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abril 08, 2010
Ir a la Parte 1
El mayordomo que les había abierto la puerta entró con un servicio de té, que dejó en la espléndida mesa que había delante de la chimenea.
—Este es Rémy Legaludec —dijo Teabing—. Mi mayordomo.
El flaco criado levantó la cabeza, envarado, y volvió a desaparecer.
—Rémy es de Lyon —murmuró sir Leigh, como si aquello fuera una desgraciada enfermedad—. Pero prepara muy buenas salsas.
Langdon parecía divertido.
—Yo creía que te traías el servicio de Inglaterra.
—¡No, por Dios! No le deseo a nadie un chef inglés, excepto a los inspectores de Hacienda franceses, claro. —Miró a Sophie—. Pardonnez-moi, Mademoiselle Neveu. Tenga por seguro que mi desagrado por los franceses se limita sólo a los políticos y a la selección de fútbol. Su gobierno me roba el dinero, y su equipo nos humilló hace muy poco.
Sophie le sonrió.
Teabing se la quedó mirando un momento, antes de volver a fijarse en Langdon.
—Os ha pasado algo. Parecéis alterados.
Langdon asintió.
—Sí, hemos tenido una noche interesante, Leigh.
—No lo dudo. Llegáis a mi puerta en plena noche hablando del Grial. Dime la verdad, ¿tiene que ver con el Grial, o me lo has dicho porque sabías que era lo único que me sacaría de la cama?
«Un poco de las dos cosas», pensó Sophie, pensando en el criptex que estaba escondido bajo el diván.
—Leigh, queremos hablarte del Priorato de Sión.
Las pobladas cejas de Teabing se arquearon, intrigadas.
—Los custodios. Bueno, entonces sí que tiene que ver con el Grial. ¿Y dices que tenéis información? ¿Algo nuevo, Robert?
—Tal vez. No estamos seguros. Quizá se nos ocurra algo mejor si hablamos primero contigo.
Teabing meneó el índice.
—Estos americanos siempre tan listos. El juego del quid pro quo. De acuerdo, estoy a vuestra disposición. ¿Qué es lo que queréis saber?
Langdon suspiró.
—Me gustaría que le explicaras a la señorita Neveu la verdadera naturaleza del Santo Grial.
Teabing parecía sorprendido.
—¿Cómo? ¿No la conoce?
Langdon negó con la cabeza.
La sonrisa que se dibujó en el rostro de sir Leigh era casi obscena.
—Robert, ¿me has traído a una virgen?
Langdon le guiñó un ojo a Sophie.
—«Virgen» es como los apasionados del Grial llaman a quien no ha oído nunca su verdadera historia.
Teabing miró a Sophie impaciente.
—¿Qué es lo que sabe exactamente?
Sophie le expuso brevemente lo que Langdon le había contado esa noche; el Priorato de Sión, los Caballeros Templarios, los documentos del Sangreal, y el Santo Grial, que muchos defendían que no era un cáliz... sino otra cosa mucho más poderosa.
—¿Y eso es todo? —Teabing le dedicó a Langdon una mirada escandalizada—. Robert, yo creía que eras un caballero. ¡Le has escatimado el climax!
—Lo sé, me ha parecido que a lo mejor, juntos, tú y yo, podríamos... —Por lo visto, le pareció que aquel símil ya había llegado demasiado lejos y se detuvo.
Teabing ya había vuelto a clavar en Sophie su penetrante mirada.
—Es usted una virgen del Grial, querida, y créame, no olvidará nunca su primera vez.
55
Sentada en el diván, junto a Langdon, Sophie se tomó el té y una galleta, y notó los efectos reparadores de la cafeína y el azúcar. Sir Leigh Teabing parecía estar feliz mientras caminaba de un lado a otro, frente a la chimenea, produciendo un chirrido metálico con los hierros que llevaba en las piernas.
—El Santo Grial —dijo con voz de sermón—. La mayoría de gente sólo quiere saber dónde se encuentra. Y me temo que esa sea una pregunta que no llegaré a responder nunca. Sin embargo —añadió mirando a Sophie a los ojos—, es mucho más importante preguntarse qué es el Santo Grial.
Sophie detectaba en sus dos acompañantes masculinos un aire creciente de expectación académica.
—Para comprender plenamente el Grial —prosiguió Teabing— debemos primero entender la Biblia. ¿Cómo anda de conocimientos sobre el Nuevo Testamento?
Sophie se encogió de hombros.
—Pues muy mal. Mi educación se debe a un hombre que adoraba a Leonardo da Vinci.
A Teabing, aquel comentario le sorprendió y le gustó a partes iguales.
—Un espíritu iluminado. ¡Magnífico! Entonces sabrá que Leonardo fue uno de los guardianes del secreto del Santo Grial. Y que en sus obras nos dejó algunas pistas.
—Sí, Robert me lo ha contado.
—¿Y qué sabe usted de los puntos de vista de Leonardo sobre el Nuevo Testamento?
—Nada.
A Teabing se le iluminaron los ojos cuando se acercó a la librería que había en el otro lado de la sala.
—Robert, ¿serías tan amable? En el estante de abajo. La Storia di Leonardo.
Langdon se fue hasta la librería, cogió el libro y lo dejó en la mesa. Teabing lo abrió, mostrándoselo a Sophie, y le señaló algunas de las citas de la solapa.
—«De las polémicas y las especulaciones de los cuadernos de Leonardo» —leyó sir Leigh—. Creo que este punto le resultará interesante para lo que estamos hablando.
Sophie leyó lo que seguía.
«Muchos han comerciado con ilusiones
Y falsos milagros, engañando a la estúpida multitud.»
LEONARDO DA VINCI
—Y aquí tiene otra —insistió Teabing señalando la solapa.
«La cegadora ignorancia nos confunde.
¡Oh, Miserables mortales, abrid los ojos!»
LEONARDO DA VINCI
Sophie sintió un ligero escalofrío.
—¿Leonardo da Vinci se refiere a la Biblia?
Teabing asintió.
—Las opiniones de Leonardo sobre la Biblia están en relación directa con el Santo Grial. En realidad, él pintó el verdadero Grial, que le voy a enseñar enseguida, pero primero debemos hablar de la Biblia. —Sonrió—. Todo lo que le hace falta saber sobre ese libro puede resumirse con las palabras del gran doctor en derecho canónico Martyn Percy. —Teabing carraspeó antes de proseguir—: «La Biblia no nos llegó impuesta desde el cielo.»
—¿Cómo dice?
—La Biblia es un producto del hombre, querida. No de Dios. La Biblia no nos cayó de las nubes. Fue el hombre quien la creó para dejar constancia histórica de unos tiempos tumultuosos, y ha evolucionado a partir de innumerables traducciones, adiciones y revisiones. La historia no ha contado nunca con una versión definitiva del libro.
—Le sigo.
—Jesús fue una figura histórica de inmensa influencia, tal vez el líder más enigmático e inspirador que ha tenido nunca la humanidad. En tanto que encarnación mesiánica de las profecías, Jesús derrocó a reyes, inspiró a millones de personas y fundó nuevas filosofías. Como descendiente de las familias del rey Salomón y el rey David, Jesús estaba legitimado para reclamar el trono del monarca de los judíos. Es comprensible que miles de seguidores de su tierra quisieran dejar constancia escrita de su vida. —Teabing se detuvo para darle un sorbo al té y dejó la taza en la repisa de la chimenea—. Para la elaboración del Nuevo Testamento se tuvieron en cuenta más de ochenta evangelios, pero sólo unos acabaron incluyéndose, entre los que estaban los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
—¿Y quién escogió cuáles debían incluirse? —preguntó Sophie.
—¡Aja! —exclamó Teabing con entusiasmo—. Ya hemos llegado a la ironía básica del cristianismo. La Biblia, tal como la conocemos en nuestros días, fue supervisada por el emperador romano Constantino el Grande, que era pagano.
—Yo creía que Constantino era cristiano —intervino Sophie.
—Sólo un poquito —soltó Teabing burlón—. Fue pagano toda su vida y lo bautizaron en su lecho de muerte, cuando ya estaba demasiado débil como para oponerse. En tiempos de Constantino, la religión oficial de Roma era el culto al Sol, al Sol Invictus, el Sol invencible, y Constantino era el sumo sacerdote. Por desgracia para él, en Roma había cada vez más tensiones religiosas. Tres siglos después de la crucifixión de Jesús, sus seguidores se habían multiplicado de manera exponencial. Los cristianos y los paganos habían empezado a guerrear, y el conflicto llegó a tal extremo que amenazaba con partir el imperio en dos. Constantino decidió que había que hacer algo. En el año 325 decidió unificar Roma bajo una sola religión: el cristianismo.
Sophie le miró sorprendida.
—¿Y por qué tenía que escoger un emperador pagano el cristianismo como religión oficial?
Teabing dejó escapar una risita.
—Constantino era muy buen empresario. Veía que el cristianismo estaba en expansión y, simplemente, apostó por un caballo ganador. Los historiadores siguen maravillándose de su capacidad para convertir a la nueva religión a unos paganos adoradores del sol. Con la incorporación de símbolos paganos, fechas y rituales a la creciente tradición cristiana, creó una especie de religión híbrida que pudiera ser aceptada por las dos partes.
—Transformación mágica —dijo Langdon— Los vestigios de la religión pagana en la simbología cristiana son innegables. Los discos solares de los egipcios se convirtieron en las coronillas de los santos católicos. Los pictogramas de Isis amamantando a su hijo Horus, concebido de manera milagrosa, fueron el modelo de nuestras modemás imágenes de la Virgen María amamantando al niño Jesús. Y prácticamente todos los elementos del ritual católico, la mitra, el altar, la doxología y la comunión, el acto de «comerse a Dios», se tomaron de ritos mistéricos de anteriores religiones paganas.
Teabing emitió un gruñido en señal de aprobación.
—Los simbologistas no acabarían nunca de estudiar la iconografía cristiana. Nada en el cristianismo es original. El dios precristiano
Mitras, llamado «hijo de Dios y Luz del Mundo», nació el veinticinco de diciembre, fue enterrado en una tumba excavada en la roca y resucitó al tercer día. Por cierto, el veinticinco de diciembre también es el cumpleaños de Osiris, de Adonis y de Dionisos. Al recién nacido Krishna le regalaron oro, incienso y mirra. Hasta el semanal día del Señor de los cristianos es una idea que tomaron prestada de los paganos.
—¿Cómo es eso?
—Originalmente —apuntó Langdon—, los cristianos respetaban el sabath de los judíos, el sábado, pero Constantino lo modificó para que coincidiera con el día de veneración pagana al sol. —Se detuvo un instante, sonriendo—. Hasta nuestros días, la mayoría de feligreses acude a la iglesia los domingos sin saber que están allí para rendir su tributo semanal al dios pagano del sol.
A Sophie la cabeza empezaba a darle vueltas.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con el Grial?
—Mucho —dijo Teabing—. Durante esa fusión de religiones, a Constantino le hacía falta fortalecer la nueva tradición cristiana, y ordenó la celebración del famoso concilio ecuménico de Nicea.
Sophie sólo había oído hablar de él como lugar de nacimiento del credo niceno.
—Durante ese encuentro —prosiguió Teabing—, se debatió y se votó sobre muchos aspectos del cristianismo, la fecha de la Pascua, el papel de los obispos, la administración de los sacramentos y, por supuesto, la divinidad de Jesús.
—No lo entiendo. ¿Su divinidad?
—Querida —declaró sir Leigh—, hasta ese momento de la historia, Jesús era, para sus seguidores, un profeta mortal... un hombre grande y poderoso, pero un hombre, un ser mortal.
—¿No el Hijo de Dios?
—Exacto. El hecho de que Jesús pasara a considerarse «el Hijo de Dios» se propuso y se votó en el Concilio de Nicea.
—Un momento. ¿Me está diciendo que la divinidad de Jesús fue el resultado de una votación?
—Y de una votación muy ajustada, por cierto —añadió Teabing—. Con todo, establecer la divinidad de Cristo era fundamental para la posterior unificación del imperio y para el establecimiento de la nueva base del poder en el Vaticano. Al proclamar oficialmente a Jesús como Hijo de Dios, Constantino lo convirtió en una divinidad que existía más allá del alcance del mundo humano, en una entidad cuyo poder era incuestionable. Así no sólo se sofocaban posibles amenazas paganas al cristianismo, sino que ahora los seguidores de Cristo sólo podían redimirse a través de un canal sagrado bien establecido: la Iglesia católica apostólica y romana.
Sophie miró a Langdon, que movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.
—En el fondo era todo una cuestión de poder —añadió Teabing—. Que Cristo fuera el Mesías era fundamental para el funcionamiento de la Iglesia y el Estado. Son muchos los estudiosos convencidos de que la Iglesia primitiva usurpó literalmente a Jesús de sus seguidores, secuestrando Su verdadero mensaje, cubriéndolo con el manto impenetrable de la divinidad y usándolo para expandir su propio poder. Yo mismo he escrito varios libros sobre el tema.
—Y supongo que los cristianos más recalcitrantes no habrán dejado de enviarle mensajes diarios de protesta.
—¿Por qué tendrían que hacerlo? —objetó Teabing—. La gran mayoría de los cristianos con formación conoce la historia de su fe. Jesús fue sin duda un hombre muy grande y poderoso. Las maniobras políticas soterradas de Constantino no empequeñecen la grandeza de la vida de Cristo. Nadie dice que fuera un fraude ni niega que haya inspirado a millones de personas para que vivan una vida mejor. Lo único que decimos es que Constantino se aprovechó de la gran influencia e importancia de Jesús y que, al hacerlo, le dio forma al cristianismo, convirtiéndolo en lo que es hoy.
Sophie le echó un vistazo al libro que estaba sobre la mesa, impaciente por ver la pintura de Leonardo da Vinci en la que aparecía el Santo Grial.
—Pero la cuestión es la siguiente —prosiguió Teabing hablando más deprisa—. Como Constantino «subió de categoría» a Jesús cuatro siglos después de su muerte, ya existían miles de crónicas sobre Su vida en las que se le consideraba un hombre, un ser mortal. Para poder reescribir los libros de historia, Constantino sabía que tenía que dar un golpe de audacia. Y ese es el momento más trascendental de la historia de la Cristiandad. —Hizo una pausa y miró a Sophie a los ojos—. Constantino encargó y financió la redacción de una nueva Biblia que omitiera los evangelios en los que se hablara de los rasgos «humanos» de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad. Y los evangelios anteriores fueron prohibidos y quemados.
—Un inciso interesante —dijo Langdon—. Todo el que prefería los evangelios prohibidos y rechazaba los de Constantino era tachado de hereje. La palabra «herético» con el sentido que conocemos hoy, viene de ese momento de la historia. En latín, hereticus significa «opción». Los que optaron por la historia original de Cristo fueron los primeros «herejes» que hubo en el mundo.
—Por suerte para los historiadores —prosiguió Teabing—, algunos de los evangelios que Constantino pretendió erradicar se salvaron. Los manuscritos del Mar Muerto se encontraron en la década de 1950 en una cueva cercana a Qumrán, en el desierto de Judea. Y también están, claro está, los manuscritos coptos hallados en Nag Hammadi en 1945. Además de contar la verdadera historia del Grial, esos documentos hablan del ministerio de Cristo en términos muy humanos. Evidentemente, el Vaticano, fiel a su tradición oscurantista, intentó por todos los medios evitar la divulgación de esos textos. Y con razón. Porque con ellos se quedaban al descubierto maquinaciones y contradicciones y se confirmaba que la Biblia moderna había sido compilada y editada por hombres que tenían motivaciones políticas; proclamar la divinidad de un hombre, Jesucristo, y usar la influencia de Jesús para fortalecer su poder.
—Aun así —expuso Langdon—, es importante tener en cuenta que los intentos de la Iglesia moderna para acallar esos documentos nacen de una creencia sincera en su visión de Cristo. El Vaticano está integrado por unos hombres muy píos que creen de buena fe que esos documentos sólo pueden ser falsos testimonios.
Teabing soltó una carcajada y se sentó en una butaca, frente a Sophie.
—Como ve, nuestro profesor transige mucho más con Roma que yo. Sin embargo, tiene razón cuando dice que el clero moderno está convencido de que esos documentos son falsos testimonios. Y es comprensible. La Biblia de Constantino ha sido su verdad durante siglos. Nadie está más adoctrinado que el propio adoctrinador.
—Lo que quiere decir —aclaró Langdon— es que adoramos a los dioses de nuestros padres.
—Lo que quiero decir —cortó Teabing— es que casi todo lo que nuestros padres nos han enseñado sobre Jesús es falso. Igual que las historias sobre el Santo Grial.
Sophie se fijó en la cita de Leonardo que tenía delante.
«La cegadora ignorancia nos confunde. ¡Oh, Miserables mortales, abrid los ojos!»
Teabing cogió el libro y empezó a pasar páginas.
—Y antes de pasar a enseñarle las pinturas de Leonardo da Vinci en las que aparece el Santo Grial, me gustaría que le echara un vistazo a esto. —Abrió el libro por donde se mostraba una reproducción a dos páginas—. Supongo que reconoce este fresco.
«Debe de estar de broma.» Sophie estaba contemplando el fresco más famoso de todos los tiempos, La última cena, la legendaria pintura que Leonardo había hecho en una pared de Santa María delle Grazie, en Milán. La deteriorada obra mostraba a Jesús en el momento en que anunciaba a sus discípulos que uno de ellos lo traicionaría.
—Lo conozco, sí.
—Entonces tal vez quiera participar en un pequeño juego. Cierre los ojos, si es tan amable.
Insegura, le obedeció.
—¿Dónde está sentado Jesús? —le preguntó Teabing.
—En el centro.
—Bien. ¿Y qué están partiendo y comiendo él y sus discípulos?
—Pan. «Evidentemente.»
—Fantástico. ¿Y qué beben?
—Vino. Bebían vino.
—Muy bien. Sólo una pregunta más. ¿Cuántas copas de vino hay sobre la mesa?
Sophie se quedó en silencio, consciente de que esa era la pregunta con trampa. «Y dando gracias tomó el cáliz y lo compartió con sus discípulos.»
—Una —dijo. «La copa de Cristo. El Santo Grial.»—. Jesús les pasó un solo cáliz, igual como hacen hoy en día los cristianos durante la comunión.
Teabing suspiró.
—Abra los ojos.
Sophie obedeció y vio que Teabing sonreía burlón. Miró la pintura y para su asombro vio que todos tenían una copa delante, incluido Jesús. Trece Copas. Es más, las copas eran en realidad unos vasos de vidrio muy pequeños, sin pie. En aquel fresco no había cáliz. No había Santo Grial.
A Teabing le brillaban los ojos.
—Un poco raro, ¿no le parece?, teniendo en cuenta que tanto la Biblia como la leyenda establecida sobre el Grial consideran que ese momento es el de la entrada en escena del Cáliz Sagrado. Y resulta que a Leonardo va y se le olvida pintarlo.
—Seguro que los estudiosos del arte tienen que haberse dado cuenta.
—Le sorprendería saber la gran cantidad de anomalías que Leonardo incluyó en esta obra y que los estudiosos o bien no ven o sencillamente prefieren ignorar. En realidad, en este fresco se encuentran todas las claves para entender el misterio del Santo Grial. En La última cena Leonardo lo aclara todo.
Sophie se puso a estudiar aquella reproducción con avidez.
—¿Este fresco nos dice lo que es el Grial en realidad?
—No lo que es —susurró Teabing—. Más bien quién es. El Santo Grial no es una cosa. En realidad es... una persona.
56
Sophie se quedó mirando a Teabing un buen rato antes de volverse hacia Langdon.
—¿El Santo Grial es una persona?
Langdon asintió.
—Una mujer, de hecho.
A juzgar por la expresión de Sophie, se daba cuenta de que no entendía nada. Recordaba que su reacción, la primera vez que oyó aquello, había sido similar. Hasta que entendió la simbología que había tras el Grial la conexión femenina no se le hizo clara.
Teabing, al parecer, estaba pensando en lo mismo.
—Robert, tal vez este sea el momento de que el experto en simbología intervenga, ¿no te parece? —Se acercó a un pequeño escritorio, sacó una hoja de papel y la puso frente a Langdon.
Este se sacó una pluma del bolsillo.
—Sophie, ¿te suenan los símbolos modernos para expresar lo masculino y lo femenino? Dibujó el masculino y el femenino
—Claro.
—Pues no son los originales —añadió sin inmutarse—. Mucha gente da por sentado, erróneamente, que el símbolo masculino nace de la combinación de un escudo y una lanza, y que el femenino representa un espejo que refleja la belleza. Pero en realidad su origen es muy antiguo y se remonta a los símbolos astronómicos del dios-planeta Marte y de la diosa-planeta Venus. Los símbolos originales eran mucho más simples. Langdon trazó otro icono en el papel.
—Este es el símbolo original para lo masculino —le dijo—. Un falo esquemático.
—Bastante explícito —comentó Sophie.
—Así es —añadió Teabing.
Langdon prosiguió.
—Este icono se conoce normalmente como «la espada», y representa la agresión y la masculinidad. En realidad, este mismo símbolo fálico sigue empleándose hoy en día en los uniformes militares para denotar rango.
—Cierto —intervino Teabing con una sonrisa de oreja a oreja—. Cuantos más penes tienes, más alto es tu rango. Los chicos no cambiarán nunca.
Langdon hizo una mueca.
—Sigamos. El símbolo femenino, como ya imaginarás, es exactamente el contrario. —Dibujó otro icono en la hoja de papel—. Se le conoce como «el cáliz».
Sophie levantó la vista y le miró, sorprendida.
Langdon se dio cuenta de que había llegado a la conclusión.
—El cáliz —dijo—, se parece a una copa o a un recipiente y, lo que es más importante, a la forma del vientre femenino. Este símbolo expresa feminidad y fertilidad. —Langdon la miró fijamente—. Sophie, la leyenda dice que el Santo Grial es un cáliz, una copa. Pero su descripción como cáliz es en realidad una alegoría para proteger la verdadera naturaleza del Santo Grial. Lo que quiero decir es que la leyenda usa el cáliz como metáfora de algo mucho más importante.
—De una mujer —dijo Sophie.
—Exacto. —Langdon sonrió—. El Grial es, literalmente, el símbolo antiguo de la feminidad, y el Santo Grial representa la divinidad femenina y la diosa, que por supuesto se ha perdido, suprimida de raíz por la Iglesia. El poder de la mujer y su capacidad para engendrar vida fueron en otro tiempo algo muy sagrado, pero suponían una amenaza para el ascenso de una Iglesia predominantemente masculina, por lo que la divinidad femenina empezó a demonizarse y a considerarse impura. Fue el hombre, y no Dios, quien creó el concepto de pecado original, por el que Eva probaba la manzana y provocaba la caída de la humanidad. La mujer, antes sagrada y engendradora de vida, se convertía así en el enemigo.
—Debería añadir —intervino Teabing con voz cantarína— que este concepto de mujer como dadora de vida, fue el origen de la religión antigua. El alumbramiento era algo místico y poderoso. Por desgracia, la filosofía cristiana decidió tergiversar el poder creativo de la mujer ignorando la verdad biológica y haciendo que el Creador fuera el hombre. En el Génesis se nos explica que Eva fue creada a partir de una costilla de Adán. La mujer se convirtió así en un apéndice del hombre. Y, además, en un apéndice pecador. El Génesis es el principio del fin de la diosa.
—El Grial —prosiguió Langdon— simboliza a la diosa perdida. Cuando apareció el cristianismo, las antiguas religiones paganas no desaparecieron de la noche a la mañana. Las leyendas de las búsquedas caballerescas del Grial perdido eran en realidad historias que explicaban las hazañas para recuperar la divinidad femenina. Los caballeros que decían ir en busca del «cáliz», hablaban en clave para protegerse de una Iglesia que había subyugado a las mujeres, prohibido a la Diosa, quemado a los no creyentes y censurado el culto pagano a la divinidad femenina.
Sophie negó con la cabeza.
—Lo siento, cuando has dicho que el Santo Grial es una persona, me ha parecido que te referías a una persona de carne y hueso.
—Es que lo es —dijo Langdon.
—Y no una persona cualquiera —exclamó Teabing, poniéndose de pie, emocionado—. Una mujer que llevaba consigo un secreto tan poderoso que, de haber sido revelado, habría amenazado con devastar los mismos cimientos del cristianismo.
Sophie parecía algo desbordada.
—¿Y es una mujer conocida en la historia?
—Ya lo creo. —Teabing cogió las muletas y se dirigió al vestíbulo—. Si me acompañan a mi estudio, queridos, tendré el honor de mostrarles la pintura que Leonardo da Vinci hizo de ella.
Dos habitaciones más allá, en la cocina, el mayordomo Rémy Legaludec estaba inmóvil frente al televisor. La cadena de noticias mostraba las fotos de un hombre y una mujer... los mismos a los que acababa de servir el té.
57
Montando guardia en el puesto de control que habían instalado junto al Banco de Depósitos de Zúrich, el teniente Collet se preguntaba por qué Fache tardaba tanto en conseguir la orden de registro. Estaba claro que el personal de la entidad ocultaba algo. Aseguraban que Langdon y Neveu habían llegado hacía un rato y que no les habían dejado entrar porque no tenían la documentación que los identificaba como titulares de una cuenta.
«Entonces, ¿por qué no nos dejan echar un vistazo?»
Finalmente, el teléfono móvil de Collet sonó. Le llamaban del puesto de mando instalado en el Louvre.
—¿Ya tenemos la orden de registro? —preguntó Collet.
—Olvídese del banco, teniente —le respondió el agente—. Acabamos de recibir un chivatazo. Sabemos dónde se esconden.
Collet se apoyó en el capó del coche.
—No puede ser.
—Tengo una dirección en las afueras. Cerca de Versalles.
—¿Lo sabe el capitán Fache?
—Aún no. Está atendiendo otra llamada importante.
—Salgo para allá. Dígale que me llame en cuanto pueda.
Anotó la dirección y se montó en el coche. Mientras se alejaba del banco, cayó en la cuenta de que se le había olvidado preguntar quién les había dado el chivatazo. No es que importara. Collet tenía por fin otra ocasión de compensar su escepticismo y sus anteriores meteduras de pata. Estaba a punto de hacer la detención más importante de su carrera.
Envió un mensaje por radio a los cinco coches patrulla que le acompañaban.
—Nada de sirenas. Langdon no puede enterarse de que vamos a por él. A cuarenta kilómetros de allí, un Audi negro dejó una carretera rural y se detuvo en la penumbra, al borde de un campo. Silas se bajó y miró a través de los barrotes de la verja que rodeaba el gran terreno que se extendía ante él. Encajada en la ladera bañada por la luna, adivinó la silueta del castillo.
Las luces de la planta baja estaban encendidas.
«Qué raro, a estas horas —pensó Silas sonriendo. La información que le había pasado El Maestro era correcta, seguro—. No pienso salir de aquí sin la clave —se juró a sí mismo—. No pienso fallarle al obispo ni a El Maestro.»
Verificó el cargador de su pistola, la metió entre los barrotes y la dejó caer del otro lado, sobre la hierba mullida de la finca. Luego, escaló la verja, y pasó al otro lado, dejándose caer. Ignorando el latigazo de dolor del cilicio, recogió el arma e inició la larga ascensión colina arriba.
58
El «estudio» de Teabing no se parecía a ningún otro que Sophie hubiera visto. Seis o siete veces mayor que cualquier lujoso despacho profesional, el cabinet de travail de aquel caballero parecía un híbrido entre el laboratorio de un científico, la zona de archivos de una biblioteca y un mercadillo cerrado. Iluminado por tres lámparas de araña, el vasto suelo embaldosado estaba salpicado aquí y allá de mesas de trabajo ocultas tras montañas de libros, objetos artísticos, artefactos y una sorprendente variedad de aparatos electrónicos: ordenadores, proyectores, microscopios, fotocopiadoras y escáneres.
—Esto antes era el salón de baile —dijo Teabing con cara de pena mientras entraba en aquella estancia—. No tengo muchas ocasiones de bailar.
Sophie sentía que toda aquella noche se había convertido en una especie de dimensión desconocida en la que nada era lo que esperaba que fuera.
—¿Y todo esto es para su trabajo?
—La búsqueda de la verdad se ha convertido en el amor de mi vida —dijo Teabing—. Y el Sangreal en mi amante favorita.
«El Santo Grial es una mujer», pensó Sophie con un mosaico de ideas mezcladas en la mente que parecían no tener sentido.
—Y dice que tiene un retrato de la mujer que, según asegura, es en realidad el Santo Grial.
—Sí, pero no es que lo asegure yo. Cristo en persona lo afirmó.
—¿En cuál de los cuadros está? —preguntó Sophie recorriendo las paredes con la mirada.
—Mmm... —Sir Leigh hizo como que no se acordaba—. El Santo Grial. El Sangreal, el Cáliz. —Se volvió bruscamente y apuntó a la pared del fondo. Sobre él colgaba una reproducción de dos metros de La última cena, la misma imagen que acababa de ver en el salón—. Ahí está.
Sophie estaba segura de que se había perdido algo.
—Pero si es la misma obra que acaba de enseñarme.
Teabing le guiñó un ojo.
—Ya lo sé, pero la ampliación es mucho más interesante, ¿no cree?
Sophie se volvió para mirar a Langdon.
—Me he perdido.
Langdon sonrió.
—Resulta que sí, que después de todo el Santo Grial sí aparece en La última cena. Leonardo le reservó un espacio prominente.
—Un momento —interrumpió Sophie—. Me acabáis de decir que el Santo Grial es una mujer. Y en La última cena aparecen trece hombres.
—¿Seguro? —dijo Teabing arqueando las cejas—. Fíjese bien.
Titubeante, Sophie se acercó más a la pintura y miró con detalle las trece figuras, Jesús en el medio, seis discípulos a la izquierda y seis a la derecha.
—Todos son hombres —dijo al fin.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dice del que está sentado en el puesto de honor, a la derecha del Señor?
Sophie se fijó en aquella figura, observándola con detenimiento. Al estudiar el rostro y el cuerpo, le recorrió una oleada de desconcierto. Aquella persona tenía una larga cabellera pelirroja, unas delicadas manos entrelazadas y la curva de unos senos. Era, sin duda... una mujer.
—¡Es una mujer! —exclamó.
Teabing se reía.
—Sorpresa, sorpresa. Créame, no es un error. Leonardo sabía pintar muy bien y diferenciaba perfectamente entre hombres y mujeres.
Sophie no podía apartar la vista de aquella mujer sentada junto a Cristo. «En la última cena se supone que había trece hombres. ¿Quién es entonces esa mujer?» Aunque había visto muchas veces aquella pintura, nunca le había llamado la atención aquella evidente disonancia.
—Nadie se fija —dijo Teabing—. Nuestras ideas preconcebidas de esta escena son tan fuertes que nos vendan los ojos y nuestra mente suprime la incongruencia.
—Es un fenómeno conocido como escotoma —añadió Langdon—. El cerebro lo hace a veces con símbolos poderosos.
—Otra razón por la que tal vez se le ha pasado por alto esta mujer —comentó sir Leigh— es que muchas de las fotografías que aparecen en los libros de texto se tomaron antes de 1954, cuando aún había muchos detalles ocultos tras capas de suciedad y de pintura procedente de restauraciones de dudosa calidad, realizadas por manos torpes en el siglo XVIII. Ahora, por fin, el fresco ha vuelto a verse como lo pintó Leonardo, y se ha dejado sólo la capa de pintura que él empleó. Et voilá.
Sophie se acercó más a la imagen. La mujer a la derecha de Jesús era joven y de aspecto puro, con un rostro discreto, un hermoso pelo rojizo y las manos entrelazadas con gesto sereno. «¿Y esta es la mujer capaz de destruir ella sola la Iglesia?»
—¿Y quién es? —preguntó.
—Esa, querida, es María Magdalena.
—¿La prostituta?
A Teabing se le cortó la respiración, como si aquella palabra le hubiera insultado personalmente.
—Magdalena no era eso que dice. Esa desgraciada idea errónea es el legado de una campaña de desprestigio lanzada por la Iglesia en su primera época. Le hacía falta difamar a María Magdalena para poder ocultar su peligroso secreto: su papel como Santo Grial.
—¿Su papel?
—Como he dicho —aclaró Teabing—, la Iglesia primitiva necesitaba convencer al mundo de que Jesús, el profeta mortal, era un ser divino. Por tanto, todos los evangelios que describieran los aspectos , «terrenales» de su vida debían omitirse en la Biblia. Por desgracia para aquellos primeros compiladores, había un aspecto «terrenal» especialmente recurrente en los evangelios: María Magdalena. —Hizo una pausa—. Y, más concretamente, su matrimonio con Jesús.
—¿Cómo dice? —Sophie miró un instante a Langdon.
—Está documentado históricamente. Y no hay duda de que Leonardo tenía conocimiento de ello. En La última cena prácticamente le está gritando al mundo que Jesús y Magdalena son pareja.
Sophie volvió a concentrarse en la reproducción del fresco.
—Fíjese en que uno va vestido casi como reflejo perfecto del otro. —Teabing le señaló a las dos figuras del centro de la obra.
Sophie estaba fascinada. Sí. Las ropas tenían los colores invertidos. Jesús llevaba la túnica roja y la capa azul, mientras María Magdalena llevaba una túnica azul y una capa roja. «El Yin y el Yang.»
—Y si vamos ya a matices más sutiles —añadió Teabing—, vea que Jesús y su esposa aparecen unidos por la cadera e inclinados en direcciones opuestas, como si quisieran crear claramente un espacio negativo entre ellos.
Incluso antes de que sir Leigh le dibujara aquel contorno con el dedo sobre la pintura, Sophie la vio, la inequívoca forma de aquella en el punto focal de la obra. Era el mismo símbolo que Langdon le había dibujado antes como expresión del Grial, del cáliz y del vientre femenino.
—Finalmente —prosiguió Teabing—, si ve a Jesús y a Magdalena como elementos de la composición más que como personas, verá que se le aparece otra figura bastante obvia. —Hizo una pausa—. Una letra del abecedario.
Sophie la vio al momento. En realidad, de pronto era como si ya no viera nada más. Ahí, destacada en el centro de la pintura, surgía el trazo de una enorme y perfecta letra M.
—Demasiada coincidencia, ¿no le parece? —preguntó Teabing.
Sophie estaba maravillada.
—¿Y qué hace ahí?
Sir Leigh se encogió de hombros.
—Los teóricos de las conspiraciones dicen que es la M de matrimonio o de María Magdalena, pero para serle sincero, nadie lo sabe a ciencia cierta. Hay innumerables obras relacionadas con el Santo Grial que contienen esa misma letra oculta de un modo u otro, ya sea en filigranas, en pinturas ocultas debajo de otras o en alusiones compositivas. La más descarada, claro, es la que hay grabada en el altar de Nuestra Señora de París, en Londres, diseñada por un anterior Gran Maestre del Priorato de Sión, Jean Cocteau.
Sophie sopesó la información.
—Reconozco que lo de la M oculta es intrigante, pero supongo que nadie lo pone como prueba de que Jesús y María Magdalena estaban casados. ¡No, norespondió Teabing acercándose a una mesa llena de libros—. Como ya le he dicho antes ese matrimonio está documentado en la historia. Empezó a rebuscar entre los volúmenes—. Es mas, que Jesús fuera un hombre casado es mucho más lógico Lo que es raro es la visión bíblica que tenemos de él como soltero.
—¿Por qué? —preguntó Sophie.
—Porque Jesús era judío —dijo Langdon, adelantándose a Teabing, que seguía sin encontrar el libro que buscaba—, y las pautas sociales durante aquella época prácticamente prohibían que un hombre judio fuera soltero. Según la tradición hebrea, el celibato era censurable y era responsabilidad del padre buscarle una esposa adecuada a sus hijos. Si Jesús no hubiera estado casado, al menos alguno de los evangelios lo habría mencionado o habría ofrecido alguna explicación a aquella soltería excepcional.
Teabing dio finalmente con un ejemplar enorme. Tenía las cubiertas de piel y era de gran tamaño, como uno de esos grandes atlas. En la tapa se leía el título: Los Evangelios Gnósticos. Lo abrió y Langdon y Sophie se acercaron a él para verlo mejor. Sophie veía que contenía fotografías de lo que parecían ser pasajes ampliados de documentos antiguos, papiros deteriorados con textos manuscritos No reconocía la lengua en que estaban escritos, pero en las páginas de la izquierda estaban impresas las traducciones.
Son las copias de los rollos de Nag Hammadi y del Mar Muerto de los que hablaba antes. Los primeros documentos del cristianismo. Curiosamente, no coinciden con los evangelios de la Biblia. —Fue pasando hojas y, más o menos hacia la mitad del libro señaló un párrafo—. El evangelio de Felipe es siempre un buen punto de arranque.
Sophie lo leyó:
Y la compañera del Salvador es María Magdalena. Cristo la amaba más que a todos sus discípulos y solía besarla en la boca. El resto de discípulos se mostraban ofendidos por ellos y le expresaban su desaprobación. Le decían: ¿Por qué la amas más que a todos nosotros?
Aquellas palabras sorprendieron a Sophie, pero aun así no le parecieron concluyentes.
—Aquí no dice nada de que estuvieran casados.
—Au contraire —discrepó Teabing, sonriendo y señalándole la primera línea—. Como le diría cualquier estudioso del arameo, la palabra «compañera», en esa época, significaba literalmente «esposa».
Langdon hizo un gesto con la cabeza en señal de asentimiento.
Sophie volvió a leer aquella primera línea. «Y la compañera del Salvador es María Magdalena.»
Teabing pasó más páginas y le señaló otros párrafos en los que, para sorpresa de Sophie, se daba a entender de manera clara que Magdalena y Jesús mantenían una relación sentimental. Mientras los leía, recordó a un airado sacerdote que en una ocasión había aparecido en casa de su abuelo y se había puesto a aporrear la puerta.
—¿Vive aquí Jacques Saunière? —le había preguntado, mirándola desde las alturas cuando le abrió la puerta—. Quiero hablar con él sobre el artículo que ha escrito. —El sacerdote blandía un periódico.
Sophie fue a buscar a su abuelo y los dos hombres desaparecieron tras la puerta del estudio. «¿Mi abuelo ha escrito algo en el periódico?» Sophie se fue corriendo a la cocina y empezó a hojear el diario matutino. Encontró el nombre de su abuelo en un artículo de la segunda página. Lo leyó. No lo entendió todo, pero parecía que el gobierno francés, accediendo a las presiones de los curas, había aceptado prohibir la exhibición de una película americana llamada La última tentación de Cristo, en la que Jesús tenía relaciones sexuales con una señora llamada María Magdalena. Y su abuelo decía que la Iglesia se equivocaba y se mostraba arrogante al prohibir aquella película.
«No me extraña que el cura se haya puesto así.», pensó Sophie.
—¡Es pornografía! ¡Sacrilegio! —gritaba el sacerdote desde la puerta del estudio, que había abierto, justo antes de salir como un ciclón hacia el vestíbulo—. ¿Cómo puede defender una cosa así? Ese americano, Martín Scorsese, es un blasfemo, y la Iglesia no le cederá ningún pulpito en Francia.
El cura salió dando un portazo.
Cuando su abuelo entró en la cocina, vio a Sophie con el periódico en las manos y arrugó la frente.
—Qué rápida eres.
—¿Tú crees que Jesucristo tenía novia? —le preguntó.
—No, cielo. Lo que yo digo es que la Iglesia no debería decirnos las ideas que podemos tener y las que no.
—¿Tenía novia?
Su abuelo se quedó en silencio unos instantes.
—¿Sería tan malo que la hubiera tenido?
Sophie se quedó un momento pensativa.
—A mí no me importaría.
Sir Leigh Teabing seguía hablando.
—No quiero aburrirla con las incontables referencias a la unión de Jesús y Magdalena. Eso ya lo han explorado ad nauseam los historiadores modernos. Sin embargo, sí quiero señalarle algo. —Buscó otro párrafo—. Esto es del evangelio de María Magdalena.
Sophie desconocía que existiera un evangelio con las palabras de María Magdalena. Leyó el texto:
Y Pedro dijo: «¿Ha hablado el Salvador con una mujer sin nuestro conocimiento? ¿Debemos darnos todos la vuelta y escucharla? ¿La prefiere a nosotros?»
Y Levi respondió: «Pedro, siempre has sido muy impetuoso. Ahora te veo combatiendo contra la mujer como contra un adversario. Si el Salvador la ha hecho digna, ¿quién eres tú para rechazarla? Seguro que el Salvador la conoce muy bien.
Por eso la amaba más que a nosotros.»
—La mujer de la que hablan —aclaró Teabing—, es María Magdalena. Pedro sentía celos de ella.
—¿Porque Jesús la prefería?
—No sólo por eso. La cosa iba mucho más allá del mero afecto. En ese pasaje de los evangelios, Jesús intuye que pronto lo capturarán y lo crucificarán. Y le da a María Magdalena instrucciones para que ponga en marcha la Iglesia una vez Él ya no esté. En consecuencia, Pedro expresa su descontento por tener que ser el segundón de una mujer. Me atrevería a decir que Pedro era un poco machista.
Sophie intentaba no perderse.
—Están hablando de San Pedro. La piedra sobre la que Jesús construyó Su Iglesia.
—El mismo, salvo por un detalle. Según estos evangelios no manipulados, no fue a Pedro a quien Jesús encomendó crear la Iglesia cristiana. Fue a María Magdalena.
Sophie se lo quedó mirando.
—¿Me está diciendo que la Iglesia debía ser dirigida por una mujer?
—Sí, ese era el plan. Jesús fue el primer feminista. Pretendía que el futuro de Su Iglesia estuviera en manos de María Magdalena.
—Y a Pedro no le hacía demasiada gracia —intervino Langdon, señalando La última cena. Este de aquí es él. Se nota que Leonardo da Vinci era muy consciente de lo que el apóstol sentía por María Magdalena.
Una vez más, Sophie se quedó muda. En la obra, Pedro se inclinaba con ademán amenazador sobre María Magdalena y le ponía la mano en el cuello como si fuera una cuchilla. ¡El mismo gesto de amenaza que en La Virgen de las rocas’.
—Y aquí también —comentó Langdon, señalando ahora al grupo de discípulos que rodeaban a Pedro—. Un poco descarado, ¿no crees?
Sophie entornó los ojos y vio que de aquel grupo emergía una mano.
—¿Qué es lo que sujeta esa mano? ¿Una daga?
—Sí, y lo que es todavía más raro es que si se cuentan los brazos, esa mano no es de nadie. Carece de cuerpo. Es anónima.
Sophie empezaba a sentirse superada por todo aquello.
—Lo siento, pero sigo sin ver de qué manera todo esto convierte a María Magdalena en el Santo Grial.
—¡Aja! —exclamó Teabing de nuevo—. Ahí está el problema
—Se acercó de nuevo a la mesa y levantó una especie de diagrama grande. Lo extendió delante de ella. Era una genealogía muy elaborada—. Son pocos los que saben que María Magdalena, además de ser la mano derecha de Jesús, ya era una mujer con poder.
Sophie se fijó en el encabezamiento de aquel árbol genealógico.
LA TRIBU DE BENJAMÍN
—María Magdalena está aquí —dijo Teabing señalando un punto en la parte alta del árbol.
Sophie mostró su sorpresa.
—¿Pertenecía a la Casa de Benjamín?
—Sin duda. María Magdalena descendía de reyes.
—Pero yo siempre había creído que era pobre.
Teabing negó con la cabeza.
A Magdalena la hicieron pasar por ramera para eliminar las pruebas que demostraban sus poderosos lazos familiares.
Una vez más miró a Langdon, y una vez más éste asintió sin decir nada.
—Pero ¿qué había de importarle a la Iglesia primitiva que tuviera sangre real?
El inglés sonrió.
—Querida, no era su sangre lo que preocupaba a la Iglesia, sino su matrimonio con Jesús, que también descendía de reyes. Como sabrá, en el Evangelio según san Mateo se nos dice que Cristo pertenecía a la Casa de David, que era descendiente del rey Salomón, rey de los judíos. Al emparentar con la poderosa Casa de Benjamín, Jesús unía las dos líneas de sangre, creando una fuerte unión política capaz de reclamar legítimamente el trono y restaurar la línea sucesoria de los reyes tal como existía en tiempos de Salomón.
Sophie intuyó que por fin estaba llegando al quid de la cuestión.
Teabing parecía muy alterado.
—La leyenda del Santo Grial es una leyenda sobre la sangre real. Cuando se dice que el Grial es «el cáliz que contenía la sangre de Cristo»... se está hablando, en realidad, de María Magdalena, del vientre femenino que perpetuaba la sangre real de Cristo.
Las palabras parecieron resonar con un eco por el antiguo salón de baile antes de que Sophie captara totalmente su significado. «¿María Magdalena perpetuaba la sangre real de Cristo?»
—Pero ¿cómo iba a perpetuarse Jesús, a menos que...?
Se detuvo y observó a Langdon.
Langdon sonrió.
—A menos que tuvieran un hijo.
Sophie se quedó helada.
—Ya ve —dijo Teabing—. La verdad mejor disimulada de toda la historia de la humanidad. Jesús no sólo estaba casado, sino que era padre. Y, querida mía, María Magdalena era el Santo Receptáculo. Era el cáliz que contenía la sangre real de Jesús. Era el vientre que perpetuaba el linaje, y el vino que garantizaba la continuidad del fruto sagrado.
Sophie notó que se le ponía la carne de gallina.
—Pero ¿cómo se puede mantener oculto tantos años un secreto tan importante?
—¡Por Dios! —dijo Teabing—. Oculto precisamente no ha estado. La perpetuación de la sangre de Cristo ha sido el origen de la leyenda más duradera de todos los tiempos: la del Santo Grial. Desde hace siglos, la historia de María Magdalena se ha gritado a los cuatro vientos en todo tipo de metáforas y en todos los idiomas posibles. A poco que se tengan los ojos abiertos, se ve por todas partes.
—¿Y los documentos del Sangreal? —preguntó Sophie—. ¿Contienen la prueba de que Jesús tenía sangre real?
—Sí.
—Entonces, ¿toda la leyenda del Santo Grial es en realidad sobre la sangre real de Cristo?
—Y bastante al pie de la letra, además. La palabra Sangreal puede descomponerse, como se hace habitualmente, para formar las palabras San Greal. Pero en su forma más antigua la división se hacía de otro modo.
Teabing cogió un trozo de papel, escribió algo y se lo entregó.
Sang Real
Sang Real significaba, literalmente, Sangre Real.
59
Al recepcionista de la sede del Opus Dei en Lexington Avenue, Nueva York, le sorprendió oír la voz del obispo Aringarosa al otro lado de la línea telefónica.
—Buenas noches, señor.
—¿Me han dejado algún mensaje? —preguntó con un nerviosismo poco habitual en él.
—Sí, señor, me alegro de que haya llamado. En sus habitaciones no me contestaba nadie. Ha recibido una llamada urgente hará cosa de media hora.
—¿Sí? —La noticia pareció tranquilizarlo—. ¿Ha dejado su nombre esa persona?
—No, señor, sólo un número.
Se lo dictó.
—¿Prefijo treinta y tres? Eso es de Francia, ¿verdad?
—Sí, señor, de París. La persona que ha llamado me ha dicho que era importantísimo que se pusiera en contacto con él lo antes posible.
—Gracias. Estaba esperando esta llamada —dijo Aringarosa antes de colgar.
Con el auricular aún en el oído, al recepcionista le extrañó que la conexión con el obispo sonara tan lejana y con tantas interferencias. Según su programa diario, se suponía que ese fin de semana estaba en Nueva York, pero parecía estar en la otra punta del mundo. Se encogió de hombros. El obispo ya llevaba varios meses actuando de forma extraña.
* * *
«Seguro que el teléfono móvil no tenía cobertura», pensó Aringarosa mientras el Fíat se acercaba a la salida del aeropuerto romano de Ciampino. «El Maestro ha intentado ponerse en contacto conmigo.» A pesar de la preocupación que sentía por no haber recibido la llamada, le animaba pensar que El Maestro se hubiera sentido lo bastante confiado como para telefonearle directamente a la sede del Opus Dei.
«Las cosas habrán ido bien esta noche en París.»
Empezó a marcar los números y sintió cierta emoción al pensar que dentro de poco tiempo estaría en París. «Aterrizaré antes del amanecer.» En el aeropuerto había un pequeño jet esperando al obispo para cubrir el corto trayecto que lo separaba de Francia. Las líneas comerciales no operaban a esas horas y, además, no eran adecuadas para alguien que llevara lo que transportaba él en el maletín.
El teléfono le dio los tonos de llamada.
Respondió una voz de mujer.
—Direction Céntrale Pólice Judiciaire.
Aringarosa vaciló. Aquello no lo esperaba.
—Esto... sí... he recibido una llamada de este número...
—Qui étes-vous? —le preguntó la telefonista—. Su nombre.
El obispo no estaba seguro de si debía revelar su identidad. «¿La Policía Judicial francesa?»
—Su nombre, señor —insistió aquella mujer.
—Obispo Manuel Aringarosa.
—Un momento.
Tras una larga espera, oyó la voz áspera y seria de un hombre.
—Obispo, me alegro de poder hablar al fin con usted. Tenemos muchos asuntos que tratar.
60
«Sangreal... Sang Real... San Greal... Sangre Real... Santo Grial.»
Todo estaba relacionado.
«El Santo Grial era María Magdalena... la madre del descendiente de Jesús.»
Ahí de pie en el salón, mirando a Langdon, Sophie se sintió invadida por una nueva oleada de desconcierto. Cuantas más piezas Teabing y Langdon ponían sobre la mesa, más impredecible se volvía aquel rompecabezas.
—Como ves, querida —dijo Teabing acercándose a una librería—, Leonardo no es el único que ha intentado decirle al mundo la verdad sobre el Santo Grial. La descendencia real de Jesucristo la han documentado exhaustivamente muchos historiadores. —Pasó el dedo por una hilera de libros.
Sophie se adelantó un poco y leyó los títulos:
LA REVELACIÓN TEMPLARÍA:
Guardianes secretos de la verdadera identidad de Cristo
LA MUJER DE LA VASIJA DE ALABASTRO:
María Magdalena y el Santo Grial
LA DIOSA EN LOS EVANGELIOS:
En busca del aspecto femenino de lo sagrado
—Y este es tal vez el más conocido de todos —dijo Teabing, sacando del estante un viejo ejemplar de tapa dura y entregándoselo.
EL ENIGMA SAGRADO:
El aclamado best seller internacional.
Sophie alzó la vista.
—¿Un superventas internacional? No había oído nunca hablar de él.
—Era demasiado joven cuando se publicó. La verdad es que en la década de 1980 causó cierto revuelo. Para mi gusto, sus autores incurrieron en algunas interpretaciones criticables de la fe en sus análisis, pero la premisa fundamental es sólida, y a su favor debo decir que lograron acercar al gran público la idea de la descendencia de Cristo.
—¿Y cuál fue la reacción de la Iglesia?
—De indignación, claro. Pero eso ya se esperaba. En el fondo, se trata de un secreto que el Vaticano ya había intentado enterrar en el siglo IV. En parte, esa es la razón de las Cruzadas. Recopilar y destruir información. La amenaza que María Magdalena representaba para los hombres de la Iglesia primitiva era potencialmente de unas proporciones enormes. No sólo era la mujer a quien Jesús había encomendado la tarea de fundar la Iglesia, es que era la prueba física de que la recién proclamada deidad de la Iglesia había engendrado a un descendiente. Y ésta, para defenderse del poder de Magdalena, perpetuó su imagen de prostituta y ocultó las pruebas de su matrimonio con Jesús, restando así credibilidad a la posibilidad de que hubiera tenido descendencia y fuera, por tanto, un profeta mortal.
Sophie miró a Langdon, que asintió una vez más.
—Sophie, las pruebas históricas que avalan todo esto son muy sólidas.
—Reconozco —prosiguió Teabing— que las acusaciones son horrendas, pero debe comprender las poderosas motivaciones de la Iglesia para llevar a cabo una confabulación de esas proporciones. No habrían sobrevivido nunca si se hubiera hecho público que Cristo había tenido descendencia. Un hijo suyo habría minado cualquier idea de divinidad asociada a él y, por tanto, habría sido el fin de la Iglesia cristiana, que proclamaba ser el único vehículo a través del cual la humanidad podía acceder a lo divino y entrar en el Reino de los Cielos.
—La rosa de cinco pétalos —dijo Sophie, señalando el lomo de uno de los libros de Teabing. «La misma que la que hay en la caja de palisandro.»
Teabing miró a Langdon y sonrió.
—Tiene buen ojo —dijo—. Para el Priorato, ese es el símbolo del Grial —añadió, dirigiéndose de nuevo a Sophie—. María Magdalena. Como la Iglesia prohibió su nombre, Magdalena empezó a conocerse a través de seudónimos —el Cáliz, el Santo Grial o la rosa. —Se detuvo un instante—. La rosa está relacionada con la estrella de cinco picos, el pentáculo de Venus, y con la rosa náutica. Por cierto, que la palabra «rosa» en inglés, francés y alemán, entre otras lenguas, es «rose».
—«Rose» —añadió Langdon— es un anagrama de Eros, el dios griego del amor sexual.
Sophie lo miró sorprendida antes de que Teabing siguiera con su exposición.
—La rosa siempre ha sido el símbolo de la sexualidad femenina. En los primitivos cultos a la divinidad femenina, los cinco pétalos representaban los cinco estadios de la vida de la mujer: el nacimiento, la menstruación, el alumbramiento, la menopausia y la muerte. Y en la época moderna, los vínculos de la rosa con la feminidad se consideran de índole más visual. —Miró a Robert—. Tal vez el experto en simbología pueda explicárselo.
Robert dudó un instante que se prolongó demasiado.
—¡Dios mío! ¡Qué mojigatos sois los americanos! —protestó Teabing volviéndose para dirigirse a Sophie—. Lo que a Robert le da vergüenza decir es que el capullo abierto se parece a los genitales femeninos, a la flor sublime por donde la humanidad entra en este mundo. Y si alguna vez ha visto alguna obra de la pintora Georgia O’Keeffe, sabrá exactamente de qué le estoy hablando.
—La cuestión —intervino Langdon acercándose de nuevo a la librería— es que todos estos libros reivindican con fundamento un mismo hecho.
—Que Jesús tuvo un hijo —dijo Sophie, aunque seguía dudando.
—Sí —dijo Teabing—. Y que María Magdalena era el vientre en que se perpetuó su linaje real. El Priorato de Sión, en nuestros días, sigue venerando todavía a María Magdalena como diosa, como Santo Grial, como rosa y como Madre Divina.
En la mente de Sophie volvió a aparecer el ritual del sótano.
—Según la hermandad —prosiguió Teabing—, María Magdalena estaba encinta en el momento de la crucifixión. Para garantizar la seguridad de la hija que nacería, no tuvo otro remedio que huir de Tierra Santa. Con la ayuda del amado tío de Jesús, José de Arimatea, María Magdalena viajó en secreto hasta Francia, conocida entonces como la Galia. Aquí, entre la comunidad judía, halló refugio. Y fue aquí, en Francia, donde dio a luz a su hija, que se llamó Sarah.
Sophie alzó la vista.
—¿Se sabe incluso el nombre de la niña?
—Y bastante más que eso. Las vidas de María Magdalena y de Sarah fueron minuciosamente documentadas por sus protectores judíos. Tenga en cuenta que aquella niña pertenecía al linaje de los reyes de Judea, David y Salomón. Fueron innumerables los estudiosos de esa época que escribieron crónicas sobre los días de María Magdalena en Francia, incluido el episodio del nacimiento de Sarah, y sobre el subsiguiente árbol genealógico.
Sophie no salía de su asombro.
—¿Existe un árbol genealógico de Jesucristo?
—Sí, claro. Y se cree que es una de las piedras angulares de los documentos del Sangreal. Una genealogía completa de los primeros descendientes de Cristo.
—Pero ¿de qué sirve un detallado árbol genealógico de los descendientes de Jesús? Eso no es prueba de nada. Los historiadores no pueden demostrar su autenticidad.
—Tampoco se puede demostrar la autenticidad de la Biblia —replicó Teabing soltando una carcajada.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que la historia la escriben siempre los vencedores. Cuando se produce un choque entre dos culturas, el perdedor es erradicado y el vencedor escribe los libros de historia, libros que cantan las glorias de su causa y denigran al enemigo conquistado. Como dijo Napoleón en cierta ocasión, «¿Qué es la historia sino una fábula consensuada?» —Sonrió—. Dada su naturaleza misma, la historia es siempre un relato unilateral de los hechos.
Sophie nunca se lo había planteado así.
—Los documentos del Sangreal nos cuentan, simplemente, el otro lado de la historia de Cristo. Y al final, escoger con qué lado de la historia nos quedamos se convierte en una cuestión de fe y de exploración personal, pero al menos la información ha sobrevivido. Los documentos del Sangreal contienen decenas de miles de páginas de información. En los relatos que han hecho testigos de primera mano del tesoro del Sangreal, describen que éste se traslada en cuatro enormes arcones. En ellos está contenido lo que se conoce como «Documentos Puristas», miles de páginas de papeles anteriores a la época de Constantino, no manipulados, escritos por los primeros seguidores de Jesús, que lo reverenciaban absolutamente en tanto que maestro y profeta humano. Circulan rumores de que en el tesoro también está incluido el documento «Q» del que hasta el Vaticano admite su existencia. Supuestamente, se trata de un libro con las enseñanzas de Jesús escritas tal vez de su puño y letra.
—¿Escritos del propio Cristo?
—Por supuesto —dijo Teabing—. ¿Por qué no podría Jesús haber llevado un registro de su Ministerio? En aquellos tiempos casi todo el mundo lo hacía. Otro documento explosivo que se cree que forma parte del tesoro es un manuscrito conocido como «Diario de Magdalena». El relato personal de María Magdalena sobre su relación con Jesús, su crucifixión y su estancia en Francia.
Sophie se quedó en silencio un buen rato.
—¿Y estos cuatro arcones con documentos son el tesoro que los Caballeros Templarios encontraron bajo el templo de Salomón?
—Exacto. Los que los convirtieron en una orden tan poderosa.
Los que han sido objeto de tantas búsquedas del Grial a lo largo de toda la historia.
—Pero dice que el Santo Grial es María Magdalena. Si lo que la gente anda buscando son documentos, ¿por qué dice entonces que busca el Santo Grial?
Teabing la miró con expresión más serena.
—Porque el lugar donde se ocultaba el Santo Grial incluía también un sarcófago.
Fuera, una ráfaga de viento ululó entre los árboles.
El tono de Teabing era más pausado.
—La búsqueda del Grial es literalmente el intento de arrodillarse ante los huesos de María Magdalena. Un viaje para orar a los pies de la descastada, de la divinidad femenina perdida.
Sophie abrió mucho los ojos, maravillada.
—¿O sea que el lugar donde se ocultaba el Santo Grial es en realidad... una tumba?
Teabing entornó los ojos color avellana.
—Sí, lo es. Una tumba que contiene los restos de María Magdalena y los documentos que cuentan la verdadera historia de su vida. En el fondo, la búsqueda del Santo Grial siempre ha sido la búsqueda de Magdalena, la reina agraviada, enterrada con las pruebas que demostraban los derechos de su familia a reclamar un puesto de poder.
Sophie aguardó unos momentos mientras Teabing tomaba aliento. De su abuelo había cosas que aún seguía sin entender.
—Así—dijo al fin—, durante todos estos años, ¿los miembros del Priorato han asumido la responsabilidad de proteger los documentos del Sangreal y la tumba de María Magdalena?
—Sí, pero la hermandad tenía también otra misión: proteger a la propia descendencia. El linaje de Cristo ha estado en continuo peligro. La Iglesia primitiva temía que si se permitía que el linaje se perpetuara, el secreto de Jesús y Magdalena acabaría aflorando y desafiando los cimientos de la doctrina católica, que necesitaban de un Mesías divino que no hubiera tenido relaciones sexuales con mujeres ni se hubiera casado. —Hizo una pausa—. Con todo, el linaje de Cristo se perpetuó en secreto en Francia hasta que, en el siglo V, dio un paso osado al emparentar con sangre real francesa, iniciando un linaje conocido como la Casa Merovingia.
Aquello sorprendió aún más a Sophie. Todos los alumnos de las escuelas de su país sabían quiénes eran los merovingios.
—Los merovingios fundaron París.
—Sí, esa es una de las razones por las que la leyenda del Grial es tan rica en Francia. Muchas de las misiones vaticanas para encontrar el Santo Grial eran en realidad búsquedas encubiertas para erradicar a los miembros de la familia real. ¿Ha oído hablar del rey Dagoberto?
Sophie recordaba vagamente aquel nombre de un relato horrendo que le habían contado en clase de historia.
—Era un rey de Francia, ¿no? ¿No es aquel al que apuñalaron en el ojo mientras dormía?
—Exacto. Asesinado por el Vaticano y por Pipino de Heristal, que estaban confabulados. A finales del siglo VII. Con el asesinato de Dagoberto la dinastía merovingia prácticamente desapareció. Por suerte, su hijo, Sigeberto, logró escapar secretamente al ataque y perpetuó el linaje, que más tarde incluyó a Godofredo de Bouillon, fundador del Priorato de Sión.
—El mismo —intervino Langdon— que ordenó a los templarios recuperar los documentos del Sangreal del Templo de Salomón para demostrar los vínculos hereditarios de los merovingios con Jesucristo.
Teabing asintió con convicción.
—El moderno Priorato de Sión tiene una misión trascendental. La suya es una triple responsabilidad. La hermandad debe proteger los documentos del Sangreal. Además, debe hacer lo mismo con la tumba de María Magdalena y, por supuesto, debe nutrir y proteger el linaje de Jesús, es decir a los pocos miembros de la dinastía merovingia que han sobrevivido hasta nuestra época.
Aquellas palabras resonaron en la inmensa sala, y Sophie sintió una extraña vibración, como si en sus huesos resonara una nueva verdad. «Descendientes de Jesús que han sobrevivido hasta nuestra época.» La voz de su abuelo volvió a susurrarle al oído: «Princesa, debo contarte la verdad sobre tu familia.»
Un escalofrío le atravesó la carne.
«Sangre real.»
No se atrevía ni a imaginarlo.
«Princesa Sophie.»
—¿Sir Leigh? —Las palabras del mayordomo atronaron desde el intercomunicador de la pared y Sophie dio un respingo—. ¿Podría venir un momento a la cocina?
Teabing frunció el ceño ante aquella inoportuna intromisión. Se fue hasta el intercomunicador y pulsó el botón.
—Rémy, como ya sabes, estoy ocupado con mis invitados. Si nos hace falta algo de la cocina, ya nos arreglaremos solos. Gracias y buenas noches.
—Necesito hablar un momento con usted antes de volver a acostarme, si es tan amable, señor.
Teabing gruñó y pulsó de nuevo el botón.
—Pues date prisa, Rémy.
—Se trata de un asunto doméstico, señor, y no creo que a sus invitados les interese demasiado.
Teabing no daba crédito a lo que oía.
—¿Y no puede esperar a mañana?
—No, señor. No le llevará ni un minuto.
Teabing entornó los ojos y miró a Langdon y a Sophie.
—A veces no sé quién está al servicio de quién. —Volvió a presionar el botón—. Voy para allá, Rémy. ¿Te traigo algo?
—Unas tenazas para cortar las cadenas que me esclavizan.
—Rémy, no sé si eres consciente de que si sigues trabajando para mí es única y exclusivamente por lo bien que cocinas el solomillo a la pimienta.
—Eso es lo que usted dice, señor.
61
«Princesa Sophie.»
Sophie sentía un vacío en su interior mientras oía el golpeteo cada vez más lejano de las muletas de Teabing contra el suelo del pasillo. Aturdida, se volvió para mirar a Langdon, que negó con la cabeza, como si le estuviera leyendo los pensamientos.
—No, Sophie —le susurró, sin atisbo de duda en la mirada—. Eso mismo fue lo primero que se me ocurrió cuando me dijiste que tu abuelo pertenecía al Priorato y que quería revelarte un secreto sobre tu familia. Pero es imposible. —Hizo una pausa—. Saunière no es un apellido merovingio.
Sophie no sabía si sentirse aliviada o decepcionada. Hacía un rato, curiosamente, Langdon le había preguntado como de pasada cuál era el apellido de soltera de su madre. Chauvel. Ahora entendía por qué lo había hecho.
—¿Y Chauvel? —le preguntó, nerviosa.
Langdon volvió a negar con la cabeza.
—Lo siento. Sé que te habría ayudado a entender algunas cosas sobre tu origen, pero no. Sólo quedan dos líneas directas de merovingios. Sus apellidos son Plantard y Saint-Clair. Ambas familias viven escondidas, probablemente ayudadas por el Priorato.
Sophie repitió mentalmente aquellos apellidos y negó con la cabeza. En su familia no había nadie que se llamara así. De pronto se sintió invadida por un fuerte cansancio. Se dio cuenta de que estaba igual de lejos que en el Louvre de conocer la verdad que su abuelo había querido revelarle. Ojalá la tarde anterior no le hubiera mencionado a la familia. Al hacerlo, le había abierto unas heridas que le hacían tanto daño como siempre. «Están muertos, Sophie. Y no van a volver.» Pensó en su madre, que le cantaba nanas para que se durmiera, en su padre que la cargaba en los hombros, en su abuela y en su hermano menor, que le sonreía con sus alegres ojos verdes. Todo aquello se lo habían robado. Y sólo le había quedado su abuelo.
«Y ahora él tampoco está. Me he quedado sola.»
Sophie se volvió en silencio para contemplar una vez más La última cena y se fijó en el pelo largo y rojizo de María Magdalena, en sus ojos serenos. En su expresión había algo que evocaba la pérdida de un ser querido. La misma que Sophie también sentía.
—¿Robert? —dijo en voz baja.
El se acercó.
—Leigh dice que la historia del Grial está por todas partes, pero esta noche ha sido la primera vez que yo he oído hablar de ella.
Langdon hizo el ademán de ponerle la mano en el hombro para tranquilizarla, pero se contuvo.
—Seguro que la has oído más veces, Sophie. Todos la conocemos. Lo que pasa es que no nos damos cuenta.
—No te entiendo.
—La historia del Grial está en todas partes, pero oculta. Cuando la Iglesia prohibió hablar de la repudiada María Magdalena, su historia tuvo que empezar a transmitirse por canales más discretos... canales llenos de metáforas y simbolismo.
—Claro. El mundo de las artes.
Langdon se acercó a la reproducción de La última cena.
—Un ejemplo perfecto. Algunas de las más destacadas obras pictóricas, literarias y musicales nos hablan secretamente de la historia de María Magdalena y de Jesús.
Langdon se refirió brevemente a las obras de Leonardo da Vinci, de Botticelli, de Poussin, de Bernini, de Mozart, de Víctor Hugo. En todas latía el intento por restaurar el culto a la prohibida divinidad femenina. Leyendas clásicas como las de Sir Gawain y el Caballero Verde, el Rey Arturo o la Bella Durmiente eran alegorías del Grial. El jorobado de Notre Dame, de Víctor Hugo, y La flauta mágica de Mozart estaban llenas de simbología masónica y de secretos.
—Una vez abrimos los ojos al Santo Grial —dijo Langdon— lo captamos por todas partes. En pinturas, en piezas musicales, en libros. Hasta en los dibujos animados, en los parques temáticos, en las películas mas populares.
Langdon le enseñó su reloj de Mickey Mouse y le dijo que Walt Disney había dedicado su plácida existencia a trabajar para transmitir la historia del Santo Grial a las futuras generaciones. A lo largo de toda su vida a Disney lo consideraron siempre como «una versión moderna de Leonardo». Los dos se adelantaron mucho a su tiempo los dos fueron artistas extraordinariamente dotados, miembros de sociedades secretas y notorios bromistas. Al igual que en el caso de Leonardo, a Walt Disney le encantaba incluir mensajes ocultos y símbolos en sus obras. Para el ojo entrenado del experto en simbología ver alguna de las primeras películas de Disney era quedar sepultado bajo un alud de alusiones y metáforas.
La mayor parte de sus mensajes trataban de la religión, de la mitología pagana y de las historias de la diosa sometida. No es casualidad que retomara los cuentos de la Cenicienta, la Bella Durmiente y Blancanieves; en las tres se trata el tema de la encarcelación de la divinidad femenina. Además, a nadie le hace falta saber mucho de simbología para entender que Blancanieves —una princesa que cayó en desgracia tras darle un bocado a una manzana envenenada— representa una clara alusión a la caída de Eva en el Jardín del Edén. Ni que la princesa Aurora de La Bella Durmiente —«Rosa», en nombre clave, y escondida en la espesura del bosque para protegerse de las garras de la bruja malvada, es la historia del Grial contada a los niños.
A pesar de su imagen de seriedad corporativa, la factoría Disney ha mantenido siempre ese elemento fresco y desenfadado, y los creadores se divierten incorporando símbolos secretos a sus producciones. Langdon no olvidará nunca el día en que uno de sus alumnos le trajo un DVD de El rey león y detuvo la película en un fotograma en el que se leía claramente la palabra SEXO escrita con partículas de polvo sobre la cabeza de Simba, el protagonista. Aunque la primera reacción de Langdon fue atribuirla más a una broma adolescente del dibujante que a una alusión ilustrada a la sexualidad pagana, había aprendido a no desestimar el simbolismo de Disney. La Sirenita, por ejemplo, era un cautivador tapiz de símbolos espirituales relacionados hasta tal punto con la diosa que no podía ser obra del azar.
La primera vez que Langdon vio la película se quedó boquiabierto al comprobar que el cuadro que decora el hogar submarino de Ariel no es otro que Magdalena Penitente, la famosa pintura de Georges de la Tour del siglo XVII, un homenaje a la denostada María Magdalena, muy adecuado, por otra parte, teniendo en cuenta que la película resultaba ser un collage de noventa minutos con descaradas referencias simbólicas a la santidad perdida de Isis, de Eva, de Piscis, la diosa pez y, reiteradamente, de María Magdalena. El nombre de la sirenita, Ariel, poseía estrechos vínculos con la divinidad femenina, y en el Libro de Isaías era sinónimo de «La ciudad santa sitiada». Estaba claro, además, que el hecho de que la sirenita fuera pelirroja tampoco era casual.
El golpeteo de las muletas de Teabing sobre el suelo se oía cada vez más cerca y su ritmo era cada vez más acelerado. Cuando su anfitrión entró por fin en el estudio, lo hizo con gesto muy serio.
—Será mejor que te expliques, Robert —dijo fríamente—. No has sido sincero conmigo.
62
—Me acusan injustamente, Leigh —dijo Langdon, intentando mantener la calma—. «Ya me conoces. Soy incapaz de matar a nadie.»
El tono de Teabing no se suavizó.
—Robert, por Dios, pero si te están sacando por la televisión. ¿Sabías que te busca la policía?
—Sí.
—Entonces has abusado de mi confianza. Me asombra que hayas sido capaz de hacerme correr este riesgo viniendo aquí y pidiéndome que diserte sobre el Grial para que así tú puedas esconderte en mi casa.
—Yo no he matado a nadie.
—Jacques Saunière está muerto, y la policía dice que lo has matado tú. —Teabing parecía triste—. Un gran impulsor de las artes...
—¿Señor? —El mayordomo estaba junto a la puerta, detrás de sir Leigh, con los brazos cruzados—. ¿Los acompaño a la salida?
—Ya lo hago yo.
Cruzó el estudio y abrió unas grandes puertas acristaladas que daban al jardín.
—Por favor, suban al coche y vayanse.
Sophie no se movió.
—Tenemos información sobre la clef de voûte. La clave del Priorato.
Teabing la miró fijamente durante unos segundos y finalmente hizo un gesto de rechazo.
—Una treta desesperada. Robert sabe cuánto la he buscado.
—Te está diciendo la verdad —intervino Langdon—. Por eso hemos recurrido a ti esta noche. Para hablarte de la clave.
El mayordomo interrumpió.
—Vayanse o llamo a la policía.
—Leigh —susurró Langdon—. Sabemos dónde está.
El aplomo de Teabing pareció flaquear un poco.
Rémy entró en el estudio.
—¡Vayanse ahora mismo! Si no les sacaré yo...
—Rémy —exclamó Teabing volviéndose al mayordomo—. Discúlpanos un momento.
El mayordomo se quedó boquiabierto.
—Señor, permítame que proteste. Esta gente es...
—Yo me encargo de todo —insistió sir Leigh señalándole la puerta.
Tras un momento de tenso silencio, Rémy se retiró a regañadientes, como un perro humillado.
La brisa fresca de la noche entraba por los ventanales abiertos. Teabing se volvió para mirar a Langdon y a Sophie con expresión todavía seria.
—Por vuestro bien, espero que sea verdad lo que decís. ¿Qué sabéis de la clave?
Oculto tras los setos que había en el exterior del estudio de Teabing, Silas sostenía la pistola y observaba a través de la puerta vidriera. Hacía sólo un momento que había rodeado la casa y había visto a Langdon y a la mujer conversando en el gran estudio. Antes de que le diera tiempo a entrar, un señor con muletas se le había adelantado y había empezado a gritarle a Langdon, había abierto la puerta y les había pedido a sus invitados que se fueran. «Entonces aquella mujer había mencionado lo de la clave, y todo había cambiado.» Los gritos se habían convertido en susurros, y los ánimos se habían calmado. Y la puerta vidriera había vuelto a cerrarse.
Ahora, agazapado entre las sombras, Silas observaba tras el cristal. La clave se encuentra en algún lugar de la casa. Silas lo intuía.
Ahí, en la penumbra, se acercó más a los cristales, impaciente por oír lo que estaban diciendo. Les daría cinco minutos. Si no revelaban dónde estaba la clave, Silas tendría que entrar y convencerlos por la fuerza.
En el estudio, Langdon percibía el desconcierto de su anfitrión.
—¿Gran Maestre? —repitió atragantándose casi y clavando la mirada en Sophie—. ¿Jacques Saunière?
Sophie asintió con un gesto de cabeza, consciente de la sorpresa que le había causado.
—¡Pero es imposible que usted sepa algo así!
—Jacques Saunière era mi abuelo.
Teabing se tambaleó apoyado en las muletas y miró a Langdon, que asintió.
—Señorita Neveu, me deja usted mudo. Si es cierto lo que dice, siento mucho su pérdida. Debo admitir que, en aras de mis investigaciones, he realizado listas de los hombres que, en París, pensaba que podían ser buenos candidatos a pertenecer al Priorato. Y Jacques Saunière estaba en ellas junto a muchos otros. ¡Pero Gran Maestre! Cuesta imaginarlo. —Se quedó unos instantes en silencio y meneó la cabeza—. Aun así, sigue sin tener sentido. Aunque su abuelo fuera el Gran Maestre de la Orden y hubiera creado la clave él mismo, nunca le habría revelado a usted cómo encontrarla. La clave abre el camino al tesoro más importante de la hermandad. Nieta o no nieta, usted no puede ser la depositaría de un dato como ese.
—El señor Saunière se estaba muriendo cuando transmitió esa información —comentó Langdon—. No le quedaban demasiadas alternativas.
—Es que no le hacía falta ninguna. Hay tres sénéchaux que también conocen el secreto. Ahí está la gracia de su sistema. Uno de ellos pasará a ser Gran Maestre y nombrarán a otro sénéchal al que revelarán el secreto de la clave.
—Deduzco que no ha visto el informativo completo —dijo Sophie—. Además de a mi abuelo, también han asesinado a tres prominentes parisinos. En circunstancias similares. En todos los casos hay indicios de que han sido interrogados antes de morir.
Teabing estaba anonadado.
—¿Y cree que eran....?
—Los sénéchaux —intervino Langdon.
—Pero ¿cómo es posible? ¡El asesino no puede haber descubierto la identidad de los cuatro altos cargos del Priorato de Sión! Yo llevo decenios buscándolos y ni siquiera podría nombrarles a uno. Me parece inconcebible que alguien haya descubierto y asesinado en un solo día a los tres sénéchaux y al Gran Maestre.
—Dudo que haya obtenido la información en un solo día —comentó Sophie—. Parece más bien un plan de descabezamiento muy bien preparado. Algo parecido a las técnicas que usamos para luchar contra el crimen organizado. Si la Policía Judicial quiere ir a por un grupo concreto, lo investigan y lo espían en silencio durante meses, identifican a los peces gordos y sólo entonces actúan y los detienen a todos a la vez. Decapitación. Sin líderes, el grupo sucumbe al caos y divulga más información. Es posible que alguien se haya dedicado a investigar con mucha paciencia al Priorato y luego haya atacado, con la esperanza de que los altos mandos revelaran el paradero de la clave.
Teabing no parecía convencido.
—Pero los hermanos no confesarían nunca. Juran guardar el secreto. Incluso ante una muerte inminente.
—Exacto —dijo Langdon—. Es decir, que si no divulgaran el secreto y todos murieran...
Teabing ahogó un grito de horror.
¡El paradero de la clave se perdería para siempre!
—Y con él, el del Santo Grial.
Con el peso de aquellas palabras, el cuerpo de sir Leigh parecía a punto de perder el equilibrio. Entonces, como si se viera incapaz de resistir un momento más, se dejó caer sobre una silla y miró por la ventana.
Sophie se le acercó y le habló con dulzura.
—Teniendo en cuenta lo apurado de la situación en la que se encontró mi abuelo, parece posible que, en su total desesperación, intentara revelarle el secreto a alguien externo a la hermandad. Alguien en quien confiara. Alguien de su familia.
Teabing estaba pálido.
—Pero alguien capaz de semejante ataque... de descubrir tantas cosas sobre la Orden... —Se detuvo, presa de un nuevo temor—. Sólo puede tratarse de una organización. Este tipo de infiltración puede sólo haber venido del enemigo más antiguo del Priorato.
Langdon alzó la vista.
—De la Iglesia.
—¿Y de quién si no? Roma lleva siglos buscando el Grial.
Sophie se mostró escéptica.
—¿Crees que la Iglesia mató a mi abuelo?
—No sería la primera vez que la Iglesia mata para protegerse —intervino Teabing—. Los documentos que acompañan al Santo Grial son explosivos, y la Iglesia lleva muchos años queriendo destruirlos.
A Langdon le costaba creer que la Iglesia se dedicara a matar descaradamente para obtener esos documentos. Habiendo conocido al nuevo Papa y a muchos cardenales, Langdon sabía que se trataba de hombres de profunda espiritualidad que nunca sucumbirían al asesinato. «Por más que quisieran conseguir algo.»
Sophie parecía ser de la misma opinión.
—¿Y no es posible que los hayan matado personas ajenas a la Iglesia? ¿Alguien que no entienda lo que el Grial es en realidad? El cáliz de Cristo puede ser un trofeo muy apetecible. Está claro que los buscadores de tesoros han matado por mucho menos.
—Según mi experiencia —respondió Teabing—, el hombre llega mucho más lejos para evitar lo que teme que para alcanzar lo que desea. Y en este asalto al Priorato me parece detectar cierta desesperación.
—Leigh —interrumpió Langdon—. En tu argumento hay cierta paradoja. ¿Por qué habría el clero católico de asesinar a miembros del Priorato, en un intento de hallar y destruir unos documentos que, según proclama, son falsos testimonios?
Teabing ahogó una risita.
—Las torres de marfil de Harvard te han ablandado, Robert. Sí, el clero de Roma está tocado por la fuerza de la fe, y precisamente por eso sus creencias pueden soportar cualquier tormenta, incluidos los documentos que contradicen lo que más sagrado es para ellos. Pero ¿qué me dices del resto del mundo? ¿Qué hay de los que no están bendecidos por las mismas certezas? ¿Qué me dices de los que ven la crueldad del mundo y se preguntan dónde está Dios? ¿Y de los que saben de los escándalos de la Iglesia y se preguntan quiénes son esos hombres que afirman tener la verdad sobre Cristo y aun así mienten y encubren los abusos sexuales a niños cometidos por sus propios sacerdotes? —Teabing se detuvo un instante—. ¿Qué pasa con esa gente, Robert, si las persuasivas pruebas científicas demuestran que la versión de la historia de Jesús que propone la Iglesia no es exacta, y que la mayor historia jamás contada es en realidad la mayor historia jamás inventada?
Langdon no le respondió.
—Pues ya te diré yo qué es lo que pasa si esos documentos salen a la luz —dijo Teabing—. Que el Vaticano se enfrentaría a la peor crisis de fe de sus dos milenios de historia.
—Pero si es la Iglesia la que está detrás de todo esto —preguntó Sophie tras un largo silencio—, ¿por qué actúa precisamente ahora? ¿Después de tantos años? El Priorato tiene ocultos los documentos. No suponen un peligro inminente para ella.
Teabing suspiró ruidosamente y miró a Langdon.
—Robert, supongo que estás al corriente de la misión final del Priorato.
Langdon se quedó sin aire al pensar en ella.
—Sí.
—Señorita Neveu —dijo Teabing—, la Iglesia y el Priorato se han sometido durante años a un acuerdo tácito, consistente en que la Iglesia no atacaba a la hermandad y ésta no sacaba a la luz los documentos del Santo Grial. —Hizo una pausa—. Sin embargo, parte de la historia del Priorato ha incluido siempre el plan para revelar el secreto. Al llegar a una fecha concreta, la hermandad planea romper su silencio y culminar su triunfo mostrando al mundo los documentos del Sangreal y gritando a los cuatro vientos la verdadera historia de Jesucristo.
Sophie se quedó mirando a sir Leigh sin decir nada y se sentó.
—¿Y cree que esa fecha está cerca? ¿Y que la Iglesia lo sabe?
—Una especulación como cualquier otra —respondió Teabing—, pero sin duda le proporcionaría a la Iglesia motivación para lanzar un ataque en toda regla que le permitiera encontrar los documentos antes de que fuera demasiado tarde.
Langdon tenía la incómoda sensación de que lo que decía Teabing no era en absoluto descabellado.
—¿Crees que la Iglesia es capaz de encontrar pruebas fiables de la fecha que maneja el Priorato?
—¿Por qué no? Si aceptamos que ha sido capaz de descubrir las identidades de los cuatro miembros de la cúpula del Priorato, no hay duda de que podrían haberse enterado también de sus planes. E incluso si desconocen la fecha exacta, sus supersticiones pueden haber jugado a su favor.
—¿Supersticiones? —preguntó Sophie.
—En términos de profecías, en la actualidad estamos en una época de enormes cambios. Acabamos de terminar un milenio, y con él ha concluido la era astrológica de Piscis, que ha durado dos mil años y que representa el pez, que también es el símbolo de Jesús. Como le dirá cualquier especialista en simbología, el ideal de Piscis defiende que son los poderes superiores los que deben dictar al hombre lo que debe hacer, pues él es incapaz de pensar por sí mismo. Por tanto, este ha sido un tiempo de religiosidad ferviente. Ahora, sin embargo, estamos entrando en la Era de Acuario, el receptáculo del agua, cuyo ideal defiende que los hombres aprenderán la verdad y serán capaces de pensar por sí mismos. El cambio ideológico es enorme, y está teniendo lugar en este mismo momento.
Langdon sintió un escalofrío. Las profecías astrológicas nunca le habían interesado demasiado ni se había fiado de su credibilidad, pero sabía que había gente en la Iglesia que las seguía a pies juntillas.
—La Iglesia llama a este periodo de transición «el Fin de los Días».
Sophie le miró con expresión de incredulidad.
—¿El fin del mundo? ¿El Apocalipsis?
—No —replicó Langdon—. Ese es un error de concepto muy extendido. Son muchas las religiones que hablan del Fin de los Días. Y no se refieren al fin del mundo, sino más bien al final de la presente era, la de Piscis, que empezó en la época del nacimiento de Cristo, se desarrolló en el transcurso de dos mil años y ha terminado con el fin del milenio que hemos dejado atrás. Y ahora que hemos entrado en la Era de Acuario, el Fin de los Días ha llegado.
—Muchos historiadores especializados en el Grial —añadió Teabing—, creen que si es cierto que el Priorato planea revelar su verdad, este punto de la historia sería una época especialmente adecuada para hacerlo. La mayor parte de los estudiosos del Priorato, entre los que me incluyo, previeron que la divulgación del secreto coincidiría exactamente con el cambio de milenio. Pero está claro que no fue así. Se sabe que el calendario romano no coincide exactamente con los indicadores astrológicos, por lo que en la predicción hay cierto margen de error. No sé si la Iglesia posee información secreta sobre una inminente fecha exacta o si es que sencillamente se está poniendo nerviosa en previsión de que se cumpla la profecía astrológica. Sea como sea, eso no es lo importante. Ambos casos explicarían la posible motivación de la Iglesia para lanzar un ataque preventivo contra el Priorato. —Teabing frunció el ceño—. Y, no lo dude, si encuentran el Santo Grial, lo destruirán. Y con los documentos y las reliquias de la bendita María Magdalena harán lo mismo. —Se le entristeció la mirada—. Y entonces, una vez los documentos del Sangreal hayan desaparecido, se perderán todas las pruebas. La Iglesia habrá ganado la guerra que inició hace tantos siglos para reescribir la historia. El pasado quedará borrado para siempre.
Despacio, Sophie se sacó la llave cruciforme del bolsillo del suéter y se la entregó a Teabing, que la cogió y la observó con detenimiento.
—Dios mío. El sello del Priorato. ¿De dónde ha sacado esto?
—Mi abuelo me lo ha dado esta noche, antes de morir.
Teabing pasó los dedos por la superficie.
—¿La llave de una iglesia?
Sophie aspiró hondo.
—Esta llave proporciona acceso a la clave.
Teabing echó hacia atrás la cabeza en un gesto de incredulidad.
—¡Imposible! ¿Qué iglesia se me ha escapado? ¡Pero si las he revisado todas!
—No está en una iglesia —dijo Sophie—. Está en un banco suizo.
La mirada de emoción de Teabing se desvaneció.
—¿La clave está en un banco?
—En una cámara acorazada —especificó Langdon.
—¿En una cámara acorazada? —Negó con la cabeza—. Eso es imposible. Se supone que la clave está escondida bajo el signo de la rosa.
—Y lo está. Estaba metida dentro de una caja de palisandro, que también se conoce como palo de rosa, con una rosa de cinco pétalos taraceada en la tapa.
Teabing estaba anonadado.
—¿Habéis visto la clave?
Sophie asintió.
—Hemos estado en el banco.
Teabing se les acercó con los ojos llenos de temor.
—Amigos, debemos hacer algo. ¡La clave está en peligro! Tenemos el deber de protegerla. ¿Y si hubiera otras llaves? ¿Tal vez robadas a los sénéchaux asesinados? Si la Iglesia tuviera acceso al banco, igual que lo habéis tenido vosotros...
—Llegarían demasiado tarde —dijo Sophie—. Porque nos la hemos llevado nosotros.
—¿Qué? ¿Habéis sacado la clave de su escondite?
—No te preocupes —intervino Langdon—. Está muy bien escondida.
—Espero que así sea.
—La verdad —dijo Langdon sin poder disimular una sonrisa— es que eso dependerá de con qué frecuencia limpies debajo del sofá.
Había empezado a soplar el viento en el exterior del Château Villete, y a Silas, agazapado junto a la ventana, se le agitaba el hábito. Aunque no había podido oír casi nada, la palabra «clave» había traspasado los cristales varias veces.
«Está dentro.»
Tenía frescas en la mente las palabras de El Maestro. «Entra en el Château Villete. Coge la clave. No le hagas daño a nadie.»
Ahora, Langdon y los demás se habían trasladado de pronto a otra estancia, apagando las luces del estudio antes de abandonarlo. Sintiéndose como una pantera persiguiendo a su presa, Silas se acercó a la puerta vidriera. Como sólo estaba entornada, la empujó y entró en el salón. Oía voces amortiguadas que venían de otra habitación. Se sacó la pistola del bolsillo, quitó el seguro y avanzó despacio por el pasillo.
63
El teniente Collet estaba junto a la entrada de la mansión de Leigh Teabing, contemplando el impresionante edificio. «Aislada. Oscura. Un buen escondite.» Collet observó a su media docena de agentes que se habían distribuido a lo largo de la verja. Podían traspasarla y rodear la casa en cuestión de minutos. Langdon no podría haber escogido mejor refugio para que sus hombres realizaran un asalto por sorpresa.
Ya estaba a punto de llamar a Fache cuando, por fin, sonó el teléfono. El capitán no estaba tan satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos como cabría haber esperado.
—¿Por qué no me había dicho nadie que habíamos dado con el rastro de Langdon?
—Usted tenía una llamada y...
—¿Dónde está usted exactamente, teniente Collet?
Le dio la dirección.
—La finca es propiedad de un ciudadano británico llamado Teabing. Langdon ha recorrido una distancia considerable para llegar hasta aquí, y el vehículo está dentro del perímetro de la valla de seguridad. No hay signos de que la haya forzado, por lo que lo más probable es que Langdon conozca al ocupante.
—Voy para allá —dijo Fache—. No haga nada. Quiero encargarme del caso personalmente.
Collet se quedó boquiabierto.
—Pero, capitán, si está a veinte minutos de aquí. ¡Tenemos que actuar de inmediato! Lo tengo rodeado. Tengo a siete agentes conmigo. Cuatro de nosotros disponemos de rifles de asalto y los demás llevan armas cortas.
—Espérenme.
—Capitán, ¿y si Langdon tiene a algún rehén ahí dentro? ¿Y si nos ve y decide salir a pie? ¡Debemos actuar de inmediato! Mis hombres están en sus puestos y listos para actuar.
—Teniente Collet, usted esperará a que llegue antes de pasar a la acción. Es una orden.
Y colgó.
Indignado, el teniente apagó el móvil. «¿Pero por qué me pide Fache que lo espere?» Collet conocía muy bien la respuesta. Fache, aunque famoso por su intuición, era más conocido aún por su orgullo. «Quiere atribuirse el mérito de la detención.» Después de hacer que la foto del americano apareciera en todos los canales de televisión, Fache quería asegurarse de que la suya tuviera al menos el mismo protagonismo. Y la misión de Collet era simplemente la de retener la pieza hasta que el jefe apareciera por allí para cobrársela.
Ahí de pie, a Collet se le ocurrió otra explicación posible para justificar aquella demora. «Limitación de daños.» En las operaciones policiales, las vacilaciones a la hora de detener a un fugitivo sólo se daban cuando surgían dudas sobre la culpabilidad del sospechoso. «¿Es posible que Fache contemple la posibilidad de que Langdon no sea el hombre que busca?» Aquella idea era preocupante. El capitán se había lanzado a una persecución en toda regla para detener a Robert Langdon; vigilancia policial, Interpol, televisión. Ni siquiera el gran Bezu Fache sobreviviría al escándalo político que se organizaría si resultaba que por error había inundado los televisores de todo el país con el rostro de un eminente ciudadano estadounidense, acusándolo de asesinato. Y si Fache se había dado cuenta de que se había equivocado, era lógico que le pidiera a Collet que no pasara a la acción. No le convenía nada que su teniente asaltara la residencia particular de un inglés inocente y que detuviera a Langdon a punta de pistola.
Y aún peor, pensó Collet, si el americano fuera inocente, aquello explicaría una de las mayores contradicciones de aquel caso: ¿Por qué Sophie Neveu, nieta de la víctima, había ayudado a escapar al supuesto asesino? Tal vez ella sabía que las acusaciones contra Langdon eran infundadas. Fache había aventurado todo tipo de explicaciones aquella noche para justificar el extraño comportamiento de Sophie, incluida la que decía que ella, en tanto que única nieta de Saunière, había convencido a su amante secreto para que lo matara y cobrar así la herencia. Si ese hubiera sido el caso y el conservador lo hubiera sospechado, podría haber dejado a la policía el mensaje: «P. S. Buscar a Robert Langdon.» Pero Collet estaba bastante seguro de que en todo aquello había algo más. Sophie Neveu parecía una persona demasiado íntegra como para verse envuelta en algo tan sórdido.
—¿Teniente? —Uno de los policías se había acercado hasta él—. Hemos encontrado un coche.
Collet lo siguió unos cincuenta metros hasta el otro lado del camino de acceso. El agente le señaló un repecho y allí, aparcado tras unos arbustos, casi fuera del alcance de la vista, había un Audi negro con una matrícula que indicaba que se trataba de un coche alquilado. Collet tocó el capó. Aún estaba caliente.
—Langdon debe de haber llegado con este coche —dijo—. Llame a la empresa de alquiler. Averigüe si se trata de un vehículo robado.
—Sí, señor.
Otro policía le hizo gestos para que volviera a la verja de la entrada.
—Teniente, échele un vistazo a esto. —Le alargó unos prismáticos de visión nocturna—. Los arbustos que hay al fondo del camino.
Collet los enfocó hacia aquel punto y le dio vueltas a la rueda para aclarar la visión. Gradualmente, los perfiles verdosos fueron definiéndose. Localizó la curva que describía el camino al llegar frente a la casa y lo resiguió hasta dar con los arbustos. Allí, medio oculto tras ellos, había un furgón blindado, idéntico al que había dejado salir del Banco de Depósitos de Zúrich hacía unas horas. Ojalá todo aquello fuera una extraña coincidencia, aunque sabía que no podía ser.
—Parece obvio —comentó el agente— que Langdon y Neveu salieron del banco en ese furgón.
Collet se había quedado mudo. Se acordó del conductor al que había hecho parar en el control. Del Rolex. De su impaciencia por salir de allí. «Y yo no revisé la carga.»
Todavía incrédulo, Collet se dio cuenta de que, en el banco, alguien les había mentido sobre el paradero de Langdon y Sophie y luego les habían ayudado a escapar. «Pero ¿quién? ¿Por qué?» Collet se preguntaba si tal vez aquella fuera la razón por la que Fache le había pedido que no hiciera nada. Quizás el capitán sabía que había más gente implicada. «Y si Langdon y Neveu habían llegado en el furgón blindado, ¿quién iba en el Audi?»
Cientos de kilómetros más al sur, un Beechcraft Barón 58 alquilado sobrevolaba raudo el mar Tirreno, en dirección norte. A pesar de que no había turbulencias, el obispo Aringarosa tenía en la mano la bolsa de papel para el mareo, porque estaba seguro de que se iba a sentir indispuesto de un momento a otro. Su conversación con París no se había desarrollado como esperaba.
Solo en la pequeña cabina, Aringarosa le daba vueltas sin parar al anillo de oro, intentando aliviar el creciente sentimiento de miedo y desesperación. «En París las cosas no podrían haber ido peor.» Cerró los ojos y rezó para que Bezu Fache lograra arreglarlas.
64
Sentado en el diván, con la caja de madera sobre las piernas, Teabing admiraba la elaborada rosa de la tapa. «Esta ha sido la noche más rara y mágica de mi vida.»
—Ábrala —le susurró Sophie, que estaba de pie a su lado, junto a Langdon.
Teabing sonrió. «Sin prisas.» Después de haber pasado más de diez años buscando esa clave, quería saborear todas las milésimas de segundo del momento. Pasó la palma de la mano por la tapa de madera, y notó la textura de la flor.
—La rosa —dijo en voz muy baja—. «La rosa es Magdalena es el Santo Grial. La rosa es la brújula que indica el camino.» Teabing se sentía como un idiota. Durante años había recorrido Francia entera en busca de iglesias y catedrales, había pagado dinero para que le permitieran el acceso a lugares restringidos, había examinado centenares de arcos situados debajo de rosetones, había buscado alguna clave de bóveda que incorporara algún código. «La clef de voûte, una clave bajo el signo de la rosa.»
Despacio, sir Leigh le quitó el cierre a la tapa y la abrió.
Cuando sus ojos se posaron por fin en el contenido, supo al instante que sí, que aquello no podía ser sino la clave. Miraba aquel cilindro de mármol, formado por discos conectados entre sí y marcados con letras. Aquel mecanismo le resultaba curiosamente familiar.
—Realizado a partir de los diarios de Leonardo da Vinci —dijo Sophie—. Mi abuelo los fabricaba a modo de pasatiempo.
—Sí, claro.
Teabing había visto los bocetos y los diseños. «La clave para encontrar el Santo Grial está en esta piedra.» Sacó el pesado criptex de la caja y lo sostuvo con cuidado. Aunque no tenía ni idea de qué debía hacer para abrirlo, intuía que su propio destino dependía del contenido del cilindro. En momentos de zozobra, Teabing había llegado a dudar de si la búsqueda a la que había dedicado su vida obtendría alguna recompensa. Ahora, esa incerteza había sido disipada de un plumazo. Le parecía oír las antiguas palabras... los cimientos de la leyenda del Grial:
«Vous ne trouvez pas le SaintGraal, cest le SaintGraal qui vous trouve.»
«No eres tú quien encuentra el Santo Grial, sino el Santo Grial quien te encuentra a ti.»
Y esa noche, por más increíble que pareciera, la clave para encontrar el Santo Grial había llegado directamente hasta su propia casa.
Mientras Sophie y Teabing hablaban del criptex, del vinagre, de los diales y la posible contraseña, Langdon depositó la caja de madera encima de una mesa bien iluminada para examinarla mejor. Sir Leigh acababa de decir algo que no dejaba de rondarle por la cabeza.
«La clave del Grial está oculta bajo el signo de la rosa.»
Langdon levantó la caja a la luz y estudió el símbolo taraceado. Aunque sus conocimientos de arte no abarcaban los trabajos de marquetería o de taracea, acababa de recordar el famoso techo embaldosado de un monasterio a las afueras de Madrid y que, tres siglos después de su construcción, las baldosas habían empezado a despegarse, dejando al descubierto unos textos sagrados escritos por los monjes en el yeso que había debajo.
Langdon observó la rosa una vez más.
«Bajo la rosa.»
«Sub rosa.»
«Secreto.»
Un ruido en el pasillo, a su espalda, le hizo volverse. Sólo se veían sombras. Seguro que el mayordomo de Teabing acababa de pasar por allí. Volvió a concentrarse en la caja. Pasó un dedo por el fino borde de la rosa, preguntándose si sería posible levantarla. Pero no, el encaje era perfecto. Dudaba incluso de que el filo de una hoja de afeitar cupiera entre el perfil de la flor y el hueco perfectamente labrado en que estaba insertada.
Abrió la caja y examinó el interior de la tapa. También era muy fina al tacto. Sin embargo, al cambiar un poco de posición, la luz incidió sobre lo que parecía ser un pequeño agujero en la parte posterior de la tapa, en su centro exacto. Bajándola, examinó de nuevo el símbolo encastrado y constató que ahí no había ningún hueco.
«El agujero no llega al otro lado.»
Dejó la caja sobre la mesa, echó un vistazo a la habitación y se fijó en un fajo de papeles sujetos con un clip. Cogió el clip, volvió a la mesa, levantó de nuevo la tapa y observó el agujero. Con cuidado, desdobló el alambre y lo metió en él, haciendo un poco de presión. No hizo falta más. Oyó el ruido sordo de algo que había caído sobre la mesa. Langdon cerró la tapa y miró. Se trataba de un pequeño fragmento de madera, como la pieza de un rompecabezas; la rosa se había desprendido de la tapa y había caído sobre la mesa.
Anonadado, Langdon miró el hueco que había dejado. Ahí, grabadas con pulcra caligrafía sobre una fina lámina de madera que tapaba el fondo del hueco, había cuatro líneas escritas en una lengua que nunca había visto.
«Las letras parecen vagamente semíticas —pensó Langdon—, pero no reconozco a qué idioma corresponden.»
Detrás de él, un movimiento brusco llamó su atención. Como salido de la nada, algo le golpeó en la cabeza y le hizo doblarse de rodillas.
Mientras caía al suelo, le pareció por un instante ver a un pálido fantasma abalanzarse sobre él, con un arma en la mano. Luego, todo se hizo oscuro.
65
Hasta esa noche, a Sophie Neveu, a pesar de trabajar para las fuerzas del orden, nunca la habían apuntado con una pistola. Era de lo más extraño, pero la que ahora tenía delante la sostenía, con su mano pálida, un enorme albino de pelo largo y blanco. La miraba con unos ojos rojos que tenían algo de terrorífico, de fantasmal. Vestido con un hábito de lana, con una cuerda atada a la cintura, parecía un clérigo medieval. Sophie no tenía ni idea de quién podía ser, pero de pronto recordó las sospechas de Teabing de que la Iglesia estaba detrás de todo aquello y su respeto por él ganó varios puntos más.
—Ya sabe para qué he venido —dijo el monje con la voz hueca.
Sophie y Teabing estaban sentados en el diván, con los brazos en alto, acatando las órdenes del asaltante. Langdon estaba en el suelo, quejándose. Los ojos del intruso se fijaron al momento en el cilindro que seguía en el regazo de Teabing.
—No podrá abrirlo.
El tono de voz de sir Leigh era desafiante.
—Mi Maestro es muy listo —replicó el monje con el arma apuntando a un espacio intermedio entre los dos.
Sophie se preguntaba dónde estaba el mayordomo. «¿Es que no había oído caer a Langdon?»
—¿Quién es su maestro? —le preguntó Teabing—. Tal vez podamos llegar a un acuerdo económico.
—El Grial no tiene precio.
Dio un paso adelante.
—Está sangrando —comentó Teabing sin perder la calma y señalándole con un movimiento de cabeza el muslo derecho, por donde un hilo de sangre se había ido deslizando hasta la rodilla—. Y cojea.
—En eso coincidimos —replicó el monje apuntando a las muletas que tenía al lado—. Bueno, páseme la clave.
—¿Qué sabe usted de la clave? —le preguntó Teabing sorprendido.
—Qué más da lo que sepa o deje de saber. Levántese despacio y entregúemela.
—No sé si se da cuenta de que no me resulta fácil moverme.
—Mejor. No me interesa que nadie haga ni un solo movimiento brusco.
Teabing agarró una muleta con la mano derecha y cogió el cilindro con la izquierda. Se levantó con esfuerzo y se quedó de pie, ladeado y sosteniendo con fuerza el criptex.
El monje se adelantó un poco más, apuntándole directamente a la cabeza. Sophie vio con impotencia que el monje alargaba la mano para coger el cilindro.
—No se saldrá con la suya —dijo Teabing—. Sólo los dignos lograrán abrir la piedra.
«Sólo Dios juzga quién es digno», pensó Silas.
—Pesa mucho —dijo el viejo de las muletas agitando la mano—. Si no lo coge pronto, se me va a caer —añadió, ladeándose peligrosamente.
Silas se adelantó para coger el criptex y, al hacerlo, el viejo perdió el equilibrio. Sin soltar la muleta, empezó a inclinarse hacia la derecha. «¡No!», Silas se lanzó a salvar el precioso objeto, para lo que bajó el arma. Pero el cilindro seguía alejándose de él. Al caer, el hombre dobló la mano izquierda y el criptex cayó sobre el sofá. En ese mismo instante, la muleta metálica que había dejado de sostener al viejo pareció acelerarse y empezó a describir una parábola en dirección a la pierna de Silas.
Al entrar en contacto con su cilicio, la muleta le clavó las púas en el muslo, que estaba ya en carne viva. El monje se sintió embargado por intensas oleadas de dolor. Retorciéndose, cayó de rodillas, y en esa posición su cinturón de castigo le apretó todavía más. El arma se disparó con estruendo y la bala se incrustó en el suelo sin herir a nadie. Antes de que le diera tiempo a levantarla y a disparar de nuevo, se encontró con el pie de la mujer que le aplastaba la cara.
Al principio del camino, del otro lado de la verja, Collet oyó el disparo. Fache venía de camino, y él ya había renunciado a atribuirse ningún mérito por la captura de Langdon aquella noche. Pero sería bien tonto si dejara que por culpa del ego del capitán le abrieran a él un expediente por negligencia.
«¡Sonó un disparo en una residencia particular! ¿Y usted siguió esperando al otro lado de la verja?»
Collet sabía que hacía rato que habían perdido la ocasión de rodear la casa sin llamar la atención. Como también sabía que si seguía sin actuar un segundo más, mañana su carrera policial sería cosa del pasado. Clavó los ojos en la verja de hierro y tomó una decisión.
—Echen las puertas abajo.
En los lejanos resquicios de su aturdida mente, Robert Langdon había oído el disparo, así como un grito de dolor. ¿El suyo? Sentía que una taladradora le estaba perforando el cráneo. Cerca, en algún lugar indeterminado, había gente hablando.
—Pero ¿dónde diablos te habías metido? —gritaba Teabing.
El mayordomo se acercaba a toda prisa.
—¿Qué ha pasado? Oh, Dios mío, ¿quién es este? ¡Voy a llamar a la policía!
—¡Pero qué es esto! No llames a la policía. Haz algo útil y trae alguna cuerda para inmovilizar a este monstruo.
—¡Y un poco de hielo! —gritó Sophie al ver que se alejaba corriendo.
Langdon volvió a notar que perdía el conocimiento. Más voces. Movimiento. Ahora estaba sentado en el diván. Sophie le había puesto una bolsa con hielo en la cabeza. Le dolía el cráneo. A medida que se le iba aclarando la visión, iba haciéndosele más claro que tendido en el suelo había alguien. «¿Tengo alucinaciones?» El enorme cuerpo de un monje albino estaba atado y amordazado con cinta aislante. Tenía un corte en la barbilla y el hábito, por encima del muslo derecho, estaba empapado de sangre. También él parecía estar despertando en ese momento.
Langdon se volvió hacia Sophie.
—¿Quién es este? ¿Qué... qué ha pasado?
Teabing apareció cojeando en su campo de visión.
—Te ha rescatado un caballero que blandía su Excalibur de Ortopedia Acmé.
—¿Eh? —musitó Robert intentando incorporarse.
La caricia de Sophie era temblorosa pero tierna.
—Espera un minuto, Robert.
—Me temo —dijo Teabing— que acabo de demostrarle a tu amiga la desafortunada ventaja de mi defecto físico. Parece que todo el mundo te subestima.
Desde el diván, Langdon miró al monje e intentó imaginar qué había pasado.
—Llevaba puesto un cilicio —intervino Teabing.
—¿Que llevaba qué?
Teabing le señaló las tiras de piel con púas empapadas de sangre que había en el suelo.
—Lo llevaba en el muslo. Y yo he apuntado bien.
Langdon se rascó la cabeza. Había oído hablar de aquellos castigos corporales.
—Pero... ¿cómo lo has sabido?
Sir Leigh sonrió.
—El cristianismo es mi campo de estudio, Robert, y hay ciertas organizaciones que no se esconden demasiado. —Con la punta de la muleta, señaló el hábito del monje empapado de sangre—. Como en este caso.
—El Opus Dei —susurró Langdon, recordando que hacía poco los medios de comunicación habían revelado que importantes empresarios de Bostón pertenecían a esa organización. Algunos compañeros de trabajo, recelosos, los habían acusado públicamente de llevar cilicios debajo de los trajes, cosa que había resultado ser falsa. En realidad, como muchos otros miembros del Opus, aquellos empresarios eran «supernumerarios», y no se autoinfligían castigos corporales. Eran católicos devotos, padres entregados a sus hijos y miembros activos de sus respectivas comunidades. Como de costumbre, los medios de comunicación habían mencionado de pasada su compromiso espiritual antes de pasar a exponer con todo lujo de detalles los aspectos más escandalosos de las prácticas de los «numerarios»... miembros que eran como el monje que ahora Langdon tenía delante.
Teabing tenía la vista fija en el cinturón ensangrentado.
—Pero ¿por qué ha de estar el Opus buscando el Santo Grial?
Langdon estaba demasiado atontado para pensar en aquella cuestión.
—Robert —dijo Sophie acercándose hasta la caja de madera—. ¿Qué es esto?
Había cogido la rosa que él había sacado de la tapa.
—Sirve para ocultar unas inscripciones en el fondo de la tapa. Me parece que el texto nos ayudará a abrir el criptex.
Antes de que Teabing o Sophie pudieran decir nada, un mar de luces y sirenas se materializó a la entrada de la propiedad y empezó a serpentear en dirección de la mansión.
Teabing frunció el ceño.
—Amigos, parece que tenemos que tomar una decisión. Y será mejor que no tardemos mucho.
66
Collet y sus hombres irrumpieron en la mansión de sir Leigh Teabing con las armas en alto. Se desplegaron por las estancias de la planta baja. En el suelo del salón encontraron un impacto de bala, señales de que se había producido un forcejeo, un poco de sangre, un curioso cinturón con púas y un rollo de cinta aislante. Pero no parecía haber nadie en ninguna parte.
Cuando Collet se disponía a ordenar a sus hombres que se dividieran e inspeccionaran el sótano y las habitaciones traseras, oyó voces en la planta superior.
—¡Están arriba!
Corriendo por la amplia escalinata, Collet y sus hombres registraron todas las habitaciones de aquella enorme mansión, revisando pasillos y dormitorios oscuros a medida que se acercaban al lugar de donde provenían las voces. El sonido parecía salir de la última estancia, al fondo de un pasillo larguísimo. Los agentes empezaron a avanzar sigilosamente por él sellando cualquier salida alternativa.
Al acercarse más a aquella habitación, Collet vio que la puerta estaba abierta de par en par. Las voces habían cesado de repente y habían sido sustituidas por un extraño ronroneo como de motor.
Collet levantó el brazo y dio la señal. Traspasó el umbral, encontró el interruptor y encendió la luz. Los agentes venían detrás. El teniente gritó y apuntó con el arma a... nada.
Un dormitorio de invitados desierto. Vacío.
El ronroneo del motor salía de un panel electrónico que había en una pared, junto a la cama. Collet había visto varios dispositivos como aquel instalados en toda la casa. Una especie de sistema de intercomunicadores. Se acercó. El panel tenía unos diez botones con etiquetas debajo:
ESTUDIO... COCINA... LAVADERO... BODEGA...
«¿Pero de dónde sale el ruido del coche?»
DORMITORIO DEL SEÑOR... SOLARIUM... COBERTIZO... BIBLIOTECA...
«¡El cobertizo!» Collet bajó la escalera en cuestión de segundos y avanzó a toda prisa hacia la puerta trasera, llevándose consigo a uno de los agentes. Atravesaron el jardín posterior y llegaron sin aliento frente a una especie de granero destartalado. Desde fuera se oía, amortiguado, el sonido de un motor. Levantó el arma, entró y encendió las luces.
El lado derecho de aquel cobertizo era un taller rudimentario, con cortadoras de césped, recambios de coche, material de jardinería. En la pared cercana había colgado otro de aquellos paneles electrónicos. Uno de los botones, el correspondiente a DORMITORIO DE INVITADOS II estaba pulsado y el sistema de comunicación activado.
Collet se volvió, iracundo. «¡Nos han engañado con los intercomunicadores!» Se acercó al otro extremo del cobertizo y dio con los cubículos de una cuadra. Vacíos. Al parecer, el dueño prefería la fuerza de otro tipo de caballos; los cubículos se habían convertido en un impresionante estacionamiento para coches. La colección era bastante completa: un Ferrari negro, un brillante Rolls-Royce, un Aston Martín coupé antiguo y un Porsche 356 de colección.
El último compartimento estaba vacío.
Collet vio que había manchas de aceite en el suelo.
«No podrán salir de la finca.»
Tras la verja habían dejado atravesados dos coches patrulla, que impedían el paso, precisamente para evitar una situación como aquella.
—¿Señor? —El agente señaló la parte trasera de las cuadras.
La pared del fondo del granero estaba abierta de par en par, y tras ella se extendía una suave pendiente embarrada que se perdía entre los campos oscuros. Collet salió por aquella puerta, intentando ver algo entre las sombras. Pero sólo distinguía débilmente la silueta del bosque recortándose en la penumbra. Ni una luz, ni un faro. Probablemente, aquel valle boscoso estaba atravesado por cientos de caminos y pistas forestales que no aparecían en los mapas, pero Collet estaba convencido de que los fugitivos no llegarían tan lejos.
—Que algunos hombres rastreen esa zona. Seguro que ya se han quedado atrapados por ahí. Estos coches tan caros se atascan a la mínima en el barro.
—Eh... señor... —El agente le señaló un tablón con clavijas de las que colgaban juegos de llaves. Sobre cada clavija había una etiqueta con el nombre de una marca de coche.
DAIMLER... ROLLSROYCE... ASTON MARTÍN... ! PORSCHE... ;
De la última clavija no colgaba ningún juego de llaves.
Cuando Collet leyó la etiqueta que había encima, supo que iba a tener problemas.
67
El Range Rover era de color negro perla, con tracción en las cuatro ruedas, luces traseras empotradas y volante a la derecha.
Langdon se alegraba de no tener que conducir.
El mayordomo, Rémy, a instancias de su señor, maniobraba con pericia por los campos del chateau, iluminados por la luna. Sin luces, había logrado subir por un repecho y ahora descendía por una larga pendiente, alejándolos de la finca. Parecía estar llevándolos hacia una zona más boscosa que se intuía a lo lejos.
Langdon sujetaba con cuidado el cilindro. Iba sentado en el asiento del copiloto, ladeado para ver a Teabing y a Sophie, que iban detrás.
—¿Qué tal la cabeza, Robert? —le preguntó ella, preocupada.
Langdon, a pesar del intenso dolor, se esforzó por sonreír.
—Mejor, gracias.
A su lado, sir Leigh se giró para echarle un vistazo al monje que, atado y amordazado, iba en el maletero abierto, detrás del asiento. Le había quitado el arma y la llevaba él en el regazo. Ahí sentado, parecía la foto de uno de esos viejos ingleses de safari por África posando con la pieza que acababa de batir.
—Cuánto me alegro de que hayas pasado a verme esta noche, Robert —dijo Teabing con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera la primera vez en muchos años que estuviera divirtiéndose.
—Siento mucho haberte metido en todo esto, Leigh.
—Pero qué dices. Si llevo toda la vida esperando este momento.
Teabing miró al frente y vio la sombra de un largo seto. Le dio una palmada a Rémy en el hombro.
—Recuerda. Nada de luces de freno. Si no hay más remedio, usa el de mano. Debemos internarnos algo más en el bosque. No vale la pena que nos arriesguemos y que nos vean desde la casa.
Rémy aminoró la marcha y atravesó despacio una abertura que había en el seto. Cuando el vehículo se adentró en el sendero oculto entre los árboles, la luna desapareció y la oscuridad se hizo total.
«No veo nada», pensó Langdon, esforzándose por distinguir alguna sombra en medio de la negrura. Unas ramas golpearon el lateral izquierdo del coche y Rémy giró en la dirección contraria. A paso muy lento y manteniendo el volante más o menos recto, avanzó unos treinta metros.
—Lo estás haciendo muy bien, Rémy —dijo Teabing—. Yo creo que ya es suficiente. Robert, ¿puedes apretar ese botoncito azul que hay ahí, debajo del respiradero? ¿Lo ves?
Langdon hizo lo que le pedían y un débil resplandor amarillento iluminó el sendero que tenían delante, mostrando una densa vegetación a ambos lados. «Faros antiniebla», constató Langdon. Iluminaban lo bastante como para guiarlos por el camino, pero no tanto como para delatarlos en aquella zona boscosa.
—Bueno, Rémy —exclamó Teabing con alegría—. Ya tienes luz. Nuestras vidas están en tus manos.
—¿Adonde vamos? —preguntó Sophie.
—Esta pista se interna unos tres kilómetros en el bosque —explicó sir Leigh—. Atraviesa la finca y se dirige al norte. Si no nos topamos con algún árbol caído o con algún charco grande, saldremos sanos y salvos cerca de la entrada de la autopista 5.
«Sanos y salvos.» La cabeza de Langdon hubiera querido disentir. Bajó la mirada hasta su regazo, donde el cilindro volvía a reposar dentro de la caja de madera. La rosa de la tapa estaba encajada una vez más en su sitio, y aunque aún se sentía algo embotado, se veía de nuevo con fuerzas para volver a sacarla y estudiar las inscripciones con más detenimiento. Ya estaba levantando la tapa cuando notó la mano de sir Leigh sobre su hombro.
—Paciencia, Robert, hay muchos baches y está oscuro. Que Dios nos proteja si se nos rompe algo. Si no has podido reconocer el idioma cuando había luz, menos lo vas a reconocer ahora, que no se ve nada. Mejor que nos concentremos en salir enteros de aquí, ¿no te parece? Pronto habrá tiempo para eso.
Langdon sabía que Teabing tenía razón. Con un gesto de asentimiento, cerró la caja.
El monje, en el maletero, empezó a protestar y a forcejear con las cuerdas. De pronto, se puso a dar patadas como un loco.
Sir Leigh se volvió y le apuntó con la pistola.
—No entiendo el motivo de su queja, señor. Ha invadido una propiedad privada, la mía, y le ha dado un buen golpe en la cabeza a un amigo muy querido. Creo que tendría todo el derecho a matarle aquí mismo y dejar que se pudriera en este bosque.
El monje se quedó en silencio.
—¿Estás seguro de que hemos hecho bien en traerlo? —le preguntó Langdon.
—Totalmente. A ti te buscan por asesinato, Robert. Y este indeseable es tu salvoconducto a la libertad. Por lo que se ve, la policía está tan interesada en encontrarte que incluso te ha seguido hasta mi casa.
—Es culpa mía —dijo Sophie—. Seguramente el furgón blindado tenía un transmisor.
—No, no es eso —aclaró Teabing—. Que la policía os haya seguido no me sorprende. Lo que me sorprende es que os haya seguido este personaje del Opus. Con todo lo que me habéis contado, no se me ocurre cómo ha podido encontraros en mi casa, a menos que esté en contacto con la Policía Judicial o con el Banco de Depósitos de Zúrich.
Langdon se quedó pensativo unos momentos. Parecía claro que Bezu Fache estaba buscando un chivo expiatorio para explicar los asesinatos de la noche. Y Vernet les había traicionado de manera repentina, aunque teniendo en cuenta que a Langdon lo acusaban de cuatro muertes, su cambio de actitud parecía comprensible.
—Este monje no opera solo, Robert —prosiguió Teabing—, y hasta que averigües quién está detrás de todo esto, los dos estaréis en peligro. Pero también hay buenas noticias, amigo mío. Ahora estáis en una posición de poder. Este monstruo que tengo aquí detrás conoce esa información, y sea quien sea quien mueve sus cuerdas, seguro que en este momento debe de estar bastante nervioso.
Rémy, que le iba cogiendo confianza a la pista, avanzaba más deprisa. Cruzaron un charco y el agua salpicó a su paso. Subieron por una pendiente y empezaron a descender una vez más.
—Robert, ¿serías tan amable de pasarme ese teléfono de ahí? —preguntó Teabing señalando un móvil de coche que había en el salpicadero.
Langdon hizo lo que le pedía y Teabing marcó un número. Esperó largo rato a que le contestaran.
—¿Richard? ¿Te he despertado? Sí, claro, qué pregunta más tonta. Lo siento. Mira, tengo un pequeño problema. No me encuentro muy bien. Rémy y yo vamos a tener que ir a Inglaterra porque tengo que recibir mi tratamiento. Bueno, pues ahora mismo, en realidad. Siento avisarte con tan poco tiempo. ¿Puedes poner a punto a Elizabeth para dentro de unos veinte minutos? Sí, ya lo sé, haz lo que puedas. Nos vemos en un rato.
Y colgó.
—¿Elizabeth? —preguntó Langdon.
—Mi jet. Me costó más que el rescate de una reina.
Langdon se giró en redondo y le miró a los ojos.
—¿Qué pasa? —inquirió Teabing—. No podéis quedaros en Francia. Tenéis a toda la policía siguiéndoos. Londres será mucho más seguro para vosotros.
Sophie también estaba mirando a sir Leigh.
—¿Cree que debemos salir del país?
—Amigos, soy bastante más influyente en el mundo civilizado que aquí en Francia. Es más, se cree que el Santo Grial está en Gran Bretaña. Si logramos abrir el cilindro, estoy seguro de que descubriremos un mapa que indicará que vamos en la dirección correcta.
—Corre usted un gran riesgo al ayudarnos —dijo Sophie—. No va a hacer muchos amigos entre la policía francesa.
Teabing apartó aquella idea con la mano y puso cara de asco.
—Francia y yo hemos terminado. Me trasladé aquí para encontrar la clave. Y ese trabajo ya está hecho. Me da igual no volver a ver más el Château Villette.
Sophie no estaba convencida del todo.
—¿Y cómo vamos a pasar por los controles de seguridad del aeropuerto?
Teabing se rió.
—El jet está en Le Bourget, un aeródromo exclusivo que hay cerca de aquí. Los médicos franceses me ponen nervioso, así que cada dos semanas me voy a Inglaterra a recibir tratamiento. En el punto de origen y en el de destino pago para tener derecho a ciertos privilegios. Una vez hayamos despegado, ya decidiréis si queréis que alguien de la Embajada americana venga a recibirnos.
De pronto, Langdon no quería tener nada que ver con ninguna embajada. No era capaz de pensar en nada que no fuera el cilindro, las inscripciones, la manera de llegar hasta el Grial. No estaba seguro de si Teabing tenía razón con lo de Gran Bretaña. Era cierto, la mayoría de leyendas modernas lo situaban en algún punto del Reino Unido. Incluso se creía que la mítica isla de Avalen no era otra cosa que Glastonbury, en Inglaterra. Estuviera donde estuviera, Langdon nunca imaginó que acabaría buscándolo. «Los documentos del Sangreal. La verdadera historia de Jesús. La tumba de María Magdalena.» De pronto se sintió como si esa noche estuviera viviendo en una especie de limbo... en una burbuja a la que el mundo real no podía acceder.
—¿Señor? —dijo Rémy—. ¿De verdad está pensando en instalarse definitivamente en Inglaterra?
—Rémy, tú no te preocupes —le tranquilizó Teabing—. Que yo regrese a los dominios de la Reina no implica que piense someter a mi paladar a salchichas con puré el resto de mis días. Espero que vengas conmigo. Pienso comprar una espléndida mansión en Devonshire, y haremos que te envíen todas tus cosas de inmediato. Una aventura, Rémy. ¡Toda una aventura!
Langdon no pudo evitar una sonrisa. Mientras su amigo seguía haciendo planes para su triunfal regreso a Gran Bretaña, se sintió contagiado por tanto entusiasmo.
Miró distraído por la ventana y vio pasar los árboles, pálidos como fantasmas a la luz mortecina de los faros antiniebla. El retrovisor de su lado se había doblado un poco hacia dentro, movido por las ramas, y en el reflejo vio a Sophie apoyada tranquilamente en el asiento de atrás. La observó largo rato y se vio invadido por un inesperado arrebato de agradecimiento. A pesar de todos los problemas de la noche, se alegraba de haberse tropezado con tan buena compañía.
Tras un largo rato, como si de pronto hubiera notado que le tenía clavados los ojos, Sophie se echó hacia delante y le dio un masaje en los hombros.
—¿Qué tal? ¿Estás bien?
—Sí —dijo Langdon—. Más o menos.
Sophie volvió a echarse hacia atrás, y Langdon, por el retrovisor, se fijó en que esbozaba una sonrisa. Para su sorpresa, constató que él mismo también estaba sonriendo.
Encajado en el maletero del Range Rover, Silas apenas podía respirar. Tenía las piernas y los brazos atados con cuerdas y cinta aislante. Con cada bache, una sacudida de dolor le recorría la espalda magullada. Por lo menos sus captores le habían quitado el cilicio. Como tenía la boca tapada con cinta aislante, sólo podía respirar por la nariz, que cada vez tenía más tapada, porque el polvo del maletero se le iba metiendo en las fosas nasales. Empezó a toser.
—Creo que se está ahogando —dijo Rémy con tono de preocupación.
Sir Leigh, que lo había derribado con su muleta, se volvió para mirarlo y frunció el ceño.
—Por suerte para usted, los británicos juzgamos el grado de civilización de un hombre no por la compasión que siente por sus amigos, sino por la que demuestra ante sus enemigos.
Dicho esto, alargó el brazo y con un movimiento rápido le arrancó la cinta de la boca.
Silas notó como si le ardieran los labios, pero el aire empezó a entrarle en los pulmones como un regalo del cielo.
—¿Para quién trabaja? —le preguntó Teabing.
—Hago el trabajo de Dios —soltó Silas, notando la mandíbula dolorida por la patada que le había dado aquella mujer.
—Pertenece al Opus Dei —dijo el inglés, no a modo de pregunta, sino de afirmación.
—Usted no sabe nada de quién soy.
—¿Por qué quiere el Opus la clave?
Silas no tenía ninguna intención de responder. La clave era el eslabón que conectaba con el Santo Grial, y éste, a su vez, la llave para proteger la fe.
«Yo hago el trabajo de Dios. El Camino está en peligro.»
Ahora, inmovilizado dentro de aquel Range Rover, Silas sentía que, definitivamente, les había fallado a El Maestro y al obispo. No podía siquiera ponerse en contacto con ellos para contarles el desgraciado giro que habían dado los acontecimientos. «¡Mis captores tienen la clave en su poder! ¡Conseguirán el Grial antes que nosotros!» En medio de aquella opresiva oscuridad, Silas empezó a rezar, dejando que el dolor que le recorría el cuerpo alimentara sus súplicas.
«Un milagro, señor. Haz un milagro.»
Silas no podía saber que, en pocas horas, ese milagro le iba a ser concedido.
—¿Robert? —Sophie seguía observándolo—. Te he visto. Acabas de poner una cara rara.
Langdon se volvió, y se dio cuenta de que tenía la mandíbula tensa y que el corazón le latía con fuerza. Acababa de ocurrírsele una idea. «¿Era posible que la explicación fuera así de fácil?»
—Sophie, tengo que hacer una llamada. Déjame tu teléfono.
—¿Ahora?
—Me parece que he resuelto algo.
—¿Qué?
—Te lo digo en un minuto. Déjame el teléfono.
Sophie parecía preocupada.
—Dudo que Fache lo tenga pinchado, pero por si acaso, no hables más de un minuto —le dijo, alargándole el aparato.
—¿Qué tengo que marcar para llamar a Estados Unidos?
—Tienes que hacer una llamada a cobro revertido, porque mi servicio no incluye las llamadas transatlánticas.
Langdon pulsó el cero, consciente de que los siguientes sesenta segundos podían traerle la respuesta a la pregunta que le había estado mortificando toda la noche.
68
El editor neoyorquino Jonas Faukman acababa de acostarse cuando sonó el teléfono. «No son horas de llamar», pensó mientras descolgaba.
Oyó la voz de una operadora.
—¿Acepta una llamada a cobro revertido de Robert Langdon?
Desconcertado, Jonas encendió la luz.
—Eh... sí, claro.
Sonó un clic en la línea.
—¿Jonas?
—¿Robert? Me despiertas y encima me haces pagar a mí la llamada.
—Discúlpame. No puedo hablar mucho, pero tengo que saber una cosa. El original que te pasé. ¿Lo has...?
—Robert, lo siento, ya sé que te dije que te enviaría el original revisado esta semana, pero estamos desbordados de trabajo. El lunes te lo hago llegar sin falta, te lo prometo.
—No es la revisión del original lo que me preocupa. Lo que quiero saber es si has enviado sin decírmelo copias del texto a alguien pidiéndole que escriba algún comentario sobre mi obra.
Faukman no respondió. El último trabajo de Langdon —un estudio sobre la historia del culto a la Diosa— incorporaba unos capítulos dedicados a María Magdalena que sin duda iban a provocar revuelo en ciertos sectores. Aunque el material estaba bien documentado y ya había sido abordado por otros autores, Faukman no estaba dispuesto a enviar galeradas a la prensa si no contaba antes con los comentarios elogiosos de al menos algunos historiadores de prestigio y de expertos en arte. Jonas había decidido enviar capítulos del texto a diez grandes nombres del mundo de la cultura, adjuntando una carta en la que amablemente les preguntaba si estarían dispuestos a redactar una breve nota elogiosa que se incluiría en la contraportada. Por experiencia sabía que a la mayoría de la gente le encantaba ver su nombre impreso.
—¿Jonas? —insistió Langdon—. Le has enviado mi texto a alguien, ¿verdad?
Faukman frunció el ceño; notaba que a Langdon aquello no le hacía demasiada gracia.
—Tu trabajo es impecable, Robert, y quería darte una sorpresa y que te encontraras con unos buenos comentarios de gente importante.
Hubo una pausa.
—¿Le has enviado una copia al conservador del Louvre?
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Su colección aparece citada varias veces en tu libro, y su nombre sale en la bibliografía. Además, es un hombre que vende muy bien en el extranjero.
El silencio al otro lado de la línea se prolongó un largo instante.
—¿Y cuándo se lo enviaste?
—Hará cosa de un mes. Y también le comenté que ibas a ir pronto a París y le sugerí que quedara contigo para conversar. ¿Se ha puesto en contacto contigo? —Faukman hizo una pausa y se frotó los ojos—. Un momento, ¿no era esta semana cuando ibas a París?
—Estoy en París.
Faukman se sentó en la cama.
—¿Me estás llamando desde París a cobro revertido?
—Descuéntamelo de mis derechos de autor, Jonas. ¿Y volviste a recibir alguna noticia de Saunière? ¿Sabes si le gustó mi trabajo?
—No lo sé. Aún no me ha dicho nada.
—Bueno, no te canso más. Tengo que dejarte, pero esto explica muchas cosas. Gracias.
—Robert...
Pero Langdon ya había colgado.
Faukman colgó el auricular y meneó la cabeza, molesto. «Autores —pensó—. Hasta los más cuerdos están locos de atar.» En el Range Rover, Leigh Teabing soltó una carcajada.
—Robert, ¿me estás diciendo que has escrito un libro que trata de una sociedad secreta, y que tu editor le ha enviado una copia del original a un miembro de esa misma sociedad secreta?
Langdon estaba hundido.
—Evidentemente.
—Cruel casualidad, amigo mío.
«La casualidad no tiene nada que ver con esto». Langdon estaba convencido. Pedirle a Jacques Saunière que escribiera una cita de contraportada para un libro sobre el culto a la diosa era tan obvio como pedirle a Tiger Woods que hiciera lo propio para otro sobre golf. Y además, era casi obligado que cualquier trabajo sobre el culto a la diosa incluyera alguna mención al Priorato de Sión.
—Ahí va la pregunta del millón de dólares —dijo Teabing sin dejar de reír—. El tratamiento que haces del Priorato en tu obra, ¿es favorable o desfavorable?
Langdon se daba perfecta cuenta de lo que quería decir su amigo. Muchos historiadores cuestionaban que el Priorato siguiera manteniendo ocultos los documentos del Sangreal. Había quien opinaba que hacía ya mucho tiempo que deberían haberlos dado a conocer al mundo entero.
—Mantengo una postura neutral respecto a las acciones del Priorato.
—Quieres decir que no tomas partido.
Langdon se encogió de hombros. Por lo que se veía, Teabing era partidario de hacer públicos los documentos.
—Me limito a trazar una historia de la hermandad y a describirla como sociedad moderna de culto a la diosa que custodia el Grial y protege antiguos documentos.
Sophie lo miró.
—¿Y mencionas la clave?
Langdon se estremeció.
Sí. Muchas veces.
—Hablo de la supuesta clave como ejemplo de lo que el Priorato está dispuesto a hacer para proteger los documentos del Sangreal.
Sophie parecía sorprendida.
—Supongo que eso explica lo de P. S. Buscar a Robert Langdon.
Langdon tenía la sensación de que era otra cosa la que había despertado el interés de Saunière en el manuscrito, pero eso era algo de lo que ya hablaría con Sophie cuando estuvieran a solas.
—Bueno, entonces —dijo Sophie—, le has mentido al capitán Fache.
—¿Qué?
—Le dijiste que nunca mantuviste correspondencia con mi abuelo.
—Y no la mantuve. Fue mi editor quien le envió el libro.
—Piénsalo, Robert. Si el capitán Fache no encontró el sobre en el que el editor le envió tu obra, lo más lógico es que concluyera que se la habías enviado tú. —Hizo una pausa—. O peor aún; que se la habías entregado en mano y no querías admitirlo. Cuando el Range Rover llegó al aeródromo de Le Bourget, Rémy lo llevó hasta un hangar que había en un extremo de la pista. Cuando ya estaban cerca salió a recibirlos un hombre despeinado y con pantalones militares arrugados. Les hizo una seña y abrió la enorme puerta de chapa ondulada, dejando a la vista el elegante jet blanco que había dentro.
Langdon contempló el brillante fuselaje.
—¿Esta es Elizabeth?
Teabing sonrió.
—Más rápida que el tren del Canal.
El piloto se acercó a ellos deprisa, deslumhrado por la luz de los faros.
—Ya casi está listo, señor —dijo con acento inglés—. Disculpe el retraso, pero me ha cogido por sorpresa y estaba... —Se detuvo en seco al ver que más gente empezaba a bajar del coche. Primero lo hicieron Sophie y Langdon, y luego lo hizo Teabing.
—Mis socios y yo tenemos asuntos urgentes que atender en Londres. No podemos perder ni un minuto. Por favor, prepáralo todo para despegar de inmediato.
Dicho esto, sacó la pistola del coche y se la entregó a Langdon.
El piloto manifestó una sorpresa mayúscula al ver el arma. Se acercó a Teabing y le susurró al oído.
—Lo siento, señor, pero los permisos diplomáticos de vuelo sólo me autorizan a llevarlo a usted y a su mayordomo. Sus invitados no pueden viajar.
—Richard —dijo Teabing sonriendo afablemente—. Dos mil libras esterlinas y la pistola cargada dicen que sí puedes llevar a mis invitados. —Señaló en dirección al Range Rover—. Y al desgraciado que llevamos ahí detrás.
69
Los potentes motores Garret TFE-731 del Hawker 731 atronaron, y el jet despegó impulsado por una fuerza increíble. Desde la ventanilla, el aeródromo de Le Bourget se veía cada vez más pequeño.
«Huyo de mi país», pensó Sophie con el cuerpo pegado al asiento de cuero. Hasta ese momento había creído que, de alguna manera, podría justificar su juego del gato y el ratón con Fache ante el Ministerio de Defensa. «Intentaba proteger a un hombre inocente. Intentaba cumplir las últimas voluntades de mi abuelo.» Pero Sophie se daba cuenta de que aquella puerta acababa de cerrarse. Se iba del país, indocumentada, en compañía de un huido de la justicia y con un rehén. Si lo que se llamaba «límite de lo razonable» había existido alguna vez, acababa de traspasarlo. «Y casi a la velocidad del sonido.»
Sophie iba sentada junto a Langdon y Teabing, en la parte delantera de la cabina de pasajeros del «Jet Ejecutivo de Diseño Exclusivo», según rezaba el medallón de oro pegado a la puerta de la cabina del piloto. Sus lujosos asientos reclinables estaban anclados sobre unos raíles, y podían cambiarse de posición y distribuirse en torno a una mesa, formando un pequeño centro de reuniones. Con todo, aquel elegante decorado no lograba disimular la nada elegante situación que tenía lugar en la cola del avión donde, en una zona de asientos separada, junto a los servicios, Rémy, el mayordomo de Teabing, iba sentado, pistola en mano, cumpliendo a regañadientes las órdenes de su señor, que le había pedido que vigilara al monje ensangrentado que tenía a sus pies, hecho un ovillo en el suelo.
—Antes de concentrarnos en la clave —dijo Teabing—, si me lo permitís, me gustaría deciros algo. —Parecía incómodo, como un padre a punto de darles una charla a sus hijos sobre cómo vienen los niños al mundo—. Amigos míos, sé que en este viaje no soy más que un invitado, y me siento honrado por ello. Sin embargo, habiendo pasado toda la vida en busca del Grial, creo que es mi deber advertiros de que estáis a punto de internaros en un camino que no tiene marcha atrás, por más peligros que encontréis en él. —Miró a Sophie—. Señorita Neveu, su abuelo le ha entregado este criptex con la esperanza de que mantuviera vivo el secreto del Santo Grial.
—Sí.
—Y, lógicamente, usted se sentirá comprometida a seguir ese camino, le lleve a donde le lleve.
Sophie asintió, aunque también notaba que una segunda motivación le quemaba por dentro. «La verdad sobre mi familia.» A pesar de que Langdon estaba seguro de que la clave no tenía nada que ver con su pasado, Sophie no dejaba de sentir que en aquel misterio había entrelazado algo profundamente personal, como si ese cilindro, fabricado por las manos de su abuelo, intentara hablar con ella, poner el punto final al vacío que la había rodeado durante todos aquellos años.
—Su abuelo y otras tres personas han muerto esta noche —prosiguió Teabing—, y lo han hecho para impedir que la Iglesia se hiciera con esta clave. Esta noche, el Opus Dei ha estado a punto de lograrlo. Supongo que es consciente de que esto la coloca en una posición de excepcional responsabilidad. Le han entregado un testigo que es como una antorcha. Una llama de dos mil años de antigüedad que no podemos permitir que se apague. Esta antorcha no puede caer en malas manos. —Hizo una pausa, y posó la mirada en la caja de madera—. Me doy cuenta de que, en este asunto, no ha tenido usted elección, señorita Neveu. Pero teniendo en cuenta todo lo que hay en juego, o asume plenamente su responsabilidad... o deberá delegarla en otra persona.
—Mi abuelo me ha entregado el criptex a mí. Estoy segura de que me creía capaz de hacer frente a esa responsabilidad.
Teabing pareció alegrarse al oír aquellas palabras, aunque aún no estaba convencido del todo.
—Muy bien. Una fuerte determinación es imprescindible. Sin embargo, me pregunto si entiende que descifrar correctamente esta clave no hará sino plantearle un reto mucho mayor.
—¿Qué quiere decir?
—Querida, imagine por un momento que de pronto tiene en sus manos un mapa que le revela dónde se encuentra el Santo Grial. A partir de entonces, estará usted en posesión de una verdad capaz de alterar el rumbo de la historia para siempre. Será usted la custodia de una verdad que el hombre lleva siglos buscando. El individuo que lo logre será objeto de la veneración de muchos y del desprecio de muchos otros. La cuestión es si va a tener usted la suficiente fuerza para llevar a cabo semejante misión.
Sophie se quedó unos instantes en silencio.
—No estoy segura de si es una decisión que me corresponda a mí tomar.
Teabing arqueó las cejas.
—¿Ah, no? Si no le corresponde a quien está en posesión de la clave, ya me dirá a quién.
—A la hermandad que ha logrado mantener el secreto durante tanto tiempo.
—¿Al Priorato? —Teabing se mostraba escéptico—. Ya me dirá cómo. La hermandad ha sido destruida esta noche. «Descabezada», como tan bien ha dicho. Nunca sabremos si han sido objeto de escuchas o si tenían a algún espía infiltrado, pero el caso es que alguien tuvo acceso a la organización y desveló la identidad de los cuatro miembros principales. Yo, en este momento, no me fiaría de nadie que dijera pertenecer a la hermandad.
—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó Langdon.
—Robert, sabes tan bien como yo que si el Priorato ha protegido la verdad durante todos estos años no ha sido para dejar que acumulara polvo eternamente. Han estado esperando a que llegara el momento propicio para revelar su secreto al mundo. El momento en que la humanidad estuviera preparada para asumirlo.
—¿Y crees que ese momento ha llegado?
—Estoy convencido. No puede ser más evidente. Todas las señales históricas así lo sugieren, y si el Priorato no tenía la intención de dar a conocer su verdad, ¿por qué ha atacado la Iglesia precisamente ahora?
—El monje todavía no nos ha revelado sus intenciones —observó Sophie.
—Las intenciones del monje son las de la Iglesia —rebatió Teabing—. Lo que quieren es destruir unos documentos que ponen al descubierto el gran engaño. Y esta noche la Iglesia ha estado más cerca que nunca de lograrlo, y el Priorato ha depositado en usted su confianza, señorita Neveu. No hay duda de que la misión de salvar el Santo Grial implica cumplir la voluntad final de la hermandad, que pasa por dar a conocer la verdad al mundo.
Langdon intervino.
—Leigh, pedirle a Sophie que tome una decisión como esa es poner sobre sus hombros una carga enorme, teniendo en cuenta que hace apenas una hora que conoce la existencia de los documentos del Sangreal.
Teabing suspiró.
—Si siente que la estoy presionando, acepte mis disculpas, señorita Neveu. No niego que siempre he creído que estos documentos debían ser del dominio público, pero esa es una decisión que le corresponde tomar a usted. Lo único que le digo es que es importante que empiece a pensar en lo que va a suceder si logramos descifrar la clave.
—Caballeros —dijo Sophie con voz firme—, cito sus palabras: «No eres tú quien encuentra el Santo Grial, sino el Santo Grial quien te encuentra a ti.» Quiero creer que el Grial me ha encontrado por algún motivo, así que cuando llegue el momento sabré lo que debo hacer.
Los dos la miraron, desconcertados.
—Bueno —añadió señalando la caja de madera—. Pasemos entonces al otro tema.
70
En medio de la sala del Château Villete, el teniente Collet contemplaba abatido las brasas de la chimenea. El capitán Fache acababa de llegar y ahora se encontraba en la habitación contigua. Gritando órdenes por teléfono, tratando de coordinar el intento fallido de localizar el Range Rover desaparecido.
«A estas alturas puede estar en cualquier parte», pensó Collet.
Había desobedecido las órdenes directas de su superior y había dejado escapar a Langdon por segunda vez, pero al menos la Policía Científica había localizado un impacto de bala en el suelo, lo que, a falta de otra cosa, corroboraba su justificación para haber entrado en la casa. Con todo, Fache estaba de muy mal humor y a él no se le escapaba que, cuando las cosas se calmaran un poco, habría represalias.
Por desgracia, las pistas que estaban acumulando no parecían arrojar luz sobre lo que había sucedido ni sobre las personas implicadas. Quien había alquilado el Audi negro que estaba aparcado junto a la verja lo había hecho con un nombre y un número de tarjeta de crédito falsos, y las huellas que habían encontrado no figuraban en la base de datos de la Interpol.
Un agente entró en la sala a toda prisa.
—¿Dónde está el capitán Fache?
Collet apenas apartó la vista de la chimenea.
—Está hablando por teléfono.
—Ya no —exclamó Fache irrumpiendo en la sala—. ¿Qué han encontrado?
—Señor, desde la comisaría acabamos de recibir noticias de André Vernet, del Banco de Depósitos de Zúrich. Quiere hablar con usted en privado. Parece que quiere cambiar su declaración.
—¿Cómo?
Collet levantó la vista.
—Ahora admite que Langdon y Neveu han estado en el banco esta noche.
—Eso ya nos lo imaginábamos —dijo Fache—. Pero ¿por qué nos ha mentido entonces?
—Dice que sólo hablará con usted, pero está decidido a cooperar plenamente.
—¿A cambio de qué?
—De que no divulguemos el nombre del banco a los medios de comunicación y de que le ayudemos a recuperar algo robado. Parece que Langdon y Neveu se han llevado algo de la cuenta de Saunière.
—¿Qué? —exclamó Collet—. ¿Cómo?
Fache le clavó la mirada al agente, sin pestañear.
—¿Y qué es lo que han robado?
—Vernet no ha dicho nada más, pero parece que está dispuesto a lo que sea con tal de recuperarlo.
Collet intentó imaginar cómo había podido suceder todo aquello. Tal vez Langdon y Sophie habían asaltado a un empleado a punta de pistola. Tal vez habían obligado a Vernet a abrir la cuenta de Saunière y a facilitarles la escapada en el furgón blindado. Por factible que fuera, a Collet le costaba imaginar a Sophie metida en algo así.
Desde la cocina, otro policía llamó a gritos a Fache.
—¿Capitán? He pulsado el botón de rellamada del teléfono, y me ha salido el aeródromo de Le Bourget. Tengo malas noticias. Treinta segundos después, Fache ya se disponía a abandonar el Château Villette. Acababa de enterarse de que Teabing tenía un jet privado en el cercano aeródromo de Le Bourget y que el avión había despegado hacía media hora.
El empleado del aeropuerto con el que habló por teléfono aseguraba no saber quién viajaba en el aparato ni adonde se dirigía. Aquella salida no estaba programada y no se les había facilitado ningún plan de vuelo. Por más que se tratara de un aeródromo pequeño, aquello era totalmente ilegal. Fache estaba seguro de que, presionando adecuadamente, obtendría las respuestas que buscaba.
—Teniente Collet —ladró Fache dirigiéndose a la puerta—, no me queda otro remedio que dejarlo al frente de las pesquisas de la Policía Científica en la casa. Intente hacer algo bien, para variar.
71
Cuando el Hawker estabilizó su posición y apuntó el morro hacia Inglaterra, Langdon sostuvo con mucho cuidado la caja de palisandro que se había puesto sobre las piernas para protegerla durante el despegue. Ahora, al dejarla sobre la mesa, notó la impaciencia de sus compañeros de viaje.
Levantó la tapa y, en vez de fijarse en los discos con letras del criptex, se concentró en el pequeño agujero que había en el reverso. Con la ayuda de la punta de un bolígrafo separó la rosa encastrada en el frente de la tapa, y dejó al descubierto el texto inscrito en el fondo del hueco que ahora quedaba a la vista. «Sub rosa», pensó, con la esperanza de que una mirada renovada a aquellas frases aportara algo de claridad a su mente. Dedicándole todas sus energías, Langdon estudió los extraños caracteres.
Tras unos segundos, volvió a sentirse invadido por la misma frustración inicial.
—Leigh, no consigo identificarlo.
Desde donde Sophie estaba sentada, enfrente de él, no veía el texto, pero le sorprendía la incapacidad de Langdon para identificar al momento de qué lengua se trataba. «¿Acaso mi abuelo conocía un idioma tan secreto que ni siquiera un especialista en simbología es capaz de identificarlo?» Pero pronto se dio cuenta de que no debía sorprenderse por una cosa así. Aquel no era el primer secreto que Jacques Saunière le había ocultado a su nieta.
Delante de Sophie, Leigh Teabing ya no podía más. Ansioso por ver el texto, se agitaba en su asiento, echándose hacia delante, intentando ver por encima del hombro de Langdon, que aún estaba inclinado sobre la tapa.
—No lo sé —susurró Langdon con énfasis—. Mi primera impresión ha sido que se trataba de una lengua semítica, pero ahora ya no estoy tan seguro. La mayoría de lenguas de raíz semítica recurren a signos diacríticos llamados nikkudim. Y esta no los tiene.
—Seguramente será antigua —aventuró Teabing.
—¿Nikkudim? —preguntó Sophie.
Teabing no despegaba la vista de la caja.
—La mayoría de lenguas semíticas no tienen vocales y usan los nikkudim, puntitos y guiones que se escriben debajo o dentro de las consonantes, para indicar el sonido que las acompaña. Está demostrado históricamente que el nikkudim es una aportación relativamente moderna a la lengua.
Langdon seguía empeñado en descifrar los caracteres.
—Tal vez se trate de una transliteración sefardí...
Teabing no aguantó más.
—Tal vez si me dejas...
Se arrimó a Langdon y movió la caja para poder ver el texto. Sí, Langdon conocía sin duda las lenguas antiguas más comunes, griego, latín, y las lenguas romances, pero con sólo echar un vistazo a aquel escrito, Teabing vio que se trataba de algo más especializado, tal vez una transcripción Rashi o un STA”M con coronas, otro sistema de transcripción de la lengua hebrea.
Respiró hondo y se concentró de nuevo en el texto. Estuvo un buen rato sin decir nada. A cada segundo que pasaba, su confianza parecía flaquear más y más.
—Estoy asombradísimo —dijo Langdon en un tris de darse por vencido—. No se parece a nada que haya visto en mi vida.
—¿Me dejáis verlo? —pidió Sophie.
Teabing fingió no oírla.
—Robert, has dicho antes que te parecía que habías visto antes algo parecido, ¿no?
Langdon parecía humillado.
—Eso me ha parecido. No sé por qué, pero me resulta familiar.
—Sir Leigh —insistió Sophie, a la que sin duda no le hacía ninguna gracia que la excluyeran del debate—. ¿Podría echarle un vistazo a la caja de mi abuelo?
—Sí, claro, querida —respondió Teabing, acercándosela.
Su intención no había sido sonar paternalista, pero lo cierto era que Sophie estaba a años luz de poder resolver nada. Si un miembro de la Academia Británica de Historia y un especialista en simbología licenciado en Harvard no eran capaces siquiera de identificar aquella lengua...
—¡Aja! —exclamó Sophie tras examinar el texto durante unos segundos—. Tendría que habérmelo imaginado.
Teabing y Langdon se volvieron al unísono y la miraron, atónitos.
—¿Imaginado qué? —preguntó Teabing.
Sophie se encogió de hombros.
—Imaginado que esta es la lengua que habría usado mi abuelo.
—¿Está diciendo que sabe leer este texto? —aventuró sir Leigh.
—Sin ningún problema —respondió Sophie con voz cantarína. Se notaba que aquella situación le divertía considerablemente—. Mi abuelo me enseñó esta lengua cuando yo tenía sólo seis años. La domino a la perfección. —Se apoyó en la mesa y miró con severidad a su interlocutor—. Y, francamente, señor, teniendo en cuenta su fidelidad a la Corona, me extraña que no la reconozca.
Al oír aquellas palabras, Langdon cayó de inmediato en la cuenta.
«¡Ahora entiendo que me sonara tanto!»
Hacía unos años, Langdon había asistido a un acto en el Museo Fogg, en Harvard. Bill Gates, el alumno que abandonó los estudios universitarios, volvía como hijo pródigo para donar a la institución una de sus más preciadas adquisiciones: dieciocho folios de papel que había comprado en una subasta de piezas pertenecientes a la Armand Hammer Estáte.
Le habían costado más de treinta millones de dólares.
El autor de aquellas páginas no era otro que Leonardo da Vinci.
Los dieciocho folios —conocidos posteriormente como El Códice Leicester, por su famoso propietario, el conde de Leicester— eran todo lo que quedaba de uno de los cuadernos más fascinantes de Leonardo, que contenía ensayos y dibujos en los que se exponían las avanzadas teorías de su autor en materias como la astronomía, la geología, la arqueología y la hidrología.
Langdon no iba a olvidar nunca su reacción cuando, tras hacer cola para verlos, se había encontrado frente a aquellos carísimos pergaminos. Qué decepción. Aquellas páginas eran ininteligibles. A pesar de su excelente estado de conservación y de estar escritas con una caligrafía impecable —con tinta carmesí sobre papel crudo—, el códice parecía un compendio de garabatos. En un primer momento pensó que no los entendía porque estaban escritos en un italiano arcaico. Pero al estudiarlos con más detenimiento, constató que no era capaz de identificar ni una sola palabra, ni una sola letra.
—Inténtelo con esto, señor —le dijo una profesora que estaba a su lado. Le señaló un espejo de mano apoyado en el expositor. Langdon lo cogió y trató de leer el texto en el reflejo.
Al momento todo se le hizo claro.
Su impaciencia por poder leer de primera mano algunas de las ideas de aquel gran pensador era tal que había olvidado que entre los numerosos talentos artísticos del genio estaba su habilidad para escribir al revés, de manera que lo que escribía resultaba prácticamente ininteligible a todo el mundo. Los historiadores aún no se habían puesto de acuerdo sobre si Leonardo recurría a aquella técnica simplemente para entretenerse o para evitar que los demás le robaran las ideas. El caso era que el artista hacía siempre lo que le venía en gana.
* * *
En su fuero interno, Sophie se alegró al ver que Robert había captado lo que había querido decir.
—Las primeras palabras puedo leerlas más o menos —dijo.
Teabing seguía farfullando.
—¿Qué está pasando aquí?
Es un texto invertido —precisó Langdon—. Nos hace falta un espejo.
—No —rebatió Sophie—, diría que la lámina que forma la base del hueco donde está encastrada la rosa es muy fina. Acercó la caja de palisandro hasta una luz y empezó a examinar la parte posterior de la tapa. Como su abuelo en realidad no sabía escribir al revés, lo que hacía era escribir de forma normal y luego darle la vuelta al papel y calcar la versión invertida.
Al acercar la tapa a la luz, vio que tenía razón. El haz de luz atravesó la fina lámina de madera y el texto apareció del derecho en el reverso de la tapa, perfectamente legible.
—Ahora sí lo entiendo perfectamente. En la parte trasera del avión, Rémy Legadulec hacía esfuerzos por oír lo que decían, pero con el ruido de los motores, la conversación se le hacía inaudible. No le gustaba nada el cariz que estaban tomando los acontecimientos aquella noche. Nada de nada. Miró al monje acurrucado a sus pies, que en aquel momento no se movía lo más mínimo, como si hubiera entrado en un trance de aceptación o estuviera, tal vez, rezando por su liberación.
72
A quince mil pies de altura, Robert Langdon sentía que el mundo físico se difuminaba y que todos sus pensamientos convergían en el poema invertido de Saunière, visible al trasluz de la tapa de la caja.
Sophie encontró un trozo de papel y lo copió de un tirón. Cuando terminó, los tres lo leyeron por turnos. Era una especie de crucigrama arqueológico... el acertijo cuya solución revelaría cómo abrir el criptex. Langdon leyó despacio aquellos versos: Palabra sabia, antigua, el pergamino... Abre y mantiene unida a su carnada... Lápida por templarios venerada... Es la llave, y el Atbash el camino.
Antes siquiera de valorar la antigua contraseña que aquellos versos intentaban revelar, Langdon intuyó algo fundamental: la métrica del poema, compuesto por endecasílabos.
Langdon se había topado a menudo con aquel tipo de pie a lo largo de sus investigaciones sobre las sociedades secretas europeas; la última vez había sido hacía apenas un año, en los Archivos Secretos del Vaticano. Durante siglos, el endecasílabo había sido el preferido de los literatos más prominentes de todo el mundo, desde Arquíloco, el poeta de la Grecia clásica, hasta Shakespeare, Milton, Chaucer y Voltaire, mentes preclaras que optaron por verter sus opiniones sociales en una estructura métrica que para muchos, en su época, tenía propiedades místicas y cuyas raíces se hundían en el mundo pagano.
—¡Es un endecasílabo! —exclamó Teabing girándose para mirar a Langdon.
Langdon asintió.
—Este poema —murmuró Teabing—, hace referencia no sólo al Grial sino a los Caballeros Templarios y a la dispersa familia de María Magdalena. ¿Qué más se puede pedir?
—La contraseña —intervino Sophie— parece guardar alguna relación con los templarios. —Leyó el texto en voz alta—. Lápida por templarios venerada / Es la llave.
—Leigh —dijo Langdon—. Tú eres el especialista en el tema. ¿Tienes alguna idea?
Teabing se quedó unos instantes en silencio y suspiró.
—Bueno, está claro que una lápida es una inscripción mortuoria de algún tipo. Es posible que en el poema se haga referencia a la lápida que los templarios veneraban sobre la tumba de María Magdalena, pero eso no nos sirve de mucho, porque no sabemos dónde está.
El último verso —insistió Sophie— dice: «Y el Atbash el camino». Me suena esa palabra. «Atbash.»
—No me extraña —observó Langdon—. Tienes que haberla estudiado en criptología. El código cifrado del Atbash es uno de los más antiguos de que se tiene constancia.
«¡Ah, sí, claro! —pensó Sophie—. El famoso código hebreo de codificación.»
Y sí, lo había estudiado en sus primeros años de carrera. Se trataba de un sistema de codificación que tenía unos dos mil quinientos años y en la actualidad se usaba como ejemplo de sistema elemental de sustitución por rotación. Era un tipo de criptograma usado con frecuencia en la lengua hebrea y sus elementos eran las veintidós letras de su alfabeto. En el Atbash, la primera letra se sustituía por la última, la segunda por la penúltima, y así sucesivamente.
—El Atbash es extraordiariamente apropiado —dijo Teabing—. Este tipo de codificación se encuentra en la Cábala, en los manuscritos del Mar Muerto e incluso en el Antiguo Testamento. Hay estudiosos y místicos hebreos que siguen encontrando significados ocultos mediante la aplicación del Atbash. No hay duda de que el Priorato ha incluido ese sistema de codificación como parte de sus enseñanzas.
—El único problema —dijo Teabing—, es que no tenemos nada a qué aplicarlo. Debe de haber una palabra cifrada sobre alguna lápida. Tenemos que encontrar la lápida que veneraban los templarios.
A juzgar por la extraña sonrisa de Langdon, a Sophie le daba la sensación de que aquello no iba a ser tarea fácil.
«El Atbash es la llave —pensó Sophie—. Pero nos falta la puerta.»
Pasaron tres minutos en silencio tras los cuales Teabing suspiró y empezó a menear la cabeza.
—Amigos, estoy bloqueado. Dejadme pensar un poco con calma mientras voy atrás a buscar algo de picar y a ver si Rémy y nuestro huésped se encuentran bien.
Se levantó y se dirigió a la zona de cola.
Al verlo levantarse, Sophie se sintió de pronto cansada.
Por la ventanilla, la oscuridad que precedía el amanecer era total. A Sophie le parecía que era como si la hubieran arrojado al espacio y no tuviera ni idea del punto en el que aterrizaría. Como había crecido solucionando los acertijos de su abuelo, ahora tenía la incómoda sensación de que aquel poema que tenía delante contenía una información de la que aún no se habían dado cuenta.
«Aquí tiene que haber algo más —se dijo—. Ingeniosamente oculto... pero de algún modo presente.»
Además, agazapado entre aquellos pensamientos estaba el temor a que al final, en el interior de aquel criptex, lo que encontraran no fuera algo tan sencillo como un «mapa con el camino a seguir para encontrar el Santo Grial.» A pesar de la seguridad de Langdon y Teabing de que la verdad se encontraba en aquel cilindro de mármol, Sophie había participado en suficientes búsquedas de tesoros con su abuelo como para saber que Saunière no era de los que revelaban sus secretos así como así.
73
El controlador aéreo de Le Bourget que estaba de guardia aquella noche dormitaba frente a la pantalla del radar cuando el capitán de la Policía Judicial prácticamente echó la puerta abajo.
—¿Dónde ha ido el jet de Teabing? —gritó entrando en la pequeña torre de control—. ¿Dónde?
La primera reacción del controlador consistió en ponerse a balbucear, en un vano intento de proteger la privacidad de su cliente británico, uno de los más respetados del aeródromo.
—Está bien —dijo Fache—, entonces voy a tener que detenerlo por permitir el despegue de un avión sin plan de vuelo.
Le hizo un gesto a un agente, que se acercó para ponerle las esposas. En ese momento el controlador sintió que le invadía una oleada de terror. Se acordó de los artículos de prensa en los que se debatía si el capitán era un héroe o una amenaza. La duda acababa de quedarle aclarada.
—¡Espere! —dijo al ver las esposas—. Yo sólo puedo decirle lo que sé. El señor Teabing hace frecuentes viajes a Londres para seguir un tratamiento médico. Tiene un hangar en el Biggin Hill Executive Airport de Kent. A las afueras de la capital.
Fache indicó al policía de las esposas que se apartara.
—¿Y era ese aeropuerto su destino esta noche?
—No lo sé. El avión tomó el pasillo habitual y el último contacto con el radar apunta a que se dirigía al Reino Unido. Supongo que lo más probable es que se dirija a Biggin Hill.
—¿Ha embarcado más gente con él?
—Señor, le juro que yo no tengo manera de saberlo. Nuestros clientes salen directamente de sus hangares, y cargan lo que quieren en los aviones. El tema de los pasajeros es responsabilidad de las autoridades de la aduana en el punto de destino.
Fache consultó la hora y miró los jets dispersos aparcados frente a la terminal.
—Si fueran a Biggin Hill, ¿cuánto les faltaría para aterrizar?
El controlador revisó sus cuadernos.
—Es un vuelo corto. Llegarían a... las seis treinta. Dentro de unos quince minutos.
Frunció el ceño y se dirigió a uno de sus hombres.
—Organice el transporte. Me voy a Londres. Y póngame en contacto con la policía local de Kent. No con el MI5. Con la policía local de Kent. Dígales que quiero que autoricen el aterrizaje del jet de Teabing, que rodeen el avión y que cancelen todos los demás vuelos hasta que yo llegue.
74
—Estás muy callada —le dijo Langdon a Sophie.
—Es que estoy cansada —respondió ella—. Y además está este poema. No sé.
A Langdon le pasaba lo mismo. El zumbido de los motores y el suave balanceo del avión le resultaban hipnóticos, y la cabeza aún le dolía por el golpe que le había dado el monje. Teabing seguía en la parte trasera del avión, y Langdon decidió aprovechar aquel paréntesis a solas con Sophie para decirle algo que hacía tiempo le rondaba por la cabeza.
—Creo que sé, al menos en parte, por qué tu abuelo hizo todo lo posible para que tú y yo nos encontráramos. Creo que hay algo que quería que yo te contara.
—¿Lo de la historia del Santo Grial y lo de María Magdalena no te parece bastante?
Langdon no sabía cómo proseguir.
—La brecha que había entre vosotros. El motivo por el que llevabas diez años sin hablarle. Creo que tal vez tenía la esperanza de que yo lograra que le perdonaras si te hablaba de eso que te alejó de él.
Sophie se removió en su asiento.
—Yo no te he contado qué fue lo que me alejó de él.
Langdon la miró, tanteándola.
—Lo que presenciaste fue un rito sexual, ¿verdad?
Sophie dio un respingo.
—¿Cómo lo sabes?
—Antes me has dicho que viste algo que te convenció de que tu abuelo pertenecía a una sociedad secreta. Y, fuera lo que fuera, te disgustaste tanto que estuviste diez años sin dirigirle la palabra. Sé bastante sobre sociedades secretas y no me hace falta tener la inteligencia de Leonardo da Vinci para saber qué presenciaste.
Sophie lo miraba fijamente.
—¿Fue en primavera? —le preguntó Langdon—. ¿Cerca del equinoccio? ¿A mediados de marzo?
Sophie volvió la cabeza y miró por la ventanilla.
—Fue durante las vacaciones de primavera. Volví a casa de la universidad unos días antes de lo previsto.
—¿Por qué no me cuentas lo que pasó?
—Prefiero no hacerlo. —De pronto, se volvió bruscamente y miró a Langdon con los ojos arrasados de lágrimas—. Es que no sé lo que vi.
—¿Había hombres y mujeres?
Tras un segundo, asintió.
—¿Vestidos de blanco y negro?
Se secó el llanto y volvió a asentir con un movimiento de cabeza. Parecía que, poco a poco, iba aceptando hablar del tema.
—Las mujeres llevaban unos vestidos blancos de gasa... y zapatos dorados. En las manos sostenían esferas también doradas. Los hombres llevaban túnicas y zapatos negros.
Langdon se esforzaba por disimular su emoción, pero casi no daba crédito a lo que estaba oyendo. Sophie Neveu había presenciado sin saberlo una ceremonia sagrada de dos mil años de antigüedad.
—¿Iban con máscaras? —le preguntó con voz tranquila.
—Sí. Todos llevaban las mismas. Las de las mujeres eran blancas y las de los hombres, negras.
Langdon había leído descripciones de aquella ceremonia y conocía sus orígenes místicos.
—Esa ceremonia se conoce como Hieros Gamos —dijo en voz baja—. Tiene más de dos mil quinientos años de antigüedad. Los sacerdotes y sacerdotisas egipcios la celebraban con frecuencia para honrar el poder reproductor de la mujer. —Hizo una pausa y se inclinó hacia ella por encima de la mesa—. Supongo que si presenciaste un Hieros Gamos sin estar preparada para comprender su significado, debió de impresionarte mucho.
Sophie no dijo nada.
—Hieros Gamos es una expresión griega. Significa «matrimonio sagrado».
—El ritual que yo vi no era ningún matrimonio.
—Matrimonio entendido como unión, Sophie.
—Quieres decir como en el acto sexual.
—No.
—¿No? —preguntó sorprendida, cuestionando con la mirada a su interlocutor.
Langdon matizó.
—Bueno... sí, en cierto modo, pero no tal como lo entendemos hoy en día.
Le explicó que, aunque lo que vio parecía un rito sexual, en realidad el Hieros Gamos no tenía nada que ver con el erotismo. Se trataba de un acto espiritual. Históricamente, el acto sexual era una relación a través de la que el hombre y la mujer experimentaban a Dios. En la antigüedad se creía que el hombre era espiritualmente incompleto hasta que tenía conocimiento carnal de la divinidad femenina. La unión física con la mujer era el único medio a través del cual el varón podía llegar a la plenitud espiritual y alcanzar finalmente la gnosis, el conocimiento de lo divino. Desde los días de Isis, los ritos sexuales se consideraban los únicos puentes que tenía el hombre para dejar la tierra y alcanzar el cielo.
—Mediante la comunión con la mujer —prosiguió Langdon—, el hombre podía alcanzar un instante de climax en el que su mente quedaba totalmente en blanco y veía a Dios.
Sophie lo miró, incrédula.
—¿El orgasmo como oración?
Langdon asintió sin demasiado énfasis, aunque en el fondo Sophie estaba en lo cierto. Desde un punto de vista fisiológico, el climax del hombre se acompañaba de una fracción de segundo totalmente desprovista de pensamiento; un brevísimo vacío mental. Un momento de clarividencia durante el que podía adivinarse a Dios. Los gurús dedicados a la meditación alcanzaban estados similares de vacío de pensamiento sin recurrir al sexo y solían describir el Nirvana como un orgasmo sin fin.
—Sophie —dijo Langdon en voz baja—, es importante no perder de vista que en la antigüedad el sexo se veía de una manera totalmente opuesta a la nuestra. El sexo engendraba vida, el milagro más extraordinario, y los milagros los hacían sólo los dioses. La capacidad de la mujer para albergar vida en su seno la hacía sagrada, divina. La relación sexual era, así, la unión de las dos mitades del espíritu humano, la masculina y la femenina, a través de la cual el hombre podía hallar la plenitud espiritual y la comunión con Dios. Lo que viste no tenía que ver con el sexo, sino con la espiritualidad. El ritual del Hieros Gamos no es una perversión. Es una ceremonia profundamente sacrosanta.
Aquellas palabras parecían estar tocando alguna fibra sensible en Sophie. Hasta ese momento no había perdido la compostura en ningún momento, pero ahora, por primera vez, Langdon veía que aquella especie de frialdad empezaba a desmoronarse. A sus ojos volvieron a asomarse unas lágrimas, que se secó con la manga.
Le concedió un momento para la reflexión. Entender que el sexo pudiera ser un camino hacia Dios costaba al principio. Los alumnos judíos de Langdon siempre se quedaban boquiabiertos cuando en clase explicaba que la tradición hebrea primitiva incluía ritos sexuales. «Y en el Templo, nada menos.» Los primeros judíos creían que el sanctasanctórum en el Templo de Salomón albergaba no sólo a Dios, sino a su poderosa equivalente femenina, la diosa Shekinah. Los hombres que buscaban la plenitud espiritual acudían al templo a visitar a las sacerdotisas —o hierodulas—, con las que hacían el amor y experimentaban lo divino a través de la unión carnal. El tetragramaton judío YHWH —el nombre sagrado de Dios— derivaba en realidad de Jehová, una adrógina unión física entre el masculino Jah y Havah, el nombre prehebraico que se le daba a Eva.
—Para la Iglesia primitiva —expuso Langdon con voz pausada—, el uso del sexo para comulgar directamente con Dios suponía una seria amenaza a los cimientos del poder católico. De ese modo, la Iglesia quedaba fuera de juego y su autoproclamado papel como único vehículo hacia Dios quedaba en entredicho. Por razones obvias, hicieron todo lo que pudieron para demonizar el sexo, convirtiéndolo en un acto pecaminoso y sucio. Otras grandes religiones hicieron lo mismo.
Sophie seguía sin decir nada, pero Langdon notaba que estaba empezando a entender mejor a su abuelo. Irónicamente, aquellos mismos argumentos los había expuesto en una de sus clases a principios de aquel semestre. «No debe sorprendernos que el sexo sea un conflicto para nosotros —les había dicho a sus alumnos—. Tanto lo que hemos heredado de la antigüedad como nuestra propia fisiología nos dicen que el sexo es algo natural, un bello camino hacia la plenitud espiritual, y sin embargo la religión moderna lo ve como algo pecaminoso y nos enseña a temer nuestro deseo sexual como a la propia mano del demonio.»
Langdon decidió no escandalizar a sus alumnos explicándoles que más de diez sociedades secretas de todo el mundo —muchas de ellas bastante influyentes— seguían practicando ritos sexuales y mantenían vivas las antiguas tradiciones. El personaje de Tom Cruise en la película Eyes wide shut lo descubría sin querer cuando se colaba en una reunión privada de neoyorquinos de clase alta y era testigo de un Hieros Gamos. Por desgracia, los realizadores de la película no habían reflejado correctamente los pormenores, pero lo esencial estaba ahí, una sociedad secreta en comunión, entregándose a la magia de una unión sexual.
—Profesor Langdon —le dijo un alumno de la última fila que tenía la mano levantada—. ¿Está insinuando que en vez de ir a la iglesia deberíamos tener más vida sexual?
Langdon ahogó una carcajada, sin ninguna intención de morder aquel anzuelo. Según había oído, en las fiestas que se celebraban en Harvard no era sexo lo que faltaba precisamente.
—Señores —dijo, sabiendo que pisaba terreno resbaladizo—, permítanme que les dé mi opinión. No es mi intención recomendarles las relaciones prematrimoniales, pero tampoco soy tan ingenuo como para pensar que todos son unos angelitos castos, así que quiero ofrecerles un consejo sobre su vida sexual.
Todos los hombres de la sala se echaron un poco hacia delante y se dispusieron a escuchar con atención.
—La próxima vez que estén con una mujer, busquen dentro de su corazón y pregúntense si son capaces de ver el sexo como un acto místico, espiritual. Desafíense a ustedes mismos para ver si son capaces de hallar esa chispa de divinidad que el hombre sólo alcanza a través de la unión con la divinidad sagrada.
Las alumnas sonrieron y asintieron con la cabeza.
Los hombres empezaron a reír nerviosamente y a hacer comentarios subidos de tono.
Langdon suspiró. Aquellos universitarios seguían siendo unos niños.
Sophie sintió frió en la frente al apoyarla en la ventanilla del avión. Se puso a mirar al vacío, intentando procesar lo que Langdon acababa de contarle. En lo más profundo de su ser había arrepentimiento. «Diez años.» Visualizó los fajos de cartas sin abrir, las que su abuelo le había enviado. «Voy a contárselo todo a Robert.» Sin cambiar de posición, Sophie empezó a hablar. En voz baja. Temerosamente.
Al empezar a contarle lo que había sucedido aquella noche, se sintió arrastrada hasta el pasado, hasta el bosque que rodeaba el château normando de su abuelo... recorriendo, confusa, la casa en su busca... oyendo las voces más abajo... encontrando al fin la puerta oculta. Bajó muy despacio la escalera, peldaño a peldaño, hasta llegar a aquella cueva del sótano. Notaba el olor a tierra que impregnaba el aire; fresco, ligero. Era marzo. Desde la penumbra de su escondite observaba a aquellos desconocidos que se movían y entonaban cánticos a la luz parpadeante de unas velas naranjas.
«Estoy soñando —se dijo Sophie—. Esto es un sueño. ¿Qué otra cosa puede ser?»
Las mujeres y los hombres se disponían alternados, blanco, negro, blanco, negro. Los hermosos vestidos de gasa de ellas se mecían cuando levantaban las esferas doradas con la mano derecha y entonaban al unísono: «Yo estaba contigo en el principio, en el alba de todo lo sagrado, te llevaba en el vientre antes de que empezara el día.»
Las mujeres bajaban las esferas y todos se echaban hacia delante y hacia atrás como en trance. Le hacían reverencias a algo que había en el centro del círculo.
«¿Qué estarán mirando?»
Ahora las voces recitaban más alto y más deprisa.
—¡La mujer que contemplas es el amor! —entonaban, volviendo a levantar las esferas.
—¡Y tiene su morada en la eternidad! —respondían los hombres.
Los cánticos volvían a coger velocidad. Aceleraban. Se volvían frenéticos, cada vez más rápidos. Los participantes se unían en el centro y se arrodillaban.
Al fin, en ese instante, Sophie vio lo que estaban contemplando.
Sobre un altar bajo y labrado, en el centro de un círculo había un hombre tendido. Estaba desnudo, boca arriba, y llevaba puesta la máscara negra. Reconoció al momento aquel cuerpo y la marca de nacimiento que tenía en el hombro. Estuvo a punto de gritar: «¡abuelo!» Aquella imagen, por sí misma, habría bastado para alterar profundamente a Sophie, pero aún había más.
Montada sobre él había una mujer con una máscara blanca y el pelo abundante y gris que se le derramaba por la espalda. Era bastante corpulenta, ni mucho menos perfecta, y se movía al ritmo de los cánticos, haciéndole el amor a su abuelo.
Sophie hubiera querido salir corriendo de allí, pero no podía.
Los muros de aquella cueva la aprisionaban y la salmodia, más parecida ahora a una canción, alcanzaba su tono más agudo y febril en un enloquecido crescendo. Con un rugido repentino, aquella estancia pareció entrar en la erupción de un climax. Sophie no podía respirar.
Entonces se dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Se dio la vuelta y, a trompicones, subió la escalera, salió de la casa y volvió a París temblando.
75
El reactor alquilado se encontraba sobrevolando las brillantes luces de Monaco cuando Aringarosa le colgó el teléfono a Fache por segunda vez. Agarró la bolsa para el mareo, pero tenía tan pocas fuerzas que no se veía capaz ni de vomitar.
«¡Que se acabe de una vez todo esto!»
Las últimas noticias de Fache le habían resultado casi totalmente incomprensibles, aunque en realidad esa noche casi todo parecía haber dejado de tener sentido. «¿Qué está pasando?» Todo se había convertido en una espiral fuera de control. «¿Dónde he metido a Silas? ¿Dónde me he metido yo mismo?»
Las piernas le temblaban, pero se acercó hasta la cabina.
—Ha habido un cambio de destino —informó al piloto, que lo miró por encima del hombro y se echó a reír.
—Está de broma, supongo.
—No, debo llegar a Londres cuanto antes.
—Padre, esto es un avión alquilado, no un taxi.
—Le pagaré más, por supuesto. Londres está apenas a una hora al norte y casi no implica ningún cambio de rumbo, así que...
—No es cuestión de dinero, padre, hay otras cosas.
—Diez mil euros. Ahora mismo.
El piloto se dio la vuelta con los ojos muy abiertos.
—¿Cuánto? ¿Qué cura lleva tanto dinero en efectivo encima?
Aringarosa fue a buscar el maletín, lo abrió, sacó uno de los bonos y se lo dio al piloto.
—¿Qué es esto? —preguntó el piloto
—Un bono al portador de diez mil euros emitido por la Banca Vaticana.
El piloto no estaba convencido.
—Es lo mismo que dinero.
—Sólo el dinero es dinero —dijo el piloto, devolviéndole el bono.
Aringarosa se sintió débil y se apoyó en la puerta de la cabina.
—Es un asunto de vida o muerte. Tiene que ayudarme. Necesito ir a Londres.
El piloto se fijó en la joya que decoraba la mano del obispo.
—¿Es de diamantes auténticos?
Aringarosa miró el anillo.
—De esto no puedo desprenderme.
El piloto se encogió de hombros y miró al frente.
Al obispo le invadió una sensación creciente de tristeza. Observó el anillo. Todo lo que representaba estaba a punto de perderse de todos modos. Tras una larga pausa, se lo quitó y lo dejó con cuidado en el panel de control.
Salió de la cabina y regresó a su asiento. Quince segundos más tarde, notó que el piloto corregía ligeramente el rumbo y enfilaba más al norte.
A pesar de todo, el momento de gloria de Aringarosa se estaba haciendo añicos.
Todo había comenzado como una causa santa. Un plan prodigiosamente diseñado. Ahora, como un castillo de naipes, todo se es-taba desmoronando, y no se veía el final por ninguna parte.
76
Langdon se daba cuenta de que Sophie seguía afectada por el recuerdo del Hieros Gamos que había presenciado. A él, por su parte, le maravillaba haber oído algo así. Sophie había sido testigo del ritual completo, pero además su abuelo había sido el celebrante... el Gran Maestre del Priorato de Sión. Leonardo da Vinci, Botticelli, Isaac Newton, Víctor Hugo, Jean Cocteau... y Jacques Saunière.
—No sé qué otra cosa te puedo decir —le susurró Langdon con dulzura.
Los ojos de Sophie tenían un tono verde oscuro y estaban llorosos.
—Me crió como si fuera su propia hija.
Langdon se daba cuenta de la emoción que había ido aflorando a su rostro mientras hablaba, y que no era otra cosa que remordimiento. Un remordimiento profundo, que venía de lejos. Sophie Neveu había despreciado a su abuelo y ahora lo veía bajo una nueva luz.
En el exterior, el amanecer avanzaba deprisa y su resplandor rojizo se llevaba a otra parte el manto estrellado de la noche. Por debajo, la tierra aún estaba a oscuras.
—¿Vituallas, queridos míos?
Teabing se unió a ellos haciéndoles una reverencia y puso sobre la mesa unas latas de Coca-Cola y un paquete de galletas saladas, disculpándose por lo parco del desayuno.
—Nuestro amigo el monje todavía no ha cantado —dijo en tono alegre—, pero hay que darle tiempo. —Le dio un bocado a una galleta y miró el poema—. Bueno, encanto, ¿alguna pista? —Miró a Sophie—. ¿Qué ha intentado decirnos su abuelo? ¿Dónde diablos está esa lápida? «Lápida por templarios venerada.»
Sophie negó con la cabeza y no dijo nada.
Teabing volvió a sumergirse en la lectura de aquellos versos y Langdon abrió una lata de Coca-Cola y miró por la ventanilla, con la mente llena de imágenes de rituales secretos y códigos sin descifrar. «Lápida por templarios venerada / Es la llave.» La bebida estaba caliente.
El velo de la noche parecía evaporarse a toda prisa, y contemplando la transformación, vio que el mar se extendía a sus pies. «El Canal de la Mancha.» Ya no iban a tardar en llegar.
Langdon le pidió a la luz del día que le trajera otro tipo de iluminación, pero cuanto más clareaba, más lejos estaba de la verdad. El ritmo de aquel verso resonaba en su mente, como resonaban los cánticos rituales del Hieros Gamos, que se mezclaban con los zumbidos del avión.
«Lápida por templarios venerada.»
Ahora el jet volvía a sobrevolar tierra y entonces, de repente, se le ocurrió algo. Dejó con estruendo la lata en la mesa.
—No os lo vais a creer —dijo Langdon, girándose—. Creo que he resuelto lo de la lápida de los templarios.
A Teabing se le pusieron los ojos como platos.
—¿Me estás diciendo que sabes dónde está la lápida?
Langdon sonrió.
—No dónde está, sino lo que es.
Sophie se incorporó un poco para oírle mejor.
—Creo que en este caso no se está refiriendo a una lápida en sentido estricto, sino a algún objeto de piedra que veneraban los templarios.
—No entiendo —dijo Teabing.
Sophie también estaba desconcertada.
—Leigh —dijo Langdon—, durante la Inquisición, la Iglesia acusaba a los templarios de todo tipo de herejías, ¿no?
—Sí. Inventaban toda clase de cargos contra ellos. Los condenaban por sodomía, por orinarse sobre la cruz, por rendir culto al diablo, la lista era extensa.
—Y en esa lista se incluía la veneración a falsos ídolos, ¿verdad? Especialmente, la Iglesia acusaba a los templarios de celebrar en secreto ritos en los que veneraban una cabeza de piedra... el dios pagano...
—¡Baphomet! —soltó Teabing—. Dios mío, Robert, tienes razón. «Lápida por templarios venerada».
En pocas palabras, Langdon le explicó a Sophie que Baphomet era un dios pagano de la fertilidad asociado a la fuerza creativa de la reproducción. La cabeza de Baphomet era representada por un carnero o una cabra, un símbolo frecuente de procreación y fecundidad. Los templarios veneraban a Baphomet situándose alrededor de una réplica en piedra de su cabeza y recitando oraciones.
—Baphomet —repitió Teabing entre risas ahogadas—. La ceremonia celebraba la magia creativa de la unión sexual, pero el papa Clemente convenció a todo el mundo de que la cabeza del dios pagano era en realidad la representación del demonio. El Papa hizo de esa cabeza la piedra de toque de toda la causa contra los templarios.
Langdon asintió. La creencia moderna en ese demonio con cuernos conocido como Satán tenía su origen en Baphomet y en los intentos de la Iglesia para convertir al cornudo dios de la fertilidad en el símbolo del mal. Estaba claro que Roma se había salido con la suya, aunque no del todo. En las mesas estadounidenses tradicionales, durante la celebración del día de Acción de Gracias, aún se veían símbolos paganos de la fertilidad, con sus respectivos cuernos. La «cornucopia» o «cuerno de la abundancia» era un homenaje a la fertilidad de Baphomet y tenía su origen en el mito de Zeus amamantado por una cabra a la que se le rompía un cuerno que, milagrosamente, rebosaba frutas. Baphomet también aparecía en esas fotos de grupo en las que alguien, para gastar una broma, levanta dos dedos en forma de V por detrás de la cabeza de un compañero, como poniéndole unos cuernos; la verdad es que eran pocos los chistosos que sabían que con aquel gesto de burla lo que estaban haciendo en realidad era promocionar la robusta virilidad de su víctima.
—Sí, sí —dijo Teabing emocionado—. El poema tiene que referirse a Baphomet. Una lápida, una piedra venerada por los templarios.
—Está bien —dijo Sophie—, pero si Baphomet es la piedra venerada por los templarios, entonces se nos plantea un nuevo dilema. —Señaló los discos del criptex—. Baphomet tiene ocho letras. Y aquí sólo hay sitio para cinco.
Teabing sonrió de oreja a oreja.
—Querida, aquí es donde entra en juego el código del Atbash.
77
Langdon estaba impresionado. Leigh acababa de anotar las veintidós letras del alfabeto hebreo —alefbeit— de memoria. Sí, claro, lo hizo transcribiéndolas a caracteres latinos, pero aun así, las estaba leyendo con una pronunciación impecable.
A B G D H V Z C h T Y K L M N S O P Tz Q R Sh Th
—Alef, Beit, Gimel, Dalet, Hei, Vav, Zayin, Chet, Tet, Yud, Kaf, Lamed, Mem, Nun, Samech, Ayin, Pei, Tzadik, Kuf, Reish, Shin y Tav. —En un golpe de efecto teatral, Teabing arqueó una ceja antes de proseguir—. Según la ortografía hebrea formal, los sonidos vocálicos no se transcriben. Así, cuando escribimos la palabra «Baphomet» recurriendo al alfabeto hebreo, pierde sus tres vocales, por lo que quedan sólo...
Sophie no le dejó terminar la frase.
—Cinco letras.
Teabing asintió y volvió a anotar algo.
—Muy bien, pues esta es la manera correcta de escribir «Baphomet» en hebreo. Pongo en minúsculas las vocales y subrayo las consonantes para que se entienda mejor.
B a P V o M e Th
»Hay que tener en cuenta, claro —añadió—, que normalmente el hebreo se escribe de derecha a izquierda, pero el Atbash también puede usarse sin problemas en ese caso. Entonces, a continuación, lo único que hay que hacer es crear nuestro sistema de sustitución reescribiendo todo el alfabeto en el orden inverso al original.
—Hay otra manera más fácil de hacerlo —dijo Sophie quitándole la pluma a Teabing—. Sirve igual para todos los códigos de sustitución inversa, incluido el Atbash. Es un truquito que aprendí en la Royal Holloway. —Sophie escribió la primera mitad del alfabeto de izquierda a derecha y, debajo, la segunda mitad de derecha a izquierda. —Los expertos en criptología lo llaman el pliegue doble. La mitad de complicado y el doble de claro.
A B G D H V Z Ch T Y K
Th Sh R Q Tz P O S N M L
Teabing se fijó en aquel cuadro y soltó una carcajada.
—Pues es verdad. Me alegra ver que en Holloway hacen bien su trabajo.
Al ver la tabla de sustitución de Sophie, Langdon sintió una emoción creciente, parecida, suponía, a la que habrían sentido los primeros estudiosos cuando usaron por primera vez el código Atbash para descifrar el hoy famoso Misterio de Sheshach. Durante años, los eruditos se habían sentido desconcertados ante las referencias bíblicas a una ciudad llamada Sheschach. No aparecía en ningún mapa ni en ningún otro documento, pero se citaba con frecuencia en el Libro de Jeremías —el rey de Sheshach, la ciudad de Sheshach, el pueblo de Sheshach. Por fin, un estudioso aplicó el código del Atbash a la palabra con resultados más que sorprendentes. El código reveló que Sheshach era en realidad una palabra en clave que respondía a otra ciudad muy conocida. El proceso de descodificación fue simple.
Sheshach, en hebreo, se escribía ShShK.
Si se aplicaba el código de sustitución, se convertía en BBL. Y BBL, en hebreo, era Babel.
La misteriosa ciudad de Sheshach resultó ser Babel y tras aquel hallazgo se procedió a una frenética revisión de la Biblia. En cuestión de semanas, en el Antiguo Testamento se descubrieron varias palabras codificadas en Atbash, revelando una miríada de significados ocultos de cuya existencia los eruditos no tenían idea.
—Ya nos vamos acercando —susurró Langdon, incapaz de controlar su emoción.
—Ya casi estamos, Robert —convino Teabing, que miró a Sophie y sonrió—. ¿Está lista?
Sophie asintió con un movimiento de cabeza.
—Muy bien, Baphomet en hebreo, sin las vocales, es B-P-V-M-TH. Ahora, simplemente, le aplicamos la tabla de sustitución Atbash para traducir las letras y obtener nuestra contraseña de cinco letras.
A Langdon el corazón le latía con fuerza. B-P-V-M-TH. El sol empezaba a entrar por las ventanillas. Se concentró en las casillas de sustitución de Sophie y, despacio, fue haciendo la conversión. La B es la Sh... la P es la V..
Teabing sonreía como un niño con zapatos nuevos.
—Y el código Atbash revela que... —Se detuvo en seco—. ¡Dios mío! Se puso lívido.
Langdon dio un respingo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sophie.
—No os lo vais a creer. —Teabing miró a Sophie—. Y menos usted.
—¿Por qué?
—Muy ingenioso —susurró—. Ingeniosísimo. —Sir Leigh anotó unas letras en el papel—. Redoble de tambores, por favor. Aquí tenéis la contraseña —dijo, mostrándoles las letras que acababa de escribir.
Sh-V-P-Y-A
Sophie frunció el ceño.
—¿Qué es esto?
Langdon tampoco lo reconoció.
La voz de Teabing temblaba de emoción.
—Esta, amigos míos, es en realidad una antigua palabra de sabiduría, «palabra sabia, antigua».
Langdon volvió a leer las letras. «Palabra sabia, antigua, el pergamino abre.» Tardó sólo un instante en entenderlo. No se esperaba algo así. «¡Palabra sabia, antigua!»
—Sí, literalmente, además —dijo Teabing riéndose.
Sophie miró un momento la palabra y se fijó en los discos del criptex. Al momento se dio cuenta de que Langdon y Teabing habían pasado por alto un pequeño detalle.
—¡Un momento! Esta no puede ser la contraseña —exclamó—.
El criptex no tiene la grafía Sh en los discos. El alfabeto que hay aquí es el latino.
—Lee la palabra —le instó Langdon—. Ten en cuenta un par de cosas; en hebreo, la grafía Sh puede pronunciarse como S dependiendo del acento. Igual que la P, que puede pronunciarse F.
«¿S-V-F-Y-A?», pensó, desconcertada.
—¡Pero qué genio! —añadió Teabing—. ¡La letra Vav suele ir acompañada del sonido O!
Sophie volvió a consultar aquellas letras e intentó pronunciarlas.
—S...o...f...y...a.
Se oyó decir la palabra y casi no podía creer lo que acababa de salir de su boca.
—¿Sophia? ¿Se lee así?
Langdon asentía con entusiasmo.
—¡Sí! Sophia, literalmente, significa sabiduría en griego. El origen etimológico de tu nombre, Sophie, es una palabra sabia.
De pronto, sintió una profunda añoranza de su abuelo.
«Grabó la clave con mi nombre codificado.» Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Todo encajaba tan bien. Pero al concentrarse de nuevo en los cinco discos del criptex, se dio cuenta de que el problema no estaba resuelto.
—Un momento. Sophie tiene seis letras.
Teabing seguía sonriendo.
—Fíjese de nuevo en el poema. Su abuelo escribió: «Palabra sabia, antigua.»
—Sí, ¿y...?
—Que en griego antiguo, sabiduría se escribía SOFIA.
78
Sophie experimentaba una emoción desbocada mientras hacía girar los discos del criptex. «Palabra sabia, antigua, el pergamino abre.»
Parecía que Langdon y Teabing la miraban sin respirar.
S... O... F...
—Cuidado —le rogó Teabing—. Con mucho cuidado.
... I... A.
Sophie alineó el último disco.
—Bien —dijo mirando a sus compañeros—, voy a intentar separarlo.
—No te olvides del vinagre —susurró Langdon con una mezcla de temor y excitación—. Cuidado.
Sophie sabía que si aquel criptex era como los que había abierto durante su infancia, lo único que tenía que hacer era sujetarlo por los dos extremos y tirar de ellos suavemente. Si los discos estaban correctamente alineados con la contraseña adecuada, uno de los dos lados se desprendería, como el objetivo de una cámara fotográfica, y podría acceder al interior y extraer el documento de papiro enrollado, envuelto alrededor de un tubo de vinagre. Pero si la contraseña que habían introducido era incorrecta, la fuerza extema que aplicaría
Sophie a los extremos iría a parar a un mecanismo interior que ejercería presión sobre el tubo de cristal, llegando a romperlo si se apretaba con demasiada fuerza.
«Tira con cuidado», se dijo a sí misma.
Teabing y Langdon se echaron hacia delante mientras Sophie sujetaba los dos extremos del cilindro. Con la emoción de descifrar la contraseña, casi se había olvidado de lo que esperaban encontrar en su interior. «Es la clave del Priorato.» Según Teabing, contenía un mapa que les conduciría hasta el Santo Grial, que les revelaría el lugar donde se encontraba la tumba de María Magdalena y el tesoro del Sangreal... la verdad secreta más importante que quedaba por desentrañar.
Con aquel cilindro de piedra entre las manos, Sophie volvió a comprobar que todas las letras estuvieran correctamente alineadas en relación con el indicador. Entonces, muy despacio, tiró de los extremos. Nada. Aplicó algo más de fuerza. De pronto, la piedra se separó en dos como un telescopio bien engrasado. La pieza suelta se le quedó en la mano. Langdon y Teabing estuvieron a punto de ponerse de pie de un salto. A Sophie el corazón le latía cada vez más deprisa. Dejó la pieza suelta sobre la mesa e inclinó un poco el cilindro para ver en su interior.
—¡Un rollo de papel!
Al fijarse más, vio que estaba puesto alrededor de un objeto también cilíndrico —un tubo de vinagre, suponía. Sin embargo, aquel rollo no era de delicado papiro, como de costumbre, sino de pergamino. «Qué raro —pensó—, el vinagre no disuelve la piel del cordero.» Volvió a mirar el hueco que quedaba en el centro del rollo y se dio cuenta de que aquel objeto no era un tubo de vinagre, sino otra cosa totalmente distinta.
—¿Qué pasa? —preguntó Teabing—. ¿Por qué no saca el rollo?
Sophie frunció el ceño y tiró del pergamino y del objeto sobre el que estaba enrollado.
—Esto no es papiro —dijo Teabing—. Pesa demasiado.
—Ya lo sé. Es relleno.
—¿Para qué? ¿Para el tubo de vinagre?
—No. —Sophie desenrolló el papiro y reveló lo que envolvía—. Para esto.
Cuando Langdon vio el objeto que había en el interior del rollo de pergamino, el corazón le dio un vuelco.
—Que Dios nos ayude —dijo Teabing—. Su abuelo era un arquitecto implacable.
Langdon no daba crédito a sus ojos.
«Veo que Saunière no quiere ponernos las cosas fáciles.»
Ahí, sobre la mesa, había un segundo criptex. Más pequeño que el otro. Hecho de ónix negro. Era lo bastante reducido como para caber dentro del primero. Una vez más la pasión de Saunière por el dualismo. «Dos criptex.» Todo a pares. «Dos sentidos. Masculino-Femenino. Negro dentro del blanco.» Langdon sintió que la red de simbolismos no terminaba ahí. «El blanco da a luz al negro.»
«Todo hombre nacía de una mujer.»
Blanco: femenino.
Negro: masculino.
Se apoyó en la mesa y cogió el criptex pequeño. Parecía idéntico al primero, excepto por el tamaño y el color. Al moverlo, oyó el mismo borboteo de antes. Al parecer, el tubo de vinagre estaba metido dentro de ese segundo criptex.
—Bueno, Robert —dijo Teabing alargándole el pergamino—. Al menos te alegrará saber que volamos en la dirección correcta.
Langdon examinó la gruesa hoja de piel de oveja. Escrita con florida caligrafía había otra estrofa. También endecasílaba. Era algo críptica, pero tras leer sólo la primera parte, se dio cuenta de que la decisión de Teabing de partir hacia Gran Bretaña iba a salirles a cuenta.
EN LA CIUDAD DE LONDRES, ENTERRADO POR EL PAPA, REPOSA UN CABALLERO
El resto del poema daba a entender claramente que la contraseña para abrir ese segundo criptex se encontraba en la tumba de ese caballero, situada en algún punto indeterminado de la ciudad.
Langdon se volvió, nervioso, hacia Teabing.
—¿Tienes idea de a qué caballero se refiere?
—Ni la más remota —respondió sir Leigh sin perder la sonrisa—. Pero sí sé en qué cripta debemos mirar. En aquel mismo momento, quince millas más allá, seis coches patrulla de la policía de Kent aceleraban por las calles mojadas en dirección al aeropuerto de Biggin Hill.
79
El teniente Collet se sirvió un vaso de Perrier de la nevera de Teabing y volvió a entrar en la sala. En vez de acompañar a Fache a Londres, que es donde iba a haber acción, se había tenido que quedar de niñera del equipo de la Policía Científica, que se había distribuido por todo el Château Villette.
Por el momento, las pruebas que habían encontrado no les habían conducido a ninguna parte: una bala incrustada en el suelo, un trozo de papel con unos símbolos dibujados y las palabras «espada» y «cáliz» escritas al lado; un cinturón con púas ensangrentado que, según los de la Policía Científica, estaba relacionado con el Opus Dei, el grupo conservador de la Iglesia católica, y que había estado en el punto de mira recientemente al divulgarse en un reportaje cuáles eran sus agresivas prácticas de reclutamiento de acólitos en París.
Collet suspiró.
«Pues no sé si vamos a llegar a alguna parte con estas cuatro pistas inconexas.»
Atravesó el lujoso pasillo y entró en el enorme estudio-salón de baile, donde el jefe de la brigada científica se entretenía buscando huellas con ayuda de la brocha. Se trataba de un hombre corpulento que llevaba pantalones con tirantes.
—¿Hay algo? —preguntó Collet.
El investigador negó con la cabeza.
—Nada nuevo. Hay muchas, pero coinciden con las que hay por toda la casa.
—¿Y las del cilicio?
—La Interpol todavía está en ello. Les he transmitido todo lo que hemos encontrado.
Collet se acercó a una mesa, sobre la que había dos bolsas de pruebas selladas.
—¿Y esto?
El agente se encogió de hombros.
—Pura rutina. Me llevo cualquier cosa que resulte peculiar.
Collet se le acercó. «¿Peculiar?»
—Este inglés es un tipo raro. Échele un vistazo a esto.
Rebuscó entre las bolsas selladas, encontró la que buscaba y se la alargó a Collet.
La foto mostraba la puerta principal de una catedral gótica, el arco de la entrada, apuntado y estriado, enmarcando una pequeña puerta.
Collet estudió la foto y levantó la vista.
—¿Y esto es peculiar?
—Dele la vuelta.
En el reverso, Collet encontró unas anotaciones en las que se describía la única nave del templo, larga y vacía, como un homenaje pagano al útero femenino. Qué raro. Sin embargo, la nota que comentaba el arco de la entrada fue la que le desconcertó.
—¡Pero qué es esto! Cree que la entrada a la catedral representa la...
—Sí, señor, con los pliegues de los labios y un hermoso clítoris de cinco pétalos en lo alto. —Suspiró—. Te entran como ganas de volver a frecuentar una iglesia.
Collet levantó una segunda bolsa sellada. A través del plástico se veía la imagen brillante de lo que parecía ser un documento antiguo. El encabezamiento rezaba: Les Dossiers Secrets —Número 4° lm1 249.
—¿Qué es esto? —preguntó Collet.
—No tengo ni idea. Pero como tiene copias repartidas por toda la sala, lo he metido en una bolsa.
Collet estudió el documento.
PRIEURÉ DE SION-LES NAUTONIERS/ GRAND MASTERS
● JEAN DE GUISORS 1188-1220
● MARIE DE SAINTCLAIR 1220-1266
● GUILLAUME DE GUISORS 1266-1307
● EDOUARD DE BAR 1307-1336
● JEANNEDEBAR 1336-1351
● JEAN DE SAINTCLAIR 13511366
● BLANCE D’EVREUX 1366-1398
● NICOLÁS FLAMEL 1398-1418
● RENE D’ANJOU 1418-1480
● IOLANDE DE BAR 1480-1483
● SANDRO BOTICELLI 1483-1510
● LEONARDO DA VINCI 1510-1519
● CONNETABLE DE BOURBON 1519-1527
● FERDINAND DE GONZAQUE 1527-1575
● LOÜIS DE NEVERS 1575-1595
● ROBERT FLUDD 1595-1637
● J. VALENTÍN ANDREA 1637-1654
● ROBERT BOYLE 1654-1691
● ISAAC NEWTON 1691-1727
● CHARLES RADCLYFFE 1727-1746
● CHARLES DE LORRAINE 1746-1780
● MAXIMILIAN DE LORRAINE 1780-1801
● CHARLES NODIER 1801-1844
● VÍCTOR HUGO 1844-1885
● CLAUDE DEBUSSY 1885-1918
● JEAN COCTEAU 1918-1963
«¿Prieuré de Sion?», se preguntó Collet.
—¿Teniente? —dijo otro agente asomando la cabeza en el estudio—. La centralita tiene una llamada urgente para el capitán Fache, pero no lo localizan. ¿Quiere atenderla usted?
Collet regresó a la cocina y descolgó el teléfono.
Al otro lado de la línea estaba André Vernet.
El refinado acento del banquero no lograba disimular la tensión de su voz.
—Creía que el capitán Fache había dicho que me llamaría, pero todavía no me ha dicho nada.
—El capitán está bastante ocupado. ¿Le puedo ayudar en algo?
—Me aseguraron que me mantendrían al corriente de las investigaciones a medida que fueran produciéndose.
Durante un momento, le pareció reconocer el timbre de aquella voz, pero no acababa de situarla.
—Señor Vernet, por el momento yo estoy a cargo de las investigaciones aquí en París. Soy el teniente Collet.
Se hizo una larga pausa.
—Teniente, me está entrando otra llamada. Le volveré a llamar más tarde.
Y colgó.
Collet se quedó unos segundos con el auricular en la mano. Y entonces le vino a la mente. «¡Ya sabía que me sonaba esa voz!» Ahogó un grito de sorpresa.
«El conductor del furgón blindado. El del Rolex falso.»
Ahora entendía por qué había colgado tan deprisa. Habría recordado su nombre, teniente Collet, al que con tanto descaro había engañado hacía unas horas.
Valoró las implicaciones de aquello. «Vernet está metido en todo esto.» Su cabeza le decía que debía llamar a Fache, pero su corazón sabía que aquel afortunado hallazgo podía suponer su momento de gloria.
Al momento llamó a la Interpol y solicitó toda la información disponible sobre el Banco de Depósitos de Zúrich y sobre su presidente, André Vernet.
80
—Abróchense los cinturones, por favor —dijo el piloto de Teabing iniciando el descenso e internándose en la llovizna de una mañana gris—. Aterrizaremos en cinco minutos.
Teabing experimentó la emoción del regreso al ver las colinas de Kent entre jirones de niebla, extendiéndose a lo lejos. Inglaterra estaba a menos de una hora de París, pero entre ellas distaba todo un mundo. Aquella mañana, el verde húmedo y primaveral de su tierra parecía darle más que nunca la bienvenida. «Mi vida en Francia ha terminado. Regreso victorioso a Inglaterra. La clave ha sido hallada.» Claro que aún quedaba la cuestión de saber dónde les conduciría. «A algún lugar en el Reino Unido.» A qué punto exacto, no lo sabía, pero ya empezaba a saborear la gloria.
Langdon y Sophie lo miraron, y él se levantó y se dirigió a la cola del avión y retiró un panel de una pared, que ocultaba una caja muy bien disimulada. Marcó la combinación, la abrió y sacó dos pasaportes.
—La documentación de Rémy y la mía —dijo—. Acto seguido extrajo un grueso fajo de billetes de cincuenta libras—. Y esta es la vuestra.
Sophie lo miró, incrédula.
—¿Un soborno?
—Diplomacia creativa. Los aeródromos ejecutivos hacen ciertas concesiones. Un agente de aduanas nos recibirá en mi hangar y solicitará permiso para subir al avión. En vez de permitírselo, le diré que viajo con una artista francesa muy famosa a la que no interesa que se divulgue su estancia en Inglaterra —por el acoso de la prensa, ya sabéis—, y le ofreceré esta generosa propina a cambio de su discreción.
Langdon estaba boquiabierto.
—¿Y crees que el agente la aceptará?
—Si fuera de otro, no, pero aquí todo el mundo me conoce. No soy traficante de armas, por Dios. Si hasta me nombraron caballero. —Sonrió—. Ser socio de ese club da derecho a ciertos privilegios.
En aquel momento, Rémy se acercó por el pasillo con la pistola en la mano.
—¿Y cuáles son sus planes para mí, señor?
Teabing miró a su mayordomo.
—Quiero que te quedes a bordo con nuestro invitado hasta que regresemos. No podemos ir cargando con él por todo Londres.
Sophie parecía preocupada.
—Sir Leigh, la policía francesa podría localizar el avión antes de que regresemos.
Teabing soltó una carcajada.
—Sí, imagine su sorpresa si suben a bordo y se encuentran a Rémy.
A Sophie le sorprendió aquella actitud despreocupada.
—Sir Leigh, acaba de transportar a un rehén más allá de las fronteras de un país. El asunto es serio.
—Mis abogados también lo son —señaló la cola del avión, donde seguía el monje—. Ese animal entró en mi casa y casi me mató. Eso es un hecho, y Rémy declarará a mi favor.
—¡Pero tú lo has atado y te lo has traído a Londres! —exclamó Langdon.
Teabing levantó la mano derecha y, teatralmente, pronunció una falsa súplica.
—Su excelencia, perdone a un caballero excéntrico por preferir el sistema judicial británico. Me doy cuenta de que debería haber llamado a las autoridades galas, pero soy un esnob y no me fío de esos franceses y su laissez-faire, no creo que sean buenos persiguiendo delitos. Este hombre casi me mata. Sí, tomé una decisión precipitada y obligué a mi mayordomo a que me ayudara a traerlo aquí, a Inglaterra, pero estaba bajo una fortísima presión. Mea culpa, mea culpa.
Langdon seguía sin estar convencido.
—Viniendo de ti, Leigh, a lo mejor se lo creen.
—Señor —interrumpió el piloto—. Acaban de radiar un mensaje desde la torre de control. Parece que hay un problema de mantenimiento cerca de nuestro hangar y me piden que lleve el avión hasta la terminal.
Teabing llevaba más de diez años volando a Biggin Hill y nunca le había pasado algo parecido.
—¿Le han dicho de qué tipo de problema se trata?
—El controlador no ha sido muy concreto, señor. Algo sobre una fuga de petróleo del depósito de repostaje, o algo así. Me han pedido que aparque en la terminal y que nadie se baje hasta que nos den más instrucciones. Medidas de seguridad. En principio no podemos descender hasta que las autoridades aeroportuarias nos den el visto bueno.
Teabing no estaba nada convencido. «Pues debe de ser una fuga bien grande.» El depósito de repostaje estaba a un kilómetro de su hangar.
Rémy también parecía preocupado.
—Señor, esto no es nada normal.
Teabing se volvió para hablar con Langdon y Sophie.
—Amigos, tengo la desagradable sospecha de que estamos a punto de ser recibidos por un simpático comité de bienvenida.
Langdon suspiró, cansado.
—Supongo que Fache sigue creyendo que es a mí a quien tiene que detener.
—O eso o está demasiado metido en esto para admitir su error —apuntó Sophie.
Teabing no la escuchaba. Fueran cuales fueran las verdaderas motivaciones de Fache, había que hacer algo, y rápido. «No pierdas de vista la meta final. El Grial. Estamos ya tan cerca.» Se oyó un sonido metálico sordo cuando las compuertas del tren de aterrizaje se abrieron.
—Leigh —dijo Langdon con tono de arrepentimiento—. Creo que tendría que entregarme a las autoridades y resolver esto de acuerdo a la ley. Y no implicaros a vosotros en todo este lío.
—Por Dios, Robert —replicó Teabing apartando aquella idea con la mano—. ¿Crees en serio que a los demás nos van a dejar en libertad? Acabo de trasladarte ilegalmente a otro país. La señorita Neveu te ha ayudado a escapar del Louvre, y tenemos a un hombre atado en la cola del avión. Así que en esto estamos todos metidos por igual, no sé si me entiendes.
—¿Y si aterrizáramos en otro aeropuerto? —preguntó Sophie.
Teabing negó con la cabeza.
—Si cambiamos de rumbo ahora, cuando nos den permiso para aterrizar en otro aeropuerto seguro que tendremos hasta tanques esperándonos.
Al oír aquello, Sophie, desmoralizada, no dijo nada más.
Teabing tenía la clara sensación de que si querían contar con alguna posibilidad de posponer su encontronazo con las autoridades británicas, tenían que hacer algo arriesgado.
—Un minuto —dijo, acercándose a la cabina.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Langdon.
—Una reunión de ventas —respondió sir Leigh, sin saber cuánto le costaría convencer a su piloto para que ejecutara una maniobra totalmente irregular.
81
«El Hawker ha iniciado la maniobra del descenso.»
Simón Edwards —director ejecutivo de servicios del aeropuerto de Biggin Hill, caminaba de un lado para otro en la torre de control, observando con nerviosismo la pista de aterrizaje mojada. Nunca le había gustado que le despertaran un sábado a primera hora de la mañana, pero en ese caso la cosa era aún peor, porque le habían llamado para que estuviera presente durante la detención de uno de sus mejores clientes. Sir Leigh Teabing no sólo les pagaba por la ocupación de uno de los hangares privados, sino una tarifa de aterrizaje por sus frecuentes desplazamientos. Normalmente, el aeropuerto conocía de antemano la hora de sus llegadas y podía seguir un estricto protocolo tras las mismas. A Teabing le gustaba que las cosas se sucedieran siempre del mismo modo. Su limusina Jaguar fabricada especialmente para él y que tenía aparcada en el hangar debía tener el depósito de gasolina lleno, estar inmaculada y con un ejemplar del día del Times en el asiento trasero. Un oficial de aduanas debía estar esperándole en el hangar para acelerar los trámites burocráticos y encargarse de revisar el equipaje. En ocasiones, los oficiales de aduanas aceptaban generosas propinas a cambio de hacer la vista gorda ante determinados productos orgánicos inofensivos —casi siempre delicatessen—, caracoles franceses, un tipo especial de Roquefort artesano muy fuerte, ciertas frutas. De todos modos, muchas de las normas de fronteras eran absurdas, y si Biggin Hill no se amoldaba a las peticiones de sus clientes, estos encontrarían sin duda otros aeródromos que sí lo hicieran. Así que a Teabing le proporcionaban todo lo que pedía en Biggin Hill, y los empleados salían favorecidos.
Al ver que el avión se aproximaba, Edwards sintió que los nervios estaban a punto de traicionarle. Se preguntaba si la tendencia de sir Leigh a repartir su riqueza sería la causante de los problemas que le acechaban. Las autoridades francesas parecían muy decididas a retenerlo como fuera. A él aún no le habían comunicado de qué lo acusaban, pero sin duda los cargos debían ser graves. A petición de la policía gala, las fuerzas del orden de Kent habían solicitado al controlador del tráfico aéreo de Biggin Hill que se pusiera en contacto con el piloto para ordenarle que se dirigiera directamente a la terminal, y no al hangar de su cliente. El piloto había dado su conformidad, aceptando como cierta, al parecer, la historia de la fuga de petróleo.
Aunque la policía británica no solía llevar pistola, la gravedad de la situación les había llevado a enviar una brigada de hombres armados. Ahora, en la terminal, había ocho agentes preparados para disparar si era necesario, aguardando el momento en que los motores se pararan. Cuando eso sucediera, un asistente de pista colocaría unos topes en las ruedas para que el avión no pudiera moverse. En ese instante aparecería la policía y mantendría retenidos a los ocupantes hasta que la policía francesa llegara a hacerse cargo de la situación.
El Hawker volaba ya muy bajo, rozando casi las copas de los árboles que quedaban a su derecha. Simón Edwards bajó para presenciar el aterrizaje desde el asfalto. La policía de Kent estaba escondida, fuera de su campo de visión, y el encargado del mantenimiento esperaba equipado con los topes. En la pista, el avión levantó un poco el morro y las ruedas tocaron tierra soltando una nube de humo. El avión empezó a frenar, balanceándose a un lado y a otro frente a la terminal. El fuselaje blanco brillaba cubierto de gotas de lluvia. Pero en vez de detenerse y girar, el jet prosiguió despacio en dirección al hangar de Teabing, que quedaba en un extremo del aeropuerto.
Los agentes dieron un paso al frente y miraron a Edwards.
—Creía que el piloto había aceptado venir a la terminal.
Edwards estaba desconcertado.
—¡Eso es lo que ha dicho por radio!
El director ejecutivo también se adelantó. El ruido era ensordecedor.
Los motores del Hawker seguían rugiendo mientras el piloto culminaba su maniobra habitual, colocando el avión de cara para facilitar el siguiente despegue. Cuando estaba a punto de completar el giro de 180 grados y adelantarse hasta la entrada del hangar, Edwards vio el rostro del piloto que, comprensiblemente, parecía sorprendido al ver aquella barricada de coches de policía.
El aparato se detuvo finalmente y paró los motores. La policía entró en el hangar y rodeó el jet. Edwards se unió al inspector en jefe de la policía de Kent, que avanzó con prudencia hacia la puerta. Tras varios segundos, ésta se abrió con un chasquido.
Leigh Teabing apareció tras ella, inmóvil a la espera de que la escalerilla automática acabara de bajar. Al contemplar el mar de pistolas que le apuntaban, se apoyó en las muletas y se rascó la cabeza.
—Simón, ¿es que me ha tocado una patrulla de policía en un sorteo mientras estaba fuera? —Parecía más desconcertado que preocupado.
Simón Edwards se adelantó y tragó saliva.
—Buenos días, señor. Siento mucho toda esta confusión. Tenemos un escape de petróleo y el piloto nos ha comunicado que aparcaría en la terminal.
—Sí, sí, pero bueno, he sido yo quien le he dicho que viniera hasta aquí. El caso es que tengo una cita y llego tarde. Este hangar lo pago yo, y todo eso de la fuga de petróleo me ha parecido demasiado exagerado, la verdad.
—Me temo que su llegada nos ha pillado a todos con la guardia baja, señor.
—Lo sé. Esto no estaba programado. En confianza le diré que el nuevo tratamiento no me está yendo muy bien. Y se me ha ocurrido venir para hacerme una revisión.
Los policías se intercambiaron miradas. Edwards torció el gesto.
—Muy bien, señor.
—Señor —intervino el inspector jefe de Kent, dando un paso adelante—. Debo pedirle que vuelva a entrar en el avión y que permanezca a bordo aproximadamente otra media hora.
Mientras bajaba con dificultad las escaleras, Teabing no dejaba de sonreír.
—Me temo que eso va a ser imposible. Tengo una visita médica. —Pisó el suelo—. Y no puedo permitirme faltar.
El inspector jefe cambió de postura para impedir que Teabing siguiera avanzando.
—Estoy aquí a instancias de la Policía Judicial francesa. Según ellos, en este avión viajan dos huidos de la justicia.
Teabing miró fijamente al inspector un largo instante y luego estalló en una carcajada.
—¿Qué es esto? ¿Uno de esos programas de cámara oculta? Pues qué divertido.
El inspector no era de los que se arredraban.
—Esto es muy serio, señor. La policía francesa asegura además que lleva usted a bordo a un rehén.
El mayordomo de Teabing, Rémy, apareció en lo alto de la escalerilla.
—Yo me siento un rehén muchas veces trabajando para sir Leigh, pero él me asegura que soy libre para irme cuando quiera. — Consultó el reloj—. Señor, la verdad es que se nos está haciendo muy tarde. —Apuntó hacia el Jaguar aparcado en un rincón del hangar. El enorme automóvil era negro, con cristales tintados y ruedas blancas—. Así que voy sacando el coche —añadió, empezando a bajar.
—Me temo que no podemos permitir que se vaya —dijo el inspector—. Por favor, regresen al avión. En breve aterrizarán representantes de la policía francesa.
Teabing miró a Simón Edwards.
—Simón, por el amor de Dios, esto es ridículo. No llevamos a nadie más a bordo. Somos los de siempre: Rémy, el piloto y yo. Haz tú de intermediario. Entra tú a comprobar que el avión está vacío.
Edwards sabía que estaba entre la espada y la pared.
—Sí, señor, si quiere entro a echar un vistazo, por mi parte no tengo ningún inconveniente.
—¡De ninguna manera! —exclamó el inspector que, por lo que se veía, tenía cierto conocimiento de lo que se cocía en los aeródromos privados, y motivos para sospechar que Simón Edwards sería capaz de mentir para proteger los intereses de su cliente—. Entraré yo mismo a inspeccionar.
Teabing negó con la cabeza.
—No, inspector, eso no. Esto es una propiedad privada y hasta que dispongan de una orden judicial no permitiré que entren en ella. Les estoy ofreciendo una salida razonable. El señor Edwards puede realizar la inspección.
—De ninguna manera.
Teabing cambió el tono y se puso muy serio.
—Inspector, por desgracia no tengo tiempo para entrar en sus juegos. Llego tarde y tengo que irme. Si la cosa es tan importante y tiene que detenerme, tendrá que dispararme primero.
Dicho esto, Teabing y Rémy esquivaron al inspector y se dirigieron a la limusina.
El jefe de la policía de Kent no sentía otra cosa que desprecio por aquel hombre que acababa de pasar a su lado. Los privilegiados siempre creían que estaban por encima de la ley.
«Pues no.» El inspector se dio la vuelta y apuntó con el arma a la espalda de sir Leigh.
—Deténgase o disparo.
—Adelante —replicó Teabing sin aflojar el paso ni mirar hacia atrás—. Mis abogados se comerán sus testículos guisados para desayunar. Y si se atreve a registrar el avión sin una orden judicial, se le comerán también el bazo.
Acostumbrado a los faroles y a las bravuconadas, aquello no impresionó lo más mínimo al inspector. Técnicamente, Teabing tenía razón y la policía necesitaba una orden de registro para entrar en el jet, pero como el vuelo tenía su origen en Francia, y como el poderoso Fache había dado su autorización, el inspector jefe de Kent estaba convencido de que le convenía mucho más descubrir eso que había dentro del avión y que Teabing tenía tanto empeño en ocultar.
—Deténganlos —dijo—. Voy a registrar el avión.
Los policías se acercaron corriendo con las armas en alto y les bloquearon el paso.
Teabing se dio la vuelta.
—Inspector, se lo advierto por última vez. Ni se le ocurra entrar en el avión. Lo lamentaría.
Ignorando la amenaza, el inspector jefe empuñó su arma y empezó a subir por la escalerilla. Llegó a la puerta y asomó la cabeza en el interior. «¿Pero qué diablos es esto?»
A excepción del piloto que, con cara de susto, seguía en la cabina, el avión estaba vacío. Totalmente desprovisto de cualquier forma de vida humana. Inspeccionó deprisa el baño, los espacios que quedaban entre los asientos, los portaequipajes, pero no encontró indicios de que hubiera nadie escondido... y menos aún varias personas.
«¿Pero en qué estaba pensando Bezu Fache?» Al parecer, sir Leigh Teabing le había dicho la verdad.
En el avión vacío, el inspector jefe de la policía de Kent tragó saliva. «Mierda.» Se puso rojo y se asomó por la puerta. Vio a Teabing y a su mayordomo en el hangar, rodeados de policías que los apuntaban junto a la limusina.
—Dejen que se vayan —ordenó—. La información que nos han pasado no era correcta.
Los ojos de Teabing brillaban amenazadores desde el otro extremo del hangar.
—Recibirá usted noticias de mis abogados. Y, para próximos casos, ya sabe que no hay que fiarse de la policía francesa.
Acto seguido, el mayordomo le abrió la puerta trasera de la larga limusina y le ayudó a subirse a ella. Luego se fue hasta la parte delantera, se puso al volante y giró la llave del contacto. Los policías se apartaron para dejarlos salir del hangar.
—Muy bien hecho, mi buen amigo —dijo Teabing desde el asiento de atrás cuando la limusina salía del aeropuerto a todo gas. Echó un vistazo a los espacios en penumbra que había frente a él. ¿Vais todos cómodos?
Langdon asintió con un discreto movimiento de cabeza. Sophie todavía iba agachada junto al albino, que seguía atado y amordazado.
Hacía escasos momentos, cuando el Hawker estaba entrando en el hangar desierto, Rémy había abierto la puerta del avión antes de que éste se detuviera. La policía estaba cada vez más cerca, y Langdon y Sophie habían arrastrado al monje por la escalerilla hasta el suelo, y lo habían ocultado en la zona central de la limusina En ese momento el Hawker completó el giro con gran estruendo de motores, y los vehículos policiales irrumpieron en el hangar.
Ahora el Jaguar se acercaba a Kent a toda velocidad y ellos se trasladaron a la parte trasera, dejando al monje atado en el suelo. Se sentaron en un asiento espacioso que quedaba frente al de Teabing. El caballero inglés les sonrió y abrió el mueble bar.
—¿Os apetece beber o picar algo? ¿Unas patatas? ¿Frutos secos? ¿Una tónica?
Sophie y Langdon negaron con la cabeza al unísono.
Teabing cerró el mueble bar sin dejar de sonreír.
—Bueno, como íbamos diciendo, la tumba del caballero...
82
—¿Fleet Street? —preguntó Langdon con la vista clavada en sir Leigh. «¿Hay una cripta en Fleet Stret?» Hasta el momento, Teabing se hacía el interesante con el paradero de esa «tumba del caballero» que, según el poema, les proporcionaría la contraseña que abría el criptex más pequeño.
Teabing sonrió y se dirigió a Sophie.
—Señorita Neveu, déjele ver el poema otra vez al muchacho de Harvard, si es tan amable.
Sophie se metió la mano en el bolsillo y sacó el criptex negro, que estaba envuelto en el pergamino. De común acuerdo, habían dejado la caja de palisandro y el primer criptex en la caja fuerte del avión, y se habían llevado sólo lo que les hacía falta, el criptex pequeño, que era más manejable y discreto. Sophie desdobló el pergamino y se lo pasó a Langdon.
Aunque lo había leído varias veces mientras volaban, no había sido capaz de extraer de aquellas palabras una ubicación concreta. Ahora, al volver sobre ellas, lo hacía despacio y concentrándose, con la esperanza de encontrar al fin algún significado más ahora que estaba en tierra.
En la ciudad de Londres, enterrado
por el Papa, reposa un caballero.
Despertaron los frutos de sus obras
las iras de los hombres más sagrados.
El orbe que en su tumba estar debiera
buscad; os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Lo que decía parecía ser bastante simple: Había un caballero enterrado en Londres. Un caballero que trabajaba en algo que provocó la indignación de unos hombres sagrados, seguramente eclesiásticos. Un caballero en cuya tumba faltaba una esfera que debería estar ahí. La referencia final del poema —carne rosada y vientre fecundado— era una clara alusión a María Magdalena, la rosa que llevaba en su vientre la semilla de Jesús.
A pesar de la aparente claridad de aquellos versos, Langdon seguía sin tener ni idea de a qué caballero se referían ni dónde podía estar enterrado. Y además, por lo que parecía, incluso si encontraban la tumba, lo que tenían que hacer era buscar algo que «estar debiera», es decir, que no estaba ahí, una «esfera» que les contaría esas cosas.
—¿No se te ocurre nada? —dijo Teabing, con tono de falsa decepción, porque Langdon se daba cuenta de que en realidad su amigo disfrutaba viendo que sabía algo que a él se le escapaba.
—¿Señorita Neveu?
Sophie negó con la cabeza.
—¿Qué iban a hacer sin mí? Muy bien, vamos a ir paso a paso. En realidad no es nada complicado. La clave está en los dos primeros versos. ¿Podrías leerlos, si eres tan amable?
Langdon obedeció.
—En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa reposa un caballero.
—Exacto. Un caballero enterrado por un Papa. —Miró a Langdon—. ¿Te suena de algo?
Langdon se encogió de hombros.
—¿Un caballero enterrado por un Papa? ¿Un caballero que tuvo un funeral celebrado por el Papa?
Teabing se echó a reír.
—Eso sí que tiene gracia. Tú siempre tan ingenuo, Robert. Fíjate en el verso siguiente. Es evidente que ese caballero hizo algo que le ganó las iras de la Iglesia. Piensa en la dinámica que se generó entre la Iglesia y los Caballeros del Temple. ¿Un caballero enterrado por un Papa?
—¿Un caballero asesinado por un Papa? —aventuró Sophie.
Teabing le sonrió y le dio una palmadita en la rodilla.
—Muy bien, querida. Un caballero enterrado, o asesinado, por un Papa.
Langdon pensó en la famosa batida de 1307 —aquel desgraciado viernes trece— en que el papa Clemente mandó matar a cientos de templarios.
—Pero debe haber centenares de tumbas de caballeros «enterrados» por Papas.
—No tantas, no tantas. A la mayoría los quemaban en la hoguera y los arrojaban al Tíber sin más ceremonias. Pero este poema habla de una tumba. De una tumba que está en la ciudad de Londres. Y caballeros enterrados en Londres no hay tantos. —Hizo una pausa, con la esperanza de que a Langdon se le ocurriera por fin. Pero al cabo de un instante prosiguió, impaciente—. ¡Robert, por el amor de Dios! ¡La iglesia construida en Londres por el brazo armado del Priorato! ¡Por los mismísimos templarios!
—¿La iglesia del Temple tiene cripta? —preguntó, desconcertado.
—Con diez de las tumbas más terroríficas que has visto en tu vida.
En realidad Langdon no había visitado nunca la iglesia del Temple, aunque había encontrado numerosas referencias sobre ella en el transcurso de sus investigaciones sobre el Priorato. En otro tiempo epicentro de todas las actividades de los templarios y el Priorato en el Reino Unido, la iglesia del Temple había recibido aquel nombre en honor al templo de Salomón, igual que los Caballeros Templarios habían tomado de él el suyo, además de los documentos del Sangreal que les habían dado tanta influencia en Roma. Circulaba todo tipo de historias sobre caballeros que celebraban rituales extraños y secretos en el atípico santuario de la iglesia del Temple.
—¿Y la iglesia del Temple está en Fleet Street?
—En realidad, está justo al lado, en el cruce con Inner Temple Lane. —Teabing puso cara de travieso—. Quería verte sudar un poco más antes de decírtelo.
—Muchas gracias.
—¿Ninguno de los dos la conoce?
Langdon y Sophie negaron con la cabeza.
—No me sorprende —dijo sir Leigh—. En la actualidad queda oculta por edificios mucho más altos. Hay poca gente que sepa que está ahí. Es un sitio viejo y misterioso, con un estilo arquitectónico totalmente pagano.
—¿Pagano? —repitió Sophie, sorprendida.
—Tan pagano como el panteón —exclamó Teabing—. La iglesia es redonda. Los templarios ignoraron el trazado tradicional de la iglesia en forma de cruz latina y construyeron una iglesia circular en honor al sol. —Arqueó las cejas con gesto malicioso—. Un desafío bastante descarado a los chicos de Roma. Por el mismo precio podrían haber reconstruido Stonhenge en el corazón de Londres.
Sophie se quedó mirando a Teabing.
—¿Y el resto del poema?
El aire despreocupado del historiador se esfumó.
—No estoy seguro. Es desconcertante. Tenemos que examinar con mucha atención las diez tumbas. Con suerte, saltará a la vista que a una le falta una esfera.
Langdon se dio cuenta de lo cerca que estaban de la solución. Si el orbe que faltaba revelaba la contraseña, podrían abrir el segundo criptex. Le costaba imaginar qué se encontrarían en su interior.
Langdon volvió a leer el poema. Era una especie de rompecabezas básico. «¿Una palabra de cinco letras que tenga que ver con el Grial?» En el avión, ya habían intentado todas las combinaciones más evidentes —GRIAL, GRAAL, GREAL, VENUS, MARÍA, JESÚS, SARAH—, pero el cilindro no se había abierto. «Demasiado obvias.» Al parecer, había alguna otra referencia al vientre fecundado de la rosa. Para Langdon, que esa palabra se le escapara a un especialista como Leigh Teabing significaba que no era demasiado conocida.
—¿Sir Leigh? —dijo Rémy mirándolo por el espejo retrovisor—. ¿Dice que Fleet Street está cerca del puente de Blackfriars?
—Sí, gira en Victoria Embankment.
—Lo siento, pero no sé muy bien por dónde queda. Como normalmente sólo vamos al hospital...
Teabing entornó los ojos y miró a sus compañeros.
—La verdad es que con él a veces es como hacer de niñera. Disculpadme un momento. Tomad lo que queráis.
Se levantó con dificultad y se apoyó en el panel divisorio, que estaba abierto, para hablar con Rémy.
—Robert, nadie sabe que estamos en Inglaterra —le dijo Sophie cuando se quedaron solos.
Langdon cayó en la cuenta. Tenía razón. La policía de Kent le diría a Fache que el avión estaba vacío, y éste tendría que concluir que aún seguían en Francia. «Somos invisibles.» El truquito de Leigh les había proporcionado mucho tiempo extra.
—Fache no se va a rendir tan fácilmente —prosiguió Sophie—. Ha invertido demasiado en esta detención para desistir ahora.
Langdon había intentado no pensar en Fache. Sophie le había prometido que haría todo lo que estuviera en su mano para exonerarlo una vez todo aquello hubiera terminado, pero él empezaba a temerse que tal vez no hiciera falta. «No me extrañaría que Fache formara parte de toda esta trama.» Aunque a Langdon le costaba creer que la Policía Judicial estuviera involucrada en el asunto del Santo Grial, esa noche había asistido a demasiadas coincidencias como para desestimar de plano la posible complicidad de Fache. «Es una persona religiosa, y tiene mucho interés en cargarme a mí con todas esas muertes.» Pero, por otra parte, la opinión de Sophie era que Fache podía, simplemente, estar actuando con un exceso de celo en su caso. Después de todo, las pruebas que había contra él eran significativas. Su nombre había aparecido escrito en el suelo del Louvre y en la agenda de Saunière, y ahora parecía como si hubiera mentido sobre su libro y se hubiera escapado. «A sugerencia de Sophie.»
—Robert, siento mucho que te hayas visto tan implicado en todo esto —le dijo Sophie poniéndole la mano en la rodilla—, pero me alegro de que estés aquí.
El comentario sonaba más pragmático que romántico, y sin embargo Langdon sintió que entre ellos surgía un chispazo de atracción. Le dedicó una sonrisa cansada.
—Cuando me dejan dormir soy bastante más divertido.
Sophie se quedó unos segundos sin decir nada.
—Mi abuelo me pidió que confiara en ti. Qué suerte, por una vez en la vida le hice caso.
—Tu abuelo ni siquiera me conocía.
—Da igual, creo que has hecho todo lo que él habría querido. Me has ayudado a encontrar la clave, me has explicado qué es el Sangreal, me has aclarado lo del ritual del sótano. —Hizo una pausa—. En cierto modo, esta noche me siento más unida a mi abuelo de lo que me había sentido en años. Y sé que a él le alegraría saberlo.
A lo lejos, el perfil de Londres empezaba a intuirse entre la llovizna del amanecer. Antes dominado por el Big Ben y el Puente, ahora el horizonte quedaba interrumpido por el Millenium Eye, una noria colosal y ultramoderna que se elevaba más de ciento cincuenta metros y ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad. Langdon había intentado montarse en una ocasión, pero las «cápsulas panorámicas» le recordaban demasiado a sarcófagos sellados y había preferido mantener los pies en el suelo y disfrutar de la vista desde los despejados márgenes del Támesis.
Notó otra vez una mano en la rodilla, y al volverse se encontró con los ojos de Sophie. Se dio cuenta de que llevaba un tiempo hablándole.
—¿Qué crees tú que debemos hacer con los documentos del Sangreal si llegamos a encontrarlos? —le susurró.
—Lo que yo crea no tiene importancia —le respondió Langdon—. Tu abuelo te entregó el criptex a ti, y tú debes hacer lo que tu instinto te diga que él hubiera querido que se hiciera.
—Sí, pero yo te estoy pidiendo tu opinión. Está claro que en tu libro escribiste algo que llevó a mi abuelo a confiar en tu buen juicio. Si hasta llegó a concertar una entrevista privada contigo. Y eso, créeme, no era nada normal en él.
—Tal vez lo que quería decirme era que lo había interpretado todo mal.
—¿Y por qué me habría pedido que contactara contigo si no le gustaban tus ideas? En tu texto, ¿defendías que los documentos del Sangreal se divulgaran o que permanecieran ocultos?
—Ninguna de las dos cosas. No me definía en ningún sentido. Mi obra trata de la simbología de la divinidad femenina, realiza un recorrido por su iconografía a lo largo de la historia. Evidentemente, no insinuaba saber dónde está oculto el Grial ni si debería o no darse a conocer.
—Sin embargo, el hecho mismo de haber escrito un libro sobre el tema, implica de algún modo que estás a favor de compartir la información disponible.
—Hay una gran diferencia entre comentar de manera hipotética una historia alternativa sobre Jesucristo y... —Se detuvo.
—¿Y qué?
—Y presentar ante el mundo miles de documentos antiguos como pruebas científicas que demuestran la falsedad de los testimonios que aparecen en el Nuevo Testamento.
—Pero si antes me has dicho que el Nuevo Testamento estaba basado en invenciones.
Langdon sonrió.
—Sophie, todas las religiones del mundo están basadas en invenciones. Esa es la estricta definición de lo que es la fe, la aceptación de lo que imaginamos verdadero pero que no podemos demostrar. Todas las religiones describen a Dios recurriendo a la metáfora, a la alegoría y a la exageración, tanto en el antiguo Egipto como en las clases de catequesis de las parroquias. Las metáforas ayudan a nuestra mente a procesar lo improcesable. El problema surge cuando empezamos a creer literalmente en las metáforas que nosotros mismos hemos creado.
—Entonces lo que estás diciendo es que estás a favor de que los documentos del Sangreal permanezcan ocultos para siempre.
—Yo soy historiador, Sophie. Soy contrario a la destrucción de documentos, y me encantaría que los estudiosos de las religiones dispusieran de más información para que pudieran hacer una mejor valoración de la excepcional vida de Jesús.
—Te estás poniendo de las dos partes en una misma cuestión.
—¿Sí? La Biblia representa una guía fundamental para millones de personas en todo el planeta, de un modo parecido a lo que representan el Corán, la Torah, y el Canon Pali para las personas de otras religiones. Si tuviéramos la ocasión de hacer públicos unos documentos que contradijeran las historias sagradas de la fe musulmana, de la judía, de la budista, de la pagana, ¿estaría bien que lo hiciéramos? ¿Deberíamos dar la voz de alarma y decirle a los budistas que tenemos pruebas de que Buda no salió de una flor de loto? ¿O de que Jesús no nació de una virgen, en el sentido literal del término? Los que entienden de verdad sus religiones saben que esas historias son metafóricas.
Sophie no estaba convencida del todo.
—Mis amigos cristianos más devotos se creen literalmente que Cristo caminó sobre las aguas, que convirtió el agua en vino y que nació de una virgen.
—Eso es precisamente lo que digo —prosiguió Langdon—. La alegoría religiosa se ha convertido en parte del tejido de la realidad. Y vivir en esa realidad ayuda a millones de personas a resistir y a ser mejores.
—Pero parece que su realidad es falsa.
Langdon ahogó una carcajada.
—No más que la de una criptógrafa matemática que cree en el número imaginario «i» porque le ayuda a descifrar códigos.
—No es lo mismo —replicó Sophie frunciendo el ceño.
Estuvieron un momento en silencio.
—¿Qué pregunta me habías hecho?
—No me acuerdo —respondió Sophie.
—Nunca falla —dijo Langdon con una sonrisa en los labios.
83
El reloj de Langdon, con su esfera de Mickey, marcaba casi las siete y media cuando lo miró antes de bajarse de la limusina y salir a la Inner Temple Lane, acompañado de Sophie y de Teabing. El trío atravesó una maraña de edificios hasta llegar al pequeño patio que había a la entrada de la iglesia del Temple. La piedra tosca brillaba con la lluvia, y unas palomas emitían sus arrullos desde las cornisas.
La antigua iglesia del Temple había sido construida totalmente con piedra de Caen. Se trataba de un edificio muy vistoso, circular, con una fachada algo tétrica, un cimborrio central y una nave que sobresalía a uno de los lados. Se parecía más a una plaza militar que a un lugar de culto. Consagrada el 10 de febrero de 1185 por Heraclio, patriarca de Jerusalén, la iglesia del Temple había sobrevivido a ocho siglos de inestabilidad política, al Gran Incendio de Londres y a la Primera Guerra Mundial, pero las bombas incendiarias de la Luftwaffe, en 1940, la habían dañado seriamente. Tras la contienda, la habían restaurado para devolverle su severo esplendor.
«La simplicidad del círculo», pensó Langdon mientras contemplaba el edificio por primera vez. Arquitectónicamente, era tosca y sencilla, más parecida al Castel Sant’Angelo de Roma que al refinado Panteón. El anexo rectangular que sobresalía a la derecha era un desafortunado pegote, aunque apenas lograba disimular la forma pagana original de la primera estructura.
—Como es sábado y es tan temprano —dijo Teabing cojeando hacia la entrada—, supongo que no habrá misa y podremos estar tranquilos.
La entrada del templo era un cuadro labrado que enmarcaba un gran portón de madera. A su izquierda, totalmente fuera de lugar, había un tablón de anuncios lleno de carteles de conciertos e informaciones sobre servicios religiosos.
Al leer uno de ellos, Teabing torció el gesto.
—Aún faltan un par de horas para que abran a las visitas turísticas.
Se acercó a la puerta e intentó abrirla, sin éxito. Pegó la oreja a la madera y escuchó. Se quedó así un instante y, cuando se incorporó, lo hizo con gesto astuto, señalando el tablón de anuncios.
—Robert, por favor, consulta el horario de misas. ¿Quién las celebra esta semana?
En el interior de la iglesia, un monaguillo estaba terminando de pasar la aspiradora entre los bancos cuando oyó que llamaban a la puerta principal. En un primer momento no hizo caso. El reverendo Harvey Knowles tenía llaves y no lo esperaba hasta dentro de dos horas. Quien llamaba debía de ser un indigente, o algún curioso. Siguió aspirando, pero volvieron a llamar, esta vez con más insistencia. «¿Es que no sabe leer?» El cartel de la puerta lo indicaba claramente: la iglesia no abría hasta las nueve y media los sábados. Así que siguió con sus obligaciones.
Al cabo de poco, era ya como si alguien estuviera golpeando la puerta con una barra de hierro. El joven apagó el aspirador, se dirigió de mal humor hasta la puerta y la abrió con brusquedad. Al otro lado había tres personas. «Turistas», murmuró.
—No abrimos hasta las nueve y media.
El hombre más corpulento, que parecía ser el líder, dio un paso al frente ayudado por sus muletas.
—Soy sir Leigh Teabing —le dijo con su acento aristocrático—. Como sin duda no le habrá pasado por alto, vengo acompañando al señor Cristopher Wren IV y a su esposa.
Se apartó un poco y con una floritura alargó el brazo en dirección a la atractiva pareja que estaba detrás. Ella tenía unos rasgos muy delicados y el pelo largo y rojizo. Él era alto, moreno y su rostro le resultaba vagamente familiar.
El monaguillo se había quedado sin saber qué decir. Sir Cristopher Wren era el benefactor más famoso de la iglesia del Temple, y gracias a él se habían llevado a cabo todas las restauraciones necesarias tras los daños provocados por el Gran Incendio. Pero es que, además, llevaba muerto desde principios del siglo XVIII.
—Eh... un honor conocerle.
El hombre de las muletas frunció el ceño.
—Menos mal que no eres vendedor, porque la verdad es que no resultas muy convincente. ¿Dónde está el reverendo Knowles?
—Es sábado. Hoy viene más tarde.
El tullido torció todavía más el gesto.
—A esto lo llamo yo agradecimiento. Nos aseguró que estaría aquí, pero por lo que se ve tendremos que ingeniárnoslas solos. No tardaremos.
El monaguillo seguía cerrándoles el paso.
—Disculpe, ¿no tardarán en hacer qué?
Teabing lo miró con severidad. Se le acercó y le susurró algo, como para evitarles a todos pasar por una situación embarazosa.
—Joven, usted debe de ser nuevo. Todos los años, los descendientes de sir Cristopher Wren traen un puñado de cenizas de su antepasado para esparcirlas por el santuario del Temple. Es algo que estipuló él en su testamento. A nadie le apetece demasiado hacer el viaje hasta aquí, pero ¿qué otra cosa se puede hacer?
El monaguillo llevaba ahí un par de años y nunca había oído hablar de esa costumbre.
—Sería mejor que esperaran hasta las nueve y media. La iglesia todavía no está abierta, y yo no he terminado de pasar el aspirador.
El hombre de las muletas lo miró enfadado.
—Jovencito, si aquí queda algo para que usted pueda pasar el aspirador es gracias al caballero que está en el bolsillo de esta señora.
—¿Cómo dice?
—Señora Wren, ¿le importaría enseñarle a este joven la urna con las cenizas?
La mujer vaciló un instante y entonces, como si despertara de un trance, se metió la mano en el bolsillo del suéter y sacó un pequeño cilindro envuelto en una especie de tela protectora.
—¿Lo ve? —gritó el lisiado—. Ahora, en su mano está hacer posible que se cumplan sus últimas voluntades, y dejarnos que esparzamos las cenizas por el santuario. Si no, tendré que contarle al señor Knowles cómo nos ha tratado.
El monaguillo dudó. Sabía muy bien lo importantes que eran para el reverendo las tradiciones. Además, era tan susceptible con todo lo que tuviera que ver con aquel templo... Tal vez, simplemente, se hubiera olvidado de que tenía una cita con aquellos familiares. En ese caso, corría más riesgo no dejándolos entrar. Después de todo, decían que no iban a tardar más que un minuto. ¿Qué mal podían hacer?
Al apartarse para dejarlos pasar, en los rostros de la pareja le pareció ver un desconcierto idéntico al suyo. Inseguro, el chico regresó a sus tareas, mirándolos por el rabillo del ojo. Mientras se adentraban en la iglesia, Langdon no pudo por menos que sonreír.
—Leigh —susurró—. Mientes muy bien.
A Teabing se le iluminaron los ojos.
—Grupo de Teatro de Oxford. Mi Julio César todavía se comenta. Estoy convencido de que nadie ha representado la primera escena del tercer acto con mayor convicción que yo.
Langdon se lo quedó mirando.
—Creía que César ya estaba muerto en esa escena.
Teabing soltó una risita.
—Sí, pero a mí, al caer al suelo, se me abrió la toga y tuve que quedarme media hora en el escenario con la cosa colgando. Ahora, eso sí, no moví ni un músculo. Estuve genial, créeme.
Langdon hizo como que se estremecía. «Siento habérmelo perdido.»
Mientras avanzaban por el anexo rectangular en dirección al centro de la iglesia, a Langdon le sorprendió su austera desnudez. Aunque el diseño del altar se parecía al de las capillas cristianas lineales, el mobiliario era tosco y frío, sin atisbo alguno de la ornamentación habitual.
—Adusto —musitó.
—Es que es anglicano —dijo Teabing entre risas—. Los anglicanos se beben su religión a palo seco. Que nada les haga olvidar su desgracia.
Sophie se adelantó hasta la espaciosa abertura que daba acceso a la parte circular de la iglesia.
—Esta zona parece una fortaleza —susurró.
Langdon le daba la razón. Incluso desde donde estaban, los muros se veían extrañamente robustos.
—Los Caballeros Templarios eran guerreros —les recordó Teabing, cuyas muletas reverberaban con un eco en la amplitud de aquel lugar—. Una sociedad religioso-militar. Sus iglesias eran sus plazas fuertes y sus bancos.
—¿Sus bancos?
—Sí, por supuesto. Los templarios inventaron el concepto de banca moderna. Para la nobleza europea, viajar con oro era peligroso, por lo que los caballeros de la orden les permitían depositarlo en la iglesia del Temple más cercana y retirarlo en cualquier otra, en cualquier punto de Europa. Lo único que necesitaban era acreditarse mediante la documentación correcta. —Hizo una pausa—. Y pagar una comisión. Fueron los primeros cajeros automáticos. —Teabing les señaló una vidriera atravesada por el sol en la que aparecía un caballero vestido de blanco sobre un caballo rosado—. Alanus Marcel —dijo—, Maestre de la Orden del Temple a principios del siglo XIII. En realidad, él y sus sucesores ocuparon el cargo de Primus Baro Angiae.
Langdon mostró su sorpresa.
—¿Primer Barón del Reino?
—Sí. Hay quien dice que el Maestre del Temple tenía más influencia que el mismo rey.
Cuando llegaron al principio del círculo, Teabing le echó un vistazo al monaguillo, que seguía pasando el aspirador en la otra punta.
—No sé si lo sabe, Sophie, pero se dice que el Santo Grial pasó una noche en esta iglesia, mientras los templarios lo trasladaban de un lugar seguro a otro. ¿Se imagina los cuatro arcones llenos de documentos aquí mismo, junto al sarcófago de María Magdalena? Se me pone la carne de gallina.
Langdon también sintió un escalofrío cuando entró en la cámara circular. Contempló la curvatura del perímetro de piedra pálida y se fijó en las gárgolas esculpidas, en los demonios, los monstruos y en los sufrientes rostros humanos que miraban hacia el interior. Por debajo de los relieves, un único banco de piedra circundaba todo el muro de la nave.
—Anfiteatro —susurró Langdon.
Teabing alzó una muleta y señaló primero el extremo izquierdo y luego el derecho. Langdon ya se había fijado.
«Diez caballeros de piedra.»
«Cinco a la izquierda. Cinco a la derecha.»
Tendidas de espaldas en el suelo, las figuras labradas, de tamaño natural, reposaban con expresión serena. Estaban esculpidas con sus armaduras, sus escudos, sus espadas, y a Langdon le pareció que era como si alguien se hubiera colado en sus aposentos mientras dormían y les hubieran echado escayola encima. Todas las figuras estaban muy desgastadas por el tiempo, pero cada una era única y distinta a las demás, con su armadura diferente, sus posturas diferentes de brazos y piernas, sus rasgos faciales únicos, sus marcas en los escudos.
«En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa, reposa un caballero.»
Langdon sintió una gran emoción al internarse más en aquella sala circular.
Tenía que ser allí.
84
En un callejón lleno de basura cercano a la iglesia del Temple, Rémy Legaludec detuvo la limusina, justo detrás de unos contenedores de residuos industriales. Paró el motor e inspeccionó la zona. No había ni un alma. Bajó del coche, se dirigió a la parte trasera, donde seguía su rehén, y subió de nuevo al vehículo.
Al intuir la presencia del mayordomo, el monje salió de una especie de trance de oraciones y le miró con sus ojos rojos con más sorpresa que temor. Durante toda la noche, a Rémy no había dejado de impresionarle la capacidad de aquel hombre para mantener la calma. Tras un forcejeo inicial en el Range Rover, el monje parecía haber aceptado la situación y haber entregado su destino a un poder superior.
Se aflojó la pajarita, se desabrochó el cuello almidonado y le pareció que era la primera vez en muchos años que podía respirar. Abrió el mueblebar y se sirvió un vodka Smirnoff. Se lo bebió de un trago y sin pausa se sirvió otro.
«Pronto seré un hombre ocioso.»
Rebuscó en el mueble y encontró un sacacorchos clásico y levantó la cuchilla que servía para cortar los precintos. En ese caso, sin embargo, había de servirle para un objetivo mucho más sorprendente. Se volvió para mirar a Silas, con la navaja en la mano.
Aquellos ojos rojos brillaron de temor.
Rémy sonrió y se echó hacia atrás. El monje se retorció e intentó soltarse las cuerdas.
—Quieto —le susurró Rémy alzando la cuchilla.
Silas no podía creer que Dios lo hubiera abandonado. Incluso el dolor que le provocaban las ataduras, Silas lo había transformado en un ejercicio espiritual, y le pedía a sus músculos sedientos de sangre que le recordaran el dolor que Cristo había soportado. «He rezado toda la noche por mi liberación.» Ahora, mientras la cuchilla descendía, cerró los ojos.
Sintió una punzada de dolor en las clavículas. Gritó, incapaz de creer que estaba a punto de morir ahí mismo, en aquella limusina, sin poder defenderse. «Me he limitado a hacer la obra de Dios. El Maestro me dijo que me protegería.»
Silas notó que el calor se le extendía por la espalda y los hombros, y empezó a imaginarse su propia sangre que le manchaba la piel. Entonces el lacerante dolor le invadió los muslos, y notó que en ellos se instalaba ese estado de desorientación que el cuerpo utiliza como mecanismo de defensa contra el malestar físico.
Como la quemazón le recorría ya todos los músculos del cuerpo, apretó más los párpados, porque no quería que la imagen final de su existencia fuera la de su asesino. Prefirió recordar al joven sacerdote Aringarosa frente a una pequeña iglesia en España... la que él y Silas habían construido con sus propias manos. «El principio de mi vida.»
A Silas le parecía que tenía la piel en llamas.
—Beba un poco —le dijo el hombre del esmoquin con acento francés—. Hará que le circule mejor la sangre.
Silas abrió los ojos al momento, sorprendido. Tenía delante la imagen borrosa de alguien que le alargaba un vaso. En el suelo, un montón de cinta adhesiva, junto a la navaja limpia de sangre.
—Bébaselo —insistió aquel hombre—. El dolor que siente es por el riego sanguíneo, que vuelve a sus músculos.
Silas notó que las oleadas de calor se transformaban en pinchazos. El vodka sabía fatal, pero se lo bebió, agradecido. El destino le había repartido muy malas cartas aquella noche, pero Dios lo había resuelto todo con un giro milagroso.
«Dios no me ha abandonado.»
Silas sabía cómo lo llamaría el obispo Aringarosa.
«Intervención divina.»
—Ya hace rato que quería liberarle —se disculpó el mayordomo—, pero me ha sido imposible. Con la policía que ha llegado al Château Villette, y luego con lo del aeropuerto, no he podido hacerlo antes. Me comprende, ¿verdad, Silas?
—¿Sabe mi nombre? —dijo el monje desconcertado, echándose hacia atrás.
El mayordomo sonrió.
El monje se sentó y empezó a frotarse los miembros agarrotados. Sus emociones eran un torrente de incredulidad, agradecimiento y confusión.
—¿Es usted... El Maestro?
Rémy negó con la cabeza y se echó a reír.
—Ojalá tuviera tanto poder. No, no soy El Maestro. Como usted, yo también estoy a su servicio. Pero El Maestro habla muy bien de usted. Me llamo Rémy.
El monje estaba maravillado.
—No lo entiendo. Si usted trabaja para El Maestro, ¿entonces por qué Langdon ha llevado la clave hasta su casa?
—No es mi casa. Ahí es donde vive el más reputado historiador sobre temas del Grial, sir Leigh Teabing.
—Pero usted también vive ahí. Las posibilidades de que...
Rémy sonrió, sin ver ningún problema en la aparente coincidencia.
—Lo que ha pasado era totalmente previsible. Robert Langdon estaba en posesión de la clave y necesitaba ayuda. ¿A qué otro sitio acudir mejor que a la casa de Leigh Teabing. El hecho de que yo también viviera allí es lo que hizo que El Maestro contactara conmigo en un principio. —Hizo una pausa—. ¿Por qué cree que El Maestro sabe tanto sobre el Grial?
Silas lo entendió todo en ese momento y se quedó boquiabierto. El Maestro había reclutado al mayordomo que tenía acceso a todas las investigaciones de sir Leigh Teabing. Era genial.
—Tengo que contarle muchas cosas —prosiguió Rémy alargándole la pistola Heckier and Koch. Acto seguido, cruzó por el panel de separación y cogió un pequeño revólver de la guantera—. Pero antes, usted y yo tenemos un trabajo que terminar.
* * *
El capitán Fache bajó de la avioneta en Biggin Hill y escuchó con estupor el relato de lo que había sucedido en el hangar de labios del inspector en jefe de la policía de Kent.
—Yo mismo inspeccioné el avión —dijo—, y ahí dentro no había nadie. Además —añadió con un tono más severo—, debo añadir que si el señor Teabing presenta algún cargo contra mí, me veré obligado a...
—¿Ha interrogado al piloto?
—Por supuesto que no. Es francés, y nuestra jurisdicción exige que...
—Lléveme al avión.
Al llegar al hangar, Fache no tardó más de sesenta segundos en localizar un rastro anómalo de sangre en el suelo, cerca de donde había estado aparcada la limusina. El capitán se acercó al jet y aporreó el fuselaje.
—Soy el capitán Fache, de la Policía Judicial francesa. ¡Abra la puerta!
El piloto, aterrorizado, hizo lo que le ordenaban y echó la escalerilla.
Fache subió a bordo. Tres minutos y la pistola en la mano le bastaron para obtener una confesión detallada, que incluía la descripción del monje albino atado. Además, se enteró de que Langdon y Sophie habían tenido tiempo de guardar algo en la caja fuerte de Teabing, una especie de estuche de madera. Aunque el piloto negó saber qué se escondía en su interior, admitió que había sido el centro de interés de Langdon durante el trayecto a Londres.
—Abra la caja fuerte —ordenó Fache.
El piloto parecía muy asustado.
—No conozco la combinación.
—Qué mala suerte. Y yo que iba a permitir que conservara su licencia de vuelo.
El piloto se retorció las manos.
—Conozco al personal de mantenimiento. A lo mejor podrían abrirla con un taladro.
—Le doy media hora.
El piloto se abalanzó sobre la radio.
Fache se fue hasta la cola del avión y se sirvió una copa bien cargada. Era temprano, pero no había dormido en toda la noche, así que no podía decirse que estuviera bebiendo antes del mediodía. Se tumbó en uno de los lujosos asientos y cerró los ojos, intentando entender qué estaba pasando. «El error de la policía de Kent podría costarme muy caro.» Ahora todos iban a la caza de la limusina Jaguar.
Sonó su teléfono y deseó poder prolongar aquel instante de calma.
—Allo?
—Voy camino de Londres. —Era el obispo Aringarosa—. Llegaré en una hora.
Fache se incorporó en su asiento.
—Creía que viajaba rumbo a París.
—Estoy muy preocupado y he cambiado de planes.
—No debería haberlo hecho.
—¿Tiene ya a Silas?
—No. Sus captores han logrado burlar el dispositivo de la policía inglesa antes de que yo llegara.
Aringarosa estaba cada vez más furioso.
—¡Me aseguró que detendría ese avión!
Fache bajó la voz.
—Obispo, teniendo en cuenta su situación, le recomiendo que no ponga a prueba mi paciencia. Encontraré a Silas y a los demás lo antes posible. ¿Dónde va a aterrizar?
—Un momento. —Aringarosa cubrió el auricular y la línea quedó unos instantes en silencio—. El piloto está intentando obtener permiso para hacerlo en Heathrow. Soy su único pasajero, pero nuestro cambio de rumbo no estaba previsto.
—Dígale que aterrice en el Biggin Hill Executive Airport de Kent. Le conseguiré el permiso. Si yo ya no estoy aquí cuando aterricen, pondré un coche a su disposición.
—Gracias.
—Como ya le he dicho antes, obispo, hará bien en recordar que no es usted el único que está a punto de perderlo todo.
85
«Buscad el orbe que en su tumba estar debiera.»
Todos los caballeros de la iglesia del Temple estaban tendidos con la cabeza apoyada sobre una almohada de piedra rectangular. Sophie sintió un escalofrío. La referencia al «orbe» que aparecía en el poema le traía imágenes de la noche en el sótano de su abuelo.
«Hieros Gamos. El orbe.»
Sophie se preguntaba si en aquel santuario se habría celebrado también algún ritual como aquel. La sala circular parecía hecha a medida para ello. Y había un banco de piedra que circundaba un gran espacio en el centro. «Un anfiteatro», había dicho Langdon. Se imaginaba aquella sala de noche, llena de gente enmascarada, elevando sus cánticos a la luz de las antorchas, presenciando todos la «comunión sagrada» que tendría lugar en el centro.
Tuvo que hacer un esfuerzo para quitarse aquella imagen de la mente. Avanzó con Langdon y Teabing hasta el primer grupo de caballeros. A pesar de la insistencia de sir Leigh en que procedieran sistemáticamente, Sophie estaba tan impaciente que se adelantó y se dirigió a toda prisa hasta los cinco caballeros de la izquierda.
Empezó a observar los primeros sepulcros y constató las similitudes y las diferencias que había entre los caballeros. Aunque todos estaban tendidos boca arriba, tres tenían las piernas estiradas, mientras que dos las tenían cruzadas. Sin embargo, aquella particularidad parecía no tener nada que ver con la ausencia de ninguna esfera. Al examinar su atuendo, Sophie se fijó en que dos de los caballeros llevaban túnicas debajo de la armadura, mientras que los otros tres llevaban unos ropajes que les llegaban hasta los muslos. Pero nada más. El otro rasgo distintivo era la posición de las manos. Dos caballeros las usaban para empuñar una espada, otros dos las tenían juntas en posición de orar y un quinto, puestas a los lados. Tras un momento observándolas, se encogió de hombros, incapaz de distinguir ningún espacio en el que debiera haber estado un orbe.
Notó el peso del criptex en el bolsillo y miró a Langdon y a Teabing, que procedían despacio e iban apenas por el tercer caballero, sin mucho éxito, a juzgar por su expresión. Incapaz de esperar, se dio la vuelta y se dirigió al segundo grupo de caballeros.
Mientras atravesaba la inmensa sala, recitó el poema que había leído tantas veces que ya se sabía de memoria.
En la ciudad de Londres, enterrado
por el Papa reposa un caballero.
Despertaron los frutos de sus obras
las iras de los hombres más sagrados.
El orbe que en su tumba estar debiera;
buscad, os hablará de muchas cosas
de carne rosa y vientre fecundado.
Al llegar frente al segundo grupo de sepulcros, vio que era parecido al primero. Todos los caballeros llevaban armaduras y espadas, y todos estaban esculpidos en varias posiciones.
Todos menos uno, el del último sepulcro.
Se acercó y observó con atención.
«No tiene almohada ni armadura. No lleva túnica ni espada.»
—¿Robert? ¿Sir Leigh? —les llamó, y el eco de su voz resonó por toda la sala—. Aquí falta algo.
Los dos alzaron la vista y se dirigieron hacia donde se encontraba.
—¿Una esfera? ¿Un globo terráqueo? —le preguntó Teabing alterado. Las muletas repicaban con un rápido martilleo que se oía en toda la sala—. ¿Lo que falta es una esfera?
—No exactamente —dijo Sophie con el ceño fruncido—. Lo que parece que falta es el caballero entero.
Cuando llegaron junto a ella, los dos hombres miraron desconcertados la décima tumba. En vez del relieve de un caballero yaciente, aquello era más bien una urna cerrada. Se trataba de un sarcófago trapezoidal, más estrecho por los pies y más ancho en la parte superior, con una tapa puntiaguda.
—¿Y por qué no se muestra la imagen de este caballero? —preguntó Langdon.
—Fascinante —dijo Teabing acariciándose la barbilla—. Me había olvidado de esta rareza. Llevo años sin venir por aquí.
—Esta tumba —intervino Sophie—, parece esculpida en la misma época y por el mismo escultor que las otras nueve. Entonces, ¿por qué no hay una escultura suya en la cubierta?
Teabing meneó la cabeza.
—Es uno de los misterios de esta iglesia. Por lo que yo sé, nadie ha sido capaz de hallar una explicación.
—Perdón —interrumpió el monaguillo con gesto contrariado—. Disculpen si les parezco poco delicado, pero me han dicho que venían a esparcir unas cenizas y parece que están de visita turística.
Teabing miró con desprecio al muchacho y se dirigió a Langdon.
—Señor Wren, parece que la filantropía de su familia ya no le sirve como antes, así que tal vez deberíamos sacar las cenizas y proceder a la ceremonia. ¿Señora Wren?
Sophie le siguió el juego, sacándose del bolsillo el criptex envuelto en el pergamino.
—Bueno, le agradeceremos que nos conceda un poco de intimidad —le dijo bruscamente.
Pero el monaguillo no se movía y no le quitaba los ojos de encima a Langdon.
—Su cara me suena.
Teabing resopló.
—¿Y no será porque el señor Wren viene aquí cada año?
«También puede ser —se le ocurrió a Sophie— que lo viera el año pasado en la televisión en el Vaticano.»
—Al señor Wren no lo conozco —declaró el monaguillo.
—Creo que te equivocas —le contradijo Langdon educadamente—. Me parece recordar que el año pasado nos cruzamos cuando yo vine. El señor Knowles no nos presentó formalmente, pero cuando te he visto he reconocido tu cara. No te creas, me doy perfecta cuenta de que hemos entrado aquí a deshoras, pero por favor, te pido que nos concedas unos minutos más; hemos viajado una larga distancia para esparcir las cenizas entre estas tumbas—. Pronunció aquellas palabras con la convicción propia del mejor de los actores.
La expresión del monaguillo se hizo aún más escéptica.
—Esto no son tumbas.
—¿Cómo dices? —le preguntó Langdon.
—Pues claro que lo son —intervino Teabing—. ¿De qué estás hablando?
El joven negó con la cabeza.
—Las tumbas contienen cuerpos. Esto son efigies. Homenajes de piedra a hombres reales. Debajo de estas esculturas no hay nadie.
—¡Pero si esto es una cripta! —exclamó Teabing.
—Sólo en los libros de historia sin actualizar. Se creía que lo era, pero en la década de 1950, durante la renovación, se descubrió que no. Y supongo —añadió, dirigiéndose a Langdon—, que el señor Wren lo sabrá perfectamente teniendo en cuenta que si se supo fue gracias a su familia.
Se hizo un silencio incómodo que quedó roto por unos fuertes golpes en la puerta del anexo.
—Ese debe de ser el señor Knowles —dijo Teabing—. ¿No cree que debería ir a ver?
El monaguillo lo miró, poco convencido, pero se alejó hacia la entrada dejándolos ahí a los tres con cara de circunstancias.
—Leigh —susurró Langdon—. ¿Qué no hay cuerpos? ¿De qué está hablando?
Teabing parecía muy afectado.
—No lo sé. Yo siempre había creído que... no, no hay duda, tiene que ser aquí. No creo que sepa de qué está hablando. ¡No tiene sentido!
—¿Me enseñas el poema un momento?
Sophie se sacó el criptex del bolsillo y se lo dio con cuidado.
Langdon desenrolló el pergamino.
—Sí, aquí se habla claramente de una tumba, no de una efigie.
—¿Y no podría estar equivocado el poema? —preguntó Teabing—. ¿No podría ser que Jacques Saunière también hubiera cometido el mismo error que yo?
Langdon desestimó aquella posibilidad al instante.
—Leigh, tú mismo lo has dicho. Esta iglesia fue construida por los templarios, el brazo armado del Priorato. Y, no sé, supongo que su Gran Maestre tendría que saber si los caballeros estaban o no estaban enterrados aquí.
Teabing estaba totalmente anonadado.
—Pero es que este sitio es perfecto. —Se acercó más a las efigies—. Seguro que hay algo que se nos está escapando. Al acceder al anexo, al monaguillo le sorprendió no encontrar a nadie.
—¿Señor Knowles?
«Estoy seguro de que he oído el ruido de la puerta», pensó adelantándose para ver si había alguien en la entrada.
Junto al quicio había un hombre delgado vestido con esmoquin que se rascaba la cabeza y parecía desorientado. El monaguillo gruñó, irritado, al darse cuenta de que se le había olvidado echar el cerrojo cuando dejó pasar a los otros. Y ahora un imbécil que parecía haberse perdido estaba ahí, a punto de llegar tarde a una boda, a juzgar por su atuendo.
—Lo siento —gritó desde una columna—, pero está cerrado.
Tras él se agitó un girón de ropa, y sin saber cómo, la cabeza se le fue hacia atrás y notó una mano que le tapaba la boca y ahogaba su grito. Aquellos dedos eran blancos como la nieve, y olían a alcohol.
El hombre del esmoquin sacó un revólver muy pequeño y apuntó directamente a la frente del chico.
El monaguillo notó un calor en la entrepierna y se dio cuenta de que se había orinado encima.
—Ahora escucha con atención —le dijo el hombre del esmoquin—. Vas a salir de esta iglesia en silencio y vas a empezar a correr. ¿Está claro?
El joven asintió como pudo con aquella mano blanca en la boca.
—Si llamas a la policía... iremos a por ti —añadió, hundiéndole el cañón de la pistola en la piel.
En cuestión de segundos, el joven ya había salido de la iglesia y estaba corriendo sin ninguna intención de detenerse.
86
Como un fantasma, Silas se aproximó en silencio hacia su presa. Sophie Neveu sintió su presencia demasiado tarde. Antes de poder darse la vuelta, el monje ya le tenía la pistola hundida en la espalda y le había pasado un ancho brazo por el pecho, atrayéndola hacia sí. Sophie gritó del susto. Teabing y Langdon se volvieron a la vez y se dieron cuenta con sorpresa y horror de lo que estaba pasando.
—Pero ¿qué... —Teabing no pudo acabar la frase—. ¿Qué le has hecho a Rémy?
—Usted preocúpese solamente de que yo salga de aquí con la clave.
Aquella «misión de reconquista», como Rémy la había llamado, debía realizarse limpiamente, de la manera más simple. «Entre en la iglesia, llévese la clave y salga. Sin matar a nadie, sin hacerle daño a nadie.»
Con Sophie firmemente sujeta, Silas cambió de postura y le pasó el brazo por la cintura, metiéndole la mano en el ancho bolsillo del suéter. A pesar de que el aliento le oía a vodka, le llegaba la suave fragancia del pelo de aquella mujer.
—¿Dónde está? —susurró.
«Antes la llevaba en el bolsillo del suéter. ¿Dónde estará ahora?»
—Está aquí. —La voz de Langdon resonó desde el otro extremo de la nave.
Silas se volvió y vio que Langdon tenía en sus manos el criptex negro y que se lo enseñaba como si fuera un torero citando a un pobre animal con el capote.
—Póngalo en el suelo —le ordenó.
—Deje que la señorita Neveu y sir Leigh Teabing salgan de la iglesia. Esto lo podemos resolver entre usted y yo.
Silas apartó a Sophie de un empujón y apuntó a Langdon, avanzando hacia él.
—No dé ni un paso más hasta que hayan salido del edificio —dijo Langdon.
—No está usted en situación de exigir nada —contraatacó Silas.
—No estoy de acuerdo con usted —replicó Langdon levantando el criptex por encima de la cabeza—. No vacilaré en tirarlo al suelo y el tubo que hay dentro se romperá.
Aunque Silas se rió al oír aquella amenaza, sintió una punzada de temor.
Aquello no se lo esperaba. Apuntó el arma a la cabeza de Langdon y respondió con la voz tan firme como la mano con la que sostenía el arma.
—Nunca rompería la clave. Tiene tanto interés como yo en encontrar el Grial.
—Se equivoca. Usted tiene mucho más. Ya ha demostrado que está dispuesto a matar para conseguirlo.
A quince metros de allí, observando desde los bancos del anexo que quedaban cerca del acceso a la nave circular, Rémy Legaludec sentía un desasosiego cada vez mayor. La maniobra no había salido como la habían planeado e, incluso desde donde se encontraba, veía que Silas no sabía muy bien cómo hacerle frente a aquella situación. Siguiendo las órdenes de El Maestro, Rémy le había prohibido a Silas que disparara bajo ningún concepto.
—Déjeles ir —exigió Langdon de nuevo con el criptex levantado sobre la cabeza, sin apartar la vista del arma del monje.
Los ojos rojos de Silas estaban llenos de ira e impotencia, y Rémy se encogió de miedo al pensar que Silas podía ser capaz de disparar a su oponente a pesar de que tuviera el criptex en las manos. «¡El cilindro no puede caerse al suelo!»
Aquel objeto tenía que ser su pasaporte a la libertad y a la riqueza. Hacía poco más de un año, era simplemente un mayordomo de cincuenta y cinco años que vivía encerrado entre las cuatro paredes del Chateau Villete, siempre a punto para satisfacer los caprichos de sir Leigh Teabing, ese lisiado insoportable. Pero entonces le habían hecho una proposición extraordinaria. Gracias a su relación laboral con Teabing —uno de los mejores historiadores especializados en el Santo Grial— iba a poder hacer realidad todo lo que siempre había soñado. Desde entonces, todos los instantes pasados en el Chateau Villette los había vivido con la vista puesta en ese momento.
«Estoy tan cerca», se dijo, con la mirada fija en la cripta y en la clave que sostenía Robert Langdon. Si la soltaba, lo perdería todo.
«¿Estoy dispuesto a dar la cara?» Aquello era algo que El Maestro le había prohibido explícitamente. Rémy era el único que conocía su identidad.
—¿Está seguro de que quiere que sea Silas quien haga el trabajo? —le había preguntado hacía menos de media hora, cuando le había ordenado que robaran la clave—. Puedo hacerlo yo mismo.
Pero El Maestro había sido muy claro.
—Silas nos ha servido sin problemas con los cuatro miembros del Priorato. Él la recuperará. Usted debe seguir en el anonimato. Si descubren que está implicado, tendremos que eliminarlos a ellos también, y ya ha habido demasiadas muertes. Así que no revele su rostro.
«Mi rostro cambiará —pensó Rémy—. Con lo que ha prometido pagarme, me convertiré en un hombre totalmente nuevo.» El Maestro le había dicho que con la cirugía plástica se podían hasta cambiar las huellas dactilares. Pronto sería libre, otro rostro irreconocible y agraciado tostándose al sol en alguna playa.
—Entendido —había dicho Rémy—. Permaneceré a la sombra, ayudando a Silas sin que me vean.
—Para su información —había añadido El Maestro—, la tumba en cuestión no se encuentra en la iglesia del Temple. Así que no tema. Están buscando en el lugar equivocado.
Rémy se había quedado helado.
—¿Y usted sabe dónde está?
—Sí, claro. Ya se lo diré más adelante. De momento, debe actuar deprisa. Si ellos descubren el paradero real de la tumba y nosotros no hemos recuperado el criptex, podríamos perder el Grial para siempre.
A Rémy el Grial sólo le importaba porque hasta que no lo encontrara, El Maestro no le pagaría. Sentía vértigo cada vez que pensaba en todo el dinero que iba a tener muy pronto. «Un tercio de veinte millones de euros. Lo bastante como para desaparecer para siempre.» Rémy soñaba con la Costa Azul, donde quería vivir el resto de su vida tomando el sol y dejando que, para variar, los demás le sirvieran a él.
Ahora, sin embargo, en la iglesia del Temple, Langdon amenazaba con romper la clave, y Rémy sentía que su futuro estaba en peligro. No soportaba la idea de haber llegado hasta tan lejos para perderlo todo en el último momento, así que tomó la decisión de pasar a la acción. El arma que llevaba en la mano era de calibre pequeño y fácil de disimular, aunque su disparo, en las distancias cortas, era mortal.
Salió de la penumbra del anexo y, al llegar al espacio circular, apuntó a Teabing con la pistola.
—Cuánto tiempo llevo esperando para hacer una cosa así.
A sir Leigh Teabing casi se le para el corazón al ver a Rémy apuntándole con el arma. «Pero ¿qué está haciendo?» Se fijó en que aquel era el revólver que llevaba siempre en la guantera.
—Rémy —dijo horrorizado—. ¿Qué está pasando aquí?
Langdon y Sophie también se habían quedado mudos de la impresión.
El mayordomo pasó por detrás de su señor y le puso la pistola en la espalda, justo a la altura del corazón.
Teabing notó que los músculos se le agarrotaban de miedo.
—Rémy, no enti...
—Se lo explicaré en pocas palabras —lo interrumpió Rémy mirando a Langdon por encima del hombro de su señor—. Deje la clave en el suelo. Si no, disparo.
Langdon se quedó paralizado un instante.
—Esta clave no tiene ningún valor para usted —le dijo con dureza— No sabe abrirla.
—Qué necio y qué arrogante —replicó Rémy con una sonrisa de desprecio en los labios—. ¿No se ha dado cuenta de que llevo toda la noche escuchándolos, de que he oído todos esos poemas que recitaban? Pues todo lo que he oído lo he transmitido a otras personas.
Personas que saben más que ustedes. Si ni siquiera están buscando donde tienen que buscar. ¡La tumba que buscan no está aquí!
Teabing notó que el pánico se apoderaba de él.
«¿Qué está diciendo?»
—¿Para qué quiere el Grial? —le preguntó Langdon—. ¿Para destruirlo? ¿Antes del Fin de los Días?
Rémy se dirigió al monje.
—Silas, quítele la clave al señor Langdon.
El albino empezó a avanzar en dirección de Langdon, pero éste retrocedió con el criptex en alto, aparentemente dispuesto a arrojarlo al suelo en cualquier momento.
—Prefiero romperlo que entregárselo a quien no debe tenerlo
—declaró.
Teabing estaba aterrorizado. Veía que el trabajo de toda una vida estaba a punto de desvanecerse delante de sus propios ojos, y que todos sus sueños iban a hacerse añicos.
—¡Robert, no! —exclamó—. ¡Es el Grial! Rémy nunca me dispararía. Nos conocemos desde hace diez...
Rémy apuntó al techo y disparó. El estruendo fue enorme para un arma tan pequeña, y resonó como un trueno en la sala de piedra.
Todos los presentes se quedaron inmóviles
—Esto no es ninguna broma —dijo Rémy—. El siguiente le atravesará la espalda. Dele la clave a Silas.
A regañadientes, Langdon le alargó el criptex. Silas dio un paso al frente y lo cogió. Los ojos rojos le brillaban con la satisfacción de la venganza. Se metió el cilindro en el bolsillo del hábito y se apartó sin bajar el arma.
Teabing notó que su mayordomo le pasaba el brazo por el cuello y empezaba a retroceder, llevándoselo consigo y sin dejar de clavarle la pistola en las costillas.
—Suéltelo —exigió Langdon.
—Nos llevamos al señor Teabing de paseo —dijo Rémy sin detenerse—. Si llaman a la policía, lo mataremos. Y si intentan algún truquito también. ¿Está claro?
—Llévenme a mí y déjenlo a él aquí —les pidió Langdon con la voz rota por la emoción.
Rémy soltó una carcajada.
—Creo que eso no va a poder ser. Él y yo tenemos una relación tan bonita. Y, quién sabe, a lo mejor nos acaba resultando útil.
Silas había empezado a retroceder sin dejar de apuntar a Langdon y a Sophie. Rémy ya estaba cerca de la salida y seguía tirando de Teabing, que iba arrastrando las muletas.
La voz de Sophie sonó firme.
—¿Para quién trabajan?
La pregunta despertó la sonrisa de Rémy.
—Le sorprendería saberlo, Mademoiselle Neveu.
87
La chimenea de la sala ya estaba apagada, pero Collet, en el Chateau Villette, caminaba igualmente de un lado a otro frente a ella, mientras leía los faxes que le había enviado la Interpol.
Aquello no era lo que esperaba.
André Vernet, según las fichas oficiales, era un ciudadano modelo. No tenía ningún antecedente policial, ni siquiera una multa de aparcamiento. Educado en un buen lycée y formado en la Sorbona, se había licenciado cum laude en finanzas internacionales. Los de la Interpol decían que su nombre aparecía de vez en cuando en la prensa escrita, pero siempre en términos elogiosos. Al parecer, aquel hombre había colaborado en el diseño de los parámetros de seguridad que hacían del Banco de Depósitos de Zúrich uno de los más modernos del mundo en cuanto a sistemas electrónicos de protección. Los registros sobre las compras realizadas con sus tarjetas de crédito mostraban un gusto por los libros de arte, los vinos caros y los discos de música clásica —principalmente de Brahms—, con los que, por lo visto, se deleitaba gracias a un equipo de sonido de última generación que se había comprado hacía unos años.
—Nada de nada —suspiró Collet.
La única voz de alarma de la Interpol aquella noche la habían despertado unas huellas dactilares que al parecer eran del mayordomo de Teabing. El agente de la Policía Científica estaba leyendo el informe, cómodamente sentado en un sillón que había al otro lado de la sala.
Collet miró en su dirección.
—¿Algo interesante?
El analista se encogió de hombros.
Las huellas corresponden a Rémy Legaludec, que tiene antecedentes por delitos de poca monta. Nada serio. Parece que lo expulsaron de la universidad por trucar teléfonos para ahorrarse el dinero de las llamadas... más tarde fue acusado de varios hurtos. Robos en casas. Se escapó del hospital cuando iban a hacerle una traqueotomía de urgencia. —Levantó la vista del papel y soltó una risita burlona—. Es alérgico a los cacahuetes.
Collet asintió y recordó que, una vez, había participado en una investigación porque un restaurante había olvidado poner en la carta que entre los ingredientes de una salsa figuraba el aceite de cacahuete. Un cliente desprevenido había muerto por shock anafiláctico tras dar el primer bocado al plato.
—Seguramente Legaludec quiso entrar a servir en esta casa para evitar que lo descubrieran.
El agente de la Policía Científica sonrió, divertido.
—Pues esta ha sido su noche de suerte.
Collet suspiró.
—Está bien, será mejor que le reenvíe esta información al capitán Fache.
Cuando el agente ya estaba saliendo de la sala, otro irrumpió en ella.
—¡Teniente! Hemos encontrado algo en el cobertizo. —Por la expresión de su rostro, sólo podía ser una cosa.
—Un cadáver.
—No, señor. Algo más... inesperado —añadió tras un instante de duda.
Se frotó los ojos y acompañó al policía. Entraron en aquel espacio cargado y oscuro, y el agente se fue hasta el centro, donde había una escalera de mano que llegaba hasta el techo y se apoyaba en una especie de altillo que quedaba bastante por encima de ellos.
—Esta escalera no estaba aquí hace un rato —dijo Collet.
—No, señor, la he puesto yo. Estábamos buscando huellas junto Rolls-Royce cuando me he fijado en la escalera, que estaba en el suelo. No me habría llamado la atención si los peldaños no hubieran estado tan gastados y llenos de barro. Se nota que se usa con frecuencia. La altura coincidía con la del altillo, así que la he apoyado ahí y he subido a echar un vistazo.
Collet recorrió con la mirada la línea vertical de la escalera que reposaba en el altillo. «¿Y alguien sube hasta ahí regularmente?» Desde abajo, aquella estructura parecía desierta, aunque en gran parte quedaba fuera de su punto de visión.
Otro agente de la Policía Científica se asomó y miró hacia abajo.
—Suba a ver esto, teniente —le dijo, haciéndole señas con una mano protegida con un guante de látex.
Collet asintió, cansado, y se acercó a la base de la vieja escalera. Tanteó los peldaños más bajos para comprobar su resistencia. Era un modelo antiguo de esos que se hacen más estrechos por la parte superior. Cuando ya estaba arriba, por poco resbala con un peldaño muy desgastado. Vio moverse el suelo y, más atento, terminó de subir el tramo que le faltaba. El agente estaba esperándolo y le ofreció la mano. Collet se la aceptó y con su ayuda llegó al altillo.
—Es por aquí —le dijo señalándole el fondo de aquel espacio inmaculado—. Sólo hay unas huellas. En breve sabremos a quién corresponden.
El teniente entornó los ojos, porque en aquella zona había muy poca luz. «Pero ¿qué es esto?» Ahí, en un rincón, había un equipo informático sofisticadísimo: dos torres CPU, un monitor de pantalla plana con altavoces, varios discos duros y una consola de audio multicanal que parecía disponer de su propio suministro de energía filtrada.
¿Por qué habría de venirse alguien a trabajar a un lugar tan apartado?» Se acercó al equipo.
—¿Han examinado el sistema?
—Se trata de un centro de escucha.
Collet dio un respingo.
—¿De espionaje?
El agente asintió.
—Es un sistema muy avanzado. —Indicó con un gesto la mesa rectangular repleta de aparatos electrónicos, manuales, herramientas, cables, soldadoras y diversos componentes electrónicos.
—No hay duda de que aquí hay alguien que sabe muy bien lo que tiene entre manos. Muchos de estos dispositivos son tan sofisticados como los que utilizamos nosotros. Micrófonos diminutos, células fotoeléctricas recargables, chips de memoria RAM de gran capacidad. Si tiene hasta algunas unidades de nanotecnología.
Collet estaba impresionado.
—Aquí hay metido todo un sistema informático —prosiguió el agente alargándole un aparato que no parecía mayor que una calculadora de bolsillo. De él colgaba un cable de unos treinta centímetros con una pieza finísima de aluminio unida a la base—. Esta base es el disco duro de un sistema de audio de gran capacidad, con batería recargable. Esa tira de aluminio al final del cable es una combinación de micrófono y célula fotoeléctrica.
Collet lo sabía muy bien. Aquellos micrófonos de célula fotoeléctrica con aspecto de hojas de papel de aluminio habían sido todo un hallazgo hacía unos años. Ahora ya se podía esconder un grabador con disco duro detrás de una lámpara, por ejemplo, con el micrófono de papel de aluminio pegado a la base y teñido del mismo color para que pasara inadvertido. Con tal de que recibiera algunas horas de luz solar al día, las células fotoeléctricas recargaban el sistema. Así, con aquel tipo de aparatos, las escuchas podían hacerse por tiempo indefinido.
—¿Método de recepción? —preguntó Collet.
El agente señaló un cable aislado que salía de la parte trasera del ordenador, subía por la pared y salía por un hueco abierto en el techo del cobertizo.
—Ondas de radio. Hay una pequeña antena en el tejado.
Collet sabía que normalmente este tipo de sistemas de grabación se instalaban en oficinas, y se activaban con la voz, economizando de este modo espacio en el disco duro, y grababan fragmentos de conversaciones durante el día. Los archivos de audio comprimidos los enviaban de noche, para evitar ser detectados. Después de efectuada la transmisión, las grabaciones se borraban solas y todo quedaba listo para el día siguiente.
Collet se fijó en un estante en el que había cientos de casetes, todos etiquetados con fechas y nombres. «Aquí hay alguien que ha trabajado mucho.» Se dio la vuelta y se dirigió al agente.
—¿Tiene idea de cuál es el objetivo espiado?
—Pues, teniente —dijo acercándose al ordenador y sosteniendo un disquete—, eso es todavía más raro...
88
Al entrar con Sophie en la estación de metro de Temple, Langdon se sintió totalmente derrotado. Avanzaban por el laberinto de mugrientos pasillos y andenes y el sentimiento de culpa era cada vez mayor.
«Yo he metido a Leigh en todo esto y ahora corre un enorme peligro.»
Que Rémy estuviera implicado había sido una sorpresa mayúscula, pero visto en perspectiva tenía su lógica. Quien fuera que iba detrás del Grial había contratado a alguien que pudiera trabajar desde dentro. «Y pensaron en Teabing, igual que hice yo.» A lo largo de la historia, los conocedores del Grial habían atraído siempre la atención tanto de ladrones como de estudiosos. El hecho de que a Teabing ya llevaran mucho tiempo siguiéndole la pista debería hacerle sentir menos culpable, pero no era así. «Tenemos que encontrarlo y ayudarle. Inmediatamente.»
Langdon siguió a Sophie al andén de la línea District and Circle, donde desde una cabina llamó a la policía, a pesar de la advertencia de Rémy. Mientras, Langdon se sentó en un banco desvencijado, con gesto atormentado.
—La mejor manera de ayudar a Leigh —insistía Sophie mientras marcaba los números—, es implicar lo antes posible a las autoridades londinenses. Hazme caso.
En un principio no había estado de acuerdo, pero a medida que iban definiendo un plan, el planteamiento de Sophie iba cobrando más sentido. De momento Teabing estaba a salvo. Incluso en el caso de que Rémy y los demás supieran dónde se encontraba la tumba del caballero, seguirían necesitándolo para que les ayudara a descifrar la referencia al orbe. Lo que a él le preocupaba era lo que pasaría después de que hubieran encontrado el mapa del Grial. «En ese momento, Teabing se convertiría en una carga demasiado pesada.»
Si quería ayudar a su amigo, si quería volver a ver la clave, era fundamental descubrir antes el paradero de aquella tumba. «Por desgracia, Rémy parte con mucha ventaja.»
Así, la tarea de Sophie era dificultarle las cosas a Rémy, y la de Langdon, encontrar la tumba.
Sophie haría que Silas y el mayordomo se convirtieran en fugitivos de la policía londinense, lo que los llevaría a tener que esconderse o, mejor aún, acabaría con su detención. El plan de Langdon era menos concreto; tomar el metro hasta el cercano King’s College, famoso por su base de datos informatizada sobre temas teológicos. «La herramienta de búsqueda más sofisticada», según le habían dicho. «Respuestas inmediatas a cualquier pregunta sobre historia religiosa.» Se preguntaba qué respondería aquella base de datos ante la frase «enterrado por el Papa reposa un caballero».
Se puso de pie y empezó a caminar por el andén, impaciente, esperando un metro que no llegaba. Finalmente, Sophie logró contactar con la policía.
—División de Snow Hill —dijo el telefonista—. ¿De qué se trata?
—Quiero denunciar un secuestro. —Sophie sabía ser concisa cuando quería.
—¿Su nombre, por favor?
Sophie hizo una pausa.
—Soy la agente Sophie Neveu, de la Policía Judicial francesa.
Aquello tuvo un efecto inmediato.
—Ahora mismo le paso con el detective, señora.
Mientras esperaba a que la atendieran, Sophie empezó a tener sus dudas de que la policía se creyera la descripción que tendría que hacer de los secuestradores. «Un hombre con esmoquin.» Más fácil de identificar imposible. Incluso si Rémy se cambiaba de ropa, su cómplice era un monje albino. «No pasaba precisamente desapercibido.» Y además, como llevaban a un rehén, no podían montarse en transportes públicos. ¿Cuántas limusinas Jaguar podía haber en Londres?
La espera en el teléfono se le estaba haciendo eterna. «Venga, contesten.» Oía chasquidos y zumbidos en la línea, como si estuvieran pasando la llamada.
Tras quince segundos más, oyó la voz de un hombre.
—¿Agente Neveu?
Sophie se quedó muda de la impresión. Había reconocido aquel tono áspero al momento.
—Agente Neveu —insistió Bezu Fache—. ¿Dónde diablos está metida?
Sophie seguía sin poder articular palabra. Al parecer, el capitán Fache había solicitado a la policía de Londres que le avisaran si llamaba.
—Escúcheme bien —dijo el capitán—, esta noche he cometido un error imperdonable. Langdon es inocente. Se han retirado todos los cargos en su contra. Pero aun así tanto él como usted están en peligro. Y tienen que venir aquí inmediatamente.
Sophie no daba crédito a lo que estaba oyendo. No sabía qué decir. Fache no era de los que se disculpaban.
—No me había dicho —prosiguió Fache—, que Saunière era su abuelo. Estoy totalmente dispuesto a olvidar su insubordinación, la atribuyo al impacto emocional que debe haber vivido. Sin embargo, Langdon y usted deben acudir lo antes posible a cualquier comisaría de policía de Londres para ponerse a salvo.
«¿Y cómo sabe que estoy en Londres? ¿Qué más cosas sabe?» Sophie oía a lo lejos algo parecido a un taladro o a unas máquinas trabajando. Y unos curiosos chasquidos en la línea.
—¿Está intentando localizar esta llamada, capitán?
Ahora la voz de Fache se hizo más firme.
—Agente Neveu, a los dos nos conviene cooperar. Tenemos mucho que perder. Intento minimizar los daños. Esta noche he cometido errores de juicio, y si a causa de ellos muere un profesor americano y una criptóloga de la Policía Judicial, será el fin de mi carrera. Llevo varias horas intentando localizarla para protegerla.
La estación se vio invadida por un aire caliente y el metro asomó la cabeza por el túnel. Sophie no tenía ninguna intención de dejarlo escapar. Langdon debía estar pensando en lo mismo, porque se había levantado y se dirigía hacia ella.
—El hombre al que debe perseguir se llama Rémy Legaludec —dijo Sophie—. Es el mayordomo de Teabing. Acaba de secuestrarlo en la iglesia del Temple y...
—¡Agente Neveu! —gritó Fache mientras el convoy frenaba con estruendo—. No es un tema como para hablarlo desde una línea abierta. Vaya con Langdon a la policía. ¡Se lo digo por su bien! ¡Es una orden!
Colgó, y Langdon y ella se montaron corriendo en el metro.
89
La cabina inmaculada del Hawker de Teabing estaba cubierta de virutas de acero y olía a aire comprimido y a gas propano. Bezu Fache había echado a todo el mundo y estaba solo, sentado con su copa en la mano y la pesada caja de madera que habían encontrado en la caja fuerte de sir Leigh.
Pasó el dedo por la rosa de taracea y levantó la elaborada tapa. En el interior encontró un cilindro de piedra con cinco discos divididos en letras. Estaban dispuestos de tal manera que juntos formaban la palabra SOFÍA. Fache se quedó mirando un instante aquella palabra. sacó el cilindro del interior acolchado de la caja y lo examinó con detalle. Tirando de uno de los dos extremos, logró extraer una especie de tapón. El cilindro estaba vacío.
Volvió a ponerlo en la caja y miró abstraído la parte del hangar que se veía por la ventanilla del avión. Pensó en la breve conversación que acababa de mantener con la agente Neveu, así como en la información que le había comunicado la Policía Judicial desde el Chateau Villette. El sonido del teléfono lo sacó de su estado.
Llamaban de París, de la Policía Judicial. El tono de su interlocutor era de disculpa. El presidente del Banco de Depósitos de Zúrich había llamado con insistencia preguntando por él, y aunque se le había informado de que el capitán estaba en Londres por motivos de trabajo, había seguido insistiendo. A regañadientes, Fache le dio permiso al operador para que le pasara la llamada.
—Monsieur Vernet —le dijo Fache sin darle tiempo a hablar—.
Siento no haber podido llamarle antes, pero he estado muy ocupado. Tal como le he prometido, el nombre de su banco no ha aparecido en los medios de comunicación. ¿Qué es lo que le preocupa entonces?
Vemet le explicó con voz nerviosa que Langdon y Sophie habían extraído una pequeña caja de madera del banco y luego le habían convencido para que los ayudara a escapar.
—Entonces, cuando oí por la radio que eran unos delincuentes, paré el vehículo y les exigí que me devolvieran la caja, pero ellos me agredieron y me robaron el furgón.
—¿Y tanta preocupación por una caja de madera? —preguntó Fache con la vista clavada en la rosa de la tapa. La abrió un poco y volvió a ver aquel cilindro blanco—. ¿Podría decirme qué había dentro?
—El contenido es lo de menos —replicó Vernet—. Lo que a mí me preocupa es la reputación de mi banco. Nunca hemos sufrido un robo. Nunca. Si no logramos recuperar el objeto propiedad de nuestro cliente, será nuestra ruina.
—Pero usted dijo que la agente Neveu y Langdon tenían una contraseña y una llave. ¿Por qué dice entonces que robaron la caja?
—Esta noche han matado a varias personas, entre ellas al abuelo de Sophie Neveu. Está claro que la llave y la contraseña las obtuvieron de manera ilegítima.
—Señor Vernet, mis agentes han realizado algunas investigaciones sobre usted y su entorno. No hay duda de que es usted un hombre muy culto y refinado. Supongo, además, que también será persona de honor, como lo soy yo. Aclarado esto, le doy mi palabra de jefe de la Policía Judicial de que su caja, al igual que la reputación de su banco, está en las mejores manos.
90
En el altillo del Château Villette, Collet contemplaba con asombro la pantalla del ordenador.
—¿Y el sistema tiene pinchadas todas estas localizaciones?
—Sí —le respondió el agente—. Parece que los datos se están recopilando desde hace un año, más o menos.
Collet volvió a leer la lista, boquiabierto.
● COLBERT SOSTAQUE —Presidente del Consejo Constitucional
● JEAN CHAFÉE —Conservador del Museo Jeu de Pomme
● EDOUARD DESROCHERS —Archivero jefe de la Biblioteca Mitterrand
● JACQUES SAUNIÈRE —Conservador del Museo del Louvre
● MICHEL BRETÓN —Jefe de la DAS (Servicios secretos franceses)
El agente señaló la pantalla.
—El número cuatro está claro.
Collet asintió sin decir nada. Lo había visto al momento. «A Jacques Saunière lo espiaban.» Volvió a echarle un vistazo a la lista. «¿Cómo habrán logrado espiar a todas estas personalidades?»
—¿Ha escuchado alguna cinta?
—Sí, varias. Esta es una de las más recientes.
El agente presionó varias teclas del ordenador y los altavoces se activaron con un chasquido.
«Capitaine, un agent du Département de Cryptographie est arrivé.»
Collet no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¡Pero si ese soy yo! ¡Si es mi voz!
Recordó el momento exacto en que, sentado en el despacho de Saunière, había emitido por radio ese mensaje para alertar a Fache de la llegada de Sophie Neveu.
El agente asintió con un movimiento de cabeza.
—Gran parte de nuestra investigación de esta noche en el Louvre habría podido oírse desde aquí si alguien hubiera tenido interés.
—¿Ha enviado a alguien a averiguar dónde se encuentran los dispositivos de escucha?
—No hace falta. Sé perfectamente donde están. —El agente se fue hasta un montón de notas y fotos que había en la mesa. Cogió una hoja y se la entregó a Collet—. ¿Le suena?
Collet estaba boquiabierto. Tenía en sus manos la fotocopia de un diagrama esquemático antiguo en el que se representaba una máquina rudimentaria. Las etiquetas estaban escritas en italiano, y no las entendía, pero sabía perfectamente lo que estaba contemplando. Era el modelo de un caballero medieval francés completamente articulado.
«¡Era el mismo que decoraba el escritorio de Saunière!»
En los márgenes del papel, había unas anotaciones escritas con rotulador rojo. Estaban en francés, y parecían ideas para esconder aparatos de escucha en su interior.
91
Silas se sentó en el asiento del copiloto de la limusina, que estaba aparcada cerca de la iglesia del Temple. Sostenía con fuerza la clave mientras Rémy terminaba de atar a Teabing con una cuerda que había encontrado en el maletero.
Finalmente, el mayordomo se bajó por una de las puertas de atrás y se puso al volante.
—¿Está bien atado? —preguntó Silas.
Rémy soltó una risita. Se sacudió un poco las gotas de lluvia y miró por el retrovisor al otro lado del panel divisorio. Teabing estaba tendido en el asiento de atrás, aunque en la penumbra del Jaguar apenas se intuía.
—Este no se va a ninguna parte.
Silas oyó los gritos ahogados de sir Leigh y se dio cuenta de que Rémy había usado trozos viejos de la cinta adhesiva para amordazarlo.
—Ferme ta gueule —Le gritó el mayordomo por encima del hombro.
Buscó entre los muchos botones del sofisticado salpicadero y apretó uno. Entre ellos se alzó una división opaca que dejó aislada la parte trasera. Teabing desapareció de su vista y dejaron de oír su voz.
Rémy miró al monje.
—Ya llevo demasiado tiempo aguantando a este desgraciado.
* * *
Al cabo de unos minutos, cuando la limusina ya avanzaba por las calles de Londres, sonó el teléfono de Silas. «¡El Maestro!» Descolgó emocionado.
—¿Sí?
—Silas —dijo su interlocutor con inequívoco acento francés—. Me alegro de oírte. Eso quiere decir que estás a salvo.
Silas también se alegraba de oír a El Maestro. Habían transcurrido ya muchas horas, y la operación había pasado por momentos muy comprometidos. Ahora, al menos, parecía que todo estaba volviendo a su cauce.
—Tengo la clave.
—Una noticia excelente —le respondió El Maestro—. ¿Está Rémy contigo?
A Silas le sorprendió oírlo pronunciar aquel nombre.
—Sí, Rémy es quien me ha liberado.
—Lo ha hecho cumpliendo instrucciones mías. Lo único que siento es que hayas tenido que estar cautivo tanto tiempo.
—El dolor físico no me importa. Lo importante es que la clave sea nuestra.
—Sí, tienes que hacérmela llegar al momento. El tiempo apremia.
Silas estaba impaciente por conocer cara a cara a El Maestro.
—Sí, señor, será un honor para mí.
—Preferiría que fuera Rémy quien me la trajera.
«¿Rémy?» Aquello no se lo esperaba. Después de todo lo que había hecho por El Maestro, creía que sería él quien le entregara personalmente el premio. «¿Así que El Maestro tiene preferencia por Rémy?»
—Detecto tu decepción —comentó El Maestro—, y eso me dice que no entiendes lo que pretendo. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Créeme, me gustaría mucho más que la clave me la entregaras tú, que eres un hombre de Dios, y no él, que es un criminal, pero es que tengo que encargarme de él. Ha desobedecido mis órdenes y ha cometido un grave error que ha puesto en peligro toda la misión.
Silas se estremeció y miró a Rémy de reojo. Secuestrar a Teabing no formaba parte del plan, y decidir qué hacer con él planteaba un nuevo problema.
—Tú y yo somos hombres de Dios —susurró El Maestro—. Nadie puede desviarnos de nuestra meta. —Se hizo un largo silencio—. Ese es el único motivo por el que voy a pedirle a Rémy que me traiga la clave. ¿Entiendes?
Silas notaba que El Maestro estaba enfadado, y le sorprendió que no fuera más comprensivo. «No había podido evitar revelar su rostro —pensó—. Rémy había hecho lo que había tenido que hacer. Había salvado la clave.»
—Entiendo —se forzó a decir.
—Bien. Por tu propia seguridad, debes bajarte inmediatamente de la limusina. La policía no tardará en ponerse a buscarla y no quiero que te pille. El Opus Dei tiene una residencia en Londres, ¿no?
—Sí, claro.
—¿Y te recibirían bien?
—Como a un hermano.
—Entonces ve y ponte a buen recaudo. Te llamaré tan pronto como esté en posesión de la clave y haya solucionado el problema que ahora tengo.
—¿Está en Londres?
—Haz lo que te digo y verás que todo irá bien.
—Sí, señor.
El Maestro suspiró, como si lo que tuviera que hacer le resultara terriblemente molesto.
—Tengo que hablar con Rémy.
Silas le pasó el aparato al mayordomo, con la sensación de que aquella llamada podía ser la última de su vida. Al cogerle el teléfono, Rémy pensó que aquel pobre monje no tenía ni idea de qué destino le aguardaba ahora que ya había cumplido con su propósito.
«El Maestro te ha utilizado, Silas.»
«Y tu obispo no es más que un instrumento.»
A Rémy no dejaban de maravillarle las dotes de persuasión de El Maestro. El obispo Aringarosa había confiado ciegamente en él. Su propia desesperación lo había cegado. «Aringarosa quería creer.» Aunque a Rémy no le gustaba especialmente El Maestro, se enorgullecía de haber obtenido su confianza y de haberle ayudado tanto. «Me he ganado el sueldo.»
—Escuche con atención —le dijo El Maestro—. Lleve a Silas cerca de la residencia del Opus Dei y déjelo a algunas travesías. Luego vaya hasta Saint James’s Park, que está cerca del Mall. Aparque la limusina en Horse Guards Parade. Ahí hablaremos.
Tras aquellas instrucciones, la comunicación se cortó.
92
El King’s College, fundado por el rey Jorge IV en 1829, tiene su Departamento de Teología y Estudios Religiosos junto al Parlamento, en unos edificios propiedad de la Corona. El centro no cuenta sólo con 150 años de experiencia en la enseñanza y la investigación; el establecimiento, en 1981, del Instituto de Investigación de Teología Sistemática, supuso la creación de una de las bibliotecas especializadas más completas y electrónicamente avanzadas del mundo.
Cuando él y Sophie entraron en el edificio, dejando atrás la lluvia, Langdon aún estaba bastante afectado por los últimos acontecimientos. La sala principal era tal como Teabing se la había descrito: una espectacular cámara octogonal presidida por una enorme mesa redonda alrededor de la cual el rey Arturo y sus caballeros podrían haberse sentido a sus anchas, de no haber sido por la presencia de doce ordenadores de pantalla plana. En el extremo más alejado de la sala, había una bibliotecaria que se estaba sirviendo un té y preparándose para iniciar su jornada de trabajo.
—Hermosa mañana —dijo alegremente, dejando el té y acercándose a ellos—. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Bueno, sí —respondió Langdon—. Me llamo...
—Robert Langdon —lo interrumpió ella esbozando una sonrisa—. Sé quien es.
Por un momento, temió que Fache hubiera sacado su foto en las televisiones inglesas, pero aquella sonrisa no parecía indicarlo. Langdon aún no se había acostumbrado a esos momentos de popularidad inesperada. Pero, por otra parte, si alguien tenía que reconocerle, era lógico que fuera la bibliotecaria de un centro de Estudios Religiosos.
—Yo soy Pamela Gettum —dijo ella extendiéndole la mano. Tenía una expresión inteligente y cara de erudita, y hablaba en un tono agradable. De una cadena le colgaban unas gafas de pasta gruesa.
—Es un placer —le dijo Langdon estrechándosela—. Esta es mi amiga Sophie Neveu.
Las dos mujeres se saludaron, y Gettum volvió a dirigirse a Langdon.
—No sabía que iba a venir.
—Nosotros tampoco. Si no es mucho inconveniente, nos iría muy bien contar con su ayuda para obtener cierta información.
La bibliotecaria puso cara de extrañeza.
—Normalmente nuestros servicios los prestamos sólo tras concertación de cita previa, a menos, claro, que haya sido invitado por alguien en el College.
Langdon negó con la cabeza.
—Me temo que hemos venido sin avisar. Un amigo mío me ha hablado maravillas de usted. Sir Leigh Teabing. —Langdon sintió una punzada de desazón al pronunciar aquel nombre—. El historiador de la Real Academia.
A Gettum le brillaron los ojos y soltó una carcajada.
—Vaya, sí. Qué personaje. ¡Un fanático! Siempre viene por lo mismo. El Grial, el Grial, el Grial. Estoy segura de que ese hombre moriría antes que renunciar a su búsqueda. —Guiñó un ojo—. El tiempo libre y el dinero le permiten a uno esos lujos, ¿no le parece? Quijotesco, diría yo.
—¿Accedería entonces a ayudamos? —le preguntó Sophie—. Es bastante importante.
La bibliotecaria echó un vistazo a la sala desierta y les guiñó un ojo.
—La excusa de que estoy muy ocupada no sería muy creíble, ¿verdad? Con tal de que firmen en el libro de registro, no veo que pueda haber ningún inconveniente. ¿Qué es lo que necesitan encontrar?
—Estamos intentando localizar una tumba aquí en Londres.
Gettum arqueó una ceja.
—Pues habrá como unas veinte mil. ¿Podrían concretar un poco más?
—Es la tumba de un caballero. El nombre no lo tenemos.
—Un caballero. Eso reduce el espectro considerablemente. Mucho menos habitual.
—No disponemos de mucha información sobre el caballero al que estamos buscando —dijo Sophie—. Lo que sabemos es esto.
Se sacó un trozo de papel del bolsillo en el que había anotado los primeros versos del poema.
Como no les hacía demasiada gracia enseñarle el poema entero a un desconocido, Langdon y Sophie habían decidido mostrarle sólo el principio, los versos que identificaban al caballero. «Criptografía compartimentada», lo había llamado Sophie. Cuando unos servicios de inteligencia interceptaban un código que incluía datos sensibles, cada criptógrafo trabajaba en una sección. Así, cuando lo descifraban, ninguno de ellos disponía del mensaje cifrado en su totalidad.
En ese caso, la precaución era seguramente excesiva; incluso en el caso de que la bibliotecaria viera todo el poema, identificara la tumba del caballero y supiera qué esfera era la que faltaba, la información no le serviría de nada si no tenía el criptex en su poder.
Gettum detectó la urgencia en los ojos de aquel famoso especialista americano, casi como si encontrar aquella tumba lo antes posible fuese una cuestión de vida o muerte. La mujer de ojos verdes que lo acompañaba también parecía nerviosa.
Desconcertada, la bibliotecaria se puso las gafas y examinó el papel que acababan de entregarle.
En la ciudad de Londres, enterrado
por el Papa reposa un caballero.
Despertaron los frutos de sus obras
las iras de los hombres más sagrados.
Alzó la vista.
—¿Qué es esto? ¿Una especie de búsqueda del tesoro de la Universidad de Harvard?
Langdon soltó una carcajada forzada.
—Sí, algo así.
Gettum se quedó un momento en silencio. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que le ocultaban algo. Con todo, aquello le estaba empezando a intrigar, y volvió a leer aquellos versos más despacio.
—Según esto, un caballero hizo algo que le valió el enfado de la Iglesia. Aun así, hubo un Papa lo bastante amable como para darle sepultura en Londres.
—¿Le suena de algo? —le preguntó Langdon.
Gettum se acercó hasta una de las terminales.
—De entrada, no. Pero vamos a ver qué encontramos en la base de datos.
Durante las dos últimas décadas, el Instituto de Investigación de Teología Sistemática del Kings College había recurrido a sistemas informáticos de reconocimiento óptico de caracteres y a programas de transcripción lingüística para digitalizar y catalogar una enorme colección de textos, enciclopedias de religión, biografías religiosas, escritos sagrados en diversidad de lenguas, historias, cartas del Vaticano, diarios de miembros del clero, cualquier cosa que tuviera alguna relación con la espiritualidad humana. Como en la actualidad aquella ingente cantidad de documentación estaba en forma de bits y bytes, y no de páginas físicas, los datos eran mucho más accesibles.
La bibliotecaria se acomodó frente a un ordenador, le echó un vistazo al trozo de papel y empezó a teclear.
—Para empezar, un poquito de álgebra de Boole combinada con algunas palabras clave, a ver qué pasa.
—Gracias.
Gettum introdujo unas palabras.
LONDRES, CABALLERO, PAPA
Le dio a la tecla de búsqueda y casi le pareció notar el zumbido del enorme procesador de datos del piso de abajo que tenía una capacidad de búsqueda de 500 MB por segundo.
—Le estoy pidiendo al sistema que nos muestre todos los documentos en cuyos textos aparezcan estas tres palabras clave. Nos dará muchas más entradas de las que necesitamos, pero para empezar nos será útil.
La pantalla empezó a mostrar los resultados de la búsqueda.
«Pintar al Papa. Colección de retratos de sir Joshua Reynolds.
London University Press.»
Gettum negó con la cabeza.
—Está claro que esto no es lo que andan buscando —dijo, pasando al siguiente resultado.
«Los escritos londinenses de Alexander Pope, de G. Wiison Knight.»
—Esto tampoco.
El sistema volvió a activarse, y los nuevos resultados fueron apareciendo a mayor velocidad. Aparecieron docenas de textos. En la mayoría había alusiones a Alexander Pope, el escritor inglés del siglo XVIII, cuya poesía burlescamente épica y antireligiosa contenía, al parecer, multitud de referencias a caballeros y a la ciudad de Londres.
La bibliotecaria echó un rápido vistazo al número de resultados que aparecía en la parte inferior de la pantalla. El procesador calculaba el número de datos encontrados hasta el momento y los multiplicaba por el porcentaje de los que a la base de datos aún le quedaba por encontrar, ofreciendo una cifra aproximada de toda la información disponible. En aquel caso concreto parecía que iban a encontrarse con un número impresionante de entradas.
Número estimado de resultados:
2.692
—Deberemos afinar más los parámetros —dijo Gettum deteniendo la búsqueda—. ¿No tienen más información sobre esa tumba?
Langdon miró indeciso a Sophie Neveu.
«Esto no es un pasatiempo», pensó la bibliotecaria. Le habían llegado rumores sobre la experiencia que Robert Langdon había tenido en Roma el año anterior. Le habían autorizado el acceso a la biblioteca más vigilada del mundo, los Archivos Secretos Vaticanos. Se preguntaba qué secretos habría desvelado ahí dentro, y si aquella búsqueda desesperada de la tumba misteriosa tendría algo que ver con la información obtenida en Roma. Gettum llevaba el tiempo suficiente ejerciendo su profesión como para conocer el motivo por el que la gente acudía a Londres en busca de caballeros: El Grial.
Sonrió y se ajustó las gafas.
—Son amigos de Leigh Teabing, están en Inglaterra y buscan a un caballero. —Entrelazó las manos—. Así que supongo que van en busca del Grial.
Langdon y Sophie se miraron desconcertados.
Gettumm se echó a reír.
—Amigos, esta biblioteca es el campamento base para los que van en su busca. Para Teabing, por ejemplo. Ojalá me dieran un chelín cada vez que realizo indagaciones sobre términos como la rosa, María Magdalena, el Sangreal, los merovingios, el Priorato de Sión, etcétera, etcétera, etcétera. A la gente le encantan las conspiraciones. —Se sacó las gafas y los miró—. Me hace falta más información.
Se hizo el silencio, y Getum notó que el deseo de discreción de sus dos acompañantes estaba a punto de verse superado por su necesidad de encontrar resultados rápido.
—Aquí tiene —dijo de pronto Sophie—. Esto es todo lo que sabemos.
Le pidió la pluma a Langdon y, en el papel que le había mostrado a Gettum, anotó los versos que faltaban.
El orbe que en su tumba estar debiera;
buscad, os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Gettum sonrió para sus adentros. «Pues sí, es el Grial, no hay duda», pensó al ver las referencias a la rosa y al vientre fecundado.
—Yo puedo ayudarles —les dijo alzando la vista del papel—. ¿Puedo preguntar de dónde procede este poema? ¿Y por qué van en busca del orbe?
—Puede preguntarlo —respondió Langdon esbozando una tímida sonrisa—, pero es una historia muy larga y tenemos poco tiempo.
—Parece una manera educada de decirme que me meta en mis asuntos.
—Estaremos siempre en deuda con usted, Pamela —insistió Langdon—, si lograra averiguar quién es este caballero y dónde está enterrado.
—Muy bien —dijo Gettum volviendo a teclear algo—. Acepto el juego. Si la búsqueda tiene que ver con el Grial, debemos introducir palabras clave relacionadas. Añadiré un parámetro de proximidad y eliminaré la ponderación de títulos. Así limitaremos los resultados a los textos que tengan que ver con el Grial.
Buscar:
CABALLERO, LONDRES, PAPA, TUMBA
Con una proximidad de 100 palabras de:
GRIAL, ROSA, SAMGREAL, CÁLIZ
—¿Cuánto puede tardar? —le preguntó Sophie.
—¿Varios cientos de terabytes con campos de referencia cruzados? —Los ojos de Gettum brillaron cuando le dio al intro—. Sólo quince minutos.
Langdon y Sophie no dijeron nada, pero Gettum se dio cuenta de que aquello les parecía una eternidad.
—¿Les apetece un té? —preguntó la bibliotecaria, que se levantó y se fue hasta la tetera que estaba preparando cuando llegaron—. A Leigh le encanta el té que preparo.
93
El centro del Opus Dei en Londres, un sencillo edificio de obra vista situado en el número 5 de Orme Court, da a la entrada norte de Kensington Gardens. Silas no había estado nunca allí, pero al acercarse a pie al edificio sentía una sensación creciente de estar llegando a un refugio seguro, a un lugar donde poder guarecerse. A pesar de estar lloviendo, Rémy lo había dejado a cierta distancia para no tener que atravesar las calles principales. Al monje no le importó el paseo. La lluvia lo purificaba.
Siguiendo la recomendación del mayordomo, Silas había limpiado el arma y se había deshecho de ella tirándola por una alcantarilla. Se alegró de poder perderla de vista. Se sentía más ligero. Aún le dolían las piernas por haber estado inmovilizado tanto tiempo, aunque la verdad era que muchas otras veces había soportado un dolor mucho más intenso. Con todo, sentía curiosidad por saber de Teabing, al que Rémy había atado en la parte trasera del Jaguar. Seguro que a aquellas alturas a aquel inglés también tenía que dolerle algo.
—¿Qué va a hacer con él? —le había preguntado mientras lo acercaba hasta allí.
Rémy se había encogido de hombros.
—Esa es una decisión de El Maestro —respondió con fatalismo.
Ahora, ya muy cerca de la sede del Opus, la lluvia arreció. El hábito se le estaba empapando y se le clavaba aún más en las heridas del día anterior. Había llegado el momento de dejar atrás los pecados de las últimas veinticuatro horas y de purgar su alma. Su misión ya estaba cumplida.
Atravesó el pequeño patio de entrada y no le sorprendió que la puerta no estuviera cerrada con llave. La abrió y entró en un austero vestíbulo. Al poner el pie sobre el suelo enmoquetado se activó una campanilla electrónica en la planta superior. Esos timbres eran una característica habitual en aquel tipo de centros en que los residentes pasaban la mayor parte de su tiempo encerrados en sus celdas, rezando. Silas oyó el crujido de unos tablones de madera por encima de su cabeza.
Al cabo de unos momentos, apareció un hombre con sotana.
—¿En qué puedo servirle? —le dijo.
A juzgar por su mirada, era una persona amable y no parecía darse cuenta siquiera del deplorable aspecto físico del monje.
—Gracias. Me llamo Silas. Soy numerario de la Obra de Dios.
—¿Americano?
Silas asintió.
—Voy a estar en Londres sólo un día. ¿Podría quedarme a descansar aquí?
—Eso no tiene ni que preguntarlo. En la tercera planta disponemos de dos habitaciones libres. ¿Le apetece un té y un poco de pan?
—Sí, gracias —respondió, hambriento.
Silas subió la escalera y encontró su habitación. Se quitó el hábito empapado y se arrodilló así, en ropa interior, para decir sus oraciones. Oyó que su anfitrión se acercaba a la puerta y dejaba una bandeja en el suelo. Rezó un poco más, tomó el desayuno y se acostó. Tres plantas más abajo, sonaba un teléfono. El numerario del Opus Dei que había atendido a Silas lo descolgó.
—Policía de Londres —dijo la voz—. Estamos buscando a un monje albino. Nos ha llegado el dato de que podría encontrarse ahí. ¿Lo ha visto usted?
El numerario se quedó boquiabierto.
—Sí, está aquí. ¿Hay algún problema?
—¿Está ahí ahora?
—Sí, arriba rezando. ¿Qué ocurre?
—Que no se mueva de donde está —ordenó el agente—. No le diga ni una palabra a nadie. Ahora mismo envío a unos hombres para allá.
94
Saint James s Park es un mar de vegetación en medio de Londres, un parque público que bordea los palacios de Westminster, Buckingham y Saint James’s. En un principio era el coto de caza de Enrique VIII y estaba lleno de ciervos, pero en la actualidad está abierto a los ciudadanos. En las tardes de sol, los londinenses hacen picnics bajo los sauces y dan de comer a los pelícanos —descendientes de los que el embajador ruso regaló a Carlos II— que han hecho del estanque su hogar.
Esa mañana, El Maestro no vio ningún pelícano. Las tormentas habían hecho que las gaviotas de la costa volaran tierra adentro. Los campos, el césped, estaban cubiertos de cientos de cuerpos blancos que miraban en la misma dirección, plantando cara al viento húmedo. A pesar de la niebla, desde el parque había una espléndida vista del Parlamento y del Big Ben. Más allá de las ondulaciones del césped, más allá del estanque de los patos y de las delicadas siluetas de los sauces llorones, El Maestro contemplaba las agujas del edificio que albergó la tumba del caballero; el verdadero motivo por el que le había pedido a Rémy que se encontraran allí.
Al ver que se acercaba a la limusina, Rémy alargó el brazo y le abrió la portezuela. Antes de entrar, El Maestro se detuvo y dio un trago de coñac de la petaca que llevaba. Se secó los labios con la mano y se sentó al lado del mayordomo.
Rémy alzó la clave como si fuera un trofeo.
—Casi la perdemos.
—Has hecho un buen trabajo —dijo El Maestro.
—Hemos hecho un buen trabajo —respondió Rémy depositando la clave en sus manos impacientes.
El Maestro se quedó admirándola un buen rato, con una sonrisa en los labios.
—¿Y la pistola? ¿Ya está limpia de huellas?
—De vuelta en la guantera, donde la encontré.
—Magnífico. —El Maestro dio otro trago de coñac y le pasó la petaca a Rémy—. Brindemos por nuestro éxito. El final ya está cerca.
Rémy aceptó la petaca de buen grado. El coñac sabía salado, pero no le importo. Ahora, El Maestro y él eran verdaderos compañeros. Sentía que estaba ascendiendo a un nuevo escalafón de la vida. «Ya no volveré a ser el criado de nadie.» Allí, con el estanque de patos delante, el Château Villete parecía quedar muy lejos.
Dio otro trago de coñac y sintió que se le calentaba la sangre. Sin embargo, el hormigueo en la garganta se le transformó pronto en un calor desagradable. Se aflojó la pajarita, tragó saliva, se notó la lengua áspera y le pasó el coñac a El Maestro.
—Creo que ya he bebido bastante —le dijo con un hilo de voz.
—Rémy, como sabrás, eres el único que me ha visto la cara. He depositado en tí una confianza enorme.
—Sí —respondió aflojándose aún más el nudo de la pajarita, febril y acalorado—. Y tenga por seguro que me llevaré su identidad a la tumba.
El Maestro se quedó en silencio un largo instante.
—Te creo.
Se guardó la petaca y la clave, abrió la guantera y sacó el pequeño revólver. Por un momento, Rémy sintió una punzada de temor, que se disipó al ver que también se lo metía en el bolsillo.
«¿Qué estará haciendo?», pensó Rémy, empapado de pronto en un sudor extraño.
—Sé que te prometí la libertad —le dijo El Maestro con un deje de amargura en la voz—, pero teniendo en cuenta las circunstancias, es lo mejor que puedo hacer.
Volvió a sentir la quemazón en la garganta y se agarró al volante. Se llevó la otra mano al cuello y notó que el vómito le subía por la tráquea. Emitió un grito apagado, tan débil que no se oyó fuera del coche. De pronto entendió por qué el coñac estaba salado.
«¡Me ha envenenado!»
Incrédulo, Rémy se volvió para ver a El Maestro, que seguía tranquilamente a su lado, mirando al frente a través del parabrisas. Ahora estaba empezando a nublársele la visión y le faltaba el aire. «¡Si lo he hecho todo por él! ¡Cómo ha podido hacerme esto!» Nunca llegaría a saber si aquello era algo que El Maestro había planeado desde el principio o si se trataba del castigo por haberle desobedecido en la iglesia del Temple. En su interior se alternaban la rabia y el terror. Rémy intentó agarrarse a El Maestro, pero tenía el cuerpo tan agarrotado que apenas lograba moverlo. «¡Deposité en usted todas mis esperanzas!»
Rémy intentó levantar los puños apretados para hacer sonar la bocina, pero sólo consiguió resbalarse hacia un lado y quedar medio doblado al lado de El Maestro, con las manos aferradas a la garganta. La lluvia caía con más fuerza. Rémy ya no veía nada, pero notaba que el cerebro, privado de oxígeno, luchaba por mantener sus últimos retazos de lucidez. Su mundo se iba apagando lentamente, pero Rémy Legaludec habría jurado que oía el suave rumor de las olas chocando contra una playa de la Riviera.
El Maestro se bajó de la limusina y constató con alivio que no había nadie mirando en su dirección. «No he tenido otro remedio», se dijo, sorprendido ante su falta de remordimientos por lo que acababa de hacer. «Rémy ha sellado su propio destino.» Ya se había temido desde el principio que tal vez tuviera que eliminarlo cuando hubiera cumplido su misión, pero aquella manera de exhibirse en la iglesia del Temple había precipitado el momento. La inesperada visita de Robert Langdon al Château Villete había representado para El Maestro, simultáneamente, un golpe de suerte y un dilema. Langdon había llevado la clave hasta el centro mismo de la operación, lo que había sido una agradable sorpresa, pero también se había traído consigo a la policía, que le iba siguiendo los talones. Las huellas de Rémy estaban por toda la casa y por todo el puesto de vigilancia instalado en el cobertizo, desde donde el mayordomo había realizado las escuchas.
Por suerte, siempre se había cuidado mucho de que no hubiera ninguna relación entre las actividades de Rémy y las suyas. Nadie podría implicarlo a él, a menos que el mayordomo hablara, y aquello era algo que ya no le preocupaba.
«Y aquí queda otro cabo suelto por resolver —pensó, dirigiéndose a la puerta trasera de la limusina—. La policía no sabrá nunca lo que pasó... y no quedará ningún testigo con vida para contárselo.»
Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie mirando y subió al espacioso compartimento trasero.
Minutos después, El Maestro atravesaba Saint James s Park. «Ya sólo quedan dos personas. Langdon y Neveu.» Sus casos eran más complicados, pero no irresolubles. De momento, sin embargo, El Maestro debía ocuparse del criptex.
Miró triunfante al otro lado del parque. Ahí estaba su destino. «En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa, reposa un caballero.» Nada más oír aquellos versos, El Maestro había sabido la respuesta. Con todo, que a los demás no se les hubiera ocurrido no le sorprendía. «Les saco una gran ventaja.» Como llevaba meses escuchando las conversaciones de Saunière, había oído al Gran Maestre mencionar a aquel famoso caballero en algunas ocasiones, y siempre en términos casi tan elogiosos como los que empleaba para referirse a Leonardo da Vinci. Una vez conocida, la referencia del poema al caballero era de una gran simplicidad —un mérito más de la gran inteligencia de Saunière— pero de qué manera había de revelarle esa tumba la contraseña final era algo que seguía resultándole un misterio.
«Buscad el orbe que en su tumba estar debiera.»
El Maestro recordaba vagamente fotografías de la famosa tumba y, en concreto, su rasgo más característico. «Un magnífico globo terráqueo.» Aquel orbe gigantesco, montado sobre el sepulcro, era casi tan grande como éste. La presencia de aquella esfera le animaba y le preocupaba a la vez. Por una parte, era tan claro como una señal, y sin embargo, según aquellos versos, la pieza que faltaba en el rompecabezas era un orbe que debería estar en su tumba... y no la que ya estaba ahí. Esperaba que una inspección más detallada del lugar le ayudara a resolver el enigma.
Empezó a llover más, y se hundió el criptex en el bolsillo derecho para que no se mojara. El pequeño revólver seguía a buen recaudo en el izquierdo. Tardó sólo unos minutos en llegar al tranquilo santuario, el más impresionante edificio construido en Londres en el siglo XIX.
En el preciso instante en que El Maestro lograba por fin guarecerse de la lluvia, Aringarosa se internaba en ella. Sobre el asfalto mojado del aeropuerto de Biggin Hill, el obispo descendió del avión, exponiéndose a la lluvia y al frío ataviado sólo con la sotana. Esperaba que el capitán Fache viniera a recibirle, pero quien se le acercó, protegido por un paraguas, fue un agente británico.
—¿Obispo Aringarosa? El capitán Fache ha tenido que irse y me ha pedido que me pusiera a su disposición. Ha sugerido que lo lleve a Scotland Yard. Cree que es donde estará más seguro.
«¿Más seguro?» Aringarosa bajó la mirada y vio el pesado maletín lleno de bonos vaticanos. Casi se había olvidado de él.
—Sí, gracias.
Se montó en el coche patrulla y se preguntó dónde estaría Silas. Minutos después, la respuesta le llegó desde el altavoz de la radio del vehículo.
«Orme Court, número 5.»
Reconoció aquella dirección al momento.
«Es el centro del Opus Dei en Londres.»
—¡Lléveme ahí inmediatamente! —le dijo al policía.
95
Langdon no había levantado la vista de la pantalla desde que había empezado la búsqueda.
«Cinco minutos. Dos entradas. Y las dos irrelevantes.»
Estaba empezando a preocuparse.
Pamela Gettum estaba en la sala contigua preparando las bebidas calientes. Langdon y Sophie, imprudentes, le habían preguntado si podían tomar café en vez de té, y a juzgar por el sonido del microondas, sospechaban que su anfitriona iba a obsequiarlos con su versión instantánea.
Al cabo de un rato, el ordenador emitió unos agudos sonidos esperanzadores.
—Parece que ha encontrado algo más —gritó Gettum desde la otra habitación—. ¿Cuál es el título?
Langdon miró la pantalla.
Alegoría del Grial en la literatura medieval: tratado sobre Sir Gawain y el Caballero Verde.
—Alegoría del Caballero Verde —respondió.
—Nada. No tenemos demasiados gigantes mitológicos enterrados en Londres —comentó Gettum.
Langdon y Sophie seguían sentados, impacientes, frente a la pantalla, esperando. Un sonido volvió a indicar que había otro resultado, pero el enunciado les sorprendió.
DIE OPERN VON RICHARD WAGNER
—¿Las óperas de Wagner? —preguntó Sophie.
Gettum apareció en la puerta con un bote de café instantáneo en la mano.
—Qué raro. ¿Era Wagner caballero?
—No —respondió Langdon, intrigado—. Pero sí un francmasón reconocido. «Como Mozart, Beethoven, Shakespeare, Gerswhin, Houdini y Disney.»
Se habían escrito libros enteros sobre los vínculos entre los masones y los templarios, el Priorato de Sión y el Santo Grial.
—Me gustaría echarle un vistazo a este documento. ¿Cómo hago para que me aparezca el texto completo?
—El texto completo no le hace falta —dijo Gettum—. Haga click en el título hipervinculado. El ordenador le mostrará una prelog y tres postlogs para contextualizar la entrada.
Langdon no entendía muy bien lo que acababa de decirle, pero hizo click y se abrió una nueva ventana.
... caballero mitológico llamado Parsifal que...
... metafórico Grial; búsqueda que según...
... la London Philarmonic en 1855...
... Rebeca Pope; antología Diva’s...
... Wagner, tumba en Bayreuth, Alemania...
—No es el Papa que buscamos —comentó Langdon decepcionado.
Con todo, le maravillaba lo fácil de usar que era aquel sistema. Las palabras clave, con su contexto, le bastaron para hacerle recordar que Parsifal, la ópera de Wagner, era un homenaje a María Magdalena y al linaje de Jesucristo, homenaje que se explica a través de la historia de un caballero que va en busca de la verdad.
—Un poco de paciencia —pidió Gettum—. Esto es un juego de números. Dejemos que la máquina haga su trabajo.
En el transcurso de los siguientes minutos, el ordenador les mostró algunas otras referencias al Grial, incluido un texto sobre trovadores, los famosos juglares errantes franceses. En realidad, estos eran «ministros» de la iglesia de María Magdalena y usaban la música para divulgar la historia de la divinidad femenina entre el pueblo llano. Hasta nuestros días, los trovadores habían cantado siempre las virtudes de «nuestra Señora», una mujer bella y misteriosa a la que rendían eterna pleitesía.
Impaciente, hizo aparecer el hipertexto pero no encontró nada.
El ordenador volvió a sonar.
CABALLEROS, SOTAS, PAPAS Y PENTÁCULOS:
HISTORIA DEL SANTO GRIAL A TRAVÉS DEL TAROT.
—Lógico —le dijo Langdon a Sophie—. Algunas de las palabras clave que hemos introducido coinciden con los nombres de algunas cartas. —Alargó el brazo para pulsar el botón izquierdo del ratón sobre la entrada—. No sé si tu abuelo te lo mencionó alguna vez cuando jugabas con él al Tarot, Sophie, pero la baraja es un «catecismo visual» que explica la historia de la Doncella Perdida y de su opresión por parte de la malvada Iglesia.
Sophie lo miró incrédula.
—No tenía ni idea.
—Así tiene que ser. Usando un juego metafórico, los seguidores del Grial ocultaban su mensaje de la todopoderosa mirada de la Iglesia. —Langdon se preguntaba cuántos jugadores de cartas modernos sabían que los cuatro palos de la baraja francesa —picas, corazones, tréboles y rombos—, eran símbolos relacionados con el Santo Grial que provenían directamente de los respectivos palos del Tarot: espadas, copas, varas y pentáculos.
Las picas eran las espadas —el filo. Lo masculino.
Los corazones eran las copas —el cáliz. Lo femenino.
Los tréboles eran las varas —el linaje real. La descendencia floreciente.
Los rombos eran los pentáculos —la Diosa. La divinidad femenina.
* * *
Cuatro minutos después, cuando Langdon ya empezaba a temerse que no iban a encontrar lo que habían venido a buscar, en la pantalla apareció otra entrada.
La gravedad de un genio:
Biografía de un caballero moderno.
—¿La gravedad de un genio? —repitió Langdon en voz alta para que Gettum lo oyera—. ¿La biografía de un caballero moderno?
Gettum asomó la cabeza por la puerta.
—¿Muy moderno? Por favor, no me diga que se trata de vuestro sir Rudy Giuliani. A mí personalmente ese nombramiento me pareció un poco fuera de lugar.
Langdon también tenía sus opiniones sobre la reciente concesión del título de sir a Mick Jagger, pero le pareció que aquel no era el momento para debatir sobre la política seguida por la Corona en materia de títulos nobiliarios.
—Echémosle un vistazo —dijo pinchando sobre la entrada.
... honorable caballero, sir Isaac Newton...
... en Londres en 1727 y...
... su tumba en la abadía de Westminster...
... Alexander Pope, amigo y colega...
—Supongo que «moderno» es un término relativo —comentó Sophie en voz alta para que la bibliotecaria la oyera—. Es un libro viejo. Sobre sir Isaac Newton.
Gettum negó con la cabeza desde el quicio de la puerta.
—Nada. A Newton lo enterraron en la abadía de Westminster, sede del protestantismo inglés. Es imposible que un Papa católico hubiera estado presente. ¿Quieren leche y azúcar?
Sophie asintió.
Gettum se quedó esperando.
—¿Robert?
A Langdon el corazón le latía con fuerza. Apartó los ojos de la pantalla y se puso de pie.
—Sir Isaac Newton es nuestro caballero.
Sophie seguía sentada.
—¿De qué estás hablando?
—Newton está enterrado en Londres —dijo—. Sus obras supusieron la aparición de nuevas ciencias que despertaron las iras de la Iglesia. Y fue un Gran Maestre del Priorato de Sión. ¿Qué más queremos?
—¿Qué más? —Sophie señaló el poema—. ¿Y qué hay del «enterrado por el Papa»? Ya has oído a la señora Gettum. A Newton no lo enterró un Papa católico.
Langdon alargó la mano para llegar al ratón.
—¿Quién ha dicho nada de un Papa católico?
Pulsó sobre la palabra «Pope» y apareció la frase completa:
«El entierro de sir Isaac Newton, al que asistieron reyes y nobles, fue presidido por Alexander Pope, amigo y colega, que le dedicó unas palabras de elogio antes de echar un puñado de tierra sobre el ataúd.»
Langdon miró a Sophie.
La segunda búsqueda ya nos había dado al «Papa» que buscábamos. Es Alexander Pope.
Sophie se levantó, boquiabierta. Jacques Saunière, el maestro de los dobles sentidos, había demostrado una vez más ser un hombre de una inteligencia excepcional.
96
Silas se despertó sobresaltado.
No tenía ni idea de qué le había despertado ni de cuánto tiempo llevaba durmiendo. «¿Estaba soñando?» Se sentó sobre el colchón de paja y se quedó en silencio, escuchando los latidos de la residencia, la quietud rota solamente por los débiles murmullos de alguien que rezaba en voz alta en una celda que estaba por debajo de la suya. Se trataba de sonidos familiares y deberían haberle confortado.
Sin embargo, sintió una inquietud repentina.
De pie, en ropa interior, se acercó a la ventana. «¿Me habrá seguido alguien?» El patio de entrada estaba desierto, igual que cuando había entrado. Aguzó el oído. Silencio. «¿Por qué me siento incómodo?» Hacía tiempo, Silas había aprendido a confiar en su intuición, porque gracias a ella se había mantenido con vida durante su infancia, en las calles de Marsella, mucho antes de ir a la cárcel... mucho antes de volver a nacer de la mano del obispo Aringarosa. Miró hacia la calle y distinguió el perfil borroso de un coche junto al seto. Encima llevaba una sirena de policía. El suelo de madera crujió. Oyó abrirse una puerta.
Silas reaccionó movido por el instinto. Cruzó la celda a toda prisa y se puso detrás de la puerta, que se abrió de par en par en ese mismo momento. El primer agente entró, moviendo el arma a izquierda y derecha ante lo que parecía ser una celda vacía. Antes de darse cuenta de dónde estaba Silas, éste ya había empezado a empujar la puerta con el hombro para impedir que entrara un segundo agente, que con los golpes cayó al suelo. El primero estaba a punto de disparar y el monje se le tiró a las piernas. Se le disparó el arma, y la bala le pasó a Silas casi rozándole la cabeza justo cuando conseguía agarrarle las pantorrillas. Se cayó y se dio un golpe en la frente. El segundo agente luchaba por ponerse de pie junto al marco de la puerta. Silas le clavó la rodilla en la entrepierna y pasó por encima de él.
Casi desnudo, empezó a bajar la escalera. Sabía que alguien lo había delatado, pero no sabía quién. Cuando llegó al vestíbulo, había más policías entrando por la puerta principal. Se fue hacia el otro lado y se internó por un pasillo de la residencia. «Es el acceso para las mujeres. En todos los edificios del Opus hay uno.» Avanzó por corredores intrincados y se coló en la cocina, donde unas empleadas aterrorizadas no pudieron evitar ver a aquel monje en paños menores que en su huida tiró platos y cubiertos antes de salir a una sala oscura que había cerca del cuarto de las calderas. Desde ahí vio por fin la puerta que buscaba, una luz que indicaba la salida y que brillaba al fondo.
Salió corriendo a la calle. Seguía lloviendo y, al saltar el pequeño rellano que lo separaba de la lluvia, Silas no vio al agente que venía desde la otra dirección hasta que ya era demasiado tarde. Chocaron. Los hombros anchos y desnudos de Silas se clavaron en el esternón de aquel hombre con una fuerza brutal. El agente cayó al suelo, boca arriba, y soltó sin querer la pistola. El monje se abalanzó con fuerza sobre él. Oía que varios hombres venían corriendo por el pasillo y gritaban. Se dio la vuelta y, justo cuando los policías aparecieron, logró hacerse con el arma. Un disparo resonó en las escaleras, y Silas notó un intenso dolor por debajo de las costillas. Lleno de rabia, abrió fuego contra los tres agentes.
De la nada, tras él surgió una sombra. Las manos airadas que lo agarraron de los hombros desnudos parecían tener la fuerza del mismísimo demonio. Aquel hombre le gritó al oído. «¡SILAS, NO!»
Pero él logró zafarse, se dio la vuelta y le disparó. En ese momento, sus ojos se encontraron. Al ver caer al obispo Aringarosa, Silas empezó a gritar.
97
Más de tres mil personas reposan enterradas o en urnas funerarias dentro del recinto de la abadía de Westminster. El imponente interior de piedra conserva los restos de reyes, hombres de Estado, científicos, poetas y músicos. Sus tumbas, que ocupan hasta el más mínimo espacio, van desde el más grandioso de los mausoleos —el de la reina Isabel I, cuyo sarcófago con dosel ocupa una capilla del ábside— hasta las más modestas lápidas grabadas, cuyas inscripciones se han ido borrando con los miles de pies que han caminado por encima. En esos casos, es la imaginación de cada uno la que debe decidir a quién corresponden las reliquias que hay debajo.
Realizada siguiendo el mismo estilo de las grandes catedrales de Amiens, Chartres y Canterbury, la abadía de Westminster no está considerada ni catedral ni iglesia parroquial. Se considera «propiedad de la Corona» y sólo está sujeta a la voluntad de los soberanos. Desde que fue escenario de la coronación de Guillermo el Conquistador el día de Navidad de 1066, el deslumbrante santuario ha sido testigo de una interminable procesión de ceremonias reales y asuntos de Estado, desde la canonización de Eduardo el Confesor hasta la boda del príncipe Andrés con Sara Ferguson, pasando por los funerales de Enrique V, Isabel I y la princesa Diana.
A pesar de ello, a Robert Langdon en aquel momento no le interesaba la antigua historia de la abadía, exceptuando un hecho muy concreto: el funeral del caballero británico Isaac Newton.
«En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa, reposa un caballero.»
Al llegar al gran pórtico del transepto norte, Langdon y Sophie se encontraron con unos guardias que amablemente les indicaron que la entrada debía realizarse a través de la incorporación más reciente del edificio —un gran arco detector de metales—, objeto que en la actualidad se veía en casi todos los edificios históricos de la ciudad. Pasaron sin que sonaran las alarmas y se dirigieron a la entrada de la abadía.
Cruzaron el pórtico. Ya estaban en Westminster. Al momento, Langdon sintió que el mundo exterior se desvanecía a sus espaldas. El ruido del tráfico cesó y la lluvia calló por fin. Sólo un silencio ensordecedor, que parecía reverberar por todas partes, como si aquella construcción estuviera susurrándose algo a sí misma.
Los ojos de Langdon y Sophie, como los de casi todos los demás visitantes, se dirigieron inmediatamente hacia lo alto, donde la altísima bóveda del techo del templo parecía estallar por encima de sus cabezas. Grandes columnas de piedra gris ascendían como secoyas hacia las sombras, se arqueaban con elegancia sobre inmensas extensiones, para descender de nuevo hasta el suelo. Ante ellos, el ancho corredor del transepto norte se abría como un cañón profundo flanqueado por acantilados de vidrieras. En los días de sol, el suelo de la abadía era un mosaico prismático de luz. Esa mañana, la lluvia y la oscuridad le daban a aquel inmenso espacio un aire fantasmagórico... como el de la cripta que en realidad era.
—Está casi vacía —susurró Sophie.
Langdon estaba decepcionado. Había esperado encontrar a mucha más gente. «Otro espacio público.» No le apetecía nada repetir la escena anterior en la iglesia del Temple. Había supuesto que estarían más a salvo en un sitio tan frecuentado por los turistas, pero sus recuerdos de hordas paseando en el interior de un templo muy iluminado correspondían al momento álgido de la temporada veraniega, y aquella era una mañana lluviosa de abril. En lugar de las multitudes y el brillo de las vidrieras, lo único que veía eran metros y más metros de suelo y espacios umbríos y desolados.
—Todo el mundo tiene que pasar por el detector de metales —dijo Sophie al darse cuenta de sus temores—. Si ha entrado alguien más, no puede ir armado.
Langdon asintió sin abandonar su aire circunspecto. Le habría gustado ir acompañado de la policía británica, pero las reticencias de Sophie sobre quién podía estar implicado en todo aquello habían desaconsejado cualquier contacto con las autoridades. «Debemos recuperar el criptex —había insistido Sophie—. Es la clave de todo.»
Y tenía razón, por supuesto.
«La clave para rescatar con vida a Leigh.»
«La clave para encontrar el Santo Grial.»
«La clave para descubrir quién está detrás de todo esto.»
Por desgracia, la única manera de lograrlo parecía estar allí, en la tumba de Isaac Newton, en ese momento. Quien fuera que tuviera el criptex tendría que acudir al sepulcro para descifrar la última pista y, si no lo había hecho ya, Langdon y Sophie intentarían interceptarlo.
Avanzaron hacia la pared izquierda para resguardarse un poco y se acercaron a una nave lateral más oscura que había tras una hilera de pilastras. Langdon no lograba quitarse de la cabeza la imagen de Leigh Teabing cautivo, muy probablemente atado en el asiento trasero de su propia limusina. Quien hubiera ordenado el asesinato de los cuatro miembros más destacados del Priorato de Sión no dudaría en eliminar a todo el que se interpusiera en su camino. Parecía una cruel ironía que Teabing —un moderno caballero británico— fuera el rehén en medio de aquella búsqueda de su compatriota, sir Isaac Newton.
—¿Por dónde es? —preguntó Sophie mirando a su alrededor.
«La tumba.» Langdon no tenía ni idea.
—Deberíamos ir a buscar a algún guía y preguntárselo —sugirió Langdon.
Sabía que no era buena idea ponerse a buscarla por todo el templo. Westminster era un laberinto de mausoleos, capillas y nichos. Igual que en la Gran Galería del Louvre, tenía un solo punto de entrada —por el que acababan de pasar— y era fácil encontrarlo. Hallar la salida era mucho más complicado. «Una trampa para turistas», lo había llamado uno de sus compañeros de trabajo. Siguiendo la tradición arquitectónica, la abadía tenía la forma de un enorme crucifijo. Pero a diferencia de muchas otras iglesias, la entrada estaba en un lateral y no se hacía, como de costumbre, a través de un nártex abierto al fondo de la nave. Es más, la abadía contaba con una serie de claustros contiguos. Un paso en falso a través de la puerta que no era y el visitante podía perderse en una sucesión de pasajes exteriores rodeados de altos muros.
—Los guías llevan un uniforme rojo —le dijo Langdon acercándose al centro de la iglesia.
Miró al otro lado del altar dorado y se fijó en el extremo opuesto del transepto sur. Había varias personas agachadas en el suelo. Aquella manera de gatear era habitual en los peregrinos que visitaban el Rincón de los Poetas, aunque su postura era mucho menos santa de lo que pudiera parecer. «Los turistas calcan las inscripciones de las lápidas.»
—Pues yo no veo a ningún guía —respondió Sophie—. ¿Y si intentamos encontrar la tumba solos?
Sin decir nada, Langdon la llevó hasta el centro del templo y le señaló a la derecha.
Sophie ahogó un grito de asombro al ver la longitud de la nave central, la magnitud real del edificio que ahora se abría ante su vista.
—No, claro, mejor buscamos a un guía.
En aquel preciso instante, a unos cien metros de aquella misma nave, la imponente tumba de sir Isaac Newton tenía un visitante solitario. El Maestro llevaba diez minutos estudiando con detalle el sepulcro.
Se componía de un inmenso sarcófago de mármol negro sobre el que reposaba la escultura reclinada de sir Isaac Newton, que lo representaba ataviado con ropas clásicas, apoyado con orgullo junto a una pila con algunos de sus libros: Divinidad, Cronología, Óptica y Philosophiae Naturales Principia Mahematica. A sus pies había dos angelotes que sostenían un pergamino. Tras el cuerpo yaciente de Newton se alzaba una austera pirámide. Aunque en sí misma parecía una rareza, lo que más intrigaba a El Maestro era la enorme figura que surgía hacia la mitad de aquella estructura.
«Un orbe.»
El Maestro pensó en el críptico acertijo de Saunière. «El orbe que en su tumba estar debiera / buscad, os hablará de muchas cosas, / De carne rosa y vientre fecundado.» El gran orbe que sobresalía de la pirámide estaba labrado con bajorrelieves que representaban todo tipo de cuerpos celestes, constelaciones, signos del zodíaco, cometas, estrellas y planetas. Por encima, la imagen de la Diosa de la Astronomía bajo un campo de estrellas.
«Incontables orbes.»
El Maestro había creído que una vez encontrara la tumba, dar con el orbe que faltaba sería sencillo. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Tenía delante el complicado mapa de los cielos. ¿Acaso faltaba algún planeta? ¿Se había omitido algún astro de alguna constelación?
No tenía ni idea. A pesar de ello, El Maestro no podía evitar la sospecha de que la solución sería limpia y sencilla: «... enterrado por un Papa reposa un caballero.» «¿Qué orbe estoy buscando?» En ningún sitio estaba escrito que para encontrar el Santo Grial hiciera falta tener un conocimiento profundo de astrofísica, ¿no?
«De carne rosa y vientre fecundado.»
La concentración de El Maestro se vio interrumpida por los pasos de unos turistas que se acercaban. Volvió a meterse el criptex en el bolsillo y observó con desconfianza a los visitantes que se acercaron hasta una mesa cercana, dejaron un donativo y cogieron unas grandes hojas de papel y unos carboncillos depositados allí por los responsables del templo. Armados con ellos, salieron de allí, seguramente camino del Rincón de los Poetas para presentar sus respetos a Chaucer, Tennyson y Dickens y calcar las inscripciones de las lápidas.
De nuevo solo, se acercó más a la tumba y fue observándola de abajo arriba. Empezó por las garras que sostenían el sarcófago ascendió hasta llegar a Newton, se fijó en los libros científicos, pasó la vista sobre los ángeles que sostenían el pergamino matemático, se fijó en la pirámide y en el gigantesco orbe con sus constelaciones, y finalmente en el dosel cuajado de estrellas.
«¿Qué orbe debería estar aquí y no está?» Tocó el criptex que tenía en el bolsillo como si, de alguna manera, aquel trozo de mármol trabajado por Saunière pudiera darle la respuesta. «Sólo cinco letras me separan del Grial.»
Se acercó al rincón de la celosía del coro y respiró hondo. Miró en dirección al altar, al fondo de la nave. Bajó la vista y se encontró con una guía vestida con su uniforme rojo a la que llamaban dos individuos que le resultaban muy familiares.
Langdon y Neveu.
Sin perder la calma, retrocedió dos pasos. «Qué rápido han llegado.» Había supuesto que acabarían descifrando el significado del poema y acudirían a la tumba de Newton, pero lo habían logrado antes de lo que él había imaginado. Volvió a tomar aire y sopesó sus opciones. Ya estaba acostumbrado a enfrentarse a aquel tipo de sorpresas.
«El criptex lo tengo yo.»
Se metió la mano en el bolsillo y acarició el otro objeto que le daba confianza: el revólver. Como era de prever, el detector de metales de la abadía había sonado cuando pasó con el arma escondida. Y como era de prever también, los guardias lo habían dejado pasar al momento cuando les mostró sus credenciales. Aquello solía inspirar en los demás el debido respeto.
Aunque en un principio había esperado poder resolver solo el enigma del criptex para evitar complicaciones mayores, ahora se daba cuenta de que, en realidad, la aparición de Langdon y Neveu le favorecía. Teniendo en cuenta la poca suerte que estaba teniendo con la referencia al «orbe», no le vendría mal valerse de sus conocimientos. Después de todo, si Langdon había descifrado el poema y había llegado hasta la tumba, era razonable suponer que también pudiera saber algo sobre el orbe. Y si llegaba a descubrir la contraseña, sería cuestión entonces de ejercer la presión adecuada.
«Aquí no, claro.»
«En algún lugar más discreto.»
Al Maestro le vino a la mente el pequeño cartel que había visto al entrar en la abadía. Y supo cuál era el sitio ideal para atraerlos.
Lo único que quedaba por resolver era... qué usar a modo de señuelo.
98
Langdon y Sophie avanzaban despacio por la nave norte, protegidos por la penumbra de los anchos pilares que la separaban de la central. A pesar de haber recorrido ya más de la mitad, aún no veían la tumba de Newton, pues el sarcófago descansaba en un nicho que desde donde estaban quedaba oculto a la vista.
—Por lo menos no hay nadie —susurró Sophie.
Langdon asintió, aliviado. Toda la zona que circundaba el sepulcro del científico estaba desierta.
—Voy a ir yo solo —dijo en voz baja—. Quédate aquí escondida por si alguien...
Sophie ya había salido de las sombras y se estaba dirigiendo a la entrada.
—... nos está vigilando. —Langdon suspiró, olvidándose de lo que acababa de decir, y se unió a ella.
Atravesaron en diagonal el impresionante espacio, y se quedaron en silencio al contemplar con detalle la elaborada tumba... el sepulcro de mármol... la estatua yaciente de Newton... los ángeles... la enorme pirámide... y... el gran orbe.
—¿Sabías que estaba esto aquí? —le preguntó Sophie desconcertada.
Langdon negó con un movimiento de cabeza, sorprendido también.
Al acercarse a la capilla, sintió que se le caía el mundo a los pies. La última morada de Newton estaba llena de orbes —estrellas, cometas, planetas. «¿El orbe que en su tumba estar debiera?» Aquello podía ser como buscar una aguja en un pajar.
—Cuerpos celestes —dijo Sophie con cara de preocupación—. Y no son pocos.
Langdon frunció el ceño. El único vínculo entre los planetas y el Grial que se le ocurría era el pentáculo de Venus, y ya había probado a escribir el nombre del planeta, como contraseña, cuando iban de camino hacia la iglesia del Temple.
Sophie se dirigió directamente al sepulcro, pero Langdon se mantuvo un poco más distante, para no perder de vista lo que pudiera suceder en la abadía.
—Divinidad —dijo Sophie ladeando la cabeza para leer los títulos de las obras sobre las que Newton reposaba—. Cronología. Óptica, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. —Se dio la vuelta—. ¿Te suenan de algo?
Langdon se acercó más.
—Si no recuerdo mal, Principia Mathematica tiene que ver con la fuerza de gravedad que ejercen entre sí los planetas, que son orbes, aunque parece un poco traído por los pelos.
—¿Y los signos del zodíaco? —preguntó Sophie señalando las constelaciones del orbe—. Antes has dicho algo sobre Piscis y Acuario, ¿no?
«El Fin de los Días», pensó.
—El fin de Piscis y el principio de Acuario marcaba, supuestamente, el momento histórico en el que el Priorato se planteaba dar a conocer al mundo los documentos del Sangreal.
«Pero el milenio vino y se fue sin incidencias, dejando a los historiadores en la incerteza sobre cuándo llegaría la verdad.»
—Parece posible —comentó Sophie— que los planes del Priorato para revelar la verdad estén relacionados con el último verso del poema.
«De carne rosa y vientre fecundado.»
Langdon sintió un escalofrío ante esa posibilidad. Hasta ese momento no había considerado el verso de ese modo.
—Antes me has dicho —insistió Sophie— que los planes del Priorato para revelar la verdad sobre «la rosa» y su fértil vientre, estaban relacionados directamente con la posición de los planetas, que son orbes.
Langdon asintió, consciente de que los primeros retazos de sentido se estaban materializando en ese momento. Con todo, su intuición le decía que la astronomía no era la clave. Todas las soluciones anteriores del Gran Maestre habían tenido en común un significado claramente simbólico, la Mona Lisa, La Virgen de las rocas, SOFÍA. Y no había duda de que ese simbolismo estaba ausente del concepto de orbes planetarios y del zodíaco. Hasta el momento, Jacques Saunière había demostrado ser un codificador meticuloso, cosa que llevaba a Langdon a creer que su contraseña final —las cinco letras que revelaban el secreto mejor guardado del Priorato— resultaría estar no sólo en consonancia con el simbolismo anterior, sino ser de una claridad absoluta. Si aquella solución era parecida en algo a las demás, tendría que resultar, como las anteriores, obvia una vez alcanzada.
—¡Mira! —exclamó Sophie ahogando un grito y tirándole de la manga.
A juzgar por el temor y por la urgencia que denotaba aquel gesto, Langdon supuso que alguien se estaba acercando, pero al volverse lo que vio fue que Sophie contemplaba con la boca abierta la parte superior del sepulcro de mármol negro.
—Aquí ha estado alguien —susurró señalando un punto cercano al pie derecho de Newton.
Langdon no entendía a qué venía aquella preocupación. Un turista despistado se había dejado un carboncillo en la tumba, a los pies de la escultura, de esos que se usaban para calcar las lápidas. Se acercó para cogerlo, pero al hacerlo, la luz rebotó en la superficie pulida del mármol negro, y Langdon se quedó helado. Al momento comprendió por qué Sophie se había asustado.
Escrito sobre el sarcófago, a los pies de Newton, brillaba un mensaje apenas visible escrito con el carboncillo.
Tengo a Teabing.
Vayan por la Sala Capitular
y salgan al jardín público
por la salida sur.
Langdon leyó dos veces aquellas líneas. El corazón le latía con fuerza.
Sophie se volvió y escrutó la nave.
A pesar del nerviosismo que se apoderó de él al leer aquellas palabras, Langdon se dijo que aquello era una buena noticia. «Leigh está vivo.» Además, aquella nota implicaba otra cosa.
—No saben cuál es la contraseña —dijo en un susurro.
Sophie asintió. ¿Por qué, si no, tendrían que darles a conocer su presencia?
—Quieren que les demos la contraseña a cambio de Leigh.
—También puede tratarse de una trampa.
Langdon mostró su desacuerdo.
—No lo creo. El jardín está fuera del recinto de la abadía. Un lugar demasiado público. —En una ocasión había visitado el famoso College Garden, un pequeño huerto de árboles frutales y hierbas aromáticas, vestigio de los días en que los monjes cultivaban sus remedios farmacológicos naturales en ese lugar. En ese jardín sobrevivían los frutales más antiguos de Gran Bretaña, y era muy visitado por los turistas, porque no hacía falta entrar en la abadía para verlo—. Creo que hacernos salir ahí fuera es una demostración de buenas intenciones. Para que nos sintamos seguros —añadió.
Sophie no estaba tan segura.
—¿Quieres decir ahí fuera, donde no hay detector de metales?
Langdon torció el gesto. Tenía razón.
Volvió a concentrarse en la tumba llena de orbes, implorando que se le ocurriera algo para dar con la contraseña del criptex... algo con lo que negociar. «Yo he metido en esto a Leigh y haré lo que esté en mi mano para ayudarle.»
—La nota dice que pasemos por la Sala Capitular y salgamos por el lado sur —comentó Sophie—. Tal vez desde esa salida se vea el jardín y podamos valorar la situación antes de acercarnos hasta allí y exponernos a algún riesgo.
Era una buena idea. Langdon recordaba vagamente que la Sala Capitular era un enorme salón octogonal donde se reunían los parlamentarios británicos antes de que existiera el moderno edificio de sesiones. Hacía muchos años que no visitaba Westminster, pero recordaba que tenía acceso desde el claustro. Se alejó unos pasos de la tumba y echó un vistazo desde la celosía del coro, mirando a la derecha, al otro lado de la nave, al punto contrario por el que habían entrado.
Cerca quedaba un pasillo abovedado con un cartel grande con una flecha y unas indicaciones.
CLAUSTRO
RECTORÍA
SALA COLEGIAL
MUSEO
CÁMARA DE LA PÍXIDE
CAPILLA DE LA SANTA FE
SALA CAPITULAR
Pasaron tan rápido por delante del cartel que no se dieron cuenta del pequeño aviso que anunciaba que ciertas áreas estaban cerradas por trabajos de reparación.
Al cabo de un momento ya estaban en un patio descubierto de altos muros desprotegido de la lluvia. Por encima de sus cabezas, el viento ululaba sordamente, como si alguien soplara dentro de una botella. Empezaron a recorrer los pasillos abovedados que formaban el perímetro, y Langdon sintió la incomodidad que siempre le atenazaba en los espacios oscuros. A aquel tipo de jardines los llamaban «claustros», y él entendía perfectamente la relación etimológica entre esa palabra y «claustrofobia».
Miró al frente, al final de aquella especie de túnel, y fue siguiendo los carteles que indicaban cómo llegar a la Sala Capitular. Ahora llovía más, y el pasillo estaba frío y húmedo. Las ráfagas de viento empapaban la columnata, que proporcionaba la única fuente de luz en aquel espacio. Vieron pasar a una pareja que intentaba protegerse del aguacero. El claustro se veía desierto, y no era de extrañar, pues en ese momento, con aquel tiempo, era el rincón menos atractivo de la abadía.
A unos cuarenta metros del pasillo del claustro orientado al este, vieron un arco que daba paso a otra estancia. Aunque se trataba de la entrada que estaban buscando, el acceso se veía impedido por un cordón que la atravesaba de un lado a otro. De él colgaba un cartel.
CERRADO POR OBRAS DE RENOVACIÓN
CÁMARA DE LA PÍXIDE
CAPILLA DE LA SANTA FE
SALA CAPITULAR
El largo pasillo desierto que empezaba detrás del cordón estaba lleno de andamiOs y lonas protectoras. Justo del otro lado, Langdon distinguió la Cámara de la Píxide y la Capilla de la Santa Fe, a derecha e izquierda, respectivamente. La Sala Capitular, por su parte, quedaba mucho más apartada, en el otro extremo del pasillo. Sin embargo, desde donde estaban, veía que la pesada puerta de madera estaba abierta de par en par, y que el amplio espacio octogonal parecía iluminado por la luz grisácea que entraba por los enormes ventanales que daban al College Garden. «Vayan por la Sala Capitular y salgan al jardín público por la salida sur.»
—Acabamos de pasar el claustro del lado este —dijo Langdon—, así que la salida sur que da al jardín debe de estar por ahí. y luego hacia la derecha.
Sophie ya estaba pasando por encima del cordón, dispuesta a seguir.
Atravesaron el corredor oscuro. Los sonidos del viento y la lluvia se iban amortiguando a medida que se alejaban del espacio abierto. La Sala Capitular era una especie de estructura satélite, un anexo exento al final de un largo pasillo, ideal para asegurar la privacidad de las deliberaciones del Parlamento que tenía ahí su sede.
—Parece enorme —dijo Sophie mientras se acercaban.
Langdon no recordaba lo grande que era. Ya desde fuera se apreciaba la vasta extensión del suelo que llegaba a los impresionantes ventanales del extremo opuesto del octágono, que se elevaba a una altura de cinco pisos y estaba rematado por un techo ojival. Seguro que desde ahí podrían ver el jardín.
Al traspasar el umbral, Sophie y Langdon tuvieron que entrecerrar los ojos. Después de la penumbra del claustro, la Sala Capitular parecía un solarium. Ya se habían adentrado en ella unos tres metros, buscando con la mirada la puerta de la pared sur, cuando constataron que esa puerta no existía.
Estaban de pie en medio de un inmenso callejón sin salida.
El crujido de la puerta que tenían detrás les hizo girarse justo a tiempo de ver que se cerraba con un chasquido sordo. El hombre solitario que había estado esperándoles detrás les apuntaba con un pequeño revólver y parecía tranquilo. Era corpulento y se apoyaba en unas muletas de aluminio.
Por un momento a Langdon le pareció estar soñando.
Era Leigh Teabing.
99
Sir Leigh Teabing parecía compungido a pesar de estar apuntándoles con aquella pistola.
—Amigos míos —les dijo—, desde el momento en que habéis entrado en mi casa he hecho todo lo que ha estado en mi mano para manteneros alejados de cualquier posible daño. Pero vuestra insistencia me pone las cosas muy difíciles.
En la expresión de Sophie y de Langdon veía que se sentían traicionados, pero confiaba en que no tardarían en comprender la cadena de eventos que los había guiado a los tres hasta aquella peculiar encrucijada.
«Hay tantas cosas que tengo que contaros a los dos... tantas cosas que aún no entendéis...»
—Por favor —prosiguió Teabing—, creedme si os digo que nunca he tenido la más mínima intención de involucraros en esto. Fuisteis vosotros los que vinisteis a mi casa a buscarme a mí.
—¿Leigh? —musitó Langdon por fin—. ¿Qué diablos estás haciendo? Creíamos que estabas en peligro. Hemos venido aquí para ayudarte.
—Como suponía. Tenemos tantas cosas de qué hablar.
Langdon y Sophie no lograban apartar sus miradas alucinadas del arma que seguía apuntándoles.
—Oh, esto es sólo para asegurarme de que cuento con vuestra atención plena. Si hubiera querido haceros daño, a estas alturas ya estaríais muertos. Cuando llegasteis a casa ayer noche, lo arriesgué todo para salvaros la vida. Soy hombre de honor y desde lo más hondo de mi ser he jurado sacrificar sólo a los que traicionen el Sangreal.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Langdon—. ¿Traicionar el Sangreal?
—He descubierto una verdad horrible —respondió Teabing con un suspiro—. Sé por qué los documentos del Sangreal no han llegado a revelarse nunca. Me enteré de que el Priorato había decidido no hacer pública la verdad. Por eso el cambio de milenio no trajo ninguna noticia, por eso no pasó nada cuando llegamos al «Fin de los Días».
Langdon hizo ademán de querer interrumpirlo.
—El Priorato —prosiguió Teabing— recibió la misión sagrada de compartir la verdad, de revelar los documentos del Sangreal cuando llegara el «Fin de los Días». Durante siglos, hombres como Leonardo da Vinci, Botticelli o Newton lo arriesgaron todo para proteger los documentos y cumplir con la misión. Y entonces, en el momento de la verdad, Jacques Saunière cambia de opinión. El hombre sobre el que recae la mayor responsabilidad en la historia del cristianismo elude su deber. Decide que no es el momento adecuado. —Teabing se volvió para mirar a Sophie—. Faltó al Grial. Faltó al Priorato. Y faltó al recuerdo de todas las generaciones que habían trabajado para hacer que ese momento fuera posible.
—¿Usted? —Sophie había levantado los ojos verdes del arma y lo miraba con rabia—, ¿Es usted el responsable del asesinato de mi abuelo?
Teabing hizo un gesto despectivo.
—Su abuelo y sus sénéchaux eran traidores del Grial.
Sophie sentía una furia creciente en su interior. «¡Está mintiendo!»
El tono de Teabing seguía siendo implacable.
—Su abuelo se vendió a la Iglesia. Es evidente que lo presionaron para que no divulgara la verdad.
Sophie negó con la cabeza.
—¡La Iglesia no tenía ninguna influencia sobre mi abuelo!
Teabing se echó a reír.
—Querida, la Iglesia tiene dos mil años de experiencia en eso de presionar a los que amenazan con desvelar sus mentiras. Desde los días de Constantino han ocultado con éxito la verdad sobre María Magdalena y Jesús. No debe sorprendernos que ahora, una vez más, hayan encontrado la manera de seguir manteniendo al mundo entre tinieblas. A lo mejor ya no usan a los cruzados para matar a los infieles, pero no por ello son menos persuasivos. Ni menos insidiosos. —Hizo una pausa, como para darle más énfasis a lo que iba a decir a continuación—. Señorita Neveu, su abuelo llevaba cierto tiempo queriendo revelarle la verdad sobre su familia.
Sophie se quedó helada.
—¿Cómo puede saber una cosa así?
—Mis métodos no importan. Lo que importa es que entienda lo siguiente. —Aspiró hondo—. Las muertes de su madre, de su padre, de su abuela y de su hermano no fueron accidentales.
Aquellas palabras abrieron la caja de las emociones de Sophie, que era incapaz de articular palabra.
Langdon negó con la cabeza.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Robert, eso lo explica todo. Todas las piezas encajan. La historia se repite. Hay precedentes de asesinato en la Iglesia cuando se trata de silenciar el Sangreal. Ante la inminencia del «Fin de los Días», matar a los seres queridos del Gran Maestre era un mensaje muy claro. No dé un paso en falso, o los siguientes serán Sophie y usted.
—Fue un accidente de coche —intervino Sophie, que notaba que el dolor de su infancia volvía a apoderarse de ella—. ¡Un accidente!
—Cuentos infantiles para proteger su inocencia —replicó Teabing—. Piense que sólo dos miembros de la familia quedaron con vida, el Gran Maestre del Priorato y su nieta, la pareja perfecta para poder controlar la hermandad. Me imagino la campaña de terror que habrá ejercido la Iglesia durante estos años sobre su abuelo, amenazando con matarla si se atrevía a revelar el secreto del Grial, amenazando con completar el trabajo que habían empezado, a menos que Saunière influyera sobre el Priorato y lograra que se replanteara su antigua misión.
—Leigh —rebatió Langdon ya muy alterado—, no tienes ninguna prueba de que la Iglesia tuviera algo que ver con esas muertes, ni de que haya influido en la decisión del Priorato de no divulgar nada.
—¿Pruebas? —contraatacó Teabing—. ¿Quieres pruebas de que han influido sobre el Priorato? El nuevo milenio ha llegado y el mundo sigue en la ignorancia. ¿Qué más pruebas necesitas?
En los ecos de aquellas palabras, Sophie oyó otra voz que le hablaba. «Debo contarte la verdad sobre tu familia.» Se dio cuenta de que estaba temblando. ¿Era posible que aquella fuera la verdad que su abuelo había querido contarle? ¿Que a su familia la habían matado? ¿Qué sabía ella en realidad del accidente que segó sus vidas? Sólo algunos datos sueltos. Hasta las noticias de los periódicos habían sido vagas. ¿Un accidente? ¿Cuentos infantiles? Sophie recordó de pronto lo mucho que su abuelo la protegía siempre, lo poco que le gustaba que estuviera sola cuando era joven. Incluso cuando creció y se fue a la universidad, tenía la sensación de que su abuelo siempre estaba pendiente de ella, vigilante. Se preguntaba si habría habido siempre miembros del Priorato entre las sombras, velando por ella.
—Sospechabas que lo estaban manipulando —dijo Langdon con desprecio en la mirada—. ¿Y por eso lo mataste?
—Yo no apreté el gatillo —se defendió Teabing—. Saunière ya estaba muerto desde hacía años, cuando la Iglesia le arrebató a su familia. Estaba atrapado. Y ahora ya está libre de ese dolor, libre de la vergüenza que le provocaba no ser capaz de cumplir con su deber. Considera las opciones. Algo había que hacer. ¿Tiene que permanecer el mundo ignorante para siempre? ¿Debe permitirse que la Iglesia influya indefinidamente mediante el asesinato y la extorsión? No, había que hacer algo. Y ahora nuestra misión es hacernos cargo del legado de Saunière y reparar un daño terrible. —Hizo una pausa—. Los tres. Juntos.
Sophie no salía de su asombro.
—¿Qué le hace creer que vamos a ayudarle?
—Porque, querida, usted es el motivo que llevó al Priorato a mantener ocultos los documentos. El amor que su abuelo le tenía le impidió desafiar a la Iglesia. Su temor a que hubiera represalias contra el único miembro de la familia que le quedaba con vida lo ató de pies y manos. Nunca tuvo la ocasión de explicarle la verdad porque usted lo rechazó y lo mantuvo preso, haciéndole seguir esperando. Ahora usted le debe al mundo la verdad. Se la debe a la memoria de su abuelo.
* * *
Robert Langdon había renunciado a entender nada. A pesar del torrente de preguntas que le pasaban por la mente, sabía que lo único que importaba en ese momento era sacar de ahí con vida a Sophie. Todo el sentimiento de culpa que había sentido antes por haber implicado a Teabing lo había transferido a ella.
«Yo la llevé al Château Villette. Yo soy el responsable.»
No concebía que Teabing pudiera ser capaz de matarlos ahí mismo, a sangre fría en la Sala Capitular, pero lo cierto era que Teabing estaba implicado en las otras muertes que habían tenido lugar durante su equivocada búsqueda. Tenía la desagradable sensación de que unos disparos, en aquel lugar aislado y de gruesos muros, pasarían totalmente desapercibidos, y más con la lluvia que estaba cayendo. «Y Leigh acaba de confesarnos su culpabilidad.»
Miró a Sophie, que parecía muy afectada. «¿La Iglesia asesinó a su familia para obtener el silencio del Priorato?» Langdon estaba seguro de que en la actualidad la Iglesia no se dedicaba a matar a la gente. Tenía que haber alguna otra explicación.
—Deja marchar a Sophie —le propuso a Teabing—. Vamos a discutir esto entre tú y yo.
Teabing soltó una risa forzada.
—Me temo que ese es un voto de confianza que no puedo concederte. Lo que sí podría ofreceros es esto.
Se apoyó en las muletas y, sin dejar de apuntar a Sophie con la pistola, se sacó el criptex del bolsillo. Se tambaleó un poco y se lo tendió a Langdon.
—Una prueba de que confío en vosotros, Robert.
A Langdon no le gustó nada aquello y no se movió. «¿Leigh nos está devolviendo la clave?»
—Acéptalo —insistió sir Leigh blandiéndola con dificultad.
A Langdon sólo se le ocurría un motivo para aquella acción.
—Ya lo has abierto. Ya has sacado el mapa.
Teabing negó con la cabeza.
—Robert, si hubiera resuelto el enigma de la clave ya estaría camino del Grial y no se me habría ocurrido implicaros a vosotros. No.
No conozco la respuesta. Y no me cuesta admitirlo. Un verdadero caballero aprende a ser humilde ante el Grial. Aprende a hacer caso de las señales que se encuentra en el camino. Cuando os he visto entrar en la abadía, lo he comprendido. Vuestra presencia no era gratuita. Estáis aquí para ayudar. Yo no aspiro a la gloria individual. Estoy al servicio de un señor mucho más grande que mi propio orgullo: la verdad. El Grial nos ha encontrado a todos, y ahora la verdad empieza a ser revelada. Debemos trabajar juntos.
A pesar de las súplicas de Teabing, el arma seguía apuntando a Sophie cuando Langdon dio un paso al frente y aceptó el frío cilindro de mármol. Al cogerlo y retirarse, el vinagre de su interior borboteó. Los discos seguían dispuestos de manera aleatoria, lo que daba a entender que el cilindro estaba cerrado.
Langdon miró fijamente a Teabing.
—¿Y cómo sabes que no voy a tirarlo al suelo ahora mismo?
La carcajada de sir Leigh resonó fantasmagórica en el aire.
—Tendría que haberme dado cuenta de que tu amenaza de hacerlo en la iglesia del Temple era sólo eso. Robert Langdon nunca rompería la clave. Tú eres historiador. Tienes en tus manos la llave que abre dos mil años de historia, la clave perdida del Sangreal. Sientes las almas de todos los caballeros que murieron en la hoguera para proteger su secreto. ¿Permitirías que su muerte fuera en vano? No, tú te pondrás de su parte. Te unirás a las filas de los grandes hombres a los que admiras, Leonardo, Botticelli, Newton; todos ellos se sentirían orgullosos de estar en tu piel en este momento. El contenido de la clave nos está llamando a gritos. Desea ser liberado. Ha llegado el momento. El destino nos ha traído hasta aquí.
—No puedo ayudarte, Leigh. No tengo ni idea de cómo se abre esto. Sólo he estado un instante en la tumba de Newton. Pero incluso si conociera la contraseña... —Langdon se detuvo, consciente de que había hablado más de la cuenta.
—¿No me la dirías? —preguntó Teabing con un suspiro—. Me decepciona y me sorprende, Robert, que no reconozcas hasta qué punto estás en deuda conmigo. Mi tarea hubiera sido mucho más sencilla si Rémy y yo os hubiéramos eliminado en el momento en que aparecisteis por el Château Villette. Pero no; lo he arriesgado todo para hacer las cosas bien.
—¿Esto es hacer las cosas bien? —inquirió Langdon señalando el arma.
—Es culpa de Saunière —replicó Teabing—. Él y sus sénéchaux mintieron a Silas. De no haber sido así, yo habría obtenido la clave sin complicaciones. ¿Cómo iba a suponer que el Gran Maestre iba a llegar tan lejos para engañarme y legar la clave a su nieta, con la que no se hablaba? —Teabing miró a Sophie con desprecio—. Alguien con tan pocos méritos para ser depositaría de estos conocimientos que le ha hecho falta contar con una niñera experta en simbología. —Ahora dirigió la mirada hacia Langdon—. Por suerte, Robert, tu implicación ha resultado ser mi golpe de gracia. La clave podría haber permanecido eternamente en la caja fuerte del banco de depósitos, pero tú la sacaste de ahí y me la trajiste a casa.
«¿A qué otro sitio podría haber ido a refugiarme? —pensó Langdon—. El colectivo de historiadores expertos en el Grial es pequeño, y Teabing y yo compartimos algunos hechos del pasado.»
Sir Leigh le miró con expresión de superioridad.
—Cuando supe que Saunière te había dejado un mensaje en el momento de su muerte, supuse que dispondrías de valiosa información sobre el Priorato. No estaba seguro de si se trataba de la propia clave o de algún dato que conduciría hasta ella, pero con la policía pisándote los talones, tenía la sospecha de que aparecerías por mi casa.
Langdon no daba crédito.
—¿Y si no lo hubiera hecho?
—Estaba ideando un plan para tenderte mi mano amiga. De un modo u otro, la clave tenía que acabar en el Château Villette. El hecho de que me la entregaras en bandeja es una prueba más de que mi causa es justa.
—¿Qué? —Langdon estaba indignado.
—Se suponía que Silas debía entrar y robarla de mi casa, apartándote de ese modo de toda implicación sin hacerte daño y eximiéndome a mí de cualquier sospecha de complicidad. Sin embargo, cuando constaté lo intrincado de los códigos de Saunière, decidí seguir contando con vosotros un poco más en esta búsqueda. Ya haría que Silas os robara la clave más tarde, cuando estuviera preparado para seguir yo solo.
—La iglesia del Temple —dijo Sophie con la voz llena de amargura al darse cuenta de la traición.
«Empieza a hacerse la luz», pensó Teabing. La iglesia del Temple era el escenario perfecto para robarles la clave a Robert y a Sophie, y su aparente relación con el poema la convertía en un buen señuelo. Las órdenes a Rémy habían sido claras: nada de dejarse ver mientras Silas esté recuperando el criptex. Por desgracia, la amenaza de Langdon de romperlo había provocado el pánico del mayordomo. «Ojalá Rémy no se hubiera puesto en evidencia —pensó Teabing con amargura, recordando su falso secuestro—. Rémy era el único vínculo conmigo, y tuvo que mostrar su rostro.»
Por suerte, Silas seguía sin conocer la verdadera identidad de Teabing y había sido fácil engañarle y convencerlo para que se lo llevara de la iglesia. Luego Rémy no había tenido problemas para hacer ver que lo ataba en el asiento trasero de la limusina. Con el panel divisorio levantado, sir Leigh había podido telefonear tranquilamente a Silas, que estaba sólo unos metros más allá, y usar aquel acento francés falso que adoptaba para hacer el papel de Maestro, ordenándole que se fuera directo al centro del Opus Dei. Un simple chivatazo a la policía había bastado entonces para librarse de Silas.
«Un cabo suelto menos.»
El otro había sido más difícil de atar. «Rémy.»
A Teabing le había costado mucho tomar la decisión, pero al final su mayordomo había acabado siendo un obstáculo. «Toda búsqueda del Grial requiere un sacrificio. La solución más limpia se la había encontrado dentro del mueblebar: una petaca de coñac y una lata de cacahuetes. El polvillo que había en el fondo del envase bastaría para desencadenar la alergia mortal de Rémy. Cuando éste aparcó el coche en Horse Guards Parade, Teabing se bajó del asiento trasero y se sentó en el del copiloto, junto al mayordomo. Minutos después, se bajó del Jaguar, volvió a montarse en la parte de atrás, eliminó las pruebas y salió para poner en marcha la fase final de su misión.
La abadía de Westminster estaba cerca y aunque los hierros de las piernas, las muletas y la pistola habían hecho saltar las alarmas del detector de metales, los guardias de seguridad nunca sabían qué hacer con él. «¿Le pedimos que se quite los hierros y que pase arrastrándose? ¿Cacheamos ese cuerpo deforme?» Teabing presentó a los guardias una solución mucho más sencilla, una tarjeta grabada en relieve que lo identificaba como Caballero del Reino. Aquellos pobres chicos casi habían tropezado para dejarlo pasar.
Ahora, al ver el desconcierto de Langdon y Sophie, Teabing resistió la impaciencia que sentía por revelar de qué genial manera había logrado implicar al Opus Dei en la trama que pronto supondría la desaparición de toda la Iglesia. Eso iba a tener que esperar. De momento, había mucho que hacer.
—Mes amis —declaró en su francés impecable—, vous ne trouvez pas le Saint-Graal, c’est le Saint-Graal qui vous trouve. —Sonrió—. La unión de nuestros caminos no puede estar más clara. El Grial nos ha encontrado.
Silencio.
Bajó la voz y siguió hablándoles en un susurro.
—Escuchad. ¿No lo oís? El Grial nos habla a través de los siglos. Nos suplica que lo liberemos de la insensatez del Priorato. Os imploro a los dos que reconozcáis esta oportunidad. No podría haber otras tres personas más capaces para descifrar el código final y abrir el criptex. —Se quedó un momento en silencio, transfigurado—. Debemos hacer una promesa. Un voto de confianza mutua. El deber de caballero de descubrir la verdad y darla a conocer.
Sophie le miró a los ojos y le habló con voz fría.
—Nunca sellaré una promesa con el asesino de mi abuelo. A menos que sea la de hacer todo lo posible para que acabe en la cárcel.
La expresión de sir Leigh se hizo grave y, tras unos instantes, recobró el tono resuelto.
—Lamento que lo vea así, mademoiselle—. Se volvió y apuntó a Langdon con la pistola—. ¿Y tú, Robert? ¿Estás conmigo o estás contra mí?
100
El cuerpo del obispo Manuel Aringarosa había soportado muchas formas de dolor, pero el fuego abrasador de la herida de bala que le atravesó el pecho le era totalmente desconocido. No parecía una herida en el cuerpo... sino más bien un dolor en el alma.
Abrió los ojos intentando ver, pero la lluvia que le empapaba el rostro le nublaba la visión. «¿Dónde estoy?» Notaba unos brazos poderosos que lo sujetaban, que sostenían su cuerpo rígido como si fuera un muñeco de trapo con la sotana al viento.
Casi sin fuerzas, levantó un brazo, se secó los ojos y vio que el hombre que lo llevaba en brazos era Silas. El enorme albino avanzaba a trompicones por una acera cubierta por la niebla, pedía a gritos que alguien le indicara el camino a un hospital, con la voz quebrada por la angustia. Tenía la vista fija al frente y las lágrimas le resbalaban por el rostro blanco y manchado de sangre.
—Hijo mío —susurró Aringarosa—, estás herido.
Silas bajó la cabeza, la boca una mueca de dolor.
—Lo siento mucho, padre. —El sufrimiento le impedía casi hablar.
—No, Silas —replicó Aringarosa—. El que lo siente soy yo. Es culpa mía. —«El Maestro me prometió que no habría muertes, y yo te pedí que lo obedecieras en todo.»—. He sido demasiado impaciente. Demasiado temeroso. Y nos han engañado a los dos. —«El Maestro no ha tenido nunca la intención de entregarnos el Santo Grial.»
Acurrucado entre los brazos del hombre al que había acogido hacía tantos años, Aringarosa sintió que el tiempo daba marcha atrás. Que estaba en España. Que volvía a sus modestos inicios, cuando en Oviedo empezó a construir con Silas una iglesia. Y que después estaba en Nueva York, donde había proclamado la gloria de Dios erigiendo el centro del Opus Dei en Lexington Avenue.
Hacía cinco meses, Aringarosa había recibido una terrible noticia. El trabajo de toda una vida amenazaba con desmoronarse. Recordó con todo detalle la reunión en Castel Gandolfo que le había cambiado la vida... las noticias que habían puesto en marcha aquella calamidad.
Aringarosa había entrado en la Biblioteca Astronómica de la residencia vaticana con la cabeza bien alta, esperando ser recibido por multitud de manos tendidas en señal de bienvenida, encontrarse con brazos dispuestos a abrazarlo, con hombres impacientes por reconocerle el mérito de ser el representante del catolicismo en América.
Pero allí sólo había tres personas.
El Secretario Vaticano. Obeso. Severo.
Y dos cardenales italianos. Mojigatos y pagados de sí mismos.
—¿Secretario? —dijo Aringarosa desconcertado.
El orondo supervisor de asuntos legales le estrechó la mano y le señaló una butaca que tenía delante.
—Por favor, póngase cómodo.
Aringarosa se sentó, presintiendo que algo iba mal.
—No se me dan bien los rodeos, obispo —le dijo el Secretario—, así que vayamos directamente al motivo de su visita.
—Se lo ruego. Hable con toda franqueza. —Aringarosa miró a los dos cardenales, que parecían juzgarle con superioridad.
—Como ya sabrá, Su Santidad y otras personas en Roma están preocupados por las últimas repercusiones políticas de las prácticas más controvertidas de la Obra.
Aringarosa notó que algo se agitaba en su interior. Ya había pasado varias veces por todo aquello desde la toma de posesión del nuevo Pontífice que, para su horror, había resultado ser un apasionado defensor de las tendencias más liberales de la Iglesia.
—Permítame asegurarle —añadió al momento el Secretario— que Su Santidad no desea cambiar nada en su modo de dirigir su ministerio.
«¡Eso espero!»
—Entonces, ¿para qué estoy aquí?
El Secretario suspiró.
—Obispo, no sé muy bien cómo decirle delicadamente lo que tengo que comunicarle, así que lo expondré de manera directa.
Hace dos días, el Consejo de la Secretaría General votó unánimemente a favor de retirar el apoyo del Vaticano al Opus Dei.
Aringarosa estaba seguro de no haber oído bien.
—¿Cómo dice?
—Dicho lisa y llanamente, que dentro de seis meses a partir de hoy, el Opus dejará de considerarse una prelatura del Vaticano. Se convertirá en una Iglesia por derecho propio. La Santa Sede se separará de ustedes. Su Santidad así lo quiere y ya estamos iniciando los trámites legales.
—¡Pero... eso es imposible!
—En absoluto. Es muy posible. Y necesario. Su Santidad no se siente cómodo con sus agresivos métodos de reclutamiento y con sus prácticas de mortificación corporal. —Hizo una pausa—. Además, está su trato a la mujer. Sinceramente, el Opus Dei se ha convertido en una carga y en motivo de vergüenza.
El obispo Aringarosa estaba estupefacto. «¿Motivo de vergüenza?»
—No creo que en realidad esto sea una sorpresa para ustedes.
—El Opus Dei es la única organización católica con un número creciente de adeptos. ¡Tenemos más de mil curas!
—Es verdad. Y es un tema que nos compromete.
Aringarosa atacó donde más dolía.
—¡Pregúntele a Su Santidad si la Obra era un motivo de vergüenza en 1982, cuando ayudamos a la Banca Vaticana!
—La Santa Sede siempre les estará agradecidos por ello —replicó el secretario con tono conciliador—, pero aún hay quien cree que su apoyo financiero en 1982 es el único motivo por el que se les concedió el estatus de prelatura.
—¡Eso no es verdad! —Aquella insinuación ofendía profundamente a Aringarosa.
—Sea como sea, pretendemos actuar de buena fe. Estamos redactando unos términos de separación que incluyan la devolución de ese dinero, que pagaremos en cinco plazos.
—¿Pretende comprarme? —inquirió el obispo—. ¿Taparme la boca con dinero para que no hable? Si el Opus Dei es la única voz razonable que queda en la Iglesia!
Uno de los cardenales levantó la vista.
—Disculpe, ¿ha dicho usted «razonable»?
Aringarosa se apoyó en la mesa y endureció el tono de su voz.
—¿De verdad se preguntan por qué los católicos están abandonando la Iglesia? Mire a su alrededor, cardenal. La gente ha perdido el respeto. Los rigores de la fe ya no existen. La doctrina se ha convertido en un buffet libre. La abstinencia, la confesión, la comunión, el bautismo, la misa, escojan lo que quieran, elijan la combinación que más les convenga y olvídense del resto. ¿Qué tipo de guía espiritual ofrece la Iglesia?
—Las leyes del siglo III no pueden aplicarse a los modernos seguidores de Cristo. Esas reglas no son aplicables en la sociedad de hoy.
—Pues en el Opus las aplicamos sin problemas.
—Obispo Aringarosa —intervino el Secretario para zanjar la cuestión—. En base al respeto que siente por la relación entre su organización y el anterior Papa, Su Santidad les da seis meses para que rompan voluntariamente su vínculo con el Vaticano. Le sugiero que para hacerlo aleguen sus diferencias de opinión con Roma y que se establezcan como organización cristiana.
—¡Me niego! —declaró Aringarosa—. ¡Y pienso decírselo en persona!
—¡Me temo que Su Santidad no tiene intención de recibirlo!
El obispo se puso en pie.
—¡No se atreverá a abolir una prelatura personal establecida por un Papa anterior!
—Lo siento. —Los ojos del Secretario no parpadeaban—. El Señor nos lo da y el Señor nos lo quita.
Aringarosa había salido de aquella reunión desconcertado, aterrorizado. Al volver a Nueva York, se había pasado días mirando por la ventana el perfil de la ciudad, abatido, lleno de tristeza por el futuro de la cristiandad.
Habían transcurrido varias semanas cuando recibió la llamada telefónica que lo cambió todo. Su interlocutor parecía francés y se identificó como «El Maestro», un título común en la prelatura. Dijo que conocía los planes del Vaticano de retirar su apoyo a la Obra.
«¿Cómo puede saber algo así?», se preguntó Aringarosa. Tenía la esperanza de que sólo unas pocas personalidades influyentes tuvieran conocimiento de la inminente ruptura entre el Opus y el Vaticano. Pero, por lo que se veía, se había corrido la voz. Las paredes del Vaticano hablaban.
—Tengo oídos en todas partes, obispo —le susurró El Maestro— . Y con ellos he llegado a enterarme de una cosa. Con su ayuda podría descubrir el lugar donde se oculta una reliquia sagrada que le proporcionaría un poder enorme... el suficiente como para hacer que el Vaticano se postrara a sus pies. El suficiente como para salvar la Fe. —Hizo una pausa—. Y no sólo para el Opus, sino para todos nosotros.
«El Señor nos lo quita y el señor nos lo da». Aringarosa sintió un glorioso rayo de esperanza.
—Hábleme de su plan.
El obispo ya estaba inconsciente cuando las puertas del hospital St. Mary se abrieron. Silas se abalanzó sobre la entrada rendido por el agotamiento. Cayó de rodillas en el suelo y gritó pidiendo ayuda. Todos en la recepción ahogaron un grito de asombro al ver a aquel albino medio desnudo que llevaba en sus brazos el cuerpo ensangrentado de un hombre con sotana.
El médico que le ayudó a tender al obispo en la camilla se puso muy serio al tomarle el pulso.
—Ha perdido mucha sangre. Hay que temerse lo peor.
Los ojos de Aringarosa se abrieron y, por un momento volvió en sí. Buscó a Silas con la mirada.
—Hijo mío...
El remordimiento y la rabia se habían apoderado del alma del albino.
—Padre, aunque empeñe en ello toda mi vida, encontraré a quien nos ha engañado y lo mataré.
Aringarosa negó con la cabeza y lo miró con tristeza mientras lo preparaban para llevárselo.
—Silas... si no has aprendido nada de mí, por favor... por favor aprende esto. —Le cogió la mano y se la apretó con fuerza—. El perdón es el mayor regalo de Dios.
—Pero, padre...
Aringarosa cerró los ojos.
—Silas, reza mucho.
101
Robert Langdon seguía bajo la alta cúpula de la desierta Sala Capitular sin apartar la vista de la pistola de Teabing.
«Robert, ¿estás conmigo o estás contra mí?» Las palabras del miembro de la Real Academia de la Historia resonaban en el silencio de su mente.
Sabía que ninguna de las dos respuestas posibles era buena. Si decía que sí, estaba traicionando a Sophie. Si decía que no, Teabing no tendría otro remedio que matarlos a los dos.
Los años que había pasado dando clases no le habían servido para enfrentarse a situaciones en las que había armas de por medio, pero sí le habían enseñado a reaccionar ante el planteamiento de paradojas. «Cuando una pregunta carece de respuesta correcta, sólo queda la respuesta sincera.»
El matiz gris entre el sí y el no.
«El silencio.»
Bajó la mirada, contempló el criptex y, sencillamente, optó por marcharse.
Sin siquiera alzar la vista, empezó a dar unos pasos atrás, internándose en el vasto espacio vacío de aquella sala. «Terreno neutral.» Esperaba que su mirada fija en el criptex le indicara a Teabing que no descartaba colaborar con él, y que su silencio le indicara a Sophie que no la estaba abandonando.
«Y mientras tanto gano tiempo para pensar.»
Langdon sospechaba que eso, pensar, era precisamente lo que Teabing quería que hiciera. «Por eso me ha entregado la clave. Para que pueda sentir el peso de mi decisión.» El historiador británico esperaba que al tener entre sus manos el criptex del Gran Maestre, Langdon se diera cuenta de la magnitud de su contenido, y que su curiosidad académica desbancara cualquier otra consideración, y le obligara a admitir que no descifrar la clave sería una pérdida para la historia misma.
Sophie seguía siendo el blanco del arma de Teabing, y Langdon se temía que su única posibilidad de liberarla fuera intentando descubrir la contraseña de aquel cilindro. «Si logro obtener el mapa, Teabing negociará.» Intentó convencerse a sí mismo de que aquello era lo mejor, y se acercó muy despacio a las vidrieras del otro extremo... dejando que su mente se fuera llenando de las muchas imágenes astronómicas que poblaban la tumba de Newton.
El orbe que en su tumba estar debiera
buscad, os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Dio la espalda a sus dos acompañantes, se fue hasta los altos ventanales y buscó sin éxito la inspiración entre aquel mosaico de cristales de colores.
«Ponte en la mente de Saunière —se instó a sí mismo mirando hacia el College Garden—. ¿Cuál es el orbe que a él le parecería que falta en el sepulcro de Newton? Contra la lluvia intermitente veía reflejarse imágenes de planetas, estrellas y cometas, pero Langdon las ignoraba. Saunière no era un hombre de ciencia; era un humanista, un amante del arte, de la historia. «La divinidad femenina...el cáliz... la rosa... María Magdalena silenciada... la caída de la diosa... el Santo Grial.»
La leyenda siempre había representado al Grial como una mujer cruel, que bailaba entre las sombras, fuera del alcance de tu vista, susurrándote al oído, incitándote a dar un paso más y desvaneciéndose luego en la niebla.
Ahí, entre los árboles del College Garden, Langdon creía sentir su escurridiza presencia. Había señales por todas partes. Como una silueta provocativa que emergiera entre la niebla, en las ramas del manzano más antiguo de Gran Bretaña brotaban flores de cinco pétalos, brillantes como Venus. La diosa estaba en el jardín. Bailaba con la lluvia, cantaba canciones de todas las épocas, asomándose desde detrás de las ramas cuajadas de capullos como para recordarle a Langdon que el fruto del conocimiento crecía ahí mismo, apenas fuera de su alcance.
Al otro lado de la sala, sir Leigh Teabing observaba sin temor a su amigo, que miraba por la ventana como hipnotizado.
«Tal como había supuesto —pensó—. Aceptará mi propuesta.»
Desde hacía tiempo, Teabing sospechaba que Langdon podía tener la llave que abría el Grial. No había sido casualidad que sir Leigh hubiera puesto en marcha su plan la misma noche en que Langdon debía reunirse con Saunière. A partir de sus escuchas al conservador del Louvre, Teabing había llegado a la conclusión de que su interés por conocer a Robert en privado sólo podían significar una cosa. «El misterioso libro no publicado de Langdon había “tocado hueso” en el Priorato; Langdon había tropezado con una verdad y Saunière temía que se hiciera pública.» Teabing estaba seguro de que el Gran Maestre quería pedirle que no la divulgara.
«¡La verdad ya se ha silenciado demasiado tiempo!»
Sir Leigh sabía que tenía que actuar deprisa. El ataque de Silas serviría a dos fines: impediría que Saunière convenciera a Langdon para que no hablara, y aseguraría que, una vez la clave se hallara en poder de Teabing, Langdon ya estuviera en París, por si tuviera que necesitarlo.
Preparar el encuentro fatal entre el conservador del Louvre y Silas había sido casi demasiado sencillo. «Tenía información privilegiada sobre los más recónditos temores de Saunière.» El día anterior, Silas le había telefoneado y se había hecho pasar por un cura muy preocupado.
—Monsieur Saunière, discúlpeme, pero debo hablar con usted urgentemente. No revelaría nunca un secreto de confesión, pero en este caso creo que es mi deber. Acabo de confesar a un hombre que asegura haber asesinado a unos miembros de su familia.
La respuesta del conservador había sido de desconcierto y de prudencia.
—Mi familia murió en un accidente. La investigación policial fue concluyente.
—Sí, en un accidente de coche —dijo Silas, soltando el señuelo—. El hombre con el que hablé me dijo que lo había hecho caer a un río.
Saunière se quedó en silencio.
—Monsieur Saunière, nunca le habría llamado de no haber sido porque el hombre hizo un comentario que me hace temer por su propia seguridad. —Hizo una pausa—. Y además, también me habló de su nieta, Sophie.
La mención de aquel nombre había sido determinante. El conservador decidió tomar cartas en el asunto de inmediato. Le ordenó a Silas que fuera a verlo inmediatamente en el lugar más seguro que se le ocurrió, su despacho del Louvre. Entonces fue cuando llamó por teléfono a Sophie para advertirle de que podía estar en peligro. La copa que había quedado en tomarse con Robert Langdon quedó cancelada al momento.
Ahora, Robert y Sophie estaban frente a él, en el otro extremo de la sala, y Teabing sentía que había logrado abrir una brecha entre los dos. Ella seguía con actitud desafiante, pero estaba claro que Langdon veía las cosas desde una perspectiva más amplia. Estaba intentando descifrar la contraseña. «Entiende la importancia de encontrar el Grial y de liberarlo de sus ataduras.»
—No le abrirá el criptex —dijo Sophie con frialdad—. No lo haría aunque pudiera.
Teabing miraba a Langdon y seguía apuntando a Sophie con el arma. Cada vez tenía más claro que iba a tener que usarla. Aunque la idea no le gustaba, sabía que llegado el caso no le temblaría la mano. «Le he puesto las cosas fáciles para que se pusiera del bando correcto. El Grial es mucho más importante que cualquiera de nosotros.»
En ese momento, Langdon, que seguía junto a la ventana, se dio la vuelta.
—La tumba... —dijo de pronto, mirándolos con un débil brillo de esperanza en la mirada.
—Sé en qué parte de la tumba de Newton hay que mirar. ¡Sí, creo que puedo encontrar la contraseña!
A Teabing el corazón le dio un vuelco.
—¿Dónde, Robert? ¡Dímelo!
Sophie estaba horrorizada.
—¡Robert! ¡No! No irás a ayudarle, ¿verdad?
Langdon se acercó con paso resuelto, sosteniendo el criptex levantado.
—No —respondió, mirando a Teabing con dureza—. No hasta que deje que te vayas.
El optimismo de sir Leigh se esfumó.
—Estamos tan cerca, Robert. No se te ocurra jugar conmigo.
—No es ningún juego —dijo Langdon—. Deja que se vaya y te llevaré a la tumba de Newton. Abriremos juntos el criptex.
—Yo no voy a ninguna parte —declaró Sophie con los ojos llenos de rabia—. Mi abuelo me entregó el criptex a mí. No es vuestro y no tenéis derecho a abrirlo.
Langdon se detuvo y la miró con temor.
—Sophie, por favor, estás en peligro. ¡Estoy intentando ayudarte!
—¿Ah sí? ¿Cómo? ¿Desvelando el secreto que llevó a mi abuelo a la muerte? Él confiaba en ti, Robert. Y yo también.
Los ojos azules de Langdon eran la expresión del pánico, y Teabing no pudo evitar una sonrisa al verlos enfrentados. Los intentos de Robert por mostrarse caballeroso eran más patéticos que otra cosa. «A punto de descubrir uno de los mayores secretos de la historia, se pone a perder el tiempo con una mujer que ha demostrado no ser digna de esta causa.»
—Sophie —le suplicó Langdon—. Por favor... tienes que irte.
Ella negó con la cabeza.
—No a menos que me entregues el criptex o lo tires al suelo.
—¿Qué?
—Robert, mi abuelo preferiría que su secreto se perdiera para siempre antes que verlo en las manos de su asesino. —Por un momento pareció que los ojos iban a inundársele de lágrimas, pero se contuvo. Se volvió y se dirigió a Teabing.
—Si tiene que disparar, hágalo. Pero no pienso dejar en sus manos el legado de mi abuelo.
«Muy bien.» Levantó más el arma.
—¡No! —gritó Langdon alzando el brazo al momento.
El criptex quedó suspendido en precario equilibrio sobre el suelo.
—Leigh, si se te pasa por la cabeza hacer algo, lo soltaré.
Teabing estalló en carcajadas.
—Ese farol te ha ido bien con Rémy. Pero conmigo no, te lo aseguro. Te conozco muy bien.
—¿En serio, Leigh?
«Sí, te conozco. Tienes que practicar más tu cara de póquer. Me ha costado unos segundos, pero ahora veo que estás mintiendo. No tienes ni idea de en qué parte de la tumba de Newton está la respuesta.»
—¿Es verdad, Robert? ¿Es verdad que sabes en qué parte de la tumba tienes que buscar?
—Sí.
El titubeo en su mirada era apenas perceptible, pero Teabing se dio cuenta. Estaba mintiendo. Todo era un truco desesperado y patético para salvar a Sophie. Qué decepción tan grande.
«Soy un caballero solitario, rodeado de almas indignas. Y tendré que descifrar la clave yo solo.»
Ahora, Langdon y Sophie no eran más que un obstáculo para él... y para el Grial. Por más dolorosa que fuera la solución, sabía que podía llevarla a cabo con la conciencia tranquila. Lo único que tenía que hacer era convencerlo a él para que dejara el criptex en el suelo, y así poner fin de una vez a aquella ridícula pantomima.
—Un voto de confianza —dijo Teabing bajando el arma—. Deja el criptex en el suelo y hablemos.
Langdon sabía que no se había tragado su mentira.
Por la adusta expresión de Teabing sabía que la piedra estaba en su tejado. «Cuando suelte el criptex, nos matará a los dos.» Sin necesidad de mirar a Sophie, notaba que su corazón le suplicaba, desesperado. «Robert, este hombre no es digno del Grial. Por favor no lo pongas en sus manos. Sea cual sea el precio que tengamos que pagar por ello.»
Langdon ya había tomado la decisión hacía unos minutos, mientras contemplaba el College Garden desde las vidrieras.
«Protege el Grial.»
«Protege a Sophie.»
Langdon tenía ganas de gritar de impotencia.
«¡Pero es que no veo cómo!»
Los duros momentos de desilusión habían traído consigo una clarividencia que no había experimentado nunca. «La verdad está delante de tus propios ojos, Robert. —No sabía de dónde estaba surgiendo aquella epifanía—. El Grial no se está riendo de ti, te está pidiendo un alma digna de él.
Ahora, arrodillándose a varios metros de Leigh Teabing, como si fuera un subdito, Langdon fue bajando el criptex hasta dejarlo a sólo unos centímetros del suelo.
—Sí, Robert —susurró Teabing apuntándole con la pistola—. Déjalo en el suelo.
Langdon alzó la vista y la clavó en la cúpula de la Sala Capitular. Se agachó un poco más y miró el arma de Teabing, que lo apuntaba directamente.
—Lo siento, Leigh.
Con gran agilidad, se puso de pie de un salto, levantó el brazo y arrojó el criptex al aire con todas sus fuerzas.
Leigh Teabing no notó que su dedo apretara el gatillo, pero la pistola se disparó con gran estruendo. Ahora Langdon ya no estaba agachado, sino de pie, casi como si estuviera levitando, y la bala impactó en el suelo, a sus pies. La mitad del cerebro de sir Leigh se esforzaba por apuntar y disparar de nuevo, en medio de la rabia que sentía, pero la otra mitad, más poderosa, arrastraba su mirada hacia arriba, a la cúpula.
«¡La clave!»
El tiempo pareció quedar suspendido, convertirse en una pesadilla a cámara lenta. Todo su mundo se había convertido en ese criptex que volaba por los aires. Lo vio subir hasta el punto álgido de su ascenso... quedar un momento inmóvil, en el vacío... y empezar a caer dando vueltas, en dirección al suelo de piedra.
Todas sus esperanzas y sus sueños descendían en picado hacia la tierra. «¡No puede llegar al suelo!; Tengo gue impedirlo!» El cuerpo de Teabing reaccionó instintivamente. Soltó el arma y se echó hacia delante, soltando las muletas y levantando las manos al cielo. Cuando la clave estaba a su altura, la atrapó con un gesto certero.
Se echó hacia delante victorioso, con el criptex bien cogido, pero al momento se dio cuenta de que se había dado demasiado impulso. Como no tenia dónde agarrarse, los brazos fueron los primeros en llegar al suelo. El cilindro chocó contra él y se oyó el ruido de un cristal que se rompía en su interior.
Durante un segundo, Teabing se quedó sin respiración. Ahí tirado en medio de la sala, contemplando sus brazos tendidos y el cilindro de mármol aún sujeto en una mano, imploró que el tubo de cristal no se hubiera roto del todo. Pero el olor penetrante del vinagre invadió el aire, y Teabing notó que el frío líquido se escapaba por entre los discos y le impregnaba los dedos.
Una absoluta sensación de pánico se apoderó de él. «¡No!» El vinagre seguía su curso, e imaginó el papiro disolviéndose. «¡Robert, qué insensato! ¡Se ha perdido el secreto!»
Sin poder evitarlo, empezó a llorar. «El Grial se ha ido para siempre. Todo se ha destruido.» Temblando, incrédulo aún ante la acción de Langdon, quiso separar a la fuerza las dos partes del cilindro, en un desesperado intento de entrever, aunque fuera sólo durante una fracción de segundo, un retazo de historia antes de que quedara disuelta por toda la eternidad. Y entonces, al tirar de los dos extremos de la clave, constató con horror que empezaban a ceder.
Ahogó un grito y miró dentro. Allí no había nada más que los trozos de vidrio mojado. Ni rastro de papiro. Se incorporó y miró a Langdon. Sophie estaba junto a él con la pistola en la mano, apuntándole.
Confundido, volvió a mirar la clave y entonces lo comprendió. Los discos ya no estaban puestos de cualquier manera, sino formando la palabra de cinco letras «POMUM».
* * *
—El orbe del que comió Eva —dijo Langdon fríamente—, incurriendo en la ira de Dios. El pecado original. El símbolo de la caída de la divinidad femenina.
Teabing sintió que la verdad le era revelada con dolorosa austeridad. El orbe que debería haber estado en la tumba de Newton no podía ser otro que la manzana que había caído del cielo, que le había caído a Newton en la cabeza y había sido la fuente de inspiración de la gran obra de su vida, escrita por cierto en latín. «¡El fruto de sus obras! ¡Carne rosada y vientre fecundado!»
—Robert —dijo Teabing, desbordado por los acontecimientos—. Has abierto la clave. ¿Dónde está el mapa?
Sin pestañear, Langdon se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó con cuidado un papiro perfectamente enrollado. A sólo unos metros de él, lo desenrolló y se puso a mirarlo. Tras un momento que se le hizo eterno, en el rostro de Robert apareció una sonrisa característica.
«¡Lo sabe!» El corazón de Teabing anhelaba poseer también aquel conocimiento.
—Dímelo —exigió—. Dímelo, por Dios, ¡No es demasiado tarde!
Al oír el sonido de unos pasos que se acercaban a la Sala Capitular, Langdon volvió a enrollar el papiro y se lo guardó en el bolsillo.
—¡No! —gritó Teabing, intentando en vano ponerse en pie.
Cuando las puertas se abrieron de golpe, Bezu Fache irrumpió como un toro en la plaza, escrutando con sus ojos de fiera salvaje hasta que dio con quien había entrado a buscar —Leigh Teabing—, que estaba tendido en el suelo. Suspiró aliviado y, metiéndose la pistola en la cartuchera, se dirigió a Sophie.
—Agente Neveu, me alegro de que usted y el señor Langdon estén a salvo. Tendría que haber acudido cuando se lo pedí.
La policía inglesa entró poco después en la Sala Capitular, redujo al temeroso prisionero y le puso unas esposas.
Sophie parecía muy sorprendida ante la presencia del capitán.
—¿Cómo nos ha encontrado?
Fache señaló a Teabing.
Cometió el error de mostrar su identificación al entrar a la abadía. Los guardias han visto un informativo en el que se hablaba de nuestra búsqueda y nos han avisado.
—¡Lo tiene Langdon en el bolsillo! —gritó Teabing con voz de loco—. ¡El mapa del Santo Grial!
Cuando ya se lo estaban llevando a rastras de allí, se volvió y se puso a chillar una vez más.
—¡Robert! ¡Dime dónde está escondido!
Langdon lo miró a los ojos.
—Sólo los que son dignos de él encuentran el Grial, Leigh. Eso me lo enseñaste tú.
102
Cuando Silas llegó cojeando a un rincón discreto de Kensington Gardens, la niebla baja lo cubría todo. Se arrodilló sobre la hierba mojada y notó que la sangre tibia se deslizaba desde la herida que la bala le había abierto bajo las costillas. A pesar de ello, mantenía la vista fija al frente.
La bruma hacía que aquello se pareciera mucho al cielo.
Alzó las manos ensangrentadas y se puso a rezar. Veía que la caricia de la lluvia le limpiaba los dedos y les devolvía su blancura. A medida que las gotas le golpeaban con más fuerza la espalda y los hombros, notaba que el cuerpo se fundía poco a poco en la neblina.
Soy un fantasma.»
Se levantó una brisa ligera que le trajo el olor a tierra mojada, a vida nueva. Con todas y cada una de las células de su cuerpo roto, Silas rezó. Rezó pidiendo perdón, suplicando la piedad de Dios y, sobre todo, rogó por su mentor... el obispo Aringarosa... que el señor no se lo llevara antes de que llegara su hora. «Le quedaba todavía tanto por hacer...»
La bruma lo había rodeado y de pronto Silas se sintió tan ligero que pensó que aquella niebla lo elevaría por los aires y se lo llevaría a otra parte. Cerró los ojos y dijo una última oración.
«Nuestro Señor es bondadoso y caritativo.»
El dolor que sentía empezó a remitir, y supo que el obispo tenía razón.
103
Era ya tarde cuando en Londres el sol se abrió paso entre las nubes y la ciudad empezó a secarse. Bezu Fache estaba cansado cuando salió de la sala de interrogatorios y pidió un taxi. Sir Leigh Teabing había proclamado su inocencia a pleno pulmón, pero entre sus desvarios incoherentes sobre santos griales, documentos secretos y hermandades misteriosas, Fache creía ver que lo que pretendía el astuto historiador era crear un escenario propicio para que sus abogados pudieran pedir su absolución alegando trastorno metal.
«Sí, claro —pensó Fache—. Loco.» Teabing había demostrado una gran precisión al formular un plan que, en todos los casos, aseguraba su inocencia. Había implicado al Vaticano y al Opus Dei, dos grupos que habían resultado ser totalmente inocentes. El trabajo sucio lo habían hecho sin saberlo un monje fanático y un obispo desesperado. E, inteligente como era, había situado su centro de escucha electrónica en un lugar al que un hombre con secuelas de la polio no podía acceder. El espionaje, así, lo había efectuado su mayordomo, Rémy —la única persona conocedora de su verdadera identidad—, muerto convenientemente a causa de una reacción alérgica.
«No puede decirse que se trate del plan de una persona con las facultades mentales perturbadas.»
Las informaciones que le llegaban del teniente Collet, que seguía en el Château Villette, apuntaban a que la astucia del caballero inglés era tanta que el propio Fache podía aprender algo de él. Para ocultar con éxito los micrófonos en algunos de los despachos mejor protegidos de París, el historiador se había inspirado en el caballo de Troya de los griegos. Algunos de los blancos escogidos por él habían recibido como regalo valiosas obras de arte, mientras que otros habían adquirido en subastas piezas que habían pasado por las manos de Teabing. En el caso de Saunière, el conservador había recibido una invitación a cenar al Château Villete para tratar del posible mecenazgo de Teabing en la creación de un «Ala Leonardo» en el Louvre. La tarjeta incluía una inocente nota al pie en la que Teabing expresaba su fascinación por una especie de caballero-robot que, según se decía, el conservador había construido. «Tráigalo», le había sugerido sir Leigh. Al parecer, eso era precisamente lo que Saunière había hecho, dejándolo sin vigilancia el tiempo suficiente como para que Rémy Legaludec le incorporara un discreto accesorio.
Ahora, en el asiento trasero del taxi, Fache cerró los ojos. «Una última cosa de la que ocuparme antes de volver a París.» En la sala de recuperación del Hospital St. Mary entraba el sol.
—Nos ha impresionado a todos —decía la enfermera con expresión alegre—. Casi un milagro.
El obispo Aringarosa le dedicó una sonrisa.
—Siempre me he sentido bendecido.
Al cabo de un momento, la enfermera salió y lo dejó solo. La luz del sol, reconfortante, le calentaba el rostro. La noche anterior había sido la más tenebrosa de su vida.
Al momento pensó en Silas. Habían encontrado su cadáver en el parque.
«Por favor, perdóname, hijo mío.»
Aringarosa había querido que Silas formara parte de su glorioso plan. Sin embargo, la víspera, había recibido una llamada de Bezu Fache en la que éste le interrogaba sobre su aparente implicación en la muerte de una monja en Saint-Sulpice. En ese momento constató que la noche había dado un giro terrorífico. El conocimiento de las otras cuatro muertes había convertido el horror en angustia. «Silas, ¿qué has hecho?» Incapaz de ponerse en contacto con El Maestro, el obispo supo que estaba suspendido en el vacío. «Me han utilizado.» La única manera de detener la terrible cadena de acontecimientos que él había contribuido a iniciar era confesárselo todo a Fache. A partir de ese momento, el capitán y él habían iniciado una carrera para atrapar a Silas e impedir que El Maestro lo convenciera para matar a alguien más.
Agotado, Aringarosa cerró los ojos y oyó en la televisión la noticia de la detención de un destacado caballero británico, sir Leigh Teabing. «El Maestro al descubierto, que lo vean todos.» A Teabing le habían llegado voces de que el Vaticano quería apartarse del Opus Dei. Y había escogido a Aringarosa como pieza central de su plan. «Después de todo, ¿quién más dispuesto a dar un salto en el vacío para ir en busca del Grial que un hombre como yo, con todo que perder? El Grial habría proporcionado un enorme poder a quien lo poseyera.»
Leigh Teabing había protegido celosamente su identidad fingiendo un acento francés y un corazón pío, y exigiendo como pago la única cosa que a él no le hacía falta: dinero. Aringarosa estaba tan desesperado que no sospechó en ningún momento. Veinte millones de euros no era nada comparado con el premio del Grial, y con el pago que el Vaticano iba a hacerles por consumar la escisión, económicamente no habría ningún problema. «No hay más ciego que el que no quiere ver.» El mayor insulto de Teabing, claro, había sido exigir que le pagaran con bonos vaticanos, de manera que si algo salía mal, la investigación salpicara a la Santa Sede.
—Me alegro de que se encuentre bien, señor.
Aringarosa reconoció al momento la voz áspera que le hablaba desde la puerta: rasgos adustos, fuertes, pelo negro engominado, cuello ancho que resaltaba contra el traje oscuro.
—¿Capitán Fache? —tanteó Aringarosa.
La compasión y la preocupación que el capitán había demostrado ante su llamada de auxilio la noche anterior le habían hecho imaginar un físico más en consonancia.
Fache se acercó a la cama y abrió sobre una silla un maletín negro que le resultaba familiar.
—Creo que esto es suyo.
Aringarosa vio los bonos y al momento apartó la vista, lleno de vergüenza.
—Sí, gracias. —Hizo una pausa y pasó los dedos por el borde de la sabana. Capitán, lo he estado pensando mucho, y tengo que pedirle un favor.
—Por supuesto.
—Las familias parisinas de las personas a las que Silas —Volvio a quedarse callado y tragó saliva, emocionado. Me doy cuenta de que no hay ninguna cantidad de dinero que pueda compensar la perdida pero si fuera usted tan amable de repartir el contenido de este maletín... entre los familiares de los difuntos.
Los ojos negros de Fache lo escrutaron durante unos instantes
—Un gesto que le honra, señor. Me encargaré de que sus deseos se cumplan.
Entre ellos se hizo un denso silencio.
En el televisor, un delgado policía francés estaba ofreciendo una rueda de prensa en el exterior de una gran mansión. Al ver quién era fache prestó atención a la pantalla.
—Teniente Collet —preguntaba una periodista de la BBC en tono acusador. Anoche, su superior acusó públicamente de asesinato a dos personas inocentes. ¿Van a emprender Robert Langdon y Sophie Neveu acciones contra su departamento? ¿Le va a costar este asunto el cargo al capitán Fache?
La sonrisa serena del teniente denotaba cansancio.
—Por la experiencia que tengo, el capitán Bezu Fache rara vez comete errores. Todavía no he tenido ocasión de hablar con él sobre el particular, pero conozco su manera de proceder y sospecho que su búsqueda pública de la agente Neveu y del señor Langdon formaba parte de un plan para desenmascarar al verdadero asesino.
Los periodistas intercambiaron miradas de asombro.
Collet prosiguió.
—Desconozco si esas dos personas han participado deliberadamente en el engaño. El capitán Fache es bastante reservado en lo que a sus métodos se refiere. Lo único que puedo confirmarles en este momento es que Fache ha detenido con éxito al responsable, y que el señor Langdon y la agente Neveu son inocentes y están a salvo
Cuando el capitán se volvió para mirar a Aringarosa, éste tenía una sonrisa dibujada en los labios.
—Es un buen hombre este Collet.
Transcurrieron unos segundos. Finalmente, Fache se llevó la mano a la frente y se echó el pelo hacia atrás.
—Señor, antes de regresar a París, hay un último punto que quisiera tratar con usted. Su repentino cambio de destino y su aterrizaje en Londres. Sobornó al piloto para cambiar de rumbo. Al hacerlo, quebrantó usted varias leyes internacionales.
Aringarosa se desmoronó.
—Estaba desesperado.
—Sí, igual que el piloto cuando lo hemos interrogado.
Fache se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo púrpura de amatista con una mitra engarzada.
El obispo notó que se le humedecían los ojos al cogerlo y ponérselo una vez más.
—Es usted muy amable. —Extendió la mano y estrechó la de Fache—. Gracias.
El capitán le quitó importancia al gesto, se acercó a la ventana y contempló la ciudad. Sus pensamientos, claro, estaban muy lejos de allí. Cuando se dio la vuelta, en su expresión había una sombra de duda.
—Señor, ¿adonde va a ir ahora?
Aringarosa se había hecho exactamente la misma pregunta la noche anterior, al salir de Castel Gandolfo.
—Sospecho que mi camino es tan incierto como el suyo.
—Sí —admitió Fache—. Creo que voy a jubilarme pronto —añadió tras una pausa.
Aringarosa sonrió.
—La fe mueve montañas, capitán. Un poco de fe.
104
La capilla de Rosslyn —llamada con frecuencia la Catedral de los Enigmas— se alza a poco más de diez kilómetros al sur de Edimburgo, en el mismo sitio en el que se había erigido un antiguo templo mitraico. Construida por los Caballeros Templarios en 1446, la capilla está llena de desconcertantes símbolos de las tradiciones hebrea, cristiana, egipcia, masónica y pagana.
Sus coordenadas geográficas se asientan exactamente sobre el meridiano nortesur que pasa por Glastonbury. Esa «Línea Rosa» longitudinal constituye según la tradición el indicador de la Isla de Avalón del Rey Arturo, y está considerada el pilar básico de la geometría sagrada británica. Es a partir de esa santificada Línea Rosa de donde surge el nombre de «Rosslyn», que originalmente se escribía «Roslin».
Cuando Robert Langdon y Sophie Neveu detuvieron el coche de alquiler en el aparcamiento, a los pies del peñasco sobre el que se levantaba la capilla, sus retorcidas agujas proyectaban ya unas largas sombras vespertinas. El corto trayecto en avión desde Londres hasta Edimburgo había sido tranquilo, aunque ninguno de los dos había podido dormir pensando en lo que les aguardaba. Al contemplar el austero edificio recortado contra el cielo nuboso, Langdon se sintió como Alicia a punto de caerse de cabeza en la madriguera del conejo. «Esto tiene que ser un sueño.» Sin embargo, sabía que el mensaje final de Saunière no podía haber sido más concreto.
Bajo la antigua Roslin el Grial. Langdon había fantaseado con la posibilidad de que el «mapa del Grial» fuera en realidad un dibujo —un plano con una cruz marcando el lugar exacto—, pero el último secreto del Priorato se les había revelado de la misma manera que Saunière había escogido para comunicarse con ellos: en verso. Cuatro líneas de una estrofa que señalaban sin duda el lugar donde se encontraban. Además de identificar a Rosslyn mediante el nombre, el poema hacía referencia a varios de los rasgos arquitectónicos más característicos de la capilla.
A pesar de la claridad de la última revelación de Saunière, a Langdon le había confundido más que otra cosa. A él, la capilla de Roslyn le parecía un escondite demasiado obvio. Durante siglos, ese templo de piedra había resonado con los ecos susurrados de la presencia del Santo Grial. Y en las pasadas décadas, los susurros se habían convertido en gritos, cuando un radar con capacidad de detección subterránea había revelado la existencia de una sorprendente estructura debajo de la capilla, una enorme cámara enterrada. Aquella sala era de unas dimensiones que no sólo empequeñecían el edificio que había en la superficie, sino que además no parecía tener ni entrada ni salida. Los arqueólogos habían solicitado permiso para empezar a excavar en la roca y acceder así a la cámara misteriosa, pero El Patronato para la Preservación de Rosslyn prohibió explícitamente cualquier extracción de tierra en el recinto sagrado. Aquello, claro está, no hacía más que alimentar las especulaciones. ¿Qué intentaba ocultar el Patronato?
Rosslyn se había convertido, en consecuencia, en lugar de peregrinación para los buscadores de misterios. Había quien afirmaba sentirse atraído hasta allí por los fuertes campos magnéticos que emanaban inexplicablemente de aquellas coordenadas; otros aseguraban que venían en busca de alguna entrada a la cámara subterránea en la ladera de la montaña, pero la mayoría admitía que iba simplemente para pasear por el lugar y empaparse de las leyendas del Santo Grial.
Aunque nunca hasta ese momento había estado en la capilla, siempre le había causado hilaridad oír que se referían a ella como «morada actual del Santo Grial». Era posible que en algún momento lo hubiera sido, hacía mucho tiempo... pero sin duda aquello ya no era así. En las pasadas décadas había merecido demasiada atención, y antes o después alguien hubiera encontrado la manera de acceder a la cámara.
Los eruditos del Grial estaban de acuerdo en que se trataba de un falso señuelo, uno de los callejones sin salida de los que tantas veces el Priorato se había servido con maestría. Sin embargo, aquella noche, la clave de la hermandad les había mostrado un verso que apuntaba directamente en esa dirección, y Langdon ya no estaba tan seguro. Una desconcertante cuestión le había rondado por la cabeza durante todo el día.
«¿Por qué Saunière se ha esforzado tanto para guiarnos hasta un lugar tan evidente?»
Sólo parecía haber una respuesta lógica.
«Hay algo en Rosslyn que aún no comprendemos.»
—¿Robert? —Sophie estaba junto al coche, mirándole—. ¿Vienes?
Llevaba la caja de palisandro que el capitán Fache les había devuelto. Dentro había guardado los dos cilindros tal como los había encontrado. El verso del papiro estaba escondido en su interior, de donde habían extraído el tubo de cristal roto.
Tomaron el camino de gravilla que conducía al templo y pasaron junto al famoso muro oeste. Los visitantes menos conocedores creían que aquel saliente era una parte de la capilla que había quedado sin terminar. Sin embargo, según recordaba Langdon, la verdad era mucho más intrigante.
«El muro oeste del Templo de Salomón.»
Los templarios habían construido la capilla Rosslyn como una réplica arquitectónica exacta del Templo de Salomón en Jerusalén, con su muro oeste, su estrecho santuario rectangular y su cámara subterránea, como una copia del sancta-sanctórum en el que los nueve caballeros originales habrían desenterrado su valiosísimo secreto. Langdon debía admitir que existía una desconcertante simetría en la idea de que los templarios hubieran construido un almacén moderno para el Grial que recordara a su escondite original.
La entrada de la capilla era más simple de lo que Langdon había imaginado. La pequeña puerta de madera tenía dos bisagras de hierro y una sencilla señal tallada en un tronco de roble.
ROSLIN
Langdon le explicó a Sophie que aquella transcripción antigua derivaba de la Línea Rosa, del meridiano sobre el que se alzaba el templo. O, como preferían creer los especialistas en el Grial, de la «Línea de la rosa», el linaje ancestral de María Magdalena.
La capilla no iba a tardar en cerrar sus puertas, y cuando Langdon empujó la puerta, del interior se escapó una bocanada de aire tibio, como si el antiguo edificio hubiera suspirado de cansancio a punto de terminar su larga jornada. El arco del portal estaba lleno de rosas de cinco pétalos.
«Rosas. El vientre de la diosa.»
Al entrar con Sophie, Langdon recorrió el espacio con la mirada, abarcándolo todo. Aunque había leído mucho sobre el recargado trabajo escultórico del interior, verlo con sus propios ojos le impresionó mucho.
—El paraíso de la simbología —lo había bautizado uno de sus colegas.
Toda la superficie de la capilla estaba cubierta de símbolos: crucifijos cristianos, estrellas de David, sellos masónicos, cruces templarías, cuernos de la abundancia, señales astrológicas, plantas, vegetales, pentáculos y rosas. Los templarios habían sido reconocidos constructores y habían levantado iglesias por toda Europa, pero Rossiyn estaba considerada su obra más sublime de amor y veneración. Los maestros del trabajo en piedra no habían dejado ni un milímetro sin tallar. La capilla de Rossiyn era un santuario de todas las confesiones... de todas las tradiciones... y, sobre todas las demás cosas, de la naturaleza y de la diosa.
El templo estaba casi vacío, y sólo había un pequeño grupo de visitantes que atendían a las explicaciones de un joven guía que realizaba la última visita de la jornada. Los llevaba en fila india por un itinerario muy conocido, un sendero invisible que unía seis hitos arquitectónicos que se encontraban en el interior del templo. Generaciones de visitantes habían caminado por aquellas líneas rectas que conectaban esos puntos, y con sus pisadas habían llegado a marcar un enorme símbolo en el pavimento.
«La estrella de David —pensó Langdon—. Esto no es ninguna coincidencia.» Conocida también como el sello de Salomón, ese hexagrama había sido en otro tiempo el símbolo de los sacerdotes astrónomos y fue adoptado posteriormente por los reyes israelitas David y Salomón.
El guía los había visto pero, a pesar de ser casi la hora de cerrar, con una cálida sonrisa los había invitado a entrar y a admirar el templo.
Langdon se lo agradeció con una inclinación de cabeza y se adentró en la nave. Pero Sophie se quedó clavada en la entrada, con expresión de desconcierto.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Langdon.
Sophie miraba fijamente la capilla.
—Creo... Creo que ya he estado aquí.
—Pero si has dicho que ni siquiera habías oído hablar de Rosslyn.
—Es que no me sonaba el nombre. Seguramente mi abuelo me trajo aquí de muy pequeña. No lo sé. Me resulta familiar. —Empezó a recorrerla con la mirada, y su certeza fue creciendo—. Sí. —Señaló al frente—. Esos dos pilares... los he visto antes.
Langdon se fijó en las dos columnas ricamente esculpidas que había al fondo. Sus blancos relieves parecían arder con el resplandor rojizo de los últimos rayos de sol, que entraban por la vidriera que quedaba a poniente. Erigidos donde debería haber estado el altar, aquellos dos pilares eran distintos. El de la izquierda presentaba unas simples estrías verticales, mientras que el de la derecha estaba profusamente decorado con fiorituras que se elevaban en espiral.
Sophie había empezado a acercarse a ellos, seguida de cerca por Langdon. Al llegar a la base, empezó a mover la cabeza en señal de asentimiento, incrédula.
—Sí, estoy totalmente segura. Estas columnas ya las he visto.
—No lo dudo —la tranquilizó Langdon—, pero no tiene porqué haber sido aquí.
—¿Qué insinúas? —le preguntó.
—Que estos dos pilares son las estructuras arquitectónicas más copiadas de la historia. Hay réplicas por todo el mundo.
—¿Réplicas de Rosslyn? —Sophie parecía escéptica.
—No. De los pilares. ¿Te acuerdas de que antes te he dicho que esta capilla es una copia del Templo de Salomón? Pues estas dos columnas son réplicas exactas de las que había en su interior. Esta se llama Boaz o pilar del Albañil, que como sabes en francés significa mafon, es decir, masón, y esta otra es la Jachin, el pilar del Aprendiz. —Hizo una pausa—. En realidad, prácticamente todos los templos masónicos del mundo tienen dos pilares como estos.
Langdon ya le había hablado de los fuertes vínculos históricos entre los templarios y las sociedades masónicas secretas, cuyos grados básicos —aprendiz, compañero y maestro— hundían sus raíces en los primeros tiempos de la Orden del Temple. El verso final del poema de su abuelo hacía referencia directa a los maestros canteros que habían decorado la capilla con sus ofrendas esculpidas, así como al techo central, que estaba cubierto de tablas de madera que representaban las estrellas y los planetas.
—Yo nunca he estado en ningún templo masónico —dijo Sophie sin apartar la vista de los pilares—. Estoy casi segura de que los que vi eran estos. —Se dio media vuelta, como en busca de algo más que activara su memoria.
Los demás visitantes ya estaban saliendo del templo, y el joven guía se acercó a ellos sonriendo. Era un joven atractivo de algo menos de treinta años, pelirrojo y con acento escocés.
—Estamos a punto de cerrar. ¿Puedo ayudarles a encontrar algo?
«Pues sí, el Santo Grial, por ejemplo», estuvo tentado de decir Langdon.
—El mensaje —soltó Sophie de repente, como si hubiera tenido una revelación—. ¡Aquí hay un mensaje cifrado!
El guía parecía complacido ante aquella muestra de entusiasmo.
—Así es, señora.
—Está en el techo —prosiguió Sophie volviéndose hacia la pared de la derecha—. Más o menos por allí.
El guía esbozó una sonrisa.
—Se nota que no es la primera vez que viene a Rosslyn.
«El mensaje cifrado», pensó Langdon. Se había olvidado de aquella leyenda. Entre los muchos misterios de la capilla destacaba el de un arco apuntado del que partían cientos de bloques de piedra, que descendían para formar una curiosa superficie poliédrica. En cada bloque había cincelado un símbolo, aparentemente con una disposición aleatoria, lo que convertía la estructura en un acertijo de proporciones inabarcables. Había quien afirmaba que el código revelaba la entrada a la cámara subterránea, mientras que otros creían que explicaba la verdadera leyenda del Grial. No importaba; los criptógrafos llevaban siglos intentando resolverlo sin éxito. El Patronato ofrecía una generosa recompensa a quien descifrara su significado secreto, pero aquel enigma seguía siendo un misterio.
—Me encantará enseñarles...
El guía se había puesto en marcha y seguía hablando.
«Mi primer acertijo», pensó Sophie mientras avanzaba sola, como en trance, hacia aquella críptica arcada. Le había dado la caja de palisandro a Robert y notaba que, por un momento, se estaba olvidando por completo del Santo Grial, del Priorato de Sión y de todos los misterios del último día de su vida. Al llegar bajo aquel techo atravesado de nervaduras y ver los símbolos sobre ella, los recuerdos empezaron a aflorar solos. Rememoró su primera visita a la capilla y, al hacerlo, curiosamente, se puso muy triste.
Era pequeña... haría un año de la muerte de su familia. Su abuelo la había traído a Escocia de vacaciones. Habían ido a visitar la capilla de Rosslyn antes de regresar a París. Era tarde, y el santuario estaba cerrado. Pero ellos estaban dentro.
—¿Nos vamos a casa, grandpère? —le había suplicado Sophie, que estaba cansada.
—Pronto, querida, muy pronto. —En su voz había melancolía—. Tengo que hacer una cosa más. ¿Por qué no me esperas en el coche?
—¿Tienes que hacer otra de esas cosas de mayores?
Su abuelo asintió.
—Termino enseguida. Te lo prometo.
—¿Puedo volver a ver el enigma del techo? Es divertido.
—No sé. Yo tengo que salir un momento. ¿No te dará miedo quedarte aquí sola?
—¡Claro que no! —exclamó indignada—. ¡Pero si ni siquiera está oscuro!
Su abuelo sonrió.
—Bueno, de acuerdo entonces.
La llevó hasta la base del arco que le había mostrado antes.
Al momento, Sophie se tendió boca arriba en el suelo y se puso a mirar aquel mosaico de piedras que tenía encima.
—¡Pienso encontrar la clave antes de que vuelvas!
—Ah, así que estamos de competición... —Se agachó y le dio un beso en la frente antes de salir por una puerta lateral—. Estoy aquí fuera. Si me necesitas, llámame.
Sophie se quedó ahí tumbada, observando aquellos símbolos con ojos soñolientos. Al cabo de unos minutos, los símbolos se le hicieron borrosos, hasta que desaparecieron por completo.
Al despertarse, sintió que el suelo estaba muy frío.
—Grand-pére!
Silencio. Se levantó y se alisó el vestido. La puerta lateral seguía abierta. Se estaba haciendo de noche. Salió fuera y vio a su abuelo de pie, en el porche de una casa de piedra que quedaba justo detrás de la capilla. Estaba hablando tranquilamente con alguien apenas visible apostado tras la mosquitera de la puerta.
—Grand-pere! —gritó.
Su abuelo se volvió, la saludó y le hizo un gesto para que esperara. Entonces se despidió de la persona que estaba en la casa, le lanzó un beso a través de la mosquitera y se fue hacia ella con los ojos llorosos.
—¿Por qué estás llorando, grand-pére?
La cogió en brazos y le dio un abrazo.
—Oh, Sophie, este año nos hemos despedido de muchas personas. Y es duro.
Sophie pensó en el accidente, en el adiós a sus padres, a su abuela y a su hermano.
—¿Le estabas diciendo adiós a alguien más?
—A una muy buena amiga a la que quiero mucho —respondió emocionado—. Me temo que no volveré a verla en mucho tiempo.
Ahí, junto al guía, Langdon había estado recorriendo con la mirada las paredes de la capilla, con la sensación creciente de que podían estar a punto de llegar a un callejón sin salida. Sophie se había acercado hasta el arco de los símbolos y lo había dejado a él con la caja de palisandro que contenía las últimas instrucciones, instrucciones que parecían no servir para nada. Aunque el poema de Saunière apuntaba directamente a la capilla, ahora que estaban allí, Langdon no sabía qué era lo que debían hacer. El poema hacía referencia a una espada y un cáliz que no veía por ninguna parte.
Bajo la antigua Roslin el Grial
con impaciencia espera tu llegada.
Custodios y guardianes de sus puertas
serán por siempre el cáliz y la espada.
Una vez más, Langdon tenía la sensación de que todavía quedaba algún aspecto del misterio que no les había sido revelado.
—Odio ser entrometido —comentó el guía con la mirada fija en la caja de palisandro—. Pero este estuche... ¿puedo preguntarle de dónde lo ha sacado?
Langdon soltó una carcajada.
—Es una historia muy larga.
El joven seguía extrañado y no dejaba de mirarla.
—Es muy curioso. Mi abuela tiene una exactamente igual que ésta, un joyero. Es de la misma madera de palisandro, y hasta las bisagras parecen idénticas.
Langdon estaba seguro de que aquel joven estaba confundido. Si había alguna caja en el mundo que fuera única e irrepetible, era aquella, hecha expresamente para guardar la clave del Priorato. Tal vez fueran parecidas, pero...
La puerta lateral se cerró de golpe, y los dos se giraron en su dirección. Sophie acababa de salir por ella sin decir nada y ya se estaba encaminando a la casa que quedaba más cerca.
«¿Dónde irá?», pensó Langdon mirándola desde el umbral. Desde que habían llegado a la capilla, había estado actuando de manera extraña.
—¿Sabe qué hay en esa casa? —le preguntó al guía.
Éste asintió, desconcertado también al ver a Sophie dirigirse hacia allí.
—Es la rectoría. La mayordoma de la capilla, que además es la presidenta del Patronato, vive ahí. —Hizo una pausa—. Es mi abuela.
—¿Su abuela preside el Patronato de Rosslyn?
—Sí. Yo vivo con ella y le ayudo a cuidarla, además de organizar las visitas guiadas. —Se encogió de hombros—. He vivido aquí toda mi vida. Mi abuela me ha criado en esa casa.
Preocupado por Sophie, Langdon dio unos pasos para ir en su busca. Pero al momento le llamó la atención algo que el guía acababa de decirle.
«Mi abuela me ha criado.»
Miró a Sophie, que estaba en la otra punta del peñasco, y a la caja de palisandro que tenía en la mano. «Imposible.» Despacio, se volvió hacia el joven.
—¿Y dice que su abuela tiene una caja como ésta?
—Casi idéntica.
—¿De dónde la sacó?
—Se la hizo mi abuelo. Murió al poco de nacer yo, pero mi abuela aún habla de él. Dice que era un genio para los trabajos manuales. Fabricaba todo tipo de cosas.
Langdon vislumbró una inimaginable red de conexiones que empezaban a salir a la superficie.
—Y dice que su abuela le crió. Perdone la pregunta personal, pero, ¿y sus padres?
—Murieron cuando era pequeño —respondió algo sorprendido—. El mismo día que mi abuelo.
A Langdon el corazón le latía cada vez más deprisa.
—¿En un accidente de coche?
El guía dio un paso atrás, con el desconcierto escrito en sus ojos verdes.
—Sí, en un accidente de coche. Murió toda mi familia. Perdí a mi abuelo, a mis padres y.. —Vaciló y bajó la vista.
—Y a su hermana.
Allí, junto al borde del risco, la casa de piedra era exactamente como Sophie la recordaba. Estaba anocheciendo y sus paredes desprendían un aura acogedora, cálida. El olor a pan recién hecho se colaba por la mosquitera que cubría la puerta, y de las ventanas salía una luz dorada. Al acercarse, Sophie oyó el llanto acallado de una mujer.
A través de la mosquitera, vio a una señora en el vestíbulo. Estaba de espaldas, pero se notaba que estaba llorando. Tenía el pelo blanco, largo, abundante, que de pronto le suscitó un recuerdo. Se acercó más a la puerta y empezó a subir los peldaños del porche. Aquella mujer sostenía la fotografía enmarcada de un hombre y le pasaba las yemas de los dedos por la cara con cariño y tristeza.
Era una cara que Sophie conocía muy bien.
«Grand-pére.»
No había duda de que aquella mujer se había enterado de la triste noticia de su muerte.
Uno de los tablones de la escalera crujió y la señora se dio la vuelta. Al sentirse descubierta, Sophie quiso salir corriendo, pero algo se lo impedía, y siguió allí, clavada en el suelo. La mujer no le quitaba la mirada de encima. Dejó la foto y se acercó más a la mosquitera. Aquella mirada entre las dos pareció durar una eternidad. Y entonces, con el impulso de una ola que empieza a formarse mar adentro, la expresión de la mujer fue pasando de la incertidumbre a la incredulidad, de la incredulidad a la esperanza, y de la esperanza a una inmensa alegría.
Abrió la mosquitera de par en par, salió, alargó los brazos y le acarició la cara. Sophie estaba anonadada.
—Querida... querida niña... ¡pero si eres tú!
Aunque Sophie no la reconocía, sabía quién era. Intentó decir algo, pero no podía casi ni respirar.
—Sophie —dijo la señora entre sollozos, besándole la frente.
—Pero si grand-pére dijo que estabas... —balbuceó en un susurro.
—Ya lo sé. —La mujer le apoyó las manos sobre los hombros y la miró con unos ojos que le resultaban familiares—. Tu abuelo y yo nos vimos obligados a decir tantas cosas. Hicimos lo que nos pareció más correcto. Lo siento tanto. Fue por tu propia seguridad, princesa.
Sophie oyó aquella última palabra y al momento pensó en su abuelo, que le había llamado de aquel modo durante tantos años. Su voz parecía resonar como un eco en las antiguas piedras de Rosslyn, atravesar la tierra y reverberar en los desconocidos resquicios que había más abajo.
La mujer la rodeó con sus brazos sin dejar de llorar.
—Tu abuelo se moría de ganas de contártelo todo. Pero las cosas se pusieron difíciles entre vosotros dos. Lo intentó con todas sus fuerzas. ¡Ah! Tengo tantas cosas que contarte. —La besó una vez más en la frente y le susurró al oído.
—Ni un secreto más, princesa. Ya es hora de que sepas la verdad sobre tu familia.
Sophie y su abuela estaban sentadas en los escalones del porche, abrazadas, llorando, cuando el guía apareció en el jardín con la mirada llena de esperanza e incredulidad.
—¿Sophie?
A través de sus lágrimas, asintió y se puso de pie. No reconocía el rostro de aquel joven, pero al abrazarlo notó que la fuerza de la sangre le corría por las venas... una sangre que ahora sabía que compartían.
* * *
Cuando Langdon apareció y se unió a ellos, Sophie pensó que hacía apenas veinticuatro horas se había sentido totalmente sola en el mundo. Y que ahora, sin saber muy bien cómo, en un país extranjero y en compañía de tres personas a las que apenas conocía, sabía que por fin había llegado a casa.
105
La noche ya había caído sobre Rosslyn.
Robert Langdon estaba solo en el porche de la casa, complacido con las risas y las conversaciones que le llegaban desde el otro lado de la mosquitera. El café brasileño bien cargado que se estaba tomando le ayudaba a superar el creciente cansancio, aunque se temía que el efecto no iba a durarle mucho, porque sentía que su cuerpo estaba llegando al límite de la extenuación.
—Ha salido discretamente —le dijo una voz a sus espaldas.
Se volvió y vio a la abuela de Sophie. El pelo canoso le brillaba en la noche. Su nombre, durante los últimos veintiocho años, había sido Marie Chauvel.
Langdon le sonrió, cansado.
—Me ha parecido que la familia tenía que estar un rato a solas.
Por la ventana veía a Sophie charlando con su hermano.
Marie se puso a su lado.
—Señor Langdon, cuando he oído por primera vez la noticia del asesinato de Jacques, he temido por la integridad física de Sophie. Al verla frente a mi casa esta tarde he sentido el mayor alivio de mi vida. Nunca le estaré lo bastante agradecida.
Langdon no sabía muy bien qué decirle. Aunque les había ofrecido a ella y a Sophie un tiempo para hablar en privado, Marie le había pedido que se quedara con ellas y escuchara la conversación. «Está claro que mi marido confiaba en usted, señor Langdon, así que yo también haré lo mismo.»
Así, había escuchado mudo de asombro la historia de los difuntos padres de Sophie. Por más increíble que pareciera, los dos provenían de familias merovingias, descendientes directos de María Magdalena y Jesucristo. Sus padres y antepasados, para protegerlos, se habían cambiado los apellidos, Plantard y Saint-Clair. Sus hijos representaban los supervivientes directos del linaje real y, por tanto, habían sido custodiados con celo por el Priorato. Cuando los padres de Sophie murieron en un accidente de coche por causas no aclaradas, el Priorato temió que se hubiera descubierto la verdadera identidad de su linaje.
—Tu abuelo y yo —prosiguió con la voz quebrada por el dolor—, tuvimos que tomar una decisión muy difícil en el momento en que recibimos aquella llamada telefónica. Acababan de encontrar el coche de tu padre en el fondo de un río. —Se secó las lágrimas—. Se suponía que los seis —incluidos vosotros, nuestros nietos— íbamos en aquel coche aquella noche. Por suerte cambiamos de planes en el último momento y tus padres iban solos. Al enterarnos del accidente, tu abuelo y yo no encontramos la manera de saber qué había pasado en realidad... ni si se trataba de un verdadero accidente. —Marie miró a su nieta—. Sabíamos que debíamos protegeros, e hicimos lo que nos pareció mejor para vosotros. Jacques informó a la policía de que tanto tu hermano como yo íbamos en el coche... y que, al parecer, nuestros cuerpos habían sido arrastrados por la corriente. En realidad, tu hermano y yo pasamos a llevar una vida anónima ayudados por el Priorato. Pero Jacques era demasiado conocido como para desaparecer así como así. Parecía lógico que tú, Sophie, al ser la mayor, te quedaras en París para que Jacques te instruyera y te educara, cerca del Priorato y de su protección. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Separar a la familia ha sido lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida. Jacques y yo nos hemos visto muy pocas veces, y siempre en los lugares más secretos. Hay ciertas ceremonias a las que la hermandad siempre se ha mantenido fiel.
Langdon tenía la sensación de que aquella historia todavía tenía muchos puntos por aclarar, pero se daba cuenta de que no le correspondía a él oírlos. Por eso había salido al porche. Ahora, mientras contemplaba las agujas de Rosslyn, no lograba libarse de la insistente llamada del misterio que quedaba sin resolver. «¿Está el Grial realmente en Rosslyn? Y, si es así, dónde están el cáliz y la espada que Saunière menciona en su poema?»
—Démelo, si quiere —dijo Marie señalando la mano de Langdon.
—Oh, gracias —le respondió alargándole el tazón.
—Me refería a su otra mano —replicó ella mirándole a los ojos.
Langdon bajó la vista y se dio cuenta de que tenía el papiro de Saunière. Había vuelto a sacarlo del criptex con la esperanza de descubrir algo que antes se le hubiera pasado por alto.
—Ah, sí, claro. Disculpe.
Marie lo miró divertida mientras se lo cogía.
—Conozco a un hombre en un banco de París que tendrá mucho interés en volver a ver esta caja de palisandro. André Vernet era un amigo muy querido de Jacques, y mi esposo confiaba ciegamente en él. Habría hecho cualquier cosa por cumplir la promesa que le hizo de cuidar de esta caja.
«Hasta pegarme un tiro», pensó Langdon, que optó por no contarle que seguramente le había roto la nariz a ese hombre.
Al pensar en París, le vinieron a la mente a los tres sénéchaux que habían sido asesinados la noche anterior.
—¿Y el Priorato? ¿Qué pasa ahora con él?
—Los engranajes ya se han puesto en movimiento, señor Langdon. La hermandad ha resistido durante siglos, y esto también lo superará. Siempre hay gente dispuesta a ascender y a reconstruir lo destruido.
Durante toda la noche, Langdon no dejó de sospechar que la abuela de Sophie estaba muy vinculada a las operaciones del Priorato. Después de todo, éste siempre había contado con miembros de sexo femenino. Cuatro Grandes Maestres habían sido mujeres. Los sénéchaux habían sido tradicionalmente hombres —los guardianes—, pero sin embargo las mujeres gozaban de un estatus superior y podían ascender al puesto más alto desde casi cualquier rango.
Langdon pensó en Leigh Teabing y en la abadía de Westminster. Parecía que hubieran pasado siglos.
—¿La Iglesia ha presionado a su esposo para que no diera a conocer los documentos del Sangreal después del «Fin de los Días»?
—No, por Dios. El «Fin de los Días» es una leyenda de mentes paranoicas. No hay nada en la doctrina del Priorato que mencione expresamente una fecha para desvelar el Grial. Es más, el Priorato siempre ha sostenido que el Grial no debería desvelarse nunca.
—¿Nunca? —Langdon estaba anonadado.
—Es el misterio y la curiosidad lo que mueve a nuestras almas, y no el Grial en sí mismo. Su belleza está en lo etéreo de su naturaleza. —Marie Chauvel alzó la vista y la clavó en la capilla de Rosslyn—. Para algunos, el Grial es un cáliz que les concederá la vida eterna. Para otros, es la búsqueda de los documentos perdidos y de la historia secreta. Para la mayoría, sospecho que se trata sólo de una gran idea... un tesoro glorioso e inalcanzable que, en cierta manera, incluso en nuestro caótico mundo de hoy, nos inspira.
—Pero si los documentos del Sangreal permanecen ocultos, la historia de María Magdalena se perderá para siempre —dijo Langdon.
—¿Seguro? Mire a su alrededor. Su historia está presente en el arte, en la música y en los libros. Cada día más. El péndulo está en movimiento. Estamos empezando a captar los peligros de nuestra historia... y de nuestros caminos de destrucción. Estamos empezando a intuir la necesidad de restaurar los aspectos femeninos de la divinidad. —Hizo una pausa—. Ha dicho que está escribiendo un ensayo sobre los símbolos de la divinidad femenina, ¿no?
—Sí.
Sonrió.
—Termínelo, señor Langdon. Cántele su canción. El mundo está necesitado de trovadores modernos.
Se quedó en silencio, sopesando el mensaje que acababa de recibir. Por encima de los campos y la línea de los árboles, la luna se estaba elevando.
Miró el perfil de la capilla y sintió un deseo infantil de conocer sus secretos.
«No preguntes —se dijo—, este no es el momento.» Miró un instante el papiro que Marie tenía en la mano y volvió a posar la mirada sobre Rosslyn.
—Hágame la pregunta, señor Langdon —le invitó Marie con expresión divertida—. Esta noche se ha ganado a pulso el derecho a preguntar lo que quiera.
Langdon notó que se estaba ruborizando.
—Quiere saber si el Grial está aquí, en Rosslyn.
—¿Lo sabe usted?
Marie fingió desesperarse y suspiró ruidosamente.
—¿Por qué será que los hombres no son capaces de dejar en paz el Grial? —Se rió—. ¿Qué le hace pensar que está aquí?
Langdon le señaló el papiro.
—El poema de su esposo menciona específicamente Rosslyn, aunque también habla de la espada y del cáliz que custodian el Grial. No he visto ningún símbolo de cálices ni de espadas en el templo.
—¿De cálices y de espadas? —preguntó Marie—. ¿Y cómo son exactamente esos símbolos?
Langdon tenía la sensación de que Marie se estaba divirtiendo un poco a su costa, pero le siguió el juego y se los describió.
Por el rostro de Marie pasó un vago recuerdo.
—Ah, sí, claro. La espada representa todo lo masculino. Creo que se dibuja así, ¿no? —Con el dedo índice en la palma de la otra mano, trazó una forma.
—Sí —dijo Langdon. Marie había dibujado la forma «cerrada» de la espada. Langdon había visto el símbolo representado de las dos maneras.
—Y el triángulo inverso —prosiguió ella dibujándoselo en la palma de la mano—, es el cáliz, que representa lo femenino.
—Correcto.
—¿Y dice que entre los cientos de símbolos que tenemos aquí, en la capilla de Rosslyn, estas dos formas no aparecen en ninguna parte?
—Yo no las he visto.
—Si se las enseño yo, ¿me promete que se irá a la cama a descansar?
Antes de darle tiempo a responder, Marie Chauvel ya estaba avanzando en dirección a la capilla. Langdon fue tras ella, intentando seguirle el paso. Al llegar al templo, la abuela de Sophie encendió la luz y le señaló el centro del suelo.
Ahí los tiene, señor Langdon, la espada y el cáliz.
Langdon contempló la piedra desgastada. No había nada.
—Pero si no hay nada...
Marie suspiró y empezó a recorrer el famoso camino marcado como un surco sobre el pavimento, el mismo que Langdon había visto recorrer hacía un rato a los visitantes. Sus ojos se iban adaptando a la luz, pero él seguía sintiéndose perdido.
—Pero si eso es la estrella de Dav...
Se detuvo en seco, mudo de asombro al darse cuenta.
«La espada y el cáliz.»
«Fundidos en uno.»
«La estrella de David... la unión perfecta entre hombre y mujer.., el sello de Salomón... que marca el sancta-sanctórum, donde se creía que moraban las deidades masculinas y femeninas, Yahweh y Shekinah.
Langdon tardó un minuto en recuperar el habla.
—El verso apunta aquí, a Rosslyn. Completamente. Perfectamente.
María sonrió.
—Aparentemente.
Lo que aquello implicaba le dejó helado.
—Así que el Santo Grial se encuentra en la cámara que está bajo nuestros pies.
Marie se rió.
—Sólo en espíritu. Una de las misiones más antiguas del Priorato era la de devolver algún día el Grial a su tierra, a Francia, para que pudiera reposar por el resto de la eternidad. Durante siglos lo habían ocultado en el campo para mantenerlo a salvo. Cuando llegó al cargo de Gran Maestre, uno de los empeños de Jacques Saunière había sido restituirle el honor perdido devolviéndolo a Francia y construyéndole un lugar de reposo digno de una reina.
—¿Y lo consiguió?
Marie se puso muy seria.
—Señor Langdon, teniendo en cuenta lo que ha hecho por mí esta noche, y en calidad de conservadora del Patronato de Rosslyn, puedo decirle que, con toda seguridad, el Grial ya no se encuentra aquí.
Langdon decidió insistir.
—Pero se supone que la clave informa sobre el paradero actual del Grial. ¿Por qué habla sobre Rosslyn entonces?
—Tal vez no esté interpretando bien su significado. No olvide que el Grial puede ser engañoso. Igual que mi difunto marido.
—Pero es que no podría estar más claro. Estamos sobre una cámara subterránea marcada con una espada y un cáliz, bajo un cielo de estrellas, rodeados del arte de los Maestros Constructores. Todo habla de Rosslyn.
—Muy bien, déjeme ver ese misterioso poema. —Desenrolló el papiro y declamó los versos en voz alta.
Bajo la antigua Roslin el Grial
con impaciencia espera tu llegada.
Custodios y guardianes de sus puertas
serán por siempre el cáliz y la espada.
Adornada por artes de maestros,
ella reposa al fin en su morada
y el manto que la cubre en su descanso
no es otro que la bóveda estrellada.
Al terminar, se quedó inmóvil unos segundos, hasta que cayó en la cuenta de algo y sonrió.
—Aja, Jacques.
Langdon la miraba, expectante.
—¿Entiende lo que dice?
—Como ha visto usted mismo en el suelo de la capilla, hay muchas maneras de ver las cosas más simples.
Langdon se esforzaba por comprender. En Saunière todo parecía tener dobles sentidos, pero Langdon no se veía capaz de ver más allá.
Marie bostezó, agotada.
—Señor Langdon, le haré una confesión. A mí, oficialmente, nunca se me ha hecho partícipe del paradero del Grial, pero claro, estaba casada con una persona de enorme influencia... y mi intuición femenina es buena. —Langdon quiso intervenir, pero ella siguió hablando—. Siento que, después de lo duro que ha trabajado, tenga que irse de Rosslyn sin verdaderas respuestas. Pero aun así, algo me dice que finalmente encontrará lo que busca. Algún día lo entenderá. —Sonrió—. Y cuando lo haga, espero que usted, más que nadie, sepa guardar un secreto.
Oyeron que alguien llegaba a la puerta.
—Habéis desaparecido los dos —dijo Sophie al entrar.
—Yo ya me iba —respondió su abuela acercándose a la entrada—. Buenas noches, princesa. —Le besó la frente—. No entretengas mucho al señor Langdon. Déjalo descansar.
La vieron alejarse en dirección a la casa. Cuando Sophie se volvió, tenía los ojos húmedos de la emoción.
—No es exactamente éste el final que esperaba.
«Ya somos dos», pensó Langdon. Notaba que su compañera de viaje estaba algo desbordada. Las noticias que había recibido esa noche le habían cambiado la vida.
—¿Estás bien? Son muchas cosas de golpe.
Sophie sonrió tranquilamente.
—Tengo familia. Y eso es lo que me importa de momento. Luego ya veré quiénes somos y de dónde venimos.
Langdon no dijo nada.
—¿Te quedarás con nosotros? —le preguntó Sophie—. Al menos unos días.
Langdon suspiró, porque nada le apetecía más.
—Creo que necesitas estar aquí un tiempo con tu familia. Yo me vuelvo a París por la mañana.
Sophie parecía decepcionada, pero sabía que era mejor así. Se quedaron en silencio un largo rato. Finalmente, ella le cogió de la mano y salieron juntos de la capilla. Se acercaron a un saliente de la montaña. Desde allí, el paisaje escocés se extendía ante ellos, bañado por la pálida luz de la luna que jugaba a esconderse entre las nubes. Se quedaron un rato en silencio, cogidos de la mano, luchando contra el cansancio que les vencía.
Estaban empezando a salir las estrellas, pero al oeste se veía un punto de luz más brillante que los demás. Langdon sonrió al verlo. Era Venus. La antigua diosa que brillaba paciente, sin parpadear. ,
Estaba refrescando y desde los campos subía una brisa helada. Después de un rato, Langdon miró a Sophie, que tenía los ojos cerrados y esbozaba una sonrisa serena. Notaba que sus propios párpados le pesaban cada vez más. A regañadientes, le apretó la mano.
—¿Sophie?
Despacio, ella abrió los ojos y lo miró. Estaba hermosa, iluminada por la luz de la luna. Le sonrió con cara de sueño.
—Hola.
Langdon sintió una tristeza inesperada al darse cuenta de que iba a volver a París sin ella.
—Tal vez ya no esté aquí cuando te despiertes. —Hizo una pausa y notó que se le formaba un nudo en la garganta—. Lo siento, no se me dan muy bien las...
Sophie se le acercó, le puso la mano en la mejilla y se la besó.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
Langdon retrocedió un momento, clavándole la mirada.
—¿Cuándo? —Hizo una pausa. ¿Acaso sabía ella las veces que él se había hecho la misma pregunta?—. Bueno, pues precisamente dentro de un mes voy a dar una charla en Florencia. Y estaré allí una semana sin mucho que hacer.
—¿Es eso una invitación?
—Pasaríamos siete días rodeados de lujos. Tengo habitación en el Brunelleschi.
Sophie sonrió, y dijo en tono de broma.
—Presume usted mucho, señor Langdon.
Se dio cuenta de lo arrogantes que habían sonado sus palabras.
—No, lo que quería...
—Nada me gustaría más que estar contigo en Florencia, Robert. Pero pongo una condición. —Su tono volvió a hacerse serio—. Nada de museos, ni de iglesias, ni de tumbas, ni de arte, ni de reliquias.
—¿En Florencia? ¿Una semana? Pero si no hay nada más que hacer.
Sophie se apretó contra él y volvió a besarlo, esta vez en los labios. Su acercamiento fue tímido al principio, más decidido luego. Al separarse, ella tenía la mirada llena de esperanza.
—Muy bien —balbuceó Langdon—. Entonces tenemos una cita.
Epílogo
Robert Langdon se despertó sobresaltado. Había estado soñando. El albornoz que tenía a los pies de la cama tenía el monograma del Hotel Ritz de París. A través de las persianas se filtraba una luz muy tenue. «¿Está oscureciendo o se está haciendo de día?»
Se sentía muy cómodo, arropado plácidamente en la cama. Llevaba casi dos días durmiendo sin parar. Se incorporó despacio y se dio cuenta de qué era lo que le había despertado.... una idea de lo más absurda. Llevaba días intentando ir más allá de todas aquellas informaciones, pero de pronto se le había ocurrido algo en lo que no había pensado hasta ese momento.
«¿Podría ser?»
Se quedó un momento inmóvil.
Se bajó de la cama, se metió en la ducha de mármol y dejó que el agua le cayera con fuerza sobre los hombros. Aquella idea seguía fascinándole.
«Imposible.»
Veinte minutos después, salió del Hotel Ritz a la Place Vendóme. Estaba anocheciendo. Los días de sueño lo habían dejado desorientado... y sin embargo tenía la mente curiosamente lúcida. Se había prometido a sí mismo que haría una pausa en el vestíbulo para tomarse un café con leche, a ver si se le aclaraban las ideas, pero sus piernas lo habían llevado directamente a la puerta, y ahora estaba en la calle, ante la inminente llegada de la noche parisina.
Enfiló la Rué des Petits Champs con creciente excitación. Dobló por la Rué Richelieu, donde el aire se hizo más dulce con el aroma del jazmín en flor que salía de los jardines del Palais Royal.
Siguió andando hacia el sur hasta que vio lo que estaba buscando, el famoso arco real, una gran extensión de mármol negro pulido. Se acercó más y escrutó la superficie que quedaba a sus pies. En cuestión de segundos, encontró lo que sabía que estaba ahí, varios medallones de bronce engastados en el suelo, formando una perfecta línea recta. Cada disco tenía un diámetro de cinco pulgadas y grabadas las letras N y S.
«Norte. Sur.»
Se giró hacia el sur y con la mirada siguió el rastro trazado por los medallones. Fue avanzando por ese camino, sin apartar la vista del suelo. Al llegar a la esquina de la Comédie-Francaise, pasó por encima de otro medallón de bronce.
«¡Sí!»
Langdon había descubierto hacía años que las calles de París estaban adornadas con 135 señales como esas, encajadas en las aceras, patios y calles, siguiendo un eje norte-sur que atravesaba la ciudad. En una ocasión había seguido la línea que le llevó desde el Sacre Coeur hasta el antiguo Observatorio de París, cruzando el Sena. Ahí había descubierto la importancia del sagrado camino que trazaban.
El primer meridiano de la tierra.
La primera longitud cero del mundo.
La antigua Línea Rosa de París.
Ahora, avanzando a toda prisa por la Rué de Rivoli, Langdon sentía que su destino estaba cerca. A menos de una travesía.
Bajo la antigua Roslin el Grial
con impaciencia espera tu llegada.
Las revelaciones parecían sucederse las unas a las otras. La manera antigua de escribir Rosslyn... la espada y el cáliz... la tumba adornada por artes de maestros.
«¿Era por eso por lo que Saunière tenía que hablar conmigo? ¿Había adivinado yo la verdad sin saberlo?»
Empezó a correr, sintiendo que la Línea Rosa bajo sus pies le guiaba, le empujaba hacia su destino. Al entrar en el largo túnel del Passage Richelieu, el vello de la nuca empezó a erizársele de la emoción anticipada. Sabía que al final de ese túnel se encontraba el monumento más misterioso de París, concebido y encargado en la década de 1980 por la esfinge en persona, Francois Mitterrand, un hombre del que se rumoreaba que se movía en círculos secretos, un hombre cuyo legado final a París había sido un lugar que Langdon había visitado hacía sólo unos días.
«En otra vida.»
Con un esfuerzo final, Langdon salió del pasaje, llegó a una explanada que le resultaba familiar y se detuvo. Sin aliento, levantó la vista muy despacio, con cautela, intentando abarcar la brillante estructura que tenía delante.
«La Pirámide del Louvre.»
Iluminada en la oscuridad.
La admiró sólo un instante. Estaba más interesado en lo que le quedaba a la derecha. Se volvió y notó que una vez más los pies se le movían solos por el camino invisible de la antigua Línea Rosa y lo llevaban hacia el Carrousel du Louvre —el enorme círculo de césped rodeado en su perímetro por unos setos bien cortados—, en otro tiempo escenario de primitivas fiestas de culto a la naturaleza... alegres ritos de celebración de la fertilidad y la diosa.
Al meterse entre los setos y acceder a la zona de césped, Langdon se sintió como si estuviera entrando en otro mundo. Aquel suelo horadado estaba rematado en la actualidad por uno de los monumentos más atípicos de la ciudad. En el centro, hundiéndose en la tierra como un abismo de cristal, se encontraba la pirámide invertida que había visto hacía unos días al entrar en el la zona subterránea del Louvre.
«La Pyramide Inversée.»
Tembloroso, se fue hasta el borde y contempló el museo que se extendía a sus pies, iluminado por una luz dorada. No sólo se fijaba en la impresionante pirámide invertida, sino en lo que había justo debajo. Ahí, en el suelo de la sala se veía una estructura minúscula, una estructura que Langdon mencionaba en su texto.
La posibilidad de que aquello pudiera ser cierto lo mantenía plenamente despierto. Volvió a alzar la vista y contempló el museo y notó que sus enormes alas lo rodeaban... aquellos pasillos llenos de las mejores obras de arte...
Leonardo da Vinci, Boticcelli...
Adornada por artes de maestros,
ella reposa al fin en su morada
Maravillado, miró hacia abajo una vez más a través del cristal y vio la diminuta estructura.
«¡Tengo que bajar como sea!»
Salió de allí y cruzó la explanada en dirección a la pirámide que hacía las veces de entrada al museo. Los últimos visitantes de aquel día ya iban saliendo.
Empujó la puerta giratoria y bajó por la escalera circular. Notaba que el aire se iba haciendo más fresco. Al llegar abajo, entró en un largo túnel que, bajo el patio del Louvre, llegaba a La Pyramide Inversée.
Al otro lado del túnel había una sala grande. Delante de él, colgando desde las alturas, estaba la pirámide invertida, un asombroso perfil triangular hecho de cristal.
«El cáliz.»
Los ojos de Langdon siguieron su forma decreciente desde la base hasta la punta, suspendida más de dos metros por encima del suelo. Y ahí, justo debajo de ella, se encontraba la diminuta estructura.
Una pirámide en miniatura. De apenas un metro de alto. La única cosa en aquel inmenso complejo que se había hecho a pequeña escala.
El ensayo de Langdon, además de tratar sobre la colección artística dedicada a la diosa que albergaba el museo, hacía un breve comentario sobre aquella discreta pirámide.
«Esa estructura en miniatura sobresale del suelo como si fuera la punta de un iceberg, el ápice de una enorme sala piramidal sumergida debajo como una cámara oculta.»
Iluminadas con la luz tenue de aquel sótano desierto, las dos pirámides se apuntaban la una a la otra, y sus puntas casi se tocaban.
«El cáliz encima. La espada debajo.»
Custodios y guardianes de sus puertas
serán por siempre el cáliz y la espada.
Langdon oyó las palabras de Marie Chauvel. «Un día lo entenderás.»
Estaba ahí de pie, bajo la antigua Línea Rosa, rodeado de «artes de maestros». «¿Qué mejor lugar que aquel para que Saunière pudiera estar siempre vigilante?» Ahora, al fin, le parecía que entendía el verdadero significado de los versos del Gran Maestre. Alzando los ojos al cielo, miró a través del cristal. La noche estaba cuajada de estrellas.
Y el manto que la cubre en su descanso
no es otro que la bóveda estrellada.
Como los murmullos de los espíritus en la oscuridad, resonaron unas palabras olvidadas.
«La búsqueda del Grial es literalmente el intento de arrodillarse ante los huesos de María Magdalena. Un viaje para orar a los pies de la descastada, de la divinidad femenina perdida.»
Con repentina emoción, Robert Langdon cayó postrado de rodillas.
Por un momento le pareció oír la voz de una mujer... la sabiduría de los Tiempos... que susurraba desde los abismos más profundos de la tierra.
FIN
Editor original: Doubleday, a división of Random House, Inc., Nueva York
Traducción: Juanjo Estrella
Título original: The Da Vinci Code
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