Publicado en
abril 08, 2010
Título original: O mudo
El brasileño André Carneiro es un clásico de la ciencia ficción latinoamericana. Hace ya algún tiempo la revista nueva dimensión daba a conocer sus primeras obras traducidas al castellano y el fanzine Ad Infinitum, que editaba el Círculo de Lectores en Barcelona, publicaba algunas poesías suyas en edición bilingüe.
Porque Carneiro, nacido en Atibaia (Sao Paulo) en 1927, es autor de cuentos y novelas, a más de poeta, y, al decir de sus biógrafos, un poco de todo, pues se le acredita también de fotógrafo, pintor, periodista, libretista y director de cine.
Sus títulos más importantes son: Diario da nave perdida (1963) y O homem que adivinhava (1967), colecciones ambas de relatos, la novela Piscina livre (1975) y dos antologías. Es también conocido su ensayo sobre el género Introduçao ao estudio da «science-fiction» (1968). El mudo (O mudo) apareció por primera vez en castellano en 1981, en traducción de Marcial Souto.
Desde pequeño se pasaba las horas tratando de ver cómo crecían las plantas. Lo fascinaba el misterio de los frutos, el desarrollo de los pétalos y de las hojas verdes, nervadura por nervadura, las trepadoras que se enroscaban en las salientes. Se echaba de bruces en un lugar cualquiera y, los ojos fijos, acompañaba el invisible latido de la savia que iba a alimentar los árboles. Nada lo haría cambiar de posición; ni el paso de los camiones, ni el griterío de los niños, ni siquiera el estallido de una bomba. Era sordomudo de nacimiento.
Trabajaba en el pomar, en la huerta, donde lo mandasen mediante gestos que él entendía casi por intuición. Nadie sabía exactamente de dónde había venido, si tenía familia o por qué lo habían abandonado. Era poco más que un adolescente y dormía solo, al lado de un depósito. Vivía dentro de su campana de silencio, donde todo lo absorbían los ojos, único contacto con ese mundo que desaparecía al cerrar los párpados. Con los ojos cerrados, nosotros oímos el rumor del viento, la lluvia, el silbido de los árboles. Si nada de eso existe, oímos los latidos del corazón.
El Mudo, como lo llamaban, conocía el más profundo vacío. En medio del trabajo, rodeado por el canto de los pájaros, el ronquido de los tractores, el ladrido de los perros, le bastaba con cerrar los ojos para no ser nada. Quizá por eso no se apegaba a nadie, ni siquiera a los perros, que le iban a lamer las manos con ojos inquisitivos.
Para el Mudo sólo existían las plantas. Como seres semejantes que tenían limitaciones aún mayores que las suyas. Inmovilizados por las raíces, sin percepciones, los gestos de las ramas movidas por el viento nada significaban, no podían pedir agua cuando estaban sofocadas de sed, carecían de fisonomía que alguien pudiese interpretar. El Mudo pasaba las manos por los troncos, con acariciante delicadeza, como si los comprendiese.
Es común la afición por las plantas. Mujeres que cultivan jardines, estancieros, criadores de orquídeas... Muchos aman las plantas, pero eso no explicaría las relaciones que el Mudo mantenía con ellas. Puede uno tener ideales, dar la vida por ellos. Todos perseguimos ambiciones y objetivos diversos. Las plantas no eran un objetivo, un placer o una cosa importante para el Mudo, pero constituían su vida misma, como si por los ojos le entrase a la sangre la savia verde para alimentarlo. Su alma estaba compuesta por hojas, ramas y raíces.
Las semillas y las estacas que plantaba eran el centro de sus cuidados, pensamientos y hasta oraciones, si es que rezaba. Se integraba y vivía con las plantas. En sus manos, un fruto palpitaba, contando historias de polen y clorofila, de insectos que se le habían posado en la cáscara, de lluvias en las noches frías, de miradas del Mudo que lo habían ayudado a crecer, a fabricar jugo, a desarrollar una piel como la de las criaturas. Tomates, naranjas, rosas o lechugas, el Mudo los trataba simplemente con agua, podas y abono. Pero había algo que sobrepasaba la rutina.
Encerrado en su mundo de silencio «conversaba» con los vegetales, midiéndoles con el tacto el crecimiento, aletándolos con la mirada, como las madres que amamantan a los hijos. Perdía mucho tiempo en esa comunión. Su trabajo no rendía demasiado, pero el patrón no se daba cuenta. Había ganado fama de tener «buena mano». Lo que plantaba «prendía» con seguridad, y lo que cuidaba producía con más rapidez y con mejores resultados.
Circulaban historias... De que «hablaba» con las plantas y las plantas le respondían, que hacía madurar un fruto antes de tiempo. Esa aura de superstición llegaba hasta la casa de la estancia. De vez en cuando aparecía por allí, con frutos frescos fuera de estación. Le hacían gestos, tratando de averiguar cómo los conseguía. El Mudo se limitaba a sonreír con secreto orgullo.
En cada cosecha aparecían nuevas sorpresas. Limones inmensos, flores de tamaño doble o con perfume diferente. Muchos lo seguían, interesados en descubrir el secreto de sus magias. Era fácil seguirlo, pues no lo alertaban los ruidos ni las conversaciones. Nadie tenía suficiente paciencia para espiarlo allí junto a las plantas. Dedicaba horas enteras a palpar cada hoja, la cabeza inmóvil, sin que nada sucediese. Daba la impresión de que poseía raíces imaginarias que le atravesaban los zapatos y penetraban en la tierra: cuando le saliesen ramas verdes por la cabeza, se le caería aquel sombrero viejo... Contaban que seguía en ese éxtasis hasta bien entrada la noche.
Había un concurso en la ciudad para variedades de uvas. El patrón se lo explicó al Mudo con gestos convencionales, aunque nunca sabía bien si el muchacho le entendía. Siempre decía «sí» con la cabeza, modo cómodo de librarse de un diálogo imposible. Quizá por coincidencia, casi siempre cumplía lo que le pedían mediante ese lenguaje mímico. Decían, con evidente exageración, que el Mudo entendía los pensamientos.
Cuando llegó el concurso, se presentó con unos racimos de uvas que espantaron a la gente. Eran unos frutos tan grandes que hasta se asustó el patrón, como si exponer aquello fuese un fraude; un recurso desleal. Los técnicos del gobierno le dieron el premio sin vacilaciones. Hicieron enseguida una visita a la estancia, que culminó en una ver-dadera decepción. La viña era pequeña, con buena producción en cuanto a calidad y cantidad. Pero no había nada tan fantástico y único como las uvas del concurso.
El patrón no supo explicar cómo su empleado había conseguido aquellas «muestras». Inmóvil, el Mudo seguía los movimientos de los labios, los gestos incomprensibles, las preguntas que quedarían sin respuesta. Los técnicos regresaron sin una explicación científica, y el Mudo volvió solo a su trabajo.
Le atribuían cosas exageradas. Le inventaban nuevas maravillas en las que luego creían. Los niños no se le acercaban, y las mujeres entendidas decían que tenía un pacto con el Diablo. Todo eso lo transformaba en algo aparte, al punto de que nadie se apenaba de su defecto físico.
El hijo de la cocinera le llevaba alimentos en una pequeña marmita, que el Mudo comía encerrado en su cuarto. A nadie se le ocurría que necesitase comer, que sintiese frío en las noches de helada, cuando se levantaba sin abrigo para cuidar de las plantas.
Qué pensaría el Mudo, sentado en su colchón viejo, en el cuarto agujereado y pobre, los labios y los oídos cerrados, la vida sin perspectivas ni ambiciones, todo él esclavo vegetal de sus plantas... De un ser de carne y sangre como él, nunca oiría una palabra de consuelo o de crítica.
En noches de tempestad, cuando los truenos sacudían el mundo y el viento silbaba en las venecianas, golpeando puertas mal cerradas, el Mudo dormía, bloqueado en el silencio, soñando con frutos tibios que tenían picos como senos y hojas que se estiraban como cabellos y pulpas que se entreabrían como labios y flores con párpados y manos que eran manos de verdad y lo acariciaban. Por la mañana, mientras se ponía las ropas viejas que le daban, se le escapaban algunas lágrimas.
Nadie se daba cuenta, pero aunque lo viesen, ¿qué podrían hacer por un joven de poco más de veinte años que no oía las palabras ni podría entenderlas?
La hija del nuevo administrador fue a vivir a la estancia con los padres. Tenía catorce años y no hacía caso cuando le pedían que se apartase del Mudo porque era «raro y hacía cosas con las plantas». La curiosidad la llevaba a todos lados. Su genio vivaz encontraba paciencia para observar las lentas manos del Mudo podando ramas secas, atando trepadoras o simplemente durante la ceremonia, en apariencia sin sentido, de acariciar los frutos verdes, de encerrar los capullos entre las manos para que creciesen mejor y más rápido.
El Mudo no le hacía caso; asentía con la cabeza al ver aquellos gestos incomprensibles que quizá intentaban ser Preguntas. La muchacha se llamaba Lucía, y empezó a ir con tanta asiduidad a los lugares cuidados por el Mudo que éste se acostumbró a su presencia; raras veces volvía la cara hacia ella, y cuando lo hacía tenía la misma mirada de preocupación que usaba para las plantas.
Lucía insistía con los gestos, y los repetía con tanto énfasis que el Mudo se veía obligado a responder. Al principio, todo eso no pasaba de una curiosa pantomima que poco les permitía entender lo que el otro quería decir. Después se estableció un código natural, y comenzaron a comunicarse para asuntos triviales y objetivos.
Lucía era para el Mudo como un paisaje que se admira sin pensar en comprarlo. Todavía poco desenvuelta, con cuerpo delgado de jovencita, conservaba parte de la ingenuidad natural de las niñas, que desaparecía por momentos cuando se arreglaba coquetamente los cabellos o cuando repetía el movimiento de taparse las rodillas con el vestido. La mujer que surgía provocaba en Lucía la alegría secreta de despertar la admiración y la mirada de los hombres, un nuevo juego cuyas reglas, tan peligrosas, todavía la asustaban. Era, para el Mudo, un paisaje que se contempla desde lejos y se desea en sueños. Ella no lo veía como hombre ni como el ser aterrador y extraño que le habían pintado. Era como un animal simpático al cual la gente se acostumbra y le toma afecto.
Al Mudo no se le escapaban las transformaciones de Lucía. Cuando ella estaba cerca, ocupada o perdida en fantasías, sus ojos la recorrían con esa calma fijeza que penetraba las flores y los frutos. Esto como metáfora, pues las plantas eran la sangre vegetal que lo alimentaba, sangre fría que la suya tenía que asimilar y calentar. La de Lucía era roja y demasiado ardiente... Las miradas del Mudo iban de los pétalos de las flores a la curva de los hombros, los pliegues de la blusa que hacía adivinar senos pequeños, las curvas de los muslos antes de la cintura delgada.
Alguien notó maliciosamente que Lucía estaba creciendo con demasiada rapidez en aquellos sitios donde los hombres posan la mirada y los pensamientos.
«Lucía se vuelve cada día más viciosa, como las uvas de la exposición.»
Los hombres rudos de la estancia se reían con dientes estropeados, espiando para asegurarse de que no venía el patrón.
«¿El Mudo tendrá que tocar con las manos para que las cosas aumenten así?»
Un día ella se vio desnuda frente al espejo y se cubrió los senos con las manos, como si fuese inmoral poseer aquellos atractivos que las compañeras aumentaban con rellenos y las revistas destacaban en las artistas célebres con medidas y comparaciones.
Por la mañana, Lucía ya dedicaba unos minutos a la tarea de arreglarse. Viajaba todos los días en ómnibus hasta el colegio de la ciudad más cercana. En conversaciones con amigas o en las películas que veía raras veces, cuando los padres la llevaban de paseo, Lucía se iniciaba en los misterios de los adultos, el placer de una danza nueva; sentada sola en lugares públicos, ya notaba las miradas masculinas que buscaban la suya.
Su amistad con el Mudo no cambiaba. Dejaba los cuadernos y se iba al campo, los senos agitados por la carrera, hasta el lugar donde el Mudo ejercía aquellos silenciosos poderes. Delante de las plantas que empezaban a brotar, atando ramas o acariciando pequeños frutos, el muchacho continuaba con sus ritos de paciencia, encerrando retoños entre las manos, cubriendo de efluvios las semillas y las hojas. Lucía aparecía entre los árboles, la cara encendida, jadeando, saludando con una sonrisa a la que el Mudo res-pondía alzando un poco una mano. Después mostraba plantas y nubes, moviendo los brazos, expresando deseos y proyectos. Lucía acompañaba esos gestos con exclamaciones y se reía, los cabellos echados hacia atrás, con una falta de recato que la hacía más provocativa.
El Mudo rozaba a veces el cuerpo de la muchacha cuando el camino era estrecho; a veces, para mostrarle un insecto o para señalarle alguna cosa, le tocaba apenas los dedos suaves. Nada excedía los límites de la coincidencia. Pero las miradas del Mudo, cuando Lucía no se daba cuenta, eran como manos enormes, hechas de cariño y amor que se le deslizaban por los muslos firmes, le tocaban la nunca donde volaban los cabellos, le alimentaban los senos que crecían duros como frutos preocupando a los Padres que veían cómo la hija se transformaba en mujer de una hora para otra, pensando que tal vez deberían consultar a un médico. Por suerte, las frases que circulaban entre los colonos no les llegaban a los oídos.
Había en la estancia un viejo contratado para hacer una plantación de eucaliptos. El hijo, un joven que aparentaba unos veinticinco años, dirigía los servicios. Era agrónomo o estaba formado por alguna escuela técnica. Cuando llegó, poco se había fijado en Lucía, la niña delgada que corría por el pomar, cambiando señales con el Mudo. Después le llegaron los comentarios sobre los poderes mágicos del Mudo, incluso que Lucía se había «vuelto moza» gracias a esas miradas y, quien sabe, hasta por culpa de las caricias.
El joven agrónomo iba pocas veces a la casa. Un día se encontró con Lucía en un rincón del pomar. La muchacha trataba de mover con la punta del pie un durazno que estaba fuera de su alcance. No la reconoció inmediatamente. La tela fina del vestido marcaba aquellas curvas que ya tenían el vigor tenso de una mujer formada. Por el escote aparecía el borde de un seno, de un blanco secreto que contrastaba con el color moreno de los brazos quemados. Fue a ayudarla. Conversaron, pasearon, y le costaba relacionarla con aquella niña de hacía tan pocos meses.
Comenzó el enamoramiento, un poco a espaldas de los padres. A escondidas, Lucía, inexperiente, aprendía a besar. La perturbaban los abrazos fuertes y las caricias, y decía «no, no» sin saber exactamente por qué, asustada de las responsabilidades misteriosas que los adultos siempre aducían conocer. Seguía visitando al Mudo. El amante sentía celos, quería prohibírselo, le hacía preguntas inmorales, si el Mudo la palpaba, si se aprovechaba de ella, cómo era que los senos le habían crecido tan rápido... Lucía lloraba sin comprender. La malicia, el sexo, eran para ella novedades recientes. El Mudo era un hermano desamparado, y sería imposible imaginar que pudiese querer besarla, que quisiese... ¡imposible!
Lucía no abandonaba las visitas al Mudo, que trataba de ocultar. Pero ya no era la de antes. No se echaba el pelo hacia atrás, no daba aquellos saltos que le levantaban el vestido por encima de las rodillas. Cuando la mano del Mudo tocaba inadvertidamente la suya, la retiraba con rapidez. A veces, cuando estaba de espaldas se volvía de pronto y sorprendía aquella mirada fija que la penetraba, un algo material que se le metía en la carne y se le esparcía por el cuerpo como las inyecciones que le aplicaba el farmacéutico. Lucía comenzó a descubrir que, detrás de tanto silencio, el Mudo era también un hombre. Se estremecía de pensar que también a él le gustase besarla, que pudiese tener malos pensamientos hacia ella. Era horrible, pero no diferente de esas bebidas amargas que queman y luego dejan un torpor agradable, un calor lleno de animación.
Pensar que el Mudo pudiese gustar de ella como mujer le parecía un pecado, pero delante del espejo grande del guardarropa, desnuda, Lucía contemplaba sus atractivos ocultos y se deleitaba con una sonrisa en los labios al imaginarse deseada por dos hombres. Se tocaba con la punta de los dedos los senos desarrollados para su edad y se acordaba de la mirada del Mudo y del amante diciendo furioso que estaban así por culpa de aquél.
El pobre mago de las plantas no sabía del enamoramiento de Lucía. La muchacha, hábilmente, no salía con el agrónomo hacia los sitos donde podía estar el Mudo. Un intrigante malvado trató de explicarle que la amiga lo traicionaba. Pero los gestos desordenados y las sonrisas irónicas nada significaron para el Mudo. Con quien mejor se entendía era con la muchacha a la que, justamente, ya no veía con la frecuencia de antes. Lucía había cambiado mucho, tenía arrebatos de melancolía y lanzaba miradas inquisidoras que él no podía entender.
Lucía parecía enferma. Más delgada, los ojos enrojecidos por llantos secretos, evitaba conversar con los padres. Un día no pudo ocultarlo más y le contó todo a su madre. Estaba embarazada.
A esa altura, el Mudo ya sabía de la relación de Lucía con el muchacho. Resultaba imposible no verlos, tomados de la mano y hasta abrazados, en el fondo del pomar o ten-didos en el pasto del otro lado de la laguna. El Mudo se sentaba en el borde de la cama mal ordenada, inmóvil, los labios quietos. Era como esos postes del medio del campo, que descansan todo el tiempo mientras los hilos transmiten voces telefónicas, rechazando todo apoyo. Sería difícil entrar en los pensamientos del Mudo, traducirlos a palabras o frases lógicas.
Los colonos de la estancia trabajaban, sufrían, decían palabrotas, hablaban y oían. El Mudo sólo podía pensar para sí mismo. Sus gestos decían tan poco como los saltos de un perro que quisiese transmitir historias de lealtad a un dueño displicente. En cuanto a los demás, nadie pensaba en el Mudo.
Hubo confabulaciones de los padres, autorizaciones exigidas, comentarios de toda la estancia, hasta que Lucía y el agrónomo acabaron casándose. Se mudaron a la ciudad, el muchacho encontró un empleo y tuvieron el primer hijo.
Algunas mujeres se deterioran después de casadas. Lucía fue una de ésas. Desde el comienzo del embarazo, la cara se le cubrió de manchas que nunca le salieron del todo. El vientre, después del nacimiento normal del bebé, no volvió a ser el de antes. Los senos erguidos y duros se marchitaron, y se apagó todo aquel brillo de fruta suculenta. A pesar de eso daba la impresión de que el marido la quería.
En el cuarto, las luces apagadas, pensaban en la Lucía de los saltos ágiles, el rostro encendido, los senos calientes que resistían sus caricias... En esos recuerdos se interpo-nía el Mudo con aquellas miradas fijas. Le venían celos retrospectivos, imaginaba caricias prohibidas y los poderes mágicos que habían vuelto a Lucía tan seductora y provocativa.
Lucía ya no se miraba desnuda en el espejo. No había engordado demasiado, pero sus carnes habían perdido aquella elasticidad, ya no eran el conjunto de vibrantes cuerdas de violín. Sólo había conocido a un hombre en su vida, era una esposa fiel. Pero no podía controlar ciertas divagaciones nostálgicas, su amistad con el Mudo, las correrías en la estancia, la transformación en mujer, las miradas del Mudo... Sin saber por qué, se resistía a evocarlo en sus pensamientos, aunque no tenía importancia, pues todo había sido tan inocente...
El marido le había contado los comentarios idiotas, las tonterías que inventaban las comadres. Lucía no era feliz. Amaba y cuidaba al hijo, arreglaba la casa y preparaba la comida. Salían poco, conversaban, peleaban, como todos los casados.
No sólo desnuda evitaba Lucía el espejo. Cuando se arreglaba no se estudiaba la cara, el cuerpo, como antes. Sentía la falta de algo que no podía definir pero que era irremediable. Cuando jugaba sola con el hijito le repetía ciertos gestos, hasta que un día, sorprendida, descubrió que eran los mismos que usaba para «hablar» con el Mudo.
Dejó de hacerlos, y se preguntó por qué. Tenía la certeza de que el Mudo nunca había representado nada para ella; la sola hipótesis era absurda. Despertaba de noche con pesadillas extrañas en las que perdía alguna cosa que no reconocía pero que parecía salirle de adentro. Lucía ya no era la misma, y el marido creía saber la causa, aunque nunca se la confesaría a nadie.
En la estancia todo seguía como antes, con las únicas modificaciones que trae el paso del tiempo. El nuevo administrador había hecho algunos cambios en los lugares de labranza, construido nuevos establos. Del Mudo hablaban muy poco. El patrón lo mantenía por caridad, pues su trabajo ya no valía como antes. Se había vuelto perezoso y desinteresado. Así parecía al menos, pues las plantas que cuidaba ya no se volvían tan lozanas como en otros años. En realidad, el Mudo no había modificado el ritmo de trabajo. Repetía todos los días las mismas tareas de siempre. Sin embargo, si le hubieran estudiado las miradas y los gestos, tal vez habrían descubierto que algo se había vaciado.
El Mudo plantaba, podaba o ataba ramas, las manos rápidas, repitiendo operaciones eficientes y metódicas, Pero frías. Ningún durazno o racimo de uvas crecía más allá de lo que los abonos y la naturaleza permitían. Se había acabado el hechizo, los «pases» milagrosos. Sentado en el borde de la cama, hundido en un silencio de muerte, apenas recordaba. Comía poco, sin mover los ojos, y a veces se iba junto a la carretera y contemplaba el paisaje como si esperase la llegada de algo; su aspecto empeoraba. Un día no apareció, y lo encontraron en el cuarto, enfermo.
Le dieron remedios caseros que nada lo mejoraron. Cuando le subía la fiebre hacía gestos que nadie entendía. Su estado se agravó, y el patrón fue a buscar un médico a la ciudad. Dos días después murió. Lo enterraron sin ninguna lápida, y apenas recibió unas pocas flores que unos niños habían arrancado de su jardín.
Cuando se enteró, Lucía estalló en un llanto avergonzado, y se encerró sollozando en el cuarto. El marido le llevó un vaso de agua. Lucía se calmó.
Ambos actuaban con poca naturalidad, no se miraban directamente. Durante muchos días se trataron con ceremonia, como si temiesen el asunto. Sólo el tiempo podría tejer un necesario olvido.
Nadie quiso o se acordó de visitar la tumba del Mudo, donde la maleza crecía en libertad. Tal vez por eso mismo con más fuerza y vigor que en las demás...
FIN