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abril 08, 2010
El viejo tenía cara de pocos amigos, lo cual significaba que alguien iba a pasar un mal rato. Dado que estábamos solos, no se necesitaba una gran dosis de inteligencia para imaginar que ese alguien sería yo. Me adelanté a hablar, por aquello de que la mejor defensa es un buen ataque.
- Me marcho. No se moleste en decirme el desagradable trabajo que ha inventado para mí, puesto que me marcho, y no querrá usted revelarle los secretos de la compañía a una persona que ha dejado de pertenecer a ella...
El rostro del viejo se distendió en una amplia sonrisa y me pareció oírle cloquear mientras pulsaba un botón de su escritorio. Uno de los cajones de la mesa se abrió y el viejo sacó de él un grueso documento legal.
- Este es su contrato - dijo -. Establece cómo y hasta cuándo trabajará usted aquí. Un contrato encuadernado en acero y vanadio que no podría usted romper con una trituradora molecular.
Me incliné rápidamente, cogí el contrato y lo lancé al aire con un solo movimiento. Antes de que llegara al suelo había desenfundado mi Solar y, disparando contra él, lo reduje a cenizas.
El viejo volvió a apretar el botón y sacó otro contrato del cajón. Su sonrisa se hizo más amplia si cabe.
- Tenía que haber dicho un duplicado de su contrato... como éste.
Hizo unas rápidas anotaciones.
- Le descontarán trece créditos de su sueldo por el importe del contrato que ha destruido... así como cien créditos de multa por disparar un Solar en el interior de un edificio.
Me dejé caer sobre una silla derrotado, esperando que descargara el golpe. El viejo palmeó cariñosamente mi contrato.
- De acuerdo con este documento, no puede usted marcharse. Nunca. En consecuencia, tengo un pequeño trabajo que creo va a gustarle. Un trabajo de reparación. La baliza luminosa de Centauro se ha apagado. Es una baliza Mark III...
- ¿Qué clase de baliza? - pregunté.
Había reparado balizas hiperespaciales de un extremo a otro de la Galaxia y estaba convencido de haber trabajado en todos los tipos o modelos que se habían fabricado. Pero nunca había oído hablar de aquélla.
- Una Mark III - repitió el viejo socarronamente -. Creo que es el tipo más antiguo de baliza que se ha fabricado... y en la Tierra nada menos. Teniendo en cuenta su emplazamiento en uno de los planetas del Centauro, no me extrañaría nada que fuera la primera baliza espacial que se instaló.
Contemplé las fotografías que me entregó el viejo y me estremecí de horror.
- ¡Esto es una monstruosidad! Parece más una destilería que una baliza... y por lo menos tiene quinientos metros de altura. Soy mecánico, no arqueólogo. Este montón de chatarra tiene más de dos mil años. Será mejor darlo de baja e instalar una baliza nueva.
El viejo se inclinó por encima de su mesa, echándome el aliento a la cara.
- Costaría un año instalar una baliza nueva..., además de ser demasiado cara..., y esa reliquia se encuentra en una de las principales rutas. En la actualidad algunas de nuestras naves se ven obligadas a dar un rodeo de quince años-luz.
Volvió a echarse hacia atrás, se secó las manos en su pañuelo y me recitó el Párrafo Cuarenta y Cuatro de las Obligaciones de la Compañía.
- Este departamento recibe el nombre oficial de Mantenimiento y Reparación, cuando en realidad tendría que llamarse Fuente de Complicaciones. Las balizas hiperespaciales están fabricadas para durar eternamente... o casi eternamente. Cuando una de ellas se estropea, no es nunca un accidente, y repararla no es nunca un asunto sin importancia.
Me lo estaba diciendo a mí... el tipo que hacía todo su trabajo sentado cómodamente en una oficina dotada de aire acondicionado.
Empezó a divagar.
- ¡Cómo me gustaría mandar todo esto al diablo! Me dedicaría tranquilamente a la construcción de naves y me ahorraría muchos quebraderos de cabeza. Pero las cosas son como son. Y ahora poseo una flota de naves que están equipadas para hacerlo casi todo... manejadas por un montón de irresponsables como usted.
Asentí lúgubremente a su índice acusador.
- ¡Cómo me gustaría prenderles fuego a todos ustedes! Pilotos, mecánicos, soldados y cuantos intervienen en las reparaciones. Tengo que intimidar, sobornar y chantajear a la gente para que haga un sencillo trabajo. Si usted está asqueado, imagine cómo estaré yo. ¡Pero las naves tienen que seguir viajando! ¡Las balizas tienen que funcionar!
Era una despedida, y me apresuré a ponerme en pie. El viejo me entregó las notas acerca del Mark III y dedicó su atención a otros papeles, como si yo hubiera dejado de existir. En el instante en que llegaba a la puerta, el viejo alzó la mirada y me apuntó de nuevo con su índice.
- Y no se haga ilusiones vanas sobre la posibilidad de eludir su contrato. Podemos retener la cuenta corriente que posee en el Banco de Algol II mucho antes de que usted consiga sacar el dinero.
Sonreí sin demasiadas ganas, lo reconozco, como si nunca se me hubiese ocurrido la idea de mantener en secreto aquella cuenta. Mientras me dirigía hacia el vestíbulo traté de imaginar un medio de transferir el dinero subrepticiamente... sabiendo que en aquel mismo instante el viejo estaba planeando algún medio para evitarlo.
El asunto resultaba muy deprimente, de modo que me detuve a echar un trago antes de dirigirme al espaciopuerto.
Cuando la nave estuvo dispuesta, yo tenía ya una ruta trazada. La baliza más próxima a la averiada de Centauro se encontraba en uno de los planetas de Beta Circinus, y hacia allí debía encaminarme primero. Un corto viaje de sólo nueve días por el hiperespacio.
Para comprender la importancia de las balizas hay que comprender el hiperespacio. No es que haya mucha gente que lo entienda, pero resulta bastante fácil darse cuenta de que en ese no-espacio las normas ordinarias no tienen aplicación. La velocidad y las medidas son un problema de afinidad y no hechos constantes.
Las primeras naves que entraron en el hiperespacio no tenían ningún lugar adonde ir... ni ningún medio para saber si se habían movido. Las balizas resolvieron aquel problema y abrieron todo el universo. Están construidas sobre planetas y generan enormes cantidades de energía. La energía es convertida en radiaciones que son proyectadas a través del hiperespacio. Cada baliza tiene un código de señales que forma parte de sus radiaciones y representa un punto mensurable en el superespacio. La triangulación y la cuadratura de las señales de la baliza para convertirlas en datos destinados a la navegación se llevan a cabo de acuerdo con sus propias reglas. Las reglas son complicadas y variables, pero al fin y al cabo son reglas que un navegante puede seguir.
Para un salto hiperespacial son necesarias por lo menos cuatro balizas para una exacta orientación. Si se trata de un viaje largo, los navegantes utilizan hasta siete u ocho. De modo que cada una de las balizas es importante y todas tienen que estar funcionando. De atender a su funcionamiento nos encargamos los otros mecánicos y yo.
Viajamos en naves perfectamente equipadas con todo el material necesario; sólo un hombre en cada nave, porque la pesada maquinaria destinada a la reparación no deja espacio para más. Debido a la verdadera naturaleza de nuestro trabajo, pasamos la mayor parte del tiempo volando a través del espacio normal. Después de todo, cuando una baliza sufre una avería, ¿cómo puede ser localizada? A través del hiperespacio no, desde luego. Lo único que puede hacerse es acercarse el máximo a ella utilizando otras balizas y luego terminar el viaje por el espacio normal. Esto puede exigir meses enteros de navegación, y a menudo los exige.
El trabajo que me había encargado el viejo no parecía ofrecer perspectivas demasiado desagradables. Partiendo de los supuestos que me facilitó la baliza de Beta Circinus, le planteé un complicado problema de ocho incógnitas al piloto automático, utilizando como puntos de referencia todas las balizas a las cuales podía llegar. El piloto me proporcionó una ruta con un aproximado punto de llegada; con un factor de seguridad que formaba parte de la estructura y que yo no podía eliminar de la máquina.
Hubiera preferido correr el riesgo de estrellarme contra un planeta próximo a pasar el tiempo enjaulado a través del espacio normal. Pero, al parecer, la técnica sabía también esto. El piloto automático proporcionaba siempre un factor de seguridad, de modo que uno no podía meterse dentro de un sol, por mucho que lo intentara. Estoy convencido de que al prever aquel factor de seguridad la técnica no obedeció a motivos humanitarios. Lo único que le importaba a la técnica era no perder la nave.
A través de un salto de veinticuatro horas el robot analizador escudriñó todas las estrellas, comparándolas con el espectro del Próximo Centauro. Finalmente hizo sonar un timbre y parpadear una luz. Miré a través del ocular.
Una última lectura con la fotocélula me dio la magnitud aparente, y una comparación con su magnitud absoluta mostró su distancia. No era tan larga como yo había creído: un vuelo de seis semanas, día más día menos. Después de marcar un rumbo en el piloto automático me introduje en el tanque de aceleración y me quedé dormido.
El tiempo transcurrió rápidamente. Rellené mi cámara por vigésima vez y casi terminé un curso de física nuclear por correspondencia. La mayoría de los mecánicos siguen esos cursos. Tienen un valor en sí mismos, ya que uno no sabe nunca qué clase de extraños elementos tendrá que manejar. Además, la compaña le paga a uno de acuerdo con las especialidades que domina. Todo esto, unido a un poco de pintura al óleo y unos ejercicios de gimnasia, me ayudó a pasar el tiempo. Estaba dormido cuando sonó el timbre de alarma que anunciaba la presencia de un planeta.
El planeta dos, donde según los antiguos mapas estaba situada la baliza, era una especie de globo de aspecto húmedo y pulposo. Trabajé duramente para poder utilizar con provecho las antiguas directrices, y finalmente localicé la zona correcta. En este oficio se aprende muy pronto cuándo y dónde se arriesga la propia piel. Por lo tanto, envié un Ojo Volador a la atmósfera exterior para que efectuara una investigación preliminar.
Los que habían instalado la baliza habían sido lo suficientemente perspicaces como para escoger un lugar fácilmente localizable, equidistante sobre una línea entre dos de los picos montañosos más altos. Tras haber localizado los picos, hice que el Ojo recorriera la distancia existente entre el primero y el segundo. El Ojo tenía un hocico y una cola de radar, y procuré que coincidieran respectivamente con cada uno de los picos. Al producirse la coincidencia corté los controles del Ojo y empecé a descender.
Desconecté el radar, conecté el tele-explorador y me senté a esperar que la baliza apareciera en la pantalla.
La imagen parpadeó, quedó automáticamente enfocada... y una gran pirámide apareció en la pantalla. Refunfuñando, hice girar el Ojo en círculos, examinando el terreno circundante. Era un terreno llano, pantanoso, sin la menor elevación. Lo único que sobresalía en un radio de diez millas era aquella pirámide..., que decididamente no era mi baliza.
¿O acaso lo era?
Hice descender más el Ojo. La pirámide era un burda construcción de piedra, completamente lisa. En la cima se divisaba un débil resplandor. La examiné más de cerca. En la cumbre de la pirámide había una cavidad llena de agua. Al verla me pareció recordar algo.
Fijando el Ojo en una ruta circular, rebusqué entre los planos del Mark III... y allí estaba. La baliza tenía un plano de sedimentación y encima de él una cavidad destinada a contener agua; el agua era utilizada para enfriar el reactor que proporcionaba energía al monstruo. Si el agua estaba aún allí, la baliza también estaba allí... en el interior de la pirámide. Los indígenas, que no habían sido mencionados por los imbéciles que construyeron la cosa, habían edificado una hermosa y recia pirámide de piedra alrededor de la baliza.
Dirigí otra mirada a la pantalla y comprobé que había fijado el Ojo en una órbita circular a unos veinte pies sobre la pirámide. La cima del montón de piedra estaba ahora cubierta de una especie de lagartos, al parecer las formas de vida locales. Iban armados con lo que parecían ballestas y trataban de alcanzar al Ojo: una nube de flechas y de piedras volaba en todas direcciones.
Conecté el circuito que devolvería automáticamente el Ojo a la nave.
A continuación me dirigí a la cocina para echar un buen trago. Mi baliza no sólo estaba encerrada en el interior de una montaña de piedra hecha a mano, sino que mi presencia había conseguido irritar a los seres que la habían construido. Un buen comienzo para un trabajo; un comienzo capaz de inducir a un hombre más fuerte que yo a buscar consuelo en la bebida.
Normalmente un mecánico permanece alejado de las civilizaciones indígenas. Son veneno puro. A los antropólogos puede no importarles que les diseccionen en beneficio de su ciencia, pero un mecánico no está dispuesto a ninguna clase de sacrificio por su trabajo. Por este motivo la mayoría de las balizas están situadas en planetas deshabitados. Si una baliza tiene que ser instalada en un planeta habitado, suele colocarse en algún lugar inaccesible.
Los motivos de que aquella baliza hubiera sido instalada al alcance de las garras locales se me escapaban de momento. A su debido tiempo me interesaría por ellos. Lo primero que tenía que hacer era establecer contacto. Para establecer contacto tiene uno que conocer el idioma local.
Y para esto hacía mucho tiempo que yo había ideado un sistema a prueba de imprudencias.
Tenía un «espía» que había construido yo mismo. Parecía un trozo de roca de un pie de longitud aproximadamente. Una vez en el suelo pasaba completamente inadvertido, pero resultaba un poco desconcertante verlo flotar. Localicé una ciudad indígena a unos mil kilómetros de distancia de la pirámide y dejé caer el Ojo. Aterrizó de noche a orillas del revolcadero de fango local. Allí acudirían a revolcarse los indígenas en gran número durante el día. Por la mañana, cuando llegaron los primeros indígenas, puse en marcha el aparato de grabación.
Al cabo de unos cinco días locales tenía un mar de conversación indígena en el archivador de la máquina de traducir y había anotado unas cuantas frases. Esto resulta muy fácil cuando se dispone de una máquina archivadora. Uno de los lagartos le gargarizó algo a otro, y el segundo se volvió en redondo. Anoté aquella expresión con la frase: «¡Eh, George!», y esperé una oportunidad para utilizarla. Aquel mismo día, más tarde, divisé a uno de ellos que iba solo y le grité: «¡Eh, George!» La frase gargarizó a través del altavoz en el idioma local y el lagarto se volvió en redondo.
Cuando uno tiene suficientes frases de referencia como ésta en el archivador de la máquina de traducir, la máquina se encarga de llenar las lagunas existentes. En cuanto la MT fue capaz de traducir de corrido cualquier conversación que oyera, pensé que había llegado el momento de establecer contacto.
Lo encontré con bastante facilidad. Era una versión centáurica de un pastor: apacentaba un rebaño de una forma de vida local especialmente repugnante, en las marismas situadas en las afueras de la ciudad.
Yo tenía uno de los Ojos oculto en una especie de caverna y aguardé a que pasara por delante de ella.
Esto ocurrió al día siguiente. Susurré por el micrófono:
- ¡Bienvenido, nieto pastor! El espíritu de tu abuelo te habla desde el paraíso.
El pastor se detuvo como si acabaran de pegarle un tiro. Antes de que pudiera moverse pulsé un interruptor, y un montón de dinero local, una especie de conchas de diversos colores, salió rodando de la cueva y aterrizó a sus pies.
- Ahí va algún dinero del paraíso, porque has sido un buen muchacho. - No procedía del paraíso, desde luego: la noche anterior lo había extraído de la Tesorería -. Vuelve mañana y charlaremos un poco - le grité a la figura que se alejaba precipitadamente. Me complació muchísimo comprobar que antes de emprender la huida recogía el dinero.
Después de aquello el Abuelo del paraíso sostuvo muchas conversaciones íntimas con su Nieto, el cual no pudo resistir la tentación del dinero celeste. El Abuelo no había estado en contacto con las cosas desde su muerte, y el Pastor se alegró de poder satisfacer su curiosidad.
Me enteré de todo lo que necesitaba saber acerca de la historia, pasada y reciente, de aquel pueblo, y la información que obtuve no fue precisamente agradable.
Además de la pirámide construida alrededor de la baliza había una pequeña guerra alrededor de la pirámide.
Todo había empezado con el seísmo. Al parecer, los lagartos locales vivían en las distantes marismas cuando fue instalada la baliza, pero los constructores no les habían dado demasiada importancia. Eran una raza inferior que habitaba en un lejano continente. La idea de que la raza pudiera desarrollarse y llegar hasta aquel continente no se les había ocurrido a los mecánicos de la baliza. Pero eso fue precisamente lo que sucedió.
Un pequeño seísmo geológico formó un puente de tierra entre los dos continentes, y los lagartos empezaron a afluir al valle de la baliza. Y encontraron un brillante templo de metal del cual fluía un continuo chorro de agua mágica; el agua destinada a enfriar el reactor, que se renovaba a través de un condensador atmosférico instalado en el techo. La radiactividad del agua no perjudicaba a los indígenas. Produjo algunas mutaciones que resultaron beneficiosas.
Se edificó una ciudad alrededor del templo y, con el paso de los siglos, fue alzándose la pirámide alrededor de la baliza. Una categoría especial de sacerdotes servía al templo. Todo marchó bien hasta que uno de los sacerdotes violó el templo y destruyó las aguas sagradas. Desde entonces se habían producido revueltas, asesinatos y destrucciones. Pero las aguas sagradas no volvieron a fluir. Ahora, muchedumbres armadas luchaban alrededor del templo todos los días y un grupo de sacerdotes vigilaba la fuente sagrada.
Y yo tenía que meterme en medio de aquel jaleo y reparar la baliza.
La cosa hubiera resultado bastante fácil de haber tenido cierta libertad de acción. Hubiera podido hacer una fritada de lagartos, arreglar la baliza y largarme. Pero las «formas de vida indígenas» estaban muy bien protegidas. En mi nave había células espías, las cuales no había conseguido localizar en su totalidad, y a mi regreso proporcionarían un interesante informe de mis actividades.
Había que emplear la diplomacia. Suspiré y saqué el equipo de plasticarne.
Utilizando como modelo tres instantáneas que había tomado del Pastor, moldeé una pasable cabeza de reptil sobre mis propias facciones. La quijada quedaba un poco corta, ya que yo no poseía sus dentadas mandíbulas, pero esto no tenía demasiada importancia. Mi aspecto no tenía que ser exactamente igual que el suyo, sino únicamente perecido, lo suficiente para tranquilizar a los indígenas. Es natural. Si yo fuera un ignorante aborigen de la Tierra y me tropezara con un Espicano, cuyo aspecto recuerda el de un pez disecado, echaría a correr inmediatamente. Pero si el Espicano llevara un vestido de plasticarne que le diera un aspecto vagamente humanoide, no vacilaría en acercarme a él para entablar conversación por lo menos. Esto era lo que yo me proponía hacer. Cuando estuvo modelada la cabeza, la uní a un atractivo traje de plástico verde, añadiéndole una cola. Estaba realmente satisfecho de que aquellos seres tuvieran cola. Los lagartos no iban vestidos y yo deseaba llevarme un montón de equipo electrónico. Moldeé la cola sobre un armazón de metal, y en el hueco así formado introduje todo el material que podía necesitar. A continuación me puse el traje.
Me contemplé en un espejo. El efecto era horrible, pero eficaz. La cola arrastraba por el suelo, pero esto hacía mayor el parecido.
Aquella noche llevé la nave hacia las colinas más próximas a la pirámide, un lugar seco al que los anfibios indígenas no se acercarían. Un poco antes del amanecer, el Ojo me cogió por debajo de los hombros y emprendimos el vuelo. Planeamos por encima del templo, a unos dos mil metros, hasta que se hizo de día, y entonces nos dejamos caer.
Nuestra llegada debió constituir un gran espectáculo. El Ojo estaba camuflado para que pareciera un lagarto volador, una especie de pterodáctilo de cartón, y sus alas, que se agitaban lentamente, no tenían nada que ver con nuestro vuelo, desde luego. Pero bastaba para impresionar a los indígenas. El primero que tropezó conmigo se puso a gritar y cayó de espaldas. Los otros llegaron corriendo. Se apelotonaron unos encima de otros, y cuando aterricé en la plaza, situada enfrente del templo, llegaban los sacerdotes.
Plegué mis brazos en un saludo regio.
- ¡Salud, oh nobles servidores del Gran Templo! - dije.
Desde luego no lo dije en voz alta, sino que me limité a susurrarlo para que pudiera ser captado por el micrófono que llevaba oculto en el cuello. El micrófono trasladó mis palabras a la MT, y la traducción surgió por el altavoz que llevaba en la mandíbula.
Los indígenas parlotearon y la traducción surgió casi instantáneamente. Tenía el volumen muy alto y toda la plaza resonó.
Algunos de los más crédulos se aplastaron contra el suelo y otros huyeron gritando. Un tipo receloso levantó una lanza, pero nadie volvió a intentarlo después de que el Ojo pterodáctilo hubo agarrado al belicoso indígena para dejarlo caer en una charca.
Aprovechando la sorpresa general, me acerqué a las puertas del templo.
- He de hablar con vosotros, nobles sacerdotes - dije.
Y antes de que encontraran una respuesta adecuada me había colado en el templo.
El templo era un pequeño edificio construido contra la base de la pirámide, y esperé no quebrantar demasiados tabúes entrando en él. Nadie me detuvo, de modo que la cosa parecía marchar bien. Me encontré en una sala de forma alargada, con una especie de piscina en uno de los extremos. En la piscina chapoteaba un viejo reptil, uno de los jefes evidentemente. Me dirigí hacia él. Me acogió con una mirada fría, de pez, y luego gruñó algo.
La MT susurró a mi oído:
- ¡En nombre de los trece pecados! ¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?
Erguí mi escamosa figura en un noble gesto y señalé hacia el techo.
- He venido en nombre de tus antepasados para ayudarte. Estoy aquí para reparar las Aguas Sagradas.
Esto despertó un murmullo de conversaciones detrás de mí, pero no pareció convencer al jefe. Se hundió lentamente en el agua hasta que sólo fueron visibles sus ojos. Luego volvió a emerger y me apuntó con un dedo amenazador.
- ¡Eres un embustero! ¡Tú no eres ningún antepasado nuestro! Vamos a...
- ¡Un momento! - grité antes de que llegara tan lejos en sus palabras que le resultara imposible retroceder -. He dicho que tus antepasados me han enviado aquí en calidad de emisario... No soy uno de tus antepasados. No trates de hacerme ningún daño si no quieres que la cólera de los Muertos se vuelva contra ti.
Mientras pronunciaba estas palabras me volví hacia los otros sacerdotes, utilizando el movimiento para disimular el lanzamiento de una bomba de humo detrás de mí. La bomba abrió un hermoso agujero en el suelo, con un gran despliegue de ruido y de humo.
El Primer Lagarto supo entonces que yo hablaba en serio e inmediatamente convocó una reunión de sacerdotes. Tuvo lugar en la piscina pública, desde luego, y yo tuve que meterme en ella. Chapoteamos y gargarizamos durante una hora hasta dejar sentados los extremos más importantes de la operación.
Descubrí que todos ellos eran sacerdotes nuevos; los anteriores habían sido hervidos por haber permitido que las Aguas Sagradas dejaran de fluir. Yo les expliqué que estaba allí únicamente para ayudarles a recobrar las aguas. Cuando esto hubo quedado en claro salimos de la piscina dejando grandes charcos de agua y de fango en el suelo. Nos acercamos a una puerta cerrada y vigilada que conducía al interior de la pirámide. Mientras la abrían, el Primer Lagarto se volvió hacia mí.
- Ya debes de conocer la norma - me dijo -. Después de lo ocurrido con los antiguos sacerdotes fue ordenado que en adelante sólo los ciegos podrían entrar en el recinto sagrado.
Puedo jurar que al pronunciar aquellas palabras sonreía, si treinta dientes asomando por lo que parecía una raja en una vieja maleta pueden llamarse una sonrisa.
Hizo una seña a un sacerdote que se acercó portando un brasero de carbones encendidos lleno de hierros calentados al rojo. Dejó el brasero en el suelo, removió los carbones, sacó uno de los hierros y se volvió hacia mí. Estaba a punto de aplicar el hierro a uno de mis ojos cuando reaccioné.
- Desde luego - dije -, la norma es la ceguera. Pero, en mi caso, tendréis que cegarme antes de que abandone el sagrado recinto, no ahora. Necesito mis ojos para ver y reparar la Fuente de las Aguas Sagradas. Cuando las aguas vuelvan a fluir, yo mismo me aplicaré el hierro candente.
Tardaron medio minuto en digerir aquello, pero acabaron por reconocer que tenía razón. El verdugo local hizo una mueca de disgusto y añadió un poco más de carbón al brasero. La puerta se abrió de par en par y entré en la pirámide; a continuación la puerta volvió a cerrarse detrás de mí y me encontré a solas en la oscuridad.
Pero no por mucho tiempo... Oí un ruido cerca de mí y decidí encender mi linterna. Tres sacerdotes se acercaban al lugar donde me encontraba: las cuencas de sus ojos eran un deforme montón de carne quemada. Sabían lo que yo deseaba, y me señalaron el camino sin pronunciar una sola palabra.
Una agrietada escalera de piedra nos condujo ante una sólida puerta de metal, de la cual colgaba un letrero redactado con una escritura arcaica: BALIZA MARK III. PROHIBIDA LA ENTRADA A TODA PERSONA AJENA AL SERVICIO. Los constructores de la baliza habían confiado de un modo absoluto en la eficacia del letrero, ya que la puerta no tenía cerradura. Uno de los lagartos hizo girar el pomo y nos encontramos en el interior de la baliza.
Con los sacerdotes ciegos tropezando detrás de mí, localicé el cuarto de máquinas y encendí las luces. En las baterías de emergencia había un resto de carga, lo suficiente para proporcionar una débil claridad. Los reguladores e indicadores parecían encontrarse en buen estado; los revisé cuidadosamente y descubrí lo que ya había sospechado.
Uno de los lagartos había conseguido abrir una caja destinada a proteger los interruptores, los había estado manoseando y había cambiado accidentalmente la posición de uno de ellos: esto había producido el trastorno.
Mejor dicho, había iniciado el trastorno. La cosa no va a solucionarse volviendo a su posición normal el interruptor de la válvula del agua. Aquella válvula sólo debía ser utilizada en el curso de una reparación después de haber humedecido la pila. Como el agua había sido cortada mientras la pila estaba funcionando, los dispositivos de seguridad habían humedecido automáticamente la carga.
Hacer surgir de nuevo el agua no era ningún problema, pero en el reactor no quedaba ningún combustible.
No iba a complicarme la vida con el problema del combustible. La mejor solución sería instalar un nuevo generador. Yo tenía uno en la nave que era diez veces menor que el de la baliza y producía cuatro veces más energía. Antes de enviar a buscarlo revisé el resto de la baliza. En dos mil años tenía que haber alguna señal de desgaste.
Los mecánicos de aquella época remota habían trabajado bien, tuve que reconocerlo. El noventa por ciento de la maquinaria no tenía partes movibles y, en consecuencia, no había sufrido ningún desgaste. Otras partes habían sido reforzadas, previendo su posible desgaste. El conducto alimentador le agua que descendía del techo, por ejemplo. Las paredes del conducto tenían unos tres metros de espesor... y la abertura del conducto no era mayor que mi cabeza. De todos modos, había algunas cosas que yo podía hacer y anoté las piezas que necesitaba.
Las piezas, entre ellas el nuevo generador, estaban en la nave. El Ojo se encargó de recogerlas y de colocarlas en una caja metálica. Una hora antes de que amaneciera, el Ojo depositó la caja en el exterior del templo y se marchó sin ser visto.
Contemplé a los sacerdotes a través de mi «espía» mientras trataban de abrirla. Cuando se dieron por vencidos les grité unas órdenes a través de un altavoz instalado en la caja. Se pasaron la mayor parte del día arrastrando la pesada caja por el templo y subiéndola por las angostas escaleras que conducían a la baliza. Entretanto, me tomé un sueño reparador. Cuando desperté, la caja estaba junto a la puerta de entrada a la baliza.
Las reparaciones no me llevaron mucho tiempo, aunque los sacerdotes ciegos gruñeron lo suyo cuando me oyeron abrir un boquete en la pared para encajar el nuevo generador. Incluso coloqué un aparato en el conducto del agua para que sus Aguas Sagradas tuvieran la habitual radiactividad refrescante cuando empezaron a fluir de nuevo. En cuanto hube terminado con todo esto hice lo que los lagartos estaban esperando.
Conecté el interruptor que daba paso al agua.
Transcurrieron unos minutos mientras el agua empezaba a gorgotear a través del seco conducto. Luego llegó un rugido del exterior de la pirámide que debió de sacudir sus paredes de piedra. Entrechocando mis manos por encima de mi cabeza, me dispuse a enfrentarme con la ceremonia de quemar mis ojos.
Los lagartos ciegos estaban esperándome junto a la puerta, y su aspecto mohíno no presagiaba nada bueno. Cuando empujé la puerta descubrí el motivo de aquella actitud: la habían cerrado y atrancado por la parte exterior.
- Hemos decidido - dijo un lagarto - que te quedes aquí para siempre cuidando de las Aguas Sagradas. Nosotros atenderemos a todas tus necesidades.
Una deliciosa perspectiva: pasar toda la vida encerrado en una baliza con tres lagartos ciegos. A pesar de su hospitalidad no podía aceptarla.
- ¡Cómo! ¡Os atrevéis a disponer a vuestro antojo del mensajero de vuestros antepasados!
Había dado todo el volumen a mi altavoz y la vibración casi me arrancó la cabeza de cuajo.
Los lagartos gruñeron algo, y yo ajusté mi Solar para que proyectara un rayo delgado como la hoja de un cuchillo y lo hice correr alrededor de la jamba de la puerta. Al cabo de un instante la puerta se derrumbó en medio de un gran estrépito.
Bajé corriendo las escaleras, abriéndome paso entre la multitud de asombrados sacerdotes y fui a enfrentarme con el Primer Lagarto, que seguía en su piscina. Al ver que me acercaba, se hundió lentamente debajo del agua.
- ¡Qué falta de cortesía! - grité -. Los antepasados están muy enojados, y sólo por su gran bondad permiten que las aguas fluyan de nuevo. Ahora tengo que marcharme. ¡Adelante con la ceremonia!
El verdugo estaba demasiado asustado para moverse, de modo que me acerqué al brasero y cogí uno de los hierros candentes. Una presión en las sienes hizo caer sobre mis ojos una lámina de acero debajo de la piel de plástico. A continuación apliqué el hierro candente a mis ficticias cuencas, y el plástico despidió un impresionante olor a quemado.
Un grito se alzó de la multitud mientras yo dejaba caer el hierro y zigzagueaba ciegamente. Tengo que admitir que la cosa resultó bastante fácil.
Antes de que pudieran reaccionar apreté el interruptor y mi pterodáctilo de plástico entró volando. No pude verlo, desde luego, pero supe que había llegado cuando los garfios de sus garras aferraron las láminas de acero de mis hombros.
Cuando alcé las láminas que cubrían mis ojos y practiqué unos agujeros en el chamuscado plástico, pude ver la pirámide disminuyendo de tamaño detrás de mí, el agua derramándose de la base y una alegre multitud de reptiles revolcándose en su corriente radiactiva. Pasé revista a los hechos para comprobar si había olvidado alguna cosa.
Primero: La baliza estaba reparada.
Segundo: Los sacerdotes tenían que estar satisfechos.
El agua fluía de nuevo, mis ojos habían sido debidamente quemados y ellos volvían a encontrarse en una posición preponderante. A lo cual había que añadir:
Tercero: El hecho de que, si se producía otra avería en la baliza, los sacerdotes no pondrían obstáculos al mecánico que acudiera a repararla en las mismas condiciones. Por lo menos yo no había hecho nada que pudiera despertar su antagonismo hacia los futuros mensajeros de sus antepasados.
De todos modos mientras me despojaba del disfraz de lagarto pensé que no me disgustaría en absoluto que, llegado el caso, encargaran el trabajo a otro mecánico.
FIN