaba de un clavo cromado. Rho no era una estrella muy brillante en el universo del club estudiantil —los otros clubes o fraternidades solían llamarla Alfa Agarra La Azada— pero Gerald lucía la insignia con una especia de depravado orgullo, conservaba la jarra en la pared y todos los años bebía en ella la primera cerveza del verano cuando llegaban allí en el mes de junio. Era una suerte de ceremonia y a veces, mucho tiempo antes de las festividades del día de la fecha, Jessie había llegado a preguntarse si estaba en sus cabales cuando se casó con Gerald.
«Alguien debió de poner fin a eso», pensó tristemente. «Desde luego, alguien debe de haberlo hecho, porque parece como si se hubiera apagado.»
en la silla del otro lado de la puerta del cuarto de baño podía ver la atrevida faldita y la blusa sin mangas que llevaba aquel día, tan impropiamente cálido para la estación; el sostén colgaba del pomo de la puerta. Y extendido sobre la colcha y las piernas de Jessie, convirtiendo en alambres dorados el vello suave de la entrepierna, reposaba un brillante rayo de sol de la tarde. No era el cuadro de luz que cae casi a plomo sobre el centro del cobertor a la una de la tarde, ni el rectángulo que desciende a las dos; era una amplia franja que luego se estrechaba hasta quedar reducida a una cinta, y aunque un corte en el suministro eléctrico había parado el radio despertador digital de encima del tocador (centelleaba sus 12.00 del mediodía una y otra vez, como el intermitente anuncio de neón de un bar), aquella franja ancha indicó a Jessie que serían las cuatro de la tarde. Dentro de poco, la cinta empezaría a deslizarse fuera de la cama, se desplazaría después por el suelo y, finalmente, subiría por la pared del fono, desvaneciéndose a medida que lo hiciera, y las sombras se aprestarían a abandonar sus rincones, para atravesar el cuarto como manchas de tinta y devorar la luz mientras aumentaban de tamaño. El sol se alejaría por el oeste; en cuestión de una hora, de hora y media como máximo, se habría ocultado; al cabo de cuarenta minutos, o de un poco más, todo estaría a oscuras.
Esa idea no le provocó pánico —aún no, al menos—, pero tendió una membrana de pesimismo sobre su cerebro y envolvió su corazón en una atmósfera de húmedo temor. Se vio allí tendida, esposada a las columnas de la cama, con Gerald muerto en el suelo, a su lado; vio a los dos allí en la oscuridad, mucho tiempo después de que el hombre de la motosierra hubiese vuelto a su iluminado hogar, junto a su esposa e hijos, de que el perro se hubiese alejado y de que sólo quedase en el lago aquel maldito somorgujo en busca de compañera... sólo eso y nada más que eso.
Los señores Burlingame pasan su última y larga noche juntos.
Al contemplar la jarra de cerveza y la mariposa estampada por el procedimiento batik, vecinos imposibles que sólo podía tolerarse en una casa de verano como aquélla, en la que se pasaba una temporada al año, Jessie pensó que era fácil reflexionar sobre el pasado e igualmente fácil (aunque mucho menos agradable) aventurarse a través de algunas posibles versiones del futuro. La tarea realmente dura parecía ser la de quedarse en el presente, si bien se dijo que valía más que lo intentara con toda su alma. Aquella desagradable situación sería mucho más desagradable si no lo intentaba. No podía confiar en que surgiese algún deus ex machina que la sacase del aprieto en que estaba, lo que tampoco dejaba de ser una pejiguera, pero si conseguía hacerlo por sí misma, iba a tener una prima extra: se ahorraría la vergonzosa incomodidad de estar allí tendida, casi totalmente en pelotas, mientras un comisario de sheriff le abría las esposas, le preguntaba qué diablos había ocurrido y se regodeaba contemplando larga y concienzudamente el bonito cuerpo blanco de la nueva viuda.
Había también otras cosas en marcha. A ella le hubiera gustado suprimirlas de allí, aunque fuera provisionalmente, pero no podía. Necesitaba ir al servicio y, además, tenía sed. En aquel momento, la precisión de soltar era más fuerte que la de recibir, pero lo que más le preocupaba era el deseo de echar un trago de agua. No era muy grave aún, pero la cosa cambiaría si no lograba desembarazarse de los grilletes y llegarse hasta un grifo. Cambiaría de un modo que ella no quería ni pensar.
«Tendría su gracia que muriese de sed a menos de doscientos metros del noveno lago mayor de Maine», pensó. Luego meneó la cabeza. Aquél no era el noveno lago mayor de Maine; ¿en qué había estado pensando? Ese título correspondía al lago Dark Score, al que fueron durante años sus padres, sus hermanos y ella. Mucho antes de las voces. Mucho antes...
Cortó por lo sano. Duro. Había pasado mucho tiempo desde que pensó por última vez en el lago Dark Score, y no tenía intención de empezar otra vez, con esposas o sin esposas. Sería mejor pensar que estaba sedienta.
«¿En qué vas a pensar, cariño? Es psicosomático y nada más. Tienes sed porque sabes que no puedes levantarte e ir a beber. Así de sencillo.»
Pero no lo era. Había forcejeado con su marido y las dos patadas que le arreó promovieron una reacción en cadena cuya consecuencia final fue la muerte del hombre. Ella también sufría las secuelas de una segregación hormonal importante. El término técnico era shock y uno de los síntomas más comunes del shock era la sed. Probablemente debería considerarse afortunada por no tener la boca más seca de lo que la tenía, al menos hasta aquel momento, y...
«Y quizás hay una cosa que puedo hacer...»
Como persona, Gerald era la quintaesencia de la costumbre, y una de sus costumbres consistía en dejar siempre un vaso de agua en el estante contiguo a la cabecera de la cama. Jessie estiró la cabeza y volvió la mirada a la derecha, y, sí, allí estaba, un vaso largo lleno de agua en cuya superficie flotaba un pequeño racimo de cubitos de hielo casi derretidos del todo. Sin duda, el recipiente de cristal descansaba sobre un posavasos, para no dejar en el estante el círculo correspondiente... Muy propio de Gerald, tan considerado respecto a tales menudencias. En el cristal del vaso se veían gotas de condensación, como perlas de sudor.
Al verlas, Jessie sufrió el primer ramalazo de auténtica sed. La obligó a pasarse la lengua por los labios. Se deslizó hacia la derecha todo lo que le permitía la cadena de las esposas. Sólo fueron quince centímetros, pero la llevó al lado de la cama correspondiente a Gerald. El movimiento también dejó a la vista varias manchas oscuras en la parte izquierda de la colcha. Las observó con la mirada perdida durante un momento, antes de recordar que Gerald había vaciado la vejiga en su último y agónico instante. Luego, rápidamente, dirigió la vista hacia el vaso de agua, colocado encima de un círculo de cartón que seguramente llevaría el anuncio de alguna marca de cerveza típica de ejecutivos agresivos, Beck’s o Heineken lo más probable.
Alargó el brazo y alzó la mano, despacio, deseando poder alcanzar el vaso. No pudo. Las yemas de los dedos quedaron a siete centímetros. La punzada de la sed —una ligera contracción en la garganta, un leve hormigueo en la lengua— se repitió un par de veces.
«Si antes de mañana por la mañana no se ha presentado aquí nadie y no he conseguido escabullirme, ni siquiera podré mirar ese vaso.»
La idea llevaba en sí misma una sensatez tan fría que resultaba aterradora. Claro que ella no estaría allí a la mañana siguiente, esa era la cuestión. La idea no podía ser más absolutamente ridícula. Demencial. Desatinada. No merecía la pena pensar en ella. Era...
«Basta», dijo la voz juiciosa. «Déjalo ya.» Así que lo dejó.
La cuestión era que tenía que afrontar el hecho de que la idea no era absolutamente ridícula. Se negaba a aceptar e incluso a considerar la posibilidad de que pudiese morir allí —eso era delirante, naturalmente—, pero sí cabía la posibilidad de que tuviera que pasarse tendida en aquella cama largas e incómodas horas, como no limpiase las telarañas de su vieja máquina de pensar para que se mantuvieran en funcionamiento.
«Largas, incómodas... y tal vez dolorosas», manifestó la Santa Esposa nerviosamente. «Pero el dolor sería un acto de expiación, ¿verdad? Al fin y al cabo, esto te lo buscaste tú misma. No pretendo ser una pesada, pero si te hubieses limitado a dejar que te echase ese polvo que quería echarte...»
—Estás siendo una pesada Bendita —dijo Jessie. No recordaba si antes había hablado en voz alta o si esa voz era interior. Se preguntó si no estaría volviéndose loca. Llegó a la conclusión de que, fuera como fuese, le importaba un comino, al menos en aquel momento.
Jessie volvió a cerrar los ojos.
4
Aquella vez, lo que vio con los ojos de la imaginación en la oscuridad de los párpados cerrados no fue su cuerpo, sino toda la estancia. Desde luego, allí estaba todavía el centro de mesa, ¡cielos, sí...! Jessie Mahout Burlingame, aún por debajo de los cuarenta, aún de muy buen ver con su estatura de metro sesenta y ocho y sus cincuenta y seis kilos de peso, sus ojos grises, su pelo castaño-rojizo (disimulaba con un reflejo brillante las canas que habían empezado a aparecer en su cabellera y estaba bastante segura de que Gerald no llegó a enterarse). Jessie Mahout Burlingame, probablemente ya viuda de Gerald, madre de nadie todavía y encadenada a aquella maldita cama por un par de esposas de policía.
Su cerebro proyectó un enfoque imaginario, con distancia focal variable, sobre aquella última parte. Una arruga de concentración surgió entre sus cerrados ojos. Cuatro grilletes, cada uno de los dos pares separados por quince centímetros de cadena de acero con forro de goma, cada uno con un M-17 —número de serie, supuso Jessie— grabado en el acero de la placa de la cerradura. Recordaba que Gerald le había dicho, tiempo atrás, cuando el juego era una novedad, que cada par de esposas tenía un sistema de cremallera que permitía ajustar el grillete a la muñeca. También era posible acortar la longitud de las cadenas hasta que las manos del prisionero se encontrasen dolorosamente juntas, muñeca contra muñeca, pero Gerald había permitido que ella dispusiese del máximo de longitud de cadena.
«¿Y por qué diablos no? », pensó Jessie ahora. «Al fin y a la postre, sólo era un juego... ¿verdad, Gerald?»
Ahora, sin embargo, se repitió la cuestión anterior y volvió a preguntarse si realmente había sido sólo un juego para Gerald.
«¿Qué es una mujer?», susurró otra voz —una voz extraterrestre—, una voz procedente de un pozo de oscuridad que la propia Jessie tenía en su interior. «Un sistema de vida para un coño.»
«Vete», conminó el pensamiento de Jessie. «Vete, no sirves de ninguna ayuda.»
Pero la voz extraterrestre desobedeció la orden.
«¿Por qué la mujer tiene una boca y un coño?», preguntó, en vez de desaparecer—. «Para poder mear y gemir al mismo tiempo. ¿Alguna otra pregunta, damisela?»
No. Dada la surrealista cualidad de las respuestas, no tenía ninguna otra pregunta. Giró las manos dentro de los grilletes. La escasa carne de las muñecas rozó contra el acero y Jessie dio un respingo, pero era un dolor secundario y las manos se movieron con bastante comodidad. Gerald podía o no haber creído que la única finalidad de una mujer en la vida era servir como medio de vida para un coño, pero no había apretado las esposas lo bastante como para que le hicieran daño; se habría resistido a ello incluso antes (o así se lo dijo Jessie a sí misma, y ninguna de sus voces interiores se alzó para discutírselo). A pesar de ello, estaban demasiado apretadas para que pudiera sacar las manos.
¿O no?
Jessie dio un tirón de prueba. Las esposas se deslizaron por las muñecas a medida que las manos descendían. Después, las pulseras de acero se encajaron firmemente en las junturas del hueso y cartílago, donde las muñecas efectuaban su compleja y maravillosa alianza con las manos.
Tiró con más fuerza. El dolor se intensificó mucho. Recordó de pronto el día en que su padre pilló la mano izquierda de Maddy con la portezuela de la vieja ranchera Country Squire. El hombre la deslizó de golpe, sin percatarse de que Maddy, para variar, salía del vehículo por el lado del conductor, en vez de hacerlo por el del pasajero. ¡Qué aullido soltó Maddy! Se rompió algún hueso —Jessie no recordaba el nombre del mismo—, pero sí recordaba que Maddy exhibía con orgullo la escayola y declaraba: «También tengo roto mi ligamento trasero». Eso divirtió a Jess y Will, porque todo el mundo sabía que el trasero era el nombre científico del culo. Se echaron a reír, más por la sorpresa que en son de burla, pero Maddy no tuvo en cuenta ese detalle y, con cara larga, más oscura que un nubarrón de tormenta, salió disparada a decírselo a mamá.
«Ligamento trasero», pensó Jessie, mientras deliberadamente aplicaba más presión, a pesar del dolor. «Ligamento posterior radiocubital o algo así. No importa. Si consigues librarte de estas esposas, creo que obrarás santamente, querida, y dejarás que un médico se preocupe luego de soldarlos otra vez.»
Sin prisa, pero sin pausa, fue aumentando la presión, con un solo deseo: que el cerco del grillete se deslizara. Si las esposas descendieran un poco más —con un centímetro quizá bastara, con un centímetro y medio, casi seguro que sí— habría quedado atrás el borde sobresaliente del hueso y sólo quedaría entendérselas con el tejido, mucho más flexible. Al menos, en eso confiaba. También había huesos en la base del pulgar, pero se preocuparía de ellos cuando llegase el momento.
Tiró con más fuerza, entreabiertos los labios y enseñando los dientes en una mueca de gran dolor y denuedo. Los músculos del brazo le resaltaban ahora formando tenues arcos blancos. El sudor brotó de su frente, de las mejillas, del surco subnasal, incluso. Sacó la lengua y, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, lamió las últimas gotas de ese sudor.
El dolor era inmenso, pero no estaba dispuesta a que el dolor la obligase a ceder. Lo único que consiguió fue comprender que había llegado al punto de máxima tensión que los músculos podían proporcionarle y que las esposas no iban a desplazarse un ápice más de lo que lo habían hecho hasta entonces. Su fugaz esperanza de poder liberarse de las esposas vaciló y murió.
«¿Estás segura de que tiraste con todas tus fuerzas? ¿O quizá sólo estás engañándote a ti misma por culpa de lo que te duele?»
—No —manifestó, aún sin abrir los ojos—. He tirado con toda la fuerza que he podido. De verdad.
Pero la otra voz continuó en el aire, más vislumbrada que oída: como el signo de interrogación de una viñeta de tebeo.
Ya había profundos surcos blancos en la carne de las muñecas —debajo de la eminencia tenar del pulgar, a través del dorso de la mano y sobre las delicadas líneas azules de las venillas inferiores—, donde había mordido el acero, y las muñecas seguían latiéndole dolorosamente, incluso aunque había dejado de tirar y tenía las manos levantadas, cogidas a las tablas de la cabecera de la cama.
—Oh, Dios —articuló, estremecida y temblona la voz—. Esto no es precisamente ir de juerga.
¿Había tirado con todas su fuerzas? ¿De veras?
«No importa», pensó, con la vista levantada hacia los trémulos reflejos del techo. «No importa y voy a decirte por qué... Si hubiese podido tirar todavía con más fuerza, lo que le ocurrió a la muñeca izquierda de Maddy cuando la pilló la portezuela del coche me habría pasado a mí en las dos: se habrían fracturado los huesos, los ligamentos posteriores se habrían roto como tiras gomas y las cosas esas radiocubitales habrían estallado igual que patos de arcilla en una caseta de tiro. Lo único que hubiera cambiado habría sido que, en vez de estar aquí tendida, encadenada y sedienta, estaría aquí tendida, encadenada, sedienta y con las muñecas rotas, de propina. Y, encima, se me hincharían. A mí me parece lo siguiente: Gerald murió antes de tener oportunidad de saltar a la silla, pero al mismo tiempo me jodió bien y a modo.»
Vale, veamos; ¿qué otras opciones hay?
«Ninguna», declaró la Santa Esposa Burlingame, en el tono llorica de la mujer que acaba de estallar en lágrimas y desmoronarse completamente.
Jessie esperó a ver si la otra voz —la de Ruth— irrumpía con una opinión. No lo hizo. Que Jessie supiera, Ruth lo mismo podía estar remoloneando alrededor del refrigerador de agua de la oficina con todos los demás chalados. De cualquier modo, la renuncia de Ruth dejaba a Jessie sola ante el peligro.
«Así que, muy bien, me defenderé sola», pensó. «¿Qué voy a hacer en cuanto a las esposas, ahora que ya he comprobado que es imposible escurrirse de ellas? ¿Qué puedo hacer?»
«Hay dos grilletes en cada una de las esposas», aventuró titubeante la voz joven, la voz para la que aún no había encontrado nombre. «Has intentado librarte de los que te rodean las manos y no funcionó... ¿pero qué hay de los otros? Los que están enganchado a las columnas de la cama. ¿Has pensado en ellos?»
Jessie apoyó la nuca en la almohada y arqueó el cuello para poder echar un vistazo a las tablas y a los postes de la cabecera de la cama. La verdad es que mirarlos en aquella postura, al revés, apenas le permitía verlos. La cama era más pequeña que los modelos de matrimonio, pero un poco más grande que las cameras. Tenía uno de aquellos nombres de fantasía —tamaño «bufón de la corte» o «gran dama a la expectativa»—, pero, con los años, a Jessie le resultaba cada vez más difícil estar al corriente respecto a tales cosas; no sabía si llamarlo sentido común o senilidad galopante. De cualquier modo, la cama sobre la que se encontraba había resultado bastante adecuada para follar, aunque era un poco pequeña para que ambos pudiesen compartirla cómodamente durante toda la noche.
Para Gerald y ella no constituyó ningún inconveniente, ya que llevaban cinco años durmiendo en camas separadas, tanto allí como en su domicilio de Portland. La decisión había sido de Jessie, no de él: se hartó de los ronquidos del esposo, que cada vez eran más fuertes. En las raras ocasiones en que en la casa de verano se quedaban invitados a pasar la noche, Jessie y Gerald dormían juntos —incómodamente en aquella habitación—, pero, si estaban solos, no compartían la cama más que cuando disfrutaban del sexo. De cualquier modo, el que Gerald roncase no fue el verdadero motivo por el que Jessie impuso la separación nocturna; sólo fue el argumento más diplomático. La verdadera razón había sido olfativa. Jessie empezó por encontrar primero desagradables y después insoportables las emanaciones que el sudor de su esposo despedía por la noche. Incluso aunque se duchara antes de meterse en la cama, a las dos de la madrugada ya surgía por los poros de la piel la hediondez agria del whisky.
Hasta aquel año, la norma consistió en sesiones de sexo crecientemente rutinarias, seguidas de un período de modorra (que para Jessie era la parte favorita de todo el asunto), después de cada una de las cuales, Gerald tomaba una ducha y se iba. A partir de marzo, sin embargo, hubo ciertos cambios. Los pañuelos y las esposas —en particular estas últimas— parecían dejar exhausto a Gerald, como si actuasen con un estilo del viejo misionero del sexo que nunca tuvo, y con frecuencia se quedaba profundamente dormido junto a ella, hombro con hombro. A Jessie no le importaba; casi todos aquellos encuentros solían celebrarse por la tarde y, entonces, el sudor de Gerald olía como en la primera época y no al whisky con agua de los últimos tiempos. Y tampoco roncaba mucho, ahora que caía en ello.
«Pero todas aquellas sesiones —todas aquellas primeras sesiones con pañuelos y esposas— ocurrieron en el domicilio de Portland», pensó. «Pasábamos aquí el mes de julio prácticamente completo y una parte de agosto, pero en las ocasiones en que hacíamos el amor —no fueron muchas, pero sí algunas— fue sexo del antiguo, tipo carne asada y puré de patatas: Tarzán encima, Jane debajo. Hasta hoy no habíamos jugado aquí a esto. Ahora me pregunto, ¿Por qué?»
Probablemente era debido a las ventanas, demasiado altas y poco propicias a las cortinas. Nunca se decidieron a cambiar los cristales por otros de lámina reflectante, que no dejaran ver el interior, aunque Gerald se pasaba el día diciendo «Ahora mismo me pongo manos a la obra... bueno...»
«Ahora mismo... y hasta hoy», remató la Santa, y Jessie bendijo su tacto. «Y tienes razón... lo más seguro es que fuesen las ventanas, al menos en muy buena parte. A Gerald no le habría hecho ninguna gracia que Fred Laglan o Jamie Brooks, al volante de sus automóviles, se presentasen de improviso para preguntarle si quería ir a jugar nueve hoyos de golf y se encontraran con que se estaba follando a la señora Burlingame, a la que acababa de encadenar a los barrotes de la cama con un par de esposas Kreigg. Una noticia así probablemente se difundiría lo suyo. Fred y Jamie son buenos muchachos, supongo...»
«Una par de sujetos vomitivos, si vale mi opinión» intervino Ruth agriamente, «... pero son humanos, claro, y una historia así resulta demasiado buena para dejar de contarla. Y hay algo más, Jessie...».
Jessie no la dejó acabar. No era un pensamiento que deseara oír articulado por la agradable pero desesperanzadoramente remilgada voz de la Santa Esposa.
Cabía la posibilidad de que Gerald no le hubiese propuesto nunca practicar allí aquel juego porque temiese que algún tipo chiflado asomase la cabeza. ¿Qué tipo?
«Bueno», pensó Jessie, «digamos que tal vez una parte de Gerald creyese de verdad que una mujer sólo era un sistema de vida para un coño... y que otra parte de él, que pudiéramos considerar «de mejor naturaleza», a falta de un término más claro, lo sabía. Esa parte quizá temiera que las cosas se desmandaran. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que había ocurrido?»
Era una idea difícil de discutir. Si el verbo desmandarse no encajaba en el concepto, Jessie desconocía qué otro pudiera resultar más apropiado.
Le asaltó un ramalazo de tristeza melancólica y tuvo que resistir el apremiante impulso de lanzar una mirada hacia el sitio donde yacía Gerald. No estaba muy segura de si sentía o no pena por su extinto marido, pero sabía que de haber allí aflicción latente, no era el momento de conjurarla. Sin embargo, tampoco dejaba de ser bonito evocar algo bueno acerca del hombre con el que había convivido durante tantos años, y el modo en que a veces se quedaba dormido junto a ella después de la cópula era un buen recuerdo. A Jessie no le gustó lo de los pañuelos y había llegado a odiar las esposas; pero la encantaba mirar a Gerald mientras iba y venía; le complacía observar cómo se suavizaban las arrugas de su enorme semblante rosado.
Y, en cierto modo, Gerald estaba en aquel momento dormido junto a ella... ¿no era así?
La idea puso hielo en la carne de la parte superior de los muslos, en el punto donde caía la decreciente banda de rayos de sol. Desechó aquel pensamiento —o intentó hacerlo— y volvió a examinar la cabecera de la cama.
Las columnas estaban encajadas a ambos lados del travesero y los brazos de Jessie se extendían en cruz, en una postura que no resultaba incómoda, particularmente porque las cadenas de las esposas le permitían mover las muñecas cosa de quince centímetros. Cuatro tablas horizontales unían los postes. También eran de caoba y tenían labradas sencillas pero agradables formas ondulantes. Gerald sugirió una vez grabar las iniciales de ambos en la plancha central —dijo que conocía a un hombre de Tashmore Glen al que le haría feliz acercarse en su coche a la casa y hacerlo—, pero Jessie lanzó un jarro de agua fría sobre la propuesta. en su opinión, era algo ostentoso y peregrinamente infantil, algo propio de novios adolescentes que tallaran pequeños corazones en sus mesas de la sala de estudios.
El estante encima de la cabecera se encontraba a la suficiente altura como para evitar que, caso de incorporarse bruscamente, la cabeza de una chocase con él. sobre dicho estante se encontraba el vaso de agua de Gerald, un par de libros en edición de bolsillo que dejaron en el verano y unos cuantos potes y tubos de cosméticos. También llevaban allí desde el verano y lo más probable sería que los potingues se hubieran secado. Una auténtica vergüenza... a una mujer esposada a la cama, nada le anima más y le da más confianza que un poco de colorete Rosa Silvestre de la Mañana. Todas las revistas femeninas lo dicen.
Jessie levantó las manos, con los brazos trazando un ligero ángulo, a fin de que los puños llegaran a la parte inferior del estante. Mantuvo la cabeza echada hacia atrás, deseosa de ver qué ocurría en el extremo de las cadenas. Los grilletes del otro lado se cerraban alrededor de las columnas, entre el segundo y tercer travesaño. Cuando Jessie alzó los puños, como una mujer que realizase ejercicios en un banco levantando una invisible barra con pesas, las esposas se deslizaron por los postes hasta llegar a la tabla siguiente. Si pudiera quitar aquella tabla, y la que estaba encima, entonces todo sería cuestión, simplemente, de sacar los grilletes por el remate de las columnas. Voilà.
«Tal vez demasiado bonito para ser verdad, tesoro —demasiado fácil para ser verdad—, pero igual puedes darle un tiento, a ver. De todas formas, es un modo como otro cualquiera de pasar el rato.»
Cerró las manos sobre la grabada tabla horizontal que impedía que subieran los grilletes cerrados alrededor de los postes de la cama. Respiró hondo, contuvo el aliento y luego alzó los brazos con brusco impulso. fue un tirón lo bastante fuerte como para hacerla comprender que el camino estaba bloqueado; era como pretender arrancar una varilla de hierro de las que forman la estructura interior de las paredes de hormigón. No logró que cediese un solo milímetro.
«Podría pasarme diez años dando tirones a esta hija de puta y ni siquiera se movería, así que de arrancarla del poste, nada», pensó Jessie, y dejó caer las manos, hasta la posición desmayada anterior, sujetas por las cadenas de las esposas. Se le escapó un gritito crispado. A ella misma le sonó como el graznido de un cuervo sediento.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó a los reflejos del techo y, por último, de sus ojos brotaron lágrimas de miedo y desesperación—. ¿Qué diablos voy a hacer?
Como si respondiese a sus preguntas, el perro empezó de nuevo a ladrar y, en esa ocasión, se oyó tan próximo que el susto arrancó a Jessie un grito sobresaltado. Lo cierto es que el ladrido parecía haber sonado ante la ventana que daba al este, en el camino de acceso a la casa.
5
El perro no estaba en la avenida que conducía a la casa; se encontraba incluso más cerca. La sombra que se alargaba sobre el asfalto, desde el parachoques delantero del Mercedes, decía que el animal estaba en el porche posterior. Aquella sombra estirada y rastreante parecía pertenecer a un monstruoso can de barraca de feria. Jessie no quería ni verla.
«No seas tan condenadamente estúpida», se reprendió. «La sombra tiene ese aspecto sólo porque el sol se encuentra muy bajo. Ahora, abre la boca y haz algún ruido, muchacha... al fin y al cabo, tampoco es obligatorio que ese bicho sea un perro vagabundo.»
Cierto; puede que en alguna parte de aquel cuadro hubiese un amo, pero Jessie no confió mucho en ello. Supuso que el contenedor de basura, protegido por una cubierta de alambre y adecuado cerca de la puerta, atrajo al perro a la parte trasera de la casa. «Imán de mapaches», había llamado siempre Gerald a aquella limpia y pequeña construcción con cubierta de tablillas de cedro y tapadera con doble picaporte. En aquella ocasión había atraído a un perro, en vez de a un mapache, eso era todo... un perro perdido, casi con absoluta certeza. Un chucho mestizo, mal alimentado y al que la suerte ha puesto en las últimas.
A pesar de todo, ella tenía que intentarlo.
—¡Eh! —chilló—. ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Necesito ayuda! ¿Hay alguien ahí?
Automáticamente, el perro dejó de ladrar. Su sombra distorsionada y arácnida se agitó, dio media vuelta, avanzó... y volvió a inmovilizarse. Durante el viaje desde Portland, Gerald y ella se comieron sendos bocadillos, enormes y grasientos combinados de queso y salami, y lo primero que hizo Jessie al llegar fue recoger todas las migas y envoltorios y arrojarlos al cubo de la basura. El suculento olor de la carne y la grasa debió de ser lo que atrajo al animal e, indudablemente, fue también lo que le retuvo, impidiéndole salir huyendo rumbo a la arboleda al oír la voz de la mujer. Aquellos efluvios eran más fuertes que los impulsos de su corazón asilvestrado.
—¡Socorro! —gritó Jessie, y una parte de su cerebro intentó decirle que probablemente gritar sería un error, que lo único que conseguiría con ello iba a ser destrozarse la garganta y aumentar su aspereza y su sed, pero la voz de esa advertencia no tuvo la más remota posibilidad de hacerse oír. Jessie se había dejado envolver por las emanaciones de su propio miedo, un olor que para ella era tan fuerte e irresistible como lo era para el perro el de las sobras de los bocadillos. La condujo rápidamente a un estado que rebasaba el de simple pánico para entrar en una especie de enajenación mental transitoria.
—¡SOCORRO! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORROOOOO!
Al final se le quebró la voz y volvió la cabeza hacia la derecha todo lo que pudo, adherido al rostro y a la frente el enmarañado pelo, húmedo de sudor, saltones los ojos. El miedo de encontrarse encadenada y desnuda, con el marido muerto en el suelo, junto a ella, había dejado incluso de ser un factor casual en el conjunto de sus pensamientos. Aquel nuevo ataque de pánico era como una especie de misterioso eclipse mental, se filtraba a través de la brillante luz de la razón para permitirle vislumbrar las más terribles posibilidades: hambre y sed conducentes a la locura, convulsiones, muerte. Ella no era Heather Locklear ni Victoria Principal, y aquella situación tampoco era la escena creada para un telefilme de tensión destinado a la red estadounidense de televisión por cable. Allí no había cámaras, ni focos, ni un director que ordenara: «¡Corten!». Aquello estaba sucediendo de verdad y, si no se presentaba alguien que pudiera interrumpirlo, seguiría ocurriendo hasta que Jessie Burlingame dejase de existir como forma de vida humana. Lejos de preocuparle las circunstancias en que se produjera su atención, Jessie había llegado a un punto en el que acogería con lágrimas de gratitud la llegada de Maury Povich y todo el equipo de filmación de A Current Affair.
Pero nadie respondió a sus frenéticos chillidos... ningún guarda que se hubiese acercado a echar un vistazo a las casas próximas al lago, ningún fisgón habitante de la zona que anduviera paseando con su perro (acaso tratando de descubrir cuál de sus vecinos cultivaba marihuana entre los susurrantes pinares) y, ni mucho menos, Maury Povich. Sólo aquella larga y extrañamente inquietante sombra, que la hacía pensar en un antinatural perro-araña y cuyo cuerpo se balanceaba sobre cuatro patas delgadas y febriles. Jessie aspiró una profunda y estremecida bocanada de aire e intentó restablecer el dominio de su espantadizo cerebro. Tenía la garganta seca y ardiente, la nariz incómodamente húmeda y taponada por las lágrimas.
«¿Y ahora qué?»
Lo ignoraba. La decepción latía en su cabeza, una desilusión demasiado grande para permitirle concebir la menor idea constructiva. De lo único que estaba completamente segura era de que el perro no iba a servirle de nada; permanecería allí quieto, en el porche de atrás, para acabar marchándose, en cuanto comprendiese que lo que le había atraído hasta aquel punto estaba fuera de su alcance. Jessie emitió un grito triste, en tono bajo, y cerró los ojos. A través de las pestañas rezumaron y se deslizaron lentamente por las mejillas unas cuantas lágrimas. Bajo los últimos rayos del sol vespertino, parecían gotas de oro.
—¿Y ahora qué? —repitió Jessie la pregunta.
Fuera, el viento seguía soplando, arrancando murmullos a los pinos y obligando a dar golpes a la puerta mal cerrada.
«¿Y ahora qué, Santa Esposa? ¿Y ahora qué, Ruth? ¿Y ahora qué, parásitos y ovnis diversos? ¿Alguno de vosotros, cualquiera de vosotros tiene una idea? Estoy sedienta, necesito hacer pis, mi marido está muerto y el único ser que me acompaña es un perro vagabundo de los bosques cuyo concepto del paraíso son las sobras de un bocadillo triple de queso y salami, de la casa Amato, de Gorham. No tardará en comprender que ese olor está tan cerca del paraíso como lejos está él de alcanzarlo y entonces decidirá largarse. Así... ¿ahora qué?»
No hubo respuesta. Todas las voces interiores habían enmudecido. Mal asunto —al menos, eran una compañía—, pero el pánico también había desaparecido, dejándole sólo una especie de mal sabor metálico, y eso era bueno.
«Dormiré un poco», pensó, sorprendida ante la circunstancia de que pudiera hacerlo si lo deseaba. «Dormiré un rato y, cuando me despierte, quizá tenga alguna idea. Como mínimo, me habré apartado de esto durante cierto tiempo.»
Empezaron a alisarse las minúsculas arrugas que la tensión había trazado en los extremos de sus cerrados ojos, así como las del entrecejo, bastante más profundas. Notó que el sueño se disponía a llevársela. Con una sensación de alivio y agradecimiento se dejó ir hacia aquel refugio de dignidad. Cuando llegó el siguiente ramalazo de viento le pareció lejano, y aun le sonó más distante el ruido de los portazos: bang-bang, bang-bang, bang.
La respiración de Jessie, que había estado haciéndose más lenta y profunda a medida que se hundía en el adormilamiento, se interrumpió de pronto. La mujer abrió los ojos de golpe. Lo único que sintió durante aquellos primeros segundos de desorientación, recién y bruscamente arrancada de un sueño que ya tenía a su alcance, fue una especie de desconcertado resentimiento: casi lo había conseguido, maldita sea, y entonces, aquella condenada puerta...
¿Qué pasaba con aquella condenada puerta? Sí, ¿qué le ocurría?
La dichosa puerta había interrumpido su doble bang, eso era lo que ocurría. Como si esa idea les hubiese dado vida, Jessie oyó las uñas del perro chasquear sobre el suelo de la entrada. El animal perdido había franqueado el umbral de la puerta mal cerrada. Estaba dentro de la casa.
La reacción de Jessie fue instantánea e inequívoca.
—¡Sal de aquí! —gritó sin darse cuenta de que la tensión confería a su voz un tono de sirena ronca —. ¡Lárgate, hijo de puta! ¿No me oyes? ¡SAL DE MI CASA INMEDIATAMENTE!
Se interrumpió, desorbitados los ojos, acelerada la respiración. Parecía tener la piel entrecruzada por una red de alambres de cobre por los que circulaba una corriente eléctrica de baja tensión; dos o tres capas zumbaban y se deslizaban por la superficie. Tuvo la remota sensación de que los pelos de la nuca se le habían erizado como púas de un puerco espín. La idea de dormir había desaparecido completamente del mapa.
Oyó sobresaltada el primer roce de las uñas del perro, que escarbaban en el piso de la entrada... luego, silencio.
«Debo haberlo ahuyentado. Probablemente salió otra vez por la puerta. Quiero decir que a un chucho vagabundo como ése sin duda le asustan las personas y las casas.»
«Difiero totalmente, querida», manifestó la voz de Ruth. Sonaba impropiamente dubitativa. «No veo su sombra en el camino.»
«Claro que no la ves. Seguramente ha rodeado la casa para volver a meterse en el bosque. O tal vez se fue por el lago. Debe de llevar encima un susto de muerte y puede que corra como alma que lleva el diablo. ¿No te parece lógico?»
La voz de Ruth no contestó. Tampoco dijo nada la de la Bendita, aunque, en aquel momento, a Jessie le hubiera gustado que hablase cualquiera de ellas.
—Lo ahuyenté —dijo—. Estoy segura.
Pero continuó tendida inmóvil allí, aguzado el oído al máximo, sin captar ruido alguno aparte los latidos de la sangre en las orejas. Al menos, de momento.
6
No lo había ahuyentado.
El animal tenía miedo de las personas y de las casas, en eso no se había equivocado Jessie, pero la mujer subestimó la desesperación del perro. Su antiguo nombre —príncipe— resultaba ahora espantosamente irónico. En las largas y famélicas rondas efectuadas durante aquel otoño alrededor del lago Kashwakamak había tropezado ya con muchos grandes contenedores de basura como el de los Burlingame, lo que le indujo a desdeñar enseguida el olor a queso, salami y aceite de oliva que despedía aquél. El aroma era toda una tentación, pero las amargas experiencias anteriores habían enseñado al antiguo príncipe que el origen que lo producía no se encontraba a su alcance.
Sin embargo, había otros olores; llegaban al olfato del perro cada vez que el viento dejaba abierta la puerta trasera. Aquellas emanaciones eran más débiles que las procedentes del contenedor y su origen estaba dentro de la casa, pero resultaban demasiado buenas para pasarlas por alto. El perro sabía que lo más probable era que apareciesen unos amos vociferantes que le perseguirían y le propinarían patada tras patada con aquellos extraños y duros pies, pero los olores eran más intensos que su miedo. Una cosa habría contenido su hambre terrible, pero el animal aún no sabía nada de las armas de fuego. Las cosas cambiarían si viviese hasta la temporada del ciervo, pero aún faltaban quince días para eso y los amos gritadores, con sus pies que harían tanto daño era lo peor que, de momento, podía imaginar el perro.
Cruzó el umbral cuando el viento volvió a abrir la puerta y trotó por la entrada... pero sin aventurarse mucho. Estaba listo para emprender una rápida retirada en el instante en que surgiese la amenaza de un peligro.
Los oídos le informaron de que el habitante de aquella casa era un amo hembra, la cual conocía perfectamente la presencia del perro, puesto que le había gritado. Pero lo que el chucho extraviado percibió en la voz del amo hembra no fue cólera, sino miedo. Tras su primer respingo hacia atrás, impulsado por el susto, el perro se mantuvo firme. Permaneció a la espera de que otro amo uniese su voz a los gritos del amo hembra o llegase corriendo hacia él, pero en vista que no ocurría así, el antiguo príncipe alargó el cuello y olfateó el aire ligeramente viciado de la casa.
Primero se desvió hacia la derecha, en dirección a la cocina. De esa dirección le habían llegado los soplos de efluvios que el batir de la puerta dispersaba luego. Eran olores secos, pero agradables: mantequilla de cacahuete, galletas Ry-Krisp, pasas, cereales (este último olor procedía de una caja de K Especial que estaba en uno de los armarios: un ratón de campo había roído un agujero en el fondo de la caja).
El perro avanzó un paso en esa dirección, pero luego volvió la cabeza hacia el otro lado, para asegurarse de que ningún amo se deslizaba sigilosamente por allí... con frecuencia, los amos chillaban, pero a veces también se movían con astucia. No había nadie en el pasillo que conducía a la izquierda, pero el perro captó un olor mucho más fuerte procedente de esa dirección, un olor que provocó terribles retortijones anhelantes en su estómago.
La mirada del animal recorrió el pasillo y en sus ojos apareció un fulgor, mezcla demencial de deseo y de temor. El hocico retrocedió como una estera que se enrollase hacia atrás y el labio superior subió y bajó en un gruñido nervioso y espasmódico que reveló el centelleo de sus pequeños dientes blancos. Soltó un chorro de impaciente orina, que regó el suelo y marcó el vestíbulo —y toda la casa— convirtiéndolo en su territorio. El ruido fue tan tenue y duró tan poco tiempo que ni siquiera los aguzados oídos de Jessie pudieron captarlo.
Lo que el perro había olido era sangre. Un efluvio fuerte y peligroso. Al final, el hambre desesperada del perro inclinó el fiel de la balanza; era cuestión de comer pronto o morir. El antiguo príncipe echó a andar despacio pasillo adelante, hacia el dormitorio. A medida que avanzaba, el olor se hacía más intenso. Era sangre, desde luego, pero sangre prohibida. Era la sangre de un amo. A pesar de todo, aquel olor, un olor demasiado exquisito e irresistible para rechazarlo, se había metido en el pequeño y agobiado cerebro del perro. Continuó avanzando y, al acercarse a la puerta del dormitorio, empezó a gruñir.
7
Jessie oyó el repiqueteo de las uñas del perro y comprendió que el animal seguía dentro de la casa y se acercaba al dormitorio. La mujer prorrumpió en chillidos. Se daba perfecta cuenta de que eso era probablemente lo peor que una persona podía hacer —iba en contra de todos los consejos que escuchó siempre, los cuales afirmaban que, ante un animal potencialmente peligroso, no se debe manifestar miedo—, pero le era imposible evitarlo. Tenía una idea bastante clara de lo que impulsaba al perro vagabundo a dirigirse a la alcoba.
Levantó las piernas y, simultáneamente, aprovechó las esposas para tirar de su cuerpo hacia la cabecera de la cama. Mientras ejecutaba la maniobra, sus ojos no se apartaron un segundo de la puerta del pasillo. Oía ya gruñir al perro. Aquel ruido soltó de modo incontrolable las funciones intestinales de Jessie que notó la humedad cálida de la diarrea.
El perro se detuvo en el umbral. Las sombras habían empezado a concentrarse allí y, para Jessie, el animal no era más que una forma ambigua pegada al suelo... no era un chucho grande, pero tampoco un caniche o un chihuahua. El sol reflejaba dos medias lunas de color amarillo-naranja: eran los ojos.
—¡Vete! —le conminó Jessie a voz en cuello—. ¡Lárgate! ¡Fuera! ¡Aquí... no eres bien recibido!
Decir aquello era ridículo... pero, dadas las circunstancias, ¿qué no sería ridículo? Pensó: «Antes de darme cuenta, le estaré pidiendo que me acerque las llaves de encima del tocador».
Se produjo cierto movimiento en los cuartos traseros de la figura envuelta en sombras detenida en el umbral: había empezado a mover la cola. En algunas novelas sentimentales para jovencitas, eso probablemente hubiera significado que el perro vagabundo confundía la voz de la mujer tendida en la cama con la de algún amo apreciado, pero perdido mucho tiempo atrás. Jessie conocía mejor el paño. Los perros no mueven la cola sólo cuando están contentos; los perros —igual que los gatos— también la mueven cuando están indecisos, cuando tratan de evaluar una situación. Aquel chucho ni siquiera se inmutó al oír la voz de la mujer, pero tampoco tenía suficiente confianza como para adentrarse en la penumbrosa habitación. Todavía no, al menos.
El antiguo príncipe no sabía nada acerca de las armas de fuego, pero había aprendido duras lecciones durante el mes y medio, más o menos, transcurrido desde aquel último día de agosto. El día en que el señor don Charles Sutlin, abogado de Braintree (Massachusetts), prefirió abandonarlo para que muriera en el bosque, antes que volver con él a casa y pagar un impuesto canino combinado, municipal y estatal, de setenta dólares. en opinión de Charles Sutlin, setenta dólares era un taco de boletos bastante grueso por un chucho que no pasaba de ser un simple Heinz cincuenta y siete. Un taco demasiado grueso. Charles Sutlin se había comprado un motovelero el pasado mes de junio, de acuerdo, una adquisición cuyo importe alcanzaba las cinco cifras, y uno podía argumentar que tal vez algo no le funcionase bien en la cabeza, si se comparaba el precio del barco con la tarifa del impuesto sobre perros... claro, uno podía argumentar eso, cualquiera podía hacerlo, pero ésa no era realmente la cuestión. La cuestión era que la del motovelero había sido una compra planificada. Aquella adquisición particular permaneció más de dos años en el viejo tablero de dibujo de Sutlin. El perro, por su parte, fue una compra improvisada, hecha impulsivamente en Harlow, en un puesto de hortalizas de los que se montan junto a la calzada. Jamás se le habría ocurrido comprarlo, de no llevar a su hija consigo y de no haberse enamorado la niña de aquel chucho.
—¡Ése, papá! —señaló la criatura—. El que tiene la mancha blanca en la nariz... el que está ahí, de pie, como un pequeño príncipe.
Así que le compró el perro —nadie podría decir nunca que no sabía hacer feliz a su hijita—, pero setenta pavos (quizá cien en el caso de que a Príncipe le clasificaran como perro grande, clase B) era un montón de pasta, sobre todo si se tenía en cuenta que estaban refiriéndose a un chucho que no disponía de un solo documento que certificase su genealogía, su raza. Demasiada tela, fue la conclusión a la que había llegado el señor don Charles Sutlin, cuando cerró su casita de campo junto al lago, que no volvería a abrir hasta la temporada del año siguiente. Trasladarlo a Braintree en el asiento trasero del Saab sería también un fastidio... se mearía por todas partes, incluso puede que vomitara o se cagara encima de las alfombras. Supuso que podría comprarle una caseta Vari, pero el precio mínimo de aquellas monadas era de 29,95 dólares, y a partir de ahí, hacia arriba. De todas formas, un can del tipo de Príncipe no sería feliz en una perrera. Disfrutaría más viviendo libre y salvaje, con todos los bosques que se extendían hacia el norte convertidos en reino suyo. «S, eso es», se había dicho Sutlin aquel último día de agosto, mientras detenía el automóvil en una zona desierta del Camino de la Bahía y camelaba al perro para que abandonase el asiento posterior. el viejo Príncipe tenía alma de vagabundo feliz, bastaba echarle un buen vistazo para darse cuenta de ello. Sutlin no era ningún imbécil y una parte de su mente sabía que aquellos alegatos eran basura egoísta, pero a otra parte de ese mismo cerebro le entusiasmaba tal idea y, cuando volvió a subir al coche y arrancó —dejando a Príncipe al borde de la carretera y con la vista en el automóvil que se alejaba—, se puso a silbar el tema de Nacido libre. De vez en cuando, alternaba el silbido de la música con el canto de la letra: «Nacido libre... para seguir a tu corazooooooooón» Durmió bien aquella noche, sin dedicar un solo pensamiento a Príncipe (que pronto sería el antiguo Príncipe), el cual pasó aquella misma noche hecho un ovillo debajo de un árbol caído, muerto de frío y de hambre, despierto y gimiendo de miedo cada vez que ululaba un búho o se movía algún animal entre los árboles.
Ahora, el perro al que Charles Sutlin soltó para que protagonizara el tema de Nacido libre se erguía en el umbral de la alcoba de matrimonio de la casa de verano de los Burlingame (la casa de campo de los Sutlin estaba en el extremo del lago más distante y las dos familias nunca llegaron a tratarse, aunque en el curso de los tres o cuatro veranos últimos habían intercambiado superficiales inclinaciones de cabeza en el muelle de botes del pueblo). Tenía la cabeza gacha, los ojos abiertos y los pelos erizados. No se daba cuenta de su continuo gruñido; toda su concentración se proyectaba sobre el cuarto. De un modo profundo e instintivo comprendía que el olor de la sangre arrasaría todo propósito de cautela. Antes de que ello ocurriera debía asegurarse de manera completa y absoluta de que podía lanzarse sin temor a caer en una trampa. Malditas las ganas que tenía de que le sorprendiesen los amos de pies duros y capaces de hacer daño, o amos de los que cogían pequeñas piezas duras del suelo y se las arrojaban.
—¡Vete! —intentó gritar Jessie, pero su voz no pasó de ser un sonido débil y tembloroso. Chillando no iba a conseguir que el perro se marchara; el muy cabrón se daba cuenta de que ella no podía levantarse de la cama y lastimarlo.
«Esto no está pasando», pensó Jessie. «¿Cómo es posible, cuando apenas hace unas horas iba en el asiento del Mercedes con el cinturón de seguridad alrededor del cuerpo, escuchaba la cinta de los Rainmakers y me recordaba que debía comprobar qué películas echaban en los cines de Mount Valley, por si decidíamos pernoctar allí? ¿Cómo puede haber muerto mi marido, cuando hace tan poco que estábamos cantando a coro junto a Bob Walkenhorst? «Otro verano, otra oportunidad, otro idilio», entonábamos. La sabíamos entera porque es una canción estupenda y, dado el caso, ¿cómo es posible que Gerald esté muerto? ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en tan poco tiempo? Lo siento, chicos, pero esto tiene que ser un sueño. Resulta demasiado absurdo para que sea realidad.»
El perro abandonado se aventuró despacio por el cuarto, rígidas de precaución las patas, caída la cola, de par en par los ojos, echados hacia atrás los labios para dejar al descubierto el complemento de una dentadura intacta. Aquel animal no sabía nada de conceptos tales como el del absurdo.
El antiguo Príncipe, con el que la niña de ocho años Catherine Sutlin había jugado alegremente (al menos hasta que logró que para su cumpleaños le regalasen una muñeca Repollo, llamada Marnie, y perdió temporalmente algo de su interés por el animal), era en parte perro cobrador y en parte pastor escocés... una mezcla de razas, aunque distaba mucho de ser mestizo. Cuando Sutlin lo abandonó en el Camino de la Bahía, el último día de agosto, pesaba más de treinta y seis kilos y su pelaje era lustroso y brillante, con una bastante atractiva mezcla de negro y castaño (animada por una mancha blanca, como una especie de babero sobre el pecho y bajo el hocico). Ahora debía de andarse por los dieciocho kilos escasos y si una mano se deslizara por su costado notaría la protuberancia de cada una de las costillas, por no mencionar el rápido y febril latido del corazón. La piel deslucida, manchada de barro y llena de lampazos. Una rosácea cicatriz a medio curar, recuerdo del aterrador desgarro que le produjo el alambre espinoso cuando pasó por debajo de una cerca, zigzagueaba por una de sus caderas y unas cuantas púas de puerco espín sobresalían de su hocico como barbas retorcidas. Había encontrado al roedor muerto debajo de un tronco, cosa de diez días antes, pero renunció a él cuando se le clavaron las primeras púas. Entonces estaba hambriento, pero no desesperado, todavía.
Ahora estaba hambriento y desesperado. Su última comida, dos días atrás, fueron unos desperdicios agusanados que encontró en una bolsa de basura que alguien había tirado a la cuneta de la Ruta 117. El perro que tan rápidamente aprendió a devolver a Catherine Sutlin la pelota de goma roja que la niña arrojaba por el suelo del pasillo o del vestíbulo estaba ahora literalmente muriéndose de hambre.
Sí, pero allí —allí mismo, en el suelo, frente a sus ojos— había kilos y kilos de carne fresca, grasa y huesos llenos de suculentos túetanos. Era como un regalo del Dios de los perros vagabundos.
El en otro tiempo encanto mimado de Catherine Sutlin continuó acercándose al cadáver de Gerald Burlingame.
8
«Esto no va a ocurrir», se dijo Jessie. «No es posible que ocurra, así que, tranquila.»
Se repitió eso mismo una y otra vez, hasta que el lado izquierdo de la cama le impidió ver la mitad superior del cuerpo del perro extraviado. La cola se agitó con más energía que nunca y se produjo un sonido que Jessie reconoció enseguida: el de un perro que bebe en un estanque en un día de verano. Salvo que no era exactamente igual. Éste era más áspero, en cierto modo, no era del todo el típico chapoteo de una lengua que da lametazos al agua. Jessie contempló fijamente los rápidos movimientos de la cola y vio repentinamente con la imaginación lo que el ángulo de la cama evitaba que vieran los ojos. Aquel perro vagabundo, con su piel moteada de lampazos y sus ojos cansinos y desconfiados estaba lamiendo la sangre de la clareada cabellera de su esposo.
—¡NO! —Jessie levantó las posaderas y giró las piernas para sacarlas de la cama—. ¡APÁRTATE DE ÉL! ¡FUERA DE AHÍ!
Agitó los pies y uno de los talones rozó las protuberancias de la columna vertebral del perro.
El animal retrocedió instantáneamente y levantó el hocico, tan abiertos los ojos que podían verse en ellos los delicados círculos blancos. Al separar las mandíbulas, la declinante luz de la tarde cayó sobre unas hebras de saliva, como de tela de araña, que iban de los incisivos superiores a los inferiores y parecían hilos de oro. Adelantó repentinamente la cabeza hacia el pie desnudo de Jessie. La mujer lo retiró, al tiempo que soltaba un grito y sentía en la piel la humedad cálida del aliento del perro. Pero salvó los dedos. Dobló de nuevo las piernas por debajo del cuerpo sin darse de cuenta de que lo hacía, sin oír los gritos de protesta que emitían los músculos de los agotados hombros, sin percatarse de que las articulaciones de sus huesos se plegaban de mala gana.
El perro la miró durante un momento más, sin dejar de gruñir, ni de amenazarla con los ojos. Aquellos ojos decían: «Hagamos un trato, señora. Usted a lo suyo y yo a lo mío. Ése es el trato. ¿Le parece bien? Vale más que sea así, porque si se interpone en mi camino, voy a joderla de verdad. Además, está muerto... usted lo sabe igual que yo, y ¿por qué va a despilfarrarse, cuando tengo tanta hambre? Usted haría lo mismo. Dudo que en este momento lo comprenda usted, pero creo que es posible que llegue a enfocar el asunto de forma que lo vea tal como lo veo yo, y eso ocurrirá antes de lo que cree».
—¡FUERA DE AHÍ! —vociferó Jessie.
Se había sentado sobre los talones, con los brazos en cruz extendido a ambos lados, y parecía más que nunca Fay Wray en el altar de sacrificios de la selva. Su apostura —la cabeza erguida, los senos proyectados hacia delante, los hombros tan retraídos que en los puntos más distantes la piel aparecía blanca a causa de la tensión y en la base del cuello se formaban profundos y sombríos huecos triangulares— era la de una modelo tipo alta tensión erótica de las que aparecen en las revistas de desnudos. Faltaba, sin embargo, el obligatorio y tentador mohín sensual; la expresión del rostro era la de una mujer que se encuentra en la mismísima línea fronteriza que separa el reino de la cordura del país de la demencia.
—¡LÁRGATE DE AQUÍ!
Durante unos instantes más, el perro siguió mirándola y gruñendo. Después, cuando al parecer llegó al conocimiento de que la patada no iba a repetirse, prescindió de Jessie y agachó de nuevo la cabeza. Esa vez no hubo chapoteo ni lengüetadas. Lo que Jessie oyó entonces fue una serie de sonoros chasquidos. Le recordaron los besos entusiastas que su hermano Will solía estampar sobre la mejilla de la abuela Joan cuando iban a visitarla.
El refunfuño prosiguió durante unos segundos, pero luego quedó extrañamente sofocado, como si alguien hubiera cubierto con una almohada la cabeza del perro vagabundo. Desde su nueva posición en cuclillas, con el pelo casi rozando la parte inferior del estante de encima de la cabecera, Jessie podía ver el regordete pie derecho de Gerald, así como el brazo y la mano del mismo lado. El pie avanzaba y retrocedía, igual que si Gerald se estuviera marcando los pasos de una pieza de música swing: Otro verano, de los Rainmakers, por ejemplo.
Desde aquella atalaya, también veía mejor al perro; el cuerpo del animal era visible hasta el punto donde empezaba el cuello. Jessie habría podido observar su cabeza, caso de que la levantara. Sin embargo, no lo hizo. La cabeza del perro estaba agachada, y las patas traseras apuntaladas en el suelo. Se produjo de pronto un áspero sonido de desgarro... un sonido desagradablemente nasal, como alguien que tuviese un resfriado fuerte y tratara de aclararse la garganta. Jessie gimió.
—Basta... oh, por favor, ¿no puedes dejarlo?
El perro no le hizo caso. Hubo un tiempo en que se sentaba sobre los cuartos traseros y pedía las sobras de la mesa, entonces sus ojos parecían estar llenos de risa y su boca daba la impresión de que sonreía, pero aquella época, lo mismo que su antiguo nombre estaba ya perdida en un pasado remoto y era difícil volverla a encontrar. Ahora se hallaba en el presente, y las cosas eran como eran. La supervivencia no es cuestión de cortesía ni de disculpas. Llevaba dos días sin probar bocado, allí tenía comida, y aunque también estaba presente un amo que no quería que tomase esa comida (habían desaparecido los tiempos en que los amos reían y le palmeaban la cabeza, le llamaban BUEN CHICO y le ofrecían golosinas a cambio de su pequeño repertorio de gracias), los pies de ese amo eran pequeños y suaves en vez de duros y capaces de hacer daño, y la voz con la que hablaba carecía de fuerza.
Los gruñidos del antiguo Príncipe fueron transformándose en sofocados jadeos afanosos y, bajo la mirada de Jessie, el resto del cuerpo de Gerald se agitó al mismo ritmo del swing del pie y luego empezó a deslizarse, como si ya estuviera en forma, muerto o vivo.
«¡Abajo, Disco Gerald!», pensó Jessie frenéticamente. «Olvídate del Pollo y del Cormorán... ¡el Perro es lo tuyo!»
El chucho vagabundo no habría podido moverlo de estar la alfombra en su sitio, pero Jessie había encargado que le encerasen el suelo la semana siguiente al Día del Trabajo. Bill Dunn, el guarda de los Burlingame, abrió la casa a los empleados de la Skid’s Floors’n More, los cuales hicieron una labor estupenda. Quisieron que, en su próximo alto en la casa, la señora apreciase la magnífica obra que habían realizado, de modo que dejaron la alfombra enrollada en la alacena del recibidor, por lo que, una vez el perro extraviado agarró por su cuenta a Disco Gerald, éste empezó a moverse por el resplandeciente piso con el mismo garbo que John Travolta en Fiebre del sábado noche . El único problema que tenía el perro era el de la tracción. A ese respecto, las sucias garras le resultaban de gran ayuda: las uñas dejaban en el brillante suelo encerado cortas marcas irregulares mientras el animal retrocedía, con los dientes clavados hasta las encías en el fláccido brazo de Gerald.
«No estoy viendo lo que veo, ¿sabes? Nada de esto sucede de verdad. Hace apenas un rato escuchábamos a los Rainmakers y Gerald bajó el volumen el tiempo suficiente para decirme que acababa de ocurrírsele que el sábado podíamos ir a Orono a ver el partido de fútbol americano. U. de M. contra U. de B. Recuerdo que, mientras lo decía, se rascaba el lóbulo de la oreja derecha. Entonces, ¿cómo es posible que ahora esté muerto y un perro le haya hundido los dientes en el brazo y lo lleve arrastrando por el dormitorio?»
El tupé de Gerald se había desgreñado —probablemente como consecuencia de los lametones que el perro le dio a la sangre—, pero las gafas continuaban en su sitio, Jessie vio sus ojos, entreabiertos y vidriosos, que desde el fondo de las hinchadas cuencas miraban sin ver las evanescentes ondulaciones que se reflejaban en el techo. Su rostro era una máscara salpicada de manchas purpúreas, como si ni siquiera la muerte hubiese podido mitigar sus caprichosos (¿se había considerado una persona caprichosa?; claro que sí) y repentinos cambios de idea.
—Déjale en paz —dijo Jessie al perro, pero su voz era mansa, triste y débil.
El perro apenas movió las orejas al oírla y, desde luego, no interrumpió su tarea. Continuó tirando de aquella cosa de pelo revuelto y piel cubierta de rojeces. Aquella cosa ya no parecía Disco Gerald... en absoluto. Ahora se trataba del Difunto Gerald, que resbalaba por el piso encerado de la alcoba, con los dientes de un perro hundidos en los blandos bíceps.
Un trozo de pies hecha jirones colgaba del hocico del perro. Jessie intentó convencerse a sí misma de que parecía papel pintado, pero el papel de la pared —que ella supiese, al menos— no tenía lunares ni marcas de vacunas. Vio, entonces, la carne rosada y fofa del vientre de Gerald, con la única señal de un pequeño círculo, que parecía el orificio de un balín y que era el ombligo. El pene colgaba y se balanceaba en un nido de negro vello púbico. Las nalgas produjeron un rumor susurrante al deslizarse con fantasmal suavidad sobre las enceradas tablas del piso.
Bruscamente, un ramalazo de furia, tan brillante como un ardoroso relámpago que estallase en su cabeza, destrozó la sofocante atmósfera de su terror. Jessie hizo algo más que aceptar aquella nueva emoción; la acogió de mil amores. Puede que la rabia no la ayudase a salir de la pesadilla, pero adivinaba que le serviría de antídoto frente a aquella creciente sensación de desconcertante irrealidad.
—Hijo de mala madre —insultó Jessie en voz baja y temblorosa—. Cabrón cobarde y traidor.
Aunque no alcanzaba el estante del lado de la cama de Gerald, Jessie comprobó que, si giraba la muñeca dentro del grillete para que la mano quedase vuelta hacia arriba por encima del hombro, podía pasar los dedos por un trecho del estante de su propio lado. No podía volver la cabeza los suficiente como para ver las cosas que tocaban sus dedos —estaban un centímetro más allá de ese confuso punto que la gente llama el rabillo del ojo—, pero eso carecía de importancia. Jessie tenía una idea bastante clara de lo que ocupaba el estante. Las yemas de los dedos tantearon de aquí para allá, rozaron ligeramente tubos de maquillaje, los empujaron un poco más adentro y tiraron otros. Algunos de estos últimos aterrizaron sobre la colcha; otros rebotaron en la cama o en el muslo izquierdo de Jessie y fueron a parar al suelo. Ninguno era ni por aproximación la clase de objeto que la mujer buscaba. Cerró los dedos sobre un tarro de crema facial Nivea y durante unos segundos se permitió pensar de qué podía servirle, pero se trataba de un tarro tamaño muestra, demasiado pequeño para lastimar al perro, aunque fuese de cristal y no de plástico. Lo dejó de nuevo en el estante y reanudó su búsqueda a ciegas.
En el extremo, los dedos exploradores tropezaron con el borde redondeado de un objeto de vidrio que era, con mucho, el mayor que había tocado. Transcurrió un momento antes de que pudiera identificarlo y luego supo de qué se trataba. La jarra colgada de la pared no era el único recuerdo que conservaba allí Gerald de los días de Alfa Coge la Azada; ella estaba tocando otro. Era un cenicero y la única razón por la que Jessie no lo reconoció de inmediato fue porque su sitio estaba en la parte del estante perteneciente a Gerald, junto a su vaso de agua helada. Alguien —posiblemente la señora Dahl, la mujer de la limpieza, tal vez el propio Gerald— lo había cambiado de lugar, trasladándolo al lado de Jessie, quizá cuando quitaba el polvo del estante o acaso con objeto de dejar sitio para otra cosa. El motivo no importaba, de todas formas. Estaba allí en aquel momento y eso era suficiente.
Jessie cerró los dedos sobre el redondeado borde y palpó sus dos muescas, los dos espacios huecos para los cigarrillos. Cogió el cenicero, echó la mano hacia atrás todo lo que pudo y luego volvió a llevarla hacia delante. Tuvo la suerte de interrumpir el movimiento de muñeco en el preciso instante en que la cadena de las esposas se tensaba, como un lanzador de la gran liga de béisbol que suelta la pelota al final del arco trazado por su brazo. Todo fue un acto de puro impulso, la búsqueda, el hallazgo y el lanzamiento del proyectil antes de tener tiempo para garantizarse el fallo del disparo mediante el sistema de reflexionar acerca de lo improbable que sería que una mujer, que en los ejercicios de tiro con arco de la asignatura de educación física no pasó de la calificación D en sus dos años de facultad, acertase al arrojar un cenicero a un perro, sobre todo si se tiene en cuenta que el perro se encontraba a cuatro metros y medio y la mano lanzadora permanecía esposada a la columna de una cama.
A pesar de todo, ¡lo consiguió! En su vuelo, el cenicero sólo dio una vuelta sobre sí mismo y reveló fugazmente el lema Alfa Gamma Rho. Jessie no pudo leerlo desde donde estaba, pero tampoco tenía que hacerlo: alrededor de una antorcha figuraba escrita la versión latina de las palabras progreso, servicio y valor. El cenicero iniciaba otro giro, que no llegó a acabar porque antes se estrelló en las huesudas y tensas espaldillas del perro.
El animal emitió un gañido de sorpresa y dolor, y Jessie experimentó un instante de triunfo tan primitivo como vehemente. Abrió la boca en una expresión que sintió como una mueca y que pareció todo un grito. Jessie aulló de un modo delirante, al tiempo que arqueaba la espalda y estiraba las piernas. Una vez más tuvo conciencia del dolor de los hombros, que reapareció al tensarse de nuevo el cartílago y cuando las articulaciones, que hacía siglos olvidaron la flexibilidad de los veintiún años, se vieron comprimidas casi hasta el punto de la dislocación. Todo ello lo sentiría después —cada movimiento, cada torcedura, cada sacudida brusca—, pero en aquel instante la enardecía el selvático placer producido por el éxito de su lanzamiento y tuvo la sensación de que reventaría si no expresaba el delirio de su triunfo. Sus pies tamborilearon sobre el cobertor y balanceó el cuerpo de derecha a izquierda, con el pelo, empapado de sudor, azotándole las mejillas y las sienes, a la vez que los tendones del cuello resaltaban como gruesos cables.
—¡JA! —aulló—. ¡TE... DI... DE LLENO! ¡JA!
El perro retrocedió sobresaltado cuando el cenicero le alcanzó, y dio otro brusco paso hacia atrás cuando la pieza de vidrio rebotó contra el suelo y se hizo pedazos. Las orejas del animal se abatieron ante el cambio experimentado por la voz de aquel amo hembra. Lo que percibía ahora no era miedo, sino triunfo. Pronto saltaría de la cama y empezaría a darle patadas con aquellos extraños pies que, después de todo, serían duros y no suaves. El estómago del perro se contrajo, amargado y acuciado por el hambre, y el animal emitió un gemido impaciente. Se veía cogido en el dilema de dos direcciones opuestas y eso le provocó un hilillo de inquieta orina. El olor de su propio líquido —un tufo que difundía en el aire temor y debilidad en vez de fortaleza y confianza— se sumó a la frustración y perplejidad, y el antiguo Príncipe empezó a carraspear de nuevo.
Ante aquel sonido astillado y desagradable, Jessie retrocedió con brusquedad —se hubiera tapado las orejas, si pudiese— y el perro apreció otro cambio en la habitación. En el olor del amo hembra algo había cambiado. El efluvio alfa se volatilizaba mientras aparecía una emanación fresca y completamente nueva. El perro empezó a advertir que tal vez el golpe recibido en la espada no era el anuncio de que otros seguirían al primero. De cualquier forma, aquel primer trastazo había sido más sorprendente que doloroso. El perro avanzó un paso, en plan de prueba, hacia el brazo que acababa de soltar... hacia aquel atractivo hedor, mezcla de sangre y carne. Su inicial apreciación del amo hembra, como inofensiva, impotente o ambas cosas, había sido errónea. Tendría que andarse con mucho cuidado.
Jessie se tendió en la cama, nebulosamente consciente de las punzadas de los hombros, bastante más consciente del dolor que sentía en el cuello y absolutamente consciente de que, le hubiese hecho daño o no el cenicero, el perro continuaba allí. En el breve transcurso del primer arrebato de triunfo, dio por hecho que el perro se retiraría, pero la verdad es que aguantó el tipo y no cedió terreno. Peor aún, ahora avanzaba otra vez. Desconfiada y cautelosamente, cierto, pero avanzaba. Notó que una hinchada verde bolsa de ponzoña palpitaba en alguna parte de su interior... una pócima amarga, execrable como cicuta. Temió que la bolsa estallase, temió asfixiarse en la rabia de su propia frustración.
—Vete, zopenco —conminó al perro, en tono ronco, aunque la voz amenazaba con quebrársele—. Lárgate o te mataré. No sé cómo, pero juro por Dios que lo haré.
El perro se detuvo de nuevo y la miró con ojos profundamente intranquilos.
—Eso está bien, vale más que me prestes atención —dijo Jessie—. Es mejor que me escuches, porque hablo en serio. Hasta la última palabra la digo en serio. —Su voz volvió a elevarse hasta el grito, aunque en algunos momentos la misma tensión la convertía en un susurro, al faltarle a Jessie el aliento—. ¡Te mataré, juro que te mataré, así que FUERA DE AQUÍ!
La mirada el perro que en otro tiempo había sido el pequeño Príncipe de Catherine Sutlin se trasladó del amo hembra a la comida; de la comida al amo hembra; del amo hembra a la comida una vez más. Se trataba de la clase de determinación que el padre de Catherine habría llamado compromiso. Se inclinó hacia delante, al mismo tiempo que alzaba los ojos para observar con cuidado a Jessie, y agarró con los dientes el trozo suelto de tendón, grasa y cartílago que había constituido hasta hacía poco el bíceps derecho de Gerald Burlingame. Gruñó, mientras tiraba de él hacia atrás. Se levantó el brazo de Gerald; los inertes dedos parecieron señalar, a través de la ventana que daba al este, el Mercedes estacionado en el camino de acceso.
—¡Alto! —chilló Jessie. Su voz lastimosa se quebraba ya con más frecuencia, alternando los alaridos agudos con los jadeantes susurros con timbre de falsete—. ¿No has hecho ya bastante? ¡Déjale en paz de una vez!
El perro vagabundo no le hizo el menor caso. Meneó la cabeza de un lado a otro en rápidas sacudidas, como cuando jugaba con Cathy Sutlin a arrebatarse el uno al otro un juguete de goma, tirando de él. Pero ahora no se trataba de ningún juego. Volutas de espuma colgaban de las mandíbulas del animal mientras actuaba, mientras arrancaba la carne, separándola del hueso. La esmeradamente manicurada mano de Gerald subía y bajaba impetuosamente en el aire. Parecía la de un director de orquesta que apremiase a sus músicos a coger el ritmo.
Jessie oyó de nuevo el espeluznante carraspeo y comprendió de pronto que iba a vomitar.
«¡No, Jessie!», era la voz de Ruth y rebosaba alarma. «¡No, no puedes hacer eso! ¡El olor de los vómitos puede que... puede que lo atraiga sobre ti!»
El rostro de Jessie se contrajo en una mueca tensa mientras se esforzaba en frenar las náuseas. Volvió a oírse el ruido de carne desgarrada y echó un vistazo al perro —las patas delanteras estaban tiesas y apuntaladas y parecía encontrarse en el extremo de una oscura y gruesa cinta elástica— antes de cerrar los ojos. En su angustia, olvidó momentáneamente que estaba esposada y trató de cubrirse la cara con las manos. Tintinearon las cadenas de los grilletes y las manos interrumpieron su movimiento y se quedaron quietas a cosa de sesenta centímetros una de otra. Jessie gimió. Un lamento que iba más allá del desánimo, para irrumpir en la desesperación. Sonaba a abandono.
Volvió a oír aquel ruido húmedo, nasal. Rematado por un chasquido como el de un sonoro beso feliz. Jessie no abrió los párpados.
El perro vagabundo empezó a retroceder hacia la puerta del pasillo, sin apartar los ojos del amo hembra que estaba en la cama. Llevaba entre las mandíbulas un trozo grande y reluciente de Gerald Burlingame. Si el amo acostado quisiera arrabatárselo, lo intentaría entonces. El perro era incapaz de pensar —al menos según el sentido que el ser humano confiere a ese verbo—, pero su compleja red de instintos le procuraba una bastante eficiente alternativa al pensamiento y se daba cuenta de que lo que había hecho —y lo que iba a hacer— constituía un acto condenable, merecedor de castigo. Pero el hambre le atormentaba desde hacía mucho tiempo. Un hombre, que silbaba el tema de Nacido libre mientras se alejaba rumbo a casa, le había abandonado en el bosque y el pobre animal estaba a punto de morir de inanición. Si el amo hembra trataba ahora de quitarle la carne, el perro lucharía.
Lanzó una última mirada a la mujer, comprobó que no se aprestaba a saltar de la cama y se marchó. Llevó el trozo de carne hasta la entrada de la casa y lo sostuvo firmemente entre las patas. Sopló una ráfaga de viento, que primero abrió la puerta y luego la impulsó contra el marco, cerrándola de golpe. El animal miró fugazmente en esa dirección y, a su modo canino, no inteligente del todo, creyó que, en el caso de que surgiese la necesidad de hacerlo, podría abrir la puerta con el hocico y escapar rápidamente. Una vez establecido aquel detalle final de la cuestión, empezó a comer satisfecho.
9
El impulso de vomitar fue desvaneciéndose poco a poco, hasta desaparecer del todo. Jessie continuó tendida boca arriba, con los párpados cerrados, apretados con fuerza, y entonces empezó a sentir de verdad las dolorosas punzadas de los hombros. Se producían en lentas oleadas peristálticas y tuvo la descorazonadora idea de que no habían hecho más que empezar.
«Quiero irme a dormir», se dijo. Era de nuevo la voz infantil. Ahora sonaba perpleja y asustada. No le interesaba la lógica ni tenía paciencia para entender lo de poder y no poder. «Siempre estaba casi dormida cuando llegaba el perro malo, y eso es lo que quiero ahora... irme a dormir.»
Simpatizó sinceramente con esa idea. El problema estribaba en que ya no tenía sueño. Había visto a un perro arrancar un trozo de carne del cuerpo de su marido y eso le había quitado totalmente el sueño.
Lo que tenía era sed.
Jessie alzó los párpados y lo primero que vio fue a Gerald tendido sobre su propio reflejo, como un atolón, en el superpulimentado suelo del dormitorio. Aún tenía los ojos abiertos, aún miraba furiosamente al techo, pero las gafas le colgaban ahora torcidas, con una patilla introducida en la oreja, en vez de apoyarse en ella. Tenía ladeada la cabeza, en un ángulo tan agudo que el grueso moflete izquierdo casi le tocaba el hombro. Entre el hombro y el codo derechos no había nada, salvo una oscura sonrisa encarnada con mellados bordes blancos.
—¡Jesús mío! —murmuró Jessie.
Desvió rápidamente la vista hacia la ventana del oeste. Una claridad dorada —casi se ponía ya el sol— la deslumbró y volvió a cerrar los ojos para ver el flujo y reflujo de rojo y negro mientras el corazón empujaba membranas de sangre a través de los apretados párpados. Al cabo de un momento de contemplar aquello, se dio cuenta de que las pautas que iban y venían eran siempre las mismas, en una repetición continua. Era casi como estar observando protozoos a través e un microscopio, protozoos colocados sobre un portaobjetos teñido con una mancha roja. Aquellas formas que se repetían le parecieron interesantes y tranquilizadoras. Supuso que, dadas las circunstancias, una no tenía que ser un genio para comprender el gancho que encerraban aquellas simples formas repetidas. Cuando se desmoronan todas las pautas y rutinas normales de la vida de una persona —y de una manera tan repentina—, una tiene que encontrar algo a lo que aferrarse, algo que sea previsible y sensato. Si un bien dispuesto remolino de sangre en las delgadas cortinillas de piel corridas entre los globos del ojo y los rayos de sol de un día de octubre era todo lo que una encontraba, entonces una lo aceptaba y decía que muchas gracias. Porque si una no encontraba algo a qué agarrarse, algo que tuviese cierta lógica, los elementos extraños del nuevo orden del mundo estarían en condiciones de volverla loca a una.
Elementos como, por ejemplo, los sonidos que llegaban ahora del vestíbulo. Y que eran los ruidos de un asqueroso y famélico perro vagabundo que estaba comiéndose parte del hombre que la había llevado a una a ver su primera película de Bergman, el hombre que la había llevado a una a divertirse al parque de atracciones de la playa del Huerto Viejo, que la embaucó para que se decidiera a subir a bordo de aquel gran barco vikingo que se balanceaba en el aire como un péndulo y que lloró de risa cuando una dijo que quería volver a subir. El hombre que una vez le hizo el amor a una en la bañera, hasta que una se puso literalmente a chillar de placer. El hombre que ahora se deslizaba trozo a trozo por la garganta de aquel perro.
Elementos extraños como aquéllos.
—Extraña época, mamá —dijo—. Verdaderamente, extraña época.
Su voz se había convertido en un graznido doloroso y ceniciento. Supuso que le sentaría bien callarse y concederle un descanso, pero cuando el silencio se apoderó del dormitorio, Jessie pudo oír el pánico, que aún seguía allí, que aún se arrastraba en las suaves patas del perro, un animal que buscaba se produjera un fallo, que seguía allí, a la espera de que ella bajase la guardia. Además, aquel silencio no era auténtico silencio. El individuo de la motosierra ya la había guardado por aquella jornada, pero el somorgujo dejaba oír su grito de vez en cuando y el viento aumentaba su fuerza al acercarse la noche, por lo que la puerta batía el marco con más estruendo —y con más frecuencia— que antes.
Además, claro, del ruido que producía el perro al cenarse a Gerald. Mientras éste aguardaba en Amato’s el momento de recoger y pagar los bocadillos, Jessie había franqueado la puerta la puerta contigua, la del Mercado de Michaud. En el Michaud, el pescado siempre era estupendo: casi lo bastante fresco como para agitarse, como hubiera dicho su abuela. Había comprado unos magníficos filetes de lenguado, con la idea de freírlos, si decidían quedarse a pasar la noche. El lenguado estaba bien porque Gerald, al que si le dejaban comer por su cuenta viviría a base de una dieta exclusiva de carne asada y pollo frito (con alguna que otra ración de champiñones pasado por la sartén y muy hechos, incorporados con fines nutritivos), decía que le gustaba el lenguado. Jessie lo había comprado sin la más ligera premonición de que se comerían a Gerald antes de que Gerald pudiese comer el pescado.
—Ahí fuera es una selva, nene —dijo Jessie con su voz de graznido polvoriento, y comprendió que estaba haciendo algo más que pensar en voz alta, con la voz de Ruth Neary; la verdad es que hablaba como Ruth, que en sus días universitarios vivía a base exclusivamente de Dewar’s y Marlboro, cuando se alimentaba por su cuenta.
La fuerte voz de la discreción intervino entonces, como si Jessie hubiera frotado una lámpara mágica.
«¿Recuerdas la canción de Nick Lowe que oíste por la WBLM cuando volvías a casa, después de la clase de cerámica, un día del invierno pasado? Aquella que te hizo reír.»
Se acordó. No quería recordarla, pero lo hizo. Era una melodía de Nick Lowe titulada Solía ganar siempre (ahora no es más que la cena de Chuchi), una cínica meditación acerca de la soledad, compuesta en un ritmo incongruentemente alegre. Terriblemente divertida el último invierno, sí, Ruth, tenía razón, pero no tan divertida ahora.
—Basta, Ruth —graznó—. Ya que viajas gratis dentro de mi cabeza, al menos ten la decencia de dejar de fastidiarme.
«¿Fastidiarte? Por Dios, cariño, no te estoy fastidiando; ¡trato de despertarte!»
«¡Estoy despierta! —dijo Jessie en tono quejumbroso. En el lago, el somorgujo volvió a chillar, como si respaldase a Jessie—: ¡En parte, gracias a ti!»
«No, no lo estás. Hace un montón de tiempo que no estás despierta, lo que se dice despierta de verdad. Cuando ocurre algo malo, ¿sabes lo que haces, Jess? Te dices a ti misma: «Oh, no hay por qué preocuparse, esto no es más que una pesadilla. Tengo sueños de éstos muy a menudo y, en cuanto me dé la vuelta en la cama, me encontraré estupendamente otra vez». Y eso es todo lo que haces, pobre tonta. Ni más ni menos que eso.»
Jessie abrió la boca para replicar —tales infundios no debían quedar sin respuesta, tuviera o no la boca seca, le doliera o no la garganta—, pero la Santa Esposa Bulingame había levantado ya las murallas antes de que la propia Jessie apenas hubiera podido hacer algo más que empezar a poner orden en sus pensamientos.
«¿Cómo es posible que ocurran cosas tan aterradoras? ¡Eres horrible! ¡Vete!»
La voz no disparatada de Ruth emitió de nuevo el cínico ladrido de su risotada y Jessie pensó en lo inquietante —lo espantosamente inquietante— que resultaba oír que una parte del cerebro propio se reía con la voz simulada de una vieja amistad de la que llevaba una barbaridad de tiempo sin tener noticias y de la cual Dios sabría dónde estaba.
«¿Que me vaya? Te gustaría, ¿verdad? Muñequita bonita, Guinda de Pastel, Hijita de Papá. En cuanto la verdad se te acerca demasiado, en cuanto empiezas a sospechar que tal vez el sueño sea algo más que un sueño, entonces sales huyendo.»
Eso es ridículo.
«¿Ah, sí? ¿Qué pasó con Nora Calligham, pues?»
Durante un momento, eso obligó a guardar silencio a la estupefacta voz de la Bendita —y a la de Jessie, la que se dejaba oír y que en su cerebro identificaba como «la mía»—, pero en aquel silencio se fue formando una imagen extraña y familiar: un círculo de personas —principalmente mujeres— que se reían, rodeaban y señalaban con el dedo a una muchacha con la cabeza y las manos en un cepo. Era difícil distinguir a la chica, porque estaba muy oscuro —sin duda, aquella escena se desarrollaba a plena luz del día pero, por alguna razón, estaba oscuro— sin embargo, aunque la claridad diurna lo iluminara todo, tampoco habría sido posible ver la cara de la joven. Le caía la cabellera como un velo de penitente, si bien resultaba muy difícil creer que la chica hubiese hecho algo verdaderamente terrible; saltaba a la vista que no tendría más de doce años o así. Fuera cual fuese el motivo por el que la castigasen, no podría ser por perjudicar a su esposo. Aquella particular hija de Eva era demasiado joven para que le hubiese llegado la regla y mucho menos para tener marido.
«No, eso no es cierto», intervino repentinamente una voz que procedía de las más profundas regiones de su cerebro. La voz era al mismo tiempo musical y horripilantemente poderosa, como el grito de una ballena. «La regla le vino cuando sólo contaba diez años y medio. Quizás ése fue el problema. Acaso él olió sangre, lo mismo que el perro que ahora está en el recibidor. Tal vez eso le puso frenético.»
«¡Cállate!», chilló Jessie. También ella se sintió repentinamente frenética. «¡Cállate, no hablemos de eso!»
«Y, a propósito de olores, ¿qué es ese otro?», preguntó Ruth. La voz se había tornado áspera y anhelante... la voz de un prospector que por fin ha tropezado con la veta cuya existencia llevaba años sospechando pero que nunca había logrado encontrar. «Ese mineral huele, como sal y calderilla sobada...»
«¡He dicho que no hablemos de eso!»
Yacía sobre la colcha, tensos los músculos bajo la piel fría, olvidados su cautiverio y la muerte de su marido —al menos de momento— ante aquella nueva amenaza. Adivinaba que Ruth, o la parte de desgajada de ella que hablaba en nombre de Ruth, debatía la conveniencia de continuar o no con el tema. Cuando decidió no hacerlo (o al menos no hacerlo directamente), tanto Jessie como la Santa Esposa Burlingame dejaron escapar un suspiro de alivio.
«Está bien... hablemos entonces de Nora», propuso Ruth. «Nora, ¿tu terapeuta? Nora, ¿tu consejera? La que empezaste a visitar allá por la época en que dejaste la pintura porque te asustaban algunos de tus cuadros, ¿eh? Que, casualmente o no, fue también la época en que el interés sexual de Gerald por ti pareció evaporarse y tú comenzaste a olfatear los cuellos de sus camisas a ver si descubrías algún perfume. Te acuerdas de Nora, ¿verdad?»
«¡Nora Calligham era una bruja entrometida!», gruñó la Santa Esposa.
—No —murmuró Jessie—. Sus intenciones eran buenas, de eso no me cabe la menor duda, lo que ocurría era que siempre deseaba dar un paso de más. Formular una pregunta más de la cuenta.
«Afirmaste que te caía muy bien. ¿No es eso lo que te he oído decir?»
—Quiero dejar de pensar —declaró Jessie. Su voz sonó vacilante e irresoluta—. Sobre todo quiero dejar de oír voces y de tener que contestarlas. Es de locos.
«Bueno, de todas formas vale más que las escuches», dijo Ruth inflexible, «porque no puedes huir de esto como huiste de Nora... y como huiste de mí, ya que viene al caso.»
«¡Nunca huí de ti, Ruth!»
Una negativa escandalizada y no muy convincente. Huir fue exactamente lo que hizo, claro. Se limitó a hacer las maletas y abandonar el vulgar pero alegre dormitorio doble que compartía con Ruth. No lo hizo porque Ruth hubiese empezado a hacer demasiadas preguntas sobre cosas que no debía preguntar: preguntas acerca de la infancia de Jessie, preguntas acerca del lago Dark Score, preguntas acerca de lo que podía haber ocurrido durante el verano inmediatamente después de que Jessie empezara a menstruar. No, sólo una mala amiga se habría cambiado de cuarto por semejantes motivos. Jessie no se había mudado porque Ruth empezara a formular preguntas; se cambió de habitación porque Ruth no habría dejado nunca de formularlas cuando Jessie se lo pidiera. Lo cual, en opinión de Jessie, convertía a Ruth en una mala amiga. Ruth había visto las líneas que Jessie trazó en la arena... y las pisoteó deliberadamente. Como hizo Nora Calligham, años después.
Además, en las circunstancias en que se encontraba ahora, la idea de huir era bastante absurda, ¿no? Al fin y al cabo, unas esposas la mantenían aherrojada a la cama.
«No insultes a mi inteligencia, muñequita linda», advirtió Ruth. «Tu cerebro no está esposado a la cama y las dos lo sabemos. Todavía puedes escabullirte, si lo deseas, pero mi consejo —un buen consejo— es que no lo hagas, porque represento la única oportunidad que tienes. Si continúas tendida ahí, aparentando que esto es una pesadilla consecuencia de haberte quedado dormida sobre el costado izquierdo, acabarás muriendo esposada. ¿Eso es lo que quieres? Ése es el premio por haberte pasado toda la vida esposada, desde...»
—¡No quiero pensar en ello! —gritó Jessie en el desierto cuarto.
Ruth permaneció silenciosa durante unos minutos, pero apenas había empezado Jessie a alimentar la esperanza de que se hubiera ido, Ruth estaba de vuelta... y volvía para emprenderla con ella, como un terrier la emprende con un trapo.
«Vamos, Jess... es probable que prefirieras estar loca a andar excavando en esa vieja tumba, pero lo cierto es que no es así, ¿sabes? Yo soy tú, la santa Esposa también es tú... todas somos tú, si vamos a eso. Tengo una idea bastante aproximada de lo que pasó aquel día en el lago Dark Score, cuando el resto de la familia se marchó, y lo que realmente despierta mi curiosidad no tiene nada que ver con los acontecimientos en sí. Por lo que de veras siento curiosidad es por lo siguiente: ¿no hay una parte de ti —de la que no sé nada— que desearía compartir con Gerald una parte del espacio que tu marido ocupará mañana en los intestinos del perro? Te lo pregunto sólo porque a mí eso no me parece lealtad; me parece locura.»
Las lágrimas volvían a descender por sus mejillas, pero Jessie no sabía si estaba llorando a causa de la posibilidad —articulada por fin— de que realmente podía morir o debido a que, por primera vez en cuatro años, había llegado a pensar en la otra casa de verano, la del lago Dark Score, y en lo que había ocurrido allí aquel día, cuando el sol se ocultó.
Una vez estuvo en un tris de confesar aquel secreto en una reunión femenina de grupo de toma de conciencia... eso fue a principios de los setenta y, naturalmente, la idea de asistir a aquella reunión había sido de su compañera de cuarto, aunque Jessie acudió voluntariamente, al menos de entrada: le pareció bastante inofensiva, una función más de aquel asombroso carnaval de ropas con estampados increíbles que era la facultad por aquel entonces. Para Jessie, aquellos dos primeros años de colegio mayor —sobre todo en compañía de alguien como Ruth Neary, que la llevaba a todos los partidos, salidas y excursiones— fueron fantásticos en su mayor parte, una temporada en la que la audacia parecía normal y el éxito inevitable. Aquélla era una época en la que ningún dormitorio estaba completo sin su correspondiente cartel de Peter Max y, si una se cansaba de los Beatles —no es que ninguna se cansara— siempre se le podía dar un poco de la Hot Tuna o al MC5. Todo resultaba un poco demasiado formidable para que fuese real, como cosas vistas a través de una fiebre que no es lo bastante alta como para poner en peligro la vida. A decir verdad, aquellos dos primeros años habían sido un bombazo.
El bombazo terminó con aquella primera reunión de grupo de toma de conciencia. Jessie descubrió allí un mundo cadavéricamente gris que parecía prever el futuro de adulta que la esperaba en los años ochenta y, al mismo tiempo, cuchichear los deprimentes secretos infantiles que había enterrado vivos en los sesenta... pero que no se estaban quietos en la tumba. Había veinte mujeres en el salón de la casita de campo de la capilla interconfesional de Neuworth, unas posadas en el viejo sofá, otras escudriñando desde las sombras que proyectaban las cabeceras de las enormes y apelmazadas sillas rectorales y la mayoría sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas, formando un círculo irregular; veinte mujeres con edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y tantos años. Tenían las manos unidas y compartieron un momento de silencio al principio de la sesión. Cuando concluyó ese preámbulo mudo, Jessie se vio asaltada por una serie de espantosas historias de violación, de incesto, de tortura física. Aunque viviese cien años, jamás olvidaría a aquella preciosa y tranquila muchacha rubia que se quitó el chándal para enseñar las viejas señales que la lumbre de los cigarrillos dejó en la carne de la parte inferior de los senos.
Entonces fue cuando acabó la verbena para Jessie Mahout. ¿Acabó? No, eso no era cierto. Sólo fue como si se le hubiera permitido lanzar una rápida ojeada a lo que había detrás del carnaval; se le concedió ver los plomizos y vacíos campos de otoño que constituían la auténtica verdad: nada, salvo paquetes vacíos de cigarrillos, condones usados y unos cuantos premios baratos de la feria, rotos y caídos entre la hierba, a la espera de que el viento se los llevase o la nieve los cubriera. Observó aquel silencioso mundo estéril que aguardaba más allá de la exigua capa de lona remendada que era lo único que lo separaba de la brillante jarana del ecuador del camino, la charlatanería de los buhoneros y el rutilante encanto de los paseos, lo cual la horrorizó. Resultaba horrible pensar que sólo tenía aquello frente a sí, aquello y nada más que aquello; resultaba insoportable pensar en lo que quedaba a su espalda, imperfectamente oculto tras el relumbrón de la remendada lona de sus recuerdos de doctorado.
Tras enseñarles los bajos de sus pechos, la joven belleza rubia volvió a ponerse el chándal y explicó que no podía contar a sus padres lo que le habían hecho los amigos de su hermano, durante el fin de semana en que dichos padres fueron a Montreal, porque eso podía significar que saliera a relucir lo que su hermano le había estado haciendo durante todo el pasado año, y sus padres nunca lo creerían.
La voz de la rubita era tan tranquila como su rostro, el tono perfectamente racional. Cuando la muchacha terminó su relato, hubo un instante de atónito silencio... en el curso del cual Jessie sintió desgarrarse algo dentro de sí y oyó cien horrorosas voces interiores que chillaban con una mezcla de esperanza y espanto... Y entonces habló Ruth:
«¿Por qué no iban a creerte?», preguntó. «¡Jesús, Liv... te quemaron con cigarrillos encendidos! ¿Por qué no iban a creerte? ¿Es que no te querían?»
«Sí», pensó Jessie. «Sí, la querían, pero...»
—Sí —confirmó la joven rubia—. Me querían. Aún me quieren. Pero idolatraban a mi hermano Barry.
Sentada junto a Ruth, con el canto de una mano no del todo firme apoyado en la frente, Jessie recordó que había susurrado:
—Además, eso la hubiera matado.
Vuelta hacia ella, Ruth empezó:
—¿Qué... ?
Y la rubia, sin llorar todavía, con su extraña calma anterior, dijo:
—Además, enterarse de algo como aquello habría matado a mi madre.
Y Jessie se dio cuenta entonces de que, si no salía inmediatamente de allí, iba a estallar. De modo que se puso en pie, con tan colérica brusquedad que a punto estuvo de tirar el voluminoso y antiestético objeto que coronaba la silla. Cruzó el salón a toda velocidad, consciente de que todas la miraban, pero sin que eso le importara un bledo. Carecía de importancia lo que pensaran. Lo que sí importaba era que el sol había desaparecido, el mismísimo sol, y, si ella hablase, se negarían a creer su historia sólo si Dios fuese bueno. Si Dios estuviese en mala disposición, a Jessie la creerían... e incluso aunque el asunto no matara a su madre, destrozaría a la familia como un cartucho de dinamita que explotara dentro de una calabaza podrida.
Así que salió corriendo de la habitación, atravesó la cocina y habría franqueado la puerta trasera, de no ser porque estaba cerrada con llave. Ruth fue tras ella y le pidió que se detuviera. Jessie se detuvo. Pero sólo porque aquella maldita puerta cerrada con llave la obligó. Recordaba que apoyó el rostro en el cristal tintado y consideró —si, durante unos segundos— la idea de sacudir un cabezazo a la hoja de vidrio y cortarse el cuello, hacer algo que borrase aquella horrible visión de futuro y de pasado grisáceos, pero, al final, lo único que hizo fue dar media vuelta, deslizarse hasta el suelo, cogerse las piernas desnudas por debajo del borde de la falda que se había puesto, apoyar la frente contra las alzadas rodillas y cerrar los ojos.
Ruth se sentó a su lado, le pasó un brazo por los hombros, la balanceó de atrás adelante, le tarareó algo, la acarició el pelo y la animó a contarlo todo, a desembarazarse de ello, a vomitarlo, a soltarlo.
Ahora, acostada allí, en la casa de la orilla del lago Kashwakamak, Jessie se preguntó qué habría sido de aquella joven rubia, incapaz de llorar y extrañamente tranquila, que les había hablado de su hermano Barry y de los amigos de su hermano Barry, muchachos que, evidentemente, consideraban que una mujer era un sistema de vida para un coño y que marcarla a fuego era un castigo perfectamente justo para una mujercita que creía que estaba más o menos bien follar con su hermano, pero no con los buenazos de los amigotes de su hermano. Profundizando más, Jessie se preguntó qué le había dicho a Ruth mientras permanecían sentadas, con las espaldas contra la puerta cerrada de la cocina y abrazadas recíprocamente. Lo único que conseguía recordar con certeza era algo así como: «Él nunca me quemó, nunca me quemó, nunca me hizo el menor daño». Pero sin duda debió de decir algo más, porque las preguntas que Ruth se negó a dejar de formular señalaban todas claramente hacia una dirección: la del lago Dark Score y el día en que el sol se puso.
Jessie acabó por dejar a Ruth, antes que contarle... lo mismo por lo que había dejado a Nora antes de confesarle... Se largó a toda la velocidad que pudieron desarrollar sus piernas: Jessie Mahout Burlingame, también conocida como La Asombrosa Cursilona, la última maravilla de una era incierta, superviviente del día en que se ocultó el sol, esposada ahora a la cama y sin posibilidad alguna de huir.
—¡Socorro! —pidió en el vacío dormitorio.
Ahora que había recordado a aquella chica rubia de rostro y voz tan insólitamente tranquilos, con el punteado de las viejas cicatrices circulares en los otrora estupendos pechos, Jessie no podía quitársela de la cabeza, ni a la joven ni el convencimiento de que lo de la chica no era tranquilidad, en absoluto, sino una desconexión fundamental de las barbaridades que le habían ocurrido. De una manera o de otra, la cara de la muchacha rubia se había convertido en su propia cara, y cuando Jessie habló, lo hizo con la voz temblorosa y humilde de una persona atea a la que han privado de todo, excepto de una oración final con escasas esperanzas de verse atendida.
—¡Socorro, por favor!
No le respondió Dios, sino la parte de la propia Jessie que al parecer sólo podía hablar simulando ser Ruth Neary. La voz sonaba bastante amable... pero no muy esperanzada.
«Lo intentaré, pero tienes que ayudarme. Ya sé que quieres hacer cosas que te causarán dolor, pero puede que también tengas que concebir pensamientos dolorosos. ¿Estás preparada para ello?»
—Esto no es cuestión de pensar —manifestó Jessie en tono estremecido, y se dijo: «Así que parece que estoy hablando como la Santa Esposa Burlingame»—. Es cuestión de... bueno... de escapar.
«Puede que tengas que amordazarla», aventuró Ruth. «Ella es una parte válida de ti, Jessie —de nosotras— y en realidad no es mala persona, pero la han dejado dirigir el espectáculo demasiado tiempo y, en una situación como ésta, su modo de entendérselas con el mundo no es muy adecuada que digamos. ¿Quieres debatir ese punto?»
Jessie no quería debatir ni aquel ni ningún otro punto. Demasiado cansada para eso. La declinante luz que entraba por la ventana occidental era cada vez más sólidamente cálida y roja a medida que llegaba el ocaso. El viento soplaba y remitía ramalazos de hojas secas para que repiquetearan sobre el porche de la parte que daba al lago, vacío ya; los muebles estaban amontonados en el salón. Los pinos susurraban; la puerta trasera seguía golpeando el marco; el perro hizo una pausa, y luego reanudó su repulsivo chasquear, desgarrar y masticar.
—¡Tengo tanta sed! —se quejó Jessie tristemente.
«Está bien, por ahí tenemos que empezar, pues.»
Volvió la cabeza hacia el otro lado hasta que sintió el último calor del sol en la parte izquierda del cuello y el pelo húmedo se le pegó en la mejilla. Entonces abrió los ojos de nuevo. Se encontró con la vista clavada en el vaso de agua de Gerald y, automáticamente, un grito reseco e imperioso nació en su garganta.
«Hay que empezar esta fase de las operaciones olvidándose por completo del perro», dijo Ruth. «Ese chucho está haciendo exactamente lo que tiene que hacer, y tú debes obrar de la misma manera.»
—No sé si puedo olvidarme del perro —articuló Jessie.
«Creo que sí puedes, cariño... de verdad que lo creo. Si pudiste empuñar la escoba y meter bajo la alfombra lo sucedido el día en que el sol se ocultó, supongo que también puedes barrer bajo la alfombra todo lo que se tercie.»
Durante un momento, casi lo tuvo todo allí, y comprendió que podía conseguirlo si se lo proponía de verdad. El secreto de aquel día nunca estuvo hundido por completo en el fondo de su subconsciente, y tales secretos se encontraban en los culebrones de la televisión y en los melodramas cinematográficos; en todo caso, estuvo enterrado en una superficial tumba de gravilla. Bajo una capa de amnesia selectiva, de amnesia completamente voluntaria. Creía que, si deseaba recordar lo ocurrido aquel día en que el sol se ocultó, lo más probable es que pudiera hacerlo.
Como si esa idea fuese una invitación, el ojo de su mente vio de pronto una imagen que aparecía con demoledora claridad: un cristal sostenido por unas tenacillas de barbacoa. Una mano cubierta por unas manoplas de horno lo movía en un sentido y en otro, entre el humo de una pequeña fogata.
Jessie se pudo rígida en la cama y deseó que la imagen desapareciera.
«Dejemos clara una cosa», pensó. Supuso que hablaba en representación de Ruth, pero no estaba segura a carta cabal; lo cierto es que ya no estaba segura realmente de nada. «No quiero recordar. ¿Entendido? Los acontecimientos de aquel día no tienen nada que ver con los sucesos de hoy. Se parecen como un huevo a una castaña. Es bastante fácil comprender la relación: dos lagos, dos casas de veraneo, dos casos de
(el silencio de los secretos hace daño)
inconfesables juegos sexuales, pero recordar lo sucedido en 1963 no puede hacer nada por mí, salvo aumentar la desgracia de mi situación. Así que vamos a dejar este asunto a un lado, ¿de acuerdo? Olvidemos el lago Dark Score.»
—¿Qué dices, Ruth? —preguntó en voz baja, y dirigió la vista hacia la mariposa estampada en batik del otro lado de la estancia. Durante unos segundos hubo allí otra imagen: una niña, una dulce pequeñuela que olfateaba el perfume suave de una loción para después del afeitado y miraba el cielo a través de un trozo de cristal oscuro. Misericordiosamente, la imagen desapareció enseguida.
Contempló la mariposa durante unos segundos más, ya que deseaba asegurarse de que los viejos recuerdos se habían ido definitivamente, y luego volvió a mirar el vaso de agua de Gerald. Era increíble, pero en la superficie del líquido quedaban unos cuantos pedacitos de hielo, aunque el dormitorio en penumbra seguía conservando el calor de la tarde y lo conservaría durante cierto tiempo más.
Jessie dejó que su mirada descendiera a lo largo del vaso, que sus ojos acariciasen las frescas burbujas de condensación adheridas al cristal. No llegaba a ver el posavasos —el estante se lo impedía—, pero tampoco necesitaba verlo para imaginarse en la oscuridad el círculo húmedo que se estaría formando, cada vez más amplio a medida que las gotas de condensación continuaran resbalando por la pared del vaso y llegasen al pie del mismo.
Jessie sacó la lengua y se la pasó por el labio superior, no lo humedeció gran cosa.
«¡Quiero beber», chilló la voz asustada y perentoria de la niña, de alguien dulce como una chiquilla mimada. «¡Quiero agua y la quiera ahora... YA!»
Pero no podía alcanzar el vaso. Era el típico caso de tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Ruth: «No te des por vencida tan fácilmente... si pudiste sacudir con el cenicero a ese maldito perro, encanto, quizá puedas también conseguir el vaso. Quizá lo logres.»
Jessie levantó de nuevo la mano derecha, estirándose todo lo que le permitieron los ramalazos de dolor del hombro, pero aún le faltaban por lo menos seis centímetros. Tragó saliva y dio un respingo ante el roce de papel de lija que pareció frotarle la garganta.
—¿Ves? —preguntó—. ¿Ya estás contenta?
Ruth no contestó, pero la Bendita sí que lo hizo. Habló suave, casi como excusándose, dentro de la cabeza de Jessie.
«Dije conseguirlo, no alcanzarlo, Puede... que no sea lo mismo.»
La Bendita se echó a reír en plan embarazoso «¿quién soy yo para meter aquí la cuchara?» y Jessie dedicó unos segundos a pensar en lo extraordinariamente extraño que resultaba sentirse la parte de una misma que sería así, como si de veras fuese una entidad disociada por completo.
«Si tuviese unas cuantas voces más», pensó Jessie, «podríamos celebrar aquí un maldito campeonato de bridge.»
Miró el vaso un poco más y luego se dejó caer sobre la almohada para examinar la parte inferior del estante. Observó que no estaba fijo en la pared, sino que descansaba sobre cuatro soporte de acero en forma de L mayúscula invertida.
Y el estante tampoco estaba sujeto a los soportes... de eso tuvo la certeza absoluta. Se acordaba que una vez, mientras hablaba por teléfono, Gerald apoyó inconscientemente la mano en un extremo del estante. Éste se levantó por el lado contrario como la punta de un columpio y, de no haber quitado Gerald la mano de inmediato, habría hecho saltar el estante como un disco del juego de la pulga.
La idea del teléfono la distrajo unos segundos, pero sólo unos segundos. El aparato estaba encima de la mesita baja situada delante del al ventana oriental, la de la vista panorámica sobre la avenida y el Mercedes. Pero lo mismo podía encontrarse en otro planeta, en lo que se refería a mejorar la situación de Jessie.. Los ojos de la mujer volvieron a la parte inferior del estante, para estudiar de nuevo la tabla de madera, en primer lugar, y después los soportes de acero en forma de L.
Cuando Gerald se apoyó en su extremo, el de Jessie se inclinó. Si ella ejerciera suficiente presión sobre la punta de su lado, el vaso de agua...
—Puede que se deslice —musitó su voz en tono ronco—. Puede que se deslice hasta mi extremo.
Desde luego, también podía deslizarse más de la cuenta, dejar atrás el borde de la madera y estrellarse contra el suelo; y también podía tropezar con algún obstáculo que ella no veía y volcarse antes de que tuviese tiempo de hacerse con él. Pero merecía la pena intentarlo, ¿verdad?
«Claro, supongo que sí», pensó. «Quiero decir que precisamente proyectaba volar a Nueva York en mi reactor Lear, cenar en el Four Seasons y bailar toda la noche... pero como Gerald está muerto, sería un poco incorrecto, de mal gusto. Y con todos los libros buenos fuera de mi alcance —y los malos también, ya que viene al caso—, supongo que puedo intentar buscarme un premio de consolación.»
Está bien; ¿y, en teoría, cómo iba a intentarlo?
—Con todo el cuidado del mundo —dijo Jessie—. Así voy a intentarlo.
Se valió de las esposas para incorporarse otra vez y examinó el vaso un poco más. No estar en condiciones de ver la superficie del estante le pareció un serio inconveniente. Tenía una idea bastante concreta de lo que ocupaba su lado del estante, pero estaba mucho menos segura de lo que había en el extremo perteneciente a Gerald y en la tierra de nadie del centro. No era sorprendente, claro; ¿quién, a no ser que tuviese una memoria fotográfica, podía hacer un inventario completo y recitar los objetos del estante de su dormitorio? ¿A quién se le habría ocurrido pensar que tales cosas tuvieran importancia?
«Bueno, pues ahora sí la tienen. Vivo en un mundo en el que han cambiado todas las perspectivas.»
Sí, verdaderamente. En este mundo, un perro perdido podía ser más aterrador que Freddy Krueger, el teléfono estaba en la zona muerta y la búsqueda de un oasis en el desierto, objetivo de un millar de quejicosos miembros de la Legión extranjera en cien románticas novelas del desierto, era un vaso de agua con unas cuantas migas de hielo flotando en su superficie. En aquel nuevo orden mundial, el estante de la alcoba se había convertido en una nueva vía de comunicación tan importante como el canal de Panamá, y la edición de bolsillo de una novela criminal o del oeste situada en un punto negro podía convertirse en mortal barricada.
«¿No crees que exageras un poco?», se preguntó, intranquila, pero la verdad es que no exageraba. En el mejor de los casos, sería una operación con muchas probabilidades de fracaso, pues de interponerse la fruslería más tonta, adiós, muy buenas. Un delgado relato de Hércules Poirot —o cualquiera de esas novelas de Star Trek que Gerald leía y después tiraba como si fueran servilletas usadas— no asomaría por el borde del estante, pero sería suficiente para detener o volcar el vaso de agua. No, no exageraba. Realmente habían cambiado las perspectivas de aquel mundo y lo suficiente como para que acudiera a su memoria aquella película de ciencia-ficción cuyo protagonista, el hombre menguante, se encogía cada vez más hasta el punto de que vivía en una casa de muñecas y se asustaba del gato de la familia. Se apresuraría a imponerse las nuevas reglas... a aprendérselas y a vivir de acuerdo con ellas.
«No te acobardes, Jessie», susurró la voz de Ruth.
—Tranquila —dijo Jessie—. Voy a intentarlo... de veras. Pero a veces es bueno saber contra qué vas a luchar. A veces creo que eso marca la diferencia.
Llevó la muñeca derecha todo lo que pudo hacia fuera y después levantó el brazo. En aquella postura parecía la figura de una de esas mujeres del antiguo Egipto dibujadas en los jeroglíficos. Empezó a, otra vez, palpar con los dedos la superficie del estante, en busca de cualquier posible obstrucción que hubiese a lo largo del recorrido que esperaba efectuase el vaso hasta el término de su trayecto.
Tocó un trozo de papel bastante grueso y lo palpó con la yema de los dedos, al tiempo que trataba de determinar qué podría ser. Su primera idea fue que se trataba de una hoja del cuaderno de notas generalmente oculto entre el desorden de la mesita del teléfono, pero no era lo bastante delgada para eso. Sus ojos fueron hacia la revista —Time o Newsweek, que Gerald había llevado consigo— que se encontraba boca abajo junto al teléfono. Jessie recordaba que Gerald había ojeado apresuradamente una de aquellas revistas mientras se quitaba los calcetines y se desabrochaba la camisa. El trozo de papel de encima del estante sería probablemente alguna de esas tarjetas de suscripción de las que rebosan los semanarios de los puestos de prensa. Gerald solía dejar a un lado tales tarjetas para usarlas luego como puntos de lectura. Podía ser cualquier otra cosa, pero Jessie llegó a la conclusión de que, en cualquier caso, tampoco iba a estropear sus planes. No era lo bastante sólida y gruesa como para volcar el vaso. Comprobó que allí no había nada más, al menos al alcance de sus estirados y coleantes dedos.
—Vale —determinó Jessie. El corazón había empezado a latirle con fuerza. En su cerebro, algún sádico locutor pirata había empezado a transmitir las imágenes del vaso cayendo por el borde del estante y Jessie se apresuró a bloquear la secuencia—. Calma; con tranquilidad salen mejor las cosas. El sosiego y la serenidad ganan la carrera. Espero.
Sin retirar la diestra del sitio en que estaba, aunque separarla tanto del cuerpo en esa dirección le costaba un mundo y le producía un dolor de mil demonios, Jessie levantó la mano izquierda («La lanzadora de ceniceros», pensó con un destello de torvo humor) y agarró el estante un poco más allá del soporte de su lado de la cama.
«Allá vamos», pensó, a la vez que procedía a tirar hacia abajo con la mano izquierda. No sucedió nada.
«Probablemente esté tirando demasiado cerca de ese soporte y no hay suficiente espacio para hacer palanca. La dificultad estriba en esta condenada cadena de las esposas. No es lo bastante larga para permitirme estirar la mano todo lo que hace falta.»
Seguramente era cierto, pero comprenderlo no cambiaba el hecho de que, en el sitio del estante donde tenía la mano izquierda, no conseguiría nada. Tendría que extender los dedos un poco más, como si fueran patas de araña —es decir, si pudiera hacerlo— y confiar en que resultara suficiente. Era física de tebeo, sencilla y fatalmente. Lo irónico del asunto consistía en que le era posible extender los dedos por debajo del estante y empujar hacia arriba en el momento en que quisiera. Sin embargo, eso originaba un pequeño problema: el vaso se deslizaría en el sentido erróneo, llegaría al extremo del lado de Gerald, caería por el borde y se estrellaría contra el suelo. Al reflexionar detenidamente en ello, una se daba cuenta que la situación tenía realmente su lado gracioso: venía a ser como una emisión, llegada del infierno, del programa Los vídeos caseros más divertidos de Norteamérica.
Repentinamente, el viento dejó de soplar y los ruidos del vestíbulo se hicieron más audibles.
«¿Lo estás pasando en grande, cabronazo de mierda?», chilló Jessie. El dolor le desgarró la garganta, pero no se interrumpió, no pudo interrumpirse. «¡Así lo espero, porque en cuanto consiga librarme de estas esposas te voy a volar la cabeza!»
«Fanfarronadas», pensó. «Faroles que se tira una mujer que ni siquiera recuerda si la vieja escopeta de Gerald —aquella que perteneció a su padre— está aquí o en el desván de la casa de Portland.»
A pesar de todo, en el lúgubre mundo existente al otro lado de la puerta del dormitorio se produjo un momento de gratificante silencio. Era casi como si el perro concediese a aquella retahíla de palabras su consideración más seria y reflexiva.
Luego se reanudaron los chasquidos y masticaciones.
La muñeca derecha de Jessie lanzó una advertencia vibrante, amenazó con sufrir un calambre y avisó a Jessie de que lo mejor que podía hacer era seguir con lo que llevaba entre manos... si es que verdaderamente llevaba algo entre manos, claro.
Se inclinó hacia la izquierda y alargo la diestra todo lo que la cadena le permitía. Después empezó a presionar de nuevo. Al principio, no consiguió nada. Tiró con más fuerza, entornados, casi cerrados del todo los párpados, vueltas hacia abajo las comisuras de la boca. Era la expresión facial de una niña que aguarda la dosis de una medicina que sabía a rayos. Y, en el preciso instante en que llegaba a la máxima tensión que los músculos de su brazo doliente le permitían, notó un movimiento del estante poco menos que imperceptible, una alteración en la uniforme fuerza de gravedad, tan minúsculo que, más que notarlo, lo intuyó.
«Ilusión, Jess... eso es todo. Notas lo que anhelas notar, ni más ni menos.»
No. Quizás era la energía impulsora de los sentidos, que el propio terror había lanzado hacia la estratosfera, pero no se trataba de ninguna ilusión.
Dejó de tirar del estante y permaneció inmóvil un momento, tendida en la cama, mientras aspiraba largas bocanadas de aire y dejaba que los músculos se recuperasen. No quería que en el momento crítico apareciesen calambres o espasmos; ya tenía bastantes problemas sin ellos, gracias. Cuando creyó que estaba a punto de nuevo, cerró el puño izquierdo alrededor de la columna de la cama y lo deslizó arriba y abajo hasta que tuvo la palma de la mano completamente seca y la caoba crujió. A continuación alargó el brazo y agarró de nuevo el estante. Había llegado el momento.
«Pero tengo que hacerlo con mucho cuidado. El estante se movió, de eso no cabe la menor duda, y se moverá todavía más, pero necesitaré todas mis fuerzas para que el vaso se deslice... si logro que lo haga, claro. Y cuando una persona está casi al límite de sus energías, controlar las cosas resulta un poco peliagudo.»
Eso era cierto, pero no era lo peor. Lo peor era esto: ella no se encontraba en situación de alcanzar el borde del extremo del estante. No tenía absolutamente ninguna posibilidad.
Jessie recordó que iba a columpiarse con su hermana Maddy al patio de recreo de detrás de la escuela primaria Falmouth —aquel verano habían vuelto pronto de la casa del lago y tenía la impresión de que se pasó todo el mes de agosto subiendo y bajando en aquellos columpios de pintura desconchada en compañía de Maddy— y que disfrutaron a sus anchas balanceándose a gusto siempre que les apetecía. Maddy, que pesaba un poco más, tenía que sentarse a cierta distancia del extremo, hacia el centro del columpio. Largas tardes calurosas de ejercicio, entonando canciones mientras subían y bajaban, las dotaron de una destreza extraordinaria, que las permitía encontrar casi con precisión científica el punto exacto de equilibrio de cada uno de aquellos columpios; aquella media docena de travesaños pintados de verde, colocados en fila y con la superficie abrasando les parecían poco menos que artilugios vivos. Jessie no experimentaba ahora en los dedos ni el menor asomo de aquella vitalidad. Lo único que iba a hacer era intentarlo como Dios le diera a entender y confiar en que bastara con eso.
«Y por mucho que la Biblia recomienda lo contrario, no dejes que tu mano izquierda olvide lo que se supone que está haciendo la derecha. Tu mano izquierda puede ser la certera lanzadora de ceniceros, pero la derecha tiene que ser la que coja mejor los vasos, Jessie. Sólo hay unos pocos centímetros de estante en los que se te ofrece la oportunidad de cogerlo. Si rebasa esa zona, incluso aunque no se vuelque... estará tan fuera de tu alcance como lo está ahora.»
Jessie no creía que le fuera posible olvidar lo que estaba haciendo su mano derecha: le dolía demasiado. Aunque el que pudiese o no pudiese conseguir lo que pretendía era harina de otro costal. Fue aumentando la presión sobre el lado izquierdo del estante todo lo uniforme y gradualmente que pudo. Una gota de sudor le entró por el extremo del ojo y parpadeó para eliminarla. La puerta de atrás había empezado otra vez a batir contra el marco, pero, en lo que afectaba a Jessie, aquella puerta había ido a reunirse con el teléfono en otro universo. En aquél sólo estaban el vaso de agua, el estante y Jessie. Parte de Jessie temía que el estante saliese disparado bruscamente hacia arriba, como un muñeco de caja sorpresa, e intentó endurecer el ánimo frente a la posible desilusión.
«Preocúpate de ello si llega a ocurrir, cariño. Mientras tanto, no pierdas la concentración. Creo que está pasando algo.»
Algo estaba pasando. Volvió a captar el imperceptible movimiento... La sensación de que el estante se había desprendido de su anclaje en algún punto del lado de Gerald. Esta vez, Jessie aumentó la presión, en lugar de disminuirla, y los músculos del brazo resaltaron al formar pequeños arcos duros que vibraban, tensos. Emitió una serie de leves refunfuños explosivos. Aquella sensación de que el estante se soltaba de su anclaje fue haciéndose cada vez más fuerte.
Y, de pronto, la lisa superficie circular del agua que contenía el vaso de Gerald constituyó un plano inclinado y Jessie oyó el leve entrechocar de los últimos trocitos de hielo, cuando el extremo derecho de la tabla ascendió un poco. El vaso no se movió, sin embargo, y en la mente de Jessie brotó una idea espantosa: ¿y si el agua que resbalaba por las paredes exteriores del recipiente se había filtrado y atravesado la cartulina del posavasos? ¿Y si había formado allí una especie de sello que dejaba el culo del vaso pegado al estante?
—Eso no puede ocurrir. —Las palabras salieron en un susurro brusco y rápido, como la oración que un niño reza rutinariamente. Tiró hacia abajo con más fuerza del lado izquierdo del estante, recurriendo a todas sus energías. Todos los caballos trabajaban ya, enganchados al carro, la cuadra estaba vacía—. Por favor, no permitas que ocurra. Por favor.
Continuó elevándose el extremo del estante correspondiente a Gerald, la punta oscilaba. Una polvera de colorete Max Factor cayó por el borde del extremo de Jessie y fue a parar al suelo, cerca del punto donde estuvo la cabeza de Gerald antes de que se presentara el perro y lo apartase de la cama. Y ahora se le ocurría una nueva posibilidad, ciertamente, más que una probabilidad. Si acentuaba mucho más el ángulo del estante, éste se deslizaría sobre la horizontal de los soportes en forma de L, con vaso y todo, como si resbalase por el tobogán de una colina nevada. Considerar el estante una especie de columpio podía ponerla en apuros. No era ningún columpio; no estaba unido en el centro a un pivote que lo sujetara.
«¡Deslízate, cabrón!», gritó al vaso, en voz alta y jadeante. Se había olvidado de Gerald; se había olvidado de que tenía sed; se había olvidado de todo, excepto del vaso, inclinado ahora en un ángulo tan agudo que el agua casi rebosaba por el borde y Jessie no llegaba a comprender por qué no se volcaba. Pero no se volcó; simplemente continuó sin caerse, inmóvil como si estuviese pegado a la superficie del estante. «¡Deslízate!»
Lo hizo, de pronto. Su movimiento resultó tan opuesto a los negros temores de Jessie que la mujer casi fue incapaz de entender lo que pasaba. Posteriormente se le ocurriría que la aventura del vaso deslizante sugería cosas nada encomiables para su propia actitud mental: de una manera o de otra, lo cierto es que el éxito la dejó desconcertada y boquiabierta.
El corto y suave desplazamiento del vaso hacia su mano derecha dejó a Jessie tan sorprendida que a punto estuvo de dar un tirón a la izquierda, lo que casi con toda certeza habría desequilibrado el estante, que tan precariamente se inclinaba, enviándolo a estrellarse contra el suelo. Enseguida, los dedos de Jessie estuvieron ya tocando el vaso y la mujer volvió a gritar. En esa ocasión, sin palabras, el chillido de júbilo de una mujer que acaba de ganar un premio importante de la lotería.
El estante osciló, empezó a resbalar y luego hizo una pausa, como si estuviese dotado de un cerebro rudimentario y meditase acerca de si quería o no hacer aquello.
«No dispones de mucho tiempo, cielo», advirtió Ruth. «Cógelo antes de que deje de estar a tu alcance.»
Jessie trató de hacerlo, pero las yemas de los dedos resbalaron por la escurridizamente húmeda superficie del vaso. No llegaba. No había nada que agarrar, al parecer, y Jessie tampoco disponía de superficie digital para coger aquel vaso tres veces maldito. El agua le salpicó la mano y Jessie comprendió que, aunque el estante se mantuviera en los soportes, el vaso no tardaría en volcarse.
«Imaginación, cariño... sólo se trata de la vieja idea de que una niña tonta y mimada como tú nunca puede hacer nada a derechas.»
No estaba muy lejos de la marca —desde luego, estaba demasiado cerca para que Jessie se sintiera a gusto—, pero tampoco estaba encima de la marca, esta vez no. El vaso parecía dispuesto a caer por el borde del estante, realmente era así, y Jessie no tenía la más remota idea acerca de cómo impedirlo. ¿Por qué tenía aquellos dedos tan cortos, tan rechonchos y tan feos? ¿Por qué? Si pudiera extenderlos un poco más y cerrarlos alrededor del vaso...
Acudió a su mente la imagen de un antiguo anuncio de la televisión: una mujer sonriente, con un peinado de los años cincuenta y un par de guantes de goma azules en las manos. «¡Tan flexibles que puedes coger una moneda de diez centavos!», gritaba la mujer con la sonrisa puesta. «¡Mal asunto que no tengas un par de esos guantes, muñequita boba, Santa Esposa o lo que seas! ¡Tal vez podrías agarrar bien ese dichoso vaso antes de que el maldito estante coja el ascensor expreso!»
Jessie se dio cuenta repentinamente de que la gritona y sonriente señora de los guantes de goma Playtex era su madre, y se le escapó un sollozo seco. Era como un terrible presagio que no sólo sugería muerte, sino que la garantizaba.
«¡No te des por vencida!», gritó Ruth. «¡Todavía no! Estás a punto de lograrlo. ¡Te lo juro!»
Jessie aplicó a la parte izquierda del estante la última y microscópica pizca de energía que le quedaba, al tiempo que rezaba incoherentemente pidiendo que no se deslizara... aún no. «Oh, por favor, Dios, o Quienquiera que esas, por favor, que no resbale, que no caiga al suelo, ahora no, todavía no.»
El estante se deslizó... pero sólo un poquito. Luego volvió a quedar inmóvil, acaso retenido momentáneamente por alguna protuberancia o astilla u obstaculizado por algún alabeo de la madera. El vaso resbaló un poco más al interior de la mano de Jessie y ahora —de locura, de auténtica locura— parecía hablar, aquel condenado vaso. Parecía uno de esos gigantescos y protestones taxistas de gran ciudad que parecen tener un perpetuo contencioso con el mundo: «Jesús, señora, ¿qué más quiere que haga? ¿Que me las arregle como sea para que me crezca una maldita asa y me convierta en una jodida barra?» Un hilillo de agua cayó sobre la tensa diestra de Jessie. El vaso se volcaría; ahora era ya inevitable. Mentalmente, Jessie se quedó tan helada como el agua fresca que acababa de salpicarle el dorso de la mano.
«¡No!»
Contorsionó y alargó un poco el hombro derecho, abrió la mano ligeramente y dejó que el vaso entrase algo más en el hueco de la mano. El grillete se le clavaba cruelmente en el dorso de la mano y enviaba ramalazos de dolor por el antebrazo, hasta el codo, pero Jessie los pasó por alto. Los músculos del brazo izquierdo vibraban frenéticamente, y las sacudidas se transmitían al inclinado e inestable estante. Otro tarro de maquillaje fue a parar al piso. Tintinearon débilmente las últimas astillas de hielo. Jessie pudo ver por encima del estante, la sombra del vaso, proyectada sobre la pared. A la alargada claridad del ocaso parecía un silo de cereales, inclinado a causa del fuerte viento de la pradera.
«Más... sólo un poquito más...»
«¡Se acabó!»
«No puede acabarse. Hay que llegar un poco más allá.»
Estiró la mano derecha, tensándola hasta que el crujido de los tendones le indicó que había alcanzado el límite. Notó que el vaso se desplazaba un poco más estante abajo. Luego volvió a cerrar los dedos y rezó para que le bastase, porque ahora sí que realmente se había acabado... Había agotado todos sus recursos hasta el límite absoluto. Pero no era suficiente; comprobó que el vaso húmedo aún no se dejaba coger. Empezó a tener la impresión de que era algo vivo, un ser sensible con una veta de maldad tan ancha como el carril de una autopista. Su objetivo consistía en mariposear con ella, tentarla y esquivarla hasta que acabara perdiendo el juicio y quedara tendida allí, en la penumbra del crepúsculo, esposada y delirante.
«No permitas que se aleje, Jessie, no seas tan temeraria, NO TE ATREVAS A PERMITIR QUE ESE JODIDO VASO SE ALEJE...»
Y aunque no quedaba nada más, ni un gramo de energía para ejercer presión, ni un centímetro de elasticidad para alargar la mano, se las arregló para llegar un poco más allá, retorciendo la muñeca derecha en una final prolongación hacia la tabla. Y esa vez, cuando los dedos se cerraron en torno al vaso, Jessie permaneció inmóvil.
«Creo que es posible que lo haya conseguido. No es seguro, pero tal vez sí. Tal vez.»
O tal vez era que por fin cumplimentaba la parte correspondiente a su deseo ilusionado. Le daba igual. Quizás esto, quizás aquello y ninguno de tales quizá tenía ya importancia, lo cual resultaba verdaderamente un alivio. Una cosa era cierta: no podía seguir aguantando el estante. Sólo lo había inclinado ocho o diez centímetros, doce como máximo, pero Jessie tenía la sensación de haber levantado la casa entera, por una de sus esquinas. Ésa era la certeza.
Pensó: «Todo es perspectiva... y también las voces que te describen el mundo, supongo. Tienen su importancia. Las voces interiores, digo».
Jessie abrió la mano izquierda y soltó el estante, a la vez que murmuraba una incoherente oración en la que pedía que el vaso continuara en su mano cuando el estante cayese. El estante cayó sobre los soportes, para quedar sólo un poco torcido y sólo desviado cuatro o cinco centímetros por la izquierda. El vaso continuó en su mano y ahora podía ver el posavasos. Estaba pegado al fondo del vaso y parecía un platillo volante.
«Dios mío, por favor, no permitas que se me caiga ahora. No dejes que lo suel...»
Un calambre frunció su brazo izquierdo y la obligó a dar un respingo hacia atrás, contra la cabecera. Su rostro también se contrajo para comprimirse hasta que los labios no fueron más que una cicatriz blanca y los ojos unas leves grietas atormentadas.
«Aguanta, pasará... pasará...»
Sí, claro que pasaría. Había sufrido suficientes calambres en la vida para saberlo, pero antes de que pasaran, ¡Dios, cómo dolían! Sabía que, de estar en disposición de tocarse los bíceps del brazo izquierdo con la mano derecha, el tacto sería como si hubiesen estirado la piel sobre cierta cantidad de pequeñas piedras lisas y después la hubiesen vuelto a coser con un bonito hilo invisible. La sensación no parecía de calambre, parecía de puñetero rigor mortis.
«No, ni más ni menos que un calambre, Jessie. Como el que ya tuviste antes. Lo único que has de hacer es esperar, sólo eso. Espera y, por el dulce amor de Cristo, que no se te escape ese vaso de agua.»
Aguardó y, al cabo de una eternidad, los músculos del brazo empezaron a relajarse y el dolor empezó a mitigarse. Jessie aspiró profundamente, dejó escapar un prolongado suspiro de alivio y se dispuso a beber la recompensa.
«Bebe, sí», pensó la Bendita, «pero creo que te mereces algo más que un simple trago de agua fresca, querida. Disfruta de tu premio... pero disfrútalo con dignidad. ¡Nada de engullir como un cerdo!»
«Bendita, no cambias nunca», pensó. Pero cuando levantó el vaso, lo hizo con la majestuosa elegancia de un invitado a una cena de gala en palacio, prescindiendo de la sequedad alcalina del cielo de la boca y del amargo latir que la sed ponía en su garganta. Porque una podía hacer callar a la Bendita siempre que lo deseara —prácticamente lo pedía a gritos muchas veces—, pero comportarse con un poco de dignidad en aquellas circunstancias (sobre todo en aquellas circunstancias) no era ninguna mala idea. Había trabajado lo suyo para conseguir el agua; ¿por qué no iba a tomarse el tiempo necesario para hacerse los honores y disfrutarla? El primer sorbo fresco se deslizó entre los labios y se onduló a través de la abrasada alfombra de la lengua: sería el sabor de la victoria... y después de aquel infierno de negra suerte que acababa de cruzar, iba a ser verdaderamente un sabor digno de paladearse.
Al llevarse el vaso a los labios, Jessie se concentró en la dulzura húmeda que tenía ante sí, en el trago que empaparía su boca. Las papilas gustativas se contrajeron con anticipada satisfacción, las punteras se curvaron y notó un frenético latir bajo el ángulo de la barbilla. Se percató de que se le habían endurecido los pezones, como cuando se excitaba.
«Secretos de la sexualidad femenina que nunca soñaste, Gerald», pensó. «Me esposas a los postes de la cama y no ocurre absolutamente nada. Sin embargo, me enseñas un vaso de agua y me transformo en una ninfómana alucinante.»
La idea hizo que a su boca aflorase una sonrisa y, cuando el vaso se detuvo bruscamente a un palmo de la cara y unas gotas de agua rebosaron el borde, salpicaron el muslo desnudo y le pusieron carne de gallina, la sonrisa se quedó petrificada en sus labios. Durante aquellos primeros segundos, Jessie no pensó nada, no sintió nada, salvo una especie de estúpido asombro y
(«¿eh?»)
desconcierto. ¿Qué iba mal? ¿Qué podía haberse torcido?
«Lo sabes perfectamente», repuso una de las voces extraterrestres. Pronunció las palabras con una seguridad tan absoluta y tranquila que a Jessie le pareció espantosa. Sí, supuso que lo sabía, en alguna parte del fondo de su espíritu, pero tampoco deseaba permitir que ese conocimiento avanzara hasta colocarse bajo los focos de lo que era su cerebro consciente. Hay verdades que, sencillamente, son demasiado desagradables para salir a la luz y que se comprendan. Demasiado injustas.
Por desgracia, hay verdades que son también manifiestas por sí mismas. Mientras contemplaba el vaso, los ojos de Jessie, Hinchados y sanguinolentos fueron saturándose de horrorizada comprensión. El motivo que impedía que el vaso de agua llegara a sus labios era la cadena. La cadena de las esposas resultaba jodidamente corta. Era un hecho tan obvio que se le había pasado por alto completamente.
Jessie recordó de pronto la noche en que George Bush salió elegido presidente. A Gerald y a ella les invitaron a una fiesta de gala que, para celebrarlo, se ofrecía en el restaurante de la azotea del hotel Sonesta. El senador William Cohen era el invitado de honor y estaba previsto que el presidente electo, el propio George el Solitario, efectuase una «aparición televisada», en circuito cerrado, poco antes de la medianoche. Para lo ocasión, Gerald había alquilado una limusina color niebla y el vehículo se detuvo en la calzada, ante la puerta, a las siete en punto, pero diez minutos después de esa hora, que era la convenida, Jessie aún seguía sentada en el borde de la cama, con su mejor vestido negro, dedicada a revolver el joyero y a soltar maldiciones mientras buscaba un par de pendientes de oro especiales. Impaciente, Gerald había asomado la cabeza para comprobar qué la retenía en la alcoba, escuchó el motivo, con aquella expresión de «¿Por qué las mujeres tenéis que ser siempre tan condenadamente bobas?», una de las que Jessie más odiaba, y luego dijo que no estaba muy seguro, pero que le parecía que los pendientes que buscaba eran los que ya llevaba puestos. Y, en efecto, aquéllos eran. Lo que la hizo sentirse empequeñecida y estúpida, la perfecta justificación para la actitud protectora de Gerald. También le entraron unos tremendos deseos de abalanzarse sobre él y partirle la espléndidamente emplastada dentadura aporreándosela con uno de los atractivos pero incómodos zapatos de tacón alto que calzaba. Sin embargo, lo que sintió entonces era auténtica dulzura comparado con lo que experimentaba ahora, y si alguien merecía que le partieran los dientes, ese alguien era ella.
Alargó la cabeza todo lo que pudo y adelantó los labios entreabiertos, como la heroína de alguna de aquellas viejas películas románticas en blanco y negro. Consiguió acercarse tanto al vaso como para ver el minúsculo rocío de burbujas que retenían los últimos trocitos de hielo, como para percibir, incluso, el olor de los minerales de aquella agua de manantial (o imaginar que lo percibía), pero no lo bastante cerca como para beberla. Cuando llegó al punto en que ya no pudo estirar más la cabeza, sus labios fruncidos en gesto de «bésame» estaban aún a unos buenos diez centímetros del vaso. Casi llegaba, pero sólo casi y, como Gerald (y también como el propio padre de Jessie, ahora que pensaba en ello) solía repetir, lo único importante era dar en el clavo.
—No lo creo —se oyó decir, en su nueva voz ronca de whisky y Marlboro—. Sencillamente, no lo creo.
Una rabia súbita estalló en su interior y, con la voz de Ruth Neary, se gritó a sí misma que debía de arrojar el vaso al otro lado de la alcoba; si no podía beber, proclamó Ruth ásperamente, había que castigar al vaso; si no podía aplacar la sed con el contenido del vaso, al menos se daría la satisfacción de oír cómo estallaba en mil pedazos cuando se estrellase contra la pared.
La mano se apretó con más fuerza alrededor del vaso y la cadena de las esposas descendió en suelto arco al retroceder el brazo para arrojar el vaso. ¡No había derecho! ¡Era sencillamente injusto!
Interrumpió su gesto la voz suave y como sugerente de la Santa Esposa Burlingame.
«Quizás haya algún medio, Jessie. No abandones todavía... quizás haya un modo de conseguirlo.»
Ruth no formuló ninguna réplica verbal, pero su burlona sonrisa de incredulidad lo dijo todo; era tan dura como el acero y tan agria como un chorro de zumo de limón. Ruth seguía deseando arrojar el vaso. Indudablemente, Nora Callighan habría afirmado que Ruth estaba investida a fondo del concepto de desquite.
«No le hagas caso», dijo la Santa Esposa. Su voz había perdido el desacostumbrado carácter indeciso; sonaba casi exaltada. «Vuelve a dejarlo en el estante, Jessie.»
«¿Y qué más?», preguntó Ruth. «Y luego, ¿qué?, ¡oh, Gran Gurú Blanca! ¡Oh, diosa del Tupperware y santa Patrona de la compra por correo!»
La Bendita se lo dijo, y la voz de Ruth guardó silencio, mientras Jessie y todas las demás voces interiores escuchaban.
10
Con sumo cuidado, asegurándose de que rebasaba el borde hacia dentro, pero quedando en el mismo filo, dejó otra vez el vaso en el estante. La garganta de Jessie era como un trozo de papel de lija del cinco y parecía infectada de sed. Se sentía igual que aquel otoño, cuando contaba diez años, en que una gripe complicada con bronquitis la tuvo mes y medio sin poder ir al colegio. Durante aquel calvario, solía despertarse por la noche y salía bruscamente de confusas y alborotadas pesadillas que luego no lograba recordar.
(«Sólo que sí puedes recordar, Jessie, que soñabas con el cristal ahumado; con el sol que desaparecía; con el suave y lacrimógeno olor que era como de minerales en el agua del pozo; y con sus manos.»)
Y se despertaba empapada de sudor, pero demasiado débil para alargar el brazo y coger la jarra de agua de encima de la mesita de noche. Recordaba estar tendida allí, húmeda y viscosa, oliendo a fiebre por fuera, reseca, agostada y llena de fantasmas por dentro; tendida allí mientras pensaba que su verdadera enfermedad no era la bronquitis, sino la sed. Y ahora, tantos años después, sentía exactamente lo mismo.
Su mente no cesaba de volver al horrible instante en que comprendió que no iba a ser capaz de tender un puente que salvase la insignificante distancia que separaba el vaso de sus labios. Continuó viendo el minúsculo rocío de las burbujas de aire en el hielo a punto de fundirse del todo, siguió percibiendo el aroma de los minerales atrapados en el acuífero que discurría muy por debajo del fondo del lago. Aquellas imágenes la provocaban como un picor entre los omoplatos.
Sin embargo, se obligó a esperar. La parte de ella constituida por la Bendita Burlingame dijo que necesitaba concederse un tiempo de respiro, pese a las perturbadoras imágenes y a las punzadas de la garganta. Tenía que aguardar a que el corazón redujera el ritmo de sus latidos, a que los músculos dejasen de temblar, a que las emociones se sosegaran un poco.
Fuera de la casa, los últimos colores se apagaban en el aire; el mundo adquiría un solemne y melancólico tono gris. En el lago, el somorgujo lanzó su grito discordante a través de la media luz del atardecer.
—Cierre usted su pico chillón, señor Somorgujo —dijo Jessie, y soltó una risita entre dientes. Un ruido como de gozne oxidado.
«Está bien, querida», advirtió la Santa Esposa. «Creo que es hora de intentarlo. Antes de que oscurezca. Aunque es mejor que primero te seques las manos.»
Las cerró en torno a los postes de la cama y frotó las palmas, subiendo y bajando, hasta que empezaron a arrancar chirridos a la madera. Alzó la diestra y la agitó frente a los ojos. «Se reían cuando me sentaba ante el piano», pensó Jessie. Luego, cuidadosamente, llevó la mano hasta unos centímetros más allá del punto donde estaba el vaso, al borde del estante. Sus dedos empezaron otra vez a tantear a lo largo de la madera. El grillete tintineó al tropezar con el vaso y Jessie se inmovilizó, con el temor de que pudiera volcarse. En vista de que eso no ocurría, reanudó la exploración.
Casi había llegado a la conclusión de que lo que estaba buscando se había desplazado hasta el extremo del estante —o se había caído al suelo— cuando por fin tocó una esquina de la tarjeta de encarte. La atenazó entre los dedos índice y cordial de la mano derecha y apartó ésta despacio del vaso y del estante. Con el pulgar, Jessie sujetó mejor la tarjeta y la examinó con curiosidad.
Era de color rojo brillante y en la parte superior bailaban unos jaraneros en plan de farra alcohólica. Confetis y serpentinas revoloteaban entre las palabras. Newsweek celebraba la oferta de GRANDES GRANDES AHORROS, decía la tarjeta, y deseaba que ella participase de la fiesta. Los redactores y colaboradores de Newsweek la mantendrían al corriente de los acontecimientos mundiales, la llevarían entre bastidores con los principales líderes del planeta y le brindarían una visión en profundidad de la vida artística, política y deportiva. Aunque no se atrevía a manifestarlo de modo directo, la tarjeta sugería de manera bastante implícita que Newsweek podía ayudar a Jessie a comprender la lógica del conjunto del cosmos. Y, lo mejor de todo, aquellos adorables lunáticos del departamento de suscripciones de Newsweek le ofrecían un negocio tan asombroso que a lo mejor a Jessie le estallaba no sólo la cabeza, sino también las vías urinarias: si utilizase ESTA TARJETA para suscribirse a Newsweek durante tres años, recibiría cada número de la revista ¡A MENOS DE LA MITAD DE SU PRECIO EN EL KIOSKO! Y ¿representaba algún problema la cuestión económica? ¡En absoluto! Se le facturaría más adelante.
«Me gustaría saber si tienen servicio directo de dormitorios para señoras esposadas a la cama», pensó Jessie. «Tal vez desempeñado por George Will, Jane Bryant Quinn o alguno de esos veteranos pomposos, que se encargarían de pasarme las páginas... Es que los grilletes hacen que esa tarea me resulte terriblemente difícil, ¿sabe?»
Sin embargo, por debajo del sarcasmo, Jessie sentía una especie de nerviosa maravilla y, al parecer, le resultaba imposible dejar de examinar aquella tarjeta encarnada, con su motivo de «vamos a la fiesta», sus espacios en blanco para que pusiera el nombre y la dirección y sus pequeños cuadrados con las indicaciones de DiCl, MC, Visa y AMEX.
«Me he pasado la vida maldiciendo estas tarjetas —sobre todo cuando he tenido que agacharme para recogerlas del suelo o cuando me he visto a mí misma como una barrendera más—, sin que ni por lo más remoto se me ocurriera sospechar que, algún día, mi cordura e incluso mi vida podía depender de una de ellas.»
¿Su vida? ¿Era eso realmente posible? ¿Tenía que reconocer que tan espantosa idea entraba en sus cálculos, después de todo? Jessie se resistía a creer tal cosa. Podía seguir allí toda una señora temporada antes de que alguien la descubriese y, sí, suponía que era posible, aunque poco, que la diferencia entre la vida y la muerte la constituyese un simple trago de agua. La idea era surrealista pero ya no parecía patentemente ridícula.
«Lo mismo que antes, querida... sin prisa y sin pausa, con calma, se gana la carrera.»
Sí... pero ¿a quién se le habría ocurrido pensar que la línea de meta resultase estar en tan extraño paisaje?
No obstante, avanzó despacio y con prudencia, y se sintió aliviada al comprobar que manipular la tarjeta no era tan difícil como se temió. Ello se debía en parte a que sus dimensiones eran de diez por quince centímetros —casi el tamaño de dos naipes juntos, uno al lado del otro—, pero principalmente porque tampoco pretendía hacer con ella nada que fuese complicado.
Sostuvo la tarjeta longitudinalmente entre los dedos índice y corazón y utilizó el pulgar para hacer una doblez de dos centímetros y medio a lo largo de la tarjeta. El pliegue ni siquiera era recto, pero Jessie creyó que serviría. Además, nadie iba a presentarse para juzgar su trabajo; la hora de las artes manuales de los jueves por la noche en la primera iglesia metodista de Falmouth quedaba ahora muy atrás en el tiempo.
Sujetó firmemente entre los dedos la roja tarjeta e hizo otro pliegue de dos centímetros y medio. Necesitó cerca de tres minutos y siete dobleces para llegar al extremo de la tarjeta. Cuando por fin lo consiguió, tuvo entre el índice y el cordial algo que parecía un porro torpemente liado en llamativo papel púrpura.
O, si una estrujaba un poco la imaginación, una paja.
Jessie se lo puso en la boca e intentó apretar los pliegues con los dientes, Una vez consideró que tenían la suficiente firmeza, reanudó sus tanteos en busca del vaso.
«Con cuidado, Jessie. ¡No lo estropees todo ahora con tu impaciencia!»
«Gracias por el aviso. Y también por la idea. Era estupenda... te lo digo en serio. Ahora, sin embargo, me gustaría que estuvieras calladita un rato, mientras llevo a cabo mi intentona. ¿Vale?»
Cuando la punta de los dedos tocó la lisa superficie del vaso, Jessie los deslizó alrededor del cristal con la misma delicadeza y cautela de una adolescente que mete la mano por primera vez en la bragueta de su novio.
Coger el vaso en la nueva situación en que lo había dejado fue una misión relativamente sencilla. Lo desplazó y lo levantó todo lo que le permitieron las esposas. Observó que se había fundido ya el último vestigio de hielo; el tiempo había pasado volando alegremente, a pesar de que ella albergaba la impresión de que se detuvo en seco cuando el perro apareció allí por primera vez. Pero no quería pensar en el perro. A decir verdad, estaba dispuesta a esforzarse al máximo para convencerse de que jamás se había presentado perro alguno en la casa.
«Se te da bien pasar por alto las cosas desagradables, ¿verdad que sí, muñequita linda?»
«Bueno, Ruth... estoy tratando de dominarme a la vez que domino el maldito vaso, por si no te has dado cuenta. Si solucionar unos cuantos rompecabezas me ayuda a hacerlo, no sé qué tiene de malo. Así que calla la boca un ratito, ¿conforme? Concédete un descanso y déjame que siga con mi tarea.»
Sin embargo, Ruth no tenía la menor intención de concederse ningún descanso.
«¡Calla la boca!», se admiró. «Chica, qué recuerdos me trae eso... es mejor que oír un antiguo disco de los Beach Boys en la radio. Siempre estás con tu «cállate» a vueltas, Jessie... ¿Te acuerdas de aquella noche, en el dormitorio, cuando volviste de la primera sesión de toma de conciencia o terapia de grupo en Neuworth?»
«No quiero acordarme, Ruth.»
«Estoy segura de que no, de modo que lo recordaré por las dos, ¿qué te parece el trato? No parabas de decir que fue la chica de las cicatrices en los senos quien te había sacado de quicio, sólo repetías eso y nada más, y cuando intenté recordarte lo que habías dicho en la cocina... acerca de lo que pasó entre tu padre y tú cuando os quedasteis solos en la casa del lago Dark Score, aquel día en que se fue el sol, en 1963... me ordenaste que me callara. Y como no me callaba, intentaste darme una bofetada. Y en vista de que seguía sin querer callarme, cogiste la chaqueta y pasaste la noche en Dios sabe dónde... probablemente en la pequeña y miserable cabaña que Susie Timmel tenía río abajo, aquel chamizo que solíamos llamar el hotel Lesbos de Susie. A finales de la semana, conociste unas chicas que tenían un piso en el centro y necesitaban otra compañera de apartamento. ¡Zas!, así de rápido... pero, claro, tú siempre te has movido a toda velocidad, en cuanto tomas la decisión, Jessie. Te lo concedo. Y, como dije antes, siempre se te ha dado de maravilla decir a la gente que se calle.»
«Ca... »
«¡Vaya! ¿Qué te parece?»
«¡Déjame en paz!»
«También estoy familiarizada con esa expresión. ¿Sabes qué es lo que más me dolió, Jessie? No fue la cuestión de la confianza... incluso entonces sabía que no era nada personal, que te dabas cuenta de que, respecto a la historia de lo que sucedió aquel día, no podías confiar en nadie, ni siquiera en ti misma. Lo que me dolió fue saber lo cerca que estuviste de contarlo todo allí en la cocina de la casa parroquial de Neuworth. Estábamos sentadas con la espalda contra la puerta, con tu brazo sobre mis hombros y el mío sobre los tuyos, y empezaste a hablar. Dijiste: «De ninguna manera habría podido contarlo, habría ocasionado la muerte a mamá e, incluso aunque no hubiera sido así, ella le habría abandonado y yo le quería. Todos le queríamos, todos le necesitábamos, me habrían echado la culpa a mí y él no habría movido un dedo, la verdad es que no.» Te pregunté que quién no habría movido un dedo y la respuesta te salió tan rápida como si llevases nueve años esperando que alguien te soltase la pregunta. «Mi padre», dijiste. «Estábamos en el lago Dark Score el día en que el sol desapareció.» Me lo habrías contado todo —me consta que lo habrías hecho—, pero entonces entró aquella imbécil y preguntó: «¿Se encuentra bien la chica?». Como si en aquel momento tuvieses cara de encontrarte, ¿entiendes lo que quiero decir? Jesús, a veces me resulta imposible creer lo idiotas que pueden llegar a ser algunas personas. Deberían promulgar una ley que nos obligase a todos a obtener una licencia o un permiso académico antes de que se nos autorizara a hablar. Hasta haber superado el examen de capacitación oral, uno tendría que permanecer mudo. Eso resolvería un montón de problemas. Pero las cosas no funcionan así y en cuanto llegó la respuesta de Hart Hall a Florence Nightingale te callaste como un muerto. No hubo manera de que volvieses a abrirme tu corazoncito, aunque bien sabe Dios que lo intenté.»
«¡Debiste dejarme en paz!», replicó Jessie. El vaso de agua empezó a agitarse en su mano y la improvisada paja púrpura temblaba en sus labios. «¡Debiste dejar de entrometerte! ¡No era asunto tuyo!»
«A veces, las amigas pueden aliviar tus preocupaciones, Jessie», manifestó la voz interior, tan saturada de amabilidad que Jessie tuvo que guardar silencio. «Medité sobre ello, ¿sabes? Imaginé de qué hablabas y reflexioné sobre el asunto. No recordaba en absoluto que hubiese habido un eclipse a principios de los sesenta, pero, claro, por aquel entonces me encontraba en Florida, mucho más interesada en el buceo y en el bañero de Delray —me había colado por él de un modo increíble— que en los fenómenos astronómicos. Supongo que lo que quería era asegurarme que todo el asunto no era una especie de fantasía demencial o algo por el estilo... facilitada tal vez por aquella moza de las horribles quemaduras en el tetamen. Pero no era ninguna fantasía. Hubo un eclipse total de sol en Maine, y sin duda tu casa de verano del lago Dark Score estaba en medio de la zona desde la que se pudo ver al completo. En julio de 1963. Sólo una niña y su papá, que contemplaban el eclipse. No me contaste lo que te hizo el bueno de tu padre, una mala persona, y que tú tenías diez años, ibas camino de los once y, por lo tanto, estabas en la frontera de la pubertad... y eso empeoraba las cosas.»
«Basta, Ruth, por favor. No podías haber elegido un momento más inoportuno para sacar a relucir esa vieja...»
Pero Ruth no estaba dispuesta a dejarlo. La Ruth que había sido compañera de cuarto de Jessie siempre fue una chica firmemente decidida a decir lo que tenía que decir —hasta la última palabra— y la Ruth que era ahora compañera de cerebro de Jessie no parecía haber cambiado lo más mínimo respecto a aquélla.
«Luego me enteré de que vivías fuera del campus con tres pimpollos del club femenino de estudiantes, princesas de vestiditos línea trapecio y blusas marineras, cada una de las cuales debía ser propietaria de su correspondiente juego de pantalones cortos interiores con la inicial de los días de la semana cosida en la pernera. Creo que tomaste por entonces la consciente determinación de iniciar los entrenamientos para ingresar en el equipo olímpico de limpieza del polvo y encerado de suelos. Te defraudaste a ti misma aquella noche en la casa rectoral de Neuworth, defraudaste a las lágrimas, al dolor y a la rabia, y me defraudaste a mí. Ah, claro, nos vimos alguna otra vez durante cierto tiempo —compartimos en Pat’s una pizza y una jarra de Molson’s—, pero lo cierto es que nuestra amistad se había ido al traste, ¿verdad? Cuando llegó la hora de elegir entre mi persona y lo que sucedió en julio de mil novecientos sesenta y tres, optaste por el eclipse.»
—¿Por qué ahora, Ruth? —preguntó Jessie, sin darse cuenta de que pronunciaba las palabras en voz alta, mientras aumentaba la penumbra en la habitación.
«¿Por qué ahora? Eso es lo que me gustaría saber... dando por sentado que en esta encarnación eres realmente parte de mí, ¿por qué ahora? ¿Por qué precisamente en este momento, cuando menos puedo permitirme la distracción y el desasosiego?»
La respuesta más evidente a esa pregunta era también la menos deseable: porque había un enemigo dentro, un mal bicho amargado al que le parecía magnífico que Jessie se encontrase en aquella situación: esposada, dolorida, sedienta, asustada y sintiéndose desdichada. Un ser resentido que no quería que aquella triste condición de Jessie se aliviara. Una zorra perversa capaz de rebajarse y recurrir a cualquier sucia jugarreta para que ese alivio no se produjera.
«El eclipse total de sol sólo duró aquel día cosa de un minuto, Jessie... salvo en tu cerebro. Ahí todavía sigue desarrollándose, ¿verdad?»
Jessie cerró los ojos y concentró todo su pensamiento y toda su voluntad en la misión de sostener con firmeza el vaso. Contestó mentalmente a la voz de Ruth, sin timidez, como si realmente hablase a otra persona en vez de a una parte de su cerebro que de pronto había decidido que aquél era el instante oportuno para trabajarla, como lo habría expresado Nora Callighan.
«Déjame en paz, Ruth. Si cuando me las haya entendido con ese trago de agua que voy a intentar beberme continúas deseando tratar este asunto, de acuerdo. Pero, de momento, haz el favor de...»
—...cerrar tu jodido pico —concluyó en un susurro.
«Sí», replicó Ruth automáticamente. «Ya sé que dentro de ti hay algo o alguien que trata de echar tierra sobre las palabras, y sé que a veces utiliza mi voz. Es un gran ventrílocuo, de eso no hay duda, pero no soy yo. Yo te quería entonces, y te sigo queriendo ahora. Por eso me esforcé durante tanto tiempo en mantenerme en contacto contigo... porque te apreciaba mucho. Y, supongo, porque las zorras de campanillas como nosotras han de permanecer unidas.»
Jessie esbozó una débil sonrisa, o intentó hacerlo, alrededor de la paja improvisada.
«Ahora, manos a la obra, Jessie. Con los cinco sentidos.»
Jessie aguardó unos segundos, pero no hubo nada más. Ruth se había retirado, al menos de momento. Jessie abrió de nuevo los ojos y luego, despacio, inclinó la cabeza hacia delante, con la enrollada tarjeta sobresaliendo entre sus labios como la boquilla de Franklin Delano Roosevelt.
«Dios mío, por favor, te lo suplico... permite que funcione.»
La paja improvisada se deslizó en el agua, Jessie cerró los párpados y sorbió. Pasaron unos instantes sin que sucediese nada, y un conato de pura desesperación brotó en su mente. Después, por fin, el agua llenó su boca, fresca, dulce, y allí, Jessie experimentó una especie de éxtasis. Habría estallado en sollozos de gratitud de no tener los labios tan intensamente fruncidos en torno al extremo de la enrollada tarjeta de suscripción; dado aquel fruncimiento de la boca, lo único que pudo expresar fue un quejido nebuloso a través de la nariz.
Tragó el agua, que le acarició la garganta como un baño de raso, y se dispuso a aspirar otro sorbo. Lo hizo con tal ardor y tan despreocupadamente como un ternero que se aplicase a la ubre de su madre. La improvisada paja distaba mucho de ser un conducto perfecto, el líquido discurría por él de modo irregular, por lo que llegaba a la boca de Jessie a base de cortas bocanadas e hilillos intermitentes, en vez de hacerlo con uniforme continuidad. Además, la mayor parte de lo que aspiraba se perdía al rezumar por las juntas imperfectas y los pliegues desiguales. Hasta cierto punto, tenía consciencia de ello, llegaba a sus oídos el repiqueteo que producía la filtración al caer como gotas de lluvia sobre la colcha, pero su agradecido cerebro aún creía fervientemente que la paja era uno de los inventos más importantes creados por la imaginación femenina y que, en aquel momento, el apogeo de su vida lo constituía el agua que estaba bebiendo del vaso de su difunto marido.
«No te la bebas toda, Jess... deja un poco para luego.»
Ignoraba cuál de sus compañeras fantasmas había hablado, y tampoco le importaba. Era un consejo estupendo, pero cualquier muchacho de dieciocho años, medio loco de deseo tras seis meses de exaltados magreos con su chica, habría dicho también que no importaba, si la joven accedía por fin; aunque le advirtieran que, si no tenía goma, debía esperar. A veces, Jessie lo estaba descubriendo, era imposible aceptar los consejos de la cabeza, por buenos que fuesen. A veces, el cuerpo se limita a levantarse y apartar de un manotazo todos los buenos consejos. También estaba descubriendo otra cosa: ceder ante aquellas sencillas necesidades físicas podía representar un alivio indecible.
Jessie continuó sorbiendo por la tarjeta enrollada. Inclinó el vaso para mantener la superficie del agua cerca del borde y que la punta del ya pastoso y deformado tubo rojo que formaba la tarjeta alcanzase el líquido. En alguna parte de su cerebro había entrado la comprensión de que la cartulina estaba empapada y perdía más que nunca, de que era una locura no dejar de sorber momentáneamente y esperar a que la tarjeta se secara, pero continuó bebiendo.
Cuando por fin dejó de aspirar fue porque se dio cuenta que a su boca sólo llegaba aire, cosa que llevaba ocurriendo varios segundos. Aún quedaba agua en el vaso de Gerald, pero la punta de la tosca paja ya no la tocaba. En el cobertor, debajo del tubo de cartulina, había una oscura mancha de humedad.
«Podría beberme lo que queda, a pesar de todo. Podría. Es cuestión de retorcer la mano en esa nada natural dirección de retroceso, como hice al principio, la primera vez que necesité coger el vaso. Creo que puedo alargar el cuello un poco más para absorber esos pocos sorbos de agua que quedan ¿Creo que puedo? ¡Sé que puedo!»
Lo sabía y más adelante iba a comprobarlo, pero, de momento, los ejecutivos de la planta superior —la que contaba con todas las buenas panorámicas— habían vuelto a arrebatar el control de la situación a los jornaleros y a los enlaces sindicales que manejaban las máquinas; la sedición estaba sofocada. La sed de Jessie no se había aplacado del todo, ni mucho menos, pero las punzadas de la garganta dejaron de producirse y se sentía mucho mejor... tanto mental como físicamente. Sus pensamientos habían ganado en agudeza y su perspectiva era marginalmente más clara.
Comprendió que se alegraba de en que el vaso quedase un poco de agua. Dos sorbos a través de un tubo de cartulina empapado puede que no representaran la diferencia entre permanecer esposada a las columnas de la cama y encontrar el modo de escabullirse por sí misma y salir de aquel brete —y mucho menos la diferencia entre la vida y la muerte—, pero concentrarse en aquel par de sorbos mantendría entretenida su imaginación cuando reapareciesen, si lo hacían, las malsanas y morbosas tretas mentales. Después de todo, se acercaba la noche, su marido yacía muerto en el suelo, junto a ella, y todo indicaba que tendría que seguir acampada allí.
No era un cuadro muy bonito, sobre todo si al mismo se añadía el hambriento perro vagabundo que vivaqueaba con ella, pero Jessie notó que, a pesar de todo, el sueño volvía a asaltarla. Se esforzó en idear razones para combatir aquella creciente modorra, pero no logró que se le ocurriera ninguna efectiva. Ni siquiera el temor de despertarse con los brazos entumecidos hasta el codo le pareció un argumento digno de tenerse en cuenta. Lo único que tendría que hacer entonces sería removerlos hasta que la sangre volviese a circular. No sería agradable, pero Jessie tampoco dudaba de su capacidad para hacerlo.
«También es posible que se te ocurra alguna idea mientras estás dormida», dijo la Santa Esposa Burlingame. «En los libros siempre pasa eso.»
—Quizá se te ocurra a ti —repuso Jessie—. Al fin y al cabo, hasta ahora, la mejor idea la has tenido tú.
Se tendió en la cama y, con los omoplatos, fue desplazando la almohada hacia arriba, empujándola todo lo que pudo contra la cabecera de la cama. Los hombros le dolían, los brazos (en especial el izquierdo) eran una sucesión de punzadas y los músculos del estómago todavía vibraban como consecuencia del tenso esfuerzo que representó erguir el tronco y mantenerlo adelantado mientras bebía a través de la paja hecho con la tarjeta... pero Jessie se sentía extrañamente contenta. En paz consigo misma.
«¿Contenta? ¿Cómo puedes sentirte contenta? Después de todo, tu marido está muerto, y tú tuviste parte en eso, Jessie. Supongamos que te encuentran. Supongamos que te rescatan. ¿Has imaginado lo que pensará de esta situación quienquiera que te encuentre? ¿Qué supones que va a opinar de esto, tal como se presentan las cosas, el agente Plantación de Té? ¿Cuánto tiempo crees que tardará en decidirse a avisar a la policía del Estado? ¿Treinta segundos? ¿Cuarenta, tal vez? Claro que en esta comarca son lentos de reflejos, ¿no...? Puede que necesite pensárselo dos minutos completos.»
No podía argumentar nada en contra. Era verdad.
«Entonces, ¿cómo puedes sentirte contenta, Jessie? ¿Cómo es posible que te sientas contenta con todo lo que tienes suspendido sobre tu cabeza?»
Lo ignoraba, pero se sentía contenta. Su sensación de tranquilidad era tan profundamente estupenda como un lecho de plumas en una noche de marzo sacudida por el vendaval y la tormenta de aguanieve que ruge desde el noroeste, y tan cálida como el edredón, también de plumas, que añade comodidad a la cama. Sospechaba que causa de la mayor parte de esos sentimientos era puramente física: si una tenía bastante sed, podía, al parecer, embriagarse con medio vaso de agua.
Pero también existía un lado mental. Diez años antes renunció de muy mala gana a su empleo de profesora suplente, cediendo a la presión de la insistente (quizás «implacable» fuese el verdadero término que buscaba) lógica de Gerald. Por entonces él casi ganaba cien mil dólares anuales; comparados con ellos, los cinco, seis o siete grandes de Jessie parecían una miseria. A decir verdad, resultaban más bien un fastidio cuando llegaba el momento de presentar la declaración de renta, los inspectores de Hacienda se llevaban la mayor parte de esos ingresos y encima seguían husmeando los recibos y demás documentos económicos, mientras se preguntaban dónde estaría el resto.
Al quejarse Jessie de aquel comportamiento receloso, Gerald la miró con una mezcla de cariño e irritación. No era del todo aquella cara de «¿Por qué las mujeres tenéis que ser siempre tan bobas?» —la que tardó otros cinco o seis años en mostrar con regularidad—, pero se le parecía mucho.
«Ellos ven lo que gano yo», le explicó, «ven dos grandes automóviles alemanes en el garaje, miran las fotografías de la casa del lago, y luego observan tus impresos de declaración tributaria y ven que trabajas por cuatro perras, por lo que a ellos les parece calderilla. Se les hace muy cuesta arriba creerlo —se temen que hagas trampas, que se trate de una tapadera defraudadora—, de modo que aguzan su olfato y buscan algo que pueda confirmar sus sospechas. No te conocen como te conozco yo, eso es todo.»
No fue capaz de explicarle a Gerald lo que significaba para ella aquel contrato de profesora suplente... o quizá se trató de que él no quiso escucharla. De cualquier modo, daba lo mismo: enseñar, incluso a tiempo parcial, la colmaba en un sentido importante, pero Gerald no podía entenderlo. Como tampoco había entendido el hecho de que aquella suplencia tendía un puente con la vida que Jessie llevaba antes de conocer a Gerald en aquella fiesta del partido republicano, cuando era profesora de inglés, jornada completa en el instituto de Waterville, una mujer que trabajaba para ganarse la vida, a la que apreciaban y respetaban los compañeros y que no tenía que agradecer nada a nadie. No fue capaz de explicarle a Gerald (o él no tuvo la voluntad de escucharla) que dejar la enseñanza —incluso sobre la base de tiempo parcial o a destajo de aquella ultima etapa— la hizo sentirse triste, perdida e inútil.
Aquella sensación de ir a la deriva —ocasionada probablemente tanto por su imposibilidad de quedar embarazada como por su decisión de devolver el contrato sin firmar— abandonó la superficie de su cerebro al cabo de un año o cosa así, pero nunca desapareció por completo de las zonas más profundas de su corazón. A veces se consideraba una especie de cliché: joven profesora se une en matrimonio con prometedor abogado cuyo nombre está cada vez más alto en la puerta, a la tierna edad (profesionalmente hablando) de treinta años. Dicha joven (bueno, relativamente joven) señora entra en su día en el vestíbulo de ese sibilino palacio conocido como la edad mediana, mira a su alrededor y descubre, de pronto, que está completamente sola: sin empleo, sin hijos, con un marido que se concentra casi exclusivamente (una no querría decir que se obsesiona, lo que acaso fuese más acertado, pero que también hubiera sido cruel) en ascender por la fabulosa escalera del éxito.
Esa dama, que se encuentra súbitamente con que los cuarenta están a la vuelta de la siguiente curva del camino, es exactamente la clase de mujer destinada con toda probabilidad a caer en la trampa de las drogas, del amor o de otro hombre. Un hombre más joven que ella, por regla general. Nada de eso le ha sucedido a esta joven (bueno... anteriormente joven) señora, pero Jessie aún disponía de una espantosa cantidad de tiempo: tiempo para dedicarlo a la jardinería, tiempo para ir de paseo, tiempo para tomar clases (la pintura, la escultura, la poesía... y también podía vivir una aventura con el hombre que le enseñase poesía, si deseaba vivirla, y casi lo deseaba). Había tenido tiempo también para llevar a cabo algún trabajito, y así fue como conoció a Nora. Sin embargo, ninguna de esas cosas dejó en ella ninguna sensación parecida a la que experimentaba ahora, la de que el cansancio y los dolores eran medallas al valor y la somnolencia sólo la bien merecida recompensa... la versión para damas esposadas de La hora de Miller, diría una.
«Eh, Jess... la forma en que conseguiste el agua fue algo estupendo de veras.»
Otra voz extraterrestre, pero en esa ocasión a Jessie no le importó. Con tal de que Ruth estuviera un rato sin aparecer... Ruth era interesante, pero también agotadora.
«No sabes la barbaridad de gente que jamás habría alcanzado siquiera el vaso», continuó la admiradora extraterrestre. «Y utilizar esa tarjeta doblada como paja... eso ha sido un golpe maestro. De modo que, adelante, continúa sintiéndote contenta. Se te concede. Y también tienes derecho a descabezar un sueñecito.»
«Pero el perro...», articuló dubitativamente la Bendita.
«Ese perro no va a ocasionarte la más condenadamente mínima molestia... y sabes muy bien por qué.»
Sí. La razón por la que el perro no iba a molestarla en absoluto yacía en el suelo de la habitación, junto a la cama. Gerald no era ya más que una sombra entre las sombras, cosa por al que Jessie se sintió agradecida. Fuera, el viento volvía a soplar. Su siseo entre los pinos era reconfortante, adormecedor. Jessie cerró los ojos.
«¡Cuidado con lo que sueñas!», advirtió la Bendita con voz impregnada de repentina alarma, aunque sonaba distante y no terriblemente conminatoria. Pero insistió en su aviso: «¡Cuidado con lo que sueñas, Jessie! ¡Hablo en serio!».
Sí, claro que hablaba en serio. La Santa Esposa era la seriedad personificada, siempre, lo que significaba que, a menudo, también era cargante.
«Sueñe lo que sueñe», pensó Jessie, «no será que tengo sed. En los últimos diez años no he obtenido muchas victorias claras —principalmente, lo que he hecho ha sido enzarzarme en una serie ininterrumpida de sombrías escaramuzas—, pero conseguir ese vaso de agua ha sido un triunfo diáfano. ¿O no?»
«Sí», convino la voz extraterrestre. Era vagamente masculina y Jessie se sorprendió a sí misma preguntándose, un tanto adormiladamente, si no sería la voz de su hermano, Will... Will, de niño, allá por los sesenta. «Apuesta a que sí. Era algo estupendo.»
Cinco minutos después, Jessie estaba profundamente dormida, con los brazos hacia arriba, extendidos para forma una V, sujetas las muñecas esposadas a los postes de la cama, aunque sin tensión, y la cabeza inclinada sobre el hombro derecho (la postura menos penosa), mientras le brotaban de la boca despaciosos y prolongados ronquidos. En algún momento —mucho después de que cayese la oscuridad y la blanca corteza de la Luna se elevara por el este—, el perro volvió a aparecer en el umbral de la alcoba.
Al igual que Jessie, estaba mucho más tranquilo, una vez satisfecha su necesidad más perentoria y acallado en cierta medida el clamor de su estómago. Contempló absorto a la mujer durante largo rato, erecta la oreja buena y alzado el hocico, en tanto trataba de determinar si el amo hembra estaba dormido o sólo lo fingía. Decidió basándose en el olfato —el sudor que ya se secaba, la ausencia del crepitante hedor a ozono de la adrenalina— que estaba dormida. Esta vez no habría patadas ni gritos... siempre y cuando actuara con cautela y no la despertase.
El perro anduvo silenciosamente hacia la carne amontonada en mitad del suelo. Aunque había disminuido el hambre del animal, la carne despedía ahora un olor más apetitoso. Ello era porque con su merienda inicial recorrió un largo camino hacia la ruptura de un innato y ancestral tabú relativo a aquella clase de carne, aunque el perro ignoraba todo eso y, de haberlo sabido, tampoco habría hecho caso.
Agachó la cabeza, empezó por olfatear con toda la delicadeza de un gastrónomo el ya seductor aroma del difunto abogado y luego cerró los dientes con suavidad sobre el labio inferior de Gerald. Tiró, despacio, y el trozo de carne fue alargándose paulatinamente. El rostro de Gerald se contrajo como si esbozara un monstruoso puchero. Finalmente, el labio se desgarró y los dientes inferiores quedaron al descubierto, en una enorme sonrisa muerta. El perro engulló de golpe aquella pequeña exquisitez y luego se lamió el hocico. Meneó de nuevo el rabo, esa vez con lentitud y satisfacción. Dos puntitos de luz bailaban en las alturas del techo; los rayos de la Luna se reflejaban en los empastes que rellenaban dos molares inferiores de Gerald. Le habían hecho aquellos empastes sólo quince días atrás y aún estaban nuevecitos y brillantes como monedas de veinticinco centavos recién acuñadas.
El perro se relamió por segunda vez, fija la afectuosa mirada en el cadáver de Gerald. A continuación alargó el cuello, casi exactamente igual que Jessie cuando estiró el suyo para introducir la paja en el vaso de agua. El animal husmeó el rostro de Gerald, pero no sólo lo husmeó; permitió también que su nariz disfrutase allí de una fiesta olfativa, primero con una muestra del tenue olor a producto abrillantador del suelo que despedía el cerumen desde las profundidades de la oreja izquierda del amo muerto, después con la mezcla de emanaciones de sudor y Prell que brotaban en el nacimiento del pelo, y luego con el fuerte y fascinantemente amargo tufo de la sangre coagulada en la coronilla de Gerald. Se demoró largamente sobre la nariz del cadáver, donde, con su arañado, sucio pero, ah, sensible hocico, efectuó una minuciosa investigación de aquellos canales desprovistos ahora de corrientes y mareas. Reapareció el sibaritismo gastronómico, la sensación de que el perro elegía entre muchos tesoros.
Por fin, clavó a fondo sus afilados dientes en la mejilla izquierda de Gerald, los de arriba se unieron a los de abajo y empezó a tirar.
Encima de la cama, Jessie empezó a mover frenéticamente los ojos, detrás de los párpados, y emitió un agudo lamento: un gemido agudo y ondulante, lleno de terror y reconocimiento.
El perro alzó la cabeza automáticamente y su cuerpo se encogió en instintivo gesto de temerosa culpabilidad. No le duró mucho; ya había empezado a considerar aquella pila de carne como algo que no le estaba estrictamente prohibido, abordable sólo cuando le impulsaran los agobios del hambre y la inminente inanición, pero que constituía su despensa particular, por la que estaba dispuesto a luchar —y acaso a morir— si se la disputaban. Por otra parte, no se trataba más que de un amo hembra que hacía ruido, y el perro tenía la absoluta certeza de que tal ama hembra era inofensiva.
Volvió a agachar la cabeza, mordió una vez más la mejilla de Gerald Burlingame, dio un tirón hacia atrás y agitó simultáneamente la cabeza a derecha e izquierda. Se soltó una larga cinta de carne del carrillo del cadáver, con un ruido semejante al de un trozo de esparadrapo que se arranca bruscamente del rollo. Gerald no tenía ya en el rostro aquella sonrisa feroz y depredadora del hombre que acaba de ligar una escalera real en una partida de póquer de apuestas altas.
Jessie volvió a gemir. Siguió al lamento un rosario de palabras guturales, ininteligibles, pronunciadas entre sueños. El perro levantó de nuevo la cabeza para mirarla. Estaba seguro de que el amo hembra no podía saltar de la cama y molestarle, pero, con todo, aquellos sonidos le inquietaban. El viejo tabú, disipado en parte, no había desaparecido del todo.
Además el hambre estaba saciada; lo que hacía ahora no era comer, sino tomarse un piscolabis. Dio media vuelta y salió trotando de la alcoba. La mayor parte de la mejilla izquierda de Gerald le colgaba de la boca como el cuero cabelludo de un niño.
11
Catorce de agosto de 1965... dos años y unas semanas después del día en que el sol desapareció. Es el cumpleaños de Will; se ha pasado todo el día dando vueltas y diciendo a la gente, en tono solemne, que ha vivido un año por cada entrada conseguida en un partido de béisbol. A Jessie le resulta imposible entender por qué le parece eso tan importante a su hermano, pero resulta evidente que es así, por lo que la muchacha llega a la conclusión de que si Will quiere comparar su vida con un partido de pelota base, santo y bueno.
Durante largo rato, todo lo que sucede en la fiesta de cumpleaños de su hermano pequeño es santo y bueno. Marvin Gaye actúa a través del tocadiscos, cierto, pero no es la mala canción, la peligrosa canción. «Maldito si me fuera», tararea Marvin, burlonamente amenazador. «Estaría lejos mucho tiempo... nena.» Desde luego se trata de una canción bastante cuca, y la verdad es que el día ha sido bastante mejor que bueno, al menos hasta entonces; ha sido, en palabras de la tía abuela de Jessie, Katherine «mejor que la música de violín». Incluso el padre de Jessie opina lo mismo, aunque cuando se sugirió por primera vez, no le entusiasmó demasiado la idea de volver a Falmouth para celebrar el cumpleaños de Will. Luego Jessie le oyó que decía a mamá: «Supongo que, después de todo, es una buena idea», lo que hace que la chica se sienta mejor, porque había sido ella —Jessie Mahout, hija de Tom y Sally, hermana de Will y Maddy, esposa de nadie— quien animó tal idea. Ella es la razón por la cual todos están allí, en vez de en el interior, en Sunset Trails.
Sunset Trails es el campamento de la familia (aunque al cabo de tres generaciones de azarosa expansión de la estirpe es lo bastante grande como para que pueda calificarse de complejo residencial) en el extremo norte del lago Dark Score. Este año se ha quebrantado la acostumbrada norma de las nueve semanas de retiro allí porque Will quiere —sólo esta vez, ha dicho a su madre y a su padre, en el tono cargado de sufriente nobleza del viejo aristócrata que sabe que no puede engañar al segador durante mucho más tiempo— celebrar su fiesta de aniversario en compañía de sus amigos del resto del año y de su propia parentela.
De entrada, Tom Mahout veta la idea. Es un agente de bolsa que divide su tiempo entre Portland y Boston, y que se ha pasado años asegurando a su familia que no cree en esa propaganda relativa a la manera en que los individuos que acuden al trabajo con corbata y camisa de cuello blanco pierden el tiempo haraganeando todo el día... remoloneando en torno al refrigerador de agua o dictando invitaciones para almorzar a las preciosas rubias que componen el cuadro de taquígrafas. «En todo el condado de Aroostock no hay un solo barbado destripaterrones cultivador de patatas que trabaje más que yo», les decía cada dos por tres. «No es fácil mantenerse en el mercado a la altura de las circunstancias, y tampoco resulta particularmente encantador, por mucho que hayáis oído en sentido contrario.» La verdad es que nadie ha oído nada en sentido contrario, todos (incluida, con toda probabilidad, la esposa, aunque Sally no lo hubiera dicho) creen que el trabajo de Tom Mahout es más aburrido que el de un burro de noria y sólo Maddy tiene idea, una idea de lo más ambigua, de lo que el padre hace.
Tom insiste en que necesita esa temporada completa en el lago para recuperarse de las tensiones de su trabajo y en que su hijo dispondrá en delante de una barbaridad de cumpleaños que celebrar con sus amigos. Al fin y al cabo, Will va a cumplir nueve, no noventa. «Además», añade Tom, «las fiestas de cumpleaños con tus amigotes no serán realmente divertidas hasta que tengas la edad suficiente como para liquidaros un par de barriles».
Así que la petición de Will de celebrar su cumpleaños en el domicilio oficial de la familia, en la costa, probablemente hubiera recibido una negativa en redondo, a no ser por el súbito y sorprendente apoyo que Jessie da al proyecto (y que para Will es más sorprendente todavía; Jessie es tres años mayor que él y en infinidad de momentos y ocasiones Will no está seguro de que ella recuerde que tiene un hermano). Tom empieza a considerar la idea con simpatía una vez Jessie sugiere con voz suave que quizá sería divertido volver a casa —durante sólo dos o tres días, naturalmente—, celebrar una fiesta en el jardín, con partidos de cróquet y bádminton, barbacoa y farolillos japoneses que se encenderían al anochecer. Tom es la clase de hombre que se tiene por un «hijo de perra con voluntad de hierro» y del que los demás suelen pensar a menudo que es un «obstinado viejo cabrón»; pero, se mire por donde se mire, es un hombre difícil de mover cuando ha plantado los pies... y ha apretado las mandíbulas.
Su hija menor es una excepción a la regla. Jessie encuentra con frecuencia el modo de llegar a la voluntad de su padre, utilizando alguna vía o pasadizo secreto que el resto de la familia ignora. Sally cree —con cierta justificación— que su criatura mediana siempre ha sido la favorita de Tom y que Tom se equivoca al dar por supuesto que las otras no lo saben. Maddy y Will se lo plantean en términos más simples: creen que Jessie da coba a su padre y que éste, a cambio, la malcría.
«Si papá sorprende a Jessie fumando», le había dicho Will a su hermana un año antes, cuando Tom pilló a Maddy en el momento en que cometía la misma falta, «lo más seguro es que le comprase un encendedor.» Maddy se echó a reír, completamente de acuerdo, y abrazó a su hermano. Pero ni ellos ni su madre tienen la más remota idea del secreto que, como un montón de carne putrefacta, existe entre Tom Mahout y su hija pequeña.
La propia Jessie cree que atiende los deseos de su hermano menor, que está sacando la cara por él. Tampoco tiene idea, al menos en la superficie de su cerebro, de hasta qué punto ha llegado a odiar Sunset Trails y lo enormemente deseosa que está de alejarse de allí. Ha llegado asimismo a odiar aquel lago que tan apasionadamente amó en otro tiempo... aborrece, sobre todo, el tenue y suave olor a mineral. En 1965 apenas soporta nadar en sus aguas, ni siquiera en los días en que el calor aprieta de veras. Sabe que su madre cree que se trata de sus formas —Jessie floreció temprano, lo mismo que Sally, y a los doce años tiene ya figura de mujer casi desarrollada del todo—, pero no se trata de sus formas. Se ha acostumbrado a eso y sabe que, con cualquiera de sus bañadores viejos deslucidos, dista mucho de ser una modelo de Playboy. No, no es cuestión de sus pechos, ni de sus caderas, ni de su trasero. Es ese olor.
Sean cuales fueren las razones y los motivos que puedan arremolinarse bajo la superficie, el jefe y cabeza de familia accede a la solicitud de Will Mahout. Regresaron ayer a la costa, emprendiendo el viajo temprano a fin de que Sally (con la entusiasta colaboración de sus dos hijas) dispusiera de tiempo suficiente para preparar la fiesta. Y hoy estamos a 14 de agosto y el 14 de agosto es la apoteosis del verano en Maine, un día de cielo azul marino descolorido y gruesas nubes blancas, con el aire refrescado por la brisa del océano impregnada de sal.
Tierra adentro —lo que incluye el distrito de los lagos, donde encuentra Sunset Trails, a la orilla del lago Dark Score, desde que el abuelo de Tom Mahout construyó la cabaña original, en 1923—, las arboledas, los lagos, los estanques y las ciénagas rezuman bajo temperaturas que superan los treinta y cinco grados centígrados, con humedades que casi alcanzan el punto de saturación, mientras aquí, en la costa, estamos sólo a unos veinticinco grados centígrados. La brisa marina es un plus extraordinario, que reduce la humedad hasta hacerla insignificante y se lleva a los mosquitos y jejenes. El césped está repleto de niños, en su mayoría amigos de Will, pero también hay chicas que alternan con Maddy y con Jessie, y, por una vez, mirabile dictu, todos parecen confraternizar. No se ha producido más que un rifirrafe sin importancia y, hacia las cinco, cuando Tom se lleva a los labios el primer martini de la jornada, mira a Jessie, que se encuentra cerca con el mazo de cróquet al hombro como si fuera el fusil de un centinela (y que también está lo bastante cerca de sus padres como para oír lo que parece una conversación despreocupada entre marido y mujer, pero de la que se desprende algo que puede tomarse como un sutil piropo que el padre dirige a la hija). El hombre dice luego a su esposa: «Creo que, después de todo, ha sido una buena idea».
«Mejor que buena», piensa Jessie. «Absolutamente formidable y totalmente magnífica, si quieres que te diga la verdad.» Eso no es lo que en realidad quiere decir, lo que en realidad piensa, pero sería demasiado peligroso manifestar el resto en voz alta; sería tentar a los dioses. Lo que en realidad piensa es que el día es perfecto... una perita en dulce de día. Es estupenda hasta la canción que difunde sonoramente el tocadiscos portátil de Maddy (que la hermana mayor de Jessie ha sacado alegremente al patio para la ocasión, aunque normalmente es el Gran Icono Intocable). La verdad es que a Jessie nunca le ha gustado Marvin Gaye —no más de lo que vaya a gustarle nunca el suave olor mineral que surge del lago en las tardes calurosas de verano—, pero esta canción está bien. Maldito sea si no eres una preciosidad... nena: tonta, pero no peligrosa.
Estamos a 14 de agosto de 1965, un día que estaba, un día que aún está en la mente de una mujer soñadora esposada a los postes de la cama en una casa a orillas del lago, a sesenta y cinco kilómetros de Dark Score (pero con el mismo tufo mineral, aquel evocador y antipático efluvio de los calurosos y tranquilos días estivales), aunque la niña de doce años que era no ve que Will se le acerca sigilosamente cuando ella se inclina para golpear la bola de cróquet, convirtiendo sus nalgas en un objetivo demasiado tentador para que lo pase por alto un chico que sólo ha vivido un año por cada entrada de béisbol que ha conseguido, una parte del cerebro de la adolescente sabe que Will está allí y ésa es la costura por la que el sueño se hilvana y pasa a ser pesadilla.
Jessie prepara su tiro, concentrándose en la puerta, situada a cosa de metro ochenta. Un tiro difícil, pero no imposible, y si consigue hacer pasar la bola por la puerta, puede alcanzar a Caroline, al fin y al cabo. Eso sería estupendo, porque Caroline casi siempre la gana al cróquet. Entonces, en el preciso momento en que echa hacia atrás el mazo, cambia la música que llega desde el tocadiscos.
«Ouuuwuuu, escuchad todos», entona Marvin Gaye, y esa vez a Jessie le parece algo más que burlonamente ominosa, «especialmente vosotras, las chicas...»
Una serie de escalofríos recorre la carne de gallina de los bronceados brazos de Jessie.
«... ¿ha de quedarse uno solo cuando la chica a la que se ama no está nunca en casa...? Mis amigos dicen a veces que la quiero demasiado... »
Se le entumecen los dedos y deja de sentir en la mano el tacto del mazo. Las muñecas le hormiguean como si las tuviese sujetas por
«(el cepo la Bendita está en el cepo venida a ver a la Bendita en el cepo venida a reíros de la Bendita cogida en el cepo)»
abrazaderas invisibles, y el alma se le cae a los pies súbita y desmayadamente. Es la otra canción, la canción equivocada, la mala canción.
«... pero creo... creo... que a una mujer hay que amarla así...»
Levanta la vista hacia el grupito de chicas que esperan a que efectúe su tiro y observa que Caroline se ha ido. De pies allí, en su lugar, está Nora Callaghan. Lleva trenzas, tiene un toque de cinc blanco en la punta de la nariz, calza las zapatillas de lona amarilla que usa Caroline y luce también su relicario —el que guarda en su interior la diminuta fotografía de Paul McCartney—, pero sus ojos son los ojos verdes de Nora y la miran con la profunda compasión de los adultos. Jessie recuerda de pronto que Will —incitado indudablemente por sus compinches, que parlotean mientras beben coca cola y comen pastel alemán de chocolate, como el propio Will— se le está acercando subrepticiamente, que se dispone a hacerle alguna jugarreta. Cuando lo haga, ella reaccionará fulminantemente, girará en redondo y le sacudirá en la boca, lo que tal vez no eche a perder por completo la fiesta, pero desde luego le asestará un buen golpe a su placentera perfección. Trata de soltar el mazo, desea enderezar el cuerpo y dar media vuelta antes de que todo eso ocurra. Quiere cambiar el pasado, pero el pasado es un peso muerto... Jessie comprueba que intentar alterarlo es como pretender levantar una casa por una de sus esquinas para ver si debajo del edificio están las cosas que se han perdido, que se han olvidado o que se han escondido.
A su espalda, alguien ha aumentado el volumen del pequeño tocadiscos de Maddy y la espantosa canción suena más alta que nunca, brillante, triunfal y sádica: «Me duele tanto y tan dentro... Se me trata tan cruelmente... Alguien, en alguna parte... Ha de decirle que no es justo...».
Intenta de nuevo desembarazarse del mazo —arrojarlo lejos—, pero no puede hacerlo; es como si alguien se lo hubiera sujetado con unas esposas.
«¡Nora!», grita. «¡Tienes que ayudarme, Nora! ¡Deténle!»
(Fue en ese punto del sueño cuando Jessie gimió por primera vez, provocando el sobresalto del perro e impulsándole a apartarse del cadáver de Gerald.)
Nora sacude la cabeza, lenta y gravemente.
«No puedo ayudarte, Jessie. Dependes de ti misma... todos dependemos de nosotros mismos. Por norma, a mis pacientes no les digo eso, pero creo que en tu caso es mejor ser sincera»
«¡Es que no lo entiendes! ¡No puedo pasar otra vez por esto! ¡NO PUEDO!»
«Vamos, no seas tonta», dice Nora, de súbito impaciente. Se dispone a marchar, como si no pudiera resistir la vista del levantado y furioso rostro de Jessie. «No vas a morirte; no es veneno.»
Jessie mira frenéticamente a su alrededor (aunque sigue sin poder enderezarse, sin poder evitar que su culo constituya un objetivo tentador para su hermano, que sin duda llega ya) y observa que su amiga Tammy Hough se ha marchado; allí, vestida con la blusa amarilla y los blancos pantalones cortos de Tammy está Ruth Neary. Sostiene en una mano el mazo de cróquet de Tammy, decorado con una banda roja, y un Marlboro en la otra. Su boca se curva hacia arriba por las comisuras, para dibujar su acostumbrada sonrisa sardónica, pero sus ojos despiden seriedad y están saturados de tristeza.
«¡Ayúdame, Ruth!», grita Jessie. «¡Tienes que ayudarme!»
Ruth da una profunda chupada al cigarrillo y luego lo apaga, aplastándolo contra la hierba con una de las sandalias de suela de corcho de Tammy Hough.
«¡Jesús, cariño...! Va a darte un tiento de nada, no va a clavarte en el culo un pincho como el que se emplea para arrear al ganado. Lo sabes tan bien como yo; ya te ha ocurrido antes. Entonces, ¿dónde está el problema?»
«¡No es un tiento de nada! ¡No lo es y tú lo sabes!»
«Es el viejo susto del grito de la lechuza.»
«¿Cómo? ¿Qué signifi...?»
«Significa que ¿cómo puedo saber algo sobre ALGO?», responde Ruth a gritos. Hay rabia en la superficie de su voz y ofensa profunda bajo esa superficie. «No quisiste contármelo... no querías contárselo a nadie. Huiste. Saliste corriendo como un conejo asustado al oír el grito de una vieja lechuza y ver su sombra proyectada sobre la hierba.»
«¡NO PODÍA CONTARLO!», chilla Jessie. Ahora ve una sombra sobre la hierba, junto a ella, como si las palabras de Ruth la hubiesen hecho aparecer. Sin embargo, no es la sombra de una lechuza; es la sombra de su hermano. Oye sus risitas ahogadas, comprende que se le está acercando para pincharla, pero ella continúa sin poder ponerse derecha y mucho menos alejarse. No puede de ninguna manera alterar lo que va a ocurrir y se da cuenta de que todo ello es la mera esencia tanto de la pesadilla como de la tragedia. No es miedo, sino impotencia.
«¡NO PODÍA!», chilla de nuevo, dirigiéndose a Ruth. «¡No podía, ni hablar! ¡Habría matado a mamá... o destruido la familia... o las dos cosas! ¡Lo dijo él! ¡Papá lo dijo!»
«Odio tener que ser yo la que te adelante esta noticia particular, tesoro, pero el próximo mes de diciembre hará doce años que falleció tu querido papaíto. Entonces, ¿no podemos ahorrarnos aunque sólo sea un poco de este melodrama? No es como si te hubieran colgado en el tendedero por los pezones y después se aprestasen a prender fuego a los pelos de la vagina, ¿sabes?»
Pero Jessie no quiere oír hablar de ello, no tiene malditas las ganas de considerar —ni siquiera en un sueño— la posibilidad de evaluar de nuevo su enterrado pretérito; una vez empiezan a caer las fichas de dominó, ¿quién sabe dónde acabará la cosa? De modo que se tapa los oídos, negándose a escuchar las palabras de Ruth, y sigue contemplando a su antigua compañera de habitación en la facultad con aquella mirada profunda e implorante que a menudo provocaba en Ruth (cuya cobertura de baño de azúcar nunca rebasaba el espesor de la escarcha) un estallido de risa, antes de rendirse y decir que sí a lo que Jessie deseara que hiciese.
«¡Ruth, tienes que ayudarme! ¡Tienes que hacerlo!»
Pero en esta ocasión la mirada implorante no surte ningún efecto.
«No lo creo, cariño. Los pimpollos del club femenino de estudiantes se han largado, ha sonado ya hace rato la hora de cerrar, huir es imposible y despertar tampoco es una opción. Éste es el tren del misterio, Jessie. Tú eres el conejito; yo soy la lechuza. Allí vamos... todo el mundo a bordo. Apriétense los cinturones, bien apretados. Éste es un viaje con billete de clase E.»
«¡No!»
Pero ahora, ante el horror de Jessie, el día empieza a oscurecerse. Pudiera tratarse de que el sol se ha ocultado detrás de una nube, pero Jessie sabe que no es así. El Sol se ha ido. Las estrellas no tardarán en brillar en un cielo vespertino de verano y la vieja lechuza ahuyentará a la paloma. Ha sonado la hora del eclipse.
«¡No!», repite Jessie su chillido. «¡Eso fue hace dos años!»
«En eso te equivocas, bonita», dice Ruth Neary. «Porque nunca terminó. Para ti, el Sol no ha vuelto.»
Jessie abre la boca para negarlo, para decirle a Ruth que es tan culpable de exageración dramática como Nora, que no cesa de empujarla hacia una puerta que ella no quiere abrir, que no para de asegurarle que se puede mejorar el presente mediante el examen del pasado, como si una pudiera darle un sabor más suculento a la cena de hoy sazonándola con los restos agusanados de la comida de ayer. Quiere decirle a Nora, como le dijo aquel día en que salió de su despacho para siempre, que hay una gran diferencia entre vivir con algo y estar prisionero de ese algo. «¿No comprendéis, pareja de mentecatas, que el Culto Ególatra no es más que otra clase de culto?», quiere decirles, pero antes de que pueda hacer algo más que abrir la boca, se produce la invasión: una mano entre sus muslos ligeramente separados, el índice que se introduce y presiona en la grieta de las nalgas, los dedos que se pegan a la tela del pantalón y aprietan justo encima de la vagina, y esta vez no es la manita inocente del hermano; la que tiene entre las piernas es una mano mucho mayor que la de Will y nada inocente. La mala canción suena en la radio, las estrellas han aparecido a las tres de la tarde, y así
(«no morirás no es veneno»)
es como los adultos se pinchan unos a otros.
Gira rápidamente y espera ver a su padre. Papá le hizo algo parecido durante el eclipse, algo que Jessie supone que los quejicas beatos del Culto Ególatra, las encasilladoras como Ruth y Nora, llamarían abusos deshonestos contra menores. De cualquier modo, será él —está muy segura— y Jessie teme que le apliquen un castigo terrible por lo que él hizo, al margen de lo grave o trivial que fuera: Jessie levantará el mazo de cróquet, se lo estampará en la cara, le romperá la nariz y le partirá los dientes, y cuando él se desplome sobre la hierba, aparecerán los perros y lo devorarán.
Salvo que no es Tom Mahout quien está allí; es Gerald. Está desnudo. Desde la parte inferior del rosado vientre, el pene de un abogado se yergue apuntando hacia ella. Gerald lleva en cada mano un juego de esposas Kreigg de la policía. Las alarga hacia Jessie en la penumbra del anochecer. El resplandor de las estrellas arranca reflejos anormales en la boca de las esposas, que tiene grabado un M-17, porque el proveedor no pudo suministrarle unas F-23.
«Vamos, Jess», le sonríe. «No es como si no supieras de qué va. Además, te gusta. La primera vez le diste con tanto entusiasmo al asunto que poco faltó para que estallaras. No tengo inconveniente en reconocer que fue el pedazo de polvo más portentoso que he echado en mi vida, tan impresionante que a veces sueño con él. ¿Y sabes por qué fue tan estupendo? Porque tú no tuviste que responsabilizarte de nada. Casi todas las mujeres disfrutan más cuando el hombre se hace cargo de todo: es una circunstancia de la psicología femenina científicamente demostrada. ¿Te comportaste así cuando tu padre te molestó, Jessie? Apuesto a que sí. Apuesto a que te entregaste a fondo y estuviste a punto de explotar. El Culto Ególatra puede tener muchas ganas de discutir estos puntos, pero nosotros conocemos la verdad, ¿a que sí? Hay mujeres que saben lo que quieren, pero hay otras que necesitan que el hombre les diga lo que quieren,. Tú eres de estas últimas. Lo cual está muy bien, Jessie; por eso están aquí las esposas. Sólo que en realidad no son esposas. Son pulseras de amor. Así que póntelas, cariño. Póntelas...»
Jessie retrocede, menea la cabeza, no sabe si reír o llorar. El tema es nuevo, pero la retórica le resulta demasiado familiar.
«Los trucos de leguleyo no funcionan conmigo, Gerald. Llevo mucho tiempo casada con uno. Los dos sabemos que ese asunto de las esposas nunca tuvo nada que ver conmigo. Era contigo con quien tenía algo que ver... y un poco con tu viejo John Thomas y sus aturdimientos etílicos. De forma que ahórrate el rollo de tu jodida versión de la psicología femenina, ¿vale?»
Gerald sonríe con suficiencia, de un modo desconcertante.
«Buen disparo, nena. No te sirve de nada, pero eso no impide que hay sido un intento condenadamente bueno. La mejor defensa es un buen ataque, ¿verdad? Me parece que fui yo quien te lo enseñó. Pero no importa. Ahora tienes que tomar una decisión. O te pones las pulseras o me sacudes con el mazo y me matas otra vez.»
Jessie mira en torno y el pánico y la desolación irrumpen en su ánimo al darse cuenta de que todos los asistentes a la fiesta de Will están presenciando el enfrentamiento que mantiene con aquel hombre desnudo (a excepción de las gafas), con unos kilos de más y sexualmente empalmado... y no sólo su familia, sino también los amigos de la infancia. La señora Henderson, que será su tutora en el primer curso de la facultad, está junto a la tina de ponche; Bobby Hagen, que será su pareja de baile de fin de curso —y que se la follará en el asiento posterior del Oldsmobile 88 del padre del chico— se encuentra en el patio, junto a la rubia de la casa parroquial de Neuworth, la joven cuyos padres la querían pero idolatraban a su hermano.
«Barry», piensa Jessie. «Ella se llama Olivia y su hermano, Barry.»
La rubia escucha a Bobby Hagen, pero está mirando a Jessie; su rostro aparece tranquilo, aunque ojeroso y macilento. Lleva un chándal con el dibujo de Mr. Natural, el personaje de Robert Crumb, apresurándose por una calle urbana. Las palabras del bocadillo que sale de los labios de Mr. Natural son: «El vicio es estupendo, pero el incesto es mejor». Detrás de Olivia, Kendall Wilson, que contrató a Jessie en su primer empleo en la enseñanza, corta un trozo del pastel de chocolate para la señora Paige, su profesora de piano de la infancia. La señora Paige tiene un aspecto notablemente vivaz para una mujer que falleció de un fulminante ataque de apoplejía hace un año, mientras cogía manzanas en el Pomar de Corrit, en Alfred.
Jessie piensa: «Esto no es como en un sueño; es como ahogarse. Todas las personas que he conocido en mi vida se encuentran ahí, bajo el extraño resplandor de las estrellas que tachonan un cielo vespertino, y todo el mundo contempla a mi marido que, en pelotas, intenta ponerme las esposas mientras Marvin Gaye canta Puedo presentar un testigo. Si hay algo que pueda servirme de consuelo, ese algo es: no hay posibilidad alguna de que las cosas empeoren para mí».
Y entonces reaccionan. La señora Wertz, su profesora de primer curso, rompe a reír. El anciano señor Cobb, jardinero de la familia hasta que se jubiló en 1964, le hace coro. Maddy se une a las carcajadas, lo mismo que Ruth y que Olivia, la muchacha de las cicatrices en los pechos. Kendall Wilson y Bobby Hagen casi se doblan sobre sí mismos y se palmean la espalda mutuamente como clientes de la barbería local que acaban de oír el mejor de los chistes verdes que se han contado jamás. Tal vez uno cuya gracia reside en «un sistema de vida para un coño».
Jessie baja la mirada sobre sí y observa que también está completamente desnuda. Sobre los senos, escritas con carmín de ese lápiz labial conocido por la denominación de «Peppermint Yum-Yum», hay escritas tres palabras malditas: HIJITA DE PAPÁ.
«Tengo que despertarme», piensa. «Me moriré de vergüenza si no me despierto.»
Pero no se despierta, al menos enseguida. Alza los ojos y ve que la desconcertante y plena de suficiencia sonrisa de Gerald se ha convertido en una amplia herida. De súbito, el hocico empapado de sangre del perro vagabundo asoma entre los dientes de Gerald. El chucho también sonríe y la cabeza que aparece entre los incisivos del animal, como el principio de una criatura obscena que se dispone a nacer, es la del padre de Jessie. Sus ojos, siempre de un tono azul brillante, son ahora grises y pálidos por encima de la sonrisa. Jessie comprende que son los ojos de Olivia, y luego se percata también de otra cosa: el olor a mineral de las aguas del lago, tan suave y sin embargo tan terrible, está en todas partes.
«Amo con demasiada intensidad, dicen a veces mis amigos», canta el padre de Jessie dentro de la boca del perro que está dentro de la boca de Gerald. «Pero creo, creo que a una mujer hay que amarla así...»
Jessie estalla en alaridos, arroja el mazo y echa a correr. Al pasar junto a la monstruosa criatura con su cadena de cabezas anidadas en la boca, Gerald cierra una de las esposas en torno a la muñeca de la mujer.
«¡Te cogí!», grita Gerald triunfalmente. «¡Te cogí, mi bella y soberbia señora!»
Al principio, Jessie cree que el eclipse no debía de ser total, pese a todo, ya que el día ha empezado a oscurecerse aún más. Después se le ocurre que probablemente se está desmayando. Idea acompañada de una sensación de alivio y gratitud profundos.
«No seas tonta, Jess... una no puede desmayarse en un sueño.»
Pero cree que puede estar haciendo precisamente eso y, en definitiva, tampoco importa mucho si es un desmayo o una caverna de sueño más profunda lo que le permite huir como el superviviente de un cataclismo. Lo que verdaderamente le importa es que al final consiga escapar del sueño que la ha atacado de un modo mucho más poderoso que el acto de su padre aquel día en el porche. Por fin se está escapando y el agradecimiento parece una respuesta a las circunstancias agradablemente normal.
Casi ha logrado entrar en aquella reconfortante caverna de oscuridad cuando se inmiscuye un ruido: un ruido áspero y desagradable, como un fragoso acceso de tos. Intenta eludir ese ruido:, pero comprueba que no le es posible. La ha agarrado como un gancho y como un gancho tira de ella hacia el vasto pero frágil cielo de plata que constituye la frontera entre el suelo y la consciencia.
12
El antiguo Príncipe, en otro tiempo orgullo y alegría de Catherine Sutlin, permaneció sentado cosa de diez minutos en la entrada de la cocina, tras su última incursión a la alcoba. Tiene la cabeza levantada, los ojos muy abiertos y no pestañea. Durante los dos últimos meses ha subsistido con un mínimo de alimentos y esta tarde se ha despachado a gusto —se ha dado un atracón, la verdad—, por lo que debería sentirse torpe y soñoliento. Así fue durante un rato, pero el sopor ha desaparecido ya. Lo ha reemplazado una sensación de nerviosismo que aumenta de modo uniforme. Algo ha hecho saltar algunos de los alambres finos como cabellos tendidos en esa zona mística donde se superponen los sentidos y la intuición del perro. El amo hembra seguía gimiendo en la otra habitación y, de vez en cuando, dejaba oír sonidos de palabras, pero esos rumores no eran la causa de los temores del can; no fueron lo que le impulsó a erguir el cuerpo, cuando estaba a punto de caer en un sueño plácido, ni el motivo por el que su oreja buena estaba ahora alerta, inclinada hacia delante, y su hocico se había arrugado hacia atrás para enseñar las puntas de los dientes.
Era otra cosa... algo que no estaba bien... algo que posiblemente representase un peligro.
Cuando el sueño de Jessie alcanzó la cima e inició el descenso para hundirse en la oscuridad, el perro se puso en pie repentinamente incapaz de resistir por más tiempo el chisporroteo de sus nervios al rojo. Dio media vuelta, abrió con el hico la puerta posterior de la casa y salió a la ventosa lobreguez de la noche. Mientras lo hacía, un olor extraño e inidentificable llegó a su olfato. Aquel olor denotaba peligro... un peligro casi seguro.
El perro corrió hacia el bosque con toda la rapidez que le permitía su estómago hinchado y sobrecargado. Cuando llegó a la seguridad de la maleza, dio media vuelta y desanduvo unos metros en dirección a la casa. Se había retirado, desde luego, pero tendrían que sonar muchas más alarmas en su interior para que considerase la posibilidad de abandonar por completo aquella maravillosa provisión de comida que había encontrado.
Oculto y a salvo, mientras sobre su rostro fino, cansado e inteligente se entrecruzaban los superpuestos ideogramas de las sombras de la Luna, el perro vagabundo empezó a ladrar. Y ese ruido fue el que, al cabo de cierto tiempo, devolvió la consciencia a Jessie.
13
Durante sus veranos en el lago, a principios de los años sesenta, antes de que William pudiese hacer algo más que chapotear donde no cubría, con un par de flotadores color naranja sujetos a la espalda, Maddy y Jessie, siempre buenas amigas pese a la diferencia de edad, a menudo iban a nadar a casa de los Neidermeyer. Los Neidermeyer tenían una plataforma flotante desde la que se podía saltar y fue allí donde Jessie empezó a desarrollar la forma y el estilo que le permitirían primero ganarse un puesto en el equipo de natación del instituto y después formar parte de la selección estatal de 1971. Su segundo mejor recuerdo de las zambullidas desde la tabla de saltos de la plataforma flotante de los Neidermeyer (el primero —entonces y para siempre— era el descenso a través del caluroso aire estival hacia el brillo azul del agua que estaba esperándole) lo constituía la sensación que experimentaba al subir de las profundidades cruzando las superpuestas capas de agua fría y caliente.
Emerger de su inquietante sueño era algo así.
Primero, la negra y rugiente confusión que venía a ser como encontrarse dentro de una nube de tormenta. Fue atravesándola entre sacudidas, tropezones y bandazos, sin tener la más ligera idea de quién era y mucho menos de cuándo y dónde se encontraba. Después, una capa más cálida y tranquila: se había visto atrapada en la pesadilla más pavorosa de toda la historia registrada (al menos de su historia personal), pero sólo había sido una pesadilla y ahora ya estaba concluida. Al acercarse a la superficie, sin embargo, encontró una capa más fría: la idea de que la realidad que le aguardaba era casi tan mala como la pesadilla. Quizá peor.
«¿Qué puede ser?», se preguntó. «¿Qué puede ser peor que lo que acabo de pasar?»
Se negó a pensar en ello. La respuesta estaba a su alcance, pero si se le ocurría, tal vez decidiese olvidarse de todo y bucear para descender de nuevo hacia las profundidades. Al hacerlo, se ahogaría, y aunque morir ahogada no sería el peor modo de quitarse de en medio —no tan malo como estrellarse contra una roca lanzándose a toda velocidad en la Harley o lanzarse en paracaídas sobre una red de alta tensión, por ejemplo—, le resultó insoportable la idea de abrir su cuerpo a aquel olor que le recordaba simultáneamente el cobre y las ostras. Jessie, pues, continuó braceando furiosamente hacia arriba, mientras pensaba que ya se preocuparía de la realidad cuando saliese a la superficie.
La última capa que atravesó estaba tan caliente y era tan terrible como sangre recién brotada: sus brazos acabarían seguramente más muertos que tocones. Confió en ser capaz de ordenarles al final que realizasen los movimientos precisos para restablecer la circulación sanguínea.
Jessie jadeó, dio un respingo y abrió los ojos. Ni por asomo sabía cuánto tiempo estuvo dormida y el radio-reloj de encima del tocador, empeñado en su infernal y obsesiva repetición (doce, doce, doce, centelleaba en la oscuridad, como si el tiempo se hubiera detenido a medianoche), no representaba ninguna ayuda. Lo único que sabía con certeza era que la noche había cerrado y que los rayos de la luna llegaban a través de la claraboya en vez de irrumpir por la ventana de la parte este.
Agitaba los brazos un nervioso bailoteo provocado mediante pinchazos y alfilerazos. Normalmente, aquel desagradable hormiguillo la desagradaba intensamente, pero no en aquel momento; era preferible mil veces al sufrimiento de los calambres musculares, precio que temió iba a tener que pagar cuando se le despertasen las extremidades. Al cabo de unos instantes notó la humedad que se había extendido entre los muslos y las nalgas y comprendió que acababa de desaparecer la precedente necesidad de orinar. Su organismo había solucionado el problema mientras ella dormía.
Cerró los puños y, cautelosamente, se impulsó un poco hacia la cabecera. Dio un respingo ante el dolor de las muñecas y la todavía más profunda tortura que el movimiento le produjo en el dorso de las manos.
«La mayor parte de ese dolor es consecuencia de los esfuerzos para escapar de los grilletes», pensó Jessie. «No puedes echar la culpa a nadie, salvo a ti misma, cariño.»
El perro había empezado a ladrar de nuevo. Cada uno de aquellos discordantes aullidos era como una astilla que se hundía en los tímpanos de Jessie. Comprendió que era aquel escándalo lo que la había arrancado del sueño, justo en el instante en que iba a zambullirse en las profundidades de la pesadilla. El punto de origen, la distancia desde la que llegaban los ladridos le informaron de que el perro estaba otra vez fuera de la casa. Se alegró de que hubiera salido del edificio, pero eso también la desconcertó un poco. Tal vez el animal no se sentía a gusto después de haber vivido tanto tiempo al raso. La idea no dejaba de tener cierta lógica... tanta, de todas formas, como cualquier otra circunstancia relacionada con aquella situación.
—Júntalo todo, Jess—, se aconsejó con voz solemne y nublada por el sueño, y quizá (sólo quizás), eso era lo que estaba haciendo. El pánico y la irrazonable sensación de vergüenza que había experimentado en el sueño empezaban a desaparecer. El propio sueño parecía marchitarse, como si adoptara esa característica de desecación propia de las fotografías sobreexpuestas. Comprendió que pronto se habría volatilizado por completo. En cuanto una se despierta, los sueños son como capullos de polilla vacíos o como abiertas vainas de algodoncillo, cáscaras muertas en cuyo interior la vida aleteó fugazmente, animada por un furioso pero frágil vendaval de energía. Había ocasiones en que tal amnesia —si de eso se trataba— le dejaba un poso de tristeza. Esta vez, no. En la vida había igualado tan rápida y completamente olvido y misericordia.
«Y no importa», pensó. «Al fin y al cabo, no era más que un sueño. Me refiero a todas esas cabezas asomando desde dentro de otras cabezas. Se supone que los sueños son simbólicos, naturalmente —si, lo sé— y me figuro que es posible que éste encierre algún simbolismo... tal vez, incluso algo de verdad. Aunque sólo sea eso, creo que ahora comprendo por qué sacudí a Will cuando me pinchó aquel día. Nora Callighan se emocionaría... lo habría llamado ruptura. Probablemente lo sea. Aunque maldito si sirve para librarme de esta dichosa alhaja carcelera, que, por cierto, es la máxima prioridad. ¿Alguien tiene algo que objetar?»
Ni Ruth ni la Bendita replicaron; las voces ovni se mantuvieron igualmente silenciosas. La única respuesta, de hecho, llegó del estómago, que lamentaba de modo infernal cuanto había ocurrido, pero que se sintió obligado a emitir un sordo y apagado rumor de protesta por el hecho de que se hubiera cancelado la cena. Extraño, en cierto modo... pero que seguramente lo sería menos cuando amaneciera el día siguiente. Para entonces, la sed también habría renovado sus exigencias y Jessie no se hizo ilusiones acerca de las posibilidades de acabar con ella que tendrían, aquellos dos sorbitos de agua que dejó en reserva.
«Tengo que concentrarme... debo hacerlo. El problema no es la comida, ni tampoco el agua. Eso importa ahora tan poco como el motivo por el que sacudí a Will en la boca en la fiesta de su noveno cumpleaños. El problema es cómo voy a...»
Sus pensamientos se interrumpieron al estallar en su mente algo así como el chasquido de un nudo de la leña reventado por el calor de las llamas de la fogata. Los ojos de Jessie, que vagaban sin rumbo por la tenebrosidad de la alcoba, se quedaron clavados en el rincón más distante, donde las sombras de los pinos, agitadas por el viento, danzaban arrebatadamente bajo la nacarina claridad que se filtraba por la claraboya.
Allí había un hombre.
Sobre Jessie se deslizó un terror infinitamente más inmenso de cuantos había sentido jamás. La vejiga, que sólo había aliviado la parte más intensa de su incomodidad, se vació por completo, derramando una pequeña oleada caliente. Jessie ni siquiera pensó en ello... ni en ninguna otra cosa. El pánico había vaciado momentáneamente su cerebro, de pared a pared y del techo al suelo. Ningún sonido brotó de ella, ni el más leve chirrido; era tan incapaz de producir sonidos como de concebir pensamientos. Los músculos del cuello, de los hombros y de los brazos se transformaron en algo que le pareció simple agua caliente y resbaló hacia abajo, separándose de la cabecera de la cama, hasta que quedó colgando desmayadamente de las esposas. No perdió el conocimiento —ni mucho menos—, pero el vacío mental y la absoluta impotencia física que lo acompañaban eran mucho peor que la pérdida de la consciencia. Cada vez que la capacidad de pensar trataba de volver se veía bloqueada por el muro tenebroso e informe del miedo.
Un hombre. Un hombre en el rincón.
Jessie distinguía las oscuras pupilas clavadas en ella con fija e idiota atención. Veía la blancura de cera de las mejillas estrechas y la frente alta, aunque el diorama de las sombras que continuamente se entretejían sobre el rostro difuminaban las facciones. Observó que el sujeto era caído de hombros y que lo colgantes brazos simiescos terminaban en unas manos largas; adivinó la existencia de los pies en algún punto del negro triángulo de sombras que proyectaba el tocador, pero no pasó de ahí.
Ignoraba cuánto tiempo permaneció en aquel horrible semidesmayo, paralizada pero consciente, como un escarabajo cogido en la trampa de la araña. Le pareció que una barbaridad. Los segundos fueron discurriendo lentamente, mientras Jessie se sentía incapaz de cerrar siquiera los ojos, y mucho menos de apartarlos de aquel extraño invitado. El primer ramalazo de terror se disipó ligeramente, pero lo sustituyó otra cosa peor: un conjunto de horror y repugnancia tan irrazonable como atávico. Jessie pensó después que la fuente de aquellos sentimientos —las emociones más poderosamente negativas que había experimentado en toda su existencia, incluidas las que recorrieron su ánimo poco antes, cuando vio al perro vagabundo disponiéndose a cenar a base de Gerald— era la absoluta quietud de aquella criatura. Se había colado allí subrepticiamente, mientras Jessie dormía, y ahora se limitaba a permanecer inmóvil en el rincón, camuflada su presencia por el incesante flujo y reflujo de las sombras sobre su rostro y su cuerpo, fija en Jessie la mirada insólitamente ávida de sus negros ojos, tan grandes y profundos que recordaron a la mujer las cuencas vacías de una calavera.
El visitante sólo estaba allí, en el rincón; simplemente eso y nada más.
Jessie yacía sujeta por las esposas, con los brazos alzado por encima de la cabeza y la sensación de encontrarse en el fondo de un profundo pozo. Fue transcurriendo el tiempo, marcado por el estúpido parpadeo del reloj que proclamaba que eran las doce, doce, doce. Por último, pudo hurtar un pensamiento coherente a la parte más recóndita del cerebro, una idea que parecía peligrosa y, a la vez, enormemente reconfortante.
«Ahí no hay nadie, Jessie. El hombre que ves en esa esquina es una combinación de sombras y fantasía... ni más ni menos.»
Mediante un enorme esfuerzo, tensando los brazos, echó hacia atrás el cuerpo para sentarse en la cama. El dolor de los sobrecargados hombros le arrancó una mueca de dolor, al tiempo que empujaba con los pies, afirmaba en la colcha los talones de los pies descalzos y respiraba ásperas bocanadas, al ritmo del esfuerzo... Y mientras llevaba a cabo toda aquella maniobra, sus ojos seguían clavados, sin apartarse un segundo, en la espantosamente alargada figura del rincón.
«Es demasiado alto y delgado para ser un hombre real, Jess... te das perfecta cuenta de ello, ¿verdad? No es más que viento, sombras, una pincelada de rayos de luna... y algunos restos de tu pesadilla, supongo. ¿De acuerdo?»
Casi lo estuvo. Empezó a tranquilizarse. Luego, del exterior, llegó otro torrente de aullidos histéricos lanzados al aire por el perro. Y al figura del rincón —la forma que no era más que viento, sombras y una pincelada de rayos de luna—, aquella figura inexistente, ¿no había vuelto ligeramente la cabeza en dirección al punto de donde procedían los ladridos?
—No, seguramente no. Seguramente fue otra artimaña del viento, la oscuridad y las sombras.
Era muy posible; a decir verdad, tenía la certeza poco menos que absoluta de que esa parte —la del giro de la cabeza— había sido una ilusión. ¿Pero y lo demás? La propia figura. No podía convencerse de que era todo imaginación. Desde luego ninguna figura con tal aspecto de hombre podía ser sólo una ilusión... ¿o sí?
Hablo de pronto la Santa Esposa Burlingame, y aunque su voz era temerosa, en el timbre no se apreciaba nada de histeria, al menos de momento; curiosamente, la parte de Ruth que anidaba en Jessie era la que se sentía más horrorizada ante la idea de que no estuviera sola en el dormitorio, y era la parte de Ruth la que aún seguía al borde del tartamudeo farfullante.
«Si esa cosa no es real», dijo la Bendita, «¿por qué, de entrada, se marchó el perro? No creo que se hubiese ido, de no contar con una muy buena razón, ¿verdad?»
Comprendió, a pesar de todo, que la Bendita tenía encima un susto de muerte y que anhelaba una explicación de la marcha del perro que no incluyese para nada la figura que Jessie veía o creía ver de pie en el rincón. En realidad, la Bendita le rogaba que dijese que su idea original, que el perro abandonó la casa simplemente porque no se encontraba a gusto en ella, era mucho más probable. O tal vez, pensó, se fue impulsado por el motivo más viejo de todos: había olfateado otro animal vagabundo, una perra en celo. Supuso que cabía incluso la posibilidad de que al chucho le hubiera asustado algo: una rama que chocara contra una ventana del piso de arriba, por ejemplo. Ésta era la que más le gustó, porque sugería una especie de tosca justicia: que al perro también le había asustado un imaginario intruso y que sus ladridos pretendían sembrar el terror en el ánimo del inexistente recién llegado para que se alejara de la cena del paria canino.
«Sí, expón todas esas posibilidades», imploró de súbito la Bendita, «y aunque no creas ninguna de ellas, convénceme a mí para que las crea.»
Pero Jessie tampoco se sentía capaz de hacer tal cosa, y la razón estaba en la esquina del cuarto, junto a la cómoda. Había alguien allí. No se trataba de ninguna alucinación, no era ninguna mezcla de sombras agitadas por el viento y de su propia fantasía, no era ningún resto de su sueño, ningún fantasma vislumbrado fugazmente en la perceptiva tierra de nadie que se extiende entre el dormir y el despertar. Era un («monstruo, es un monstruo espectral que ha venido a devorarme») hombre, no un monstruo, sino un hombre, que permanecía inmóvil, de pie allí, y que la contemplaba mientras el viento despedía sus ramalazos, arrancaba crujidos a la casa y hacía que las sombras bailasen sobre aquel rostro extraño y medio vislumbrado.
En esa ocasión, el pensamiento —¡Monstruo! ¡Monstruo espectral!— ascendió desde los niveles inferiores del cerebro al estadio más iluminado de la consciencia. Insistió en negarlo, pero notó que el terror volvía, a pesar de todo. La criatura del rincón más distante de la alcoba podía ser un hombre, pero aunque así fuera, Jessie empezó a estar cada vez más segura de que a su rostro le pasaba algo malo. ¡Si pudiera verlo mejor!
«No deberías desearlo», le advirtió una susurrante y ominosa voz ovni.
«Pero tengo que hablarle... tengo que establecer contacto», pensó Jessie, e inmediatamente se contestó a sí misma con una voz nerviosa y regañona que parecía compuesta a partes iguales por las de Ruth y la Bendita: «No lo consideres «algo»... considéralo «él». Piensa que se trata de un hombre, alguien que tal vez se extravió en el bosque, una persona que está tan asustada como tú».
Un buen consejo, quizá, pero Jessie se dio cuenta de que no podía pensar en aquella figura del rincón considerándola una persona, como tampoco podía considerar así al perro vagabundo. Como tampoco creía que aquel ser de las sombras se hubiese perdido o estuviera asustado. Lo que se proyectaba desde aquel rincón, Jessie así lo percibía, eran largas y morosas ondas de perversidad.
«¡Esto es una memez! ¡Habla con esa cosa, Jessie! ¡Habla con esa persona!»
Intentó aclararse la garganta y comprobó que no había nada que aclarar... estaba tan seca y tan lisa como un jaboncillo. Sintió los latidos del corazón en el pecho, muy leves, muy rápidos, muy irregulares.
El viento soplaba. Las sombras describían formas en blanco y negro sobre las paredes y el techo, lo que la hacía sentirse como una mujer atrapada en el interior de un caleidoscopio para daltonianos. Durante una fracción de segundo creyó ver una nariz —delgada, larga y blanca— bajo aquellos inmóviles ojos negros.
—¿Quién...?
Al principio sólo consiguió emitir un tenue susurro que apenas habría podido oírse a los pies de la cama y mucho menos al otro extremo del dormitorio. Se interrumpió, se humedeció los labios y probó de nuevo. Se percató de que tenía las manos cerradas, apretadas en tensos y doloridos puños, y se obligó a abrirlas y separar los dedos.
—¿Quién es usted?
Tampoco pasaba de ser un susurro, pero le salió un poco mejor que la primera vez.
La figura no respondió, se limitó a continuar allí, con las estrechas, colgantes y blancas manos llegándole hasta las rodillas. Jessie pensó: «¿Rodillas? ¿Rodillas? No es posible. Jess... cuando las manos de una persona le cuelgan a los costados, sólo le llegan al nivel de los muslos».
Respondió Ruth, con voz tan apagada y temerosa que Jessie casi no la reconoció. «Las manos de una persona normal, cuando le cuelgan a los costados, sólo llegan al nivel de los muslos, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Pero tú crees que una persona normal se colaría sigilosamente durante la noche en la casa del prójimo y luego se quedaría quieta en un rincón, sin hacer otra cosa que mirar, al encontrarse a la señora de dicha casa esposada a las columnas de la cama? ¿Que se limitaría a quedarse quieto allí y nada mas?»
Entonces, el intruso movió una pierna... o quizá fue sólo la confusa agitación de las sombras, captada por el cuadrante inferior de la visión de Jessie. La combinación de sombras, viento y rayos de luna confería una terrible ambigüedad a todo el episodio y, de nuevo, Jessie se encontró dudando de la existencia real del visitante. Se le ocurrió la posibilidad de que continuara dormida, de que su sueño de la fiesta de cumpleaños de Will hubiese derivado hacia una nueva y extraña dirección... pero no pudo creerlo de verdad. Estaba despierta, desde luego.
Tanto si la pierna se había movido como si no (o incluso si había una pierna), la mirada de Jessie se vio momentáneamente atraída hacia el suelo. Le pareció ver algún objeto negro sobre el piso, entre los pies de la criatura. Era de todo punto imposible determinar qué podía ser, dado que la sombra del tocador convertía aquella zona en la más oscura de la habitación, pero la mente de Jessie regresó súbitamente al momento de aquella tarde en que se esforzaba en convencer a Gerald de que ella hablaba en serio. Los únicos sonidos eran los del viento, la puerta que batía contra el marco, el perro ladrador, el somorgujo y...
Lo que estaba en el suelo, entre los pies del visitante, era una sierra de cadena.
Jessie tuvo la instantánea y absoluta certeza de ello. El intruso la había utilizado antes, pero no para cortar leña. Lo que cortó fueron personas, y el perro había salido huyendo al olfatear la llegada de aquel demente, que mientras se acercaba por el camino del lago iba balanceando en su mano enguantada la motosierra Stihl chorreante de sangre...
«¡Basta!», gritó la Bendita en tono rabioso. «¡Deja ahora mismo de pensar imbecilidades y domínate!»
Pero comprobó que no podía dejarlo, porque aquello no era ningún sueño y porque cada vez estaba más convencida de que la figura que permanecía de pie en el rincón, tan silenciosa como el monstruo de Frankenstein antes de que le aplicasen el eléctrico soplo de la vida, era real. Pero aunque lo fuera, no se habría pasado la tarde dándole a la motosierra para convertir seres humanos en chuletas de cerdo. Claro que no... eso no era más que una variación inspirada por el cine de las simples y espantosas consejas de campamento, que tan divertidas parecen cuando la gente está reunida alrededor de la fogata quemando malvavisco con las demás chicas y que tan aterradoras resultan después, cuando una tiembla dentro del saco de dormir y cada que vez que oye el chasquido de una rama cree que se le acerca el Hombre de Lakeview, el legendario descerebrado superviviente de la guerra de Corea.
El ser que estaba de pie en el rincón no era el Hombre de Lakeview, y tampoco era un asesino de motosierra. Había algo en el suelo (al menos, Jessie estaba bastante segura de ello) y supuso que podía ser una sierra de cadena, pero también podía ser un maletín... una mochila... el muestrario de un viajante...
«O mi imaginación.»
Sí. Incluso aunque en aquel preciso instante lo estaba mirando, fuera lo que fuese, sabía que tampoco era cosa de descartar la posibilidad de la imaginación. Sin embargo, mediante alguna pérfida regla, eso no hacía más que reforzar la idea de que la propia criatura era real, y cada vez resultaba más difícil eliminar la sensación de perversidad que brotaba, serpenteando en el aire, como un constante gruñido en tono bajo, de aquel laberinto de negras sombras y pulverulentos rayos de luna.
«Me odia», pensó Jessie. «Sea lo que fuere, me odia. No cabe duda. ¿Por qué, si no, seguiría inmóvil ahí, sin ayudarme?»
Levantó de nuevo la cabeza hacia aquel semblante medio entrevisto, hacia aquellos ojos que parecían fulgurar con tan febril avidez en las redondas cuencas negras. Se lamentó, llorosa.
—Por favor, ¿hay alguien ahí? —Su voz sonó humilde, ahogada en lágrimas—. Si hay alguien, ¿no querrá ayudarme, por favor? ¿Ve estas esposas? Las llaves están junto a usted, encima del tocador....
Nada. Ningún movimiento. Ninguna respuesta. La cosa siguió allí —bueno, si es que estaba allí— sin hacer otra cosa que observarla desde detrás de su fúnebre máscara de sombras.
—Si no quiere que le diga a nadie que le he visto, no lo diré —insistió Jessie. Le vaciló la voz, se difuminó, bajó de tono, resbaló—. ¡Le garantizo que no diré nada! Y le estaré... tan agradecida.
Continuó mirándola.
Sólo la miró y nada más.
Jessie notó la humedad de las lágrimas que descendían por sus mejillas.
—Usted me da miedo, ¿sabe? —dijo—. ¿No va a decir nada? ¿No puede hablar? Si realmente está ahí, ¿no puede decirme algo?
Una terrible y sutil histeria se apoderó entonces de Jessie, para desaparecer de inmediato, no sin llevarse, firmemente cogida entre las esqueléticas garras, una parte valiosa e insustituible de la mujer. Lloró e imploró a la espeluznante figura inmóvil en el rincón del dormitorio; Jessie permaneció consciente durante toda aquella prueba, pero en algunos momentos se hundió en ese curioso lugar vacío reservado para quienes el terror domina hasta tal punto que llegan al filo del éxtasis. Se oyó a sí misma suplicar a la figura, con voz ronca y lacrimógena, que, por favor, le quitase las esposas, que, por favor, oh, por favor, que la librase de los grilletes, y luego se hundió de nuevo en aquel misterioso lugar del vacío. Supo que los labios seguían moviéndose porque los sentía. También pudo oír los sonidos que brotaban de su boca, pero mientras seguía en aquel lugar de vacío absoluto, tales sonidos no eran palabras, sino torrentes de parloteos sueltos e inconexos. También oía los silbidos del viento y los ladridos del perro, los captaba sin tener plena consciencia de ello, los oía pero sin comprender qué era, todo quedaba perdido en el horror de la forma medio vista, del sobrecogedor visitante, del intruso al que no se había invitado. Le resultaba imposible interrumpir la contemplación de la cabeza deforme y estrecha, las mejillas blancas, los hombros hundidos... pero lo que atraía más y más la atención de los ojos de Jessie eran las manos de la criatura: manos oscilantes, de dedos larguísimos, que se extendían por las piernas hasta llegar mucho mas abajo de lo que unas manos normales hubieran debido llegar. Permanecía en aquel lugar al vacío un espacio de tiempo indeterminado (doce, doce, doce, informaba el reloj de la cómoda; tampoco allí ayudaba lo más mínimo) y luego recuperaba momentáneamente el sentido de la realidad, concebia pensamientos en vez de experimentar sólo una inacabable secuencia de imágenes inconexas, empezaba a oír en sus labios palabras bien vocalizadas y no parloteos confusos. Pero había avanzado mientras estaba en aquel espacio al vacío; sus palabras no tenían ahora nada que ver con las esposas o las llaves del tocador. Lo que oía, en cambio, era el agudo, berreante susurro de una mujer que lo único que imploraba era una respuesta... cualquier respuesta.
—¿Qué es usted? —sollozó—. ¿Un hombre? ¿Un demonio? Por Dios santo, ¿qué es usted?
El viento soplaba.
La puerta batía.
Frente a Jessie, el rostro de la figura pareció alterarse... pareció plegarse hacia arriba para formar una mueca. Había algo terriblemente familiar en aquella mueca y Jessie sintió que la esencia de su cordura, que hasta entonces había resistido con notable fortaleza todos los ataques, empezaba finalmente a flaquear.
—¿Papá? —susurró—. ¿Eres tú, papá?
«¡No seas tonta!», chilló la Santa Esposa, pero Jessie pudo adivinar que incluso aquella voz sustentadora titubeaba ante el camino que conducía a la histeria. «¡No seas boba, Jessie! ¡Tu padre lleva muerto desde mil novecientos ochenta!»
En vez de ayudarle, aquello empeoró las cosas. Y mucho. A Tom Mahout le enterraron en la cripta familiar de Falmouth, a menos de ciento cincuenta kilómetros de allí. El ardiente y aterrado cerebro de Jessie insistía en mostrarle una figura encorvada, de ropas y zapatos destrozados, cubiertos de mantillo verde-azul, que cruzaba furtivamente campos inundados de claridad lunar y corría a través de parcelas descuidadas, entre urbanizaciones suburbanas; vio la gravedad que afectaba los debilitados músculos de los brazos y los iba estirando poco a poco hasta que las manos quedaban balanceándose junto a las rodillas. Era su padre. El hombre que la había hecho feliz llevándola sobre los hombros cuando ella contaba tres años, que la consoló cuando, a la edad de seis primaveras, un payaso de circo la asustó con sus cabriolas hasta hacerla llorar, que todas las noches le contaba cuentos al acostarse hasta que cumplió los ocho años y fue lo bastante mayor, dijo él, para leérselos ella. Su padre que había improvisado unos filtros la tarde del eclipse y la tuvo sentada en su regazo mientras se aproximaba el momento de la ocultación total del sol; su padre que había dicho: «No te preocupes por nada... no te preocupes y no vuelvas la cabeza». Pero ella pensó que él sí estaba preocupado, porque su voz había sonado espesa y vacilante, sin parecerse en nada a su voz de costumbre.
En el rincón, la sonrisa, la mueca de aquel ser se ensanchaba y, de pronto, todo el cuarto se impregnó de aquel olor, aquel hedor suave que era medio metálico y medio orgánico; un olor que le recordaba el de las ostras con crema, el de su mano después de haber apretado un puñado de monedas y el del aire inmediatamente antes de que estallase una tormenta.
—¿Eres tú, papá? —preguntó a la figura envuelta en sombras del rincón y desde algún lugar, a lo lejos, llegó el grito del somorgujo.
Jessie notó el discurrir de las lágrimas que descendían despacio por sus mejillas. Y algo extraordinariamente extraño estaba sucediendo en aquellos instantes, algo que ni en mil años hubiera esperado que ocurriese. Mientras aumentaba la certidumbre de que era su padre, de que era Tom Mahout quien estaba de pie en el rincón, hubiese o no hubiese muerto doce años antes, el terror empezó a abandonarla. Había encogido las piernas, pero ahora las volvió a estirar y las separó. Al hacerlo, se repitió un fragmento del sueño «HIJITA DE PAPÁ», palabras trazadas sobre sus senos con lápiz labial marca Peppermint Yum Yum.
—Está bien, adelante —se dirigió a la forma. Le sonó la voz un tanto ronca, pero firme—. Has venido por eso, ¿no? Pues, venga, adelante. De todas maneras, ¿cómo iba a impedírtelo? Pero prométeme que después me liberarás. Que abrirás las esposas y dejarás que me vaya.
La figura dio la callada por respuesta. Siguió inmóvil allí dentro de su embozo surrealista de luna y sombra, sin dejar de sonreírle. Y mientras los segundos transcurrían (doce, doce, doce, informaba el reloj de encima de la cómoda, como si sugiriese que la idea del paso del tiempo era una ilusión, que el tiempo era realmente algo congelado, algo sólido), Jessie empezó a pensar que había tenido razón al principio, que lo cierto era que allí no había nadie. Comenzó a sentirse como una veleta sometida a los caprichos eólicos de esas ráfagas de viento contradictorio que soplan en una u otra dirección poco antes de una tempestad o de un tornado.
«Tu padre no puede haber regresado de la muerte», dijo la Santa Esposa Burlingame, con una voz que pretendía ser firme y resultaba lamentable. No obstante, Jessie se percató del esfuerzo. Contra viento y marea, la Santa Esposa se mantuvo en sus trece e insistió: «Esto no es ninguna película de terror ni ningún episodio de La zona muerta, Jess. Esto es la vida real».
Pero otra parte de ella —quizá la parte donde se albergaban aquellas voces interiores que eran auténticas ovni, no sólo las interferencias que su subconsciente interceptó e introdujo en su cerebro consciente— reiteraba que allí había una verdad más tenebrosa, algo que iba a la zaga de los talones de la lógica como una sombra irracional (y acaso sobrenatural). Esa voz insistía en que las cosas cambiaban en la oscuridad, dijo, cuando una persona estaba sola. Cuando eso ocurría, se desprendían los cerrojos de la caja de la imaginación y todo —todas las cosas— podía salir volando completamente libre.
«Puede ser tu padre», esa parte fundamentalmente esotérica del susurro fue lo que Jessie reconoció con un escalofrío de pavor cuando la voz de la locura y la de la razón se integraron una en otra. «Puede ser, no lo dudes. A la luz del día la gente está casi siempre a salvo de fantasmas, espíritus y muertos vivientes y, normalmente, también se está a salvo de ellos durante la noche cuando una se encuentra acompañada, pero toda esa seguridad desaparece si una está sola y a oscuras. Hombres y mujeres solos en la oscuridad son como puertas abiertas, Jessie, y si gritan pidiendo ayuda, ¿quién sabe qué cosas horribles pueden acudir a esa llamada? ¿Quién sabe lo que algunos hombres y mujeres han visto en el momento de morir a solas? ¿Tan difícil resulta creer que varios de ellos murieron de miedo, al margen de las palabras que figuren en sus certificados de defunción?»
—No lo creo —dijo Jessie con su voz confusa y vacilante. Habló en voz alta, esforzándose en mostrar una firmeza que no sentía—. ¡No eres mi padre! ¡Creo que no eres nadie! ¡Creo que sólo eres una ilusión formada por el resplandor de la Luna!
A guisa de respuesta, la figura se dobló hacia adelante, en reverencia burlona, y su cara —una cara que parecía demasiado real para permitir la duda— salió de entre las sombras durante unos segundos. Jessie dejó escapar un ronco chillido cuando los pálidos rayos lunares que se filtraban por la claraboya pusieron una fugaz capa de oropel carnavalesco en aquel rostro. No era su padre; a la vista de la maldad demencial que captó en el rostro del visitante, Jessie habría acogido de mil amores a su padre, incluso después de doce años de permanecer en un frío ataúd. Ojos inyectados en sangre, espantosamente fulgurantes, la miraron desde el fondo de unas cuencas profundas, envueltas en arrugas. Los labios se curvaban hacia arriba en una reseca sonrisa que ponía al descubierto unos molares sucios y unos caninos mellados que parecían casi tan largos como los colmillos del perro vagabundo.
Una de las blancas manos levantó del suelo el objeto que Jessie había medio visto y medio intuido en la oscuridad entre los pies del intruso. Al principio pensó que se trataba de la cartera de mano de Gerald, traída del cuartito que usaba allí como estudio, pero cuando la criatura levantó hasta la claridad aquel objeto en forma de estuche, observó que era mucho mayor y mucho más viejo que la cartera de Gerald. Parecía una especie de anticuado maletín de esos que utilizaban los viajantes para llevar el muestrario.
—Por favor —susurró con un hilo de voz lacrimógena—. Quienquiera que sea, no me haga daño, por favor. No me suelte si no quiere, está bien, pero no me haga daño, se lo ruego.
Se amplió la sonrisa y Jessie vislumbró brillos minúsculos en el fondo de la boca... al parecer el visitante tenía allí algunos empastes de oro, lo mismo que Gerald. Entonces, los largos dedos abrieron las cerraduras del estuche
(«estoy soñando, creo, ahora sí que parece que es un sueño, oh, lo es, gracias a Dios»)
y lo abrieron. La caja estaba llena de huesos y joyas. Jessie vio falanges y anillos, dientes y pulseras, cúbitos y pendientes; vio un diamante lo bastante grande como para que un rinoceronte se asfixiara, relucientes trapezoides lechosos de luna dentro de las rígidas y delicadas curvas de la caja torácica de un niño. Vio todo aquello y anheló que fuera un sueño, sí, deseó que lo fuese, pero si lo era, no se parecía en nada al sueño que tuvo antes. Era la situación —esposada a las columnas de la cama mientras un maníaco al que sólo veía a medias le enseñaba sus tesoros— lo que parecía de pesadilla. La sensación, sin embargo...
La sensación era de realidad. No había escapatoria. La sensación era de realidad.
La criatura que estaba de pie en el rincón mantenía abierta la caja, sosteniéndola por el fondo con una mano, para que Jessie la inspeccionase. Hundió la otra mano en el estuche y revolvió la maraña de huesos y alhajas, lo que produjo un siniestro rumor de chasquidos y crujidos como el de castañuelas enmohecidas por el polvo. Sus ojos, mientras tanto, no se apartaban de Jessie y las en cierto modo deformes facciones de su rostro se curvaban hacia arriba en gesto regocijado, abierta la boca en silenciosa mueca, y los caídos hombros subían y bajaban a impulsos de unas risitas sofocadas emitidas como resoplidos.
«¡No!», chilló Jessie, pero no pronunció sonido alguno.
De súbito notó que alguien —lo más probable es que fuese la Santa Esposa y, diablos, siempre había subestimado la fortaleza intestinal de aquella dama— se hacía cargo de los mandos que gobernaban los cortocircuitos de su cabeza. La Bendita observó que a través de las hendiduras de las cerradas puertas de los armarios donde estaban los paneles salían ensortijadas líneas de humo, comprendió lo que eso significaba y, mediante un último y desesperado esfuerzo cortó la corriente de la maquinaria antes de que los motores se quemasen y los conductos se congelaran.
La sonriente figura del otro extremo del dormitorio hundió más la mano en la caja y tendió a Jessie un puñado de huesos de oro, que quedaron iluminados por la Luna.
En la cabeza de la mujer se produjo un relampagueo de insoportable fulgor y, a continuación, las luces se apagaron. No se desmayó sin más, como la protagonista de un grandilocuente drama teatral, sino que retrocedió con un brutal respingo, como un asesino condenado a muerte atado a la silla eléctrica que recibiese la primera descarga de voltios. Ello representaba el final del horror y, por el momento, era suficiente. Jessie Burlingame se hundió en la oscuridad sin un solo murmullo de protesta.
14
Al cabo de un rato, tras un breve forcejeo para recuperar el conocimiento, tuvo conciencia únicamente de dos cosas: la Luna se había desplazado en el cielo hasta entrar por las ventanas occidentales y ella, Jessie, estaba terriblemente asustada... sin que al principio supiera de qué. Luego acudió a su mente: su padre había estado allí, quizá continuara en el cuarto. Cierto que no se le parecía, pero eso era porque su padre llevaba cara de eclipse.
Jessie bregó para impulsarse hacia la cabecera y se apoyó en los pies con tal fuerza que arrastró la colcha bajo el cuerpo. Sin embargo, no pudo utilizar los brazos con la misma energía. El hormigueo del miedo había actuado con negativa eficacia mientras estuvo inconsciente y ahora no le quedaba más sensibilidad que la que pudieran tener las patas de una silla. Con ojos muy abiertos, plateados por la claridad lunar, observó el rincón contiguo al tocador. Había amainado el viento y por fin, aunque sólo fuera por un momento, las sombras estaban quietas. El rincón estaba vacío. El tétrico visitante se había marchado.
«Tal vez no, Jess... quizá no ha hecho más que cambiar de posición. Puede que se haya escondido debajo de la cama, ¿qué te parece la idea? Si es así, en cualquier momento puede alzar el brazo y apoyar la mano en tus caderas.»
El aire se agitó —un hálito apenas, ni siquiera un soplo— y la puerta topó suavemente contra el marco. Eran los únicos sonidos. El perro guardaba silencio y eso, más que cualquier otra cosa, convenció a Jessie de que el extraño se había ido. Tenía otra vez la casa para ella sola.
La mirada de Jessie descendió hacia la enorme mancha oscura del suelo.
«Corrección», pensó. «Ahí está Gerald. No debo olvidarme de él.»
Echó hacia atrás la cabeza y cerró los párpados, consciente del latido tenue y uniforme de su garganta, pero sin tener el menor deseo de espabilarse lo bastante como para que ese latido se convirtiese en lo que realmente era: sed. Ignoraba si le iba o no a ser posible pasar de la tenebrosa inconsciencia al sueño normal, pero comprendía que esto último era lo que deseaba; más que ninguna otra cosa —salvó, quizá, que se presentase alguien a rescatarla—, quería dormir.
«No había nadie ahí, Jessie... Lo sabes, ¿verdad?», era, absurdo entre lo absurdo, la voz de Ruth.
Ruth, la de palabra fanfarrona, cuyo lema establecido, copiado de la letra de una canción de Nancy Sinatra, rezaba: «Cualquier día, estas botas te van a pisotear». Ruth, a quien la figura entrevista a la luz de la luna había dejado reducida a un montón de temblorosa jalea.
«Adelante, cielo», instó Ruth. «Diviértete a mi costa todo lo que te plazca, es posible, incluso, que me lo merezca. Pero no te engañes... no había nadie ahí. Tu imaginación te ha obsequiado con un pase de diapositivas, eso es todo. Eso es todo lo que había.»
«Te equivocas, Ruth», contestó la Bendita sosegadamente. «Había alguien, desde luego, y Jessie y yo sabemos quién era. No parecía exactamente papá, pero eso era sólo porque el eclipse le difuminaba la cara. A pesar de todo, la parte importante no era la cara, ni el aspecto de conjunto que presentaba... puede que calzase botas de tacones altos especiales, o que se hubiera puesto alzas en los zapatos. Que yo sepa, hasta cabe la posibilidad de que llevase zancos.»
«¡Zancos!», exclamó Ruth, sorprendida. «¡Oh, Dios mío, lo que me faltaba por oír! Ya no tiene la menor importancia el hecho de que el hombre hubiese muerto antes de que el esmoquin del Día de la Investidura de Reagan volviese de la tintorería; Tom Mahour era tan torpe que debía hacerse una póliza de seguros para bajar la escalera. ¿Zancos? Vamos, nena, ¡eso sí que es tomarme el pelo a manos llenas!»
«Esa parte no importa», dijo la Bendita con cierta obstinación serena. «Era él. Siempre he conocido su olor... ese olor suyo denso, a sangre caliente. No es el olor a ostras ni a monedas. Ni siquiera el de la sangre. Es el olor de...»
Se interrumpió el pensamiento, se quebró y desapareció.
Jessie dormía.
15
Dos fueron los motivos por los que acabó quedándose sola con su padre en Sunset Trails la tarde del 20 de julio de 1963. Uno servía de excusa al otro. La excusa era que a Jessie aún le asustaba un poco la señora Gilette, aunque habían transcurrido por lo menos cinco años (puede que cerca de seis) desde el incidente de la galleta y la mano golpeada. La verdadera razón era sencilla y llana: con quien Jessie quería estar durante aquel acontecimiento, que sólo se daría una vez en la vida, era con su padre.
La madre lo sospechó y no le hizo ninguna gracia que su marido y su hija la llevasen de un lado para otro como una pieza de ajedrez, pero la cuestión era prácticamente un fait accompli, un hecho consumado. Jessie había acudido a su padre primero. Aún le faltaban cuatro meses para cumplir los once años, pero eso no significaba que fuese tonta. La sospecha de Sally Mahout era cierta: Jessie había desencadenado una campaña consciente y meticulosamente pensada cuyo objetivo era conseguir pasar con su padre el día del eclipse. Mucho tiempo después, Jessie opinaría que ésa era una razón más para mantener cerrada la boca respecto a lo que sucedió aquel día; era posible que no faltara quien dijese —su madre, por ejemplo— que no tenía derecho a quejarse; que, al fin y al cabo, sólo obtuvo lo que merecía.
El día antes del eclipse, Jessie encontró a su padre sentado en el porche, fuera de su estudio, entregado a la lectura de un ejemplar, en edición de bolsillo, de Perfiles del valor, mientras la esposa, el hijo y la hija mayor reían y nadaban en el lago. Para la entrevista, Jessie se dio un toque de color a los labios... con carmín Peppermint Yum-Yum, por supuesto, regalo de cumpleaños de Maddy. No le gustó nada la primera vez que se lo aplicó —pensaba que era un tono infantil y que sabía a Pepsodent—, pero papá dijo que le parecía bonito y eso lo transformó en el más valioso de sus escasos recursos cosméticos, algo digno de atesorarse y que sólo se debía utilizar en ocasiones especiales como aquélla.
Mientras ella hablaba, el padre la escuchó atenta y respetuosamente, pero no hizo ningún esfuerzo para disimular el brillo de divertido escepticismo que animaba sus pupilas.
«¿Pretendes de veras decirme que aún tienes miedo de Adrienne Gillette?», preguntó, cuando Jessie hubo concluido de repetir una vez más la vieja historia de cómo la señora Gilette le había arreado un papirotazo en la mano cuando la alargó para coger la última galleta que quedaba en la bandeja. «Eso debió de ser allá por... No sé, pero creo que aún trabajaba para Dunninger, de modo que debió de ocurrir antes de mil novecientos cincuenta y nueve. ¿Todavía te asusta, después de tantos años? ¡Eso es completamente freudiano, cariño!»
«Bueno, la verdad... ya sabes... sólo un poco», Jessie abrió desmesuradamente los ojos, intentando transmitir la idea de que al decir «un poco» quería dar a entender «una barbaridad». Lo cierto es que ignoraba si aún temía o no a la vieja Fu Fu Soplidos, pero sí sabía que consideraba a la señora Gilette una auténtica chichorrera de pelo azulado, y no tenía la menor intención de pasar en su compañía el único eclipse total de sol que probablemente tendría ocasión de ver en toda la vida... si podía tramar las cosas de forma que le fuera posible presenciarlo con su padre, a quien adoraba de una manera tan fabulosa que las palabras carecían de capacidad para expresarlo.
Evaluó el escepticismo paterno y llegó a la conclusión, aliviada, de que era amistoso, incluso quizá conspiratorio. Sonrió, al tiempo que añadía:
«Pero también quiero estar contigo.»
Tom Mahout se llevó a los labios la mano de Jessie y le besó los dedos, como un caballero francés. Aquel día no se había afeitado —cosa que solía hacer cuando estaba en el campo— y el áspero roce de la barba envió un agradable temblor de cosquillas a lo largo de los brazos y la espalda de la chica.
«Comme tu es douce», dijo. «Ma jolie mademoiselle. Je t’aime.»
Jessie emitió una risita boba, sin entender su torpe francés, pero repentinamente segura de que todo había salido tal y como había esperado que saliese.
«Sería divertido», manifestó el hombre en tono dichoso. «Sólo nosotros dos. Prepararía una merienda-cena y podríamos despacharla aquí, en el porche.»
Sonrió.
«¿Hamburguesa Eclipse à deux?»
Jessie soltó una carcajada, al tiempo que inclinaba al cabeza y batía palmas, encantada.
Entonces, el padre dijo algo que a la chica le extrañó un poco, incluso en aquella época, porque no era hombre que se preocupase mucho de la ropa y de la moda:
«Podrías ponerte tu precioso traje de playa nuevo.»
«Claro, si tú quieres», repuso Jessie, aunque ya había tomado nota mental para pedir a su madre que intentase cambiar aquel vestido playero. Era bastante bonito —si a una no le molestaban las franjas rojas y amarillas, claro, caso lo bastante chillonas para que una se pusiera a soltar berridos—, pero también era demasiado pequeño y demasiado estrecho. Su madre lo había pedido a Sears, calculando las medidas a ojo y considerando que bastaba una talla mayor de la que necesitaba Jessie el año antes. Ocurrió que la chica se había desarrollado un poco más de los que se esperaba, en bastantes sentidos. A pesar de todo, si a papá le gustaba... y si eso servía para que se pusiera de su parte en la cuestión del eclipse y le echara una mano...
Se puso de su parte y le echó una mano, con la energía del mismísimo Hércules. Inició la tarea aquella noche, sugiriendo a su esposa después de la cena (y después de dos o tres vasos de añejo vin rouge) que se podía excusar a Jessie de trasladarse al monte Washington para la «contemplación del eclipse» del día siguiente. La mayor parte de sus vecinos estivales iban a ir; inmediatamente después del Día de los Caídos empezaron a celebrar reuniones a la pata la llana para tratar el tema de cómo y dónde presenciar el inminente fenómeno solar (aquellas reuniones le parecían vulgares fiestas corrientes y molientes) e incluso había bautizado a los asistentes con el nombre de Adoradores del Sol de Dark Score. Los Adoradores del Sol habían alquilado para la ocasión un minibús escolar del colegio del distrito y proyectaban trasladarse en él hasta la cima de la montaña más alta de Nueva Hampshire, pertrechados con cestas de almuerzo, gafas de sol Polaroid, cajas reflectoras especiales, cámaras fotográficas con filtros también especiales... y champán, naturalmente. Cajas y cajas de botellas de champán. A la madre y a la hermana mayor de Jessie todo aquello les parecía la propia definición de esparcimiento vacío, de guateque de excursionista artificioso. A Jessie le parecía la mismísima esencia del aburrimiento... y eso antes de añadir la vieja Fu Fu Soplidos a la ecuación.
La noche del diecinueve salió al porche después de la cena, en teoría para leer veinte o treinta páginas de Más allá del planeta silencioso, del señor C. S. Lewis, antes de que se pusiera el sol. A decir verdad, su objetivo era infinitamente menos intelectual: quería escuchar el modo en que su padre lanzaba su tiro —el tiro de ambos— y animarle silenciosamente. Maddy y ella habían comprobado muchos años atrás que la combinación sala de estar/comedor de la casa de verano tenía unas muy peculiares características acústicas, originadas probablemente por la altura del techo, que formaba un empinado ángulo agudo; Jessie suponía que hasta Will estaba enterado de la forma en que los sonidos llegaban desde allí hasta el porche. Sólo los padres parecían ignorar que lo que hablaban en aquella estancia podía oírse fuera y que la mayor parte de las decisiones que se adoptaban en la sala de estar/comedor, mientras se tomaban el café y la copa de coñac de sobremesa, se solían conocer (al menos por parte de sus hijas) mucho antes de que el estado mayor del cuartel general transmitiera las órdenes oportunas.
Jessie se dio cuenta de que sostenía la novela al revés y se apresuró a rectificar esa situación antes de que Maddy apareciese por allí y soltase una enorme y muda risotada. Le remordía un poco la conciencia por lo que estaba haciendo —bien pensado, su actitud estaba más cerca de la escucha a escondidas que del apoyo moral en silencio—, pero tampoco experimentaba la suficiente sensación de culpa como para dejarlo. Y, en realidad, aún consideraba encontrarse en la parte honesta de una delgada frontera moral. Al fin y al cabo, no era como si se hubiese escondido en el armario, o algo así; estaba tranquilamente sentada, a la vista de todo el mundo, bañada por el brillante sol que se disponía a hundirse por el oeste. Estaba sentada allí fuera con su libro y se preguntaba si en Marte habría eclipses y marcianos que los contemplasen. Y si sus padres pensaban que nadie podía oír su conversación porque estaban sentados a la mesa, allí dentro, ¿era culpa suya? ¿Se suponía que estaba obligada a entrar y avisarles?
—No lo creeeeo, queeerida —susurró Jessie con su más relamida voz tipo Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc y luego se cubrió la boca con las manos para ocultar una sonrisa amplia y majadera. Y supuso que también estaba a salvo de la interferencia de su hermana, al menos de momento; oía a Maddy y a Will en el cuarto de juegos pelearse en broma mientras jugaban una partida de «cootie» parchís o algo por el estilo.
«No creo que le haga ningún daño quedarse aquí conmigo hasta mañana, ¿tú sí?», preguntaba el padre de Jessie con su tono más alegre y simpático.
«No, claro que no», respondió la madre, «pero tampoco sería precisamente mortal para ella ir durante el verano a alguna parte con todos los demás. Va a terminar convertida en una completa niña mimada de papá.»
«Ya fue la semana pasada con Will y contigo a esa función de títeres de Bethel. En realidad, ¿no me dijiste que se quedó con Will —y que incluso le compró un helado, pagándolo de su propia asignación— mientras tú asistías a esa subasta del granero?»
«Eso no fue ningún sacrificio para nuestra Jessie» replicó Sally. Su voz sonó casi malhumorada.
«Quiero decir que fue a la función de títeres porque quiso y se cuidó de Will también porque quiso.» El tono malhumorado cambió a otro más familiar: irritación. ¿Cómo puedes entender lo que quiero decir?, interrogaba ese tono. ¿Cómo es posible, si eres un hombre?
Aquél era el tono que durante los últimos años, Jessie había oído cada vez con más frecuencia en la voz de su madre. Se daba cuenta de que en parte eso era así porque, a medida que crecía, su capacidad de escucha y de comprensión era mayor, peor también porque su madre empleaba aquel tono más a menudo que antes. A Jessie no se le alcanzaba por qué la lógica de su padre siempre sacaba de quicio a su madre.
«De pronto, el hecho de que ella haga algo porque quiere hacerlo es motivo de preocupación, ¿no?», preguntaba Tom en aquel momento. «¿Tal vez es incluso un borrón en su conducta? ¿Qué haremos con ella si se le despierta la conciencia social así como la solidaridad familiar, Sal? ¿La ingresamos en un reformatorio para jóvenes rebeldes?»
«No saques a relucir conmigo el paternalista aire protector. Sabes perfectamente lo que quiero decir.»
«No, esta vez has hecho que me extravíe entre el polvo, dulzura. Se supone que estamos disfrutando de nuestras vacaciones de verano, ¿recuerdas? Y siempre he tenido la idea de que cuando se está de vacaciones, uno hace lo que le da la gana y pasa el tiempo con quien quiere pasarlo. En realidad, pensaba que ésa era la idea general.»
Jessie sonrió, sabedora de que todo había acabado, salvo los gritos. Cuando a la tarde siguiente se produjera el eclipse, ella seguiría allí con su padre, en vez de estar en la cumbre del monte Washington con Fu Fu Soplidos y los demás Adoradores del Sol del Dark Score. Su padre era como uno de esos campeones de ajedrez que hacen pasar un mal rato al aficionado de talento antes de rematarlo.
«Podrías venir tú también, Tom... Jessie nos acompañaría si vinieses.»
Era una jugada astuta. Jessie contuvo el aliento.
«No puedo, amor... Estoy esperando una llamada de David Adams sobre la cartera de Farmacopea Brooking. Es un asunto muy importante... y muy comprometido también. Está en una fase en que manejar Brookings es como manipular explosivos. De todas formas, si me permites se sincero contigo, aunque pudiese ir, no estoy muy seguro de que me apeteciera. La Gilette no me cae lo que se dice bien. Y en cuanto a ese majadero de Sleefort...»
«¡Calla, Tom!»
«No te preocupes... Maddy y Will están abajo y Jessie ha salido al porche delantero... ¿la ves?»
En aquel momento, Jessie tuvo de pronto la absoluta certeza de que su padre conocía exactamente las excelencias de las condiciones acústicas de la sala de estar/comedor; sabía que su hija estaba oyendo hasta la última palabra de aquella conversación. Y deseaba que Jessie oyera hasta esa última palabra. Un leve estremecimiento cálido recorrió la espalda y las piernas de la chica.
«¡Ya me imaginaba que saldría a relucir Dick Sleefort!»
La voz de la madre sonaba furiosamente divertida, una combinación que hizo que a Jessie le diese vueltas la cabeza. Parecía que mezclar emociones de manera tan majareta era una prerrogativa especial de los adultos... si los sentimientos fuesen comida, los sentimientos de los adultos serían platos como filetes recubiertos con una capa de chocolate, puré de patatas con trozos de piña o K Especial espolvoreada con pimentón picante en vez de azúcar. Jessie pensó, y no por primera vez, que ser adulto parecía más un castigo que un premio.
«Esto es realmente exasperante, Tom... Ese hombre se me insinuó hace seis años. Estaba borracho. Por aquellas fechas siempre estaba borracho, pero purgó su acción. Polly Bergeron me dijo que va a Alcohólicos Anónimos y...»
«¡Bravo!», dijo su padre secamente. «¿Le enviamos una tarjeta de felicitación o una medalla al mérito, Sally?»
«Déjate de impertinencias. Casi le rompiste la nariz...»
«Sí, eso es cierto. Cuando uno entra en la cocina para echar unos cubitos de hielo a su copa y se encuentra con que el cernícalo de la esquina tiene una mano en el trasero de la esposa de uno mientras la otra trabaja la delantera...»
«Dejémoslo», propuso la mujer en tono santurrón, pero Jessie pensó que, por algún motivo, su madre parecía casi complacida. Curioso, más que curioso. «La cuestión es que ya va siendo hora de que te enteres de que Dick Sleefort no es ningún diablo salido de la profundidad del Averno, como también es hora de que Jessie descubra que Adrienne Gilette no es más que una pobre vieja solitaria que una vez, durante una fiesta, le dio un manotazo en plan de broma. Y ahora, por favor, no trates de hacerme un lavado de cerebro, Tom; no pretendo afirmar que fuese una buena broma; no lo era. Sólo digo que Adrienne no lo sabía. No lo hizo con mala intención.»
Jessie bajó la mirada y vio que su mano derecha casi había doblado por la mitad la novela. ¿Cómo era posible que su madre, una mujer que se había graduado cum laude (que vaya una a saber qué significa eso) en Vassar, fuese tan estúpida? A Jessie, la respuesta le parecía bastante clara: no era estúpida. O se hacía la tonta o se negaba a ver la verdad, y una llegaba a la misma conclusión, al margen de la alternativa que considerase correcta: obligada a elegir entre creer a la horrible vieja que vivía un poco más arriba de la calle donde ellos tenían su casa de veraneo o a su propia hija, Sally Mahout había optado por Fu Fu Soplidos. Buena elección, ¿eh?
«Por que soy una hija de papá, por eso. Por eso y por la forma en que ve las cosas. Por eso, pero yo no pienso abrirle los ojos y ella no lo comprenderá nunca por sí misma. Ni en mil millones de años.»
Jessie se obligó a aflojar la presión con que sujetaba el libro en rústica. La señora Gilette quiso escarmentarla, en su manotazo había mala intención, pero, de todas maneras, la conjetura de su padre de que a Jessie ya no le asustaba aquel viejo loro probablemente tenía más de acertada que de errónea. Por otra parte, Jessie llevaba camino de salirse con la suya y se quedaría con él, así que lo mismo daba que la madre dijese ocho que ochenta, ¿verdad? Ella iba a quedarse con papá y no tendría que aguantar a la vieja Fu Fu Soplidos, y ello iba a ser así porque...
—Porque papá se ha puesto de mi parte —murmuró.
Sí; ése era el quid del asunto. Su padre la había apoyado en contra de la opinión de su madre.
Jessie se percató de que la estrella del atardecer fulguraba suavemente en el oscurecido cielo y comprendió que llevaba allí fuera, en el porche, toda oídos mientras le daban vueltas al tema del eclipse —y el tema de ella, Jessie—, cerca de tres cuartos de hora. Aquel anochecer descubrió una circunstancia menor pero interesante en la vida: el tiempo pasa mucho más deprisa cuando se está escuchando a escondidas una conversación acerca de una misma.
Sin apenas pensar en lo que hacía, levantó la mano y curvó los dedos para formar un tubo, por el que miró la estrella y simultáneamente concretó la vieja fórmula: deseo y puedo, deseo y puedo conseguirlo. Su deseo, que ya iba camino de serle concedido, era que le permitiesen quedarse al día siguiente con su padre. Quedarse con él, fuera como fuese. Sólo dos personas que sabían cómo apoyarse la una a la otra, sentadas en el porche mientras comían hamburguesas Eclipse à deux..., más como un viejo matrimonio que como padre e hija.
«En cuanto a Dick Sleefort, después me pidió disculpas, Tom. No recuerdo si te lo dije o no...»
«Me lo dijiste, pero no recuerdo que él me pidiera disculpas a mí.»
«Es probable que temiese que le machacaras la cabeza, o, por lo menos, que lo intentases», repuso Sally, de nuevo con aquel tono de voz que tan peculiar le parecía a Jessie... parecía una desconcertante mezcla de felicidad, buen humor y enojo. Durante unos segundos, Jessie se preguntó si era posible expresarse así y estar en su sano juicio, pero enseguida sofocó completamente esa idea. «También quiero decir una cosa respecto a Adrienne Gilette, antes de que dejemos totalmente el tema...»
«Estás en tu casa.»
«Me dijo —en mil novecientos cincuenta y nueve, o sea, dos años después—, que por aquellas fechas estaba saliendo de la regla. No citó a Jessie ni aludió al incidente de la galleta, pero creo que trataba de excusarse.»
«Ah.» fue el «Ah» más gélido y oficialista del mundo. «¿Y se le ocurrió a alguna de vosotras dos transmitir esa información a Jessie... y explicarle lo que significaba?»
Silencio por parte de su madre. Jessie, que aún tenía sólo una idea vaga de lo que significaba «salir de la regla», bajó la vista y observó que, una vez más, tenía el libro cogido con tanta fuerza que estaba a punto de doblarlo. De nuevo hizo un esfuerzo para relajar las manos.
«¿Tampoco se os pasó por la cabeza pedirle disculpas?» El tono del hombre era suave... acariciador... mortífero.
«¡Deja ya de someterme al tercer grado!», estalló Sally, tras una larga pausa de silencio y meditación. «¡Ésta es tu casa, no la Sala Segunda de Tribunal Superior, por si no te has dado cuenta!»
«Fuiste tú quien sacó el tema a colación, no yo», dijo el padre. «Yo no hice más que preguntar...»
«Ah, vamos, estoy hasta las narices del modo en que le das la vuelta a todo», dijo Sally.
Por el tono de voz que empleó, Jessie supo que su madre estaba llorando o a punto de llorar. Por primera vez, que recordase, las lágrimas de su madre no despertaron ninguna simpatía en su corazón, ningún deseo apremiante de correr a consolarla (mientras, probablemente, también ella estallaba en lágrimas). Lo que experimentó, en cambio, fue una curiosa y glacial satisfacción.
«Estás nerviosa, Sally. ¿Por qué no...?»
«Tienes razón, estoy nerviosa. Discutir con mi marido me pone así, ¿no es extraño? ¿No es la cosa más sorprendente que jamás oíste? ¿Y sabes por qué discutimos? Te daré una pista, Tom... No se trata de Adrienne Gilette, ni de Dick Sleefort, ni tampoco del eclipse de mañana. Discutimos a causa de Jessie, de nuestra hija, ¿y qué otra novedad hay?»
Se echó a reír a través de las lágrimas. Un seco siseo indicó que la mujer frotaba un fósforo para encender un cigarrillo.
«¿No dicen que la rueda que chirría es la que siempre se lleva la grasa? Pues ésa es nuestra Jessie, ¿verdad? La rueda chirriante. Nunca se siente satisfecha con lo que se acuerda hasta haber tenido ocasión de dar ella los toquecitos finales. Los planes de los demás nunca le gustan. Nunca puede dejar las cosas como están.»
A Jessie le impresionó captar en su madre algo muy próximo al odio.
«Sally...»
«No tiene importancia, Tom. ¿Quiere quedarse contigo? Estupendo. De todas formas, no sería muy agradable llevarla; lo único que haría es armar camorra con su hermana y quejarse por tener que vigilar a Will. En otras palabras, no haría más que chirriar.»
«Sally, Jessie casi nunca se queja ni lloriquea, y es muy buena a la hora de...»
«¡Vamos! ¡No sé con qué ojos la miras!», chilló Sally Mahout, y el rencor que impregnaba su voz hizo que Jessie se encogiera hacia atrás en la silla. «¡Juro ante Dios que a veces te comportas con ella como si fuese tu novia en vez de tu hija!»
En esa ocasión la larga pausa correspondió al padre que, cuando habló, lo hizo en tono suave y frío.
«Decir eso ese un golpe bajo, sucio e injusto», replicó por último.
Sentada en el porche, Jessie miró la estrella vespertina y una oleada de desaliento la hundió hacia un pozo de algo parecido al horror. Experimentó la súbita y apremiante necesidad de enfocar de nuevo la estrella con el tubo formado por la mano... para desear entonces que todo quedase anulado, empezando por la petición a su padre de que arreglara las cosas para que ella pudiera quedarse en Sunset Trails al día siguiente.
Le llegó en aquel instante el ruido de la silla, cuando su madre le retiró para levantarse.
«Lo siento», se excusó Sally, y aunque el tono seguía siendo furioso, Jessie pensó que ahora también sonaba un poco como asustada. «¡Quédatela mañana, si eso es lo que quieres! ¡Estupendo! ¡Muy bien! ¡Te recibirá con los brazos abiertos!»
Resonó entonces el taconeo de los zapatos de la mujer, que se retiró rápidamente y, al cabo de un momento, el chasquido del mechero de Tom Mahout, que encendía su cigarrillo.
En el porche, Jessie notó que las lágrimas acudían a sus ojos... cálidas lágrimas de vergüenza, de dolor y de alivio por la circunstancia de que la discusión hubiese terminado antes de pasar a mayores y que la cosa empeorase... porque ¿no se habían dado cuenta Maddy y ella que últimamente las controversias de sus padres eran cada vez más ruidosas y acaloradas? ¿Que el período de frialdad en sus relaciones tardaba cada vez más en caldearse de nuevo? ¿Era o no posible que...?
«No», se interrumpió, antes de la idea se completara. «No, no es posible. No es posible, en absoluto, así que chitón.»
Tal vez un cambio de escenario propiciase un cambio de pensamientos. Jessie se puso en pie, bajó al trote los escalones del porche y luego anduvo por el camino que llevaba al borde del lago. Se sentó allí y se entretuvo arrojando guijarros al agua, hasta que su padre fue a buscarla, cosa de media hora después.
—Hamburgues Eclipse para dos mañana en el porche —anunció, un segundo antes de besarla en la parte lateral del cuello. Se había afeitado y el mentón era todo suavidad, pero el pequeño estremecimiento de placer recorrió igualmente la espalda de Jessie—. Todo está arreglado.
—¿Se enfadó mucho mamá?
—Nooo —repuso el padre alegremente—. Dijo que estaba muy bien, tanto si ibas con los demás como si te quedabas aquí, puesto que ya has hecho todos los deberes de la semana y...
Jessie había olvidado su anterior presentimiento de que Tom Mahout estaba más enterado de lo que daba a entender respecto a las condiciones acústicas del salón comedor, y la generosidad de su mentira la conmovió tan profundamente que poco faltó para que se le saltasen las lágrimas. Se volvió hacia él, le echó los brazos al cuello y le cubrió las mejillas y los labios de pequeños pero intensos besos. La reacción inicial del hombre fue de sorpresa. Sus manos retrocedieron y, durante unos segundos, las palmas se ahuecaron sobre los incipientes limones de los pechos de Jessie. El estremecimiento recorrió de nuevo a la chica, pero esta vez mucho más fuerte —casi lo bastante fuerte como para resultar doloroso, igual que una conmoción— y acompañado, como un extraño déjà vu, por la idea recurrente de las insólitas contradicciones de la adultez: un mundo en el que una podía pedir cada vez que le viniese en gana guiso de carne con zarzamoras o huevos fritos con zumo de limón... y donde la gente solía pedirlo. Después, las manos de su padre la rodearon, se posaron en sus omoplatos, la apretaron calurosamente contra él, y si hubiesen estado donde no debían estar un momento más de lo que debían, Jessie apenas se habría dado cuenta.
«Te quiero, papá.»
«También yo te quiero, Punkin. A puñados.»
16
El día del eclipse amaneció con un calor de bochorno, pero relativamente claro... Las previsiones de los meteorólogos, que anunciaban que la aparición de nubes bajas podía oscurecer el fenómeno, resultaron al parecer infundadas, por lo menos en el Maine occidental.
Sally, Maddy y Will se fueron hacia las diez, para coger el autobús de los Adoradores del Sol del Dark Score (antes de marchar, Sally dio a Jessie un frío y silencioso beso en la mejilla, al que Jessie correspondió del mismo modo) y Tom Mahout se quedó con la chica a la que su esposa había llamada la noche anterior «la rueda chirriante».
Jessie se quitó los pantalones cortos y la camiseta de Camp Ossippee, para ponerse su nuevo vestido playero, el que era tan bonito (si a una no le molestan las franjas rojas y amarillas, casi tan chillonas como para que una se ponga a berrear), pero que le quedaba excesivamente ajustado. Se puso unas gotas del perfume Mi Pecado, de Maddy, se aplicó un poco de desodorante Yodora, de su madre, y se dio un nuevo toque de lápiz labial Peppermint Yum-Yum. Y aunque nunca se entretenía delante del espejo, tonteando con su imagen (era una expresión que su madre empleaba con la hija mayor: «¡Maddy, deja de tontear y sal de una vez!»), aquel día se tomó bastante tiempo para arreglarse el pelo, porque su padre había alabado su particular estilo de peinado.
Cuando hubo colocado en su sitio la última horquilla, alargó la mano hacia el interruptor del cuarto de aseo y, antes de apagar la luz, hizo una pausa. La muchacha que la miraba desde el espejo no parecía una niña, sino una adolescente. No se debía al modo en que el modelito playero acentuaba sus pequeñas protuberancias que aún tardarían un par de años en alcanzar la categoría de auténticos pechos, como tampoco era cosa del carmín de sus labios, ni del pelo, recogido en un chapucero aunque extrañamente atractivo moño; se trataba del conjunto de todas esas cosas, una suma que mejoraba las partes que la componían a causa de... ¿qué? Jessie no lo sabía. Algo en la forma en que el pelo llevado hacia arriba realzaba la forma de los pómulos, tal vez. O la descubierta curva del cuello, mucho más sexy que los bultitos pectorales o su cuerpo de marimacho sin caderas. O quizás eran los ojos... algún destello especial que o bien había estado oculto hasta aquel día o nunca estuvo allí y surgió entonces.
Fuera lo que fuese, la cuestión es que Jessie se demoró un momento para contemplar su imagen reflejada en el espejo y, de pronto, oyó de nuevo decir a su madre: «¡Juro ante Dios que a veces te comportas como si fuese tu novia en vez de tu hija!».
Se mordió el rosado labio inferior y frunció levemente el entrecejo mientras recordaba la noche anterior... el estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando él la tocó, el tacto de las manos sobre sus senos. Notó que aquel escalofrío trataba de repetirse, pero se negó a permitirlo. Carecía de sentido estremecerse por algo que una no era capaz de comprender. Ni siquiera aunque pensase en ello.
Buen consejo, pensó, y apagó la luz del cuarto de aseo.
Se percató de que cada vez se sentía más excitada, después de que tocaran las doce del mediodía y la tarde avanzara rumbo a la hora en que iba a tener efecto el eclipse. Conectó la radio portátil con la WNCH, la emisora del rock and roll de North Conway. Su madre detestaba la WNCH y, al cabo de media hora de Del Shannon, Dee Dee Sharp y Gary «U.S.» Bonds, quienquiera que la hubiese sintonizado (normalmente Jessie o Maddy, pero a veces Will) cambiaba la emisora de música clásica que emitía desde la cima del monte Washington, pero a su padre parecía encantarle la música moderna y tarareaba y chasqueaba los dedos al escucharla. Una vez, durante la versión de The Duprees de Me perteneces, pasó los brazos alrededor de Jessie y bailó brevemente con ella por el porche. Jessie preparó la parrilla de la barbacoa hacia las tres y media, una hora antes de la hora prevista para el eclipse, y fue a preguntarle a su padre si quería dos hamburguesas o sólo una.
Lo encontró en el lado sur de la casa, junto al hueco que quedaba entre el solcalce y el piso del porche. No llevaba encima más que unos pantalones cortos de algodón (con las palabras YALE PHYS ED estampadas en una pernera) y acolchados mitones de horno en las manos. Se había cubierto la frente con un pañuelo para impedir que el sudor le entrase en los ojos. Estaba agachado sobre una pequeña y humeante fogata de césped y la combinación de pantalones cortos y pañuelo alrededor de la frente le confería un simpático aire juvenil; por primera vez en su vida, Jessie vio al hombre del que su madre se había enamorado durante el curso superior de verano.
Tenía apilados junto a sí varios rectángulos de cristal; vidrios cuidadosamente extraídos de la desmenuzada masilla de una vieja ventana del cobertizo y no menos cuidadosamente cortados. Sostenía uno de esos rectángulos entre el humo que se elevaba de la fogata, utilizando las tenazas de la barbacoa para darle vueltas al rectángulo de cristal así y asá como si fuese un raro y exquisito manjar campestre. Jessie soltó la carcajada —le chocaron principalmente los mitones de horno— y su padre volvió la cabeza sonriente. La idea de que el ángulo visual permitía al hombre ver el vestido desde abajo cruzó por la mente de Jessie, pero sólo de un modo fugaz. Al fin y al cabo, era su padre, no un chaval guaperas como Duane Corson, de los que pululaban por el puerto deportivo.
«¿Qué estás haciendo?», rió entre dientes. «¡Creí que íbamos a almorzar hamburguesas, no bocadillos de cristal!»
«Cristales ahumados para contemplar el eclipse, nada de bocadillos, Punkin», respondió Tom Mahout. «Si juntas dos o tres de estos cristales, puedes ver el eclipse total de principio a fin sin perjudicarte los ojos. He leído que ha de andarse uno con mucho cuidado; te puedes abrasar la retina y no enterarte del daño que te ha causado el sol hasta mucho después.»
«¡Ahggg!», exclamó Jessie, con un leve estremecimiento. La idea de quemarse sin saberlo le pareció impresionantemente increíble. «¿Cuánto durará ese total, papá?»
«No mucho. Cosa de un minuto.»
«Bueno, haz unos cuantos más de estos chismes comosellamen... malditas las ganas que tengo de quemarme los ojos. ¿Cuántas Hamburguesas Eclipse? ¿Una o dos?»
«Con una tengo suficiente. Si es grande.»
«Vale.»
Jessie se dispuso a marchar.
«¿Punkin?»
La niña volvió la cabeza para mirarle... un hombre más bien bajo, compacto, que en aquel momento tenía la frente perlada de finas gotas de sudor, un hombre con tan poco vello en el cuerpo como el hombre con el que se casaría después, pero sin la barriga y las gafas de gruesos cristales de Gerald... Por unos segundos, el que aquel hombre fuera su padre pareció tener una importancia mínima. La impresionó lo guapo que era y lo joven que parecía. Mientras le observaba, uno gota de sudor rodó despacio estómago abajo, se deslizó por el lado oriental del ombligo y dejó una manchita oscura en la goma de la cintura de los pantalones Yale. Jessie llevó la mirada hacia el rostro de su padre y se percató repentina y deleitablemente de que los ojos del hombre estaban fijos en ella. Incluso con los párpados entornados, como los tenía en aquel momento para evitar que le afectase el humo, aquellos ojos eran absolutamente magníficos, tenían el brillante tono gris del amanecer sobre el agua invernal. Jessie tuvo que tragar saliva antes de que le fuera posible responder, ya que tenía la garganta seca. Posiblemente tuviese la culpa el humo acre de aquella fogata de hierba. O tal vez no.
«¿Sí, papá?»
El hombre estuvo un buen rato sin decir nada, sin hacer otra cosa con la cabeza levantada para contemplarla, mientras el sudor le descendía despacio por la frente, las mejillas, el pecho y el vientre, y Jessie experimentó de pronto un ramalazo de miedo. Al final, su padre sonrió de nuevo y todo volvió a la normalidad.
«Estás preciosa, Punkin. La verdad es que, si no sonase a una cursilada nauseabunda, diría que estás bellísima.»
«Gracias... no suena a cursilada en absoluto.»
Y así era. En realidad, el comentario de su padre la había complacido tanto (especialmente después de los comentarios irritados que formuló su madre la noche anterior, o quizás a causa de ellos) que a Jessie se le formó un nudo en la garganta y durante un momento se sintió al borde de las lágrimas. Pero, en cambio, esbozó una sonrisa, le dirigió un conato de reverencia y luego regresó presurosa hacia la barbacoa, con el corazón latiéndole en el pecho como el redoble de un tambor. Una de las cosas que había dicho su madre, la más terrible de todas, intentaba ascender e irrumpir en el cerebro de Jessie
(«te comportas como si fuese tu»)
y Jessie la aplastó implacablemente como hubiera aplastado a una avispa furiosa. No obstante, se sintió envuelta en una de aquellas contradictorias emociones de los adultos —helado y salsa, pollo asado relleno de caramelos agridulces—, de las que no podía evadirse por completo. Tampoco estaba segura de que deseara hacerlo. Aún veía en su cerebro aquella gota de sudor que resbalaba perezosamente por el estómago de su padre, para dejarse absorber por el suave algodón de los pantalones cortos y convertirse en una diminuta mancha oscura. Su torbellino emocional parecía emerger principalmente de aquella imagen. Continuaba viéndola, viéndola, viéndola... Era demencial.
Bueno ¿y qué? Era un día demencial, ni más ni menos. Hasta el Sol iba a hacer algo demencial. ¿Por qué no dejarlo así?
«Sí,», convino la otrora disfrazada voz de Ruth Neary. «¿Por qué no?»
Las hamburguesas Eclipse, guarnecidas con cebolla y champiñones salteados, eran poco menos que fabulosas. «Desde luego, eclipsan a la última hornada que hizo tu madre», alabó Tom Mahout, y Jessie rió frenética y tontamente. Las comieron en el porche exterior del estudio del padre, con las bandejas de metal en el regazo. Entre ellos, una mesa circular, con la superficie sembrada de condimentos, platos de papel y parafernalia adecuada para contemplar el eclipse. El equipo de observación incluía gafas Polaroid, dos cajas reflectoras de fabricación casera, hechas de cartón, iguales a las que el resto de la familia se había llevado al monte Washington, láminas de cristal ahumado y unas cuantas agarraderas acolchadas, salidas del cajón contiguo al horno de la cocina. Los cristales ahumados ya estaban fríos, según comunicó Tom a su hija, pero lo cierto es que el hombre distaba de ser competente con el cortacristales y la chica se temía mucho que los bordes tuviesen irregularidades, dientes y filos susceptibles de cortarle los dedos.
«Lo único que me faltaría», confesó el hombre, «es que tu madre volviera a casa y es encontrase una nota informándola de que te he llevado al servicio de urgencias del hospital de Oxford Hill para que te reimplanten y te cosan un par de dedos.»
«Esta idea no volvería precisamente loca a mamá, ¿verdad?», preguntó Jessie.
Su padre le dio un breve abrazo.
«No», reconoció, «pero a mí sí. Lo bastante por los dos.»
Le dirigió una sonrisa tan radiante que ella no tuvo más remedio que corresponder con otra.
Usaron primero las cajas reflectoras, cuando se acercó la hora del eclpise: cuatro veintinueve de la tarde, hora diurna del este. El Sol encuadrado en el centro de la de Jessie no era mayor que una chapa de botella, pero brillaba de tal modo que la niña cogió unas gafas de sol de encima de la mesa y se las puso. De acuerdo con su Timex, que marcaba las cuatro y media, el eclipse debería empezar ya.
«Creo que mi reloj adelanta», dijo Jessie nerviosamente. «O eso o a montón de astrónomos de todo el mundo se les está cayendo la cara de vergüenza.»
«Compruébalo otra vez», sonrió Tom.
Cuando volvió a mirar por la caja, vio que el círculo brillante ya no era una circunferencia perfecta; la parte derecha presentaba ahora un cuarto creciente de oscuridad. Un estremecimiento le descendió por la nuca. Tom, que, en vez de mirar la imagen del interior de su caja reflectora, observaba a Jessie, se percató de ello.
«¿Punkin? ¿Te ocurre algo?»
«No, pero... asusta un poco, ¿verdad?»
«Sí», dijo él. La chica le lanzó un vistazo y se sintió profundamente aliviada al comprobar que era sincero. Casi parecía tan impresionado como ella y eso aumentaba su atractivo juvenil. La idea de que les asustasen cosas distintas jamás había entrado en la cabeza de la niña. «¿Quieres sentarte en mis rodillas, Jess?»
«¿Puedo?»
«Faltaría más.»
Se subió al regazo de Tom, todavía con la caja reflectora en las manos. Se removió hasta acomodarse contra él y le gustó el tenue olor de su ligeramente sudorosa piel, bronceada por el sol, y el suave perfume de la loción para después del afeitado: Redwood, creía que se llamaba. La falda del vestido playero se le subió muslos arriba (con lo corta que era, no podía ocurrir de otro modo) y Jessie casi ni se dio cuenta cuando su padre le puso la mano en una de sus piernas. Era su padre, después de todo —papá—, no Duane Corson, del puerto deportivo, ni Richie Ashlocke, el chico en el que ella y sus amigas reían y criticaban cuestiones del colegio.
Los minutos fueron transcurriendo lentamente. De vez en cuando, Jessie se retorcía, buscando una posición más cómoda —el halda de Tom parecía aquella tarde extrañamente llena de aristas y ángulos— y en determinado punto debió de dormitar cosa de tres o cuatro minutos. Incluso puede que más, ya que el ramalazo de aire que sopló por el porche y la despertó resultaba sorprendentemente fresco sobre sus brazos sudorosos, y la tarde había cambiado; los colores le habían parecido más vivaces antes de que apoyase la espalda en el hombro de Tom y cerrara los ojos; ahora todo eran pálidos tonos pastel y, por otro lado, la luz se había debilitado. Pensó que era como si el día se hubiese tamizado a través de una estopilla. Miró por la caja reflectora y se quedó sorprendida —casi estupefacta, la verdad— al ver que el Sol se había reducido a la mitad. Al mirar el reloj, comprobó que eran las cinco y nueve minutos.
«¡Está ocurriendo, papá! ¡El Sol desaparece!»
«Sí», corroboró Tom. Su voz era extraña: pausada y meditativa en lo alto, difuminada abajo. «Conforme al horario previsto.»
De manera un tanto ambigua, notó que, mientras ella estuvo dormitando, la mano de su padre se había deslizado hacia arriba; había subido bastante pierna arriba, a decir verdad.
«¿Puedo mirar ya a través del cristal ahumado, papá?»
«Aún no», repuso él, y su mano ascendió más por el muslo de Jessie. Estaba caliente y húmeda de sudor, pero no resultaba desagradable. La chica puso la suya encima de la de Tom, se volvió hacia él y sonrió.
«Es excitante, ¿no?»
«Sí», convino su padre, en el mismo tono nebuloso. «Sí, Punkin, lo es. En realidad, bastante más de lo que hubiera imaginado.»
Siguió transcurriendo el tiempo. En la caja reflectora, la Luna continuaba mordisqueando al Sol, mientras el reloj señalaba las cinco veinticinco y luego las cinco y media. Jessie enfocaba ahora toda su atención sobre la menguante imagen de la caja reflectora, pero una pequeña parte de ella volvió a tener conciencia de lo insólitamente duro que estaba aquella tarde el regazo de Tom. Algo presionaba sobre su trasero. No le hacía daño, pero era insistente. A Jessie le parecía el mango de una herramienta: un destornillador o quizás el martillo de tachuelas de su madre.
Jessie se removió una vez más, siempre tratando de encontrar un apoyo más cómodo sobre las piernas de Tom, que dejó escapar una rápida y sibilante bocanada de aire por encima del labio inferior.
«Papá, ¿pero demasiado? ¿Te hago daño?»
«No. Nada de eso.»
Jessie lanzó otra ojeada al reloj. Las cinco treinta y cinco; faltaban cuatro minutos para que llegase el eclipse total, acaso un poco más si su reloj adelantaba.
«¿Puedo mirar ya por el cristal ahumado?»
«Todavía no, Punkin. Pero falta muy poco.»
Oía la voz de Debbie Reynolds, cuya canción llegaba desde las Edades oscuras, por cortesía de WNCH: «El viejo búho ululante... aúlla a la paloma... Tammy... Tammy... Tammy está enamorado». Por último, la voz quedó sofocada en medio de un pegadizo remolino de violines y la reemplazó la del presentador musical, quien les informó de que en Ciudad Celeste, Estados Unidos de América (así se referían casi siempre los pinchadiscos de la WNCH a North Conway) estaba oscureciendo, pero que en la parte fronteriza de Nueva Hampshire había demasiadas nubes en el cielo para que fuese posible ver el eclipse. El locutor les contó que al otro lado de la calle había un montón de ciudadanos desilusionados, con gafas de sol.
«Nosotros no somos ciudadanos desilusionados, ¿verdad, papá?»
«Ni tanto así», asintió Tom, al tiempo que cambiaba de postura bajo la chica. «Tengo la impresión de que somos las personas más felices del universo, más o menos.»
Jessie escudriñó otra vez por la caja reflectora, olvidada de todo, salvo de la diminuta imagen que ahora podía mirar ya sin entornar los párpados bajo las rendijas protectoras, detrás de las tintadas gafas de sol Polaroid. La oscura medialuna de la derecha que anunció la inminencia del eclipse se había convertido en una medialuna llameante de sol por la izquierda. Era tan brillante que casi parecía flotar sobre la superficie de la caja reflectora.
«¡Mira el lago, Jessie!»
Obedeció y, tras los cristales de las gafas de sol, sus ojos se desorbitaron. En su absorta contemplación de la imagen que veía por la caja reflectora se había perdido lo que pasaba a su alrededor. Los tonos pastel eran ahora acuarelas antiguas y descoloridas. Un crepúsculo prematuro, a la vez fascinante y aterrador para una niña de diez años, resbalaba a través del lago Dark Score. En alguna parte de la arboleda, un búho ululó sosegadamente y Jessie notó que un escalofrío surcaba su cuerpo. En la radio, había terminado una Transmisión Aamco y Marvin Gaye empezó a cantar: «Ouu-uuwuuu, escuchad todos, especialmente vosotras, las chicas, ¿ha de quedarse uno solo cuando la chica a la que ama nunca está en casa?».
El búho ululó de nuevo en los bosques, al norte de donde se encontraban. Un sonido espeluznante, se percató Jessie de pronto... un sonido espeluznante de veras. En esa ocasión, al estremecerse, Tom la rodeó con un brazo. Con gesto agradecido, Jessie apoyó la espalda en el pecho de su padre.
«Es horripilante, papá.»
«No durará mucho, cielo, y probablemente no volverás a presenciar otro. Procura no asustarte y disfruta del espectáculo.»
Jessie miró por la caja reflectora. No había nada allí.
«Mis amigos dicen que a veces la quiero demasiado...»
«Papá. ¿Papá? Ha desaparecido. ¿Puedo...?»
«Sí. Ahora ya todo está bien. Pero cuando te diga que lo dejes, lo dejas. Sin discutir, ¿entendido?»
Lo había entendido, sí. La idea de las quemaduras de retina —quemaduras que al parecer una no notaba que se estaban produciendo hasta que era demasiado tarde— le parecía infinitamente más espeluznante que el ulular del búho en el bosque, Pero no había modo alguno de que ella fuese a echar siquiera un vistazo, ahora que ya estaba allí, que estaba sucediendo. Ningún modo.
«Pero creo», entonaba Marvin con el fervor de los conversos. «Sí, creo... que a una mujer hay que amarla así...»
Tom Mahout le dio uno de los mitones de horno y luego un montoncito de tres cristales ahumados. Respiraba entrecortadamente, y Jessie sintió una súbita compasión por él. Era probable que el eclipse también le hubiese puesto la carne de gallina, pero, naturalmente, era un adulto y tenía que disimularlo. En una barbaridad de sentidos, los adultos eran seres tristes. Pensó en revolverse y consolarle, pero después llegó a la conclusión de que seguramente eso empeoraría las cosas. Le haría sentirse estúpido. Jessie lo comprendía. Lo que más odiaba de todo era sentirse estúpida. Así que, en vez de pretender consolar a Tom, levantó los cristales ahumados, los sostuvo frente a sí y luego, poco a poco, alzó la cabeza, apartó los ojos de la caja reflectora y miró a través de ellos.
«Ahora, chavalas, todas estaréis de acuerdo», entonaba Marvin, «No se supone que sea así... ¡De modo que dejar que os oiga! ¡Dejarme oíros decir SÍ, SÍ!»
Y, al mirar por aquel visor de fabricación casera, Jessie vio...
17
En ese punto, la Jessie esposada a los postes de la cama en la casa de verano de la orilla norte del lago Kashwakamak, la Jessie que no tenía diez años, sino treinta y nueve y que llevaba casi doce horas de viudedad, comprendió repentinamente dos cosas: que estaba dormida y que revivir el día del eclipse no era estar soñando. Durante un rato había llegado a pensar que se trataba de un sueño, sólo un sueño, como el sueño de la fiesta de cumpleaños de Will, en el que la mayoría de los invitados o estaban muertos ya o hacía años que no los veía. Esta nueva película mental poseía la cualidad surrealista casi sensible de la anterior, pero resultaba poco fiable porque la norma de todo aquel día era el surrealismo y la ensoñación. Primero, el eclipse, y después su padre...
«Se acabó», decidió Jessie. «Fuera, abandono.»
Hizo un intento convulsivo para salir del sueño, del recuerdo o de lo que fuese. Su esfuerzo mental se tradujo en una contorsión de todo el cuerpo y la cadena de las esposas tintinearon sordamente a impulso de las violentas contracciones de Jessie, al moverse de un lado a otro. Casi lo consiguió; por un instante, pareció encontrarse casi libre. Y pudo haberlo logrado, habría alcanzado su objetivo, de no haber cambiado de idea en el último segundo. Lo que la detuvo fue el pánico inarticulado pero abrumador que le produjo una figura, una figura expectante capaz de convertir, por comparación, en algo baladí lo que sucedió aquel día en el porche... bueno, si tuviese que afrontarlo...
«Pero quizá no tenga que afrontarlo. Todavía no.»
Y tal vez el apremiante impulso de ocultarse en el sueño... también podía haber sido otra cosa. Como si una parte de ella pretendiera tirar de la manta y descubrir el pastel de una vez por todas, sin importar lo que costase.
Se dejó caer sobre la almohada, cerrados los ojos, levantados los brazos y separadas las piernas en postura de sacrificio, pálido y rígido el rostro a causa de la tensión.
—Especialmente vosotras, las chicas —murmuró en la oscuridad—. Especialmente todas vosotras, chicas.
Se hundió en la almohada, y el día del eclipse la reclamó de nuevo.
18
Lo que Jessie vio a través de las gafas de sol y del filtro de fabricación casera era tan insólito y tan impresionante que, al principio, su cerebro se negó a captarlo. Una amplia y preciosa curva, como la que decoraba las comisuras de la boca de Anne Francis, pero brillante, parecía suspendida en el cielo del anochecer.
«Si hablo en sueños... es porque no he visto a mi nena en toda la semana...»
En aquel punto notó por primera vez sobre el nudo del seno derecho la mano de su padre. Una mano que lo oprimió suavemente durante unos segundos, se trasladó al izquierdo y luego regresó al derecho, como si estuviese efectuando una comparación de tamaño. El hombre respiraba entonces muy deprisa; en el oído de Jessie el aliento sonaba como una máquina de vapor y la niña sintió otra vez que algo duro se apretaba contra sus nalgas.
«¿Puedo contar con un testigo?», gritaba Marvin Gaye, aquel subastador de almas. «¿Un testigo, un testigo?»
«¿Papá? ¿Estás bien?»
Notó otro delicado hormigueo en los pechos —placer y dolor, pavo asado con glaseado Nehi y salsa de chocolate—, pero esa vez también sintió alarma y una especie de sobresaltada confusión.
«Sí», contestó su padre, pero la voz sonó casi como la de un extraño. «Me encuentro bien, pero no vuelvas la cabeza.»
Tom cambió de postura. La mano que acarició los pechos de Jessie se había trasladado a otro sitio; la que estaba sobre los muslos fue subiendo, mientras empujaba el borde de la falda del vestido playero.
«¿Qué haces, papá?»
En la pregunta no había exactamente miedo, sino más bien curiosidad. Con todo, cierto soterrado temor parecía matizarla, algo como una finísima veta roja. Por encima de Jessie, un horno de extraña luminosidad brillaba intensamente alrededor del círculo oscuro suspendido en el cielo de color añil.
«¿Me quieres, Punkin?»
«Sí, claro que sí...»
«Entonces no te preocupes de nada. Nunca te haría daño. Quiero ser bueno y cariñoso contigo. Sigue viendo el eclipse y déjame que sea cariñoso contigo.»
«No estoy muy segura de querer seguir viendo el eclipse, papá.» La sensación de confusa perplejidad cada vez era más profunda, la veta roja aumentaba de grosor. «Tengo miedo de que me queme los ojos. De que me abrase la comosellame.»
«Pero creo», cantaba Marvin, «que la mujer es el mejor amigo del hombre... y le seré fiel... hasta el fin.»
«No te preocupes.» Tom jadeaba entonces. «Dispones de otros veinte segundos. Por lo menos. Así que no te preocupes. Y no vuelvas la cabeza.»
Jessie oyó el chasquido de una goma elástica, pero no era la de Tom, ni la de ella; tenía las bragas en el sitio donde debían estar, y supuso que, si bajaba los ojos las vería... porque Tom le había subido la falda del vestido hasta ese punto.
«¿Me quieres?», preguntó nuevamente el padre, y aunque Jessie se vio asaltada por el terrible presentimiento de que la respuesta correcta era la equivocada, ella no pasaba de ser una niña de diez años y sólo podía dar una contestación. De forma que dijo que le quería.
«Un testigo, un testigo», imploraba Marvin, y su voz se desvanecía ya.
Tom Mahout se removió y aquella cosa dura se apretó aún con más firmeza contra las posaderas de Jessie. La niña comprendió de pronto qué era —no se trataba de la empuñadura del destornillador ni del mango del martillo de tachuelas de la caja de herramientas que había en la despensa, eso seguro— y la alarma que sintió tuvo el acompañamiento de un rencoroso placer momentáneo, relacionado más con su madre que con su padre.
«Eso es lo que has conseguido por no estar de mi parte», pensó, con la mirada en el oscuro círculo del cielo, visto a través de las capas de cristal ahumado, y después: «Me parece que eso es lo que hemos conseguido los dos». Se le nubló la vista repentinamente y el placer desapareció. Sólo quedó en su ánimo una creciente sensación de alarma. Pensó: «¡Oh, Dios mío! Son mis retinas... sin duda están empezando a quemarse».
La mano del muslo se deslizó entre las piernas hasta llegar al punto donde se juntaban, y allí se ahuecó sobre la carne. Jessie pensó que su padre no debía hacer lo que estaba haciendo. No era un buen sitio para poner la mano. A menos que...
«Te está clavando el dedo...», intervino de golpe una voz interior.
En años posteriores, aquella voz, que Jessie acabó atribuyendo a la Santa Esposa, la llenaba frecuentemente de indignación; a veces era la voz de la cautela, a menudo la de la culpabilidad y casi siempre la de la negativa. Cosas desagradables, cosas indignas, cosas que hacen daño... Si una se empeñaba en pasarlas por alto y lo hacía con bastante entusiasmo, llegaba un momento en que se alejaban, ése era el punto de vista de la Santa Esposa. Era una voz perfectamente capacitada para insistir con tenacidad en la idea de que las maldades más manifiestas eran bondades, partes de un plan benévolo demasiado amplio y complejo para que los simples mortales pudiesen entenderlo. Muchas veces (sobre todo durante los doce y trece años de edad, cuando llamaba señorita Petrie a la voz de su profesora de segundo grado) se cubría las orejas con las manos e intentaba bloquear el paso de aquella voz locuaz y razonable —gesto inútil, naturalmente, dado que se originaba en la parte del oído a la que las manos de Jessie no podían llegar— pero en aquel momento en que alboreaba la consternación, mientras el eclipse oscurecía la zona occidental de Maine y el reflejo de las estrellas ardía sobre la superficie del lago Dark Score, el momento en que se dio cuenta (o algo así) de que la mano que antes estaba en las piernas había subido hasta donde había subido, oyó sólo amabilidad y sentido práctico, lo que la indujo a aferrarse con asustado alivio a lo que la voz decía.
«Es sólo una broma, Jessie, nada más.»
«¿Estás segura?», repuso.
«Sí», replicó la voz con energía. Con el transcurrir de los años, Jessie descubriría que aquella voz casi siempre se manifestaba firme y segura, tanto si tenía razón como si no. «Lo único que pretende es gastarte una broma, ni más ni menos. No sabe que te estás asustando, de modo que no abras la boca y no estropees una tarde maravillosa. Esto no es ningún acontecimiento del siglo.»
«¡No lo creas, bonita!», contradijo la otra voz, la voz dura. «A veces se comporta como si tú fueses su amiguita y no su hija, ¡y eso es lo que está haciendo ahora! ¡No está bromeando contigo! ¡Te está jodiendo!»
Tenía la certeza poco menos que absoluta de que aquello era mentira, estaba casi completamente segura de que aquel verbo tabú del patio del colegio no podía llevarse a la práctica con una mano, pero las dudas persistieron. Con súbita desolación recordó que Karen Aucoin le había dicho que ni siquiera permitiría a un chico que le introdujese la lengua en la boca, porque eso podría engendrarle un niño en la garganta. Karen dijo que a veces sucedía eso y que la mujer que tuviera que vomitar para sacar a la criatura de allí casi siempre se moría y lo normal era que el niño también muriese.
«Ni por asomo voy a permitir que un chico me dé un beso francés», afirmó Karen. «Puede que, si le quiero de verdad, le permita rozarme por encima, pero malditas las ganas que tengo de llevar un niño en la garganta. ¿Cómo COMERÍA?»
En aquel momento, tal concepto del embarazo le pareció a Jessie disparatado y casi encantador... ¿y quién, salvo Karen Aucoin, que se preocupaba de si se quedaba o no encendida la luz del refrigerador cuando una cerraba la puerta, podía sacar a relucir semejante tema? Ahora, sin embargo, la idea rielaba con su propia lógica misteriosa. Supongamos —sólo supongamos— que fuera verdad. Si una podía concebir un hijo transmitido por la lengua de un chico, si eso era posible, entonces...
Y allí estaba aquella cosa dura apretándose contra sus nalgas. Aquella cosa que no era el mango del destornillador ni del martillo de tachuelas de su madre.
Jessie probó a juntar las piernas, un gesto que era ambivalente para ella, pero al parecer no lo era para él. Su padre jadeó —un rumor dolorido, temeroso— y los dedos masculinos oprimieron con más fuerza la sensible protuberancia carnosa que resaltaba en la entrepierna, bajo las bragas. Le hizo un poco de daño. Jessie se puso rígida contra Tom y gimió.
Mucho después se le ocurrió que probablemente su padre confundió aquel sonido, tomándolo por pasión, y era muy probable que así sucediese. Sea cual fuere la interpretación del hombre, señaló el clímax de aquel extraño intervalo. Tom se arqueó súbitamente bajo la niña, impulsándola suavemente hacia arriba. El movimiento fue a la vez aterradora e inusitadamente placentero... él debía de ser tan fuerte y ella debía de sentirse tan conmovida. Durante un momento, Jessie casi llegó a comprender la naturaleza de la química que actuaba allí, peligrosa y sin embargo imperativa, y que dominarla estaba a su alcance... es decir, si quería dominarla.
«No», pensó. «No quiero tener nada que ver con eso. Sea lo que fuere, es asqueroso, horrible y espeluznante.»
Entonces, la cosa dura que se apretaba contra sus nalgas, aquella cosa que no era un mango del destornillador ni del martillo de chinchetas de su madre, se agitó espasmódicamente y proyectó un líquido que produjo una cálida mancha de humedad a través de la tela de los pantalones.
«Es sudor», se apresuró a decir la voz que un día iba a pertenecer a la Santa Esposa. «Eso es lo que es. Ha adivinado que le tenías miedo, que te asustaba estar en su regazo y se ha puesto nervioso. Debes sentirte triste.»
«¿Sudor? ¡Un cuerno!», replicó la otra voz, que posteriormente pertenecería a Ruth. Su tono era tranquilo, enérgico, terrible. «Sabes lo que es, Jessie... es eso de lo que hablaban Maddie y aquellas otras chicas el día de la fiesta nocturna de Maddy, cuando creyeron que por fin tú te habías dormido. Cindy Lessard lo llamó semen. Dijo que era blanco y salía como pasta dentífrica de la cosa que tienen los chicos. De esa sustancia se fabrican los niños y no de los besos con la lengua.»
Durante unos instantes, Jessie permaneció en equilibrio encima de la ola rígida de aquel impulso, confusa, temerosa y un tanto excitada, sin dejar de oír los ásperos y entrecortados resoplidos de su padre, que se sucedían en el aire húmedo. Luego, las caderas y los muslos de Tom se relajaron y volvieron a bajar a la niña.
«Deja ya de mirar el eclipse, Punkin», dijo, y aunque todavía jadeaba, su tono de voz era casi normal. Aquella terrible excitación había desaparecido, lo mismo que la ambivalencia de las sensaciones de Jessie: la chica sólo experimentaba un profundo alivio. Fuera lo que fuese lo sucedido —si es que sucedió algo— había terminado ya.
«Papá...»
«No, no discutas. Se te acabó el tiempo.»
Le quitó sosegadamente de las manos los trozos de cristal ahumado. Al mismo tiempo, la besó, en la nuca, aún con más suavidad. Mientras recibía el beso, Jessie dirigió la mirada hacia el misterioso manto de oscuridad que cubría el lago. Tuvo sutil conciencia de que el búho continuaba ululando y de que los grillos se dejaron engañar y habían iniciado su canto dos o tres horas antes de lo habitual. Una imagen pertinaz flotaba frente a sus ojos como un tatuaje esférico rodeado por un aura irregular de color verde. Pensó: «Si miro demasiado tiempo, si me quemo las retinas, probablemente me pasaré el resto de mi vida contemplando eso, que es como el resplandor que una ve cuando alguien dispara un flash delante de los ojos».
«Por qué no entras en casa y te pones unos vaqueros, Punkin? Me parece que, después de todo, lo del vestido de playa no fue una buena idea.»
Lo dijo con voz opaca, carente de emoción, como si sugiriese que la idea de ponerse el vestido playero había sido cosa de ella («Incluso aunque no lo hubiera sido, debiste tener más sentido común», dijo al instante la voz de la señorita Petrie), y un nuevo temor brotó de súbito en la cabeza de Jessie: ¿y si él decide contar a mamá lo sucedido? Tal posibilidad era tan pavorosa que la niña estalló en lágrimas.
«¡Lo siento, papá!», lloró, al tiempo que le echaba los brazos al cuello y hundía la cara en el hueco de su nuca. Percibió el ambiguo y fantasmal aroma de la loción para después del afeitado, colonia o lo que fuese. «Si hice algo malo, lo siento mucho, mucho, mucho.»
«¡Por Dios, no!», dijo Tom Mahout, pero aún con aquella voz opaca y preocupada, como si tratase de decidir si debía contarle a Sally lo que Jessie había hecho o si cabía la opción de ocultarlo metiéndolo debajo de la alfombra. «No has hecho nada malo, Punkin.»
«Entonces, ¿todavía me quieres?», insistió ella.
Se le ocurrió que era una barbaridad hacer aquella pregunta, una locura correr el riesgo de recibir una contestación que acaso la devastara, pero tenía que hacerla. Tenía que preguntárselo.
«Claro que sí», respondió Tom al instante. Su voz sonó un poco más animada, lo suficiente para que Jessie comprendiera que decía la verdad (y ¡oh!, qué alivio representaba), pero eso no le impidió barruntar que las cosas habían cambiado, y todo a causa de algo que ella era incapaz de entender del todo. Sabía que
(pincharla con el dedo sólo era una especie de broma)
había tenido algo que ver con el sexo, pero ni por lo más remoto imaginaba lo grave que pudiera ser. Probablemente era lo que las chicas de la fiesta nocturna de Maddy habían considerado «llegar hasta el final» (salvo aquella extrañamente enterada Cindy Lessard; ella dijo «zambullirse en aguas profundas con la verga blanca», término que impresionó a Jessie por horrible y, al mismo tiempo, gracioso), pero el hecho de que él no hubiese puesto su «cosa» en la de ella no quería decir que estuviese a salvo de lo que las chicas, incluso las del colegio, llamaban «el chorreo». Recordó lo que Karen Aucoin le contó el año pasado, cuando volvían a casa, a la salida de clase, pero Jessie trató de apartarlo de la imaginación. Sería mentira, casi seguro y,, de todas formas, incluso aunque no fuese mentira, Tom tampoco le había metido la lengua en la boca.
Oyó mentalmente la voz de su madre, alta e indignada: «¿No dicen que la rueda que chirría es la que siempre se lleva la grasa?».
Sintió contra las nalgas la cálida humedad. Al parecer, aún se estaba ampliando. «Sí», pensó. «Supongo que es cierto. Supongo que la rueda que chirría se lleva la grasa.»
«Papá...»
Tom alzó una mano, gesto que solía hacer a menudo cuando estaban sentados a la mesa y la madre o Maddy (la madre, por regla general) daban muestras de empezar a irritarse por algo. Jessie no recordaba que su padre le hubiese dirigido nunca aquel ademán y la circunstancia de que lo hiciese ahora consolidó su presentimiento de que algo se había torcido de mala manera y de que, como consecuencia de algún espantoso error que ella cometió (acceder a ponerse el vestido playero, probablemente) iban a producirse cambios fundamentales e inapelables. Esa idea la inundó de una tristeza tan profunda que tuvo la sensación de que unos dedos invisibles irrumpían brutalmente en su interior, para remover y aventar sus intestinos.
Observó por el rabillo del ojo que los pantalones cortos de gimnasia de su padre estaban torcidos. Algo asomaba, algo de color rosado, y, desde luego, no era el mango de un destornillador.
Antes de que pudiese apartar la cabeza, Tom Mahout se dio cuenta de la dirección de su mirada y se ajustó rápidamente los pantalones, con lo que la cosa rosada quedó fuera de la vista. El rostro del hombre se contrajo en una moué de desagrado y Jessie se volvió a encoger interiormente. Tom había sorprendido a Jessie mirando y cometió el error de creer que aquella ojeada fortuita era curiosidad indecorosa.
«Lo que acaba de pasar...», empezó, y luego carraspeó. «Tenemos que hablar de lo que acaba de suceder, Punkin, pero no en este preciso momento. Entra enseguida en casa, cámbiate de ropa y, de paso puedes tomar una ducha rápida. Si te apresuras puede que no te pierdas el final del eclipse.»
Jessie había perdido todo interés por el eclipse, aunque ni en un millón de años lo reconocería. Asintió con la cabeza y dio media vuelta.
«Papá, ¿me ocurre algo?»
Pareció sorprendido, inseguro, cauto... una mezcla que acentuó en Jessie de que unas manos furiosas actuaban en sus interioridades manoseando los intestinos... y comprendió de pronto que su padre se sentía tan mal como ella. Quizá peor. Un instante de claridad no afectada por ninguna voz que hablase en lugar de la suya le permitió decirse: «¡Ya debes sentirte mal! ¡Caray, tú lo provocaste!».
«No, estás bien», manifestó Tom Mahout..., pero el tono de su voz no dejó convencida a Jessie. «Estupendamente estás. Anda, entra y arréglate.»
«Bueno.»
Intentó sonreír —se esforzó— y lo consiguió en cierta medida. Su padre pareció extrañarse y luego le devolvió la sonrisa. Lo cual tranquilizó algo a la niña, y las manos que habían estado trabajando en sus entrañas aflojaron la presa. Sin embargo, cuando subió al dormitorio que compartía con Maddy, aquellas sensaciones empezaban a acosarla otra vez. Con mucho, lo peor era el miedo de que el hombre contara a su esposa lo ocurrido. ¿Qué pensaría mamá?
«Ésa es nuestra Jessie. La rueda chirriante.»
Habían dividido la alcoba en dos partes, al estilo de los campamentos femeninos. Maddy y ella colgaron en el centro del cuarto unas sábanas viejas que les dio su madre y luego pintaron alegres dibujos con los crayolas de Will. Colorear las sábanas y dividir el dormitorio fue realmente divertido en al época en que lo hicieron, pero a Jessie le parecía ahora estúpido e infantil, y el modo pomposo en que bailoteaba aquella sombra del centro de la sábana llegaba incluso a asustarla; parecía la silueta de un monstruo. Hasta la fragancia de la resina de pino, que habitualmente le complacía mucho, ahora le resultaba empalagosa y cargante, como un ambientador de esos con que se rocía el aire a discreción para disimular los malos olores.
«Ésa es nuestra Jessie, nunca se siente satisfecha con lo que se acuerda hasta haber tenido ocasión de dar ella los toquecitos finales. Los planes de los demás nunca le gustan. Nunca puede dejar las cosas como están.»
Entro corriendo en el cuarto de baño, deseosa de dejar atrás aquella voz y suponiendo, acertadamente, que no iba a conseguirlo. Encendió la luz y se quitó el vestido playero pasándoselo por la cabeza de un rápido tirón. Lo arrojó al cesto de la ropa sucia, contenta de desembarazarse de él. Se contempló en el espejo, muy abiertos los ojos, y vio la cara de una niña enmarcada por un peinado infantil... un peinado libre ahora de horquillas, suelto el pelo, sin moños ni bucles. Vio también el cuerpo de una niña —liso el pecho, escurridas las caderas—, pero que no seguiría así, sin curvas ni protuberancias acentuadas, por mucho tiempo. Ya estaba empezando a cambiar, y eso había afectado a su padre y ya no podía evitarse.
«No quiero tener nunca tetas ni caderas redondeadas» pensó Jessie tontamente. «Si provocan cosas como ésta, ¿quién va a desear tenerlas?»
Ese pensamiento le recordó la humedad del fondillo de sus bragas. Se las quitó —bragas de algodón, adquiridas en Sears, que fueron verdes en sus buenos tiempos y que ahora tenían un tono descolorido muy próximo al gris— y las estuvo observando con curiosidad, hundidas las manos por debajo de la cintura. Había algo en la parte trasera, naturalmente, y no era sudor. Ni se parecía a ninguna pasta dentífrica que ella hubiese visto en su vida. Era como detergente, color gris perla, del que se usa para la vajilla. Jessie inclinó la cabeza y olfateó cautelosamente. Despedía un olor suave y tenue, que asoció con el lago después de un período de tiempo caluroso y con el agua del pozo, en cualquier temporada. Una vez llevó a su padre un vaso de agua cuyo olor a ella le pareció particularmente fuerte y le preguntó si lo percibía.
Su padre meneó la cabeza.
«No», dijo alegremente, «pero eso no significa que no esté ahí. Sólo significa que fumo demasiado. Supongo que se trata del olor del acuífero, Punkin. Vestigios minerales, eso es todo. Huelen un poco y eso quiere decir que tu madre tiene que gastarse una fortuna en suavizante para la ropa, pero a ti no te perjudicará en absoluto. Lo juro ante Dios.»
Habló entonces la voz más positiva y enérgica. En la tarde del eclipse sonó un poco más semejante a la voz de su madre (por ejemplo, la llamó cariño, como Sally hacía siempre que se enfadaba con Jessie cuando ésta eludía alguna tarea o se olvidaba de cumplir alguna obligación), pero Jessie tuvo la idea de que en realidad era su propia voz, en adulto. Si el roznido beligerante resultó un poco angustioso, fue sólo porque era demasiado pronto para aquella voz, estrictamente hablando. A pesar de todo, allí estaba. Allí estaba y lo hacía lo mejor posible para recuperarse. Su descarada sonoridad le pareció extrañamente reconfortante.
«Es la sustancia de la que hablaba Cindy Lessard, o sea que es... es semen, cariño. Supongo que debes estar agradecida que haya ido a parar al fondillo de las bragas, en vez de caer en otro sitio, pero no te vayas a ti misma con cuentos de hadas acerca de cómo huele el lago, o los vestigios minerales del fondo del acuífero ni ninguna otra cosa por el estilo. Karen Aucoin es una mema integral, en toda la historia de la humanidad, nunca hubo mujer que gestase un niño en la garganta y tú lo sabes muy bien, pero Cindy Lessard no es ninguna tonta. Creo que ya vio esa sustancia, y tú también la has visto ahora. Jugo de hombre. Semen.»
Súbitamente asqueada —no tanto por lo que era aquello como por quién lo había producido—, Jessie arrojó las bragas al cesto de la ropa sucia, encima del vestido playero. Pero entonces recordó que su madre vaciaba los cestos de ropa sucia en el húmedo lavadero del sótano y, con los ojos de la imaginación, la vio en el momento de rescatar de aquel preciso cesto aquel preciso par de bragas con aquella precisa mancha. ¿Y qué pensaría? Pues que la fastidiosa rueda chirriante de la familia había conseguido la grasa, naturalmente... ¿qué otra cosa iba a pensar?
Su repulsión se convirtió en horror culpable y Jessie se apresuró a rescatar las bragas. Al instante, aquel olor mate, espeso, blando y nauseabundo pareció llenarle el olfato. «Ostras y cobre», pensó y no pudo aguantar más. Con las bragas apretadas en un puño, cayó de rodillas delante del lavabo y devolvió. Limpió la vomitona rápidamente, antes de que el olor de la hamburguesa digerida a medias se difundiera por el aire, y luego abrió el grifo del agua y se enjuagó la boca. Disminuyó su temor a pasarse una hora o más arrodillada allí, sin hacer otra cosa que vomitar. El estómago empezó a asentársele. Si le fuera posible evitarse la prueba de sufrir otra vaharada de aquel suave olor a crema de cobre...
Contuvo el aliento mientras ponía las bragas bajo el agua fría del grifo, las lavaba y las escurría, para luego depositarlas otra vez en el cesto. Después respiró hondo y, al mismo tiempo, se apartó el pelo de las sienes, con el dorso de las manos mojadas. Si su madre preguntase qué hacían allí aquellas bragas húmedas entre la ropa sucia...
«Ya estás pensando como una delincuente», gimió la voz que más adelante pertenecería a la Santa Esposa. «Ya ves adónde te conduce el ser una niña mala, Jessie. ¿Te das cuenta? Desde luego, espero que tú...»
«Cállate, pelotillera», replicó la otra voz. «Más adelante me puedes abroncar todo lo que te plazca, pero en este preciso momento estoy ocupada tratando de solucionar un asuntillo, si no te importa. ¿Vale?»
No hubo respuesta. Buena cosa. Jessie volvió a apartarse el pelo nerviosamente, aunque eran escasas las hebras que le habían caído otra vez contra las sienes. Si su madre preguntase qué hacían aquellas bragas húmedas en el cesto de la ropa sucia, Jessie le diría simplemente que tenía tanto calor que se dio un chapuzón sin quitarse siquiera los pantalones cortos. Las tres lo habían hecho más de una vez durante aquel verano.
«En ese caso, no te olvides de pasar también los pantalones y la blusa por el chorro del grifo. ¿De acuerdo, cariño?»
«De acuerdo», convino. «Buen punto.»
Se puso la bata que estaba colgada detrás de la puerta del cuarto de aseo y volvió al dormitorio para coger los pantalones y la camiseta de manga corta que llevaba cuando su madre, su hermano y su hermana mayor se marcharon aquella mañana... de lo que hacía ya un millón de años. Ésa era su impresión. Al principio, no vio las prendas que buscaba y se puso de rodillas para mirar debajo de la cama.
«La otra mujer también está de rodillas», advirtió la otra voz, «y también percibe el mismo olor. Ese olor que parece cobre y crema».
Jessie oía pero no oía. Su mente estaba en los pantalones y en la camiseta de manga corta... la tapadera, la coartada. Como había supuesto, estaban debajo de la cama. Estiró el brazo para cogerlos.
«Sale del pozo», añadió la voz. «Es el olor del pozo.»
«Sí, sí», pensó Jessie mientras cogía las prendas de ropa y regresaba al cuarto de baño. «Es el olor del pozo, bueno, eres poeta y no lo sabes.»
«Ella le hizo caer por el pozo», dijo la voz y eso entró y llegó por fin a su destino, Jessie se detuvo en seco ante el umbral del cuarto de aseo, desorbitados los ojos. Le asaltó de pronto un miedo nuevo y mortal. Ahora que la escuchaba, comprendió que aquella voz no era como las otras; era una voz como las que se cogen en la radio de madrugada, cuando las condiciones son propicias al máximo... era una voz que llegaba de muy lejos, de un punto remoto.
«No tan lejos, Jessie; está también en el camino del eclipse.»
Por un momento, el pasillo del piso superior de la casa del lago Dark Score dio la impresión de que desaparecía. Lo reemplazaba una maraña de arbustos de zarzamora, carentes de sombra bajo el cielo oscurecido por el eclipse y el límpido olor a sal marina. Jessie vio una mujer enjuta vestida con bata de estar por casa y cabellera entrecana recogida en moño. Estaba de rodillas junto a un astillado rectángulo de tablas. Tenía a su lado un rebujo de tela blanca, Jessie estuvo segura de que eran las enaguas de la mujer delgada. «¿Quién es usted?», preguntó Jessie a la mujer pero ya se había ido... es decir, si es que estuvo allí alguna vez.
Jessie miró por encima del hombro para ver si la flaca señora se encontraba a su espalda. Pero la escalera que llevaba al piso aparecía desierta; Jessie estaba sola.
La mirarse los brazos, observó que se le había puesto carne de gallina.
«Estás perdiendo la cabeza», lamentó la voz que un día iba a ser la de la Santa Esposa Burlingame. «Oh, Jessie, has sido mala, has sido muy mala y ahora vas a purgarlo perdiendo el juicio.»
«No», dijo Jessie. Miró su semblante pálido y tenso, reflejado en el espejo. «¡No!»
Aguardó un momento, en una especie de suspensión horrorizada, para comprobar si alguna de las voces —o la imagen de la mujer de rodillas junto a las tablas astilladas con la enagua en el suelo, a su lado— volvía a sonar, pero no oyó ni vio nada. Al parecer, había desaparecido ya aquella espeluznante «otra» que dijo a Jessie algo sobre que habían empujado a alguien por algún pozo.
«Vamos, cielo», aconsejó la voz que más adelante sería la de Ruth, y Jessie tuvo la clara idea de que, aunque esa voz no lo creía exactamente, había decidido que lo mejor que podía hacer Jessie era ponerse otra vez en movimiento... al instante. «Piensas en una mujer con una combinación al lado porque esta noche se te ha metido en la cabeza la obsesión de la ropa interior, ni más ni menos. Yo que tú, olvidaría todo el asunto.»
Era un consejo estupendo. Jessie empapó rápidamente los pantalones cortos y la blusa poniéndolos bajo el agua del grifo, los retorció y luego se metió en la ducha. Se enjabonó, se aclaró, se secó y volvió a toda prisa al dormitorio. Normalmente no se habría molestado en ponerse un albornoz para cruzar el pasillo pero esa vez lo hizo, aunque limitándose a mantenerlo cerrado con las manos, en lugar de abrocharse el cinturón.
De nuevo en la alcoba, hizo una pausa y, mientras se mordía el labio inferior, rezó para que no volviesen aquellas voces, para que no se repitiera ninguna de aquellas locas alucinaciones, ilusiones o lo que fuesen. Nada se produjo. Dejó caer el albornoz encima de la cama, se llegó apresuradamente a la cómoda y sacó unas bragas y unos pantalones limpios.
«Huele a aquel mismo olor», pensó. «Quienquiera que sea esa mujer, huele al mismo olor que sale del pozo en el que hizo caer al hombre y eso está ocurriendo ahora, durante el eclipse. Estoy segura...»
Se volvió, con una blusa limpia en la mano, y entonces se quedó de piedra. Su padre la estaba contemplando desde el umbral de la puerta.
19
Se extendía desde el cielo la suave y lechosa claridad del alba cuando Jessie despertó, con el confuso y ominoso recuerdo de aquella mujer saturando su cerebro: la mujer de cabellera gris recogida en apretado moño rural, la mujer arrodillada en los zarzales, con la enagua hecha un ovillo a su lado, la mujer que miraba a través de las grietas de las tablas rotas y que olía a aquel espantoso olor dulzarrón. Durante años, Jessie no había pensado en aquella mujer, y ahora, refrescado por su sueño de mil novecientos sesenta y tres, que no había sido un sueño sino un recuerdo, le parecía que acababa de recibir el don de disfrutar de una especie de visión sobrenatural de aquel día, una visión producida tal vez por la fatiga nerviosa y que luego volvió a desaparecer por la misma causa.
Pero no importaba... eso no, no lo que había ocurrido con su padre en el porche, ni lo que sucedió después, cuando, al volverse, vio a su padre de pie en la puerta del dormitorio. Todo eso había pasado mucho tiempo atrás, y en cuanto a lo que estaba ocurriendo en ese preciso momento...
«Estoy en un apuro. Creo que estoy en un aprieto muy serio.»
Tendida sobre las almohadas, levantó la vista hacia los brazos suspendidos de las esposas. Se sintió tan amodorrada y desvalida como un insecto envenenado, preso en la tela de una araña sin desear más que volver a dormirse —sin sueños en esa ocasión, a ser posible—, con los brazos muertos y la seca garganta en otro universo.
No tendría tanta suerte.
En algún punto cercano sonó un moroso y somnoliento zumbido. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de la alarma de un despertador. Lo segundo, al cabo de dos o tres minutos de dormitar con los ojos abiertos, consistió en que era un detector de humos. Esa idea provocó un breve e infundado estallido de esperanza que la acercó un poco más al verdadero despertar. Comprendió que el sonido de lo que estaba oyendo no se parecía mucho realmente al que produce un detector de humos. Sonaba como... bueno... como...
«Son moscas, cielo, ¿conforme?» la voz juiciosa tenía ahora un timbre cansino, débil y tristón. «Has oído hablar de los Chicos del Verano, ¿no? Bueno, pues éstos son los Moscardones del Otoño, y su versión de la Serie Mundial la interpretan en honor de Gerald Burlingame, el eminente abogado y notable fetichista de los grilletes.»
—Jesús, tengo que incorporarme —dijo con una voz tan ronca y rechinante que le costó trabajo identificarla como suya.
«¿Qué rayos significa eso?», pensó, y fue la respuesta —«Absolutamente nada, muchas gracias»— lo que remató la tarea de conducirla hasta el completo despertar. No deseaba estar despierta, pero tenía la impresión de que valía más aceptar el hecho de que lo estaba y arreglárselas de la mejor manera posible, mientras le fuese posible.
Se miró el brazo derecho y luego volvió la cabeza sobre el oxidado armazón del cuello (que sólo estaba dormido parcialmente) y se contempló el izquierdo. Se dio cuenta con repentino sobresalto de que los miraba de una forma totalmente nueva, los miraba como hubiese podido mirar los muebles que se exhibieran en el escaparate de una sala de exposiciones. Parecían no tener absolutamente nada que ver con Jessie Burlingame, y supuso que en ello no había nada extraño, en realidad; al fin y al cabo, carecían de sensibilidad. La sensibilidad empezaba un poco más abajo de las axilas.
Intentó tirar de sí e impulsarse hacia arriba, pero comprobó con desaliento que el amotinamiento de sus brazos era mucho más radical de lo que había creído. No sólo se negaban a moverla a ella; se negaban a moverse ellos. Hacían total caso omiso de las órdenes que les enviaba el cerebro. Volvió a mirarlos y entonces ya no le parecieron piezas de mobiliario. Ahora le parecían amarillentas piezas de carne colgadas de los ganchos del carnicero. Dejó escapar un ronco grito de miedo y de rabia.
«No importa», pensó. De momento, los brazos no tenían allí ninguna función, y sentir miedo o dejarse dominar por la cólera no iba a cambiar las cosas lo más mínimo. ¿Y los dedos? Si pudiera cerrarlos en torno a las columnas, entonces quizá...
... o quizá no. Los dedos parecían tan inútiles como los brazos. Después de un minuto largo de esfuerzos, la única recompensa de Jessie fue una paralizante contracción del pulgar de la mano derecha.
—Santo Dios —dijo con aquella rechinante voz de arena en la rueda dentada. Ya no había cólera en ella, sólo miedo.
La mente muere en accidentes, claro... Supuso que, a lo largo de su vida, había visto centenares, puede que miles de «recortes de muerte» en los noticiarios de la tele. Bolsas con cadáveres extraídos de unos amasijos de chatarra que antes fueron automóviles o sacados de la espesura en tornos Medi-Vac, pies que asoman por debajo de unas mantas tendidas apresuradamente sobre los cuerpos mientras al fondo arden los edificios, testigos de rostros lívidos y voz tartamudeante que señalan los charcos de líquido oscuro que se vislumbran en el suelo de callejones o tabernas. Había visto sacar del hotel Chateau Marmont de Los Ángeles la figura envuelta en blanco sudario de lo que había sido John Belushi; había visto al funámbulo Karl Wallenda perder el equilibrio, caer pesadamente sobre el cable en el que intentaba cruzar (un cable tendido entre dos centros hoteleros, creía recordar), agarrarse brevemente a él y, al final, desplomarse hacia la muerte que le esperaba abajo. Los telediarios repitieron aquella escena una y otra vez como si les obsesionara la tragedia. Desde luego, ella había conocido a personas que fallecieron en accidente, claro que sí, pero hasta aquel instante nunca tuvo conciencia de que había personas dentro de aquellas personas, personas como ella misma, personas que, en un momento determinado, ni por asomo tuvieron la más remota idea de que jamás volverían a tomar otra hamburguesa de queso, ni presenciarían otro episodio de Riesgo final (y, por favor, compruebe que presenta su contestación en forma de pregunta) ni telefonearían a sus amigos para decirles que les parecía una idea estupenda lo de la partida de póquer, a centavo la apuesta, concertada para el jueves por la noche o que la sugerencia de salir de compras el sábado por la tarde les venía de perlas. Se acabaron las cervezas y los besos, del mismo modo que nunca iban a cumplirse las fantasías eróticas practicando el amor en una hamaca, porque uno estaría atareadísimo muriéndose. Cualquier mañana, uno se despertaba en la cama sin saber que acaso fuera la última vez que lo hacía.
«Puede que sea mi caso esta mañana», pensó Jessie. «Creo que tiene muchas probabilidades de serlo. La casa —esta tranquila y bonita casa a orillas de un lago— muy bien puede convertirse en la noticia de la noche del viernes o de la del sábado. Y Doug Rowe, micrófono en ristre y luciendo esa trinchera suya que tanto odio, la dará presentando «la casa en la que encontraron la muerte el ilustre abogado de Portland y su esposa». Luego devolvería la conexión al estudio, para que Bill Green la emprendiese con la información deportiva. Y todo eso no es ser morboso, Jessie; no tiene nada que ver con los quejidos de la Santa Esposa ni con los gruñidos de Ruth. Es... »
Pero Jessie lo sabía. Era la verdad. Sólo fue un pequeño tonto accidente, la clase de suceso ante el que una menea la cabeza cuando está desayunándose y ve la noticia; entonces, una va y dice: «Escucha esto, querido». Y se la lee en voz alta al marido, que en aquel momento está acabándose un racimo de uvas. Nada más que un accidente tonto, sólo que esta vez le está ocurriendo a ella. La constante insistencia de su cerebro, empeñado en que se trataba de un error, era comprensible, aunque improcedente. Allí no había departamento de reclamaciones donde explicar que lo de las esposas fue idea de Gerald y que liberarla a ella sería un acto de estricta justicia. Si debía corregirse el error, la perona más indicada para hacerlo era ella.
Jessie se aclaró la garganta, cerró los ojos y habló, dirigiéndose al techo:
—¿Dios? Escúchame un momento, ¿quieres? Necesito que me eches una mano, lo necesito de veras. Me encuentro en un apuro serio y estoy aterrorizada. ¡Por favor, ayúdame! ¿De acuerdo? Re... rezaré en nombre de Jesucristo. —Se esforzó en hallar las palabras adecuadas para ampliar la jaculatoria, pero a su mente sólo acudieron unas frases que le había enseñado Nora Callighan, una oración que ahora parecía estar en los labios de todos los mercachifles autodidactas y de todos los gurús baratos del mundo—: «Dios mío, concédeme serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que puedo y sabiduría para distinguir la diferencia entre ambos. Amén».
No se produjo cambio alguno. Ni la serenidad, ni el valor, ni, por supuesto, la sabiduría inundaron a Jessie. Continuaba siendo una mujer con los brazos tan yertos como el cadáver de su marido, agarrada a las columnas de la cama como un perro corriente encadenado a una argolla y abandonado en un polvoriento patio trasero, destinado a morir sin molestar a nadie, sin que nadie repare en él y sin que su desaparición la lamente nadie, mientras su borracho amo cumple treinta días de reclusión en la cárcel del condado, por conducir sin permiso y bajo los efectos del alcohol.
—¡Oh, por caridad! No permitas que sufra —suplicó Jessie en tono bajo y con voz temblorosa—. Si voy a morir, Dios, que sea sin sufrir. ¡El dolor me asusta tanto como a una niña!
«Pensar ahora en la muerte, encanto, es, con toda seguridad, la peor idea del mundo.» La voz de Ruth hizo una pausa, para añadir a continuación: «Mejor dicho, lo que hace es aumentar esa probabilidad de muerte».
«Muy bien, no voy a discutirlo... pensar en la muerte fue una mala idea. Pero, ¿qué más queda?»
«Vivir», manifestaron al unísono Ruth y la Santa Esposa.
Perfecto, vivir. Así que el círculo se cerró y Jessie volvió al asunto de sus brazos inútiles.
Intentó de nuevo impulsarse hacia arriba y hacia abajo utilizando los pies y, entonces, el repentino peso de un pánico tenebroso se le vino encima al comprobar que, en principio, las piernas se negaban a moverse. Jessie se perdió durante unos minutos y, a su regreso, se encontró agitando las extremidades como pistones, a toda velocidad, removiendo en los pies de la cama las sábanas, la colcha y el edredón. Respiraba entrecortadamente, ávida de introducir aire en los pulmones, como un ciclista que se esfuerza en coronar una cuesta empinada durante una carrera maratoniana. El trasero de Jessie, también se había retirado a dormir, cantaba y silbaba, obligado a despertarse a causa de los alfilerazos que lo martirizaban.
El miedo la despabiló por completo, pero necesitó los aerobios que eran los compañeros de viaje del pánico para que accionasen el cambio de marchas del corazón. Por fin empezó a notar en los brazos un leve hormigueo de sensibilidad: en lo más profundo de los huesos y tan ominoso como un trueno lejano.
«Por si no funciona ninguna otra cosa, encanto, proyecta toda tu atención sobre los dos o tres sorbos de agua que quedan. Ten presente en todo momento que no volverás a coger ese vaso a menos que tus manos y tus brazos estén en buenas condiciones y puedan trabajar. Y ni hablar de beberte el agua...»
Jessie continuó empujando con los pies mientras aumentaba la luminosidad de la mañana. El sudor le aplastaba el pelo contra las sienes y se le deslizaba por las mejillas. Se daba cuenta —nebulosamente— de que su deuda con la sed, su dependencia del agua, se incrementaría mientras continuase con aquel esfuerzo agotador, pero no veía otra opción.
«Porque no la hay, encanto... ninguna en absoluto.»
«Encanto por aquí, cariño por allá», pensó Jessie distraídamente. «¿Te importaría dejar de decir esas memeces, bicha relamida?»
Por último, el culo empezó a arrastrarse en dirección a la cabecera de la cama. A cada impulso, Jessie tensaba los músculos del estómago y se incorporaba mínimamente. El ángulo que formaron la parte superior e inferior del cuerpo fue aproximándose a los noventa grados. Los codos empezaron a doblarse y el peso del cuerpo empezó a cargarse menos sobre los hombros y los brazos, a la vez que se acrecentaban los ramalazos hormigueantes a través de la carne. No interrumpió el movimiento de las piernas cuando por fin logró incorporarse, sino que continuó pedaleando para mantener el ritmo cardíaco.
Le escoció el ojo izquierdo al entrarle en él una gota de sudor. Alejó la picazón con una impaciente sacudida de la cabeza y continuó agitando las piernas como pistones. Los hormigueos siguieron disparándose desde los codos, hacia arriba y hacia abajo; al cabo de cinco minutos, Jessie alcanzó su postura contraída (parecía una quinceañera hecha un ovillo en la butaca del cine) y entonces llegó el primer calambre. Sintió algo así como un golpe asestado con el canto de un cuchillo de carnicero.
Echo la cabeza hacia atrás, con lo que proyectó unas gotas de sudor, y emitió un agudo chillido. Cuando recobraba el aliento para repetir el grito, sufrió el segundo calambre. Fue mucho peor que el primero. Tuvo la sensación de que alguien le echaba un lazo de cable incrustado de cristales alrededor del hombro izquierdo y lo tensaba con fuerza. Aulló, apretados los puños con tan súbita violencia que llegó a arrancarse trozos de uña y la carne empezó a sangrar. Los ojos, hundidos en el fondo de las hinchadas bolsas, tenían los párpados apretados, pero ello no impedía que las lágrimas se escapasen entre ellos para gotear mejilla abajo, mezcladas con los hilillos del sudor que descendían desde la cabellera.
«Sigue pedaleando, encanto... no lo dejes ahora.»
«No me llames encanto», vociferó Jessie.
El perro vagabundo se había vuelto a colar subrepticiamente en la casa, por la puerta de atrás, poco antes de que asomaran las primeras claridades del día y, al oír la voz de la mujer, alzó la cabeza vivamente. En su cara había una casi cómica expresión de sorpresa.
«¡No me lo vuelvas a llamar, zorra! Odiosa pe...»
Otro calambre, éste tan agudo y repentino como un rayo coronario, le atravesó el tríceps izquierdo, hasta la axila, y la voz de Jessie se disolvió en un largo y ondulante alarido agónico. A pesar de todo, continuó pedaleando.
De un modo u otro, se las arregló para seguir pedaleando.
20
Cuando hubo pasado lo peor de aquel encadenamiento de calambres —al menos esperaba que hubiera sido lo peor—, Jessie se tomó un respiro, apoyada en el tablero de caoba que formaba la cabecera de la cama, con los ojos cerrados y mientras la agitación del resuello iba moderándose: del galope descendió al trote y luego al paso. Con sed o sin ella, se encontraba estupendamente. Supuso que parte de la razón de eso residía en aquel viejo chiste cuya gracia se encontraba en la frase final: «¡Me encuentro tan bien cuando me paro!». Pero Jessie había sido una joven atleta y una mujer atleta hasta cinco años antes (bueno, de acuerdo, tal vez hasta cosa de diez años atrás) y podía reconocer la afluencia de una endorfina cuando se producía en su cerebro. Absurdo, dadas las circunstancias, pero también muy agradable.
«Puede que no tan absurdo, Jessie. Quizás útil. Estas endorfinas te aclaran la mente, lo cual es uno de los motivos por los que las personas funcionan mejor después de hacer un poco de ejercicio.»
Y su cerebro se había aclarado. La parte más nefasta del pánico se había volatilizado como las neblinas febriles desaparecen ante el soplo de los ventarrones, y se sintió más racional; casi completamente cuerda otra vez. No lo hubiera creído posible y aquella prueba de la infatigable adaptabilidad de la mente y su poco menos que insectil determinación a sobrevivir le pareció un tanto mágica.
«Toda esta maravilla y ni siquiera he tomado mi café esta mañana», pensó.
La imagen del café —negro y en su taza favorita, la del círculo de flores azules rodeándola por el centro— la hizo relamerse los labios. También le recordó el programa Today. Si su reloj interior marchara como era debido, Today estaría empezando en aquel momento. Hombres y mujeres de todo el territorio estadounidense —en su inmensa mayoría sin esposas en las muñecas— se encontrarían sentados a la mesa de la cocina, entregados a la tarea de beber tazas de café o vasos de zumo de frutas para acompañar las rosquillas o los huevos revueltos (o quizá tomaran esos cereales que, en teoría, tranquilizan el corazón y excitan los intestinos). Estarían disfrutando del espectáculo de las peloteras de Bryant Gumbel y Katie Couric con Joe Garagiola. Poco después, verían a Willard Scott desear un día feliz a un pareja de centenarios. Habría invitados —uno que hablaría acerca de una cosa llamada proporción primordial y de otra llamada el Nutrido; otro que demostraría a los espectadores y televidentes cómo evitar que sus perritos pekineses les mordiesen las pantuflas; y otro que les endosaría un rollo publicitario poniendo por las nubes su última película— y ninguno de ellos tendría el más remoto pálpito de que en la zona occidental de Maine se estaba produciendo un accidente; que una de las más o menos fieles telespectadoras no podía ver el programa aquella mañana porque se encontraba esposada a los postes de la cama y a menos de seis metros de su difunto marido, desnudo, mordisqueado por un perro y comido por las moscas.
Volvió la cabeza hacia la derecha y su mirada fue al vaso que Gerald había dejado descuidadamente en su lado del estante poco antes de que la fiesta empezara. Cinco años atrás, reflexionó, lo más probable es que aquel vaso no hubiera estado allí, pero a medida que Gerald fue aumentando su consumo nocturno de whisky, también incrementó la ingestión cotidiana de otros líquidos: principalmente agua, aunque también bebía litro y litros de soda y de té helado. Para Gerald, al menos, la frase «el problema de la bebida» no había sido ningún eufemismo, sino verdad literal.
«Bueno», pensó aburridamente, «si tuvo algún problema con la bebida, desde luego ya se le ha solucionado, ¿no?»
El vaso se encontraba exactamente donde lo dejó, faltaría más; si su visitante de por la noche no había sido un sueño («No seas tonta, claro que fue un sueño», dijo la Santa Esposa con nerviosismo), no debía tener sed.
«Tengo que hacerme con ese vaso», pensó Jessie ceñudamente. «Tendré que extremar el cuidado, no sea caso que los calambres musculares me la jueguen. ¿Alguna pregunta?»
No hubo ninguna, y esta vez coger el vaso sería pan comido, ya que estaba realmente al alcance de la mano; no había necesidad de hacer equilibrios. Descubrió una ventaja, una prima adicional, cuando recogió la paja improvisada. Al secarse, la cartulina se había curvado a lo largo de los dobleces que Jessie había hecho. Aquella extraña geometría parecía una forma libre de origami y resultaba mucho más funcional que la noche anterior. Beber el agua que quedaba iba a ser todavía más fácil que coger el vaso, y al oír el chasquido tipo Malt Shoppe que se produjo en su fondo cuando la insólita paja trató de absorber las últimas gotas, a Jessie se le ocurrió que hubiera derrochado menos líquido de saber que podía «vulcanizar» la paja. «Demasiado tarde», se dijo, «y es inútil llorar por el agua derramada.»
Los escasos sorbitos apenas hicieron otra cosa que despertar su sed, pero comprendió que no le quedaba más remedio que soportarla. Volvió a dejar el vaso en el estante y rió para sus adentros. La costumbre era una dura bestezuela. Incluso en circunstancias tan anormales como aquélla, era una dura bestezuela. Jessie se había arriesgado a sufrir un nuevo calambre por depositar otra vez el vaso en el estante, en lugar de dejarlo caer por la parte lateral de la cama y que se estrellase contra el suelo. ¿Y por qué? Pues porque el orden cuenta, por eso. Era una de las cosas que Sally había enseñado a su tesoro, a la ruedecita chirriante que nunca tenía suficiente grasa y que nunca se conformaba con dejar las cosas como estaban... su tesoro, siempre dispuesta a llegar donde hiciera falta, incluso a seducir a su padre, para asegurarse de que todo continuaría yendo como ella deseaba que fuese.
Con los ojos del recuerdo, Jessie vio a Sally Mahout tal como la había visto tantas veces en aquella época: rojas de indignación las mejillas, apretados con fuerza los labios, cerrados enérgicamente los puños y colocados los brazos en jarras.
—Y tú lo habrías creído también —articuló Jessie en tono suave—. ¿No es así, zorra?
«No es justo», respondió inquieta, una parte de su cerebro. «No está bien, Jessie.»
Salvo que sí estaba bien y ella lo sabía. Sally se había alejado mucho de la condición de madre ideal, sobre todo durante aquellos años en los que el matrimonio con Tom iba tirando como un coche viejo con arenilla en la transmisión. La conducta de Sally en el curso de aquellos años había entrado con frecuencia en el terreno de la paranoia y a veces en el de lo irracional. Por alguna razón, Will se había librado casi por completo de las filípicas y los recelos maternos, pero la mujer había llegado en ocasiones a aterrorizar de mala manera a sus dos hijas.
Aquel lado oscuro había desaparecido ya. Las cartas que Jessie recibía de Arizona eran las notas triviales y aburridas de una anciana señora que vivía para sus noches de bingo de los jueves y que consideraba los años que dedicó a criar a sus hijos una época apacible y feliz. Al parecer se había olvidado por completo de los berridos a pleno pulmón que volcaba sobre Maddy afirmando que la mataría la próxima vez que dejase de envolver en papel higiénico la compresa usada, antes de tirarla al cubo de la basura, o de aquel domingo por la mañana en que —sin que Jessie llegara a comprender el motivo— irrumpió hecha una furia en el dormitorio de la chica, le arrojó un par de zapatos de tacón alto y luego volvió a marcharse dando un portazo.
A veces, cuando recibía alguna de las notas o postales de su madre —«Aquí, todo bien, cielo, he tenido noticias de Maddy, me escribe muy a menudo, desde que se ha calmado, mi apetito va un poco mejor»— a Jessie le entraban ganas de agarrar el teléfono, marcar el número de su madre y gritarle: «¿Te has olvidado de todo, mamá? ¿Ya no te acuerdas del día en que me tiraste los zapatos, rompiste mi jarrón favorito y lloré porque creí que debías saberlo, que debías saber que se había roto y te lo dije, incluso aunque habían pasado tres años desde el día del eclipse? ¿Has olvidado la cantidad de veces que nos metiste el miedo en el cuerpo con tus voces y tus lágrimas?».
«Eso es injusto, Jessie. Injusto y desleal.»
Puede que fuera injusto, pero eso no significaba que no fuese verdad.
«Si se hubiera enterado de lo que ocurrió aquel día...»
La imagen de la mujer en el cepo acudió de nuevo a la mente de Jessie, pero de modo tan fugaz que casi no pudo reconocerla, casi fue como un anuncio subliminal: las manos aprisionadas, la cabellera caída sobre la cara como un velo de penitente, el pequeño grupo de personas que la insultaban y la señalaban con el dedo. Mujeres en su mayoría.
Es posible que su madre no lo hubiera dicho sin más ni más, pero sí... habría creído que la culpa fue de Jessie y con toda seguridad habría pensado que hubo seducción consciente por parte de la niña. Tampoco había mucho trecho de la rueda chirriante a Lolita, ¿verdad? Y enterarse de que entre su marido y su hija ocurrió algo de tipo sexual probablemente la hubiera inducido a abandonar la idea de marcharse y lo cierto es que la abandonó.
«¿Creerlo? Puedes apostar a que lo habría creído.»
Esta vez, la voz de la corrección no se molestó en apuntar siquiera al más tímida protesta y Jessie tuvo una súbita y clarividente intuición: su padre había captado al instante lo que ella tardó casi treinta años en comprender. Tom Mahout supo la verdad de los hechos del mismo modo que había sabido las extrañas condiciones acústicas del salón comedor de la casa del lago.
Su padre la utilizó aquel día en más de un sentido.
Jessie esperó que una riada de emociones negativas acompañase como secuela aquella triste percepción; al fin y al cabo, ella había sido un señuelo para el hombre cuya obligación primordial era amarla y protegerla. Tal riada negativa no se produjo. Tal vez ello se debiera en parte a que aún estaba en alas de las endorfinas, pero Jessie supuso que el alivio era la causa fundamental: al margen de lo sórdido que pudiera haber sido aquel asunto, al final había logrado zafarse de él. La maravillaba, sobre todo, haber sido capaz de mantenerlo en secreto durante tanto tiempo, maravilla a la que se unía cierta incómoda perplejidad. De las decisiones que adoptó a partir de aquel día, ¿cuántas se vieron directa o indirectamente influidas por lo sucedido durante el último minuto que estuvo encima de las rodillas de su padre, mientras contemplaba a través de dos o tres trozos de cristal ahumado aquel inmenso lunar del cielo? Y su situación actual, ¿era consecuencia de lo que había ocurrido durante el eclipse?
«Oh, eso es demasiado», pensó. «Si me hubiese violado, quizá sería distinto. Pero, en realidad, lo que pasó aquel día en el porche no fue más que otro accidente, y no muy grave, desde luego. Si quieres saber lo que es un accidente grave, Jess, no tienes más que echarle una ojeada a la situación en que te encuentras ahora. También podría culpar a la señora Gilette por haberme arreado un cachete en la mano en aquella fiesta al aire libre, el verano en que yo tenía cuatro años. O a una idea que había llegado por el canalillo natal. O a los pecados cometidos en una vida anterior y que estaban aún por expiar. Además, lo que me hizo en el porche no fue nada comparado con lo que me hizo en la alcoba.»
Y no era preciso soñar aquella parte de la cuestión; estaba allí, perfectamente clara y perfectamente accesible.
21
Al levantar la cabeza y ver a su padre de pie en el umbral del dormitorio, su primer gesto, un gesto instintivo, fue cubrirse los pechos cruzando los brazos sobre ellos. Pero al observar la expresión triste y culpable de Tom Mahout, los dejó caer de nuevo, aunque notó que una oleada de calor ascendía a sus mejillas y supo que su propio rostro adoptaba los irregulares y desagradables tonos rojizos que constituían su propia versión del rubor pudoroso. No tenía allí nada que enseñar (bueno, casi nada), pero se sintió más que desnuda, y tan violenta que casi podía jurar que chisporroteaba la piel. Pensó: «¿Y si a los demás les diera por volver antes de lo previsto? ¿Y si mamá entrase aquí en este momento y me viera tal como estoy ahora, sin la blusa?».
La sensación de mortificada incomodidad se convirtió en vergüenza, la vergüenza en terror e incluso, una vez se pudo la blusa y empezó a abotonársela, notó que aún había otra emoción subyacente. Era una sensación de rabia, no muy distinta de la cólera taladrante que experimentaría años después, cuando comprendiese que Gerald sabía lo que ella quería decir, pero simulaba ignorarlo. Sintió aquella rabia porque no merecía estar avergonzada y aterrorizada. Después de todo, él era el adulto, él fue quien dejó en la parte posterior de sus bragas aquel extraño engrudo de olor tan raro, él era el que debía sentirse avergonzado... pero las cosas no ocurrían así. En absoluto estaban ocurriendo así.
Para cuando hubo terminado de abotonarse la blusa e introducir los faldones bajo la cintura del pantalón, la rabia había desaparecido, o, mejor dicho, se había retirado a su caverna. Y lo que Jessie continuaba teniendo en la cabeza era la idea de que su madre iba a volver antes de lo esperado. El que ella, Jessie, estuviese otra vez completamente vestida carecería de importancia. La circunstancia de que acababa de suceder algo malo lo llevaban grabado en el rostro, permanecía flotando allí fuera, tan inmenso como la vida y dos veces más deplorable. Jessie lo veía en el semblante de su padre y lo notaba en el suyo propio.
—¿Te encuentras bien, Jessie? —preguntó Tom sosegadamente—. ¿No te sientes mareada o algo por el estilo?
—No —Jessie intentó sonreír, pero no acabó de conseguirlo. Una lágrima resbaló por la mejilla y, rápida, culpablemente, la chica se apresuró a secársela con el dorso de la mano.
—Lo siento. —A Tom le tembló la voz y Jessie se sintió horrorizada al vislumbrar lágrimas en sus ojos... Oh, aquello era peor, mucho peor, infinitamente peor—. Lo siento mucho. —Con brusco movimiento, el hombre se precipitó al cuarto de aseo, cogió una toalla del estante y se secó la cara con ella. Mientras tanto, Jessie se esforzaba en pensar.
—¿Papá?
El hombre la miró por encima del borde de la toalla. Ya no había lágrimas en sus ojos. De no conocerle tan bien como le conocía, Jessie habría jurado que nunca las hubo.
La pregunta la tenía casi clavada en la garganta, pero era ineludible plantearla. Estaba obligada a hacerla.
—¿Tenemos... tenemos que contárselo a mamá?
Tom exhaló un largo y entrecortado suspiro. Jessie aguardó, todavía con el corazón en la boca, y cuando su padre dijo: «Me parece que no habrá más remedio que contárselo, ¿no crees?», a la niña se le cayó el alma a los pies.
Cruzó el cuarto hacia él, tambaleándose ligeramente —las piernas parecían haberse quedado insensibles y le rodeó con sus brazos.
—Por favor, papá, no. No se lo cuentes, por favor. No, por favor. Por favor...
Se le quebró la voz, se hizo confusa y se perdió entre sollozos, al tiempo que Jessie apretaba el rostro contra el pecho desnudo de su padre.
Al cabo de un momento, Tom pasó los brazos alrededor de su hija, en esa ocasión a la antigua manera paternal.
—Va a ser un trago —confesó—, porque nuestras relaciones son bastante tensas últimamente, dulzura. Me sorprendería que no lo supieses, la verdad. Una cosa como ésta empeoraría una barbaridad esas relaciones. Desde hace algún tiempo, tu madre no se manifiesta... bueno, demasiado afectuosa y ése es el meollo del problema. Un hombre tiene... ciertas necesidades. Algún día lo comprende...
—Pero si ella se entera, ¡dirá que todo fue por culpa mía!
—Ah, no... eso no lo creo —dijo Tom, pero en su tono se apreciaba la sorpresa, teniendo en cuenta... y, para Jessie, era todo tan espantoso como una sentencia de muerte—. Nooooo... Estoy seguro... bueno, bastante seguro... de que Sally...
Jessie alzó hacia su padre unos ojos enrojecidos, de los que brotaban profusamente las lágrimas.
—¡Por favor, no se lo cuentes, papá, por favor! ¡No, por favor! ¡No, por favor!
Él le dio un beso en la frente.
—Pero, Jessie... tengo que hacerlo. Tenemos que decírselo.
—¿Por qué? ¿Por qué, papá?
—Porque...
22
Jessie cambió ligeramente de postura. Tintinearon las cadenas; los grilletes también resonaron contra la madera de los postes de la cama. La luz entraba a raudales por las ventanas del este.
—«Porque no podrían mantenerlo en secreto», dijo Jessie con voz apagada. «Porque si al final esto va a salir a la luz, Jessie, es mejor para nosotros que salga ahora a que lo haga dentro de una semana o dentro de un mes, o dentro de un año. Incluso dentro de diez años.»
Con qué habilidad la manipuló... primero la disculpa, después las lágrimas y, finalmente, el truco del sombrero, gracias al cual convirtió su problema en el problema de Jessie. «¡Br’er Fox, Br’er Fox, haz lo que te plazca, pero no me tires en ese zarzal!» Hasta que, finalmente, le juró que guardaría el secreto eternamente, que los torturadores no se lo arrancarían ni aunque utilizasen tenazas y carbones encendidos.
Se acordaba de la escena, se veía a sí misma prometiéndole algo como eso, entre un diluvio de lágrimas ardientes y horrorizadas. Al final, Tom dejó de menear la cabeza y se limitó a mirar a través de la habitación con los párpados entrecerrados y los labios comprimidos. Jessie lo vio por el espejo y tuvo la casi absoluta certeza de que él estaba observándole.
—No podrás contárselo a nadie nunca —había dicho Tom por último, y Jessie recordaba el arrebato de alivio que sintió al oír aquellas palabras.
Lo que su padre estaba diciendo era mucho menos importante que el tono en que lo decía. Jessie había oído aquel tono muchas veces, y no ignoraba que a su madre la ponía frenética el que ella, Jessie, le indujese a hablar así con mayor frecuencia que la propia Sally. «He cambiado de idea», significaba: «Va en contra de mi buen juicio, pero he cambiado de parecer; me pongo de tu parte.»
—No —había asentido Jessie. Su voz fue titubeante y le costó trabajo contener las lágrimas—. No lo diría, papá... nunca jamás.
—No sólo a tu madre —insistió Tom—, sino a nadie. En la vida. Es una responsabilidad tremenda para una chiquilla, Punkin. Puedes caer en la tentación. Por ejemplo, si a la salida de clase vas a estudiar con Caroline Cline o Tammy Hough y una de ellas te cuenta un secreto suyo, es posible que luego tú quieras corresponder...
—¿Contárselo a ellas? ¡Jamás, jamás de los jamases!
Y su padre sin duda vio la verdad en la expresión de Jessie: la mera idea de que Caroline o Tammy se enterasen de que su padre la había magreado llenó a Jessie de horror. Satisfecho en cuanto a aquel punto, Tom pasó a lo que, supuso Jessie, había constituido su principal preocupación.
—O a tu hermana. —La empujó, apartándola de sí y, durante largo rato, la contempló con gesto severo—. Puede surgir una ocasión, verás, en que desees decirle...
—Papá, yo nunca...
—Calla y déjame terminar, Punkin. Vosotras dos estáis muy unidas, lo sé, como también sé que a veces las chicas sentís el apremiante deseo de compartir confidencias que, normalmente, no contaríais. Si a ti te ocurriera eso con Maddy, ¿podrías mantener la boca cerrada?
—¡Sí! —En su desesperada necesidad de convencerle, Jessie había empezado a llorar otra vez. Claro que era muy probable que se lo contara a Maddy... si en el mundo existía alguien con quien ella pudiera compartir su secreto, ese alguien sería su hermana mayor... salvo por un detalle. Maddy y Sally tenían la misma clase de confianza íntima que Jessie y Tom habían compartido, y si en un momento de debilidad Jessie hubiera contado a su hermana lo ocurrido en el porche, las probabilidades de que su madre lo supiera antes de que anocheciese eran muy altas. De acuerdo con esa idea, Jessie pensó que quedaría descartada fácilmente la tentación de contárselo a Maddy.
—¿Estás segura de verdad? —preguntó Tom, dubitativamente.
—¡Sí! ¡Segurísima de verdad!
Tom había empezado a menear de nuevo la cabeza de manera un tanto pesarosa, lo cual volvió a asustar a Jessie.
—Creo, Punkin, que quizá sea mejor explicarlo todo claramente y en seguida. Tomar la medicina de una vez. Quiero decir, que tu madre tampoco va a matarnos...
Sin embargo, Jessie había oído el enojo de Sally cuando Tom propuso que se excusara a la niña de la excursión al monte Washington... y no sólo se trataba de enojo. No le hacía gracia pensar en ello, pero en aquel punto no le era posible permitirse el lujo de negarlo. También había celos y algo muy próximo al odio en la voz de su madre. Una imagen, momentánea, pero de paralizante diafanidad, acudió a la mente de Jessie mientras estaba con su padre en el umbral de la entrada al dormitorio, mientras intentaba convencerle de que podía estar tranquilo: a ambos los habían arrojado juntos al camino, como Hansel y Gretel, y eran dos seres sin hogar, que iban de un lado a otro, a través de Estados Unidos...
...y que dormían juntos, naturalmente. Dormían juntos por la noche.
Jessie entonces se vino abajo, su llanto se hizo histérico y empezó a asegurar con voz quejumbrosa que nunca diría nada y a prometerle que siempre sería buena. Su padre la dejó llorar hasta que consideró llegado el momento oportuno de decir en tono grave:
—¿Sabes? Tienes una energía tremenda para ser una niña pequeña, Punkin.
Jessie alzó la cabeza para mirarle, húmedas las mejillas y rebosantes los ojos de nuevas esperanzas.
Tom Mahout asintió despacio y luego procedió a secarle las lágrimas con la misma toalla que había utilizado él para enjugarse la cara.
—Nunca he podido negarte nada que realmente desearas y tampoco voy a hacerlo ahora. En fin, lo intentaremos a tu modo.
Jessie se arrojó en sus brazos y empezó a cubrirle el rostro de besos. En algún punto recóndito de su cerebro temió que aquello pudiera
(«animarle a seguir»)
reanudar los problemas, pero su agradecimiento había aniquilado por completo todo asomo de cautela y, por suerte, no se produjo ninguna dificultad.
—¡Gracias! ¡Gracias, papá! ¡Muchas gracias!
Tom la cogió por los hombros y la retuvo a la distancia de los brazos extendidos, esta vez sonriente en vez de grave. Pero la tristeza continuaba presente en su rostro, y ahora, al cabo de cerca de treinta años, Jessie no creía que aquella expresión hubiera sido parte del espectáculo. Su pesadumbre era auténtica y, de una manera o de otra, más que mejorarla, empeoraba aquella acción horrible que había cometido.
—Me parece que hemos hecho un trato —dijo Tom—. Yo no digo nada, tú no dices nada. ¿Conforme?
—¡Conforme!
—A ninguna otra persona, ni siquiera el uno al otro. Por los siglos de los siglos, amén. Cuando salgamos de esta habitación, Jess, no habrá sucedido nada. ¿Vale?
Jessie se manifestó de acuerdo inmediatamente, pero, al mismo tiempo, el recuerdo de aquel olor acudió a su memoria y comprendió que tenía que hacerle al menos una pregunta más antes de que «nunca hubiera ocurrido nada».
—Y hay una cosa que no tengo más remedio que repetir. Necesito decirte otra vez, Jess, que lo siento. Hice algo despreciable y vergonzoso.
Jessie recordaba que su padre desvió la mirada al decirlo. No había apartado los ojos de Jessie durante todo el tiempo que dedicó a conducirla hacia la histeria del sentimiento de culpa, el miedo y la inminencia de la condena, y a amenazarla con contarlo todo precisamente para asegurarse de que ella no diría nada. Cuando se disculpó por última vez, sin embargo, sus ojos fueron a posarse en los dibujos al carboncillo y al pastel de las sábanas que dividían el dormitorio. El recuerdo la llenó simultáneamente de dolor y de rabia. Su padre había sido capaz de mirarle a la cara mientras la engañaba; la verdad había sido lo que finalmente le obligó a apartar la mirada.
Recordaba que ella había abierto la boca para decirle que no tenía por qué pedir perdón, y que luego cerró los labios... en parte porque temía que lo que dijera acaso le hiciese cambiar de idea, pero principalmente, porque, incluso a los diez años de edad se daba cuenta de que tenía derecho a una disculpa.
—Sally lleva una temporada muy fría... cierto, pero como excusa eso es triste basura. No sé qué es lo que me pasó. —Soltó una risita tonta, aún sin atreverse a mirar a Jessie—. Quizá fue el eclipse. De ser así, menos mal que, gracias a Dios, jamás volveremos a ver otro. —Después, como si hablara para sí, dijo—: Jesús, si mantenemos cerrada la boca y al final Sally acaba enterándose...
Jessie tenía la cabeza apoyada en el pecho de su padre.
—No se enterará —dijo—. Yo nunca diré nada, papá. —Hizo una pausa, antes de añadir—: De todas formas, ¿qué podría decir?
—Exacto. —Tom sonrió—. Porque no ha ocurrido nada.
—Y yo no... quiero decir que no podría...
Jessie alzó la mirada, con la esperanza de que, sin necesidad de que ella lo preguntara, su padre le dijese lo que necesitaba saber, pero el hombre se limitó a devolverle la mirada, enarcando las cejas en silenciosa interrogación. Una expresión cautelosa, expectante, había sustituido a la sonrisa.
—¿No podría quedar embarazada, entonces? —estalló.
Tom Mahout dio un respingo, y luego su rostro se contrajo como si realizara un esfuerzo para reprimir una emoción intensa. Horror o pena, pensó Jessie entonces; sólo al cabo de los años se le ocurrió que lo único que debía intentar su padre era contener la risa, no estallar en una carcajada de alivio. Sea como fuere, Tom Mahout se dominó y le dio un beso en la punta de la nariz.
—No, dulzura, claro que no. Eso que deja a las mujeres embarazadas no ha pasado. Ni por asomo. Sólo he bregado un poco contigo, nada mas...
—Y me pinchaste con el dedo. —Jessie recordaba claramente que le había dicho eso—. Me clavaste el dedo, eso es lo que hiciste.
Tom sonrió.
—Sí. Mas o menos, eso es. Pero sigues tan estupendamente como siempre, Punkin. Veamos, ¿qué te parece? ¿Damos por concluido el asunto?
Jessie asintió.
—No volverá a ocurrir nunca nada parecido... lo sabes, ¿verdad?
Ella volvió a decir que sí con la cabeza, pero su propia sonrisa se había esfumado. Las palabras de su padre debieron tranquilizarla y así fue, en cierta medida, pero el tono grave de la voz y la expresión triste del rostro del hombre a punto estuvieron de encender de nuevo la chispa del pánico en el ánimo de Jessie. Recordaba que le cogió las manos y se las apretó con toda la fuerza que pudo.
—A pesar de todo, me quieres, ¿verdad, papá? Todavía me quieres, ¿no es cierto?
Tom inclinó la cabeza afirmativamente y aseguró que la quería más que nunca.
—Entonces, abrázame. ¡Abrázame fuerte!
Él lo hizo, pero ahora Jessie se acodaba de otro detalle: la parte inferior del cuerpo de su padre no rozó siquiera la de ella.
«Ni entonces, ni nunca más», pensó Jessie. «Al menos, que yo recuerde. Incluso cuando me gradué en la facultad, la única vez en que volví a verle llorar por mi causa, me dio uno de esos abrazos remilgados que se dan por compromiso y en los que no se corre peligro alguno de tropezar con la ingle de la persona a la que se abraza. Pobre, pobre hombre. Me pregunto si alguna de las personas con las que se relacionó comercialmente a lo largo de los años le vio en algún momento tan consternado y nervioso como le vi yo aquel día del eclipse. Y todo aquel dolor, ¿para qué? Un accidente sexual aproximadamente tan grave como un tropezón de la puntera del pie. ¡Jesús, qué vida! ¡Qué vida más perra!»
Empezó a mover los brazos como si accionara una bomba, casi sin tener conciencia de ello, con el único deseo de que la sangre siguiera circulando por las manos, las muñecas y los antebrazos. Calculó que probablemente serían las ocho de la mañana, o cerca. Llevaba dieciocho horas encadenada a aquella cama. Increíble, pero cierto.
Habló la voz de Ruth Neary, tan repentinamente que la sobresaltó. Era una voz repleta de disgustado asombro.
«Todavía le estás buscando excusas, ¿eh? Al cabo de todos estos años, sigues dejándole al margen de la cuestión y echándote toda la culpa. Incluso ahora. Fabuloso.»
—¡Ya está bien! —exclamó Jessie, ronca la voz—. Eso no tiene nada que ver con el apuro en que me encuentro ahora...
«¡Mira que llegas a ser ingenua, Jessie!»
—... y aunque así fuera —continuó, alzando ligeramente el tono—, aunque así fuera, maldito si tiene algo que ver con la manera de salir de este aprieto, ¡de modo que cierra el pico!
«Tú no eres ninguna Lolita, Jessie, por mucho que él pueda habértelo hecho creer. Estás a tropecientos años luz de Lolita.»
Jessie se abstuvo de contestar. Ruth lo hizo mejor, se abstuvo de callar.
«Si continúas creyendo que tu papaíto era un perfecto caballero dedicado en cuerpo y alma a defenderte casi continuamente de tu mamaíta dragón y de su ígnea respiración, vale más que recapacites un poco.»
—Cierra el pico. —Jessie aceleró el movimiento ascendente y descendente de los brazos. Las cadenas tintinearon; las esposas repicaron—. ¡Calla de una vez!
«Lo tenía planeado, Jessie. ¿Es que no te das cuenta? No fue un acto imprevisto, un padre que está a dieta y que va tan salido que, de pronto, no puede contenerse y se corre; lo tenía planeado.»
—¡Mentira! —gruñó Jessie. El sudor resbalaba de sus sienes en gruesas y claras gotas.
«¿Ah, sí? Bueno, pues pregúntate una cosa: ¿de quién fue la idea de que te pusieras el vestido de playa? Aquel tan cortito y tan ceñido. ¿Quién sabía que tú ibas a estar escuchando —admirativamente— la conversación que mantenía con tu madre, liándola a modo? ¿Quién te puso las manos sobre las tetas y quién llevaba aquel día pantalones cortos de deporte y nada de calzoncillos debajo?»
Se imaginó de pronto a Bryant Gumbel, hecho un brazo de mar con su elegante terno y su pulsera de oro, de pie allí en el cuarto, cerca de la cama, mientras, a su lado, un muchacho enfocaba una cámara portátil de televisión y tomaba una panorámica completa del cuerpo femenino casi completamente desnudo, antes de centrarse en el rostro sudoroso y moteado de manchas rojizas. Bryant Gumbel, en directo con la Increíble Mujer Esposada, se inclina, con el micrófono en la mano, para preguntarle: «¿Cuándo comprendió por primera vez que su padre andaba loco por meterle mano, Jessie?».
Jessie dejó de mover los brazos y cerró los ojos. En su rostro apareció una expresión obstinada. «Se acabó», se dijo. «Me parece que puedo convivir con Ruth y con la Santa Esposa... e incluso con esas selectas voces extraterrestres que meten la cuchara de vez en cuando... pero no estoy dispuesta a aguantar una entrevista en directo con Bryant Gumbel, vestida nada más que con un par de braguitas manchadas. Incluso aunque sea una entrevista imaginaria, no lo soporto. Se acabó.»
«Dime sólo una cosa, Jessie», terció otra voz. No era extraterrestre; era la de Nora Callighan. «Una cosa más y consideraremos cerrado el asunto, al menos de momento y probablemente de manera definitiva. ¿DE acuerdo?»
Cauta, a la expectativa, Jessie guardó silencio.
«Cuando ayer por la tarde perdiste los estribos —cuando acabaste arreándole aquella patada—, ¿a quién sacudías? ¿A Gerald?»
—Claro que era a Gerald... —empezó a decir, pero se interrumpió cuando una imagen, perfectamente nítida, apareció en su cerebro. era el blancuzco hilo de babas que descendía desde el mentón de Gerald. Lo vio alargarse y caer sobre el diafragma, justo encima del ombligo. Sólo un pequeño esputo, eso era todo, nada del otro jueves, después de tantos años y de la infinidad de besos ardientes entregados con los labios entreabiertos y las lenguas batiéndose en duelo de esgrima lasciva; Gerald y ella habían intercambiado ingentes cantidades de lubricidad y el único precio que pagaron por ello fueron unos cuantos resfriados compartidos.
Nada del otro jueves, es decir, hasta hoy, cuando Gerald se negó a soltarla cuando ella quiso, cuando necesitó verse libre. Nada del otro jueves hasta que ella olió aquel triste efluvio mineral, el humo que asociaba al pozo de Dark Score, y al mismo lago durante los días de verano... días como aquel 20 de julio de 1963, por ejemplo.
Había visto un esputo; había pensado en semen.
«No, eso no es verdad», se dijo, pero en aquella ocasión no le hizo falta convocar a Ruth para que desempeñase el papel de abogado del diablo; sabía que era verdad. «Es su maldito semen», fue exactamente lo que pensó, y después de eso dejó de pensar, al menos durante un rato. En vez de pensar, disparó aquel movimiento reflejo, lanzando un pie contra el estómago y el otro contra los testículos. Nada de saliva, sino esperma; no fue una nueva repugnancia hacia el juego de Gerald, sino aquel horror pestilente que salía de pronto a la superficie como un monstruo marino.
Jessie miró el caído y mutilado cadáver de su esposo. Las lágrimas afloraron a sus ojos durante unos segundos, pero el sentimiento pasó enseguida. Su idea era que el departamento de supervivencia había decidido que las lágrimas representaban un lujo que no podía permitirse, al menos provisionalmente. Con todo, estaba muy triste... triste por la muerte de Gerald, sí, claro, pero todavía más triste por el hecho de encontrarse allí, en aquella situación.
Sus ojos miraron el aire, por encima del cuerpo de Gerald, y los labios se curvaron en una sonrisa lamentable y dolorida.
—Me parece que eso es todo lo que tengo que decir en este momento, Bryant. Transmite mis mejores deseos a Willard y Katie... Y, a propósito... ¿te importaría abrir estas esposas antes de irte? No sabes cuánto te lo agradecería.
Bryant dio la callada por respuesta. Cosa que a Jessie no le sorprendió en absoluto.
23
«Si vas a sobrevivir a esta experiencia, Jess, te aconsejaría que dejases de revisar el pasado y pensaras en lo que vas a hacer en el futuro... empezando por los próximos diez minutos o así. No creo que morirse de sed en esta cama sea muy agradable, ¿no te parece?»
No, no es muy agradable que digamos... y Jessie pensó que la sed distaría mucho de ser lo peor de todo. La crucifixión había permanecido en el fondo de su cerebro casi desde el mismo instante en que se despertó, sobrenadando como algo desagradable que no acababa de sumergirse y que se encontraba tan saturado que tampoco podía elevarse hasta emerger a la superficie. Con vistas a una clase de historia de la facultad, había leído un artículo sobre ese encantador antiguo método de tortura y ejecución, y para ella no dejó de ser una sorpresa enterarse de que el viejo truco de las manos y los pies atravesados por clavos sólo fuera el principio. Como las suscripciones a revistas y las calculadoras de bolsillo, la crucifixión había sido la gracia que perduraba a lo largo de los años.
Con los calambres y espasmos llegaba el verdadero sufrimiento. Aunque a regañadientes, Jessie no tuvo más remedio que reconocer que los dolores que la acosaron hasta entonces, inclusive aquel calambre paralizante que puso fin a su primer ataque de pánico, habían sido simples pellizcos comparados con los que la esperaban. La desgarrarían los brazos, el diafragma y el abdomen y, a medida que transcurrieran las horas irían haciéndose más angustiosos, más frecuentes, más intensos y amplios. Llegado el caso, el entumecimiento empezaría a deslizarse por las extremidades, por mucho que ella se esforzara en mantener la circulación de la sangre, pero ese entumecimiento no aportaría ningún alivio; para entonces, habría empezado y a sufrir los calambres más atroces en el pecho y en el estómago. Los clavos no le atravesaban los pies ni las manos y estaba tendida boca arriba en vez de colgar de una cruz al borde de un camino, como uno de los derrotados gladiadores de Espartaco, pero aquellas variantes no hacían más que prolongar su agonía.
«Así, pues, ¿qué vas a hacer ahora, cuando todavía no han empezado a cebarse en ti los dolores y aún puedes pensar?»
—Lo que pueda —gruñó Jessie—, de modo que cállate y deja que me concentre un poco.
«Adelante... estás en tu casa.»
Empezaría con la solución más evidente y continuaría a partir de ahí... si no le quedaba más remedio. ¿Y cuál era la solución más evidente? Las llaves, desde luego. Continuaban encima del tocador, donde las había dejado. Dos llaves, pero ambas eran exactamente iguales. Gerald, cuando le daba por ahí podía mostrarse cautivadoramente festivo, se refirió a ellas varias veces como la Principal y la de Recambio (Jessie percibió con toda claridad las mayúsculas en la voz de su marido).
Vamos a suponer, aunque sólo sea por debatir el asunto, que fuese capaz de deslizarse fuera de la cama y cruzar la estancia hasta el tocador. ¿Podría echar mano a una de las llaves y utilizarla? A la fuerza, Jessie comprendió que no había nada que hacer, ni la menor posibilidad de conseguirlo. Imaginó que lograba ponerse entre los dientes una de aquellas llaves. Pero, entonces, ¿qué? Seguiría siéndole imposible introducirla en la cerradura; su experiencia con el vaso de agua el indicó que habría un trecho más o menos insalvable, por mucho que ella se estirase.
Vale; descarta las llaves. Baja un peldaño en la escala de probabilidades. ¿Qué puede venir ahora?
Se forzó las meninges infructuosamente durante cinco minutos, dándole vueltas y vueltas en la cabeza al problema como si se tratara del cubo de Rubik, y sin dejar de subir y bajar los brazos mientras meditaba. En algún punto, durante esas reflexiones, sus ojos tropezaron con el teléfono colocado encima de la mesita que había cerca de la ventana de la parte oriental. Lo había desechado antes, pero quizá se precipitó. La mesita, después de todo, estaba más cerca que el tocador y el teléfono era mucho más grande que una llave de esposas.
Si pudiese arrastrar la cama, acercarla a la mesita del teléfono, ¿no sería capaz de levantar con el pie el receptor, y quitarlo de encima de la horquilla? Y si lograra hacerlo, quizá pudiera apretar con el dedo gordo del pie el botón de Operador de la parte inferior del aparato, entre las teclas marcadas * y #. Parecía algo propio de vodevil delirante, pero...
«Aprieta el botón, espera un poco y luego ponte a chillar como una loca.»
Sí, y media hora después, la gran ambulancia azul de Medcu, de Norway, o la no menos imponente, aunque de color naranja, con el letrero del Equipo de rescate del condado de Castle, se presentaría allí, la acomodarían en una camilla con ruedas y la pondrían a salvo. Una idea loca, sí, pero también lo era la de convertir en una paja la tarjeta de suscripción de una revista. Loca o no, igual salía bien... ésa era la cuestión. Ciertamente, sus posibilidades potenciales eran mayores que las de empujar la cama a través del cuarto e intentar luego introducir una llave en la cerradura de las esposas. Sin embargo, la idea de llegar al teléfono planteaba un problema considerable: tendría que dar con el modo de trasladar la cama hacia la derecha, lo que resultaba una tarea ardua a todo serlo. Calculó que, con las tablas de caoba de la cabecera y de los pies, la cama pesaría un mínimo de ciento treinta y cinco kilos, y eso contando por lo bajo.
«Pero lo menos que puedes hacer es intentarlo, nena, y acaso te lleves una sorpresa... recuerda que enceraron el piso el primer lunes de septiembre, Día del Trabajo. Si un esquelético perro vagabundo, al que se le ven todas las costillas, ha podido arrastrar el cuerpo de tu esposo, quizá tú consigas mover esta cama. Por intentarlo no pierdes nada, ¿verdad?»
Un argumento convincente.
Jessie llevó las piernas hacia el lado izquierdo de la cama, al tiempo que trasladaba pacientemente la espalda y los hombros hacia la parte derecha. Cuando llegó todo lo lejos que podía llegar, se dio la vuelta sobre la cadera izquierda. Los pies rebasaron el borde de la cama... y de súbito las piernas y el torso no sólo estuvieron moviéndose hacia la izquierda, sino que se deslizaron como un alud que empezara a manifestarse. Un espantoso calambre en zigzag le recorrió el costado izquierdo, mientras el cuerpo se estiraba de una forma que ni en las mejores condiciones habría pretendido Jessie exigírselo. Sintió como si alguien le pasara rápida y violentamente por el costado un atizador al rojo, desgarrándole la carne.
Se tensó la corta cadena que enlazaba los dos grilletes de la mano derecha y, durante un momento, los renovados ramalazos agónicos del brazo y el hombro derechos borraron las noticias procedentes del costado izquierdo. Tuvo la impresión de que alguien trataba de retorcerle y arrancarle el brazo de cuajo. «Ahora sé lo que siente un pavo cuando le desgajan una pata», pensó.
El talón izquierdo chocó contra el suelo; el derecho quedó colgando, siete centímetros y medio por encima. El cuerpo estaba retorcido anormalmente hacia la izquierda, con el brazo derecho proyectado firmemente hacia la espalda en una especie de onda congelada. Al naciente sol de la mañana, la tensa cadena brillaba despiadadamente por encima de su manguito de goma.
Le asaltó de pronto la certeza absoluta de que iba a morir en aquella postura, entre los chillidos del costado izquierdo y los del brazo derecho. Tendría que seguir tendida allí, cada vez más entumecida, mientras su languideciente corazón perdía la batalla y no lograba enviar sangre vitalizadora a todos los puntos de su estirado y retorcido cuerpo. El pánico volvió a apoderarse de ella y aulló pidiendo ayuda, olvidada de que no había nadie por los alrededores, salvo un asqueroso perro vagabundo con la barriga llena de carne de abogado. Agitó frenéticamente la mano derecha en dirección a la columna de la cama, pero se había deslizado un poco más de la cuenta; la caoba teñida de oscuro estaba centímetro y pico más allá de la punta de los dedos de Jessie.
—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro!
No hubo respuesta. Los únicos ruidos que se producían en aquel cuarto eran los suyos: los altos chillidos de su voz ronca, el rechinante aliento, el sordo repiqueteo de los latidos del corazón. Nadie, excepto ella, y, a menos que consiguiera volver a ponerse bien encima de la cama, moriría como una mujer colgada del gancho de un matadero. No es que la situación no pudiera empeorar: el trasero seguía resbalando hacia el borde de la cama, tirando constantemente hacia atrás de su brazo derecho en un ángulo cada vez más y más excesivo.
Sin pensarlo ni planearlo (so pena de que el cuerpo, aguijoneado por el dolor, pensara a veces por su cuenta), Jessie afirmó el descalzo pie izquierdo en el suelo y se impulsó hacia atrás todo lo que pudo. Era el único punto de apoyo que le quedaba a su penosamente contorsionado cuerpo y la maniobra resultó. Se arqueó la parte inferior de la anatomía, la cadena que enlazaba los grilletes de la mano derecha se aflojó y Jessie pudo agarrarse al poste de la cama con el empavorecido ardor de la mujer que se está ahogando y tiene la oportunidad de aferrarse a un salvavidas. Tiró de sí misma hacia atrás, sin preocuparse del grito que lanzaron su espalda y sus bíceps. Cuando volvió a tener los pies en el aire chapoteó frenéticamente desde el borde, como si los tuviera hundidos en un estanque lleno de crías de tiburón y se hubiera percatado de ello con el tiempo justo para salvar los dedos.
Por último, recobró nuevamente la postura sedante, encogido el cuerpo, apoyada la espalda en las tablas de la cabecera, estirados los brazos y con la rabadilla descansando sobre la funda de algodón de la almohada, arrugada y empapada de sudor. Dejó descansar la cabeza contra los travesaños de caoba, mientras respiraba aceleradamente, cubiertos los desnudos pechos por la capa de una transpiración cuya humedad no podía permitirse perder. Cerró los párpados y emitió una risita débil.
«Vaya, fue un rato excitante, ¿verdad, Jessie? Creo que tu corazón nunca había palpitado a un ritmo tan rápido desde al año mil novecientos ochenta y cinco, cuando en la fiesta de Navidad le faltó el canto de un beso para que te fueses a la cama con Tommy Delguidace. Pensaste que nada se perdía con intentarlo, ¿eh? Supongo que habrás cambiado de opinión.»
«Sí. Y también sabía una cosa más.»
«¿Ah, sí? ¿Qué es ello, encanto?»
—Sé que ese cabrito de teléfono está fuera de mi alcance —dijo.
Sí, desde luego. Cuando un momento antes se impulsó con el talón izquierdo lo hizo recurriendo a todo el peso de sus cincuenta y seis kilos... y puso en el empuje todo el entusiasmo de un pánico que le congelaba la sangre. La cama no se había movido un ápice y, ahora que Jessie tenía ocasión de meditar en ello, se alegraba de que no lo hiciera. Porque si hubiera logrado arrastrarla a través del cuarto hasta la mesita del teléfono, entonces...
—Habría quedado colgada del jodido lado contrario de la cama —dijo, medio riendo, medio sollozando—. Jesús, es para que alguien me pegue un tiro.
«La cosa no parece que tenga buen aspecto», intervino una de las voces extraterrestres, una voz sin la cual, decididamente, ella podía pasarse muy bien. «A decir verdad, parece como si el Gran Espectáculo de Jessie Burlingame acabase de recibir el aviso de que se cancelaba la función.»
—He de buscar otra alternativa —dijo Jessie con voz ronca—. Ésta no me gusta.
«No hay ninguna otra. De entrada había muy pocas, y me temo que ya las has repasado todas.»
Volvió a cerrar los ojos y, por segunda vez desde el inicio de aquella pesadilla, vio el campo de juegos del viejo instituto Falmouth de la avenida Central. Sólo que esta vez no llenaba su cerebro la imagen de dos niñas balanceándose en un columpio; en vez de eso, vio a un niño —su hermano Will—, que «desollaba el gato en la barra del mono»
Jessie abrió los ojos, se encogió todavía más y torció la cabeza para mirar más de cerca la cabecera de la cama. «Desollar el gato» era colgarse de una barra horizontal, doblar las piernas hacia arriba y elevarlas hasta pasarlas por encima de los hombros. El movimiento se remataba mediante un pequeño y rápido giro que permitía aterrizar de pie. Will había sido tan adicto a aquel ejercicio limpio y económico que a Jessie le pareció que ejecutarlo era para él como dar saltos mortales en sus propias manos.
«Supongamos que fueras capaz de hacerlo. Desollar el gato por encima del borde de esta maldita cabecera. Levantar el cuerpo, pasarlo por encima y...»
—Y aterrizar de pie —susurró.
Durante unos minutos le pareció peligroso, pero factible. Tendría que separar la cama de la pared, claro una no puede desollar el gato si no tiene espacio para maniobrar y poner el pie en el suelo al caer—, pero se consideraba competente para realizarlo. En cuanto apartase el estante (sería facilísimo quitarlo de los soportes, puesto que no estaba sujeto a ellos), voltearía las piernas por encima de la cabeza y apoyaría en la pared la planta de los pies, más arriba del borde superior de la cabecera de la cama. No había podido moverla lateralmente, pero apoyándose en la pared...
—El mismo peso, pero con una fuerza de palanca diez veces mayor —murmuró—. Física moderna en su más pura expresión.
Se disponía a alargar la mano izquierda, a fin de empujar con la punta de los dedos los soportes en forma de L, cuando sus ojos se posaron de nuevo en las malditas esposas policíacas y sus cadenas suicidamente cortas. Si Gerald hubiese puesto los grilletes un poco más arriba —entre el primer y el segundo travesaños, por ejemplo—, tal vez ella tuviera alguna posibilidad; la maniobra quizá le provocara la rotura de las muñecas, pero Jessie había llegado a un punto en el que la fractura de un par de muñecas le parecía un precio aceptabilísimo a cambio de evadirse de aquello... al fin y al cabo, se curarían, ¿no? Sin embargo, en vez de estar entre el primero y el segundo, las esposas se cerraban entre el segundo y el tercero, lo que resultaba demasiado abajo. Cualquier tentativa de voltear el cuerpo por encima de la cabecera de la cama acabaría con algo más que un par de muñecas rotas; le dislocaría los hombros, le descoyuntaría los huesos, al cargarse allí todo el peso del cuerpo en su descenso.
«Intenta entonces mover esta maldita cama, con las muñecas rotas y los hombros dislocados. ¿Eso te parece divertido?»
—No —reconoció Jessie, hosca la voz—. No demasiado.
«Vayamos directamente al grano, Jess... estás atascada ahí. Puedes decir que soy la voz de la desesperanza, si eso hace que te sientas mejor, o si te ayuda a conservar la cordura durante un rato más —Dios sabe que contra viento y marea estoy a favor de la cordura—, pero lo que realmente soy es la voz de la verdad, y la verdad de esta situación es que te encuentras atascada ahí.»
Jessie volvió vivamente la cabeza hacia un lado, nada deseosa de oír aquella supuesta voz de la verdad, y comprobó que era tan incapaz de acallarla como lo fue de acallar a las otras.
«Éstas son unas auténticas esposas, no esas monerías con los grilletes acolchados por dentro y un resorte oculto que puedes accionar y que te permite librarte de ellas si alguien lleva las cosas demasiado lejos. Estás verdaderamente aprisionada y da la casualidad de que no eres ni un fakir capaz de contorsionarse como una galleta de lazo ni un artista del escapismo como Harry Houdini o David Copperfield. Te digo las cosas tal como las veo, ¿vale? Y tal como las veo, eres la estrella.»
Jessie recordó de pronto lo ocurrido después de que su padre saliera del dormitorio aquel día del eclipse... cuando ella se echó de bruces encima de la cama y estuvo llorando hasta que parecía que su corazón iba a estallar, a derretirse o a dejar para siempre de latir. Y ahora, mientras empezaban a temblarle los labios, creyó encontrarse en una situación anímica notablemente parecida a la de entonces: cansada, confusa, asustada y perdida. Perdida más que ninguna otra cosa.
Rompió a llorar, pero tras unas cuantas lágrimas iniciales, sus ojos se negaron a seguir produciéndolas; al parecer surtían efecto medidas de razonamiento más estrictas. De todas maneras, no dejó de llorar, sin lágrimas, con la garganta plena de sollozos secos como el papel de lija.
24
En la ciudad de Nueva York, los miembros de plantilla del programa Today habían dado por concluido el trabajo. En la emisora asociada de la NBC que cubría las zonas meridional y occidental de Maine los sustituyó en antena primero un espacio local de entrevistas (una señora de imponente aspecto maternal, con delantal de algodón, demostró lo sencillo que resultaba guisar judías a fuego lento en su «Crockpot»), le sucedió después un programa concurso en el que determinadas celebridades soltaban chistes y los concursantes emitían orgásmicos y ruidosos alaridos de alegría cuando ganaban un coche, una barca o una aspiradora pintada de rojo brillante, modelo Diablo del Polvo. En casa de los Burlingame, sobre el pintoresco lago Kashwakamak, la reciente viuda dormitaba intranquila sobre sus dominios. Después empezó de nuevo a soñar. Una pesadilla, que la misma superficialidad del sueño hacía más viva y convincente.
En el sueño, Jessie volvía a estar tendida en la oscuridad, y un hombre —o algo con aspecto humano— estaba de pie en un rincón, al otro lado del cuarto. El hombre no era su padre; el hombre no era su marido; el hombre era un extraño, el extraños que alienta todas nuestras enfermizas obsesiones más paranoicas y nuestros miedos más profundos. Era el rostro de una criatura que Nora Callighan, con sus buenos consejos y su dulce naturaleza práctica, nunca habría tenido en cuenta. A aquel negro ser no se le podía ahuyentar con algo como “ismos” u “ologías”. Era una imprevisibilidad cósmica.
«Pero tú me conoces», dijo el extraño del alargado semblante blanco. Se inclinó para coger el asa de su estuche sin sorpresa ninguna, Jessie observó que el asa era una quijada y que la propia caja estaba hecha de piel humana. El desconocido levantó aquella especie de maletín, accionó los cierres y lo abrió. De nuevo, Jessie vio los huesos y las joyas; y, otra vez, la mano de aquel sujeto se hundió en el interior de la mezcolanza que contenía el estuche y se movió en lentos círculos, para producir aquellos espantosos chasquidos, crujidos, choques y golpes.
«No, no le conozco», repuso Jessie. «No sé quién es, no lo sé, no lo sé, ¡no lo sé!»
«Soy la Muerte, claro, y volveré esta noche. Sólo que esta noche haré algo más que permanecer inmóvil en el rincón; creo que esta noche saltaré sobre ti... más o menos... ¡así!»
Se precipitó hacia adelante, dejó caer el estuche (huesos, dijes, pendientes y collares se desparramaron hacia el lugar donde Gerald yacía tendido, con su mutilado brazo señalando la puerta del pasillo) y lanzó las manos hacia adelante. Jessie vio los dedos, rematados por uñas sucias y negras, tan largas como las de auténticas garras... y entonces se despertó, jadeante, con un respingo que agitó e hizo tintinear la cadena de las esposas mientras ella movía las manos en gesto defensivo. Susurraba una y otra vez la palabra «No» con tartamudeante monotonía.
«¡Era un sueño! ¡Basta ya, Jessie, que no era más que un sueño!»
Bajó las manos despacio y dejó que de nuevo colgaran inertes dentro de los grilletes. Naturalmente, sólo había sido... una variante de la pesadilla que tuvo la noche anterior. Aunque con mucho más realismo, se dijo, Dios, sí. Si una lo pensaba bien, mucho peor que la del partido de cróquet e incluso que aquella en la que evocó el entreacto furtivo y desdichado de su padre durante el eclipse. Era sumamente extraño que dedicara tanto tiempo aquella mañana a recordar tales sueños y tan poco al más pavoroso de todos. Lo cierto era que hasta el momento en que un poco más que medio dormida soñó con ella, Jessie no había pensado realmente en la criatura de los brazos extravagantemente largos y la espantosa caja de recuerdos.
Acudió a su mente cierto fragmento de una canción, algo de la Última Edad Psicodélica: «Algunos me llaman vaquero del espacio... sí... otros me llaman pistolero del amor...»
Jessie se estremeció. El vaquero del espacio. En cierto modo, eso estaba bien. Un intruso, alguien que no tiene relación alguna con nada, una imprevisibilidad cósmica, un...
—Un extraño —susurró Jessie, y recordó de pronto el modo en que sus mejillas se arrugaron cuando esbozó una sonrisa. Y en cuanto ese detalle encajó en su sitio, otros empezaron también a ocupar el lugar que les correspondía. La pieza de oro que brillaba en el fondo de la boca sonriente. Los labios fruncidos en pucheros de mal talante. El lívido entrecejo y la nariz afilada. Y estaba también el maletín, naturalmente, algo que cualquiera esperaría ver chocando contra la pierna del viajante de comercio que corre para coger el tren...
«Basta, Jessie... deja de atormentarte con esos horrores. ¿No tienes ya bastantes problemas para encima preocuparte por el hombre del saco?»
Ciertamente, los tenía, pero comprobó que una vez había empezado a pensar en el sueño, no podía dejarlo. Y lo peor era que cuanto más pensaba en él, menos le parecía que fuese una pesadilla.
«¿Y si estuviese despierta?», se le ocurrió de pronto, y nada más concebir la idea descubrió aterrada que una parte de ella misma lo creía así. Sólo estaba esperando que el resto se mostrara de acuerdo con tal idea.
«Ah, no, sólo era un sueño, nada más...»
«Pero ¿y si no lo fuese? ¿Y si no lo fuese?»
«La Muerte», confirmó el extraño de rostro cadavérico. «Has visto a la Muerte. Volveré esta noche, Jessie. Y mañana por la noche tendré tus anillos en mi caja, junto a todos mis preciosos tesoros... mis recuerdos.»
Jessie se dio cuenta de que se estremecía violentamente como si hubiera pillado un fuerte catarro. Sus desorbitados ojos miraron desesperadamente hacia el vacío rincón donde estuvo
(«el vaquero del espacio, el pistolero del amor»)
el rincón que ahora aparecía brillantemente iluminado por el sol de la mañana, pero que la noche, cuando llegara, llenaría de oscuridad con sus sombras. La carne de gallina afloró sobre su piel. Volvió a hacerse patente la ineludible verdad: probablemente moriría allí.
«En su momento, alguien acabaría por encontrarla pero, para entonces es muy posible que Jessie llevara muerta bastante tiempo. Lo primero que supondrían era que la pareja había salido a disfrutar de una loca aventura de amor. ¿Por qué no? ¿Acaso Gerald y tú no ofrecíais la aparente imagen externa de un matrimonio que disfruta de un segundo decenio de felicidad conyugal? Sólo vosotros dos sabíais que, al final, Gerald únicamente conseguía cierto grado de efectividad si tú estabas esposada a la cama. o que hace que te preguntes si no practicaría alguien con él algunos numeritos el día del eclipse, ¿eh?»
—Deja ya de hablar —murmuró—. Precisamente tú, calla de una vez.
«Tarde o temprano, sin embargo, algunas personas se inquietarán y empezarán a buscaros. Probablemente los compañeros de Gerald que mantienen la maquinaria en funciones, ¿no crees? Quiero decir que en Portland hay un par de mujeres a las que llamas amigas, pero a las que nunca has hecho partícipe de tu vida, ¿verdad? En realidad, no pasan de ser simples conocidas, damas con las que tomar té e intercambiar catálogos. Ninguna de ellas se va a preocupar mucho si desapareces de la circulación durante ocho o diez días. Pero Gerald tendrá compromisos y citas concertadas y cuando el viernes no haya dado señales de vida, me parece que algunos de sus colegas empezarán a llamar por teléfono y a hacer preguntas. Sí, es probable que la cosa empiece de ese modo, pero creo que seguramente será el guarda quien descubra los cadáveres, ¿verdad? Apuesto a que volverá la cara mientras te cubre con la manta de repuesto que guardas en el armario, Jessie. No querrá ver el modo en que tus dedos se aferran a las esposas, tan rígidos como lápices y tan blancos como velas. Tampoco querrá ver tu boca petrificada, ni la espuma, tanto tiempo seca ya en tus labios que se ha convertido en escamas. Y lo que menos querrá mirar es la expresión horrorizada de tus ojos, de modo y manera que desviará la vista mientras te tapa con la manta.»
Jessie movió la cabeza de izquierda a derecha, en lento y desesperanzado gesto de negación.
«Bill llamará a la policía, que se presentará aquí con la unidad forense y el juez de primera instancia del condado. Se quedarán ahí, alrededor de la cama, con sus cigarros humeantes (Doug Rowe, sin duda embutido en su horrible trinchera blanca, aguardará fuera, acompañado de su equipo de filmación, naturalmente), y cuando el juez levante la manta, todos darán un respingo. Sí... creo que hasta los más curtidos se sobresaltarán un poco y es posible que más de uno dé media vuelta y salga de la habitación. Sus compañeros le tomarán el pelo después. Y los que aguanten frente al cadáver asentirán y comentarán entre ellos que la persona tendida en la cama tuvo una muerte atroz. «No tienes más que verla para comprender eso», dirán. Pero no sabrán ni la mitad. Ignorarán que la verdadera razón por la que los ojos tienen la mirada fija y la boca está congelada en un grito se debe a lo que una vio al final. Lo que una vio surgir de la oscuridad. Puede que tu padre fuese tu primer amante, Jessie, pero el último va a ser ese extraño de la alargada cara blanca y el maletín de viajante hecho con piel humana.»
—Oh, por caridad, ¿no puedes dejarlo? —gimió Jessie—. Más voces, no, por favor; más voces, no.
Pero esa voz no estaba dispuesta a callar; ni siquiera a darse por aludida. Continuó, erre que erre, susurrando directamente al interior del cerebro de Jessie, desde algún recóndito lugar del fondo de su mente. Escucharla era como sentir el roce de un trozo de seda empapada en cieno que se le deslizara por el rostro.
«Te llevarán a Augusta y el médico oficial encargado de la autopsia te abrirá para examinar tus intestinos. Eso es lo que estipula la ley en los casos de muerte inesperada o sospechosa, y en la tuya se dan ambas circunstancias. Le echará un vistazo a los restos de tu última comida —el emparedado de salami y quedo de Amato’s, de Gorham—, seccionará un pequeño fragmento de cerebro para examinarlo con el microscopio y, cuando acabe, dictaminará muerte accidental. «La dama y el caballero practicaban un juego que normalmente es inofensivo», diría el informe, «pero el caballero tuvo el mal gusto de sufrir un ataque cardíaco y la dama se quedó... bueno, vale más no entrar en detalles. Mejor aún, no pensar siquiera en ello, salvo lo estrictamente necesario. Baste decir que la dama tuvo una muerte terrible... sólo hacía falta echarle una ojeada para comprenderlo.» Así es como va a resultar, Jess. Puede que alguien observe que falta tu anillo de casada, pero no dedicarán mucho tiempo a buscarlo, si dedican alguno. Ni el doctor que realice la autopsia se percatará que uno de tus huesos —un huesecillo sin importancia, la tercera falange del pie derecho, por ejemplo—, ha desaparecido. Pero nosotras lo sabremos, ¿verdad, Jessie? Lo cierto es que lo sabemos ya. Sabremos que el anillo y el hueso se los llevó él. El desconocido cósmico; el vaquero del espacio. Sabremos que...»
Jessie echó la cabeza hacia atrás con tal violencia que el golpe contra las tablas de la cabecera hizo que estallara un banco de peces blancos a través de su campo visual. Le dolió —le dolió una barbaridad—, pero la voz del cerebro cortó el ramalazo del mismo modo que un apagón interrumpe el funcionamiento del receptor de radio, cosa que mereció la pena.
—¡Vaya! —dijo—. Y si vuelves a empezar, lo repetiré. No bromeo, tampoco. Estoy harta de escuchar.
Fue su propia voz, que sin darse cuenta pronunció las palabras en la habitación vacía, la que intervino como un fallo de la corriente eléctrica. Cuando los puntitos de delante de sus ojos empezaron a disiparse, Jessie vio el reflejo de los rayos de sol de la mañana sobre algo que estaba a unos cuarenta y cinco centímetros de la extendida mano de Gerald. Era un objeto pequeño con una hebra de oro retorcida en el centro, lo que le daba un aspecto parecido al del símbolo ying y yang. Al principio, Jessie creyó que era una sortija, pero resultaba demasiado pequeño para eso. No se trataba de un anillo, sino de un pendiente con perla. Sin duda se cayó al suelo cuando el visitante removió el contenido de su estuche para enseñárselo a ella.
—No —susurró Jessie—. No es posible.
Pero allí estaba, relucía al recibir los rayos del sol y cada centelleo era tan real como el hombre muerto que parecía señalarlo con el dedo: un pendiente de perla en el que resplandecía una delicada incrustación de oro.
«¡Es uno de los míos! ¡Se me cayó del joyero, ha estado ahí todo el verano y lo veo ahora!»
Salvo que sólo tenía unos pendientes con perla, carecían de adorno de oro y estaban en Portland.
Salvo que los hombres de Skp’s estuvieron allí encerando el piso durante la semana que siguió al Día del Trabajo y, de haber quedado en el suelo algún pendiente, uno de aquellos empleados lo habría recogido y dejado en el tocador... o en su propio bolsillo.
Salvo que también había algo más.
«No, no lo hay. No hay nada más y no te atrevas a decir que lo hay.»
Estaba inmediatamente detrás del pendiente suelto.
«Incluso aunque lo hubiera, no debes mirarlo.»
Salvo que no podía dejar de mirarlo. Sus ojos fueron más allá del pendiente y se detuvieron en un punto del suelo de la parte interior de la puerta del pasillo delantero. Había allí una manchita de sangre, pero no fue la sangre lo que llamó su atención. La sangre pertenecía a Gerald. La sangre no tenía nada de chocantes. Lo que preocupó a Jessie fue la huella de pisada que había junto a la mancha de sangre.
«Si hay una huella ahí, ¡estaba antes!»
Pero por mucho que Jessie deseara creer eso, la verdad es que la pisada no estaba antes. El día anterior ni siquiera la huella de una pantufla mancillaba el suelo, así que mucho menos una pisada. Ni Gerald ni ella dejaron la que estaba mirando en aquel momento. Tenía la forma de un zapato, en barro seco, que probablemente sería del camino cubierto de maleza que serpenteaba por la orilla del lago a lo largo de kilómetro y medio, para después adentrarse en la arboleda y atajar en dirección sur, hacia Motton.
Al parecer, alguien había estado la noche anterior con ella en el cuarto, después de todo.
Cuando la idea se afincó inexorablemente en su cerebro tenso y superagotado, Jessie empezó a chillar. Fuera, en el porche trasero, el perro vagabundo levantó durante unos segundos de entre las patas su rasguñado hocico. La oreja buena se erizó, vertical. Pero el perro enseguida perdió su interés y bajó la cabeza de nuevo. No se trataba de un ruido originado por algo peligroso, al fin y al cabo; era sólo el amo hembra. Además, el olor de la cosa oscura que había llegado por la noche estaba ahora sobre ella, sobre el amo hembra. Era un olor con el que el perro vagabundo estaba familiarizado. Era el olor de la muerte.
El antiguo Príncipe cerró los ojos y volvió a dormirse.
25
Por último, Jessie recuperó en cierta medida el dominio de sí. Lo consiguió, aunque parezca bastante absurdo, recitando el pequeño mantra de Nora Callighan.
—Uno por los pies —dijo, y su reseca voz chasqueó y onduló por la alcoba vacía—,, diez deditos, lindos cerditos, todos en fila. Dos por las piernas, largas y adorables, tres es mi sexo, donde todo anda mal.
Continuó voluntariosamente, recitando los pareados que podía recordar y saltándose los olvidados. Lo repitió al completo cosa de media docena de veces. Tuvo conciencia de que el ritmo de los latidos de su corazón disminuía y de que lo peor de su terror empezaba una vez más a desaparecer, pero no se percató conscientemente del cambio radical que había introducido en por lo menos uno de los cascabeleantes versitos de Nora.
Al término de la sexta repetición, abrió los ojos y echó una mirada por el cuarto, como una mujer que acaba de despertarse tras descabezar una breve y reparadora siesta. Sin embargo, eludió el rincón contiguo al tocador. No quería ver de nuevo el pendiente y, desde luego, tampoco deseaba contemplar la huella de la pisada. «¿Jessie?», era una voz suave, vacilante. Jessie pensó que debía tratarse de la voz de la Santa Esposa, desprovista ya de su ardor estridente y de su febril abnegación. «¿Puedo decir una cosa, Jessie?»
—No —se apresuró a responder Jessie, con su voz chasqueante—. Vete a paseo. Quiero que todas vosotras me dejéis en paz de una puñetera vez.
«Por favor, Jessie. Por favor, escúchame.»
Cerró los ojos y comprobó que ciertamente podía ver aquella parte de su personalidad a la que había dado en llamar la Bendita Burlingame. La Bendita seguía en el cepo, pero ahora levantaba la cabeza... un movimiento que no pudo ser nada fácil con la implacable traba de madera oprimiéndole la nuca. El pelo se apartó brevemente de su cara y Jessie observó con sorpresa que aquel rostro no era el de la Santa Esposa, sino el de una jovencita.
«Sí, pero continúo siendo yo», pensó Jessie y le faltó poco para echarse a reír. Si aquello no era un caso de psicología de tebeo, Jessie no sabía qué era. Un momento antes estuvo pensando en Nora y uno de los caballos de batalla de Nora fue siempre el modo en que las personas debían cuidar el «interior infantil». Nora declaraba que la causa más corriente de la infelicidad se debía al fallo en la alimentación y nutrición del niño que llevamos dentro.
Jessie inclinaba la cabeza solemnemente ante todo aquello, y se guardaba para sí la creencia de que tal idea era principalmente sensiblería de la Nueva Edad /Acuaria. Nora siempre le había caído bien, después de todo, y aunque opinaba que mantenía demasiados esquemas y símbolos mentales de los últimos sesenta y los primeros setenta, ahora captaba ya claramente el «interior infantil» de Nora, y le parecía perfectamente adecuado. Jessie supuso que el concepto incluso podía tener cierta medida de validez simbólica y, dadas las circunstancias, el cepo constituía una imagen infernalmente idónea, ¿verdad que sí? La persona que estaba en el cepo era la Santa Esposa a la espera, la Ruth a la espera, la Jessie a la espera. Era la niña a la que su padre había llamado Punkin.
—Tanto hablar... —dijo Jessie.
Aún tenía los ojos cerrados, y una mezcla de tensión, hambre y sed se combinaron para hacer que la imagen de la chica prendida en el cepo resultase casi exquisitamente real. Pudo leer las palabras POR PROVOCACIÓN SEXUAL escritas en una lámina de vitela clavada en la madera, encima de la cabeza de la muchacha. Las palabras estaban trazadas con lápiz Peppermint Yum Yum de color rosa caramelo, naturalmente.
Pero la imaginación no había agotado sus recursos. Junto a Punkin había otro cepo, con otra moza. La muchacha tendría unos diecisiete años y estaba más que llenita. Su piel aparecía llena de espinillas. Detrás de las prisioneras se encontraba un ejido y, al cabo de un momento, Jessie vio unas vacas que pastaban en él. Alguien repicaba una campana —en la vertiente contraria de un monte cercano—, con monótona regularidad, como si el campanero pretendiese mantener aquel ritmo uniforme todo el día... o al menos hasta que las vacas volvieran a su establo.
«Te estás volviendo loca, Jess», pensó débilmente, y supuso que eso era verdad, pero que no tenía importancia. Incluso era posible que antes de mucho tiempo lo considerara una bendición. Desterró la idea de su mente y volvió a proyectar toda su atención sobre la chica del cepo. Al hacerlo, descubrió que la ternura y el enojo acababan de sustituir al enfurecimiento. Aquella versión de Jessie Mahout era mayor de la que se había visto acosada durante el eclipse, pero no mucho mayor... doce años, quizá, catorce como máximo. A esa edad no tenía por qué estar en el cepo del prado comunal por delito alguno... ¿pero precisamente por provocación sexual? ¿Qué clase de broma pesada era aquélla? ¿Cómo podía ser la gente tan cruel, tan deliberadamente ciega?
«¿Qué quieres decirme, Punkin?»
«Sólo que es real», articuló la muchacha del cepo. Su semblante estaba pálido de dolor, pero la expresión de sus ojos era grave, preocupada y lúcida. «Es real, ¿sabes?, y volverá por la noche. Creo que esta vez hará algo más que mirar. Tienes que librarte de las esposas antes de que se ponga el sol, Jessie. Tienes que salir de la casa antes de que eso vuelva.»
Otra vez deseó llorar, pero las lágrimas no acudieron; en sus ojos no había más que un picor seco, de papel de lija.
«¡No puedo!», chilló. «¡Lo he intentado todo! ¡Yo sola no puedo salir del apuro»
«Olvidas una cosa», dijo la chica del cepo. «No sé si es importante , pero a lo mejor sí lo es.»
«¿Qué?»
La muchacha dio la vuelta a las manos dentro de los agujeros del cepo y enseñó las rosadas palmas.
«Dijo que había dos clases, ¿te acuerdas? M-17 y F-23. Creo que lo recordaste ayer. Quería las F-23, pero no fabrican muchas y escasean, de modo que tuvo que conformarse con dos pares de M-17. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Te contó todo lo referente al asunto el día en que llevó las esposas a casa.»
Jessie abrió los ojos y miró el grillete cerrado en torno a su muñeca derecha. Sí, desde luego, se lo contó todo; a decir verdad, habló como un adicto a la coca después de un par de dosis, empezando por un telefonazo desde la oficina, a última hora de la mañana. Quería saber si la casa estaba vacía —nunca se acordaba de los días que libraba el ama de llaves— y cuando le aseguró que lo estaba, Gerald le pidió que se pusiera algo cómodo. «Algo de rechupete», fueron sus palabras. Jessie recordaba que la había intrigado. Incluso por teléfono, Gerald parecía a punto de fundir los plomos y Jessie sospechó que se le estaban ocurriendo ideas raras. A ella le parecía bien; se acercaban a los cuarenta y si Gerald quería experimentar un poco, Jessie se prestaría a ello de mil amores.
Llegó en un tiempo de plusmarca (ella supuso que debió de dejar echando humo a su espalda los cinco kilómetros de la carretera de circunvalación 295), y lo que mejor recordaba Jessie de aquel día era el estado de alborotada excitación con que se movió por la alcoba, encendidas las mejillas, chispeantes los ojos. El sexo no era lo primero que acudía a la mente de Jessie cuando pensaba en Gerald (en una prueba de asociación de ideas, probablemente la primera palabra que surgiese sería «seguridad»), pero aquella vez las dos cosas lo habrían sido todo menos intercambiables. Desde luego, el sexo era lo único que colmaba la cabeza de Gerald; Jessie creía que su normalmente cortés pene de abogado habría roto la bragueta de los pantalones de gabardina de haber sido él menos rápido a la hora de abrirla.
Una vez se quitó de encima pantalones y calzoncillos, se calmó un poco y, con ademanes ceremoniosos, abrió la caja de zapatillas Adidas que había llevado consigo al dormitorio. Sacó los dos juegos de esposas que iban dentro de la caja y las levantó para inspeccionarlas. Un latido había estado palpitándole en la garganta, un leve parpadeo tan rápido como el movimiento de las alas de un colibrí. También recordaba eso. Con todo, el corazón de Gerald debía estar sometido igualmente a notable tensión.
«Me habrías hecho un gran favor, Gerald, si hubieses explotado allí y en aquel momento.»
Deseó sentirse horrorizada ante aquel acerbo pensamiento hacia pensamiento hacia el hombre con el que había compartido una gran parte de la existencia, y comprobó que lo único que lograba sentir era un disgusto hacia sí misma poco menos que patológico. Y cuando los recuerdos volvieron al aspecto que Gerald presentaba aquel día —las mejillas encendidas, las pupilas chispeantes—, las manos de Jessie se cerraron poco a poco hasta convertirse en pequeños puños.
—¿Por qué no pudiste dejarme en paz? —preguntó ahora—. ¿Por qué tuviste que armarla de aquella manera? ¿Por qué tanto farol?
«No importa. No pienses en Gerald; piensa en las esposas. Dos juegos de Trabas manuales de seguridad Kreigg, tamaño M-17 indicaba la cantidad de dientes de los pasadores del resbalón.»
Una sensación de brillante calor le estalló en el estómago y en el pecho.
«No tienes que sentir eso», se aconsejó, «y si te es absolutamente imposible impedirlo, finge que se trata de una indigestión.»
Sin embargo, eso último sí que resultaba imposible. Lo que sentía era esperanza, y de ninguna manera iba a rechazarla. Lo mejor que podía hacer era equilibrarla con la realidad, seguir recordándose que su primer intento de liberarse de las esposas había concluido en estrepitoso fracaso. No obstante, pese a sus esfuerzos para tener presente el dolor y el fracaso, se sorprendió pensando en lo cerca —lo puñeteramente cerca— que había estado de escapar. Poco más de medio centímetro tal vez le habría bastado para salirse con la suya, pensó entonces, y un centímetro y cuarto la habría permitido sacarse las esposas con toda seguridad. La protuberancia del hueso de la parte inferior del pulgar constituía un problema, sí, pero ¿es que iba a morir en aquella cama sólo porque era incapaz de tender un puente que salvase un espacio no mucho más amplio que el grosor de un labio? Con toda seguridad, no.
Jessie hizo un esfuerzo extraordinario para desterrar de su mente aquellas ideas y regresar al día en que Gerald llevó las esposas a casa. La forma en que las mantuvo frente a sus ojos, para contemplarlas con el mudo y reverencial respeto del joyero que despliega el collar de diamantes más esplendorosos que jamás pasó por sus manos. A propósito de ello, a Jessie también le impresionaron bastante. Recordaba lo brillantes que eran, los destellos que la luz que irrumpía por la ventana arrancaron al acero azul de los grilletes y las muescas curvadas de los cierres, que permitían ajustar las esposas a las distintas medidas de las muñecas.
Quiso saber dónde las adquirió —simple curiosidad, nada de acusación—, pero todo lo que pudo arrancarle fue que uno de los chorizos que andaban por el juzgado le ayudó a agenciárselas. Acompañó las palabras con un semiguiño, como si por los distintos pasillos y antesalas de los tribunales del condado de Cumberland pululasen docenas de aquellos tipos de los bajos fondos y él los conociera a todos. La verdad es que aquella tarde se comportó como si hubiese procurado un par de misiles Scud, en vez de dos juegos de esposas.
Tendida en la cama, con un picardías de encaje y medias de seda a juego, un conjunto poco menos que ideal, Jessie le miraba con una mezcla de divertido placer, curiosidad y excitación... claro que el divertido placer era algo que ocupaba aquella tarde el primer lugar en la parrilla de salida, ¿no es cierto? Sí. Ver a Gerald, que siempre se esforzaba por ser don Impávido, ir por el dormitorio de un lado para otro, como un león enjaulado, le parecía a Jessie verdaderamente divertido. El pelo se le había rizado hacia arriba, como espirales de sacacorchos, formando lo que el hermano pequeño de Jessie solía llamar kikirikíes, y llevaba los calcetines negros de nailon tipo «vestido para triunfar». Jessie recordaba que se mordió la parte inferior de los carrillos —y fuerte, todo hay que decirlo— para evitar que la sonrisa aflorase a sus labios.
Don Impávido hablaba aquella tarde más deprisa que un subastador en el remate de una quiebra. Y luego, de pronto, se interrumpió en mitad de la perorata. Una expresión de cómica sorpresa se le fue extendiendo por la cara.
—¿Qué ocurre, Gerald? —le había preguntado.
—Acabo de darme cuenta de que no te he consultado sobre si esto te parece bien, si deseas siquiera considerarlo —replicó él—. No he hecho más que parlotear, venga a parlotear, dale que te pego al «ya sabes» y al «como salta a la vista», y ni una sola vez me he preocupado de preguntarte si...
Jessie sonrió entonces, en parte porque estaba harta de los pañuelos y no sabía cómo decírselo, pero sobre todo porque resultaba estupendo volver a verle otra vez tan animado por el sexo. Muy bien, quizás era un poco insólita la idea de poner las esposas a su mujer antes de sumergirse en aguas profundas con la larga verga blanca. Bueno, ¿y qué? Era un asunto entre ellos dos, ¿no? y tampoco resultaba tan divertido... la verdad es que no más que una ópera bufa calificada X. Gilbert y Sullivan Do Bondage, soy sólo una dama esposada en la Real Armada. Además, había numeritos más raros y caprichosos; Frieda Soames, la vecina de la acera de enfrente, le confesó una vez (después de trasegarse dos copas antes del almuerzo y media botella de vino durante el mismo) que a su ex marido le encantaba que le rociaran bien de polvos de taco y le pusieran pañales.
Morderse la parte interior de las mejillas no le dio resultado la segunda vez y estalló en una carcajada. Gerald se la quedó mirando, ligeramente ladeada la cabeza hacia la derecha y con una sonrisita tratando de asomarse por la comisura izquierda de la boca. Era una expresión que Jessie había llegado a conocer muy bien en el curso de los últimos diecisiete años: significaba que estaba dispuesto a mostrarse enojado o a corear sus risas. Era imposible adivinar qué opción elegiría.
—¿Quieres jugar? —había preguntado Gerald.
Jessie no contestó enseguida. En cambio, sí dejo de reír y le miró con lo que confiaba fuese una expresión digna de la más perversa de las diosas ninfómanas nazis, de esas cuyas imágenes suelen embellecer las portadas de la revista Man’s Adventure. Cuando juzgó que había conseguido el grado de gélida altivez, levantó los brazos y pronunció cinco improvisadas palabras, que impulsaron a Gerald a precipitarse sobre la cama, evidentemente ebrio de excitación.
—Ven aquí, hijo de puta.
Visto y no visto, Gerald le había puesto las esposas en las muñecas y cerrado los otros grilletes en torno a las columnas de la cama. El lecho matrimonial del dormitorio de Portland no tenia cabecera de tablas; si Gerald hubiera sufrido allí un ataque cardíaco, Jessie habría podido sacar las esposas deslizándolas hacia arriba por los postes. Gerald no dejaba de hablar mientras manipulaba los grilletes y frotaba deliciosamente con las rodillas la entrepierna de Jessie. Y una de las cosas que le contó se refería a las M y las F, así como al funcionamiento de los cierres. Le dijo que él quería las F, porque las femeninas tienen veintitrés dientes o muescas en vez de 17, que son los que tienen la mayoría de las esposas masculinas. Tener más dientes significaba que el círculo cerrado de las esposas femeninas era más pequeño. Lo malo es que resultaban difíciles de conseguir y cuando su amigote del juzgado le informó de que podía proporcionarle dos juegos de grilletes masculinos a un precio razonable, Gerald se lanzó de cabeza sobre la oportunidad.
—Algunas mujeres pueden salirse de las esposas masculinas —comentó Gerald—, pero tú tienes unos huesos bastante desarrollados. Además, no quería esperar. Ahora... vamos a ver...
Cerró el grillete en torno a la muñeca derecha, corriendo el cierre deprisa al principio, para luego ir más despacio, al acercarse al final, y preguntarle en cada paso de diente si le hacía daño. Todo fue bien hasta la última muesca, pero cuando le dijo que intentara liberar la mano, Jessie no pudo hacerlo. La muñeca pasó prácticamente en su totalidad por el hueco del grilletes, sí, muy bien, y Gerald reconoció después que ni siquiera esperaba que cubriese tanto espacio, pero cuando llegó a la parte inferior del dorso de la mano y a la base del pulgar, la cómica expresión de ansiedad de Gerald se había esfumado.
—Creo que va a funcionar estupendamente —dijo. Jessie lo recordaba muy bien, como asimismo recordaba, incluso con mayor claridad, lo que articuló a continuación—: Con éstas lo vamos a pasar en grande.
Con el recuerdo de aquel día aún vivo en la primera línea del cerebro, Jessie empezó de nuevo a tirar hacia abajo, al tiempo que trataba de contraer las manos lo suficiente para que se deslizasen fuera del aro de las esposas. El dolor hizo su aparición antes que las veces anteriores, empezando por manifestarse no sólo en las manos, sino también en los sobrecargados músculos de brazos y hombros. Apretó los párpados, aguantándolos con todas sus fuerzas como si tratara así de cerrar el paso al dolor.
Las manos se unieron al coro de aquel agravio y, cuando de nuevo se acercaba al límite externo del apalancamiento muscular y el acero de las esposas se clavó en la escasa carne que recubría el dorso de las manos, éstas comenzaron a chillar.
«El ligamento posterior», pensó Jessie. «El ligamento posterior, el ligamento posterior, ¡el cabronazo del ligamento posterior!»
Nada. No cede. Y empezó a recelar —a tener la fuerte sospecha— que aquello afectaba a algo más que a los ligamentos. Allí había huesos también, un par de miserables huesecillos que se extendían por los laterales externos de la mano, bajo la articulación inferior del pulgar, un par de indignos huesecillos que seguramente conseguirían que ella muriese.
Con un grito final en el que se mezclaban el dolor y la desilusión, Jessie dejó caer inertes las manos de nuevo. El agotamiento ponía temblores en sus hombros y en la parte alta de los brazos. Tanto trabajo para salir de aquellas esposas, sólo porque eran M-17, en lugar de F-23. La decepción era casi peor que el sufrimiento físico; era como pinchazos de ortigas venenosas.
«¡Mierda, joder!», vociferó al aire del vacío dormitorio. «¡Mierda, joder! ¡Mierdajoder!»
En alguna parte, por las proximidades del lago —bastante más lejos que el día anterior, a juzgar por el ruido—, la motosierra empezó a zumbar, lo que enfureció todavía más a Jessie. El individuo de ayer ha vuelto en busca de más madera. Algún pelagatos de tres al cuarto con us camisa de franela a cuadros rojos y blancos, de L. L. Beans’s, que jugaba a dárselas de Paul Dame Coba Bunyan, metiéndole caña a su rugiente McCullough mientras soñaba con meterse en la cama con su chavala al final de la jornada... o quizá soñaba con el fútbol americano, o sólo con unas cuantos tragos de algo helado en el bar del puerto deportivo. Jessie veía al fulano de la camisa de franela a cuadros con la misma claridad con que había visto a la chica del cepo y si lo hubiese podido matar sólo con el pensamiento, la cabeza del sujeto habría saltado hecha pedazos en aquel mismo instante.
«¡No es justo!», aulló. «¡No es j...!»
Una especie de seco calambre le atenazó la garganta y se quedó silenciosa, entre muecas de miedo. Había notado las duras astillas de hueso que le impidieron salirse de las esposas —¡oh, Dios, claro que sí!—
aunque había estado muy cerca de lograrlo, a pesar de todo. Ahí residía el auténtico origen de su amargura... no en el dolor y, desde luego, tampoco en el para ella invisible leñador con su escandalosa sierra de cadena. Se daba perfecta cuenta de que estuvo muy cerca, pero no lo bastante. Podía seguir rechinando los dientes y resistiendo el dolor, pero ya había dejado de creer que eso le sirviera de algo.
Aquella distancia entre el medio centímetro y el centímetro y cuarto iba a continuar estando zumbonamente fuera de su alcance.
Lo único que conseguiría, si continuase tirando, sería un edema y la hinchazón de las muñecas, y empeorar su situación en vez de mejorarla.
—Y no me digas que soy admirable, que no se te ocurra —dijo con voz susurrante y regañona—. No quiero oír una palabra en ese sentido.
«Tienes que liberarte de ellas cueste lo que cueste», murmuró la joven. «Porque él —eso, lo que sea— va a volver de verdad. Esta noche. Cuando se haya puesto el sol.»
—No lo creo —rezongó Jessie—. No creo que ese hombre sea real. No me importa lo de la pisada y el pendiente. No lo creo.
«Sí que lo crees.»
«¡No, no lo creo!»
«Sí, lo crees.»
Jessie dejó caer la cabeza a un lado, su cabellera descendió hasta casi llegar al colchón, sus labios temblaron ignominiosamente.
Sí, lo creía.
26
Volvió a caer de nuevo en el sopor, pese al recrudecido tormento de la sed y el dolor de los brazos. Se daba cuenta de que dormir era peligroso —que sus fuerzas decaerían mientras estuviera entregada al sueño—, pero en realidad, ¿qué más daba? Había explorado todas las opciones y seguía siendo la Novia Esposada de América. Además, deseaba aquel preciado olvido... mejor dicho, lo anhelaba como el drogadicto anhela su dosis. Y entonces, a punto ya de dormirse, una idea que era al mismo tiempo sencilla y sorprendentemente directa se encendió como una llamarada en su confuso y extraviado cerebro.
La crema facial. El tarro de crema para la cara que estaba en el estante de encima de la cama.
«No te animes demasiado, Jessie... concebir falsas esperanzas sería un grave error. Si no acaba estrellándose contra el suelo cuando inclines el estante, lo más probable es que se deslice hasta un punto donde no tendrás la más infernalmente remota posibilidad de echarle el guante. Así que no des alas a tu esperanza.»
La cuestión era que le resultaba imposible no darle alas, porque si la crema facial seguía allí y continuaba en un punto donde pudiera cogerla, sin duda le proporcionaría lubricante suficiente para liberar una mano. Tal vez las dos, aunque Jessie no creía que fuese necesario. Si lograra desprenderse de una de las esposas, estaría en condiciones de bajar de la cama, y si consiguiera abandonar la cama, consideraba que el resto era cosa hecha.
«Era simplemente uno de esos pequeños tarros de plástico que envían por correo, como muestra, Jessie. Debe de haber ido a parar al suelo.»
Pero no había ido a parar al suelo. Cuando Jessie volvió la cabeza hacia la izquierda, alargándola todo lo que podía sin que se le descoyuntara el cuello, vislumbró un borrón azul oscuro en el borde más distante de su campo visual.
«No está realmente allí», susurró la parte más odiosa y derrotista de Jessie. «Crees que está allí, cosa perfectamente comprensible, pero lo cierto es que no está. Sólo es una alucinación, Jessie, no haces más que ver lo que la inmensa mayor parte de tu cerebro quiere ver, lo que le ordenas que vea. Pero yo no lo veo; yo soy realista.»
Volvió a mirar, estirando el cuello una milésima más hacia la izquierda a pesar del dolor. La mancha azul no sólo no desapareció, sino que se hizo momentáneamente más visible. Era el tarro de muestra, en efecto. En el lado de la cama de Jessie había una lámpara de lectura, que no se había deslizado hasta el suelo cuando inclinó el estante porque su base estaba fija a la madera. Un ejemplar en rústica de El valle de los caballos, abandonado en el anaquel desde mediados de julio, había resbalado hasta tropezar con el pie de la lámpara, y el tarro de crema Nivea se encontraba apoyado contra el libro. Jessie pensó que a lo mejor era posible que salvara la vida gracias a una lámpara de lectura y a un grupo de personajes imaginarios de la época de las cavernas que atendían por nombre como Ayla, Oda, Uba y Thonolan. Resultaba más que asombroso; era surrealista.
«Aunque esté ahí, nunca podrás alcanzarlo», le dijo la atrabiliaria voz de mal agüero, pero Jessie apenas la oyó. La cuestión era, pensó, que podría coger el tarro. Estaba casi segura de ello.
Revolvió la mano izquierda dentro del grillete y fue alargando el brazo hacia el estante, con infinito cuidado. No podía cometer ahora un error, empujar el tarro de Nivea y dejarlo fuera de su alcance o volcarlo contra la pared. Que supiese, había un resquicio entre el estante y la pared, un hueco por el que fácilmente podía colarse un pequeño tarro de muestra. Y si ocurriera tal cosa, Jessie tenía la absoluta certeza de que todo su ánimo se vendría abajo. Sí. Oiría el ruido del tarro al chocar contra el piso y entonces se le caería... bueno, se le caería el alma a los pies. De modo que tenía que ser cuidadosa. Y si lo era, puede que todo saliese bien. Porque...
«Porque quizá Dios existe», pensó, «y Él no quiere que muera aquí, en esta cama, como un animal cogido en el cepo de una trampa. Es razonable, cuando una se detiene a pensarlo. Cogí ese tarro de encima del anaquel cuando el perro le tiró las primeras dentelladas a Gerald y luego vi que era demasiado pequeño y demasiado ligero para que le causara daño alguno, incluso aunque el tiro fuese certero. En tales circunstancias —asqueada, confusa y aterrorizada—, lo más natural del mundo habría sido dejarlo caer y tantear por el estante, en busca de algo más pesado. Pero, no lo solté, sino que volví a posarlo en el anaquel. ¿Por qué iba a hacer yo o cualquier otra persona una cosa tan ilógica? Dios, ahí está el por qué. Es la única respuesta que se me ocurre, la única que encaja. Dios evitó que desechara el tarro, porque Él sabía que yo iba a necesitarlo.»
Deslizó suavemente la mano esposada por la madera, intentando transformar sus dedos extendidos en una antena parabólica de radar. No cabían los descuidos. Comprendía que, dejando aparte cuestiones como Dios, el destino o la providencia, aquélla sería casi con toda certeza la mejor oportunidad para todos, la mejor y la última. Y cuando sus dedos rozaban la lisa y curvada superficie del tarro, un fragmento de blues acudió a su mente, una cancioncilla compuesta probablemente por Woody Guthrie. La primera vez que la oyó, en su época de instituto, la interpretaba Tom Rush:
Si quieres ir al cielo
te diré cómo puedes hacerlo
has de engrasarte los pies
con el sebo de un cordero
Escúrrete de entre las manos del diablo
y rezúmate en la Tierra Prometida;
tranquilo, untuoso.
Cerró los dedos alrededor del tarro, sin hacer caso del enmohecido tirón de los músculos del hombro y realizando todos los movimientos despacio, con cuidado mimoso, para ir atrayendo hacia sí el recipiente, poco a poco. Comprendió entonces lo que sentían los ladrones de cajas de caudales cuando empleaban nitroglicerina. «Tranquila», pensó, «untuosa». ¿Se habían pronunciado alguna vez palabras más verídicas en toda la historia del mundo?
—«No lo creeeeo, querida», articuló con su voz más gangosa estilo Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc. No se oyó a sí misma, ni siquiera se dio cuenta de que había hablado.
Sentía el bendito bálsamo del alivio infiltrándose en ella; era tan estupendo como el primer trago de agua fresca que iba a derramar sobre aquel alambre afilado que tenía embutido en la garganta. Iba a escurrirse de entre las manos del diablo y a rezumarse en la Tierra Prometida; de ello no cabía absolutamente la menor duda. Es decir, siempre y cuando se rezumara con sumo cuidado. La habían sometido a prueba; la habían templado a fuego; ahora iba a recoger el premio. Fue una estúpida al dudar.
«Me parece que sería mejor que dejases de pensar así», aconsejó la Santa Esposa en tono preocupado. «Propiciará tu negligencia y tengo la impresión de que son escasas las personas negligentes que alguna vez consiguieron escurrirse de entre las manos del diablo.»
Seguramente eso era verdad, pero Jessie no tenía la más ligera intención de ser negligente. Se había pasado las últimas veinticuatro horas en el infierno y nadie sabía mejor que ella cuánto costaba recorrerlo. Nadie podría saberlo, nunca jamás.
—Tendré cuidado —canturreó Jessie—. Creo que tantearé el terreno paso a paso. Prometo que lo haré. Y luego... seré...
¿Qué sería?
Pues sería untuosa, claro. No sólo hasta que se liberase de las esposas, sino en adelante. De súbito, Jessie se encontró dirigiéndose nuevamente a Dios, y esta vez le habló con fluida soltura.
«Quiero hacerte una promesa», le dijo a Dios. «Te prometo que voy a rezumar de verdad. Empezaré con una limpieza general del interior de mi cabeza y tiraré todas las cosas rotas y todos los juguetes que se me quedaron pequeños a lo largo de mi vida... todo lo que no hace más que ocupar espacio y contribuir a aumentar el peligro de incendio, en otras palabras. Puedo llamar a Nora Callighan y preguntarle si desea ayudarme. Creo que también podría llamar a Carol Symonds... Carol Rittenhouse, hoy en día, naturalmente. Si hay alguien de nuestra antigua panda que sabe dónde está Ruth Neary, ese alguien es Carol. Escúchame, Señor..., ignoro si alguien ha llegado a la Tierra Prometida o si no lo ha conseguido nadie, pero te prometo seguir engrasada y continuar intentándolo. ¿Vale?»
Y Jessie vio (casi como si recibiera una respuesta aprobadora a su oración) exactamente cómo se suponía que iba a desarrollarse la maniobra. Llegar a la parte superior del tarro sería lo más difícil; requeriría paciencia y esmero, pero el extraordinariamente reducido tamaño del envase facilitaría las cosas. Se trataba de asentar la base del tarro en la palma de la mano izquierda; sujetar la parte superior con los dedos; valerse del pulgar para desenroscar la tapa. Ayudaría el que la tapadera no estuviese apretada, pero, en cualquier caso, Jessie estaba segura de que conseguiría abrir el tarro.
«Tienes toda la maldita razón del mundo, tesoro, quitarás la tapa», pensó Jessie torvamente.
El instante más peligroso llegaría probablemente cuando la tapadera empezara a girar. Si eso ocurría bruscamente y ella no estaba preparada, el tarro podría escapársele de la mano. Jessie dejó escapar una ronca risita.
—Ni soñarlo —dijo al aire del vacío dormitorio—. Es que ni por lo más remoto, querida.
Jessie sostuvo el tarro y lo contempló con fijeza. Era difícil atravesar con la vista el traslúcido plástico azul, pero el recipiente parecía estar medio lleno, tal vez un poco más. Cuando quitara la tapa, sólo tendría que inclinar el tarro en la mano y dejar que la viscosa sustancia fuese cayéndole en la palma. Una vez tuviese allí toda la que pudiese retener, volvería a poner el tarro en vertical y dejaría que la crema se le derramara por la muñeca. Gran parte del cosmético se quedaría entre la carne y el acero del grillete. La esparciría girando la mano en un sentido y en otro. De todas formas, conocía ya la localización de los puntos vitales: la zona situada debajo del pulgar. Y cuando estuviera todo lo untuosa que le fuera posible ponerla, entonces daría un último tirón, firme y sostenido. Cortaría el paso al dolor y seguiría tirando hasta lograr que la mano se encontrar libre por fin, por fin libre, Gran Dios Todopoderoso, por fin libre. Podría conseguirlo.
Sabía que iba a poder lograrlo.
—Pero con cuidado —murmuró, al tiempo que apoyaba la base del tarro en la palma de la mano y aplicaba, espaciadamente, las yemas de los dedos y el pulgar en torno a la tapadera.
Y...
—¡Está floja! —gritó con voz ronca y temblorosa—. ¡Oh, Dios mío, está verdaderamente suelta!
Le costaba trabajo creerlo —y la agorera sepultada en las profundidades de su interior se negaba a hacerlo—, pero era cierto. Al apretar con la punta de los dedos suavemente, tanteándola de arriba abajo, notó que la tapadera tenía un poco de juego sobre su ranura en espirar.
«Con tiento, Jess... ah, ten mucho cuidado. Hazlo tal como lo viste.»
Sí. Mentalmente, ahora veía algo más: se veía a sí misma en su escritorio de Portland, luciendo su mejor vestido negro, aquel de falda corta, a la última moda, que se regaló la primavera pasada como premio por haberse ceñido estrictamente a la dieta y perder cuatro kilos y medio. Se acababa de lavar la cabeza y le olía el cabello a un agradable champú a la hierba, en vez de apestar a sudor agrio, y lo llevaba sujeto con un simple broche de oro. Los placenteros rayos de sol de la tarde que irrumpían por los miradores inundaban la superficie de la mesa. Jessie se vio a sí misma en el acto de escribir una carta a The Nivea Corporation of America, o a quienquiera que fabricase la crema facial Nivea.
«Estimados señores:», empezaría, «Me complace informarles de que su producto es un salvavidas realmente...»
Cuando el pulgar se aplicó a la tarea de darle vueltas a la tapadera, ésta giró con suave uniformidad, sin la más leve sacudida. Todo de acuerdo con el plan. «Como en un sueño», pensó. «Gracias, Dios mío. Gracias. Muchas, muchas, muchas gra...»
Un inesperado movimiento captó la atención del rabillo del ojo de Jessie, cuya primera idea no fue que alguien se presentaba allí para salvarla, sino que el vaquero del espacio llegaba anticipadamente para llevársela antes de que pudiera soltarse de las esposas. Jessie profirió un chillido agudo y sobresaltado. Su mirada abandonó de golpe el tarro sobre el que proyectaba toda su intensa atención. Sus dedos apretaron el envase de crema en un involuntario espasmo de miedo y sorpresa.
Era el perro. Había vuelto para tomar un tentempié de última hora de la mañana y estaba quieto en el umbral, sin atreverse a entrar hasta haber revisado la alcoba. En el mismo instante en que Jessie comprendió todo eso, se dio cuenta también de que había apretado con excesiva fuerza el pequeño tarro azul. Resbalaba entre sus dedos como una uva recién pelada.
«¡No!»
Trató de retenerlo y a punto estuvo de volver a sujetarlo. Pero, al final, el tarro se le escapó de la mano, chocó contra su cadera y fue a rebotar en el suelo. Se oyó un estúpido y blando chasquido cuando el envase de plástico topó contra la madera del piso. Era el mismo ruido que, menos de tres minutos antes, Jessie creía que la habría vuelto loca. Pero no fue así, y ahora descubrió un terror más flamante y profundo: a pesar de todo lo que le había ocurrido, estaba aún muy lejos de la demencia. Le pareció que, fueran cuales fuesen los horrores que pudieran estar aguardándola después de que se hubiese cerrado a cal y canto aquella última puerta de escape, debía afrontarlos completamente cuerda.
—¿Por qué tienes que venir ahora, hijoputa? —preguntó al antiguo Príncipe, y algo en el mortífero tono de aquella voz chirriante indujo al perro a hacer una pausa y a mirar a la mujer con una cautela que los gritos y amenazas anteriores no lograron inspirarle—. ¿Por qué precisamente ahora, maldito de Dios? ¿Por qué ahora?
El perro vagabundo dedujo que el amo hembra era probablemente tan inofensivo como antes, a pesar de los filos cortantes que centelleaban ahora en su voz, pero no le quitó ojo de encima mientras trotaba rumbo a su provisión de carne. Valía más mantenerse a salvo. Le había costado muchos sufrimientos aprender aquella simple lección y no iba a olvidarla así como así, y mucho menos tan pronto... siempre era mejor tomar las precauciones debidas para sentirse seguro.
Sus brillantes ojos desesperados dirigieron una última mirada a la mujer, antes de agachar la cabeza, hincar el diente a uno de los michelines de Gerald y desgarrar un buen trozo de carne y grasa. Presenciar aquello era espantoso, pero para Jessie no fue lo peor. Lo peor fue la nube de moscas que remontó el vuelo desde aquel punto que era nido y centro de abastecimiento para ellas, cuando el perro vagabundo apretó las mandíbulas y dio su tirón. El zumbido soñoliento culminó la tarea de demolición de cierta parte vital, orientada hacia la supervivencia, cierta parte relacionada directamente con la esperanza y el valor.
El perro retrocedió con la primorosa delicadeza de una bailarina de película musical, erizada su oreja buena, colgando de sus mandíbulas la carne que acababa de arrancar. Luego dio media vuelta y salió velozmente del dormitorio. Las moscas volvieron a sus operaciones de reasentamiento incluso antes de que el chucho se perdiera de vista. Jessie apoyó de nuevo la cabeza en las tablas de caoba y cerró los ojos. Empezó otra vez a rezar, pero en esa ocasión no pidió que se le permitiera escapar. En esa ocasión rogó a Dios que se la llevara rápida y misericordiosamente antes de que se pusiera el sol y volviese el extraño de la cara blanca.
27
Las siguientes cuatro horas fueron las peores que pasó Jessie Burlingame en toda su vida. Los calambres de los músculos fueron aumentando progresivamente en frecuencia e intensidad, pero el dolor intramuscular no fue el culpable de que resultaran tan terribles comprendidas entre las once de la mañana y las tres de la tarde; la culpa la tuvo la obstinada y pavorosa negativa de su cerebro a renunciar a mantenerse lúcido y aventurarse en la oscuridad. Durante el bachillerato había leído el relato de Poe, El corazón delator, pero hasta aquel momento no comprendió el verdadero horror de sus frases iniciales: «¡Nervioso! Es cierto que estoy y que he estado muy nervioso, pero ¿por qué dirás que estoy loco?»
La locura constituiría un alivio, pero la locura no se presentaría. Ni el sueño. La muerte podía batir a los dos y, desde luego, la oscuridad también. A ella sólo le era posible seguir tendida en la cama, sumida en la insulsa existencia de una realidad de color pardooliva, rasgada de vez en cuando por estridentes ramalazos de dolor cuando los calambres se ensañaban con sus músculos. Los calambres tenían su importancia, lo mismo que su espantosa y cargante cordura, pero poca cosa más parecía tenerla... ciertamente, el mundo situado fuera de aquella habitación ya no tenía significado alguno para ella. En realidad, Jessie albergaba la firme creencia de que no había mundo alguno fuera de aquel dormitorio, de que todos los habitantes que otrora llenaron el planeta volvieron a alguna centrar de reparto de papeles existencialista y todos los paisajes se embalaron y devolvieron como el atrezo de un grupo teatral tras las representaciones de una producción dramática universitaria.
El tiempo era un mar congelado por el que la consciencia de Jessie avanzaba dando tumbos como un desgarbado buque rompehielos carente de gracia. Las voces iban y venían como fantasmas. Casi todas hablaban desde el interior de su cabeza, pero en algunos momentos la de Nora Callighan se dirigió a ella desde el cuarto de baño y, en otro instante, Jessie mantuvo una conversación con su madre, que parecía estar al acecho en el pasillo. La madre había ido para comunicarle que ella, Jessie, nunca se habría visto metida en un compromiso como aquél de haber elegido su vestuario con mejor gusto. «Si tuviese una moneda de diez centavos por cada pifia que he arreglado», decía la madre, «podría comprar la fábrica de gas de Cleveland». Había sido una de las expresiones favoritas de Sally Mahout, y Jessie cayó ahora en la cuenta de que ninguno de ellos le preguntó nunca por qué deseaba comprar la fábrica de gas de Cleveland.
Reanudó lánguidamente el ejercicio anterior, moviendo las piernas como si pedaleara y subiendo y bajando los brazos todo lo que le permitían las esposas —y sus propias fuerzas desfallecientes—, como si bombeara. Ya no lo hacía con el fin de tener el cuerpo a punto para escapar en cuanto se le ocurriese por fin la alternativa salvadora, puesto que había comprendido definitivamente, en el fondo de su corazón y en el de su cerebro, que no quedaba opción alguna. Seguía con el ejercicio sólo porque el movimiento aliviaba un poco los calambres.
A pesar del esfuerzo, sentía deslizarse el frío por las manos y los pies: primero se asentaba sobre la piel como una espuma de hielo y después se iba filtrando. Aquello no se parecía en nada a la sensación de duermevela rezagada con la que se había despertado por la mañana; se asemejaba más a la congelación que sufrió una larguísima tarde de esquí de fondo, campo a través, durante una prueba que corrió en su adolescencia: siniestras manchas grisáceas en el dorso de una mano y en la carne de la pantorrilla que las medias de lana no llegaban a cubrir del todo, puntos muertos que parecían incapaces de reaccionar positivamente al calor del fuego de la chimenea. Supuso que aquel entumecimiento acabaría por imponerse a los calambres y que, al final, tendría una muerte piadosa, después de todo —como la que tendría en una ladera frecuentada por los aludes—, pero la muerte avanzaba con excesiva lentitud.
Transcurría el tiempo, pero no era tiempo; se trataba sólo de un incesante, invariable flujo de información que pasaba de sus insomnes sentidos a su aterradoramente lúcido cerebro. Sólo quedaba el dormitorio, el paisaje exterior (las últimas piezas de atrezo que aún le quedan por embalar al encargado de material de esta obra dramática de mierda), el zumbido de las moscas que convierten a Gerald en una incubadora de insectos de final de temporada y el moroso desplazamiento de las sombras por el piso a medida que el sol cruza el cielo pintado de otoño. De vez en cuando, todavía, un calambre se le hunde en la axila como un punzón de hielo o le introduce un grueso clavo de acero en el costado derecho. Mientras la tarde se consume interminablemente, los calambres cambian de objetivo y empiezan a llegarle al estómago, donde han cesado las punzadas del hambre, y a los supertensos tendones del diafragma. Estos últimos eran los peores: congelaban la cobertura de los músculos del pecho y comprimían los pulmones. Alzó la vista hacia las ondulaciones acuáticas que se reflejaban en el techo y las contempló con agónicos ojos saltones. Le temblaban los brazos y las piernas a causa del esfuerzo que tenía que hacer para seguir respirando, en tanto disminuía la intensidad de los calambres. Era como verse enterrada hasta el cuello en húmedo cemento fresco.
El hambre pasó, pero la sed no, y mientras aquel día infinito giraba a su alrededor, Jessie llegó a comprender que la simple sed (sólo eso y nada más) podía conseguir lo que hasta entonces no habían logrado ni los cada vez más altos niveles de dolor ni la circunstancia de que la muerte se le acercara: que se volviera loca. Ahora no se trataba sólo de la garganta y la boca; todas las partes de su cuerpo gritaban pidiendo agua. Hasta los globos oculares tenían sed, y ver el baile de las ondulaciones reflejado en el techo, a la izquierda de la claraboya, arrancó a Jessie un suave gemido.
Con aquellos peligros reales cercándola, el terror que le inspiraba el vaquero del espacio debería haber menguado o desaparecido por completo, pero mientras avanzaba la tarde Jessie fue comprobando que el peso específico del extraño en la cara blanca aumentaba en vez de disminuir. Veía constantemente su forma, erguida un poco más allá del pequeño círculo de luz que rodeaba su reducida consciencia, y aunque apenas podía distinguir algo más que la figura (flaca hasta el límite de lo esquelético), comprobó que le era posible ver, cada vez con mayor claridad, según el sol acarreaba su escala de horas rumbo al oeste, la hundida y macilenta sonrisa que curvaba la boca de aquel ser. Resonó en el oído de Jessie el polvoriento murmullo de los huesos y las joyas que las manos revolvieron dentro del anticuado maletín.
Volvería a por ella. Cuando oscureciese, volvería. El vaquero muerto, el forastero, el espectro del amor.
«Lo viste, Jessie. Era la Muerte, y lo viste, como suelen verlo las personas que mueren en lugares solitarios. Claro que lo ven; queda estampado en sus contraídos rostros y se puede leer en sus ojos saltones. Era el Viejo Vaquero de la Muerte, y esta noche, cuando se ponga el sol, volverá a buscarte.»
Poco después de las tres de la tarde, el viento, en calma durante todo el día, empezó a levantarse. La puerta de atrás reanudó su inquieto batir contra el marco. Al cabo de un momento, la motosierra dejó de urgir y Jessie pudo escuchar el tenue rumor que producían las pequeñas olas del lago al agitarse impulsadas por el viento, y chocar contra las rocas de la orilla. El somorgujo no alzó la voz; tal vez había decidido que ya era hora de emprender el vuelo hacia el sur o, al menos de mudarse a una parte del lago a la que no llegasen los chillidos de aquella gritona señora.
«Ahora sólo estoy yo. Hasta que llegue el otro, por lo menos.»
No hizo ningún esfuerzo más para convencerse de que su oscuro visitante era sólo producto de la imaginación; las cosas habían ido demasiado lejos para creerlo.
Un nuevo calambre le hundió sus largos y afilados dientes en la axila izquierda, y los agrietados labios de Jessie se recogieron en una mueca. Fue como si le hurgasen el corazón con la punta de una tenazas de barbacoa. Luego, los músculos de debajo de los pechos se pusieron rígidos y el haz de nervios del plexo solar se encendió como un montón de leña seca. Aquél era un dolor nuevo... e inmenso: mucho peor de cuantos había sufrido hasta entonces. Se dobló hacia atrás como una rama verde, contorsionó el tronco a un lado y a otro, abrió y cerró de golpe las rodillas. El pelo se disparó en mechones y en grumos. Intentó gritar, pero no pudo. Durante unos minutos tuvo la seguridad de que ya estaba, de que ya había llegado al final del camino. Una última convulsión, tan poderosa como seis cartuchos de dinamita plantados en una repisa granítica, y adiós, Jessie; la caja está a la derecha.
Pero aquel calambre también pasó.
Se relajó poco a poco, jadeante, con la cara vuelta hacia el techo. De momento, por fin, los reflejos danzantes no le atormentaron; toda su concentración se proyectaba sobre el ardiente manojo de nervios situado justo entre ambos pechos, debajo de ellos, mientras esperaba un poco a ver si el dolor estaba dispuesto a desaparecer definitivamente o si volvería a llamear de nuevo. Se fue... pero de mala gana, con la promesa de que no iba a tardar mucho en presentarse de nuevo. Jessie cerró los ojos y rezó para que acudiera el sueño. En aquel punto acogería encantada cualquier alivio, por breve que fuera, en la larga y agotadora tarea de morirse.
El sueño no apareció, pero sí lo hizo Punkin, la chica del cepo. Ahora estaba libre como un pájaro, provocación sexual o no provocación sexual, caminaba descalza a través del ejido de la aldea puritana en la que residía, fuera cual fuese, y estaba esplendorosamente sola... no hacía falta que anduviera con los ojos recatadamente fijos en el suelo para que cualquier muchacho que se cruzara con ella no captarse su mirada con un guiño o una sonrisa. La hierba era de un aterciopelado color verde oscuro y a lo lejos, en la cumbre de la siguiente colina (Jessie pensó: «Éste es el pasto comunal más extenso del mundo») pacía un rebaño de ovejas. La campana que Jessie había oído antes continuaba enviando sus repiques monótonos y uniformes a través de un crepúsculo que se oscurecía por momentos.
Punkin llevaba una camisa de dormir con un enorme signo de admiración amarillo en la pechera... una prenda difícilmente puritana, aunque indudablemente era bastante pudibunda: cubría el cuerpo desde el cuello hasta los pies. Jessie conocía muy bien aquel camisón y le encantó volver a verlo. Entre los diez y los doce años, cuando por fin la convencieron para que renunciase a aquella prenda y la cediese al cesto de los trapos viejos, debió de llevar aquella tontería a unas dos docenas de fiestas de pernocta.
La cabellera de Punkin, que ocultaba totalmente su rostro mientras el cepo la obligó a mantener baja la cabeza, ahora estaba recogida en la nuca, atada con un lazo de terciopelo del más oscuro tono azul medianoche. La chica tenía un aspecto precioso y parecía enormemente feliz, lo que a Jessie no le sorprendió nada. Al fin y al cabo, había conseguido escapar de su cautiverio; era libre. Jessie no sintió envidia, sino que le asaltó el deseo —la urgente necesidad, más bien— de decir a la niña que debía algo más que limitarse a disfrutar simplemente de su libertad; que debía atesorarla, cuidarla y utilizarla.
«Me dormí, después de todo. Sin duda me dormí, porque esto tiene que ser un sueño.»
Otro calambre, éste no tan terrible como el que incendió su plexo solar, le paralizó los músculos del muslo derecho y dejó el pie oscilando tontamente en el aire. Abrió los párpados y observó el dormitorio, donde la claridad era alargada y oblicua una vez más. No llegaba a lo que los franceses denominan l’heure bleu, pero esa hora se acercaba rápidamente. Oyó el tableteo de la puerta trasera, percibió el olor a sudor y a orina, así como el hedor agrio de su exhausto aliento. Todo seguía tal como estaba antes. El tiempo avanzaba, pero no había dado ningún salto hacia adelante, como a menudo parece que ha hecho cuando una se despierta después de una cabezadita inopinada. Pensó que tenía los brazos un poco más fríos, pero aproximadamente lo mismo de entumecidos que antes. No se había quedado dormida, ni había soñado... pero sí había estado haciendo algo.
«Puedo repetirlo», pensó, y cerró los ojos. Se encontró nuevamente en el enorme prado comunal de un momento antes. La niña con el gran punto de admiración amarillo destacando entre sus pechos menudos la contemplaba con aire grave y dulce.
«Hay algo que no has intentado, Jessie.»
«Eso no es verdad», le dijo a Punkin. «Lo he intentado todo, créeme. Y, ¿sabes una cosa? Me parece que, de no habérseme caído de las manos ese maldito tarro de crema facial cuando el perro me asustó, es muy posible que hubiera logrado escurrirme del grillete izquierdo. Fue una verdadera mala suerte que el chucho entrara así. O acaso mal karma. Sea como fuere, algo malo.»
La chica se fue acercando. Susurraba la hierba bajo sus pies descalzos.
«El grillete izquierdo, Jessie. De que puedes escurrirte es del derecho. Es una posibilidad remota, te lo concedo, pero no deja de ser una posibilidad. Ahora, la verdadera cuestión, creo, consiste en si deseas realmente vivir.»
«¡Naturalmente que quiero vivir!»
Aún más cerca. Aquellos ojos —un color humo que trataba de ser azul pero que no lo conseguía del todo— parecían atravesarle la piel y llegarle al corazón.
«¿De verdad? Tengo mis dudas.»
«¿Es que estás loca? ¿Crees que quiero seguir aquí, esposada a esta cama, cuando...?»
Los ojos de Jessie —que al cabo de tantos años seguían tratando de ser azules y aún no lo habían conseguido— se abrieron otra vez, despacio. Lanzaron una mirada por el cuarto, con expresión de aterrada solemnidad. Vio a su esposo, tendido ahora en el suelo, con el cuerpo contorsionado en una postura imposible y las pupilas fijas en el techo.
—No quiero continuar esposada a esta cama cuando oscurezca y el hombre del estuche vuelva —dijo a la vacía habitación.
«Cierra los ojos, Jessie.»
Los cerró. Punkin estaba allí, con su viejo camisón de franela, mirándola con calma, y Jessie pudo ver bien a la otra: la chica gruesa y llena de espinillas. La gorda no había tenido tanta suerte como Punkin; no pudo escapar, so pena de que, en determinados casos, la muerte fuese una escapatoria en sí misma... hipótesis que Jessie había llegado a aceptar voluntariamente. A la chica gorda la habían estrangulado o murió a causa de algún ataque. Su rostro tenía ese color negro purpúreo de los nubarrones tormentosos de verano. Un ojo estaba fuera de la órbita, el otro parecía reventado como una uva exprimida. La lengua le asomaba entre los labios, ensangrentada en la punta, donde los dientes la mordieron en repetidas ocasiones.
Jessie se estremeció, al tiempo que se volvía hacia Punkin.
«No quiero acabar así. Aunque no sea trigo limpio y haya algo malo en mí, no quiero acabar de esa manera. ¿Cómo te liberaste tú»
«Me escurrí», replicó Punkin al instante. «Me escurría de entre las manos del diablo; me rezumé en la Tierra Prometida.»
A través de su agotamiento, Jessie sintió un ramalazo de cólera.
«No has oído una palabra de lo que he dicho, ¿eh? ¡se me escapó de la mano el maldito tarro de Nivea! ¡Entró de pronto el perro, me dio un susto y lo solté! ¿Cómo voy a...?»
«También me acuerdo yo del eclipse», dijo Punkin bruscamente, con el aire de una persona a la que pone nerviosa alguna fórmula social, compleja y carente de sentido; me saludas, te hago una reverencia, juntamos las manos. «Así es como me liberé de verdad; recuerdo el eclipse y lo que sucedió en el porche mientras se producía el eclipse. Y tú también lo recordarás. Creo que es la única posibilidad que tienes de liberarte. No puedes seguir huyendo, Jessie. Tienes que revolverte y plantar cara a la verdad.»
¿Otra vez eso? ¿Eso y nada más que eso? Una insondable oleada de cansancio y decepción se abatió sobre Jessie. Nada en absoluto.
«No lo entiendes», le dijo a Punkin. «Ya hemos recorrido antes este camino... hasta el final. Sí, supongo que es posible que lo que me hizo entonces mi padre tenga algo que ver con lo que me ocurre ahora, supongo que, por lo menos, cabe esa posibilidad, pero, ¿por qué sufrir otra vez ese dolor, cuando aún me queda tanto por soportar antes de que Dios se canse de torturarme y decida por fin bajar las persianas?»
No obtuvo respuesta. La niña del camisón azul, la chiquita que en otro tiempo había sido Jessie, acababa de desaparecer. Detrás de los párpados de Jessie sólo quedaba ahora oscuridad, una oscuridad semejante a la de la pantalla de un cine, una vez concluida la película, así que Jessie volvió a abrir los ojos y echó una larga mirada a la habitación en la que iba a morir. Sus ojos fueron de la puerta del cuarto de baño al cuadro de la mariposa estampada en batik, luego pasaron al tocador, para acabar en el cadáver del esposo, que yacía bajo la funesta capa de perezosas moscas otoñales.
—Déjalo, Jess. Vuelve al eclipse.
Abrió mucho los ojos. Las palabras sonaron verdaderamente reales... era una voz real que no procedía del cuarto de baño ni del pasillo ni del interior de su propio cerebro, sino que parecía destilar del mismo aire.
—¿Punkin? —Su voz resultaba un graznido. Intentó incorporarse un poco más, pero otro bárbaro calambre amenazó la región del diafragma y Jessie volvió a recostarse en la cabecera a la espera de que pasara—. Punkin, ¿eres tú? ¿Eres tú, querida?
Durante unos segundos creyó haber oído algo, le pareció que la voz había dicho algo más, pero, de haber ocurrido así, Jessie no pudo distinguir las palabras. Y luego el contacto se cortó del todo.
«Vuelve al eclipse, Jessie.»
—Allí no hay soluciones —murmuró—. No hay nada más que dolor, estupidez y...
¿Y qué? ¿Qué otra cosa?
«El viejo Adán.»
La frase brotó en su mente con absoluta naturalidad, sin duda reminiscencia de algún sermón escuchado de niña, cuando, aburrida, sentada entre sus padres, subía y bajaba las piernas para ver cómo se reflejaban en sus bien lustrados zapatos blancos de charol los rayos de sol que se filtraban por las multicolores vidrieras de la iglesia. Era sólo una frase que había captado y que quedó adherida a su subconsciente como si éste fuera papel matamoscas. «El viejo Adán»... Y tal vez eso era todo, así de sencillo. Un padre que, medio conscientemente, había arreglado las cosas para quedarse a solas con su guapa y vivaracha hijita, convencido durante todo el proceso de preparación de que «no tenía nada de malo, no se hacía ningún daño, ningún daño en absoluto». Después empezó el eclipse, y ella, con su vestido playero demasiado corto y demasiado justo —el vestido de playa que el propio padre le pidió que se pusiera— se sentó sobre las rodillas del hombre, y sucedió lo que había sucedido. Nada más que un breve intervalo salaz, que avergonzó y violentó a ambos. Él había proyectado su chorro —eso fue lo largo y lo corto del asunto (y si se escondía ahí un juego de palabras, a ella le importaba un cuerno)—; a decir verdad, lo disparó sobre la parte posterior de una prenda íntima de la niña... Decididamente, no era una conducta ejemplar para papás y decididamente tampoco era una situación que ella hubiera visto expuesta y explorada en La panda de Brady, pero...
«Pero hay que afrontarlo», pensó Jessie. «Salí bien librada, apenas un arañazo, en comparación con lo que podía haberme ocurrido... con lo que ocurre a diario. Tampoco es lo que sucede en sitios como Peyton Place o en La Ruta del tabaco. Mi padre no fue el primer hombre de clase media alta, con formación universitaria, al que se le empalmaba con su hija, y yo tampoco he sido la primera hija que se ha encontrado una mancha húmeda detrás de las bragas. Eso no quiere decir que estuviera bien, ni siquiera que fuese disculpable, sólo es decir que se ha acabado y que pudo haber sido muchísimo peor.»
Sí. Y olvidarlo todo en aquel preciso momento parecía una idea bastante mejor que volver a recordarlo, cualquiera que fuese la opinión de Punkin sobre el asunto. Valía más dejar que se disolviera en la oscuridad general que revivir otra vez el eclipse.
Aunque quedaba mucha agonía que sufrir en aquella fétida alcoba plagada de moscas.
Cerró los ojos y automáticamente el perfume de la colonia de su padre pareció ondular por el aire hacia la nariz de Jessie. Acompañado del ligero efluvio que despedía su nervioso sudor. Y del roce de aquella cosa dura contra las nalgas. El leve jadeo del hombre cuando ella se removió encima de sus rodillas, en busca de mayor comodidad. El contacto de la mano masculina cuando se le posó levemente sobre el pecho. La duda de si aquello estaría bien. La respiración de su padre se había acelerado de un modo... Marvin Gaye por la radio: «Mis amigos dicen a veces que la quiero demasiado, pero creo... creo... que a una mujer hay que amarla así...».
«¿Me quieres, Punkin?»
«Sí, claro que sí...»
«Entonces no te preocupes de nada. Nunca te haría daño.»
Ahora era la otra mano la que se deslizaba pierna arriba, empujando por delante la falda del vestido playero, que recogía sobre el regazo.
«Quiero...»
—«Quiero ser bueno contigo» —murmuró Jessie, al tiempo que cambiaba ligeramente de postura contra la cabecera. Su rostro estaba cetrino y tenso—. Eso fue lo que dijo. Cristo bendito, la verdad es que dijo eso.
«Todo el mundo sabe... en especial vosotras, las chicas... que hay amores amargos... pero es que el mío es doblemente aciago...»
«No estoy segura de seguir viendo el eclipse, papá. Tengo miedo de que me queme los ojos.»
«Dispones de otros veinte segundos. Por lo menos. Así que no te preocupes. Y no vuelvas la cabeza.»
Luego se produjo el chasquido de una goma elástica —la de su padre, no la de ella—, cuando el soltó su viejo Adán.
Desafiando la posibilidad de adelantar la deshidratación, una lágrima solitaria brotó del ojo izquierdo de Jessie y descendió lentamente por la mejilla.
—Estoy en ello —dijo con voz ronca y sofocada—. Estoy recordando. Espero que esto te haga feliz.
«Sí», respondió Punkin, y aunque Jessie no podía verla, sí notó la extraña y dulce mirada de Punkin sobre ella. «Pero has ido demasiado lejos. Ven un poco más acá. Sólo un poco.»
Una enorme sensación de alivio anegó a Jessie al comprender que lo que Punkin quería que recordase era algo que no había ocurrido ni durante ni después de las insinuaciones sexuales de su padre, sino antes de que éstas se produjeran... si bien no mucho antes.
«Entonces, ¿por qué tengo que rememorar el resto de ese espantoso viejo asunto?»
Supuso que la respuesta era bastante evidente. Tanto si tenía una sardina como si tenía veinte, no había más remedio que abrir la lata y mirarlas; una tenía que oler aquel nauseabundo hedor a pescado. Y, además, una historia tan antigua no iba a matarla. Las esposas que la ligaban a la cama sí que podían acabar con su vida, pero no aquellos viejos recuerdos, por penosos que fueran. Ya era hora de dejar las quejas y los gemidos. Ya era hora de buscar lo que Punkin dijo que debía encontrar.
«Vuelve al momento en que empezó a tocarte de aquella otra manera... de la mala manera. Para empezar, vuelve a la razón por la que estabas allí. Vuelve al eclipse.»
Jessie cerró los ojos con más fuerza y retrocedió mentalmente.
28
«¿Punkin? ¿Te ocurre algo?»
«No, pero... asusta un poco, ¿verdad?»
Ahora que no tiene que mirar por la caja reflectora sabe que está pasando algo; el día se oscurece como cuando una nube oculta el sol. Pero esto no esto no es ninguna nube; la oscuridad se ha desenmarañado y las nubes que hay están en los confines del este.
«Sí», pronuncia él, y, al mirarle, comprende lo que trata de decirle y se siente extraordinariamente aliviada. «¿Quieres sentarte en mis rodillas, Jess?»
«¿Puedo?»
«Faltaría más.»
Así que se sienta en su regazo, contenta de estar pegada a él y de percibir su agradable olor —el olor de papá—, mientras el día sigue oscureciéndose. Se alegra sobre todo porque está un poco asustada, más de lo que imaginó que estaría. Le asusta principalmente el modo en que se desvanecen sus sombras sobre el porche. Nunca había visto apagarse así las sombras y tiene la certeza casi total de que tampoco volverá a verlo jamás. Esto es estupendo, piensa, y se aprieta más contra el hombre, contenta de volver a ser (al menos durante ese ligeramente encantado interludio) la Punkin de su padre, en vez de la simple Jessie de siempre, demasiado larguirucha, demasiado desgarbada... demasiado chirriante.
«¿Puedo mirar ya a través del cristal ahumado, papá?»
«Aún no.» Su mano, pesada y cálida, sobre la pierna. Jessie pone la suya encima, vuelve la cabeza y le sonríe.
«Es excitante, ¿no?»
«Sí. Sí lo es, Punkin. En realidad, bastante más de lo que habría imaginado.»
Jessie se remueve otra vez, tratando de encontrar un modo de coexistir con aquella parte dura de su padre sobre la que descansa ahora el culo de la chica. Tom Mahout deja escapar por encima del labio inferior una rápida y sibilante bocanada de aire.
«¿Papá? ¿Peso demasiado? ¿Te hago daño?»
«No. Nada de eso.»
«¿Puedo mirar ya por el cristal?»
El mundo ya ha dejado de tener ese aspecto que presenta cuando el Sol se zambulle en una nube; ahora parece como si hubiese llegado el crepúsculo en mitad de la tarde. Un escalofrío la estremece al oír al viejo búho ulular entre los árboles.
La voz de Debbie Reynolds se desvanece a través de la WNCH y la de Marvin Gaye no tardará en sustituir a la del pinchadiscos que ha entrado en antena.
«¡Mira el lago!», le dice su padre, y cuando Jessie lo hace, observa una extraña media luz que se desliza sobre un mundo mate, al que han sustraído todos los colores fuertes y sólo quedan mortecinos tonos pastel. Se estremece y le dice a su padre que es espeluznante; él le contesta que trate de no asustarse demasiado y que lo disfrute, consejo que Jessie analizará después cuidadosamente —demasiado cuidadosamente, quizá— por su doble sentido.
Y ahora...
«Papá. ¿Papá? Ha desaparecido. ¿Puedo...?»
«Sí. Ahora ya todo está bien. Pero cuando te diga que lo dejes, lo dejas. Sin discutir, ¿entendido?»
Le pasa tres cristales ahumados, pero antes le da una manopla. Se la entrega porque ha preparado los trozos de cristal cortándolos de una ventana del cobertizo y tiene muy poca confianza en su pericia como cortacristales. Y mientras baja la vista sobre la manopla en esta experiencia que es a la vez sueño y recuerdo, el cerebro de Jessie da un súbito salto hacia atrás, con la agilidad de un acróbata que ejecuta un volatín, y le oye decir:
«Lo último que me faltaría...»
29
—... es que tu madre volviera a casa y se encontrase una nota informándola...
Jessie abrió los ojos de golpe al pronunciar en voz alta hacia el aire del dormitorio, y lo primero que vio fue el vaso vacío: el vaso de agua de Gerald, todavía en el estante. Vertical, cerca del grillete que unía la muñeca a la columna de la cama. La muñeca izquierda, no la derecha.
«... una nota informándole de que he tenido que llevarte al servicio de Urgencias para que te reimplanten y te cosan un par de dedos.»
Jessie comprendió entonces la finalidad de aquel viejo e hiriente recuerdo; entendió la razón que Punkin había tratado de imbuirle durante tanto rato. La respuesta no tenía nada que ver con el viejo Adán, ni con el tenue olor mineral de la mancha húmeda de sus bragas de algodón. Todo estaba relacionado con la media docena de trozos de cristal sacados de entre la desmigajada masilla de la ventana de un cobertizo. Había perdido el tarro de crema Nivea, pero aún le quedaba, por lo menos, otra fuente de lubricante, ¿no? Otro camino para rezumarse en la Tierra Prometida. Le quedaba la sangre. Hasta que se coagulaba, la sangre era casi tan resbaladiza como el aceite.
«Va a dolerte de un modo endemoniado, Jessie.»
Sí, claro que iba a dolerle. Pero creía haber oído o leído en alguna parte que en las muñecas se encontraban menos nervios que en muchos de los puntos vitales del cuerpo; tal era el motivo por el que hacerse un corte en las muñecas, especialmente en una bañera llena de agua caliente, fue uno de los sistemas de suicidio preferidos, desde las fiestas que los togados patricios celebraban en la Roma imperial. Además, ya estaba medio atontada.
—Ya estaba medio atontada cuando, para empezar, le permití que me pusiera esto en las muñecas —gruñó Jessie.
«Si te hacer unos cortes demasiado profundos, morirás desangrada como aquellos antiguos romanos.»
Sí, claro que moriría así. Pero de no hacerse ningún corte, seguiría tendida en la cama hasta morir de algún ataque o deshidratada... o hasta que llegase por la noche su viejo amigo del maletín de huesos.
—Vale —dijo. Le latía el corazón con bastante intensidad y, por primera vez en varias horas, estaba completamente despierta. El tiempo reanudó la marcha con un traqueteo, como un tren de carga que trasladan de una vía muerta al carril principal—. Muy bien, es un argumento la mar de convincente.
«Escucha», intervino una voz en tono apremiante, y Jessie se dio cuenta, asombrada, de que era la voz de Ruth y de la Santa Esposa. Se habían fundido en una, al menos de momento. «Escucha con atención, Jessie.»
—Estoy escuchando —dijo a la habitación vacía. También estaba mirando. Miraba el vaso. Un vaso perteneciente a un juego de doce que había comprado en Sears tres o cuatro años antes. Seis de ellos ya estaban rotos. Pronto habría otro. Tragó saliva e hizo una mueca. Fue como tratar de engullir una piedra envuelta en franela que tuviese alojada en la garganta—. Escucho muy atentamente, créeme.
«Estupendo. Porque una vez emprendas la operación, no podrás interrumpirla. Todo ha de desarrollarse rápidamente, tienes el organismo muy deshidratado. Y recuerda una cosa: aún en el caso de que todo se tuerza...»
—... no dejará de funcionar —concluyó Jessie.
Y era cierto, ¿no? La situación había adquirido una sencillez que, dentro de su espectral estilo, resultaba elegante. No quería morir desangrada, claro —¿quién iba a quererlo?—, pero sería mejor que la creciente virulencia de los calambres y la sed. Mejor que él. Que eso. La alucinación. Fuera lo que fuese.
Se pasó la reseca lengua por los resecos labios y volvió a sus fugaces y confusos pensamientos. Trató de ordenarlos como hiciera anteriormente, cuando disponía la estrategia para coger el tarro de crema facial que ahora estaba caído inútilmente en el suelo, junto a la cama. Comprobó que pensar le costaba muchísimo trabajo. Seguía oyendo fragmentos de
(«untuoso»)
aquel blues, seguía oliendo el perfume de la colonia de su padre, seguía notando aquella cosa dura contra sus nalgas. Y estaba Gerald. Gerald parecía hablarle desde el suelo.
«Va a volver, Jessie. Nada de lo que puedas hacer podrá impedirlo. Te dará una buena lección, mi bella y soberbia dama.»
Lanzó una rápida ojeada hacia Gerald y luego se apresuró a fijar la vista en el vaso. Gerald pareció dirigirle una sonrisa feroz con la parte de la cara que el perro había dejado intacta. Hizo otro intento para poner en marcha las meninges y, tras un esfuerzo, logró que las ideas empezasen a rodar.
Dedicó diez minutos a establecer el plan y repasar una y otra vez todos los puntos. Lo cierto es que tampoco había mucho que repasar: la agenda era suicidamente azarosa, pero no complicada. Pese a ello, repitió mentalmente varias veces todos los movimientos, en busca de cualquier posible fallo que pudiera costarle perder la última oportunidad de sobrevivir. No encontró ninguno. En definitiva, sólo había un inconveniente de cierta importancia —la maniobra debía realizarse a toda velocidad, antes de que la sangre tuviese ocasión de coagularse— y los resultados posibles sólo eran dos: la rápida liberación o la inconsciencia y la muerte.
Revisó la maniobra de nuevo —sin eludir ninguno de los detalles desagradables, sino examinando bien la totalidad de la operación, como examinaría un pañuelo que hubiese tejido, para localizar puntos saltados o puntadas sueltas— mientras el Sol continuaba su trayectoria invariable hacia el oeste. En el porche trasero, el perro soltó el reluciente trozo de cartílago que estaba royendo y se puso en pie. Echó a andar hacia los árboles. Había percibido una nueva emanación de aquel olor negro y, con el estómago lleno, incluso aquel leve hálito era demasiado.
30
«Doce, doce, doce», centelleaba el reloj, y fuera cual fuese la hora, era la hora.
«Una cosa más, antes de que te lances. Tienes el ánimo y la moral en su nivel máximo, lo cual es bueno, pero no pierdas la concentración. Si empiezas dejando que el vaso se te escape y vaya a parar al suelo, estarás acabada.»
—¡No te acerques, chucho maldito! —chilló Jessie en tono agudo, sin tener idea de que el perro se había retirado momentos antes a la arboleda existente más allá del camino de acceso a la casa. Titubeó unos segundos más, mientras consideraba la conveniencia de dirigir otra plegaria, pero acabó llegando a la conclusión de que ya había rezado todo lo que tenía que rezar. Ahora iba a depender de sus voces... y de ella misma.
Alargó la mano derecha hacia el vaso, sin el cuidado que empleó en su exploración anterior. Parte de ella —probablemente la parte que tanto apreciaba y admiraba Ruth Neary— comprendía que el acabado feliz del trabajo dependería de la eficacia con que levantara y descargara el martillo más que del cuidado y la cautela.
«Ahora he de ser la Dama Samurai», pensó Jessie, con una sonrisa.
Curvó los dedos sobre el vaso que tanto se había esforzado antes en volver a colocar en su sitio y, durante unos segundos, lo contempló con curiosidad —como una hortelana puede mirar una especie de planta desconocida que ha brotado, sin que nadie sepa cómo, entre las judías y los guisante—, antes de cogerlo. Entornó los párpados hasta casi cerrar los ojos por completo, a fin de protegerlos de las astillas de cristal que salieran disparadas, y luego descargó el vaso contra la madera del estante, para romperlo como quien casca un huevo pasado por agua. El ruido del vaso fue absurdamente familiar, absurdamente natural, nada distinto al que produjeron antes que él los centenares de ellos que, desde que Jessie se licenció del cubilete de plástico con el dibujo del Pato Donald, cuando contaba cinco años, se estrellaron contra el suelo tras escapársele de entre los dedos cuando fregaba los cacharros o cuando sus manos o sus codos torpones los empujaron desde la superficie de la mesa o de cualquier otro mueble. El mismo chasquido de siempre; ninguna resonancia insólita que indicara que había emprendido una misión especial en la que arriesgaba la vida para salvarla.
Sólo un impacto de cristal fue a parar a su frente, encima de una ceja, pero ninguno más le llegó a la cara. Otro pedazo —de buen tamaño, a juzgar por la forma en que sonó— salió despedido desde el anaquel y chocó contra el suelo. Jessie tenía los labios apretados hasta formar una tensa línea blanca, preparados para lo que sin duda iba a ser, de entrada, la fuente de dolor más importante: los dedos. Tenían cogido con fuerza el vaso cuando saltó hecho añicos. Pero no hubo dolor, sólo una débil presión y un calorcillo todavía más tenue. Nada, en comparación con los calambres que la había desgarrado durante las dos últimas horas.
«El vaso se debe haber roto de la manera más favorable y, ¿por qué no? Ya era hora de que tuviese un poco de suerte.»
Luego levantó la mano y observó que, después de todo, el vaso no se había roto tan favorablemente como todo eso. Pequeñas burbujas de sangre color rojo oscuro afloraban en la yema del pulgar y de otros tres de sus cinco dedos; el meñique era el único que no había recibido ningún corte. Esquirlas de cristal sobresalían de los dedos pulgar, corazón y anular como extrañas púas. El anquilosamiento que serpenteaba por las extremidades —y acaso el corte afilado de los trozos de cristal hundidos en la carne— habían impedido que la laceración fuese excesiva, pero allí estaba. Mientras se miraba los dedos, goterones de sangre cayeron sobre la superficie rosa del colchón, en la que dejaron manchas granate.
Aquellos delgados dardos de cristal, que sobresalían de los dos dedos centrales de la mano como alfileres en un acerico, le provocaron náuseas, aunque en el estómago no tenía absolutamente nada que pudiera vomitar.
«¡Vaya Dama Samurai que ibas a resultar!», se mofó una de las voces extraterrestres.
«¡Pero es que son mis dedos!», protestó Jessie a gritos. «¿No los ves? ¡Son mis dedos!»
Sintió removerse el pánico en su interior, lo obligó a retroceder y volvió a centrar su atención en el trozo de vaso que conservaba en la mano. Era un fragmento curvado, probablemente una cuarta parte de la pieza y su parte lateral estaba rota en dos lisos arcos. Los filos se unían en una punta que lanzaba reflejos crueles al recibir el sol de la tarde. Una rotura positiva que... quizá. Si pudiera reunir valor suficiente. A Jessie, aquella curvada espina de cristal le parecía un arma fantástica, propia de cuento de hadas... una minúscula cimitarra, algo que llevaría a la batalla, bajo su seta, un duendecillo guerrero.
«Tu cerebro desbarra, querida», dijo Punkin. «¿Crees que te puedes permitir ese lujo?»
La respuesta, naturalmente, era negativa.
Jessie volvió a dejar en el estante el trozo que venía a ser una cuarta parte del vaso de agua, poniendo buen cuidado en posarlo en un punto donde pudiera recuperarlo fácilmente, sin necesidad de ejecutar arduas contorsiones. Quedó con la parte abombada hacia abajo y la punta de cimitarra al aire. El sol arrancó a aquella punta el chispazo de un destello. Jessie pensó que le serviría perfectamente para el acto que venía a continuación, sólo era cosa de ir con ojo y no precipitarse. Si no obraba con tiento, era probable que tirase el cristal de encima del estante o que estropease aquella fortuita hoja de cuchillo.
—Te cuidado —aconsejó—. No tendrás que hundirlo mucho, si andas con ojo, Jessie. Sólo has de suponer...
Pero el resto de la idea
(«que vas a cortar un trozo de asado de vaca»)
no parecía muy positivo, de modo que la detuvo en seco, antes de que el filo se hundiera más. Levantó el brazo derecho, extendiéndolo hasta que la cadena de las esposas se tensó casi del todo y la muñeca quedó un poco por encima del rutilante garfio de cristal. Le entraron unos deseos locos de eliminar de encima del anaquel el resto de los cristales sembrados sobre la superficie —tenía la sensación de que estaban allí aguardándola como un campo de minas—, pero no se atrevió a hacerlo. Después de la experiencia con el tarro de Nivea, no. Si accidentalmente echase fuera del estante el trozo de cristal en forma de hoja afilada, o lo rompiese, tendría luego un trabajo ímprobo para rebuscar y encontrar un sustituto aceptable. Tantas precauciones le parecían surrealistas, pero ni por un segundo se dijo que fueran innecesarias. Para salir de aquel aprieto tendría que sangrar mucho más de lo que estaba sangrando.
«Hazlo tal como lo tienes previsto, Jessie, ni más ni menos... y no te acobardes.»
—Nada de acobardarse —convino Jessie, con su áspera voz de arena en las ruedas dentadas. Extendió los dedos y agitó la mano, con la esperanza de que se le desprendieran las esquirlas de cristal que tenía clavadas. Lo consiguió en buena parte; sólo se le resistió la del pulgar, hundida profundamente en la carne blanda, al otro lado de la uña. Decidió dejarlo y tirar adelante con el resto de la operación.
«Lo que pretendes hacer es un disparate total», le dijo una voz nerviosa. No era extraterrestre; era una voz que Jessie conocía muy bien. Era la voz de su madre. «No me extraña, te comprendo; es la exageración típica de Jessie Mahout, y si te he visto cargar la mano una vez, te he visto miles de veces. Reflexiona, Jessie... ¿por qué cortarte y exponerte a quizá morir desangrada? Alguien vendrá a rescatarte; otra cosa es simplemente inconcebible. ¿Morir en la casa de verano de una? ¿Morir esposada? Eso es totalmente ridículo, te lo digo yo. Levanta el ánimo y olvida tu naturaleza de llorica... aunque sólo sea por una vez. No te cortes con ese cristal. ¡No lo hagas!»
Era su madre, no cabía la menor duda; el remedo no podía ser más abracadabrantemente perfecto. Quería hacerle creer que estaba oyendo cariño y sentido común disimulados por una máscara de enojo, y aunque la mujer no había sido totalmente incapaz de sentir cariño, Jessie opinaba que la verdadera Sally Mahout fue la que un día entró en su dormitorio y le arrojó un par de zapatos de tacón alto, sin una sola palabra de explicación, ni entonces, ni después.
Además, todo lo que había dicho aquella voz era mentira. Una mentira espantosa.
—No —dijo—. No aceptaré tu palabra. No va a venir nadie... salvo el individuo de anoche. No me acobardaré.
A continuación, Jessie bajó la muñeca derecha hacia el centelleante filo de la hoja de cristal.
31
Era importante que viese lo que estaba haciendo, ya que al principio casi no sintió nada; habría podido cortarse las muñecas hasta hacérselas trizas sanguinolentas sin apenas notar nada, salvo aquellas sensaciones de presión y tibieza. Experimentó un alivio tremendo al descubrir que ver la operación no iba a constituir ningún problema; había roto el vaso en un punto idóneo del estante («¡Por fin un golpe de suerte!», se regodeó sarcásticamente una parte de su cerebro) y su vista se encontraba lo que se dice despejada.
Inclinada la mano hacia atrás, Jessie hundió la cara interior de la muñeca —esa parte que los quirománticos llaman los Brazaletes de la Fortuna— en el filo curvado del cristal. Contempló fascinada, el modo en que la punta formaba un hoyuelo en la piel, antes de hundirse en la carne. Jessie continuó apretando mientras el cristal se ensañaba con la muñeca. El hoyuelo se llenó de sangre y desapareció de la vista.
La primera reacción de Jessie fue sentirse decepcionada. La cimitarra de vidrio no había producido el tajo que esperaba (y medio temía). Luego, el afilado corte atravesó el ramillete de venas azules formado cerca de la superficie de la piel y el flujo de sangre se hizo más rápido. No salía a pequeños borbotones impelidos por el pulso, tal como ella supuso, sino que brotaba de manera uniforme, como el agua de un grifo que se abre casi del todo. Después se cortó la arteria radial del centro de la muñeca y la corriente se hizo avenida. Se deslizó por la madera del estante y corrió por el antebrazo de Jessie. Demasiado tarde para volverse atrás; era cuestión de seguir adelante. De una manera o de otra tenía que ir hasta el final.
«¡Déjalo ya, al menos!», chilló la voz de la madre. «¡No lo empeores...! ¡ya has hecho bastante! ¡Inténtalo!»
Una idea tentadora, pero Jessie pensaba que lo que había hecho hasta entonces distaba mucho de ser suficiente. Desconocía la palabra «desenguantar», una voz técnica que solían utilizar comúnmente los facultativos en relación con las víctimas de quemaduras, pero ahora estaba ya metida de lleno en aquella espantosa maniobra se dio cuenta de que para liberarse no podía depender sólo de la sangre. Era posible que no bastase con la hemorragia. Despacio y extremando el cuidado retorció la muñeca y se rasgó la tensa piel de la parte inferior de la mano. Notó entonces un inusitado hormigueo a través de la palma, como si hubiera seccionado la envoltura de algunos nervios pequeños pero vitales que, en principio, estuvieran medio muertos. Los dedos anular y meñique de la mano derecha cayeron inertes como si acabaran de matarlos. Índice y corazón, junto con el pulgar, comenzaron a agitarse furiosamente hacia atrás y adelante. Tan misericordiosamente entumecida como su propia carne, Jessie consideró que no obstante que había algo horrible hasta lo inexpresable en aquellos indicios de lesiones que se estaba produciendo a sí misma. Aquellos dos dedos contraídos, como diminutos cadáveres, resultaban algo mucho peor que toda la sangre que había derramado hasta entonces.
Luego, este horror y la creciente sensación opresiva y ardiente de la mano herida se vieron superados por un nuevo calambre que empezó a avanzar por su costado derecho como un frente de nubarrones de tormenta. Se cebó en ella, implacable, como si intentase arrancarla de aquella posición retorcida y Jessie lo combatió con aterrada furia. Ahora no podía moverse. Si lo hiciera, su improvisado instrumento cortante iría a parar al suelo con toda seguridad.
—No lo hagas —murmuró, apretados los dientes—. No, cabrón..., sal del Dodge.
Se mantuvo rígida en aquella postura y procuró no apretar más de lo que apretaba ya la muñeca contra el filo del frágil cristal, puerto que no quería que se le escapara y verse obligada a buscar otro instrumento cortante menos idóneo. Pero si el calambre del costado se extendía al brazo derecho, como al parecer estaba intentando...
—No —gimió Jessie—. Vete, ¿me oyes? ¡Lárgate, jodido cabrón!
Aguardó, sabedora de que no podía permitirse esperar, y consciente asimismo de que tampoco podía hacer nada; aguardó y escuchó el ruido de la sangre vital que goteaba sobre el suelo, desde el borde inferior de la cabecera. También vio hilillos de sangre deslizándose por la superficie del estante. Diminutas partículas de cristal brillaban allí. Empezó a sentirse como la víctima de una película de terror sanguinolento.
«¡No puedes esperar más, Jessie!», le advirtió la voz regañona de Ruth. «¡Casi te has quedado sin tiempo!»
«Me he quedado sin suerte, aunque la verdad es que nunca he tenido mucha», contestó a Ruth.
En aquel momento, o el calambre alivió un poco su intensidad o Jessie se engañó a sí misma creyendo que la aliviaba. Revolvió la mano dentro del grillete y se le escapó un grito de dolor cuando el calambre lanzó otro ramalazo y clavó sus ígneas garras en la zona del diafragma, como si tratara de incendiarla otra vez. A pesar de todo, Jessie continuó moviéndose e impaló el dorso de la muñeca. La suave parte interior quedó vuelta hacia arriba y Jessie contempló, embelesada, el profundo tajo que cruzaba los Brazaletes de la Fortuna y que curvaba sus labios rojizos y negros en lo que parecía una risa burlona dirigida a ella. Hundió el cristal en la cara superior de la mano todo lo que le permitieron sus agallas, al tiempo que combatía el dolor del calambre en la boca del estómago y la base del pecho. Luego retiró la mano hacia sí, lo que provocó una fina rociada de sangre a través de la frente sobre las mejillas y el puente de la nariz. El trozo de vaso roto, instrumento de aquella cirugía rudimentaria, cayó dando vueltas hacia el suelo, donde la hoja duende se hizo trizas. Jessie no le dedicó un solo pensamiento; su labor ya estaba cumplida. Acto seguido, había que avanzar otro paso, había que comprobar otra cosa: si el cerco del grillete mantendría su celoso control inmovilizador o si la carne y la sangre podrían o no por fin conspirar para liberarse.
El calambre del costado disparó un profundo pinchazo final y luego empezó a mitigar su rigor. Jessie notó que se alejaba no más de lo que había notado la pérdida de su primer escalpelo. Podía sentir la energía de su concentración —el cerebro parecía arder con ella, como una antorcha recubierta con una capa de resina de pino—, totalmente concentrada en su mano derecha. La mantuvo levantada para examinarla a la dorada claridad del sol de la tarde. Numerosas líneas de sangre surcaban los dedos. El antebrazo parecía acabar de recibir una serie de pinceladas de brillante pintura roja de látex. Las esposas eran poco más que una forma curva que apenas resaltaba de aquella hemorragia general, y Jessie comprendió que aquello era todo lo bueno que iba a ser. Amartilló el brazo y luego lo descargó, de arriba abajo, tal como había hecho antes dos veces. El grillete se deslizó... volvió a resbalar un poco más... y luego se detuvo. Lo había frenado de nuevo el duro y obstinado hueso que sobresalía en la base del pulgar.
«¡No!», chilló Jessie, y tiró con más fuerza. «¡Me niego a morir así! ¿Me oyes? ¡ME NIEGO A MORIR ASÍ!»
El acero de las esposas mordió profundamente la carne y, durante un momento, tuvo la deprimente certeza de que no se movería un milímetro más, que sólo se apartaría de allí cuando algún policía mascapuros abriese la cerradura para que se llevaran el cadáver. Ella era incapaz de moverlo, ningún poder de la Tierra podría moverlo, y ni los príncipes del cielo ni los potentados del infierno lo moverían.
Se produjo entonces una nueva sensación en el dorso de la muñeca, como una especie de relámpago de calor, y el grillete ascendió bruscamente un poco. Se detuvo y después empezó a subir de nuevo. Mientras, la caliente picazón eléctrica se transformo con rapidez en una abrasadora ascua oscura que, tras rodear la mano a guisa de pulsera, empezó a morderle la carne como si fuese un batallón de hambrientas hormigas rojas.
El grillete se movía porque la piel sobre la que descansaba también estaba moviéndose, resbalaba de la misma forma que lo haría un objeto pesado encima de una alfombra, si alguien tirase de esa alfombra. El corte dentado y circular que se había producido en la muñeca empezó a abrirse y hebras de tendones rotos asomaron por el hueco y formaron un brazalete rojo. La piel del dorso de la mano se arrugó, se amontonó, fruncida, ante el aro de las esposas y a Jessie le recordó el aspecto que tenía el cobertor, cuando, al mover ella las piernas como si pedaleara, lo impulsó hasta los pies de la cama.
«Me estoy desollando la mano», pensó. «¡Oh, Jesús bendito, me la estoy pelando como si fuera una naranja!»
—¡Venga, suéltame! —gritó a las esposas, repentina e irrazonablemente enfurecida. En ese instante, aquel objeto era una cosa viva, una odiosa criatura dotada de muchos dientes, como una anguila o una comadreja rabiosa—. ¿Es que no me vas a soltar nunca?
El grillete había subido por la mano mucho más de cuanto lo hubiese hecho antes, pero aún seguía aferrado, resistiéndose tenazmente a ceder aquel último medio centímetro (o quizás era un poco más de un cuarto) que faltaba. El borroso círculo de acero cercaba ahora una mano con la piel parcialmente arrancada y en la que se veía toda una fulgurante red de tendones del color de ciruelas frescas. El dorso de la mano parecía un muslo de pavo al que le hubieran quitado la rizada piel exterior. La presión que Jessie ejercía, al tirar hacia abajo, había ensanchado la boca de la herida de la cara interna de la muñeca, donde aparecía una sima cubierta por una costura de sangre. Jessie se preguntó si no acabaría arrancándose la mano, en su esfuerzo por liberarse. Las esposas, que hasta entonces habían estado moviéndose un poco —al menos ésa era la idea que ella tenía—, volvieron a atascarse. Y esa vez se detuvieron en seco.
«¡Claro que lo tienes, Jessie!», se exaltó Punkin. «¡Míralo! ¡Está doblado! Si pudieras enderezarlo otra vez...»
Jessie disparó el brazo hacia adelante y la cadena de las esposas chocó contra la muñeca. Luego, antes de que el brazo tuviese tiempo de poner trabas, Jessie volvió a tirar hacia abajo, recurriendo a todas las fuerzas que le quedaban. Una oleada de dolor envolvió su mano cuando el acero del grillete rasgó la carne entre la muñeca y la parte media de la mano. Todos los jirones de piel arrancada se mezclaban allí, sueltos, en una diagonal que iba desde la base del meñique a la del pulgar. Durante unos segundos, aquella masa de trozos de piel retuvo el aro de las esposas, pero al final pasó por debajo del acero con un leve sonido de chapoteo. Sólo quedó por rebasar la última protuberancia ósea, pero fue suficiente para interrumpir la progresión. Jessie tiró con más energía. No sucedió nada.
«Ya está», pensó. «Todo el mundo fuera de la piscina.»
Y entonces, en el preciso momento en que se disponía a relajar el dolorido brazo, el grillete pasó por encima de aquel pequeño saliente que durante tanto tiempo lo había retenido, rebasó volando la punta de los dedos y chocó contra la columna de la cama. Sucedió todo con tal rapidez que, al principio, Jessie fue incapaz de darse cuenta de qué había ocurrido. Su mano distaba mucho de parecer esa extremidad de la que normalmente están equipados los seres humanos, pero era su mano y estaba libre.
Libre.
La mirada de Jessie fue de las vacías esposas manchadas de sangre a la destrozada mano, y el entendimiento de lo que acababa de suceder empezó a reflejarse en su rostro.
«Es como un pájaro que entra volando en la máquina de una fábrica y consigue salir despedido por el otro extremo», pensó, «pero esas esposas ya no están. Realmente, ya no están.»
—No puedo creerlo —gruñó—. No puedo. Rayos. Créelo.
«No importa, Jessie. Tienes prisa.»
Reaccionó como alguien que estaba adormilado y al que despiertan bruscamente. ¿Prisa? Sí, pues claro. Ignoraba cuánta sangre había perdido —algo menos de medio litro le pareció un cálculo bastante razonable, a juzgar por el empapado colchón y por los arroyuelos que se deslizaron y gotearon desde la cabecera--, pero sabía que, si perdía mucha más antes de vendarse la muñeca o aplicarse alguna clase de torniquete en el brazo, acabaría desmayándose, y el viaje de la inconsciencia a la muerte sería muy breve... como el trayecto de un transbordador entre las orillas de un río estrecho.
«Eso no va a ocurrir», pensó. Era de nuevo la voz dura como los clavos, pero no pertenecía a nadie sino a ella, cosa que hizo feliz a Jessie. «No he superado toda esa mierda para ahora desvanecerme y caer al suelo. No he visto los papelotes, pero estoy casi segura del todo de que eso no está en el contrato.»
«Muy bien, pero tus piernas...»
Un recuerdo que maldito si necesitaba. Llevaba más de veinticuatro horas sin ponerse de pie, sin sostenerse sobre los remos, y a pesar de sus esfuerzos para mantener en condiciones las extremidades, tal vez fuera un grave error depender de ellas en exceso, al menos de momento. Podían sufrir un calambre; podían doblársele bajo el peso del cuerpo, podían pasarle ambas cosas. Pero prevenir vale más que curar... o al menos eso dicen. Naturalmente, en el transcurso de su vida le habían obsequiado con una infinidad de consejos de ese tipo (atribuidos en la mayoría de los casos a esos seres tan anónimos como inconcretos que configuran la tercera persona del plural: «ellos») y nada de lo que hubiese visto en Firing Line o leído en Reader’s Digest la había preparado para lo que acababa de hacer. Sin embargo, iba a ser todo lo precavida que pudiese. Jessie albergaba la idea de que era harto posible que, a ese respecto y a pesar de todo, dispusiera de muy poco margen para el error.
Se volvió hacia la izquierda, con el brazo derecho colgándole a la espalda como la cola de una cometa o el oxidado tubo de escape de un automóvil viejo. La única parte de él que sentía viva era el dorso de la mano, donde estaban al aire los paquetes de los tendones sueltos y abrasados. El dolor ya era malo, pero todavía era peor la sensación de que el brazo derecho quería divorciarse del resto del cuerpo, aunque la verdad era que todo ello quedaba perdido en medio de un arrebato en el que se mezclaban esperanza y triunfo. Experimentó una alegría poco menos que divina al poder rodar a través de la cama sin que el grillete de las esposas estuviese alrededor de la muñeca y se lo impidiera. Otro calambre la sacudió, le alcanzó en el vientre como si fuera el golpe definitivo de un pegador de Louisville; pero no hizo caso. ¿Dijo que lo que experimentaba era alegría? Ah, esa palabra resultaba demasiado pobre. Era éxtasis. Puro, absoluto éxta...
«¡Jessie! ¡El borde de la cama! ¡Jesús, deténte!»
«A partir de ahí tiene que haber monstruos y serpientes», pensó.
«Por no hablar de una muñeca fracturada. ¡Alto, Jess!»
Pero su cuerpo no hizo caso de la orden; siguió lanzado, calambres incluidos, y Jessie apenas tuvo tiempo de girar la mano izquierda dentro de las esposas antes de quedarse boca abajo en el borde de la cama para, luego, rebasarlo y caer. La punta de los pies chocó contra el suelo con violenta sacudida, pero el grito de Jessie no fue totalmente de dolor. Sus pies, al fin y al cabo, volvían a tocar el suelo, Estaban realmente en el suelo.
Terminó su chapucero abandono del lecho con el brazo izquierdo rígidamente estirado hacia la columna a la que aún seguía sujeta la mano y el diestro momentáneamente atrapado entre el pecho y la parte lateral de la cama. Sintió el calor de la sangre que, tras aflorar a la piel, se deslizaba por los senos.
Jessie ladeó la cara y no tuvo más remedio que aguardar en aquella postura, nueva y agónica, mientras un calambre de intensidad paralizadora le invadía la espalda, desde el cogote hasta la rabadilla. La sangre empezó a empapar la sábana contra la que habían quedado aprisionados los pechos y la mano magullada.
«Tengo que incorporarme», pensó Jessie. «Tengo que levantarme enseguida o moriré desangrada aquí mismo.»
Pasó el calambre de la espalda y Jessie pudo por fin plantar los pies sólidamente en el suelo. Las piernas no parecían estar tan débiles y desfallecidas como se temió; a decir verdad, daban la impresión de querer afrontar cuanto antes su cita con el esfuerzo. El grillete que mantenía encadenada la mano izquierda al poste de la cama se deslizó hacia arriba hasta tropezar con el tablero de la cabecera y Jessie se encontró de pronto en una posición que había llegado a sospechar, con bastante fundamento, que nunca volvería a conseguir: de pie, junto a la cama que había sido su cárcel... casi su ataúd.
Un sentimiento de inmenso agradecimiento amenazó con inundarla, pero Jessie lo combatió con la misma firmeza que había empleado para rechazar el pánico. Tiempo habría después para la gratitud. Lo que debía recordar en aquel momento era que aún no estaba libre de aquella maldita cama y que el tiempo para lograr liberarse de ella era limitadísimo. Cierto que no había notado la más ligera sensación de mareo o desmayo, pero en su opinión eso no quería decir nada. Cuando llegase el derrumbamiento, lo probable era que se presentara de golpe; un apagón repentino.
Con todo, haberse puesto de pie —sólo eso y nada más que eso—, ¿resultaba tan importante? ¿Tan inefablemente maravilloso?
—¡Ni hablar! —rezongó Jessie.
Mantuvo cruzado el brazo derecho sobre el busto, con la herida de la parte interna de la muñeca apretada contra el declive superior del seno izquierdo, y se dio media vuelta para apoyar los glúteos en la pared. Se encontraba ahora de pie junto al lado izquierdo de la cama, en una postura que casi parecía la de un soldado en posición de «descansen armas». Aspiró una profunda bocanada de aire y luego pidió al brazo derecho y a la magullada diestra que reanudaran el trabajo.
El brazo se levantó, chirriante, como el de un maltratado muñeco mecánico, y la mano se apoyó en el estante de la cama. Los dedos anular y meñique aún se negaban a obedecer las órdenes del cerebro, pero Jessie se las arregló para coger el anaquel entre el pulgar el índice y el corazón y levantarlo de sus soportes. El estante aterrizó encima del lecho sobre el que Jessie había pasado tantas horas tendida, el lecho que aún conservaba su silueta, una forma hundida y sudorosa que aparecía vaciada en el cobertor rosa, la mitad superior parcialmente perfilada con sangre. Al mirar aquella forma que representaba su propia imagen, Jessie se sintió mareada, colérico y temerosa. Contemplar aquella forma la volvía loca.
Apartó los ojos del colchón, sobre el que ahora descansaba el estante, y se miró la temblorosa mano derecha. Se la llevó a la boca y agarró entre los dientes la astilla de vidrio que sobresalía de la carne del pulgar, detrás de la uña. El cristal se introdujo entre un canino y un incisivo superiores, para acabar hundiéndose en la blanda y rosada carne de la encía. Jessie sintió un pinchazo instantáneo, penetrante, y la sangre derramó por su boca un sabor dulce-salado y su textura tan densa como el jarabe de cerezas contra la tos que la obligaban a tomar de niña, cuando se constipaba. No hizo caso de ese nuevo corte —en el curso de los minutos precedentes había hecho las paces con cosas mucho peores— sino que volvió a clavar los dientes en la astilla de vidrio y la arrancó limpiamente del pulgar. Una vez la tuvo fuera del dedo, la escupió sobre la cama envuelta en una bocanada de caliente sangre.
—Muy bien —murmuró Jessie, y se aprestó a retorcer el cuerpo para insertarlo entre la pared y la cabecera de la cama. Jadeó a causa del esfuerzo.
La cama se apartó de la pared mucho más fácilmente de lo que Jessie había supuesto, si bien una de las cosas que nunca dudó era que se movería siempre y cuando ella dispusiera de suficiente fuerza de palanca. Bueno, ahora la tenía, así que emprendió la tarea de trasladar la odiada cama a través del piso encerado. La parte de los pies se desviaba hacia la derecha, puesto que ella empujaba por el lado izquierdo, pero Jessie lo había tenido en cuenta y le iba bien. Realmente, formaba parte de su rudimentario plan.
«Cuando te cambia la suerte», pensó, «te cambia de verdad. Puede que te hayas hecho un tajo en la encía de arriba, Jess, pero no has pisado un solo trozo de cristal. De modo que continúa empujando la cama, querida, y sigue contando tu mal...»
Uno de sus pies chocó contra algo. Al bajar la vista comprobó que le había dado un puntapié al regordete hombro derecho de Gerald. La sangre goteó sobre el pecho y el rostro del cadáver. Una de esas gotas fue a caer en la pupila azul de un ojo inmóvil y la revistió como una lentilla de contacto. A Jessie no le inspiraba ninguna lástima; no le inspiraba ningún odio; no le inspiraba ningún cariño. Sintió cierto horror y disgusto hacia sí misma, por el hecho de que todos los sentimientos que ocuparon su ánimo durante tantos años —los que denominaban sentimientos civilizados y que eran la sustancia de los culebrones, programas de entrevistas y variedades de la televisión, así como de los consultorios sentimentales radiofónicos— resultaron ahora tan superficiales comparados con el instinto de supervivencia que (al menos en su caso) había demostrado ser tan abrumador y tan brutalmente insistente como la pala de una excavadora. Pero así eran las cosas, y Jessie tenía el convencimiento de que, si Arsenio u Oprah se hubieran encontrado en semejante situación, habrían hecho lo mismo que ella.
—Quítate de en medio, Gerald —dijo, y le dio una patada (negó ante sí misma la enorme satisfacción que eso le produjo, incluso aunque tal placer colmara todo su interior)
Gerald no se movió. Era como si los cambios químicos que formaban parte de la putrefacción en curso le mantuvieran pegado al suelo. Las moscas se levantaron, formando una nube ronroneante que sobrevoló la hinchada zona central del cuerpo de Gerald. Eso fue todo.
—¡Que te den por detrás, pues! —profirió Jessie. Se aprestó a seguir empujando la cama y se las arregló para que el pie derecho franquease el cuerpo de Gerald, pero el izquierdo se posó de lleno en el vientre. La presión originó un espectral zumbido en la garganta del cadáver y un breve pero nauseabundo hálito de gases brotó de la abierta boca—. Perdona, Gerald —murmuró Jessie, y siguió adelante, sin volver la cabeza una sola vez. Sus ojos se dirigieron ahora al tocador, el mueble sobre cuya superficie descansaban las llaves de las esposas.
En cuanto hubo dejado a Gerald atrás, el manto de incordiantes moscas volvió a posarse y a reanudar su jornada laboral. Al fin y al cabo, quedaban muchas cosas por hacer y disponía de muy poco tiempo para realizarlas.
32
Lo que más temor le había producido era que los pies de la cama se atascasen al tropezar con la puerta del cuarto de baño o al encajarse en el rincón del extremo del cuarto, lo que habría obligado a retroceder y maniobrar como una conductora que trata de meter con calzador su gigantesco automóvil en una plaza de aparcamiento reducida, donde el vehículo apenas cabe. Pero, afortunadamente, el arco hacia la derecha que trazó la cama mientras ella la empujaba a través del dormitorio resultó casi perfecto. Jessie no tuvo que hacer más que una leve corrección, a medio trayecto, tirando de la cama un poco a la izquierda, lo que le garantizó que el mueble esquivaría limpiamente el tocador. Mientras ejecutaba la maniobra —tirando con la cabeza agachada, el trasero proyectado hacia atrás y ambos brazos tensos alrededor del poste de la cama— sufrió el primer mareo... y en tanto permanecía apoyada con todo su peso en ese poste, con el aspecto de la chica borracha y cansada que finge bailar con su novio, juntas las caras, Jessie pensó que «negrura mental» sería probablemente el término que mejor lo describiría. La sensación dominante era de pérdida... no sólo de capacidad intelectual, sino también de energía sensitiva. Durante unos confusos segundos, tuvo la certeza de que el tiempo la había flagelado, enviándola a un lugar que o era ni Dark Score ni Kashwakamak, sino otro sitio radicalmente distinto, un punto en algún océano y no en un lago interior. El olor no era a ostras y monedas, sino a sal marina. Se encontraba de nuevo en el día del eclipse, y eso era lo único que resultaba igual. Se había metido entre los zarzales para eludir a otro hombre, a otro papá que quería lanzar más descargas de su semen sobre la parte trasera de las bragas de Jessie. Y ahora, el hombre estaba en el fondo del pozo.
El déjà vu se volcó sobre ella como un agua extraña.
«Oh, Jesús, ¿qué es esto?», pensó, pero no obtuvo respuesta, sólo otra vez aquella imagen desconcertante, una imagen que no había vuelto a aparecer en su mente desde aquel momento del día del eclipse en que entró en el dormitorio dividido por una sábana para cambiarse de ropa: la imagen de una mujer muy delgada, vestida con una bata, recogida la cabellera entrecana en un moño y con unas enaguas blancas junto a sí.
«¡Uff!», pensó Jessie, agarrada a la columna de la cama con su mano destrozada y esforzándose a la desesperada para impedir que se le doblasen las rodillas. «Aguanta, Jessie... sólo aguanta. Prescinde de la mujer, prescinde de la oscuridad. Resiste un poco y las negruras se disolverán.»
Resistió y las negruras se disolvieron. La imagen de la mujer esquelética, junto a la combinación, que miraba a través de las viejas tablas astilladas hacia el fondo de un agujero, fue lo que desapareció en primer lugar. Luego la oscuridad empezó a aclararse. La habitación comenzó a llenarse nuevamente de claridad y, poco a poco, fue adoptando su antiguo tono de cinco de la tarde otoñal. Jessie distinguió las motas de polvo que bailoteaban en el aire bajo la luz que irrumpía oblicuamente a través de las ventanas que daban al lago y vio la sombra de sus propias piernas alargándose por el suelo. Se interrumpía a la altura de las rodillas, para que el resto pudiera subir por la pared. La oscuridad mental retrocedía, aunque dejaba un zumbido bastante intenso en sus oídos. Cuando bajó la mirada hacia los pies, vio que estaban cubiertos de sangre. Al andar, dejaban huellas rojas.
«Se te agota el tiempo, Jessie.»
Lo sabía.
Bajó el pecho hasta ponerlo de nuevo contra las tablas de la cabecera. Esa vez le costó bastante trabajo poner la cama en movimiento, pero acabó consiguiéndolo. Dos minutos después se encontraba junto al tocador que tan desesperanzadamente y durante tanto tiempo había contemplado desde el otro extremo de la alcoba. Una tenue sonrisita seca aleteó en la comisura de sus labios.
«Soy como la mujer que se pasa la vida entera soñando con las arenas negras de Kona y cuando por fin logra llegar a ellas, no se lo puede creer», pensó. «Esto parece otro sueño, sólo que acaso un poco más real que la mayoría porque, en éste, a una le pica la nariz.»
No le picaba la nariz, pero tenía la vista sobre la arrugada serpiente que era la corbata de Gerald y observo que aún seguía hecho el nudo. Éste constituía la clase de detalle que ni siquiera los sueños más realistas se molestaban en proporcionar. Además de la corbata roja estaban allí aquellos dos llavines de tija redondeada, tan manifiestamente idénticos. Las llaves de las esposas.
Jessie alzó la diestra y la contempló con aire crítico. El anular y el meñique caían inertes. Se preguntó de modo fugaz hasta qué punto habría lastimado los nervios de la mano; enseguida desechó la idea. Ya se preocuparía de ello después —lo mismo que de las otras cosas que había ido desestimando durante la última parte de aquella penosa odisea—, claro que, de momento, los daños que pudieran haber sufrido los nervios de su mano derecha tenían mucha más trascendencia para ella que la cotización futura en el mercado de Omaha de las tripas de cerdo. Pero lo importante era que los dedos pulgar, índice y corazón aún estaban en condiciones de aceptar órdenes del cerebro. Temblequeaban un poco, como si expresasen así la zozobra que les producía la súbita pérdida de vitalidad de sus vecinos, pero aún respondían.
Jessie inclinó la cabeza y les dirigió la palabra.
—Tenéis que dejar de hacer eso. Más adelante podréis agitaros como locos, si ése es vuestro gusto, pero ahora tenéis que ayudarme. Debéis ayudarme.
Sí. Porque la idea de que las llaves pudieran caérsele o que sin querer las tirase de encima del tocador, después de haber llegado hasta allí... era inconcebible. Se contempló los dedos, dura la expresión. No dejaron de temblar, no del todo, pero mientras Jessie los miraba, el nerviosismo se fue aquietando hasta reducir los temblores a un tamborileo apenas perceptible.
—Muy bien —articuló Jessie en tono sosegado—. No sé si será suficientemente bueno o no, pero vamos a averiguarlo.
Por lo menos, las llaves eran una igual que la otra, lo que le proporcionaba dos oportunidades. No le extrañó nada el hecho de que Gerald hubiese llevado las dos; era metódico, aunque no fuese otra cosa. Estar preparado para cualquier imprevisto, decía a menudo, representaba la diferencia entre ser bueno y ser estupendo. Las únicas contingencias imprevistas para las que no se había preparado esa vez fueron el ataque al corazón y la patada que lo provocó. El resultado, naturalmente, consistió en que no acabó siendo bueno ni estupendo, sólo difunto.
—La comida del perrito —murmuró Jessie, de nuevo sin tener consciencia de que hablaba en voz alta—. Gerald solía ser un ganador, pero ahora sólo era la comida del perrito. ¿Conforme, Ruth? ¿Conforme, Punkin?
Tomó uno de los llavines entre el pulgar y el índice de su candente diestra (en el momento en que tocó el metal, volvió la penetrante sensación de que todo aquello era un sueño), lo levantó, lo observó durante unos segundos y después bajó la vista hacia el par de esposas que le aprisionaban la muñeca izquierda. La cerradura era un pequeño círculo situado en la parte lateral; a Jessie le pareció el timbre que podía tener un rico en la puerta de servicio de su mansión. Para que se abrieran los grilletes sólo era preciso introducir la tija de la llave en aquel círculo hasta que un chasquido indicase que había llegado al punto adecuado, y entonces hacer girar la llave.
Dirigió el llavín hasta la cerradura, pero antes de que pudiera insertarlo otra oleada de aquella peculiar negrura mental anegó su cerebro. Se tambaleó sobre las piernas, para encontrarse otra vez pensando en Karl Wallenda. Le temblaba de nuevo la mano.
—¡Basta! —gritó con rabia, al tiempo que llevaba desesperadamente la llave hacia la cerradura—, ¡Basta ya de...!
La llave no acertó con el círculo, chocó con el duro acero que lo rodeaba y empezó a escapársele a Jessie de entre los dedos ensangrentados. Aún la retuvo unos segundos, antes de que se le escurriera del todo —untuosa, engrasada, podía haber dicho— y fuese a parar al suelo. Ahora sólo le quedaba una, y si la perdía...
«No la perderás», dijo Punkin. «Juro que no la perderás. Lánzate antes de que te falle el valor.»
Flexionó de nuevo el brazo derecho y después alzó los dedos hasta situarlos a la altura de la cara. Los contempló atentamente. Volvían a disminuir los estremecimientos, aún no lo suficiente, pero tampoco le era posible esperar. Temía desmayarse si esperaba.
Alargó la temblorosa mano y, en su primer intento por cogerlo, estuvo en un tris de empujar por el borde de la superficie del tocador el llavín que quedaba. La culpa la tenía el entumecimiento... aquel maldito envaramiento que se negaba a desaparecer de los dedos. Aspiró hondo, retuvo el aire en los pulmones, apretó los puños a pesar del dolor y de la nueva hemorragia que eso provocó, y finalmente expulsó el aire en un largo suspiro sibilante. Se sintió un poco mejor. Esa vez apretó el índice sobre la cabeza de la llave y fue trasladándola hacia el borde del tocador, en lugar de pretender cogerla inmediatamente. No interrumpió el movimiento hasta que la cabeza del llavín sobresalió por el borde de la superficie del mueble.
«¡Ay, si se te cae, Jessie!», gimió la Santa Esposa. «¡Ay, si ésta también se te cae!»
—¡Cállate, Bendita! —ordenó Jessie, mientras pasaba el pulgar por debajo de la cabeza de la llave y creaba así unas pinzas. Después, en tanto levantaba el llavín y lo dirigía hacia las esposas, se esforzó en no pensar en lo que ocurriría si fallaba en la maniobra. Tuvo un mal momento cuando vio que era incapaz de hacer coincidir la punta de la temblorosa tija con el círculo de la cerradura y aún fue peor al observar que la propia cerradura se duplicaba momentáneamente... y luego se cuadruplicaba. Jessie apretó los párpados, respiró hondo y abrió los ojos de golpe. Vio entonces una sola cerradura y se apresuró a introducir el llavín, antes de que los ojos volvieran a jugarle otra mala pasada.
—Muy bien —jadeó—. Veamos.
Trató de girar la llave en el sentido de las saetas del reloj. No sucedió nada. El pánico intentó echarle las manos al cuello y, de pronto, Jessie recordó el festivo letrero que decoraba el parachoques posterior de la herrumbrosa camioneta que Bill Dunn conducía en sus rondas de vigilancia: A LA IZQUIERDA SUELTA, A LA DERECHA APRIETA. Por encima de las palabras, en la caja, el dibujo de un destornillador gigante.
—A la izquierda suelta —murmuró Jessie, y probó a accionar el llavín en sentido contrario al de las agujas del reloj. Tardó unos segundos en percatarse de que las esposas se habían abierto; creyó que aquel sonoro chasquido que acababa de oír se debía a que la llave se había roto dentro de la cerradura y soltó un grito agudo, que fue acompañado por una rociada de sangre, procedente del corte de la boca, sobre el tocador. Parte de esa sangre fue a parar a la corbata de Gerald; rojo sobre rojo. Después vio que la mitad del grillete estaba abierto y comprendió que lo había logrado... lo había conseguido de verdad.
Jessie Burlingame desembarazó la mano izquierda —un poco hinchada alrededor de la muñeca, pero por otra parte indemne— del cerco de las esposas, que quedaron caídas contra el tablero de la cabecera de la cama, lo mismo que sus congéneres. Acto seguido, con expresión de profundo y temeroso asombro, levantó despacio ambas manos hasta la altura del rostro. Su mirada fue de la izquierda a la derecha, para volver nuevamente a la izquierda. Le tenía sin cuidado que la diestra estuviera cubierta de sangre; no le preocupaba la sangre, al menos, aún no. Por el momento, lo único que deseaba era tener la certeza absoluta de que realmente estaba libre.
Se pasó casi treinta segundos contemplándose sucesivamente una y otra mano, moviendo los ojos como una mujer que presencia un partido de tenis de mesa. Luego respiró hondo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó al aire otro penetrante y agudo chillido. Notó que una nueva oleada de tinieblas, enorme y perversa, atravesaba retumbante su cerebro, pero la despreció y siguió chillando; era chillar o morir. El quebradizo filo de cristal roto de la locura aparecía inequívocamente en aquel alarido, pero, con todo, continuaba siendo un grito de triunfo y una victoria inconmensurables. A doscientos metros de allí, en la arboleda contigua al principio de la avenida que llevaba a la casa, el antiguo Príncipe levantó la punta del hocico y miró inquieto en dirección al edificio.
Jessie no podía dejar de mirarse las manos y, al parecer, tampoco podía interrumpir sus alaridos. Jamás había experimentado, ni remotamente, lo que sentía en aquel momento y, en algún distante punto de su interior, pensó: «Si es sexo fuera la mitad de estupendo que esto, la gente estaría practicando siempre el amor por las esquinas... serían incapaces de dejar de hacerlo.»
Al final se quedó sin resuello y se tambaleó hacia atrás. Trató de agarrarse a la cabecera de la cama, pero reaccionó demasiado tarde... perdió el equilibrio y resbaló hacia el suelo. Mientras caía, Jessie se dio cuenta de que una parte de sí misma había esperado que las cadenas de las esposas la hubieran retenido antes de que se fuera abajo. Bastante extraño, cuando una se detenía a pensarlo.
Al aterrizar, la herida abierta en la zona interior de la muñeca golpeó contra el suelo. El dolor encendió su brazo derecho como se encienden las bombillas de un árbol de Navidad y el grito que le arrancó fue de auténtico y absoluto tormento. Lo cortó en seco al percatarse que la conducía hacia la inconsciencia. Abrió los ojos y su mirada se clavó en el desgarrado semblante de su marido. La que Gerald le devolvió tenía una expresión de infinita sorpresa vidriada: «Esto no me está ocurriendo a mí. Soy un abogado con nombre en la puerta». Entonces, la mosca que había estado lavándose las patas delanteras en el labio superior del cadáver desapareció por una de las ventanas de la nariz y Jessie volvió la cabeza con tal brusquedad que chocó contra las tablas del parquet y vio las estrellas. Cuando abrió de nuevo los ojos, miraba la cabecera de la cama, con sus chillones hilos y salpicaduras de sangre. ¿Había estado de pie allí unos segundos antes? Tenía la seguridad de que sí, pero le costaba trabajo creerlo: desde el punto donde se hallaba ahora, la puñetera cama parecía aproximadamente tan alta como el edificio Chrysler.
«¡Muévete, Jess!» Era Punkin, gritándole una vez más con aquella voz suya tan apremiante y fastidiosa. Para ser alguien con una carita tan dulce, Punkin sabía convertirse en toda una bruja cuando le daba por ahí.
—Nada de bruja —dijo Jessie en voz alta, mientras permitía que se le cerraran los párpados. Una sonrisita soñadora asomó por las comisuras de su boca—. Una rueda chirriante.
«¡Muévete, maldita sea!»
«No puedo. Necesito descansar un poco.»
«Si no empiezas a moverte enseguida, ¡puede que te quedes ahí descansando eternamente! ¡Vamos, arriba ese culo gordo!»
Eso la hizo reaccionar.
—De gordo, nada, señorita Bocazas —murmuró malhumoradamente, y forcejeó con su propia anatomía para incorporarse. Sólo tuvo que intentarlo dos veces (la segunda, sacudida por otro de aquellos calambres paralizadores que se cebaban en su diafragma) para convencerse de que levantarse era, de momento, una mala idea. Y hacerlo enseguida iba a crear más problemas de los que resolvería, porque precisaba entrar en el cuarto de baño y la parte de los pies de la cama estaba delante del umbral bloqueando la puerta.
Jessie se metió debajo del mueble y, reptando, con movimientos natatorios que, abstrayéndose de la dura realidad, no dejaban de tener su gracia y apartando con el aliento varias bolas de pelusa, avanzó hacia la entrada del baño. Las bolas de pelusa se dispersaron como polvo de hierbas secas. Por alguna razón le hicieron pensar de nuevo en la mujer de la visión... la mujer arrodillada en los zarzales con las enaguas formando un arrugado montoncito blanco junto a sí. Penetró deslizándose en la penumbra del cuarto de aseo y un nuevo olor llegó a su olfato: un olor oscuro, de agua musgosa. Agua que goteaba de los grifos de la bañera; agua que goteaba de la alcachofa de la ducha; agua que goteaba de la espita del lavabo. Percibió incluso el peculiar olorcillo «a la espera del moho» de una toalla húmeda que estaba en el cesto de la ropa de detrás de la puerta. Agua, agua por todas partes, agua que se podía beber hasta la última gota. Dentro del cuello, la garganta, contraída por la sed, parecía estar gritando, y Jessie tuvo conciencia de que verdaderamente tocaba agua... un pequeño charquito formado por un escape de la tubería de desagüe, una filtración que el fontanero nunca parecía dispuesto a arreglar, pese a que le habían avisado un montón de veces. Jadeante, Jessie se acercó hasta el charquito, bajó la cabeza y empezó a lamer el linóleo. El sabor del agua era indescriptible, la sensación de sedosa delicadeza que experimentaron los labios y la lengua rebasó con creces todos sus sueños de dulce sensualidad.
El único problema consistía en que no era suficiente. El olor encantadoramente húmedo, hechiceramente verde la envolvía, pero el charquito de debajo del lavabo desapareció y la sed de Jessie más que quedar saciada lo que hizo fue despertarse. El olor, el olor a fuentes umbrías, a viejos manantiales recónditos consiguió lo que no había logrado la voz de Punkin: que Jessie volviera a ponerse en pie.
Se agarró al borde del lavabo para incorporarse. Lanzó una fugaz ojeada a la anciana de ochocientos años que la miraba desde el espejo e inmediatamente abrió el grifo marcado con una F . El agua fresca —toda el agua del mundo— manó de aquella espita. Jessie trató de lanzar al aire otro grito de triunfo, pero en esa ocasión sólo consiguió emitir un áspero murmullo susurrante. Se inclinó sobre la pileta, al tiempo que abría y cerraba la boca como un pez, y aspiró aquel húmedo perfume de manantial. Era también el mismo suave olorcillo mineral que la había acosado durante todos aquellos años, desde que su padre la asedió durante el eclipse, pero ahora era bueno; ahora había dejado ya de ser el olor del miedo y la vergüenza para convertirse en el olor de la vida. Jessie lo inhaló, tosió después jubilosamente y abrió la boca para ponerla debajo de la corriente de agua que salía del grifo. Bebió hasta que un fuerte pero indoloro calambre la obligó a devolver la que había ingerido. Aún estaba fresca tras su breve visita al estómago y roció el espejo de pequeñas gotas rosadas. Jessie aspiró varias bocanadas de aire y lo intentó de nuevo.
La segunda vez, el agua se quedó abajo.
33
El agua le sentó maravillosamente y cuando por fin cerró el grifo y se miró en el espejo, se sintió como una razonable reproducción de ser humano, débil, dolorido y vacilante sobre las piernas... pero también vivo y consciente. Pensó que jamás volvería a experimentar una satisfacción tan profunda como la que le produjeron aquellos primeros tragos de agua fresca que bebió al chorro del grifo, y de todas sus vivencias anteriores, sólo el primer orgasmo que tuvo podía rivalizar más o menos de cerca con aquel instante. En ambos casos se había visto, durante unos breves segundos, totalmente gobernada por las células y los tejidos de su ser físico, borrado por completo el pensamiento consciente (aunque no la consciencia en sí misma), y el resultado había sido el éxtasis. «Jamás lo olvidaré», pensó, aun a sabiendas de que lo había olvidado ya, del mismo modo que olvidó la espléndidamente punzada de aquel primer orgasmo en cuanto los nervios dejaron de dispararse. Era como si el cuerpo despreciara el recuerdo... o se negara a responsabilizarse de ello.
«Nada de eso importa, Jessie... ¡tienes que darte prisa!»
«¿No puedes dejar de echarme el perro?», respondió, con todo y saber que Punkin tenía razón, naturalmente. De la herida de la muñeca ya no salía sangre a borbotones, aunque aún seguía goteando una barbaridad, y la cama que veía reflejada en el espejo era algo horroroso: el colchón empapado de sangre y las tablas de la cabecera surcadas de líneas rojas. Había leído que las personas podían perder gran cantidad de sangre y seguir funcionando, pero que cuando empezaba a fallar el organismo, todo se derrumbaba de golpe. Y a ella todavía le quedaban cosas por hacer.
Abrió el botiquín, miró el estuche de tiritas y emitió una risa áspera como un graznido. Tratar de curarse con tiritas todo lo que se había hecho era como pretender enderezar la torre de Pisa con un gato Toyota. Su mirada cayó sobre una cajita de compresas Alway discretamente situada detrás de un desorden de frascos de perfume, colonia y masajes para después del afeitado. Derribó dos o tres de aquellos envases al extraer de detrás la caja de compresas y el aire se llenó de una sofocante combinación de olores. Rasgó el envoltorio de uno de aquellos paños higiénicos de papel y se apresuró a vendarse la muñeca con la compresa, como si fuera un grueso brazalete blanco. Casi automáticamente, las amapolas empezaron a florecer en la superficie del tampón.
«¿A quién se le habría ocurrido pensar que la esposa de un abogado tuviera tanta sangre dentro?», musitó Jessie, y otro áspero graznido que quería ser carcajada se escapó de su garganta. Encima del botiquín había un rollo de esparadrapo con una cruz roja. Lo cogió con al mano izquierda. La derecha parecía capaz de muy poco, aparte de sangrar y aullar de dolor. Sin embargo, Jessie sentía por ella un cariño profundo, ¿por qué no? Cuando la necesitó, cuando ya no le quedaba nada en absoluto, fue esa mano la que cogió el llavín, lo introdujo en la cerradura y abrió las esposas. No, no tenía nada en contra de doña Derecha.
«Así eres tú, Jessie», comentó Punkin. «Quiero decir... así somos todas las que somos tú. Lo sabes, ¿verdad?»
Sí, lo sabía perfectamente bien, y rezó pidiendo no olvidarlo nunca, si lograba salir con vida de aquel apuro.
Quitó el envoltorio de la cinta adhesiva y sostuvo el rollo torpemente con la mano derecha, mientras utilizaba el pulgar de la izquierda para levantar el esparadrapo. Tomó de nuevo el rollo con la izquierda, apretó la punta de la cinta contra el vendaje casero y fue desplegando el esparadrapo alrededor de la muñeca derecha. Dio varias vueltas, sujetando y comprimiendo la ya húmeda compresa contra la herida abierta en la parte interior de la muñeca. Al final, rasgó con los dientes la tira de esparadrapo, titubeó y, finalmente, puso un blanco brazalete de cinta adhesiva alrededor del brazo derecho, inmediatamente debajo del codo. No tenía idea de hasta qué punto resultaría efectivo aquel burdo torniquete, pero supuso que tampoco le haría ningún daño.
Rasgó el esparadrapo por segunda vez y, cuando dejaba el casi agotado rollo, vio un frasco verde de Excedrin en el estante central del armario de primeros auxilios. Tampoco tenía cápsula de seguridad a prueba de niños, gracias a Dios. Lo cogió con la mano izquierda y recurrió de nuevo a los dientes para quitarle el tapón de plástico blanco. Los comprimidos de aspirina despedían un tufillo acre, penetrante, levemente avinagrado.
«No me parece una buena idea en absoluto», opinó en tono nervioso la Santa Esposa Burlingame. «La aspirina aclara la sangre y retrasa la coagulación.»
Seguramente eso era verdad, pero los nervios del dorso de la mano que estaban expuestos al aire chillaban como la sirena de alarma de los bomberos y Jessie pensó que, si no hacía algo para calmarlos un poco, ella no tardaría en caer rodando y dedicarse desde el suelo a ladrar a los ondulante reflejos del techo. Se echó a la boca dos tabletas de Excedrin, titubeó, y luego añadió otras dos. Cerró la tapa, engulló los comprimidos y contempló con expresión culpable el tosco vendaje de la muñeca. El rojo seguía empapando las capas de papel; no tardaría en inutilizar la compresa y entonces la sangre se filtraría y escurriría como cálida agua roja. Una imagen terrible... y una vez la tuvo asentada en la cabeza, daba la impresión de que no podía desembarazarse de ella.
«Si lo empeoras...», comenzó la Bendita lastimeramente.
«Oh, vamos, no me atosigues», respondió la voz de Ruth. Habló brusca, pero no desabridamente. «Si la pérdida de sangre va a causarme la muerte, ¿se supone que he de echar la culpa a cuatro aspirinas, después de que he estado en un tris de desollarme la mano derecha para poder liberarme de la cama? ¡Eso es surrealismo puro!»
Si, cierto, parecía ahora surrealista. Sólo que ésa no era exactamente la palabra correcta. La palabra correcta era...
—Hiperrealista —articuló en voz baja, susurrante.
Sí, ésa era. Definitivamente. Jessie dio media vuelta y de nuevo se encontró frente a la puerta del cuarto de baño. Abrió la boca, alarmada. La parte del cerebro encargada de gobernar el equilibrio todavía estaba girando. Durante un momento imaginó a docenas de Jessies, formando una cadena en la que una se superponía parcialmente a otra y todas documentaban el arco de su media vuelta como los fotogramas de una película. Su alarma se acentuó al observar que las franjas de claridad dorada que irrumpía oblicuamente por la ventana occidental habían adquirido una textura distinta: parecían retales de piel de serpiente amarillo brillante. Las motas de polvo giraban a través de ellos como partículas de diamante pulverizado. Oyó los latidos acelerados de su corazón, olió los aromas mezclados de la sangre y el agua. Era como olfatear una vieja tubería de cobre.
«Estoy a punto de desmayarme.»
«No, Jess, no vas a desmayarte. No puedes permitírtelo.»
Probablemente eso era cierto, pero, a pesar de todo, estaba relativamente segura de que iba a desvanecerse. Y no podía hacer nada para evitarlo.
«Sí, hay algo que puedes hacer. Y sabes qué es.»
Observó su mano despellejada, que después levantó. No necesitaría hacer nada, salvo relajar los músculos del brazo derecho. La gravedad se encargaría del resto. Si el dolor que le produjera el impacto de la mano desollada contra el borde del botiquín no bastaba para arrancarla de aquel terrible lugar rutilante, entonces, descubrió de pronto, nada lo lograría. Mantuvo la mano un buen rato junto al pecho izquierdo, manchado de sangre, mientras hacía acopio de valor para llevar a cabo lo que pensaba. Por último, acabó por bajar de nuevo la mano a lo largo del costado. No podía... sencillamente, le era imposible. Un dolor más sería demasiado.
«Entonces muévete, antes de que te desmayes.»
«Tampoco puedo», respondió. Se sentía más que cansada, se sentía como si acabara de fumarse ella sola todo un narguilé de Camboyana roja de primera. Lo único que deseaba era continuar allí quieta y contemplar las motas de polvo de diamante que trazaban lentos círculos en el aire bajo los rayos de sol que entraban por la ventana de la parte oeste. Y tal vez tomarse otro trago de aquel agua verde oscura con sabor a moho.
—Oh, Jiz —articuló, con voz remota y asustada—. Jiz, Louise.
«Tienes que salir del cuarto de baño, Jessie..., tienes que salir de aquí. Eso es lo que ahora debe preocuparte. Creo que esta vez tienes que reptar por encima de la cama; no estoy muy segura de que puedas arrastrarte por debajo, como antes.»
«Pero..., hay trozos de cristal rotos encima de la cama. ¿Y si me corto?»
La pregunta convocó de nuevo a Ruth Neary, más bien colérica.
«Ya te has arrancado casi toda la piel de la mano derecha... ¿Crees que unas cuantas heriditas más pueden tener mucha importancia? Por Cristo bendito, tesoro, ¿qué pasa si te mueres en ese cuarto de baño con un paño higiénico en la muñeca y una enorme sonrisa estúpida en la cara? Eso a cambio de un «¿y si...?». ¡Muévete, pendón!»
Dos precavidos pasos la llevaron de nuevo al umbral del cuarto de baño. Jessie permaneció allí solo un momento, bamboleándose y parpadeando ante el resplandor solar como alguien que se ha pasado la tarde en la penumbra de un cine y sale de pronto a la luz. El siguiente paso la llevó hasta la cama. Cuando sus muslos tocaron el ensangrentado colchón, Jessie levantó la rodilla con el máximo cuidado, se agarró a una de las patas de la cama para no perder el equilibrio y trepó al lecho. No estaba preparada para la sensación de miedo y aversión que se apoderó de ella. Ni por asomo podía imaginarse durmiendo de nuevo en aquella cama, como tampoco podía verse durmiendo en su ataúd. Sólo arrodillarse encima del colchón la hizo sentir ganas de chillar.
«No es preciso que mantengas una relación profunda y significativa con la cama, Jessie... lo único que tienes que hacer es atravesar ese jodido catre.»
Se las arregló para conseguirlo y, pasando por la parte de los pies, evitó tropezar con el estante y cortarse con los filos de los trozos de cristal del destrozado vaso de agua. Se le escapaba un gemido de odio y angustia cada vez que sus ojos caían sobre las esposas que pendían de las columnas de la cama, una abierta, la otra con cerrado círculo de acero lleno de sangre, de su sangre. Para Jessie, aquellas esposas no eran objetos inanimados. Parecían vivas. Y hambrientas aún.
Alargó el brazo hacia el otro lado de la cama, se agarró al poste con la mano izquierda, se dio la vuelta sobre las rodillas con todo el cuidado de una convaleciente en un hospital, se puso boca abajo sobre el colchón y bajó los pies hasta el suelo. Pasó un mal rato mientras pensaba que no tendría fuerzas suficientes para volver a incorporarse; que se quedaría allí hasta que llegara el desmayo y ella se deslizara fuera de la cama. Después reaccionó, aspiró una profunda bocanada de aire y se impulsó hacia arriba con la mano izquierda. Al cabo de unos segundos estaba de pie. Ahora, lo peor era el bamboleo —parecía un marinero que entraba tambaleándose en la mañana del domingo, con la resaca de una borrachera de fin de semana—, pero estaba derecha, gracias a Dios. Otra oleada de negrura cerebral surcó su cabeza como un galeón pirata que avanzase con todo su negro velamen desplegado. O como un eclipse.
Ciega, mientras oscilaba sobre las piernas hacia atrás y hacia adelante, pensó: «Por piedad, Dios mío, no permitas que me desmaye. Por favor, Dios, ¿vale? Por favor».
Al final, la luz volvió a aclarar el día. Cuando Jessie empezó a ver las cosas con la diafanidad con que debía verlas, se dispuso a cruzar la alcoba en dirección a la mesita donde estaba el teléfono, separado unos centímetros del cuerpo para conservar el equilibrio. Descolgó el auricular, que parecía pesar tanto como un tomo del Oxford English Dictionary, y se lo llevó al oído. No le dio tono; la línea estaba muda y muerta. Sea como fuere, a Jessie no le sorprendió, aunque sí planteaba una pregunta: ¿había desconectado Gerald el teléfono, como hacía a veces, o el visitante nocturno había cortado los cables en algún punto fuera de la casa?
—No fue Gerald —refunfuñó—. Yo le habría visto hacerlo.
Luego comprendió que no tenía necesariamente que haberlo visto..., ella había ido directamente al cuarto de baño en cuanto entraron en la casa. Podía haberlo hecho entonces. Se inclinó, cogió el blanco cordón plano que iba de la parte de atrás del aparato a la caja de conexión situada en el zócalo, detrás de la silla, y dio un tirón. Al principio creyó que cedía, pero resultó que no. Incluso aquella falta de resistencia inicial podía ser fruto de su imaginación; estaba perfectamente enterada de que sus sentidos no eran dignos de confianza. Cabía la posibilidad de que el enchufe se hubiese atascado en la pata de la silla, pero...
«No», terció la Bendita. «No cederá porque aún está enchufado... Gerald no lo desconectó. El teléfono no funciona porque «eso» que estuvo contigo aquí anoche, ha cortado los cables.»
«No le hagas caso; aunque levante la voz, por dentro tiene miedo de su propia sombra», dijo Ruth. «El enchufe de conexión cuelga de una de las patas traseras de la silla... prácticamente puedo garantizártelo. Además, comprobarlo es de lo más sencillo, ¿no?»
Claro que lo era. Todo lo que tenía que hacer era retirar la silla y echar un vistazo por detrás. Y si el enchufe estaba desconectado, conectarlo.
«¿Y si a pesar de todo el teléfono sigue sin funcionar?», preguntó la Bendita. «Entonces sabrás una cosa más, ¿no es cierto?»
Ruth: «Deja de temblar... necesitas ayuda cuanto antes».
Era verdad, pero la idea de tirar de la silla para retirarla la llenaba de pesimismo. Probablemente pudiera arrastrarla: la silla era grande, pero no pesaría ni una quinta parte de lo que pesaba la cama, y se las había arreglado para llevarla a través de toda la alcoba..., pero era la idea lo que pesaba. Tirar de la silla sólo sería el principio. Una vez la hubiese apartado, tendría que ponerse de rodillas... deslizarse por aquel rincón lleno de polvo y penumbra para encontrar la caja de conexión y...
«¡Jesús, bonita!», gritó Ruth. Parecía alarmada. «¡No tienes elección! Creí que, por fin, íbamos a estar de acuerdo al menos en una cosa, en que necesitas ayuda y en que la necesitas ya...»
Jessie cerró el paso súbitamente a la voz de Ruth. De un portazo. En vez de retirar la silla, se inclinó sobre ella, cogió la falda pantalón y procedió a subírsela cuidadosamente piernas arriba. Gotas de sangre del empapado vendaje de la muñeca cayeron de inmediato sobre la parte delantera de la prenda, pero Jessie apenas las vio. Toda su atención se centraba en la tarea de hacer caso omiso del parloteo de aquellas voces enojadas y perplejas, y en preguntarse quién diablos había dejado entrar en su cabeza aquellas voces extrañas. Era como despertarse un día y descubrir que, de la noche a la mañana, la casa de una se ha convertido en una pensión. Todas las voces manifestaban un horrorizado escepticismo frente a cuanto ella pretendía hacer, pero Jessie se dio cuenta enseguida que eso le importaba un bledo. Era su vida. La de ella.
Cogió la blusa y se la puso, metiéndosela por la cabeza. Su confuso y desconcertado cerebro consideró que el hecho de que el día anterior hubiera sido lo bastante caluroso como para inducirle a ponerse aquella prenda sin mangas parecía una prueba concluyente de la existencia de Dios. Estaba segura de que en aquel momento no habría sido capaz de deslizar su destrozada mano derecha por toda la longitud de una manga larga.
«Eso da igual», pensó, «son tonterías y maldita la falta que hace que me lo digan unas voces de pacotilla. Estoy pensando en marcharme de aquí —en intentarlo, por lo menos—, cuando lo único que tengo que hacer es retirar esta silla y volver a conectar el teléfono. Debe ser la pérdida de tanta sangre... me está volviendo loca transitoriamente. Vaya disparate. Esta silla no pesará más de veintipocos kilos... ¡Estoy casi segura!»
Sí, salvo que no se trataba de la silla, como tampoco se trataba de la idea de que los fulanos del servicio de salvamento la encontrasen en aquella habitación, con el cadáver de su esposo desnudo y mordisqueado. Jessie pensó que sería una buena idea estar preparada para marcharse en el Mercedes, incluso aunque el teléfono estuviese en perfectas condiciones y ella hubiera avisado ya a la policía, a la ambulancia y a la banda de música del instituto de Deering. Porque el teléfono no era lo importante..., en absoluto. Lo importante era... bueno...
«Lo importante era salir zumbando de allí enseguida», se dijo, con un súbito escalofrío. Tenía los brazos en carne de gallina. «Porque aquella cosa iba a volver.»
¡Bingo! El problema no era Gerald, ni la silla, ni lo que pudieran pensar los tipos del servicio de salvamento cuando llegaran allí y vieran la situación. Ni siquiera el asunto del teléfono. El problema era el Vaquero del Espacio; su viejo amigo el Doctor Muerte. Por eso se estaba vistiendo y salpicando por allí un poco más de sangre, en vez de hacer un esfuerzo para restablecer las comunicaciones con el mundo exterior. El extraño se encontraba en algún sitio cercano; de eso estaba segura. Sólo aguardaba a la oscuridad, y la oscuridad ya estaba muy próxima. En el caso de desmayarse mientras intentaba separar la silla de la pared, o mientras se arrastraba alegremente por allí, entre el polvo y las telarañas, puede que aún continuara en aquella habitación cuando llegara el ser del maletín lleno de huesos. Y lo que era peor, puede que estuviese viva.
Además, el visitante había cortado la línea. No lo sabía con certeza..., pero en el fondo de su corazón estaba convencida de ello. Si la emprendía con aquel follón de retirar la silla y enchufar el aparato en la caja de conexión, se encontraría con que el teléfono iba a estar tan mudo como el de la cocina y el del pasillo delantero.
«¿Y dónde está la gran prueba, de todas formas?», dijo a sus voces. «Sólo pretendo conducir hasta la carretera, ni más ni menos. Comparado con la operación quirúrgica improvisada, utilizando un vaso roto como bisturí, y con el traslado de una cama de doscientos kilos, mientras perdía casi medio litro de sangre, será un juego de niños. El Mercedes es un coche estupendo y el camino no puede ser más recto. Me acercaré a la Ruta 117 a dieciséis kilómetros por hora, y si, una vez en la carretera, me siento demasiado débil para llegar al almacén de Dakin, cruzaré el coche en la calzada, encenderá los intermitentes y me dejaré caer sobre la bocina en cuanto vea que alguien se acerca. No hay razón para que la cosa no resulte, teniendo en cuenta que la carretera es llana y está despejada en dos kilómetros largos, en ambas direcciones. Lo mejor del coche, en este caso, son las cerraduras. Cuando esté dentro, cerraré las puertas. Y «eso» no podrá entrar.»
«Eso», Ruth trató de infundir a su voz matices de burla, pero lo cierto es que sonó asustada... Sí, hasta ella.
«Exacto», replicó Jessie. «Tú eras la que siempre solía aconsejarme que hiciera menos caso a la cabeza y siguiera más los impulsos del corazón, ¿verdad? Claro que sí. ¿Y sabes lo que me dice ahora el corazón, Ruth? Me dice que el Mercedes es la única posibilidad que me queda. Y si te vas a reír, anda, ríete... Pero mi decisión está tomada.»
Al parecer, Ruth no deseaba reír. Ruth se había quedado silenciosa.
«Gerald me entregó las llaves del coche poco antes de apearse, a fin de tener las manos libres para coger la cartera de mano que estaba en el asiento de atrás. ¿Verdad que me las dio? Por favor, Dios mío, que no me engañe la memoria.»
Jessie introdujo la mano en el bolsillo izquierdo de la falda y sólo encontró allí un par de kleenex. Bajó la mano derecha, tanteó por fuera el bolsillo de ese lado y exhaló un suspiro de alivio al palpar el bulto de las llaves del coche y del gracioso llavero que Gerald le había regalado por su último cumpleaños. La frase rotulada en la redonda placa del llavero decía: COSA CACHONDA. Jessie decidió que en toda su vida se había sentido menos cachonda y más cosa, pero, bueno, estaba bien; podía convivir con ello. Las llaves estaban en su bolsillo y eso era lo importante. Las llaves eran su salvoconducto para salir de aquel terrible lugar.
Las zapatillas deportivas estaban una junto a la otra debajo de la mesita del teléfono, pero Jessie se dijo que ya estaba todo lo vestida que necesitaba estar. Echó a andar hacia la puerta del corredor, avanzando con cortos pasitos de inválida. Se recordó que, antes de salir, podía probar a ver si el teléfono del vestíbulo tenía línea... No le costaba nada.
Apenas había rodeado la cabecera de la cama cuando la luz del día empezó de nuevo a escabullirse. Era como si los brillantes rayos de sol que entraban oblicuamente por la ventana estuviesen conectados con un circuito regulador y alguien hubiese bajado el reostato. Al reducirse la claridad, el giratorio polvo de diamante fue desapareciendo con ella.
«¡Oh, no, ahora no!», suplicó Jessie. «No, por favor, tiene que ser una broma.»
Pero la luz continuaba desvaneciéndose y Jessie se percató, súbitamente, de que se tambaleaba, de que la parte superior de su cuerpo dibujaba en el aire círculos cada vez más amplios. Trató de agarrarse a la columna de la cama, pero se encontró asida a las esposas ensangrentadas de las que había escapado poco antes.
«Veinte de julio de mil novecientos sesenta y tres», pensó incoherentemente. «Cinco treinta y nueve de la tarde. Eclipse total. ¿Puedo contar con un testigo?»
Llenaron su olfato los olores mezclados de sudor, el esperma y la colonia de su padre. Quiso cortarles el paso, pero de repente se sintió demasiado débil. Dio dos vacilantes pasos más, antes de caer de bruces sobre el colchón manchado de sangre. Tenía los ojos abiertos y parpadeaba de vez en cuando, pero, aparte de eso, yació allí tan inerte e inmóvil como una mujer a la que las olas han lanzado, ahogada, a una playa desierta.
34
Lo primero que pensó, al volver en sí, fue que la oscuridad significaba que había muerto.
Lo segundo, que, si de verdad estaba muerta, la mano derecha no tendría que dolerle como si, tras abrasársela con napalm se la hubieran despellejado después con navajas barberas.
Lo tercero consistió en que, si estaba oscuro y tenía los ojos abiertos —como parecía tenerlos—, eso significaba que se había puesto el sol.
Tal idea la impulsó a saltar del punto intermedio en el que estaba echada, no del todo inconsciente sino sumida en la languidez subsiguiente a la conmoción, acosada por las prisas. Al principio no pudo comprender por qué el hecho de que se hubiese ocultado el sol tenía que ser tan aterrador, pero luego
(«Vaquero del Espacio-monstruo de amor»)
irrumpió precipitadamente en su cerebro como una sacudida eléctrica. Las estrechas mejillas, cadavéricamente blancas; la frente despejada; los ojos profundos.
Mientras Jessie permaneció medio inconsciente encima de la cama, el viento se había levantado otra vez con bastante fuerza y la puerta de atrás tableteaba de nuevo contra el marco. Durante unos minutos, la puerta y el viento fueron los únicos sonidos pero, después, un prolongado y penetrante alarido onduló en el aire. A Jessie le pareció el sonido más espantoso que había escuchado jamás; el que se imaginaba proferiría la víctima de un sepelio prematuro, cuando la desenterrasen, viva pero loca, y la sacaran del ataúd. El alarido se disolvió en la noche (era de noche, no cabía duda), pero se repitió al cabo de unos instantes: un falsete inhumano, impregnado de terror idiota. Se precipitó sobre ella como algo vivo, le provocó un estremecimiento desesperanzado, mientras, tendida encima de la cama, trataba de cubrirse los oídos. Consiguió taparse las orejas con las manos, pero no pudo impedir que, cuando sonó por tercera vez, aquel grito horrible penetrase en su cerebro.
—¡Oh, no! —gimió. Nunca había sentido tanto frío, tanto frío, tanto frío—. ¡Oh, no... no!
El aullido se hundió en la ventosa noche como si lo engullera un embudo y no volvió a repetirse inmediatamente. Jessie dispuso de unos segundos para recobrar el aliento y entonces comprendió que, después de todo, no fue más que el ladrido de un perro... Probablemente, el perro, en realidad, el chucho que hizo de Gerald su personal restaurante McDonald’s para automovilistas. Después, el aullido se elevó de nuevo al aire, y resultaba imposible creer que una criatura de nuestro mundo natural pudiese producir semejante sonido; seguramente se trataba de una bruja o de algún vampiro que se retorcía con la estaca clavada en el corazón. Mientras el alarido ascendía hacia su cumbre cristalina, Jessie comprendió el motivo que impulsaba al animal a producir aquel sonido.
Eso había vuelto, exactamente como ella temía. De algún modo, el perro lo presentía, lo sabía.
Los escalofríos sacudieron a Jessie. Sus ojos exploraron febrilmente el rincón donde la noche anterior viera al visitante... el rincón en el que había dejado el pendiente de la perla y la huella única. Estaba demasiado oscuro para distinguir alguna de ambas cosas (siempre dando por supuesto que estuvieran allí), pero durante una fracción de segundo Jessie creyó ver a la propia criatura y notó que un grito le subía a la garganta. Cerró los ojos, apretó con fuerza los párpados, volvió a abrirlos y lo único que pudo ver a través de la ventana occidental, fue la sombra de los árboles agitados por el viento. En esa misma dirección, más allá de las contorsionantes formas de los pinos, vislumbró una franja áurea en la línea del horizonte.
«Puede que sean las siete, pero si aún veo la puesta de sol probablemente ni siquiera es tan tarde. Lo que quiere decir que sólo he estado sin sentido cosa de una hora..., hora y media, como máximo. A lo mejor no es demasiado tarde para marchar de aquí. A lo mejor...»
Esa vez el perro pareció chillar de verdad. El sonido hizo que a Jessie la dominara el deseo de gritar a su vez. Se agarró a uno de los postes de la cama, porque las piernas empezaron a temblarle de nuevo, y entonces se dio cuenta, súbitamente, de que ni siquiera se había levantado de encima del colchón. Hasta tal punto la alucinó el maldito perro.
«Domínate, muchacha. Respira hondo y conserva el control de ti misma.»
Aspiró profundamente, y el olor que pasó por sus fosas nasales junto con el aire era un efluvio que ya conocía. Era parecido a la suave emanación mineral que la había obsesionado durante todos aquellos años —el olor que, para ella, significaba sexo, agua y padre—, pero no era exactamente el mismo. En aquella versión odorífera algún otro olor, algunos otros olores, parecían haberse mezclado: ajos de cosechas pasadas... cebollas viejas... polvo... pies sucios, quizás. Aquel olor hizo retroceder a Jessie un sinfín de años y la llenó de ese terror inarticulado y desalentador que experimentan los niños cuando presienten que alguna criatura sin rostro y sin nombre —algún coco— espera pacientemente debajo de la cama a que ellos asomen una pierna o dejen colgando un brazo...
El viento soplaba. La puerta batía. Y en alguna parte, muy cerca, una tabla crujió sigilosamente del modo en que crujen las tablas cuando alguien anda sobre ellas con furtiva ligereza.
«Vuelve», susurró el cerebro de Jessie. Ahora eran todas las voces, entrelazadas como hilos de una trenza. «Eso es lo que olfatea el perro, eso es lo que tú hueles, Jessie; eso es lo que ha hecho crujir la tabla. La cosa que estuvo aquí anoche ha vuelto a buscarte.»
—¡Oh, Dios, no! —gimió Jessie—. ¡Oh, Dios, no! ¡Oh, Dios, no! ¡Oh, Dios querido, no permitas que eso sea verdad!
Intentó moverse, pero tenía los pies petrificados en el suelo y la mano izquierda clavada al poste de la cama. El miedo la había inmovilizado con la misma eficiencia con que los faros de un automóvil dejan paralizado en mitad de la carretera al ciervo o al conejo deslumbrados. Habría seguido allí, gimiendo en tono bajo o intentando rezar, hasta que llegase a ella, hasta que fuera a por ella... el Vaquero del Espacio, el segador del amor, sólo un vendedor de muerte a domicilio, que iba de puerta en puerta con su muestrario de huesos y anillos, en vez de productos de limpieza Amway o cepillos Fuller.
El grito ululante del perro se elevó en el aire, ascendió dentro de la cabeza de Jessie, quien llegó a temer que acabaría enloqueciéndola.
«Estoy soñando», se dijo. «Por eso no podía recordar que me encontraba de pie; los sueños son como las versiones de obras resumidas del Reader’s Digest y, cuando una se desmaya, luego no puede recordar cosas insignificantes como ésa. Perdí el sentido, sí... eso es lo que ha pasado, en realidad, sólo que en vez de entrar en coma, he caído en un sueño natural. Supongo que eso quiere decir que la hemorragia se ha cortado, porque no creo que las personas que se desangran hasta la muerte tengan pesadillas cuando hincan el pico. He estado durmiendo, eso es todo. Y, mientras dormía, he tenido la abuela de todas las pesadillas.»
Una idea fabulosamente reconfortante, sólo que tenía un fallo: no era verdad. Las sombras de los árboles que danzaban sobre la pared del tocador eran reales. Lo mismo que aquel olor insólito que flotaba por la casa. Ella estaba despierta y tenía que salir de allí.
«¡No puedo moverme!», gimió.
«Sí que puedes», le replicó Ruth en tono severo. «No te liberaste de esas jodidas esposas para ahora morir de miedo, encanto. Muévete de una vez... No tengo que decirte lo que tienes que hacer, ¿verdad?»
—No —susurró Jessie, al tiempo que golpeaba levemente el poste de la cama con el dorso de la mano derecha. La consecuencia fue un automático e inmenso estallido de dolor. La tenaza de pánico que la retenía saltó en mil pedazos como un cristal y cuando el perro lanzó al aire otro de aquellos alaridos paralizantes, Jessie apenas lo oyó: su mano derecha estaba mucho más cerca y aullaba más fuerte.
«Y sabes lo que tienes que hacer ahora, encanto... ¿verdad que sí?»
Sí... había llegado el momento de convertirse en jugador de hockey sobre hielo y lanzar el disco fuera de allí. Pensó durante un segundo en el rifle de Gerald, pero apartó aquella imagen de su mente. No tenía la más remota idea de dónde estaba el arma, ni siquiera de si se encontraba en la casa.
Lenta y cautelosamente, Jessie echó a andar sobre sus temblorosas piernas a través del cuarto. De vez en cuando, levantaba el brazo izquierdo para conservar el equilibrio. El pasillo situado al otro lado de la puerta del dormitorio era un tiovivo de sombras móviles, con la puerta del cuarto de invitados abierta a la derecha. A la izquierda estaba la puerta del cuartito de trabajo que Gerald usaba como gabinete de trabajo. Más allá, también a la izquierda, el arco que daba paso a la cocina y al salón. Y, a mano derecha, la mal cerrada puerta trasera... el Mercedes... y tal vez la libertad.
«Cincuenta pasos», pensó Jessie. «No puede haber más de cincuenta pasos, probablemente sean menos. De modo que sigue andando, ¿de acuerdo?»
Pero, al principio, le resultó imposible. Por extraño que indudablemente le pareciera a alguien que había pasado lo que ella pasó durante las últimas veinticuatro horas, el dormitorio representaba una especie de austero y seguro refugio. En cambio, el pasillo... cualquier cosa podía estar allí al acecho. Cualquier cosa. Entonces, resonó un chasquido como si alguien hubiera arrojado un guijarro contra la pared del lado oeste de la casa, inmediatamente debajo de la ventana. A Jessie se le escapó un pequeño grito de terror antes de comprender que sólo había sido una rama de la vieja picea azul que crecía junto al porche.
«Domínate», recomendó Punkin severamente. «Sujeta los nervios y sal de aquí.»
Avanzó insegura, tambaleante, extendido aún el brazo izquierdo, contando mentalmente los pasos. Llevaba doce cuando pasó por delante del cuarto de invitados. A los quince llegó al estudio de Gerald y entonces oyó un silbido apagado, en tono bajo, como de vapor que se escapa de un radiador viejo. De momento, Jessie no asoció aquel ruido con el estudio, creyó que lo producía ella misma. Luego, cuando alzaba el pie derecho para dar el paso dieciséis, el silbido intensificó su volumen. En esa ocasión, al registrarlo con mayor claridad, Jessie comprendió que no lo producía ella, porque estaba conteniendo la respiración.
Despacio, muy despacio, volvió la cabeza hacia el estudio en el que su marido ya no volvería a trabajar nunca más en sus informes legales mientras encadenaba los Marlboros y tarareaba viejos éxitos de los Beach Boys. La casa gruñía ahora en torno a Jessie como un buque que surcase las aguas de un mar moderadamente picado. También crujía en las diversas ensambladuras, sacudidas por los ramalazos del frío viento. Además del tableteo de la puerta de atrás, oyó el batir de una persiana, pero aquellos sonidos estaban en otro sitio, en un mundo en el que no se ponían esposas a las mujeres, los maridos no se negaban a escuchar y las criaturas nocturnas no estaban al acecho. Al volver la cabeza, Jessie percibió el ruido de los músculos y tendones de su cuello, que chirriaron igual que los muelles de un somier. Le abrasaban los ojos en las órbitas como si fueran ascuas de carbón vegetal.
«¡No quiero mirar!», chilló el cerebro. «¡No quiero mirar, no quiero verlo!»
Pero no tuvo más remedio que mirar. Era como si unas manos invisibles la obligasen a volver la cabeza a la fuerza, mientras el viento seguía lanzando sus ráfagas, la puerta trasera chocaba contra el marco, la persiana palmeaba y el perro disparaba una vez más la espiral de su espeluznante y desolado aullido hacia el negro cielo de octubre. Volvió la cabeza hasta que la mirada pudo adentrarse por el estudio de su marido y, sí, ciertamente, allí estaba, una figura alta, erguida junto a la silla Eames de Gerald, delante de la puerta corredera de cristal. El estrecho y blanco rostro parecía suspendido en la oscuridad como una calavera alargada. La sombra oscura y casi cuadrada del maletín se encontraba en el suelo, entre sus pies.
Respiró hondo para poder chillar, pero todo lo que salió de su garganta fue un pitido como el de una tetera con el sistema de aviso estropeado: «Iuuuuuuuuuhhh»
Nada más que eso.
En alguna parte, en aquel otro mundo, una corriente de orina cálida descendió por sus piernas; había vuelto a mojarse las bragas y batió de nuevo un récord por segundo día consecutivo. El viento también soplaba en aquel otro mundo, lo que hacía estremecer la casa hasta sus cimientos. La picea azul lanzó otra vez su enramada contra la pared occidental. El gabinete de Gerald era una laguna de sombras danzarinas y a Jessie volvió a costarle trabajo determinar qué estaba viendo... o si en realidad veía algo.
El perro insistió en su agudo y horrible grito, lo que indujo a Jessie a pensar: «Ah, lo estás viendo, desde luego. Acaso no lo veas con la misma claridad con que el perro lo huele, pero lo ves».
Como si deseara alejar de la mente de Jessie cualquier duda que pudiese subsistir, el visitante alargó la cabeza con una especie de parodia de curiosidad y permitió a la mujer lanzarle una diáfana pero misericordiosamente breve mirada. El rostro parecía el de un alienígena que hubiese intentado sin mucho éxito imitar los rasgos de la mímica humana. Era, por ejemplo, demasiado estrecho..., más angosto que cualquier semblante que Jessie hubiera visto jamás. La nariz parecía no tener más grosor que el filo de un cuchillo de mantequilla. La alta frente tenía la forma abultada de un bulbo. Los ojos eran simples círculos negros bajo el arco de V invertida que formaban las delgadas cejas; los labios, color de hígado, parecían hacer pucheros y fundirse al mismo tiempo.
«No, fundirse, no», pensó Jessie con esa brillante lucidez que a veces cobra vida, como el rutilante filamento de una bombilla, dentro de la esfera del terror absoluto. «De fundirse, nada, sonríe. Trata de sonreírme.»
A continuación, aquel ser se inclinó hacia adelante para coger el estuche y su rostro volvió a desaparecer caritativamente de la vista. Jessie retrocedió un paso, vacilante, e intentó gritar de nuevo, pero sólo consiguió emitir un susurro inconexo y vidrioso. Aumentó de volumen el gemido del viento alrededor de los aleros del tejado.
El visitante enderezó el cuerpo y, mientras sostenía el estuche con una mano, empleó la otra para abrir los cierres. Jessie comprendió dos cosas instintivamente, no porque lo deseara, sino porque su aptitud mental para resolver y elegir lo que tuviera lógica había quedado destrozada del todo. La primera se relacionaba con el olor que había percibido antes. No era a ajos, ni a cebollas, ni a sudor, ni a polvo. Era a carne putrefacta. La segunda tenía que ver con los brazos de la criatura. Ahora que estaba más cerca y lo veía mejor (no por su gusto, pero así era), le impresionaron intensamente: extremidades monstruosas, anormalmente alargadas que parecían ondular como tentáculos entre las sombras agitadas por el viento. Le presentaban la caja, como si buscaran su aprobación, y Jessie observó que no era un maletín de agente de ventas, sino una cesta de mimbre semejante a una desmesurada nasa de pescador.
«He visto una canasta parecida en alguna parte», pensó Jessie. «No sé si fue en un programa de televisión antiguo o en la vida real, pero la he visto. De jovencita. Salía de un largo automóvil negro con puerta trasera».
En su interior sonó repentinamente una suave y siniestra voz extraterrestre.
«Hubo un tiempo, Jessie, cuando el presidente Kennedy aún vivía, todas las jovencitas eran Punkin y aún no se habían inventado los sacos de plástico con cremallera para trasladar cadáveres —allá por la Época del Eclipse, digamos—, en que eran muy corrientes los cofres como éste. Los había de todas las medidas, desde la talla extra para adultos, hasta el tamaño para aborto de seis meses. Tu amigo guarda sus recuerdos en una de esas bolsas de sepulturero antiguas, Jessie.»
Al tiempo que comprendía eso, también comprendió otra cosa. Era evidente a todas luces, una vez se pensaba en ello. Si su visitante olía tan mal era porque estaba muerto. Lo que ocupaba el estudio de Gerald era un cadáver ambulante.
«No..., no, eso no es posible...»
Pero lo era. Había percibido el mismo tufo en Gerald, no hacía tres horas. Lo había olido en Gerald, fermentando en su carne como una enfermedad exótica que sólo pudieran coger los muertos.
El visitante abría ahora la caja y la adelantaba hacia ella. De nuevo, Jessie vio el brillo dorado y el centelleo de los diamantes entre el montón de huesos. De nuevo, Jessie vio adelantarse la delgada mano del hombre, que empezó a remover el contenido del pequeño ataúd de mimbre: un cofre en otro tiempo destinado a albergar cadáveres de recién nacidos o de niños muy pequeños. De nuevo, Jessie oyó el batir y el chasquear tenebroso de los huesos, un sonido semejante al de unas castañuelas con una costra de polvo pegada encima.
Jessie lo contempló, hipnotizada y casi extática de terror. Su cordura empezó a flaquear; notó, casi oyó, que se le iba, y era algo que no podría evitar el Dios de la verde Tierra.
«¡Sí, ya está! ¡Puedes salir corriendo! ¡Tienes que salir corriendo, ahora mismo!»
Era Punkin, y su voz era un chillido..., pero lejano, perdido en las profundidades de algún pétreo desfiladero de la cabeza de Jessie. Había allí infinidad de desfiladeros, lo estaba descubriendo, y una infinidad de retorcidas cañadas y cuevas oscuras, ninguna de las cuales había visto jamás la luz del sol: lugares en los que podía decirse que el eclipse era perpetuo. Resultaba interesante. Resultaba interesante descubrir que el cerebro de una persona no era en realidad más que un cementerio construido en una hondonada por cuyo fondo serpenteaban disformes reptiles como aquél. Interesante.
Fuera, el perro lanzó otro aullido. Jessie, por fin, recobró la voz. También aulló con ella, emitió un sonido canino del que parecían haber eliminado toda la cordura. No le costaba trabajo imaginarse a sí misma en un manicomio prorrumpiendo en sonidos como aquél. Durante el resto de su vida. Se dio cuenta de que podía imaginárselo con suma facilidad.
«¡Jessie, no! ¡Recupera la razón y sal corriendo de aquí! ¡Márchate ya!»
El visitante le sonreía, los labios se curvaban para dejar al descubierto las encías y, de nuevo, Jessie vio destellos de oro en la parte interior de la boca, leves centelleos que le recordaron a Gerald. Dientes de oro. Tenía piezas dentarias de oro y eso significaba que era...
«Significa que es real, sí, pero eso ya lo hemos determinado, ¿no? Lo único que queda por determinar es qué vas a hacer ahora. ¿Alguna idea, Jessie? Si es así, vale más que la saques a relucir enseguida, porque el tiempo se te está quedando terriblemente corto.»
La aparición dio un paso hacia adelante, aún sosteniendo la caja abierta, como si esperase que Jessie admirara su contenido. La criatura llevaba un collar... una especie de collar extraño. Se intensificaba aquel olor denso y desagradable. Lo mismo que la inequívoca sensación de malevolencia. Jessie trató de retroceder un paso, para contrarrestar el que había avanzado su visitante, pero comprobó que le era imposible mover los pies. Era como si estuviese atornillada al suelo.
«Eso quiere decir que va a matarte, preciosa», dijo Ruth, y Jessie comprendió que era cierto. «¿Vas a dejar que lo haga?» En la voz de Ruth no había sarcasmo alguno, sólo curiosidad. «Después de pasar todo lo que has pasado, ¿realmente vas a permitirlo?»
El perro aulló. La mano de la aparición se agitó. Los huesos susurraron. Los diamantes y rubíes despidieron su débil destello nocturno.
Prácticamente sin percatarse de lo que hacía y mucho menos de por qué lo hacía, Jessie cogió sus anillos, los que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, con el pulgar y el índice de la frenéticamente temblorosa mano derecha. El dolor que atravesó el dorso de esa mano, mientras apretaba, le resultó tenue y distante. Siempre, a lo largo de todos los días y años de su matrimonio, había llevado puestos casi constantemente aquellos anillos, y la última vez que se los quitó tuvo que ponerse jabón en el dedo. Esta vez no. Esta vez salieron fácilmente.
Tendió la ensangrentada mano a aquella criatura, que había cubierto ya con su caja toda la distancia que le separaba del umbral del estudio. Los anillos formaban un místico ocho en la palma de la mano de Jessie, un poco más allá del tosco vendaje hecho con la compresa. La criatura se detuvo. La sonrisa de sus gruesos labios deformados se difuminó para transformarse en una nueva expresión que muy bien podía ser de rabia o sólo de confusión.
—Tenga —dijo Jessie con áspero gruñido sofocado—. Tenga, cójalos. Lléveselos y déjeme en paz.
Antes de que aquel ser pudiera moverse, arrojó los anillos a la caja abierta, como en otras ocasiones había arrojado a las bolsas de IMPORTE EXACTO las monedas correspondientes al peaje en la autopista de New Hampshire. Estaba a menos de metro y medio, la boca del cofre era amplia y ambos anillos cayeron dentro. Oyó claramente el doble ruido metálico que produjeron cuando los aros de compromiso y de boda chocaron con los huesos de desconocidos.
Los labios del visitante se separaron otra vez de los dientes y, de nuevo, dejó oír aquel siseo cremoso y sibilante. Avanzó otro paso y algo —algo que yacía aturdido y perplejo en el suelo de la mente de Jessie— se despertó de pronto.
—¡No! —chilló.
Dio media vuelta y echó a andar tambaleándose por el pasillo, mientras el viento soplaba, la puerta tableteaba, la persiana batía, el pero aullaba y aquella criatura le pisaba los talones... Estaba allí, inmediatamente detrás de ella, oía su sibilante siseo y en cualquier momento alargaría la mano, una mano estrecha y blanca que flotaba en el extremo de un brazo fantástico como un largo tentáculo, y ella sentiría cerrarse alrededor de su garganta aquellos putrefactos dedos lívidos.
Y entonces se encontró ante la puerta trasera, la abrió, se precipitó a través del porche y tropezó con su propio pie derecho; mientras se desplomaba hacia el suelo recordó que debía retorcer el cuerpo para aterrizar sobre el costado izquierdo. Lo hizo, pero el impacto fue lo bastante violento como para que viera las estrellas. Rodó sobre sí misma para ponerse boca arriba, alzó la cabeza y miró fijamente la puerta, temerosa de ver perfilarse al otro lado de la tela metálica de la entrada el rostro blanco y estrecho del vaquero del espacio. No apareció allí, como tampoco oyó Jessie el siseo que lo acompañaba. No es que eso significara gran cosa; podía presentarse a la vista en cualquier momento, echarle las manos encima y destrozarle la garganta.
Jessie bregó para ponerse en pie, logró dar un paso y luego, temblorosas a causa de una combinación de miedo y pérdida de sangre, las piernas le fallaron y volvió a caer sobre las tablas del piso, junto al compartimento donde se depositaba la basura. Gimió y alzó la vista hacia el cielo, donde la luna en cuarto creciente afiligranaba unas nubes que corrían de este a oeste a fantástica velocidad. Las sombras se deslizaron por su rostro como fabulosos tatuajes móviles. En aquel momento, el perro volvió a aullar, muy cerca ahora, puesto que Jessie estaba ya fuera de la casa, y eso le proporcionó la pequeña dosis de incentivo adicional que necesitaba. Levantó la mano izquierda para alcanzar el borde inferior de la inclinada cubierta del compartimento de la basura, agarró el asa y se ayudó con ella para levantarse. Una vez en pie, siguió aferrada al asa, a la espera de que el mundo dejara de bambolearse. Después se soltó y echó a andar despacio hacia el Mercedes, alzados ambos brazos para equilibrarse.
«¡A la luz de la Luna, la casa parece una calavera!», se maravilló, al volver la cabeza y lanzar una mirada a su espalda, desorbitados los ojos. «¡Es igual que una calavera! ¡La puerta es la boca, las ventanas son los ojos, las sombras de los árboles son el pelo...!»
Se le ocurrió otra idea que, sin duda, le pareció muy graciosa, ya que lanzó una estentórea carcajada en medio de la ventosa noche.
«Y el cerebro... no te olvides del cerebro. El cerebro es Gerald, naturalmente. La casa está muerta y el cerebro se descompone.»
Al tiempo que alargaba la mano hacia el automóvil, volvió a reír, todavía más fuerte que antes, y el perro le respondió con un aullido. «Mi perro tiene pulgas, le pican en las rodillas», pensó Jessie. A ella se le doblaron las rodillas y se agarró al picaporte de la portezuela, sin dejar un segundo de reír. No alcanzaba a comprender exactamente de qué y por qué se reía. Entendería que algunas partes de su cerebro se cerraron como medida de autodefensa volvieran a despertarse, pero eso no iba a ocurrir hasta que se encontrase fuera de allí. Si alguna vez lo lograba.
—Me imagino que también necesitaré una transfusión, llegado el momento —dijo en voz alta, y eso le provocó otro estallido de carcajadas. Con torpes movimientos llevó la diestra al bolsillo izquierdo, sin interrumpir sus risas. Tanteaba en busca de las llaves cuando comprendió que la fetidez había vuelto y que la criatura de la cesta de mimbre estaba de pie a su espalda.
Jessie volvió la cabeza, con una carcajada aún en la garganta y una sonrisa todavía dibujada en los labios, y durante unos segundos vio aquellas flacas mejillas y los profundos ojos sin fondo. Pero sólo los vio a causa
(«del eclipse»)
del miedo que la invadía, no porque allí hubiese algo real; el porche trasero estaba desierto, la puerta de tela metálica era un alto rectángulo de oscuridad.
«Pero vale más que te des prisa», aconsejó la Santa Esposa Burlingame. «Sí, es mejor que actúes como el jugador de hockey sobre hielo, ahora que todavía estás a tiempo, ¿no crees?»
—Imitaré a las amebas y me dividiré —convino Jessie, y continuó riendo mientras sacaba la llave del bolsillo. Casi se le escurrió de entre los dedos, pero pudo retenerla sosteniéndola por la gran placa del llavero. «Cosa cachonda», comentó Jessie, y volvió a emitir una alegre carcajada, en el momento en que resonaba la puerta trasera y el Vaquero de la Muerte espectro del amor salía de la casa precipitadamente envuelto en una blanca nube de polvo de huesos. Pero cuando Jessie se volvió (y casi se le cayó la llave, pese al descomunal tamaño del llavero), allí no había nada. Era sólo el viento, que impulsaba la puerta contra el marco... sólo eso y nada más que eso.
Abrió la portezuela del coche, se deslizó hasta situarse al volante y consiguió arrastrar las temblonas piernas tras de sí. Cerró la portezuela de golpe, y mientras bajaba el seguro de todas las demás puertas (incluida la del maletero, naturalmente; nada en el mundo superaba la eficiencia germana), una indecible sensación de alivio la inundó. Alivio y algo más. Un algo más que se identificaba con la cordura, y pensó que en su vida había experimentado nada comparable a aquella dulce y perfecta sensación de retorno... salvo aquel primer trago de agua bebida a chorro bajo el grifo, claro. Jessie empezaba a pensar que aquel agua iba a terminar siendo eterno champaña.
«¿Habré estado muy cerca de volverme loca ahí? ¿Cuánto me habrá faltado realmente?»
«Es posible que eso no llegues a saberlo con exactitud nunca, encanto», repuso Ruth Neary en tono grave.
No, puede que no. Jessie introdujo la llave de ignición y le dio media vuelta. No pasó nada.
Se le secó la risa en los labios, pero no la dominó el pánico; aún se sentía cuerda y relativamente completa. «Piensa, Jessie.» Reflexionó y la respuesta llegó enseguida. El Mercedes ya tenía sus años de rodaje (Jessie no estaba segura de que hiciese algo tan vulgar como envejecer) y la transmisión había empezado últimamente a hacer de las suyas, eficiencia germana o no. Una de las pegas que le gustaba poner consistía en negarse a arrancar a menos que el conductor tirase de la palanca del cambio de marchas, la removiera en su soporte, entre los asientos, y la accionase con fuerza. Girar la llave de arranque y al mismo tiempo tirar de la palanca de cambio era una operación que requería el empleo de las dos manos, y la derecha aún le dolía terriblemente. La idea de tener que utilizarla para mover la palanca del cambio de marchas la acobardó, y no sólo por el dolor en sí. Estaba completamente segura de que el esfuerzo haría que la profunda incisión de la parte interna de la muñeca se abriese de nuevo.
—Por favor, Dios mío, necesito un poco de ayuda ahí —susurró Jessie, y giró otra vez la llave de contacto. Nada. Ni siquiera un leve chasquido. Una nueva idea se coló en su cerebro como un ladronzuelo antipático: su ineptitud para poner en marcha el motor del coche no tenía nada que ver, en absoluto, con aquel fallo insignificante de la transmisión. Aquello era obra del visitante. Había cortado los cables de la línea telefónica; también había levantado la capota del Mercedes el tiempo suficiente para quitar la tapa del distribuidor y arrojarla entre los árboles.
La puerta trasera batió contra el marco. Jessie lanzó una mirada nerviosa en aquella dirección y tuvo el convencimiento de que, durante unos segundos, vislumbró en la oscuridad de la entrada el rostro blanco y sonriente de la criatura. En cuestión de un instante, estaría fuera. Cogería una piedra, rompería la ventanilla y con una de las astillas del cristal de seguridad...
Jessie pasó el brazo izquierdo a través de la cintura y empujó la palanca del cambio con todas sus fuerzas (aunque la verdad es que esas fuerzas le parecieron escasas). Luego llevó la derecha por debajo del arco inferior del volante, cogió la llave de ignición y la accionó de nuevo.
Más nada. Salvo la silenciosa risa burlona del monstruo que la observaba. Pudo oírla con toda claridad, aunque sólo sonara en su cerebro.
«Por favor, Dios mío, ¿no puedo tener un puñetero golpecito de suerte?», chilló. La palanca de cambio se removió un poco bajo la palma de su mano y cuando Jessie giró la llave de ignición hacia la posición de arranque, el motor cobró rugiente vida... «Ja, mein führer!» Sollozó de puro alivio y encendió los faros. Un par de brillantes ojos amarillo naranja la miraron desde el camino de acceso a la casa. Lanzó un grito, mientras sentía que el corazón trataba de liberarse del angosto tubo que lo oprimía para subírsele a la garganta y asfixiarla. Era el perro, naturalmente... el perro vagabundo había sido, por expresarlo así, el último cliente de Gerald.
El antiguo Príncipe estaba allí inmóvil, momentáneamente deslumbrado por el resplandor de los faros. Si Jessie hubiera metido la primera y arrancado en aquel momento, lo más probable es que lo hubiera atropellado y matado. Ese pensamiento cruzó por su cabeza, pero de un modo remoto, casi académico. El miedo y el odio hacia el perro habían desaparecido. Vio lo esquelético que estaba y las espinas de lampazo que sobresalían en su pelo enmarañado... un pelo tan escaso que poca protección iba a ofrecerle durante el invierno que ya estaba al caer. Pero, principalmente, lo que observó fue la manera en que se encogía frente a la luz, caídas las orejas, aplastados los cuartos traseros contra el firme de la avenida.
«Me parece imposible», pensó Jessie, «pero me veo ante algo que todavía está más asustado que yo.»
Aplicó el dorso de la mano izquierda a la bocina del Mercedes. Produjo un sonido corto y seco, más eructo que pitido, pero fue suficiente para que el perro entrara en movimiento. Dio media vuelta y se perdió en la arboleda sin molestarse en mirar atrás más de una vez.
«Sigue su ejemplo, Jessie. Lárgate de aquí mientras puedas.»
Buena idea. A decir verdad, era la única idea. Cruzó la mano izquierda sobre el cuerpo, es vez para poner la palanca de cambio en primera. Cogió la marcha con el tranquilizador tirón de costumbre y el automóvil empezó a rodar despacio por el pavimentado camino. A impulsos del viento, los árboles abanicaban la noche como sombras de bailarines que ejecutaran sus danzas a ambos lados del automóvil; el viento también organizaba remolinos de tornado con las primeras hojas que el otoño había desprendido, a las que lanzaba dando vueltas de un lado para otro.
«Lo estoy consiguiendo», pensó Jessie, admirada. «Lo estoy logrando, voy a lanzar mi disco fuera de aquí.»
Avanzaba por la avenida, rodando hacia la pista forestal que la llevaría a la Bay Lane, que a su vez la conduciría a la Ruta 117 y a la civilización. Mientras contemplaba la casa (parecía más que nunca una inmensa calavera blanca, bajo la claridad de la luna de aquella noche ventosa), reducida en el espejo retrovisor, Jessie pensó: «¿Por qué me deja marchar? ¿Me deja marchar? ¿Realmente va a dejarme marchar?».
Parte de ella —la parte enloquecida por el miedo de que nunca escaparía del todo de las esposas y de la habitación matrimonial de la casa de la bahía norte del lago Kashwakamak— le aseguró que no; la criatura del cesto de mimbre sólo se entretuvo en juguetear con ella, del mismo modo que un gato se entretiene jugueteando con un ratón herido. Antes de que fuese muy lejos, desde luego, antes de que llegara al final de la avenida de acceso, aquel ser acudiría corriendo tras ella, con sus largas piernas de personaje de tebeo, y extendería sus largos brazos de personaje de tebeo para echar mano al parachoques trasero y detener en seco el automóvil. La eficacia alemana era estupenda, pero cuando una trata con algo que ha vuelto de la muerte... pues...
Sin embargo, la casa seguía disminuyendo de tamaño en el retrovisor. Jessie llegó al final del camino de acceso a la casa, torció a la derecha y, conduciendo con la mano izquierda, siguió las rodadas de la estrecha pista forestal, que resplandecían bajo la luz de los faros y que la llevarían a la Bay Lane. Todos los años, el dos o el tres de agosto, una brigada de voluntarios reclutados entre los veraneantes, bien abastecidos de cerveza y cotilleos, limpiaban de maleza y podaban las ramas demasiado bajas, despejando el camino hasta la Bay Lane, pero aquel verano se lo habían pasado por alto y la pista forestal resultaba ahora mucho más estrecha de lo que a Jessie le gustaba. Cada vez que la rama de un árbol golpeaba el techo del automóvil, la mujer se encogía un poco.
Sin embargo, escapaba. Una tras otra, las señales del camino que a fuerza de años de verlas se había aprendido de memoria iban apareciendo a la luz de los faros para luego empequeñecerse por detrás: el enorme peñasco descabezado, el gigantesco portillo con su descolorido letrero de ESCONDRIJO DEL NÓMADA, la picea arrancada de raíz que se apoyaba en otras más pequeñas como un borracho de gran estatura al que llevaran a casa unos amigotes de francachela más bajitos y resistentes. La picea ebria se encontraba a poco más de cincuenta metros de la Bay Lane y desde allí quedarían poco más de tres kilómetros hasta la autopista.
—Puedo arreglármelas bien si me lo tomo con calma —dijo, y apretó con el pulgar, cuidadosamente, el botón que encendía la radio. Suave, majestuoso y, sobre todo, racional, Bach inundó el interior del Mercedes de un extremo a otro. Cada vez mejor—. Tómatelo con calma —se repitió Jessie—. Sé untuosa. —Hasta el último sobresalto. El perro vagabundo mirándola fijamente con sus ojos color naranja parecía haberse disipado ya un poco, aunque aún notaba conatos de estremecimientos—. No tendré ningún problema, si me lo tomo con calma.
Se las estaba arreglando estupendamente, desde luego... tal vez se excedía en lo de la tranquilidad. La aguja del cuentakilómetros apenas llegaba a la señal de los dieciséis kilómetros por hora. Estar a salvo en el refugio familiar del propio coche de una era maravillosamente fortificante —ya había empezado a preguntarse si no se habría estado asustando tontamente por unas sombras inofensivas—, pero aquél sería un momento inoportuno para dar por sentadas ciertas cosas. Si hubo alguien en la casa, él (eso, insistió la voz profunda, la voz extraterrestre de todas las voces extraterrestres) podía haber salido de la casa por alguna de las otras puertas. Podía estar siguiéndola en aquel momento. Incluso era posible que, si ella continuaba su huida pisando huevos, a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora, un perseguidor realmente decidido la alcanzase. Jessie lanzó una ojeada al retrovisor, con ánimo de tranquilizarse, de confirmar que esa idea era sólo producto de la paranoia inducida por la tensión y el agotamiento, y el alma se le cayó a los pies. La mano izquierda dejó el volante y se abatió sobre el regazo, encima de la mano derecha. El golpe tenía que producirle un dolor de todos los diablos, pero no hubo dolor alguno... absolutamente ninguno.
El desconocido estaba sentado en el asiento trasero, con sus sobrenaturalmente largas manos apretando ambos lados de la cabeza, igual que el mono que se niega a escuchar la voz del mal. Los negros ojos se clavaban en Jessie con un interés sublimemente vacío.
«¡Tú ves... yo veo... NOSOTRAS vemos... nada más que sombras!», exclamó Punkin, pero su grito fue más que lejano; pareció tener su origen en la otra punta del universo.
Y no era cierto. Lo que Jessie veía en el retrovisor era algo más que sombras. La cosa sentada allí detrás aparecía enredada entre sombras, sí, pero no formaba parte de ellas. Vio su rostro: la abultada frente, los redondos ojos negros, la nariz afilada como la hoja de un cuchillo, los labios gruesos y deformados.
—¡Jessie! —susurró con voz extasiada el Vaquero del Espacio—. ¡Nora! ¡Ruth! ¡Madre mía, oh, madre mía! ¡Bombón de Punkin!
Los ojos de Jessie, petrificados sobre el retrovisor, observaron que el pasajero inclinaba su frente tumefacta, acercándosela a la oreja derecha como si la criatura quisiera contarle un secreto. Vio los gruesos labios separarse de las sobresalientes y descoloridas encías para dibujar una mueca, una sonrisa insípida. Fue en ese punto donde el cerebro de Jessie Burlingame inició su desintegración definitiva.
«¡No!», chilló, con voz tan aguda como la de una vocalista en un antiguo disco rayado de setenta y ocho revoluciones por minuto. «¡No, por favor, no! ¡No es justo!»
—¡Jessie! —Su aliento pestilente era tan áspero como una escofina y tan frío como el aire de un congelador de carne—. ¡Nora! ¡Jessie! ¡Ruth! ¡Jessie! ¡Ruth! ¡Jessie! ¡Punkin! ¡Santa Esposa! ¡Jessie! ¡Mamá!
Los desorbitados ojos de Jessie observaron que el largo rostro estaba ahora medio oculto por el pelo y que la boca sonriente casi le besaba la oreja mientras le susurraba una y otra vez el encantador secreto: «¡Jessie! ¡Nora! ¡Bendita! ¡Punkin! ¡Jessie! ¡Jessie! ¡Jessie!».
Se produjo una blanca explosión de aire en los ojos de Jessie, y lo que quedó detrás fue un enorme agujero negro. Al adentrarse Jessie en él, tuvo un coherente pensamiento final: «No debí mirar ahí. Al final, me he abrasado los ojos».
Sufrió un desmayo y cayó sobre el volante. Cuando el Mercedes chocó contra uno de los grandes pinos que jalonaban aquel trecho del camino, el cinturón de seguridad se tensó sobre el cuerpo de Jessie, lo retuvo y lo impulsó hacia atrás. El impacto probablemente habría puesto en funcionamiento la bolsa de aire protectora , si el Mercedes hubiera sido un modelo reciente, pero era antiguo y no estaba equipado con tal sistema de seguridad. De todas formas, el choque tampoco fue lo suficientemente violento como para averiar el motor, ni siquiera le impidió seguir funcionando; la vieja y estupenda eficiencia germana había triunfado una vez más. El parachoques y el radiador quedaron bastante abollados y el adorno de la capota se había torcido, pero el motor siguió en marcha, al ralentí, ronroneando satisfecho.
Al cabo de cinco minutos un circuito integrado hundido en las interioridades del salpicadero advirtió que el motor ya estaba lo bastante caliente y disparó el dispositivo oportuno. Debajo del tablero, los ventiladores empezaron a zumbar con suavidad.
Jessie se había inclinado lateralmente y estaba caída contra la portezuela del automóvil, con la mejilla apoyada en el cristal. Tenía el aspecto de una niña cansada que, por fin, se había dado por vencida y se fue a la cama, en casa de la abuelita, al otro lado del monte.
Por encima de ella, el espejo retrovisor reflejaba el asiento trasero vacío y, más allá, la pista forestal, desierta bajo la luz de la Luna.
35
El arte de llegar
Había estado nevando toda la mañana —un tiempo tristón, pero muy adecuado para escribir cartas— y cuando una franja de sol cayó sobre el teclado de Mac, Jessie alzó la cabeza, sorprendida, sobresaltada ante la interrupción de su ensimismamiento. Lo que vio por la ventana hizo algo más que encantarla; la llenó de una emoción que no había experimentado en mucho tiempo y que no había confiado en experimentar de nuevo durante mucho tiempo más, si es que alguna vez volvía a vivirla. Era una sensación de alegría, de una alegría profunda y compleja que nunca hubiera podido explicarse.
No había dejado de nevar —no del todo, por lo menos—, pero un rutilante sol de febrero acababa de abrirse paso a través del encapotado cielo, para conferir un brillo diamantinamente blanco a los quince centímetros de nieve que cubrían el suelo y a los copos que aún flotaban en el aire. La ventana ofrecía una panorámica general del Portland’s Eastern Promenade, una vista que siempre aliviaba y hechizaba a Jessie, en todas las situaciones meteorológicas y en todas las estaciones del año, pero jamás había contemplado nada como aquello; la combinación de nieve y sol transformaba la atmósfera grisácea que envolvía Casco Bay en un joyero fabuloso de arcos iris entrelazados.
«Si viviesen personas de verdad en esos globos de nieve donde una puede montarse una ventisca siempre que lo desee, podrían contemplar continuamente esta maravilla de tiempo», pensó, y se echó a reír. La carcajada sonó de modo tan quiméricamente extraño en sus oídos como insólita le resultó a su corazón la sensación de alegría que le produjo y Jessie tardó un momento en comprender el motivo: no se había reído ni una sola vez desde el mes de octubre anterior. Aludía a aquellas horas, a aquellas últimas horas que intentó pasar en Kashwakamak (o en cualquier otro lago, daba lo mismo), llamándolas simplemente «mi época difícil». Consideraba que esa frase, y ninguna otra, era necesaria. Y así le gustaba.
«¿Ninguna risa desde entonces? ¿Nada? ¿Cero? ¿Estás segura?»
Absolutamente segura, no. Suponía que era posible que se hubiera reído en sueños —bien sabía Dios que en bastantes de ellos había llorado—, pero en lo que afectaba a las horas en que estuvo despierta, ni una insignificante carcajada hasta aquel momento. Recordaba con toda claridad la última vez que se echó a reír: pasaba la mano izquierda por delante del cuerpo para coger las llaves que llevaba en el bolsillo derecho de la falda pantalón, mientras decía a la ventosa oscuridad que iba a ser como una ameba y que se dividiría. Ésa, que ella supiera, fue la última vez que se rió..., hasta ahora.
—Sólo esa vez y ninguna otra —murmuró Jessie. Se sacó del bolsillo de la falda una cajetilla y encendió un cigarrillo. Dios, cómo conseguía aquella frase que todo volviera... había descubierto que lo único con capacidad para hacerlo rápida y completamente era aquella espantosa canción de Marvin Gaye. La oyó una vez por la radio cuando regresaba de una de aquellas aparentemente inacabables visitas al médico que habían maquillado su vida aquel invierno. La quejumbrosa voz de Marvin desgranaba: «Todo el mundo sabe... en especial vosotras, las chicas...», su tono suave e insinuante. Apagó la radio instantáneamente, pero empezó a temblar de tal forma que le fue imposible seguir conduciendo. Aparcó el coche y esperó a que se le pasaran los estremecimientos. Se le pasaron, pero por las noches, cuando no se despertaba murmurando aquella frase de El cuervo una y otra vez sobre la almohada empapada en sudor, se oía a sí misma cantar «Un testigo, un testigo».
Dio una profunda chupada al cigarrillo, exhaló el humo en tres perfectos anillos y los contempló mientras se elevaban perezosamente en el aire por encima del susurrante Mac.
Cuando alguien era lo bastante estúpido o tenía el suficiente mal gusto para preguntarle acerca de la prueba que había sufrido (y Jessie había comprobado que existían muchas más personas estúpidas y de mal gusto de lo que jamás habría supuesto), le respondía que no recordaba gran cosa de lo sucedido. Tras las primeras dos o tres entrevistas con la policía, empezó a decir lo mismo a los agentes y a todo el mundo, salvo a uno de los colegas de Gerald. Esa única excepción era Brandon Milheron. A él le contó toda la verdad, en parte porque necesitaba su ayuda, pero principalmente porque Brandon fue el único que manifestó cierta comprensión acerca de lo que ella había pasado... y lo que todavía estaba pasando. No la había hecho perder tiempo con expresiones compasivas, lo cual representó un enorme alivio. Jessie había descubierto que la compasión era algo que resultaba barato y, en consecuencia, se derrochaba después de una tragedia... y que toda la compasión del mundo tenía el mismo valor que las lágrimas de un millar de cocodrilos.
De todas formas, tanto los polizontes como los periodistas aceptaron su amnesia —y el resto de la historia— a pies juntillas, lo que no dejaba de ser importante. ¿Y por qué no iban a aceptarla? Las personas que sufren traumas físicos y mentales serios a menudo bloquean su memoria; los policías saben eso incluso mejor que los abogados, y Jessie lo sabía mucho mejor que cualquiera de ellos. Desde el mes de octubre anterior había aprendido una barbaridad sobre traumas físicos y mentales. Los libros y los artículos que leyó le ayudaron a encontrar razones plausibles para abstenerse de hablar de lo que no quería hablar aunque, aparte de eso, no la habían ayudado gran cosa. O quizás era que no había dado aún con los estudios clínicos adecuados... los que se referían a mujeres esposadas que se veían en la forzosa situación de ver a sus maridos convertirse en alimento para perros Purina.
Jessie se sorprendió a sí misma soltando otra carcajada... una buena carcajada esa vez. ¿Aquello era gracioso? Al parecer, sí, pero también se trataba de una de esas cosas que no se podían contar a nadie nunca. Como, por ejemplo, lo del padre de una que se excita tanto por culpa de un eclipse solar que acaba soltando toda su carga de esperma sobre la culera de las bragas de una. O como —y hete aquí una verdadera asquerosidad— pensar que porque un poco de semen vaya a parar a sus posaderas, una va a quedar embarazada.
De todas formas, la mayoría de los casos clínicos sugieren que el cerebro humano reacciona ante un trauma extremo como un calamar frente al peligro: lanzando una oleada de tinta para oscurecer todo el paisaje. Una sabía que algo sucedió, que fue un día cualquiera y en el parque, pero no pasa de ahí. Todo lo demás se ha esfumado, lo ocultó la cortina de tinta oscurecedora. Una infinidad de casos así dicen lo mismo: personas violadas, personas protagonistas de accidentes automovilísticos, personas sorprendidas por un incendio y que se encerraron en armarios para morir así, incluso está el caso de una paracaidista a la que no se le abrió el paracaídas y a la que rescataron, con graves heridas pero milagrosamente viva, en la blanda ciénaga donde había aterrizado.
«¿Qué sintió mientras descendía?», preguntaron a la dama paracaidista. «¿Qué pensó al comprobar que el paracaídas no se le abría, que no iba a abrírsele?» Y la dama paracaidista respondió: «No me acuerdo. Sólo recuerdo que el juez de salida me dio una palmada en la espalda, y me parece que incluso me dio un empujón, pero lo único que consigo recordar, después de eso, es que me encontraba estirada en una camilla y que le pregunté a uno de los hombres que me metían en la ambulancia si mis heridas eran muy graves. Entre un momento y otro, sólo neblina. Supongo que debí rezar, pero ni siquiera de eso estoy realmente segura.»
«O tal vez lo recordaba todo muy bien, amiga dama paracaidista», pensaba Jessie, «y mentiste igual que mentí yo. Incluso por los mismos motivos. Por lo que a mí me consta, todos los protagonistas de cada uno de los malditos casos clínicos que se refieren en cada uno de esos malditos libros que he leído no hicieron más que mentir».
Quizá sí. Pero tanto si mentían como si no, perduraba el hecho de que ella no había olvidado las horas que permaneció esposada..., desde el chasquido de la llave del segundo cierre hasta el paralizante momento en que miró por el retrovisor y vio que la criatura de la casa se había convertido en la criatura del asiento trasero, lo recordaba todo. Se acordaba de aquellos momentos durante el día y luego los revivía por la noche en forma de horribles pesadillas en las que el vaso de agua se deslizaba por el plano inclinado del estante e iba a hacerse añicos en el suelo, en las que el perro vagabundo eludía el fiambre que estaba en el suelo para dedicarse a la comida caliente de encima de la cama, en las que el espantoso visitante nocturno del rincón preguntaba: «¿Me quieres, Punkin?», con la voz del padre de Jessie y los gusanos se retorcían como semen salido de la punta del pene erecto.
Pero recordar algo y revivir algo no obligaba a contar a nadie ese algo, aún cuando los recuerdos le hagan a una sudar y las pesadillas le impulsen a una a chillar. Había perdido más de cuatro kilos y medio desde el mes de octubre (bueno, eso era enmascarar un poco la verdad; lo cierto es que eran cerca de ocho), había vuelto a fumar (paquete y medio diario, más un porro de buen tamaño antes de meterse en la cama), su cutis y su aspecto se habían ido al infierno y ahora las canas invadían su cabeza por todas partes y no se limitaban sólo a platearle las sienes. Esto último podía arreglarlo —¿no lo había estado haciendo durante los últimos cinco años?—, pero es que,, sencillamente, no había hecho el suficiente acopio de energías para telefonear al Oh Pretty Woman de Westbrook y pedir hora. Además, ¿para quién tenía que acicalarse? ¿Acaso pretendía darse una vuelta por cuatro o cinco bares de solteros y pasar revista a los ligones locales?
«No es mala idea», pensó. «Algún galancete me preguntará si puede invitarme a una copa, le diré que sí, y luego, mientras aguardamos a que el camarero nos sirva las consumiciones, le contaré —como quien no quiere la cosa— que por la noche suelo tener ese sueño en el que mi padre eyacula gusanos en vez de esperma. Con un tema de conversación tan interesante como ése, estoy segura de que se apresurará a invitarme a su piso. Ni siquiera me pedirá un certificado médico que garantice que doy negativo en los análisis del virus de inmunodeficiencia humana.»
A mediados de noviembre, cuando empezó a creer que la policía iba a dejarla en paz y el punto de vista sexual de la historia iba a abandonar definitivamente las páginas de los periódicos (procuraba ir despacio en eso de creer tal cosa, ya que la publicidad era lo que más había temido de todo el asunto), decidió probar de nuevo la terapia de Nora Callighan. Tal vez no deseaba aquellas sesiones de buceo interno ni pasarse los siguientes treinta o cuarenta años expulsando vapores ponzoñosos mientras se iba corrompiendo. ¿Habría sido muy distinta su vida de haberle contado a Nora lo que sucedió el día del eclipse? Por la misma regla de tres, ¿habrían sido las cosas muy diferentes si aquella muchacha no hubiera entrado en la cocina cuando lo hizo, aquella noche en la rectoría de Neuworth? Quizá no habría cambiado nada... tal vez, mucho.
Acaso una barbaridad.
De modo que marcó el número de Nuevo Hoy, Nuevo Mañana, la asociación libre de consejeros a la que Nora había estado afiliada, y se quedó de piedra, sin saber qué decir, cuando la recepcionista le informó de que Nora había muerto de leucemia el año anterior: una variedad extraña y traicionera, que actuaba con éxito escondida en los callejones más recónditos del sistema límbico hasta que era demasiado tarde para que hubiese solución. La recepcionista preguntó si no querría Jessie ver a Laurel Stevenson, pero Jessie recordaba a Laurel, una preciosidad morena, de ojos oscuros, que calzaba zapatos de tacón alto, con el talón descubierto, y tenía todo el aspecto de la que sólo disfrutaba plenamente del sexo cuando se ponía encima. Jessie respondió a la recepcionista que lo pensaría. Y eso fue todo lo que hizo en cuanto a asesoramiento.
En los tres meses que transcurrieron desde que se enteró del fallecimiento de Nora, Jessie tuvo días buenos (en los que sólo pasaba miedo) y días malos (en los que se sentía tan aterrada que ni siquiera se atrevía a abandonar el cuarto y mucho menos la casa), pero sólo Brandon Milheron había oído una versión que se acercaba algo a la historia completa del trago que pasó Jessie Mahout en la casa a orillas del lago... y Brandon no se llegó a creer los aspectos más demenciales de dicha historia. Se mostró comprensivo, sí, pero no los creyó. De cualquier modo, no al principio.
—Nada de pendiente con perla —le informó al día siguiente de que le hablase por primera vez del extraño de la cara blanca y alargada—. Nada tampoco de huella de pisada con barro. Al menos, los informes escritos no lo citan.
Jessie se encogió de hombros y no hizo ningún comentario. Podía haber dicho cosas, pero le pareció más seguro callarlas. Durante las semanas inmediatas a su huida de la casa de verano había necesitado a toda costa tener algún amigo, y Brandon cumplía ese papel a las mil maravillas. No deseaba distanciarle ni apartarle por completo de ella contándole un sinfín de lo que pudieran considerarse disparates. Así que no le dijo lo que, desde luego, él era lo bastante inteligente para imaginárselo solo: que un pendiente con perla podía muy bien haber desaparecido en el bolsillo de alguien y que una huella embarrada cerca del tocador podía muy bien haber pasado inadvertida. Al fin y al cabo, se trató al dormitorio como escenario de un accidente, no de un asesinato.
Y había también otra cosa, algo sencillo y directo: quizá Brandon tenía razón. Quizás el visitante no pasó de ser una chispa de rayo de luna, después de todo.
Poco a poco, Jessie había llegado a convencerse, al menos durante las horas que estaba despierta, de que aquélla era la verdad del asunto. Su Vaquero del Espacio había sido una especie de imagen de test de Rorschach, no hecho con tinta y papel, sino a base de sombras agitadas por el viento y de imaginación. Sin embargo, no se culpaba a sí misma por ello; todo lo contrario. De no ser por su imaginación, no habría sido capaz de hacerse con el vaso de agua... e incluso aunque lo hubiese alcanzado, nunca se le habría ocurrido fabricarse una paja con una tarjeta de suscripción de una revista. No, pensaba que su imaginación se había ganado su derecho a unas cuantas veleidades alucinativas, pero no dejaba de ser trascentental para ella recordar que aquella noche había estado sola. Si la recuperación empezaba en algún punto, como creía ella, ese punto de partida era la aptitud para disociar la realidad de la fantasía. De forma que contó a Brandon algo de eso. Brandon le sonrió, le dio un abrazo, le besó en la frente y le aseguró que había mejorado en todos los aspectos.
Luego, el viernes anterior, la mirada de Jessie tropezó con el reportaje principal de la sección «Noticias del condado» del Press Herald’s. Entonces, todas las suposiciones de Jessie empezaron a alterarse y dieron un giro de ciento ochenta grados cuando el trabajo de Raymond Andrew Joubert emprendió una marcha que le impulsaría con firmeza ascendiéndole de la condición de artículo de relleno del calendario de la comunidad y de la ronda de la policía del condado a información de primera página presentada con grandes titulares. Luego, ayer... siete días después de que el nombre de Joubert apareciese por primera vez en la página del condado...
Llamaron a la puerta, y la primera reacción de Jessie, como siempre, fue de instintivo sobresalto temeroso. Brotaba allí y luego desaparecía casi antes de que ella se diera cuenta. Casi... pero no del todo.
—¿Meggie? ¿Eres tú?
—Nadie más, señora.
—Entra.
Megan Landis, el ama de llaves que Jessie había contratado en diciembre (cuando recibió el primer sustancioso cheque que los del seguro le enviaron por correo certificado), entró con un vaso de leche encima de una bandeja. Junto al vaso había una pequeña píldora gris y rosa. Al ver el vaso, Jessie notó que la muñeca derecha empezaba a picarle de mala manera. No le ocurría siempre, pero tampoco era una cosa desacostumbrada. De todas formas, las contracciones nerviosas y aquella sensación de «la pies está serpenteando sobre los huesos» había disminuido hasta prácticamente desaparecer del todo. Hubo una época, antes de Navidad, durante la cual Jessie creyó que iba a tener que pasarse el resto de su vida bebiendo en vasos de plástico.
—¿Qué tal está hoy la zarpa? —preguntó Meggie, como si hubiera captado el picor de Jessie mediante alguna especie de telepatía sensorial. A Jessie no le parecía ridícula aquella idea. A veces consideraba las preguntas de Meggie —y las intuiciones que las promovían— un tanto inquietantes, pero nunca ridículas.
La mano en cuestión, que permanecía ahora en reposo bajo la caricia de los rayos de sol que habían inducido a Jessie a suspender la redacción de lo que tecleaba en el Mac, aparecía enfundada en un guante negro revestido de un polímero antifricción tipo era espacial. Jessie imaginaba que aquel guante protector —porque eso era lo que era— lo habían perfeccionado en el curso de alguna pequeña guerra sucia. No es que, de saberlo a ciencia cierta, se hubiera negado a llevarlo, y tampoco es que dejara de sentirse agradecida. La verdad es que se sentía muy agradecida. Después del tercer injerto de piel, una se da perfecta cuenta de que la postura de agradecimiento es una de las pocas barreras fiables que la vida puede levantar frente a la locura.
—No demasiado mal, Meggie.
Se levantó la ceja izquierda de Meggie, para detenerse más o menos a la altura del «Lo dudo mucho».
—¿No? Si has estado aporreando ese teclado durante tres horas largas, que es el tiempo que llevas ahí, apuesto a que es como para estar cantando el Ave María.
—¿De verdad he estado tanto tiempo...? —Jessie echó una ojeada a su reloj y comprobó que era cierto. Miró el indicador de la parte superior de la pantalla del monitor y vio que iba por la quinta página del documento que había empezado poco antes del desayuno. Ahora era casi la hora de almorzar, y lo más sorprendente es que no se había apartado tanto de la verdad como sugería el fruncimiento de ceja de Meggie: realmente la mano no estaba mal. Habría podido esperar una hora más a tomar la pastilla, de ser necesario.
A pesar de ello, se la tomó, engulléndola con la leche. Mientras sorbía el último trago, sus ojos fueron de nuevo al monitor y leyeron las palabras que llenaban la pantalla:
«Nadie me encontró aquella noche; me desperté sola, al amanecer de la mañana siguiente. El motor había acabado por pararse, pero el coche todavía estaba caliente. Oí cantar a los pájaros en el bosque y a través de los árboles pude ver el lago, liso como un espejo, con pequeñas cintas de espuma levantándose aquí y allá. Tenía un aspecto precioso de veras y, al mismo tiempo, verlo despertó en mí el odio... y desde entonces, no he dejado de odiar su mero recuerdo. ¿Puedes entenderlo, Ruth? Yo, maldito si lo entiendo.
»Me dolía la mano de un modo infernal —hacía mucho tiempo que las aspirinas dejaron de servirme para algo—, pero a pesar de ese dolor experimentaba la más increíble sensación de paz y bienestar. Aunque algo me estaba reconcomiendo. Algo que había olvidado. Al principio me fue imposible recordar qué era. Luego, de pronto, reapareció en mi cabeza. Él había estado en el asiento trasero, se había inclinado hacia adelante y me había susurrado al oído los nombres de todas mis voces.
»Miré por el retrovisor y vi que el asiento posterior estaba vacío. Eso me tranquilizó un poco, pero entonces
El texto escrito se interrumpía en ese punto y, en el espacio siguiente al de la última letra de la inacabada frase, el cursor parpadeaba expectante. Parecía hacerle guiños, apremiarla a seguir adelante y, de pronto, Jessie recordó un poema del estupendo librito de Kenneth Patchen. El volumen se titulaba Pero aun así... y el poema decía algo parecido a: «Si quisiéramos lastimarte, cariño, / ¿te habríamos traído aquí, / a la parte más oscura / de esta boscosa espesura?».
«Buena pregunta», pensó Jessie, y dejó que su mirada se trasladase de la pantalla del monitor al rostro de Meggie Landis. A Jessie le caía muy bien aquella irlandesa, la caía formidable —rayos, le debía mucho—, pero si hubiera sorprendido a la menuda ama de llaves curioseando las palabras del Mac, Meggie se encontraría de patitas en la calle, bajando por la avenida Forest con la indemnización por despido en el bolsillo, antes de que hubiera podido deletrear: «Querida Ruth: Supongo que te extrañará recibir noticias mías al cabo de tantos años».
Pero Meggie no miraba la pantalla del ordenador personal; contemplaba la panorámica del Eastern Prom y la Casco Bay extendida más allá. El sol aún brillaba y la nieve seguía cayendo, aunque se aclaraba a ojos vista.
—El diablo está zurrando a su mujer —observó Meggie.
—¿Perdón? —preguntó Jessie, sonriente.
—Es lo que solía decir mi madre cuando sale el Sol antes de que deje de nevar —Meggie parecía un poco violenta, mientras alargaba la mano para hacerse cargo del vaso vacío—. Pero no puedo decir que esté segura de lo que significa realmente.
Jessie asintió con la cabeza. La expresión de incomodidad del semblante de Meggie reflejaba algo más; algo que a Jessie le pareció inquietud. Durante unos segundos no tuvo idea de lo que pudiera haber provocado la aparición de aquel gesto en el rostro de Meggie, pero luego lo comprendió: era algo tan evidente como para que resultara fácil pasarlo por alto. Era la sonrisa. Meggie no estaba acostumbrada a ver sonreír a Jessie. Ésta deseó decirle que todo iba bien, que la sonrisa no significaba que ella, Jessie, tuviera la intención de levantarse de un salto de la silla, dispuesta a degollar al ama de llaves.
Pero, en cambio, lo que manifestó fue:
—Mi madre solía decir: «El Sol no calienta todos los días el culo del mismo perro». Y yo tampoco he sabido nunca lo que significaba.
Meggie miró en dirección al Mac, pero en sus ojos no había más que desaprobación: «Ya es hora de dejar los juguetes, señora», declaraban las pupilas.
—La pastilla te va a dar sueño como no le eches encima un poco de comida. Tengo un emparedado esperándote, y sopa calentándose en el hornillo.
Sopa y bocadillo..., comida para chavales, el almuerzo que le ponen a una cuando se ha pasado toda la mañana dando vueltas en un trineo aprovechando que se suspendió la clase por culpa del viento del noreste; cosas que una se zampa mientras el frío aún sigue enrojeciéndole las mejillas como una fogata. Parecía absolutamente magnífico, pero...
—Voy a pasar, Meg.
Meggie frunció el ceño y las comisuras de la boca trazaron una línea descendente. Era una expresión que Jessie había visto con frecuencia durante las primeras jornadas laborales de Meggie en la casa, cuando, a veces, la necesidad de tomarse una pastilla extra era tan perentoria que Jessie rompía a llorar. Sin embargo, Megan Landis nunca cedió ante las lágrimas. Jessie suponía que ésa era la razón por la que había contratado a la pequeña irlandesa. Dio por sentado desde el principio que Meggie no era una entreguista. En realidad, era flexible, cuando tenía que serlo..., pero en esa ocasión no estaba dispuesta a ceder.
—Tienes que comer, Jess. Estás hecha un espantapájaros. —El rebosante cenicero atrajo entonces el látigo de su mirada.— Y es preciso que dejes también esa basura.
«Conseguiré que dejes de fumar, mi bella y soberbia dama», declaró Gerald en el cerebro de Jessie, a la que sacudió un escalofrío.
—¿Jessie? ¿Estás bien? ¿Hay corriente de aire?
—Bueno, ya sabes: «Puesta la calabaza al viento, se enfría lo que tiene dentro», eso es todo. —Esbozó una sonrisa melancólica.— Parece que nos ha dado hoy por las frases hechas, ¿eh?
—Se te ha advertido repetidamente que no exageres la nota...
Jessie extendió la diestra, enguantada en negro, y tocó con timidez la mano izquierda de Meggie.
—Mi mano está cada vez mejor, de verdad, ¿a que sí?
—Sí, claro. Si puedes darle a esa máquina con ella, aunque sólo sea durante cierto tiempo, durante tres horas o así, y no pedir a grito pelado la pastilla cuando asomo la cabeza, entonces supongo que mejoras mucho más deprisa de lo que esperaba el doctor Magliore. A pesar de todo...
—A pesar de todo, está mejorando, y eso es bueno..., ¿vale?
—Naturalmente que es bueno.
El ama de llaves miró a Jessie como si ésta hubiera perdido el juicio.
—Bueno, ahora estoy tratando de sacarle partido al resto de mi mejoría. La fase primera consiste en escribir una carta a una vieja amiga. Me prometí —en octubre pasado, durante mis momentos difíciles— que si salía de aquel apuro, la escribiría. Pero lo he estado dejando. Y ahora, por fin, he empezado a hacerlo y no me atrevo a dejarlo. Puede que perdiera las agallas.
—Pero la pastilla...
—Creo que dispongo de tiempo suficiente para acabar la carta, imprimirla y meterla en el sobre antes de que el sueño me ataque y me impida trabajar. Luego dormiré la siesta y, cuando me despierte, tomaré una cena temprana. —Volvió a rozar con la diestra la mano izquierda de Meggie, un gesto tranquilizador que era torpón y amable a la vez.— Una cena opípara y deliciosa.
El ceño de Meggie continuó fruncido.
—No es sano saltarse las comidas, Jessie, y lo sabes.
—Hay algunas cosas más importantes que las comidas —repuso Jessie amablemente—. Lo sabes igual que yo, ¿verdad?
Meggie volvió la cabeza en dirección al monitor, luego suspiró y dijo que sí con la cabeza. Cuando habló, lo hizo con el tono de la mujer que se somete ante un convencionalismo en el que ella dista mucho de creer.
—Supongo. Pero incluso aunque no lo supiera, tú eres el jefe.
Jessie asintió, al tiempo que se daba cuenta por primera vez de que aquello era algo más que una ficción a la que se atenían dos mujeres en bien de las conveniencias.
—Supongo que sí, ya que lo dices.
Meggie había puesto el entrecejo a media asta.
—¿Qué te parece si traigo el emparedado y lo dejo ahí, en la esquina del escritorio?
Jessie sonrió.
—¡Adjudicado!
Esa vez, Meggie le devolvió la sonrisa. Cuando al cabo de tres minutos se presentó con el emparedado, Jessie estaba sentada de nuevo frente a la fulgurante pantalla, inmersa en lo que iba tecleando despacio, mientras el reflejo del monitor teñía su piel de un enfermizo tono verde propio de historieta gráfica. La irlandesa menuda no se esforzó lo más mínimo para evitar ruidos —era la clase de mujer incapaz probablemente de andar de puntillas, aunque su vida dependiera de ello—, pero a pesar de todo Jessie no la oyó entrar ni salir. Había interrumpido su tecleo para sacar del cajón superior del escritorio un montón de recortes de periódicos y estaba ojeándolos atentamente. La mayor parte de esos recortes iban ilustrados con fotografías de un hombre cuyo singular rostro era alargado y estrecho, de mentón hundido y frente abultada. Sus ojos eran profundos, oscuros, redondos y perfectamente vacuos, ojos que hicieron pensar a Jessie, de modo simultáneo, en Dondi, el niño abandonado de las tiras ilustradas, y en Charles Manson. Bajo la hoja afilada de la nariz, los labios eran protuberantes, gruesos, con el espesor de rodajas de fruta.
Meggie permaneció un momento junto a Jessie, a la espera de que le dijese algo, pero al final emitió un susurrado «¡Hummf!» y abandonó la estancia. Tres cuartos de hora después, más o menos, Jessie miró a su izquierda y vio el emparedado de tostadas con queso. Ya estaba frío, coagulado el queso en grumos, pero no obstante se lo devoró en cinco rápidos mordiscos. Luego volvió a encararse con el Mac. El cursor empezó de nuevo a danzar ante sus ojos y la condujo hacia la profunda espesura del bosque.
36
Eso templó un poco mi cerebro, pero entonces pensé: «Puede haberse agachado ahí detrás, de forma que el retrovisor no lo refleje». Así que me las arreglé para dar media vuelta, aunque era increíble lo débil que me encontraba. El más ligero roce hacía que la mano empezase a dolerme como si alguien la pinchase con un atizador al rojo. Allí no había nadie, claro, y traté de convencerme de que la última vez que lo vi, aquel ser no era en realidad más que un conjunto de sombras..., sombras que mi mente moldeaba, trabajando horas extraordinarias.
Pero no podía creérmelo del todo, Ruth... ni siquiera con el Sol en lo alto del cielo y yo fuera de las esposas, fuera de la casa y refugiada en mi propio coche. Se me ocurrió que, si no estaba en el asiento posterior, estaría en el maletero o agazapado detrás del parachoques. En otras palabras, pensé que aún seguía junto a mí, que nunca dejó de estar conmigo. Eso es lo que necesito hacerte comprender, a ti o a cualquiera; eso es lo que necesito decir. Que desde entonces ha estado conmigo continuamente. Incluso cuando la razón decidía que cada vez que mis ojos lo contemplaban no era más que sombras y rayos de luna, él estaba allí conmigo. O tal vez debería decir: eso estaba allí conmigo. Mi visitante es «el hombre de la cara blanca» cuando el sol brilla, ¿comprendes?, pero es «la cosa de la cara blanca» cuando el sol se ha puesto. De cualquier modo, persona o cosa, mi razón estaba predispuesta a venirse abajo llegado el momento, aunque he comprobado que el asunto no se ha acercado lo suficiente. Porque cada vez que por la noche cruje una tabla en la casa, sé que eso ha vuelto; cada vez que baila una sombra extraña en la pared, sé que ha vuelto; cada vez que oigo acercarse pasos que no me son familiares, sé que ha vuelto... que ha vuelto para concluir la tarea. Estaba allí, en el Mercedes, cuando me desperté por la mañana, y ha estado aquí, en esta casa de Eastern Prom, casi todas las noches, quizás escondido detrás de los cortinajes o de pie junto a la alacena, con su cofre de mimbre entre los pies. No hay ninguna estaca mágica con la que atravesar el corazón de los monstruos reales y, ¡oh, Ruth, me ha agotado de tal modo todo esto!
Jessie hizo una pausa para vaciar el rebosante cenicero y encender otro cigarrillo. Lo hizo con deliberada lentitud. Un leve pero perceptible temblor ponía cierta inseguridad en sus manos y no quería quemarse. Una vez prendido el cigarrillo, le dio una profunda calada, exhaló el humo, dejó el pitillo en el cenicero y volvió al Mac.
No sé qué hubiera hecho de estar descargada la batería —supongo que me habría quedado sentada allí hasta que hubiera aparecido alguien, aunque eso representara pasarme todo el día esperando—, pero la batería estaba bien y el motor se puso en marcha al primer intento. Di marcha atrás para separarme del árbol contra el que había chocado y conseguí que el coche volviera al camino. Me dominaba el deseo de mirar por el retrovisor, pero temía hacerlo. Me aterraba la posibilidad de ver aquello. No porque estuviese allí, entiéndelo —sabía que no estaba—, sino porque la imaginación acaso me indujera a verlo.
Por último, al llegar a la Bay Lane, alcé la vista. No pude evitarlo. Naturalmente, en el retrovisor no había nada, salvo el asiento, por lo que el resto del trayecto fui un poco más tranquila. Desemboqué en la Ruta 117 y seguí hasta el establecimiento del Dakin’s Country, que es uno de esos lugares donde haraganean los vecinos cuando están a dos velas y no pueden ir a Rangeley o a alguno de los bares de Motton. Allí se pasan las horas muertas sentados ante el mostrador de la cafetería, dedicados a comer rosquillas e intercambiar mentiras acerca de lo que hicieron el sábado por la noche. Detuve el coche detrás de los surtidores y permanecí allí sentada unos cinco minutos, sin hacer otra cosa que ver entrar y salir a los leñadores, guardas y empleados de la compañía de electricidad. No podía creer que aquello fuese real, ¿no parecía demasiado bonito? Pensé que eran fantasmas, que mis ojos se adaptarían enseguida a la luz de sol y entonces vería a través de sus cuerpos. Volvía a estar sedienta y cada vez que alguien salía con uno de aquellos vasos de plástico blanco lleno de café, mi sed se acentuaba, pero no podía apearme del coche... ir a codearme con los fantasmas, por decirlo así.
Supongo que habría acabado por hacerlo, pero antes de reunir el valor suficiente para accionar el cierre de la portezuela, llegó Jimmy Eggart y aparcó junto a mí. Jimmy Eggart es un censor jurado de cuentas, de Boston, ya jubilado, que, desde el fallecimiento de su esposa, en el ochenta y siete o el ochenta y ocho, vive todo el año en el lago. Se bajó de su Bronco, miró hacia mí, me reconoció y esbozó una sonrisa. De inmediato, le cambió la expresión, primero apareció en su rostro la preocupación y después el horror. Se llegó al Mercedes, se inclinó para mirar por la ventanilla y su sorpresa fue tan grande que le desaparecieron todas las arrugas de la cara. Lo recuerdo con absoluta claridad: la sorpresa hizo que Jimmy Eggart pareciese joven.
Observé que sus labios formaban la frase: «Jessie, ¿te encuentras bien?». Quise abrir la portezuela pero, una vez más, no me atreví. Aquella idea demencial surgió de nuevo en mi cabeza. La de que la criatura a la que llamaba Vaquero del Espacio también había estado en la casa de Jimmy, sólo que Jimmy no tuvo tanta suerte como yo. La criatura le había matado, le recortó la cara y luego se la puso ella, la cosa, como una máscara de Halloween. Desde luego, sabía que era una idea disparatada, pero saberlo no servía de mucho, porque me era imposible dejar de pensar. Y tampoco podía abrir la jodida portezuela del coche.
Ignoro hasta qué punto era horrible mi aspecto y tampoco quiero saberlo, pero debía de ser espantoso de verdad, porque Jimmy Eggart dejó enseguida de manifestar sorpresa. Pareció lo bastante asustado como para salir corriendo y lo bastante enfermo como para ponerse a vomitar. No hizo una cosa ni otra, bendito de Dios. Lo que sí hizo fue abrir la portezuela y preguntarme qué me había pasado, si había sufrido un accidente o si alguien me había herido.
No tuve más que echarle un vistazo para darme cuenta de que estaba alarmadísimo. Mi herida de la muñeca debía haberse abierto en algún punto, porque la sangre había vuelto a empapar completamente la compresa. También tenía empapada de sangre la parte delantera de la falda, como si me hubiera venido de golpe la peor regla del mundo. Estaba sentada encima de una capa de sangre, había sangre en el volante, sangre en el tablero, sangre en la palanca del cambio de marchas..., había incluso salpicaduras de sangre en el parabrisas. La mayor parte estaba seca y tenía ese desagradable tono castaño oscuro que adquiere al agostarse —a mí me parece leche chocolateada—, pero aún la había húmeda y roja. Hasta que no ves algo como aquello, Ruth, no tienes idea de la cantidad de sangre que realmente lleva dentro una persona. No es extraño que Jimmy se impresionara.
Intenté apearme —creo que deseaba demostrarle que podía hacerlo por mí misma y que eso le tranquilizaría—, pero la mano derecha tropezó con el volante y entonces empecé a verlo todo blanco y gris. No me desmayé del todo, pero fue como si hubiesen cortado el último haz de cables que enlazaba el cerebro con el cuerpo. Noté que caía de bruces y recuerdo que pensé que me iba a romper los dientes contra el asfalto..., después de haberme gastado una fortuna en arreglarme la boca justamente el año anterior. Entonces Jimmy me cogió... por las tetas... todo hay que decirlo. Oí que gritaba a los del local: «¡Eh, eh, venid a echarme una mano!», con una voz chillona y cascada, de viejo, que hizo que me entrasen ganas de reír... sólo que estaba demasiado exhausta para reír. Apoyé la cabeza lateralmente en su camisa y jadeé en busca de aire. Adivinaba que mi corazón había acelerado sus latidos, pero no noté latido alguno, como si no tuviera por qué latir. Un color tenue, una leve claridad diurna inició el regreso, y me pareció distinguir borrosamente a media docena de hombres que acudían a ver qué pasaba. Lonnie Dakin era uno de ellos. Estaba comiendo un panecillo y vestía una camiseta de manga corta, de color rosa, con la frase AQUÍ NO HAY BORRACHOS PERMANENTES, TODOS NOS TURNAMOS. Es extraño las cosas que una recuerda cuando cree que ha llegado la hora de morir, ¿verdad?
—¿Quién te hizo eso, Jessie? —preguntó Jimmy. Intenté contestarle, pero no pude pronunciar una sola palabra. Lo cual probablemente fue una suerte, considerando lo que pretendía decir. Creo que era: «Mi padre».
Jessie dio otra chupada al cigarrillo y luego bajó la vista sobre la fotografía que ilustraba el recorte de prensa que estaba encima de los demás. El rostro estrecho y singular de Raymond Andrew Joubert la miraba con ojos absortos..., tal como la había mirado desde el rincón de la alcoba, la primera noche, y desde el estudio del recién fallecido Gerald, la segunda. Estuvo casi cinco minutos dedicada a aquella silenciosa contemplación. Después, con el aire de alguien que se despierta tras dar una breve cabezada, Jessie encendió otro cigarrillo y la emprendió de nuevo con la carta. El indicador le anunció que estaba en la página siete. Se estiró, escuchó los casi inaudibles crujidos de su columna vertebral y reanudó el tecleo. El cursor inició otra vez su danza por la pantalla.
Veinte minutos después —veinte minutos durante los cuales descubrí lo amables, desasosegados y divertidamente majaretas que pueden llegar a ser los hombres (Lonnie Dakin me preguntó si me apetecía un poco de Midol)— me encontraba en una ambulancia del servicio de salvamento, que volaba rumbo al hospital Northern Cumberland con las luces centelleando y la sirena ululando. Al cabo de una hora yacía en una cama de manivela, contemplaba la sangre que descendía por un tubo para transfundirse en el brazo y escuchaba una canción country en la que un majadero contaba lo mal que le trataba la vida desde que su mujer le abandonó y su camioneta se le averió.
Así concluye la primera parte de mi historia, Ruth, titulada «La pequeña Nell a través del hielo» o «Cómo me escabullí de las esposas y me puse a salvo». Habrá otras dos partes, que creo se titularán «Secuelas» y «La pateadora». Me planteo «Secuelas» en plan un poco chapucero, en parte porque sólo resultará interesante si una se mete a fondo en el terreno del dolor y de los injertos de piel, pero sobre todo porque quiero emprenderla enseguida con «La pateadora», antes de que el cansancio o el empacho de ordenador me impidan contar las cosas como quiero contarlas. Esto se me acaba de ocurrir ahora, y no es nada más que la verdad desnuda, como solíamos decir. Después de todo, sin «La pateadora» lo más probable es que no estuviera escribiendo nada de esto.
Aunque antes de llegar a ese apartado tengo que contarte algunas cosas más acerca de Brandon Milheron, quien realmente resume todo el período de las «Secuelas» en lo que a mí respecta. Durante la fase inicial de mi recuperación, se presentó Brandon y, más o menos, me adoptó. Yo diría que es un encanto de hombre puesto que estuvo a mi lado durante una de las épocas más endemoniadas de mi vida, pero no es encanto lo que realmente le adorna..., si consideramos lo que Brandon pretende y estamos seguros de tenerlo todo dispuesto. Y tampoco eso es correcto —hay más y mejor que eso acerca de él—, pero ya es tarde y no me queda otro remedio que dejarlo. Baste decir que para un hombre cuya tarea consiste en velar por los intereses de una firma legal conservadora, al encontrarse en la estela de una situación potencialmente peligrosa en la que estaba involucrado uno de los socios, Brandon se comprometió una barbaridad, colaborando, ayudando y alentando a su compañero. A mí no me reprochó nunca el que llorara sobre su hombro y le manchase con mis lágrimas las solapas de la chaqueta de sus elegantes ternos. Si eso hubiera sido todo, probablemente no seguiría hablando de él, pero es que también hay algo más. Algo que hizo por mí ayer mismo. Ten fe, chica..., ahora llegamos a eso.
En el transcurso de los últimos catorce meses de la vida de Gerald, Brandon y él trabajaron mucho juntos: un pleito en el que estaba implicada una de las cadenas de supermercados más importantes de esta zona. Ganaron lo que se suponía que tenían que ganar y, lo más importante, establecieron unas buenas relaciones. Tengo la impresión de que cuando los vejestorios que rigen la firma quiten del membrete el nombre de Gerald, Brandon ocupará su lugar. Mientras tanto, fue la persona perfecta para una tarea que, en su primer encuentro conmigo, en el hospital, él mismo definió como «control de daños».
Tiene un carácter dulce —sí, eso es— y siempre ha sido sincero conmigo, aunque, naturalmente, se ha atenido a su propia agenda desde el principio. Créeme si te digo que mis ojos no se apartan de esa pieza, querida; después de todo, he estado casada con un abogado casi veinte años y sé el rigor con que mantienen en sus correspondientes casilleros los diversos aspectos de sus vidas y personalidades. Supongo que eso es lo que les permite sobrevivir sin venirse abajo demasiadas veces, pero también es lo que hace que muchos de ellos sean realmente odiosos.
Brandon no fue nunca odioso, sino un hombre con una misión: tener siempre a punto la manta para cubrir automáticamente con ella cualquier publicidad negativa que pudiera mancillar al bufete. Esto significa tener a punto la menta para cubrir cualquier publicidad negativa referente a Gerald o a mí. Ésta es la clase de trabajo en la que un simple golpe de mala suerte puede fastidiar irreversiblemente a la persona que lo lleva a cabo, pero Brandon lo aceptó como si fuese la gran oportunidad..., y en su honor debo decir que en ningún momento ha insinuado siquiera que se hizo cargo de él por respeto a la memoria de Gerald. Lo aceptó porque el trabajo era lo que Gerald solía llamar «Un empujoncito en tu carrera»..., y el tipo de misión que te ofrece un atajo para subir un peldaño más, si sale bien. A Brandon le salió bien, y me alegro. Me trató con mucha amabilidad y comprensión, lo cual es motivo suficiente, supongo, para que me sienta feliz por él, pero hay otras dos razones más. Nunca se puso histérico cuando le contaba que alguien de la prensa me había telefoneado o se había presentado y nunca se comportó como si yo fuese una tarea..., un trabajo que cumplir y nada más. ¿Quieres saber lo que realmente creo, Ruth? Aunque tengo siete años más que el hombre del que te estoy hablando y aunque todavía parezco quebrantada, cosida y mutilada, creo que Brandon Milheron se ha enamorado un poquito de mí..., o de la heroica pequeña Nell que ve en su imaginación cuando me mira. No creo que se trate de sexo (todavía no, por lo menos; con mis escasos cincuenta kilos, parezco una gallina desplumada expuesta en el escaparate de una pollería), lo cual me viene muy bien; si nunca más vuelvo a meterme en la cama con un hombre, me sentiré encantada de la vida. Sin embargo, mentiría si dijese que no me gusta ver esa mirada en sus ojos, la mirada que dice que ahora soy parte de su agenda: yo, Jessie Angela Mahout Burlingame, tan opuesta a un inanimado zoquete que lo más probable es que los jefes de Brandon piensen en mí como «Ese desdichado caso Burlingame». Ignoro si figuro en la parte alta de la agenda de Brandon, si ando por la zona inferior o si estoy en el centro, pero tampoco me preocupa. Me basta con saber que figuro en ella y que soy algo más que...
En ese punto, Jessie hizo una pausa y se tamborileó los dientes con el índice de la mano izquierda, mientras reflexionaba cuidadosamente. Luego dio una profunda chupada al cigarrillo que tenía encendido y continuó.
...un efecto secundario digno de lástima.
Brandon estuvo junto a mí durante todos los interrogatorios de la policía, con su grabadora en marcha. Cortés pero firme recalcó en todas las entrevistas y a todos los presentes —incluidas taquígrafas y enfermeras— que quienquiera que filtrase algún detalle reconocidamente sensacionalista del caso, tendría que afrontar querellas judiciales que le iban a resultar muy desagradables, presentadas por una importante firma legal que contaba en su bufete con los más expertos e implacables abogados que pudieran imaginarse. Brandon debió resultarles tan convincente como me resultó a mí, porque nadie se fue de la lengua con la prensa.
Lo peor del interrogatorio se produjo durante los tres días que pasé en el Northern Cumberland, «bajo custodia»..., casi todo el tiempo absorbiendo sangre, agua y electrolitos a través de tubos de plástico. Los informes de la policía resultantes de aquellas sesiones eran tan extraños que luego llegaban a parecer verosímiles, al publicarse en los periódicos como esas noticias insólitas de «hombre muerde perro» que aparecen de vez en cuando. Sólo que en esta ocasión se trataba realmente de una historia de «perro muerde hombre»... y mujer, también, la versión actual. ¿Quieres enterarte de lo que consigna el expediente? Muy bien, aquí lo tienes:
Decidimos pasar el día en nuestra casa de verano del Maine occidental. Después de un entremés sexual que consistió en dos partes de trifulca y una de sexo, nos duchamos juntos. Gerald salió de la ducha y yo seguí allí, mientras me lavaba la cabeza. Se quejaba, diciendo que tenía acidez de estómago, producida seguramente por los bocadillos que habíamos comido durante el trayecto desde Portland, y me preguntó si había en casa sal de frutas o bicarbonato. Contesté que lo ignoraba pero que, de haberlos, estarían encima de la cómoda o en el estante de la cabecera de la cama. Al cabo de tres o cuatro minutos, cuando me enjuagaba el pelo, oí gritar a Gerald. Según parece, ese grito indicó el ataque coronario. A continuación se produjo un golpe sordo..., como el de un cuerpo que cae contra el suelo. Salí apresuradamente de la ducha y al entrar en el dormitorio perdí pie. Al caer, mi cabeza chocó con un lado del tocador y perdí el sentido.
De acuerdo con esta versión, dispuesta por el señor Milheron y la señora Burlingame —y aceptada con entusiasmo por la policía, me permito añadir— recobré parcialmente el conocimiento varias veces pero luego lo perdí de nuevo. La última vez que volví en mí, el perro se había cansado de Gerald y empezaba a mordisquearme. Me subí a la cama (según nuestra historia, Gerald y yo nos la encontramos donde estaba —probablemente la desplazaron allí los hombres que enceraron el piso— e íbamos tan calientes que no nos molestamos en volverla a poner en su sitio) y ahuyenté al perro arrojándole el vaso de agua y el cenicero del club estudiantil de Gerald. Después me desvanecí otra vez y pasé las horas siguientes sin sentido y desangrándome encima de la cama. Después me desperté, fui hasta el coche y emprendí la marcha hacia la salvación..., no sin sufrir otro desmayo. Fue entonces cuando choqué contra el árbol que estaba al borde de la carretera.
Sólo le pregunté una vez a Brandon cómo había acogido la policía este conjunto de bobadas. Me contestó: «Ahora es una investigación a cargo de la policía estatal, Jessie, y nosotros —por lo que yo represento a la firma— tenemos un montón de amigos en la policía estatal. Puedo pedir el pago de todos los favores que me deben, pero no he tenido que recurrir a muchos. Los policías también son seres humanos. ¿sabes? Esos muchachos se hicieron una idea bastante aproximada de lo que realmente sucedió en cuanto le echaron el ojo a las esposas que colgaban de las columnas de la cama. No era la primera vez que veían esposas así después de que a alguien le hirviera el carburador, créeme. Ni uno solo de esos policías —estatales o locales— deseaba veros, a ti y a tu marido, protagonizando una broma nauseabunda como consecuencia de algo que, en realidad, no fue más que un accidente grotesco».
Al principio no dije nada, ni siquiera a Brandon, del hombre al que creía haber visto, ni de la huella, ni del pendiente con perla, ni de nada de todo eso..., aguardaba a ver si aparecía algún indicio, supongo.
Jessie releyó lo último que había escrito, sacudió la cabeza y reanudó el tecleo.
No, eso es una tontería. La verdad es que esperaba que se presentase algún agente con una bolsa de plástico de esas en las que guardan las pruebas y me pidiera que identificase los anillos —sortijas, no pendientes— que contenía.
«Estamos casi seguros de que esto le pertenece», diría, «porque llevan sus iniciales y las de su marido grabadas en la parte interior, y también porque los encontramos en el suelo del estudio de su esposo.»
Continué esperando eso porque, cuando me enseñaran los anillos, tendría la certeza absoluta de que el Visitante de Medianoche de la pequeña Nell sólo había sido una jugarreta de la imaginación de la pequeña Nell. Esperé y esperé, pero no ocurrió. Por último, poco antes de la primera intervención quirúrgica en la mano, le conté a Brandon que temía no haber estado sola en casa, al menos no todo el tiempo. Le dije que tal vez fuera cosa de mi imaginación, cabía ciertamente esa posibilidad, pero que en aquellos momentos me pareció todo muy real. No le dije nada de los anillos perdidos, pero le conté con bastantes pelos y señales lo de la huella de pisada y el pendiente con la perla. Respecto al pendiente, creo que sería más correcto decir que parloteé, y creo conocer la razón: tenía que suplir lo que no me atrevía a contar ni siquiera a Brandon. ¿Comprendes? Y no hice más que decir constantemente cosas como «Y entonces creí ver» y «Casi estoy segura de eso». Tenía que decírselo, tenía que contárselo a alguien, porque el miedo me corroía por dentro como si fuera ácido, pero al mismo tiempo pretendía demostrarle por todos los medios que pudiera que no confundía sentimientos subjetivos con realidad objetiva. Por encima de todo, me esforzaba en impedir que se diese cuenta de lo asustada que estaba. Porque no quería que pensase que estaba loca. No me importaba que me creyera un poco histérica; ése era un precio que estaba dispuesta a pagar para impedir que se enterase de otro secreto sucio como el de lo que me hizo mi padre el día del eclipse, pero de ninguna manera deseaba que me tomase por loca. Ni siquiera quería que especulase con esa posibilidad.
Brandon me cogió la mano, me la palmeó y dijo que entendía tal idea; aseguró que, dadas las circunstancias, probablemente resultaba normal. Luego añadió que lo importante era tener presente que no era más real que la ducha que Gerald y yo tomamos después de nuestra feroz y atlética tremolina en la cama. La policía había ido a examinar la casa y si hubo alguien más en ella, casi con absoluta certeza encontrarían indicios de tal presencia. El hecho de que a la casa se la hubiera sometido recientemente a una limpieza a fondo, la del fin de verano, hacía aún más probable el que detectaran la existencia de tal visitante.
—Tal vez encontraron pruebas de esa presencia —dije—: Quizás algún agente se guardó el pendiente en el bolsillo.
—En el mundo hay muchos polizontes que tienen la mano larga, lo concedo —repuso Brandon—; pero me cuesta trabajo creer que uno de esos agentes sea tan estúpido como para jugarse el sueldo y la carrera por un pendiente suelto, sin pareja. Me sería más fácil suponer que ese individuo que crees que estaba en la casa contigo volvió después y lo recogió.
—¡Sí! —exclamé—. Eso es posible, ¿verdad?
Empezó a negar con la cabeza, pero luego se encogió de hombros.
—Todo es posible, incluida la codicia y el error por parte de los funcionarios investigadores, pero... —hizo una pausa, me tomó la mano izquierda y me dedicó lo que creo era la expresión tipo tío holandés de Brandon—. Una gran parte de tu idea se basa en la suposición de que los funcionarios que llevan la investigación fueron a la casa, le echaron una ojeada superficial y lo dieron todo por bueno. Pero ése no fue el caso. Si hubiese habido allí una tercera persona, seguro que la policía la habría descubierto. Y si la policía hubiese localizado a esa tercera parte, yo lo sabría.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque una cosa así te colocaría en una situación difícil..., la clase de situación en la que los agentes dejarían de ser buenos chicos y procederían a leerte tus derechos.
—No entiendo lo que quieres decir —declaré, pero empezaba a darme cuenta de por dónde iban los tiros, Ruth; sí, de verdad. Gerald era un monstruo de los seguros y los agentes de tres compañías distintas me habían informado de que mi período de luto oficial (y unos cuantos años posteriores) lo pasaría en circunstancias muy acomodadas.
—John Harrelson realizó en Augusta una autopsia cuidadosa y completa a tu marido —dijo Brandon—. De acuerdo con su informe, Gerald falleció de lo que el médico forense llama «ataque cardíaco puro», lo que significa que no se vio complicado por intoxicación alimenticia, esfuerzo indebido o trauma físico general. —Evidentemente pretendía continuar, había entrado de lleno en lo que después he llegado a considerar estilo didáctico Brandon, pero observó algo en mi rostro que le detuvo.— ¿Jessie? ¿Qué te ocurre?
—Nada —contesté.
—Sí, algo te pasa... Tienes un aspecto terrible. ¿Te ha dado un calambre?
Acabé por convencerle de que me encontraba bien y, para entonces, casi lo estaba. Imagino que sabes en qué pensaba, Ruth, puesto que ya lo mencioné antes en esta carta: en las dos patadas que le sacudí a Gerald cuando no se mostró dispuesto a hacer lo que debía y abrirme las esposas. Una en la parte baja del estómago, otra en las joyas de la familia. Pensaba en que había sido una suerte que dijera que nuestra sesión de sexo fue borrascosa, lo cual explicaba las magulladuras.
Por mi parte, creía que esas contusiones eran leves, puesto que el ataque al corazón se produjo como consecuencia inmediata de las patadas y, por lo tanto, el ataque cardíaco interrumpió el proceso de las magulladuras antes de que se iniciaran.
Lo que nos conduce a otra cuestión, naturalmente: ¿fui yo la causante del ataque cardíaco al propinarle las patadas? Ninguno de los libros de medicina que he consultado responde de manera concluyente a la pregunta, pero seamos realistas: es muy probable que contribuyera. Sin embargo, me niego a pagar los platos rotos. Maldita sea. Estaba demasiado gordo, bebía más de la cuenta y fumaba como una puñetera chimenea. El ataque cardíaco estaba al caer: de no haber sido aquel día, lo habría tenido al cabo de una semana o de un mes. El diablo se limita a verlas venir, Ruth. Eso es lo que creo. Y si no estás de acuerdo, te invito a que cojas tu opinión y te la metas donde te quepa. Da la casualidad de que tengo el convencimiento de que me he ganado el derecho a creer lo que quiero creer, al menos en este asunto. Especialmente en este asunto.
—Si tengo cara de haberme tragado un sapo —le dije a Brandon—, es porque estoy tratando de acostumbrarme a la idea de que alguien supone que he matado a Gerald para cobrar su seguro de vida.
Volvió a menear la cabeza negativamente, sin dejar de mirarme con ansiedad.
—Nadie lo cree. En absoluto. Harrelson dice que Gerald sufrió un ataque cardíaco precipitado posiblemente por la excitación sexual, y la policía del Estado lo acepta porque John Harrelson es uno de los mejores profesionales del ramo, si no es el mejor. Como máximo, puede que haya algún que otro cínico que piense que hiciste de Salomé y te lo llevaste al huerto deliberadamente.
—¿Tú crees eso?
Me parece que quizá le sobresalté al plantearle la cuestión de un modo tan directo, y parte de mí sentía cierta curiosidad por ver la cara que pudiera poner un Brandon Milheron sobresaltado, pero yo debía conocer mejor el paño. Se limitó a sonreír.
—¿Crees que voy a suponer que tienes la imaginación necesaria para apagar el termostato de Gerald, pero no la suficiente como para no darte cuenta de que tú misma podías acabar muriendo esposada a la cama, como resultado de tu faena? No. Por si te sirve de algo, Jess, te confieso que, en mi opinión, las cosas ocurrieron tal como me las contaste. ¿Puedo ser sincero?
Me tocó el turno de sonreír.
—Es lo único que te pido, no querría otra cosa.
—Está bien. Trabajé con Gerald y me llevaba muy bien con él, pero en el bufete había bastantes personas con las que no congeniaba. No era precisamente el hombre menos estrafalario del mundo. No me extraña ni tanto así que le pusiera como una moto la idea de hacer el amor con una mujer esposada a los postes de la cama.
Le lancé un rápido vistazo cuando dijo aquello. Era de noche, sólo estaba encendida la luz de la cabecera de mi cama y él se encontraba sentado entre las sombras, sólo se le veía de los hombros para abajo, pero estoy bastante segura de que Brandon Milheron, el joven tiburón jurista de la ciudad, se había ruborizado.
—Si te he ofendido, lo lamento —se excusó con voz inesperadamente desmañada.
Me faltó poco para echarme a reír, habría sido poco delicado, pero es que Brandon habló como un muchacho de dieciocho años recién salido de la escuela preparatoria.
—No me has ofendido, Brandon —dije.
—Bueno. En lo que a mí concierne, eso está bien. Pero sigue siendo tarea de la policía considerar la posibilidad de juego sucio..., tener presente la idea de que podías haberte extralimitado un poco, con la esperanza de que tu marido sufriese un ataque de lo que en el ramo llaman «coronaria copulativa».
—¡Ignoraba completamente que tuviese problemas cardíacos! —aseguré—. Y parece que las compañías de seguros les pasaba lo mismo. De haberlo sabido, no habrían las pólizas, ¿verdad?
—Las compañías de seguros suscriben pólizas a cualquiera que tenga suficiente dinero para pagarlas —repuso Brandon—, y los agentes de seguros de Gerald no le veían encender un cigarrillo con la colilla del otro, ni empinar el codo de la manera que lo hacía. Tú, sí. Protestas aparte, debiste saber que Gerald se estaba buscando ese ataque cardíaco. Los polis también lo saben. De forma que dicen: supongamos que la mujer invitó a un amiguito a la casa del lago y que no se lo dijo al marido. Y supongamos que ese amiguito sale del armario y se pone a gritar «Buga Buga» exactamente en el momento más oportuno para la mujer y más inoportuno para el esposo. Si los sabuesos descubren el menor indicio de que ha ocurrido algo parecido a eso, estarás hundida en un pozo de mierda, Jessie. Porque, en ciertas circunstancias selectas, un grito de «Buga Buga» a pleno pulmón puede considerarse asesinato en primer grado. El hecho de que estuvieras dos días esposada y de que te despellejases al librarte de las esposas puede ser un detalle convincente en contra de la idea del cómplice, pero, por otra arte, la mera existencia de las esposas hace que lo del cómplice resulte plausible para..., bueno, para cierta mentalidad policíaca.
Me lo quedé mirando, fascinada. Me sentí como una mujer que acaba de ejecutar un baile de figuras en el borde de un precipicio. Hasta entonces, mientras observaba los sombreados planos y curvas del rostro de Brandon, situado más allá del círculo de luz que proyectaba la lámpara de la cama, la idea de que la policía pensara que yo asesiné a Gerald sólo me había cruzado por la cabeza un par de veces, como una especie de chiste de humor negro. ¡Menos mal que, gracias a Dios, no bromeé con los policías sobre ello, Ruth!
—¿Comprendes, pues, por qué puede que sea mejor no decir nada de la posible intrusión de un individuo en la casa? —dijo Brandon.
—Sí —convine—. Es mejor dejar que los perros dormidos sigan descansando ¿verdad?
En cuanto dije eso se me presentó la imagen de aquel maldito chucho que, apretadas las mandíbulas sobre el antebrazo de Gerald, arrastraba a éste por el suelo... Vi de nuevo el trozo de piel suelta, caída a través del hocico del animal. A propósito, encontraron al pobre bicho un par de días después: se había preparado un pequeño refugio debajo del cobertizo de Laglan, a cosa de kilómetro y medio de la orilla del lago. Tenía allí un buen trozo de despojo de Gerald, lo que indica que debió de volver a la casa al menos una vez, después de que le asustase con los faros y la bocina del Mercedes. Lo mataron a tiros. Llevaba una chapa de bronce —no la chapa reglamentaria que exige el servicio de control de animales, mediante la cual se habría podido seguir la pista hasta el propietario y amargarle un poco la vida—, con el nombre del perro grabado en ella: Príncipe, ¿te imaginas? Cuando el comisario Harrington vino y me comunicó que le habían matado, me alegré. No le culpo por lo que hizo —no estaba en mejor situación que yo, Ruth—, pero me alegré de que lo mataran y me sigue alegrando.
Claro que todo esto es irse por las ramas... Te contaba la conversación que mantuve con Brandon cuando le dije lo del extraño en la casa. Estuvo categóricamente de acuerdo en que lo mejor era dejar que los perros dormidos continuaran descansando. Supongo que yo podía sobrevivir con ello —representaba un gran alivio habérselo contado a alguien—, pero aún no estaba completamente lista para soltarlo todo.
—Lo que me convenció fue el teléfono —le dije—. Cuando me liberé de las esposas, estaba tan muerto como Abe Lincoln. En cuanto comprendí eso, tuve la certeza de que estaba en lo cierto: un individuo había estado en la casa y había cortado la línea telefónica que enlazaba con la carretera. La verdad es que fue eso lo que me impulsó a salir disparada por la puerta y precipitarme dentro del Mercedes. No te puedes hacer idea del susto que se te mete en el cuerpo, Brandon, darte cuenta, de pronto, que puedes encontrarte en mitad del bosque teniendo en casa un huésped al que no has invitado.
Brandon sonreía, pero me temo que aquella vez no era del todo la sonrisa del ganador. Era la clase de sonrisa que aparece siempre en la cara de los hombres cuando piensan en lo tontas que somos las mujeres y en lo mal que lo pasaríamos frente a la ley si se nos dejase sin paladines que nos defendieran.
—Cuando probaste el teléfono —el del dormitorio—, y viste que no daba todo, llegaste a la conclusión de que los cables estaban cortados, ¿no es eso?
No fue así exactamente y tampoco fue eso exactamente lo que pensé, pero incliné la cabeza en gesto afirmativo..., en parte porque me resultaba lo más fácil y en parte porque no servía de gran cosa precisar los acontecimientos a un hombre con aquella particular expresión en el rostro. Una expresión que dice: «¡Mujeres! ¡No es posible vivir con ellas, no se puede descerrajarles un tiro!». A menos que hayas cambiado radicalmente, Ruth, estoy segura de que sabes a qué me refiero, y estoy segura de que me entenderás si te digo que, llegados a aquel extremo, lo único que deseaba era poner punto final a la conversación.
—Estaba desconectado, ni más ni menos —dijo Brandon. Hablaba como el señor Compostura explicando que, en ocasiones, parece que hay un monstruo debajo de la cama, pero que desde luego no lo hay—. Gerald quitó el enchufe de la pared. Lo más probable era que no desease que cualquier llamada de la oficina le estropeara la tarde, y mucho menos le interrumpiera en plena fantasía con las esposas. También debió de desconectar la caja del vestíbulo de entrada, pero la conexión de la cocina estaba en su sitio y el teléfono funcionaba. Todo esto lo sé por los informes de la policía.
La luz se me encendió entonces, Ruth. Comprendí de pronto que todos ellos —todos los investigadores que fueron al lago— habían concebido sus propias suposiciones respecto a la forma en que manejé la situación y por qué había hecho las cosas que hice. La mayoría de ellos estaba a favor mío y eso simplificaba mucho las cosas, pero había algo indignante y lúgubre en la idea de que llegaban a casi todas sus conclusiones, no a través de lo que yo había dicho o de las evidencias que encontraron en la casa, sino basándose en el hecho de que yo era una mujer y lo lógico es que las mujeres se comporten de acuerdo con determinadas pautas previsibles.
Cuando lo miras desde ese punto de vista, resulta que no hay diferencia alguna entre Brandon Milheron, con su elegante traje de tres piezas, y el viejo comisario Harrington, con sus pantalones vaqueros de enorme culera y sus rojos tirantes de cuartelillo de bomberos. Acerca de nosotras, los hombres piensan lo mismo que han pensado siempre, Ruth..., estoy segura. Un montón de ellos ha aprendido a decir las cosas que se deben decir en el momento oportuno pero, como solía repetir mi madre: «Hasta un caníbal puede aprender a recitar el credo de los apóstoles».
¿Y sabes una cosa? Brandon Milheron me admira, y admira el modo en que me las arreglé después de que Gerald se desplomara muerto. Sí, me admira. Lo he visto en su cara una y otra vez y si se deja caer por aquí esta tarde, como acostumbra a hacer, confío en que volveré a verlo de nuevo. Brandon opina que hice un trabajo condenadamente estupendo, un trabajo endemoniadamente valeroso..., para una mujer. A decir verdad, creo que para cuando mantuvimos la primera conversación acerca de mi hipotético visitante, él había decidido que, en mi misma situación, habría actuado del mismo modo que yo..., es decir, si al mismo tiempo que afrontaba todo aquello le acosaba una fiebre muy alta. Me parece que tengo una idea respecto a cómo creen la mayoría de los hombres que pensamos las mujeres: cree que pensamos como los abogados con malaria. Eso, desde luego, explicaría en gran medida su comportamiento, ¿verdad?
Hablo acerca de la condescendencia —hombre frente a mujer—, pero también incluyo un montón de cosas endiabladamente más importantes e infernalmente más aterradoras. Brandon no lo entendió, ¿comprendes?, y eso no tiene nada que ver con las diferencias entre los sexos; es la maldición del ser humano, y la prueba más firme de que en realidad todos nosotros estamos solos. En aquella casa ocurrieron cosas terribles, Ruth, hasta después no he sabido lo verdaderamente terribles que fueron, peor Brandon no lo entiende. Le he explicado que hice las cosas que hice para evitar que el pánico me comiese viva, y él ha asentido, me ha sonreído, me ha compadecido y creo que eso me ha hecho algún bien, pero aunque ha sido el mejor de todos, nunca se ha encontrado a un tiro de piedra de la verdad..., de cómo el terror parecía aumentar y seguir aumentando hasta conseguir que toda la negrura de esa obsesión de la casa me llenara la cabeza. Eso aún está allí, de pie junto a la puerta, me invita a volver y entrar en cualquier momento que quiera, pero nunca quiero volver a entrar, aunque a veces me sorprendo a mí misma volviendo y, en el preciso instante en que entro en la casa, la puerta se cierra de golpe a mi espalda y la llave gira sola en la cerradura.
Bueno, no importa. Supongo que debo sentirme aliviada por saber que mi intuición acerca de las líneas telefónicas era errónea, pero no es así. Porque hay una parte de mi cerebro que creía —y aún sigue creyendo— que el teléfono de la alcoba no habría funcionado ni siquiera aunque me hubiese metido por detrás de la silla para conectar de nuevo el enchufe, que quizás el aparato de la cocina daba tono después, pero que seguro que no funcionaba entonces, que se trataba de salir corriendo de la casa y meterse en el Mercedes a toda prisa o morir a manos de la criatura.
Brandon se inclinó hacia adelante y la luz de la cabecera de la cama le dio en el rostro.
—No había ningún hombre en la casa, Jessie —manifestó—, y lo mejor que puedes hacer con esa idea es abandonarla.
Estuve a punto de contarle lo de los anillos, pero me encontraba cansadísima, tenía unos terribles dolores y, al final, no dije nada. Después de que se marchase estuve mucho tiempo despierta en la cama... ni siquiera la pastilla analgésica conseguiría que conciliara el sueño aquella noche. Pensé en la operación de injerto de piel a que me iban a someter al día siguiente, pero probablemente no pensé en ella tanto como pudieras creer. A lo que le di más vueltas en la cabeza fue a los anillos y a la huella de pisada que, salvo yo, nadie había visto, y a la posibilidad de que él —eso— hubiera vuelto para poner las cosas en su sitio. Acabé por llegar a la conclusión, poco antes de quedarme dormida, de que nunca hubo huella de pisada ni pendiente con perla. Y de que algún agente encontró mis anillos en el suelo del estudio, junto a la estantería de los libros, y se limitó a cogerlos. Pensé que seguramente estarían en aquel momento en el escaparate de alguna tienda de empeños. Tal vez la idea debería irritarme, pero no fue así. Me hizo sentirme como aquella mañana, cuando me desperté al volante del Mercedes: llena de una increíble sensación de paz y bienestar. Ningún extraño; ningún extraño; ningún extraño en ninguna parte. Sólo un polizonte de mano larga, que echaba un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que nadie le veía y luego, pum, zas, al bolsillo. En cuanto a los anillos en sí, no me importó entonces lo que pudiera haber sido de ellos y tampoco me importa ahora. En el curso de los últimos meses, cada vez he llegado a convencerme más de que la única razón por la que un hombre te coloca un anillo en el dedo consiste en que le ley ya no le permite colocártelo en la nariz. Pero no importa; la mañana se ha convertido en tarde, la tarde transcurre rápidamente y no es hora de tratar cuestiones de mujeres. Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert.
Jessie se echó hacia atrás en la silla y encendió otro cigarrillo, vagamente consciente de que le escocía la punta de la lengua de tanto rozar el tabaco, de que le dolía la cabeza y de que los riñones gemían a causa de la maratoniana sesión delante del Mac. Los riñones protestaban enérgicamente. Un silencio sepulcral reinaba en la casa: un tipo de silencio que sólo podía significar que la menuda Megan Landis había ido al supermercado y a la tintorería. A Jessie le extrañó que Meggie se hubiera marchado sin intentar, aunque sólo hubiera sido una vez más, arrancarla de la pantalla del ordenador. Después supuso que el ama de llaves sabía que iba a ser un esfuerzo inútil. «Será mejor dejarla que haga las cosas a su manera, sea la que fuere», debió de pensar Meggie. Y, al fin y al cabo, aquello no era para la mujer más que un empleo. Este último pensamiento lanzó un dardo a través del corazón de Jessie.
Crujió una tabla en el piso de arriba. El cigarrillo de Jessie se detuvo a dos centímetros de los labios.
«¡Ha vuelto!», chilló la Bendita. «¡Oh, Jessie, ha vuelto!»
Sólo que no había vuelto. Los ojos de Jessie vagaron hacia el estrecho semblante que la miraba desde el montón de recortes de periódicos y pensó: «Sé dónde estás exactamente, hijo de perra. ¿Verdad que sí?».
Lo sabía, pero en el fondo de su mente algo continuaba insistiendo en que era el mismo... no, él, no, eso, el Vaquero del Espacio, el espectro del amor, que había vuelto para la cita final. Sólo había esperado que la casa estuviera vacía, y si ella descolgaba el teléfono de la esquina del escritorio, descubriría que estaba mudo, lo mismo que todos los teléfonos de la casa del lago habían estado mudos aquella noche.
«Tu amigo Brandon puede sonreír irónicamente todo lo que quiera, pero nosotros sabemos la verdad, ¿no es así, Jessie?»
Con gesto repentino, Jessie disparó la mano sana, agarró el auricular y se lo llevó a la oreja. Enseguida oyó el tranquilizador zumbido que le indicaba que tenía línea. Volvió a dejar el aparato en su horquilla. Una extraña y pálida sonrisa le aleteó en las comisuras de la boca.
«Sí, sé exactamente dónde estás, hijo de puta. Piensen lo que piensen la Bendita y todas las demás voces, Punkin y yo sabemos que vistes un mono de color naranja y estás sentado en una celda de la cárcel del condado..., la del fondo del ala vieja, dijo Brandon, para que los demás presos compañeros tuyos no puedan joderte antes de que el Estado te lleve ante un tribunal de tus semejantes..., si es que tienes semejantes. Puede que ahora no estemos enteramente libres de ti aún, pero lo estaremos. Te prometo que lo estaremos.»
Sus ojos regresaron a la pantalla del monitor, y aunque la imprecisa somnolencia acarreada por la mezcla de la pastilla y el emparedado no se había desvanecido del todo, sintió un cansancio que le llagaba a la médula y tuvo el convencimiento absoluto de que no sería capaz de concluir lo que había empezado.
«Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert», tenía escrito, ¿pero era así? ¿Podría hacerlo? ¡Estaba tan fatigada! Claro que lo estaba; se había pasado casi todo el día impulsando aquel maldito cursor de un lado a otro de la pantalla. Forzando el sobre, lo llaman a eso, y si una lo fuerza durante el tiempo suficiente y con la potencia suficiente, acaba por rasgarlo y abrirlo del todo. Tal vez lo mejor sería subir y echarse una siestecita. Más vale tarde que nunca, y todo eso. Lo archivaría en la memoria del Mac, lo recuperaría a la mañana siguiente y reanudaría el trabajo en el punto donde...
Le interrumpió la voz de Punkin. Le llegaba ahora en rarísimas ocasiones, y Jessie solía escucharla con atención cuando aparecía.
«Si optas por dejarlo ahora, Jessie, no te moleste en archivar el documento. Bórralo. Tú y yo sabemos que no tendrás agallas para volver a enfrentarte con Joubert..., no del modo en que una persona tiene que enfrentarse a una cosa sobre la que está escribiendo, ¿verdad? Deja que salga todo de ese rincón del fondo de tu cerebro en el que lo tienes y ponlo en la pantalla.»
—Sí —murmuró Jessie—. Corazón para parar un tren. Quizá más.
Dio una chupada al cigarrillo, y luego lo apagó a medio consumir. Hojeó los recortes otra vez y echó un vistazo por la ventana hacia el declive del Eastern Prom. Había dejado de nevar y el sol relucía luminosamente, aunque no lo haría durante mucho rato; en Maine, los días de febrero eran descastados y melancólicos.
—¿Qué opinas tú, Punkin? —preguntó Jessie a la habitación vacía. Habló con el altivo tono de voz de Elizabeth Taylor que tanto le había gustado practicar en la infancia y que tan frenética ponía a su madre—. ¿Debemos seguir adelante, querida?
No hubo respuesta, pero Jessie tampoco la necesitaba; era una pregunta retórica. Se inclinó hacia adelante en la silla y el cursor se puso en movimiento una vez más. Durante mucho tiempo no interrumpió su labor para nada, ni siquiera para encender un cigarrillo.
37
Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert. No será fácil, pero lo haré lo mejor posible. De modo que sírvete otra taza de café, querida, y si tienes a mano una botella de coñac, vale más que te recetes una copita. Aquí viene la Tercera Parte.
Encima de la mesa, junto a mí, tengo todos los recortes de prensa, y si consigo hacer acopio de valor suficiente para remitirte esta carta (empiezo a pensar que sí), incluiré fotocopias de ellos. Pero las noticias y los artículos no te dirán todo lo que yo sé, y mucho menos todo lo que hay que saber..., dudo de que alguien (incluido el propio Joubert) tenga la más ligera idea de todas las cosas que Joubert hizo, lo cual probablemente es una suerte. Lo que los periódicos apenas pudieron insinuar y lo que no publicaron en absoluto es forraje de pesadilla y, desde luego, yo no habría querido enterarme de todo eso. La mayor parte del material que no está en los periódicos me llegó en el curso de la semana pasada, por cortesía de un Brandon Milheron insólitamente tranquilo y extrañamente compuesto. Le había pedido que viniese a verme en cuanto la conexión entre la historia de Joubert y la mía fuera demasiado obvia como para pasarla por alto.
—¿Crees que era ese tipo, ¿verdad? —me preguntó—. El que estaba en la casa contigo, quiero decir.
—Brandon —repuse—. Sé que es ese individuo.
Suspiró, se contempló las manos durante un minuto y luego alzó la cabeza para mirarme. Estábamos en esta misma habitación, eran las nueve de la mañana y no había sombras que ocultasen su rostro.
—Te debo una excusa —declaró compungido—. No te creí entonces.
—Lo sé —dije yo, todo lo amablemente que pude.
—... pero ahora sí. Santo Dios. ¿Cuánto deseas saber?
Respiré hondo, antes de contestar:
—Todo lo que puedas averiguar.
Quiso saber por qué.
—Lo que pretendo decir es que, si afirmas que es asunto tuyo y que debo apartarme, supongo que tendré que aceptarlo, pero me estás pidiendo que vuelva a abrir un caso que la firma considera cerrado. Si alguien que sepa que estuve espiando para ti el pasado otoño se percata de que este invierno me dedico a husmear en torno a Joubert, no es imposible que...
—Que te metas en algún lío —concluí. Era algo que no se me había ocurrido.
—Sí —confirmó—, pero eso no me preocupa demasiado, soy un gran tipo y puedo cuidar de mí mismo... Al menos, eso creo. Tú me preocupas mucho más, Jess. Es posible que vuelvas a aparecer en las primeras páginas de los periódicos, después de todo lo que nos ha costado quitarte de ellas lo más rápida y apaciblemente posible. Incluso aunque eso no haya sido lo más importante... ni con mucho lo más importante. Éste es el más repugnante caso criminal que ha aparecido en el norte de Nueva Inglaterra desde la segunda guerra mundial. Quiero decir que parte de esta espantosa materia es radiactiva y tú no deberías meterte a bombo y platillo en la zona afectada por la lluvia sin tener una buena razón para ello. —Se echó a reír, un poco nerviosamente.— Rayos, tampoco yo debería aventurarme por ahí sin tener una buena razón.
Me levanté, fui hasta él y tomé con la mano izquierda una de las suyas.
—Ni en un millón de años podría explicarte el motivo —dije—, pero creo que puedo explicarte qué... se logrará con eso, al menos de entrada.
Al tiempo que Brandon inclinaba la cabeza, su mano se plegó sobre la mía.
—Hay tres cosas —dije—. Primera, necesito saber que él es real. Segunda, necesito saber que las cosas que hizo son reales. Tercera, necesito saber que nunca, cuando me despierte, lo veré de pie en mi dormitorio.
Eso trajo a mi mente todo lo pasado, Ruth, y rompí a llorar. En aquellas lágrimas no había truco alguno ni nada calculado; simplemente brotaron. No podía hacer nada para cortarlas.
—Ayúdame, por favor, Brandon —pedí—. Cada vez que apago la luz, está ahí quieto, al otro lado del cuarto, observándome desde la oscuridad, y me temo que, so pena de que le enfoque con un proyector, esto va a continuar eternamente. No hay nadie más a quien pueda preguntarle, y tengo que saber. Ayúdame, por favor.
Me soltó la mano, sacó un pañuelo de alguna parte de su escandalosamente pulcro traje de abogado y me secó el rostro con él. Lo hizo tan amorosamente como solía hacerlo mi madre cuando entraba en la cocina llorando a moco tendido porque me había despellejado la rodilla. Eso era en mis años infantiles de verdad, antes de que me convirtiese en la rueda chirriante de la familia, ¿comprendes?
—Está bien —accedió por último—. Averiguaré todo lo que pueda y te lo transmitiré..., es decir, hasta que me digas que lo deje. Pero tengo la impresión de que es mejor que te aprietes bien el cinturón de seguridad.
Descubrió una barbaridad de cosas y ahora voy a contártelas, Ruth, pero, te aviso: tenía razón cuando dijo lo del cinturón de seguridad. Si decides saltarte las páginas siguientes, lo entenderé. A mí me gustaría poder ahorrarme el escribirlas, pero me parece que eso es parte de la terapia. La última parte, confío.
Este capítulo de la historia —que podríamos titular «El relato de Brandon»— empieza allá por mil novecientos ochenta y cuatro u ochenta y cinco. Fue cuando empezaron a producirse aquellos casos de vandalismo en diversos cementerios del distrito de los Lagos del Maine occidental. Se informó de otros similares en una docena de pequeñas poblaciones al otro lado de la frontera interestatal y en el interior de New Hampshire. Actos como levantamiento de losas funerarias, pintadas con pulverizador y robo de banderas conmemorativas son moneda corriente entre los gamberros con ganas de armarla y, naturalmente, siempre hay un montón de calabazas reventadas en el camposanto local el primero de noviembre, pero estos delitos iban mucho más allá de la trastada o ratería en plan divertido. «Profanación», fue la palabra que empleó Brandon cuando vino, la semana pasada, con su primer informe, y ésa era también la palabra que había empezado a aparecer en la mayor parte de los impresos de informes criminales de la policía hacia mil novecientos ochenta y ocho.
Para las personas que los descubrían y para quienes se encargaban de investigarlos, aquellos delitos eran en sí mismos anormales, pero el modus operandi resultaba bastante sensato; minuciosamente organizados y proyectados. Alguien —posiblemente dos o tres alguien, aunque lo más probable era que se tratase de una sola persona— invadía criptas y mausoleos en los cementerios de pequeñas ciudades con la misma eficiencia del ladrón que allana una casa o una tienda. Al parecer, emprendía aquellos trabajos equipado con taladradoras, alicates universales, sierras para metales y hasta es posible que un torno... Brandon dice que hay un montón de vehículos de cuatro ruedas van provistos de ellos hoy en día.
Los allanamientos se producían siempre en criptas y mausoleos, nunca en sepulturas individuales, y casi todos ellos se llevaron a cabo en invierno, cuando el suelo está demasiado dura para excavarlo y los cadáveres se almacenan a la espera de que el hielo y la escarcha desaparezcan. Una vez el profanador forzaba la entrada, recurría a la taladradora y los alicates universales para abrir los ataúdes. Entonces despojaba sistemáticamente a los muertos de toda alhaja que pudiesen llevar encima desde que los enterraron; usaba unas tenazas para arrancarles las piezas dentarias y los empastes de oro.
Estos actos son despreciables, pero comprensibles. Sin embargo, el robo no era para este individuo más que el punto de partida. Luego sacaba los ojos, cortaba las orejas y degollaba a los muertos. En febrero de mil novecientos ochenta y nueve se encontraron en el cementerio del Recuerdo, de Chilton, dos cadáveres sin nariz..., al parecer se las habían quitado con martillo y escoplo. El agente que lo descubrió le dijo a Brandon:
—Debió de resultarle la mar de fácil... Sin duda estaban congeladas y lo más probable es que se quebraran como polos. El meollo de la cuestión es, ¿qué hace un tipo con dos narices congeladas, una vez las tiene en la mano? ¿Se las pone como adorno en el llavero? ¿Tal vez se prepara con ellas una tortilla, la espolvorea con queso y la pasa por el microondas? ¿Qué tal?
A casi todos los cadáveres profanados se los encontró sin pies ni mando, a veces también les faltaban las piernas y los brazos y,, en algunos casos, el autor de aquellas barbaridades se llevó igualmente la cabeza y los órganos sexuales. Las pruebas forenses sugieren que utilizó un hacha y un cuchillo de carnicero para las labores finas. Tampoco es que fuese malo. Uno de los agentes del condado de Chamberlain le comentó a Brandon: «Un aficionado con talento. No le dejaría practicar con mi vesícula, pero supongo que confiaría en su habilidad si se tratase de quitarme un lunar del brazo... es decir, si ese tipo estuviese lleno de Halcion o Prozac » En unos cuantos casos abrió los cuerpos en canal y en otros hendió el cráneo y llenó la cabeza con excrementos de animales. Lo que encontró la policía con más frecuencia fueron casos de profanación sexual. Era un tipo adicto a la igualdad de oportunidades cuando se trataba de llevarse joyas, dientes de oro y piernas o brazos, pero cuando llegaba al equipo sexual —y a practicar el sexo con los muertos—, se ceñía estrictamente al comportamiento del caballero.
Lo cual puede que haya sido una suerte extraordinaria para mí.
Durante el mes siguiente a mi huida de la casa del lago aprendí mucho acerca de los sistemas de trabajo de los departamentos de policía rurales, pero eso no es nada en comparación con lo que he aprendido en el transcurso de la última semana. Una de las cosas más sorprendentes es lo discretos y circunspectos que pueden ser los agentes de las localidades pequeñas. Supongo que cuando, en la zona por la que patrulla, uno conoce y tutea a todo el mundo, e incluso está emparentado con una buena cantidad de ellos, la discreción se convierte en algo tan natural como respirar.
La manera en que trataron mi caso es un ejemplo de esta extraña y compleja discreción; el modo en que manejaron el de Joubert es otro. Recuerda que la investigación se prolongó a lo largo de siete años y, antes de que se diera por concluida, participaron en ella un sinfín de personas: dos departamentos de la policía estatal, cuatro sheriffs del condado, treinta y un agentes y Dios sabe cuántos policías, detectives y comisarios. Estaba allí, en primera línea de sus abiertos archivos y, en mil novecientos ochenta y nueve, tenían incluso un nombre: Rodolfo, como Valentino. Hablaban de Rodolfo en el Tribunal Federal, mientras aguardaban para declarar como testigos en otros casos, comparaban notas relativas a Rodolfo en los seminarios que sobre aplicación de la ley se desarrollaban en Augusta, Derry y Waterville, discutían acerca de aquel individuo en las pausas para tomar café. «Y lo llevábamos a casa», le dijo a Brandon uno de los policías, casualmente el mismo que le contó lo de las narices. «Apueste a que sí. Los tipos como nosotros siempre llevamos a casa a los sujetos como Rodolfo. Uno capta los últimos datos en las barbacoas de los patios traseros, puede tener la suerte de tropezar con un colega de otro departamento mientras observa a sus niños, que juegan la liga infantil. Porque uno nunca sabe cuándo va a dar con el detalle que le permitirá encajarlo todo y acertar de lleno en el blanco de la solución.»
Pero ahora viene la parte realmente asombrosa (y es probable que vayas por delante de mi..., es decir, si no estás en el aseo arrojando los pastelitos): durante todos estos años, las autoridades conocían la existencia de ese monstruo vivo —un profanador de tumbas, en realidad— que campaba por la zona occidental del Estado, ¡y la historia no salió a la superficie hasta que cogieron a Joubert! En cierto sentido, a mí eso me pareció extraordinario y un poco fantasmagórico, pero en otro, mucho más amplio, lo consideré portentoso. Supongo que la aplicación de la ley es una batalla que no marcha muy bien en un montón de grandes ciudades, pero aquí, en East Overshoe, cualquier cosa que se haga parece funcionar de maravilla.
Naturalmente, puedes argumentar que queda una enorme cantidad de espacio para las mejoras, cuando piensas en los siete años que ha costado pescar a un psicópata como Joubert, pero Brandon me lo aclaró en un santiamén. Me explicó que el perpetrador (ésa fue la auténtica palabra que utilizaron) operaba exclusivamente en poblaciones pequeñas, donde los presupuestos son bajos y las autoridades policíacas sólo atienden los delitos más graves y los problemas inmediatos..., lo cual significa crímenes contra los vivos con preferencia a crímenes contra los muertos. La policía asegura que en la mitad occidental del estado operan al menos dos organizaciones de cacos automovilísticos y cuatro talleres que desmantelan los coches y los «colocan» luego por piezas, y ésos no son más que los que conocen. Después están los asesinos, los maridos que apalean a sus esposas, los ladrones, los que se saltan los límites de velocidad y los borrachos. Y, por encima de todo, el viejo asunto de la droga. Se compra, se vende, se expansiona y la gente se pelea o se mata por ella. Según Brandon, el jefe de policía de Norway ni siquiera se molesta ya en emplear la palabra cocaína: la llama Colocona en polvo, y en sus informes por escrito la designa así: Colocona en polvo. Me parece que he captado lo que pretende decir. Cuando eres un polizonte del pueblo tratando de mantener a raya a toda la compañía de monstruos en un Plymouth con cuatro años de vejez a cuestas y que parece que se va a desencuadernar el cuanto pasas de los ciento diez, ordenas enseguida tu trabajo según la importancia de cada tarea, y un fulano al que le gusta juguetear con los muertos dista mucho de figurar en los primeros puestos de la lista de prioridades.
Escuché todo eso y me mostré de acuerdo en parte, pero no en todo.
—Algo de eso puede que sea cierto, pero hay otras cosas que me parecen acomodaticias —comenté—. Quiero decir que lo que Joubert estaba haciendo... bueno, era algo más que simplemente juguetear con los muertos, ¿no es verdad? ¿O me equivoco?
—No te equivocas en absoluto —respondió Brandon.
A lo que ninguno de nosotros deseábamos llegar era a poner el dedo en la llaga y reconocer que, durante siete años, aquel alma aberrante había revoloteado de pueblo en pueblo, haciendo felaciones a los muertos, y a mí me parecía que poner coto a eso era muchísimo más importante que sorprender a quinceañeras mangando cosméticos en la perfumería local o identificar a la persona que se dedica a cultivar hierbas de tía maría en la arboleda del terreno situado detrás de la iglesia anabaptista.
Sin embargo, lo importante es que nadie se olvidó de él y que todos los polizontes siguieron comparando sus notas. Un perpetrador como Rodolfo pone nerviosos a los sabuesos por toda clase de razones, pero la principal es que un fulano lo bastante majareta como para hacer aquello a los muertos, también podría estar lo bastante chalado como para intentar repetir la jugada con los vivos..., aunque uno no seguiría vivo mucho tiempo después de que Rodolfo decidiera abrirle la cabeza con su fiel hacha. A la policía también le inquietaba el destino de las extremidades perdidas: ¿para qué las querría? Brandon dice que vio un memorándum, no muy digno de confianza, en el que se apuntaba: «Quizá Rodolfo el Amante es en realidad Aníbal el Caníbal», y que circuló fugazmente por la oficina del sheriff del condado de Oxford. Lo destruyeron, no porque se considerase una broma de mal gusto —que no lo era—, sino porque el sheriff temió que el comentario se filtrase a la prensa.
Cada vez que los departamentos locales de servidores de la ley disponían de hombres y de tiempo para dedicarlos a aquel caso, ponían a sus agentes de guardia en uno u otro cementerio. Hay profusión de camposantos en el Maine occidental y supongo que, por la fecha en que el asunto se solucionó, aquellas misiones constituían para muchos de esos agentes una especie de entretenimiento. La teoría estriba en que si uno insiste en tirar los dados una y otra vez durante el tiempo suficiente, tarde o temprano acaba por conseguir los puntos que necesita.
Y eso, en esencia, es lo que al final ocurrió.
A principios de la semana pasada —ahora hace unos diez días—, el sheriff del condado de Castle, Norris Ridgewick, y uno de sus ayudantes estaban aparcados a la puerta de un granero abandonado, cerca del cementerio de la Patria. Se encuentra en una carretera secundaria, junto al portón trasero. Eran las dos de la madrugada y se aprestaban a dar por concluida la vela nocturna cuando el ayudante, John LaPointe, oyó el ruido de un motor. No vieron la furgoneta hasta que frenó delante de la verja porque aquella noche nevaba y el individuo conducía con los faros apagados. El agente LaPointe quiso prender al fulano en cuanto le vieron apearse de su vehículo y poner manos a la obra, con una palanqueta, ante la verja de hierro forjado del cementerio, pero el sheriff le contuvo.
—Ridgewick es un tipo de aire extraño —me explicó Brandon—, pero conoce el valor de una buena metedura de pata. Nunca pierde de vista al tribunal, por muy tensa que sea una situación. Aprendió de Alan Panghorn, el hombre que le precedió en el cargo, y eso significa que tuvo el mejor de los maestros.
Diez minutos después de que la furgoneta franquease la entrada del cementerio, Ridgewick y LaPointe la siguieron, también con las luces apagadas y con las ruedas del coche patrulla apenas crujiendo sobre la nieve. Siguieron las rodadas de la furgoneta hasta estar casi totalmente seguros del destino de aquel sujeto: la cripta construida en la ladera de la colina. Tanto uno como otro pensaban en Rodolfo, pero ninguno de los dos lo expresó en voz alta. LaPointe dijo que habría sido como gafar a un jugador que no da pie con bola.
Ridgewick dijo a su ayudante que detuviera el automóvil en el lado del monte opuesto al de la cripta: quería proporcionar al fulano toda la soga que necesitara para ahorcarse. Al final, Rodolfo terminó con cuerda suficiente como para colgarse de la Luna. Cuando Ridgewick y LaPointe se lanzaron con las armas empuñadas y las linternas encendidas, sorprendieron a Raymond Andrew Joubert en el instante en que tenía un ataúd a medio abrir. Empuñaba el hacha con una mano, tenía el pene en la otra y LaPointe manifestó que se disponía a atarearse con las dos.
Supongo que ambos debieron llevarse un susto de muerte al iluminarle con las linternas, cosa que no me sorprende nada..., aunque, modestia aparte, estoy en mejores condiciones que la mayoría para imaginar la escena de aquel tipo sorprendido en la cripta de un cementerio a las dos de la madrugada. Dejando a un lado otras circunstancias, Joubert sufre acromegalia, progresivo crecimiento de manos, pies y rostro que se produce por disfunción de la hipófisis. Eso es lo que causó el abultamiento de su frente y la turgencia de sus labios. También tenía los brazos anormalmente largos; le colgaban a los costados hasta llegarle a las rodillas.
Cosa de un año antes se había producido un enorme incendio en Castle Rock —se quemó casi todo el centro de la urbe— y por aquellas fechas el sheriff tenía en chirona a los delincuentes más peligrosos de Chamberlain o Norway, pero ni al sheriff Ridgewick ni al agente LaPointe les hacía ninguna gracia conducir a las tres de la madrugada por carreteras cubiertas de nieve, de modo que llevaron al detenido al restaurado cobertizo que usaban entonces como cuartelillo.
Alegaron lo tarde que era y lo nevadas que estaban las carreteras —dijo Brandon—, pero creo que había algo más que eso. No creo que el sheriff Ridgewick quisiera entregar la piñata a ningún otro colega hasta haber disfrutado de la ocasión de meterle mano él. De todas formas, Joubert no parecía estar en dificultades: sentado en el asiento posterior del coche patrulla, aparentemente tan dichoso como una almeja en pleamar, daba la impresión de ser un personaje recién salido de un episodio de Cuentos de la cripta e —Ridgewick y LaPointe juran que es cierto— iba cantando Los dos tan felices, esa vieja canción de los Turtles.
Ridgewick solicitó por radio que un par de agentes temporeros se reunieran con él. Se aseguró de que Joubert quedaba a buen recaudo y, antes de marcharse con LaPointe, comprobó que los agentes estuviesen armados con escopetas y dispusieran de una buena provisión de café. Se dirigieron nuevamente al cementerio de la Patria, en busca de la furgoneta. Ridgewick se enfundó unos guantes, se sentó encima de una de esas bolsas Hefty de plástico verde que los polizontes llaman «mantas de pruebas», cuando las utilizan en un caso, y condujo el vehículo de regreso a la población. Lo llevaba con todas las ventanillas abiertas y dijo que la furgoneta apestaba como una carnicería después de estar seis días con la cámara frigorífica sin funcionar por falta de energía eléctrica.
Ridgewick tuvo ocasión de echar una buena mirada a la parte trasera de la furgoneta cuando pasó bajo las luces del garaje municipal. En los compartimentos de almacenaje, a ambos lados de la caja del vehículo, colgaban varias extremidades en estado de descomposición. Había también una cesta de mimbre, mucho más pequeña que la que yo vi, y una caja de herramientas llena de útiles propios de los salteadores de viviendas. Cuando Ridgewick abrió la cesta de mimbre encontró en su interior seis penes colgados de una cuerda de yute trenzado. Dijo que supo enseguida qué era: un collar. Joubert reconoció posteriormente que solía ponérselo con frecuencia en sus expediciones a los cementerios y declaró que, de haberlo llevado en su última salida, jamás le habrían cogido. «Me trae buena suerte», dijo, y, si consideramos el tiempo que han tardado en apresarlo, Ruth, creo que convendrás en que no deja de tener bastante razón.
Lo peor de todo, sin embargo, era el bocadillo que encontraron en el asiento contiguo al del conductor. Lo que sobresalía entre las dos rebanadas de pan Maravilla era, evidentemente, una lengua humana. La había untado con una capa de esa mostaza amarillo brillante que tanto gusta a los críos.
—Ridgewick consiguió apearse de la furgoneta antes de devolver encima del bocadillo —me dijo Brandon—. Menos mal: la policía estatal le habría metido un buen paquete de haber soltado la vomitona sobre aquella prueba. Por otra parte, si no hubiese arrojado hasta la primera papilla, yo habría deseado que le apartaran del trabajo, por razones psicológicas.
Poco después de la salida del sol, trasladaron a Joubert a Chamberlain. Cuando Ridgewick, sentado en la parte delantera del coche, volvía para leer a Joubert sus derechos a través de la malla de separación (era la segunda o la tercera vez que lo hacía; Ridgewick puede que no fuera otra cosa, pero metódico lo era mucho), Joubert le interrumpió para decir: «Si he hecho algo malo a papá y mamá, lo lamento terriblemente». Habían tenido tiempo para establecer, gracias a la documentación que Joubert llevaba en la cartera, que el detenido residía en Motton, pueblo agrícola que se alzaba frente a Chamberlain, justo al otro lado del río, y en cuanto Joubert quedó alojado en su nuevo aposento, Ridgewick informó a los funcionarios de Chamberlain y de Motton de todo lo que había declarado Joubert.
Durante el regreso a Castle Rock, LaPoint le preguntó a Ridgewick qué creía que iban a encontrar en casa de Joubert los agentes que fueran a registrarla. Ridgewick contestó:
—No lo sé, pero confío en que no se les olviden las máscaras antigás.
Una versión de lo que encontraron y de las conclusiones que extrajeron se publicó en la prensa en el curso de los días siguientes, aumentada de una fecha a la otra, naturalmente, pero, al término de la primera jornada que Joubert pasó entre rejas, la policía estatal y la oficina del Ministerio de Justicia de Maine ya tenían un cuadro bastante completo de lo que había estado ocurriendo en la granja de Kingston Road. La pareja a la que Joubert llamaba «papá y mamá» —en realidad eran su madrastra y el compañero de su madrastra— estaban bien muertos. Llevaban muertos varios meses, aunque Joubert seguía hablando como si el «algo malo» hubiese ocurrido sólo unos días o unas horas antes. Les había arrancado el cuero cabelludo a ambos y se había comido la mayor parte de «papá».
Diseminados por la casa, en todas partes, había trozos de cadáveres, algunos putrefactos, otros llenos de gusanos a pesar del frío, otros esmeradamente curados y conservados. La mayoría de esas partes curadas y conservadas eran órganos sexuales masculinos. En un estante, junto a la escalera del sótano, la policía encontró unos cincuenta tarros que contenían ojos, labios, dedos de pies y manos y testículos. Joubert era un especialista en conservas. La casa estaba también llena —y al decir llena quiero decir llena— de artículos robados, principalmente en casas de campo y de verano. Joubert los llamaba «mis cosas»: accesorios, electrodomésticos, herramientas, equipo de jardinería y suficiente cantidad de ropa blanca como para abastecer una boutique de la cadena El Secreto de Victoria . Al parecer le gustaba ponérsela.
La policía aún está tratando de determinar qué trozos de cadáver pertenecen a las expediciones saqueadoras de tumbas y cuáles son los que corresponden a sus otras actividades. Calculan que, en el curso de los últimos cinco años, puede que haya matado a una docena de personas, todas ellas practicantes del auto-stop a las que recogía en su furgoneta. Es posible que el total alcance una cifra más alta, según Brandon, pero la labor del forense es muy lenta. Por su parte, Joubert no ayuda mucho, y no porque no quiera hablar, sino precisamente porque habla demasiado. Según Brandon, ha confesado ya más de trescientos crímenes, incluido el asesinato de George Bush. Parece creer que Bush es en realidad Dana Carvey, el actor que actúa en «La dama eclesiástica» del programa Noche viva del sábado.
Joubert ha pasado por diversas instituciones mentales desde que, cuando contaba quince años, le arrestaron por mantenimiento de relaciones sexuales ilícitas con su primo. El primo en cuestión tenía entonces dos años. Naturalmente, Joubert también era víctima de abusos sexuales: su padre, su padrastro y su madrastra, todos se lo habían cepillado. ¿Qué solían decir? ¿La familia que retoza unida permanece unida?
Lo enviaron a Gage Point —una especie de centro de desintoxicación, entre hogar e instituto mental para adolescentes, que se encuentra en el condado de Hancock—, acusado de abuso sexual flagrante, y lo pusieron en libertad cuatro años después, aparentemente curado, a la edad de diecinueve. Eso ocurría en mil novecientos setenta y tres. El segundo semestre de mil novecientos setenta y cinco y casi todo el año siguiente se lo pasó en el American Mental Health Institute, de Augusta. Supongo que para Joubert ése fue sin duda el período de diversión con animales. Ya sé, Ruth, que no debería bromear con estas cosas —pensarás que soy una persona horrible— pero la verdad es que no sé cómo reaccionar. Noto a veces que, si no bromease, me echaría a llorar, y si rompo a llorar, luego no podré dejarlo. Metía gatos en cubos de basura y después los volaba en pedazos con esos petardos que llaman «revientalatas», a eso se dedicaba... y, de vez en cuando, para salir de la rutina, clavaba algún perrito al tronco de un árbol.
En el setenta y nueve lo enviaron a Juniper Hill por violar y cegar a un niño de seis años. Esta vez se supuso que para siempre, pero lo cierto es que, en lo que se refiere a la política y a los que dirigen las instituciones del Estado —en especial las instituciones mentales—, creo que es justo decir que nada es para siempre. Lo liberaron de Juniper Hill en mil novecientos ochenta y cuatro, una vez más con la consideración de «curado». Brandon opina —y yo también— que esta segunda cura tuvo mucho más que ver con el recorte de los presupuestos para las instituciones mentales del Estado que con cualquier milagro de la ciencia o la psiquiatría modernas. Sea como fuere, Joubert volvió a Motton para vivir con su madrastra y el compañero de ésta, y el Estado se olvidó de él..., salvo cuando se trató de concederle el permiso de conducir. Realizó una prueba de rodaje y obtuvo uno perfectamente legal —en muchos sentidos, esa circunstancia me parece lo más asombroso de todo— y en algún momento, entre últimos de mil novecientos ochenta y cuatro y principios del ochenta y cinco, empezó a utilizarlo para visitar los cementerios locales.
Era un chico atareado. Para el invierno tenía sus criptas y mausoleos; en el otoño y la primavera irrumpía en los campamentos y hogares de la parte occidental de Maine y arramblaba con todo lo que le seducía, lo que llamaba la atención de su capricho: «mis cosas», ya sabes. Al parecer, le hechizaban extraordinariamente las fotos enmarcadas. En el ático de la casa de Kingston Road encontraron un baúl lleno de ellas. Brandon dice que todavía están contándolas, pero que la cantidad total sobrepasará las setecientas.
Es imposible adivinar hasta qué punto «papá y mamá» participaron en lo que ocurría antes de que Joubert acabase con ellos. Debieron de colaborar bastante, puesto que éste nunca se esforzó lo más mínimo en disimular lo que estaba haciendo. En cuanto a los vecinos, parece que su consigna era: «Pagaban sus facturas y no se metían con nadie. La cosa no nos atañía». Es una espantosa máxima de perfección, ¿no crees? Gótico de Nueva Inglaterra, pasado por el diario de la psiquiatría aberrante.
En el sótano descubrieron otra cesta de mimbre de mayor tamaño. Brandon consiguió fotocopias de la policía que documentan este particular hallazgo, pero vaciló un poco al principio, antes de enseñármelas. Bueno..., lo cierto es que esto es un poco demasiado suave. Era el único sitio donde cedía a la tentación que todos los hombres parecen tener..., ya sabes a cuál me refiero, la de interpretar el papel de John Wayne. «Vamos, damisela, aguarda hasta que hayamos liquidado a todos esos indios y sigue contemplando el desierto. Ya te diré cuándo hemos terminado.»
—Estoy dispuesto a aceptar que Joubert seguramente estaba contigo en la casa —dijo Brandon—. Tendría que ser un maldito avestruz con la cabeza enterrada en la arena si al menos no admitiera la idea: todo encaja. Pero contéstame a esto: ¿por qué seguir con ellos, Jessie? ¿Qué beneficio puede reportar?
No pude responder a esa pregunta, Ruth, pero sabía algo: nada de lo que yo pudiera hacer pondría las cosas peor de lo que ya estaban. Así que me mantuve firme hasta que Brandon comprendió que la damisela no iba a subir a la diligencia hasta que hubiese echado un vistazo a los indios muertos. De modo que vi las fotografías. La que estuve mirando más tiempo era una que llevaba en una esquina el rótulo de DOCUMENTO 217 DE LA POLICÍA ESTATAL. Era como contemplar la videocinta que alguien ha tomado de tu peor pesadilla. La imagen mostraba una cesta de mimbre rectangular, abierta para que el fotógrafo retratase su contenido, compuesto por un montón de huesos mezclados con una extraña colección de joyas: algunas eran bisutería barata, otras eran valiosas; algunas eran robadas en las casas de verano, otras, evidentemente, habían sido arrancadas de las frías manos de cadáveres mantenidos en cámaras frigoríficas de pueblo.
Miré aquella fotografía, tan clara, escueta y gráfica como son siempre las fotos que la policía presenta como pruebas, y volví a encontrarme en la casa del lago: sucedió automáticamente, sin solución de continuidad. Sin recuerdos, ¿comprendes? Estoy allí, esposada e impotente, con la vista dirigida hacia las sombras en las que flota la cara sonriente y me escucho a mí misma decir que aquel hombre me aterra. Y entonces, él se inclina para coger la caja, sin apartar de mi rostro sus ojos febriles, y le veo —lo veo— meter la mano retorcida y deforme, y veo aquella mano que revuelve los huesos y las alhajas y oigo el ruido que hace aquello, como castañuelas sucias.
¿Y sabes lo que más me impresiona de todo? Que pensé que era mi padre, que era mi papá, que regresaba de entre los muertos para hacer lo que había querido hacer antes. «Adelante», le dije. «Adelante, pero prométeme que después me soltarás. Sólo prométeme eso.»
Creo que habría dicho lo mismo aunque hubiera sabido quién era realmente, Ruth. ¿Creer? Sé que habría dicho lo mismo. ¿Comprendes? Le habría dejado meterme la polla —la polla que ha introducido en las putrefactas gargantas de hombres muertos—, a cambio de que me prometiera que yo no iba a morir a causa de las dentelladas del perro, de los calambres musculares, de las convulsiones que estaban esperándome. A cambio sólo de que hubiera prometido LIBERAR.E.
Jessie hizo un alto momentáneo y respiró con tal rapidez e intensidad que más parecía jadeo que otra cosa. Miró las palabras escritas en la pantalla —la increíble, inexpresable confesión— y experimentó la poderosa y apremiante urgencia de borrarlas. No porque la avergonzase el que Ruth las leyera; la avergonzaba, pero no era eso.
Lo que no quería era tratar con ellas, y suponía que, si no las borraba, iba a tener que hacer precisamente eso.
Las palabras tienen ciertas formas de crear sus propios imperativos.
«No hasta después de que se te hayan escapado de las manos», pensó Jessie. Alargó la mano, por delante el índice manchado de negro. Tocó la tecla de «Borrar» —casi llegó a pulsarla—, pero luego retiró el dedo. Lo que había puesto era la verdad, ¿no?
—Sí —articuló con la misma voz susurrante que tan a menudo utilizara durante sus horas de cautiverio..., sólo que, al menos, ahora no era la de la Bendita ni la de Ruth sonándole dentro de la cabeza; había logrado regresar a sí misma sin tener que rodear el establo de Robin Hood para hacerlo. Eso, de algún modo, era un adelanto—. Sí, es la verdad, desde luego.
La verdad y nada más que la verdad, y que Dios me ayude. No utilizaría la tecla de «Borrar» sobre la verdad, por muy desagradable que para algunas personas —incluida ella misma— resultase la verdad. La mantendría. Puede que, al final, decidiera no enviar la carta (ignoraba aún si sería justo enviarla, cargar sobre una mujer a la que no había visto en varios años toda aquella cuota de dolor y locura), pero no lo borraría. Y eso significaba que lo mejor que podía hacer era acabar ya, de una sentada, antes de que le abandonaran las últimas reservas de valor y se le agotaran las últimas existencias de energía.
Jessie se inclinó hacia adelante y empezó de nuevo a teclear.
Brandon dijo:
Hay una cosa que tienes que recordar y aceptar, Jessie: no se dispone de ninguna prueba empírica. Sí, ya sé que tus anillos han desaparecido, pero en lo que a ellos concierne puede que tuvieras razón la primera vez: es posible que algún poli de mano larga se los haya quedado.
—¿Qué me dices del Documento 217? —le pregunté—. La caja o cesta de mimbre.
Se encogió de hombros y me asaltó uno de esos relámpagos de luminosa inspiración que los poetas llaman epifanías. Brandon sostenía la posibilidad de que la caja de mimbre había sido sólo una coincidencia. No resultaba fácil, peor era más fácil que tener que aceptar todo lo demás; sobre todo el hecho de que un monstruo como Joubert pudiera afectar la vida de alguien a quien él, Brandon, conocía y apreciaba. Lo que vi aquel día en el semblante de Brandon Milheron era perfectamente simple: iba a pasar por alto todo un rimero de pruebas circunstanciales para concentrarse en la falta de pruebas empíricas. Intentaba creer que todo el asunto era sencillamente producto de mi imaginación, que me aferraba al caso Joubert para explicar las vívidas alucinaciones que tuve mientras permanecía esposada a las columnas de la cama.
Y a esa idea siguió otra, todavía más clara: la de que yo también podía hacerlo. Podía llegar a convencerme de que me equivoqué..., pero si llegaba a tal conclusión, arruinaría mi vida. Reaparecerían las voces: no sólo la tuya, la de Punkin o la de Nora Callighan, sino también las de mi madre, mi hermana, mi hermano, y las de los chicos con los que tonteé en el instituto, las de las personas con las que pegué la hebra en las salas de espera de los médicos y Dios sabe las de cuánta gente más. Creo que la mayoría de ellas serían fantasmales voces extraterrestres.
No podía soportarlo, Ruth, porque en los dos meses que siguieron a la terrible experiencia que viví en la casa del lago recordé un sinfín de cosas que había estado reprimiendo durante un montón de años. Creo que el recuerdo más importante salió a la superficie durante el período comprendido entre la primera y la segunda operación de la mano, cuando estaba «sedada» (expresión técnica que empleaban en el hospital para significar que una «tenía la calabaza colocada») casi continuamente. El recuerdo era el siguiente: en los dos años, más o menos, transcurridos entre el día del eclipse y el día de la fiesta de cumpleaños de Will —aquella en que me pinchó con el dedo durante el partido de cróquet— estuve oyendo voces casi de manera continua. Quizás el pinchazo de Will actuó como una especie de tosca terapia accidental. Supongo que es posible; ¿no dicen que nuestros antepasados inventaron el arte culinario, la cocina, después de comer lo que quedaba en los bosques después de incendiarse? Aunque si aquellos días se produjo alguna terapia fruto de la casualidad, me parece que no fue como consecuencia de que Will me pinchara con el dedo, sino como resultado del golpe que le arreé en la boca por hacerlo..., y en cuanto a ese punto, tampoco importa nada. Lo que sí importa es que, después de aquel día en el porche, me pasé dos años compartiendo espacio en mi cabeza con una especie de coro susurrante, docenas de voces que opinaban y enjuiciaban cada una de mis palabras y cada uno de mis actos. Algunas voces eran amables y se podían aguantar, pero la mayoría eran voces de personas asustadas, personas confusas, personas que pensaban que Jessie era un artículo sin valor que tenía merecido cuanto le ocurría y que hubiera tenido que pagar el doble de lo que pagaba por las cosas buenas que conseguía. Oí esas voces durante dos años, Ruth,y cuando dejaron de sonar, las olvidé. No poco a poco, sino de golpe.
¿Cómo puede suceder algo así? No lo sé y, tampoco me importa. En ningún aspecto. Puede que si el cambio hubiese empeorado las cosas, sí que me importaría, pero no fue así: las mejoró inconmensurablemente. Me pasé los dos años comprendidos entre el eclipse y la fiesta de cumpleaños en una especie de estado amnésico, con el cerebro consciente roto en una miríada de fragmentos quisquillosos. Y la verdadera epifanía consistió en esto: si dejo que las cosas se hagan al modo en que pretende el simpático y afectuoso Brandon Milheron, acabaré en el mismo punto donde estaba al principio; rumbo a la calle del Frenopático por el bulevar de la Esquizofrenia. Y esta vez no habría un hermano cerca para administrarme la terapia de shock a lo bestia; esta vez tendría que arreglármelas yo sola, tal como tuve que arreglármelas por mi cuenta para liberarme de las malditas esposas de Gerald.
Brandon estaba observándome. Trataba de calcular el resultado de sus palabras.
No debía de serle factible, porque las repitió, esta vez de un modo ligeramente distinto.
—Has de tener presente que, al margen de lo que pueda parecer, podías estar equivocada. Y creo que debes resignarte ante el hecho de que, en un sentido o en otro, nunca lograrás saberlo con certeza.
—No, eso no es cierto.
Enarcó las cejas.
—Hay una oportunidad estupenda que me permitirá averiguarlo con absoluta seguridad. Y tú vas a ayudarme, Brandon.
Empezaba a esbozar de nuevo aquella sonrisa tipo «cualquier cosa, menos agradable», la que te apuesto algo a que ni siquiera sabe que figura en su repertorio, la que dice que una no puede convivir con ellos, pero que tampoco puede despedirlos.
—¿Ah? ¿Y cómo voy a ayudarte?
—Llevándome a ver a Joubert —dije.
—Ah, no —se negó—. Eso es algo que no voy a hacer ni loco... No puedo hacerlo... Ni hablar, Jessie.
Te ahorraré la hora dándole vueltas y vueltas al asunto que sucedió, una conversación que degeneraba hasta desembocar en el punto de declaraciones tan intelectualmente profundas como «Estás como una cabra, Jess» o «Deja de montarme la vida, Brandon». Pensé en agitar ante sus narices el garrote de la prensa —era lo único que, casi con toda seguridad, le obligaría a recapacitar—, pero al final no tuve que hacerlo. Todo lo que tuve que hacer fue llorar. En un sentido, el hecho de escribir esto hace que me sienta sórdida, pero en otro sentido, no; en otro sentido, reconozco que es un síntoma más de los que no funciona bien entre hombres y mujeres en esta particular danza de figuras. Brandon no creyó que yo hablaba en serio hasta que me puse a llorar.
A fin de abreviar al menos un poco esta larga historia, te diré que fue en busca de un teléfono, hizo cuatro o cinco rápidas llamadas y luego volvió con la noticia de que Joubert comparecería al día siguiente ante el tribunal del condado de Cumberland, acusado de cierto número de cargos secundarios, en su mayoría de robo. Brandon dijo que si estaba dispuesta —y si tenía un sombrero con velo— me llevaría. Accedí al instante y, aunque la expresión del rostro de Brandon manifestaba que creía estar cometiendo una de las mayores equivocaciones de su vida, cumplió su palabra.
Jessie hizo otra pausa y, cuando empezó una vez más a darle al teclado, actuó más despacio y miró a través de la pantalla al día anterior, cuando los quince centímetros de nieve caídos por la noche no eran más que una tersa amenaza blanca en el cielo. Vio azules luces intermitentes en la calzada y oyó detenerse al Beamer azul de Brandon.
Llegamos tarde a la vista porque un camión con remolque había volcado en la I-295, o sea en la ronda de circunvalación de la ciudad. Brandon no lo dijo, pero sé que albergaba la esperanza de que nos presentáramos allí demasiado tarde, cuando ya hubieran trasladado de nuevo a Joubert a su celda, en el ala de máxima seguridad de la cárcel del condado. El guardia que estaba a la puerta de la Audiencia dijo que la vista aún estaba celebrándose, aunque faltaba poco para que concluyese. Al abrirme Brandon la puerta de la sala, se inclinó para acercar sus labios a mi oído y murmuró: «Bájate el velo, Jessie, y manténlo echado». Le obedecí y Brandon apoyó una mano en mi cintura y me condujo al interior. El tribunal...
Jessie se interrumpió y, muy abiertos, grises y vacíos, sus ojos miraron por la ventana hacia el oscurecido atardecer.
Recordaba.
38
Iluminan la sala del tribunal una especie de globos de cristal suspendidos de las alturas, que Jessie asocia con las tiendas de todo a cinco y a diez centavos de su juventud. El ambiente es tan somnoliento como el aula de un instituto de enseñanza media en un día de invierno, cuando las clases están a punto de acabar. Mientras avanza pasillo adelante, tiene conciencia de dos sensaciones: la de la mano de Brandon, todavía en la curva del talle, y la del velo que se pega a sus mejillas como una telaraña. La combinación de ambas sensaciones la hace sentirse extrañamente nupcial.
Dos juristas se encuentra ante el estrado del juez. El juez se ha inclinado hacia adelante y mira a los rostros vueltos hacia arriba. Los tres hombres parecen sumidos en una conversación técnica que desarrollan a base de murmullos. A Jessie le parece una escenificación, con toda la autenticidad de lo real, de una de aquellas crónicas de la vida cotidiana que Charles Dickens publicó con el seudónimo de Boz. El alguacil se encuentra a la izquierda, junto a la bandera estadounidense. Cerca de él, la taquígrafa del tribunal lee The Kitchen God’s Wife, mientras aguarda a que acabe la discusión legal, de la que ella ha quedado al parecer excluida. Y, sentado ante una mesa alargada, en el extremo más alejado de la baranda que separa el espacio que queda entre la zona destinada a los espectadores y la que pertenece a los contendientes, se encuentra una figura esquelética, increíblemente alta, vestida con el mono naranja brillante del centro penitenciario. Junto a esa figura, un hombre con traje, seguramente otro abogado. El individuo del mono color naranja se agacha sobre un cuaderno de notas amarillo, en el que parece escribir algo.
Jessie nota que, desde una distancia de un millón y medio de kilómetros, la mano de Brandon se le ciñe a cintura con más insistencia.
—Ya estamos bastante cerca —susurra Brandon.
Jessie se aparta de él. Está equivocado; no se encuentran lo bastante cerca. Brandon no tiene la más remota idea de lo que ella piensa o siente, pero eso está bien; Jessie sabe. De momento, todas las voces se han convertido en una voz; disfruta de una inesperada unanimidad, y lo que sabe es: si no se acerca más a él, si no consigue aproximarse todo lo que pueda, él nunca estará lo bastante lejos. Siempre se encontrará en la alacena, o al otro lado de la ventana o escondido debajo de la cama a medianoche, con su pálida sonrisa arrugada: la que deja entrever los destellos de oro en el interior de la boca.
Jessie avanza rápidamente por el pasillo hacia la baranda divisoria, con la gasa del velo rozándole las mejillas como minúsculos dedos preocupados. Oye a Brandon, que rezonga, infeliz, pero el rumor le llega desde por lo menos diez años luz. Más cerca (pero todavía en el continente contiguo), uno de los abogados que se encuentran delante del estrado murmura: «... creo que el Estado se mostró intransigente en esta cuestión, señoría, y si tiene usted la bondad de echar una ojeada a nuestras citas, en particular la referente a Castonguay frente a Hollis...»
Aún más cerca, y ahora el alguacil levanta la cabeza, receloso durante unos segundos, pero tranquilizándose cuando Jessie alza el velo y le sonríe. El alguacil corresponde a la mirada de Jessie, al tiempo que señala a Joubert con el pulgar y mueve casi imperceptiblemente la cabeza, un gesto que, en su estado altamente emocional y perceptivo, Jessie lee tan claramente como si se tratase del titular de un periódicos tabloide: «No se acerque al tigre, señora. No se ponga al alcance de sus garras». El alguacil se tranquiliza todavía más cuando ve que Brandon llega a la altura de la mujer, un perfecto caballero andante, si alguna vez existió alguno. Pero el hombre percibe claramente la voz gruñona de Brandon: «Bájate el velo, Jessie, o te lo bajaré yo, ¡maldita sea!».
Jessie no sólo se niega a hacer lo que le dice, se niega incluso a mirar hacia él. Sabe que la de Brandon es una amenaza hueca —en aquel sacrosanto lugar no provocará una escena y hará cualquier cosa, o poco menos, para no dejarse arrastrar a ella—, pero aunque no lo fuera, a Jessie le tiene sin cuidado. Le gusta Brandon, sinceramente, pero para ella se acabaron ya los días de hacer las cosas sólo porque un hombre le dice que las haga. Se da cuenta, periféricamente, de que Brandon le sisea, el juez sigue conferenciando con el abogado de la defensa y el fiscal del condado, el alguacil ha vuelto a su estado de semicoma, la taquígrafa pasa la hoja despacio, soñadora y distante la cara. En el rostro de Jessie sigue congelada la sonrisa simpática con la que desarmó al alguacil, pero el corazón le late furiosamente en el pecho. Se encuentra ya a dos pasos de la baranda —dos pasos cortos— y observa que se ha equivocado respecto a lo que Joubert está haciendo. No escribe, después de todo, Dibuja. Su obra representa a un hombre con un pene erecto de aproximadamente las proporciones de un bate de béisbol. El sujeto del dibujo tiene la cabeza agachada y se encuentra en plena autofelación. Jessie distingue perfectamente la imagen, pero sólo puede vislumbrar una línea estrecha de la mejilla pálida del artista y las húmedas crenchas que le caen sobre la cara.
—Jessie, no puedes... —empieza Brandon, y la sujeta por el brazo.
Ella se suelta de un tirón, sin volver la cabeza. Toda su atención está fija en Joubert.
—¡Eh! —le susurra—. ¡Eh, usted!
Nada, al menos por el momento. Una sensación de irrealidad se abate sobre ella como una ola. ¿Será posible que esté haciendo lo que está haciendo? ¿Es realmente posible? Y, en definitiva, ¿lo está haciendo? Nadie parece haberse percatado de su presencia, nadie en absoluto.
—¡Eh, majadero! —Más alto, en tono rabioso... Todavía es un susurro, pero a punto de dejar de serlo—. ¡Psssst! ¡Psssst! ¡Eh, le estoy hablando a usted!
El juez levanta ahora la cabeza, frunce el ceño, de modo que parece que por fin alguien ha reparado en ella. Brandon emite un gruñido de desesperación y deja caer la mano sobre el hombro de Jessie. Ella se habría soltado en el caso de que Brandon hubiera pretendido obligarla a retroceder por el pasillo, incluso aunque ello supusiera rasgar la parte superior del vestido en el proceso. Tal vez Brandon lo sabe, ya que se limita a obligarla a sentarse en el banco vacío que está inmediatamente detrás de la mesa de la defensa (todos los bancos están vacíos; se trata de una vista técnicamente a puerta cerrada) y, en aquel preciso momento, Raymond Andrew Joubert vuelve por fin la cabeza.
El grotesco asteroide que es su rostro, de labios hinchados, tumefactos, nariz como la hoja afilada de un cuchillo, frente abultada en forma de bulbo, aparece totalmente alelado, inexpresivo, indiferente..., pero es la cara, Jessie lo reconoce al instante y la poderosa sensación que la inunda no tiene el horror como principal componente. El alivio es lo que predomina en ella.
Luego, de súbito, el rostro de Joubert se ilumina. El color tiñe sus angostas mejillas como un sarpullido y en los ojos, rodeados por un borde rojo, se enciende un espantoso centelleo que Jessie ya ha visto con anterioridad. La miran ahora como la miraban en la casa del lago Kashwakamak, con el exaltado embeleso de un lunático irredento, y la mujer se queda inmóvil, hipnotizada por el brillo del reconocimiento que ve en las pupilas del individuo.
—¿Señor Milheron? —está preguntando, cortante, el juez desde la otra orilla del universo—. Señor Milheron, ¿puede explicarme qué está haciendo aquí y quién es esta mujer?
Raymond Andrew Joubert ha desaparecido; éste es el Vaquero del Espacio, el espectro del amor. Sus labios desproporcionadamente grandes se curvan hacia atrás de nuevo para dejar al descubierto la dentadura: la sucia, desagradable y completamente funcional dentadura de un animal salvaje. Jessie ve el destello del oro como el fulgor de ojos feroces que relucen en el fondo de una cueva. Y despacio, oh, tan despacio, la pesadilla cobra vida y eleva sus monstruosamente largos brazos anaranjados.
—¡Señor Milheron, quisiera que usted y la persona que le acompaña, a quien nadie invitó, se acerquen inmediatamente al estrado!
Alertado por el chasquido de aquel tono de voz, el alguacil salta fuera de su adormilamiento. La taquígrafa cierra la novela, sin acordarse de señalar la página por la que está leyendo, y mira en torno. Jessie cree que Brandon la coge del brazo con intención de cumplir la orden del juez, pero no está muy segura y de todos modos tampoco le importa, porque no puede moverse; lo mismo podría estar hundida hasta la cintura en un bloque de cemento. Es otra vez el eclipse; el eclipse total y definitivo. Al cabo de todos aquellos años, las estrellas vuelven a brillar en pleno día. Rutilan dentro de su cabeza.
Sentada allí, contempla a la sonriente criatura, que levanta sus brazos deformes, embutidos en las mangas del mono color naranja, y que sigue sosteniendo con sus ojos de ciento, orillados en escarlata, la mirada de Jessie. Alza los brazos hasta que las alargadas y estrechas manos quedan suspendidas en el aire a cosa de treinta centímetros de cada una de las pálidas orejas. La mímica es horriblemente efectiva: Jessie casi puede ver las columnas de la cama mientras la criatura del mono anaranjado primero revuelve y después estira sus manos de largos dedos... y luego las sacude hacia atrás y hacia adelante, como si hasta entonces las hubiese retenido algo que sólo él y la señora del velo levantado pueden ver. La voz que sale de su boca sonriente contrasta con el tosco superdesarrollo de la cara desde la cual deriva; es una voz aguda, aflautada, gimoteante, es la voz de un niño demente.
—¡No creo que seas nadie! —caramillea Raymond Andrew Joubert con su voz infantil ondulando en el aire. Corta como si fuera un cuchillo la atmósfera sobrecargada, excesivamente calurosa de la sala del tribunal—. ¡Estás hecha sólo de rayos de Luna!
Y estalla en carcajadas. Agita de un lado para otro sus espeluznantes manos, sujetas por unas esposas que sólo ellos dos pueden ver, y ríe... ríe... ríe.
39
Jessie alarga la mano para coger los cigarrillos, pero lo único que consigue es tirar el paquete al suelo. Se encara de nuevo con el teclado y la pantalla del monitor, sin intentar recoger el tabaco.
Tuve la sensación de que me estaba volviendo loca, Ruth... realmente creía que aquello sucedía de verdad. Y entonces escuché una voz dentro de mí. La de Punkin, creo; Punkin me indicó el modo de liberarme de las esposas y consiguió que me pusiera en movimiento cuando la Bendita trataba de entrometerse, de oponerse..., la Bendita, con su melancólica y falsa lógica. Punkin, que Dios la bendiga.
—¡No le des esa satisfacción, Jessie! —exclamó—. ¡Y no permitas que Brandon te impida hacer lo que tienes que hacer!
Brandon lo estaba intentando. Tenía ambas manos sobre mis hombros y tiraba de mí como si se tratara de una competición del juego de la cuerda, mientras el juez no concedía tregua a su mazo, el alguacil se me acercaba corriendo y yo me daba cuenta de que apenas dispondría de un segundo para hacer algo que tuviese importancia, que señalara la diferencia, que me demostrase que ningún eclipse dura eternamente, así que...
Así que Jessie se inclinó rápidamente hacia adelante y le escupió en la cara.
40
Y ahora se recostó súbitamente en la silla del escritorio, se llevó las manos a los ojos y estalló en lágrimas. Lloró durante cerca de diez minutos —entre estremecimientos de sonoros sollozos que se elevaron en el aire de la casa desierta— y después empezó a teclear de nuevo. Se interrumpía con frecuencia para pasarse el antebrazo por los lloriqueantes ojos, a fin de aclararse la borrosa visión. Al cabo de un rato consiguió superar las lágrimas.
...así que me incliné hacia adelante y le escupí en la cara, sólo que era algo más que un salivazo; lo que se estrelló en su rostro fue en realidad un cacahuete. No creo que siquiera lo notase, pero me sentó muy bien. No lo hice por él, ¿verdad?
Tendré que pagar una multa a cambio de ese privilegio y Brandon dice que será bastante alta, pero Brandon salió muy bien librado, sólo sufrió una reprimenda, y lo que hice es para mí infinitamente más importante que cualquier sanción económica que tenga que pagar, puesto que, más o menos, le retorcí el brazo a la espalda y luego le estuve obligando a marcar el paso durante la audiencia.
Y supongo que ya está. Por fin. Creo que te remitiré esta carta, Ruth, y luego me pasaré los próximos quince días suspirando por recibir tu contestación. Ya sé que no me he portado nada bien contigo durante todos estos años, y aunque la culpa no ha sido estrictamente toda mía —sólo últimamente he llegado a comprender hasta qué punto y con qué frecuencia nos vemos influidos por los demás, incluso aunque nos vanagloriemos de lo independientes que somos y de lo dueños que somos de nuestro control y confianza en nosotros mismos— ello no es óbice para que siga deseando decirte que lo siento. Y también quiero decirte otra cosa, algo que realmente estoy empezando a creer: me recuperaré, me pondré bien. No hoy, ni mañana, ni la semana que viene, pero acabaré poniéndome bien. De cualquier modo, tan bien como los mortales tenemos la prerrogativa de estar. Es bueno saber que..., es bueno saber que la supervivencia todavía constituye una opción y que a veces incluso resulta algo estupendo. Que a veces se llega a considerar una verdadera victoria.
Te aprecio mucho, querida Ruth. Tú y tu despiadada forma de hablar contribuyeron en buena parte a salvarme la vida el pasado mes de octubre, aunque ni siquiera lo supiste. ¡Te quiero tanto!
Tu vieja amiga,
JESSIE
P.S.: Escríbeme, por favor. O mejor, telefonéame. ¿tendrás la bondad?
Diez minutos después dejaba la carta, impresa y metida en un sobre de los de bolsa (resultó demasiado voluminosa para un sobre comercial corriente), encima de la mesita del vestíbulo. Había conseguido la dirección de Ruth a través de Carol —una dirección, al menos— y la había escrito en el sobre con una caligrafía meticulosa y desparramada, que era lo mejor que podía hacer con la mano izquierda. Junto al sobre, dejó también una nota, escrita con el mismo cuidado y con las mismas letras espaciadas.
«Meggie: Ten la amabilidad de echar esta carta al correo. Si te llamo desde arriba y te digo que no la eches, me contestas que bueno... y luego, de todas formas, vas y la echas.»
Se llegó a la ventana del salón y permaneció allí un rato, antes de subir a la primera planta, con la mirada sobre la Bay. Cerraba ya la noche. Por primera vez en mucho tiempo, darse cuenta de que caían las negruras no la llenaba de terror.
—¡Bah, qué mierdas! —exclamó dirigiéndose hacia la casa vacía—. Ya puede venir la noche.
Dio media vuelta y empezó a subir despacio la escalera que conducía al piso de arriba.
Al cabo de una hora, cuando Megan Landis volvió de cumplir los recado y vio la carta sobre la mesita del recibidor, Jessie dormía profundamente bajo dos edredones en la habitación de invitados del primer piso..., la que ahora llamaba «mi cuarto». Por primera vez en muchos meses sus sueños no eran desagradables y un asomo de sonrisa felina curvaba las comisuras de su boca. Cuando el gélido viento de febrero silbó bajo los aleros y gimió en la chimenea, Jessie se arrebujó bajo los edredones..., pero la pequeña sonrisa de gatita sabia no se desvaneció.
Bangor (Maine)
16 de noviembre de 1991
FIN