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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















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    IMAGEN PERSONAL



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    EL AVATAR (Poul Anderson) - Parte 2

    Publicado en abril 18, 2010
    Ir a la Parte 1


    Pequeña, fea, humilde aunque nunca servil, Susanne Granville aguardaba en el cuarto de la computadora. Había conectado la pantalla visora, dirigiéndola a Sol, y estaba sentada mirando. Obscurecido pero ampliado, el disco era una confusión de manchas, resplandores, prominencias que brotaban y una corona de nácar. La música resplandecía. Joelle reconoció Finsk Forar, de Nielsen. La música, como la arquitectura, era una de las pocas artes formales humanas a las que creía responder correctamente. Ella y Susanne habían hablado de esto más de una hora durante la fiesta en memoria del artillero. , –Hola –dijo–. No esperaba encontrarte aquí.
    Susanne se puso en pie de un salto.
    –Sabía que iba a hacer una última revisión de los materiales no mecánicos, doctora Ky, y pensé que quizá podría ayudarla. Por si acaso, pedí al contramaestre (Caitlin Mulryan) que me excusara de ayudarla.
    Oh, sí. Joelle no respondió. Con cuánta frecuencia me he encontrado con esto. Tú eres apenas una conexión, yo soy la holoteta suprema. Sólo aspiras a ser de alguna utilidad para mí. Como Chris, como Chris. Me verás conectada, a un nivel del que no eres capaz, ascendiendo a un cielo que no puedes alcanzar, pero cuyos fragmentos has entrevisto. Yo llegaré al Absoluto, yo estaré en el Noúmeno, yo conoceré la Realidad Final, no como una construcción matemática sino inmediatamente, en mi cerebro y en mis huesos.
    ¡Oh, Susanne!, pensó. Ojalá pudiera besarte y tranquilizarte, como no pude hacer con Christine, como no pude hacer con Eric.
    Su mente divagaba (y eso la irritaba, la hacía sentir doblemente ansiosa por entrar en circuito, donde esas cosas tan poco disciplinadas no ocurrían) y se preguntaba en qué medida se sentía atraída por Brodersen porque su madre era una Stranathan y él había visitado muchas veces a esa familia cuando era pequeño. Eric Stranathan pertenecía a ella, el primero y menos olvidado de los amantes de Joelle, hijo del Capitán General del valle de Praser, él mismo una conexión.
    Fueron ellos, Joelle y Eric, los primeros en averiguar que la brecha entre holoteta y conexión no era cuantitativa sino cualitativa, imposible de superar. Sin una razón especial, su mente voló hacia un aburrido conferenciante en un vestíbulo de aire viciado en una convención en Calgary..., pero la razón era clara; esa tarde se habían conocido.


    23

    El banco de memoria
    –El cerebro humano y, por lo tanto, el sistema nervioso en su totalidad, puede ser integrado con una computadora del diseño apropiado –decía el conferencista con tono monótono–. Ya hemos superado hace mucho la etapa de los «alambres en la cabeza». La inducción electromagnética es suficiente para establecer la conexión. Después, la computadora proporciona su amplia capacidad para almacenar y procesar datos, su aptitud para realizar operaciones matemático-lógicas en micro-segundos, o menos. El cerebro, aunque es mucho más lento, proporciona creatividad y flexibilidad; en la práctica está reescribiendo el programa continuamente. Por supuesto que existen computadoras que pueden hacer eso por sí mismas, pero en una mayoría de casos no funcionan tan bien como una conexión entre una computadora y un operador, y quizá nunca podamos mejorarlas mucho. Después de todo, el cerebro contiene billones de células en una masa de un kilo, aproximadamente. Además, la conexión da a los seres humanos un acceso directo a cosas que, si no, sólo conocerían indirectamente.
    »Para nuestros fines actuales, las ventajas son dobles: (a) Como ya he mencionado, los programas se pueden alterar en cualquier momento, mientras se están llevando a cabo. Antes, era necesario revisarlos, con-
    trolar trabajosamente sus resultados y luego reescri-birlos lentamente, con posibilidades de error y sin ninguna garantía de que la nueva versión sería lo que se necesitaba. Cuando las conexiones y sus equipos sean de uso cotidiano, estaremos libres de esos inconvenientes, (b) Y gracias a sus experiencias, como también he sugerido, la conexión ganará una perspicacia que él o ella no hubiesen obtenido de otro modo y se transformará en un hombre de ciencia más capacitado, pudiendo también escribir mejores programas, también cuando trabaja independientemente del aparato.
    ¡Buen Dios!, pensó Joelle. ¿Tenemos que soportar esto?
    Es cierto que la conferencia era un acontecimiento, tanto político como científico. El secreto militar en el que se había criado estaba empezando a disminuir; aquí, en Calgary, la gente podía discutir libremente unos progresos que habían sido ocultados durante décadas. El público tenía derecho a la información, en lenguaje llano, durante las ceremonias de apertura.
    El problema era que no había palabras para describir lo que era estar en conexión, creando espacios no dimensionales y curvaturas tiempovariantes para ellos, y tensores internos y funciones y operaciones que nadie había imaginado antes. Creabas un cosmos conceptual, descubrías que era imperfecto y lo anulabas, creabas otro, y otro, hasta que finalmente contemplabas lo hecho y ¡oh maravilla!, era muy bueno. Cada vez, los números se precipitaban a través de ti para verificar y sabías qué cantidad de realidad habías abarcado; era como un brote de revelación. El cristiano espera estar eternamente en presencia de Dios, el budista espera unirse con el todo en el Nirvana, la conexión espera lograr algo más que el genio..., ¿existe una gran diferencia entre ellos? Sí; la conexión lo logra, en esta vida.
    Algunos días, horas, fracciones de segundo. Después, él o ella no pueden entender totalmente lo sucedido. El momento más elevado del amor también está fuera del tiempo, pero lo entendemos mejor, cuando estamos en paz, de lo que entiende la conexión lo que ha sido la conexión.
    La mirada de Joelle vagaba. ¡Eh, qué chico tan guapo había a una docena de asientos a su derecha! ¿Por qué no lo había visto antes? Bueno; no se fijaba mucho en la gente. Huérfana de guerra, criada desde la primera infancia en el programa pionero de holotética, después ingresada en el mundo académico cuando terminaron los Conflictos, una virgen que no sabía qué hacer con el sexo opuesto y no estaba segura de querer averiguarlo... –...mientras la conexión con maquinaria macroscópica no es muy eficaz en relación al coste, el caso es diferente en la vigilancia y control de instrumentos científicos. En este caso es inadecuado proporcionar números al cerebro que opera, como lecturas de un voltímetro y nada más. Un espectro, por ejemplo, es mejor evaluado, racionalmente apreciado, cuando el operador lo ve y, simultáneamente, conoce la longitud de onda exacta y la intensidad de cada línea. Esto se puede lograr. Subjetivamente, es como sentir directamente los datos, como si el sistema nervioso hubiese desarrollado órganos receptores totalmente nuevos de poder y sensibilidad sin precedentes.
    En otros sitios se habían hecho experimentos de este tipo. Lo más importante del proyecto Itaca (en el que Joelle se había criado, del que formaba parte) fue dar el paso siguiente. ¿Cuál era el significado de esos datos, esas sensaciones?
    –En la vida cotidiana no aprehendemos el mundo como un revoltillo de impresiones sin elaborar, sino como una estructura ordenada. A lo lejos, no vemos manchas marrones y verdes; vemos un árbol, de tal y tal especie, a tal y tal distancia. Aunque se hace inconscientemente, sí, instintivamente ya que los animales también lo hacen, podríamos decir que construimos teorías, modelos del mundo, dentro de los cuales nuestras percepciones directas tienen sentido. Naturalmente, modificamos estos modelos cuando eso parece razonable. Por ejemplo, podemos llegar a la conclusión de que no vemos un árbol sino un camuflaje que lo representa. Podemos darnos cuenta de que hemos calculado mal la distancia, porque el aire está más claro o más brumoso de lo que nos pareció al principio. Pero, básicamente, por medio de nuestros modelos entendemos y podemos actuar en un universo objetivo.
    «Hace mucho que la ciencia añade datos a nuestro almacén de información y así nos obliga a cambiar nuestro modelo del conjunto del cosmos, hasta que hoy abarca miles de millones de años y años luz, en los cuales hay galaxias, partículas subatómicas, la evolución de la vida, y todas las otras cosas que nuestros antepasados ni siquiera sospechaban. Para la mayoría de nosotros, esta parte del Weltbild ha sido, por cierto, muy abstracta, por inmediato que sea el impacto de las tecnologías que hace posible.
    »Para aumentar las posibilidades de laboratorio, el Proyecto Itaca comenzó a trabajar sobre los medios de proporcionar a un operador de conexión la teoría, tanto como los datos. Esto era más que aprender un tema, temporaria o permanentemente. Cualquier operador tiene que hacerlo, para poder pensar en una tarea dada. Y, por cierto, se lograron grandes éxitos aquí, en el Instituto Turing, que introdujo sistemas para que la computadora proporcionara a su socio humano los conocimientos necesarios. El Proyecto Itaca mejoró mucho esos sistemas, y sus sucesores civiles continúan progresando. Los llamados holotetas.
    »E1 trabajo ha tenido un resultado inesperado. Esos operadores a los que Itaca adiestró desde la niñez, conexiones que hoy son adultos que, a su vez, hacen avanzar su arte, se van introduciendo cada vez más en una modalidad que debo llamar intuitiva. Un jugador de fútbol, un acróbata o, simplemente, una persona que va andando, está resolviendo constantemente complejos problemas de física, casi sin pensar en ellos; el organismo siente lo que tiene que hacer. De forma análoga hemos llegado, por ejemplo, a manipular aminoácidos individuales dentro de moléculas de proteínas, usando iones dirigidos por campos de fuerza que son controlados por un holoteta de una forma que sólo los Otros, quizá, podrían planear paso a paso. Sucede lo mismo con muchísimas empresas. La percepción directa por medio de la holotética está llevando a la comprensión a un nivel no verbal.
    «Esto es doblemente cierto porque nuestros conocimientos teóricos están lejos de ser perfectos. En la actualidad, con mucha frecuencia, un holoteta siente que las cosas no van como se pretendía, que algo está mal en el modelo... e intuye los cambios necesarios, la situación real, como sucede con tanta frecuencia en nuestra vida cotidiana. Después, un estudio sistemático suele confirmar su intuición.
    »Mis colegas discutirán varios aspectos de la conexión holotética. Este esbozo preliminar que he hecho...
    Cuando el aburrimiento quedó superado y la concurrencia se desplazaba hacia las bebidas, Eric se acercó y se presentó. El también había estado viendo cosas.
    En una canoa en el lago Louise subieron los remos y se dejaron llevar. El agua danzaba, azul, verde, diamantina. Alrededor, por encima de los bosques, las montañas se alzaban silenciosas. Con un movimiento apenas perceptible, la barca se balanceaba con cada uno de sus movimientos.
    Ella metió un dedo en el agua y miró las ondas concéntricas.
    –Las interferencias electrónicas también forman un muaré –dijo–. Es maravilloso encontrar lo mismo aquí. Nunca me había fijado en eso.
    Miró a Eric y saboreó la situación.
    –Gracias por traerme aquí- un poco asustada, dejó que sus ojos sé desviaran- los electrones lo hacen en tres dimensiones: No; cuatro, pero no he percibido eso, todavía.
    Le había hecho observaciones similares después de ir al ballet en Calgary. Mientras bebían café y coñac, ella le había explicado que El lago de los cisnes y Ondina eran sublimemente newtonianos, cuando para él –eso dijo– eran sublimemente sexuales. Con todo, él, una conexión, encontraba tantas matemáticas como melodías en un recital de Bach y admiraba por encima de todo las sutiles perspectivas de Monet. (Mirando los mismos. 3-faxes ella le señaló interacciones de colores; él dijo que creía que los críticos de los dos últimos siglos no las habían visto.) Hoy, por la razón que fuera, ella notó que él se sentía incómodo.
    –Oye, Joelle, no nos perdamos en abstracciones... Aguarda. Por favor. Déjame explicar lo que quiero decir.

    Claro que tú y yo trabajamos con datos, montamos paradigmas, computamos resultantes, claro que sí. Es un trabajo estupendo. Pero no dejemos que interfiera con lo que... bueno... encontramos en lugares como éste. En nuestras vidas privadas, especialmente. Esto –hizo un gesto con la mano, abarcando el horizonte– es real. Todo lo demás lo inferimos. Aquí es donde estamos vivos. Ella le miró durante largo rato. Esa noche se hicieron amantes.
    El canadiense, ella americana, en una era en que los gobiernos militares estaban paranoicos, después de los Conflictos, antes de que sus países se federaran y se unieran a la Unión Mundial..., estuvieron más de un año separados. Mientras tanto, la holotética evolucionaba exponencialmente, desde un mero perfeccionamiento de la conexión hasta un orden totalmente nuevo de percepción y existencia.
    Ella sentía que crecía y se alejaba de él, y eso le hacía daño, pero podía oponer tanta resistencia como un feto en la matriz. Cuando él logró, finalmente, reunirse con ella en la universidad de Kansas, ella supo lo que él debía aprender e hizo los arreglos necesarios.
    Cuando llegó a su despacho hicieron el amor. Luego almorzaron unos bocadillos y hablaron. Finalmente, ella se inclinó y lo besó, larga y tiernamente, como si se estuviera despidiendo de un niño.
    –Vamos –dijo. Mientras lo llevaba a su laboratorio, su paso se volvió triunfante.
    Una vez allí, le advirtió:
    –Las palabras no sirven aquí. Debes experimentarlo por ti mismo. Nos relacionaremos más íntimamente que en la cama; muchísimo más.
    Se habían registrado efectos casi telepáticos cuando una conexión pasiva en un circuito holotético no sólo recibía los mismos datos y teorías que la conexión activa sino que «sentía» las evaluaciones de ésta.
    –Tú... ¿subordinarás mi unidad a la tuya? –inquirió Eric–. Según lo que he leído, eso no proporciona una impresión particularmente fuerte o clara.
    –No todo está en los libros. Te dije que... nosotros... De acuerdo, estoy haciendo progresos vertiginosos. He adquirido una, no lo sé, intuición, casi instinto, y la realimentación entre el sistema y yo, la continua programación en cada sesión... –Tiró de su manga–. Ven. ¡Tienes que saberlo! –¿Qué has planeado? Ella frunció apenas el ceño.
    –Eso depende en parte de ti, de cómo recibas lo que suceda. Empezaremos contigo y el 707. Piensa dentro de él por un rato, ponte cómodo. Luego, por las interconexiones, te pondré en fase conmigo y mi computadora. Tendrá que ser sólo de entrada hacia ti, sin que tengas acceso a los efectores; si no, podrías arruinar algunos experimentos delicados. Tengo que darles una ojeada, ¿sabes? Necesito ayuda con tanta frecuencia que tengo canales siempre abiertos entre otras computadoras y mi sistema. Para genética, en un laboratorio en este mismo campus; para física nuclear, en el gran acelerador de Minnesota; para cosmología, en el orbital de Sagan. Espero poder transmitirte algo de lo que estoy haciendo actualmente. Lo sabré, porque tú tendrás una cierta salida hacia mí. En la práctica, estaré examinando tu mente. Sí –dijo ante la estupefacción de él–; he llegado a esa etapa.
    –Después... –Lo abrazó y lo besó–. Que haya un después.
    El respondió, pero ella sintió que él sentía que su tono había sido bondadoso más bien que de ruego.
    El se instaló en la butaca adecuada, la colocó en la inclinación que prefería, dejó que músculos y huesos se aflojaran antes de colocarse el casco en la cabeza, ajus-tarlo y asegurarlo, poner sus muñecas en las espirales de contacto, pasar los dedos sobre la placa de control y revisar los ajustes. Mientras se conectaba del mismo modo, ella vio cómo la antigua emoción lo iba tranquilizando.
    –¿Activamos? –preguntó él.
    –Adelante –respondió ella.
    –Te quiero –dijo él, y apretó la tecla maestra.
    Desde ese momento ella, con una parte secundaria de su conciencia, sintió y pensó lo mismo que él.
    Momentáneamente, los sentidos y el intelecto fueron un torbellino, él imaginó que sentía un silbido agudo, los recuerdos surgieron de un largo enterramiento, como si hubiese caído hacia atrás en el tiempo, hasta esta niñez lugar para nadar y musgo frío y verde en una roca, ese halcón suspendido y la lana áspera de una manta envolviéndolo. Luego, su sistema nervioso se calmó y controló. La inducción electromagnética, la amplificación de los impulsos más sutiles, un programa básico que a lo largo de los años había refinado para adaptarlo a su ser único, engranó; el humano y la computadora se convirtieron en un todo.
    «Piensa», dijo ella, y supo su respuesta: ¿cómo no hacerlo cuando en este momento su genialidad era mayor que todas las que habían existido en Tierra antes de este día?
    «Las palabras no sirven aquí», me dijo ella. Eran plenamente conscientes de lo que los rodeaba. Si lo hubieran querido, habrían podido examinar sus más micrométricos detalles, un arañazo y un reflejo en el metal pulido, la danza de una aguja en un contador, el murmullo y el ligero olor a aceite de la ventilación, las mareas en sus venas. Pero Joelle sintió que ni siquiera ella le importaba mucho. Tenía que conquistar un universo de percepciones.
    En los siguientes minisegundos, mientras buscaba un problema que valiera la pena, una fracción de él calculó el valor de una integral elíptica hasta los mil decimales.
    Era un agradable ejercicio semiautomático. Los números se ordenaron de forma muy satisfactoria, como ladrillos en manos de un albañil. Ah, le llegó, sí; la estabilidad de los vórtices tipo Mancha Roja en planetas como Júpiter, sí, oí hablar de eso en Calgary. La aguja de los segundos en el reloj de la pared apenas se había desplazado.
    Ordenó una lista de los datos que pensó iba a necesitar y los pidió. Para él era como buscar en su memoria normal un par de datos, salvo que esto funcionaba de forma meteóricamente más rápida y segura, a pesar de que los buscaba en bancos que estaban a cientos de kilómetros de distancia. Le llegó la teoría: fórmulas, valores específicos de cantidades; sí, esa ecuación diferencial sería muy difícil de resolver; no, espera, vio la forma de evadirla, pero la ecuación, ¿era realmente plausible, no podría idear un conjunto de relaciones que describieran mejor las condiciones en un sol abortado...? Se levantó una llamarada limpia como el hielo, se estaba perdiendo en ella, se estaba emborrachando de sensatez.
    Eric, llamó ella: no hubo voz, no hubo nombre, un roce.
    Tuvo que desviar su atención de Júpiter con una promesa: volveré.
    Eric, ¿estás listo para seguirme?
    En realidad no era una pregunta; lo que sentía era una intención. Era ella. A una velocidad de vértigo, a medida que las redes de neuronas se adaptaban a los esquemas sinápticos del otro, ella se fusionó con él. Los remolinos informes que suceden tras los párpados cerrados no tomaban forma en la imagen de ella; más bien, él recibió impresiones pasajeras de sí mismo antes de que la presencia de ella lo inundara. No había aprendido a aceptar y entender la mayoría de las señales que entraban en él, y había muchas más que su cuerpo no podría recibir nunca. Esto significó un dolor para él, tanto como para ella.
    Eric, en esto también eres mi primer hombre, y creo que el último.
    Los lóbulos frontales, más parecidos que el resto de sus organismos, engranaron. Además, Joelle había practicado intercambios a ese nivel y había desarrollado su técnica con otras conexiones, hasta ser una experta. La comunicación entre ella y Eric se fortificó y clarificó segundo a segundo. No era directa, sino a través de sus computadoras, cuyas traducciones eran inevitablemente imperfectas. Las impresiones eran con frecuencia fragmentarias y distorsionadas, cuando no una chachara incomprensible... estallidos de números arbitrarios, formas, resplandores luminosos, ruidos, no-símbolos menos reconocibles, que lo hubieran atemorizado si no fuera por la constancia subyacente de ella. Lo que tocaba su mente como pensamientos de ella eran seguramente reconstrucciones, por su poder lógico aumentado, de lo que suponía que ella podría estar pensando en un momento dado. Las palabras reales que se decían seguían el común camino de los mortales, de labios a oído.
    Pese a eso, aceptó sus significados con una plenitud, una profundidad con cuya existencia no había soñado, allí en el umbral de su universo.
    –Genética –dijo ella en voz alta. Esa era la única clave que él necesitaba. Ella lo conduciría a las investigaciones de esta rama. El conocimiento brotó. El trabajo se hacía en el nivel submolecular, en las bases de la vida animada. Con frecuencia la llamaban para que realizara las tareas más difíciles, inventara otras nuevas o interpretara resultados. Hoy el plan funcionaba automáticamente en parte, y a su solicitud en otras; tenía acceso a él en cualquier momento.
    Su cerebro ordenó el cierre de los circuitos adecuados y quedó conectada al complejo de instrumentos, sensores, efectores, y a la entera comprensión que tenía el hombre de la química de la vida. Recibiendo de ella, Eric percibió.
    No recibió una presentación de cantidades, lecturas en indicadores, cuyo significado se volvía claro después de largos cálculos. Los números estaban presentes, pero él tenía la misma conciencia de ellos que de su esqueleto. No estaba mirando desde fuera y haciendo deducciones, estaba allí.
    Era ver, sentir, escuchar, viajar, aunque ninguna de esas cosas, porque iba mucho más allá de lo que la pobre y limitada criatura humana podría sentir o hacer; más allá, mucho más allá.
    La célula vivía. Había pulsaciones que cruzaban su membrana, como colores, la célula era un globo de iri- discencia, latiendo en el intrincado fluido que la acunaba, bebiendo ávidamente la energía que le llegaba en cataratas por gradientes eternamente cambiantes. Unas distancias verdes llegaban al infinito dorado. Detrás de cada logro estaba la paz. El cosmos de la célula era un Nirvana que danzaba.
    Ahora por dentro, a lo largo de los arcos iris hacia el océano interior. Aquí había un maelstrom de... sabores... y aquí gobernaba un gigantesco propósito subyacente; dentro de la célula, el trabajo era continuo, impulsado por una ley tan amplia que podía haber sido Dios, el Capitán. A medida que la escala de su conocimiento se volvía más sutil, Eric vio estructuras que parecían arquitecturas góticas, llenas de misterio y música. Delante de él el núcleo crecía desde una isla de bosques moleculares hasta una galaxia de átomos constelados, cuyos campos de fuerza brillaban como nubes de estrellas arrastradas por el viento.
    La voz de ella llegó lejana y enigmática, oída como en un sueño:
    –Sigúeme.
    El salió de la célula, a través del espacio y el tiempo, a la velocidad de la luz a través de praderas no vistas, hacia las tormentas que rugían en un gran acelerador de partículas. Se unió a ellas, poseído por su mismo fervor, la misma velocidad lo llenó y se lanzó hacia la meta, como para encontrarse con una amante.
    El átomo lo aguardaba. Su núcleo, donde la energía era demolida, era más majestuoso de lo que se puede describir con palabras. Conchas de electrones, mágicamente chispeantes, lo velaban. Se precipitó a través de ellas, las fuerzas le hicieron incontables caricias, el núcleo brilló, una entera creación en sí mismo, atravesó sus barreras externas y, mientras le causaban un estremecimiento de placer, siguió adentrándose.
    El núcleo estalló. No era un desastre, era una revelación. El átomo lo abrazó, se entregó a él. La radiación explotó hacia fuera. Las estrellas matutinas cantaron juntas y todos los hijos de Dios gritaron jubilosos.
    –Cosmología –dijo Joelle la omnipotente. El tanteó hasta hallarla en una obscuridad opresiva. Ella lo envolvió y volaron juntos por un rayo láser y el relé de un satélite hasta un observatorio, en órbita alrededor de Luna.
    Brevemente, espió las estrellas como con sus ojos, sin la bruma de ningún cielo. Sus multitudes azul acero, blanco escarcha, dorado puesta de sol, rojo brasa, casi borraban la noche del firmamento. Inmediatamente, se alió con el instrumental que estaba buscando los límites extremos del espacio-tiempo.
    Primero tuvo conciencia de espectros ópticos. Le hablaron de luz que florecía, de gases que giraban y saltaban, le hablaron de mareas en el cuerpo de un sol –un cuerpo más parecido a la célula viviente de lo que hubiera imaginado antes– y de los hornos de sus profundidades donde los átomos concebían generaciones de elementos y los fotones que salían disparados hacia el espacio eran el primer grito de la vida. Luego sintió un viento solar soplando a su lado, olfateó su riqueza y conoció la milenaria sutileza de su trabajo. De allí en adelante se entregó a espectros de radio, y de rayos cósmicos, a campos magnéticos, flujos de neutrinos, relatividades, que hacían posible los pórticos y parecían hacer posibles los viajes por el tiempo, por la curva del continuo que es el todo.
    En el Gran Cañón del Colorado se pueden ver estratos de mil millones de años de antigüedad y en medio de ellos un enebro nudoso; así se sabe algo acerca de Tierra. Así, Eric aprendió algo sobre las profundidades y el orden en el espacio-tiempo. Vivió la vida de las estrellas: ¡qué múltiples eran las ondas que las formaban, cuan fuerte la atadura después a una existencia entera! Entre la inmensidad de gigantes azules y agujeros negros, encontró lugar para forjar planetas en los que podían crecer cristales y flores. Contempló lo que era aún desconocido, su abrumadora mayoría, ahora y siempre... y cómo deseaba Joelle seguir investigando.
    Pero a través de toda la experiencia, la parte observadora en él sentía que, comparada con la de ella, su percepción era nebulosa y su entendimiento limitado. Cuando ella lo devolvió a la carne, gritó.
    Estaban sentados en el despacho. El escritorio de ella los separaba. Ella había levantado la persiana y abierto la ventana que había a su espalda. Unas sombras andaban apresuradamente por la hierba y la luz de sol que las seguía era brillante, pero como si el aire en el que brillaba estuviera helado; en la habitación entraban olores a tierra mojada, olores otoñales.
    Ella habló con mucha dulzura.
    –No podíamos hablar de forma significativa hasta que fueras allí, ¿verdad, Eric?
    La mirada de él fue hacia el sofá vacío.
    –¿Hasta qué punto fue significativo lo nuestro, aun al comienzo?
    Ella suspiró.
    –Yo quería que lo fuera. –Esbozó una sonrisa–. Lo disfruté.
    –Nada más que eso, lo disfrutaste, ¿en?
    –No lo sé. Me importas tú y me importa todo lo que me enseñaste. Pero he seguido adelante, hacia el sitio donde traté de llevarte.
    –¿Hasta dónde llegué?
    Ella se miró las manos, cruzadas e indefensas sobre el escritorio y murmuró:
    –No muy lejos. Era como mostrar un cuadro a un ciego. Puede hacerse una pequeña idea con los dedos, la textura, las áreas obscuras son ligeramente más cálidas que las claras..., pero, tan pequeña...
    –Mientras tú abarcas la totalidad, desde cuántos hasta cuasares –dijo roncamente él.
    Ella levantó la cabeza, desafiando su infelicidad conjunta.
    –No. Apenas he empezado y, por supuesto, nunca terminaré. Pero ¿no lo ves?, eso es parte de la maravilla; siempre hay algo más que encontrar. Experiencias directas, tan directas como la visión, el tacto, el hambre o el sexo, experiencias de la realidad real. El mundo que conocen los humanos es una consecuencia pasajera y accidental de ella. Cada vez que entro allí, las conozco mejor y se apoderan más de mí. ¿Cómo puedo detenerme?
    –¿Yo no podría aprender?
    Ella sabía que él no tenía esperanzas.
    –No. Un holoteta tiene que empezar pronto, como yo, y no hacer casi nada más, especialmente en los años formativos de la adolescencia. –Le ardían los ojos–. Lo siento, cariño. Eres bueno y bondadoso y... cómo me gustaría que pudieras seguir adelante. Lo mereces.
    –Pero ¿no te gustaría volver a ser lo que eras cuando nos conocimos?
    –¿Y a ti?
    Nunca podría comprender verdaderamente lo que había sucedido hoy. Sin embargo...
    –No –dijo–. Y, por cierto, no me atrevería a intentarlo de nuevo. Puede crear adicción. Para mí sería sólo eso, y después, la locura. Para ti...
    Se encogió de hombros.
    –¿Conoces el Rubaiyat?
    –He oído hablar de él –dijo ella–, pero no he tenido tiempo de ser culta. El recitó:
    Pero si el alma puede dejar el polvo
    y cabalgar desnuda por el aire del cielo,
    ¿no seria una vergüenza... no sería una vergüenza
    para ella habitar mutilada en esta carcasa de barro?
    Ella asintió.
    –El viejo decía la verdad, ¿no? Una vez leí que Ornar era matemático y astrónomo. Debía de sentirse solo.
    –¿Como tú, Joelle?
    –Tengo algunos colegas, recuérdalo. Les estoy enseñando... –Se interrumpió, se inclinó sobre el escritorio y dijo con renovada preocupación–: ¿Qué pasará con nosotros? Tendremos que colaborar. Eres lo suficientemente fuerte como para seguir adelante y cumplir con tu deber. Estoy segura de eso. Pero nuestras vidas personales... ¿Qué será mejor para ti?
    –O para ti. Ocupémonos primero de eso.
    –Lo que tú quieras, Eric. Estaré muy contenta de ser tu esposa, tu amante, cualquier cosa.
    El guardó silencio durante un rato, buscando palabras –supuso ella– que pudieran no herirla. No las halló.
    –Me estás diciendo que tanto te da –dijo él–. Estás dispuesta a tratarme lo mejor que te sea posible, porque no te interesa gran cosa. –Levantó una mano para que no hablara aún–. Oh, sin duda obtendrías un placer limitado del hecho de vivir conmigo, hasta de mi conversación. Por lo menos, te ayudaría a llenar las horas en que no estuvieras conectada... hasta que tú y esos colegas tuyos fuerais tan lejos que ya no te quedara tiempo para cosas infantiles.
    –Te amo –protestó ella. Un par de lágrimas corrieron por su cara.
    El suspiró.
    –Te creo. Se trata simplemente de que el amor ya no es importante, comparado con esa grandeza. He sentido mucho afecto por algunos perros que tuve. Pero... Llámalo orgullo, prejuicio, testarudez, lo que quieras... me niego a desempeñar el papel de perro.
    Se puso de pie.
    –Sin duda colaboraremos de forma muy eficiente hasta que yo me marche –terminó–. Con todo, hoy, mientras aún queda algo de ella, me despediré de mi chica.
    Ella se acercó. El la abrazó mientras lloraba. Pero cuando, finalmente, ella lo besó, sus labios estaban firmes.
    –Vuelve un rato a la conexión –aconsejó él.
    –Lo haré –respondió ella–. Gracias por decírmelo.
    El se alejó por un viento que se había vuelto frío al atardecer. Ella se quedó en la puerta y saludó con la mano. El no se volvió. Quizá prefería no saber cuan velozmente se cerraría la puerta.


    24

    Naturalmente, los recién llegados estaban muy solicitados a bordo de la Chinook. Por eso, Weisenberg se sintió un poco sorprendido cuando Rueda Suárez lo invitó a tomar un trago en su camarote antes de la cena. Cuando llegó, a la hora fijada, el ingeniero escuchó una canción folklórica del altiplano andino sonando a poco volumen y vio que en el lector aparecía una página en verso.
    Rueda siguió su mirada.
    –García Lorca –dijo el peruano–. Estoy muy contento; el banco de datos contiene a mis favoritos. El, Neruda, Cervantes, todos, por no hablar de la música.
    –Bueno; hicimos nuestros planes pensando en la posibilidad de muchos años de ausencia, igual que vosotros –comentó Weisenberg–. Además, como vosotros, teníamos esperanzas de enseñar algo de la cultura humana a extraterrestres.
    –Años... ¿en su caso, señor? ¿No está casado?
    –Sí, y tengo cinco chicos estupendos. Pero el menor está empezando la universidad y los demás ya son independientes. Sarah iba a venir en la expedición, como contramaestre. Claro que cuando tuvimos que salir como lo hicimos, no se lo permití. –Weisenberg sonrió, aunque había pena tras la sonrisa–. Más exactamente, no se lo dije; escapé, dejando un mensaje, porque uno necesita un buen agujero negro para refugiarse en él, cuando a Sarah se le sube la sangre judía a la cabeza.
    –Ya veo. ¿No quiere sentarse? ¿Qué va a beber? Saqué una ración de cada tipo de licor del almacén.
    –Entonces, whisky, gracias. Solo; sin agua.
    Weisenberg plegó su delgadez en una silla. Rueda sirvió lo mismo para los dos y se instaló frente a él.
    –Pensé que deberíamos conocernos un poco –dijo el anfitrión–. Dentro de cuarenta horas estaremos en la máquina T y sólo Dios sabe lo que sucederá. Si el plan de Daniel tiene éxito y llegamos a Beta, igual tendremos que hacer un enorme esfuerzo. Si no es así, bien podremos estar en grave peligro de muerte. Sería mejor saber cómo podemos ayudarnos. Y... quizá usted pueda encontrarme algún trabajo. Me siento inútil, me preocupo, bebo demasiado. –Su sonrisa era amarga–. Frieda podría mantenerme ocupado, pero está explorando a los nuevos hombres que la rodean.
    Weisenberg bebió un trago.
    –¿Por qué no le pide un trabajo al capitán?
    __No quiero aumentar sus preocupaciones. Además,
    usted es nuestro técnico jefe. Si pudiera sugerirme algo, para que se lo dijera..., ¿entiende? Usted y yo nos comunicamos mejor que la mayoría. Me dijeron que pasó años en Perú, trabajando para Aventureros.
    Weisenberg asintió.
    __Estudié ingeniería nuclear en Lima; no había escuela en Deméter, en aquellos tiempos. Después, sí; trabajé con la compañía de su familia. Fue entonces cuando cogí el microbio del espacio. Pero también me gustaba la ciudad. Es bellísima y me dio muchos momentos gloriosos. ¡Estaba allí cuando se firmó el Convenio!
    –¿Por qué se marchó, si no le importa decírmelo?
    –Oh, sobre todo por mis padres. No me resultó fácil trabajar en la superficie, aunque la crianza de una familia me mantuvo de buen humor. Cuando Dan fundó Chehalis fui corriendo a trabajar con él.
    Rueda miró su vaso, bebió y lo miró de nuevo, como si contuviera una profecía.
    –El espacio –murmuró–. Sí; todos nosotros debemos estar obsesionados con el espacio, ¿no? Si no, ¿por qué estaríamos aquí? Creo que a mí me cogió cuando era niño, una noche fría y brillante en Machu Picchu. Las estrellas que brillaban sobre las ruinas incas eran como una legión de ángeles.
    –O de Otros –dijo Weisenberg en voz igualmente baja.
    Rueda lo miró inquisitivamente.
    –¿Está entre los que creen que los Otros son Dios?
    –No; en realidad no. –La conversación se volvía íntima rápidamente, pero sólo quedaban cuarenta horas de paz–. Pero fui a la escuela neo-chasídica de rabinos en Eópolis. Y uno lleva la marca toda la vida, aunque haya perdido la fe.
    –Bueno, yo soy una especie de católico, creo, pero debo admitir que esos años en Beta me hicieron preguntarme muchas cosas. Hasta entonces, daba por sentados a los Otros. Pero cuando los betanos, con sus fantásticas posibilidades, resultaron ser mortales y estar muy confundidos, igual que nosotros, perplejos, aterrados por los Otros, igual que nosotros... sí, eso me desconcertó mucho. –Rueda hizo una mueca–. Además era conservador en política. Y ahora veo cómo cosas que nunca soñé han estado infectando al gobierno y esa fe también se tambalea.
    Bebió el resto de su whisky.
    –Sigue siendo posible creer en el poder, la sabiduría y la benevolencia de los Otros. Que siga siendo posible.
    Habiendo tomado un sorbo de agua, levantó la botella de la mesa y ofreció otro trago a Weisenberg. El ingeniero meneó la cabeza. Rueda se sirvió nuevamente y bebió.
    –No hago un culto de ellos –dijo Weisenberg–. Por ejemplo, no creo que estén trabajando secretamente para guiarnos a nosotros y a todo el universo. Quizá sea así, pero la Voz lo negó y también los betanos. En conjunto soy agnóstico acerca de ellos y seguiré siéndolo hasta que obtengamos información directa, cosa que quizá no suceda nunca.
    –Pero son importantes para su alma –observó Rueda.
    Weisenberg asintió nuevamente. –Fundamentales. Especialmente cuando miro el cielo en el espacio. Aunque probablemente, no juegan a ser dioses, parece imposible... bueno, imposible de aceptar para mí, por lo menos... que sean indiferentes con respecto a nosotros... que nos dejen usar los pórticos sólo porque eso no los perjudica y que nos enseñen un único sendero hacia un planeta nuevo por bondad ociosa, como un hombre que da a las palomas las migas de un bocadillo que no va a comer! No; es obvio que de alguna manera nos estudiaron en detalle, aun antes de que Fernández Dávila partiera de Tierra. ¿Pueden haber perdido interés desde entonces?
    –Pueden haberse marchado a otro sitio –dijo Rueda–. Recuerde que nadie, incluyendo a los betanos, ha visto una nave suya.
    –Quizá mantienen invisibles sus naves. Quizá no necesitan naves. Sería absurdo que abandonaran esas máquinas T... piense en la inversión de energía y recursos... o que nos abandonaran a nosotros. Puedo imaginar que se matengan fuera de nuestra vista. Podríamos quedar abrumados por su presencia, aplastados. Pero, maldita sea, deben de ser benignos. Tenemos que importarles.
    –Esta galaxia es muy grande. Al parecer hay millones de razas inteligentes, o miles de millones. ¿Tendrán tanto tiempo?
    –Si pueden construir máquinas T alrededor ¿de cuántos soles? pueden seguir lo que sucede en los planetas.
    –¿Como Dios? «Su ojo mira al gorrión.» –Oh, los Otros no deben de tener poderes infinitos. Pero quizá no podamos entender la diferencia.
    Rueda se puso serio.
    –No están haciendo mucho por ayudar a los de esta nave, ¿verdad?
    –Que yo sepa, nunca hicieron milagros en beneficio de individuos –admitió Weisenberg–. He fracasado muchas veces tratando de entender cuál es su relación con nosotros, cómo se expresa su preocupación. Sólo estoy convencido hasta la médula de que les importa... de que la Voz no mintió cuando dijo que nos amaban.
    Era hora de preparar otra comida. Caitlin entró en la sala de reuniones, de camino hacia la cocina, y se detuvo.
    El extraterrestre... el betano... Fidelio estaba de pie o sentado o en cuclillas ante una de las grandes pantallas visoras mirando hacia afuera. Las luces interiores obscurecían el cielo a sus ojos, pero vio pasar la Vía Láctea junto a la cabeza de él. Estaba solo.
    –Oh –dijo–. Te deseo muy buenos días.
    Aunque no se volvió a mirarla respondió con una ronquera sibilante:
    –Buenos días, señora Mulryan.
    Caitlin pasó al castellano.
    –¿Me reconoces, sin siquiera mirarme?
    –Mi raza tiene oídos más agudos que los vuestros. –Si no se tenía práctica hacía falta un oído muy dotado para seguir lo que decía Fidelio, aunque hablaba con fluidez y corrección. Era sólo que la naturaleza nunca había previsto que debería imitar sonidos de esta clase. Como si comprendiera que había sido un poco seco, continuó–: Además, cada individuo tiene un olor diferente. Esa es otra cosa que no habéis evolucionado para notar. Pero vuestra vista en el aire es mucho mejor que la mía, en las distancias largas, y sólo puedo admirar impotente vuestra sensibilidad táctil.
    Entonces se volvió en un movimiento único y fluido –la luz se reflejaba en su pelaje– y se enfrentó con ella.
    Ella avanzó hasta quedar a su lado.
    –Me gusta tu olor –dijo–. Me recuerda a mi patria y a mí, una niña, jugando donde el mar molía los guijarros... pero es muy diferente, también soy una niña soñando en la misma costa, viendo el país de las hadas en las nubes... Perdón; no puedes entender eso.
    –Quizá pueda. Mi gente también tiene mitos y fantasmas, que son más fuertes en los más jóvenes.
    Ella puso las manos en sus zarpas palmeadas, porque las manos estaban más atrás, oprimió sus nudos y dijo alegremente:
    –Estaba segura. Pero no sabía que habías aprendido tanto acerca de nosotros. ¡Entiendes cosas como «país de las hadas»!
    –He trabajado con las demás especies inteligentes. Eso me ayuda a suponer lo que puede ser importante para la vuestra. –La mirada totalmente azul la observó intensamente–. Admito estar sorprendido por tu inmediata comprensión de mí. Mi acento parecía terrible a todos los que no eran de la Emissary.
    Caitlin le soltó y se encogió de hombros.
    –Bueno; colecciono canciones en muchos idiomas.
    La gran forma marrón se enderezó y sus patillas temblaron.
    –¿Quieres decir que cantas, tú misma? ¿Y no música formal, como la que la gente de la expedición me hizo escuchar, sino canciones corrientes? –¿Cómo? ¿Nunca cantaban?
    –Sí, algunas veces, pero... –Fidelio vaciló–. Observé que mi raza tiene oídos comparativamente exigentes. Caitlin sonrió.
    –Ya sé a qué te refieres. Bueno, si pese a eso te interesas en nuestra música, por las grabaciones... no diría que soy una gran intérprete pero... –Buenos días –dijo una nueva voz. Fidelio no necesitaba ver a quién hablaba. Caitlin sí. Joelle Ky estaba en la puerta.
    –Oh, buen día, señora. –Caitlin se apresuró a saludarla gentilmente–. ¿Podría hacer algo por usted?
    –No. Pasaba por aquí. –La holoteta estaba tan rígida como su tono de voz.
    –Estábamos charlando...
    –Este es el primer miembro de la tripulación con quien puedo charlar libremente –explicó Fidelio.
    –¿Nos acompaña, doctora Ky? –preguntó Caitlin con timidez.
    –No –dijo la otra mujer. Su rostro estaba helado–. ¿Qué podría ofrecerles? Siga, señorita Mulryan. La cena puede esperar. Sin duda es más importante ampliar la experiencia de Fidelio con... la humanidad.
    Desapareció.
    Caitlin contempló el lugar donde había estado. La pregunta del betano hizo que su atención volviera a él:
    –¿Hay conflictos entre vosotras dos?
    –No. Yo nunca... quiero decir... –Caitlin tomó aliento–. Después de todo, apenas nos conocemos, ella y yo. Claro que yo sé quién es y me imponen respeto, y esperaba que...
    Suspiró, se encogió de hombros a medias y se irguió.
    –Un conflicto es posible –admitió–. El capitán Brodersen me dijo algunas cosas. A ella puede molestarle mi intimidad con él. Pero estoy segura de que esto te parecerá rarísimo.
    ¿Acaso Fidelio se agazapó, como poniéndose a la defensiva?
    –¿No has entendido? Queremos que esta clase de cosa no sea rarísima para nosotros.
    –Bueno, sí... –tartamudeó Caitlin–. Supongo... he oído... es absurdo, pero...
    Las lágrimas asomaron, aunque no sobrepasaron sus pestañas.
    –Lo que esperabas que fuera una apertura al amor, se ha convertido en una apertura al odio y el temor. ¡Pobrecillo!
    Se controló.
    –Trataremos de hacer lo mejor –dijo–; Dan Brodersen se ocupará de eso. Mientras tanto, sería mejor que llegaras a conocer a más humanos que los pocos que fueron a tu planeta. Somos muy diferentes. Seguramente, algunos de nosotros podremos ayudarte. Además, el hecho de conocernos ayudará a que olvidemos un poco la pérdida que hemos sufrido, y los actos desesperados que nos esperan dentro de unos días.
    Volvió a cogerlo, esta vez de las manos, ya que se las había tendido.
    –Deja que sea tu guía. Yo puedo interpretar, sí, y arreglar pequeñas reuniones, y tratar de que todo sea alegre. Todos lo necesitamos.
    –Muchas gracias –dijo él–. Eres bondadosa.
    Pero seguía encorvado, y sus palabras eran mecánicas. Caitlin lo observó atentamente, contra las despiadadas estrellas.
    –Estuviste contento un momento –murmuró finalmente–, pero la alegría huyó de ti.
    El hizo un ruido que podía parecer un suspiro.
    –No es nada que tú pudieras solucionar. Y si quedamos libres, se curará pronto.
    –¿Quieres decirme qué es?
    –Yo soy un holoteta, como Joelle Ky, y echo de menos el... el estado de comunión. Habrás oído que se vuelve vital para nosotros o, por lo menos, para nuestra felicidad. –Fidelio levantó la cabeza–. No importa. No es peor para mí que para ella.
    –¡Pero tú estás entre extraños! –exclamó Caitlin–. Y tenemos el equipo a bordo, pero no se adapta a tu cuerpo. ¡Qué mal debes de sentirte!
    Se precipitó sobre el cuerpo tibio y macizo y lo abrazó. El la tocó, en una tímida respuesta.
    –Oye, Fidelio –dijo cuando se separaron–. Tienes suficiente espíritu como para comprender que lamentarse es inútil. Puedes olvidar un poco tus problemas. Lo estabas haciendo cuando nos interrumpieron. Volvamos adonde estábamos: la música. Te gustaría oír nuestras canciones y a mí me llenaría de júbilo escuchar las vuestras. Ahora tengo que preparar la comida, pero no hay razón para que no cantemos mientras tanto.
    El se estremeció, enderezándose. La vida volvió a su voz.
    –Sí, por favor, hagámoslo. ¿Puedo asistirte en tu trabajo?
    Por primera vez desde que dejaron la Rueda, ella rió.
    –¿Qué pasa? –preguntó él.
    –Oh... gracias... Puedes alcanzarme algunas cosas. Pero estaba recordando una casa de campo primitiva en Irlanda y te vela en el fregadero blandiendo una bayeta.
    Como si le hubiesen quitado un peso de encima, Caitlin fue bailando hacia la despensa. Mientras lo hacía, comenzó su cursillo:
    La cucaracha, la cucaracha Ya no puede caminar...
    –Ah. –El aliento de Prieda von Moltke era cálido y olía a almizcle–. Ha estado muy bien. Eres estupendo.
    Martti Leino abrió los ojos a la cara redonda de nariz ancha y labios gruesos que había debajo de la suya. Los brazos y los muslos de la muchacha aún lo estrechaban. El sudor pegaba algunas mechas de cabellos rubios a la frente y las mejillas rosadas; él sentía la misma humedad en el vientre.
    –Tú también –dijo él–. Me he divertido, y lo necesitaba. Muchas gracias.
    Ella rió.
    –No hemos terminado, amigo. Pero ¿qué te parece una cerveza, antes? Y ¿te importa que fume?
    –No. Yo no fumo, pero no me molesta. –Se bajó de ella y se apoyó en la almohada. Los pies de ella golpearon el suelo. Era pesada; no gorda, salvo los pechos amplios, sólida. Cruzando el camarote tomó un cigarro de una caja (la nave estaba equipada para satisfacer muchos vicios menores) y lo colocó entre sus dientes mientras cogía las botellas.
    Al volver, se detuvo junto a la cama. Lo contempló, especulativa.
    –Martti –preguntó–, ¿por qué cerraste los ojos después que empezamos?
    El los desvió.
    –Costumbre –murmuró.
    –Creo que no. Podríamos haber apagado la luz, si querías. Estabas usando todos tus sentidos hasta que... ¿Decidiste fingir que yo era otra persona?
    –¡Por favor!
    –Oh, no me ofendería. No estamos enamorados. Tampoco quiero fisgonear. Es que soy curiosa.
    El guardó silencio. Ella le alcanzó una jarra cubierta de rocío por el frío y encendió su cigarro. Se sintió el olor acre del humo. Se sentó junto a él, lado a lado.
    –Creo que me gustas mucho, Martti –le dijo. Y astutamente–: Supongo que eres mejor que tus compañeros. Stefan Dozsa es simpático pero ¿apresurado? No muy prometedor. Y los otros dos, serán muy difíciles. Weisenberg habla como un hombre totalmente casado y Brodersen tiene a su amante, que es mucho más bonita que yo.
    Leino gruñó.
    Sí, la tiene.
    Una vez más, la mirada de Frieda se volvió pensativa.
    –Es una persona deliciosa. Y dotada; cantó algunas de sus canciones mientras tomaba mis medidas para hacerme ropa decente. Y cocina estupendamente. Y parece hacer bien el resto de la tarea del contramaestre. ¿Qué más?
    –No lo sé. –Leino habló con rapidez–. Hace poco que la conozco. Sí, es toda una mujer.
    Bruscamente, torciéndose para mirarla:
    –Habíame de ti, Frieda. Todo el mundo está hablando siempre de Beta y de política terrestre y cosas así. Ahora nos queda poco tiempo hasta... Bueno, ¿cómo ha sido tu vida?
    La artillero se encogió de hombros e hizo un anillo de humo.
    –Anduve por ahí.
    –Cuéntame más.
    –Si después me cuentas tu historia. –La mía no es gran cosa –dijo Leino–. Soy muy joven; estoy empezando a descubrirlo... Tú has visto más que yo.
    Ella reunió el cigarro y la botella en la mano derecha para que la izquierda pudiera revolver los cabellos de Martti.
    –Eres listo, Martti. Y recostándose en la almohada:
    –Bueno, un bosquejo, si quieres. Nací en Prusia oriental, hace treinta años, pero para mí han sido treinta y ocho. Mi familia no era rica, pero recordábamos que durante un par de siglos habíamos sido junkers, y después habíamos proporcionado oficiales al Imperio Soviético, y cuando se derrumbó... Ach, la mansión de nuestros antepasados estaba a la vista de nuestra casa. Mi padre fue guerrillero durante los Conflictos. Yo formaba parte de las Freiheit Jugend; nunca tuvimos que luchar, pero estábamos preparados. Finalmente me tomé un Wanderjahr antes de entrar en el Comando de Paz. Me adiestraron para el espacio. Cuando la Emissary empezó a reclutar, me presenté y fui aceptada.
    –No eres exactamente una chica de su casa –dijo Leino.
    Ella pareció melancólica.
    –Me gustaría casarme, invertir mi esterilidad, tener hijos mientras mis padres puedan disfrutar de sus nietos. Si es que viven... y tal vez nosotros estemos yendo hacia la muerte.
    –Sí. Es difícil aguardar sin hacer nada, ¿verdad?
    –Oh, es el destino humano. Aguardas el resultado del análisis del laboratorio, o el veredicto del jurado, o dónde caerá la bomba en el campo de batalla, o... lo que sea. –Frieda chupó su cigarro hasta que la punta se volvió roja como Aldebarán–. Lo terrible en este caso es que podemos ser la última oportunidad de la humanidad para llegar a las estrellas. Nuestros enemigos no se detendrán si nos liquidan, sjrurlos versenkt'. Temerán que vengan los betanos, u otros, y por esa razón trabajarán para obtener el control hasta que puedan poner, abiertamente, armas en las máquinas T de Sol y Febo, para mantener encerrado su reino. Es demasiado posible. Mi pueblo recuerda los soviets.
    1. Hundidos sin dejar rastro. (N. del T.)
    –A menos que los Otros intervengan –dijo Leino–. ¿Será un sueño imposible? ¿Obtuvisteis alguna clave en la Emissary?
    La expresión de Frieda se endureció.
    –No. La Voz fue el único signo de los Otros, para nosotros, para los betanos y para las demás razas que los betanos conocen. –Vació su botella, la dejó caer en el piso y golpeó con el puño en su rodilla–. Martti, no me gusta pensar en los Otros. Lo hicimos durante ocho años. Obsesionan a los betanos más de lo que Cristo obsesionó a Europa... oh, pude sentirlo cuando empecé a aprender su lenguaje y a ayudar en los estudios, lo sentí. Ya te he dicho que vengo de un país lleno de sueños y pesadillas que se recuerdan.
    Violentamente:
    –¡Olvídate de los jodidos Otros! ¡Hacemos nuestro destino!
    –Bueno, sí; quizá –dijo él en voz baja–. Yo también lo he pensado. Soy cristiano... no muy bueno, creo, y eso me ha hecho preguntarme sobre el efecto que tienen en nosotros. Oh, sin duda no son más que una especie que nos aventaja en ciencia y tecnología. En cerebro, también, supongo, pero ¿son tan importantes los cerebros? No me sorprendería que nuestros holotetas sean tan inteligentes como ellos o más. Si son ángeles, como creía el pastor de la iglesia de mi pueblo, o si simplemente están libres del pecado original, ¿por qué dejaron que sucedieran los Conflictos? ¿Y las herejías, los cultos absurdos que se les dedican? ¿Será que están condenados, serán demonios? No lo sé. No lo sé.
    Sorprendida, Frieda dijo:
    –Dejemos en paz la religión. –Guardó silencio un par de minutos–. ¿Puedo pedir música, Martti? Tengo ganas de Beethoven... la primera sinfonía, mientras todavía era feliz aprendiendo de Haydn y Mozart. Quiero escuchar felicidad.
    –Claro –dijo Leino, acariciándola.
    Ella volvió a su lado en medio del resonar de armonías, apoyó su cigarro y se apretó contra él.
    –Este es un fondo muy bueno para joder, además –dijo.
    –Eh, aguarda –objetó él–. Tengo que descansar.
    Ella lo tocó.
    –Estoy segura de que descubrirás que tu capacidad es mayor de lo que supones. –Pausa; cálculo; puñalada–. Seguramente, Caitlin Mulryan también podría demostrártelo.
    Viendo que hacía una mueca.
    –No te preocupes; era una broma. Eres un hombre encantador. Disfrutemos el poco tiempo que queda hasta llegar al pórtico.
    De nuevo, él cerró los ojos.


    25

    Ira Quick mantenía a distancia el invierno de Toronto con una grabación de la catedral de York reproducida en la pantalla visora gigante. No era estática, sino que se movía lentamente alrededor de las delicadas fachadas, las intrincadas bóvedas, las resplandecientes ventanas de la más maravillosa de las iglesias medievales. Sintonizado en el límite de lo audible, pero sin perder nada de su fuerza, un canto gregoriano la ambientaba. El espectáculo era un recordatorio de lo que el hombre, sólo y atado a Tierra, había logrado. La herencia que ahora amenazaba la inhumanidad. Lo fortificaba en su resolución.
    Simeón Ilytch Makarov, primer ministro de Gran Rusia, estaba sentado al otro lado de su escritorio. Había volado hasta aquí de incógnito, a petición urgente de Quick.
    –Usted es el individuo más poderoso de nuestro grupo –había dicho el norteamericano– y nosotros dos somos los más decididos. Temo que nos enfrentamos con una crisis; tenemos que reunimos y decidir. Prefiero no decir nada más por teléfono, aunque esta conversación esté siendo cifrada. Y yo no puedo ir a verlo. Todas mis líneas de comunicación están centradas en este despacho.
    Cuando llegó, Makarov encendió un cigarrillo atroz, aspiró el humo con fuerza y preguntó en un español con fuerte acento:
    –Bueno, ¿qué tiene que decirme? Era un individuo fornido con bigotes de foca, cabellos grises escasos, vestido con descuido; un superviviente de los combates de las guerras civiles que habían asolado su país. Su vida estaba consagrada, desde entonces, a su eventual reunificación.
    –Nada que usted no sepa. Sabe perfectamente que la Chinook se está acercando a la máquina T y tendría que llegar dentro de unas tres horas. Por eso no puedo moverme de aquí. Alguien tiene que dar las órdenes si sucede algo imprevisto. –Quick golpeó la mesa con la palma de la mano–. ¡Cristo! ¡El tiempo de transmisión es de más de veinte minutos!
    –Sí; nuestro grupo está de acuerdo en que usted está en la mejor posición para tomar la responsabilidad. ¿Por qué quiere compartirla conmigo, ahora?
    –Usted la comparte en cualquier caso, señor1 Makarov. –Quick frunció el ceño–. Hay un hecho nuevo; espero que no sea importante. Me enteré mientras usted venía hacia aquí. Me he mantenido informado acerca de la Rueda de San Jerónimo. El hecho de que uno de mis proyectos favoritos se esté realizando, supuestamente, allí, es una excusa suficiente. Troxell no envía detalles por láser, por supuesto, pero se supone que debe enviar una señal periódica que significa «Todo va bien». Se ha demorado.
    –¡Eso puede ser malo!
    –O puede ser un simple descuido. Se ha vuelto impuntual; el aislamiento, la tensión, se notan en él y en sus hombres. Creo que no debo enviar una petición de informes inmediatamente; sería muy llamativa, me haría parecer preocupado, justo en el momento en que la Chinook exige toda mi atención. –Quick hizo una pausa antes de añadir con tono significativo–: Y sin embargo, el análisis de los datos del radar muestra que la nave utilizó un trayecto de aceleración raro y poco económico para entrar en el sendero que le marcamos. La mantuvo en la sombra de radar de la Rueda, dada la distancia astronómica y el escudo electromagnético, durante horas.

    1. En castellano en el original.
    Makarov gruñó como si lo hubieran golpeado.
    –¿Por qué no nos lo dijo en seguida?
    Quick suspiró.
    –Hace muy poco que lo he sabido. Por favor, señor; comprenda que debo proceder con precaución. Ya hay demasiada gente enterada. Si pido información de alta prioridad se preguntarán por qué. Si subrayo una pregunta determinada, se harán aún más preguntas.
    –¡Uf! Tengo las cosas mejor organizadas en Gran Rusia.
    –Esa es una razón importante para que usted sea tan valioso, tan decisivo para nuestros esfuerzos, so Tirano bárbaro.
    –Exactamente, ¿cuánta información se ha filtrado, de qué clase y a quiénes?
    Quick extendió los brazos.
    –«Exactamente» es un requerimiento imposible. Como ya le he dicho, no trato con un puñado de hombres disciplinados, como los suyos, cuyo silencio está garantizado. He hecho todo lo posible por mantenerlo au cou-rant, tan informado como yo mismo.
    –Sí. Pero hay muchas otras cosas que reclaman mi atención. ¿Qué le parece si me hace un resumen, prescindiendo de que ya me haya comunicado un hecho concreto?
    ¿Estará jugando conmigo? ¿O por debajo de su astucia campesina será básicamente tonto? No es para esto que lo necesito hoy... lo necesito. Debo complacerlo. Quizá, dentro de unos años... Quick ordenó los hechos en la cabeza y comenzó:
    –Nuestro grupo original conoce toda la historia, por supuesto. Eso incluye a los subordinados que tuvimos que poner al tanto. –Entre éstos, figuraban todos los tripulantes de la nave de vigilancia Lomonosov, en su mayor parte recién asignados, que estaba de guardia en la máquina T febiana, aguardando la llegada de la Chinook. Eran o veteranos de Makarov, que entraron en el servicio espacial cuando terminaron las guerras, pero seguían siendo fieles a su antiguo jefe, o agentes suyos con adiestramiento técnico. Quick había tenido que admirar la rapidez con que el primer ministro había arreglado esto. La Junta de Control Astronáutico había agradecido esta solución que se le ofrecía, con tan poco preaviso. Ahora, la Bohr no tendría que dejar su puesto para escoltar a la nave de los delincuentes hasta su lugar de detención.
    «Hice que un equipo de psicólogos entrevistara a la tripulación de la Dyson. El pretexto, que los mismos psicólogos se creyeron, fue tratar de saber cómo reaccionaban los hombres del espacio ante un acontecimiento especial. Al parecer, ninguno sospechó la verdad, aunque tenían dudas ante el incidente. Ningún problema serio, creo. –La Dyson era la nave de vigilancia que estaba en el pórtico Solar cuando la Emissary volvió al Sistema Febiano. Quick casi deseaba tener un dios al que dar gracias de que Tom Archer, capitán de la Faraday, que estaba de guardia al otro lado del pórtico, fuera inteligente, además de leal. Había enviado un pez piloto pidiendo a la Dyson que cruzara y le prestara ayuda de emergencia; luego había conducido la Emissary en la dirección opuesta. No encontrando a nadie en la entrada al Sistema Solar, como era de suponer, condujo a su cautiva a una distancia segura y se puso en contacto con Quick. Cuando la Dyson volvió, el ministro había enviado un mensaje a su intrigado capitán... disculpas y todo eso, pero se había hecho necesario comunicar una cierta proporción de secreto, porque no era la clase de cosas que debían saber los extremistas de Tierra o Deméter.
    »E1 problema de la Faraday es mucho más delicado, pero no tengo que repetir eso, ¿verdad? Archer y su primer oficial pertenecían a la causa, pero no había sido posible elegir con el mismo cuidado al resto de la tripulación. Esas personas se habían alegrado ante la reaparición de la Emissary y habían protestado ante la necesidad de ponerla en cuarentena, no como precaución de salud pública sino como si fuera un enemigo. Después de consultar con sus jefes, el capitán dijo a sus hombres: "Parece que puede haber traído algo peligroso... Quizá no lo sea, pero el gobierno quiere investigar cautelosa y profundamente, y no quiere que haya una histeria general. De modo que, para asegurar el secreto nos vamos a Hades, con una misión científica." Rápidas y versátiles, las naves de vigilancia servían con frecuencia como exploradores, y el planeta más exterior del Sistema Febiano tenía rasgos curiosos que los científicos deseaban conocer mejor. "Sí, esto os mantendrá alejados de la familia y los amigos que esperabais ver pronto, pero las órdenes son las órdenes. Se les comunicará que estamos bien. Y no olvidéis que cobraremos una paga generosa por la misión extra." La Faraday no se quedaría allí para siempre.
    »Troxell y sus agentes pueden ser un riesgo mayor aún –continuó Quick–. Por más que los hayamos elegido con cuidado, han estado expuestos durante semanas a argumentos pro estelares enormemente persuasivos. Si uno o dos de ellos fueran convertidos... podrían arruinarnos el mismo día en que desembarcaran en Tierra.
    »Esas son las preocupaciones obvias. Hay muchas que lo son menos. La gama va desde mi ayudante, Chauveau, o Zoé Palamas, por ejemplo, a quien le he transmitido mis sospechas acerca de una incipiente rebelión en Deméter, hasta los técnicos de las estaciones espaciales a quienes se les pidió que localizaran la Chinook y le transmitieran la orden de que volviera a casa.
    »Señor, la situación es precaria y está empeorando. Soy cada vez menos capaz de controlarla por mí mismo. Necesito mucha ayuda. De nuestro grupo, usted es el más indicado para proporcionármela.
    Makarov aplastó su cigarrillo insistentemente antes de tirarlo por el destructor y coger otro.
    –¿Qué quiere que haga, exactamente? –gruñó.
    Quick suspiró.
    –Si lo supiera, señor, probablemente no hubiese tenido que llamarlo. Pero la verdad es que los acontecimientos son imprevisibles. Si las cosas van mal, quizá no pueda mantener el secreto yo solo. Ni tenía la costumbre de hacerlo a este nivel. Sus consejos, sus vinculaciones, su acción... ¿Me sigue?
    «Suponga que todo sucede como deseamos. [La Chinook llega a la máquina T manteniendo obedientemente el silencio en sus transmisiones. La nave de vigilancia regular es la Copérnico, la especial que enviamos es la Alhacen. Ambas tripulaciones han sido advertidas de que los viajeros están requeridos en Deméter por cargos criminales y deben ser considerados peligrosos. Además, Broussard, de la Confederación Europea, se ha ocupado de que el capitán y el artillero de la Alhacen, aunque no conozcan los hechos, sean hombres en los que se puede confiar; obedecerán su orden de disparar si es necesario. Su gobierno nacional los protegerá ante la junta de investigación... Pero supongamos que la Chinook pasa hacia Febo sin incidente. Allí la Lomonosov aguarda para conducirla. Cuando se alejen lo suficiente de la Bohr, la Lomonosov envía una partida de abordaje que controla a los demetrianos, los interroga, se comunica con la gobernadora Hancock y aguarda instrucciones.]
    «Pasará algo de tiempo hasta que sepamos exactamente qué ha hecho o puede hacer aún la pandilla de Brodersen. Podemos llevarnos una sorpresa desagradable. Por ejemplo, pueden haber hecho propaganda en la Rueda. Será mejor que estemos preparados para responder rápida y decisivamente.
    »Pero, de momento, ¿qué haremos si surgen problemas en las próximas horas, de cualquier manera imprevisible? ¿Qué haremos? Le repito, señor, que los hechos se están produciendo con demasiada rapidez para nosotros. Hemos tenido que improvisar, hemos extendido demasiado nuestras líneas, nuestras coberturas están llenas de agujeros, demasiada gente... desde Hades hasta la Rueda, estará haciendo preguntas dentro de muy poco. ¿Qué haremos?
    Makarov despidió humo. Apestaba. –Eso depende de cómo sea la realidad –dijo–. Tiene razón, será mejor que lo acompañe en su vigilia. Después de un momento, agregó: –La realidad absoluta es siempre la muerte. Quick se enderezó en su asiento. Temía un poco que sucediera esto. ¿También lo deseaba un poco? –No le entiendo bien –dijo vacilante. –¿No hay un proverbio en inglés, «Los muertos no cuentan historias»?
    Sí, y ¿cuántas tumbas han llenado tus verdugos, Makarov? La boca de Quick se había puesto algodonosa. Sintió frío, aunque la calefacción era buena.
    –Tenemos... nuestro grupo ha... discutido medidas extremas, es cierto. Pero estrictamente en caso de absoluta necesidad.
    –Me ha estado diciendo que la necesidad se ha vuelto absoluta... se haya dado cuenta o no.
    Quick aferró los brazos de su sillón. ¡Ataca!
    –Quizá tendría que ser más explícito, señor.
    Makarov agitó su cigarrillo.
    –Muy bien. –Su tono era totalmente natural–. He pensado mucho en esto, como se dará cuenta, y he sondeado a otros de nuestro grupo. No se sienta insultado porque no le incluí. Sus actos, sí, y su liderazgo demuestran que es fundamentalmente un realista.
    »Podemos destruir la Chinook y su tripulación. Podemos enviar un destacamento de confianza a despachar al personal que está en la Rueda, incluyendo al de Troxell.
    »La Faraday... todavía no estoy seguro. Podríamos hacer que la Lomonosov la destruyera en Hades. Después explicaríamos estas pérdidas como una triste serie de accidentes, que sucedieron casi juntos por casualidad. Bueno; no hay prisa con la Faraday. Si es posible, prefiero salvarla, ya que su tripulación ha recibido sugerencias acerca de monstruos estelares.
    »E1 ideal sería que todo sucediera en la Rueda para que parezca que los monstruos que habían esclavizado a la tripulación de la Emissary, se apoderaran también de la estación de cuarentena. Sí, y cuando Brodersen apareció en su investigación privada, lo atrajeron, capturaron a él y a sus hombres y partieron en su nave hacia su planeta. Afortunadamente se traicionaron ante el vigilante Lomonosov, que los hizo volar en mil pedazos.
    A pesar de que había acariciado ideas parecidas –como fantasías, como fantasías– a Quick le pareció necesario murmurar:
    –¿Y usted cree seriamente que podríamos hacer tragar semejante historia sensacionalista a toda la raza humana?
    –Probablemente, tragarán lo necesario –dijo Makarov–. Nada de lo que afirma un gobierno es demasiado increíble para la mayoría de sus ciudadanos.
    «Tenga presente que no estoy diciendo que esta estrategia sea factible; eso tendremos que averiguarlo. Por ejemplo, Stedman, ¿colaborará plenamente? Puede perder los nervios cuando se imagine enfrentado con su Dios. Si él u otro dejan de ser de fiar, ¿qué es lo mejor que podremos hacer? En cualquier caso, ¿cómo explicamos y justificamos el hecho de que tantos altos funcionarios del Consejo no fueran notificados y consultados inmediatamente? ¿Qué pruebas podemos fabricar, qué detalles pueden inventar para nosotros algunos hombres inteligentes?
    »La ventaja de crear invasores estelares es que en ese caso, podremos lograr fácilmente nuestro objetivo, una guardia en ambas máquinas T para liquidar cualquier nave desconocida en el momento en que aparezca. La opinión pública apoyará esto, sí, requerirá esto y el fin de las exploraciones. Pero nos arriesgamos a fracasar y ser desenmascarados.
    «Quizá el camino más seguro sea destruir la Faraday con el resto y hacer que todo parezca un accidente. O... hum... podríamos echar parte de la culpa a los terroristas. En ese caso tendremos que encontrar una ruta política diferente, más lenta, hacia nuestra meta.
    »Lo esencial, señor' Quick, es que, hagamos lo que hagamos, no podemos hacerlo tímidamente. Tenemos que tener huevos y aceptar grandes riesgos. Créame, el peligro de los paños tibios es mucho mayor.
    »Sí. Ciertamente tendré que quedarme a su lado en estos momentos –terminó Makarov.
    –Está diciendo cosas terribles –protestó Quick–. ¡Pero si algunos de los que propone matar nos han estado ayudando!
    –He oído otro proverbio inglés –replicó Makarov–. No se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Es un dicho excelente. En el pasado he tenido necesidad de firmar la sentencia de muerte de seguidores que habían sido valiosos. Juzgué que estaban siguiéndome con demasiada independencia, o que tenían relaciones discutibles, o que... Bueno; tenía que reconstruir un estado que había llegado al caos. ¿Cómo iba a investigar cada paso por separado?
    »Por diferentes razones, señor' Quick, consideramos vital que la raza humana se quede en casa, realice sus tareas naturales y se despreocupe de los desconocidos... por lo menos hasta que esté lo suficientemente organizada para enfrentarse con ellos. Eso es vital. En los tiempos anteriores a la terapia celular, ¿qué mujer dudaba en quitarse un pecho canceroso? Eso perjudicaba su belleza, pero no podía elegir si quería seguir viviendo, ¿no?
    »Lo que es más, señor Quick –Makarov se inclinó hacia adelante–, lo que es más, usted se ha comprometido. Toda nuestra pequeña organización lo ha hecho. Tenemos un ideal, nos dirigimos a tropezones hacia él, cometemos errores, como todo el mundo, y hoy estamos al borde de la ruina. ¿Eso hace que nuestro ideal no sea correcto? ¿Cómo podríamos seguir sirviendo a la humanidad desde una prisión?» E iremos a prisión si algo de lo sucedido se hace público. La publicidad provocará investigaciones. Nuestros subordinados tratarán de salvar sus pellejos delatándonos. La Chinook nos está obligando a ir más allá de los límites de la legalidad teórica. Es evidente que estamos conspirando para violar los derechos de su tripulación. Ya los hemos violado, solicitando deliberadamente una orden de arresto sin causa justificada. De ahí surgirán incontables acusaciones de abuso de autoridad. Estaremos encerrados durante mucho, mucho tiempo... ¡a menos que demos el golpe adecuado ahora mismo, y que lo demos con fuerza!1. En castellano en el original.
    Una parte de Quick recordó un ensayo que había leído años antes, acerca de la crónica fascinación de los intelectuales por la violencia como instrumento... atraídos, rechazados, atraídos nuevamente, como por la idea de las relaciones sexuales con una niña impúber o con un extraterrestre; es una especie de xenofilia, y cuando un conflicto que aprueban (y aprueban la mayoría) hace erupción, son los primeros en aplaudir las cabezas nucleares y pedir más soldados para alimentar el horno. En aquel momento, le había parecido una idiotez reaccionaria. Después, cultivando su sentido de la justicia, había tenido que admitir que podía haber algo de verdad en la tesis.
    Este hijo de perra tiene razón en el presente contexto. No se puede hacer tortilla sin romper los huevos. Y no se puede mantener en orden una sociedad sin romper alguna cabeza ocasional.
    Y, por Dios todopoderoso, tendría que actuar. Si no... ¿arresto, acusación, juicio? ¿Una sentencia de cárcel? ¿Un psiquiatra rehabilitador (bajo, gordo, barbudo, narigón)
    explorando la psique de Ira Quick, que su torpe raza no entendería ni en una entera época geológica? En libertad ya viejo, viejo para disfrutar lo poco que encontrara en el naufragio de su carrera y su vida social. Sus hijos, su mujer, sus amigos, sus amantes, el mundo entero llamándolo secuestrador y asesino, a él que sólo había deseado el progreso humano.
    Se sabe que tomo decisiones rápidas.
    Quick se pasó la lengua por los labios.
    –Señor, no estoy necesariamente de acuerdo con sus proposiciones. –Con cuanta calma hablaba, pese al martilleo en su interior–. Pero cuando un estadista como usted habla, yo escucho. ¿Le importaría explicarse con detalle?
    Sintió su valiente sonrisa.
    –Tenemos que pasar el tiempo mientras aguardamos.
    Las voces que rodeaban a la imagen de la catedral se dirigían a su triunfante conclusión.


    26

    La Chinook estaba a más de un millón de kilómetros de su meta, desacelerando, cuando recibió la primera comunicación. Brodersen la atendió en su despacho.
    La pantalla le enseñó un rostro angular que hablaba inglés británico:
    –Vincent Lawes, comandante de la nave de vigilancia Alhacen, en misión especial. Esa es la Chinook, de Demé-ter, ¿no? –En realidad no era una pregunta–. Póngame con su capitán.
    –Aquí lo tiene –respondió Brodersen–. ¿Qué desea?
    Los segundos pasaron mientras los rayos luminosos hacían el camino de ida y vuelta. Caitlin, sentada junto a Brodersen, le cogió el brazo, que estaba desnudo. El tenía mucha conciencia de la calidez y la presión, de su respiración rápida y sus sutiles aromas de mujer.
    –Óigame bien, capitán Brodersen –dijo Lawes. Su tono era áspero y tenía un tic junto al ojo derecho–. Se le requiere por acusaciones graves. Su nave está armada. Mis órdenes dicen que debo ocuparme de hacerlo pasar al Sistema Febiano, donde lo están esperando. Debo considerarlo peligroso y no correr riesgos con usted. Ninguno. ¿Me entiende?
    –¿Qué procedimientos utilizaremos?
    Tiempo.
    –Maniobrará como de costumbre, pero bajo nuestra dirección, no la de la Copérnico. De hecho, no debe mantener absolutamente ningún contacto con la Copér-nico. Nos dirigirá todos los mensajes a nosotros, y en inglés. La Copérnico no está en su órbita habitual. Se mantendrá al otro lado de la máquina T mientras ustedes hacen el tránsito. Para entrar en contacto con ella tendrían que usar la radio y en español, ya que nadie sabe inglés en esa nave. Lo detectaríamos. Cualquier acción incorrecta por su parte hará que disparemos. Repito, ¿me entiende? Asegúrese de que es así, capitán Brodersen.
    –Vaya, vaya –el demetriano chasqueó la lengua–. Tiene el esfínter apretado, ¿eh? ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo una pequeña charla? Tiempo.
    Caitlin recitaba, susurrando... una maldición gaélica, pensó Brodersen.
    –He recibido órdenes –replicó Lawes, cortando cada palabra–. Entre otras cosas, usted está acusado de tratar de diseminar información tecnológica peligrosa para la seguridad pública. Sin cuestionar la lealtad del personal de la Copérnico, tengo que ocuparme de que no les envíe ningún mensaje, ni a ellos ni a nadie más. No es necesario aclarar que no van a sintonizarlo. Si tenemos que abrir fuego contra usted, colaborarán con nosotros.
    –Ya veo. M-m-m-m... ¿Y usted, capitán Lawes? Nuestra versión de la historia es bastante interesante. Tenemos muchas cosas que podríamos enseñarle, también.
    Tiempo.
    La única sorpresa, si lo fue, era la aterrorizada vehemencia de Lawes.
    –¡No! ¡De ninguna manera! Si lo intenta, interrumpiré la conexión. Si persiste, cuando vuelva a llamar, tengo autorización para atacar.
    –De acuerdo. De acuerdo. ¿Qué más?
    Tiempo.
    Brodersen le murmuró a Caitlin:
    –Sí que lo han convencido, ¿eh? Probablemente, ha sido algo más que una exhortación a su lealtad. Es oficial de la Unión, después de todo, no de Europa. Soborno, chantaje...
    –Su sendero y vectores no son correctos para un tránsito –dijo Lawes–. Expliqúese.
    –Sí, iba a hablarle de eso. El sistema de control central está mal de la tripa. Adquirimos una aceleración errónea y tenemos que compensarla. En vez de ir directamente hacia la primera baliza, estamos aplicando parámetros que nos dejarán a velocidad relativa cero cerca de la baliza Bravo. Desde allí iremos a la situación adecuada para un acercamiento normal. Aquí tengo las cifras, si quiere que se las transmita.
    Durante varios minutos se discutieron detalles técnicos. Finalmente y no muy convencido, Lawes dijo:
    –Muy bien. Controlaremos continuamente su ruta, recuérdelo. Esté a la escucha de posibles instrucciones. Si no sucede nada sospechoso, volveré a establecer comunicación directa a las diecinueve y treinta. ¿Está claro? –Cuando recibió la confirmación, obscureció la pantalla sin despedirse.
    Brodersen se recostó.
    –Vaya –dijo–. Por un momento me pregunté si dispararía. Le tiembla el dedo sobre el gatillo. Pero, por supuesto, a esta distancia Frieda puede interceptar cualquier cosa que envíe... espero.
    –Estoy pensando en cuan desesperados están nuestros enemigos –dijo Caitlin.
    –Así es. Y cuanto más desesperada está la gente, más peligrosa es. Incluyéndonos a nosotros. –Se volvió para sonreírle. La cara adorada se acercó a la suya–. Bueno, tenemos de tres a cuatro horas antes de que las cosas se pongan difíciles. Mejor descansa un poco, macushla', si puedes.
    Ella le acarició la mejilla. –Tengo una idea más interesante, vida mía. –¿Eh? Yo... mira, tengo que dar una vuelta, levantar la moral de las tropas, comprobar todo...
    –Si los responsables no tienen sus departamentos en orden, ya es demasiado tarde –dijo ella con firmeza–. Pero todo está perfectamente. Los he sondeado de formas que el capitán ignora. La moral de la mayoría es excelente y los demás tienen, por lo menos, corazones firmes. Sí; podríamos hacer una asamblea y cantar canciones de revolución y libertad. Pero será mejor hacerlo en el último momento.

    Queridísima, amor mío. (N. del T.)

    Sonrió.
    –De modo que tienes más de una hora libre, Daniel Brodersen, y segura estoy de que querrás pasarla con estilo.
    –Oh... bueno... oh, mira... francamente estoy tan preocupado que dudo que...
    Ella detuvo sus palabras con los labios. Sus manos vagabundeaban. Finalmente rió.
    –¿Ves? Esa preocupación no tenía razón de ser. –Poniéndose de pie y cogiéndolo de la muñeca–: Ven, semental mío. Luchar es inútil. Tu destino está sellado.
    Las estrellas brillaban en todas las pantallas del centro de mando. La imagen amortiguada de Sol parecía una luna ardiendo, con Tierra oculta detrás de él. En otra dirección resplandecía un globo apenas dorado, la señal ante la que se había detenido. En otra dirección, el cilindro que era la máquina T giraba, con su masa y su energía reducidas por la distancia –unos cincuenta megametros– a una joya perdida en el cielo.
    Brodersen flotaba solo, sujeto por el arnés, escuchando su propia sangre. Esa marea funcionaba más fácilmente de lo que había previsto. En ningún caso hubiera tomado un supresor del miedo, porque necesitaba cada milisegundo que pudiera reducir de su tiempo de reacción, pero había supuesto que estaría muy tenso. Pegeen es una buena medicina, pensó.
    Si pudiera estar aquí. Ella no lo distraería... a propósito. Pero él no estaba seguro de poder ser, en su presencia el robot perfecto que debía ser. Era muy difícil controlar el conocimiento de que pronto podía estar muerta.
    Y Stef, de servicio en las consolas de detección y comunicación en el cubículo de electrónica; Joelle como holoteta y Susanne como conexión eran partes de la nave, sus pilotos por las rompientes y bajíos que la esperaban; Phil y Martti ocupaban el cuarto de máquinas, aunque lo más probable era que sólo tuvieran que sudar; Frieda tenia el centro de armamentos con Carlos –que había aprendido algo de eso– como ayudante. Eso dejaba a Caitlin para confortar a Fidelio. Sintonizando un momento, Brodersen la había oído intercambiando canciones con el betano.
    Un guiño y un pitido concentraron su atención en el receptor. El rostro demacrado de Lawes apareció en la pantalla.
    –Nave de vigilancia... ya ha llegado. ¿Está listo?
    –Más o menos –respondió Brodersen–. Todavía tenemos problemas. Espero que los aparatos no se vuelvan locos de pronto. Podrían enviarnos al infierno, ¿sabe?
    Aquí la demora en la comunicación era imperceptible. Dozsa había informado que la Alhacen estaba a unos pocos miles de kilómetros. La magnificación podría haber hecho visible su esbelta silueta, pero no había razón para molestarse.
    –Deseo lo mismo... por ustedes –dijo Lawes–. Proceda de acuerdo con su plan de vuelo. Estaré en contacto. ¡Adelante!
    –Sí. –Brodersen se dirigió al intercomunicador–. Capitán a tripulación. Ya han oído. A trabajar.
    Vio que Lawes se sonrojaba y apretaba los dientes, cada vez más convencido de que eran un grupo de piratas.
    La ausencia de peso dejó lugar a un pequeño empuje variable y una sensación de aceleración de Coriolis, cuando los giroscopios hicieron rotar la nave. Terminó de girar; orbitó por un instante hasta que el impulso despertó y se lanzó adelante a toda velocidad. La aceleración clavó a Brodersen en su asiento.
    Los instrumentos y computadores de Lawes tardaron un minuto en determinar lo que sucedía e informárselo.
    –¡Aguarde! –gritó–. ¡Esa no es la dirección!
    –Ya lo sé, diablos. –Brodersen exhibió su mejor imitación de una persona muy preocupada–. Le dije que teníamos problemas. Espere, no me moleste.
    –¿Qué está haciendo?
    –¿Cree que queremos meternos en un sendero cualquiera y desaparecer para siempre? Déjeme en paz. Tengo que tratar de detener esto.
    –Le daré una breve oportunidad, capitán. –Lawes cerró la boca. Brodersen y sus compañeros intercambiaron frases que habían ensayado.
    La energía impulsora de los iones se interrumpió,
    como debía hacerlo si la Chinook iba a recorrer el camino que había calculado Joelle. Cayendo hacia el siguiente punto de inflexión, hizo girar nuevamente su nariz. Un radar podía haber registrado el movimiento, si hubiese estado vigilando, pero había confiado en que a Lawes no se le ocurriría, por ahora.
    –Navegación estima que podemos mantenernos en esta trayectoria durante seis horas sin adentrarnos demasiado en el campo –dijo. Era verdad–. Los ingenieros esperan reparar la avería mucho antes de eso. Lawes contrajo las cejas.
    –Quiero saber más. ¿Por qué no nos llamó antes? –¿No se suponía que teníamos que mantenernos en silencio? No somos criminales, capitán. Somos ciudadanos respetuosos de la ley, deseosos de llegar a casa y limpiar sus nombres. Cómo diablos nos acusaron de algo es lo que no puedo entender... De acuerdo. Si lo desea pondré en pantalla las partes pertinentes de nuestro libro de bitácora y las notas del ingeniero jefe.
    Estas eran una obra de arte, a juicio de Brodersen. Sin embargo, no le hacía mucha gracia presentarlas. Su trabajo como capitán era hablar, nada más –estirar el discurso lo más posible– y mantener ocupados a sus adversarios, mientras Joelle, Su y las leyes de la física impulsaban la nave.
    Sólo tenía unos veinte minutos de plausibilidad, hasta que llegara el momento de la siguiente aceleración. Sus pilotos arrancarían a toda velocidad, casi no había margen de seguridad... Otro impulso.
    –¡Chinook, deténgase! ¿Está loco? –Los controles están locos. –Ya no puede creerle.
    –Pídale a su ingeniero jefe que estudie la información que enviamos. Haga que la estudie bien. Brodersen ganó también ese asalto. La aceleración había cesado y él colgaba como en el fondo de un sueño. El sudor que había brotado en su cara flotaba a su alrededor en glóbulos. Pegeen podría también convertirse en un brillo entre las estrellas. Su ropa interior absorbía el sudor, pero se sentía frío y pegajoso. El tiempo se estiraba. Lawes reapareció en la pantalla.
    –Mi ingeniero dice que su material no tiene sentido –dijo en tono cortante–. Superficialmente es tan plausible que debe de haber sido preparado. Está intentando escapar.
    –Escapar, ¿adonde?
    –No importa. Brodersen, invierta el sentido o disparamos.
    Está reaccionando según nuestro plan.
    –Aguarde, capitán Lawes. Aguarde un segundo. Está a punto de comprometer su misión y poner en peligro su carrera. Preste atención, mientras puede.
    –¿Se ha vuelto loco?
    –No estoy loco. Por favor, note que estoy hablando muy cuidadosamente. Tan lentamente y con tantas palabras como supongo que puedes tolerar. Controle sus emociones y escúcheme. Puede gastar unos minutos en salvar su cara y quizá la de sus superiores, ¿verdad?
    –Bueno... –Lawes tragó saliva–. Siga. Diga lo que tiene que decir.
    –Lo haré. De acuerdo, le mentimos; hasta ahora hemos estado ganando tiempo. Era necesario. Lo que sucede es que detrás de nuestro arresto hay más de lo que usted imagina. ¿Quiere oírlo?
    –¡No! ¡He recibido órdenes!
    –Quizá no le convenga saberlo, ¿eh? Bueno, desde nuestro punto de vista, no tenemos nada que perder. Si vamos a Febo, como están las cosas, nos matarán. Si saltamos hacia la galaxia, tendremos una mínima posibilidad de encontrar ayuda en algún sitio. No contamos con eso, por supuesto. Pero tendremos unos años de vida, mientras duren nuestras provisiones. No creo que eso moleste a sus jefes. Más bien tendrían que alegrarse de librarse tan fácilmente de nosotros.
    –Mis órdenes dicen que debo ocuparme de que vayan a Febo. Y en caso contrario debo matarlos. Si no vuelve inmediatamente, no disfrutará ni de una hora de esos años.
    –Nosotros también estamos armados, capitán. Podemos bloquear sus misiles durante algún tiempo. Y mientras tanto, transmitiremos... en español, visual, con la máxima potencia. ¿Está seguro de que no nos sintonizarán en la Copérnico? ¿O en alguna otra nave? Tenemos la potencia suficiente como para que nos oigan a diez millones de kilómetros. Es una historia que puede provocar la caída de gente muy importante. Y en casos así, la gente pequeña se ve arrastrada... Ojalá me permitiera hablarle, Lawes.
    –No. –Tormento–. ¿Tiene algo más que decir antes de que empecemos a disparar?
    –Claro que sí. Tengo una sugerencia. –Brodersen usó toda la fuerza de su personalidad–. Llame a Tierra y pregunte qué debe hacer. Nosotros seguiremos zigzagueando, por supuesto, pero usted sabe cuánto tiempo es necesario para un tránsito, y preferimos salir en un sistema planetario, como una máquina T, más bien que en el espacio interestelar. Nuestra mejor posibilidad es ir de baliza en baliza, cuantas más, mejor, y lanzarnos desde la última. Tiene tiempo para llamar. Mientras, a menos que dispare, guardaremos silencio. –Bueno... ¡no tiene derecho a negociar! –Pero estoy negociando. Escuche. Lo que quiero que haga es que dirija su mensaje, no a la oficina que le han indicado, sino a su alto mando. Explíqueles el problema. Descubrirá que se quedarán atónitos. –Estamos bajo medidas de seguridad. Brodersen suspiró. Era lo que esperaba. –De acuerdo; como quiera. –Y más fuerte–: Pero ¡llame!
    Siguió discutiendo y lo convenció. La pantalla se obscureció y él se derrumbó, jadeante. El intercambio de mensajes vía satélites entre aquí y Tierra llevaría tres cuartos de hora. Para entonces, a su ritmo sostenido, la Chinook estaría dentro del campo de transporte.
    Las estrellas se regocijaban. El se enderezó y dijo por el intercom:
    –¿Habéis oído, chicos y chicas? Hemos llegado hasta aquí. Alegraos.
    Algunos hurras le respondieron. Caitlin tocó un acorde en su sonador y declaró: –Tú nos has traído, Daniel.
    –No; lo hicisteis todos vosotros –respondió–. Eh, Pegeen, te quiero.
    –Aguarda a que te coja de nuevo –dijo ella. Joelle está escuchando... Por un acuerdo tácito, la conversación terminó. Se cruzaron palabras ocasionales, la mayoría funcionales. Los gustos en materia de música eran demasiado distintos para compartir un concierto. Cada uno en su puesto se mantuvo solitario. Brodersen revivió sus últimos encuentros con Caitlin; el primero merecía un doce en la escala de Beaufort; el segundo había sido tan dulce como aquella unión final, cerca del amanecer, en la cueva del monte Lorn... Hasta se adormiló un rato. La nave lo despertó, cambiando su rumbo, malgastando auxiliares químicos y consumiendo combustible nuclear para seguir su difícil camino.
    Estaba totalmente alerta antes de que llegara la respuesta de Tierra.
    La voz de Dozsa la entregó, gritando: –¡Misiles!
    La decisión fue matarnos, comprendió Brodersen. Quick, o quienquiera que esté en el otro extremo, teme que tengamos un plan.
    Se quedó sentado, con los puños apretados y vacíos. La supervivencia ya no le concernía.
    A elevadas aceleraciones, cruzando el espacio que los separaba en un par de minutos, aunque cambiaban vectores a intervalos variables para confundir el fuego defensivo, los torpedos se dirigían hacia la Chinook. A bordo, nadie llevaba traje espacial. Si una cabeza nuclear explotaba cerca del casco, adiós.
    Brodersen espió las estelas de los escapes, estrechas y plateadas. Los sensores se conectaron con los tubos. Un computador extrapoló. Zarubayeb había ajustado al máximo el sistema. El fuego pulverizó la obscuridad cuando los rayos láser cargados de energía encontraron sus blancos. Un jubiloso «todo despejado» dijo a los humanos que no morirían en los próximos segundos.
    La nave tembló. Von Moltke había lanzado sus propios misiles. Este era su verdadero trabajo; confundir a un oponente vivo.
    La Chinook no era sólo más grande que la Alhacen; llevaba un armamento de desproporcionada potencia. Las naves de vigilancia, en realidad, no estaban previstas para batallas. Sus armas eran en parte una reliquia de los Conflictos, en parte una concesión a vagos temores... que la facción de Quick quería reforzar...
    La nave se agitó alrededor de Brodersen, precipitándose hacia su siguiente punto de referencia. Unos destellos en el cielo.
    –Artillero a capitán –entonó Von Moltke–. Han detenido nuestra descarga.
    –Se suponía que lo harían, esta primera vez –le recordó–. Una lección. Stef, ¿tienes contacto? Bueno, conéctame.
    Su intención era repetir su primitiva amenaza y negociar una escapatoria para su nave. No deseaba, repetía que no deseaba, matar más hombres que hacían lo que se les había asegurado era su deber.
    Las estrellas habían empezado a arrastrarse por las pantallas. Pronto estarían en un espacio-tiempo tan deformado que ningún cohete tendría la menor posibilidad de seguirlos. Por supuesto, cualquier mensaje que transmitiera desde allí quedaría totalmente mutilado. Bueno, más o menos, todo el mundo quedaría satisfecho...
    –Misiles –ladró Dozsa. Escupió un juramento y recitó los datos técnicos. Tenían que venir de la Copérnico. Diablos, esto era lo que más temía, que la influencia de Quick fuera tanta como para forzar a la honesta tripulación de Janigian...
    –¡Misiles! –Estos venían de la Alhacen, uno, uno, uno, tan seguidos como el tubo podía lanzarlos.
    –Capitán –dijo Von Moltke escuetamente–, no creo que podamos darle a tantos. El sollozo de Granville:
    –No; computo que no podemos. Mon pére... Joelle, como acero golpeando acero: –Podemos llegar a la próxima baliza y acelerar hacia adentro antes de que lleguen.
    La masa de Brodersen fue contenida por su arnés, justo cuando el peso retornaba.
    –No –gritó–. Terminaremos en cualquier parte... De pronto, comprendió. –Adelante.
    La nave aceleró. Casi imaginó que veía crecer frente a sí la máquina T, que giraba y giraba.
    En cambio, vio claramente las primeras salpicaduras de fuego, cuando Frieda paró el ataque. Luego, Sol desapareció de su pantalla. Las estrellas eran una horda enteramente distinta. El sol no era blanco, ni amarillo, ni el naranja sangre de Centrum, sino color ámbar y arrugado. Leonado, debajo de las franjas de colores, tres veces mayor del tamaño aparente de Luna vista desde Tierra, había un planeta. Tan cerca que daba miedo, giraba un gran cilindro iridiscente.
    Brodersen se dejó caer un instante en la rugiente noche.
    El invierno caía, blanco, alrededor de la torre en Toronto.
    –Bueno –dijo Quick, finalmente–. Se marcharon.
    –¿Está seguro? –preguntó Makarov envuelto en una nube de humo. No tenía la educación científica necesaria para seguir cada detalle de lo que se les había comunicado.
    –Sí –le dijo Quick–. Cualquier plan que tuvieran... si tenían alguno... sospecho que en realidad huían al azar, salvo en cuanto a aumentar lo más posible su posibilidad de... Oh, ¿cómo podríamos estimarlo? No importa. Se vieron obligados a entrar desde el sitio en que estaban. Se fueron, Makarov, perdón, primer ministro Makarov. Como los miles de sondas que nuestra especie malgastó buscando nuevos senderos. Puede olvidarlos.
    Makarov encogió su amplia humanidad.
    –¿Está seguro?
    –Sí. Totalmente. –Quick aflojó los músculos y se tapó los ojos. Temblaba de agotamiento.
    –Ah. –Makarov exhaló humo–. Qué simplificación.
    Quick levantó los ojos.
    Makarov sonrió. Pocas veces lo hacía.
    –Un factor menos en la ecuación, quizás el factor menos conocido, ¿comprende?
    Comprendo que eres un analfabeto en matemáticas, pasó por la mente de Quick.
    Reunió sus fuerzas. Un hombre civilizado no debía ser menos que un guerrero bárbaro.
    –De acuerdo. Por supuesto, interrogaremos a las tripulaciones de la Alhacen y la Copérnico, pero al parecer no oyeron nada que no debieran oír. Eso nos deja la Lomonasov para cualquier misión especial que decidamos... y una pausa para respirar.
    –No podemos sentarnos y jadear mucho rato –advirtió Makarov–. A la brillante luz de la nueva situación, actuaremos. Primero, después de avisar a nuestros colaboradores, enviamos la Lomonosov a la Rueda. Si no encuentran complicaciones, dispondrán de quienes están allí, incluyendo a la gente de Troxell. Después tendremos tiempo para hacer arreglos más completos. ¿De acuerdo?
    Ya he vivido horas infernales dudando acerca de los problemas morales, pensó Quick. Llega un momento en que el hombre civilizado debe atacar, junto con su aliado de conveniencia, o quedarse atrás, cosa que le impediría sentarse en la conferencia de paz.
    –Creo que debemos consultarlo con la almohada, señor, y seguir hablando; pero por el momento me inclino a pensar que, en principio, usted tiene razón.


    27

    Caitlin entró flotando en la sala de reuniones. Se cogió del borde de una mesa para protegerse de las corrientes de aire que transformaban en una nube sus cabellos sueltos. Había apagado las luces, para ver mejor las pantallas visoras. Como enormes ventanas, le daban acceso al universo que la rodeaba.
    En la mayoría, las estrellas se amontonaban como siempre, la misma divina horda de gemas en un cuenco de cristal negro, tantas que no podía ver las alteraciones del cielo; tampoco el plateado de la Vía Láctea se vertía por cauces muy diferentes que los que se veían desde Tierra o Deméter. En una dirección se podía ver la máquina T, pero era apenas una aguja perdida en la inmensidad. La Chinook se había alejado mucho de ella antes de elegir una órbita alrededor del planeta.
    Lo extraño estaba a su derecha y a su izquierda. A la derecha, el disco del sol, con un diámetro de un sexto del que brillaba donde había nacido. Su resplandor rojizo no necesitaba filtros; podía mirarlo directamente, sin sufrir más que una persistencia de la imagen, y distinguir una tenue corona ocre. No encontró luz zodiacal, lo que volvía la visión doblemente extraña.
    A la izquierda estaba el mundo gigante. La nave había llegado frente a la zona iluminada, y a la distancia que se encontraba hubiese necesitado un par de años terrestres para darle la vuelta. Por ahora, el globo estaba casi en plena fase, suficientemente grande y brillante para borrar todo lo demás de la pantalla que lo mostraba. La mera visión revelaba cómo, a fuerza de girar, el disco se había aplanado. Unos tonos ambarinos se confundían sutilmente, por debajo de cinturones de nubes que eran color naranja obscuro o claro, con listas azul verde y castaño rojizo. La sombra de una luna era como la pupila de un ojo. Donde la noche cortaba un cuarto creciente no estaba totalmente obscuro; había un ligero resplandor.
    La mezcla de luminosidades transformaba la habitación en una caverna de luces suaves y sombras ominosas, un lugar de misterio y silencio.
    El silencio no se quebró cuando entró Martti Leino. Había interrumpido su vuelo en la puerta cuando atisbo a Caitlin y se quedó unos instantes contemplando la forma esbelta y escarchada antes de casi ladrar:
    –Hola.
    Unas trenzas oscilaron entre la luz y la obscuridad cuando ella giró apoyándose en el brazo. La mano libre se quitó un rizo de la cara para poder ver mejor.
    –Oh. La mejor mañana para ti –saludó en voz baja.
    –Mañana... bueno, sí; nuestros relojes indican ochocientos... lo más parecido a una mañana que veremos nunca –farfulló–. Te estaba buscando.
    –¿De veras? ¿Y por qué?
    El se impulsó apoyándose en el marco de la puerta, pasó como una flecha junto a la mesa, se cogió de ésta y llegó junto a ella. Al estar tan cerca, los brillos del exterior iluminaban la cara de la muchacha, y las sombras la esculpían. El tartamudeó:
    –A la hora del desayuno he visto que tienes problemas...
    –Sí. La ausencia de peso es maravillosa, hasta que hay que lavar y amontonar cosas; entonces se vuelve terrible.
    Aunque las provisiones incluían muchas raciones almacenadas en tubos y otros materiales previstos para estas condiciones, la limpieza y la comida de nueve humanos y un extraterrestre era complicada, aun para un contramaestre con experiencia.
    –Bueno; mis antepasados soportaron cosas peores. ¡Piensa que yo podría haber sido sirvienta en una casa protestante victoriana! Ya aprenderé cómo se hace esto.
    –No tendrías que hacerlo tú sola, ahora que Su estará muy ocupada. Yo... yo podría ayudarte, Caitlin.
    –¿Qué? Pero tú mismo tendrás tu tiempo ocupado.
    –No. Tendré que hacer, claro, pero... Oh, es cierto que todos los hombres del espacio aprendemos a ayudar en las investigaciones, y no teniendo científicos en la nave... Bueno, los estudios que los compañeros más calificados pueden realizar no necesitarán de mi ayuda. Phil Weisenberg puede ocuparse de la organización, y así. He hablado con él y está de acuerdo en que probablemente seré más útil ayudándote... si quieres –terminó Leino, desviando la mirada.
    –Vaya, eso es muy cariñoso y te lo agradezco. –Ella se estiró y lo cogió del hombro–. Que los caminos por donde andes sean suaves para tus pies.
    –Bueno, tenemos que ayudarnos... ser amables los unos con los otros... mientras podemos –murmuró él–. ¿No? Mientras estemos vivos. En realidad nunca habrá más caminos para nosotros, caminos por los que podamos andar, nunca más.
    Ella sonrió.
    –Seguro, ¿ya te estás desanimando, Martti, muchacho? ¿Cuando acabamos de salvar la vida y quedar en libertad?
    –¿Libertad? –La mirada de él recorrió la habitación y se aferró a la mesa con innecesaria fuerza, hasta que sus uñas se pusieron blancas–. ¿Encerrados en una cáscara metálica, saltando ciegamente por el espacio mientras nos quede comida, si no nos volvemos locos antes...? –Trató de controlarse.
    Ella le acarició la cabeza, mientras hacía ruiditos tranquilizadores. Finalmente, él pudo decir con sencilla desesperación:
    –Sabes que estamos perdidos. Fidelio ha confirmado que su gente nunca estuvo aquí. Iremos tanteando, de máquina T en máquina T... En mil años, gastando miles de millones de sondas, los betanos aprendieron a moverse entre unas cuarenta estrellas... y no encontraron a los Otros... a nadie que los ayudara. Caitlin, estamos perdidos.
    Ella meneó la cabeza, sonriendo aún a través de los cabellos que serpenteaban entre estrellas, y respondió en voz baja pero alegre:
    –Creeré eso de mí cuando pongan las monedas sobre mis ojos, y quizá ni siquiera entonces. Pero supon que lo que dices sea lo peor, Martti querido. El se estremeció violentamente.
    –Oh –susurró ella–, estás muy mal, sí. Si vas a ayudarme, déjame que te ayude antes. Quédate quieto.
    En una hábil maniobra soltó la mesa, fue hacia él y desde atrás cogió su brazo izquierdo con la mano izquierda y apretó sus piernas con las rodillas. El quedó atónito.
    –Tranquilo, muchacho, tranquilo –dijo ella–. Tengo que anclarme si voy a darte un buen masaje en la espalda; lo necesitas.
    Su mano derecha empezó a friccionar. –Ay, un nido de ratas, como diría mi padre si fuera menos digno y más irlandés. Quítate el mono hasta la cintura.
    El tembló mientras obedecía.
    –Relájate –exhortó ella–. Afloja. Flotaremos, pero tarde o temprano quedaremos contra una pared, y mientras tanto trataré de ablandarte esos latíssimus dorsi. Mientras lo masajeaba, rió:
    –Es un invento mío. El sexo en caída libre me hizo pensar en el masaje en caída libre, sobre todo porque él suele estar muy tenso... No, afloja, afloja. –Y mirando a su alrededor mientras trabajaba–: Supon que realmente estemos perdidos por varios años, hasta que no tengamos más alimentos y cada uno deba elegir cómo quiere morir. No admito que sea así, tenlo presente, pero supongámoslo. ¡Qué destino estupendo! –¿Eh? –dijo él–. ¡No hablarás en serio! –Sí. Oh, será duro renunciar a montañas y mares, un rayo de sol atravesando la lluvia, un hogar encendido al atardecer. Pero, piensa, Martti querido. Mira. Toda esa gloria y nosotros a punto de conocerla... y luego más soles, más mundos, más bellezas y maravillas y quizás, al final, un nuevo Deméter para nosotros, aunque si no es así, vaya, después de unos años aquí en el universo, habremos visto más que en todos los siglos anteriores. –Lo sujetó con más fuerza y su mano se volvió más enérgica–: ¡Alégrate de estar vivo!
    Prevista para la exploración, la Chinook llevaba una soberbia panoplia de instrumentos científicos. Pero aparte de las dos computadoras, a bordo no había especialistas en su utilización. Entre los viajeros existían los conocimientos técnicos suficientes –incluyendo el de cómo buscar cosas– como para que, dirigidos por Wei-senberg, pudieran averiguar algo acerca del reino donde se encontraban. Pero eso podría ser demasiado poco.
    Entonces Joelle hizo su anuncio al capitán y al ingeniero: Fidelio podía hacerlo. Su raza había explorado muchos sistemas planetarios, entre los que no había dos iguales. Sus cuerpos espaciales incluían personal adiestrado para hacer e interpretar una enorme cantidad de observaciones, a la espera del día en que la sonda volviera con la noticia de que había hallado otro pórtico para volver. Fidelio había sido uno de ellos, además de un oficial xenológico que representaba a su nave cuando visitaban a otras razas. Esa combinación era la causa de que lo hubieran elegido para la Emissary.
    –Su técnica incluye la holotética, como supondrás –advirtió ella–. Tendremos que modificar una unidad para que pueda usarla. Como te darás cuenta, habrá que tantear un poco; nuestros equipos son muy primitivos para él.
    –¿Podremos construirle uno adecuado? –preguntó Weisenberg.
    –Si volvieras en el tiempo hasta Galileo, ¿podrías construirle un telescopio electrónico? –dijo burlona–. Oh, supongo que finalmente podremos perfeccionar un poco nuestro sistema, pero, por ahora debemos obtener todos los datos posibles. Vosotros haced las cosas obvias, determinar masas, tomar espectrogramas, etcétera. De todos modos, tenéis que hacerlo. Cuando la conexión de Fidelio esté lista, él podrá deciros qué clase de información adicional necesitaremos, particularmente información suministrada directa y continuamente.
    «Dejadnos solos para consultar. Seguid en lo vuestro. Ya os diré qué más tendréis que hacer, y cuándo.
    Brodersen levantó una ceja sin decir nada. Ella reconoció su expresión de «¿Y qué tal está el aire encima de ese caballo tan alto?» que había visto muchas veces. Antes nunca la usaba conmigo, pasó por ella como una ráfaga helada. Siempre sintió demasiado respeto por mi mente. ¿Qué lo ha cambiado? ¿La tensión del viaje? ¿Esa aventurera de Caitlin?
    El interrogante persistió en ella en los días siguientes. No es que estuviese obsesionada; sólo por el trabajo, como todos los demás. Sin embargo, volvía a su conciencia una y otra vez, sobre todo cuando trataba de dormir.
    Esto, con frecuencia, era difícil. Nunca había tomado con naturalidad la ausencia de peso. Para ella el placer de flotar y volar era leve comparado con el tedio de las largas horas en las máquinas de gimnasia, para evitar que su sangre estuviera viciada y sus huesos se redujeran. (Los demás hablaban, o cantaban o contemplaban: espectáculos, esa clase de cosa. A ella no le interesaban. Teóricamente podría haberse retirado al interior de su cabeza, donde habitaban las matemáticas, o al recuerdo del Noúmeno, como hacía con cierta frecuencia. Pero los ejercicios monótonos y sudorosos eran demasiado exasperantes.) Lo que era peor, cuando estaba al borde de los sueños, cada vez con más frecuencia se despertaba jadeando, sintiendo que caía en un pozo sin fondo. Entonces debía dejarse llevar en la obscuridad, y buscar la calma. Aparecían pensamientos que no deseaba.
    ¿Qué me importa que a Dan ya no le importe? Nunca fue más que un animal para mí, más inteligente y más fuerte que los demás, excelente en la cama, pero sólo un animal para llenar alguna de esas horas en que yo era sólo un animal. Si mi cuerpo quiere ser usado, sugirió que estaba dispuesto... probablemente ahora no, probablemente está demasiado nervioso e inseguro, pero en algún momento. O podría recurrir a... Rueda, supongo. Un hombre de mundo como él vería más allá de mis menopáusicos cabellos grises y, sin duda, será un artista. Al diablo la dignidad. El sexo es una necesidad física, como defecar.
    ¿Lo es? ¡Eric, Eric!
    Eh. Aguarda. Ni siquiera es una necesidad. He prescindido de él durante casi nueve años y lo he añorado poco y pocas veces.
    ¿Acaso el miedo de la muerte hace que me sienta sola? Vamos a morir aquí. Las posibilidades de que no encontremos el camino de retorno son... no; son incalculables... es ridículo... Pero si somos cuidadosos, si nuestra suerte es razonable, tendríamos que disponer... oh, de diez años hasta que se termine la comida. Sin una geriatra a bordo, yo podría morir antes de eso.
    Además, hace mucho que aprendí a no temer a la muerte. Habiendo visto la Realidad de frente... No hay un «yo» cuya pérdida se deba temer. Hay una asociación temporal de mitocondrios, células eucarióticas, flora intestinal y cosas así, una simbiosis que es una sombra en el mundo que la rodea y que la engendró, que no tiene más finalidad que la perpetuación de los genes que contiene. Si se me ofreciera la inmortalidad de mi «persona», no la querría. Demasiado trivial, comparada con átomos, eones y galaxias.
    Por cierto, debería dar la bienvenida a esta posibilidad sin igual de explorar, experimentar, aprender. El hecho de que no pueda informar de mis descubrimientos a mis colegas es lamentable. Sin embargo, desde mi punto de vista, es la pérdida de una satisfacción muy trivial, comparada con lo que me aguarda en la próxima década.
    Entonces, ¿por qué necesito que alguien me abrace? ¿Por qué es tan largo el tiempo que falta para la guardia matinal y mi trabajo?
    El trabajo era absorbente a pesar de la exasperación de la gravedad cero, y la ley de Murphy. Su finalidad era adaptar el sistema holotético de la Chinook a Fidelio. Primero venía la parte mecánica, un casco que se adaptara a su cráneo y conexiones para el resto de su cuerpo. Eso era fácil. Después vino la electrónica: circuitos construidos y ajustados para resonar con un sistema nervioso que era consecuencia de miles de milllones de años de evolución distinta. Esto hubiese constituido un importante proyecto de investigación, si no lo hubiesen resuelto ya en Beta. Como estaban las cosas, se conocía la mayor parte de los requerimientos. De todos modos, Su Granville y la misma Joelle tuvieron que pasar horas escribiendo programas y luego conectadas, cada vez que Weisenberg proporcionaba un nuevo puñado de datos de sus instrumentos. Leino ayudaba un poco y los otros colaboraban cuando la ocasión lo exigía. Si no, se ocupaban de astronomía y física espacial. Como había que alimentarlos y lavar su ropa y sus sábanas, Caitlin dejó de lado su curiosidad y se ocupó de eso, por la causa de la supervivencia. A menudo cantaba para ellos en la mesa o durante los períodos de ejercicio. Esa era casi la única distracción para todos.
    Una vez preparado el instrumental, llegó el verdadero desafío: crear el programa básico por medio del cual Fidelio se integraría con el computador. Aun entre los humanos, cada holoteta era un caso único. Fidelio no era humano. Además, la tecnología de computadoras de los betanos tenía diferencias considerables con la terrestre. (Pero, aunque resultaba extraño, y dentro de la relatividad de semejante comparación, no parecía que los holotetas de una especie tuvieran una visión más amplia o profunda que los de la otra. Las máquinas betanas poseían numerosas superioridades, pero, conectada con ellas, Joelle había funcionado más o menos igual que en casa. ¿Acaso los cerebros tenían las mismas limitaciones? ¿O era la Realidad, la limitada?)
    De nuevo, y en un grado mayor, la tarea habría sido imposible si no se hubiese realizado antes en Beta, cuando la interconexión de miembros de las dos razas pareció deseable. Joelle y Fidelio estaban tratando de duplicar algo que recordaban bastante bien... pero no era nada sencillo. En cambio, existía un idioma de computadora totalmente nuevo –prácticamente una nueva semántica– más un complicado programa para traducirlo a un lenguaje que las máquinas de la Chinook pudieran manejar, más un programa para retraducir, más un conjunto abierto de instrucciones especiales. Joelle y Fidelio tenían lo fundamental en sus cabezas y sabían, de forma general, cómo reconstruir los detalles, a fuerza de lógica bruta, cálculos y experimentos.
    No como analogía sino como metáfora: el problema era como el que tendría que afrontar un peruano que tuviese que hacer de intérprete entre un chino y un árabe si hace tiempo que no habla esos idiomas, el primero tartamudea y el segundo es sordomudo.
    Sin conexiones, el problema hubiese sido insoluble.
    Susanne se conectaba y revisaba los programas provisionales buscando inconsistencias y detalles inadecuados, cuando no se la necesitaba para otras investigaciones. Después, Joelle y Fidelio lo comprobaban. Eso era duro para Joelle; percibía la Realidad distorsionada, blanqueada, febril, y después tenía pesadillas en las que, generalmente, veía el cadáver descompuesto de Eric. Despertaba, se decía que Fidelio no se quejaba, aunque debía ser peor para él, y volvía al trabajo. Volver a entrar en el puro Noúmeno sería una cura.
    La Chinook siguió en órbita durante un par de semanas alrededor del planeta al que los humanos no habían bautizado.
    –Todo parece listo, hembra de intelecto –dijo él cuando hubo examinado cuidadosamente el instrumental. Usaba el idioma ronco y sibilante de su pueblo cuando estaba en tierra. Era más fácil para él que el español–. Hagamos un ensayo, y si descubrimos que estamos en una marea fuerte, vayamos adelante a sentir la integridad de este volumen-donde-nadamos.
    Ella sintió una sonrisa ante la expresión. Se desvaneció cuando lo miró. Mitad criatura marina, era hermoso en caída libre. Largo y de un marrón muy intenso, su cuerpo ondulaba desde el hocico y los ojos lapislázuli hasta el final de la cola poderosa y controlada con precisión: cada dedo de los seis miembros sabía lo que hacía y sus movimientos eran encientes. Su olor parecido al del yodo la abrumaba con recuerdos de playas terrestres, de mareas y viento, de sol y gaviotas. Qué lástima que estuviera encerrado en este lugar estrecho, entre dos computadoras, que ante él hubiese contadores y palancas en vez de frondas subacuáticas, que su vista estuviera limitada por metal pintado en vez de ondulantes profundidades verdes y una luminosidad encima de su cabeza.
    Ella controló su atención y, sujetándose con una mano, apretó el botón del intercom.
    –Su –llamó–. Soy Joelle. Ven.
    A la conexión podía llevarle varios minutos interrumpir lo que estuviera haciendo.
    –Volver a las profundidades debajo de las profundidades, eso será como volver a la costa después de años tierra adentro –susurró Fidelio.
    –Lo sé –dijo Joelle. Sentía el mismo ardor. La holotesis compartida con un betano tenía dimensiones que ningún humano podía ofrecer, entre otras el conocimiento de que el hecho de que ella fuese distinta, también ensanchaba la experiencia para él. Juntos habían especulado si los Otros no serían varias razas diferentes que formaban grupos permanentemente conectados.
    –Ha sido seco... –La voz de Fidelio quedó flotando. En realidad era incapaz de autocompasión.
    El dolor que sentía por él la atenazó. Su mano libre buscó el brazo más próximo de él, el derecho superior. Las garras de esa pata podrían haberla hecho pedazos, pero sólo sintió tibieza y suavidad.
    –Oh, Fidelio –murmuró.
    Tus reservas de alimentos sólo alcanzan para menos de un año. Morirás entre gnomos sin pelaje ni cola, con sólo cuatro miembros, que no pueden nadar ni un día sin ayuda; ninguna esposa te cogerá en sus brazos para que puedas lactar de ella por última vez mientras te hundes; no sabemos qué honras fúnebres deberíamos organizarte.
    Su mirada extraterrestre captó la suya.
    –Pediré esto de ti, Joelle –dijo con calma. Ella esperó que desviara la mirada inmediatamente, porque un betano sólo miraba con fijeza a alguien a quien odiaba o a quien amaba y a quien ofrecía su fe. El siguió mirándola. La sangre latía en sus oídos–. Te advierto que no es una onda, es una ola.
    –Sí, si puedo.
    –Ahora que puedo usar este equipo, déjame ser el holoteta siempre que se necesite uno, mientras siga aquí.
    ¿Porque no tienes nada más que hacer, Fidelio? Se soltó de la agarradera para coger el brazo de él con las dos manos.
    –S-sí.
    –Tú podrás hacer tus propias búsquedas cuando yo floto descansando. Dentro de poco, el sistema será de nuevo sólo tuyo.
    Los ojos le ardían. Diablos, no iba a llorar, ¿no? Joelle meneó la cabeza. Las lágrimas cayeron, brillantes.
    –¿Esto no es aceptable? –¿Sonaba resignado? ¿Cómo podía saberlo?–. G'ng-ng, entiendo, hembra de intelecto. Mi pedido refluye.
    –¡No, no! –La fuerza de su reacción la preocupó. Tensa, mal dormida, el cerebro funcional pero el resto oscilante. Si no tengo cuidado, me pondré histérica–. Me has entendido mal. No he querido negarme. Claro que puedes hacerlo. Cuando quieras, cuando quieras.
    –Haces fluir agua, Joelle. Estás llena de pena [¿herida?, ¿sin fluidos vitales?, ¿perdida en un arrecife áspero?]. ¿Es por mi culpa?
    –No, oh, no, Fidelio, ¡podemos conectarnos juntos!
    –Con frecuencia, confío, empezando hoy. Huelo un esplendor delante de nosotros. Pero, Joelle, querida compañera mental, con más frecuencia... –Estaba tartamudeando, pensó ella, y vio que los tendones de sus garras se ponían tensos–. Sólo en el Todo, puedo suscitar a Beta, esposa, co-esposos, hijos, nietos, amigos, los vivos y los muertos por igual, no simples recuerdos sino realidades percibidas en el espacio-tiempo; puedo sentir que existen. Será casi tan bueno como abrazarlos.
    El calló. Aunque lo veía borroso, sintió su asombro.
    –¿No sabías esto, Joelle? ¿Nunca lo has hecho tú misma? Ninguna palabra servirá para explicar. Bueno, pienso que puedo mostrarte, enseñarte antes de hundirme. Ciertamente, debo intentarlo. Es muy bueno que pueda hacerte un regalo.
    Ella se apoyó contra él, lo abrazó y lloró.
    Susanne entró por la puerta.
    –Aquí estoy –dijo y–: ¡Oh! Pardonnez-moi! Vous me pardonnerez!

    Torpemente, por la falta de peso, trató de retirarse. Joelle, torciendo el cuello (su mejilla estaba apoyada en el pelaje de su compañero de mente, que la rodeaba con sus dos brazos inferiores, mientras acariciaba sus cabellos con la mano izquierda superior) vio la conexión cogida del marco de la puerta como una gran araña negra. Fidelio, con quien lograba nuevas comprensiones, iba a morir pronto, pero antes de morir podía llevarla a la Unidad con Eric y Chris y él mismo y...
    –¡Fuera! –gritó Joelle–. ¡Fuera de aquí!
    Susanne huyó llorando.
    –¿Qué se desconectó? –preguntó ansioso el betano.
    Nadie, nadie debe verme así, salvo tú que no eres humano, mi compañero de holotesis... Estoy siendo irracional. Fui injusta con esa conexión. Debo disculparme. No. ¿Cómo podría explicarlo? Ira. ¿Por qué tengo que explicarlo? ¿Por qué soy la única que siempre tiene que ser racional? Desconcertada. ¿Por qué he estado acordándome de Eric, últimamente? Además, no es más que una conexión. Menos que eso; lo último que oí... instalado, casado desde hace tiempo, transformado en un administrador no muy importante en Calgary.
    Joelle respiró hondo.
    –No... no es nada, Fidelio. Estoy cansada y... Abrázame, déjame descansar un rato. Después tomaré una píldora para dormir –que me dará nuestro oficial médico, esa tal Mulryan. Bueno, puede ser que tenga la elegancia de no simpatizar conmigo– y... después estaré en forma y podré... ¡oh, Fidelio!
    Susanne se fue a su camarote sin decir una palabra a nadie, aparte de informar a Caitlin que no cenaría con los demás.
    A la guardia matinal siguiente entró en el centro de computación con el rostro impávido. Joelle la saludó superficialmente en inglés.
    –Estaba preocupada por Fidelio. Es un viejo amigo.
    –Comprendo, madame –dijo cuidadosamente la conexión, y se dedicaron al trabajo habitual.
    En realidad, Susanne tenía poco que hacer; sólo controlaba para asegurarse de que la unión entre Joelle, Fidelio, las computadoras y los instrumentos no se torciera sutilmente. Eso no sucedió; ya no quedaban parásitos en el sistema. Los dos holotetas unieron sus conciencias como dos amantes que se conocen bien unen sus cuerpos; se transformaron en algo más que la suma de sí mismos y dejaron que el universo se derramara en ellos.
    Ya sabían bastante, por las observaciones y deducciones hechas por sus compañeros. El aspecto de las galaxias vecinas mostraba que esta región estaba más o menos a quinientos años luz de Sol, aproximadamente en la dirección de Hércules. Esta información permitía identificar varias estrellas brillantes, como Deneb, y objetos como la nebulosa de Orion, cosa que, a su vez, definía su posición con más exactitud. (Como si importara. Un solo año luz es un abismo donde la imaginación se ahoga.) El Sol era una enana roja de tipo M, masa 0,02 de Sol, luminosidad 0,004 de Sol. Tenía cinco planetas, ninguno de los cuales parecido a Tierra, todos aparentemente estériles... excepto, quizás, éste, el más grande, alrededor del cual estaban en órbita la máquina T y la Chinook, a una distancia de unos 24 millones de kilómetros.
    Ese mundo era un gigante, noventa y dos por ciento de la masa de Júpiter, rodeado por una docena de lunas. Su distancia media del sol era de 1,64 unidades astronómicas, un poco más lejos de lo que Marte está de Sol. Como Júpiter, tenía una vasta atmósfera, sobre todo de hidrógeno, después de helio. Los componentes menores incluían amoníaco, metano y compuestos orgánicos más complejos. También como Júpiter, estaba caliente a causa de la contracción; el aire en las alturas era tenue y frío como el espacio, pero más abajo se espesaba y se calentaba hasta que el agua se evaporaba y habían tormentas del tamaño de pequeños planetas. La mayor parte de su masa era líquida, aunque la presión, a pesar de la temperatura, mantenía en estado sólido un núcleo metálico de tamaño equivalente a cinco Tierras. Girando sobre su eje una vez cada diez horas y treinta y cinco minutos, generaba un inmenso campo magnético que atrapaba partículas cargadas procedentes de Sol. Pero este último tenía una radiación tan débil que estos cinturones de Van Allen estaban muy lejos de la intensidad jupiteriana. Ningún ser humano podía quedarse en ellos durante mucho tiempo, pero dadas sus defensas electrostáticas, la Chinook podía atravesarlos y volver a subir sin que quienes estaban a bordo recibieran una dosis digna de mención.
    Tendría una razón para hacerlo. Joelle y Fidelio se hubiesen perdido en soles, lunas, magnificencias y sutilezas ambientales, cada una de ellas única. Pero apenas se instalaron en el maravilloso caleidoscopio, cuando algo tiró de los límites de sus conciencias. Lo descartaron durante un tiempo, exploraron un vórtice, descubrieron por qué un globo interior giraba al revés, establecieron que este sistema era más antiguo que el de Sol, pero ese algo no desaparecía. Casi con impaciencia, hicieron que sus dos mentes lo confrontaran. Emisiones hertzianas del mundo que estaban rodeando, sí, claro, ¿qué otra cosa se podía esperar?
    El hecho saltó.
    Los relámpagos, los efectos sincrotón, cien fuentes separadas estaban emitiendo energía radial. Cada una de ellas tenía un conjunto de pautas, que los holotetas entendían del mismo modo que un bailarín de ballet entiende cómo otro está ejecutando un pas seul'. Pero un pequeño elemento era como una flauta, desafiante y variable, en medio del rugido de una tempestad en el mar...
    Quizás en una década de esfuerzos concentrados, humanos sin ayuda hubiesen hecho este descubrimiento. Los holotetas comprendieron instantáneamente que esto no podía ser producido por la naturaleza inerte; por lo tanto, estaban escuchando el discurso de seres que estaban vivos y eran inteligentes.
    Flotando en la sala de reuniones ante su tripulación, el planeta espléndido a su espalda, Brodersen murmuró:
    –Sí. Creo que tendríamos que ir a ver.
    –El peligro es demasiado grande –objetó Joelle–. Estamos a salvo en órbita. Podemos seguir enviando señales.
    –¿Hasta que comencemos a morirnos de hambre? –gruñó Dozsa. El esfuerzo por obtener una respuesta había sido suyo–. Podría suceder, ¿sabes?
    –¿De veras? –preguntó Caitlin–. ¿Y por qué iba a ser así? ¿No has estado transmitiendo en su longitud de onda, una señal matemática que no pueden confundir?
    Dozsa sonrió en medio del cansancio de sus anchos rasgos.
    –Has estado demasiado ocupada para oír las noticias, ¿no, querida? Bueno, el problema básico es el tamaño de este mundo. Y también el ambiente natural de esas frecuencias, el nivel de ruido. Sin la holotética nunca hubiésemos podido separar la fracción que lleva información. Los nativos, sean quienes sean, no tienen necesidad de atender llamadas desde fuera, estoy seguro. Debemos usar un haz muy estrecho para obtener una potencia que no puedan dejar de recibir e identificar. Pero entonces, llegamos a un área muy pequeña. –Hizo un gesto hacia el globo leonado–. Es enorme. Y las emisoras no son fijas, diríase que se mueven constantemente.
    –Me gustaría saber cómo hacen eso –observó Brodersen– y cómo es posible la electrónica en este sitio. –De todos modos, lo he intentado... por si acaso –siguió Dozsa–. Sobre todo por pasar el tiempo, mientras otros recogían datos planetológicos. La posibilidad de que lleguemos a un receptor que casualmente esté sintonizado en la banda adecuada es...
    Soltó un momento su agarradera para encogerse de hombros con más elocuencia.
    –...como la posibilidad de que adivinemos el sendero que puede llevarnos nuevamente al Sistema Solar. –Además –señaló Rueda, aunque era superfluo– tenemos un límite temporal. El ejercicio no nos mantendrá indefinidamente sanos en caída libre. Necesitamos el peso.
    –Por lo tanto, o nos vamos de aquí eligiendo un sendero al azar o hacemos un esfuerzo por entrar en contacto con los nativos –resumió Brodersen–. Yo voto por quedarnos con lo que tenemos, hasta que sepamos que es inútil.
    Podía dar órdenes tácticas que serían inmediatamente obedecidas, pero en una soledad como ésta, un capitán que no consultara los deseos estratégicos de sus seguidores no sería capitán mucho tiempo.
    –Aquí hay vida pensante, con una tecnología sofisticada. Y es una vida que quizá sea muy apreciada por los Otros, ya que no pusieron la máquina T en un punto de Lagrange, sino en una órbita de satélite, delante de todo el mundo. –Hizo una pausa–. Los habitantes podrían ser los mismos Otros.
    Hubo un silencio hasta que Caitlin susurró: –Maravilla de maravillas, querido mío, si así fuera. –La luz del planeta brillaba dorada en sus ojos. –Pero las condiciones de allí... –protestó Joelle. –La Wüliwaw podrá soportarlas –replicó Brodersen–. Fue puesta a prueba en Zeus... robóticamente, claro, a causa de la radiación, pero de todos modos, lo soportó muy bien. –El mayor planeta de Febo era más grande que Júpiter–. Supongo que una tripulación podría soportar varias horas por vez. Seguro, será peligroso, pero he pasado por peligros peores y todavía estoy aquí para contar mentiras acerca de ellos. No hubo mucha discusión. Cuando quedó decidido, Brodersen dijo: –Muy bien. Siguiente pregunta: ¿quién viene conmigo?
    Caitlin hizo un gesto afirmativo con la cabeza pero fue Rueda quien exclamó: –¿Contigo? ¿De qué hablas?
    –Como será peligroso, enviaremos una tripulación mínima –dijo Brodersen–. Un piloto, un copiloto que será también oficial de comunicaciones y... bueno, estarán tan ocupados como un pulpo con un solo tentáculo, de modo que supongo que hará falta un tercero como observador y lo que sea necesario.
    –Yo –gritaron prácticamente Leino y Frieda. Weisenberg carraspeó y dijo en voz más alta de lo necesario:
    –Esperad, todos. Esperad. Hablemos con sensatez. Cosa que no estás haciendo, capitán, si realmente te propones ir.
    –¿Eh? –gruñó Brodersen–. Estoy calificado para ser copiloto, por lo menos. ¿Supones que mandaría gente a una misión peligrosa a la que yo no fuera?
    –Dan, eso es mierda pura. –En boca de Weisenberg, el taco tenía valor de revulsivo–. El capitán no hace esas cosas. No tiene derecho.
    –Es cierto, es cierto –dijo Rueda–. Eres demasiado importante para nuestra supervivencia. Brodersen se sonrojó.
    –¡Oh, vamos!
    –No; no vamos. Tú vuelves atrás de tu disparate –interrumpió Weisenberg–. Sí, sí; si te pasara algo elegiríamos otro jefe y seguiríamos adelante. Pero no tan bien. Tú no eres un superhombre, Dan, pero tienes talento para coordinar los esfuerzos ajenos. Además, tienes un montón de conocimientos acerca de tus responsabilidades, la clase de conocimientos que no se escriben.
    Un murmullo de aprobación le respondió. Dirigió su cara de Ramsés en esa dirección.
    –Tenemos que ser racionales y considerar esto con sangre fría –dijo rápidamente–. Los que vayan deben ser competentes para ir y, al mismo tiempo, ser aquellos cuya pérdida nos perjudique menos. Además de Dan tenemos tres personas que pueden pilotar la nave, y necesitamos dos. Stef, Carlos y Frieda, ¿verdad? ¿Qué dos? –Su mano cortó los asentimientos–. Callaos. Pensad correctamente. Carlos podría remplazar muy bien a Stef como primer oficial. Pero tú también podrías, Frieda, con un poco de esfuerzo, y eres el único artillero que tenemos. Esa es una verdadera especialidad. No estoy diciendo que vayamos a meternos en una pelea. Lo más probable es que sólo luchemos contra la naturaleza, pero eso podría requerir la colocación de un rayo o un explosivo exactamente donde se lo necesita. ¿Es así? Es así.
    »Muy bien. Stef y Carlos serán los pilotos. Podrán discutir entre ellos quién mandará.
    Su mirada recorrió la habitación.
    –¿Quién será el tercero? Ciertamente, ninguno de nuestros holotetas. Ni Martti ni yo... ¡Cállate, Martti! Yo soy el ingeniero jefe y él es mi ayudante y mi sustituto. Sin un buen mantenimiento, sin reparaciones, esta nave moriría. ¿Quién queda? Su y Caitlin. Su tiene una preparación técnica muy superior. Pero la gravedad en este planeta es dos veces y media superior a la de Tierra. Tú no eres fuerte, Su.
    Momentáneamente, sus labios se curvaron hacia arriba.
    –Diría que eres resistente, más resistente de lo que la gente cree, pero tus músculos no son muy fuertes y tampoco tus reflejos son muy rápidos. Caitlin...
    –¡Eh, aguarda un momento! –rugió Brodersen.
    –¡No! –aulló Leino. –¿Lo dices de veras1'


    28

    Guiada por sus holotetas, la Chinook se dejó caer fácilmente a una órbita sincrónica que la mantendría encima de la región que exploraría su lancha. Eso la situaba debajo de los cinturones de radiación. En la práctica, el campo detenía la mayor parte del flujo de partículas que encontraba en el espacio.
    La Cinta transportadora y la grúa extrajeron la Wüliwaw, que se balanceaba, y la lancha se puso en funcionamiento, liberándose.
    –Oh... oh... –suspiró Caitlin, casi como si rezara. Había observado el acercamiento en las pantallas viso-ras sintiendo un temor reverencial, pero ahora estaba, en carne y hueso, ante un terrible esplendor.
    Los sistemas ópticos de la cabina de control se abrían sobre un hemisferio entero; los demás, sobre amplios sectores del cielo. El planeta llenaba casi la mitad. Cuando lo miraba, no veía nada más; ámbar y oro, la luz que fluía hacia adentro borraba todas las estrellas. A la derecha, increíblemente distantes, unas franjas rojas en el borde del mundo se obscurecían hasta la púrpura, llegando luego a la negrura cósmica. Más allá estaba el sol, una brasa pequeña. A la izquierda se situaba el borde nocturno más próximo, una obscuridad habitada por débiles resplandores, relámpagos remotos y listas naranja que eran nubes altas, reflejando el brillo del amanecer. En el medio se extendía la cara iluminada, zonas brillantes, franjas de colores más vivos de mil matices cambiantes, fluyendo, ondulando, formando remolinos, mareas, ríos, una interminable danza majestuosa o alegre.
    La lancha ronroneaba y latía. El vapor de los reactores al condensarse formaba un pequeño banco de niebla a popa, que se disipaba en seguida, pero pronto veló el globo de la Chinook. El peso mantenía a los viajeros firmemente en sus asientos. Aunque menor a una gravedad, la aceleración era considerable, para permitirles llegar abajo en el momento del amanecer local. El intercambio de información de Rueda con la nave era seco y escueto, y sonaba irreal.
    Lo terminó como si sintiera alivio. Hasta ahora, todo era satisfactorio. Por un momento guardó silencio, como sus compañeros. La luz formaba un halo alrededor de su cabeza calva. Finalmente dijo, en voz baja:
    –Virgen Santa, uno podría morir feliz después de esto.
    Dozsa sonrió no muy alegremente. Su acento se volvió notorio.
    –Si quieres... Yo tengo una mujer y un hijo en casa. Esta es la clase de experiencia que me gustaría haber tenido.
    Rueda pareció sorprendido.
    –¿Y aun así has venido?
    –¿Qué podía hacer? Estaba de acuerdo en que había que bajar a explorar, y tengo la cualificación adecuada. –Dozsa pilotaba, ya que, además de su experiencia anterior, era un entusiasta de las artes marciales, entrenado para la fuerza y la velocidad–. Entiéndeme bien, Carlos; no siento miedo. En realidad, disfruto ante el desafío. Pero lo disfrutaré más en retrospectiva.
    Se santiguó.
    –O en la próxima vida, si Dios no dispone que tengamos éxito. Nuestra muerte tendría que ser limpia y rápida.
    –Sí. –Caitlin era apenas audible–. Una estrella brillante en un cielo como éste... Hay destinos peores, ¿no?
    –Uno se siente cerca de Dios en esta misión –dijo Rueda, como con sordina–. Pero no es el Padre Bondadoso de quien ras hablaban las hermanas en el colegio, ni el Señor justo que invocaba nuestro sacerdote.
    –Es ambos, y más –replicó Dozsa–. Caitlin, pagana, hasta tú debes de estar escuchándolo, desde tu infancia.
    Ella meneó la cabeza; sus cabellos trenzados formaban un clarobscuro a su alrededor.
    –No. Quizá fueran demasiado católicos para mí en Irlanda. Fue parte del esfuerzo de reconstrucción cuando terminaron los Conflictos, una forma de conservar la fe después de los Otros... y yo una rebelde nata. Pero no guardo rencor. Dozsa sonrió.
    –Bueno, no discutamos. No tenemos energías para malgastar. Si no te importa, te incluiré en mis plegarias. Lo más probable es que rece unas cuantas. Rueda miró hacia atrás, donde estaba ella. –¿En qué crees, si puedo preguntarlo? –inquirió. –En la vida –contestó ella.
    Guardaron silencio, observando cómo se acercaba el planeta, se retiraba la noche y aumentaba el resplandor. Entonces llegó una nueva petición de lecturas y confirmación de los detalles del plan de vuelo. Después de enviarlas, Rueda agregó:
    –Eso fue innecesario, amigos.
    La voz de Brodersen remplazó la de Joelle. Era casi irreconocible.
    –Ha sido culpa mía; yo he insistido. ¿Realmente estáis bien?
    –Nunca mejor, amor mío –se atrevió a responder Caitlin–. Salvo que tú no estás aquí. Aunque, de todos modos, en esta cabina no hay mucho sitio para juegos. Haz la cama antes de que yo vuelva. Recordarás que quedó muy desordenada...
    –Pegeen, por favor...
    –Lo siento. –Se acercó al altoparlante, como si fuera él–. Sientes miedo por mí. ¿Pero no lo sentiría yo por ti, si estuvieras aquí? No seas egoísta, alégrate de que esté viviendo una maravillosa aventura.
    –Lo... intento...
    –No; más que una aventura. Una magia que nunca soñaron en Tir na nOg. ¿Sabes?, estaba pensando que necesitaremos un nombre para nuestro planeta y para su gente. Difícilmente podremos pronunciar el que ellos le dan, sea el que sea.
    Brodersen dudó.
    –¿Y?
    –Pensé en Danu, la diosa madre de los Tuatha de Danaan, los que se transformaron en el gran Sidhe. –¡De acuerdo! –decretó él.
    La Wüíiwaw entró en la atmósfera perceptible más bruscamente que sobre Deméter, ya que este aire estaba más comprimido por la gravedad. Su ruta y sus vectores habían sido computados teniéndolo en cuenta. Tenían una guía constante en Joelle, conectada holotéticamente a instrumentos cuyos operadores habían buscado lo que Fidelio les indicaba. Si no, su misión hubiera sido suicida.
    Tal como estaban las cosas, en la primera hora Dozsa fue mucho más allá de sus propios límites. Rueda estaba casi igual de ocupado, manejando las comunicaciones y ayudando a pilotar. Pronto, la cabina olió muy mal, a causa de su sudor. Se llenó de monstruosos rugidos, alaridos, silbidos, ronquidos. Su propio peso tiraba de los humanos, dos veces y media mayor de lo que la raza estaba habituada a soportar. Cada dedo era pesado, un brazo era una carga, los cuellos se esforzaban por mantener las cabezas en posición, las tripas se hundían, los corazones trabajaban, las costillas dolían al respirar, las bocas se secaban y las gargantas se irritaban.
    Eso no hubiese sucedido en una centrífuga de prueba o en una nave de vigilancia a toda velocidad, donde una persona puede sentarse o acostarse cómodamente. Danu bramaba. El impacto estratosférico hacía estremecerse la nave, que daba saltos y corcoveaba como un mustango. Más abajo, a una menor velocidad relativa, encontró vientos que la sacudieron. Si no los hubieran enfrentado con habilidad, podrían haber arrancado las alas de la lancha. Concebida para mundos del tipo de Tierra, era aerodinámicamente pobre en éste. Y tampoco la sola habilidad podía compensarlo, cuando todo el cielo era tan extraño. Más de una vez, Joelle se había sorprendido cuando surgía alguna turbulencia que no había podido prever por falta de datos. Por rápida que fuera su respuesta, debía ser dicha, cosa que devoraba segundos. Desde una nave madre betana, podría haber pilotado directamente, podría haber sido, virtualmente, la nave.
    En cambio, Rueda y Dozsa tuvieron que arreglárselas como podían hasta que les llegaba la palabra de ayuda. Dos veces atravesaron tormentas. La ceguera los envolvió hasta que los relámpagos convirtieron las nubes voladoras en focos incandescentes. Siguieron los truenos; era como estar dentro de un cañón. Los huracanes rugían y tiraban. Cada gota de la turbulencia golpeaba con fuerza. Sacudidas, empujones y pozos de aire arrojaban los cuerpos contra los arneses. Una vez, el granizo golpeó el casco. Otra, el diluvio universal lo envolvió.
    Durante todo ese tiempo, Caitlin observó. No podía hacer otra cosa, excepto tocar un hombro, de vez en cuando, y señalar algo siniestro a la distancia: una nube alta como una montaña un vórtice de turbulencia, un nido de víboras de relámpagos, o una ferocidad para la que los humanos no tenían un nombre. Si no, se abstenía de molestar a los hombres. Vigilaba, enviaba todo su ser hacia fuera, reía de felicidad.
    La Williwaw triunfó. Ocasionalmente, pareció difícil de lograr, aunque las computadoras le asignaron buenas posibilidades, pero lo logró. Cuando llegó, aproximadamente, a la altura en que se originaban las transmisiones, encontró calma. Aquí el aire era tibio y denso y no tenía prisa. Las corrientes térmicas subían y ayudaban a sostenerla. El autopiloto pudo hacerse cargo. Holgazaneó, trazando un amplio círculo, y comenzó a emitir una transmisión propia, señales grabadas en varias bandas danvanas. Un rayo llevó hacia arriba la voz monótona de Rueda.
    –Estamos a salvo. Repito, estamos a salvo. Dadnos unos minutos para descansar y enviaremos un informe.
    Como Dozsa, se dejó caer, con la barbilla sobre el pecho. Caitlin se inclinó para tocar a ambos hombres.
    –Oh, pobrecillos míos, qué cansados estáis... –Calló, porque adquirió conciencia de lo que la rodeaba.
    Sin la amplificación luminosa, hubiese estado ciega. Gracias a ella, su visión era excelente. Todo era tan extraño que necesitó un rato para entender lo que veía, pero inmediatamente percibió un montón de belleza.
    Por encima, el cielo era índigo en el horizonte, aclarándose hasta llegar al violeta en el cénit. Allí había algunas nubes aisladas, con formas poéticas y dignas de una puesta de sol en Colorado. El sol mismo estaba alto, rodeado de una especie de arco iris. Más abajo, una capa de nubes parecía un océano, pero no uno de los que los hombres habían surcado. Era enorme; tenía cumbres, cañones, llanuras brumosas, grandes y lentas cataratas, infinitamente intrincadas y siempre diferentes. Era dorado, con toques rojos, listas azules, verdes y marrones, y sombras donde se hundía hacia el misterio.
    Lejos, pasó un rebaño. ¿Tenían alas, tenían aletas? Pasaron demasiado rápido para distinguirlos, pero brillaban.
    Llegó un sonido musical desde fuera, del viento que fluía con calma.
    Caitlin reclinó su asiento y dejó que sus dolores co- menzaran a aflojar. El peso que la abrumaba era sólo como una mano pesada y demasiado bondadosa.
    Después de un rato, los humanos se recuperaron como para hablar con su nave, controlar instrumentos, grabar vistas y hablar un poco más. Un rato después, llegaron algunos danvanos.
    Caitlin fue la primera en verlos. Sus compañeros volvían a estar muy ocupados, no tan frenéticamente como durante el descenso, pero preocupados. Las comunicaciones con el espacio se habían interrumpido. Del altavoz sólo salían crujidos, zumbidos, ruidos caóticos, hiciera lo que hiciera Rueda. En algún lugar por encima de ellos, en. el cielo de aspecto sereno, algún fenómeno eléctrico había vuelto opaca la parte más alta de la atmósfera a todas las frecuencias de que disponía. No era una posibilidad que los holotetas hubiesen previsto. No eran dioses, disponían de una cantidad de información menor de la que hubiese reunido una expedición betana y, además, cada mundo es único. Dozsa temía que el problema fuera el preludio de un súbito cambio en el aire. Denso como era, con una presión que se acercaba al límite de la resistencia del casco, ¿no habría en la atmósfera corrientes de gas en que resultaran peligrosas? Sin excesivas esperanzas, buscó sugerencias en los instrumentos y el comportamiento de la lancha. Por eso, podrían no haber visto a los recién llega-
    dos, que hubieran pasado desapercibidos si Caitlin no hubiese estado alerta. Ella gritó –cantó– y golpeó sus espaldas mientras señalaba con la otra mano y sintonizaba la magnificación de las pantallas y volvía a señalar. Rueda silbó.
    –Maravilloso –dijo–. Vamos hacia ellos, Stefan.
    Dozsa frunció el ceño.
    –No estoy seguro –replicó–. En estas condiciones, cambiar nuestras pautas de vuelo...
    –¡Abajo, pedazo de amadan!' En gaélico, tonto, idiota, subnormal. (N. del T.)
    –gritó Caitlin–. ¡Juro que son lo que vinimos a buscar!
    –¿Cómo lo sabes? –preguntó el primer oficial. –¿Quieres decir que tú no lo sabes? –Bueno... bueno. De acuerdo. Supongo que si no investigamos nos habremos molestado inútilmente.
    Caitlin le despeinó los cabellos empapados en sudor. –Ahora sí que hablas como querría Dan. Dadas las condiciones, la velocidad de la Wüliwaw no era elevada. Al descender, Dozsa la hizo disminuir todo lo posible, y quizás algo más. La visión que había ante ellos se volvió más clara y deslumbrante.
    La mujer contó diecinueve formas que viajaban en grupos de dos y tres y se habían elevado desde las nubes para reunirse delante de la lancha, un kilómetro más abajo, pero exactamente en su ruta. Eran del tamaño de ballenas y tenían la misma forma básica de torpedo, los mismos hocicos chatos en los que las (¿bocas?) estaban en el extremo, eran circulares y cerradas por esfínteres; y tenían aletas en el extremo opuesto, aunque éstas eran cuatro, horizontales y verticales, y parecían ser más bien superficies de control flexibles que impulsores. Breves zarcillos y largas antenas que rodeaban los hocicos contenían –o eran– órganos sensoriales. De la parte central surgían unas intrincadas estructuras musculares de las que brotaban alas suaves y estrechas que excedían, en longitud, a los cuerpos. Adelante de éstas había dos brazos (o trompas, ya que parecían no tener huesos) que terminaban en lo que los humanos sólo podían llamar manos.
    Su colorido era exquisito: azul ultramar en los lomos que se volvían zafiro en los vientres, mientras las alas brillaban como joyas de refracción; cada movimiento de sus flexibles superficies era una sorprendente combinación de ondas cromáticas. La gloria estalló cuando las criaturas comenzaron a bailar para la nave espacial. Se zambullían, subían, planeaban, se volvían y se deslizaban a centímetros una de la otra, después trazaban arcos de kilómetros con una armonía que se apoderaba de la mente y la hacía volverse sobre sí misma, como hacen siempre el gran arte y el amor.
    –Tienen una música para eso –supo Caitlin–. Carlos, ¿podrías sintonizar su música?
    Rueda se arrancó a su propio asombro y trabajó con el receptor sónico. Finalmente, eliminó el ruido del vuelo de la lancha, los sonidos del viento, y sintonizó la canción. La cabina se llenó de bajos profundos como el mar y agudos claros como el hielo y sonidos más altos o más bajos de los que distingue el oído humano. La escala era desconocida para los hijos de Tierra; si alguna impresión clara comunicaron a los hombres fue la de un poder inmenso, pero Caitlin dijo con lágrimas en los ojos:
    –¡Oh, el júbilo que hay en ellos, el júbilo! ¿No podéis sentirlo? Entonces mirad cómo juegan.
    –Será mejor que me concentre en mantener la nave en el aire –dijo Dozsa.
    A pesar de que su mirada se desplazaba hacia la armonía mitad majestuosa, mitad alegre de los movimientos que lo rodeaban, cambió la dirección de la Williwaw trazando una amplia curva.
    –Nos están dando la bienvenida –dijo Caitlin–. Si en realidad son los Otros, vaya, siempre supe que debían de ser personas alegres.
    –Eh, aguarda, cariño –aconsejó Rueda–. Es un espectáculo soberbio, pero estás sacando conclusiones apresuradas. Estos podrían ser animales curiosos y juguetones, como los delfines que danzan alrededor de un barco.
    –¿Con manos? Usan las manos mejor que los bailarines de huía.
    –¿Dónde están la ropa, los adornos, las herramientas, cualquier signo de artefactos?
    –Ahora no los necesitan. Calla, creo que puedo estar empezando a entender su música.
    –Será mejor que te des prisa –advirtió Dozsa–. No puedo seguir esta maniobra sin riesgo. Pronto tendré que usar un radio mayor. El problema es que nuestra velocidad más reducida es mayor que su velocidad máxima.
    –Es lógico –dijo Rueda–. La naturaleza los diseñó para... Danu. Y los hombres no diseñaron a esta lancha para esto. Además la lancha usa energía nuclear y ellos usan química... disculpa, Caitlin, querías silencio.
    –No, sigue, si se te ocurren ideas –dijo ella–. Quería escuchar, no molestar. Te dedicaré un oído. La ciencia también es un conjunto de artes.
    Rueda exhibió una sonrisa torcida.
    –No soy un hombre de ciencia. Un aficionado dominguero, solamente... Estamos grabando esta escena, ¿no?
    –Sí, claro.
    –Estupendo –dijo Dozsa, hosco–. Vida así en un mundo como éste. Nos dará mucho de que hablar en el futuro.
    La ceremonia continuaba. Los humanos hablaban entre las melodías, contemplando los movimientos, mientras volaban entre una enana roja y un mar de nubes.
    –Supongo que son como dirigibles vivientes –aventuró Rueda–. Esos cuerpos gigantescos deben de ser como enormes bolsas de gas, infladas por su propio calor. Unas válvulas los ayudan a subir y bajar, las alas usan el viento, y probablemente poseen algún sistema de reacción, usando fuelles o... no lo sé. Pero la atmósfera es suficientemente densa, a este nivel, para que resulte práctico. Respiran hidrógeno en vez de oxígeno, naturalmente, pero sospecho que por lo demás no son tan diferentes de nosotros; también deben de estar hechos de proteínas disueltas en agua.
    –¿De dónde vienen? –quiso saber Dozsa–. ¿Qué los hizo evolucionar? ¿Cómo empezó la vida aquí? ¿Dónde empezó la cadena alimenticia?
    –¿Cuántos años y organizaciones de investigación me permitirás para contestar a esa pregunta, amigo? Lo que yo supongo es que el «océano primordial está debajo de las nubes, donde el aire es verdaderamente denso y los productos químicos pueden concentrarse. ¿Originalmente en coloides? Recordad que este planeta se parece a Júpiter o Zeus o Epsilon. Irradia más de lo que recibe. Eso significa un gradiente térmico que impulsa la bioquímica, especialmente cuando el sol es débil. La energía llega de abajo, no de arriba. Me atrevería a decir que esta altura es marginal para la vida, como la Antártida o el fondo del mar en Tierra.
    Dozsa hizo una mueca a los bailarines. –¿Una inteligencia desarrollada donde toda la ecología flota? ¿Cómo es posible? No hay piedra para herramientas, no hay fuego... Rueda asintió.
    –Por eso confieso tener mis dudas acerca de estos animales, deliciosos, por otra parte. Caitlin se enderezó dentro de su arnés. –Vaya, vaya, ¿dónde habéis aparcado a vuestras imaginaciones? –desafió–. ¿No podéis pensar en cosas que flotan y pueden usarse, como quelpo y espinas de pescado, pero mejores? Si necesitáis algo que reemplace al fuego, ¿por qué no recordar los enzimas que catalizan la reducción de los compuestos orgánicos? ¿Y acaso sabemos por qué los monos antropomórficos se transformaron en hombres en Tierra? Nada de dogmatismos acerca del tema en un planeta extraño. Rueda se acarició el bigote.
    –Es cierto. Sin embargo, declino creer en la posibilidad de la electrónica sin materiales sólidos ni minerales disponibles. Sí, supongo que los Otros pueden hacer trucos con campos de fuerza puros. Pero ¿cómo vas desde aquí hasta allá? ¡No de un solo salto! La inteligencia nativa de Danu podría desarrollarse, ser tan noble y artística e intelectual como quieras, pero, por sí misma, no puede construir una civilización científico-tecnológica. –Se oyó una risa–. E pur si muove'. 1. Y, sin embargo, se mueve. (N. del T.) Hemos detectado sus transmisiones.
    Se hundió en el asiento. El cansancio quitaba relieve a su voz.
    –No importa. Me parece que esta gravedad está llegando a la médula de mis huesos. No puedo pensar muy bien. Espero que suceda algo más, pronto.
    Dozsa asintió. No había razón para que repitiera lo que ya sabían. Su permanencia allí estaba muy limitada en el tiempo. Los músculos podían adaptarse al elevado peso, pero el sistema cardiovascular, toda la distribución de fluidos del cuerpo humano, no. La sangre se estaba acumulando en sus extremidades inferiores; el corazón era cada vez menos capaz de alimentar al cerebro. La filtración de células podía provocar edemas y, eventual-mente, los daños serían irreversibles.
    Además, el casco no era impermeable. A esta presión, las moléculas de hidrógeno se introducían por el metal. Finalmente, la mezcla se volvería explosiva.
    –Bueno. Nuestro plan era quedarnos hasta la puesta del sol –suspiró Dozsa–. Quizá fuimos demasiado optimistas. Las distancias deben de ser enormes en Danu. Estos tipos, si son inteligentes, deben de ser los que estaban por aquí. Los otros... los Otros...
    –Los verdaderos Otros hubiesen llegado antes, ¿es eso lo que quieres decir, Stefan? –preguntó Caitlin. Nuevamente, él asintió.
    –Temo que tengas razón. –Caitlin volvió a mirar hacia afuera–. Pero ¡qué encantadores son, qué llenos de alegría!
    Dozsa llevó la Willlwaw a su anterior altitud y dirección. La danza continuó. Los visitantes observaron y registraron lo mejor posible.
    El sol color ámbar pasó al mediodía. Llegaron más danvanos.
    Ya no se podía dudar de su inteligencia. La danza se disolvió y los que habían traído equipo se hicieron cargo. Algunos llevaban objetos curiosos colgados de sus titánicas personas, otros guiaban vehículos de formas variadas (¿plataformas?, ¿pájaros?, ¿nautilus encerrados?) de los que sobresalían dispositivos (¿telescopios?, ¿telarañas?, ¿anillos enlazados?). No intentaron acercarse a la nave, sino que se quedaron justo debajo de ella y ajustaron sus aparatos.
    El receptor de radio captó sonidos ordenados, con la misma amplia gama de las canciones anteriores, pero evidentemente hablados.
    –Dadme cinco minutos –murmuró Rueda, y empezó a trabajar con un espectrómetro de reflexión que había sido instalado para él en la Chinook. Dozsa mantenía la lancha en un curso estable y a una velocidad estable, aunque un viento vespertino se estaba levantando, zumbaba fuera y hacía vibrar su estructura. Los dolores, el agotamiento, el peso de la gravedad quedaron olvidados.
    –¿Cómo responderemos? –inquirió Caitlin eufórica, e inmediatamente–: Vaya, sí; tengo una idea, si vosotros no tenéis otra mejor, muchachos.
    –El micrófono es tuyo –dijo Dozsa–. ¿Qué has pensado?
    –Una señal con una pauta, para mostrar que queremos comunicarnos. ¿Por qué empezar con las matemáticas? Saben muy bien que conocemos el valor de pi. Pero si podemos reconocer su música y disfrutarla, a fe que reconocerán la nuestra. –Caitlin metió la mano en la red que había a un lado de su asiento–. Suerte que pensé en traer mi sonador.
    Insertó un programa y tocó el teclado. Eine Kleine Nachtmusik brotó del instrumento.
    –Nos ofrecieron alegría –explicó–. Devolvámosla.
    Una pantalla en alta magnificación mostró que los de Danu reaccionaban. Por lo menos se movieron... ¿para discutir?
    –¡Ja! –dijo Rueda–. Lo que esperaba.
    Dio unos golpecitos al espectrómetro.
    –Esos vehículos, la mayor parte de esos chismes, son metálicos. No son aleaciones que pueda identificar, pero son metal, sin duda. Decidme cómo fueron extraídos en un planeta cuya superficie es de hidrógeno líquido caliente.
    –No los extrajeron –declaró Dozsa–. Vinieron de fuera.
    Vistos contra el cielo púrpura y una torre de nubes, dos portadores danvanos se juntaron. Uno de los pilotos se retiró llevado por sus alas de madreperla, el otro se quedó. Súbitamente, él y sus máquinas quedaron ocultos detrás de unas sábanas y cortinas de luz. Se extendían cada vez más, incluyendo todos los colores, una aurora artificial. Onduló un rato, como insegura. Después. ..
    –Jesús, María y José –susurró Caitlin–. Están respondiendo a Mozart.
    Tuvo que mostrar a los hombres que era así, que las luminosidades estaban en relación con las notas (no de forma simple, pero cada vez más fielmente, a medida que el artista desconocido iba entendiendo mejor las intenciones de un terráqueo muerto muchos siglos antes), hasta que el espectro y la escala musical fueron una sola celebración. Su comprensión del hecho no era estrictamente científica, demostrable por cualquier técnica analítica corriente; era la clase de intuición que tenían Newton o Einstein.
    Otras transmisiones y transformaciones lo confirmaron. Los intentos e intercambios televisivos fracasaron; evidentemente las electrónicas eran demasiado diferentes. Sólo la música y el resplandor podían decir y responder:
    –Hola, vosotros; os queremos mucho.
    El breve día se acercaba a su fin. Caitlin seguía en éxtasis, mientras sus compañeros se ponían cada vez más ceñudos.
    Finalmente:
    –Debemos marcharnos –dijo Dozsa–. No podemos hacer otra cosa.
    –Volveremos –Caitlin habló como en sueños. –No; difícilmente será así –le dijo Rueda en tono compasivo–. ¿No estábamos de acuerdo? Quedarse aquí o arriba, en órbita, significaría la muerte. Oh, sí; podemos estar equivocados acerca de eso pero ¿qué podemos hacer más que comportarnos según nuestras mejores deducciones? Y estábamos de acuerdo, ¿verdad?
    Ella inclinó la cabeza. La luz del atardecer la iluminó. Era dorada. Abajo, los danvanos aguardaban su próximo mensaje.
    Rueda se inclinó en su asiento para apretar con fuerza la mano que Caitlin le tendió.
    –Esos no son los Otros –le recordó–. No pueden serlo. Supongo que son una... una raza preferida. Una a la que los Otros pueden acercarse abiertamente, quizá porque son más felices, más bondadosos, más creadores que otros. Si es así, entonces los Otros les dan cosas de metal, para que puedan comprender mejor aún lo que son... artistas natos y ¿quién sabe qué más? Pero no científicos. No ingenieros. No pueden ayudarnos. Y nosotros, nosotros no podríamos sobrevivir mucho en este sitio, a menos que pusiéramos la Chinook en régimen de rueda y le impidiéramos partir para siempre. Y ¿con cuánta frecuencia visitarán los Otros a estos hijos adoptivos suyos? Quizá lo hagan la semana que viene, pero quizá no vengan hasta dentro de mil años. ¿Cómo podríamos saberlo?
    –Sí. –Caitlin enderezó los hombros para soportar el peso–. Nuestra mejor apuesta es seguir adelante.
    Rió, emocionada.
    –Hemos visto esta parte de lo que contiene el universo. Ahora, ¡al próximo mundo!
    Dozsa se mordió el labio.
    –Si es posible –dijo–. Todavía no hemos establecido contacto con la Chinook. Tendremos que abrirnos paso solos, sin ayuda, hasta el espacio abierto.
    Caitlin se liberó de su nostalgia.
    –Vamos, muchacho, vamos –instó–. Podrás hacerlo. Todavía tenemos que ver maravillas más asombrosas que las de aquí.


    29

    Yo era un chimpancé, nacido donde el bosque y la sabana se unen. Mi primer recuerdo es mi madre, abrazándome. La tibieza y los olores de su cuerpo, mezclados con la fragancia más marcada del pelaje y con los aromas de la tierra y la vegetación que nos rodeaba. Las hojas resplandecían, verdes-doradas encima de nuestras cabezas, y los rayos de sol se deslizaban entre ellas para manchar el suelo donde nos sentábamos. Mis labios buscaban entre su pelo áspero hasta que encontraban una teta y me alegraban colmando mi barriga.
    Después corrí, libre y ruidosa con la banda, salvo cuando un anciano enseñaba los dientes. Entonces una retrocedía respetuosamente. El Anciano, El, era como el cielo sobre todos nosotros, que enviaba sol o lluvia por igual y a veces rugía y brillaba hasta que temblábamos de terror: porque El nos guiaba hasta árboles seguros y frutos deliciosos. El nos enseñaba esa danza llena de muecas y aullidos que hacía alejar al leopardo.
    Aprendí dónde encontrar bananas y nidos de pájaros, insectos y gusanos. Después aprendí a humedecer una vara y meterla en los hormigueros que crecían bajo el resplandor de la sabana. Empecé a compartir la vigilancia mientras bebíamos en el río. Cuando crecí más, me transformé en la única hembra que se unía a las cacerías ocasionales, cuando seguíamos a algún animal pequeño, lo cogíamos, lo arrojábamos lejos, nos volvíamos locos con su carne, su sangre salada y sus huesos crujientes. Una locura más pura era saltar, balancearse, ir de rama en rama, transformarse en aire y velocidad, aferrar y soltar el árbol como un amante.
    El primero que me montó fue El. Su apretón era fuerte como el de una serpiente pitón. Gruñía y empujaba, y el olor de El me mareó. Pero después, cuando mis estaciones llegaban, prefería a otro entre los machos, el más gentil. Nos limpiábamos y tocábamos durante perezosos, encantadores ratos, o nos sentábamos cogidos de la mano en un matorral, contemplando la llanura que blanqueaba la luna.
    Había tantas cosas para admirar, el sol, el tiempo, una mariposa, elefantes, el rugido de los leones, el aroma de las flores, las criaturas que llegaban en conchas brillantes y seguían andando con dos largas patas, los guiños distantes de los fuegos que encendían a la hora del crepúsculo... Espiábamos, explorábamos, olfateábamos, masticábamos, escuchábamos, gritábamos nuestra alegría, o mascullábamos nuestra ira, o nos maravillábamos en silencio.
    La mayor de las maravillas era cuando mi incómoda pesadez me abandonaba, haciéndome daño, y dejaba un bebé que se aferraba a mí. Crecía, y terminaba por abandonarme o se quedaba muy quieto y yo lo llevaba, dolorida, intrigada, hasta que se ponía extraño; pero siempre llegaban nuevos bebés, nuevos amores.
    Una vez, el macho que más me gustaba me quiso cuando El también me deseaba y lo desafió. Pero pronto fue derrotado y, arrastrándose, ofreció el culo. Fue otro macho el que finalmente derrotó a El y se transformó en El. Una mañana, cuando nos despertamos, nos encontramos con el cuerpo que nos había dominado durante tanto tiempo, yaciendo al borde de nuestro claro. La brisa jugueteaba con su pelaje grisáceo. Las hormigas trabajaban. Los buitres llegaron. Nos alejamos porque, de algún modo, sentíamos temor.
    Después de que un cocodrilo cazara a mi compañero especial pasé a otra banda. Rango a rango, ascendí hasta ser la primera de las hembras. Nos ordenábamos de manera menos clara y sabia que los machos, pero sabíamos quién mandaba a quién. Por cierto que ahora, en mi madurez, ya no los temía, de El para abajo. Iban y volvían en sus absurdas empresas; nosotras soportábamos y en realidad la banda era nuestra... era mía. Yo cogía la mejor comida y los mejores lugares de descanso de las hembras, pero con frecuencia vigilaba a los niños, no sólo los míos, y los protegía de los peligros.
    Cada vez menos, volvían mis estaciones. Cada vez menos deseosa de movimientos, me dediqué a mirar hacia fuera del grupo, las sombras o la lluvia, a través de las llanuras, las estrellas por la noche, llena de un sentimiento de que había más cosas, más allá, de las que suponíamos.
    Súbitamente, desde la obscuridad, llegó el Convocador. Yo fui llevada y me transformé en Uno, por así decirlo, con el amanecer y los relámpagos. El árbol en cuyas ramas trepaba era el árbol que sostiene el mundo. Volvería a vivir mis días de chimpancé, ilesa, pero sería eternamente hechizada por un júbilo que en realidad, no podría recordar. Yo era Mamífero.


    30

    Con más de la mitad de su superficie en la obscuridad, el sol rojo cada vez más cercano al creciente iluminado, Danu seguía siendo sublime para el ojo. Al otro lado, un par de lunas destacaban entre los brillos que llenaban el firmamento.
    Martti Leino no soportaba la guardia. Sólo en su camarote, colgaba atado; sus manos estaban entrelazadas, con los nudillos blancos, salvo cuando daba un puñetazo contra el tabique y rebotaba y sus piernas colgaban, indefensas. Unas lágrimas oscilaban brillantes alrededor de su cabeza.
    –No, Dios, Señor, no –graznaba–. Por favor. No sabes lo que harías si la dejaras morir...
    Horrorizado:
    –¡Perdóname, Señor! No debí decir eso. Pero sálvala. Tú puedes. Lo harás, ¿verdad? Por favor...
    Respiró rítmicamente, hasta que su cabeza giró y sus miembros hormiguearon, pero, finalmente, pudo decir en finés, con voz llana:
    –Martti, chico, eres un caso clásico de histeria. ¿Lo sabes? Bueno, ya basta. Eso no ayuda a Caitlin. Reza un poco, si quieres, pero no le digas a Dios lo que debe hacer y ocúpate de tus cosas.
    –¡Ay-y-y-y! –aulló, retorciéndose.
    Estaba nuevamente un poco más controlado cuando la puerta sonó.
    –¿Eh? –preguntó estúpidamente en voz alta.
    La llamada se repitió.
    –Entre –dijo hipando. El timbrazo se repitió y recordó que se había encerrado, para que no lo molestaran, cuando empezaron los temblores. Bueno... soltándose de su litera dio una patada para ir hacia la puerta, erró el cálculo, se golpeó contra la mesa y cometió una serie de equivocaciones absurdas antes de lograr abrir el pasador.
    Frieda von Moltke entró, interrumpió su vuelo sujetándose en el marco, echó una buena mirada a Leino y cerró la puerta. Como él se limitaba a mirarla con la boca abierta, tomó la iniciativa:
    –Vaya, estás peor de lo que suponía.
    El cerró la boca.
    –¿Qué quieres? –consiguió decir.
    Ella lo cogió de los brazos. Flotaron, con una ligera rotación que hizo girar el camarote alrededor de ellos.
    –Vi que te estaba poniendo frenético –dijo ella–. Te marchaste. Bien, pensé; quizás una copa, un tranquilizante, una siesta. Se calmará cuando nadie lo mire. Pero tardabas en volver.
    El le dio la espalda.
    –Ellos tardan demasiado en volver.
    –Sí, hace horas que no podemos comunicarnos y ahora deben de estar alejándose del planeta, si aún están vivos, sin que nadie los guíe. Sería muy malo que perdiéramos la lancha.
    –Jesu Kriste, ¿te importa eso?
    Ella lo abrazó con fuerza.
    –Martti, querido, escucha. En mi familia todos han sido soldados, desde que hay crónicas. Ellos sabían lo que es perder un amigo. Ich hat' einen Kameraden...' ja. Lo lloras. Pero sigues adelante.
    El apretó los puños.
    –Si piensas... sólo una amiga...
    1. Primera estrofa de la conocida canción Yo tenía un cámarada. (N. del T.)
    Frieda asintió para sí misma. Interrumpió su vuelo cuando pasaban junto a una silla, enganchó un pie en ella, siguió sujetándolo con la mano izquierda y usó la derecha para cogerlo por la barbilla.

    –Así no le sirves a nadie, ¿sabes? –dijo suavemente.
    –Sí. ¿Y quién no está así? Toda la tripulación está aguardando, sólo eso. ¿Qué podríamos hacer?
    –Podemos darnos ánimos, estar preparados para mañana –dijo ella–. Podemos consolarnos mutuamente. Para eso he venido. Llora, si quieres. No tiene nada de malo. Vi llorar muchas veces a mi padre cuando íbamos a poner flores al cementerio a sus antiguos compañeros de la guerrilla.
    –Frieda, Frieda. –La abrazó, enterró la cara en su pecho y se estremeció. Ella lo acariciaba.
    –¡ATENCIÓN! –atronó el intercom–. ¡Todos! ¡Escuchad!
    Ambas cabezas miraron hacia allí. –Escuchad. –La voz de Brodersen era extraña; parecía estar llorando–. Mensaje de la Williwaw. Están... están bien. Vuelven hacia aquí. Volverán dentro de dos, tres horas. No encontraron nada que pueda ayudarnos, pero ¡están vivos! ¡Vuelven!
    –¡Ya-a-a-ah! –gritó Frieda, abrazando a Leino contra su cuerpo. El flotó como un muñeco de trapo, moviendo los labios. En medio de sonidos desconocidos, ella oyó: –Señor, gracias... Cristo, gracias... Después de unos minutos, Brodersen hizo un anuncio con más calma. Joelle podía conducir la lancha hasta aquí y él personalmente se encargaría de atracarla. Todos los demás podían dormir. Ciertamente, los tres de la Williwaw necesitarían hacerlo. Dentro de unas doce horas, o lo que fuera necesario, se serviría el desayuno y los exploradores harían su informe. Luego, probablemente, la Chinook volvería a la máquina T para dar otro salto. Eso llevaría más de un día terrestre. Mientras tanto, organizarían una buena fiesta para celebrarlo.
    –Buenas noches. Verdaderamente buenas, ¿eh? Muy buenas noches.
    (La Chinook entró en el cono de sombra de Danu y la mitad del cielo desapareció.)
    –Lo celebraremos en seguida. –Frieda rió y besó a Leino.
    El retrocedió.
    –¿Qué quieres decir?
    Los ojos azul porcelana de Frieda se abrieron mucho.
    –¿Qué supones, chico? Los dos estamos contentos.
    El se alejó de ella. Mientras flotaba, extendió las manos, negándose.
    –No. No estaría bien. Daré gracias a Dios.
    –Sí, claro. Pero después...
    –¡Vete! –gritó él–. ¡Sal de aquí, golfa! No; lo siento. No quise decir eso. Pero... bueno... por favor, Frieda, vete. Tus intenciones son buenas, pero vete.
    Ella lo contempló unos instantes y se marchó.
    Brodersen tenía que liberarse de su inquietud. (Pegeen, Pegeen.) Habitualmente, en esas circunstancias hacía ejercicio, pero ahora eso hubiese sido intolerable. Por lo tanto, hizo una inspección. Todo estaba en orden, él lo sabía, pero el gesto lo ayudaba, le daba la sensación de que hacía lo posible por el pequeño mundo que, muy posiblemente, sería el suyo y el de Caitlin hasta su muerte. No es que él fuera su Dios... no, ¡de ningún modo! Sólo sentía la necesidad de dar lo que podía dar.
    Adiós, Lis, pensó mientras volaba por los pasillos silenciosos. Adiós, Mikey, chico. Seguramente te irá muy bien y quizá ni siguiera me recordarás. Adiós, Bárbara, cariño. Tú podrás... ¿Por qué será que me preocupo más por ti, Babsy? Cuando crezcas serás como tu madre, una mujer independiente, capaz de dar vuelta al mundo si se atreve a amenazarte.
    Os echaré de menos, hijos míos. En realidad no deseo que me echéis de menos, pero seria bonito pensar que me recordaréis con cariño.
    Dobló una esquina, agarrándose del metal para cambiar de dirección. Lis... ¡Maldita sea, Lis, te amo!
    También te amo a ti, Pegeen, ¿y cómo diablos voy a medir entre vosotras dos, y por qué iba a hacerlo? Lis ha sido abandonada, pero puede tener otro hombre, si quiere, o muchos hombres, y vivir una vida larga y plena. Pegeen está aquí, pero lo más posible es que muera joven en el espacio, con todos nosotros, y yo no valgo tanto.
    Brodersen logró sonreír. No me siento culpable. Esto ha sido una guerra y las cosas sucedieron así, y si cometí errores la oposición también lo hizo. Lo que sucedió fue una vergüenza, pero tanto Lis como Pegeen me darían de patadas si empezara a lamentarme ahora. Me dirían que siguiera intentándolo.
    Triunfante, pasó por él la idea: Pegeen está viva. La veré dentro de un par de horas.
    La amplia puerta de la sala de reuniones apareció. No había razón para entrar allí, pero lo hizo. Y oyó sollozos. Se cogió de una mesa en la que se jugaba a varios juegos, sintió la reacción en sus músculos y quedó anclado en los dedos. Las pantallas visoras mostraban un eclipse total. Danu, bautizado por Caitlin, era un monstruo, no totalmente negro, sino misteriosamente iluminado y con anillos carmesí, mientras a su alrededor las estrellas resplandecían y pasaba un par de lunas. El murmullo de los ventiladores subrayaba el silencio. Los ciclos normales de temperatura saludable e ionización habían refrescado el aire, que tenía un subliminal aroma nocturno.
    Susanne Granville, acurrucada en un rincón, parecía un borrón de tinta. Con una mano aferraba el respaldo de una silla y con la otra se cubría la cara. La luz del cielo era suficiente para ser despiadada.
    Brodersen dio una patada y voló a través del frío. –Eh, Su, ¿qué te pasa?
    –¡Oh...! –Trató de respirar hondo mientras él se detenía junto a su silla–. Lo siento. No es... no importa. –Oh, vamos. –Volvió a pensar que era una chica muy dulce, que le gustaba mucho y sí, que la respetaba. Tímidamente, apoyó un brazo en sus hombros–. ¿Tienes problemas, Su?
    –Yo... lo siento... Tendría que haber ido a mi camarote. ..
    –¿Pero? –Se acercó un poco más a ella. –Allí no hay nada. Aquí se puede ver la galaxia. –Hundió la cabeza en el pecho de Brodersen.
    Poco después la levantó –él distinguió su cara fea a la luz de las estrellas– y confesó:
    –Yo... te pido perdón, Daniel, buen amigo. Está mal que llore cuando vuelven sanos y salvos, ¿no? Pero... –sus ojos, sus bellísimos ojos lo miraron–. Una cosa. No tienes por qué darte prisa con esto. Tienes problemas más urgentes. Pero... Jadeó.
    –Estamos perdidos en la eternidad. Por favor, cuando tengas tiempo... ¿Qué puedo hacer?
    –Ah... –murmuró él, sintiendo que ella también era una mujer (sin deseo, porque Caitlin desembarcaría pronto, pero con un súbito afecto especial)–. ¿Te han dejado fuera de la conexión?
    –No me lo han prohibido. Pero Fidelio y la doctora Ky lo hacen todo... –Sintió que se ponía tensa y vio a la luz de la Vía Láctea cómo se esforzaba por controlar sus labios–. ¿Qué me queda, Daniel? ¿Cómo puedo ayudar?
    Le dijo unas cuantas frases amables y la acompañó a su camarote, donde le dio un sedante y un beso fraternal antes de marcharse. Cuando la puerta se cerró detrás de él, se preguntó qué diablos podría encontrar para ella.


    31

    Como las observaciones confirmaban que no había peligro, el autopiloto guió la aceleración de la Chinook hacia la máquina T. En camino, la tripulación celebró una fiesta. Brodersen recomendó echar la casa por la ventana, sin escatimar la bebida, la hierba o cualquier otra cosa. Primero, Caitlin, ayudada por Susanne, preparó gran cantidad de canapés y Weisenberg fabricó nuevos ornamentos para la sala de reuniones en su taller, objetos coloridos de metal o de plástico.
    –Damas y caballeros –declaró el capitán cuando su gente estuvo reunida–; nos enfrentamos con la grave necesidad de emborracharnos, de emborracharnos como cubas, de beber como peces... y me refiero, por supuesto, al Nivel Internacional de Peces Curda, cuya condición se determina por medio de un encefalograma, después que han consumido un litro de whisky escocés legítimo por cabeza.
    –No; irlandés –requirió Caitlin levantando su copa–. Slainte go fail leat.
    Se sonrieron. Aunque estaba dolorida a causa del peso y el accidentado vuelo, pocas veces le había hecho pasar un rato mejor que cuando despertó, después de la llegada, salvo, quizá, los siguientes.
    –Brindo por nuestras nobles personas –dijo Brodersen, dirigiéndose a la tripulación.
    La mayoría de sus respuestas fue nominal. Las consideró. Las pantallas visoras exhibían esplendor: el hemisferio iluminado de Danu alejándose en el cielo, pero todavía enorme, el sol como un rubí, estrellas, y el río galáctico y estrellas. Nadie miraba... quizá no fuera a propósito, pero parecía que estuvieran dando la espalda al cosmos.
    Carlos Rueda parecía alegre. Frieda von Moltke le había dado una bienvenida digna de un rey. Sin embargo, esta noche jugaba más bien con Stef Dozsa, aunque éste parecía severo. Phil Weisenberg exhibía una sonrisa calma y cortés. Su había recuperado algo de moral ayudando a Caitlin, pero pese a eso, Brodersen veía preocupación en su cara. Joelle Ky se había sentado algo alejada y dedicaba su atención a Fidelio... de forma casi ostentosa, lo que no era su estilo. Era fácil darse cuenta de que Martti Leino no había dormido muy bien e, hiciera lo que hiciera, no podía alejar su mirada de Caitlin.
    Está enamorado de ella, pensó Brodersen. Es comprensible. Quizá ella debería... o quizá no. No lo sé. Podría provocar más problemas de los que solucionase: es un tipo tan intenso... Y ¿qué puedo hacer con respecto a Joelle? Hay algo que la está devorando, también a ella. No estoy seguro de qué es. Apoyó un brazo en los hombros de la chica que estaba a su lado, sintió su flexible esbeltez, respiró la fragancia de su juventud. No me gusta privarme de ningún rato que pueda pasar con Pegeen.
    Rió.
    –¿Qué es lo gracioso, corazón? –preguntó ella.
    –Nada –dijo apresuradamente Brodersen. ¡Ja! Aquí estoy yo, dando por sentado que soy un regalo de Dios para la femineidad doliente y que una noche conmigo hará ronronear a Joelle. Joelle...
    –Oye, ¿qué te parece un poco de música? Música tuya, quiero decir. Ahora que has vuelto. –Rozó con la boca la maravillosa suavidad de su mejilla y prácticamente sintió que los ojos de Leino lo apuñalaban, y sin duda Leino no era el único. Será mejor que deje de exhibir lo que yo tengo y ellos no. Pero ¿cómo lo consigo?
    –Bueno, si la gente lo quiere. –Caitlin hizo una pausa–. No, en vez de un recital, ¿qué os parece si bailamos? Seguramente no hay nada mejor para aflojar la tristeza.
    –Estamos un poquito cortos de mujeres –señaló Weisenberg–. Cuatro. Bueno, Fidelio y yo comeremos pavo.
    –Tres –dijo Joelle–. No me contéis.
    –Oh, no –protestó Brodersen–. ¿Por qué?
    Como ella seguía obstinadamente sentada, se acercó y le dijo en voz baja:
    –Siempre te gustó ir a bailar cuando salíamos juntos. ¿Qué ha pasado? –La mirada de ella parecía doblemente obscura–. Te necesitamos. La desilusión de Danu fue un golpe fuerte. Si no nos alegramos un poco, nos costará seguir adelante. Por favor, Joelle.
    –¿Y Fidelio? –respondió ella también en inglés–. Nadie se preocupa por sus sentimientos. Como si la hubiese oído, Caitlin gritó: –Oh, no necesitamos parejas; una danza de figuras, una jiga... sí, Fidelio también. ¿Por qué no? En Beta también deben de saltar para divertirse. –Soltó una risita–. A fe mía que será muy especial. La primera danza interespecies de la historia humana.
    Brodersen interrogó al extraterrestre acerca del baile, en español. Se sorprendió ante el entusiasmo de su respuesta afirmativa.
    –Entonces, estamos de acuerdo –dijo Caitlin–. A ver cómo podemos agitarnos. Dadme unos minutos para buscar un ritmo que nos sirva.
    Y tomando su sonador, lo programó para sonido de acordeón y tocó mientras ensayaba pasos. Su vestido amarillo ondulaba sobre las ágiles y esbeltas piernas y el cabello color bronce caía libremente.
    De algún modo, esa visión, seguida por sus instrucciones, cambió el estado de ánimo de todos. Cuando comenzó el verdadero baile, con música del banco de datos, hasta reían... al principio de su propia torpeza, como cuando Rueda pisó la cola de Fidelio; después, de bromas y burlas, aunque no eran muy graciosas. Su sangre volvió a pulsar tibiamente; su ligero sudor hizo que se olieran unos a otros como carne; los pies que golpeaban, las manos cogidas, los ritmos, los hicieron plenamente conscientes de que estaban vivos.
    Después de unas vueltas comenzaron a separarse para beber, hablar o divertirse. Comenzó una partida de tenis de mesa. Caitlin cantó su «Canción de verano» para Wei-senberg, Rueda, Susanne y Prieda. Más tarde, se formaron parejas para bailes más tranquilos. (Brodersen y Susanne fueron decorosos, Dozsa y Frieda todo lo contrario, pero otras combinaciones variaron. Leino hizo gala de alegría alcohólica cuando tuvo a Caitlin en sus brazos, y Joelle se apretó con fuerza contra Brodersen.) Fue una fiesta muy buena.
    Alrededor de la mitad de la fiesta, Caitlin se encontró diciendo a los demás:
    –Sí, somos afortunados; eso es lo que somos. Habéis visto las cintas de Danu. Si no os emocionasteis, habría que tiraros por la escotilla, porque ya estáis muertos. Y no son nada comparadas con la realidad. Yo lo disfruté, pero no seré egoísta. Os cederé vuestro turno en la próxima maravilla y en la otra, y en la otra. Si nunca volvemos a casa, los dioses habrán derramado más aventuras en nosotros de las que tuvo nunca nuestra raza. –Hizo sonar un acorde en su instrumento–. ¿Y quién dice que no volveremos? El universo es nuestro y no veo límite ninguno para nosotros... ninguno.
    –¿No has estado componiendo una balada sobre ese tema? –preguntó Brodersen con la lengua un poco torpe–. Me parece que te he sorprendido un par de veces en eso desde que volviste.
    No había tocado el tema hasta entonces porque a ella no le gustaba hablar de cosas que no estaban terminadas. Eso se llevaba el mana, decía. Además, inmediatamente le hacía pensar en otras cosas. Ella asintió. –Sí, así es.
    –¿La has terminado? –dijo precipitadamente Leino–. Por lo que más quieras, Caitlin, ¡cántala!
    –Si lo deseáis –dijo ella. Hubo un aplauso–. Bueno, no es sobre nosotros, ¿comprendéis? Es acerca del futuro, cuando todos los humanos viajen libremente como hacemos nosotros ahora. Porque lo harán, lo harán.
    Se subió a una mesa, se sentó con los pies descalzos balanceándose y transformó el sonador en una guitarra.
    La Vía Láctea en una pantalla coronaba su cabeza erguida.

    Sopla un mentó como un clarín.
    Es hora de que me vaya
    Desde las nubes veraniegas
    En dulces cielos
    Donde la luz llega como una lanza,
    Desde las noches de luna y rodo;
    Pero por lejos que vagabundee
    Mi canción añorará a lo lejos
    Una nota, un compás,
    Una melodía
    En memoria de ti.
    Las estrellas que brillaban suavemente están severas
    Sobre nuestra querida tierra
    Pero yo debo alejarme, hacia lo alto,
    Y espero que tú comprendas.
    Donde arden soles desconocidos
    Sus mundos vivos giran.
    Una danza desde el amanecer
    Hasta el día, hasta la obscuridad,
    En las cimas de las montañas y el mar
    Sigue eternamente.
    Aunque ignorantes nos equivocamos,
    Y la muerte puede arrastrarnos abajo,
    Una nota, un compás,
    Una melodía
    Hasta entonces sonará en mi.
    Qué milagros habitan allá,
    Qué mente sabia y extraña,
    Qué empresas puede intentar el hombre,
    Sólo podemos ir a averiguarlo.
    Pero sin embargo, en todas las maravillas.
    El resonar del trueno
    Que se hace más veloz
    En esos cielos vírgenes
    Cuando por primera vez ven nuestras naves,
    Una nostalgia golpea como un látigo.
    Cantaré en la fundación de naciones
    Entre las constelaciones
    Una nota, un compás,
    Una melodía.
    Recordando tus labios.
    Y cuando finalmente tu fugitivo
    Vuelva desde el abismo
    De la obscuridad llena de estrellas al día común,
    Perdóname con un beso.

    Horas después, Weisenberg explicó que era viejo y se retiró con paso nada firme hacia su cama. Fidelio lo siguió pronto. (¿Todas las razas inteligentes necesitarían retirarse periódicamente al mundo de los sueños?) Frieda se llevó a Dozsa. Brodersen condujo a Joelle a un rincón donde se sentaron y hablaron muy seriamente en voz baja. Leino se dedicó a Caitlin. Cuando se dedicó a ignorar marcadamente a Rueda y Susanne durante un rato, aunque Caitlin les hablaba, el peruano sonrió irónicamente y sugirió a la conexión la idea de refrescar sus copas... después de lo cual la condujo, con la mano en su codo, hasta la pantalla donde brillaba Danu y colocó dos sillas para ambos. Las luces habían disminuido; la mayor parte de la iluminación llegaba de fuera, suave y llena de sombras. Por un altavoz, también atenuado, se oían los conciertos de Brandenburgo de Bach.
    –¿Quieres escucharme? –La pipa de Brodersen trazó un arco. Una nube perfumada se arrastraba tras ella–. Has estado tratando horriblemente mal a la pobre Su. La has herido. No podemos permitirnos ese lujo, con ninguno de nosotros.
    –¿Y qué quieres que haga? –replicó Joelle–. Admito que le grité una vez, aunque no había hecho nada malo. Pero después le pedí disculpas, ¿no? ¿A qué más estoy obligada?
    –Bueno, deja de echarla de su trabajo. Ayudante del contramaestre no es suficiente. Caitlin me ha dicho... oh, esto es estrictamente confidencial... me ha dicho que debe fingir que no puede con una serie de tareas, para hacer que Su se sienta necesaria. Eso es duro para Caitlin; tiene su propio orgullo. Y de todos modos, no es mucho lo que se puede hacer por ese lado.
    –¿Me estás pidiendo que le invente trabajo? Dan, no puedo. Se daría cuenta inmediatamente y se sentiría doblemente herida, ¿no? Además, no puedo desplazar a Fidelio. Ya fue muy desagradable cuando tuve que hacerme cargo de guiar la Williwaw porque tiene muy mal acento en español. –Joelle cogió la muñeca de Brodersen–. Le prometí que se encargaría de todas las computaciones que pueda hacer, desde la conexión más elemental para arriba. No le queda nada más, Dan, y morirá pronto.
    El contempló en silencio los rasgos fatigados y la estructura interna que no había cambiado.
    –Sabes –dijo finalmente–; en realidad no eres la intelectual distante que afirmas ser.
    –¿Lo he hecho? Juro que no fue a propósito.
    –No... supongo que no. –Meditó–. Súbitamente, después de tantos años que te conozco... Joelle, empiezo a pensar que eres la persona más inocente que he conocido en mi vida.
    Ella se apoyó contra él, no con la engañosa suavidad de Caitlin, ni la vitalidad de Lis, sino con la torpeza que él recordaba. Nunca había aprendido matices.
    –Y... tú... no eres exactamente duro por dentro... tampoco, ¿verdad? –tartamudeó.
    Rueda y Susanne intercambiaron recuerdos de Europa. Tenían muchas catedrales y museos que compartir. El verdadero placer llegó cuando averiguaron que también tenían en común posadas y cafés. Cuando hablaba de ellos, Susanne se llenaba de vida. También había estado en Perú, pero sólo había visto los lugares corrientes. El disfrutó hablándole de los otros.
    –Si volvemos... podría ser, sabes, podría ser... te llevaré allí –prometió.
    –Eres muy bueno –dijo ella.
    El extendió las manos con las palmas hacia arriba.
    –No; me gustará. Para ser franco, te diré que hasta esta guardia vespertina me habías parecido... bueno, algo descolorida. Estoy encantado de haber descubierto que me equivocaba.
    Ella se sonrojó y bajó los ojos.
    Viendo que estaba confusa, él se puso serio; ese tono era más fácil para ella.
    –Además, estamos en las mismas, ¿no? Ambos somos esencialmente superfluos... piezas de recambio, en el mejor de los casos.
    Ella miró hacia Danu.
    –No; tú fuiste al planeta.
    –Justamente porque no soy insustituible. No es nada seguro que vuelvan a necesitarme de nuevo para algo parecido. O, aunque sea así, tendremos que llenar días y semanas entre esas ocasiones... nosotros dos... ¿no?
    Ella hizo una mueca.
    –¿Cómo?
    –Debemos inventar algo. –Chasqueó los dedos. Una idea acababa de nacer–. Mira, Susanne. Lo que no hay en esta nave son científicos calificados. Quiero decir de laboratorio y de campo. Pero lo que sí hay es un banco de datos que contiene la mayor parte de los conocimientos humanos, por no hablar de Fidelio que, sin duda, disfruta comunicando su sabiduría. ¿Por qué no nos transformamos en expertos? Ella levantó los ojos. –Nom de Dieu!'
    –Tendremos que pensar mucho –siguió él– y estudiar, y hacer experimentos, y... Tú química, quizá, yo planetología... o cualquier otra cosa útil para la que tengamos talento. Su, ¡tenemos trabajo por delante!
    Cuando se sentaron, Leino se sintió suficientemente audaz como para tomar el pelo a Caitlin.
    –Esa última canción tuya –dijo–. Creí que te oponías totalmente a la idea de papeles sexuales específicos. Pero tus versos hablan de «él» yendo al espacio. ¡Qué vergüenza!
    Ella lo miró y frunció la nariz.
    –Para que te enteres, chico, «hombre» en ese contexto, no significa «macho humano adulto», sino «humanidad». ¿Por qué no podría tratarse de una mujer en el espacio, y él esperándola?
    Fingió preocupación.
    –Oh, te cobraré esto, Martti Leino, lo haré. Ya verás cómo será mi próxima canción.
    –Lo siento –exclamó él. Sus rasgos mostraban preocupación–. No quise ofenderte.
    Ella tomó una de sus manos entre las suyas.
    –No estoy ofendida. De veras. No seas tan vulnerable, amor.
    El bajó la cabeza y murmuró:
    –Lo soy, cuando se trata de ti.
    Ella llevó su mano derecha a la cabeza del muchacho, a lo largo de la sien, la mejilla, la oreja y la mandíbula, y luego hacia la nuca donde sus dedos recorrieron los cabellos.
    –Oh, eres un chico encantador.
    El se puso incoherente. Su puño martilleó en su muslo.
    –Caitlin... me molestabas... soy cuñado de Daniel, ¿recuerdas? y Lis... Pero no eres lo que pensaba. Eres maravillosa. Das. Eres adorable. –Trató de respirar–. Perdóname. Era el whisky quien hablaba.
    –¿No eras tú? –preguntó ella tiernamente.
    –¿Para qué serviría?
    Caitlin lo abrazó. Por encima de su hombro espió a Brodersen, que rodeaba con el brazo los hombros de Joelle. Intercambiaron miradas y, después de un momento, signos de «todo bien» que nadie más vio. Susanne y Rueda fueron los últimos en marcharse. Habían estado hablando con demasiada animación para detenerse, hasta que, finalmente, la naturaleza los obligó a bostezar. El la escoltó hasta su puerta.
    –Buenas noches, Carlos –dijo ella–. O más bien, buena guardia matutina.
    El oyó la nerviosidad de su tono, se inclinó y le besó la mano.
    –Buenas noches, Susanne –dijo, y se fue.
    De acuerdo al programa, el autopiloto de la Chinook la puso en órbita a cierta distancia de la máquina T. La vuelta a la ausencia de peso despertó a algunos de los que dormían después de la juerga. Quienes tenían más experiencia, simplemente cambiaron la marcha del sueño.
    Brodersen estaba en su despacho, revisando cifras... La Williwaw había gastado muchísima masa de reacción en su viaje y quería una estimación de cuánta más se atrevería a gastar... cuando Caitlin entró.
    –Vaya, hola –dijo, alegre–. ¿Cómo fue todo?
    Vio que estaba preocupada, se desprendió el arnés y se catapultó para abrazarla. Ella retrocedió.
    –Pero ¿qué sucede, cielo?
    –Oh, no lo sé, no sé –dijo ella apoyada contra su hombro. Flotaban juntos–. Dime primero cómo te fue con Joelle.
    –Oh... bien. Dos o tres veces. Por supuesto no fue tan bueno como contigo, macushla , pero bien. No creo que se repita con frecuencia. Francamente, no es por hablar mal de ella, espero que no. Te prefiero a ti.
    –Y yo a ti. –Se estremeció.
    –Aguarda, ¿no vas a decirme que Martti te hizo daño?
    –No, no. Estaba muy borracho, pero me trató como a una frágil princesa. Pero no pudo hacer nada, Dan, nada. Pese a todo lo que intenté. Tampoco en esta última hora, después de haber dormido, y haber eliminado el alcohol. Se puso a llorar. No dejarás que sepa que te conté esto, ¿verdad?
    –Claro que no.
    –¿Crees que debo intentarlo de nuevo? El me dijo que no, pero ¡qué porquería es una mujer que no puede ayudar a su amante! –Caitlin sintió que Brodersen se ponía tenso–. No; será mejor dejarlo solo con su pena.
    –Creo lo mismo. Dime que no estoy siendo codicioso.
    –No, mi amor, no.
    El rió y la estrechó.
    –Bueno, Pegeen, soy el capitán de este Holandés Errante y puedo decidir los horarios. De acuerdo, nos tomaremos un descanso extra antes de hacernos cargo de nuestras obligaciones...


    32

    A medida que la nave se adentraba en el campo del pórtico y la imagen de Danu se volvía borrosa, Brodersen se preguntó si Caitlin lamentaba despedirse del mundo que la había encantado y que, seguramente, nunca volvería a ver. ¿O estaría demasiado absorta por su ardor de exploradora? Cómo deseaba que estuviera aquí, en el centro de mando, a su lado, donde se sentaba ocioso. ¿Había alguna buena razón para que no lo hiciera? Bueno, sí; en su papel de oficial médico, debía estar en la enfermería, donde se encontraba, por si acaso. Pero cualquier «acaso» sería, con seguridad, letal para cualquiera.
    Llegó algo de peso en un susurro de cohetes químicos durante unos minutos. La Chinook se dirigía a la última baliza. Era de color plateado. Fidelio había sugerido con insistencia tocar todas las bases antes de dar el salto. Todos esos hitos, considerados en conjunto, debían tener una finalidad, debían llevar a otras máquinas T, pero era posible –y hasta probable– que sus constructores no hubiesen tenido razones, o tiempo, para colocar una máquina.al final de cada uno de los senderos más cortos. Muchos de éstos podían dar al espacio interestelar vacío, como cualquier ruta al azar alrededor del cilindro. Era cierto que el orden en que se recorrían las balizas significaba toda la diferencia. Nueve de ellas, el total alrededor de esta máquina, significaban más de un tercio de millón de destinos. ¿Los habrían visitado todos los Otros?
    La Chinook siguió la ruta más obvia y simple, de fuera hacia adentro, haciendo los zigzags que requerían el mínimo gasto de energía. Tenía que llevar a algún sitio... si los Otros apreciaban la elegancia en ingeniería... si no se habían visto obligados por factores externos...
    Bueno, si no había nada detrás de este pórtico, los náufragos tendrían que aceptar la vida en el vacío. La aceleración cero sólo podía ser tolerada por un período limitado; después, el peso se volvía esencial para la salud. Si aceleraban continuamente, la masa de reacción se acabaría en seguida. Por tanto, no habría más remedio que poner la nave en «régimen de rueda», hacerla girar con un radio de giro lo suficientemente amplio para minimizar las variaciones centrífugas y el efecto de Coriolis. Los diseñadores habían previsto la eventualidad al hacer las modificaciones en las naves de tipo Reina. El casco podía dividirse en dos partes, separando la mitad delantera de la trasera. Eso requería gran cantidad de trabajo, parte del cual sólo podía hacerse con junturas explosivas, pero la posibilidad existía. Un cable lo suficientemente fuerte para soportar la tensión seguiría conectándolas. Mediante los cohetes laterales podrían separarse un par de kilómetros, y los mismos motores las harían rotar. Una seudogravedad como la de Tierra prevalecería a bordo. El cable llevaría la energía del reactor a los alojamientos. Y otra Rueda comenzaría a girar por el espacio: otra prisión.
    Brodersen hizo un mueca, no por primera vez, ante la perspectiva de realizar ese trabajo con una tripulación inadecuada. Era infernalmente más complicado de lo que parecía. El mero hecho de equilibrar las masas de los hemisferios, por no hablar de salir al exterior con trajes espaciales...
    Pero lo haremos, de algún modo, si no hay más remedio, se prometió. Y olvídate de esa espantosa palabra, «prisión, ¿eh? ¡Pegeen estará aquí!
    Para morir, finalmente.
    Agitó el puño en el aire y dirigió su atención hacia afuera. El cilindro brillaba, cercano. Se preguntó cómo sería para Joelle y Fidelio percibirlo directamente a través de los instrumentos mientras pilotaban la nave, a través de fuerzas que negaban el espaciotiempo. Era una experiencia que debía de estar más allá de las palabras; mística, quizá transmística. Sería mejor que se atuviera a lo práctico. Ambos holotetas estaban conectados porque ellos mismos ignoraban en donde emergían, qué tendrían que entender y hacer instantáneamente.
    Y aquí llega la baliza, muy cerca, a babor.
    La sirena gritó su advertencia. El casco giró y se precipitó hacia adelante. La Chinook pasó.
    Primero miró hacia todos lados, buscando una máquina T. El corazón redoblaba en su pecho. La vio, a lo lejos, una vara recortada contra la obscuridad, y lanzó un grito de alivio.
    Después adquirió conciencia de la obscuridad. Ninguna estrella brillaba tras esa vara. En cualquier dirección que mirara, todo estaba vacío: sólo había noche. A lo lejos, ardía una misteriosa chispa blancoazulada, en medio de una bruma perlada que se extendía a los lados, como alas. En otro sitio, muy alejado, distinguió débiles puntos luminosos y unos pocos resplandores pequeños y borrosos. Con los motores apagados, la nave caía silenciosamente por la obscuridad.
    –Dios mío –murmuró Brodersen–. ¿Dónde estamos? La actividad surgió en él. Fue hacia el intercom. –Capitán a tripulación. Informad. Unas voces temblorosas le dijeron que nadie había sufrido daños, todavía.
    Joelle habló la última, como en sueños. –Fidelio y yo pensamos que ya sabemos lo que ha sucedido. Es muy extraño... –Bruscamente, como una máquina–: Necesitamos más datos. Acelerad a cuarenta y cinco grados de nuestro radio vector actual alrededor del sol que veis, hacia dentro. Comenzad los programas de observación planeados y estad preparados para recibir nuevas instrucciones.
    –De acuerdo –dijo Brodersen. Una pequeña parte de él se preguntó por qué su obediencia era tan automática. La Joelle que recordaba, que gustaba de él y complacía sus deseos de compañía, y hasta de la pequeña parte de sus conocimientos que él podía asimilar,
    pero en el fondo, siempre se mantenía distante, y no existía. Unas pocas guardias nocturnas atrás había abrazado a una mujer mayor, que se comportaba como una solterona, patéticamente deseosa de él al principio, ansiosa después a su manera y de aspecto desvalido cuando se quedó dormida. Desde entonces, se había dedicado a discutir contingencias con quienes manejaban los instrumentos, había pasado la mayor parte de su tiempo libre en su camarote y casi no hablaba en la mesa... avergonzada, suponía, aunque no podía comprender por qué.
    Pero su cerebro sigue siendo bueno, y en este momento se ha intensificado más allá de mi pobre imaginación. El peso volvió. Brodersen conocía por lo menos tres maneras de estimar la velocidad. Medidas Doppler; exploración de condiciones ambientales, como el viento solar; cámaras detectando planetas como rayas sobre el fondo de las estrellas. Pero ¿dónde están las estrellas? Este sistema no tiene nada para nosotros.
    Tendría que quedarse en el centro de mando hasta estar seguro de que todo iba bien. Pero, a menos que se produjera una emergencia, era innecesario. Manoseó controles y observó contadores, tratando de averiguar algo. La ñereza blancoazulada que Joelle había llamado sol era realmente brillante; la óptica detenía su potencia. Estaba dando a la Chinook una iluminación comparable a la que Sol da a Tierra, pero aun con una elevada magnificación, el disco parecía pequeño, sugiriendo que estaba muy, pero muy distante. Explorando y amplificando selectivamente, logró encontrar una compañera, amarilla, casi perdida en el resplandor.
    Las manchas borrosas que había en el cielo resultaron contener puntos de luz envueltos en niebla luminosa e intrincados filamentos. Debían ser nebulosas de tipo Orion, cercanas, donde nuevos soles se estaban formando a partir de polvo y gas, mientras él observaba. En su mayor parte, lo que le habían parecido estrellas individuales eran racimos de estrellas, muy separadas.
    Empezaron a llegar informes del laboratorio astronómico. Más allá del alcance de las pantallas visoras, pero abundantes para el equipo del laboratorio, había más nebulosas. En una dirección particular había una enorme región, invisible al ojo, que irradiaba violentamente en las ondas infrarrojas y de radio. En todo el cielo no había rastros de las galaxias externas familiares, aunque contenía fuentes similares de radiación.
    A medida que pasaban las horas, se obtuvieron más y más de estos resultados, bajo la dirección de Fidelio. Dijo a los humanos qué debían buscar y lo encontraron. Debía tener una idea muy exacta de la clase de lugar donde había ido a parar la Chinook.
    Brodersen fumaba su pipa. Suponía que él también conocía la respuesta. Resonaba en él como el redoble de una campana.
    Como Su estaba explorando para los investigadores, Caitlin preparó la cena sin ayuda. Hasta ahora, nadie había tomado más que un bocadillo apresurado en su puesto de trabajo. Había logrado que el Viejo decretara la necesidad de una comida decente en condiciones agradables.
    En el mundo cotidiano de la cocina cantaba, mientras trabajaba, canciones alegres de rincones poco pretenciosos de Tierra. Cuando empezó a llevar cosas al comedor, su música vaciló. El comedor estaba al lado de la sala de reuniones y las puertas estaban abiertas; desde las grandes pantallas visoras, la ceguera primordial la asaltó, con la estrella azul brillando en el centro.
    –Das una luz maravillosa –murmuró–. La he visto en grietas de glaciares y una vez en un horno nuclear.
    Pero ¿qué ilumina?
    Se detuvo. Joelle había entrado en la sala de reuniones. Después de un momento de vacilación la saludó con un gesto. Caitlin se acercó a ella.
    –Hola. ¿Cómo es que no está conectada? –preguntó la mujer más joven–. La comida estará lista dentro de una hora y pensé que necesitaría una palanca para soltarla.
    La cara y el cuerpo de Joelle se pusieron rígidos.
    –Ya no soy necesaria.
    –Oh... Ya veo. Fidelio quiere estar solo. –Caitlin se estiró, tocó el hombro de la otra y lo apretó cariñosamente–. Dejándola más sola a usted.
    Joelle se liberó del apretón y trató de darse la vuelta. Caitlin la tocó y dijo:
    –Por favor..., ¿la he ofendido? Lo siento. No quería hacerlo. Usted vino aquí porque la vista es mejor, ¿verdad? No deje que le impida contemplarla. Joelle titubeó. –No es eso.
    –Me ha parecido; soy tan entrometida. Me dio pena y... Pero ¿por qué iba a sentir pena por usted, a quien admiro tanto? –A toda prisa–: Doctora Ky, si está preocupada por Dan, no hay razón. Mis defectos son más numerosos que las estrellas, pero los celos no figuran entre ellos.
    La frase las desconcertó a ambas e hizo que sus miradas se desviaran hacia la noche exterior. En el silencio que siguió, una corriente de aire con olor a curry parecía doblemente fuera de lugar.
    Finalmente, Joelle dijo ásperamente, siempre mirando a lo lejos:
    –Gracias. Usted comprende que habíamos tenido una relación, antes, ¿no? Muy bien. No deseo continuar discutiéndolo.
    –Sí. Qué mezquinos parecemos, y nuestros conflictos, en este universo.
    Joelle dijo, con tono casi burlón: –Usted estaba deseosa de preguntar más, ¿verdad, señorita Mulryan? Bueno, ¿qué piensa del lugar donde estamos?
    –¿Cómo puedo responder honestamente si no sé qué es? Usted nos lo dirá, cuando llegue el momento, y será estupendo saberlo.
    La expresión de Joelle se suavizó un poco. –No es un secreto. Sin duda, varias personas lo saben ya, pero usted ha estado demasiado ocupada para escucharlas. No nos vamos a quedar mucho tiempo. El capitán exigirá pronto un informe y después nos ordenará volver a la máquina T, para un nuevo salto. Mientras tanto, Fidelio y yo seguimos adelante, en parte por la microscópica posibilidad de encontrar trazas de algo que pueda ser útil, pero principalmente por... por él. Por Fidelio. Esto es fascinante. Caitlin volvió a tocarla.
    –Y usted queda excluida. –No se atrevió a completar el gesto y dejó caer el brazo.
    –Después repetiré la grabación de los datos para mí.
    –No es lo mismo, ¿verdad?
    La mirada de Joelle se perdió en la estrella azul.
    –No hay manera de saber dónde estamos en el espacio –dijo lentamente–. Además, esa frase no tiene sentido..., en estas circunstancias. Digamos que es algún lugar de la galaxia embrionaria y fechémoslo de diez a veinte mil millones de años antes de nuestro nacimiento.
    El aire silbó alrededor de los dientes de Caitlin.
    –¿Hemos viajado por el tiempo?
    –¿Por qué no? La Emissary lo hizo. Las naves que viajan entre Sol y Febo lo hacen, en una medida menor y variable. Por lo que sabemos, el Danu que encontró la Chinook puede estar milenios en el pasado o en el futuro de la Rueda que asaltó la Chinook... aunque desde un punto de vista relativista mi lenguaje es muy impreciso.
    »Las teorías que tenemos dicen que un campo de transporte no puede llevarte más atrás en el tiempo del momento en que fue generado. Pero no puedo imaginar que Danu exista ya. Por lo tanto, o la máquina T que está junto a él es..., era..., será extremadamente vieja, o ese campo engrana de algún modo con el de la máquina de aquí. Lo segundo me parece más posible.
    »Y, en cualquier caso, los Otros tienen que ser anteriores a esto. –Joelle sonrió sin alegría–. Pese a que es muy temprano, ¿no?
    –Sí –susurró Caitlin–. Si las estrellas todavía no se han formado.
    –Hay pocas, por ahora. No muchos átomos más complejos que hidrógeno y helio. Las nubes de gas todavía están derrumbándose hacia su centro para formar las galaxias. Los soles se condensarán a partir de ellas...
    –...como gotas de rocío de la bruma al amanecer. –Caitlin resplandecía.
    –...y núcleos más complejos se forman dentro de ésos...
    –...aire para respirar, hierro para nuestra sangre, oro para una sortija de bodas.
    –...pero el proceso apenas ha comenzado. Lo que ve allá lejos es una estrella joven. Es tan grande que podría tomar forma con una sola compañera, más bien que como parte de un grupo, dentro de una nebulosa..., una supergigante de tipo 0, cincuenta mil veces más luminosa que Sol. Si estuviésemos más cerca, su radiación nos mataría. No vivirá mucho tal como está; unos pocos millones de años, como máximo, y estallará; convirtiéndose en una supernova. Durante un cierto tiempo, será tan brillante como era... es... toda la galaxia en nuestros días... antes de que sus remanentes se hundan en una estrella de neutrones o un agujero negro. Los elementos pesados que se creen en esa explosión serán despedidos al espacio; formarán parte de las posteriores generaciones de soles y planetas.
    »La estrella tiene una compañera más pequeña, ¿la ha visto? Se verá afectada. Lo que sucederá, si humanos y betanos sabemos algo de astrofísica, es una nova periódica, no como la supernova, pero que también arrojará elementos al universo.
    »Me atrevería a decir que una situación similar a ésta ya ha ocurrido en otro sitio, monstruosamente temprano en la historia cósmica, quizá dentro de una nebulosa. Llegó a haber una concentración local suficiente de carbón, nitrógeno, oxígeno, todos los materiales necesarios para que se formaran planetas en los que pudiera surgir la vida, aun entonces, antes de que existiera esta indicación de la futura galaxia. Quizá una o más de esas formas de vida evolucionaron, transformándose en los Otros.
    «Posiblemente –terminó Joelle– una pequeña parte de lo que nos forma a usted y a mí se está haciendo allá, en aquellas estrellas, ahora mismo.
    Caitlin unió sus manos y dijo:
    –¡No es raro que los Otros hicieran un pórtico para venir a ver esto!
    –Sin duda –suspiró Joelle–. Había esperado que tuvieran una estación científica. Por eso seguimos moviéndonos diagonalmente con respecto a la máquina T, en vez de retroceder directamente. Pero ya no creo que la tengan. Si existiera estaría aquí cerca, ¿no? Hay que pensar que todo, incluyendo los materiales para la máquina T, tiene que ser enviado desde el pasado. Y ésa es una empresa vastísima para cualquiera, semidiós o no. Seguramente, tendrán que atender también a otras cosas. Y cuando las estrellas gigantes estallen, destruirán todo lo que esté en sus órbitas, a menos que la máquina T pueda sobrevivir. No; supongo que los Otros vendrán ocasionalmente en sus naves, o lo que usen, para hacer observaciones. El intervalo puede ser de miles de años.
    Después de un minuto, añadió:
    –Si tienen instalaciones, a pesar de lo que supongo, están en otro sitio. No tenemos la menor posibilidad de encontrarlas en un sistema de escala tan vasta. No; nos quedaremos un par de días explorando, espiando, transmitiendo... una esperanza irreal, por cierto... y después intentaremos otro salto.
    A causa de la forma en que contemplaba la estrella, Caitlin le preguntó:
    –Usted sería feliz aquí, estudiando, ¿no?
    –No es factible. –Joelle sorió torcidamente–. Nos quedaríamos sin masa y tendríamos que ponernos en régimen de rueda, cosa que sería muy inconveniente para los estudios. Y lo que es peor, siempre pensaríamos en las oportunidades perdidas. Debemos continuar.
    Volvió a vacilar.
    –Es terrible. –Y, como diciéndolo antes de que desapareciera el impulso–: Dénos ánimos, Caitlin, por favor.
    La contramaestre se sonrojó, sus pestañas aletearon, su voz tembló; la holoteta nunca la había visto tan tímida.
    –¿Podré? Yo, yo no soy más que una especie de bardo. Usted hace cosas, doctora Ky... usted entiende, es una druida. Nuestras vidas dependen de usted.
    –No; de Fidelio, tal como están las cosas... por ahora. Y usted entiende lo que no entiendo yo... Discúlpeme –Joelle se dio la vuelta–. Tengo algo que hacer.
    Partió a paso vivo. Vistos desde atrás, sus hombros temblaban.


    33
    SALTO.

    Nuevamente, el cielo estaba lleno de estrellas. Durante un momento en que su corazón no latió, Brodersen no pudo encontrar una máquina T entre ellas. Después que la descubrió, pequeña por la distancia, pudo mirar a su alrededor y maravillarse.
    Un disco solar colgaba a lo lejos. Más o menos del mismo tamaño del que veía Tierra, era nítidamente verdoso –soltó un taco, pasmado– y estaba lleno de manchas. Según un contador, su luminosidad por unidad de área excedía la de Sol en un treinta por ciento. La corona que lo rodeaba era inmensa y rubicunda; sin magnificación, pudo ver llamaradas y prominencias como surtidores de fuego, pero no encontró luz zodiacal, pese a que detuvo el brillo y amplificó las fuentes débiles hasta el límite de sus pantallas.
    Después de escuchar los informes, ordenó que la Chinook acelerara en el plano orbital de la máquina y comenzara la investigación. Después se rascó la cabeza y se dirigió, quejoso, al intercom:
    –Eh, ¿qué pasa? No sabía que la secuencia principal incluyera estrellas verdes.
    Los holotetas no respondieron. Estaban demasiado absortos. Después de un momento le llegó el tono tímido de Su Granville.
    –Creo que puedo suponerlo. El verde no es un color imposible, pero la gama de temperatura de superficie que le produce es tan angosta que se lo observa pocas veces.
    –¿Será por eso que los Otros se interesen por esto?
    –No. Supongo que está abandonando la secuencia principal y casualmente está pasando por una breve fase verde.
    Hidrógeno ardiendo en el núcleo, reacciones nucleares desplazándose hacia la superficie...
    –Aguarda. ¿No se transformará en una gigante roja?
    –Sí, llegado el momento. Pero al principio se encoge y se vuelve mucho más caliente. Eso acorta la longitud de onda más alta. La expansión ya ha empezado, pero todavía necesita tiempo para enfriar la superficie, enrojecer la luz, mientras el total de radiación aumenta... –Quedó consternada–. Oh, tú sabes astronomía elemental. Lo siento.
    –No es nada, Susanne. Tendría que haber deducido todo eso yo solo.
    Cuando estuvo seguro de que nadie había detectado nada peligroso, Brodersen salió del centro de mando. No pudo resistir la tentación de mirar a hurtadillas a los varios investigadores y hacerles algunas preguntas, pero se marchó antes de transformarse en una molestia y buscó a Caitlin. Estaba en la sala de reuniones, rodeada por las vistas que ofrecía, maravillada. Cuando entró, fue rápidamente hacia él, lo abrazó y lo besó con la fuerza de un ciclón.
    El respondió. Cuando salieron a respirar ella cantó:
    –Oh, ¡Dan, Dan! ¡Las cosas que estamos viendo! ¡Todo lo que aprenderemos, sí, y haremos!
    –Por cierto que me gustaría hacer algo –gruñó él–. Esto de ser inútil me pone nervioso.
    Ella torció la cabeza. Su sonrisa se llenó de picardía.
    –Bueno, capitán. Podría hacer justicia a un pobre contramaestre que soporta privaciones. Esa vista me pone cachonda.
    –¡Dios mío! ¿Hay alguna vista que no te haga eso?
    Ella lo soltó y lo cogió del codo.
    –Después podrás ayudarme a preparar la cena.
    A lo largo de las horas llegaron los informes.
    La nave estaba a miles de años luz de Tierra, si se juzgaba por el contorno alterado de la Vía Láctea y la situación de las galaxias vecinas. Los objetos astronómicos identificables no parecían cambiados, incluyendo la monstruosa S Doradus. Por lo tanto la fecha, deducida desde el hipotético comienzo del universo, era la misma que en casa, millón de años más, o menos. La Chinook había retornado del pasado remoto.
    Lecturas Doppler de la máquina T combinadas con estudios del sol daban a este último una masa superior a la de Sol. Sobre esa base, las teorías estimaban su edad aproximada alrededor de los diez mil millones de años. Se necesitarían mediciones más precisas para afinar esa cifra. Pero, claramente, pertenecía a una generación primitiva. Esto era confirmado por la escasez de polvo a su alrededor y por las débiles líneas metálicas de su espectro. Sin embargo, contenía más elementos pesados de lo que cabía esperar. Quizá se había formado cerca de la reciente explosión de una supernova. (¿Podría haber sido la detonación de la gigante azul que los humanos habían contemplado poco antes? Especularon mucho y muy inútilmente.)
    Tenía planetas. Uno se movía más o menos a la misma distancia que la máquina T, a poco más de una unidad astronómica, algo menos de noventa grados más adelante. El globo era del tamaño de Tierra y había oxígeno en su atmósfera.
    Era imposible saber dónde habían colocado originalmente la máquina de los Otros, salvo que, presumiblemente, no había estado a sesenta grados. Quizá había estado justo al otro lado del mundo viviente, como las de Sol y Centrum y otras estrellas que conocían los betanos. Si era así, había agotado su capacidad para mantenerse en su puesto, porque ahora orbitaba tan sujeta a las perturbaciones como cualquier cuerpo celeste natural.
    Brodersen meneó la cabeza y chasqueó la lengua. De todos modos, cualquier cosa que dijera no sería adecuada.
    –Bueno –dijo–. Supongo que lo que interesaba a los Otros desapareció hace mucho. A menos que deseen observar la muerte del sistema.
    Pronto, los receptores de Dozsa le hicieron dudar de su conclusión. Una fuente situada en el planeta terrestroide emitía una señal de radio que, aunque era simple y repetitiva, tenía que ser de origen artificial. ¿Un radiofaro, un mensaje? Para la Chinook era, sin duda, una convocatoria.
    Fue un vuelo de tres días.
    Quienes sabían de astronomía estuvieron muy ocupados, proporcionando a Fidelio datos que él integraba en un panorama cada vez más completo. Eran demasiado lentos para él. Pese a eso, pasaba la mayor parte de su tiempo en holotesis, explorando el ambiente estelar a través de la entrada directa de los instrumentos, considerándolo, o –quizá con más frecuencia– contemplando lo Absoluto de esa manera suya que le daba la sensación de que sus seres queridos eran reales, dentro de un espaciotiempo que lo unía con ellos.
    Mientras tanto, los ingenieros revisaron la Williwaw, después del esfuerzo del viaje a Danu; la revisaron a fondo, la ajustaron lo mejor posible para las condiciones previstas y llenaron sus tanques de masa con las provisiones de la nave. Brodersen ayudaba siempre que era posible. No había lugar para mucha gente.
    Rueda y Su tenían más tiempo libre del que deseaban. Joelle no sabía qué hacer.
    Despertando muy temprano en la segunda guardia matutina, incapaz de volver a dormir, no encontrando solaz en los libros o la música, se levantó, se puso un mono y dejó la esterilidad de su camarote. Iría hasta la cocina a prepararse una taza de té, que había olvidado retirar con las raciones privadas, y después, mientras el betano descansaba, se conectaría. Era difícil hacerlo sin ayuda, pero que la mataran si pensaba pedir ayuda. Eso sería totalmente humillante, ya que no estaba preparada para realizar algo valioso y sólo pretendía sumergir su ser durante un rato en los corazones de átomos y estrellas... en lo que ya se sabía de ellos, nada más. Ni siquiera era como si ese estado fuera una adicción que debía ser satisfecha. Después de todo, lo había experimentado plenamente hacía muy poco.
    Plenamente... Todo ha quedado vacío.
    El corredor subrayó su sensación cuando llegó a él, un largo hueco que se curvaba hacia ambos lados, pautado por puertas cerradas, aire frío y sibilante. Cuando una de las puertas, la de Frieda von Moltke, se abrió deslizándose, Joelle se sobresaltó, casi asustada.
    Martti Leino salió, se despidió con un gesto y, cuando se volvió, vio a la holoteta. También sorprendido, balbuceó:
    –Buenos días, doctora Ky. ¿Cómo está? –Estaba despeinado y descuidadamente vestido.
    –Insomne –dijo Joelle, porque debía ser obvio–. ¿Y usted?
    Leino parecía satisfecho consigo mismo.
    –Bueno, yo tampoco he dormido mucho. Iba a prepararme un café a la cocina. No me queda en el camarote. ¿Quiere acompañarme?
    Joelle cambió de idea acerca del té. ¿Por qué se ruborizaba?
    –No, gracias, prefiero andar un poco. –Lo dejó.
    Esa golfa, ¿está atendiendo a todos los hombres de a bordo?, pensó. Si es así, ¿por qué me preocupo? ¿A mí qué me importa? Por lo menos parece haberle quitado a Leino el aspecto de perro apaleado que tenía estos días.
    ¿Qué lo habrá causado? Tuve la impresión de que se emparejaba con Mulryan la guardia nocturna después de la fiesta, pero no, ahora parece evitarla. ¿Habría pensado que se iba a acostar con él y, en cambio, le dijo que no? Una pelea... Pero ella le habla cariñosamente a la hora de las comidas, aunque difícilmente obtiene más que un monosílabo como respuesta.
    No lo sé. Nadie me dice nada. Quizá sea porque nunca pregunto. No sé cómo hacerlo. Ni cómo hacer nada que tenga que ver con la gente.
    Eric me volvió enteramente humana durante un tiempo breve –me volvió enteramente humana–, pero después lo dejé atrás en una Realidad demasiado cautivadora. Me volví cartesiana. Unos pocos amantes subsiguientes que eran holotetas tenían cuerpos unidos a sus mentes, pero meramente unidos, en lo que me concernía. El resto fueron apenas algo más que cuerpos, pasatiempos, animales domésticos como máximo.
    ¿Eso me habrá hecho vulnerable ante Chris, la bella y dulce Chris? Amar es ser vulnerable, supongo. ¡Ají No podría haber salido nada de eso. ¿Cierto?
    Y en cuanto a Dan...
    Sus pies subieron una escalera hacia el nivel científico, donde estaba la computadora. El metal la encerró en su estrechez. Le llegó una frase desde su infancia en Tennessee. Aunque formaba parte del proyecto Itaca, en las fronteras del conocimiento humano, sus padres adoptivos la mandaban a la escuela dominical. Allí, el capellán protestante de la reserva militar solía leerles el Libro de las Oraciones, además de la Biblia. Volvió toda la escena, las paredes blanqueadas, la imagen banal de Jesús bendiciendo a los niños, las ventanas abiertas al olor del trébol y el zumbido de las abejas, toda la clase sentada, correctamente vestida, en sillas duras de madera, mientras la voz de bajo del hombre se precipitaba sobre ellos: «...atenazados por la miseria y el hierro...»
    Sabes, se parecía a Dan y sonaba como él. Me impresionaba muchísimo, siendo tan pequeña. Me pregunto, a pesar de ser tan piadoso, me pregunto si sería tan bueno como él en la cama.
    ¡Basta!
    Joelle se sonrió de sí misma. ¿Por qué? ¿Será una blasfemia? No, comprendió. Es peligroso. No me atrevo a obsesionarme con Dan, como temo que me esté sucediendo. Sería lo de Chris, de nuevo. El es de Mulryan. Oh, ella me lo prestaría de vez en cuando, si yo quisiera, y él sería considerado; pero sé que me reprocharía ese tiempo que podría pasar con ella, de estos pocos años que nos quedan. Y eso me haría sentir tan sola, tan sola.
    No me atrevo a admitir que Descartes (en cuanto creador, de símbolos que no tienen ya más significado científico que el Antiguo Testamento) estaba equivocado.
    Llegando al pasillo que buscaba tomó una ruta que la llevó al laboratorio espacial. La puerta se abría sobre el obscuro interior y oyó hablar. Sorprendida de nuevo, se detuvo.
    Carlos Rueda Suárez:
    –Sí, te concedo que el gobierno de Deméter necesita profundas reformas y probablemente todo el planeta debe opinar en los problemas políticos que lo conciernen. Pero ¿autonomía? ¿Independencia? ¡Pero si no es ni el germen de una nación!
    Susanne Granville:
    –¿Qué quiere decir «nación»? El Perú, ¿es homogéneo? ¿La Confederación Andina? ¿Por qué nuestras colonias separadas no podrían hacer una pequeña Unión Mundial propia?
    En su español casi sin acento no hablaba con timidez, sino con energía y un cierto entusiasmo.
    Rueda:
    –Suenas como Daniel Brodersen.
    Granville:
    –Escucho sus palabras y aprendo.
    Rueda:
    –Y también piensas por ti misma, según he notado. –Una risa triste–. ¿Por qué estamos discutiendo? ¿Qué nos puede importar la política? Estamos a la deriva en el espaciotiempo. Es concebible que Tierra y Deméter y la raza humana ya no existan, si ésa no es una frase sin sentido. Nunca estaremos seguros.
    Granville:
    –Quizá sí. –Y en inglés–: Todavía seguimos peleando, amigo.
    Rueda:
    –Daniel de nuevo. Bueno, Su, hemos conversado mucho en estas últimas horas, ¿no? La vida y el destino y Dios y cosas pequeñas que son grandes para nosotros... ¿por qué no Deméter? Pero cuando estemos menos cansados.
    Granville, suavemente:
    –Tienes razón, Carlos. Además la vista es demasiado encantadora para discutir. Mira.
    Dan me pondría en el potro por espiarlos, pensó Joelle. Podría dar la vuelta y alejarme, pero él querría que les advierta que los he visto. Hizo un esfuerzo por hacer ruido al andar, detenerse en la puerta y saludar:
    –Hola.
    El cuarto estaba lleno de bultos sombríos. La luz del pasillo iluminaba débilmente a Rueda y Granville, sentados junto al tabique más alejado, uno frente al otro, muy próximos. Una sola pantalla detrás de ellos rebosaba de clara obscuridad, estrellas, Vía Láctea, el planeta, un brillo verde-amarillo y, cerca, un punto dorado que era su luna. Caitlin había propuesto llamarlo Pandora, ya que nadie sabía qué iba a depararles, problemas, esperanzas o las dos cosas.
    Rueda se puso en pie de un salto para inclinarse cortésmente.
    –Ah, doctora Ky. ¿Qué le trae por aquí? –Ni él ni la conexión parecían incómodos, aunque Joelle sospechaba que la interrupción les molestaba.
    –Yo... yo quería revisar algunas lecturas –dijo la holoteta–. ¿Por qué diablos me siento incómoda? ¿Y ustedes? Aguarda, no tienes por qué ladrarles esa pregunta.
    –No es un secreto. Creí que todos lo sabían. Su y yo nos hemos transformado en personas inútiles o, como máximo, en ayudantes ocasionales. Hemos decidido aprender especialidades que sean necesarias en la nave, pero apenas hemos comenzado a explorar nuestras mejores posibilidades. De modo que venimos aquí a jugar con los aparatos cuando no son necesarios.
    Y entablan una conversación que dura toda la guardia nocturna. Qué cálidas sonaban sus voces. Joelle se estremeció un poco en el frío de un amanecer artificial.
    –Ya veo. Buena suerte, entonces. –Se alejó de ellos andando rígidamente en dirección a su computadora.
    En órbita alrededor de Pandora, a veinticinco mil kilómetros, los viajeros de la Chinook lo veían muy grande en la pantalla de la sala de reuniones. Bajo el reflejo del sol agonizante que ardía al otro lado, los océanos encogidos eran aguamarinas y los continentes destacaban como manchas pardas de contorno bien definido. Unas pocas nubes de agua estaban teñidas de color oliva; las tormentas de arena color ante eran más grandes. En ningún lugar había trazas de hielo o nieve, pero vastas salinas brillaban lívidamente. A un brazo de distancia estaba la luna, un creciente lleno de cicatrices, de la mitad del tamaño de Luna vista desde la perdida Tierra, o Perséfone vista desde la perdida Deméter. Más allá brillaba el universo.
    Flotando frente a su tripulación, Brodersen gruñó:
    –Maldita sea, tenemos que enviar una partida allí o admitir que no hablamos en serio cuando decimos que queremos ayuda para volver a casa. No parece muy prometedor pero, ¿quién sabe? Beta tampoco parecería prometedor si no lo conociéramos. ¿De acuerdo, Fidelio?
    El extraterrestre hizo un ruido afirmativo. Sus ojos reflejaban la luz de un mundo tan desconocido para él como para los humanos.
    Alguna vez Pandora había tenido la masa adecuada y había estado a la distancia óptima de una estrella para crear vida. Las plantas liberaron oxígeno en su atmósfera, conquistaron la tierra y atrajeron tras ella una rica diversidad de animales; el fermento de la evolución trabajó durante cientos de millones de años hasta que existió una criatura que pensó y forjó.
    Pero ahora el globo estaba desgastado por la edad. Cansado por las mareas, tardaba casi un mes en girar sobre su eje. Su luna más cercana se había alejado. Otra, un cuerpo pequeño que seguía un camino propio, parecía haber sido robada. Agotadas, las sustancias radiactivas del núcleo ya no daban calor para empujar la corteza y levantar nuevas montañas. La erosión había convertido las últimas cadenas de montañas en colinas. Sin embargo, existían grandes desniveles, donde las plataformas continentales se precipitaban hacia el fondo de los mares muertos, hacia desiertos rugosos y pantanos salados.
    Creciendo hacia la extinción, el sol había arrastrado buena parte de la atmósfera hacia el espacio, por calentamiento y por viento solar, contra el que Pandora ya no tenía un fuerte campo magnético donde refugiarse. El agua había partido después. Los océanos que se secaban producían dióxido de carbono, y el efecto de invernadero hacía subir las temperaturas.
    Aunque en algunas regiones todavía había temporales de lluvia, especialmente al amanecer y a la puesta del sol, la mayor parte de la tierra estaba reseca y los vientos arrastraban polvo. Los trópicos ya estaban muertos; por lo menos, los investigadores no encontraron rastros de vida en ellos. Algo de vegetación sobrevivía en lo que habían sido las zonas templadas y polares. Allí los inviernos, tan largos como los de Tierra, y las noches veinticinco veces más largas, eran cruelmente fríos. El día era siempre un infierno.
    Y esto seguiría empeorando durante dos mil millones de años hasta que, finalmente, la gigante roja llenara el cielo y devorara a su hijo, antes de hundirse en el olvido de la enana negra.
    –Hemos identificado cosas que parecen ruinas de ciudades –continuó Brodersen–. También hemos descubierto una gran base en tierra, que emite una señal de radio constante, y hemos inspeccionado el satélite emisor, que, probablemente, sirve para facilitar la navegación de los visitantes después de que crucen el pórtico.
    Weisenberg y él se habían puesto trajes espaciales para examinar el satélite. Era una esfera de metal, del diámetro de la Chinook, liso, salvo por las marcas dejadas por los micrometeoros. (Esto sugería su antigüedad, ya que en este sistema quedaban muy pocos cuerpos pequeños.) Los hombres habían supuesto que en la aleación había transductores que transformaban la energía solar en señales de radio. Aunque era eficaz, no se adaptaba a la idea que tenía Brodersen de lo que hubieran hecho los Otros. Una mayor desilusión fue causada por la ausencia de seres que dieran la bienvenida a los recién llegados o respondieran a sus repetidas llamadas.
    Proyectó la mandíbula.
    –Bueno, ya lo sabéis –dijo–. Lo que planteo ante esta asamblea es qué vamos a hacer. Yo opino que debemos enviar la Williwaw a dar un vistazo. Alguien debe de venir aquí de vez en cuando, o puede haber alguien por el planeta, aguardando para ver cómo somos. ¿De acuerdo?
    Estaban de acuerdo.
    Sacó todo su encanto de la manga.
    –Estupendo, estupendo. Muy bien, ahora decidiremos quién irá. El primero, yo... Aguardad... ¡Escuchad!
    »Esta no es una situación como la de Danu. Allí la lancha sólo tenía que enfrentarse con la atmósfera y la gravedad... la naturaleza. Aquí, la tripulación tendrá que desembarcar, ¿para qué iremos, si no? Podemos necesitar un soldado, un diplomático, un leñador, cualquier cosa. Y con la debida modestia, que es muy poca, os recuerdo que he desempeñado una cantidad de trabajos de ese tipo.
    «¡Cállate, Phil! Quizá teníais razón antes, cuando decíais que el capitán es indispensable, pero las cosas han ido cambiando. Puedo nombrar a tres o cuatro de vosotros que podrían ocupar mi lugar y hacer muy bien las cosas. Además, si no puedo ejercitar mi machismo] de vez en cuando, se oxida.
    »He dicho. Consideremos quiénes más irán.
    El debate fue más rápido de lo que Brodersen esperaba. Dozsa, nuevamente, como piloto. Rueda, nuevamente, como copiloto y segundo en general (Su Granville pareció aún más angustiada que cuando el capitán se había autodesignado); Fidelio, por su experiencia con xenosapientes (el betano asintió gravemente); Caitlin, esta vez por si hacía falta atención médica (Leino guardó silencio).
    Pegeen... ¡oh, no, no! Realmente se me escapan las cosas de las manos, ¿no? Ella daba saltos y cantaba. Pegeen, ¿y si las cosas no salen bien en esa bola infernal?

    1. En castellano en el original.


    34

    La Chinook descendió hasta una órbita más baja, cuya inclinación facilitaría a la Williwaw alcanzar su meta. La lancha salió, despidiendo vapor, y cayó hacia el planeta. El obscuro escudo que era éste se dilató hasta llenar todo el panorama; ya no estaba delante, sino abajo.
    Sujeto entre Dozsa y Rueda, indefenso, Brodersen se estiró hacia donde estaba Caitlin y le cogió la mano. Ella devolvió el apretón, con fuerza. Los próximos minutos serían difíciles, quizá fatales. Aunque la atmósfera había sido estudiada cuidadosamente desde el espacio, no era familiar. Podía implicar cualquier cantidad de pegas que provocaran el incendio de una nave. No había un control en tierra para ayudarles a aterrizar. La nave madre no podía ayudar, más que a ratos, hasta que hubiesen vuelto a subir a una posición sincrónica. Habían tenido que descender para el lanzamiento a causa del sol, contra el cual la lancha no tenía protección electrostática.
    La palma de Brodersen sudaba tanto que no podía saber si la de Caitlin estaba seca o no. Ella le sonrió y levantó el pulgar. Bruscamente, se volvió para acariciar con su mano libre a Fidelio, que estaba en cuclillas a popa, sujeto por un arnés especial. El betano apoyó un momento sus garras en la cabeza de ella, con mucha gentileza: ¿una bendición?
    Atravesaron el cielo. Un silbido agudo se transformó gradualmente en un rugido, mientras el casco recibía impactos que lo desplazaban. Pero después de un rato, Dozsa miró hacia atrás, con la cara sudorosa y dijo: –Bueno, lo conseguimos.
    Brodersen gritó entusiasmado. ¡Diablos!, pensó molesto. ¿Por qué tendré que estar tan sujeto que no puedo coger a Pegeen y besarla? Bueno; espera a que aterricemos, chiquilla, espera a que aterricemos.
    Trazando una amplia curva para disipar el calor, la Williwaw se deslizó hacia abajo en dirección al mundo. Brodersen lo contemplaba, fascinado, extrañamente consciente de que iba a poner pie en él. (¿Cómo se habrá sentido realmente Armstrong? Era un hombre tan reservado.) Un mar nocturno se agitaba pesadamente bajo la pequeña luna; una cadavérica extensión de salinas terminaba en una escarpadura de kilómetros de elevación; más allá estaba la meseta que había sido un continente; la salida del sol la mostró vacía, ocre, el suelo cocido como ladrillo, rajado y marcado; una tormenta de polvo los cegó momentáneamente; a lo largo de un cañón seco se levantaban unos pocos tocones altos, afilados y coloridos destacando entre montañas de escombros. ¿Habría sido una ciudad?
    Dozsa puso en funcionamiento los reactores. Rueda se encargaba de la navegación, al principio por el sol, según cálculos hechos con anticipación, después utilizando las transmisiones que los llevaban a su destino.
    A medida que viajaban hacia el noreste, el terreno era más elevado; la estación ayudaba, también: otoño en el hemisferio norte; la temperatura bajó y más y más vida apareció ante sus ojos. Unos matorrales dispersos, duros y brillantes, y plantas más grandes, aisladas, que sugerían vagamente con sus formas grotescas a saguaros o árboles de Josué, se iban acercando gradualmente entre sí; los arroyos desembocaban en lagunas; un césped rojizo dejó de formar manchas y se transformó en continuo; grupos de dendriformes se volvieron un bosque cuyas frondas marrón-violeta brillantes ondulaban al viento. No había nubes en el cielo, púrpura más bien que azul, con un matiz verde del sol, que estaba totalmente inmóvil detrás de la lancha.
    Fidelio habló. Brodersen tuvo que concentrarse para seguir su ronco y sibilante español:
    –Creo que las estaciones son más extremas aquí que en cualquiera de nuestros planetas, biológicamente tanto como meteorológicamente. Nada crece en las largas noches, ni en el invierno que se acerca ni, supongo, en la terrible culminación del verano. Los animales necesitarán adaptarse a eso. Posiblemente hemos llegado en un momento de reuniones y preparativos febriles.
    Brodersen empezó a decir que esa suposición iba mucho más allá de los datos disponibles, pero decidió no hacerlo. Los betanos poseían conocimientos acerca de una gran variedad de mundos... ninguno como Pandora, claro, pero había un par que se le parecían un poco. Además, en este momento, su interés en la ecología local estaba subordinado a...
    ¡Allí estaba la meta!
    Caitlin gritó, Brodersen y Dozsa murmuraron tacos asombrados, Rueda se santiguó, Fidelio se movió y su olor a iodo se hizo más fuerte. Las fotografías tomadas desde el espacio reflejaban poco de la realidad que había aquí.
    Ciertamente, había existido una ciudad, hacía mucho, muchísimo tiempo. Restos de muros se levantaban todavía en algunos lugares entre las malezas amontonadas; sus vividos colores primarios y suaves pasteles eran tan brillantes como antes. Donde la hierba cubría los claros había grandes bloques inclinados, enterrados a medias.
    Al norte de las ruinas vieron un grupo de varios edificios, aparentemente intactos. Dozsa apagó los reactores y planeó, para que sus compañeros pudieran observar. Al principio, era difícil ver en las estructuras algo más que masas chillonas; después, el ojo empezaba a entender el diseño y hallaba una belleza solemne. Hexaedros cubiertos de columnatas se adaptaban armoniosamente unos a otros, alrededor de una torre central hecha de arcos y espirales, coronada por un resplandor de sol tridimensional. Un puente interno se extendía entre los edificios que estaban más al este y al oeste, en un arco que tenía la delicadeza del ala de un pájaro.
    Dos kilómetros más al norte las tierras vírgenes se detenían, excluidas, forzadas a crecer alrededor de lo que debía de ser una base para naves espaciales (¿y qué otra cosa?). Aunque era impresionante y a pesar de ser el señuelo que había atraído a los viajeros, no había mucho para ver. En general, vieron un pavimento de color turquesa y de unos cuatro kilómetros cuadrados. Semicilindros (¿cobertizos?, ¿cuarteles?) del mismo color lo rodeaban; sus curvas se complicaban en lo que parecían entradas y antenas direccionales. Cerca del extremo más alejado había una gran cúpula gris. Unas burbujas más pequeñas la rodeaban. Una compleja red metálica se levantaba sobre ellas cubriéndolas, sin duda en relación con el transmisor de radio y otros equipamientos. Mirando la superficie lisa descubrieron grandes círculos marcados con surcos. ¿Serían escotillas que llevaban a silos donde se depositaban las naves?
    Los detalles menudos eran apenas visibles porque un ligero temblor encerraba todo el conjunto, como una vibración de calor hemisférica.
    Las lágrimas rodaban silenciosamente por las mejillas de Caitlin.
    –Gloria a la Creación –dijo vacilante–. Otra raza en el universo que sabe, piensa... y no está muerta.
    –¿Qué? –preguntó Rueda en tono ausente. Estaba tratando de comunicarse con la Chinook, que ya debía de estar estacionada en posición sincrónica–. ¿Qué quieres decir?
    –¿No está claro, hombre? El campo está desolado y las ciudades derruidas, salvo aquí, donde hay algunas restauraciones... en el estilo antiguo, porque, fijaos, el puerto que hay ante nosotros es de una arquitectura totalmente diferente. ¿Quién más que los propios pandoranos volverían a erigir semejante monumento del pasado, después de haberse marchado por el pórtico a un mundo más joven?
    Había hablado en inglés. Brodersen planteó la pregunta en español a Fidelio, quien opinó:
    –Eso parece razonable, compañera nadadora, aunque un colmillo queda enganchado en la carne. ¿Por qué se iban a tomar tanto trabajo por mera ang'gh k'hrai... ¿nostalgia?, ¿sentimentalismo? Sí, por mero sentimentalismo. Un banco de datos puede conservar todos los recuerdos del planeta madre, para recrear hologramáticamente a voluntad, mejor que unas pocas casas en desuso en este arrecife que se derrumba.
    Dozsa sacó la nave de su planeo y comenzó a trazar un círculo.
    –La respuesta a eso es que las casas no están en desuso –sugirió mientras–. Reciben visitantes.
    –¿Por qué? –preguntó Rueda–. ¿Qué visitantes? ¿Turistas? Difícilmente, cuando no quedan más que fragmentos, aparte de lo que estamos viendo. Fidelio tiene razón, la electrónica puede reproducir mejor la vieja Pandora. ¿Científicos, que observan lo que está sucediendo? No necesitarían instalaciones tan grandes y complicadas, estoy seguro, especialmente con una tecnología astronáutica que debe de ser igual o superior a la de Beta.
    –Antes propuse unos pensamientos acerca de los ciclos vitales aquí –dijo suavemente Fidelio–. Eran razonables, pero bien pueden flotar sin raíces en la verdad. Dogmatizar acerca de sapientes que no hemos conocido es un remolino de sinrazón. Si alguna vez descubrimos cómo son, la única certeza es que nos sentiremos sorprendidos.
    –Estar vivo es sentirse siempre sorprendido –dijo Caitlin–. Qué bueno es eso.
    –Ahora no importa –interrumpió Brodersen–. Veamos antes si podemos establecer contacto... Maldita sea, Carlos, ¿se habrán dormido en órbita?
    Como si lo hubiesen convocado, los delgados rasgos de Weisenberg, capitán suplente, aparecieron en la pantalla. Su calma habitual se había hecho trizas.
    –¿Cómo estáis? –gritó casi–. ¿Estáis bien?
    Se relajó un poco cuando oyó el informe y vio las imágenes, en directo y grabadas. Joelle, enredada en la holotesis, recibió todo directamente en el cerebro. El resto de la tripulación lo vio desde sus puestos.
    –Parece que no vive nadie aquí –terminó Brodersen con un suspiro–. Bueno, exploraremos y quizá obtengamos alguna pista sobre la fecha de llegada de la próxima nave, o inventaremos la forma de dejar un mensaje o... no lo sé.
    Weisenberg frunció el ceño.
    –Alguien se ocupa del negocio –advirtió–. O algo. Si no, el campo estaría cubierto de mugre traída por el viento y hierbas, por no hablar de la porquería de los animales. Acercaos con cuidado.
    –Mmmm... sí; tienes razón. Nos mantendremos alerta. Mantente a la escucha para el próximo emocionante episodio.
    Después de una conferencia, la Wüliwaw cambió su trayectoria y se acercó a la base desde arriba. Tenía una ametralladora en cada ala. Dozsa envió una ráfaga. No había nadie allí que pudiera enfadarse o sufrir daño y era una forma simple y fácil de sondear. Rueda siguió la trayectoria y Brodersen dispuso una cámara para que repitiera la filmación ampliada y lentificada.
    Las balas golpearon la bóveda diáfana. Las trazadoras rebotaron fieramente hacia los lados. Dozsa viró rápidamente con un rugido de propulsores, y se dirigió hacia el cielo.
    Nadie habló hasta que examinaron la grabación de Brodersen. Ninguna bala había penetrado más de unos centímetros antes de rebotar, achatada por el impacto.
    –Aja –murmuró–. Si hubiésemos llegado navegando alegremente hasta eso... Fidelio, ¿tienes idea de qué puede ser?
    El betano hizo un gesto indescriptible. –Concebiblemente, ondas hipersónicas de amplitud ultraelevada, heterodinadas hasta formar una concha casi sólida. Tal vez, un más sutil y eficiente tipo de campo, desconocido para mi pueblo. Las naves pando-ranas, al descender, deben transmitir una señal que lo desconecta para ellas, pero no creo que la señal pueda ser encontrada mediante pruebas arbitrarias. –Yo tampoco. Bueno, ¿y ahora qué? La pregunta de Brodersen era retórica. Desde el principio habían pensado en salir y andar... estaban decididos a hacerlo. Dozsa acercó nuevamente la lancha, en vuelo lento y bajo. A mitad de camino entre la base y el hermoso conjunto de edificios, un claro en el bosque parecía ser un buen lugar para un aterrizaje vertical y el posterior despegue. Dozsa descendió cuidadosamente; los reactores protestaban por el trabajo. Una detallada observación mostró que el terreno no cedía ante la presión, salvo las toscas plantas que lo cubrían. De todos modos, mantuvo las ruedas retraídas y extendidos los patines, que podían ser soltados si se enredaban o quedaban atrapados.
    La Williwaw se detuvo firmemente y nivelada. Los motores se quejaron y el silencio resonó en sus oídos.
    Luego vino un latido y un silbido, al soltar aire la nave para equilibrarse con la menor presión en Pandora. La gente se quitó los arneses. Caitlin llegó antes que Brodersen a dar el beso que éste se había prometido.
    –Bueno –dijo después de estrechar la mano a los demás–, empecemos. Preparad vuestras armas.
    Tomando un rifle automático, se escurrió entre los asientos de la cabina, bajó por una escalera hasta el vientre de la nave y abrió la escotilla. Quizás iba a sumergirse en veneno... era posible, dijeran lo que dijeran los espectroscopios.
    No lo esperaba. Chichao Yuan había muerto en Beta a causa de una dosis letal de un gas natural, pero era una casualidad muy poco probable, sin precedentes en la experiencia de los betanos. Aún menos plausible era coger una enfermedad nativa provocada por hongos, microbios, virus, cualquier cosa, cuando las dos biologías más similares que conocía Fidelio ni siquiera basaban sus herencias en los mismos nucleótidos. De todos modos, en otras circunstancias la expedición hubiese procedido con más cuidado, enviando máquinas controladas desde la nave a recoger muestras para analizar en una cámara segregada, antes de que el primer miembro se aventurara a salir, y quizá poniéndolo después en cuarentena. Pero a la Chinook le faltaba personal competente. Por lo tanto, el capitán reclamaba el orgulloso privilegio de ser conejillo de Indias.
    Se descolgó hasta el terreno y se quedó allí, como en un sueño. Yo, el viejo Dan Brodersen, he hollado un nuevo mundo, el primer hombre que lo hace. Sintiéndose casi mareado, se agachó para tocar la tierra, levantar un poco, hacerla correr entre sus dedos. Estaba tibia y seca y olía como... ¿carbón vegetal?
    El calor lo golpeó, salvaje como en el desierto del Sahara. Reseco, el aire absorbía humedad de las ventanas de su nariz hasta que se pegaron, de sus labios hasta que se agrietaron. Aunque la falta de presión amortiguaba un poco los sonidos, el viento soplaba con fuerza, haciendo crujir ramas y susurrar frondas. Lo sintió como la respiración de un horno. Olores alquitranados lo llenaban.
    Miró a su alrededor. Ahora que estaba fuera, el resplandor verde cambiaba los colores más de lo que había supuesto: en el elástico césped rojo obscuro, en lóbregos troncos y ramas que crecían hasta tres o cuatro veces la estatura de un hombre, en formas serradas de color obscuro que crecían desde ellas, en extensiones sombrías más allá de las cuales los matorrales reflejaban los rayos del sol con un resplandor parecido al de la mica, en la piel del dorso de su mano. Una docena de criaturas aladas pasaron volando, brillantes como el bronce. Otros voladores menudos, que no podían ser insectos, volvieron, después de la alarma del aterrizaje, a zumbar por allí.
    –Dan, amor mío, ¿cómo te va? –El miedo de Caitlin salió de su receptor portátil.
    –Estupendamente –respondió–. De verdad. Cálmate. Siéntate, recuerda nuestra doctrina de la precaución; aguarda a que esté seguro.
    Por supuesto, nunca estaré seguro, pensó. Nunca podré estarlo. Puedo estar respirando la muerte en este instante. Descubrió que la idea no le preocupaba, por absurda. Y entonces, ¿por qué odio la idea de dejar desembarcar a Pegeen?
    Pero no podré posponerlo mucho más.
    Recorriendo el lugar, notó por primera vez que pesaba un poco más; la gravedad de Pandora excedía en un pequeño porcentaje la de Tierra. En un tronco caído, en el bosque, descubrió un animal del tamaño de un gato y se quedó inmóvil mientras lo observaba. Era un cuadrúpedo sin cola, de piel lisa y brillante, de color azul pálido, tenía pico, tres ojos –el tercero en la parte posterior de la cabeza– y una aleta dorsal que parecía un abanico. Cuando el animal lo descubrió a él, plegó la aleta y se alejó de un salto.
    –Demasiado rápido para ser un reptil o una criatura inferior de ese tipo –dijo Brodersen cuando lo describió por radio–. ¿Equivalente a un mamífero terrestre? No lo sé, pero supongo que no lo hubiera visto si mi forma y mi olor no fueran demasiado extraños para ser reconocidos instantáneamente. Por lo tanto, supongo que es la forma zoológica básica de aquí; cuatro miembros, tres ojos, pico. La vela puede servir para enfriarlo, y supongo que puede tener algún órgano sensorial en ella.
    El milagro del animalito lo golpeó. Toda una evolución, toda una nueva cara de la vida. E Ira Quick quería mantener a la humanidad atrincherada en sus establos para ganado.
    Brodersen continuó. Se detuvo una vez más en otro lugar del claro. Esta vez había visto una huella.
    La vegetación era escasa y no representaba un obstáculo. Pero una franja de un metro de anchura de marga desnuda y apisonada iba directamente hacia el bosque; por lo que podía calcular, directamente hacia los edificios que eran su próxima meta. Se quedó pensativo, en el viento abrasador, antes de continuar su recorrido. En el borde opuesto encontró la misma huella, igualmente lineal, que también se perdía de vista en las profundidades.
    Los animales no hacían esa clase de huellas en Tierra ni en Deméter. Interrogado, Fidelio dijo que tampoco en Beta. Bueno; Pandora podía ser diferente.
    Brodersen abría la marcha por el sendero, seguido en fila india por Caitlin, Dozsa y Fidelio. El grupo llevaba armas, transmisores-receptores de radio, cantimploras que usaban con mucha frecuencia y mochilas ligeras con algo de equipo. Rueda se había quedado en la lancha; había puesto muchas objeciones, pero una reserva era esencial y él era la elección lógica. Salvo por el rumor del viento y un ocasional graznido o crujido, el bosque era silencioso. Los «árboles» –más bien parecían enormes cactus de especies variadas– y las «cañas» crecían muy separados, probablemente por la falta de agua, pero su amplio follaje formaba un techo, de modo que las sombras salpicadas de manchas verdes de sol hacían que el ambiente fuera un poco menos caluroso que a descubierto. De vez en cuando, alguna criatura zumbaba o aleteaba o pasaba corriendo; una vez el grupo vislumbró en la distancia un animal grande como un pony, también con una aleta dorsal, pero en conjunto era una selva poco fructífera.
    –La vida nada contra la corriente hasta que es abrumada y se hunde –filosofó Fidelio–. Cuando el sol de Pandora comenzó a traicionarlo, las especies superiores deben de haber muerto, a menos que los sapientes hayan llevado algunos ejemplares en su huida. Quedaron pocas especies simples y la evolución volvió a empezar. El sol no cambió muy rápido para ellos en los siguientes pocos millones de años.
    Había dejado caer sus patillas, un signo de pena o dolor. |
    –Lo hará. Otra extinción masiva; otro repliegue; otro y otro, aunque pienso que cada uno más débil y hambriento; hasta el final. ¿Cuándo quedará Pandora totalmente desierto? Quizá, dentro de mil millones de años.
    Mil millones de años, recordó Brodersen mientras andaba. Contar hasta mil millones, a un ritmo de cuatro números por segundo, llevaría –lo había comprobado en una minicomputadora– casi ocho años. Mil millones de años de tiempo real... es una larga acción de retaguardia para luchar contra las Normas.
    Aunque ¿acaso alguna raza de seres lucha contra otra cosa?
    El paseo fue breve en la tarde que duraría varios días terrestres. Volvieron a salir bajo el cielo ardiente y vieron las casas de lo desconocido.
    Sólo césped, matorrales y brotes de plantas mayores crecían alrededor de ellos. Muros escarpados parecidos a acantilados, parecidos al arco iris, se levantaban hasta que se unían de forma intrincada, con columnatas que los vinculaban. Ni puertas ni ventanas interrumpían su suavidad. Un portal daba paso a un patio, y Brodersen condujo por él a sus seguidores. Aquí también, la naturaleza luchaba por volver. Las raíces no habían roto (aún) el pavimento o las paredes, pero una vegetación baja tapizaba los rincones donde se había acumulado el polvo y los brotes trepaban por las adornadas pilastras. Una criatura voló desde una galería; ¿tendría su nido allí?
    Los recién llegados le prestaron poca atención. En medio del patio había dos estatuas.
    Los pedestales eran de piedra, la escultura del mismo material perdurable de las fachadas. Los colores realistas los convencieron de que eran retratos. Las entidades representadas tenían el doble de la estatura humana, cosa que podía ser arte, pero que Brodersen sospechó era verdad. La desnudez los reveló como de dos sexos (probablemente, dijo Fidelio, y Brodersen recordó haber leído algo acerca de una placa en la primera cosa que la humanidad envió fuera del Sistema Solar). Robustos, de piernas cortas, brazos largos y colas cortas, bípedos, tenían tres ojos pero caras planas, sin pico. Los cubría algo azul que no era pelo ni escamas ni plumas... El catálogo de su apariencia podía continuar.
    En sus manos de cuatro dedos uno sostenía alzado un martillo y una inconfundible hacha de leñador, el otro una hoja de piel o tela que tenía pictogramas (o jeroglíficos, o...). Por extrañas que fueran sus formas, sus expresiones reflejaban la calma.
    Después de que el silencio durara, Caitlin murmuró:
    –Un buen destino para vosotros, pueblo de Pandora.
    –¿O serán los Otros? –preguntó Dozsa en voz baja.
    Brodersen meneó la cabeza.
    –Difícilmente –respondió–. Los Otros construyeron máquinas pesadas como Luna con material estelar para cruzar el universo, el espacio y el tiempo a la vez. No se molestarían con esta clase de cosa.
    –¿Podrían los pandoranos ser aprendices de los Otros? –se preguntó Caitlin.
    Dozsa se volvió pragmático.
    –¿Serán pandoranos? ¿Cómo podemos saberlo?
    –Creo que sí –dijo Fidelio–. Tienen la anatomía de cuatro miembros y tres ojos. Rasgos como la aleta dorsal y los picos en vez de mandíbulas surgen sin duda de los animales primitivos a partir de los que se desarrollaron las formas más elevadas de la época presente.
    Como si todos los mamíferos placentarios murieran o evacuaran Tierra y eras más tarde surgieran nuevas especies cuyos antepasados fueran ornitorrincos, pensó Brodersen. O lagartos, o gusanos.
    –Bueno, vamos a echar una ojeada –dijo.
    Debía haber una forma de entrar en los edificios, pero no existía ninguna que los forasteros pudieran encontrar.
    –Vuelven a intervalos y limpian los hierbajos de esta zona –sugirió Brodersen–. Si no, estaría cubierta.
    –Pero ¿con qué frecuencia? –preguntó Dozsa.
    –Para estimar eso –dijo Fidelio– tendríamos que conocer las tasas de crecimiento. Aprender eso, llevaría uno o dos años. Y entonces podríamos suponer. ¿Diez años? ¿Veinte? Vosotros podríais estableceros aquí, la gravedad conviene a vuestras necesidades físicas, pero no creo que pudierais vivir de lo que produce la tierra.
    Caitlin hizo una mueca y lo abrazó. Le quedaba menos de un año. El le respondió un instante, antes de que su curiosidad, que hacía temblar sus patillas y retorcerse a su cola, volviera a absorberlo.
    –Aja –dijo lentamente Brodersen–. No parece práctico. Pensé que podríamos dejar un mensaje, quizá grabado en acero inoxidable, cerca de esas figuras. Símbolos que dijeran... oh... «Estamos perdidos, pensamos seguir probando un pórtico tras otro de acuerdo al siguiente plan; por favor, vengan a buscarnos.»
    –¿Le prestarían atención? –desafió Dozsa.
    –¿Tú no? –le espetó Caitlin. El asintió.
    –Pero ¿cómo haremos para que nos entiendan? –preguntó a Fidelio.
    –No consigo una mínima idea –admitió él–. En ocho años de íntima relación con vuestra expedición logramos una pequeña comprensión mutua. Y parece que nuestras dos razas son más parecidas que otras.
    Se sentó un momento sobre pies y aletas, una forma larga y graciosa de color caoba entre los muros calientes y coloridos. Las garras y membranas de una mano superior se cerraron sobre el hocico, los dedos de las manos inferiores formaban un puente.
    –No –dijo finalmente, croando y piando el español que quizá hacía daño a su garganta–, no lo veo. Recordad que si seguis adelante, seguís con el riesgo de emerger en la nada. Los pandoranos no son los Otros. A menos que conozcan a los Otros... ¿y por qué iba a ser así, más que vuestro pueblo o el mío?... aun si pudieran traducir vuestra súplica, ¿enviarían a una tripulación siguiendo vuestras huellas con el mismo peligro? Caitlin, hembra de amor, ¿ordenarías eso?
    Ella calló.
    Después de un rato, Fidelio dijo:
    –Por mi parte, estoy muy dispuesto a hacer lo que decidáis. Podéis elegir quedaros, con esperanzas de ayuda antes de que se acaben vuestras provisiones. Mi consejo, que puede ser malo, es que sigáis explorando. Pero formad vuestro propio juicio, queridos amigos.
    –¡No! –brotó de Caitlin en inglés–. ¡Un ser marino como él, muriendo en este mundo que parece una momia! Si no podemos devolverle el mar, ¡que tenga las estrellas!
    Brodersen sonrió tristemente y apoyó una mano en su hombro.
    –Te has apresurado demasiado, cariño –reprochó–. Yo quería decir eso.
    No podían hacer nada más allí y el calor los estaba agotando. Las quemaduras de sol podían ser un peligro también, más rápidas y crueles que en Tierra, si no tenían cuidado.
    –Nos marchamos, por ahora –dijo Brodersen a Rueda por la radio–, descansaremos unas horas en la lancha... manten el aire acondicionado encendido, ¿me oyes?... y pensaremos qué vamos a hacer. Quizá deberíamos olfatear alrededor del campo de aterrizaje, por si averiguamos algo. Quizá habría que montar escaleras para llegar a esas arcadas elevadas. Y quizá tendríamos que despegar en seguida, aunque personalmente creo que no. De todos modos llegaremos pronto.
    –Os prepararé algo de comida –prometió Rueda.
    El grupo salió por el portal sin observar un orden especial y comenzó a atravesar la sección más o menos despejada que los separaba de las tierras vírgenes. El sol verde resecaba y brillaba, el viento resonaba.
    Fidelio gritó. Los humanos nunca habían escuchado antes sorpresa y agonía en una voz betana.
    Brodersen vio volar dardos desde el bosque, cortos, gruesos, con barbas en la parte posterior y cabezas metálicas triples.
    –¡Al suelo! –rugió, y se dejó caer. Su rifle gruñó, pulverizando el bosque, arrancando astillas de sus ramas, que ahora eran pesadillescas, barriendo el follaje.
    Un ulular agudo le respondió. De la emboscada, surgieron dos seres. Después, Brodersen sabría que Caitlin había aprovechado la oportunidad para tomarles una foto. Para él, era innecesario. Los vio con total claridad y no los olvidaría mientras viviera.
    Eran bípedos, delgados, que le llegarían al pecho. Sus cabezas tenían tres ojos y picos, sus manos tres dedos simétricamente espaciados, sus pies eran como pezuñas, en sus espaldas había aletas y su color era marrón. Llevaban pantalones cortos en cuyos cinturones había cuchillos y hachas cortas. Uno aferraba una especie de arco. El otro estaba herido; sangre negra salía de uno de sus brazos.
    No cargaron, sino que huyeron a derecha e izquierda, chillando. Brodersen le disparó al más cercano.
    –¡No! –gritó Caitlin–. Huyen, asustados... Dan, ¡tienen mentes!
    Los dejó ir, pero disparó otra ráfaga contra los matorrales. Dozsa se le unió. Había habido más de dos salvajes en el ataque. No hubo respuesta. Los asusté a todos, concluyó Brodersen. Los dos que salieron huyendo estaban aterrados. Quizá cogí a alguno. Ojalá.
    Soltó el gatillo. Un profundo silencio lo cubrió; el viento lo hacía más profundo. Se puso en cuclillas y miró a su alrededor. No vio ningún signo de peligro.
    –Monta guardia, Stef –ordenó–. Si te parece que ves un movimiento, cualquier clase de movimiento, dispara.
    Se acercó a Fidelio. El betano yacía en un lago de sangre. La suya era púrpura. Más sangre salía de la herida que había desgarrado su cuerpo entre los brazos superiores e inferiores. Había empapado a Caitlin, que estaba arrodillada, tratando de detener la hemorragia.
    Miró a Brodersen cuando se acercó.
    –Es inútil –le dijo con voz sorda–. No tengo el equipo, ni los conocimientos ni el tiempo. Una arteria importante, un órgano vital...
    El flujo disminuía. La violenta respiración de Fidelio también, y se estaba relajando en su lucha contra la muerte.
    Caitlin se movió y apoyó la cabeza del extraterrestre en su regazo. Los ojos azules la buscaron.
    –Fidelio –dijo en español–, ¿me oyes?
    –Sí –se oyó apenas.
    –Fidelio, volveremos a casa. Y ayudaremos a tu gente a aprender lo que necesitan acerca de nuestra manera de amar, aunque creo que tienen mucho que enseñarnos acerca de eso.
    –Gracias... –oyó apenas Brodersen.
    Caitlin acarició su pelaje y cantó en voz muy baja:
    Sleep, my babe, for the red bee hums the silent
    twilight's fall. Aeobhaül from the grey rock comes to wrap
    the world
    in thrall.
    Se lo había cantado a los hijos de Brodersen, la antigua Canción de cuna de la madre Gartan. La melodía era bellísima.
    Alend van och, my child, my joy, my love, my heart's
    desire The crickets sing you lullabye, beside the dying fire'.
    Brodersen los dejó solos y, tomando todas las precauciones militares posibles, fue a explorar los matorrales. No encontró muertos ni heridos, aunque manchas negras y húmedas le dijeron que había dado en el blanco más de una vez*. Probablemente la banda se había llevado las bajas, como debe hacer un ejército. Reunió algunas armas que habían dejado caer, para su examen posterior y volvió. Para entonces, Fidelio había muerto.
    Habiendo informado al horrorizado Rueda, Brodersen ordenó:
    –No, te quedas donde estás. Aquí no hay lugar para un aterrizaje, especialmente porque tendrías que maniobrar la lancha tú solo. Supongo que estás a salvo. Pero, en la duda, ¡despega a toda prisa! La Wüliwaw es demasiado importante para la supervivencia de todos para arriesgarla por nosotros. –Después de una protesta–: Cállese, señor, y obedezca órdenes.
    Volvió con Caitlin y Dozsa.

    La canción de cuna incluye expresiones gaélicas y dice, aproximadamente: "Duerme, hijo mío, porque la abeja roja zumba al caer la tarde. Aeobrnill viene desde la roca gris a envolver al mundo en esclavitud. Alend van och, hijo mío, mi alegría, mi amor, deseo de mi corazón; los grillos te cantan una canción de cuna, junto al fuego agonizante." (N. del T.)

    –De acuerdo, en camino. Tú en el medio, Pegeen. Manteneos alerta.' Disparad a la menor sospecha. Nos atrincheraremos en la lancha hasta que la Chinook esté lista para recibirnos.
    Ella señaló en silencio la forma que había a sus pies. El meneó la cabeza.
    –No; no podemos; pueden estar esperándonos. Y tampoco enviaré un destacamento a buscarlo después. Ojalá pudiéramos, pero ¿querrías que tus amigos arriesgaran sus vidas por tu cadáver? Estoy seguro de que él no querría.
    «Vamonos.


    35

    La nave espacial aceleró, alejándose del planeta, volviendo a la máquina T para el próximo salto. En la primera guardia vespertina, después de comer, la sala de reuniones estaba vacía. Nadie quería contemplar Pandora y su sol verde, ni confesar su desaliento, sugiriendo que se apagaran las pantallas. Solos o en parejas, los tripulantes derivaron hacia sus camarotes.
    Brodersen y Caitlin bajaron su cama porque sólo así podían sentarse uno junto al otro, apoyados en las almohadas y el tabique. Se habían puesto pijamas, cosa poco frecuente, y se sirvieron whiskys. Sus manos adyacentes estaban unidas.
    La bebida se agitaba en los vasos. El tomó un sorbo de su humo y fuego, y otro, y vio que sus manos estaban más firmes.
    –Dios mío, Pegeen, Dios mío –gruñó–. He vuelto a perder un tripulante. Otra vez.
    –No pudiste hacer nada, cariño –respondió ella–. Nadie te culpa.
    –¡Yo sí!
    Ella dejó que él mirara al aire y respirara medio minuto antes de apoyar su vaso en un estante, cogerlo por la barbilla y obligarlo a mirarla.
    –Ya basta, Daniel Brodersen –dijo, cortante–. Te estás compadeciendo de ti mismo y ésa es la más baja de las emociones.
    El enfrentó su mirada, enmarcada por cabellos bronceados sueltos, tragó saliva y asintió.
    –Sí. Tienes razón y lo siento. Fue horrible y tendría que haberlo tomado como un hombre.
    Ella puso un brazo sobre los hombros de él. –No, amor mío, no te sientas en falta por eso. Has estado llevando una carga que puedes dejar... que debes dejar. –Lo besó largamente, aunque con más ternura que pasión.
    Cuando se sintieron cómodos, ella suspiró. –Para decirte la verdad, no me preocupo mucho por ti. Pero Phil Weisenberg... creo que está mal.
    –¿Eh? Bueno, se saltó la cena, pero un retroceso como éste puede estropear el apetito de cualquiera. Caitlin se mordió el labio.
    –No lo oíste cuando me llamó para decirme que estaría ausente. Ni lo viste cuando embarcamos, ni después, cuando estábamos listos para acelerar. Oh, sí, lo viste, pero no te fijaste; tenías otras cosas en la cabeza. Se ha transformado en un silencio, eficiente, cortés robot.
    Brodersen frunció el ceño. –Sí que son malas noticias. Caitlin apretó su mano.
    –No te preocupes todavía, corazón. Déjame ver qué puedo hacer. Ya sé que sois viejos amigos, pero tengo la idea de que no sería franco contigo por no aumentar tus preocupaciones. Quizá yo le parezca más fácil.
    –Mmmm... bueno, tú tienes un don... de acuerdo. –Brodersen bebió un poco más. Brusca, roncamente–: Quizá puedas saber por qué nos atacaron esos demonios. Caitlin reunió palabras.
    –No son demonios, Dan –dijo después. Su tono era gentil–. Son seres inteligentes como tú y yo... cazadores, aún, cuyas pocas viviendas en el bosque no vimos desde arriba... pero nuestros antepasados eran iguales, no hace mucho. ¡Oh, cuánto me alegro de que al parecer no hayamos matado a ninguno! –¿Después de lo que hicieron?
    –Piensa. ¿Qué son? Una raza que evolucionó a partir de los animales inferiores, en los últimos millones de años, después que el sol cambió. –Sí, eso es obvio.
    –Piensa, Dan. La raza más antigua había partido. Quizá volvieran de vez en cuando, por reverencia, o por una triste curiosidad, pero ¿por qué iban a establecer esa base, que puede albergar una flotilla de naves, o levantar esos edificios en el estilo antiguo, o erigir esas estatuas? ¿Para qué, más que para ayudar a sus sucesores? Para abolir los peores horrores de ese ambiente. Para dar a los nuevos seres cosas útiles... como hierro, para forjar cabezas de flecha para la caza... pero un poco de tecnología por vez, para que puedan aprender el buen uso, no el malo... –Caitlin tapó con la mano la boca de Brodersen–. Calla, macushla, déjame terminar. Supongo que los antiguos guían el desarrollo de toda la joven cultura o de todas las culturas que existan en Pandora. Supongo también que esa guía es muy lenta y cuidadosa, para no aplastar el espíritu y el genio nativos, para dejarlos florecer. Eso explicaría, ¿verdad?, la presencia de las estatuas... un recuerdo de los maestros que regresan después de generaciones y vuelven a abrir la escuela... maestros que, supongo, hacen todo lo posible por no transformarse en dioses.
    »A1 final, mucho antes de que el planeta esté totalmente quemado, habrá una civilización capaz de moverse entre las estrellas.
    Caitlin sonrió, bebió, rozó con los labios la mejilla de Brodersen.
    –¿Te parece razonable, dulzura? –preguntó.
    –Bueno... Sólo podemos hacer suposiciones. –Golpeó el vaso al apoyarlo en su estante–. Pero ¿por qué, en nombre de Dios, dispararon contra nosotros?
    –¿Cómo podían saber quiénes éramos? Ninguno de nosotros se parecía a los maestros. Podíamos ser demonios que invadían su sagrado santuario. O podíamos ser una nueva clase de animal que se mata por precaución, o para comer. Fidelio pensaba que ésta es la estación de la recolección, antes del terrible invierno... para las compañeras, los hijos, la gente que quieren. Podría haber muerto en la Rueda, por una mala razón. Esto fue por un error y a causa del amor.
    –No supimos preverlo. El universo nos tomó por sorpresa.
    –Siempre lo hará, Dan. Lo sabes.
    El asintió nerviosamente, terminó su bebida y se volvió hacia ella.
    –Pegeen, haces que todo vuelva a estar bien...
    Se abrazaron, nada más. Cuando ella sintió que la tensión desaparecía de él, lo instó con los brazos a acostarse. El cerró los ojos. Ella besó sus párpados. El sonrió. Ella se tendió a su lado. Pronto quedó dormido.
    Ella sólo había bebido un poco de whisky. Levantándose, se paseó, descalza, con los dedos entrelazados; su cara reflejaba una inquietud creciente. Finalmente, después de mirar al hombre y asegurarse de que estaba profundamente dormido, fue hacia el intercom privado y marcó un número.
    La voz de Weisenberg se arrastró por el altavoz.
    –¿Sí?
    –Espero no haberte despertado.
    –Oh, no. No es tarde. –Parecía una máquina–. ¿Qué pasa, Caitlin?
    –Me gustaría verte, si es posible.
    El dudó.
    –¿Es urgente? Estoy cansado. No sería buena compañía.
    –¡Al diablo la compañía! Las especificaciones de tu trabajo no incluyen mantenerme divertida. Quiero ir a verte y charlar un poco. Me echarás cuando quieras.
    –Bueno. Si insistes.
    –Gracias, querido Phil. Estaré ahí en dos saltos cuánticos.
    Tardó un instante para sonreír a Brodersen.
    En el corredor se encontró con Leino. Vestido pero desaseado, se paseaba con un cigarrillo de mariguana entre los dedos. Los dos se detuvieron unos segundos.
    –Te deseo buenas noches –aventuró ella.
    La mirada de él la recorrió de arriba abajo y de lado a lado. El pijama que llevaba ella era delgado.
    –¿Adonde vas? –preguntó él.
    –Tengo asuntos urgentes, Martti, y te ruego que me perdones por ello. –Intentó pasar y él levantó una mano, como para detenerla, pero la dejó caer. Ella llegó a la puerta de Weisenberg y entró. El la vio.
    Después de echar el pasador, Caitlin se detuvo un momento. Una sola luz de flúor iluminaba el cuarto, puesta al mínimo de luminosidad. La pantalla de datos, que podía proporcionar la mayor parte de la herencia de la humanidad, estaba obscura. Weisenberg estaba sentado en la obscuridad, agobiado, con las manos colgando de los brazos de su butaca y la barbilla casi apoyada en el pecho.
    Levantó gradualmente la cabeza.
    –Hola –recitó–. ¿Puedo ofrecerte algo?
    –Sí, pero no una copa. Quédate donde estás, Phil. –Soltó una silla y la trasladó para poder sentarse frente a él.
    El volvió a bajar los ojos.
    –Disculpa, pero ya te he dicho que estaba muy cansado.
    –Si estuvieras sanamente cansado estarías roncando. –Se inclinó hasta poder cogerle las dos manos, tibieza alrededor de frío–. ¿Qué te pasa?
    El forzó cada sílaba.
    –¿No lamentas la muerte de Fidelio?
    –«Lamentar» es poco para lo que siento.
    –Bueno, entonces, considérame de luto... por el segundo compañero que perdemos. –Weisenberg se estremeció–. No quiero exagerar las cosas. Pero no tengo tu talento para...
    Calló.
    –¿Para qué? –preguntó ella suave e inexorablemente.
    El tragó saliva.
    –Por favor... no me entiendas mal... No quiero insultarte, Caitlin, no es que piense que tú... no sientes... tan profundamente... más, quizá... Pero tú tienes tu... talento... Compondrás una canción... exorcizarás... el dolor más fuerte... como hiciste con Sergei... ¿no? –Tragó saliva de nuevo–. Me gustará oírla, cuando esté hecha. Me ayudará.
    –No, Phil –replicó ella–. No haré ningún lamento por Fidelio.
    Sorprendido, él levantó los ojos y la miró.
    –No estaría bien, ¿sabes? –explicó–. No lo conocía, en realidad. Ninguno de nosotros lo conocía, salvo la gente de la Emissary, Joelle Ky, la que más, supongo, y ¿cuánto? ¿Qué podría decir yo de él? Los huesos blanqueados de lo que sucedió. Nada suyo. No quiero hacer una canción que para mí, sería mecánica. Valía más que eso.
    –No te entiendo bien.
    Ella hizo una mueca.
    –Sí, tú no eres un bardo. Somos una raza extraña. –Retiró las manos, pero no la mirada y dijo–: Piensa en esto. Cuando Sergeí se fue, no quedaste anonadado, aunque habíais sido compañeros durante mucho tiempo y aunque los dos erais humanos, con la comprensión y la hermandad que eso significa. Honor y afecto a la memoria de Fidelio, pero no estábamos cerca de él, ni él de nosotros, no era posible. Bien podemos llevar luto por él, Phil, como dijiste. Pero querías decir «llorar», y eso es otra cosa.
    El hizo una mueca de dolor y endureció la boca.
    –Tranquilo, querido, tranquilo –dijo ella–. ¿Qué temes? ¿Por qué te sientes humillado? Otra cosa te ha hecho daño hoy y creo saber qué es.
    Una fina nube de ira se formó en él.
    –Mira, tus intenciones son buenas, pero no me interesa el análisis de salón. Si me perdonas, prefiero acostarme.
    Ella levantó la palma de la mano y rió. –Te agradezco que sepas usar correctamente el lenguaje de mi profesión, Philip Weisenberg. No tengo intenciones de analizarte, ni en un salón, ni fuera de él. Lo que quiero decir es que la causa de tu depresión está en un lugar muy visible, un lugar que te hace honor.
    El quedó boquiabierto, se controló, trató de responder. Ella continuó antes de que pudiera hacerlo, con seriedad y cogiéndole de nuevo las manos:
    –Cuando también Pandora falló y de una forma tan terrible, cuando supimos que debemos continuar nuestra búsqueda, seguir y seguir buscando, súbitamente... no pudiste más. Has sido el símbolo de la fortaleza, siempre calmo, siempre firme, aún más que Dan. Quizá nadie haya llorado en tu hombro, aunque no me extrañaría ' que hubiese sucedido, pero tú eras la encarnación del valor y la sensatez, que simplemente por estar ahí nos ayudaba más de lo que puedo decirte. Nunca recibiste nada de nosotros; a tu manera silenciosa, dabas siempre. –Vaya, ¿y quién te da a ti?
    –Y ahora, cuando nuevamente te han quitado la esperanza de volver a esa familia que quieres tanto...
    Caitlin se puso en pie, se inclinó sobre él y lo abrazó. El se puso rígido y trató de soltarse. Ella no se lo permitió. Sus trenzas cayeron sobre el pelo canoso cortado a cepillo. Y de golpe, se aferró a ella, enterró la cara en la suavidad de su pecho y comenzó a llorar.
    –Sarah, Sarah... –Ella se dejó caer en el regazo del hombre y lo abrazó más de cerca, sin quejarse cuando él la apretaba demasiado.
    La situación se mantuvo un par de minutos; después, trató de controlarse.
    –Disculpa, Caitlin. No quería...
    –Shhh. –Lo mantuvo junto a ella–. Llorar no es poco masculino. Aquiles lo hizo. Cuchulain lo hizo.
    –Lo... sé... pero... estas cir... circunstancias... es malo para la moral...
    –Aquí estamos los dos solos, Philip, y yo no lo contaré. Compartiremos, esta noche lo compartiremos.
    Lo escuchó hablar de su mujer, sus hijos y sus nietos. Cuando a Weisenberg se le acalambraron las piernas, ella bajó la cama, para poder sentarse a su lado. Después, cuando comenzó a cabecear, le sugirió que se desvistiera y se acostara. El profirió un gruñido de vergüenza. Ella rió y entrecerró los ojos en un brazo.
    –NO espiaré –prometió–. Dime cuando estés visible. Quiero asegurarme de que te duermes.
    Weisenberg le concedió el deseo. Ella lo arropó, se sentó en el borde de la cama y lo hizo hablar más. En el curso de la conversación, le relató lo que suponía era la verdad acerca de los pandoranos. A él la idea le pareció reconfortante.
    Pero no se dormía. Se adormilaba y volvía a despertar, sobresaltado.
    –Te daría un trago, o un poco de hierba o una pastilla –le dijo ella, finalmente–, pero para ti, en esta hora, estarían mal. No les importa la gente.
    Pasó por encima de él y se metió debajo de las mantas.
    –¡Eh! –exclamó él cuando ella puso un brazo sobre su pecho–. ¡Espera! ¿Qué haces?
    –Necesitas que te abracen y te besen un poco, Phil. ¿Crees que a tu Sarah le importaría?
    –Oh... no, pero... –Hizo una mueca–. Soy viejo. Estoy muy cansado.
    –¿Te he pedido algo, salvo que sepas que no estás solo? –Ella se estiró, alcanzando el interruptor de la luz, y obscureció la habitación. Luego lo acarició, murmurando cosas, como podría hacer una madre con su hijo, durante mucho rato.
    Finalmente, la respiración de Weisenberg se aquietó. Ella comenzó a soltarse con cuidado. El seguía estrechándola, y volvió a colocarse a su lado.
    –Caitlin –susurró él, soñando a medias.
    Ella le hizo el amor, lenta y suavemente. Después de eso y unos mimos, se quedó profundamente dormido.
    Caitlin cerró la puerta tras de sí y se dirigió al camarote del capitán. Leino llegó por la curva del pasillo. En su silencio helado, sus pasos resonaban audibles y desacompasados. Se detuvo cuando la vio, apoyó el puño izquierdo en la cadera y llevó la mano derecha a la boca para chupar de su pitillo de mariguana.
    –Bueno –dijo–. Buenas noches de nuevo. Espero que esté pasando una buena velada, señorita Mulryan.
    –Sí y no –respondió ella, tranquila–. Phil y yo teníamos que hablar de algo importante.
    El levantó las cejas. Sus ojos recorrieron su despeinada figura. Donde sus muslos se juntaban, el pijama estaba húmedo.
    –Hablar –dijo–. Sí, por cierto. ¿Y cuál ha sido el tema?
    –Martti querido, sabes que no debes preguntar eso. Ya tenemos poca intimidad, tal como están las cosas. ¿O habrá sido la hierba la que preguntó? ¿Cuántos has fumado? ¿Has estado andando en círculos todo este tiempo?
    El se sintió picado.
    –¡No me llames «querido»!
    –¿Debo llamarte «enemigo», entonces? –Dio un paso hacia él. El estuvo a punto de retroceder y preservar intacto su espacio personal, pero quedó inmóvil. Ella apoyó una mano en la parte posterior de su cuello. Su mirada verde captó la de él.
    –Te sientes muy mal, tú también; has estado debatiéndote tú también, para tratar de recuperar tu equilibrio, ¿no? Pero has elegido un mal camino; sólo puede empeorar las cosas.
    El enseñó los dientes.
    –¿Cuál es tu camino? –preguntó, cortante.
    Ella lo consideró un momento antes de sonreír.
    –Bueno –dijo con voz profunda–. Funciona.
    El la miró fijamente. Las caderas de ella ondularon cuando puso su mano libre en la cintura de él.
    –Tú y yo tenemos asuntos pendientes, Martti –le dijo.
    El trató de retroceder. Ella lo retuvo.
    –La última vez estabas demasiado nervioso –dijo–. Quizá no sepas que es muy corriente. No me diste la posibilidad de ayudarte, aunque yo quería hacerlo. Y desde entonces, quiero volver a intentarlo.
    –¿Quieres... decir...? –No pudo seguir.
    Ella le quitó el cigarrillo y lo tiró al suelo. La alfombra no sufriría y el limpiador regular recogería colilla y cenizas.
    –Ya te dije que así no, Martti querido.
    El la abrazó.
    Poco rato después, en su camarote, él se dejó caer sobre la almohada; parecía complacido y deslumbrado. Ella se acurrucó.
    –¿Ves, ahora, que tenía razón? –inquirió.
    –Sí –murmuró él–. Claro. Gracias, Caitlin.
    Haciendo un pequeño esfuerzo, mientras contemplaba con los ojos entrecerrados el cielorraso:
    –Gracias. Esto... me parece que fui demasiado rápido. ¿Te gustaría pasar el resto de la guardia nocturna conmigo?
    –Sí que me gustaría. Soy una lagarta desvergonzada y glotona. –Lo besó. El respondió vigorosamente.
    Habían dormido un rato y hecho el amor por tercera vez, y descansaban apoyados en el mamparo, como habían hecho ella y Brodersen unas horas antes. El camarote estaba tibio y lleno de olores animales. Faltaba poco para la guardia matutina.
    –¿Puedes venir esta noche? –preguntó él–. Oh, no quiero molestar a Dan, ni nada, pero sería maravilloso, si pudieras.
    –¿Cuántas ganas tienes de que venga? –dijo ella__.
    Estoy segura de que Frieda podría... hacerte un lugar. El la abrazó. Su voz adoptó el dialecto de las Tierras Altas:
    –Nada tengo para la susodicha Frieda, Caitlin, que tú eres mucho más linda y, sí, vivaz.
    –Ah, bueno; linda, vivaz; si eso es todo, me alegro. –¿Qué? –Giró la cabeza para mirarla. Ella devolvió la mirada.
    –Vaya, es que temía estuvieses enamorado de mí. Eso podría destrozarte. Indignado, protestó: –¡Lo estoy, Caitlin!
    –No hablaste de eso esta noche... Aguarda, por favor. Déjame terminar. No me siento herida ni ofendida. Piensa lo incómodo que sería si todos los hombres del mundo me desearan. Lo que creo es que te has transformado en un buen amigo, Martti, y atesoro eso. –Lo abrazó y lo besó.
    El apenas reaccionó. Cuando ella lo soltó, la miró, casi horrorizado.
    –Caitlin, corazón mío, sí que te amo –dijo con voz desigual–. Para mí eres la más hermosa.
    Ella se sentó muy erguida. Su voz fue como un látigo:
    –¿Y entonces por qué no has podido hacer el amor conmigo hasta que me has visto como una golfa?
    El se ahogó. Ella continuó, agitando un dedo en dirección a su pecho:
    –Óyeme, Martti Leino. Ten muy presente que no me tomaría todo este trabajo si tú no me importaras. Sería más fácil darte placer y dejarte chapotear en tu suficiencia. Sería más fácil para los dos, sin duda, mientras dure este viaje. Pero puede que no dure hasta nuestro pequeño Juicio Final. Puede que podamos volver a casa. Y, en ese caso, algún día querrás casarte... aguarda. Estás a punto de decir que te casarás conmigo. Te advierto que es imposible, pero, lo sea o no, no hay diferencia. Seguramente querrás una esposa a quien respetar, de quien enorgullecerte.
    «Martti, ¿cómo vas a ser un marido para una mujer a quien respetes?
    Después, cuando terminaron los gritos y el dolor desapareció, yacieron en silencio. Ella murmuró al hueco entre el cuello y los hombros de él:
    –Oh, perdóname. Juzgué que había que hacerte esto... por ti... alguna vez, y ¿quién mejor que una compañera de viaje? Sobre todo porque sé bien que los viejos hábitos de pensamiento no se cambian en un día, y aquí tenemos semanas, meses, años quizá... No temas, no voy a investigar tus sentimientos hacia tu madre o tus hermanas, especialmente Lis. –El se encogió–. No, querido Martti, no lo haré. Creo que no es decente ni necesario. Tú tienes ese conocimiento de que nosotras las mujeres no somos vasos sagrados, profanados por siempre si aceptamos la honesta sensualidad que tú conoces. No somos tan diferentes de ti en eso, como tú no lo eres de nosotras en la fragilidad.
    –Caitlin.
    –La esposa que tengas puede elegir ser sólo tuya, como ha hecho Lis con Dan hasta ahora. No hay nada de malo en eso, si es lo que los dos deseáis. Pero tendrá tanto derecho a la libertad, a cualquier libertad, como tú, y si la reclama, no será menos sino más. Sí, la libertad puede ser solitaria, aterradora, y por eso muchas personas renuncian a ella, para sí o, lo que es peor, para los demás. Pero con frecuencia pienso que ser humano es ser libre. Todo lo demás puede ser hecho por máquinas o bestias. La libertad es nuestra.
    –Pero... abusamos de ella...
    –Ciertamente. No somos más que monos con cerebros demasiado grandes para sus cuerpos. Si encontramos a los Otros, sabremos qué es, realmente, la libertad. Mientras tanto, seamos tan dignos de ella como podamos.
    Caitlin rió dulcemente.
    –¡Oh, fíjate qué sermón! Martti, pronto tendré que pensar en preparar el desayuno. Pero antes, si no estás muy cansado... y bien podrías estarlo; muchos chicos lo estarían... si no lo estás, me gustaría empezar a demostrarte lo que quiero decir.
    Después, entre risas compartidas, ella dijo: –Oh, bueno, no pasará nada si sólo por esta vez el desayuno se demora una hora o dos, ¿verdad que no?
    La gente dormía en el resto de la nave. Prieda y Dozsa juntos; Brodersen y Weisenberg pacíficamente; Joelle pesadamente, con calmantes; Rueda, dando vueltas; Su-sanne con una sonrisa que iba y venía y volvía a aparecer. Controlada por sus robots, la Chinook se dirigía hacia la máquina de transporte.


    36

    Yo era un hijo del Pueblo, mi padre un hombre de la Sociedad del Maíz, un hombre respetable que de ningún modo hubiera pasado por encima de los demás. Pero en el décimo mes anterior a mi nacimiento, en una noche en la que él y los suyos estaban en el kiva bendiciendo a sus muertos, mi madre soñó un extraño sueño. Era como si hubiesen llegado los kachinas y la hubiesen llevado gentilmente hasta su hermoso mundo debajo del mundo. Por lo tanto, cuando se arrodilló en una esterilla, sostenida por sus hermanas, y me dio a luz, los hombres de la sociedad de mi padre –después de haberse purificado debidamente– danzaron algunas medidas, soplaron el humo sagrado de sus pipas y rezaron.
    No recibieron ningún signo, bueno o malo, de modo que me tomaron por lo que era, otro varón, y me presentaron al sol. Después lloré y grazné y pataleé y dormí, fui mecido por mis padres y parientes, bebí la vida de los pechos de mi madre. Me llevaba en la espalda, atado a un madero, mientras trabajaba los campos de judías, calabazas y algodón. En esos momentos, mi cabeza estaba vendada contra la madera, para achatar mi cráneo y hacerme más guapo. Pero pronto anduve vacilante, al cuidado de niños mayores. Nosotros los niños jugábamos a muchos juegos felices, pocas veces interrumpidos por lágrimas. Sin embargo, mi primer recuerdo es un cuervo que volaba cerca de mí. Yo estaba cerca del borde del acantilado; al otro lado, la pared más lejana del cañón trepaba desde las profundidades de sauces, cactus y enebros hasta quedar finalmente desnuda. Entre esos verdes profundos o polvorientos, las rocas pardas con sombras azules, el calor y la luz y la calma y los olores resinosos, todo bajo un cielo donde la vista podía perderse para siempre... oh, ¡allí pasaba esa negrura orgullosa y brillante, volando!
    Nuestro pueblo se levantaba a mitad de la altura del cañón, en un saliente. Las alturas que había más arriba le daban sombra cuando las tardes de verano estallaban. La nuestra no era la mayor ni la menor comunidad en esa Mesa, donde habitaba el Pueblo. Las paredes de adobe eran gruesas y fuertes, su aspereza agradable al tacto; las habitaciones eran obscuras pero confortables en todas las estaciones; las escaleras iban de nivel a nivel y siempre las estábamos usando, para ir a trabajar o para ir a hacer visitas. Aunque nos preocupaba ser corteses, recuerdo muchas bromas.
    Dueños de la primavera, seguíamos el sendero que bajaba al río para pescar, purificarnos o recoger hierbas... o, cuando hacía calor, para refrescarnos; los jóvenes retozaban en bancos de arena mientras los mayores estaban sentados, gravemente alegres. Otros senderos llevaban hasta la cima, donde crecían nuestras cosechas y cortábamos leña (después de haber explicado nuestra necesidad a los árboles), cazábamos, viajábamos a diferentes pueblos y buscábamos la unidad con los espíritus en sueños o meditaciones. Allí, en una noche clara, como eran la mayoría de las noches, un hombre veía más estrellas de las que podía contar, más estrellas que obscuridad, arracimadas alrededor de la Espina Dorsal del Mundo. La luna llena desdibujaba su esplendor, pero hacía que la tierra brillara misteriosamente.
    Sí, la Creación estaba llena de luz. Hasta las más poderosas tormentas, los nubarrones, brillaban tanto como resonaban. Hasta nuestros muertos, para quienes rompíamos nuestros mejores cacharros, para enterrarlos con ellos, hasta nuestros muertos veían resplandores en el mundo que está debajo del mundo o cuando volvían invisibles hasta nosotros.
    Fui creciendo, deber tras deber. Primero, ayudé a vigilar a los pequeñines. Después, cultivé el maíz, porque ése era el privilegio de los varones. Más tarde aún, llevé cargas y manejé herramientas demasiado pesadas para las mujeres. Conducido por mis mayores, cacé, corté leña, viajé; participé en ceremonias adecuadas para mis años; así aprendí lo que un hombre debe saber.
    Aparte de unas pocas tareas que eran exageradamente duras o aburridas, disfrutábamos todo lo que hacíamos. En cuanto a las que no gustaban a nadie, aparte de la satisfacción de saber que manteníamos vivo al pueblo gracias a ellas, las hacíamos lo más alegres que podíamos. Así, para nombrar una, cuando las mujeres molían el maíz que habían traído los hombres (después de limpiar nuestros edificios, para que el maíz se sintiera feliz de entrar en ellos), transformaban la tarea en una fiesta, charlando mientras trabajaban sobre las piedras, mientras un hombre, en la puerta, tocaba la flauta para ellas.
    A medida que mis miembros se alargaban, todos observaron cuánto me parecía a mi madre en mi aspecto, sin nada de mi padre. Esto provocó algunos chismorreos, entre los más mezquinos. Pero se acallaron, porque el Pueblo considera las relaciones entre hombre y mujer como ordinarias, más bien que sagradas. (Pero no hay nada bueno que no sea sagrado.) Mi padre decidió simplemente, que cuando fuera adulto, no debía unirme a su Sociedad, sino a la de mi tío. Hubiese sucedido de todas maneras, ya que calculamos la descendencia y la herencia por la rama femenina.
    Pese a lo que sucedió después, no puedo decir y no diré nada de mis ritos de iniciación, salvo que terminaron en el kiva, donde los espíritus se alzaron desde el sipapu para bendecirnos. Allí entré a formar parte de la Sociedad de las Hierbas. Eso hizo que pasara años estudiando qué plantas curan, cuáles hacen daño, cuáles calman el dolor, cuáles dan sabor, cuáles causan extraños sueños y deben ser evitadas, y cómo hablar a cada clase de planta con respeto y amor.
    Mientras tanto me casé, fundé un hogar, realicé los trabajos de un marido. Mi esposa era una moza erguida que pronto se volvió más atractiva para mí que la luna al salir o los pimpollos de yuca. ¡Y cuando me dio mi primer hijo, para llevarlo y enseñarlo a Sol...!
    No sólo había júbilo, desde luego. Algunos de nosotros sufríamos accidentes, otros enfermaban y no podíamos curarlos, muchos morían jóvenes y lo mejor era envejecer con los dientes gastados hasta las encías, la carne debilitada, la ceguera y la sordera acechando, hasta que nos volvíamos inútiles. Por bondadosos que fueran los hijos y nietos que cuidaban de los ancianos, recordando cómo habían cuidado éstos de los recién nacidos, quizás esto era lo más doloroso.
    Cada vez con más frecuencia, sufríamos las incursiones de los nómadas que había en el nivel inferior de la mesa. Acechaban entre las artemisas; eran hermanos de los coyotes, y sus arcos más poderosos que los nuestros; vivían para la guerra. En mis tiempos capturaron un pueblo, torturaron hasta la muerte a los hombres que no habían matado antes, ultrajaron a las mujeres antes de llevárselas y abandonaron a los niños. Esto nos recordó antiguos sistemas de defensa que habíamos dejado de lado; después de semejante castigo aprendimos a soportar un sitio hasta que el hambre se llevaba a las jaurías hambrientas. Sin embargo, recuerdo terribles batallas.
    No eran sólo sus almas salvajes que los hacían asaltarnos. La necesidad también los obligaba. En mis tiempos, las sequías se prolongaban. Sabíamos de dos años seguidos sin lluvia, y las leyendas decían que eso ya era terrible. Ahora contamos tres, cuatro, cinco... Nuestras cosechas disminuían, nuestras semillas morían en la tierra recocida, a menos que lleváramos agua sin cesar... Seis, siete, ocho... Nuestro sol nos abrasaba desde un cielo que había empalidecido; la tierra rielaba en el calor del verano. Los inviernos eran secos, silenciosos, increíblemente fríos... Nueve, diez, once... Repartíamos la poca comida que podíamos obtener. Los ancianos y los más jóvenes perecían. Cuatro de mis hijos murieron, dos mientras los miraba, dos mientras ayudaba en las rogativas...
    El Convocador vino a mí. Fui llevado al mundo que no está debajo del mundo, ni encima, ni más allá, pero que es todo el mundo.
    No tengo palabras para lo que vino después. Menos aún que para una noche con una mujer muy amada, o una noche en el kiva, o una noche en que tu madre muere en tus brazos. No hay palabras. Fui cada uno de los dioses que han existido y entendí todo lo que existe. Es más bello y terrible que cualquier sueño. No puedo recordar más en este cuerpo.
    Al final, Uno dijo eso que sólo entendí como: «Volverás a tu vida. Si quieres, puedes olvidar lo que ha sucedido aquí. Piensa bien.»
    Flotando en una poderosa paz pensé, hasta que finalmente dije: «No; no me quitéis más de lo necesario.» ¿Acaso recuerdo una risa cariñosa que también puede haber sido un llanto?
    Volví a reunirme con el Pueblo. No habían advertido mi ausencia. No tenía modo de decírselo. Todavía era un hombre que se regocijaba con su esposa, sus hijos y sus amigos, que lloraba a sus heridos y sus muertos. Me encontraban extraño por los largos ratos que pasaba ahora separado de ellos, bajo las estrellas.
    Doce años, trece... Nos aferrábamos a nuestras moradas ancestrales, a las tumbas ancestrales, como líquenes a una roca. Pero no somos líquenes, se me ocurrió. Somos el Pueblo. Y éste no es un mundo detenido para siempre en una única armonía, que sólo la magia negra puede cambiar. Hacemos mal en colgar de los pulgares, por brujería, a hombres y mujeres que sólo son descorteses. He aprendido que el mundo cambia eternamente y es más vasto y variado de lo que imaginamos. Eso puede ser bueno, o puede ser malo, pero es la verdad.
    Si nos quedamos donde estamos, moriremos. Debemos irnos a un país mejor.
    Hablé. Profeticé. Me enfurecí. Me coloqué encima de los demás y fui despreciado por eso. Partí, solo, y reuní conocimientos acerca de tierras donde podríamos ir. Con esto en la mano pude razonar con el Pueblo. También me transformé en un gran médico, cosa que demostró que los kachinas me favorecían.
    Finalmente los llevé lejos.
    Ahora estamos prosperando, cada año construimos más en nuestro nuevo pueblo, en un lugar donde el verano es verde y un río brillante corre entre los algodonales. Evito los honores que querrían hacerme, pero reclamo el derecho de andar solo cuando lo deseo, que es frecuente, y liberar mi alma a las estrellas. Más allá está la Unidad. ¿Acaso el Convocador me llamará de nuevo antes de que muera, o entraré en la tierra? Mi fuerza me ha abandonado y mis ojos están opacos. Pronto dejaré de ser lo que soy y seré otra cosa, sea lo que sea. Dejadme agradecer a la vida todo lo que me dio. Yo era Hombre.


    37
    SALTO.

    Había una espada de luz que giraba; había una máquina T y un maravilloso par de lunas para ella; había un fondo estelar. No había ningún sol a la vista.
    Lentamente –le llevó varios segundos– Joelle retiró su conciencia de la trascendencia de un cruce por el espaciotiempo bajo holotesis. No necesitaba dirigir su visión al espectáculo de la pantalla; podría percibir directamente por medio de todas las antenas de a bordo. Sus oídos le trajeron el aterrado:
    –Jesucristo... oh, Jesucristo, ¿qué es eso? –de Brodersen desde el intercom. Por lo demás, en el cuarto de la computadora reinaba el silencio. Flotando en su arnés, podía no haber tenido cuerpo. Pero ninguno de los demás podía concebir cuan plenamente existía dentro y hacia el universo. Los datos la desbordaban: un rayo gamma de fotones o un campo magnético eran tan reales, tan inmediatos como cualquier visión o sonido. Como una persona colocada en un medio desconocido, volvió sus múltiples sentidos y magnificado intelecto a lo que la rodeaba y buscó la comprensión–. Joelle –suplicó Brodersen–, ¿tienes alguna idea de dónde estamos?
    –Sí –respondió una ínfima fracción de ella–. Un pulsar. Necesitaré mucha más información, por supuesto. No comiences la aceleración lineal. Bien puede ser peligroso alejarse de la máquina. Quédate en órbita alrededor de ella y aguarda órdenes.
    –Sí. ¿Habéis oído todos? Manteneos en vuestros puestos. Preparaos para la maniobra. –La voz del capitán temblaba.
    No la necesitaban para esa simple tarea. Los instrumentos de navegación y una computadora en el centro de mando, manejada por Susanne, eran suficientes. Joelle volvió a entregarse al cosmos.
    El conocimiento llegó lentamente, a lo largo de horas, en ese ambiente inverosímil. Cometió repetidos errores, análogos a los que cometen los seres humanos normales en una habitación diseñada para propiciar ilusiones ópticas. Fuerzas, energías, átomos libres, iones y partículas subnucleares, eran asombrosamente distintas en su configuración y comportamiento de lo que conocía. El mismo haz de resplandor, estrecho, barriendo la noche y las estrellas, como un guiño del tiempo, era hipnótico. El desafío volvía su empresa triplemente maravillosa.
    Y en los programas, los bancos de datos, sus propios recuerdos, había un legado de Fidelio. Mejor hubiera sido tenerlo conectado con ella. Pero cuando empezó a aprender cómo debía emplear la información que él le había dejado, comenzó a sentir que llegaría a ser tan buena como el equipo que ambos habían formado. En cierto modo, él estaba todavía a bordo, un fantasma dentro de la máquina y de ella misma. Eso le daba fuerza y paz, como nada y nadie más podría haberlo hecho.
    Concepto a concepto, Joelle construyó el reconocimiento de lo que había alrededor de la nave.
    La Chinook se había desplazado muy lejos en la galaxia, en el mismo brazo de la espiral, pero a miles de años luz más cerca de su núcleo velado por nubes. También había viajado varios millones de años hacia el futuro; donde había estado S Doradus, en la Nube Magallánica mayor, había una resplandeciente nebulosa. El cuerpo había estallado allí, una supernova, pero mucho antes de que ella se marchara de casa... cuando los dinosaurios andaban por Tierra, si esa afirmación tenía algún sentido físico.
    Más bien, un sol gigantesco había explotado, esparciendo la mayor parte de su sustancia por el espacio, para nutrir soles y mundos que nacerían más tarde. La estrella de neutrones era un remanente, con dos tercios de la masa de Sol. La gravedad la había desplomado tanto que su diámetro no medía más de veinte kilómetros. Había pocos átomos en su interior. En cambio, existía un océano de partículas elementales, tan próximas entre sí como permitía la mecánica cuántica, intercambiando sus naturalezas con enorme vivacidad, en densidades que el hombre podía medir pero no concebir.
    Una pequeña parte de la materia estelar, atrapada en el monstruoso campo magnético que generaba su rotación, era arrojada fuera a través de un par de espirales, hasta que su velocidad se acercaba a la de la luz. Por consiguiente esta materia emitía radiación de sincrotones en rayos finos de poca dispersión, cuyo ardor equivalía al de un sol entero. La mayor parte eran frecuencias de radio; la luz visible era sólo una pequeña fracción. Astrónomos con receptores sensibles y bien sintonizados en planetas distantes que estuviesen en el camino del rayo, señalarían el guiño de un pulsar.
    Los Otros habían hecho que su máquina estuviera en una órbita cuyo plano fuera normal a esos torrentes de energía, a una distancia de unos setenta y cinco millones de kilómetros. Las condiciones hubieran sido letales más cerca, donde el gas que caía desde el espacio y la violencia encadenada de la estrella creaban un torbellino de fuertes radiaciones. Joelle se preguntó por qué el vector del radio no era más largo, mucho más largo. Tal como estaba, y a lo largo de su «año» de 157 días, la máquina tenía que ser golpeada repetidamente por una furia que debería destrozarla, que seguramente vaporizaría cualquier nave que emergiera en ese momento.
    No. Un gran objeto redondeado giraba a su alrededor. Joelle determinó que su período era tal que el objeto estaba siempre entre la máquina T y la estrella durante un tránsito. No era una situación estable, pero sin duda el dispositivo tenía máquinas robóticas que reajustaban su ruta, si era necesario. Era un escudo.
    Otra cosa más grande funcionaba también como satélite de la máquina, de forma tal que, con alguna compensación ocasional, la colocaba detrás del escudo cuando la protección era necesaria.
    –¿Y qué diablos podrá ser eso? –preguntó Brodersen a los cielos.
    El, Dozsa, Weisenberg y Granville salieron a explorar en la Williwaw. Joelle los acompañó por medio de la telemetría y la transmisión audiovisual. El flujo de datos hacia ella hubiese sido enloquecedoramente lento e incompleto si una holoteta no estuviera por encima de la impaciencia. (Entre entrada y entrada tenía todo lo demás para considerar, para morar en ello.) Sin embargo, estaba con ellos mucho más de lo que Rueda, Leino, Von Moltke y Mulryan, forzando ojos y oídos ante las pantallas, podían suponer. Entendiendo lo que encontraban los investigadores mejor que ellos mismos, Joelle les estaba diciendo qué debían buscar, cómo, y qué significaban sus descubrimientos.
    El escudo era una concha curva. Su densidad media era la misma del cilindro; sin duda, la misma fuerza mantenía su integridad. Tenía unos cinco kilómetros de anchura, suficientes para interceptar un rayo que tenía la quinta parte del diámetro, y era lo suficientemente resistente como para reflejar esa energía sin sufrir daños. Su forma lograba la máxima difusión, minimizando el impacto sobre la estrella. Unos accesorios alrededor de su circunferencia, algunos pesados, otros esbeltos, probablemente generaban campos para desviar partículas cargadas que podrían sobrepasarlo y desviarse hacia adentro. Un aparato diferente en el centro del lado cóncavo era seguramente el motor que corregía la órbita. Joelle podía ver todas esas formas de un modo que era imposible para los demás –porque no era fácil describirlas en el lenguaje humano– y podía apreciar su exquisitez.
    Lo que Brodersen y sus acompañantes vieron era muy impresionante, la brillante concha blanca recortada contra el cielo negro lleno de destellos, la punzante línea de brillos que giraba más atrás. Aunque no sentían peso, parecían experimentar la fuerza de enormes poderes; aunque estaban rodeados de silencio, los zumbidos y crujidos de los receptores de radio les transmitían el ruido de un cosmos que estaba pariendo.
    Joelle sólo tenía una vaguísima idea de cómo estaba hecha la cosa, o cómo funcionaba. Los Otros conocían leyes de la naturaleza que los hombres y los betanos no habían descubierto. Eso no la sorprendía. Pero si alguna vez los conocía, estaba segura de que ella, la holoteta, pronto podría aprender... comunicarse... ¡oh, quizás entrar en su hermandad!
    Brodersen dirigió la Williwaw hacia el satélite.
    –Por favor –dijo Caitlin, con timidez–, coma este bocadillo, beba esta leche. Está muerta de hambre.
    Debajo de su casco Joelle parpadeó. No sentía hambre. Pero ¿cuánto hacía que no comía? Los circuitos tendrían que incluir monitores fisiológicos para mí, pasó por su mente. Sí, sería un anexo interesante, aunque secundario. Decidió que sería mejor aceptar el consejo de la chica y cogió la comida y la botella de exprimir.
    –También tendría que dormir –aventuró Caitlin–. Parece la ex amante de la muerte. Recuerde que están conduciendo la lancha lentamente y con mucha precaución. No llegarán a destino en muchas horas.
    Como no le cortaban la cabeza, continuó:
    –Francamente, creo que es un error que tenga agua a su disposición, con una conexión directa a las tuberías. Tendría que desconectarse varias veces al día, por lo menos.
    En caída libre, sin hacer ejercicio, mi corasen se encoge, mi sangre se estanca, mis huesos se atrofian. Ninguna parte de la admonición parecía real. Ciertamente, no era importante, a menos que simbolizara una especie de apoteosis. Los Otros no tienen estos problemas. No deben de meter cosas por un esófago poco dispuesto y excretar los sucios residuos.
    –Cuando termine –rogó Caitlin–, deje que la lleve a su camarote, le administre un poco de terapia física y la haga dormir. No será útil para nadie si se derrumba. Su cerebro no funcionará bien si su circulación no lo hace.
    Tiene razón, maldita sea.
    –Muy bien.
    Flojamente colgada en el aire, Joelle sintió piernas que se sujetaban en las suyas, manos que masajeaban su torso o flexionaban sus miembros, a través de toda su piel. Caitlin era tibia y elástica. Tenía la regla, lo que hacía más penetrante su olor. Una mecha suelta rozó la mejilla de Joelle, le hizo cosquillas y le acercó un aroma diferente, limpio y brillante.
    –Debo admitir que su tratamiento me hace bien –dijo–. No tan agarrotada.
    –Está en mejor forma de lo que merece, para su edad –replicó Caitlin, más audaz ahora–. Pero eso no durará, a menos que haga ejercicio con regularidad.
    –Lo hice, como recordará, hasta que llegamos aquí. Ahora no tengo tiempo. No puedo amputarme de las glorias que me rodean. ¡Qué poco viva estoy en este momento!
    –Debería hacerlo. No tenemos tanta prisa. Le recomiendo un hombre, además. Joelle se puso rígida.
    –Lo siento –dijo Caitlin–. No quiero ser indiscreta. Pero, usted y Dan... usted entiende, ¿verdad?, que no siento celos de eso.
    ¿Cómo podrías sentir celos, haciendo lo que haces?, Joelle consideró esa respuesta. Pero decidió que no deseaba discutir. El tema era supremamente trivial. Además, le dijeron sus nervios y sus glándulas, al no estar en circuito me gustaría que me hiciera el amor, no; que me jodierá, nada más, yo pasiva. Las palmas y los dedos en su espalda generaban calor. ¿O esta criatura que está en el camarote conmigo? Le faltan algunos requisitos, por supuesto, y sin duda no le interesa, pero... ¡no!; Christine, Christine, ¡no! Caitlin se detuvo. –¿Qué pasa? –preguntó alarmada. –Nada –tosió Joelle.
    –¿Cómo que nada? Ha dado un salto y se ha puesto rígida como si hubiese recibido una descarga de mil voltios. –Caitlin la enfrentó a la distancia que determinaba su brazo, sosteniendo ligeramente a la mujer mayor. Su cara reflejaba inquietud–. Si prefiere hablar, sé guardar un secreto y he conocido a personas muy diferentes. Hoy compartimos el temor por lo que pueda sucederle a Dan. ¿Quiere compartir otras cosas?
    Joelle meneó la cabeza hasta que se sintió mareada.
    –No, ya le dije que no es nada. Pero basta de masaje. Déme una pildora que me haga dormir cuatro horas. Debo estar alerta cuando la lancha llegue a destino.
    –Como Caitlin dudaba, gritó–: ¡Es una orden!
    Nada de Christines. Nada de Erics. No puedo permitirme ese lujo. Causan demasiado dolor. ¿Para qué sufrir más? De todos modos, es apenas un epifenómeno, como su fraternal fantasma, el deseo, que es también su madre. En el noúmeno hay paz. Nunca traiciona. Que sea mi amante, mi vida, mientras siga separada de los Otros.
    El segundo satélite era un elipsoide plateado de aproximadamente nueve kilómetros por cinco, con el eje mayor en el plano de su órbita y la de la máquina T. Giraba no lejos de la baliza más exterior, y dentro del sendero del escudo. El parecido de un objeto que tenía «a popa» con el que había dentro de la concha, confirmó la opinión de Joelle de que eran motores para contrarrestar el efecto de las perturbaciones. Otros bultos eran menos identificables, pero constituían sin duda instrumentos o, quizás, equipo de comunicaciones. Casi todos conformaban un encaje metálico, con alguna fosforescencia aquí y allá, o una mancha de color parecida a una aurora; el conjunto constituía una vista encantadora contra el fondo de estrellas.
    Un reborde alrededor de un segmento del satélite exhibía curiosos recortes y enigmáticos aparatos.
    –Sabéis –dijo Brodersen–, apostaría a que eso es el muelle, hecho para adaptarse a varios tamaños y formas de naves espaciales.
    Se puso el traje espacial y voló desde la lancha con un reactor en la espalda para andar por allí y examinarlo. Como el metal era no ferroso, las suelas magnéticas no lo ayudaban, pero se había puesto un par de chanclos adhesivos de minero de asteroide. A través de la cámara que llevaba en el puño, Joelle vio la gran curva hacia su izquierda, las constelaciones desconocidas a su derecha, amontonadas más allá del borde del muelle.
    La excitación vibraba en su voz.
    –Hemos tenido mala suerte; hoy no hay nadie, pero ha habido gente y volverá a haberla. Se ve que este sitio se usa.
    Nada se adaptaba a la Wüliwaw. Sin embargo, encontró un nicho donde atracar la lancha. Probablemente, una de las máquinas que había por allí podría sujetarla, si supiera hacerla funcionar. Optó por dejar a Dozsa de guardia, contra su voluntad, y condujo fuera a los demás, andando o en cohete personal.
    Una cavernosa abertura en el «casco» era la entrada a un túnel que recorría tres cuartas partes del largo de la estación (porque debía de ser alguna clase de estación). Otros pasajes menores se alejaban, ramificándose. Todas las paredes brillaban con una suave luz que, según los espectrómetros, iba casi desde el ultravioleta hasta el infrarrojo... ¿para una variedad de ojos? El pasamanos permitía impulsarse. A intervalos había marcos que podían ser descansos, o cabinas de observación, o... Puertas de diferentes contornos estaban tan bien encajadas como para ser casi invisibles, y no había modo de abrirlas.
    –Cada inquilino tiene su llave –aventuró Brodersen.
    Dijo eso porque no todas las puertas eran opacas y plateadas. Por las razones que fuera, algunas eran transparentes. Unas pocas, ni siquiera parecían materiales, aunque, si eran campos de fuerza, resultaban más duros que el acero. Mirando, fotografiando, midiendo espectros, los humanos atisbaron media docena de medios ambientes distintos. Iluminaciones rojas y sordas, azules y brillantes o intermedias, revelaban celdas austeras, nieblas revueltas, confusos invernáculos con vegetación de todos los colores, por los que zumbaban voladores que parecían joyas, escenas holográficas de una tierra pedregosa donde flotaba polvo amarillo bajo un cielo naranja, mecanismos que se movían, vistas menos comprensibles que éstas. Había indicaciones de atmósferas espesas, medianas, tenues, que contenían oxígeno libre o hidrógeno libre o ninguno de los dos, a temperaturas de cualquier clase entre el punto de ebullición del nitrógeno y el punto de fusión del plomo. En todos los casos, lo que los humanos veían era, obviamente, la antecámara de un rico complejo de alojamientos, laboratorios y Dios sabía qué más. (Los usuarios lo sabían, los Otros lo sabían.) Brodersen dijo que estaba seguro de que siempre incluían un cuarto de centrifugado, a menos que dispusieran de algo más elegante, para que los huéspedes pudieran disfrutar de su peso nativo cuando lo deseaban.
    ¡Huéspedes!, la idea atravesó a Joelle. Una confraternidad galáctica de mentes, culturas, razas, a quienes los Otros habían considerado dignas, para quienes habían preparado esta mansión. No estamos entre ellas.
    Eso le dolía más que haber sido una hembra humana. Lo alejó de sí y sumergió su conciencia, la bautizó en las otras cosas que estaba descubriendo.
    Porque, en realidad, los apartamentos eran casi incidentes para los exploradores, un detalle mientras vagaban por el laberinto. Lo que contaba, lo que los abrumaba, era lo que había en el centro.
    Allí, el corredor principal se hinchaba hasta formar un espacio esférico de un kilómetro de anchura. Una red tridimensional de alambres proveía un fácil acceso a su superficie interna. Sobre ésta, estaban emplazados diversos dispositivos en los que había resplandores y arco iris. Había vistas del espacio exterior, también, que no estaban enmarcadas en pantallas tangibles. Y había exhibiciones.
    Exhibiciones... No eran fotografías ni dioramas, sino imágenes sólidas y movibles, hechas de luz, que no estaban confinadas a espectro visible para los humanos. No retrataban especies, ya que eran totalmente abstractas: formas, matices, movimientos. Una línea, por ejemplo, nacía con un destello señalando un número que, a su vez, era mostrado por un conjunto de chispas. Lo más cercano al realismo de lo que había a la vista era el esquema del pulsar.
    O eso suponía Joelle. La mayor parte de lo que veía era incomprensible, nada más que rayas, telones, vórtices, cintas, cataratas. Probablemente estaban previstas para razas cuyas convenciones visuales –cuya entera visión del mundo– era totalmente diferente de la humana. Se concentró en la que le pareció más comprensible. Antes de mucho, le resultó muy comprensible. No porque hubiese estado aguardando a los humanos en particular. Pero el espaciotiempo debía contener a muchas criaturas, además de los betanos, que lo percibían y pensaban en términos no tan diferentes de los suyos.
    ¿Los Otros habrán preparado esto para beneficio de cualquier forastero que llegara por casualidad? Sí, creo que sí.
    Representaciones de átomos, la tabla periódica, estados cuánticos y sus cambios... El núcleo del hidrógeno-1 era una unidad de masa; su línea neutral de emisión en el espacio, una unidad de longitud; la frecuencia, una unidad inversa de tiempo. Entre el cero absoluto, indicado por el comportamiento de las moléculas y la fusión que formaba el deuterio, la escala de temperatura estaba dividida en grados: doce a la decimosegunda potencia. Variaciones y reiteraciones aclararon la presentación para la holoteta.
    Siguió desarrollándose. En el momento oportuno llegó una demostración acerca de cómo operar una cierta máquina. Se cogía una varilla de un estante y se tocaban con ella varios puntos luminosos en una cierta secuencia...
    –Adelante –dijo Joelle a Brodersen. El obedeció.
    La información la inundó.
    Comenzó transmitiendo dígitos binarios. Luego pasó rápidamente a formar diseños que podía reconocer. (Suficientes puntos «sí» o «no» en un espacio coordinado describirán completamente una imagen, tono, función matemática...) Pocos minutos después, aprendió que debía responder y lo hizo a través del radar de la nave. Después de un rato, el automatón se había adaptado a su ritmo de trabajo, su punto de vista, las limitaciones de su equipo y las características de su sistema nervioso.
    Sólo en el cráneo, su cerebro hubiese necesitado años para empezar a comprender torpemente. Con la holotesis, podía hacer cien interpretaciones hipotéticas en un segundo, comprobarlas en relación con lo que ya sabía y así, cortando las ramas secas, haciendo brotar otras que revelaban fuerza o debilidad, ir ascendiendo por un árbol lógico, cada vez más cerca del tronco que era la verdad. Nadie en la nave, sólo Fidelio, podía entender verdaderamente lo que estaba haciendo, y su fantasma la ayudó.
    Sí, necesitó horas para encontrar el hecho central, días para captarlo completamente, tan increíble era : había vida, vida inteligente en el pulsar.
    La Chinook giraba alrededor de la máquina T, convertida en su tercera luna. La Williwaw había vuelto a ella. Habiendo investigado la estación todo lo posible, que no era mucho, y habiendo logrado una comunicación con ella, cuyos resultados eran completamente imprevisibles, Brodersen y su grupo no podían hacer mucho más. En algún momento, Joelle fue consciente transitoriamente de que mientras ella llamaba e investigaba, sus compañeros debían seguir con su rutina... juegos, intrigas, sueños, desesperaciones... como protozoarios en una gota de agua sucia.
    El robot de la estación la puso en contacto con el Oráculo, que era una creación de los Otros, pero no un autómata.
    Casi sólida, sujeta a terribles y estremecedores seísmos, la superficie de la estrella de neutrones yacía bajo una atmósfera de seis milímetros de espesor. Allí, bajo una gravedad equivalente a billones de gravedades terrestres, a densidades que eran múltiplos aún más elevados de la terrestre, los núcleos interactuaban de forma que hubiesen sido impensables en otro lugar. Protones, neutrones, electrones, neutrinos, sus antipartículas –elementos más elevados y fugitivos–, mesones de todas clases –bariones, leptones, bosones, fermiones –encanto, giro, color, rareza–, fusionándose, dividiéndose, convirtiéndose unos en otros y volviendo al estado anterior, orbitando brevemente formaban conjuntos que podían durar un microsegundo completo –la materia de la estrella era tan múltiple, tan variable como el gas, el agua y el polvo que nos dieron la vida.
    La vida no es una cosa; es una forma. Es una serie de acontecimientos, es la evolución de conjuntos que llevan información, es crecimiento, decadencia y nuevo crecimiento. Dondequiera exista esa posibilidad, habrá vida.
    Cuando Caitlin lo oyó, dijo:
    –Eso no es química. Es alquimia.
    Por cierto que estructuras capaces de autorreproducirse a un nivel subatómico, más bien que molecular, iban más allá de la física que conocían humanos y betanos. Pero cuando encontró al Oráculo, Joelle se movió con rapidez hacia la comprensión. En el éxtasis místico de esta profunda entrada en lo Absoluto, perdió su dolor y perdió su yo.
    No podría haberse comunicado directamente con los habitantes del pulsar. Sus vidas eran demasiado breves. Unos pocos segundos, unos pocos giros del cielo y esos seres menos que microscópicos habían agotado su ciclo.
    Pero los procesos que contenían eran tan veloces, tan furiosamente enérgicos que, en esos pocos segundos, abarcaban más percepciones y experiencias, más vida que un siglo humano. Para ellos, ella era tan inerte como una piedra para un humano.
    El Oráculo le proporcionó una grabación enlentecida de algunas vidas. Pudo seguir apenas fragmentos, momentos, al azar de las historias. Los héroes eran demasiado extraños para ella. Pero llegó a entender que habían sido héroes.
    Explorando, a lo largo de mil millones de generaciones, descubrieron las Montañas de Fuego, que competían en magnificencia a enormes alturas inexplorables. En el brillo de la radiación que llenaba el mundo que conocían, no habían tenido idea de la existencia del cielo. Ahora...
    Había montañas, muchas de las cuales duraban años enteros, de los terrestres, las más altas de las cuales alcanzaban doce y trece milímetros de elevación. Los buscadores de conocimientos se decidieron a explorar las Montañas de Fuego, escalándolas.
    Se formaron dinastías de audaces, padre, hijo, nieto, bisnieto, que trabajaron, sufrieron, se arriesgaron y finalmente murieron en la gran empresa. Civilizaciones nacieron, florecieron y se derrumbaron mientras los escaladores seguían luchando, cada generación legando a la siguiente una base más alta. Muchos perecieron y muchos más desesperaron cuando llegaron al límite del aire. Pero un consejo de valientes prevaleció y comenzaron los trabajos de construcción de un túnel que ascendía a través de una determinada montaña.
    Un millón de vidas más tarde, a través de una cúpula transparente, una colonia en la cima contempló lo que había más allá de las Montañas de Fuego... contempló las estrellas.
    ¿Sería eso simple coraje?, se preguntó Joelle. ¿O el Oráculo les daría... ánimos... para continuar luchando durante el equivalente de una era geológica terrestre?
    Le faltaba el lenguaje para hacer esa pregunta y, en cualquier caso, dudaba de que el Oráculo dijera semejante cosa. Estaba más allá del orgullo.
    Había sido preparado por los Otros para morar en el pulsar. Gigantesco en comparación con los nativos, virtualmente inmortal, se mantenía en su sitio, que se convirtió en un santuario para los demás. Con conciencia de sí mismo, de una inteligencia equivalente a la de ella cuando estaba en holotesis, nunca se sentía solo ni aburrido, porque compartía las acciones, los pensamientos, hasta las almas de las otras entidades. (Ella especuló acerca de una posible casi-telepatía, vía modulación de las fuertes energías nucleares, pero el vocabulario que tenía en común con él era demasiado primitivo –una especie de lenguaje de signos– para permitirle preguntar.) Los aconsejaba cuando así lo deseaban, aunque tuvo la impresión de que sus pronunciamientos eran deliberadamente ambiguos, como los de Delfos, para no causar en ellos una seudomorfosis que perjudicara la maduración de sus potencialidades innatas. Había grabado y les había entregado, cuando lo desearon, historias enteras de ellos, de naciones desaparecidas, de logros olvidados.
    Principalmente, era el intermediario entre ellos y los extranjeros. Transmitía mensajes a la estación y los recibía gracias a ciertos rayos que podían transportarlos. La estación retransmitía de varias maneras, incluyendo radio. El Oráculo aceleraba o enlentecía las transmisiones según fuera el receptor.
    Así, a través de él, los habitantes de la estrella y los visitantes que llegaban hasta allí para aprender algo sobre la estrella podían saber algo, los unos sobre los otros. Eso podía ser lo más cerca que se podía llegar a la hermandad que los Otros fomentaban. O no.
    Brodersen se detuvo asiéndose de una mesa y contempló a su gente en la sala de reuniones. Detrás de él, una pantalla mostraba los rayos que giraban –filos de espadas, manecillas de reloj– más cercanos, más brillantes. Pronto, el escudo tendría que desviar esa ira.
    –No podremos quedarnos mucho más aquí –dijo–. Lo sabéis. Aun antes de que la caída libre nos provoque cambios irreversibles, habremos excedido la dosis de radiación permisible. El nivel es terriblemente alto y nuestras protecciones no son adecuadas.
    «Podemos retirarnos a una distancia prudente y aguardar, en la esperanza de que alguien que pueda ayudarnos llegue antes de que muramos de hambre. Por supuesto, eso significa poner la nave en régimen de rueda; nunca volvería a acelerar. Quizá resultara. Podría ser que alguien nos llevara a casa, gratis.
    «Joelle, has dicho muy poco a los demás durante estas últimas semanas. Lo hemos soportado, porque sabemos que tu trabajo ha sido durísimo. Aprender el idioma betano desde cero fue un picnic, en comparación. Pero hoy necesitamos un informe tuyo. Te he pedido que lo presentes delante de todos, porque nos concierne a todos.
    –De acuerdo. Cuando quieras, adelante. Flotando frente a él, ante los demás, pensó fatigada que sus caras reflejaban asombro. Tengo un aspecto horrible. El espejo había mostrado cabellos que se habían vuelto una opaca melena gris, ojos hundidos, ojerosos e inyectados en sangre en una cara que era poco más que piel estirada sobre huesos, un cuerpo flaccido y amarillento, manos temblorosas con uñas demasiado largas. ¡Oh, maldita sea esa abominable carne, que no me deja permanecer en comunión con el Oráculo! Habló con la máxima sequedad:
    –Debo subrayar que mis intercambios han sido rudimentarios. A pesar de la multiplicación de la computadora, a pesar de la generosa cooperación de mi interlocutor, no me quedan suficientes años de vida para descifrar todo el lenguaje. La demora de varios minutos en la transmisión tampoco ayuda. Bien puede ser que haya interpretado mal varias cosas, incluyendo alguna que es crucial para nosotros.
    –No haríamos nada sin ti –dijo Susanne Granville, cogida del brazo de Carlos Rueda. Joelle respiró hondo.
    –Bueno, teniendo en cuenta esas reservas... Los Otros construyeron esta estación porque sabían que las especies que recorren el espacio querrían estudiar un mundo tan único. Supongo que confían en que, por medio del estudio, tanto los habitantes de la estrella como los visitantes crecerán un poco, se acercarán un poco más a ser lo que ellos son. No he podido descubrir si se manifiestan directamente a alguna de las razas, pero mi impresión es que no. Probablemente vienen aquí por su cuenta, para observar los datos, las biografías que prepara el Oráculo.
    –Entonces comparten –suspiró Caitlin–. Su deseo es conocer las vidas que hay en todos los mundos. ¿Para amar mejor?
    –Ciertamente, nos conocían bien antes de programar el robot de la máquina T del Sistema Solar –dijo Frieda–. ¿Qué Oráculo habrán plantado en Tierra?
    –Nada parecido a éste, obviamente –dijo Brodersen–. Prosigue, Joelle.
    –Un número de sociedades avanzadas ha encontrado el camino hasta aquí, presumiblemente después de repetidos intentos –continuó la holoteta–. Envían expediciones científicas de vez en cuando. No hay fechas fijas y nadie viene con demasiada frecuencia. Recordad cuántas otras cosas a que dedicar su atención y sus esfuerzos tendrá una raza que haya aprendido los caminos de varios pórticos. Muy posiblemente, una o dos llegarán aquí durante la próxima década. Pero no sabrán cómo ir a Sol, a Febo o a Centrum. ¿Cómo podrían saberlo? El mismo Oráculo no lo sabe.
    En el silencio angustiado que la rodeaba, continuó:
    –He hecho algunos progresos. Si pudiéramos quedarnos donde estamos, haría más. El Oráculo parece dispuesto a decirme cualquier cosa. Pero no podemos. De modo que me he concentrado en interrogarlo acerca de los pórticos espaciales. Y tengo algunos indicios.
    »No puedo calcular dónde y cuándo llegaremos por un sendero en particular. Pero, con lo que he aprendido aquí, puedo hacer una computación probabilística de la magnitud y la dirección de ese tránsito. Y lo que es más importante, puedo hacer una estimación bastante buena de las posibilidades de que haya otra máquina T al final del pórtico.
    »Los Otros continúan construyéndolas, ¿sabéis? –Una risa golpeó su laringe–. La palabra «continúan» es un típico ejemplo de ruido carente de sentido, ¿no? Disculpadme. He perdido la costumbre de verme limitada a mi cerebro natural.
    »Lo que importa es que los Otros no trabajan al azar. Conocen el pleno mejor que eso. Siempre están expandiendo sus fronteras... sólo para saber más, estoy segura, no para conquistar... –Para amar, susurró Caitlin; Joelle la vio–. Y van a lugares donde es posible encontrar algo, además de vacío. Recordad que deben enviar los materiales y quizá también las herramientas para construir una máquina T antes de que la expedición pueda volver. Es un trabajo complicado, hasta para ellos.
    »Creo que si vamos saltando de máquina en máquina, de acuerdo a un esquema que puedo elaborar a medida que viajamos y reunimos más datos... si siempre tratamos de saltar lo más lejos posible en una dirección plausible... creo que eventualmente llegaremos a la frontera donde están. Ellos mismos.
    Joelle se sintió débil. Tenía la cabeza llena de arena. Cada una de sus células parecía hacerle daño. En caída libre, se dejó caer y deseó dormir. Oyó vagamente la voz de Brodersen: –¿Entendéis todos el riesgo que correremos? Joelle no garantiza que volveremos a encontrar transporte después de cada salto. Las posibilidades pueden favorecernos, pero repito que, cada vez, podremos fallar.
    –Podríamos quedarnos aquí, en régimen de rueda y en una órbita amplia –sugirió Weisenberg–. Aparentemente, tenemos una posibilidad razonable de que llegue una nave antes de que muramos de hambre. Supongo que su civilización podrá sintetizar alimentos para nosotros, y no le importará hacerlo. Su tripulación no podrá llevarnos a casa, pero sin duda podríamos vivir vidas muy interesantes en su planeta de origen. –¿Lo dices en serio, Phil? –preguntó Caitlin. –No; tengo familia. Pero he pensado que uno de nosotros debía defender la posibilidad de quedarnos.
    –¿Y dejar a la humanidad en manos de tipos como Ira Quick? –gruñó Dozsa.
    –Una buena observación –dijo Brodersen–. Tenemos tiempo para pensarlo. Mientras tanto... Joelle, te pondremos en tratamiento, empezando por veinticuatro horas de sueño.
    Ella apenas notó su abrazo cuando la llevó por el pasillo hasta su camarote, ni prestó mucha atención a Caitlin, que le limpiaba el sudor seco, ni se enteró de que ambos la sujetaban a la cama y aguardaban a que se durmiera. Mientras se deslizaba en la obscuridad sólo pensaba en el Oráculo y en quienes le habían dado forma.


    38
    SALTO.

    Las estrellas visibles habían disminuido, como en una noche nublada en Tierra. Las más brillantes eran sobre todo rojas, lo que sugería que estaban cerca; unos pocos gigantes resplandecían azules.
    Había un enorme sol entre ellas. Su tonalidad naranja-sangre opaca no necesitaba ser amortiguada por la óptica. Las lentes zodiacales eran inmensas, aunque débilmente iluminadas, pero el disco no tenía rasgos –ni manchas, ni llamaradas, ni prominencias, ni corona– y carecía de un borde fotosférico definido, desvaneciéndose de forma borrosa en el espacio.
    Más cerca y más grande para la visión, había un planeta alrededor del cual giraba, evidentemente, la máquina T en posición troyana con respecto a una gran luna. Estos dos cuerpos también brillaban, como brasas. Magnificando, Brodersen vio el globo primario derretido, bajo una atmósfera espesa de nubes obscuras. Mientras observaba, un asteroide pasó por su campo visual, obscuro, marcado, girando sobre sí mismo.
    Joelle habló:
    –Este es un nuevo sistema que está cuajando. La energía del sol proviene de la contracción; todavía no está lo suficientemente comprimido en el núcleo como para iniciar reacciones termonucleares. El espacio sigue estando polvoriento; hay muchísimas rocas de todos los tamaños. Al caer en los planetas en formación, los calien-tan hasta la incandescencia y aumentan su masa. Creo que el que está frente a nosotros llegará a parecerse mucho a Tierra.
    ¿No será Tierra?, se estremeció Brodersen. No; es demasiado improbable. De todos modos, no habría diferencia. No quiero creerlo. No lo haré.
    –¿Cuánto tiempo llevará? –preguntó en voz alta, alejándose de su atónita curiosidad.
    –Quizá cinco millones de años hasta que el sol llegue a la secuencia principal. En el planeta, la formación de una corteza sólida puede llevar más tiempo. Necesitaría más información para hacer un cálculo exacto.
    –Lo siento. No nos quedaremos. No hay nada para nosotros aquí.
    Excepto, Dios mío, para hacernos una idea del nivel en que se mueven los Otros, del nivel en que viven. Para observar el nacimiento de un sistema de mundos, seguramente para observar su evolución, su florecimiento, su muerte: para eso abrieron este pórtico.


    39
    SALTO.

    –¡Ooooh! –La voz de Caitlin retumbó en el intercom–. ¡Oh, gloria, gloria!
    Se quebró en un sollozo.
    El espacio resplandecía, las estrellas se amontonaban hasta que apenas se podía distinguir la Vía Láctea y apenas parecía quedar obscuridad entre ellas. El brillo de muchas era como el de Venus o Júpiter en su momento de mayor intensidad brillando sobre Tierra. La mayor parte era de color rubí, pero algunas iban del naranja brillante al dorado profundo.
    El sol al que había llegado la Chinook tenía un aura blanca y era desgarradoramenté parecido a Febo.
    –¿Dónde estamos, Joelle? –preguntó Brodersen con voz ronca.
    Su respuesta tuvo una vibración, un toque de deleite y... ¿humildad? que le habían faltado durante mucho tiempo.
    –Qué belleza... Debemos de estar en un racimo globular, Dan. Viejo; casi no hay polvo o gas libres; los miembros más grandes y de vida más corta se han extinguido hace mucho, dejando sobre todo enanas, aunque los tipos G, del tipo de Sol, también sobreviven... Quedémonos un poco, de todos modos.
    Todos estuvieron de acuerdo. Además (¿quién podía saberlo?), los Otros podían habitar en un lugar tan maravilloso. Los programas de investigación habituales comenzaron. Poco después, la nave estaba acelerando. El peso sentaba bien.
    Los estudios terminaron en unas pocas horas. Joelle había reunido directamente la mayor parte de los datos y los había interpretado. El sol amarillo tenía, por lo menos, siete planetas. Uno, situado a algo más de una unidad astronómica de él, parecía terrestroide y, ciertamente, había oxígeno en su aire. La máquina T estaba en la misma órbita, a sesenta grados. No se detectaba ninguna comunicación.
    Sin embargo, Brodersen decidió:
    –Iremos a dar una ojeada. Es un viaje de unos tres días. Aunque sea para salir de la gravedad cero por un tiempo.
    Guardia nocturna.
    En su cama, Leino soltó a Caitlin y se acostó junto a ella.
    –Aaaah –dijo–. Ha sido estupendo. Cuando flotas también es bueno pero, vaya, estamos diseñados para un campo gravitatorio, ¿no?
    Ella se sentó, abrazó sus propias rodillas y miró fijamente hacia adelante. Sus lustrosos bucles caían junto a sus mejillas y sobre sus hombros. El sudor brillaba un poco sobre su piel blanca; él sintió una mezcla de olores femeninos, soleados y almizcleños, y una sensación de calidez irradiada. Le llevó unos minutos recuperar las energías suficientes para notar la inquietud que reflejaba el rostro de ella.
    Se incorporó sobre un codo.
    –¿Qué pasa, querida? –inquirió.
    Ella seguía mirando al mamparo, no a él.
    –Nada –dijo en voz baja–. Y al mismo tiempo, todo. No es culpa tuya, Martti. Es culpa mía.
    El palmeó un muslo sedoso.
    –¿No quieres decírmelo?
    –No quiero herirte.
    El contrajo los músculos.
    –Adelante. Tú... tú siempre hablas con facilidad, Caitlin, siempre estás alegre y... bueno, he tardado en darme cuenta de que eres una persona muy independiente y... sí, muy reservada. –Silencio–. Por favor. Quizá pueda ayudarte. Sabes que andaría descalzo por el infierno por ti.
    Vio como ella reunía sus fuerzas.
    –Eso es lo que está mal, Martti.
    –¿Eh? –El también se sentó muy erguido.
    –De acuerdo; esto tenía que suceder. –Lo miró a los ojos–. Has dicho la verdad, el peso es bien venido, también para hacer el amor. Pero Dan tendría que haber sido el primero.
    El se sonrojó.
    –Vaya, si no me equivoco, está con Frieda esta noche. Por lo menos, desaparecieron juntos.
    Caitlin asintió.
    –Claro, y no se lo reprocho. –Por cierto que me alegré por ella cuando tuvo éxito, hace un par de semanas... después de tanto tiempo contigo. Es un alma buena, que merece una parte razonable de lo mejor.
    El se encogió. Ella lo notó, apoyó una mano sobre él y dijo en voz baja:
    –Tengo prejuicios, ¿entiendes? Me gustan todos los de a bordo; cada uno de vosotros es especial; pero amo a Dan y él me ama. –Después de un momento–: No lo hubiese desatendido con tanta frecuencia si tú no necesitaras ayuda. Tan bien pienso de ti, Martti Leino. Ahora ha llegado el momento de volver a la normalidad.
    –¿Quieres decir que me dejarás? ¡No! ¡Te amo!
    Ella le dio un ligero beso.
    –Oh, no. Mientras dure este viaje, tú y yo nos revolcaremos de vez en cuando. Y no será un favor que te haga por pura bondad. He sentido mucho placer aquí. –Separándose un poco de él, nuevamente grave, prosiguió–: Pero eres demasiado emocional conmigo. Francamente, te has vuelto muy posesivo. Esta noche, casi me arrastraste de la sala de reuniones, cuando tenía aún palabras para Phil y una cita tácita con Dan. Me pareció mejor no hacer una escena... No te sientas herido, querido, fue un buen retozo. Pero, de todos modos, esa clase de cosa tiene que terminar, y el lugar donde debe terminar eres tú.
    El golpeó el puño contra la palma.
    –Ño puedo dejar de amarte, Caitlin.
    –No; si no surge un rencor terrible nunca nos desenamoramos, ¿verdad? Pero los viejos fuegos arden con más suavidad cuando se enciende un fuego nuevo. Cuando volvamos a casa, pronto estarás cortejando a una chica muy diferente de mí. Me atrevo a creer que te he demostrado que se puede ser vivaz y decente al mismo tiempo, y que me recordarás con cariño por eso.
    «Pero, Martti –dijo como si lo acariciara–, tú necesitas una mujer sólida, para el resto de tus días, una compañera, un árbol debajo del cual esté tu casa. Como Lis, como tu madre, estoy segura. Debo ayudarte a evitar que tengas una fijación conmigo. Eso sucederá si nuestra búsqueda dura muchos meses, a menos que los dos nos ocupemos de impedirlo. Entonces quedarías arruinado, y no podrías ser el padre de familia que la naturaleza quiere que seas. Yo no soy para ti, a menos que sea como una amiga del sexo opuesto. Soy una vagabunda.
    –Oh, ya he superado los celos de ti, creo... Ella sonrió.
    –Eso no es lo que quería decir, cariño mío. Tengo pies inquietos. Ni el mismo Dan puede mantenerme en Eópolis. Necesitas una esposa, no una amante migratoria. –Apoyó las piernas en el suelo–. Martti, sé muy bien que no podemos resolver nuestros problemas conversando durante una hora. Necesitaremos paciencia y reflexión y cariño.
    Se puso en pie.
    –Lo primero y más importante es hacernos amigos... relájate... y pisotear todo el melodrama que pueda nacer entre nosotros, pero alimentar cualquier brote de comedia que nazca... porque los humanos somos animales cómicos, ¿no crees?
    «Creo recordar que disponemos de una botella de whisky casi llena.
    Cuando estuvieron recostados, un poquito borrachos y suficientemente relajados para poder bromear, ella rasgueó el sonador y observó:
    –Sí, no te echaré a patadas, no mientras sigamos viajando, no tengas miedo. Eso sería un lamentable desperdicio de talento. Simplemente, tienes que comprender que soy una vagabunda nata... ¿Recuerdas que te burlaste de mi Canción del viajero del espacio, porque la cantaba un hombre, cosa que no era cierta, y dije que te ajustaría cuentas en la próxima? Bueno, pues he compuesto la próxima, para ti.
    Las asociaciones de la noche a que se refería, ya no eran dolorosas para él.
    –Adelante –invitó.
    Ella sonrió y empezó a cantar:

    Estoy en el espacio en una eterna persecución,
    Ningún mundo puede atraparme,
    Mientras acelero canto una canción
    Sobre el muchacho que dejé atrás,
    El muchacho más fiel, el muchacho más sensual,
    El muchacho que dejé atrás.
    Oh, era un premio; los cielos estrellados
    Siempre me lo recordarán.
    Sí, era hermoso verlo, y es raro
    Encontrar un alma tan feliz.
    Aunque no era manso y besaba como una llama
    Y no podía fatigarlo.

    Cada ves que me sentía mal, buscaba a mi muchacho Para que él me calmara los nervios; Yo ronroneaba y lo atacaba y pronto estábamos saltando, Todo el tiempo sus brazos me rodeaban.
    Nos dijimos adiós en un día en que yo Confieso haber llorado un poco,
    Y aunque es mejor ir a explorar, Con frecuencia me cuesta dormirme.
    Y así, mi buen señor, podrá deducir Que tengo esperanzas de encontrar Sólo uno o dos, incluyéndote a ti, Como el muchacho que dejé atrás.
    Guardia nocturna.
    –Te sientes desgraciado, Dan –dijo Frieda.
    –¿Eh? No, no, ¿por qué me iba a sentir desgraciado después de todo lo que hemos hecho? –Brodersen empujó el brazo hacia ella. Frieda arqueó la espalda y él la pudo coger por la cintura–. Estaba distraído. Disculpa.
    –Estabas en un lugar alejado y que no era bueno. La forma en que dejaste caer la boca y esa arruga entre tus cejas...
    Pasó ligeramente los dedos sobre los surcos de la cara de Dan. La preocupación hacía palidecer el azul de sus ojos.
    El intentó sonreír.
    –Bueno, soy el Viejo, ¿sabes? Preocuparme por la nave es mi enfermedad laboral. Ayúdame a olvidarla. La cabeza rubia se meneó.
    –Ese no es el problema. Eres fuerte y práctico, no de los que meditan sobre pasados errores. Por lo tanto, cuando te sucede, quedas indefenso.
    –Oh, no importa. ¿Qué te parece si bebemos, fumamos o hacemos las dos cosas?
    Ella presionó con su solidez para sujetar el brazo que tenía debajo de la espalda.
    –Todavía no, Dan, por favor. Caitlin podría ayudarte. ¿Puedo intentarlo?
    El frunció el ceño mirando sus propios pies. Frieda y él estaban en el camarote de ella, donde había muy poco que mirar, ninguno de los pequeños toques alegres que la irlandesa había puesto en el suyo. Como siempre, había música, una fuga de Bach sintonizada a poco volumen, pero ineluctablemente noble.
    –Deja que adivine. –Se puso de costado y apoyó la cabeza en el pecho de él, para no tener que mirarlo–. Te sientes culpable por Zarubayev y Fidelio, por el resto de nosotros que estamos perdidos en el espaciotiempo por culpa tuya, supones. Dan, Liebchen', sabes que fuimos libre y alegremente. Nosotros, los que salvaste de la Rueda... Fidelio también, Fidelio sobre todo, creo... te lo agradeceremos mientras vivamos, pase lo que pase. Errores, desgracias, cada capitán los conoce. Eres un capitán demasiado fuerte para dejar que te entristezcan. No; aprenderás de ellos y seguirás adelante, por el bien de tus seguidores. Y si al final, y es lo que me parece más probable, si al final no tenemos éxito, no volvemos a casa... vaya, ¡qué aventura gloriosa habremos tenido!
    –Sí –suspiró él.
    –Caitlin hace que sientas eso en tu sangre. Es una pena que no esté contigo esta noche. –Frieda hizo una pausa–. O quizá sea mejor. Quizá te hace demasiado feliz para que mires en lo más profundo, en las raíces de tu pena. Dan, estabas pensando en tu familia.
    El inspiró temblorosamente.
    –Tu esposa, tus hijos –dijo ella–. Piensas que los has abandonado. Cuando Caitlin no está, vuelven a tu mente. Y entonces te dedicas a castigarte de todas las maneras posibles.
    Su boca se contrajo y parpadeó.
    –Oye, cambiemos de tema –dijo ásperamente–. Tú no eres un psicotécnico... y yo no soy un maldito paciente.
    –Ja, ja, lo sé; no soy más que tu compañera Frieda. Pero podemos hablar, ¿no? ¿Por qué no me cuentas cómo es Lis? Me gustaría saberlo.
    Mucho después, él yacía en una especie de paz, soñoliento.
    –Eres una mujer maravillosa –dijo rodeado por la música suave–. No tenía idea de lo buena que eres... comprensiva, generosa...
    El no vio la amargura que la atravesó.
    –Oh, sí; tengo mi reputación de viejo soldado curtido. Bueno, los dos granaderos de la canción lloraron cuando volvieron y descubrieron que habían hecho prisionero al Emperador. –Rió–. Y ahora, si quieres hacerme un favor, Dan, dormirás y te despertarás sintiéndote bien a la hora del desayuno. Una hora antes del desayuno.
    El la estrechó un poco. –Seguro. Buena idea. Y ella le dijo, en un impulso:
    –Dan, será mejor que lleguemos pronto a casa. Si no, me voy a enamorar mucho de ti.
    Visto desde fuera, el planeta era de un azul más profundo que Tierra o Deméter, adornado por nubes que tenían un suave matiz ambarino dentro de su blancura. Los continentes parecían manchas oxidadas en esa claridad, salvo donde la nieve brillaba en picos y altiplanos. Sus contornos eran borrosos; los colores del amanecer y el anochecer, mientras la Chinook estaba en una órbita cercana alrededor de él, eran fantásticos. No tenia casquetes polares. Tres lunas lo orbitaban.
    Masivo, denso, con una gravedad en la superficie cinco veces mayor que la de Tierra, el mundo tenía una atmósfera muy densa. Los humanos no hubieran podido respirar sin ayuda al nivel del mar. Sus pulmones hubiesen aceptado la combinación de oxígeno y nitrógeno, pero no su concentración, y el efecto de invernadero mantenía las tierras bajas muy calientes en las latitudes altas, e insoportables cerca del ecuador. El hombre sólo hubiera podido sobrevivir en las mesetas más altas.
    Pero la vida cubría el globo, no muy diferente del tipo terrestre, teniendo en cuenta las diferencias cósmicas.
    –Diablos, eso podría ser el espectro de reflexión de la clorofila –murmuró Dozsa–. Cubierto por otra cosa, por supuesto, pero...
    –Las posibilidades en contra de que pudiéramos alimentarnos allí abajo, sin semillas ni sintetizadores, son absurdamente grandes –interrumpió Weisenberg.
    –Podríamos investigar –propuso Dozsa.
    Brodersen meneó la cabeza.
    –No; me gustaría, pero el riesgo es demasiado grande y las ventajas demasiado pequeñas, ya que no hemos visto signos de civilización ni de inteligencia.
    –Además –dijo Caitlin–, los Otros están preservando este mundo para una raza que pueda, verdaderamente, crecer en él, tal como guardaron Deméter para nosotros.
    Guardia nocturna.
    La Chinook volvía al pórtico. Caitlin seguía despierta después de que Brodersen se hubiese dormido, hasta que se levantó, se puso el pijama y dejó el camarote. Entrando en la sala de reuniones, cerró la puerta, apagó las luces y la pantalla que mostraba el sol, y se sentó en una obscuridad sin sonidos para estar con las estrellas del racimo.
    Había pasado media hora cuando la puerta volvió a abrirse, dando paso a una persona que volvió a cerrarla tras de sí. El cielo, más radiante que una luna llena, mostró a Susanne Granville. Tenía la cara llena de lágrimas.
    Se detuvo cuando vio a Caitlin. –Oh –tartamudeó–, disculpa. Y se volvió para marcharse.
    –Aguarda, Su. –La contramaestre se puso en pie de un salto y se acercó a ella–. ¿Qué te pasa?
    –Ríen... no es nada. N-n-no sabía que estabas aquí. Me iré a mi camarote.
    –Ni lo pienses. –Caitlin puso un brazo sobre sus hombros–. Si alguien se va, seré yo. Tú has venido en busca de consuelo, chica.
    Consideró el rostro desolado, la cabeza gacha, la respiración desigual, los dedos que se retorcían. –¿O de fuerza?
    Susanne cedió. Caitlin la abrazó, acarició y murmuró hasta que pasaron los sollozos. Entonces, la llevó a una pequeña mesa de juego, la sentó, se sentó enfrente y se estiró para cogerle una mano. Los cielos eran como una casa adornada con diademas detrás de ellas. Su se estremeció. –Hace frío –dijo con voz apagada. –Sí, es el momento del ciclo de temperaturas –replicó Caitlin–. Pero tú lo sientes pese a tu mono y yo no tengo más que este pijama tan fino. Él verdadero frío está dentro de ti, querida. ¿No quieres aceptar un poco de tibieza?
    Su desvió su mirada hacia el exterior. –No voy a entrometerme –dijo Caitlin–. Pero soy el médico de esta nave, y en Deméter he oído cosas peores de lo que podrías imaginar. Ayudé cuando pude y siempre guardé silencio... Tiene que ver con Carlos, ¿verdad?
    Su asintió violentamente.
    –Sí, todos hemos notado que estáis muy próximos y nos hemos alegrado por ti –siguió Caitlin–. Mira, si me dices que me meta en mis cosas, te pediré disculpas y te dejaré en paz. Pero tú tienes un corazón fuerte detrás de tu suavidad. Una pelea con él te haría sentir mal, pero no te aplastaría así. ¿Qué ha pasado, Su?
    La conexión alzó un puño y dijo, casi demasiado rápido para ser entendida:
    –¡Me ha pedido que me case con él!
    –¿Qué? ¡Pero eso es estupendo! Dos personas maravillosas... ¿Le dijiste que no?
    –Sí. Tuve que hacerlo. Es imposible.
    –¿Por qué?
    Como Su no dio más respuesta que tragar saliva un par de veces, Caitlin reconstruyó, con su tono más tranquilizador:
    –Sin duda, primero te hizo una proposición, y tú declinaste. Esta noche te propuso matrimonio. Eso muestra que te ama, querida. Podría obtener mucho sexo en otros lugares. Frieda... y yo, confieso que ya hubiera satisfecho mi curiosidad, si no te hubieses enamorado de él. Es cierto que una ceremonia presidida por Dan no tendría valor legal o canónico, pero sería una boda por su intención honesta, y estoy segura de que se haría cargo de las formalidades cuando volviéramos a casa. Dan, que lo conoce desde hace mucho, me ha dicho que cuando Carlos da su palabra, no se vuelve atrás, nunca. Su meneó la cabeza.
    –¿Por qué no te mudas a su camarote, simplemente? –preguntó Caitlin–. Me dijiste que tus padres eran religiosos, pero que tú te considerabas una atea devota.
    –Por ellos –replicó Su en un suspiro–. Ya los he herido demasiado, sin necesidad de volver como... como una fulana.
    Recuperó una sombra de su vitalidad. –Aunque no lo sería, pese a todo. –Pero ¿aceptarías una ceremonia en la nave? ¿Le quieres? Y entonces, en nombre de Maeve, ¿por qué le has dicho que no? –Soy... une vierge.
    –¿Virgen? –Caitlin sonrió–. Bueno, eso no es corriente a tu edad, pero no es una vergüenza. No es más que una desgracia.
    Viendo que el dolor de la muchacha no desaparecía, siguió sobriamente–: ¿Es que tienes miedo de las relaciones conyugales? ¿No del dolor, quizá, sino de la ignorancia? Yo puedo ayudarte a superar eso, y Carlos mucho más. Frieda di... tengo razones para suponer que es muy considerado... ¿O tienes miedo de quedar subordinada, anulada? El tiene su toque de machismo. Pero apostaría a que tienes ánimos para enfrentarlo, y elegir tu propio camino. Acuérdate de Lis Leino. –No comprendes. Nunca he sido inoculada. –¿Qué? –Caitlin quedó abrumada. –Mis padres... no es que esté enfadada con ellos. Son adorables. Pero viviendo en casa, si me ponía la inyección antes de casarme, hubieran pensado que era una declaración de que... pensaba ser muy barata, como la mayoría de las chicas. Caitlin resopló.
    –Eso es lo que ellos opinaban.
    –No te condeno –dijo Susanne, a toda prisa–. Es que a mí me criaron para elegir otra cosa. Y cuando estaba en Tierra, ir a un médico para que me hiciera eso me hubiese parecido... ¿furtivo? Rió amargamente.
    –De todos modos, no era necesario. El problema no se planteó.
    –Y volviste, y te quedaste pacientemente enamorada de Dan... oh, lo noté, lo noté... hasta que Carlos y tú... Tienes miedo de quedar embarazada.
    –Sí. El aborto es un homicidio. Cuando no es necesario para salvar la vida o la salud de la madre, es un asesinato.
    «Además carecemos del instrumental necesario. ¡Infanticidios no! Antes, me arrojaría por una escotilla.
    »Y no podemos traer niños... a esta nave perdida... para que consuman raciones y acorten los pocos años que les quedan a nuestros compañeros... –Su se enderezó en su silla. La mano que Caitlin no sujetaba golpeó en la mesa, haciendo un ruido solitario–. Le dije que no. El quería seguir hablando, pero me fui corriendo. Quizá ahora pueda volver a hablar con él. Gracias. ¿Sabes que Dan fue bueno conmigo en esta misma habitación? –Aguarda. –Caitlin se acarició la barbilla y frunció el ceño al universo–. Déjame pensar. A fe que más de un terrible dilema humano ha tenido lo que nuestro capitán llama una solución mecánica. No tengo el instrumental ni los conocimientos necesarios para esterilizar a uno de vosotros dos. Pero en una época, había anticonceptivos mecánicos. Quizá Phil y yo podamos volver a inventar, entre los dos, alguna cosa que no sea demasiado desagradable. Sintió la resistencia.
    –No sientas vergüenza. ¿No sacrificarías un poco de lo que consideras tu dignidad por tu felicidad y la de tu hombre?
    Susanne tuvo que luchar antes de decir: –Sí, sí.
    –Y quizá no sea necesario. –A medida que se le ocurrían ideas, el entusiasmo de Caitlin aumentaba y maduraba hasta el júbilo–. Preguntaré al banco de datos. Bien puede saber algo acerca de los procedimientos... sí, la vasectomía no es una cirugía complicada, si puedo averiguar cómo hacerla, y es reversible por medio de la clonación, si volvemos a casa... creo que una vez leí algo acerca de mecanismos intrauterinos... o algo acerca de la química... Oh, consideraremos los detalles después. Lo que importa, pobre inocente, es que no estés desamparada. ¡Adelante! ¡Cásate con él y que Dios te bendiga!
    La conexión estaba abrumada. –¿Y si fracasamos y se produce una concepción? –Vaya, en ese caso –replicó Caitlin y era como si resonara una trompeta– no será un fracaso, de ninguna manera. Será un triunfo. Significará que no nos rendimos a la muerte, no, aunque nos ofrezca rendirnos honores militares. Seguimos peleando, seguimos viviendo, seguimos luchando... ¡y tu hijo con nosotros!
    Lentamente comenzó a crecer en Susanne un brillo igual al de las estrellas.


    40
    SALTO.

    La multitud de estrellas era menos abundante y brillante que antes, aunque mayor que alrededor de Sol o Febo... salvo que en una dirección coronaba un gran ámbito nocturno, salpicado sólo por unos pocos resplandores en el primer plano. No veía ningún sol. La máquina T tenía como satélite un gran elipsoide, muy parecido al del pulsar. Estaba en órbita alrededor de algo que el ojo percibía como una chispa azul-blanca que parpadeaba y Joelle y los instrumentos percibían como una fuente infernal de radiación dura.
    El juicio de Joelle les llegó, como si fuera el de Dios:
    –Nos hemos acercado demasiado al núcleo de la galaxia. Esas son las nubes de polvo que siempre lo ocultaron. Aquí hay un agujero negro.
    El colapsar definitivo, el remanente de una supernova, tan enorme que su fuerza gravitacional, forzada sobre sí misma, lo había comprimido en una pequeñez, en un campo de fuerza tal, que ni la luz podía escapar... Las leyes conocidas de la física quedaban relegadas, y la materia se encogía cada vez más en dirección a un punto geométrico, una singularidad, en el que ninguna ley tenía vigencia. Pero los exploradores no podían observar nada de esto... Sólo una parte infinitesimal de ondas mecánicas podía retornar de ese pozo energético que toda lo devoraba. El material interestelar, absorbido, entregaba su energía como un último grito desesperado, antes de desvanecerse... ¿por toda la eternidad?
    Sospecho que la eternidad es una superstición humana y que los Otros lo saben, pensó Brodersen. En voz alta: –Más allá debe de haber un observatorio, similar al que encontramos antes, salvo, supongo, una serie de diferencias muy instructivas. Investigaremos. El nivel de radiactividad no es tan elevado que no podamos quedarnos un tiempo.
    –No. –Había urgencia en la voz de Joelle–. No. Sigamos. En seguida.
    –...¿por qué?
    –No puedo decírtelo. Una intuición... Nosotros los holotetas trabajamos con intuiciones, Dan... con mucha frecuencia... y aquí... Fuerzas, energías, la misma forma del espacio, todo es muy extraño. Tengo miedo de que no podamos enfrentarnos con esto.
    Sin más conocimientos, dijo su autorrespeto. Los Otros podrán enseñarme a volver y aprender, cuando los encuentre, si es que los encuentro.


    41
    SALTO.

    Nuevamente, el cielo estaba constelado de estrellas, casi tantas como hacía dos saltos, casi todas de tonalidad rojiza, desde la de la sangre hasta la de las rosas, pero brillantes y nítidas. La mayoría eran menos brillantes que las del racimo y más brillantes que las del espiral interno, un hecho que indicaba su distancia y su separación. No había rastros de nebulosas, galaxias exteriores o la Vía Láctea. En una dirección, la densidad estelar se hacía cada vez mayor, hasta que la vista se condensaba en un globo rubí, como un enorme sol talismático.
    La máquina T estaba sola, a meses luz del cuerpo astronómico más cercano, algo borroso. Cualquiera que fuese el sendero que seguía, era dirigida por toda la multitud. El cilindro tenía un tamaño doble al de todas las máquinas que los viajeros habían visto hasta ahora. Veintitrés balizas lo rodeaban, esparcidas a lo largo de cien mil kilómetros.
    –Estamos cerca del centro de la galaxia, dentro de las nubes. –El tono de Joelle había recuperado la firmeza y una calma onírica–. Aquí hay muchas más estrellas que en cualquier otro lugar, y las supervivientes que vemos son las más antiguas, formadas al comienzo. Puede haber un agujero negro de tamaño monstruoso, que se ha tragado millones y sigue haciéndolo. Si es así, entonces su ritmo se ha vuelto muy lento, pues el nivel de radiación es muy moderado, y debemos de habernos internado muy lejos en nuestro futuro, cuando sólo las enanas más longevas siguen brillando.
    Flotando en su puesto de mando, silencioso y maravillado, Brodersen se oyó preguntar:
    –¿Y por qué el pórtico que tomamos no lleva a ninguna de ellas? Pegeen podría encontrar palabras para lo que siento ahora, pero mi tonto cerebro sólo puede cacarear... sólo podría hacer eso aunque no estuviera atónito.
    –Las máquinas T no tienen un alcance infinito. Son necesarios relés, emplazados en las ubicaciones óptimas del espaciotiempo. Esta podría servir para ir a más lugares que miembros tiene la galaxia. Eso, y sus dimensiones, y lo que ya he observado y calculado mientras viajábamos, me hace pensar que los senderos más largos que genera llegan extremadamente lejos.
    –Un cruce... ¡Eh, aguarda! –rugió Brodersen. La revelación explotó en él. Su pulso se transformó en un tambor de guerra–. ¡Escuchad, escuchad! Una civilización, un conjunto de civilizaciones o... o más posiblemente algo para lo que no tenemos palabras o ideas... y los mismos Otros... su gente debe de pasar por aquí. ¡Si nos quedamos, los conoceremos!
    Gritos y chachara llegaron al intercom desde todos los puestos de la nave. Weisenberg esperó a que se hiciera el silencio antes de formular su advertencia:
    –Aguarda. ¿Con cuánta frecuencia pasa alguien? Probablemente, la mayoría de los tránsitos son directos, simplemente porque una máquina corriente puede llevarte a más mundos de los que podrías recorrer en una vida que durara un millón de años. Quizás esto se usa una vez por siglo. En la escala de tiempo que usan los Otros, justificaría su construcción.
    –No podremos asegurarlo hasta que no lo hayamos intentado –dijo Brodersen, más tranquilo.
    –Pero no podemos estar tanto tiempo en caída libre –advirtió Caitlin–. La verdad es que nuestra última aceleración fue demasiado breve para mantenernos sanos. Brodersen lo consideró.
    –Tienes razón. –Exuberante–: Tendrás que perder esa mala costumbre tuya, Pegeen, de tener siempre razón. –De acuerdo, necesitamos peso y no queremos ponernos en régimen de rueda antes de lo necesario, sino mantener nuestras opciones abiertas al mayor tiempo posible. De modo que aceleraremos hacia aquí y hacia allá por esta zona. Digamos... hum... cuatro horas hacia afuera, media vuelta y cuatro horas hacia aquí, desacelerando. De ese modo, nunca nos alejaremos a más de un millón de kilómetros, y nuestra velocidad relativa no será demasiado alta. No tendremos problemas para detectar una nave y enviarle una señal.
    –¿Y por qué van a usar ondas electromagnéticas para comunicarse? –objetó Dozsa–. Me han dicho que los betanos no las utilizan.
    –Pero conservan su capacidad de recibirlas, en caso de necesidad –dijo Rueda–. Además, la radiación de nuestros reactores sería registrada por sus instrumentos.
    –Y podríamos colocar una luz grande, y gorda y parpadeante en nuestro casco –añadió Leino, excitado.
    Bueno –gritó Brodersen–, ¿qué os parece?
    La Chinook volaba. Iba a tres cuartos de una gravedad, menos de lo que su capitán había pensado. Caitlin había observado que eso era suficiente y haría durar más la masa de reacción. Todos andaban ligeros, sobre sus pies y en sus corazones.
    Al entrar en el camarote de Joelle, la paramédico encontró a la holoteta de pie en un ambiente poco hospitalario. Todos los demás mantenían generalmente algo sintonizado en sus pantallas, ya fuera música, o alguna obra de arte estática. Aquí la pantallla estaba muda y obscura. A menos que se contara la cama, cuidadosamente hecha, la habitación no contenía rastros de personalidad.
    Con el caftán azul suelto que Caitlin le había hecho, Joelle parecía la escultura de un bodhisattva. Su desaseo había desaparecido, estaba lavada y arreglada y razonablemente descansada, pero también habían desaparecido los últimos rastros terrenales. Con sus ojos enormes y su cofia de cabellos grises, su rostro estaba pálido como el marfil, casi desprovisto de carne, de sexo, inhumanamente sereno. La mano que levantó y la sonrisa que exhibió al saludar trazaron curvas abstractas. Su voz había vuelto a ser melodiosa, pero la melodía no era para oídos mortales.
    –Es muy amable por haber venido –dijo, una fórmula.
    –No es molestia –respondió Caitlin–. Tenemos que mejorar su estado físico, y si prefiere empezar en privado, bueno, supongo que los primeros ejercicios que le recetaré no necesitarán equipo de gimnasia. Apoyó su botiquín y abrid la caja. –Empezaremos por un chequeo. Joelle se quitó el vestido y lo tiró encima de una silla. Caitlin estudió sus formas de espantapájaros, giró alrededor de ella, recorrió la piel con dedos inquisitivos. Joelle se quedó quieta, salvo para quitar los brazos del medio cuando se lo pedía.
    –Una delgadez razonable no tiene nada de malo –observó Caitlin–. Ojalá mi culo fuera un poco menos realista. Pero el suyo es positivamente etéreo.
    Como su gambito conversacional fracasó, se puso activa.
    –Tendremos que restaurar los tejidos musculares desgastados, lo cual significa que tendrá que comer más proteínas. Además, una ligera capa de grasa es normal en una mujer. Dígame, ¿cuáles son sus platos favoritos? Puedo tratar de preparar comidas que le parezcan apetitosas.
    –Es lo mismo –dijo Joelle–. Infórmeme cuánto debo consumir de cada cosa y lo haré.
    Caitlin frunció apenas el ceño, pero no tenía una respuesta inmediata. Prosiguiendo su examen encontró buena salud. Eso incluía los signos neurológicos. Las tensiones, los tics y las contracciones habían desaparecido, los reflejos eran excelentes, un ritmo cardíaco lento y regular mantenía una tensión sanguínea que podía haber sido envidiada por alguien veinte años más joven.
    –Fin de la rutina –dijo, finalmente–. Puede vestirse. Haré los análisis habituales de muestras de células y fluidos, pero no dudo de que estarán muy bien.
    Joelle volvió a ponerse el caftán.
    –Entonces, será mejor que empiece con su programa, si me lo explica.
    –Mmmm... Aún no he terminado. Siéntese. Quiero hablar con usted.
    Cuando estuvieron sentadas y Joelle hubo aguardado pasivamente que Caitlin hablara, ésta lo hizo:
    –Puedo recetar para su cuerpo, pero eso puede no ser muy útil si no sé nada de su mente. Por ejemplo, ¿con cuánta fidelidad seguirá mis instrucciones?
    –Con mucha. –La promesa no era ferviente ni desganada–. Supongo que no van a interferir demasiado con mi trabajo y comprendo que su finalidad es impedir que un colapso interfiera.
    La boca de Caittin se puso tensa.
    –Eso es lo que más me preocupa. ¿Cuántas holotesis podrá soportar, antes de que le suceda algo? ¿Qué podría sucederle? ¿Sería irreversible? ¿Habrá empezado ya? Joelle, ninguno de sus compañeros de la Emissary afirma haberla conocido íntimamente, pero están de acuerdo en que se ha transformado en una extraña. Nunca he oído hablar de nadie que pase conectada prácticamente todas las horas de vigilia. No; en casa el tiempo está limitado por reglamentaciones, y me pregunto si Dan no tendría que obligarla a cumplirlas.
    –¿Teme que haya daños? –preguntó la otra mujer, impávida.
    –Sí. Esquizofrenia inducida, quizás, o una condición que se le parece, o... ¿Quién podría decirlo? Soy apenas una enfermera que estudió un poco más. Las referencias médicas que hay a bordo están llenas de tecnicismos y después no aclaran los síntomas para el diagnóstico, ni el pronóstico, porque la situación no tiene precedentes. Sin embargo, su comportamiento es cada vez más... autístico. –Caitlin se inclinó hacia adelante–. Sea honesta. Nosotros, el resto de nosotros, ¿somos para usted algo más que parte de la maquinaria?
    –Claro –respondió Joelle, siempre plácida. Una sonrisa pasó por su cara como un rayo de luna que atraviesa las nubes–. Me gustan todos ustedes, les deseo lo mejor y me propongo hacer todo lo posible por llevarlos a casa sanos y salvos. Para lograrlo, será mejor que desarrolle mis poderes. Le aseguro que, lejos de estar loca, cada día me vuelvo más cuerda de lo que ha estado nunca un miembro de nuestra especie.
    –Oh, ésa es una afirmación grande como una ballena.
    –Sí, suena grandiosa cuando se la pone en esa chachara de orangutanes que el hombre llama lenguaje. Me gustaría que usted pudiera hacer la experiencia. Usted es una poetisa y podría comunicar algo de la sensación, si no de la realidad. No soy elocuente, y además he hecho menos práctica que la mayoría, durante toda mi vida, en materia de comunicarme con la gente común. Además, cuando no estoy conectada, me siento, bueno, viva a medias. –Joelle se detuvo, para buscar frases–. Supongo que Susanne Granville habrá tratado de explicarle lo que es la conexión para ella. Es la más pálida sombra de lo que es para mí. Y no cree que ella esté loca, ¿verdad? O... cuando compone una canción... cuando está haciendo el amor, usted seguramente con más plenitud que otros... ésas son experiencias trascendentales, ¿no? Usted las busca una y otra vez, siempre que le es posible. No perjudican a su razón, ¿verdad? Por el contrario, ¿no se siente más fuerte y estable gracias a ellas?
    –Son naturales –arguyó Caitlin–. Evolucionaron en nosotros desde que la vida primitiva comenzó a agitarse en Tierra. Y usted ha renunciado a ellas. Eso no puede ser saludable. Oh, sí, sacerdotes y monjas y santos místicos, científicos y artistas totalmente dedicados, han podido conservar el equilibrio, a veces. Quizás el ascetismo se adaptaba a sus temperamentos mejor que los placeres corrientes. Pero se mantuvieron dentro del mundo humano, buscando metas humanas, rodeados por cosas a las que podían responder los sentidos humanos... no unidos por alambres a una máquina. Nunca le prohibiría su holotesis, Joelle, pero estoy pensando que tendría que usar también el resto de su persona.
    Por primera vez hubo dolor en el rostro que había frente a ella, y en la voz que respondió, aunque poco. –Lo intenté. Con más empeño del que supone. Año tras año, los resultados disminuyeron y las heridas aumentaron, hasta que me transformé en una vieja tonta cuando no estaba conectada. –Recuperó la calma–. Mientras tanto, en este vuelo, comencé a usar verdaderamente, a controlar lo que aprendí en Beta. Y Fidelio me enseñó más. Y las increíbles entradas, todo el cosmos abriéndose ante mí, facetas del noúmeno que ni los betanos ni los humanos habían soñado. Buscando una mayor penetración, he estado descubriendo nuevas técnicas... formas de discernir, pensar, entender... filosofías... que me proporcionan una penetración más profunda, que me empuja hacia adelante...
    Lo paz de Joelle se transformó en un tranquilo ardor.
    –Caitlin, créame, nunca he sido tan feliz, y cuanto más me alejo de lo que usted llama humanidad, más feliz y más cuerda me vuelvo. No; no soy mejor que usted, soy diferente, y ¿cómo se sentiría si una orden le robara su don para componer canciones y hacer el amor? Yo... pronto podré superar algo en mí que sé que está mal: la compadezco. Pobre animal bello y dulce, la compadezco. Pero creo que los Otros no lo harían, así que yo tampoco debo hacerlo.
    »Los Otros... Quizá no los encontremos. Podemos morir en el espacio o en el mundo de alguna superficie que simplemente tenga una tecnología superior a la nuestra. Podría soportar esas cosas, si cualquiera de las dos sucede. Pero estoy convencida de que cada raza, cuando puede hacerlo, sale a buscar a los Otros, como hacemos nosotros, a tropezones. ¿Qué finalidad más elevada se puede tener?
    »Y si los encontramos, si eso sucediera... estaré lista para hablar con ellos.
    Fue más tarde, después de haber rogado que no se limitara a Joelle mientras no aparecieran señales de peligro, cuando Caitlin pensó en la última frase, la que no había dicho: Estaré lista para unirme a ellos.
    La Chinook volaba.
    La sala de reuniones brillaba con sus nuevas decoraciones. Las notas de un órgano salían de una terminal en cuya zona visual holográmica aparecían alternativamente paisajes de Tierra y Deméter: un jardín florecido, una puesta de sol en el océano, una montaña, un árbol en una pradera. En las demás, resplandecían las estrellas y el corazón de la galaxia. Vestidos con sus mejores ropas, Dozsa, Weisenberg, Leino, Frieda y Caitlin flanqueaban una mesa detrás de la cual se encontraba Brodersen. Frente a él estaban Carlos y Susanne, cogidos de la mano. En la parte posterior de la habitación aguardaba un festín cuya confección había llevado muchos días.
    Sólo Joelle estaba ausente, aunque tenía conciencia de los acontecimientos desde su superioridad. Había dado su torpe bendición a la fiesta. Había que mantener una guardia permanente, por si aparecía alguna nave galáctica, para poner en acción instantáneamente todo lo que estaba programado, y ella podía remplazar a las dos personas que montaban guardia habitualmente.
    Brodersen levantó los papeles que necesitaba. Como él no era sacerdote ni magistrado y la pareja no compartía la misma fe, no les pareció correcto buscar y utilizar las fórmulas tradicionales. Caitlin había escrito esto, adornándolo con arabescos caligráficos, como un regalo extra para su amigos.
    Ella tendría que haber presidido la ceremonia, pensó. El espectáculo sería mejor. Yo soy un mamarracho, como párroco. Yo... maldición, me arden los ojos y lo veo todo nublado. ¿No estaré a punto de llorar? Lis, Lis, los rayos de sol entrando por la ventana de la capilla cuando nos... –Bienamados amigos –empezó–. En este día de nuestro exilio, nos hemos reunido para crear un hogar. Perdidos, pero perdidos entre esplendores; en peligro, pero cargados de esperanzas, pedimos la bendición de Dios o pedimos la bendición de la vida para dos de entre nosotros, Carlos y Susanne. Les agradecemos que hayan renovado nuestro valor, alegrado nuestros ánimos. ¡Compañeros de viaje, que seáis siempre felices! ¡Y ahora, seremos testigos de vuestros juramentos, mientras nos comprometemos nuevamente a... Una sirena aulló.
    La Chinook no estaba lejos de la máquina T, moviéndose hacia afuera, y había cuatro horas completas disponibles para la ceremonia y el festejo, antes de que el giro los interrumpiera. A velocidad electrónica, Joelle conectó la pantalla adecuada, con el máximo de magnificación. El cilindro que giraba y un par de balizas parecieron saltar dentro de la habitación. Pero nadie distinguió más que un borrón que pasó velozmente ante sus ojos y desapareció.
    Después de un momento en que la música pareció obscena en el silencio, llegó la voz de Joelle, sin relieve: –Una nave. Completó el tránsito en treinta y siete segundos.
    –Nombre de Dios –murmuró Rueda y abrazó a su novia.
    Antes de que pudieran derramar una lágrima, Caitlin abrazó a ambos. Desde atrás de sus hombros temblorosos dijo a Brodersen:
    –Dan, tenemos que terminar con un asunto importante, sí, y tenemos que celebrarlo antes de pensar en este desafortunado asunto. ¿Quieres empezar de nuevo?
    El capitán estaba sentado, solo, en su despacho. Su línea privada estaba conectada con la holoteta. Sus mandíbulas se cerraban con fuerza sobre una pipa que había vuelto acre el aire que lo rodeaba y quemaba su lengua. Había una botella de whisky sobre su mesa, junto a las copias de las fotografías de alta velocidad.
    Estas mostraban un enrejado tridimensional, de un kilómetro de longitud en su lado mayor, de una configuración nada sencilla, aunque gracioso, y de aspecto frágil como una tela de araña al amanecer que brilla humedecida por el rocío. Una luminosidad perlada enmascaraba la totalidad. Eso y la distancia apenas permitían la apreciación de más detalles. También había sido imposible determinar con exactitud el sendero que habían utilizado.
    Joelle dijo:
    –Sospecho que esa nave casi no tiene masa, es casi una combinación de campos de fuerza. Estos podrían proteger a los pasajeros y la carga de la fantástica aceleración que la hizo atravesar el pórtico. Si hay una carga; si hay pasajeros. Podría ser robótica... no; es un concepto demasiado primitivo... y puede no llevar más que diseños, grabados en unas pocas moléculas, que son información. ¿Por qué mandar tu cuerpo a cualquier parte? ¿Por qué no enviar una grabación de tu personalidad que puede ser activada al llegar... en un cuerpo fabricado e idéntico o en uno preparado especialmente para eso? Puede hacer y experimentar lo que tú quieras. Luego puede volver, como un diseño... y ser transcrito... en ti. Vaya, podrías vivir mil vidas diferentes, en otros tantos mundos, y después reunirías a todas.
    –¿Sabes que es así? –preguntó Brodersen sordamente.
    –Claro que no. Pero sé que es posible. Hasta percibo algunos detalles de cómo se podría hacer. Si tuvieras semejante capacidad, ¿no la usarías?
    –Sí, supongo que sí. Entonces ¿nunca nos percibirán?
    –No he dicho eso. Quizá también pasen por aquí naves más primitivas, materiales. Por mil razones, no todas las razas de la hermandad tienen por qué estar en el mismo nivel tecnológico. O quizá los Otros vengan aquí, de cuando en cuando. No creo que ésos fueran Otros, Dan. Para ellos no habríamos pasado desapercibidos.
    Brodersen bebió un trago.
    –¿Cuál es tu estimación intuitiva de las posibilidades de todos esos casos? De que pase alguien que no sea demasiado adelantado para prestar atención, como nosotros no somos demasiado adelantados para no notar a un hombre en el bosque. O alguien que esté tan del otro lado como para ocuparse de los gorriones.
    –Yo diría que las posibilidades son pocas.
    –Sí, yo también. Quizás estemos equivocándonos, Joelle, equivocándonos de forma letal pero ¿en qué podemos apoyarnos, si no en nuestras suposiciones, tú las de tu cerebro, yo las del instinto ciego? Si nos quedamos aquí unos meses más, yendo y volviendo para tener peso, gastaremos nuestra masa de reacción y no nos quedará más camino que el régimen de rueda y quedarnos. Creo que es mejor conservar nuestra libertad de movimientos. Trataré de que levemos el ancla cuando esto se discuta y se vote.
    La pipa de Brodersen se había apagado. Volvió a encenderla.
    –Pero no lo discutiremos hasta dentro de un par de semanas –decretó–. Mientras, podría aparecer algo, nunca se sabe. Y Su y Carlos se merecen una buena luna de miel.
    No volvió a aparecer nada


    42
    SALTO.

    En la más total obscuridad, una colosal rueda tachonada ocupaba un tercio del cielo. Desde donde estaba la Chinook, parecía inclinada; la visión mostraba un brazo, después el núcleo desde el que se curvaba, después otro brazo que había atrás. Brillaba, brillaba; el corazón era rojo-dorado, los brazos azul-blanco y había racimos esparcidos por todas partes como chispas.
    –Espacio intergaláctico –susurró Brodersen.
    –Unos cincuenta mil años luz hacia afuera. Más que el sitio donde estábamos –dijo Joelle. Había exaltación en su tono–. Juzgando por los colores, el brillo relativo de las porciones internas y externas, hay menos estrellas gigantes de lo que suponían nuestros astrónomos y menos polvo y gas para que se formen estrellas nuevas. Debemos de seguir estando en el futuro, más lejano, quizás. ¿Mil millones de años? ¡Quedémonos un poco, así podré aprender!
    Brodersen contempló el cilindro y sus brillantes acompañantes.
    –Otra máquina T solitaria, y grande, como la anterior. Un punto de partida hacia otras galaxias... y épocas. Cuando calculaste qué sendero nos llevaría más lejos, lo hiciste bien.
    –Pero ni trazas de ayuda para nosotros –dijo la voz fatigada de Leino–. ¿Cuánto tiempo podremos seguir cazando? ¿En qué lugares absurdos?
    –Sí –dijo–. Empiezo a preguntármelo. Quizá no sea inteligente seguir adelante. Quizá Joelle tendría que guiarnos para que volvamos sobre nuestros pasos, si puede hacerlo.
    –Creo que sí, en general –les dijo la holoteta–. Pero eso requerirá más información. Que tendré que reunir, de cualquier manera, para mejorar mis computaciones, decidamos lo que decidamos.
    –De acuerdo –dijo Brodersen–. Nos quedaremos un tiempo; tanto da.
    Se restregó los ojos.
    –Podremos reflexionar. Y quizá hasta descansar un poco, después de este último impacto.
    Caitlin preguntó dulcemente:
    –¿Nadie se ha fijado en lo bello que es?
    Flotaba, sola, en la sala de reuniones, y adoraba. Los relojes marcaban las veintidós treinta del día que la tripulación arrastraba por el cosmos, y la reunión había terminado pronto.
    Dozsa entró, se impulsó hacia ella y se detuvo asiéndose de una silla. La única iluminación venía de fuera, plateada y rosada, suave como un claro de luna. La teñía contra las sombras moteadas y las obscuridades más profundas que llenaban la habitación.
    –Pensé que te encontraría aquí –dijo él–. Esto... ¿cómo estás?
    –Más allá del júbilo –respondió ella, sin desviar la mirada del cielo.
    –Sí, es una vista espléndida. Es una vergüenza que nadie más parezca apreciarla. Salvo Joelle, a su fría manera... Es para amantes.
    –Por cierto que es así, Stefan.
    El primer oficial sonrió y rodeó su cintura con el brazo. Ella no reaccionó visiblemente, ni a favor ni en contra.
    –Tú eres una- vista aún más maravillosa, Caitlin –murmuró.
    –Gracias, bondadoso señor, por vuestra mendacidad. –El humor desapareció–. Pero, por favor, y no es que quiera ofenderte; quiero perderme en lo que tenemos frente a nosotros, mientras sea posible.
    –Ohhhh. –El se acercó–. Caitlin, cariño.
    Ella se puso tensa y se volvió, enfrentándolo.
    –Stefan, hemos sido buenos camaradas. No estropearías eso, ¿verdad?
    El la besó en la boca. Ella retrocedió, sin poder desprenderse de su abrazo, pero ganando medio metro en todo el resto de su cuerpo.
    –Suéltame –exigió.
    El tiró de ella.
    –Suéltame –dijo ella, subrayando cada palabra– o, por Morrigan, irás a parar a la enfermería.
    Dozsa la soltó. Su indignación se enfrentó con la furia de ella. Caitlin respiraba con fuerza.
    –Si lo dudas –advirtió–, si confías en tu karate, perderás un ojo, por lo menos, y las joyas de la familia. Soy tan capaz de hacer pedazos a alguien como de coserlo.
    Controló su ira.
    –Ah, he perdido los estribos –dijo, haciendo un esfuerzo–. No tenías mala intención, estoy segura. Olvidaremos el asunto.
    La furia de él aumentó.
    –Tú no eres simplemente la mujer de Dan Brodersen –escupió–. También eres la de Martti Leino. ¿Y la de quién más?
    Ella volvió a ofenderse.
    –Soy mía y de nadie más.
    –Pero vas moviendo el culo por ahí cuando te apetece, ¿verdad? Y yo no soy suficientemente bueno para ti.
    Ella intentó ser prudente.
    –Stef, querido, Martti necesitaba ayuda. No puedo decir por qué, pero era así. Ahora ya no la necesita casi nunca. Y es Dan quien sangra. Debe tomar decisión tras terrible decisión, sin saber si la próxima será nuestra sentencia de muerte. Trato de hacer más tolerable su vida. Y es la persona principal para mí, el hombre a quien amo y que me ama.
    –¡Sí! Esta noche se ha ido con Prieda. No creas que no os vi a los tres murmurando cosas y a ellos dos marchándose.
    Caitlin sonrió.
    –Sí. Ella también tiene sus necesidades, según he sabido. ¿Alguna vez trataste de conocer algo más que su cuerpo grande y fuerte? Se sentía tan mal que decidí... bueno, no importa.
    –¿Y yo? ¿Nunca se te ocurrió que soy capaz de sufrir?
    –Oh, Stefan, baja el telón de ese teatro –suspiró ella–. Has disfrutado muchas veces de Prieda y volverás a hacerlo. Y hoy has pensado que tenías una oportunidad.
    Hizo un gesto como para apartarse de él. –Sí, bien sé que echas de menos a los seres queridos y temes no volver a verlos. Pero tu alma es fuerte, como la mía, y no tienes responsabilidades como Dan, ni... Oh, el problema es que más allá de la ayuda de un compañero para sobrevivir, no tenemos nada que ofrecernos, más que diversión.
    –Y yo no te parezco divertido –dijo él con amargura. Ella rió.
    –Vaya, amigo, te he mirado con mucho interés durante semanas. Pero las condiciones nunca han sido adecuadas. El sonrió. -¿Y...?
    Ella meneó la cabeza.
    –En otro momento, quizá. Ya te he dicho que Dan me necesita. Esta noche está siendo muy bondadoso, pero he tenido que sugerírselo. No hay nada malo en pasar un buen rato, pero no puedo arriesgarme a otra relación tan intensa como la que tengo con Martti. Dozsa pareció aún más alegre.
    –Te prometo, Caitlin, que no pretendo más que pasar un buen rato.
    –Pero diste por sentado que tenías derecho a hacerlo. –Su tono era compasivo–. Lo siento, Stef; no puedo permitirlo.
    El primer oficial tragó saliva, miró sus manos, que se aferraban a la silla, y, finalmente, dijo: –Te ruego que me perdones.
    –Estaba segura de que eras lo suficientemente adulto como para pedir disculpas. –Acarició su mejilla–. Seamos un par de amigos que se han reunido para admirar una enorme belleza.


    43
    SALTO.

    Negrura, nada ciega y absoluta. La gente gimió, en una especie de terror.
    Las balizas que rodeaban la máquina T no eran bujías rojas, violetas, esmeralda, ámbar, encendidas contra la maldita negrura; brillaban pequeñas y perdidas, como si en cualquier momento fueran a ser devoradas. Después, allá a lo lejos, el menor de los resplandores, en el límite de lo visible, los ojos encontraron un único punto luminoso.
    –No perdáis la calma –ordenó una parte de Joelle que desprendió de sí misma para eso–. No estamos en peligro inmediato. Investigaré.
    Ordenó su mente. Con los sentidos y los órganos de la nave, tanteó.
    El radar le acercó el cilindro que giraba. Era el más grande de los que habían visto. Aunque en caída libre, sintió su masa y la energía que estaba encerrada en su interior. Los instrumentos ópticos y la radio, muy amplificados, le mostraron estrellas esparcidas, pocas y débiles, brasas semiapagadas que ardían lentamente, extinguiéndose, Alrededor del casco, había un vacío casi total. La radiación y las partículas de materia que conocía de antiguo habían desaparecido casi completamente, dejando un hueco al que no tenía sentido calificar de frío y vacío. Buscó y encontró galaxias vecinas, tan carbonizadas como ésta. Sus formas eran caóticas. Trató de encontrar otros grupos y tendría que haber podido atisbar algunos de los más cercanos, como el grupo Virgo, por medio de los últimos fotones que emitiría, pero fracasó. Se habían alejado demasiado.
    Su conciencia volvió al entorno inmediato. Los instrumentos habían acumulado la información suficiente para que comprendiera que la máquina estaba en órbita alrededor de un sol totalmente muerto. Parecido a Sol, no había explotado nunca, al ser demasiado pequeño, sino que pasó por la etapa de gigante rojo y las fases variables, se encogió hasta ser un globo del tamaño de un planeta, de la máxima densidad posible para que los átomos siguieran siendo átomos, y se enfrió lentamente, desde el calor blanco hasta la escoria. Quedaban algunos planetas verdaderos, rocas desnudas o rodeadas por sus atmósferas heladas. Salvo uno...
    Joelle recordó que debía descender desde las alturas y decir a su gente lo que le había sido revelado.
    –Estamos en el futuro remoto... espacialmente hemos vuelto a la galaxia, pero temporalmente estamos en algún momento entre setenta y cien mil millones de años después de nuestro nacimiento. No queda ninguna estrella viva, salvo las menos luminosas (los mansos heredarán), que están muriendo ahora, mientras la galaxia misma se desintegra. El universo se ha expandido a cuatro o cinco veces el tamaño que tenía en nuestro tiempo. Si seguimos adelante, creo que podremos saber si seguirá agrandándose eternamente o si, después de todo, la primitiva idea era exacta, y se derrumbará sobre sí mismo, formando una nueva bola de fuego y un nuevo cosmos.
    –¿Seguir adelante? –gritó una tripulante. No identificó su voz distorsionada, no quiso hacerlo–. Oh, no, oh, no.
    Habló Brodersen, cuidadosamente pragmático: –¿Qué es ese pequeño brillo amarillento que vemos? Debe de estar cerca.
    –Así es. La enana negra que estamos orbitando tiene acompañantes, y la fuente de luz es un satélite de uno de ellos. No tengo una idea clara de su naturaleza. Tendríamos que echar un vistazo. La máquina T está en posición troyana con respecto a su primario, y la distancia es de una unidad astronómica y media, menos de cuatro días a la aceleración máxima.
    –Sí, supongo que tendremos que ir –dijo Brodersen.
    Joelle le recordó serenamente, mientras la maravilla cantaba y tronaba dentro de su ser holotético:
    #NAME?
    La Chinook voló.
    Las pantallas de la sala de reuniones estaban apagadas y nadie estaba seguro de quién lo había propuesto en primer lugar; no había encontrado la menor oposición. En cambio, las terminales de datos exhibían imágenes tristemente brillantes de obras humanas... Pericles, Shah Jenan, Hokusai, Monet, Fidias, Rodin, una y otra vez, en secuencias múltiples... mientras sonaba la música. Pocos le prestaban mucha atención.
    Como la nave estaba corta de tripulantes, se había desarrollado la costumbre de que, después de las comidas, quienes no estaban de guardia ayudaran al contramaestre y su ayudante a quitar la mesa. Así, Philip Weisenberg se encontró andando hacia la lavadora junto a Caitlin.
    –Estás muy deprimida esta noche, ¿no? –preguntó él–. ¿Qué te pasa? ¿Puedo ayudarte?
    –Te lo agradezco, pero no es nada –dijo ella esbozando una sonrisa–. Un estado de ánimo, un capricho. –No lo subestimes, querida. Aislados como estamos, por mucha grandeza que haya alrededor de nosotros, quedamos cada vez más indefensos ante nosotros mismos. –Acercó los labios al oído de ella–. Tú me ayudaste en una noche muy mala. No lo he olvidado. Ven a verme cuando quieras.
    –Bueno... –Bruscamente, lo tomó del brazo–. ¿Podríamos ir a alguna parte y hablar?
    Fueron al camarote de Weisenberg. El sintonizó El lago de los cisnes, una representación grabada en Luna, quizá cien millones de milenios antes, simplemente para dar calidez a la habitación. No había alcohol ni mariguana a mano, y ella declinó su oferta de preparar una taza de té. Instalándose silenciosamente en una silla, él dejó que Caitlin se paseara.
    –Sí, has dicho la verdad –dijo ella–. Acerca de que estamos tan aislados que nuestras mezquindades nos dominan, hasta que parecemos monos en un zoológico. No lo había comprendido antes porque los esplendores que encontrábamos eran siempre demasiado grandes. Pero en esta tumba de la Creación me han sobrecogido... cosas que han pasado... y nosotros... ¿tendremos la culpa si nos volvemos locos? En casa, cuando los conflictos nos abrumaban teníamos atardeceres y amaneceres, bosques, brezales, alondras o simplemente una ciudad, un mundo de seres humanos donde podíamos ir y hacer. Aquí, en una cascara de metal, ¿qué nos queda más que mirar, mientras seguimos un fuego de San Telmo hacia ninguna parte? No; peor que eso, porque un fuego de San Telmo por lo menos nos arrastraría por un honesto pantano, el agua fría salpicando, juntos rompiéndose, ranas croando y, al final, cuando nos ahogáramos, turba para recibirnos y preservarnos para que nuestros descendientes nos encontraran y se maravillaran, ¡dentro de unos pocos miles de años!
    –¿Tú también? –dijo él–. ¿Tú también quieres volver? Ya nadie imagina que podremos volver a casa, pero... ¿Nueva Tierra? Caitlin, no hay ninguna posibilidad.
    –Oh, lo sé bien. Pero tendríamos estrellas para mirar. O... Tierra y Deméter no son los únicos mundos vivientes. Moriría contenta en Danu, entre los cantantes y bailarines.
    –Tampoco podemos volver allí. Hacia adentro no es exactamente lo contrario de hacia afuera, y Joelle no tiene la información, por no hablar de los conocimientos básicos, para computar un sendero con exactitud.
    –Eso también lo sé. Pero podríamos dirigirnos a cuando la galaxia estaba viva, ¿verdad?
    Caitlin siguió paseándose durante un rato. Brillantes fantasmas saltaban donde fluía la música. Finalmente se detuvo, se plantó frente a Weisenberg y exigió:
    –¿Qué quieres para nosotros, Phil?
    –Seguir –dijo él–. Mientras sea necesario, o mientras sea posible.
    –¿Con la débil esperanza de que podamos hallar un piloto que nos lleve a Sol?
    –Sí. –Desde su contenida delgadez contempló la desesperada redondez de ella y dijo–: Caitlin, creo que por debajo de tus nostalgias, estás de acuerdo. Es cierto que para mí es más fácil, de muchas maneras. Yo no soy una criatura de campo abierto y cielos; soy un ingeniero. Una máquina es tan natural para mí como un árbol o la lluvia. El espacio fue siempre mi pasión, las estrellas, la idea de los Otros... junto a Sarah y los chicos, por supuesto, pero, diablos, seguir explorando es la única manera de recuperarlos y, mientras tanto, ganemos o perdamos... Diablos, me estoy poniendo sentimental.
    Ella se quedó mirándolo.
    El cambió de postura, paseó su mirada por el cuarto y dijo, incómodo:
    –Caitlin, tú no estarías tan preocupada si no intentaras ayudar a Dan a llevar su carga, ¿verdad? –El lleva la carga de la tripulación –replicó ella. –¿Y tiene alguna idea de lo mucho que te pesa? –Exageras, Phil. Pero mientras pueda alegrarlo a él, que es mi vida, sí, para eso estoy. Casi abrumado:
    –¿Una persona tan independiente como tú dice eso? –¿Por qué no? ¿Acaso él no haría lo mismo por mí, si lo necesitara?
    Weisenberg guardó silencio, mirando el suelo, antes de volver a levantar los ojos y decirle:
    –De acuerdo. No es tan distinto de lo que hay... lo que había... lo que hay entre Sarah y yo. Pero Caitlin, si quieres relajarte un rato, abandonar el control, recordar Irlanda en voz alta o cualquier otra cosa que desees, bueno, aquí estoy.
    Mucho después, ella le deseó las buenas noches. Se habían hecho algunas caricias, pero sobre todo habían hablado, sólo hablado, él tanto como ella, aunque de vez en cuando las palabras de Caitlin salían entre lágrimas.
    –Duerme bien, Phil –dijo ella–, gracias, gracias.
    –Si hay que hablar de agradecimiento –respondió él–, yo estoy en deuda.
    Revestido de un aire cuyas nubes blancas resplandecían, bañado por océanos matizados de zafiro y lapislázuli, con continentes verdes por la vegetación, el planeta brillaba. Su cercana luna ardía, brillante como un sol.
    La Chinook se desplazó alrededor del mundo, y giró nuevamente mientras los instrumentos asimilaban información.
    –Del tipo Tierra –susurró Susanne. –Me parece que no del todo –le dijo Rueda–. Hemos obtenido espectros. Eso que ves es clorofila, y hay indicaciones de que su bioquímica difiere de la nuestra en cosas aún más fundamentales. No hay nada allí que pudiera nutrirnos. Pero está vivo. Joelle informó por el intercom: –El satélite es un gigantesco reactor nuclear que consume su propia masa, aparentemente con una conversión casi total a energía. Eso viola las leyes de la física que hemos formulado, pero, claramente, esas leyes expresan un caso particular. Sospecho que aquí vemos una interacción forzada directamente entre quarks. Probablemente el aparato que la provoca está en un espacio hueco en el centro, protegido por los mismos campos que impulsan el proceso. Sin duda, este sol artificial fue originalmente una luna natural con las propiedades adecuadas..., tendría que durar cinco o seis mil millones de años... y por eso los Otros decidieron resucitar este planeta.
    –¿Los Otros? –preguntó Frieda temblorosa. –¿Quién si no? –dijo Brodersen–. Me pregunto si sembraron vida en él o dejaron actuar la evolución química.
    –De cualquier manera –dijo Caitlin en tono radiante–, aquí está nuevamente la vida. Quizá... no hemos visto signos, pero quizá sigan corriendo por los bosques todavía..., quizá seres pensantes. Aunque nunca verán las estrellas, ¿quién sabe qué llegarán a ser, a hacer, a amar?
    Y después de un momento, con voz suave: –¿Será que los Otros hicieron esto porque querían ver, una vez más, la respuesta a esa pregunta?
    La nave volvió a la máquina transportadora.
    Reunida en la sala, la tripulación escuchó a Brodersen:
    –Tenemos que decidir. Joelle no nos puede conducir a ningún punto exacto y previsible del espaciotiempo, aunque nos puede indicar una dirección, en general. Antes o después, si seguimos navegando, pasaremos por un pórtico en el que no habrá máquina T del otro lado. Y allí terminaremos, para siempre. Por lo menos, podría ser en nuestro propio tiempo, megaaño más o menos, cuando el universo sea brillante y un poco familiar. Por supuesto, eso significa abandonar las esperanzas de encontrar a los Otros, e igualmente de sobrevivir después de que nuestras raciones se terminen. Pero el plan que hemos puesto en práctica nos ha llevado a lugares cada vez más extraños. El próximo puede matarnos –chasqueó los dedos– así. O lentamente.
    Apretó el tabaco en su pipa, la encendió, sorbió humo.
    –Muy bien –dijo–. Oigamos lo que quiere cada uno de vosotros.
    Sentada cerca de él, pálida e inexpresiva, Joelle dijo:
    –Prefiero continuar. Pero, para ser honesta, es porque, ciertamente, podríamos encontrar a los Otros. La idea de volver a casa, en sí misma, me deja indiferente. Vayamos hacia donde vayamos, cuando nos detengamos podré investigar la Realidad.
    Leino:
    –Volvamos. ¿Qué hay en el futuro más que un universo completamente liquidado? Si es cíclico, su colapso lo destruirá todo. Si no lo es, no habrá en él más que obscuridad, eternamente. ¿Por qué iban a estar allí los Otros?
    Weisenberg:
    –No; no podemos rendirnos.
    Rueda:
    –Pero ¿sería rendirnos? Tenemos una posibilidad, microscópica, sí, pero finita, una posibilidad de conseguir ayuda en la joven galaxia.
    Susanne:
    –Si intentáramos dos o tres saltos más antes de invertir la marcha...
    Dozsa:
    –No. Las posibilidades de quedar atrapados en este ataúd volante son demasiado grandes. Quiero morir en acción, explorando un planeta, cualquier cosa; ¡pero en acción!
    Frieda:
    –Iba a votar por seguir adelante, pero lo que has dicho, Stefan, me hace pensarlo dos veces.
    Caitlin se adelantó.
    –¿Ninguno de vosotros lo entiende? –exclamó–. Oh, por un tiempo yo también me desanimé, pero Phil me alentó en una larga conversación que tuvimos, y después, cuando he visto este mundo... ¿No lo entendéis? Los Otros viven para la vida. Son los mayores adversarios de la muerte. ¿En qué otro lugar podríamos estar seguros de encontrar uno de sus puestos avanzados más que aquí, en el día del juicio final? ¿Y cómo podríamos solicitar su ayuda, sino teniendo tanto ánimo como ellos?
    Guardia nocturna.
    A través de sus sentidos electrónicos, integrada por su cerebro extra electrónico y sus recuerdos (Fidelio, Fidelio) en un todo cada vez más significativo y magnífico, el noúmeno entró en Joelle y la convirtió en parte de sí mismo. El espaciotiempo se curvó fuerte, sutil, misteriosamente, dimensión tras dimensión; las energías fluyeron, materia como una onda que iba y volvía a través de las mareas; la Ley, inmanente y omnipotente, no era una ecuación inmutable, sino una música que comenzaba a1 escuchar apenas.
    Gracias, Caitlin, pobre animal, chispeó una pequeña porción de su ser. Nunca podría haber despertado emociones crudas en tus semejantes animales y haberlas transformado en voluntad, como lo hiciste tú en una sola hora agitada. Ahora me espera una disolución que no puedo temer, yo que sé en mis células más profundas que la Esencia es lo que es; o que me esperan (existencia conmovida) los Otros.
    Guardia nocturna.
    La luz en el camarote era tenue y dorada. La terminal de datos formaba una ilusión de rosas. Caitlin había ajustado el termostato para que hubiese tibieza y había esparcido extractos de almendra y clavillo de su despensa, para perfumar el aire. El audio tocaba «Las ovejas pueden pastar tranquilas», la más entrañable de las melodías.
    Se quitó la ropa y permaneció de pie ante Brodersen, tendiéndole las manos.
    –Maldita sea –dijo él, desde lo más profundo de su pecho, deseando ser más elocuente–. Pegeen, eres tan bella que haces daño.
    Ella sonrió.
    –Tú también para mí, Dan adorado.
    –No, aguarda...
    Su risa fue como una bendición para él.
    –Sí, eres feo comparado con el Apolo de Belvedere, y yo tampoco soy una bomba atómica. Pero eres bello porque eres tú. Te pareces a ti mismo, el hombre que amo. Y yo soy lo mismo para ti, ¿no es verdad, amor mío?
    En un latido de corazón se puso seria –vulnerable– y se arrojó contra él.
    –Oh, Dan, Dan, nos dirigimos hacia lo desconocido, no podemos prever qué será de nosotros, ni en qué nos transformaremos, pero tenemos esta noche. Abrázame, Dan, hazme el amor, ámame.


    44
    SALTO.

    Luz, luz en todas partes. Era como si el espacio se hubiera transformado en una gota de rocío a la luz del amanecer, y ellos estuvieran en el centro. Suaves iridiscencias, todos los colores que existían y que alguna criatura hubiese visto alguna vez giraban, se mezclaban, temblaban, fluían, inundaban. Aquí y allá había un breve torrente de chispas como estrellas en fuentes, racimos, pares y tríos danzantes, solitarias que recorrían graciosos arcos antes de morir o renacer en otro lado. El espectáculo se introducía en la conciencia como un torbellino y arrastraba al espectador hacia sus inenarrables armonías.
    Los de la Chinook no tenían manera de saber qué tamaño tenía el globo luminoso que los encerraba. Seguramente, era vasto. La máquina T quedaba empequeñecida por la distancia a que había emergido la nave. Igualmente remotas, y de tamaño comparable, había otras dos cosas. La primera era, quizá, una esfera blanca y ardiente, aunque las fuerzas y los torrentes hacían vacilar la percepción; formas menores, igualmente veladas, se movían a su alrededor, siguiendo rutas intrincadas. La segunda era un elipsoide suavemente curvado que parecía ser más inmaterial, casi-sólida y fuerte, que la nave que había atravesado un centro galáctico, siglos atrás. Una especie de telaraña se extendía desde ella, no idéntica a la que tenían los observatorios en la estrella de neutrones y el agujero negro, pero con la misma intrincada delicadeza.
    ¡Aquí están los Otros!, resplandeció en Joelle. Ningún ser más que los Otros podría haber hecho esto.
    Envió a sus investigadores, abrió sus multitudinarios sentidos, convocó toda su comprensión del noúmeno. No comprenderé todo lo que está sucediendo aquí, pero captaré lo suficiente para poder hacer las preguntas correctas cuando los Otros lleguen, preguntas que demostrarán que soy digna de entrar en su hermandad.
    Entonces quedó ciega, quedó muda, quedó insensible, quedó lisiada. Los instrumentos sólo podían registrar las cosas para las que estaban previstos. La teoría no daba cuenta de nada en un medio cuya naturaleza surgía de principios que estaban más allá de ella. Un gusano podría haber explicado mejor el vuelo de los pájaros de lo que ella podía entender este lugar como parte de su realidad.
    Abrumada, apenas notó la aparición de un asteroide, no lejos de la Chinook. La masa, obscura y dentada tenía, como compañera, una pequeña forma prismática dorada y brillante que se dirigió hacia el globo incandescente. El asteroide lo siguió. Ganando rápidamente velocidad, los dos desaparecieron de la visión.
    La llamada de Brodersen llegó a ella como desde detrás de un muro de piedra:
    –Joelle, ¿cómo estás? ¿Qué puedes decirme? –No puedo –se oyó decir lloriqueando. –Sí, no me sorprende. –El tono del capitán resonaba a través de sus lacónicas palabras–. Escuchad, amigos. Sea lo que sea lo que hemos encontrado, y yo creo que es lo que estábamos buscando, sólo podemos aguardar a que estos... constructores... se pongan en contacto. Supongo que lo harán; tienen que habernos visto. Dejad vuestros puestos. Nos encontraremos en la sala de reuniones. Será mejor que estemos juntos. Joelle respondió: –Me quedaré en holotesis. –Bien. Gracias. Esperaba que lo hicieras. –¡Igualmente estarás con nosotros! –gritó Caitlin. No; en realidad no. Estoy segura. El orgullo y la fe surgieron nuevamente en Joelle. No tendría que haberme deprimido al descubrir un reino totalmente nuevo de la Ley. Mejor será estar ansiosa de aprenderlo y absorberlo dentro de mí. Debo tener fe en que los Otros me enseñarán.
    Recortándose contra el cielo auroral apareció un punto de luz. Creció rápidamente hasta convertirse en una flecha nacarada que se dirigía directamente hacia la Chinook, desde la dirección del elipsoide, que debía de ser la morada de sus creadores. Vienen, vienen. Y yo soy aquella que hablará con ellos, la que puede hacerlo, yo, la única entre los humanos, yo, que he ido más allá de lo humano.
    La tripulación flotaba, esperando. Las pantallas mostraban un inmenso y suave brillo; los colores del arco iris volaban entre ellos, cambiando la habitación donde se encontraban. Estaban cogidos de la cintura, Rueda y Susanne, Prieda entre Leino y Dozsa, Caitlin entre Brodersen y Weisenberg. Compartían la respiración, el sudor, los olores animales, la tibieza... a veces el sabor, en un beso.
    La nave desconocida, si era una nave, se acercó. No era mayor que la Wiüiwaw y sus formas eran fluidas, pero sin rasgos acusados detrás de la iridiscencia. Por medios invisibles se detuvo a cien metros de ellos. Y hubo silencio en el cielo por espacio de media hora.
    –¿Puedes comunicarte, Joelle? –preguntó roncamente el capitán.
    –No –respondió–. Ni por láser ni por radio. Ni recibo nada de ellos.
    –Pero apuesto a que nos están observando –dijo él–, de alguna forma que ignoramos, que ni siquiera podemos sentir.
    Caitlin se puso tensa entre los brazos de su hombre.
    –¿No puedes? –susurró.
    –¿Qué? –Giró la cabeza a la derecha para mirarla. La luminosidad jugaba sobre los cabellos castaño rojizos; la mirada verde estaba perdida en el exterior; los pechos estiraban el mono cuando su tórax se llenaba de aire–. ¿Tú puedes?
    –No lo sé –respondió con voz sonámbula–. ¿Cómo podría saberlo? Pero siento..., no hay palabras para decirlo..., una agitación brillante..., recuerdos olvidados se levantan frente a mí como delfines en el mar... ¿A vosotros no os sucede?
    El sintió miedo. Una exploración de todo el cuerpo, nervios, cerebro..., ¿habría sido elegida, o sería más sensible? Súbitamente, recordó la historia de la colina de Elf que le había contado su madre.
    –¡Oh, Pegeen! –La estrechó con fuerza y sintió que el brazo de Weisenberg también se ponía rígido.
    –No temáis por mí, queridísimos –dijo ella, sin desviar la cara del universo–. Es un estado feliz. Los Otros sólo pueden ser buenos.
    Uno o dos minutos después –muchos latidos en el dolorido pecho de Brodersen– ella se estremeció, miró aturdida a su alrededor y dijo en voz muy baja: –Se ha marchado. Me ha dejado. –¿Alguien lo tiene? –ladró Weisenberg. Obtuvo murmullos negativos.
    –Entonces, supongo que habrán terminado –aventuró–. ¿Y ahora qué? La flecha seguía inmóvil.
    –Deben de estar enviando un mensaje a través de las máquinas T –dijo Joelle–. Nuestra aparición debe de ser poco usual, hasta para ellos, muy posiblemente no tenga precedentes. Querrán consultar archivos, quizá llamar a un especialista. Pero no creo que tengamos que esperar mucho.
    –No; no van a atormentarme –dijo Caitlin. Brodersen podía compartir la forma en que se tranquilizaba, por momentos, volviendo de un sueño en la vigilia a su propio ser.
    –Pero ¿qué harán? –dijo Susanne, vacilante. Su mirada a Rueda traicionó su miedo por él–. Hemos llegado a la morada de los dioses.
    –Sí, y los mitos dicen que los mortales que lo hicieron nunca volvieron a ser los mismos –replicó Caitlin–. Pero yo creo que seremos más de los que éramos. A Brodersen le susurró: –Mientras pueda seguir amándote... La media hora se acercó a su lenta terminación. Un segundo casco esbelto se hizo visible. Venía desde la máquina T hacia la Chinook.
    Se detuvo en el lado opuesto de la nave humana al que ocupaba su gemela. El resplandor abarcaba las tres naves y las tremendas estructuras que había más allá.
    En todas las ondas de que disponía, Joelle radió su saludo. Aquí estoy, proclamó en los lenguajes humanos que conocía, en betano y en lo que había podido aprender de oracular. Aquí estoy, soy aquella con quien podréis hablar, la que os ha aguardado como aguarda una novia.
    Brotó en ella una respuesta que era una bendición:
    «Bien venida, Joelle Ky: Alégrate; descansa.» (Su percepción aumentó.) «Oh, pobre espíritu acongojado, ¡que puedas alcanzar, finalmente, la paz!»
    ¿Quién eres? ¿Qué eres?
    «No tengas miedo.»
    ¿De vosotros?
    «Sí, no temes sufrir, Joelle Ky, y en eso tienes razón. Aquí, al final de tu búsqueda, hay un refugio. Pero hay un temor más profundo en ti, de que no podamos o no queramos concederte tu más sagrado deseo. Una promesa no anulará ese temor, ya que bien puede ser cierto. ¿Puedes curar el terror y aguardar con calma lo que vaya a suceder?»
    Eso la desgarró.
    ¿Cuándo decidiréis?
    «Nos llevará algún tiempo. No somos seres sobrenaturales, instantáneamente omniscientes e infalibles. Hemos venido aquí para conoceros, saber desde dónde habéis venido y por qué, qué os proponéis obtener, cómo una victoria vuestra podría cambiar el curso del tiempo, quizá para muchos mundos diferentes... para saber plenamente esas cosas y atrevernos a juzgar.»
    Si sus brazos no hubiesen estado sujetos a las conexiones, si no hubiesen estado flotando en el firmamento, los hubiera levantado para orar.
    Ya veo. Aquí estoy, entonces. Tomadme, examinadme, interrogadme, usadme como queráis.
    El pensamiento bondadoso (ella sintió la bondad como un rayo de sol en su interior) dijo:
    «No eres necesaria. Eso es bueno, ya que no eres representativa de tu raza; ves el cosmos desde un ángulo distinto al de tus compañeros, por herida que te sientas. Hubiésemos mirado en ellos, lo mejor posible. Pero gracias a nuestra buena fortuna, tampoco los necesitamos a ellos, con quienes nuestro conocimiento hubiese sido imperfecto. Un avatar nuestro está a bordo. ¿Qué? No comprendo...
    «Ahora debemos dejarte y buscarla a ella. Sería cruel hacer esperar a tu gente más del mínimo necesario para saber. Que el valor te traiga la calma, Joelle Ky. No permanezcas en tu holotesis.» (No una orden; un ruego.) «Ve con tus congéneres y sé uno de ellos. Adiós.»
    La presencia se desvaneció. Joelle quedó sentada en su arnés, marginalmente consciente de lo que le traía el intercom. Una vez trató de llorar y no pudo. Después de eso, sin cejar, se quedó donde estaba.
    La rica voz femenina de contralto dijo por el altavoz del intercom, en un inglés cuya entonación cortó la respiración de Caitlin:
    –Que lo mejor que existe sea siempre vuestro. Nos gustaría entrar. Por favor, abridnos, si estáis de acuerdo, por vuestra escotilla número tres. Nos sentiremos muy felices de conoceros.
    –Si estamos de acuerdo... –surgió de Brodersen. Con todo, sus hábitos de soldado le hicieron decir a sus camaradas–: Quedaos donde estáis. Yo iré y los conduciré aquí.
    Además, ése es un lugar un poco estrecho para recibir a los señores del universo, pasó por su fuero interno, tan absurdamente como la conciencia de su boca seca y su pulso clamoroso. Agitando las piernas e impulsándose con las manos, se propulsó por corredores y escalerillas hasta el panel de control que necesitaba. Allí tuvo que esperar un momento que sus manos dejaran de temblar para accionar el motor.
    La válvula de admisión retrocedió. Dos entraron. Los rodeaban unas auras plateadas –debían protegerlos del espacio, supuso la mente desestabilizada de Brodersen– que se apagaron inmediatamente. Ante él había un hombre y una mujer.
    ¿Tendría que arrodillarme? No; ¡no puedes arrodillarte en caída libre!
    –B-b-bien... venidos. Estamos..., oh..., a vuestras órdenes.
    Ambos eran altos, bien formados, ágiles, rubios, de ojos azules. Largos cabellos rubios enmarcaban rostros agraciados y fuertes, jóvenes e inmemorialmente maduros. El hombre, que llevaba barba, vestía una túnica que podía ser de lino, una falda escocesa que podía ser de lana, zapatos que podían ser de piel y una gran capa. La mujer, cuyas trenzas llegaban casi hasta sus ligeramente calzados pies, llevaba un vestido suelto y un manto. Sus ropas estaban bordadas y eran muy coloridas. Ambas personas llevaban joyas de oro, plata y cristal: filetes, cadenas, brazaletes, broches, anillos que se metían unos en otros. Los cuchillos que colgaban de sus coloridos cinturones daban la impresión de ser herramientas, no armas. El llevaba una vara de mando con adornos de bronce que terminaban en una multitud de ramitas, en las que había hojas. Posados allí y en sus hombros, o volando a su alrededor, había pájaros: alondras, zorzales, pardillos, petirrojos. Ella llevaba una pequeña arpa en el brazo.
    Ambos sonrieron.
    –No; somos nosotros quienes debemos daros la bienvenida, bravo explorador –dijo el hombre. Su voz de barítono resonaba–. ¿Quieres conducirnos junto a los demás?
    –Sí, señor, sí. –Brodersen lo hizo en medio de pensamientos tumultuosos. La pareja no requería pasamanos, manijas o apoyo para los pies. Se desplazaban erguidos, como fantasmas.
    Por la escalerilla, atravesando el corredor, hasta la puerta de la sala de reuniones...
    Brodersen se hizo a un lado para que pasaran los visitantes. Por eso, no vio a Caitlin cuando la oyó gritar: ¡O-o-o-oh! Ninguna de las cosas que había visto durante el viaje le había arrancado un sonido semejante. Alarmado, se impulsó, apoyándose en el marco. Ella flotaba sujetada por Weisenberg con los brazos en alto, la boca entreabierta, las lágrimas brotando y danzando resplandecientes. Olvidó la precaución y el respeto, se lanzó hacia ella y la cogió con una fuerza que casi hizo soltarse al ingeniero.
    –Pegeen, ¿qué pasa?
    –Nada –dijo ella, ahogándose–. Ellos... Aengus mac Og, el dios del amor. Brigit, su hermana, la diosa de los bardos... No podéis ser... ¿es posible, es posible?
    El hombre meneó la cabeza.
    –No –dijo en voz baja–. La única cosa que no son aquellos a quienes llamáis los Otros, es dioses. Pero para ti, para tu solaz y como homenaje, nos hemos esforzado por ser como una sombra de ellos.
    La mujer fue hacia Caitlin. Los dos hombres que estaban junto a la chica la soltaron para que recibiera el contacto sin interferencias.
    –Nos eres muy amada –murmuró aquella que era Brigit– y mucho ansiamos conocerte plenamente y darte nuestras gracias por lo que nos habrás dado.
    –¿Qué? ¿Yo? –tartamudeó Caitlin–. Vagabunda, loca, hacedora de canciones, ¿qué cosa en el mundo podría daros?
    –La vida que has hecho. –Brigit soltó el arpa y la acercó a su seno.
    Usando un tirador como pivote, Brodersen se retorció para mirar airado a Aengus. Rodeado por sus pájaros, el hijo de Dagda dijo:
    –No temas por ella. Nunca le causaríamos dolor voluntariamente ni a sabiendas, no más del necesario. La vida es digna de amor. Oh, nosotros también matamos, nosotros también dejamos morir, porque rao somos dioses y absolutamente no somos Dios; nosotros también estamos con frecuencia sujetos a un destino. Pero, en la medida de lo posible, fomentamos la vida y preservamos y reverenciamos la libertad, todo lo que podemos, porque ésa es la mayor epifanía de la vida que conocemos. ¿Cómo no íbamos a honrar los derechos de nuestros avatares?
    –Avatar... encarnación... –Súbitamente, Weisenberg pareció viejo–. ¿Quieres decir que es algo que vosotros hicisteis...?
    –No –les dijo Aengus mientras Brigit abrazaba a Caitlin y le murmuraba cosas–. ¿Cómo podría una obra nuestra vivir plenamente una vida que no es la nuestra? Ella es tan humana como vosotros. Las diferencias que hay en ella son menores que las diferencias... en la construcción de las células, en la composición de la sangre... entre cualesquiera de vosotros dos. Si nunca hubiese sido convocada, hubiese terminado sus días sin saber qué poder dormía en ella.
    –¿Qué poder es ése? –graznó Leino.
    Brigit levantó el rostro.
    –Ser una con nosotros –contestó.
    Aengus:
    –Si fuéramos realmente dioses, podríamos contemplar directamente vuestras almas. Pero sólo somos los Otros, que, por nosotros mismos, sólo podemos rozar la capa más exterior de una mente y no podemos sentir en absoluto la interioridad de una entidad que no la tiene.
    Brodersen, violentamente:
    –Bueno, ¿qué diablos sois? ¿Intelectos puros, moviéndose por el espacio y el tiempo, o qué?
    Brigit, sonriendo un poco, dirigiéndose más a Caitlin que a él:
    –Por cierto que no. ¿Qué más que un cuerpo podría crear y llevar una mente? Y, si fuera posible, un espíritu solitario carente de sentidos y carne y todas las alegrías que hay en el cosmos, ¿no sería digno de compasión? Nosotros, vuestros Otros, somos tan corpóreos como vosotros, nuestra materia nació en las estrellas como la vuestra y tenemos viejas necesidades animales. Somos vuestros parientes.
    Brodersen:
    –¿Y cómo sois realmente debajo de esas máscaras?
    Aengus:
    –¿Son máscaras?
    Brigit:
    –Oh, unos pequeños cambios, fácilmente hechos, en beneficio de nuestro avatar. Si ella fuera otra clase de ser humano, nos habría parecido mejor que aparecer con piel obscura, u ojos almendrados o lo que fuera necesario. Pero por debajo... No hemos venido desde Tierra, respondiendo a una llamada, Daniel, sólo porque casualmente estuviéramos allí.
    Aengus:
    –No debemos continuar con esto. No hasta que conozcamos, por Caitlin, toda vuestra historia, más allá de lo que las meras palabras o los meros pensamientos podrían transmitir. –Se había puesto muy grave. Su mirada crucificó a Brodersen–. Debes saber, capitán, que todavía no te entendemos a ti. Creemos que sois personas de buena voluntad. Sin embargo, si volvéis, podríais causar la ruina, parcialmente a causa del conocimiento de lo que vuestro pueblo no debe saber en un día de peligro. Si no podemos daros la vuelta, viviréis vuestras vidas en un lugar agradable que prepararemos. Pero pienso que preferiréis volver a casa.
    Brodersen, y la mayor parte de su tripulación:
    –Oh, sí, sí.
    Aengus:
    –Postergaremos el resto hasta que nos sintamos seguros de lo que podemos decir. Caitlin es para nosotros el cáliz de ese descubrimiento.
    Brigit:
    –Si lo desea. –A la joven que seguía abrazando–: Queridísima, no sufrirás daño ni dolor, excepto el que tú misma puedas elegir después. La memoria tiene su precio, pero, si quieres, serás liberada de todo recuerdo.
    La besó en la frente.
    –Te advierto que no creo que lo desees. Piénsalo bien, hija; tómate tu tiempo. Nunca te forzaríamos ni te apresuraríamos. No estamos totalmente seguros de lo que te hará la unidad con nosotros. Piensa; pregúntanos; pregunta a tus camaradas; tómate todo el tiempo que quieras y no temas decir no.
    Caitlin levantó la cara hacia la que era la de una diosa y respondió a través de sus lágrimas:
    –Sí no voy, no volveremos a casa, ¿verdad? –Rió; su alegría parecía real–. Además aquí está el mismo señor del amor.
    El Otro cambió su expresión preocupada por una sonrisa y dijo en voz baja:
    –Todos nosotros te amamos.
    –Ya hemos hablado demasiado –dijo Brigit–. Ahora, cantemos.
    Y tomó su arpa, que estaba en el aire a su lado.
    Después, nadie pudo decir exactamente qué había pasado, salvo que, al final, siguieron a Aengus, Brigit y Caitlin hasta la escotilla y los despidieron entre música. Por entonces, la joven estaba embelesada. Se despidió de su hombre besándolo como en un sueño.
    Las dos brillantes naves se alejaron de la Chinook.


    45

    Yo era un avatar cuyo destino fue más extraño del que habían previsto aquellos que me dieron el ser. Si me hubiera quedado en casa, es probable que en algún momento de mi vida alguno de aquellos que dedican sus cuidados al hombre me hubiese Convocado. Entonces hubiesen compartido conmigo mucho júbilo, una medida de tristeza, muchos deseos e interrogantes, iras, llamadas, hechos, triunfos, desastres, miedos, maravillas, deseos, vínculos, libertades, quizás un ligero y lento aumento de sabiduría; los años de un ser humano ordinario. Pero la casualidad y el deseo me llevó hasta ellos, en el extremo confín de este nuestro universo.
    Lo que sucedió después, no puedo saberlo ahora. Mi cuerpo recuerda demasiado poco de eso, apenas un fantasma de la verdad, aunque no puedo encontrar las palabras para ello. Las bellezas y las glorias... ¿se puede cantar un cuadro o esculpir una melodía? Y eso era lo menos importante de la realidad.
    Los Otros y yo no estábamos solamente unidos, éramos un todo. Su conciencia, intelecto, sentidos, recuerdos, enfoques, sentimientos, almas, eran míos, como mi alma era suya. Ellos eran yo, yo era ellos, yo era un Otro.
    Como fue, soy incapaz de pensarlo y más aún de decirlo. La época en que nací me ha legado las ideas que usaré intentando –y fracasando– hablar de lo que he preservado dentro de mí misma, de lo que aprendí.
    No sé si son más adecuadas para esto, o menos, que las ideas de alguien que vivió hace treinta mil años y fue el primer avatar de mi raza, o los instintos de un animal o el retoñar de una planta.
    Los primitivos Otros surgieron en un mundo que tomó forma antes de que cuajara la galaxia. Quizá la escasez de metales pesados hizo que desarrollaran su técnica y su elevada ciencia con mucha lentitud, de modo que evolucionaron en armonía con cada una de sus etapas antes de seguir adelante. O quizá se adaptaron, tanto psicológica como somáticamente, a un ritmo más rápido. Sea como fuere, finalmente viajaron a las estrellas que habían nacido por entonces, en naves que se desplazaban casi a la velocidad de la luz. El descubrimiento de otras razas inteligentes y el intercambio con ellas les comunicó un ímpetu tan poderoso que adquirieron el poder de construir las grandes máquinas de transporte. En ese momento, ya no eran una sola raza, y a medida que sus exploradores recorrían el espaciotiempo encontraron más seres que podían ser ayudados a unírseles, si lo deseaban.
    La mayoría de las especies no estaban preparadas. Pocas lo estarían alguna vez. Los Otros no premian, ni tratan de guiar en secreto. Sólo en pocos casos revelan su existencia. No creen que el verdadero destino de nadie sea parecerse a ellos; no creen en el destino. Cualquier clase de vida es igualmente valiosa, y tiene el mismo derecho a ir por su camino distinto. Además, esa diversidad es el alimento que hace crecer sus propios espíritus.
    Esto no significa que sean diferentes. No; con conocimiento, inteligencia y sensibilidad como la suya, habiendo compartido diferentes vidas en muchos planetas a través de toda la historia del universo, desde su fiero nacimiento hasta su cenicienta muerte, los Otros conocen la tragedia hasta profundidades y alturas que, por suerte, no puedo recordar; mi mente, aislada, no sobreviviría. Cuando pueden, y consideran que la acción no dañará la integridad de un pueblo, ayudan. Pero con más frecuencia, observan y lamentan.
    Pero no son demasiado solemnes. Su alegría, humor, picardía, capacidad de disfrutar, euforia, van más allá de mis posibilidades de comprensión. Igualmente su creatividad. Piensan en sus propias vidas como obras de arte en proceso de creación, que deben ser conformadas para deleitar al artista y a su público.
    Esta actitud puede haber surgido porque, en ellos, la mente, la conciencia es proteica. La unión parcial o total de personalidades a voluntad podría ser llamada telepatía, pero es una palabra muy mezquina para eso. Lo que sucede no es magia. Requiere una onda transportadora, que obedece a las leyes de la física. Un rudimento de eso ocurre a veces, entre nosotros. Los Otros lo han llevado a la plenitud.
    Esto incluye la posibilidad de colocar el diseño de una personalidad en otro cuerpo, sea ese cuerpo natural o artificial, orgánico o mecánico o... estaba el Oráculo, por ejemplo. Ese diseño es incompleto y está distorsionado, por supuesto. Una mente no se puede aislar. Lo que la genera y mantiene debe gobernarla, tanto como es gobernado por ella.
    Pero un Otro puede vivir existencias separadas y reunirías, eventualmente, en el ser original. Un Otro puede ser inmortal, en un sentido, trasladando un pasado desde un cuerpo agonizante a otro nuevo, que ha sido creado con ese propósito, o a más de un cuerpo. La unión de mentes ya habrá formado parte de esta personalidad integrada con muchas entidades diferentes. Las grabaciones, también, presentadas a una conciencia posterior, si es necesario, representan una especie de resurrección.
    Así, los Otros no son nómadas en ningún nivel. Tampoco están unidos en una enorme supermente; eso sería ineficaz, si fuera posible. La individualidad, fluida en su forma, es gracias a esa receptividad, más real de lo que es para nosotros. De esta raíz puede brotar su apasionada devoción por la libertad.
    No son dioses. En nuestra galaxia y en cualquier instante dado, hay más de lo que pueden conocer o prever, Por amplio que sea su alcance, por enormes que sean sus construcciones, comprenden mucho mejor que nosotros cuánto mayor que ellos es la realidad, cuan eternamente misteriosa. Aunque sus símbolos no sean cosas como una luna creciente o menguante, sino el nacimiento y la muerte de las estrellas, ellos también tienen que crear mitos, ellos también quedan atónitos.
    Por cierto que para ellos su tecnología, ciclópea o subatómica, se ha vuelto incidental, un conjunto de medios para un conjunto de fines. Han abandonado muchas cosas porque ya no son necesarias. Los logros que buscan son más sutiles... demasiado sutiles para ser percibidos por nosotros. (Si cincelas una estatua, tu perro la verá como una piedra que ha cambiado un poco su forma.) Pero tengo que tratar de transmitir una insinuación, un fragmento.
    Permitidme decir, entonces, que los Otros se preocupan por explorar, entender y celebrar la existencia.
    Una manera de lograrlo, entre otros, son los avatares.
    Aunque son cuidadosos y no se exceden, no consideran una violación la creación de un avatar. Esos organismos no son anormales. Como máximo, viene a la vida en el lugar de un ser similar, que hubiese nacido de todos modos. Pero sí contiene ciertas estructuras, muy profundas, increíblemente sutiles, en la frontera entre lo molecular y lo atómico. Esas estructuras no afectan su funcionamiento y no son hereditarias. Sólo sirven para que sea posible la Unidad.
    Hace falta poco más. Por ejemplo, en el caso de la mayoría de los vertebrados terrestres, lo más simple es fertilizar un óvulo partenogenétícamente, añadiendo el microorganismo para que la célula se duplique. Si se quiere un macho, es necesario hacer, además, algunos pequeños cambios en los cromosomas. Cualquiera que sea el tratamiento, para cualquier clase de organismo, es muy suave y conserva, más bien que destruye.
    Un avatar, entonces, vive su vida como un miembro corriente de su especie. Puede que nunca sea Convocado. Los Otros no planean constantemente sobre ningún planeta; el cosmos es demasiado grande. Cuando uno de los de su clase entra en comunión, se trata de un acto de amor. No hay daños ni distorsiones; salvo aquellos que están muriendo y para los que el olvido puede ser misericordioso, vuelven al lugar donde estaban, para seguir siendo como eran. Solamente han compartido. De este modo, los Otros participan de todas las vidas en todas partes.
    Es cierto que si el avatar es inteligente, unas sombras de recuerdos se avivarán a veces en su ser...
    –¿No puedo quedarme? –rogué. –No, querida –cantó la parte de mí que estaba en el corazón de Brigit–. Sería una condena para ti. Desde otra parte de mí habló Aengus: –Tampoco te gustaría ser pasiva, un parásito. Te estamos agradecidos por lo que has dado...
    –Pero ahora que habéis vivido mi vida no tengo nada más que ofrecer.
    –¡Ojalá te quedaras...! No, eso no está bien. Lo que está bien es que seas lo que eres. Nunca Convocamos dos veces a un avatar.
    –Porque tienes conciencia y por lo tanto libre albedrío, podemos hacerte el regalo de Leteo. Si aceptas, olvidarás todo lo que estaba Aquí. Será para ti como una noche sin sueño.
    –Piénsalo bien, queridísima. Sabes que, si recuerdas, siempre te sentirás perseguida.
    –Pero por un fantasma maravilloso –respondí. –Tendrá muchas caras, y algunas serán terribles. Medité mucho tiempo en la Unidad. Recuerda tus momentos más elevados, de amor, intuición, creación, belleza, victoria, cuando por un rato fuiste más allá de ti misma. Es más que eso, ser un Otro, y aun eso son las tierras bajas, entre las montañas.
    –No –decidí–. Lo que pueda conservar de vosotros no lo entregaré a cambio de nada. Sí, será muy difícil saber que una vez mi alma abarcó tanto de la realidad que hasta pude sentir un poco de la inmensidad que queda para investigar, y para crecer, y para disfrutar. Pero no perderé totalmente el conocimiento de lo que es vuestro amor.
    Nos acercamos mucho para despedirnos. Para esto, adoptaron nuevamente las apariencias que me habían mostrado al principio, porque me gustaban. No porque su verdadero aspecto fuera muy extraño, ni porque haya sido muy extraño lo que sucedió entre Aengus mac Og y yo. No dista muchos siglos de la mía la época en que los humanos, uno por uno, empezarán a ser Otros. Pero no por eso dejarán de ser humanos.


    46

    Había pasado menos de una hora cuando la voz de Brigit vibró en el intercom de la Chinook:
    –Caitlin vuelve a vosotros. Entrará por la misma escotilla.
    Solo en su despacho, Brodersen mordió la pipa que había estado chupando. La cazoleta oscilaba, rodeada de las espesas nubes azules que había formado. Al no ser ayudado por su aliento, el fuego, en caída libre, se apagó. Manoteó el cinturón de su asiento, desprendió la maldita cosa y se alejó de su butaca. Detrás de él yacía olvidado un tubo de whisky.
    –El mensaje que lleva os alegrará –la voz lo seguía–. A través de ella hemos sabido que el vuestro es un propósito correcto. No es totalmente acertado; nunca lo creáis de ninguno de vuestros propósitos, pero vuestro éxito será preferible a vuestra derrota. Aunque no os ayudaremos en vuestra empresa, os enviaremos hacia vuestro destino. Aunque no decimos que triunfaréis, os deseamos lo mejor.
    »Pero preparaos para partir pronto. Las fuerzas que hicieron este lugar y lo mantienen aquí, en el fin y el principio de un universo, están equilibradas en un rayo que gira. Por pequeña que sea, la masa de vuestra nave les pesa lo suficiente como para detener todo trabajo mientras estáis aquí. Tampoco tenéis ya nada que hacer entre nosotros. Habéis ganado, hasta ahora, y por lo tanto habéis ganado el derecho a volver a casa... o el derecho a volver y luchar por llegar a casa. No podemos daros más. Cuando comience vuestra próxima guardia, os rogaremos que partáis.
    «Mientras tanto, dad la bienvenida a Caitlin. Sed buenos con ella.
    –Cristo –gritó Brodersen mientras volaba–. ¿Cómo podría ser de otra manera?
    Unos pocos tripulantes habían llegado a la escotilla antes que él. Los hizo a un lado con los codos y él mismo le abrió. Entró un brillo plateado, se apagó y allí estaba. El la tomó en sus brazos y flotaron, girando ridículamente. El aroma y la tibieza y la ligereza de ella lo abrumaron. Diablos, pensó, estoy llorando.
    –¿Estás bien? Pegeen, macushla, cariño, ¿qué sucedió? Tan pronto...
    –Me ha parecido largo –dijo ella, como sonámbula. Su sonrisa venía del Nirvana–. Me han mandado de vuelta por el tiempo. Mira.
    De un bolsillo del mono sacó el bloc de notas que siempre llevaban los exploradores del espacio.
    –Aquí están escritos los senderos que debemos seguir, rehaciendo todo el camino, hasta llegar a Danu, de donde pasaremos al sistema de Beta. Llegaremos menos de un mes después que la Emissary.
    –Pero tú, Pegeen, ¡tú!
    –Oh, estoy muy bien. Has de darme un rato para... bajar. –Bruscamente, se aferró a él, que la sintió estremecerse–. Dan, abrázame, por favor. No tendría que estar llorando después de lo que he tenido. No tendría que llorar...
    Desde el fondo del pozo donde estaba su ser, Joelle radió:
    Por lo menos, ¿no me diréis adiós?
    «Sí, y más», fue la respuesta. «Hemos sabido por el avatar de lo terrible de tu necesidad.»
    ¡Entonces llevadme a vosotros!
    «No puede ser. Oh, Joelle, ¿puede un árbol volar o un pájaro coger un rayo de sol? Eres lo que eres y eres lo que puedes llegar a ser, si estás dispuesta. Alégrate de eso.»
    ¿En los pocos y miserables años que me quedan,
    sabiendo que nunca sabré lo que vosotros sabéis, sabiendo que mi noúmeno no es más que una sombra?
    «Si lo deseas, podemos hacer que olvides.»
    ¡No!
    «¿Qué más?»
    Si no soy digna de vuestra compañía (...no hay una dignidad especial en eso.), entonces abrid la Realidad para mí. Aunque me mate o me vuelva loca, enseñadme la Esencia.
    «No poseemos la Esencia.»
    Pero lo que tenéis...
    «Los fragmentos que poseemos no te harían daño en sí mismos. (Una conferencia sobre la relatividad, ¿haría daño a un chimpancé?) El avatar podría decirte... Pero tú tienes más dotes y antecedentes que ella. Por lo tanto, escucha, si lo deseas.
    »(Matemáticas y trozos de lo que podían ser percepciones directas o podían no serlo, y:) Nuestro continuo de espaciotiempo no es toda la Creación. Es una burbuja en un océano hiperdimensional que crea eternamente otros de su clase, casi como los antiguos océanos de Tierra y Deméter y Beta crearon vida una y otra vez, porque ésa era su naturaleza. Los universos mueren, como las estrellas y las flores, pero su materia continúa, transformada en algo que no había existido antes.
    «Aquí y ahora, nuestro cosmos acabado, en expansión, huyendo de sí mismo, se ha cruzado con otro. De esta unión, cuando sea completa, surgirá un mundo de mundos enteramente nuevo. (Alabada sea la suerte de que el otro plano sea también antiguo, ¡de que ninguna vida, rogamos para que así sea, perezca en la génesis!) Cómo será el próximo ciclo es algo que no podemos predecir.
    «Las leyes y las constantes de la física ya están cambiando. Ni tú ni nosotros podríamos existir un instante fuera de esta fortaleza de fuerzas. Lo que vendrá será totalmente extraño. Pero trataremos de ser parte de ello, de entenderlo y amarlo. Estamos construyendo una máquina...
    »...que es sólo un medio para un fin, Joelle, para el fin que no tiene fin.» Y después de un silencio: «¿Sigues deseando un vislumbre?» [Sil]
    «¡Percibe!»
    Ella gritó. No de dolor o de miedo; de impotencia.
    «Que viajes bien. Que siempre viajes bien.»
    Caitlin se movió.
    –Tengo que ir con ella –dijo.
    –¿Eh? ¿Qué quieres decir? –preguntó Brodersen.
    –Esto se me confió, ayudar a Joelle –le dijo–. Sabían que iba a sufrir. No pueden curarla. Quizá no haya remedio. Pero debo intentarlo, Dan.
    –¿Y yo? Oh, no quiero importunarte, no necesito consuelo en este instante... pero has cambiado, Pegeen.
    –Sí. –Lo abrazó con fuerza–. Estoy lejos de ti. Lucharé por volver, lo haré. Pero ahora... tú eres más fuerte que ella.
    –Ha llegado la hora de vuestra partida –dijeron las voces de los Otros–. Llevad con vosotros nuestra bendición.


    47

    Enorme y rojo dorado en el cielo azul púrpura, el sol púrpura, el sol de Beta indicaba la última hora de la mañana. Una de las tormentas de lluvia que predominaban en esa parte del largo día, acababa de terminar. Quedaban algunas nubes dispersas, brillando suavemente, y el arco iris formaba un puente en el horizonte occidental. La tierra mojada resplandecía, como si los tonos profundos del césped, los matorrales y las frondas de los árboles estuvieran adornados con diamantes. Soplaba una brisa fresca que traía olores parecidos a los de las especias. Al este brillaba un estuario y se levantaban siluetas de edificios, pero más cerca casi nada indicaba que ésta era una de las principales sedes de la civilización interplanetaria. Una vieja torre levantaba su bulto de piedra gris cubierto de hiedra, sobre la tierra.
    Era la época del crecimiento, entre la noche helada y la tarde ardiente. En todas partes brotaba vida vegetal que crecía casi a ojos vista. El cielo estaba lleno de alas y las canciones resonaban en montes y praderas.
    Joelle y Caitlin se acercaron andando a la torre. Una gravedad menor que la terrestre daba elasticidad a sus pasos. Pero andaban con expresión grave: la joven, sobria; la mayor, triste.
    –¿Y por qué no puede olvidar su dolor? –preguntó Caitlin–. Sí, tuvo un gran shock, al descubrir que lo que sabe es una gota de espuma que un momento después volverá a caer al mar, perdiéndose. Pero ¿fue una verdadera sorpresa? ¿Será menos emocionante mañana, cuando haga un descubrimiento?
    Toelle meneó la cabeza.
    –Es peor –dijo desde su depresión–. Descubrí que no sólo soy ignorante, soy estúpida. No; ni siquiera eso, porque implicaría algo en común con los Otros. A pesar de nuestros trucos holotéticos, seguimos siendo animales inferiores. Somos como monos tratando de escribir una obra de Shakespeare en la consola de una computadora, apretando teclas al azar e incapaces de persistir más de cinco minutos. O somos como gusanos ciegos tratando de ver.
    Durante un segundo, Caitlin apretó los puños y miró fijamente al viento. Cuando controló la expresión de su cara, dijo:
    –No nos desprecian. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Para ellos, cualquier clase de vida es noble. Nos corresponde sentir orgullo por ser lo que somos.
    –Para usted es fácil decirlo.
    Caitlin contuvo una respuesta.
    –Usted es comunicativa, física, sanguínea, todo lo que yo no soy –siguió Joelle–. Y lo que creía ser, resultó una ilusión. De modo que no soy nada.
    Caitlin se sonrojó, frunció el ceño y dijo, cortante:
    –¿No le parece que ya es hora de que salga de ese baño de autocompasión?
    –Oh, cumpliré correctamente con mis deberes, no se preocupe.
    Suavizada, Caitlin tocó la mejilla de Joelle.
    –Aprenda a ser humana de nuevo. El cerebro es sólo una faceta de la existencia, ni la mayor ni la más brillante. La ayudaré en lo que pueda. Todos sus compañeros lo harán.
    Se percibió el sabor ácido del desprecio.
    –Sí, empezando con mucho sexo. Su panacea favorita, ¿no? Sin duda podrá persuadir a sus sementales de que hagan a la vieja dama el favor de joderla con cierta regularidad. ¡No, gracias!
    –¿Acaso sugerí eso? –dijo Caitlin en voz baja–. No haría semejante cosa. Me parece tan fea como a usted. O más fea, quizá. No creo que usted vuelva a desear un hombre, como hombre, nunca más. Lo cual no es una vergüenza para usted, es sólo su gusto y elección, Pero es terrible verla helada en su soledad. Déjenos entibiarla y liberarla. Podemos, si usted es cálida con nosotros, si le importa.
    –Sigo siendo una holoteta. Ustedes siguen siendo animales para mí. Bienintencionados, pero animales; y nunca me interesaron los perros. En cuanto a mis colegas de Tierra, ¿cómo pueden gustarme, si ya no los respeto, ni me respeto a mí misma? Un sentimentalismo pegajoso no va a cambiar nada de esto... Ya hemos llegado.
    Un volador estaba aparcado junto al edificio, cuya puerta había sido cubierta. Las mujeres entraron en una penumbra fría y llena de ecos y subieron por una rampa espiral al segundo piso. Allí estaban las unidades de conexión que los betanos y los científicos de la Emissary habían diseñado para uso conjunto. Los recuerdos de Fidelio se precipitaron sobre Joelle. Hubiéramos compartido la misma pérdida, nos hubiéramos ayudado en nuestro dolor. Pero está muerto.
    Tres nativos aguardaban; una hembra destacaba entre las formas menores de dos machos. Los rayos de sol entraban por una ventana haciendo brillar su pelaje caoba. Su olor a yodo llenaba la nariz, como el aire de una playa. Con zarpas superiores y manos inferiores hicieron gestos de bienvenida. Los humanos devolvieron sus cortesías lo mejor posible.
    Joelle ocupó su lugar. Caitlin la ayudó a conectarse y después se apartó. La holotesis despertó. Joelle descartó la idea de examinar el noúmeno, esa triste ficción. Simplemente, pretendía un dominio completo del idioma local. Sin embargo, sintió que el estado la poseía, sintió su poder en su ser, sí, esto era lo suyo.
    Por medio del accesorio vocalizador produjo los sonidos sonoros, sobreagudos y a veces aflautados, del idioma de Tierra.
    –Que el buen tiempo sea vuestro, matriarca y sus fieles machos.
    –Que la marea te sostenga, hembra de intelecto –fue la respuesta igualmente ritual de los betanos.
    –Lamentamos llegar tarde –explicó Joelle–. La lluvia nos retuvo en el campamento. Nuestros compañeros de bandada estaban usando los vehículos que nos fueron prestados para varios recados relacionados con nuestra instalación, y pensé en la posibilidad de una tormenta peligrosamente fuerte.
    –No nos resecamos –dijo la hembra. –Pasamos el tiempo calmando las oleadas internas contra lo que vamos a oír –añadió el más grande de sus maridos.
    –Eres bondadosa al reunirte con nosotros, debiendo de tener mucho trabajo –dijo el otro.
    –Es lo menos que puedo traer a la esposa y hermanos de hogar de aquel que fue mi amigo –les dijo Joelle.
    Súbita, deslumbradoramente, comprendió que era así. Había aceptado la solicitud de entrevistarse con ellos como un gesto calculado. La tripulación de la Chinook necesitaba mucha buena voluntad si iba a persuadir a todo un mundo que se convirtiera en su aliado. Pero ahora que estaba aquí, con quienes Fidelio había amado... Sus ojos ardieron y se nublaron. Se los frotó con los nudillos, irritada, y siguió, contenta de que su voz artificial no se alterara:
    –Junto a mí está una hembra de nuestra banda, denominada Caitlin. El murió en sus brazos. Antes de entonces, prefería su compañía, después de la mía, porque disfrutaba de su música y le daba sus canciones a cambio. Haré de intérprete entre vosotros y ella. Juntas trataremos de coger con red la historia de cómo fue todo para él. Preguntad lo que queráis.
    Caitlin se adelantó hasta que la viuda se inclinó sobre ella y pudo ofrecer la caja que llevaba.
    –Toma esto, señora mía –dijo en voz baja–. Mientras estábamos en la nave hice copias de las grabaciones suyas que tenemos y amplié las mejores vistas e imágenes, para ti.
    Mientras Joelle traducía, los betanos vieron lo que era. Por un rato miraron las fotografías en silencio. Luego la hembra apoyó dulcemente sus zarpas en la cabeza de Caitlin, la acarició con sus manos grandes y temblorosas y rugió y silbó... ruidos marinos...
    –Que nunca te falte agua salada limpia. Que cada viento te traiga felicidad. Esto en nombre y en la presencia de Dios.
    –Oh, es algo dolorosamente insignificante. Uno se siente tan impotente...
    –Quizá no captes cuánta ayuda derramas al compartir recuerdos con él. Levantas los días suyos que para nosotros están sumergidos.
    La reunión duró largas horas, porque los betanos deseaban todo, cada detalle que los humanos pudieran recordar. Sus preguntas volaban como gotas de lluvia en el viento. Una cámara grababa la escena, pero Joelle sospechaba que, en realidad, no necesitaban de eso; lo que hacían era evocar a Fidelio en su interior. Caitlin descolgó el sonador de su hombro y les ofreció las canciones y melodías que le había ofrecido él. Al final, dejó el instrumento de lado y les cantó la canción de cuna.
    Cuando terminó, el silencio se prolongó un rato en la torre. Luego la viuda se movió, levantó un brazo superior bendiciendo y dijo:
    –Que la misericordia acompañe siempre a quienes son misericordiosos. Defenderé vuestra causa ante el Consejo Soberano y creo que podré moverlo a que os ayude.
    –¿Qué? –exclamó Joelle sorprendida–. ¿Tú? –¿No habíais cogido la integridad de la verdad acerca de mí? Eso presagia el bien, que ambas llegarais aquí sólo por bondad. Sabed que para honrar al ex ser del que viajó con vosotros, la Liga de Viajeros Espaciales últimamente me nombró su delegada. Como sus miembros se sumergirán ante mi dirección, lo que diga en el Consejo tendrá una carga plena.
    Un golpe de suerte. No la desilusionaré acerca de mis motivos... o más bien, los motivos que servía, sin esperar que nada me importe realmente nunca más. Además, lo que sugiere es alarmante. Si Caitlin ha entendido... Joelle miró a la mujer más joven y la vio con la mirada perdida en la ventana, el rostro tan alejado de las emociones normales como una máscara mortuoria. Brevemente, la compasión había traído a Caitlin desde esos reinos donde su alma vagaba desde que dejó a los Otros, pero ahora había vuelto allí. Joelle dirigió su atención a los betanos. –¿Se duda de que vuestro pueblo nos ayude? –preguntó.
    –Sí –respondió francamente la hembra–. La historía que trajisteis es terrible. Confiábamos en aprender de vosotros cómo podemos transformarnos en lo que debemos transformarnos. Hoy, muchos se preguntan, en cambio, si nosotros... nuestra descendencia, toda nuestra raza... no podríamos aprender la traición, la opresión, la violencia, como las que vosotros informáis sin que os parezcan cosas demasiado raras. Hay algunos que querrían poneros en cuarentena.
    –¿Vuestra especie es perfecta? –replicó Joelle, más interesada en una información justa que en defenderse.
    –Claro que no. Tú sabes la enfermedad que padecemos, y la clase de sequedad que eso ha provocado. El problema es: las aguas que ofrecéis, ¿serán curativas o venenosas?
    –Tenemos algo más que ofrecer, además de nosotros mismos.
    –Sí; la carta del camino que habéis seguido. Eso hace flotar vuestra causa. Sin embargo... –La viuda extendió las manos, como abrazándola–. Bueno, este día nos enseñasteis a nosotros tres cuánta decencia tiene vuestra raza. ¿Cómo los de este mundo no vamos a ayudaros lo más posible? Eso pediré al Consejo.
    Joelle quedó asombrada ante el alivio que sintió.
    Pocos minutos después, la familia se despidió sobriamente y partió. Se ofrecieron a llevar a las terrestres, pero éstas prefirieron volver andando.
    Cuando dejó la holotesis, Joelle no sintió la depresión que le era habitual en ese momento. Por supuesto, no podía pensar igualmente bien, pero no sentía la necesidad de hacerlo. La razón magnificada había estado conteniendo lo que empezó a manar de ella.
    El sol apenas se había movido. Las nubes tormentosas azul negras estaban iluminadas por los relámpagos al oeste; algunas nubes se desprendían de ellas y cruzaban el cielo, seguidas por un viento fuerte y cortante; una nueva tormenta se preparaba. No comenzaría antes de que las mujeres llegaran al campamento, pero, mientras, refrescaba el ambiente. El paisaje viviente se mecía, aguardando.
    Caitlin cogió del brazo a Joelle. Nuevamente, el rostro de la muchacha, toda su actitud, reflejaba una preocupación muy humana, sugiriendo apenas la parte suya que estaba en otro sitio.
    –Échese a llorar –dijo.
    –¿Qué? –Joelle parpadeó.
    –La vi luchando por no hacerlo, todo el tiempo. Su máquina le dio fuerzas. Pero ¿por qué no ceder? Usted sabe que a mí se me caían las lágrimas.
    –Usted es diferente.
    –¿Cuánto, en el fondo?
    Me lo pregunto, pensó Joelle.
    –No me gustaría verla apenada por la pena en sí –continuó Caitlin–. Pero este día ha sido hermoso porque me ha mostrado que todavía puedo amar.
    –Bueno... yo... –Joelle tragó saliva–. Eran los parientes de Fidelio. No son humanos.
    –¿Y eso qué importa? Son seres inteligentes. Desean su amistad. Concédala, reciba la de ellos y vuelva a vivir.
    No, maldición; no quiero gritar. Yo...
    –Nuestras razas estarán cada vez más en contacto –dijo Caitlin pensativa–. Tierra necesitará una especie de embajador en este planeta, que debería ser el jefe de una misión científica permanente. Por cierto que nadie estaría tan calificado como usted.
    –Si los betanos nos aceptan.
    –Lo harán; puede estar segura –dijo Caitlin. ¿Qué conocimiento inexpresable había detrás de sus palabras?–. No sólo porque sienten la necesidad de estudiar nuestras vidas. Por cierto que aunque eso sería valioso, difícilmente será el remedio simple que esperaban en su primera alegría. Esos remedios no existen, ¿verdad que no?
    »Pero entre nosotros y las nuevas razas a las que podemos conducirlos... vaya, ¡hay mundos enteros abiertos! Los Otros no nos hubieran enseñado cómo volver por todos los pórticos que recorrimos en nuestra búsqueda si no creyeran que somos dignos de su confianza... toda la humanidad y Beta. Debemos dejarlos en su puesto de avanzada pero... en el resto...
    La voz de Caitlin se extinguió. Se detuvo y quedó rígida un momento, con los ojos vueltos hacia el cielo, la boca deformada, los dedos contraídos como para aferrar el viento. Joelle pudo leer sus pensamientos:
    Debemos dejarlos en paz. Nunca más volveremos a conocerlos.
    Con un gesto brusco, como controlando su dolor, Caitlin siguió andando y hablando. Hasta había algo de entusiasmo en su tono:
    –Los bailarines de Danu. Los maestros de Pandora. El Oráculo del pulsar y los que van allí de visita. Los tripulantes de aquella nave que vimos pasar en el borde de la galaxia. ¡Y más, y más! Joelle, podría envidiarla; semejantes aventuras de la mente y el espíritu pueden ser suyas... serán suyas. Le juro que para los Otros, los momentos de mayor elevación son los dedicados a la búsqueda. ¿Qué más puede pedir? Y esos dos que cono-cimos... hijos de la humanidad... en un sentido más profundo que el de la sangre, descienden de usted.
    Podría ser así. Quizá tenga razón. Aquí en Beta, desafíos, afecto, paz interior.
    –Y de Fidelio –terminó Caitlin.
    Entonces Joelle lloró.


    48

    El ojo no veía cambios. Sol resplandecía sobre una obscuridad donde las estrellas nunca parpadeaban en sus incontables brillos, la Vía Láctea era un rio plateado, las nebulosas y las galaxias hermanas se percibían en la lejanía y el gigantesco cilindro de la máquina T giraba entre sus balizas, recorriendo la misma órbita de Tierra, pero invisible desde ella. Cualquier sensación de que había sucedido algo irremediable sólo podía ser una tontería, hija de la incertidumbre y el agotamiento emocional. Varias horas antes, una nave tripulada por criminales fugitivos había tratado de escapar, se había metido en un sendero al azar y había desparecido por toda la eternidad. Eso era todo. Nada importante había sucedido. Nada.
    Salvo vidas puestas en peligro. Salvo murmullos en la tripulación... hay algo que no nos dicen, pero ¿qué y por qué? Salvo una conciencia demasiado inquieta para dejarme dormir.
    Flotando sólo en el centro de control, en silencio, Arana Janigian, comandante de la nave de vigilancia Copérnico, contemplaba la pantalla visora. ¿Lawes estará despierto en la Alhacen? ¿Se preguntará si hicimos bien, descubrirá que lo que nos han dicho no es fácil de creer y se maldecirá por no haber tenido los huevos para jugarse la carrera, hacer público el incidente y tratar de que se iniciara una investigación? ¿O sabe la verdad y duerme profundamente, confiando en que mañana recibirá órdenes de volver a casa?
    ¿Acaso se le ocurrió esta verdad, que cosas importantes habían sucedido, estaban sucediendo, seguirían sucediendo mientras existiera un futuro? Se trataba, meramente, de que su escala temporal era cósmica. Las estrellas evolucionaban sin cesar; después de millones de años la mayoría de las que aparecían más brillantes habrían estallado y muerto. Mientras tanto, la nebulosa de Orion y sus parientas habrían engendrado nuevos soles, nuevos planetas. Dentro de unos cinco mil millones de años comenzaría la lenta agonía de Sol. Por entonces, habría perdido estas constelaciones, habiendo girado –¿cuántas veces?, ¿unas veinticinco?– alrededor de una galaxia que también cambiaba incansablemente. Después...
    Ante Janigian apareció una nave.
    Automáticamete, sonaron las alarmas. Los hombres que estaban de guardia gritaban por el intercom. Ningún pez piloto había avisado. Ni podía haberlo hecho. Ese gran cilindro chato, con sus misteriosas excrecencias y el resplandor azul que lo rodeaba, no había sido construido por humanos. Pero había muchas fotografías de otro similar en las bibliotecas y los bancos de datos de Tierra y Deméter. Una nave muy parecida había pasado por el Sistema Pebiano.
    –¡Todos a sus puestos! –gritó Janigian–. ¡Estén alerta! ¡No hagan nada sin recibir órdenes, pero estén alerta! Comunicaciones, póngame con la Alhacen.
    La nave aceleró suavemente. Otra nave hermana emergió y se hizo a un lado. Llegó una tercera.
    –Lawes, ¿es usted? Lawes, no dispare, ¿me oye?
    –¿Cree que estoy loco? Claro que no. Llamaré a mis superiores. Usted intente, si puede, comunicarse con esas... esas criaturas. Notifíqueme instantáneamente y conécteme si lo consigue.
    Una cuarta, una quinta, una sexta... Una pausa y los extraterrestres maniobraron para colocarse en una formación que podía ser defensiva, pero...
    El séptimo bajel fue diferente, pequeño, esférico, torpe en comparación, cuando aceleró a la habitual gravedad... una Reina.
    –Lawes, ¡la Emissary ha vuelto! Por la Santísima Virgen, ¡los ha traído hasta nosotros! –Contra todas las órdenes...
    –No; aguarde, aguarde. Esa nave no es la Emissary. Magnifique su imagen; fíjese bien. Es la Chinook. La Chinook ha vuelto de la muerte.
    ¿Será un sueño? No; demasiada solidez, el arnés que me sostiene, medidores cuyos diales no se disuelven, la familiar inercia de mi cuerpo, aunque el universo estalle allí fuera.
    Los extraterrestres la habían rodeado, como una muralla.
    –Llamada habitual –ordenó Janigian–. Páseme directamente la respuesta.
    En menos de un minuto, la pantalla de comunicaciones exhibió la cara de Daniel Brodersen. Los días transcurridos desde la última vez que había pasado a Sol habían vuelto más profundas sus arrugas, habían encanecido su áspero pelo negro y le habían dado algo más, un aspecto remoto... ¿Cómo era posible?
    Sonrió y habló en su español lento, como antes: –Buen día, capitán, o noche, si eso es lo que dicen los relojes. Escúcheme, por favor. No somos inocentes crédulos que pueda borrar del espacio antes de que se enteren. Pero venimos en son de paz. Si usted dispara, no dispararemos. No necesitamos hacerlo. Espero que no malgaste las municiones de la comunidad en nosotros. Nos dirigimos a Tierra. Sin embargo, nos gustaría empezar con la Copérnico y la Alhacen. Esperemos que nos escuchen y envíen un mensaje, al cuartel general oficial, dando fe. ¿Lo harán?
    –Sí –contestó Janigian. Lawes habló por la conexión auxiliar. –No –gruñó–. Son subversivos; deben de haber reclutado una flota de monstruos. –¿Quién se lo dijo? –bufó Brodersen. –Lawes –dijo Janigian–, cállese. Y deje que sus hombres escuchen.
    Brodersen empezó. Tenía grabaciones, que proyectó, y escenas en vivo desde el interior de las naves betanas. A medida que hablaba, la incredulidad de Janigian se transformó en ira que aumentó hasta la rabia incontrolada. Lawes, incrédulo al principio, comenzó a demostrar su propia furia un rato después. Hasta que tuvo que dejar su puesto para impedir un motín.
    El teléfono de la mesilla de noche sacó a Ira Quick de una pesadilla. Una casa derruida, una niñita muerta acusando al cielo, abrazando aún su osito, sangre demasiado escarlata... Estaba cubierto de sudor frío. Cuando se apoyó en el codo y encendió la luz, vio como caía la nieve en la ventana nocturna. Junto a él, un bulto tibio, su mujer, se movió, nadando hacia la vigilia.
    Aceptó la llamada. Una cara entró en el panel, una voz comenzó a disparar noticias recibidas. Pocos segundos después, Quick dijo:
    –Aguarde. Deténgase. Quiero recibir esto por otra línea. Grabe cualquier cosa que llegue hasta que vuelva a tomar contacto con usted y asegúrese de que su circuito es seguro.
    Apoyó los pies en el suelo. Alice se sentó.
    –¿Qué pasa? –preguntó.
    –Confidencial –replicó él–. Aguarda aquí.
    Se levantó.
    Es raro, pensó una sección de él, uno no siente las catástrofes inmediatamente. Como la pierna que me rompí esquiando, o el intento de extorsión, o la investigación y el recuento de votos de Bergdahl. Afronté muy bien todo eso. Una persona se transforma, temporalmente, en un autómata eficaz. La angustia llega después. Miró a Alice, la juzgó bellísima, lamentó que posiblemente la perdería y deseó vagamente haberle prestado más atención.
    –Cariño, debe de ser terrible –susurró ella–. Déjame estar contigo. Por favor.
    –No. Te he dicho que aguardes aquí.
    En su estudio escuchó el informe. Era confuso e incompleto, pero poco ambiguo. Dio las respuestas obvias, dejó el instrumento en llamada especial y volvió a subir para llamar a la puerta de su huésped incógnito.
    Simeón Ilytch Makarov le hizo entrar. La figura baja y gorda llevaba un pijama horriblemente llamativo.
    –Bueno, ¿qué pasa? –preguntó cortante el primer ministro de Gran Rusia.
    Quick lo hizo retroceder y cerró la puerta. –Malas noticias –dijo–. Las peores, en realidad. Makarov se mordisqueó el bigote pero no retrocedió. –Parece que Brodersen ha vuelto. Encabezando una flota betana. La Alhacen trató de comunicarse conmigo, pero entraron demasiado rápido. La Copérnico envió un mensaje al Control Astronáutico. Palamas me avisó. Está confusa, no sabe qué pensar, pero supuso que yo merecía una oportunidad. ¿Qué podía decirle? Esencialmente, «mentiras, fraude. Guarde el secreto hasta que sepamos más».
    –Pero no es un fraude –dijo lentamente Makarov. –Difícilmente. De algún modo ese demonio... –Quick tragó saliva, controló un estremecimiento y entró en detalles.
    –Bien –dijo Makarov–. Bien. Quick volvió a estremecerse. –¿Qué vamos a hacer?
    –Yo me vuelvo a casa, por supuesto. –Makarov dio media vuelta, se dirigió al armario, lo abrió y sacó su maleta–. Consígame un auto para ir al aeropuerto.
    –Pero... señor... –Quick luchó consigo mismo–. Tenemos que planificar, coordinar, alertar a la organización.
    –Sí. Mientras tanto, niegue. Manténgase firme, como dicen ustedes. Tenemos unos días antes de que lleguen a Tierra.
    –Y cuando lo hagan...
    –Debemos estar dispuestos. –Makarov se derrumbó. Por un momento quedó gris–. Políticamente, estoy terminado, como usted. Y mis esperanzas.
    Se enderezó, puso la maleta en la cama y comenzó a llenarla.
    –Trataré de estar en posición de negociar mi supervivencia. Si no, intentaré desaparecer. Le aconsejo que haga lo mismo.
    No; no estoy preparado. No soy el tipo, éste no es esa clase de país y no tengo vinculaciones adecuadas en el extranjero. Estoy acabado. Quick contempló la tormenta de nieve. El público se volverá contra mi. Puedo elegir la prisión o una pistola.
    –¡Malditos sean! –gritó–. ¡Los muy ingratos! ¡Que Dios los envíe al infierno!


    49

    Había pocas farolas en Eglise de St. Michel, y ninguna cerca de la casa de los Brodersen. Cuando Elisabet Leino abrió la puerta, vio su césped, arriates, copas de árboles plateadas por la luna. Tanto Perséfone como Erion estaban altas; las sombras dobles cruzaban el rocío temprano. El aire que entraba era fresco y tranquilo.
    Sofocó una exclamación de sorpresa y aguardó que hablara la persona que había llamado a su puerta. La luz de la casa era menos bondadosa con Aurelia Hancock que el resplandor del cielo. La gobernadora general de Deméter se quedó un momento mirando al suelo y retorciéndose los dedos. Finalmente, levantó los ojos y rogó:
    –¿Puedo entrar?
    –Sí –respondió Lis, haciéndose a un lado.
    Hancock entró.
    –Por favor, ¿podrías cerrar la puerta? He venido en secreto.
    Lis cerró, se volvió y se enfrentó con su visitante. El salón, la alfombra, el suelo de madera dura, el entablado de las paredes, la chimenea que había construido Dan, ya no eran serenos. Estaban alerta. Hasta el gato, en el sofá, despertó y les envió una mirada amarilla.
    –¿No quieres sentarte? –invitó Lis automáticamente.
    –No sé si puedo –dijo la otra mujer en su desdicha. Revolvió su bolso buscando un cigarrillo.
    –¿Una copa, entonces?
    Hancock miró asombrada a Lis.
    –¿Beberías conmigo?
    –Te ofrezco una copa a ti.
    –Ya veo. No, gracias.
    Lis fue hacia el hogar y apoyó el codo sobre la repisa. Allí descansaban unos pocos recuerdos... unos candelabros heredados de sus padres, pipas de Dan, un trofeo de un concurso de patinaje artístico que habían ganado juntos, la clase de cosas que hay en un hogar. Segura junto a ellos, Lis preguntó:
    –¿Por qué has venido?
    Hancock comenzó a temblar.
    –A pedir tu ayuda, tu perdón y...
    Lis levantó las cejas.
    –¿Qué supones que puedo hacer? Las noticias ya son públicas. Dentro de un par de días llegará por el pórtico el gobernador provisional y el comité investigador no tardará mucho más. Yo no tengo ningún cargo oficial.
    –¡Pero eres la mujer de Dan Brodersen!
    –El hombre a quien hiciste todo lo posible por matar. –Lis golpeó la piedra con el puño–. No; no debía haber dicho eso, quizá. Creeré lo que me has dicho hace un rato, por teléfono, de que tu intención no era ésa y los hechos se precipitaron. De todos modos, Aurie, asumiste una responsabilidad y tendrás que cargar con las consecuencias.
    Con la cabeza gacha, Hancock sacó el cigarrillo que había estado buscando, pero en vez de encenderlo lo destrozó con dedos temblorosos.
    –No entiendes –murmuró–. No pido nada para mí. Te estoy pidiendo que tengas piedad de Ira Quick.
    Lis se puso rígida por la sorpresa.
    –¿Qué?
    Nuevamente, Hancock se obligó a levantar la mirada.
    –Tú lo ves como un monstruo, que trató de deshacerse de tu marido y ahogar todo lo que a Dan y a ti os importa. –Su voz se volvió más fuerte–. Pero no lo es. Sin duda ha cometido errores terribles..., aunque nunca sabremos qué hubiera pasado si hubiese ganado, ¿verdad? Hubiese pasado a la historia como un estadista, un héroe... No importa; perdió, eso es todo. Pero ¿sería posible que comprendieras que no hizo lo que hizo por maldad? Ambicioso, vanidoso, sí; es humano. Pero creía honestamente que hacía lo que debía hacer.
    –No estoy muy segura de eso –dijo Lis.
    –No importa –repitió Hancock. Ahora estaba llorando–. Pero pregúntate para qué serviría la venganza. ¿No sería mejor para todos..., no sería el mejor principio para esta era vuestra... si perdonarais?
    Lis guardó silencio unos segundos antes de decir:
    –Te he preguntado qué esperabas que hiciera, suponiendo que quisiera hacerlo.
    –¡Todo! –gritó la visitante. Y más bajo–: Concédeme que entiendo de política. Dan es el hombre del día, el hombre del siglo, pero necesita que se levanten los cargos que hay contra él, acciones ilegales que provocaron homicidios, y... Si él solicitara públicamente una amnistía general, ¿quién podría rehusarla?
    Se restregó los ojos.
    –Puedes convencerlo de que lo haga. No es un hombre vengativo, y... ya te lo he dicho, ¿no sería un hermoso gesto? Yo no importo. Aceptaré lo que me toque. De todos modos, resulta que no fui más que un peón. Y el resto de los conspiradores tampoco importa. Pero Ira... –Cayó al suelo, encogida, apoyándose en los brazos–. ¡Ira, por favor, Ira!
    Lis quedó un momento de pie, apoyada en sus largas piernas y su fuerza. La luz y la obscuridad se alternaron en su cara. Finalmente murmuró como para sí misma:
    –La vida pública se ha terminado para todos ellos. ¿Se animarán a salir a la calle en Tierra? Pero en Deméter aún hay continentes enteros para gente que quiera empezar de nuevo.
    No quiso tocar la forma acurrucada frente a ella, pero dijo:
    –Sí, Aurie. Haré lo que me pides. También por ti.
    Cuando se quedó sola, salvo por los niños dormidos, Lis volvió a su estudio. Era una habitación grande, eficientemente amueblada, llena de modernísimo equipo de oficina, pero encima del escritorio había un holograma del monte Lorn y sus nieves eternas. Se detuvo, mirando con el ceño fruncido el comunicador, hasta que apretó la tecla de repetición. Una vez más consideró el último mensaje de Brodersen desde Lima. Tanto la voz como la imagen denotaban cansancio: «...una cantidad infernal de tonterías que hay que hacer. Y no les veo fin, por cierto. Tú lo resistirías mejor que yo, cielo. Y sería estupendo tenerte aquí. Me repitió constantemente que no sería práctico, y luego busco maneras de convencerme de que estoy equivocado...»
    Pero, pronto, mencionó a Caitlin. Al principio, Lis se saltó esa parte, pero luego se mordió el labio y la escuchó dos veces. Luego se sentó y meditó. Finalmente, escuchó la respuesta que había estado preparando cuando Aurelia Hancock la interrumpió. Ahora tenía mucho que decir, nuevo e importante. Pero antes de hacerlo, quedaba algo que podía importar mucho más.
    Su Doppelganger electrónico miró desde la pantalla y declaró:
    «...tus noticias casi me dan miedo. Déjame hablar con ella. Los próximos minutos de la grabación son para ella.»
    Se aclaró torpemente la garganta y cambió de posición. Después:
    «Hola, Caitlin querida. Salud. Lo que Dan me dice de ti no suena muy bien. No es que me haya dicho mucho, en parte porque no tiene mucho que decir, creo. Aparentemente, vives tu vida de forma más o menos normal. Pero, bueno, por ejemplo, no mencionó ninguna broma entre vosotros, y habitualmente las comparte conmigo. O...» La cinta reprodujo el sonido del timbre de la puerta y se detuvo.
    Lis meditó, volvió a poner la máquina en marcha y habló a los años luz que había detrás de ella.
    –Dan, esto es para Caitlin. Para ella sola. Desconecta y deja que oiga el resto. Tengo más para ti, pero lo pondré en la próxima cinta. –Sabía que él accedería a su petición.
    »Caitlin, creo que será mejor que no le enseñes esto a Dan. Dile que son cosas de mujeres. Dios sabe que ya tiene bastantes preocupaciones. Y tú, tu pena, es la mayor de todas.
    «Por favor... –continuó Lis, luchando por respirar...
    ¿entiendes que no quiero que te sientas culpable, ni nada parecido? Nunca podré imaginar lo que te ha sucedido. Ni lo que deseas..., ése es el verdadero problema, ¿no? Estás sumergida en el sueño de lo que fue, y él lo siente, y...
    Controló sus pensamientos.
    –Tienes que volver. Por ti, por él y, sí, por mí. Por mí personalmente, no a través de él. Podría comprar un billete para Tierra, Caitlin, ya que él estará varios meses allí. Lo haría, pero tú necesitas todo lo que puede dar. No debe perderte en esa media vida en que estás. Y yo tampoco. He descubierto que eres muy importante para mí.
    Suspiró.
    –Oh, sí, te he envidiado y sin duda volveré a hacerlo alguna vez en el futuro. Pero no siento celos. Ya no. Ambas lo amamos y él nos ama a las dos. Bueno, ¿por qué no vamos a querernos nosotras? –Rió–. Quizá llegue el día en que me envidie un poco... o sienta algo de celos. ¡No le haría ningún mal!
    «Caitlin, vuelve a casa.
    »Yo no he estado donde tú, pero soy mayor que tú y he visto partes de la vida que quizá tú no conoces. Déjame sugerirte, déjame llamarte...
    Cuando terminó, Lis se levantó y se estiró, músculo por músculo. Mañana escucharía su discurso, quizá lo modificaría un poco, sólo para que fuera más claro. Sabía cuál era el consejo y esperaba que fuera útil. Mientras tanto, ¿qué tal una copa antes de acostarse, un poco de Sibelius y a la cama? Quería disponer de todas sus energías por la mañana.
    Al diablo con ser Griselda, o Penélope. Tenía mucho que hacer.


    50

    Este año, la primavera llegó pronto a Irlanda. Allí, una mañana, Brodersen y Caitlin fueron de excursión.
    Estaban en el condado de Clare. Cinco siglos de antigüedad, abandonada mucho tiempo, restaurada últimamente para alquilarla a los turistas, su casita de campo guardaba recuerdos de generaciones que habían nacido entre sus paredes, habían crecido y habían amado, concebido y dado a luz niños, trabajado, sufrido, llorado, reído, cantado, soñado, envejecido muerto y enterrado. Baja y blanqueada, cubierta por un techo de paja, estaba sola en una colina, mirando al mar; los que habían vivido aquí habían sido, sobre todo, pastores de ovejas. A varios kilómetros, una aldea en una ensenada todavía alojaba pescadores. Como sus modales eran antiguos, no corrían a informar al mundo quiénes estaban viviendo allí, sino que respetaban su deseo de intimidad, tal como les había dicho el párroco. Cuando encontraban a la famosa pareja en la calle o en la tienda, los llevaban a pasear en barca o bebían con ellos en la taberna, los aldeanos se contentaban con ser amistosos.
    –Un día estupendo, por cierto –dijo Brodersen. Se colocó en la espalda la mochila que contenía el almuerzo mientras miraba a su alrededor.
    Hacia el oeste, la aulaga y los heléchos terminaban bruscamente en lo alto del acantilado. Más lejos, las aguas brillaban leonadas, esmeralda, mercurio, en una vibración de olas pequeñas. Más cerca, estallaban en espuma y fuentes blancas en rocas y escollos. Desde aquí arriba escuchaba su rugido. Hacia el sur, la tierra también era abrupta, y más aún hacia el norte. Al oeste, se extendía la vegetación en dirección a la masa azulada de una montaña que era la meta de su excursión con Caitlin. Setos de espinos florecían, nevados, a lo largo de los sinuosos senderos. Granjas esparcidas enviaban el humo de sus chimeneas a un cielo por donde vagaban unas pocas nubes. Más cerca estaban los declives de un muro circular de tierra que había protegido una casa antes de que San Patricio caminara por Erin. Desierto, finalmente, el lugar era conocido como punto de reunión de los sidhe, cuyas primeras historias se contaron antes de que Cristo caminara por Galilea.
    Una brisa fresca traía aromas de mar, de tierra, de vegetación. Allá arriba, cantaba una alondra.
    –Sí –dijo Caitlin–. Como si este país quisiera despedirse de nosotros con una bendición.
    E1 la miró. La camisa gruesa, los pantalones y las botas no podían ocultar su erguida esbeltez ni quitar gracia a su andar. Los cabellos color bronce caían, sujetos por una cinta; un rizo suelto temblaba encima. En la cara tostada por el sol y un poco pecosa sus ojos eran más verdes que los campos sembrados y su sonrisa tenía una alegría que él no había visto desde que dejó la nave para ir con los Otros hasta que pudieron estar solos un tiempo en este lugar.
    –Este país..., esto..., me dio la mejor bendición que podía darme allá en Deméter –dijo él–. Tú.
    Caitlin rió.
    –Vaya, Dan, si pareces un bardo...
    –No; no es lo mío. Pero..., vaya..., siempre quiero decirte lo que siento por ti y nunca soy capaz de hacerlo.
    –Tienes algo mejor que las palabras para eso, y podrías considerar la posibilidad de una demostración cuando hayamos descansado en aquel pico. Pero primero tenemos que llegar. Vamos.
    Cogiéndolo de la mano lo llevó por un sendero hasta un camino de tierra que serpenteaba entre setos florecidos, ora a la izquierda, ora a la derecha, más o menos en la dirección que deseaban tomar.
    Cuando adquirieron un ritmo firme –músculos fle-xionándose, balanceo y golpeteo suave de zapatos, pulmones llenos, sangre circulando–, él se atrevió:
    –Otra cosa que no sé cómo decir, Pegeen, es cuánto me alegro de verte recuperar tu personalidad de antes. Me alegro... Hubiera dado la vida para ayudar a que sucediera.
    Ella se puso grave.
    –¿Estaba tan siniestra?
    –Oh, no. Quien no te conociera de antes no habría supuesto que te había sucedido algo extraño.
    –Espero que no. –Había un toque de severidad en su tono. El único secreto que preservaban los de la Chinook era la existencia de los avatares.
    –Os comprometo a guardar silencio sobre esto –había dicho a sus compañeros de viaje–, por mí, por los Otros, y también por muchos más.
    Brodersen había añadido peso a esto último señalando cuántas locuras, engaños y anhelos vacíos inspiraría su conocimiento, sin beneficio para nadie. Sin duda, la opinión de que la tripulación daría su palabra y la cumpliría había sido un factor en la decisión de dejarlos volver a casa. Por otra parte, bastaba con decir que los Otros habían tomado su decisión tras un estudio.
    Andando junto a Caitlin, Brodersen continuó:
    –No andabas por ahí melancólica, ni haciéndote la importante, ni haciendo cosas infantiles. Por cierto, que la niña que había en ti parecía haber muerto. No hacías chistes ni te reías ni patinabas por los pasillos ni... oh, todas las cosas que solías hacer. Nunca cantabas si no te lo pedíamos, y no eran canciones felices, y no compusiste más. En la cama, conmigo..., bueno, seguro, sentías placer, en cierto modo, pero no era divertido. Y a veces te sorprendí llorando, como una noche cuando creíste que estaba dormido, o me daba cuenta después. Pero evitabas decirme por qué, hasta que supuse que era mejor fingir que no me daba cuenta.
    Ella lo cogió del brazo con fuerza.
    –Dan, queridísimo, ¿por qué no me dijiste cuánto te estaba hiriendo?
    –Hubiese empeorado las cosas.
    –¡Qué pena! El sueño de los Otros me dominaba y nada podía hacer más que tratar de vivir, día tras día, mientras encontraba el camino del retorno. Pero si hubiese tenido la inteligencia de desviar la mirada de lo que había pasado ya hacia lo que me rodeaba, y quien...
    –Vaya, cariño, todo salió bien. ¿No? Mientras tanto, los dos tuvimos suerte al estar tan ocupados en Beta y Tierra.
    Bueno, no estoy muy seguro acerca de Tierra. Brodersen frunció el ceño y escupió. El perdón ejecutivo para nuestros actos, una formalidad, pero larga e incómoda. Multitudes, discursos, ceremonias, conferencias, banquetes, recepciones, Causas Valiosas, toneladas de correo, miles de llamadas y siempre los jodiaos periodistas, ni un minuto de tranquilidad, hasta que Pegeen y yo pudimos escapar hacia aquí. Todo ese escándalo puede haber demorado su recuperación... ¿Será «recuperación» la palabra adecuada? No me atrevo a preguntárselo.
    Cambia de tema.
    –Y dentro de poco, hala, a Deméter –dijo.
    Su tarea estaba hecha. Entre las monumentales tonterías de los últimos meses había cosas que no se podían evitar si uno era decente: ayudar y aconsejar a los betanos, tomar parte cuando se establecían planes y procedimientos para las relaciones regulares de ambas razas, transmitir a los científicos el tesoro de información que había a bordo de la Chinook y en las cabezas de la tripulación... y tenía que admitir que algunas causas eran genuinamente valiosas. El héroe de miles de millones de personas podía obtener dinero para la conservación de los océanos, empujar la política en dirección a la libertad y el sentido común, alegrar una hora de los niños internados en un hospital.
    Pero, finalmente, salvo Joelle, la Chinook estaba a punto de llevar a los vagabundos a casa. (Carlos y Susanne querían visitar a los padres de ella. Piedra y el marido que había encontrado en Tierra querían emigrar.) Los betanos no tenían suficientes datos para calcular trucos cronocinéticos en ese pórtico. Probablemente, ningún humano debía hacerlo, de todos modos, por lo menos hasta que los humanos fueran más sabios. Por lo tanto, la ausencia de Brodersen del sistema Febiano sería aproximadamente igual a su presencia en el sistema Solar.
    Bárbara y Mike, ¿habrían cambiado mucho? Según las cartas y las cintas de Lis (que estaba de acuerdo con él en quedarse en Deméter, ocuparse de los niños y el negocio, no exponerse al acoso), simplemente habían adquirido algunas habilidades nuevas y estaban ansiosos por enseñárselas a papá. Pero, a su edad, el tiempo que va del fin del invierno al comienzo del verano puede ser tan largo como el tiempo de ir hasta el fin del universo y volver.
    Brodersen notó que Caitlin no había respondido. Perturbado la miró y vio que estaba seria, con la mirada fija en el horizonte y las profundidades azules que había más allá. ¡No! ¡Por favor!
    –Disculpa –dijo tanteando–. ¿He" dicho algo malo? No querría que volvieras a ponerte triste, por todos los planetas del Universo. Pero parece ser que lo he conseguido.
    –En realidad, no, querido. –Le palmeó la espalda–. Sólo me lo has recordado.
    –¡Soy un idiota! Yo, bueno, te estaba describiendo cómo estabas antes, para tratar de explicar cómo eres... eras... antiguamente. No tendría que haber invocado esos fantasmas. No lo sabía. ¿Me perdonas?
    –No hay nada que perdonar. Ya he triunfado sobre la nostalgia, el intento imposible de recuperar, de veras que lo he hecho. –Sus dedos se cerraron sobre los de Brodersen. Se detuvieron en medio del camino y se miraron. La sombra de una nube pasó sobre ellos y luego, nuevamente, brilló el sol.
    –Honestamente, Dan, amor mío, los recuerdos que quedan yacen silenciosos en lo más profundo, más allá de la pena o la alegría. Soy yo quien debe pedirte perdón por mi ceguera ante tu necesidad de hablar de esto.
    –Bueno, no soy muy bueno enviando señales, Pegeen, macushla. 1. Queridísima, amor mío. (N. del T.)
    Después del beso, andando nuevamente, ella le dijo: –Has dicho una cosa que me preocupa, que hubieras muerto por convertirme de nuevo en lo que era. –Lo he dicho en serio.
    –¿De veras? No deberías. ¿Y Lis y los chicos?
    El hizo una mueca.
    –Sí, ellos. Tienes razón. No lo había pensado. Cuando una persona ama a otra como yo te quiero a ti... –No pudo seguir.
    –Dan –dijo ella–. Ya te he dicho que habría una única razón para que te dejara: si me interpusiera entre tú y Lis. Eso transformaría lo que es bueno y feliz en una cosa malvada y dolorosa. ¿Cómo podría soportarlo?
    –No temas –prometió él–. Puedes tener que hacerme una advertencia, de vez en cuando, pero... bueno, cumplo con mi palabra y además, también la amo a ella.
    Ella sonrió con toda la cara.
    –Ah, ahora sí reconozco a mi capitán.
    Como había hecho ella antes, él miró a lo lejos.
    –Estoy sintiendo, y no es la primera vez, que todo esto no es justo para ti.
    –¿Cómo?
    –Tengo un hogar, y una familia, y lo significan todo para mí. Tú mereces lo mismo. ¿Te estoy impidiendo que lo tengas? Me parece que sí,
    Ella rió a carcajadas, sorprendiéndolo tanto que tropezó con una raíz y estuvo a punto de caer. Cuando se recuperó, ella dijo:
    –Dan, Dan, ¿realmente puedes imaginarme languideciendo en una situación que no haya elegido libremente, sí, provocado voluntariamente? Fueron necesarios los Otros para causar eso, y ni siquiera fue permanente. –Pero... a veces... una elección libre puede no ser sabia.
    –Siempre sé lo que quiero, por mucho que cambie de idea. Con el tiempo, puede que quiera un marido, si es un hombre como es debido, cosa que incluye que no renunciaré a ti. O quizá nunca lo quiera, ¿acaso sería trágico? Pienso que, finalmente, querré un hijo o dos, que bien podrían ser tuyos. Ya veremos qué pasa. Tenemos todo un cosmos ante nosotros.
    Después de un minuto en el que cantó la alondra, Caitlin continuó:
    –Ya tengo algunos cambios en la cabeza..., volveré a la escuela de medicina, para poder zarpar en alguna de las expediciones que saldrán hacia las estrellas.
    –¿Qué? –Se detuvo.
    –No te preocupes, corazón mío. –Ella le obligó a seguir andando–. Volveré a ti, como prometía en aquella canción. O quizá podamos viajar juntos. No en todos los viajes. No tienes derecho, y espero que no sientas deseos de ausentarte mucho de Deméter. Pero tienes el derecho y espero que tengas el deseo de vivir plenamente hasta que mueras.
    El lo consideró.
    –¿No será una fiebre de viajes, después de la experiencia que tuvimos?
    Ella respondió con franqueza:
    –No. Eso podría haber sido cierto si yo siguiera siendo la que era. Tú hablaste de una niña en mí, cuya muerte temías. Bueno, estaba sólo dormida, pero ha despertado siendo algo mayor. Necesito descubrir y aprender, usar de mí misma al máximo. Y, sí, servir, porque lo que nuestros exploradores hagan cambiará muchas vidas más de lo imaginable. ¿No tendríamos que tratar de que los cambios sean inofensivos, o benignos? Y, ante todo, ¿no habrá que cuidar de la libertad de cada ser inteligente? Quiero estar donde pueda ser útil, por poco que sea, esos fines.
    –Ya veo. –Brodersen hizo una pausa–. Y yo tengo la idea de que tu utilidad no será poca.
    Siguieron andando. El día se extendía, brillante, tibio, verde, lleno de perfumes. Desde atrás de un risco, un halcón se lanzó a merodear donde el sol volvía doradas sus alas. Sentían cómo el terreno se elevaba hacia las alturas.
    Súbitamente, Caitlin gritó:
    –Oh, ¿qué estamos haciendo en vez de ser felices?
    Descolgó el sonador de su hombro. Estaba programado para guitarra. Tocó unos acordes. Poco después estaba cantando, mientras sus pies seguían alegremente el ritmo:
    ¡Arriba y abajo, baila alegremente!
    La danza vuela como la risa
    Desde las montañas a las tierras calientes.
    Y todos disfrutan de esta guisa.


    FIN

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