Publicado en
abril 02, 2010
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Título Original: Twilight World. 1961
Títulos Originales de los relatos:
• Hijos del mañana (Tomorrow’s Children; Astounding marzo 1947) por Poul Anderson y F. N. Waldrop
• Encadenamiento Lógico (Chain of Logic [«Logic»]; Astounding julio 1947).
• Los Hijos de la Fortuna (Children of Fortune; Twilight World Torquil 1961).
Respecto al original en inglés, incluye además:
• Epílogo (Epilogue, Analog marzo 1962)
Contraportada
Sobre el mundo del futuro se abate una apocalíptica Tercera Guerra Mundial. El coronel piloto Hugh Drummond ha sido enviado, por lo que queda del gobierno de los Estados Unidos, a realizar una inspección del planeta devastado. El informe es sombrío y espantoso más de lo que podría esperarse: horribles historias de ruinas, hambre y barbarismo. Pero lo peor de todo son los nacimientos anormales de las criaturas. Las radiaciones permanentes no han destruido la vida, pero atacan y aniquilan progresivamente a la humanidad.
Una obra maestra del famoso escritor, Poul Anderson. El Crepúsculo del Mundo, describe una detallada imagen del planeta en que pueden vivir nuestros hijos en el mañana. Con todo, no es una crónica desesperante. Mientras exista el hombre, la esperanza queda como su mejor tesoro.
Índice
Contraportada 2
Índice 2
Hijos del Mañana 3
Encadenamiento Lógico 25
Los Hijos de la Fortuna 47
Epílogo 121
«En la aparición del mundo tejen
las Nornas el destino que ellas
mismas no pueden conducir, ni
cambiar...»
WAGNER, SIGFRIDO
Hijos del Mañana
I
A diez millas de altura, apenas si se mostraba cómo era. La Tierra aparecía como un resplandor marrón y una nube verdosa, con la bóveda de la estratosfera alar-gándose hasta el infinito. Más allá del ronronear de los motores del aparato, sólo existía el silencio y la serenidad que ningún hombre pudo tocar jamás. Mirando hacia abajo, Hugh Drummond pudo ver el Mississippi brillar como un hilo de plata, con sus suaves curvas contorneando su largo curso. Las colinas, el mar, el sol, el viento y la lluvia no habían cambiado. No, al menos en un millón de largos años. El género humano sólo era un breve soplo en la eternidad para la Naturaleza. Pero más abajo, no obstante, allá donde habían existido las ciudades...
El hombre que viajaba en el estratocohete lanzó un sordo juramento en voz baja y amarga. Era un hombretón, estrujado pesadamente en la diminuta cabina a presión, alto y esbelto que no llegaría a los cuarenta años. Pero sus oscuros cabellos ya estaban marcados con mechones grises y sus hombros molestos por la continuada presión del traje espacial. Su rostro sencillo aparecía cansado y ojeroso. Sus ojos estaban ribeteados por las señales del insomnio y la fatiga y sumidos en el fastidio más intenso. Había visto demasiadas cosas, vivido demasiado también, hasta que empezó a tener el aspecto de muchas otras personas en el mundo. «Heredero de las edades», pensó sombríamente.
Mecánicamente, siguió su ruta de regreso. Las marcas naturales del terreno estaban allí, disponiendo de unos poderosos binoculares para ayudarse en su labor de reconocimiento. Le mostraron demasiados cráteres, cuyo vítreo resplandor se asemejaba al brillo del ojo de las serpientes, y la calcinada y espantosa desolación del terreno a sus alrededores. La zona de la ruina total era aún más triste: árboles sin hojas, retorcidos; arenas ardientes arrastradas por el viento y esqueletos deshechos y esparcidos por doquier, que tal vez durante la noche dispersaran un leve resplandor azul fosforescente... Las bombas habían sido como una pesadilla espantosa, es-parciendo el fuego y el horror, sacudiendo al planeta con la muerte de las ciudades. Pero el polvo radioactivo era algo más todavía que una pesadilla.
Pasó sobre pueblos y pequeñas ciudades. Algunas de ellas aparecían desiertas, el polvo radiactivo, la epidemia, o la catástrofe económica las habían hecho insostenibles. Otros poblados parecían sostener aún una débil vida. Especialmente en el Medio Oeste existía una lucha patética para volver a la agricultura; pero los insectos y la roya...
Drummond se encogió de hombros. Tras dos años de aquello, sobre las cicatrices del mutilado planeta, estaba acostumbrado a todo. Los Estados Unidos habían tenido todavía suerte, Europa, entonces...
«Spengler —pensó sombríamente— y los demás habían pronosticado el colapso de una civilización llegada a la cima. Pero lo que no pronosticaron fueron las bombas atómicas, las bombas de polvo radiactivo, las bombas microbianas, las que esparcían plagas vegetales..., bombas que volaban como insectos ciegos sobre un mundo estremecido por la agonía. Nunca pudieron imaginar qué significaría realmente aquel colapso...»
Deliberadamente, arrojó tales pensamientos de su mente consciente. No quería que continuasen alojados en ella. Vivió con ellos durante dos años espantosos, que resultaron dos eternidades demasiado largas. Y de todas formas, entonces se hallaba cerca del hogar.
La capital de los Estados Unidos se encontraba bajo él en aquel momento, haciendo que su estratocohete comenzase a descender en círculos con un largo tronar de sus motores hacia las montañas. No quedaba mucho de aquella hermosa capital; lo que de ella subsistía se alojaba en una falda de las Cascadas, pero las aguas del río Potomac habían cubierto la inmensa tumba de Washington. Estrictamente hablando, todavía no había en ella ningún núcleo de Gobierno, todo lo que oficialmente sobrevivía se hallaba esparcido sobre el país, manteniéndose en precario contacto por avión o radio. Taylor, en Oregón, se estaba convirtiendo ya en un centro neurálgico.
Dio la señal con el transmisor, conociendo con un ligero escalofrío que le recorrió la espina dorsal, que las baterías de cohetes tierra-aire le estaban ya apun-tando desde las verdes colinas de aquellas montañas. Cuando un avión llegaba a una ciudad, la fuerza aérea se colocaba inmediatamente a la expectativa. No es que nadie del exterior supusiera que aquella pequeña e innocua ciudad fuese importante. Pero nunca se sabía a qué atenerse. La guerra no se había terminado oficialmente. Podría ser que nunca terminara, mientras existiera personal viviente en constante alerta.
A su aparato llegó un prudente y precavido aviso.
—Está bien. ¿Puede aterrizar en la calle?
Era un sendero polvoriento y estrecho, entre dos filas de casas de madera; pero Drummond era un buen piloto y llevaba un magnífico aparato.
—Sí —contestó, con alterada voz, por la poca costumbre de hablar.
Cortó la velocidad y trazó una espiral de descenso hasta encontrarse deslizándose, sólo con el murmullo del viento contra la estructura del avión. Tomó contacto con el tren de aterrizaje y los frenos, deteniéndose.
El total silencio del entorno le golpeó como un golpe físico. El aparato en silencio, el sol cayendo sin piedad desde un cielo abrasador sobre aquel panorama de viviendas «temporales» y la total ausencia de personal viviente bajo aquellas montañas... ¡El hogar! Hugh Drummond soltó una risa seca y nerviosa, sin el menor humor en ella y se deslizó de la cabina de piloto del avión. Apreció que apenas si había gente que observara desde puertas y ventanas. Las pocas que vio daban la impresión de estar bien vestidas y alimentadas, con algún propósito y esperanza. Aquélla era la capital de los Estados Unidos, el país más afortunado del mundo.
—¡Salga pronto de ahí! ¡Rápido!
La perentoria voz sacó a Drummond del estado de introspección que muchos meses de soledad le habían creado como hábito. Miró a un grupo de hombres vestidos con uniforme de mecánicos, conducidos por un hombre de aspecto cansado y con insignias de capitán.
—Oh, sí, por supuesto. Querrán ustedes esconder el aparato y suprimir la apariencia de un campo regular de aterrizaje.
—¡Vamos, de prisa, idiota infernal! ¡Cualquiera, cualquiera podría venir por aquí y verlo!
—Nadie notaría que todavía existe un efectivo sistema de detección —respondió Drummond, prudente—. De todas formas, no se producirán más ataques. La guerra ha terminado.
—Me gustaría creerlo; pero..., ¿quién es usted para decir tal cosa? ¡Vamos, apártese!
Los mecánicos empujaron el aparato calle abajo. Drummond observó cómo se alejaba el estratocohete de su lado, con un sentimiento de desamparo. Después de todo, había sido su único hogar..., ¿por cuánto tiempo?
El avión fue alojado en un caserón disimulado como hangar subterráneo. Una rampa de cemento conducía hasta un enorme espacio cavernoso del subsuelo. Las luces interiores iluminaron una fila de aparatos guardados en el interior.
—No está mal —admitió—. No es que importe ya mucho. Quizá ya nunca más vuelva a importar. El infierno entero marcha finalmente sobre cohetes-robot... Bien. —Y se sacó la pipa de su chaqueta de aviador. La insignia de coronel brilló por un instante a la luz del sol.
—¡Oh..., lo siento, señor! —exclamó el capitán, turbado—. No sabía...
—Está bien, no se preocupe. He perdido la costumbre de vestirme con el uniforme regular. He estado en muchos sitios, y los norteamericanos no somos muy populares. —Drummond cargó la pipa. Odiaba pensar, entonces, con qué frecuencia tuvo que utilizar el Colt que llevaba a la cintura, o las ametralladoras del aparato, para salvar la piel. Dio unas chupadas a la pipa con verdadero placer. Le pareció que, de algún modo, se sacaba de su interior un amargo gusto de las cosas.
—El general Robinson ordenó que le condujera a su presencia cuando llegara, señor —dijo el capitán—. Sígame, por favor.
Continuaron calle abajo, levantando con las botas pequeñas nubecillas de polvo acre. Drummond las miró con curiosidad. Se había desvanecido pronto, tras la lucha inicial. Durante los dos primeros meses, ambos bandos, bien organizados, se habían bombardeado sin piedad; hasta que resultó imposible mantener el orden a través del hambre y la pestilencia, cuando ambas comenzaron su trágico golpe sobre la faz de la Tierra.
Por aquel tiempo, los Estados Unidos eran un país sin ciudades, un anárquico tumulto, con apenas un escaso intercambio de radio. Desde entonces, parecía que se habían conseguido progresos notables. No supo en qué medida se pudo haber conseguido; pero la simple existencia de algo que pareciese capital era suficiente prueba.
El general Robinson... La arrugada faz de Drummond se retorció con un gesto. No conocía a aquel hombre. Había esperado ser recibido por el Presidente, quien le había enviado a él y a otros en una misión exterior. A menos que los demás... No, él había sido el único hombre que había estado en la Europa oriental y en el occidente de Asia. De eso estaba bien seguro.
Dos centinelas guardaban la entrada de lo que era, sin duda alguna, un antiguo almacén de mercancías convertido en Cuartel General. Pero ya no existían almacenes. No había mercancías que depositar en ellos.
Drummond entró en la fría antecámara. El tecleo de una máquina de escribir le llamó poderosamente la atención. Le parecía imposible. Máquinas de escribir y se-cretarias..., ¿no se había perdido todo aquello en el mundo, hacía ya dos años? Si otra nueva Baja Edad Media había vuelto sobre la Tierra, las máquinas de escribir eran un extraño anacronismo. No caían bien al ambiente. Vio que el capitán le había abierto la puerta de acceso interior. Al entrar, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Cuando saludó al hombre que se sentaba tras la mesa, su brazo le pesaba una tonelada.
—Descanse, descanse —dijo la voz de Robinson afectuosamente.
A pesar de las cinco estrellas, no llevaba corbata, ni chaqueta. Su redonda cara aparecía sonriente. No obstante, daba la impresión de competencia y autoridad. Para haber llevado las cosas adelante en aquellas circunstancias, tenía que serlo, sin duda alguna.
—Siéntese, coronel Drummond. —Y el general le señaló una silla cerca de la suya, donde el aviador cayó desplomado, estremeciéndose. Inspeccionó vivamente el interior de la oficina. Estaba casi tan bien dotada como antes de la guerra.
¡Antes de la guerra! Unas palabras que, como una espada, habían dividido la Historia, dejando a un lado el vago resplandor de una época dorada y al otro el rojo estallido de los explosivos que llevaron la muerte y la destrucción a todas partes. ¡Sólo en dos años! El hallarse cuerdo era casi como una palabra sin sentido en aquella pesadilla. Apenas si podía recordar a Bárbara y a los niños... Sus rostros se habían sumergido en una ola de otros rostros perdidos en la monstruosa marea de la destrucción universal... Rostros de muertos de hambre, rostros humanos transformados en bestiales por el dolor y el odio. Su pena se había sumergido en el dolor de todo un mundo deshecho, y, en cierta forma, se había convertido a sí mismo en una máquina sin corazón y sin alma.
—Parece usted extenuado —dijo Robinson.
—Sí..., sí, señor.
—Suprima las formalidades. No tenemos tiempo, ni valen para nada. Tendremos que trabajar ahora juntos, no vale la pena perderlo en diplomacias.
—Pues bien, fui hasta el Polo Norte y después giré hacia el oeste. No he dormido..., bien, desde hace mucho tiempo. Pero, si puedo preguntarle..., usted. —Y Drummond vaciló.
—¿Yo? Supongo que soy el Presidente ahora. De oficio y temporalmente, o algo parecido. Tenga, necesita un trago. —Robinson tomó una botella y un vaso de una vitrina. El licor hizo un extraño ruido a los oídos de Drummond.
—Es un buen whisky de diez años. Lo beberemos mientras dure. Gambai.
Drummond pensó que el general debió haber tomado parte en la Segunda Guerra Mundial, para recordar aquel brindis. Aquello tuvo que haber ocurrido hacía ya mucho tiempo, cuando él era un chico, en que todavía era posible ganar una guerra.
El ardiente fuego del licor escocés hizo a Drummond despertar de su abatimiento. Su cálida presencia, le probó bien en su estómago vacío. Oyó la voz del general Robinson con una agudeza surrealista.
—Sí, me encuentro ahora a la cabeza de los destinos del país. Mis predecesores cometieron el error de mantenerse juntos y viajar mucho para tratar de colocar al país en camino de su reconstrucción. Así, la enfermedad abatió por igual al Presidente y al Jefe del Gabinete, como a muchos otros. Por supuesto, no existe forma de llevar a cabo unas elecciones. Las fuerzas armadas habían casi perdido toda su organización; por tanto, hemos tenido que empezar a cero en todo. Berger se había encargado de la tarea; pero se suicidó al haber respirado polvo radiactivo. Entonces, el mando recayó en mí. Desde aquel momento, he tenido suerte.
—Ya veo, señor. —Aquello no establecía mucha diferencia. Unas cuantas docenas de muertes no eran gran cosa, añadidas a los incontables millones que habían ocurrido ya—. ¿Espera usted..., seguir teniendo suerte?
Una pregunta brutal, seguramente; pero las palabras no eran bombas.
—Así es. —Robinson parecía firme en su convicción—. Hemos aprendido muchas cosas, mucho por la experiencia. Hemos esparcido el ejército, situándolo en pequeños grupos en los puntos clave de todo el país. Durante algún tiempo, hemos cesado de viajar, excepto por alguna inexcusable urgencia, y aun así, con unas precauciones muy elaboradas previamente. Esto reducirá las epidemias. Los microbios se alimentan mejor y tienen su buen campo de acción en áreas muy pobladas, ya sabe usted. Resultaban ya inmunes a las técnicas médicas conocidas; pero sin huéspedes donde vivir, aca-baron por desaparecer. Confío en que las bacterias naturales los acaben de devorar. Todavía seguimos teniendo precauciones para viajar; pero, por ahora, creemos hallarnos bastante seguros.
—¿Volvió alguno más de los otros? Hubo muchos como yo, a quienes se envió al mundo exterior a ver lo ocurrido.
—Sí, uno volvió de Sudamérica. Su situación es similar a la nuestra, aunque carecen de nuestra organización y se inclinan más bien hacia la anarquía. Ninguno más volvió, excepto usted.
No era sorprendente. En realidad, lo sorprendente es que alguno hubiese vuelto. Drummond se había prestado voluntario tras haber sido San Luis destruido por las bombas y aniquilada su familia, no esperando sobrevivir y sin importarle lo más mínimo el hacerlo. Quizá por ello, se encontraba allí presente.
—Puede tomarse el tiempo que necesite para hacerme un informe detallado —dijo Robinson—, pero en general, ¿cómo están las cosas por ahí?
Drummond se encogió de hombros.
—La guerra ha terminado. Todo está destruido. Europa ha vuelto a un estado de completo salvajismo. Fueron atrapados entre Norteamérica y Asia y las bombas les llegaron de una y otra parte. Destruidas las cosechas y desorganizado todo sistema, la superpoblación hizo el resto. No quedan muchos supervivientes, y los que quedan son bestias que se mueren de hambre. Rusia, por lo que yo he apreciado, se las ha arreglado para sobrevivir en forma parecida a como usted lo hace aquí, repartiéndose el territorio en cuatro regiones independientes, aunque se encuentran mucho peor que nosotros. No pude descubrir mucho allá. No conseguí nada de India y China; pero he oído rumores. No, el mundo está demasiado desintegrado para que la guerra pueda continuar.
—Creo, entonces, que podremos salir a campo abierto —opinó el general—. Podemos comenzar realmente a reconstruir. No creo que jamás pueda haber otra gue-rra, Drummond. Creo que la memoria de ésta se quedará grabada de tal forma, que nunca pueda olvidarse.
—¿Podrá usted quitársela de encima tan fácilmente?
—No, por supuesto que no. Nuestra cultura no ha perdido su continuidad; pero sufrirá un espantoso retroceso. Creo que nunca podremos recobrarnos totalmente. Pero..., debemos seguir hacia adelante nuestro camino.
El general se levantó, consultó su reloj y dijo:
—Es la hora. Vamos, Drummond, vamos a casa.
—¿A casa?
—Sí, se quedará usted conmigo. Tiene usted necesidad de dormir durante un mes seguido en sábanas limpias, comer buena comida casera y sentir un aire ho-gareño. Mi esposa quedará encantada con su presencia. Apenas si vemos una cara nueva. Deseo tenerle cerca. La escasez de hombres competentes resulta aterradora.
Siguieron calle abajo, con un ayudante de escolta. Drummond comenzó a sentir de nuevo el doloroso cansancio que le tenía destrozado. Un hogar..., tras años de ciudades fantasmales, ruinas esparcidas sobre la nieve y de contemplar constantemente el hambre y la muerte.
—Su aparato podrá sernos extremadamente útil, también —dijo el general—. Esos aparatos atómicos, como el suyo, están más escasos que los dientes de las galli-nas —dijo sonriendo, con intención de agradar a Drummond—. Supongo que habrá volado todas esas distancias sin necesidad de combustible. Y a propósito, ¿tuvo algún apuro?
—Pues, sí, general, alguno se presentó; pero pude arreglármelas con piezas de repuesto. —No era preciso mencionar en aquel momento las horas de frenético trabajo e incluso días de esclavizante y desesperada improvisación, con las plagas y el hambre rodeándole por todas partes. Había sufrido apuros para conseguir alimento, naturalmente, a despecho de las provisiones que en abundancia se llevó al partir. Había luchado por desperdicios de comida durante el invierno, entre maníacos que le hubieran asesinado por un pájaro cazado de un tiro o los restos de cualquier caballo, que se desenterraba hasta comerse los huesos. Pero tenía una misión que cumplir y aquella misión era cuanto le quedaba en la vida, el único punto adonde asirse para sobrevivir; por tanto se había aferrado a ella para llevarla a cabo a cualquier precio.
Entonces, el trabajo había terminado, y comprobó que podría descansar. No se atrevía a pensarlo. El descanso le daría tiempo para recordar. Quizá encontraría otro motivo para seguir viviendo en el gigantesco esfuerzo que se precisaba para la Reconstrucción. Tal vez.
—Ya hemos llegado —advirtió el general.
Drummond se quedó atónito de sorpresa. Allí había un coche camuflado bajo los árboles, con un chofer militar... ¡Un coche! Y de muy bella manufactura, además.
—Tenemos algunos pozos de petróleo que funcionan de nuevo y una pequeña refinería medio remendada —explicó el general Robinson—. Provee suficiente car-burante para el tráfico oficial que necesitamos por el momento.
Subieron a los asientos traseros. El ayudante se sentó delante, con el rifle puesto sobre las rodillas. El coche arrancó y tomó la carretera de las montañas.
—¿Adónde, general? —preguntó Drummond admirado.
Robinson sonrió levemente.
—Personalmente, creo que soy el hombre más afortunado de la Tierra. Teníamos una casita de campo para pasar allí los otoños en Lake Taylor a unas cuantas millas de aquí. Mi esposa se encontraba en ella, cuando llegó la guerra y allí continuó. Nadie vino a buscarnos hasta que me traje la oficina aquí a la ciudad. Ahora me encuentro con toda una casa para mí.
—Oh, sí. Es usted muy afortunado, general —dijo Drummond. Miró por la ventanilla, advirtiendo apenas los bosques bañados por la luz del sol. Se dirigió nuevamente al general, con voz sombría—. ¿Qué tal va el país? ¿Qué es lo que se hace, realmente?
—Durante bastante tiempo, las cosas fueron muy mal —repuso Robinson—. Algo espantoso. Cuando desaparecieron las ciudades, nuestros transportes y sistemas de comunicación quedaron literalmente barridos del mapa. De hecho, la totalidad de la economía desapareció por completo. Después llegó el polvo radiactivo y las plagas del campo. La gente se marchó y se produjeron luchas terribles allí donde los lugares superpoblados rehusaban tomar más refugiados. La policía intervino y el Ejército tuvo también que patrullar. Tuvimos que luchar especialmente contra las tropas enemigas que volaron sobre el Polo para invadirnos. Aún no las hemos cazado del todo. Hay un cierto número de bandas dispersas por todo el país. Existen numerosos grupos de hambrientos fuera de la ley y muchos norteamericanos que se echaron a la vida del bandidaje, cuando todo fracasó. Esa es la razón para que lleve esta guardia con nosotros, aunque desde hace mucho tiempo nadie ha asomado las narices por aquí. Los insectos y las plagas agrícolas arrojados con bombas por el enemigo arrasaron nuestras cosechas, y aquel invierno todo el mundo estuvo muriéndose de hambre. Pudimos contrarrestar las plagas con métodos modernos, aunque el daño fue muy considerable; sin embargo, esperamos para el año próximo buenas cosechas de productos alimenticios. Ni que decir tiene, que habiéndonos fallado todo medio de transporte, ha sido imposible salvar a muchísimas personas. Desearía contar con un Centro de Investigaciones bien equipado para ayudar a esta horrible situación. No obstante, vamos ganando, poco a poco.
—Distribución —murmuró Drummond frotándose una mejilla—. ¿Qué tal los ferrocarriles? ¿Y los vehículos de tracción animal?
—Contamos con algunos ferrocarriles que funcionan; pero el enemigo se preocupó de destrozarlos, más de lo que nosotros hicimos con los suyos. En cuanto a los caballos, apenas si quedan para poder utilizarlos, casi todos fueron comidos en el último invierno. Yo tengo en casa cerca de una docena de ellos y estamos viendo la forma de cruzarlos para poder utilizar esta fuente de energía primitiva, aunque supongo que para cuando podamos servirnos de ella, las fábricas ya habrán producido cosas modernamente más útiles.
—¿Y por el momento?
—Estamos acabando la peor fase. Excepto los proscritos, tenemos actualmente la población bastante bien controlada. La gente civilizada está comiendo más o menos bien, y cuenta con cierta comodidad de alojamiento. Tenemos comercios mecanizados, pequeñas ciudades industriales para mantener una modesta economía. Ahora queremos expandirla, empezando a incrementar la que tenemos. Dentro de unos cinco años, supongo, el país estará bastante bien integrado como para suprimir la ley marcial y convocar unas elecciones generales. Un enorme trabajo que hacer; pero que vale la pena, Drummond.
El coche se detuvo ante una vaca que obstruía el camino con un ternerillo pegado a sus patas traseras. El animal parecía delgado y nervioso, mirando hacia los matorrales.
—En estado salvaje —explicó el general—. La mayor parte de los animales verdaderamente silvestres fueron muertos en los últimos dos años para comérselos; sin embargo, muchos animales domésticos se escaparon de las granjas, cuando sus dueños murieron o huyeron, y se encuentran ahora en tal estado.
Robinson advirtió la fija mirada de Drummond en el animalito que seguía a la madre. Sus patas tenían la mitad de la longitud.
—Es una vaca mutante —dijo el general—. Encontrará muchos de esos animales. La radiación de las áreas bombardeadas y el polvo radiactivo. Existe incluso una gran cantidad de criaturas nacidas anormalmente. Y éste es, realmente, el peor problema con que tenemos que encararnos.
El coche emergió de los bosques de la montaña, a ambos lados del camino en la orilla de un pequeño lago. Era una escena de paz y de serenidad. Las quietas aguas daban el aspecto de oro fundido, con los árboles bordeándolo y las montañas alrededor. Bajo la copa de un gigantesco pino, aparecía una casita de campo y una mujer en el porche.
Era como un verano con Bárbara..., acudió a la mente de Drummond, mientras seguía al general Robinson hacia el pequeño edificio campestre. Pero no era así, no lo era, no podía ser. Ni lo sería nunca más. Había soldados guardando el lugar de los riesgos de asaltantes fuera de la Ley. A sus pies vio varias flores singulares; eran margaritas; pero enormes y rojas, irregularmente conformadas.
Una ardilla chilló desde un árbol. Drummond comprobó, al mirar hacia arriba, que la cara del animalito aparecía tan áspera, casi como si fuese humana.
Después, se encontró en el porche y Robinson presentó a la mujer, como «mi esposa, Elaine». Era una mujer joven, de agradable aspecto, con unos bellos ojos que fueron con mirada llena de simpatía a la exhausta cara de Drummond.
Se dio cuenta que estaba embarazada, notándose en la bella mujer una aureola de felicidad, con la esperanza de alumbrar al mundo una nueva vida.
Fue conducido en seguida al interior, invitándole a tomar un baño caliente. Después siguió la cena; pero antes que ésta llegara, se hallaba tan profundamente dormido, que apenas si se dio cuenta cuando el general Robinson le metió en la cama.
II
La reacción natural de depresión nerviosa se produjo, y, durante una semana, apenas si hizo otra cosa que dormir y alimentarse. Resultó sorprendente qué cantidad de sueño y de alimento fue capaz de tomar. Una tarde, al fin, Robinson, al llegar, le vio escribiendo en un paquete de cuartillas.
—Arreglando y disponiendo mis recuerdos y notas, general —explicó Drummond—. Tendré dispuesto el informe general de aquí a un mes.
—Oh, está bien. Pero no hay demasiada prisa —le respondió Robinson, descansando fatigado sobre una butaca—. El resto del mundo sigue su curso. Creo que sería mejor que mi personal le ayudase en la tarea principal.
—De acuerdo. Pero, ¿qué haré yo?
—De todo. La especialización ha desaparecido: apenas si sobreviven unos pocos especialistas con muy escaso equipo. Pienso que su principal tarea será la de realizar un censo y ponerse a la cabeza de esta oficina.
—¿Cómo?
—Usted será la propia oficina del censo, excepto por los pocos auxiliares que pueda proporcionarle. —Se adelantó hacia él y le dijo animadamente—: Se trata de uno de los más importantes trabajos a realizar. Hará usted por este país, lo que hizo por la Eurasia Central, sólo que con mucho más detalle. Drummond, es preciso que sepamos.
Tomó un mapa de un librero, y lo extendió a todo lo ancho.
—Mire, aquí están los Estados Unidos. He marcado las regiones inhabitables en rojo. —Y con el dedo fue señalando los lugares condenados—. Demasiados, amigo mío, y sin duda tiene que haber otros muchos que aún no hayamos descubierto. Los lugares marcados con una X azul son puestos militares. —Los lugares a que se refería el general se hallaban diseminados por todo el país, próximos a los mayores núcleos de población.
—No tenemos suficientes —continuó Robinson—. Es todo lo que podemos hacer para controlar a la población más o menos ordenada. Los bandidos, las tropas enemigas, refugiados sin hogar y gente así, aún están vagabundeando en estado salvaje, ocultos entre los desiertos, y en los bosques, atacando donde pueden. Esta gente extiende las plagas. No las habremos terminado definitivamente hasta que se establezcan de una vez, lo que será un gran problema a resolver. Drummond, no disponemos todavía de suficientes soldados para hacer funcionar un sistema feudal. La plaga se extiende como una pradera incendiada en esas concentraciones de hombres incontrolados.
»Tenemos que estar bien informados. Debemos saber cuánta gente sobrevive, si es la mitad de la población, una tercera o una cuarta parte, sea la que fuere. Debemos conocer adónde van, cómo se las arreglan para procurarse provisiones, y así podremos imaginar un sistema de distribución adecuado. Debemos encontrar cuantos laboratorios, comercios de pequeñas ciudades y bibliotecas quedan aún en pie, y rescatar estos objetos valiosos, antes que acaben siendo destruidos por el tiempo o por esos bandidos. Debemos localizar a los médicos e ingenieros y a otros profesionales útiles y ponerlos en seguida a trabajar en la reconstrucción del país. Y acorralar a los fuera de la Ley para detenerlos. Y debemos..., al diablo, no se acabaría nunca con esta letanía. Una vez que dispongamos de tales informaciones, podremos instrumentar un plan principal para redistribuir la población, la agricultura, la industria y todo lo demás, eficientemente, para colocar al país bajo una autoridad civil, para abrir los transportes regulares y los canales de comunicación; en una palabra: para poner en pie a toda la nación.
—Ya comprendo. Hasta aquí sólo se ha mirado al simple sobrevivir, dejando a un lado todo lo demás. Ahora se está en condiciones de expandirse, si se conoce hasta dónde puede llegar tal expansión.
—Exactamente —confirmó el general, quien se dispuso a liar a mano un cigarrillo—. No ha quedado mucho tabaco. El que tengo es bastante malo. ¡Señor, esta guerra fue una espantosa locura!
—Todas las guerras lo son —confirmó Drummond desapasionadamente—. La tecnología ha avanzado hasta el punto de entregarnos un cuchillo con el cual poder de-gollarnos. Y antes de esto, todos estábamos dándonos de cabeza contra la pared. General, no podemos volver a los antiguos tiempos..., debemos encontrar un nuevo camino..., un camino hacia la cordura y el buen sentido.
—Sí. Y éste lleva a...
Su interlocutor miró hacia la puerta de la cocina. Estaba prestando atención al alegre tintineo de los platos y oliendo algo delicioso que le hacía agua la boca. Robinson bajó la voz para decir:
—Podría también decirle esto; pero no quiero que Elaine lo sepa: es preciso que no se preocupe por ello. Drummond, ¿se fijó usted en nuestros caballos?
—¿El otro día? Ah, sí... Los potros.
—Hum... Han nacido cinco potros de once yeguas durante el año pasado. Dos de ellos estaban tan deformados que murieron a la semana y otro a los pocos meses. De los dos que quedaron, uno tiene los cascos hendidos y casi sin dientes. Sólo uno parece normal. Uno de once yeguas, Drummond...
—¿Estuvieron esos caballos en las cercanías de un área radiactiva?
—La radiación cuenta adonde quiera que llega, por supuesto —respondió Robinson—. Si quiere usted decir una violenta emisión de radiaciones en una región determinada, creo que, en efecto, deben haberla recibido. Fueron capturados en tal lugar y traídos aquí. Según tengo entendido, el semental fue traído desde Portland. Pero si fuese el único con genes mutantes, se hubieran mostrado difícilmente en la primera generación, ¿no es cierto? Se viene observando que casi todas las mutaciones son recesivas, del tipo mendeliano. Incluso si una fuese dominante, debería haberse mostrado en todos los potros; en tres cuartas partes de ellos, quiero decir; pero nin-guno parece haber seguido esa pauta.
—Hum..., yo no sé mucho de genética —dijo Drummond; pero sí sé que una radiación pesada, o más bien las partículas secundarias cargadas, lo produce y puede causar mutaciones. Pero los individuos mutantes son cosa más bien rara, y tienden a caer dentro de ciertas pautas biológicas. De acuerdo con las experiencias hechas antes de la guerra, incluso una gran dosis de radiactividad, no parecía afectar demasiado a los mamíferos en este respecto.
—Así lo creían..., ¡ellos! —Repentinamente Robinson adoptó un aire sombrío y un frío resplandor asomó a sus ojos—. ¿No se ha fijado en los animales y en las plantas? Hay muchos menos que antes y..., bien, aunque no he guardado la cuenta, al menos la mitad de los que son sacrificados tienen alguna anormalidad interna o externa.
Drummond fumó unos instantes de su pipa bien cargada de tabaco. Respondió con calma:
—Si recuerdo bien la biología que estudié en el Instituto, me explicaron que una vasta mayoría de las mutaciones no son siempre desfavorables. Hay muchas más formas de no hacer algo, que de hacerlo. La radiación podría esterilizar a un animal, o producir diversos grados de cambio genético. Se podría tener una mutación tan violentamente letal que el poseedor nunca nacería o moriría pronto. Se tienen todas las clases de factores más o menos desventajosos, o puede ser que una mutación por azar no haga mucha diferencia en un sentido u otro. O en algunos pocos casos raros, podría obtenerse algo favorable; pero sin que pudiera afirmarse que el poseedor de tal mutación fuese un verdadero miembro de la especie. Las mutaciones favorables, en sí mismas, usualmente implican pagar el precio de la parcial o total pérdida de algunas otras funciones biológicas normales.
—Así es —aprobó Robinson—. Uno de sus trabajos en el censo que debe emprender será el de localizar a todos o a cualesquiera de los geneticistas, y traerlos aquí. Aunque la tarea real y verdadera, la fundamental, la cual sólo conoceremos usted y yo, y quizá pocos otros miembros de confianza del Cuartel General, será la de encontrar todos los mutantes humanos que se hayan producido.
A Drummond se le secó la garganta.
—¿Supone que habrá muchos de ellos?
—Sí. Pero todavía ignoramos cuántos y dónde se encuentran. Sólo conocemos a esas gentes que viven cerca de los puestos militares o tienen alguna relación periódica con nosotros, que en total sólo suman unos cuantos miles. Entre ellos el coeficiente de natalidad ha descendido a la mitad de la anteguerra. Creo que en la mitad de nacimientos deben hallarse anormalidades...
—La mitad...
—Sí. Por supuesto que los diferentes en forma violenta, mueren pronto, o se llevan a una institución que hemos establecido en las Montañas Allegany. Pero, ¿qué podemos hacer con los demás, si sus padres desean retenerlos? Un muchacho con órganos deformados, perdidos o abortados, con inversión interna de órganos, una cola animal o algo peor aún..., bien, le espera un duro trance en la vida; pero puede, generalmente, sobrevivir. ¡Y propagarse!
—También puede darse el caso que otro con apariencia normal lleve dentro de sí alguna característica mutante, que no se mostrará durante años. O incluso uno normal, puede portar caracteres recesivos y transmitirlos... ¡Dios! —La exclamación de Drummond implicaba una medio blasfemia y otra mitad de plegaria—. Pero, ¿cómo pudo ocurrir? La gente no estuvo toda cerca de las áreas bombardeadas con bombas atómicas o de polvo radiactivo.
—Tal vez no —dijo Robinson—, aunque sí mucha escapada a las mismas fronteras. Pero existió el espantoso primer año, con todo el mundo enloquecido de un lugar a otro. No era difícil pasar por una región infectada, sin notarlo en absoluto. Y ese maldito polvo radiactivo, arrastrado por el viento... Tiene una larga vida media por lo general. Puede ser activo durante décadas. La promiscuidad se hizo cosa común, todavía lo es, de hecho, y no se disponía de anticonceptivos. ¡Oh, las mutaciones se han esparcido por sí mismas, imposible haberlo evitado!
—Todavía no comprendo por qué se han extendido tanto —dijo Drummond—. Incluso aquí...
—Bien, no sé por qué se muestra por aquí. Supongo que la flora y la fauna vienen, desde otras partes, con las semillas impulsadas por el viento. Este lugar es seguro, de todos modos. La zona infectada de polvo radiactivo se encuentra a trescientas millas de distancia, con una cadena montañosa por medio. Los biólogos me han informado que la radiactividad que se aprecia por aquí, aunque alta todavía, no es suficiente para cambiar en pautas de mutaciones apreciables. Los experimentos an-teriores a la guerra mostraron ese razonamiento bastante bien. Tienen que existir muchos espacios aislados de parecidas condiciones a éstas. Debemos hallarlos también.
—La cena está dispuesta, caballeros —anunció Elaine, saliendo de la cocina y dirigiéndose al comedor con una bandeja bien cargada de apetitosos alimentos.
Los dos hombres se pusieron en pie. Drummond miró al general y dijo en voz neutral:
—Está bien. Conseguiré esa información para usted. Haremos un mapa general con las áreas mutantes y las seguras, comprobaremos nuestra población y recursos y, eventualmente, todos los hechos que desea, general. Pero..., ¿qué irá a hacer después?
—Eso es lo que ahora mismo quisiera saber, querido Drummond...
III
El invierno se había abatido pesadamente sobre el norte, un cielo que parecía un sólido manto helado recubría la vastedad de las ondulantes llanuras blancas de aquella zona del país. Los últimos tres inviernos habían llegado pronto y permanecido demasiado tiempo, con la constante solar reducida por el polvo coloidal de las bombas suspendido en la atmósfera.
Se produjeron algunos terremotos, ocurridos en las partes inestables del globo por bombas caídas precisamente en el sitio adecuado. Media California había sido devastada por una bomba de sabotaje, situada en la falla geológica de San Andrés. La consecuencia fue el aumento del polvo radiactivo.
La mente de Drummond se sumergió en el mito. «El último invierno del mundo..., el castigo de los dioses... Pero no, estamos sobreviviendo..., aunque tal vez no como hombres...»
La mayor parte de las gentes se habían marchado al sur, produciendo con ello el amontonamiento y sus horribles consecuencias: la muerte por el hambre, la enfermedad y las guerras intestinas de una parte normal de la vida. Algunos de los que pudieron mantenerse e ir progresando con parte de sus cosechas agrícolas atacadas por las plagas, lo pasaron mucho mejor.
El estratocohete de Drummond se deslizaba por encima de las deshechas ruinas de las Ciudades Gemelas. Aún existía la suficiente radiactividad como para fundir la nieve, el inmenso cráter parecía una calavera con las cuencas vacías, sin ojos... Drummond dejó escapar un suspiro, aunque ya se había endurecido a la vista de la muerte. Había demasiada a su alrededor...
Siguió volando en aquel crepúsculo siniestro, a baja altura, sobre los campos sin fin. Esqueletos de granjas calcinadas, ruinas fantasmales de las ciudades antes pic-tóricas de vida, una tierra muerta por el polvo radiactivo... No obstante, había oído hablar a algunos viajeros, de una comunidad regularmente poderosa allá cerca de la frontera del Canadá. Allí se dirigió en su busca. Muchas cosas le habían ocurrido ya en los últimos seis meses. Había tenido que inventar literalmente los medios para investigar y para organizar a sus pocos auxiliares, sobrecargados de trabajo, para convertirlos en un grupo eficiente, y disponer de tiempo para salir en una larga búsqueda personal con su aparato movido por energía atómica.
No habían conseguido cubrir la nación entera. Resultaba imposible. Los pocos aparatos habían ido a zonas más o menos escogidas al azar, tratando de conseguir lo mejor posible. Habían penetrado en lo intrincado de las colinas, los bosques y las llanuras, estableciendo contacto con los esparcidos y desmoralizados vagabundos que huían del terror puro por todas partes. Era la labor más dificultosa de todo el plan. Algunas personas aparecían patéticamente contentas de ver algún símbolo de la Ley y lo que llamaban ya «los tiempos antiguos».
Aquí y allá se producían disturbios inevitables, al encontrar a grupos hostiles, sospechosos del hecho que cualquier cosa parecida al «Gobierno» estaba relacionada con el desastre, teniendo incluso que haber librado una verdadera batalla con un grupo de individuos al margen de toda ley. Pero no obstante, el trabajo había seguido adelante y los preliminares podían considerarse terminados.
Preliminares... Resultaba el más terrible de los trabajos descubrir exactamente qué es lo que se mantenía en pie, para que la totalidad del país estuviese en con-diciones de apoyarlo a partir de entonces. Drummond y sus colaboradores ya habían obtenido muchos y valiosos datos y los estaban relacionando íntimamente. Mediante preguntas, observación, buscando y hallando lo preciso, por cualquier medio disponible directa e indirectamente, habían rellenado sus cuadernos de notas. Y poco a poco, la verdad se iba abriendo paso en aquel verdadero jeroglífico trazado sobre las ruinas de tan colosal catástrofe.
«Sólo este lugar y volveré a casa», se dijo Drummond, como se lo había dicho ya por la..., ¿milésima vez? Su cerebro se había canalizado por un laberinto sin fin, en-volviéndose con la tela de araña que parecía no tener ninguna salida. En un momento dado, habló en voz alta, sin advertirlo: «Bárbara, tal vez tú y los niños se marcharon de la mejor forma, rápidamente, limpiamente, sin tener tiempo para sufrir ni pensar... Esto ya no es un mundo... Nunca volverá a serlo más...»
Encontró al fin el lugar que buscaba, un racimo de casas próximas a las heladas orillas del Lago de los Bosques y su aparato zumbó en aquella dirección. Los relatos que había oído contar sobre aquella comunidad le habían dado ánimos. Los otros tenían los datos precisos sobre la localización, lo demás no importaba.
En el momento en que tomó tierra en un claro al exterior del pueblo, utilizando los esquís del avión, la mayor parte de sus habitantes ya estaban allí esperándole. Entre el polvo y la suciedad, se hallaba presente un grupo de gente desarrapada, cubriéndose las carnes con cuantos trapos y trozos de cuero habían podido tener en la mano. Aquellos barbudos individuos estaban armados con palos, cuchillos y algunas armas de fuego. Al salir Drummond del aparato y aproximarse, tuvo buen cuidado de mantener las manos bien alejadas de sus armas a la cintura.
—Hola, amigos —saludó—. Vengo amistosamente.
—Es mejor que sea así —gruñó el hombretón barbudo que parecía ser el jefe—. ¿Quién eres, de dónde vienes y por qué?
—Lo primero —dijo Drummond sin alterarse— es que quiero que sepas que hay otro hombre con aeroplano que sabe donde estoy. Si no vuelvo en un tiempo de-terminado, vendrá aquí con bombas. Pero no intentamos hacer ningún daño a nadie ni interferimos en vuestros asuntos. Esto es una especie de ayuda social. Soy Hugh Drummond, del Ejército de los Estados Unidos.
Aquellos individuos fueron digiriendo tales palabras lentamente. En un abierto sentido, no estaban dispuestos a querer saber nada de ningún Gobierno; pero la presencia del avión atómico y del armamento les impedía manifestarse hostilmente. El jefe escupió.
—¿Cuánto vas a quedarte aquí?
—Sólo por una noche, si quieren darme albergue. Les pagaré por ello. —Y sacó un paquete de tabaco.
Los ojos de aquellos hombres brillaron de deseo. El jefe dijo:
—Te quedarás conmigo. Ven.
Drummond le entregó el soborno y se fue con el grupo. No le gustaba malgastar aquel lujo sin precio que era el poco tabaco existente; pero el objetivo lo requería. El jefe del poblado estaba oliéndolo con los ojos entornados de gusto.
—Hemos estado fumando cortezas y hierba. Terrible.
—Peor que eso todavía —convino Drummond, quien se subió el cuello de pieles de su cazadora de aviador. El viento que comenzaba a soplar era terriblemente frío.
—¿Por qué has venido? —preguntó el cabecilla.
—Bien, sólo para ver cómo van las cosas. Estamos empezando nuevamente a tener un Gobierno en condiciones y arreglando que las cosas vayan bien de nuevo. Es preciso que sepamos cuánta gente queda, qué es lo que necesita.
—No querernos nada con el Gobierno —murmuró una mujer—. Ellos nos trajeron esto.
—Vamos, mujer, no diga eso. Nosotros no solicitamos que nos atacaran. —Mentalmente, Drummond cruzó los dedos como el que miente. Lo cierto es que no sabía, ni le preocupaba tampoco, a quién reprochar lo ocurrido. En ambos bandos, dejándose llevar su mutuo temor y fricción hasta la histeria, se había producido aquella espantosa guerra... De hecho, no estaba seguro del hecho que los Estados Unidos hubieran sido los primeros en lanzar cohetes atómicos. Nadie de los vivientes estaba en condiciones de saberlo.
—Es el juicio de Dios por todos nuestros pecados —dijo una voz de entre la media luz del crepúsculo. El crujido de la nieve bajo las botas acompañaban sus pa-labras como si la tierra riese a carcajadas—. Las plagas, la muerte por el fuego, los cohetes, ¿no está todo eso previsto en la Biblia? ¿No estamos acaso viviendo los últimos días del mundo?
—Tal vez. —Drummond se alegró de detenerse por fin delante de una cabaña, larga y de bajo techo. El argumento religioso era sensible al máximo entre aquellas gentes, y con un grupo relativamente numeroso en aquellas condiciones, era dinamita.
Entraron en la casa rudamente construida y arreglada, aunque bastante confortable en el interior. Con ellos, entraron bastantes personas más, todas curiosas y deseosas de saber algo, ya que aquel forastero con un avión era un acontecimiento fantástico.
Drummond miró discretamente por el interior de la casa, en busca de detalles. Tres mujeres..., aquello significaba el retorno al concubinato, hecho sólo esperado en una época de pocos hombres con brazo fuerte que imponían sus fuertes leyes. Ornamentos y utensilios, herramientas y armas de buena calidad... Sí, aquello con-firmaba los relatos oídos. Aquello no era exactamente un pueblo de bandidos; pero sí de individuos viajeros que se aprovechaban de los saqueos de otros lugares abandonados, construyendo así una especie de puesto de hegemonía sobre el país colindante. La cosa era demasiado común.
Por el suelo, había una perra dando de mamar a una camada de cachorros. Tenía tres perritos, uno de los cuales aparecía totalmente pelado, a otro le faltaban las orejas y el restante con más dedos en las patas que lo acostumbrado. Entre los chiquillos presentes, asombrados por la presencia de Drummond y con sus grandes ojos abiertos de sorpresa, había muchos que habían sido concebidos después de la guerra y una buena cuarta parte de ellos aparecían claramente monstruosos.
Drummond suspiró profundamente y se sentó. En cierta forma, aquello remachaba su sospecha. Había estado reuniendo tal evidencia durante mucho tiempo y al encontrar allí tales mutaciones, al igual que en alejados lugares donde directamente habían caído las bombas atómicas, suponía hallar en definitiva la prueba que nece-sitaba. Era preciso conducirse en términos amistosos, o renunciar en absoluto a descubrir nada de lo que se proponía. Era preciso conocer sus métodos de producción, sus recursos y cuanto hubiera de útil en conocer. Forzando una sonrisa, se sacó una botella del chaquetón de aviador.
—Whisky de verdad, amigos —dijo—. ¿Quién quiere un trago?
—¡Vamos! —clamaron a coro una docena diferente de voces exaltadas.
La botella circuló de mano en mano como un regalo divino. El jefe gritó una orden y una de sus mujeres se apresuró a trajinar en la estufa.
—Vamos, haznos algo de comer —dijo—. Me llamo Sam Buckman —concluyó, dirigiéndose al coronel Drummond.
—Me alegro de conocerle, Sam —repuso Drummond, estrechándole la velluda mano, dando a entender que no era un presumido señorito de la ciudad.
—¿Qué es lo que pasa por el mundo? —preguntó uno de los presentes—. Hace mucho tiempo que no sabemos nada de lo que ocurre.
—Pues no se han perdido mucho —respondió Drummond, atacando la comida que habían puesto ante él. La comida era bastante buena, considerando las cir-cunstancias—. Ustedes se encuentran mejor que la mayoría.
—Sí, quizá sí —dijo Sam, rascándose la poblada barba—. ¡Lo que daría por una navaja de afeitar! Pero no es fácil conseguirse una... El primer año, no estábamos mejor que el resto. Yo soy granjero. Había guardado algún grano, maíz, trigo y cebada en el invierno, aunque estábamos pasando hambre. Un puñado de evacuados y hambrientos asaltaron mi granja y pude venir hasta aquí. El próximo año volveré por allá para empezar de nuevo, con todo vacío...
Drummond dudó mucho que la hubiera abandonado; pero se calló. El profundo sentido de la supervivencia desafía todas las leyes humanas.
—Después vinieron otros y se establecieron también aquí —continuó Sam—. Trabajamos las tierras en comunidad; un hombre solo no puede vivir por sí mismo, sobre todo rodeado de bichos y plagas y con vagabundos y bandidos a su alrededor. Por aquí apenas si hay, aunque el año pasado tuvimos que batirnos a tiros con tropas enemigas. —Los ojos de Sam resplandecieron con el orgullo de su hazaña; pero Drummond no pareció impresionarse mucho. Un puñado de proscritos, muertos de hambre, perdidos en una tierra extraña y sin ninguna esperanza de volver a sus hogares, no debería ser nada formidable—. Las cosas van ahora algo mejor —continuó Sam—. Aquí vamos progresando lo mejor que podemos. Estaríamos mejor..., de no ser por los niños que nacen ahora...
—Sí, los nuevos chicos..., al igual que las plantas —dijo un viejo de los de la reunión, en cuyos ojos brillaba algo parecido a la locura—. Es la marca de la Bestia. Satán está suelto por el mundo.
—¡Cierra la boca! —exclamó Sam. Poniéndose en pie y echando fuego por los ojos, tomó por la garganta al viejo que había hablado, dispuesto a ahogarlo—. ¡Calla o te corto la cabeza! ¡Ningún hijo mío está marcado por el diablo!
—¡Ni mío!
—¡Ni mío tampoco...!
Un coro de voces surgió repitiendo la misma frase entre los hoscos individuos allí reunidos, en cuyos rostros se pintaba el miedo.
—¡Es el juicio de Dios, yo te lo digo! —chilló una vieja—. El fin del mundo está cerca. Prepárense para la segunda venida...
—¡Cállate tú también, Mag Schmidt! —tronó Sam dirigiéndose hacia ella—. Procura tener la boca cerrada o vete al diablo. Soy aquí el jefe y si no te gusta puedes largarte adonde quieras.
La mujer dio un paso atrás y permaneció en silencio como un animal acorralado. La habitación se llenó con un completo silencio, dejando oírse en el exterior el bramido del viento. Uno de sus chiquillos comenzó a llorar. La desgraciada criatura tenía dos cabezas.
Lenta y pesadamente, Buckman se volvió a Drummond, que seguía sentado inmóvil pegado a la pared.
—¿Ve usted? —preguntó sombríamente—. ¿Se fija usted cómo es? Quizá será la maldición de Dios, yo no lo sé. Quizá el mundo estará acabándose. Lo que sé es que hay muy pocos niños, y la mayor parte de ellos, deformados. ¿Podrá esto seguir así? ¿Serán monstruos todos nuestros hijos? ¿Deberíamos..., matarlos con la esperanza de volver a tener criaturas humanas? ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que debemos hacer?
Drummond se puso en pie. Sintió el peso de todos los siglos sobre sus hombros y el desamparo terrible y total de haber presenciado ya aquel pánico incoercible en las gentes y oído la desesperada llamada con demasiada frecuencia.
—No los maten —dijo—. Es la peor forma de asesinato que puede cometerse, y, de todas formas, ningún bien harán con eso. Eso procede de las bombas, y ustedes no han podido remediarlo. Han hecho bien con tener tales criaturas, y pronto se acostumbrarán a ellas.
IV
Para un estratocohete atómico no había distancia entre Minnesota y Oregón, y Drummond pudo tomar tierra nuevamente en Taylor hacia el mediodía del día siguiente. En aquella ocasión, no había que darse prisa para esconder el aparato bajo ninguna cubierta. Allá arriba, en las montañas, existía un trozo de tierra a propósito en donde se estaba construyendo un nuevo aeropuerto. Los hombres comenzaron a ir abandonando poco a poco su terror al cielo abierto. Había otro temor más grande con el que enfrentarse y para tal temor no valía esconderse.
Drummond recorrió la helada calle principal hasta la oficina central de la ciudad. Hacía un frío terrible, de tal intensidad que le calaba las ropas y los huesos. No se estaba mucho mejor en el interior de cualquier edificio. La escasez de combustible hacía del sistema de calefacción una broma pesada de recordar.
—¡Ya está de vuelta, por fin! —le saludó el general Robinson en la antesala de su oficina, galvanizado por la impaciencia. Drummond le pareció hallarlo más delgado y más nervioso, con aspecto de diez años más viejo—. ¡Cuénteme! ¿Cómo están las cosas? ¿Qué tal?
Drummond le mostró un grueso paquete de notas.
—Todo está aquí —dijo el coronel—. Todos los hechos que necesitábamos. No están formalmente relacionados todavía; pero la imagen precisa es bastante correcta.
El general le tomó del brazo y entró con él en su oficina. Notó que temblaba la mano de Robinson; pero tomó asiento y ya tenía una bebida ante sí antes de comenzar a hablar de los asuntos más urgentes.
—Ha realizado usted un buen trabajo, Hugh —dijo el general cálidamente—. Cuando el país se encuentre de nuevo organizado, le conseguiré una valiosa conde-coración por esto. Sus hombres en los demás aviones aún no han vuelto.
—No, tendrán que inspeccionar todavía bastante tiempo. El trabajo, en realidad, durará años. Yo he conseguido un somero perfil con este trabajo mío; pero será suficiente.
Robinson se sintió turbado al encontrarse con la triste y sombría mirada de Drummond. Murmuró vacilante:
—¿Es muy malo?
—Lo peor, general. Físicamente, el país se está recuperando. Pero biológicamente, hemos llegado a una encrucijada, habiendo elegido la peor desviación.
—¿Qué quiere usted decir?
Drummond lo explicó de forma directa y dura como un golpe de bayoneta.
—El coeficiente de natalidad es la mitad que el anterior a la guerra —dijo—. Casi aproximadamente el setenta y cinco por ciento de los niños son mutantes, de los cuales posiblemente los dos tercios serán útiles y presumiblemente fértiles. Por supuesto, esto no incluye las características de maduración tardía o las indetectables a simple vista, o las mutaciones de genes recesivos que debemos llevar forzosamente todos nosotros. Eso está por todas partes. No existen lugares de seguridad.
—Comprendo —dijo el general lentamente, tras un angustioso silencio. Después, como al hombre que le golpean brutalmente y aún no se ha dado cuenta, dijo
—La razón...
—Es obvia, general.
—Sí, el ir de las gentes a través de las áreas radiactivas...
—Creo que no es eso. Esto podría aplicarse a unos pocos, de haber sucedido. Recuerde los viejos resultados experimentales. La radiación temporal no produce una mutación a tan gran escala.
—No importa, es igual. Los hechos están ahí y eso es lo que cuenta. Tenemos que decidir como actuar.
—Y pronto —respondió Drummond apretando las mandíbulas—. Nuestra civilización está naufragando. Nosotros, al menos, hemos preservado nuestra continuidad cultural; pero aun eso está desapareciendo. La gente está volviéndose loca ante la vista de un monstruo tras otro. Es el miedo de lo desconocido, que golpea la mente todavía enferma por el horror de la guerra y sus consecuencias. La frustración de los padres, quizás el más básico instinto que existe. Esto conduce al infanticidio, a la deserción, a la desesperación; es un cáncer en las propias raíces de la sociedad. Es preciso actuar.
—¿Cómo, cómo? —dijo el general extendiendo las manos en un gesto de verdadero desamparo.
—No lo sé. Usted es el Jefe supremo. Quizás una campaña educacional, aunque eso es poco factible de poder realizarse. Quizá también, la aceleración de su programa de reintegración del país. Tal vez..., no lo sé.
Drummond llenó la pipa con un poco de tabaco. Sus provisiones estaban ya casi exhaustas; pero mejor sería dar unas cuantas chupadas para disipar sus profundas preocupaciones.
—Por supuesto —dijo pensativamente—, es probable que esto no sea el fin de todas las cosas. No se sabrá por una o dos generaciones; pero más bien me siento inclinado a creer que los mutantes podrán vivir y desarrollarse en la sociedad: lo harán mejor así, puesto que sobrepasarán en número a los humanos normales. Ésta situación no tiene precedentes. Podemos acabar como una cultura de variaciones especializadas, lo que sería un mal asunto desde un punto de vista evolucionista. Pueden existir luchas entre los tipos mutantes, con los humanos. El cruce podría producir malos resultados, especialmente cuando empezasen a manifestarse los factores recesivos acumulados. General Robinson, si queremos anteponernos a lo que debe suceder en los próximos siglos de la existencia humana, debemos actuar rápidamente. De otra forma, esto es una bola de nieve fuera de control.
—Sí, sí, Drummond, debemos actuar de prisa. Y con mano dura. —Robinson se pasó la mano por sus cabellos grises. Una expresión de firme decisión se observaba en su rostro; pero sus ojos miraban fijamente—. Estamos movilizados —dijo—. Disponemos de armas y de organización. No serán capaces de resistir.
Drummond sintió de pronto un estremecimiento de temor recorrerle la espina dorsal.
—¿Qué es lo que se propone, general? —exclamó.
—La muerte racial. Todos los mutantes y sus progenitores deben ser esterilizados dondequiera que se hallen y allí donde sean detectados.
—¡Está usted loco! —gritó Drummond saltando de su asiento, tomando las solapas del general y sacudiéndole sin contemplaciones—. Usted..., ¡pero eso es imposible! ¡Traerá con ello la revuelta, la guerra civil, el colapso final!
—No, si actuamos en la debida forma. —El sudor perlaba la frente del general—. No me gusta la medida más que a usted; pero debe hacerse o la raza humana habrá terminado. Los nacimientos normales son ya una cosa rara. —Se puso en pie respirando fatigosamente, excitado—. He estado pensando en esto mucho tiempo. He estudiado profundamente la cuestión. Sus hechos registrados no hacen más que venir a confirmar mis sospechas. ¿No lo ve usted claro? La evolución tiene que producirse lentamente. La vida no está dispuesta para cambios bruscos. A menos que no podamos salvar el remanente sano de la humanidad, éste será absorbido y los cambios continuarán y continuarán, sin saber su meta. O tendrían que producirse muchísimas recesiones mortales. En una extensa población, pueden acumularse inadvertidos hasta que casi todas las personas las tengan, y entonces surgir inmediatamente. Esto podría barrernos definitivamente del mapa. Ya ha ocurrido antes con los ciclos de población entre las ratas y los «lemings». Si eliminamos ahora a los mutantes que existen, aún podríamos salvar la raza. Podría hacerse sin crueldad. Podríamos esterilizarlos, lo que apenas causaría diferencias, excepto que esas gentes estarían incapacitadas para tener hijos. Es preciso hacerlo. —Su voz estalló en un grito desesperado—. ¡Es preciso hacerlo!
Drummond avanzó hacia el general y volvió a sacudirle con fuerza por los hombros. Robinson dejó escapar un fuerte suspiro y comenzó a llorar, lo que, de cierta forma, parecía en él lo más horrible de ver.
—¡Está loco! —le gritó Drummond—. Está usted perdiendo el sentido, rumiando en solitario tales ideas durante seis meses, sin saber o ser capaz de poder actuar en la debida forma. ¡Ha perdido usted todo sentido de la perspectiva!
Tras unos momentos, continuó:
—No podemos usar la violencia. En primer lugar, sería la quiebra o el completo trastorno de la civilización, sería algo así como comenzar una lucha entre perros enloquecidos. Ni siquiera podríamos vencer de modo alguno. Estamos desbordados en número, y sería absolutamente imposible luchar contra todo un continente y ni que decir nada con respecto a todo el planeta. Recuerde lo que dijimos una vez sobre la forma salvaje de arreglar las cosas. Nunca da el menor resultado. No es posible provocar el suicidio de la raza, por el simple hecho que estemos asustados para vivir en tales circunstancias.
El general se mantuvo silencioso y Drummond continuó con calma:
—Se mire como se mire, no proporcionaría el más mínimo bien. Los mutantes continuarán naciendo. El veneno está repartido por todas partes. Padres normales, darán al mundo hijos mutantes. Es preciso, entonces, aceptar el hecho real tal y como es, general. La nueva raza humana, tendrá que seguir así.
—Lo siento, Drummond —murmuró el general, pasándose una mano por la frente como apartando el fantasma de la angustia de su mente. En su expresión ya aparecía una cierta calma—. Yo..., estaba a punto de volverme loco. Sí, tiene usted razón. He estado pensando en todo esto, preocupándome y dándole constantes vueltas a la imaginación, en incontables noches de pesadilla, y cuando finalmente he conseguido dormir un poco ha sido para seguir soñando con ello. Yo..., sí, comprendo su punto de vista. Y tiene usted razón.
—Está bien. Está y ha estado usted bajo un peso abrumador. Tres años sin el menor descanso y con la responsabilidad de toda una nación... Es cierto, todo el mundo está desequilibrado en mayor o menor medida. Pero, de todos modos, elaboraremos una solución.
—Por supuesto que sí. —Robinson se tomó el último trago del vaso que tenía al alcance de la mano y se levantó—. Veamos..., la eugenesia, naturalmente... Si trabajamos de firme, podremos tener a la nación bastante bien organizada dentro de diez años. Entonces..., bien, supongo que no podremos evitar que los mutantes se crucen; pero sí que será posible establecer leyes que protejan a los humanos normales, dándoles alientos para su propagación. Puesto que los mutantes radicales, deberán ser estériles, casi con seguridad lo son la mayor parte de ellos, en desventaja de una u otra forma, en el aspecto genético, tras unas cuantas generaciones, podrá verse a los humanos nuevamente como raza dominante.
Drummond frunció el entrecejo. Se sentía preocupado. No parecía fácil que el general se mostrase razonable. De algún modo, había adquirido una ciega y obsesiva visión de dónde radicaba el problema humano. Con la misma calma, respondió al general:
—Eso no funcionará tampoco, general. Primero, será muy difícil imponerse por la fuerza. Segundo, no haríamos más que repetir la falacia del Herrenvolk . Si los mu-tantes son inferiores, deben ser conservados en el lugar que ocupan; forzar esta situación, especialmente en la mayoría, sólo podría hacerse disponiendo de un Estado totalitario. Tercero: No iría de ningún modo todo eso, ya que el resto del mundo, sin casi excepción ninguna, no se encuentra bajo nuestro control. No estaríamos tampoco en condiciones de gobernarles durante mucho tiempo, generaciones, probablemente. Antes de tal cosa, los mutantes dominarán todo y en todas partes y si se resienten de la forma en que son tratados en nuestro país los de su misma especie, creo que no habría sitio donde correr y ocultarse.
—En eso creo que va usted demasiado lejos. ¿Cómo sabe usted que esos cientos o miles de diferentes tipos de mutantes se unan para colaborar juntos? Son mucho menos parecidos entre sí de lo que nosotros lo somos. Seguramente cada uno de ellos estará más bien aislado del resto de los demás, e incluso incitarles a luchar entre ellos mismos.
—Puede ser. Pero eso conduciría de nuevo al viejo camino de la traición y la violencia, al camino del Infierno. Por el contrario, si cada uno de los individuos no completamente humanos es llamado «mutante» como si se tratase de una raza separada, el individuo pensará que lo es y actuará contra lo que considerará como ma-yor enemigo suyo, el «humano». No, el único camino prudente (el de la supervivencia) es abandonar el prejuicio de clases y el odio de razas, en bloque, y de una vez para siempre y considerar todos los individuos como tales individualidades. Todos somos terrestres..., y cualquier subclasificación es fatal. Debemos vivir todos juntos, y sería lo mejor de todo lo imaginable. —Drummond sonrió con cierto rasgo de humor y aña-dió—: Fin del sermón.
—Sí, sí..., también creo que tiene usted razón en esto.
—Vuelvo a repetir, de todos modos —continuó el coronel Drummond— que tales intentos serían absolutamente inútiles. Toda la Tierra está plagada del mismo fenómeno, de la mutación. Y seguirá por mucho tiempo. La raza humana más pura continuará produciendo todavía monstruosidades.
—Sí..., eso es cierto también. Creo que lo mejor que pueda hacerse es encontrar a la reserva puramente humana y llevarla a un nuevo y seguro lugar, en las áreas que aún quedan sin contaminación. Ello significaría una población pequeña: pero humana.
—¡Vuelvo a decirle que eso es imposible! —restalló Drummond—. No existen lugares seguros. Ni uno siquiera.
Robinson detuvo sus nerviosos paseos por la habitación y miró a Drummond como si se tratase de un real y verdadero enemigo físico.
—¿De modo que ésas tenemos? —refunfuñó encolerizado—. ¿Por qué?
Drummond le repuso lo que ya sabía por su viaje general de inspección por todo el territorio, añadiendo incrédulamente.
—Seguramente que usted sabía ya esto. Sus físicos han medido bien el problema. Sus doctores, sus ingenieros, esos geneticistas que yo he ido desenterrando para usted, también lo conocen. Y es preciso que conozca mucho de esas técnicas especializadas a fuerza de leer sus informes. ¡Tienen que haberlo dicho todo y repetir la misma cosa que yo!
Robinson sacudió la cabeza obstinadamente.
—No puede ser. No es razonable. Esa concentración no será bastante considerable.
—Bien, general, ¿por qué no dirige usted una mirada a su alrededor? ¡Las plantas, los animales, todo está igualmente afectado! ¿Acaso no se han producido aquí precisamente nacimientos anormales?
—No, ésta es una pequeña ciudad todavía, aunque ya haya muchas criaturas que esperan nacer. —El rostro de Robinson se retorció en una mueca—. Elaine está esperando dar a luz en cualquier momento, también. Está en el hospital. Ya sabe usted, nuestros otros hijos murieron todos al principio. Éste será el único que tengamos ahora. Deseamos que crezca del lado normal de la raza humana..., y no de la otra. Usted y yo estamos ya en el declive de la vida. Somos la vieja generación, la que ha hecho naufragar al mundo entero en la mayor catástrofe conocida en la Historia. Estamos obligados a rehacer de nuevo la humanidad y procurar que la disfruten nuestros hijos. Y debemos conseguir que se consiga cuanto antes, ¿no es cierto?
En el interior de Drummond surgió un agudo sentimiento de piedad, de comprensión y de misericordia, y una singular gentileza asomó a su huesuda cara.
—Sí —murmuro—, sí, general. Para eso está usted trabajando con todos sus medios, para reconstruir un futuro más saludable. Por eso estuvo a punto de volverse loco, cuando apareció la amenaza. Por eso se encuentra incapaz de comprender otra cosa distinta.
Puso el brazo alrededor de los hombros del viejo general y le empujó cariñosamente hacia la salida.
—Vamos —dijo—. Vayamos a ver cómo está su esposa. Tal vez encontremos algunas flores en el camino.
V
Un frío cortante y despiadado les mordió la carne conforme avanzaban calle abajo. La nieve crujía bajo sus zapatos. Era ya el atardecer y la ciudad aparecía recubierta con una suave neblina y el humo de las chimeneas de las casas; pero el cielo estaba increíblemente limpio y azul. El ruido que formaban los hombres que trabajan en las montañas les llegó claramente.
—No sería posible emigrar a otro planeta, ¿verdad? —preguntó Robinson, contestándose en seguida a sí mismo—: No, nos falta organización y recursos. Tampoco resultan habitables, de todos modos. Tendremos que seguir viviendo aquí en la Tierra. Unos cuantos lugares seguros, como éste..., sí, tiene que haber otros más, donde poder alojar a los verdaderos humanos hasta que termine el período de las mutaciones. Sí, creo que podremos conseguirlo.
—No hay lugar seguro en ninguna parte, general —insistió Drummond, y para cambiar de tema, continuó—: A propósito, ¿qué piensa de todo esto su geneticista? Biológicamente hablando, claro está...
—No lo sabe. En esta especialidad, existen inmensas lagunas. Puede hacer una inteligente suposición, eso es todo.
—Sí. De todas formas, nuestro problema radica en aprender a vivir con los mutantes, aceptarlos a todos como..., como terrestres, sin importar la presencia que tengan y dejar de pensar en cualquier cosa que presuponga el uso de la violencia. Es divertido —añadió el coronel Drummond con una triste sonrisa—, cómo las virtudes nunca practicadas se han convertido ahora en una necesidad de supervivencia. Tal vez, ello fue siempre cierto; pero ha sido preciso que llegue el momento para que lo veamos como un hecho sencillo. Ahora tenemos que convencer de esto mismo al resto del mundo. Trato de imaginarme si podremos hacerlo...
Encontraron en el camino algunas flores, criadas en el interior de una casa y Robinson las adquirió a cambio del resto del tabaco que le quedaba en el bolsillo. Cuando llegó al hospital, estaba sudando. El sudor se le helaba en el rostro conforme caminaba.
El centro médico era el mayor edificio de la ciudad, hallándose bastante bien equipado. Una enfermera les salió al encuentro.
—Estaba a punto de enviar a llamarle, general Robinson —dijo—. La criatura está a punto de nacer.
—¿Cómo..., cómo está ella?
—Muy bien, señor. Tenga la bondad de esperar, por favor.
Drummond se dejó caer en un sillón, observando el febril ir y venir de Robinson, mientras aguardaban el acontecimiento. «Pobre hombre..., pobre hombre... ¿Por qué sonreirán a los padres que se encuentran en tales circunstancias? Es como reírse de un hombre que está en el potro del tormento... Yo lo sé, Bárbara...»
—Han conseguido algunos anestésicos —murmuró el general—. Ellos..., Elaine no ha sido nunca muy fuerte...
—Todo irá bien, general, no se preocupe.
«Lo que viene detrás es lo que a mí me preocupa...», pensó sombríamente Drummond.
—Sí, ya veremos. ¿Cuánto tiempo se llevará?...
—Pues eso depende. Vamos, señor, tómelo con calma.
Drummond sacrificó su más valioso resto de tabaco, cargó una pipa y se la ofreció al general.
—Aquí tiene, señor. Necesita fumar un poco. Esto le sentará bien.
—Oh, gracias, Drummond.
Los minutos pasaron lentos e interminables, se fueron poco a poco convirtiendo en horas, y Drummond no cesaba de preguntarse qué haría cuando ello sucediese. No debería ocurrir nada de malo para Elaine. Pero las oportunidades estaban todas contra tan fácil solución. No era él un psiquiatra. Mejor dejar de preocuparse y que las cosas ocurrieran como tuviesen que ocurrir.
La terrible espera llegó a su fin. Un médico irrumpió frente a ellos, inescrutable bajo su mascarilla de cirugía. Robinson permaneció frente al doctor, inmóvil.
—Es usted un hombre magnífico —dijo el médico—. Ahora necesitará hacer acopio de todo su valor —concluyó, al quitarse la máscara del quirófano.
—Ella... —Y su voz sonó apenas a voz humana.
—Su esposa se encuentra bastante bien. La criatura...
Una enfermera trajo en seguida a la criaturita recién nacida. Era un niño. Pero sus miembros eran unos flexibles tentáculos más parecidos al caucho que a unos miembros humanos. Robinson miró fascinado y pareció como si algo de su vida se escapase de él. Tenía el rostro de un cadáver.
—Es usted un hombre afortunado —le dijo Drummond, con la convicción del que siente lo que dice—. Después de todo, aprenderá a usar esos..., esos brazos. Quizás, a su debido tiempo, la cirugía le ayude. Vivirá y lo hará bien. Puede que tenga cierta ventaja para determinados tipos de trabajo. No es una deformidad, realmente. Si no hay otra cosa más, tendrá usted un muchacho magnífico.
—Sí... —susurró Robinson—. ¿Cómo puede usted decir eso?
—Nadie puede hacerlo aún. Pero usted tiene arrestos y Elaine también. Tienen que tenerlos juntos. Sí, juntos. Ahora veo por qué usted no comprendía el problema, general. No quería entenderlo. Era como un bloqueo psicológico, en el que suprimía un hecho al que no se atrevía a mirar cara a cara. Este niño constituía la esperanza de toda su vida. Usted no podía pensar la verdad acerca de él y los riesgos que se correría al nacer, y, por tanto, su subconsciente rehusaba permitirle a usted pensar racionalmente en la cuestión de la mutación, en absoluto.
»Ahora lo verá usted. Ahora comprenderá, general, que no existe ni un solo lugar escondido en ninguna parte del mundo. La tremenda incidencia de los nacimientos de criaturas mutantes en la primera generación, se lo explica todo por sí mismo. La mayor parte de esos rasgos serán recesivos, lo que significa que ambos progenitores tienen que tenerlos para que se manifiesten en la criatura. Pero los cambios genéticos son azarosos, como los albinos, o el trébol de cuatro hojas, por ejemplo. Piense qué grande tiene que ser el número total de tales cambios, para producir las correspondientes alteraciones en el macho y la hembra, durante estos tres años pasados. Piense en cuántos, cuantísimos recesivos tiene que haber, solamente en los esquemas de los genes hasta que se manifiestan. Debemos tomar nuestras disposiciones sobre algo que está acumulándose. No podrá conocerse hasta demasiado tarde.
—El polvo radiactivo... —farfulló el general Robinson.
—Así es —confirmó Drummond—. Es coloidal. Incontables otros radiocoloides se formaron al estallar las bombas; la suciedad y el polvo corriente, con la ayuda del aire, lo tomaron en forma de isótopos inestables en la proximidad de los cráteres formados por las explosiones. El peligro se halla extendido por todo el mundo, sin excepción, impulsado y transportado por el viento. La concentración no es suficientemente alta para la vida en general, se encuentra bastante cerca del límite de seguridad; y lo más seguro es que se propague el cáncer de forma impresionante. Pero es igual por todas partes. En cada bocanada de aire que respiramos, en cada bocado de alimento que ingerimos, en el agua, en cada lugar en que ponemos el pie al caminar, allí se en-cuentra la radiación. Se encuentra allá arriba en la estratosfera, y en todas partes. No hay escape posible, el daño ya lo tenemos en nuestro organismo.
»Las mutaciones fueron raras antes, porque una partícula cargada tiene que hallarse muy cerca de los genes y moverse rápidamente antes que sus efectos elec-tromagnéticos causen daño y el cambio químico correspondiente, y que, después, el cromosoma particular entre en reproducción. Pero ahora, las partículas cargadas de radiación y los rayos gamma, que producen aún mayor efecto, están por todas partes. Muchísimos genes contienen en sí mismos átomos radiactivos. Incluso a concentración comparativamente baja, las condiciones son tales para un organismo dado con gran cantidad de células cambiadas, que al menos una dé oportunidad a un mutante, cuando se reproduce. Existen, no obstante, oportunidades para que haya un gran número de factores recesivos en la primera generación. Pero nadie está libre, no hay lugar seguro.
—El geneticista —dijo Robinson, casi mecánicamente—, cree que continuarán, a pesar de todo, bastantes humanos verdaderos y normales.
—Creo que serán muy pocos, probablemente. Después de todo, la radiactividad no está demasiado concentrada y va consumiéndose lentamente. Pero se llevará de cincuenta a cien años hasta quedar reducida a un valor insignificante, y para entonces la reserva «pura» se hallará de todas formas en la completa minoría. Sin contar con los factores recesivos, que esperan a manifestarse.
—Tiene usted razón. Nunca debimos haber impulsado a la Ciencia. Nos ha traído el fin de la raza.
—Yo nunca dije eso, general. La raza trajo su propia destrucción con el abuso de la ciencia. Nuestra cultura era de todas formas científica, en todo, excepto en una base psicológica. Nos corresponde a nosotros dar este último y más duro paso. Si lo hacemos, el hombre (o los descendientes del hombre) pueden sobrevivir todavía.
Drummond empujó gentilmente al viejo general hacia la entrada de la habitación.
—Está usted deshecho, general —dijo—. Mañana lo verá de forma distinta. Vaya y quédese con Elaine. Dele mis recuerdos más cariñosos y después descanse bastante antes de recomenzar el trabajo. Sigo creyendo que tendrán ustedes un chico magnífico.
Mecánicamente, el Presidente de los Estados Unidos, de facto, dejó la habitación. Hugh Drummond se le quedó mirando un momento y salió a la calle, levantándose el cuello de pieles de su chaquetón para protegerse del intenso frío.
Encadenamiento Lógico
I
El hermano trajo
con él la ruina
y hermanos y hermanas
rompen lazos de familia.
Ni un solo hombre
ama a su prójimo.
Duro es el mundo.
La prostitución crece.
Es el tiempo del hacha,
y el tiempo de la espada.
El escudo está hendido,
el huracán sopla
y el lobo aúlla,
es el mundo que acaba...
(Del poema ELDER EDDA)
Casi siempre permanecía solo y aun cuando los otros se hallaban junto a él, daba la impresión de encontrarse muy lejos, ausente, engolfado en un extraño y lejano mundo. Su único compañero era un perro flacucho, mestizo y de pelo gris, con la cabeza conformada de extraña forma y propenso a las actitudes salvajes. Los dos habían viajado siempre juntos por la vacía campiña, las ondulantes praderas y los bosques y a través de los accidentados pasajes del río, a lo largo de millas y millas. Ambos formaban una extraña pareja, paseando a lo largo de una cresta montañosa contra el rojizo resplandor del crepúsculo: el delgado, andrajoso y cabezudo muchacho, como un enano sacado de alguna leyenda y el perro siempre siguiéndole fielmente los pasos.
Roderick Wayne les vio conforme paseaba de vuelta al hogar por la orilla del río. Ellos trotaban a buen paso por la otra orilla en el escarpado. Les llamó la atención y ellos se detuvieron; el muchacho se quedó fijamente mirando, casi como si se preguntase quién sería el hombre que le había llamado desde la otra orilla. Wayne ya conocía tal actitud del pequeño, aunque Alaric se le aparecía en aquel momento como el perfil de una gárgola contra el fantástico color rojo del horizonte en el crepúsculo. Sabía que su hijo le miraba, como tratando de enfocar bien su figura, y como si se esforzara en recordar quién era. El mismo dolor de siempre le punzó en el interior de su espíritu. Sin embargo, volvió a llamar:
—¡Ven aquí, Al!
Wayne había tenido un día de duro trabajo en la tienda y estaba cansado. El arreglar máquinas era un duro descenso para él, que había sido catedrático de ma-temáticas en el Southvale College; pero el mundo entero se había derrumbado y los hombres sobrevivían de la mejor forma posible en sus ruinas. Él se hallaba mejor que muchos..., no había tampoco por qué quejarse.
De siempre había tenido la costumbre de darse un paseo diario junto al río que atravesaba el paisaje de la ciudad, cada tarde al final de las clases, fumando su pipa y manejando su bastón, pensando qué tendría la buena de Karen para cenar, o igualmente en la impersonal belleza de los últimos desarrollos científicos en el terreno matemático de la mecánica cuántica, dos tópicos no tan faltos de relación como a primera vista podría suponerse. Los dulces atardeceres del verano no eran realmente para malgastarlos en plantearse problemas para el día próximo, siempre habría tiempo para ello. Wayne siempre paseaba a sus anchas de la misma forma, dando chupadas a su vieja pipa y respirando el aire fresco del atardecer, observando el reflejo de los altos árboles en el espejo de las aguas o el color de oro fundido del crepúsculo. Siempre se encontraba con algunos estudiantes que le saludaban cariñosamente al paso, ya que Wayne era hombre muy querido y estimado. Cuando esto no ocurría, sólo existían él mismo, el río y la estrella de la tarde.
Pero de aquello ya hacía dieciséis años, y el recuerdo de aquel tiempo se hallaba casi diluido en su memoria. La breve e increíble pesadilla horrenda de la guerra, que había barrido de la faz de la Tierra casi todas las grandes ciudades en un par de meses, con sus secuelas horribles del hambre, la destrucción, la epidemia, las batallas, el enemigo y el retorcimiento del destino humano, había borrado también la bella y plácida imagen de aquellos hermosos días pasados, distorsionándolos al igual que las rocas a través del agua de una rápida corriente.
Entonces, el campo aparecía en una espantosa desolación, sin ganados que pacieran en sus altas hierbas y con aquellos racimos de viejos edificios que parecían mirar fijamente con ojos sin vida como esqueletos sepulcrales.
Destruidas las ciudades, la cultura del mundo se hundió en luchas fratricidas por disputarse restos de comida o de ropa. Ya no eran precisos los profesores; sino una desesperada escasez de mecánicos y técnicos. Southvale, una aletargada ciudad universitaria dentro de la zona agrícola del Medio Oeste, se organizó en una dictadura de tipo comunista, para defender lo que tenía. Aquellos habían sido unos tiempos crueles y duros, en que cada forastero era hallado siempre con armas en la mano. Habían sido innumerables las batallas con los vagabundos salteadores muertos de hambre.
Una vez acabadas las plagas vegetales, habían trabajado de firme y ahorrado suficiente alimento para poder sobrevivir en el primer invierno. De allí en adelante, era indispensable hacer andar la máquina agrícola. Cuando se acabó la gasolina, fue preciso echar mano a la fuerza del caballo, de la mula, del buey y del propio hombre. Y así es como Wayne fue asignado al cuidado del almacén de maquinaria, y de cierta forma y ante su propia sorpresa, halló que pronto se convertía en un excelente mecánico. Su talento para conseguir piezas de repuesto de los tractores y automóviles, entonces abandonados y sin uso posible, y cuya tarea inapreciada al servicio de las máquinas destinadas al alimento humano, le valieron el sobrenombre de Caníbal, siendo pronto elevado al puesto de superintendente general.
De aquello, ya hacía bastante tiempo y desde entonces las cosas habían mejorado sensiblemente. La dictadura del principio había desaparecido, y Southvale formaba ya parte de la nación. Pero aún seguía sin necesidad de profesores, contando con suficientes maestros de primera enseñanza para la escasa población infantil. En consecuencia, Wayne continuó como jefe de la maquinaria de la ciudad. A pesar de todo, sólo era un hombre muy cansado, descuidadamente vestido con unos pantalones zurcidos y grasientos que volvía a casa para cenar y cuyos pensamientos se ensombrecieron a la vista de su hijo.
Alaric Wayne descendió del escarpado y cruzó el puente a pocas yardas de la superficie del río, uniéndose a su padre. Formaban el más singular contraste: el hom-bre, alto, encorvado de espaldas, cabellos grises y un rostro alargado; el muchacho, demasiado pequeño para sus catorce años, esbelto y andrajoso, aunque con el frágil cuerpo demasiado corto para sus largas piernas y la cabeza un poco demasiado grande para el resto de los demás miembros. Bajo su enmarañado pelo castaño, su cara tenía un corte delicado; pero sus enormes ojos azules aparecían vacíos de expresión.
—¿Dónde has estado todo el día, hijo? —preguntó Wayne.
En realidad no esperaba ninguna respuesta, y ninguna obtuvo. Alaric raramente hablaba, e incluso no parecía oír muchas de las preguntas que se le hacían. Parecía mirar al vacío, como si fuera una criatura ciega; no obstante, existía una cierta gracia en sus movimientos.
En la mirada de Wayne sólo había piedad y una infinita pesadumbre en su mente. «Éste es el futuro —pensó—. Ésta fue la decisión del hombre, el vender locamente el derecho a nacer, su existencia racial y todo por las soberanas prerrogativas de naciones que aún existen, sólo en la memoria y el recuerdo. Lo que venga después sólo Dios lo sabe.»
Subieron juntos una pequeña colina y pronto estuvieron en una de las calles de la ciudad. La hierba había crecido entre los adoquines de las aceras y el empedrado de la calzada. Muchas casas mostraban aún sus trágicas ruinas, totalmente abandonadas. Un poco más hacia el interior, llegaron al distrito habitado. La población había descendido a la mitad de la época anterior a la guerra, a través de las privaciones, las luchas y la esterilidad, aunque se había producido alguna ligera emigración una vez que se levantaron las restricciones impuestas.
Al primer golpe de vista, Southvale tenía el aspecto de una ciudad medieval. Una carreta arrastrada por caballos crujía a poca distancia. La gente se dirigía al mercado, vestida con toscas ropas caseras, llevando antorchas y candelas en la mano para alumbrarse. A través de las ventanas de las casas habitadas, podía observarse el tibio resplandor de las candelas que se usaran en siglos pasados.
Después, podían observarse más de cerca los perros, el ganado..., y los niños.
Un par de pilluelos pasaban por los alrededores, normales según los antiguos conceptos de las criaturas, y bastante normales en sus gritos a pesar de las voces de «¡Mutie! ¡Mutie!» , que dejaron escapar al paso. Alaric no pareció darse cuenta de su presencia; pero su perro ladró furiosamente. En la semioscuridad del atardecer, la gran cabeza redonda del animal, parecía algo demoníaco y sus ojos fulguraban con una llama rojiza.
Pasó otra banda de chiquillos tan sucios y desarrapados como los demás, pero..., no humanos. Niños mutantes. No había dos semejantes. Uno tenía por ejemplo una cara bestial. Otro con un dedo menos o de más, de los cinco normales de la mano. Otros con los pies sin dedos, o en forma de cascos, con la espalda retorcida en la forma más grotesca. Enanos pataleantes. Gigantes acromegálicos de siete pies de altura a los seis años de edad. Otro con una imponente barba a los ocho años. Y peor aún.
No todos estaban deformados. La mayor parte de las mutaciones sufridas al nacer eran, naturalmente, desfavorables; pero ninguna en aquel grupo era claramente una desventaja para la criatura portadora del cambio sufrido. Algunos tenían un aspecto completamente normal; sus diferencias internas habían sido descubiertas más o menos accidentalmente. Probablemente muchos de los chicos «humanos» tendrían tales variaciones, insospechadas, o probablemente también alguna mutación latente que se manifestaría después. Tampoco eran deformidades, todas las variaciones. Las piernas extremadamente largas, o un metabolismo altamente anormal, por ejemplo, podían ser más bien una ventaja, que un defecto o retroceso en la evolución.
Aquéllas eran las dos clases de niños en Southvale y, naturalmente, en el resto del mundo. Un tercero y lastimoso grupo, apenas si contaba; el formado por los mutantes sin esperanza, nacidos con alguna terrible desventaja de mente o de cuerpo que usualmente le llevaba a la muerte en pocos años.
Pero Wayne no había visto ni oído la presencia de estos últimos, y a despecho de los relatos fantásticos de «superhombres» dudó mucho que tal cosa hubiera sucedido. Había criaturas cuya presencia era un verdadero horror, como el chiquillo de Martin, con ojos de águila y una total sordera.
Wayne saludó con la mano a aquel muchacho que corrió junto a la banda de mutantes, y el chico le devolvió el saludo. El resto le ignoró absolutamente. Los mutantes se mostraban avergonzados de los humanos, y con frecuencia resentidos y sospechosos. Pero no era posible reprocharles nada. La primera generación había sido tratada sin piedad por los chicos normales, conforme iban creciendo y habían tenido que soportar muchas humillaciones y abusos por la despiadada discriminación de parte de los adultos. En aquellos días, con la mayor parte de sus perseguidores en edad madura, los mutantes se encontraban en franca mayoría entre los chiquillos, y apenas tenían nada que ver con los humanos normales, más allá de alguna que otra pelea ais-lada. Los mayores llegaron a la conclusión que ellos heredarían la Tierra y estaban contentos con esperar. La vejez y la muerte serían sus mejores aliados.
Pero Alaric... A Wayne, el dolor no olvidado volvía siempre a herirle en igual medida. No estaba seguro de nada. Cierto que el chico era un mutante; una inspección a rayos X efectuada con el único aparato puesto recientemente en funcionamiento en la ciudad había demostrado que sus órganos internos se hallaban trastocados en su posición normal. Aquello no significaba mucho, realmente, había ya ocurrido eventualmente antes de la guerra. Lo más doloroso para el padre era que parecía ostentar trazas de retrasado mental; ya que hablaba tan poco y tan pobremente y ni siquiera asistía a la escuela elemental, pareciendo totalmente ausente del mundo real que le rodeaba. Pero..., bien, el muchacho leía asombrosamente bien y a tremenda velocidad, si no fuese flojo en volver las páginas. Le gustaba estar siempre rodeado de aparatos mecánicos o físicos. Wayne había salvado muchos del abandonado laboratorio de la Universidad. Alaric parecía fascinado con ellos, aunque aparentemente no existía propósito alguno en sus juegos con tales aparatos. De vez en cuando hacía alguna extraña pregunta, para volver a caer en la misma soberana indiferencia con que contemplaba el mundo exterior.
Pero Alaric era todo cuanto tenía el matrimonio. El pequeño Ike, nacido antes de la guerra, había muerto de hambre el primer invierno de la posguerra. Desde el nacimiento de Al, no habían tenido más criaturas. La radiactividad parecía ejercer una mayor actividad sobre determinadas personas en forma esterilizante. Por lo demás, Alaric era un buen chico, se conducía bien, era tímido y desde luego no hacía sufrir a sus padres. Lo que más resaltaba en el chico era su falta de color.
Llegaron por fin a la casa y Karen salió a recibirles a la puerta. La simple visión de la rubia vivacidad de su esposa fue bastante para elevar el espíritu decaído de Wayne.
—Hola, caballeros —dijo ella—. ¿A que no sabes lo que pasa? Imagínatelo.
—Pues..., no sabría decirlo.
—Un reactor del Gobierno pasó hoy por aquí. Tendremos un servicio aéreo regular.
—¡Déjate de bromas!
—De veras, cariño. Lo he sabido directamente del mismo piloto, nada menos que un coronel. Yo estaba junto al campo, camino del mercado sobre el mediodía, cuando aterrizó, y me apresuré a entrar en conversación con él.
—No deberías haberlo hecho.
—Pues claro que sí. Siempre es interesante conocer lo que ocurre. Otros transeúntes, supieron la noticia.
—Humm... —Wayne entró en la casa—. Desde luego, yo tenía noticias ya que el Gobierno inauguraba una línea aérea; pero nunca imaginé que esta ciudad tendría un lugar en ella, aun en el caso de disponer de ese claro de terreno, que eufemísticamente se llama un aeropuerto.
—De todas formas, piensa qué bueno es esto, piensa en los negocios que aportará. Podremos tener ropas, combustible, maquinaria, alimentos..., no, supongo que esto lo tendremos que resolver nosotros. A propósito, la sopa está preparada.
Era una buena comida, falta de ingredientes; pero sobrada de imaginación. Wayne la atacó vigorosamente; pero su mente permanecía inquieta.
—Es divertido —murmuró— cómo una civilización se supera a sí misma. Crece hasta la cima y se destruye en una guerra devastadora tan de colosales proporciones, que tuvimos que recomenzar desde la última miseria, de las mismas cenizas de las ruinas. Pero nos quedaron algunas máquinas, y suficiente conocimiento para re-construir sin demasiadas dificultades. Nuestras autopistas y ferrocarriles, por ejemplo, desaparecieron y ahora vamos a reemplazarlas con una línea aérea nacional. De igual forma, imagino que más tarde pasaremos de un solo golpe desde andar a pie, a volar en aviones particulares.
—Ya no volveremos a estar más tiempo aislados —dijo Karen animada—. Volveremos a formar parte del mundo nuevamente.
—Humm..., de lo que queda, que no es mucho. Europa y la mayor parte de Asia, según tengo entendido, están demasiado alejados de nosotros para que cuenten y la zona sur del país se encuentra todavía en un estado bastante salvaje y primitivo.
—Habrá una curiosa nueva cultura —dijo Karen pensativamente—. Ciudades esparcidas y deshechas, conectadas por aviones rápidos y modernos, tan pronto que probablemente no tengan necesidad de crecer nuevamente. Y entre ellas, fajas inmensas de país salvaje, y..., bien, será una cosa extraña.
—Sí que lo será —confirmó su marido—. Pero difícilmente podemos extrapolar nuestra presunción. En lugares como este, la gente ya ha vuelto bastante bien a tenerse en pie; las plagas vegetales han desaparecido; los proscritos, suprimidos o alejados a zonas remotas. La ley marcial ya fue suprimida, hace unos nueve años, cuando los Estados Unidos y el Canadá se unieron formalmente y eligieron Presidente a Hugh Drummond.
—¡Ya sé un poco de todo eso, oh, hombre omnisciente! ¿Adónde quieres llegar?
—Pues sencillamente a esto. A despecho de cuanto se ha logrado, queda todavía mucho camino que recorrer. El sur del país es una bárbara anarquía. Tenemos un contacto muy precario con algunas ciudades y distritos de Latinoamérica, Rusia, China, Australia y Sudáfrica y unas cuantas pocas zonas más. Pero aparte que nosotros, los habitantes del norte de la Unión Norteamericana, nos hallamos en una isla de civilización dentro de un mar de salvajismo, ¿qué podrá venir de todo esto? No es fácil predecirlo. O quizá sea mejor preguntarse: ¿qué vendrá de los mutantes?
Los ojos de Karen se entristecieron al buscar los de su hijito, inescrutables como siempre.
—Quizás..., al fin..., el superhombre —dijo.
—No es probable en absoluto, querida, aunque constituya la leyenda de la posguerra. Tú sabes cuántos genes mutados recesivos tienen que existir, para volver a mostrarse imprevisiblemente en los siglos que vendrán. No habrá familia en la Tierra que no produzca alguna alteración imprevista en las próximas generaciones. Y muy pocas de estas características pueden ser favorables. Dios solo sabe cuál podrá ser el resultado; pero, desgraciadamente, no serán realmente «humanos».
—Puede que tal mundo tenga otro significado.
—Tal vez, Karen. Pero no por ahora.
—Sin embargo —insistió Karen—, si todos los cambios favorables se muestran en una individualidad, ¿no podría resultar así un verdadero superhombre?
—Supones que todas esas características aparezcan favorables y ligadas entre sí. Pero son incontables las posibilidades que hay en contra para que tal cosa ocurra. Y de todos modos, ¿qué es un superhombre? ¿Un organismo a prueba de balas, y de mil caballos de fuerza? ¿Un enano macrocéfalo expresándose en símbolos lógicos? Supongo que quieres referirte a un ser lo más parecido a un semidiós, un ser humano mejoradísimo y altamente evolucionado. Pero puedo garantizarte que los cambios tendrán mucha menos importancia, Karen. Sería deseable un cambio menor en lo físico. Cualquier psicólogo podría decirte que el Homo sapiens está a mucha distancia aún de haber logrado la completa capacidad que en él reside. Está necesitado de educación y entrenamiento, no de mayor evolución orgánica. De cualquier forma, querida, estamos argumentando en vacío. El Homo sapiens ha provocado el suicidio de la raza. Los mutantes serán hombres.
—Sí, supongo que sí. ¿Qué te ha parecido la carne?
Tras haber cenado, Wayne se sentó en su cómodo sillón. El tabaco y los periódicos aún no eran cosas al alcance de la mano y el Gobierno tenía a su disposición y para su servicio los pocos aparatos de radio y televisión que se producían en sus factorías nuevas o reconstruidas. Pero disponía de una gran biblioteca, con sus propios libros y los que había rescatado de la Universidad evitando así su destrucción, muchos de ellos de verdadero valor.
Abrió uno de ellos, un pequeño volumen y pasó la mirada por los primeros versos, que ya conocía de memoria:
Y nosotros, que ahora gozamos en el Mundo
partiremos. El Verano volverá a vestirse de flores.
Nosotros volveremos bajo la Capa de la Tierra.
Descenderemos..., —haremos otra Capa—, y, ¿para quién?
Dirigió los ojos hacia su hijo Alaric. El muchacho estaba sentado en el suelo junto a una pila de libros a su alcance. Sus ojos iban vivamente de uno a otro, hojeando locamente las páginas y en lugar del vacío de sus grandes ojos azules, brillaba en ellos una llama fantástica. Los libros eran: La Teoría de las Funciones, Mecánica Nuclear, Manual de Física y Química, Principios de Psicología, Termodinámica, Ingeniería de los Cohetes, Introducción a la Bioquímica, etc. Ninguno de ellos podía ser tocado a la ligera o alternado en el estudio de aquella forma. El genio más grande de la historia no podría haberlo hecho. Y un muchacho como aquél..., no, Alaric estaba solamente pasando páginas y más páginas. Sólo podía ser..., ¿un retrasado mental?
«Bien —pensó Wayne—. Será mejor que me vaya a la cama. Estoy cansado de veras. Mañana es domingo. Buena cosa es que tengamos descanso de nuevo un día a la semana y poder dormir hasta tarde...»
II
En la banda de Richard Hammer había unos cincuenta hombres y diez mujeres, igualmente furtivas, andrajosas y de mucho cuidado. Se movían lentamente a lo largo de la orilla del río, soltando maldiciones contra las piedras con las que iban tropezando, en feroces palabras entrecortadas. Sobre sus cabezas, la luna en cuarto creciente expandía una suave luz en un cielo nublado. El río continuaba su rápida corriente, la escasa luz de la luna iluminaba a medias el paisaje y la oscuridad, y el viento soplaba con furia entre los árboles. En algún lugar de las cercanías un perro aulló y una vaca salvaje emitió un mugido de alarma avisando a su ternero. La noche era fría, húmeda e interminable.
—¡Dick! ¿Cuánto falta todavía?
Hammer se volvió hacia el hombre que le había hecho la pregunta en voz baja, entre el oscuro grupo de seguidores.
—Cierra la boca —gruñó—. No hables mientras caminamos.
—Hablaré cuando me de la gana —dijo entonces en voz más fuerte.
Hammer cuadró los hombros fuertes de su corpachón de atleta y levantó su barbuda cara agresivamente a la luz de la luna.
—Todavía soy el jefe —advirtió—. Siempre que quieras luchar conmigo por el puesto, puedes hacerlo. Adelante.
En la mano sostenía el arma de fuego que le quedaba, un rifle y una cartuchera con unos cuantos cartuchos; pero con el cuchillo y el palo, pies y dientes resultaba todavía el más duro luchador de la partida.
Aquello era lo que le había permitido continuar vivo todavía, en aquellos terribles años de continuas riñas, de hambre y de vagar sin esperanza, ya que ningún bandido se hallaba seguro sin un jefe que le condujera.
—Está bien, está bien —respondió el otro individuo—. Pero estoy cansado y hambriento y este camino no se acaba nunca.
—No falta mucho —prometió Hammer—. Conozco este territorio. ¡Vamos y calladitos!
El grupo continuó avanzando, medio dormidos por el cansancio; sólo el agudo grito del hambre en sus estómagos les mantenía en marcha constante. Había sido una larga jornada a través de cientos de millas de devastado territorio del sur. Resultaba muy duro y amargo atravesar las ricas granjas del norte, sin poder llevarse apenas que unos cuantos pollos y gallinas y unos puñados de maíz. Pero Hammer insistía en su secreto destino y era capaz de dominarles lo suficiente como para hacer que le siguieran, sin rechistar. Aún no se había decidido a revelar su plan de campaña; pero el hallarse dentro de un territorio civilizado presuponía luchar y matar o morir, seguramente.
La luna ya estaba baja en el horizonte cuando Hammer ordenó un alto en la marcha. Habían dado cima a un alto repecho desde el que se contemplaba una masa oscura a unas dos millas de distancia, una ciudad.
—Ahora podrán dormir todos —ordenó el cabecilla—. Atacaremos poco antes del amanecer. Tomaremos la plaza con toda la comida que hay allí, casas, mujeres, ¡licor!, y mucho más, muchachos.
La banda estaba demasiado cansada para ocuparse de otra cosa que no fuera dormir. Se esparcieron por el suelo, como animales arropados con harapos y trozos de pieles, con sus cuchillos y palos, guadañas, hachas e incluso arcos y flechas. Hammer se sentó en el suelo y permaneció inmóvil, como un enorme gorila barbudo, con su maciza cara mirando a la ciudad. Un par de sus lugartenientes, jóvenes flacos y endurecidos por la lucha que sostenían a su lado, se le unieron.
—De acuerdo, Dick, ¿cuál es la idea? —murmuró uno de ellos—. No iremos a destruirla, sí eso fuera todo, ya hemos pasado por otras en el camino que traemos. ¿Qué estás tramando?
—Muchas cosas —respondió Hammer—. Ahora, no hagan ruido y se lo explicaré. Mi idea les dará además de muchos días de buena comida y bebida y buen descanso, algo más..., un hogar.
—¡Un hogar! —susurró el otro proscrito. Sus fríos ojos se iluminaron de una forma singular—. ¡Un hogar! Eso suena a fantástico, Dick. Hacía tanto tiempo que...
—Yo vivía aquí antes de la guerra —interrumpió el jefe, siguiendo en el uso de la palabra en voz baja—. Cuando estalló la guerra, yo estaba en el Ejército. La epidemia destruyó mi unidad y casi todos murieron en la primera semana en la colina donde estábamos. Me dirigí hacia el sur en busca de un terreno más cálido. Muy pocas personas tuvieron la misma idea que yo.
—Eso nos lo has contado ya muchas veces antes.
—Ya sé, ya sé; pero..., cualquiera que haya vivido aquellos días, no podrá olvidarlo. Todavía puedo ver a tanto hombre muerto, la epidemia los aniquiló. Bien, empezamos a luchar por la comida. Bandas separadas se atacaban una a otra, cuando se encontraban. Hasta que quedaron unas cuantas para lo poco que había que pescar. Y entonces me acerqué a un pueblo y comencé a trabajar en el campo.
El perro aulló más cerca aún. En aquel aullido del animal había una nota extraña, algo que jamás se había escuchado de un perro antes de las mutaciones.
—¡Ese condenado «mutie»! ¡Va a despertar a toda la ciudad! —rezongó uno de los de la banda.
—No, no hay que preocuparse. Este lugar ha vivido pacíficamente demasiado tiempo —dijo Hammer—. Ya pueden verlo. No hay guardias por ninguna parte. Como les decía, existían granjas separadas a bastante distancia. Tuvimos que luchar con otros tipos, y después, cuando conseguimos sembrar y plantar, vinieron las plagas del campo, barriendo toda posibilidad de recoger nada de la tierra. Entonces comencé a acordarme a cada momento de mi hermosa tierra de Southvale. Buena tierra para cul-tivar, un clima bastante decente y, a juzgar por los rumores que se corrían, era seguramente la más rica de todo este territorio. Y así se me metió entre ceja y ceja volver por aquí. —Y la blanca dentadura de Hammer relampagueó al sonreír a la luz de la luna.
—Bien, siempre te ha gustado escucharte hablando. Ahora supongamos que quieres decirnos de una vez lo que tienes tramado.
—Pues esto, amigos. La ciudad se encuentra aislada del resto por medios ordinarios de comunicación. Una vez que la hayamos conquistado, podremos ocupar fácilmente las granjas de los alrededores. Pero, ya saben que el Gobierno ha estado aquí. Las cosechas han tenido apenas plagas del campo. Alguien ha tenido que venir a fumigarlas. Un avión pasó ayer por aquí.
Los de la banda se movieron inquietos. Uno de ellos murmuró:
—No quiero nada con el Gobierno. Nos colgarían por esto...
—¡Si pueden! No son realmente tan fuertes como parece. Aún no han conseguido el sur en absoluto, sólo han hecho un par de visitas. Tal y como yo lo veo, hay sólo un centro de Gobierno del que poder hablar, y es esa ciudad de Oregón de la que hemos oído hablar. Lo sabremos por la gente a las que echaremos el guante. ¡Ellos nos lo dirán! Y ahora, miren. El Gobierno tiene que tratar con Southvale, en una u otra forma. No disponen todavía de carreteras para los coches, por lo que tienen que usar aviones. Eso quiere decir que uno tendrá que venir a Southvale más pronto o más tarde. Los pilotos saltarán a tierra..., y les echaremos el guante también. Nos apropiaremos del aparato. Ya he olvidado cómo se vuela; pero ya nos conducirán los pilotos. Aterrizaremos de noche cerca de la casa de algún pez gordo, o quizá del misino Presidente. Los aviadores nos dirán todo lo que necesitemos saber. Cuando hayamos capturado a ese pez gordo, descubriremos dónde se guardan las bombas atómicas. Tienen que estar depositadas cerca de la ciudad y nuestro hombre procurará que entremos en posesión de ellas. Dejaremos las bombas y saldremos huyendo. La ciudad saltará por los aires. Ya no existirá más Gobierno, ni nadie querrá saber nada de él. Con lo que hayamos tomado de los arsenales, sostendremos Southvale y todo su territorio. Seremos los jefes, los amos... ¡Reyes! Quizá más tarde estemos en condiciones de conquistar más terreno. No habrá Gobierno alguno que nos detenga.
Hammer se puso en pie. Sus ojos se iluminaron con los últimos rayos de la luz de la luna, con una espléndida visión... En el fondo no se sentía un ladrón. Endurecido y embrutecido por el dolor, el hambre y la lucha para sobrevivir, no solamente se sentía un conquistador, sino un Napoleón o un Alejandro Magno. En el fondo de su corazón estaba convencido del hecho que mejoraría el estado de sus conciudadanos y por lo que tocaba a los otros..., bien, los «extraños» y «el enemigo» eran cosas sinónimas para él, para dedicarles mucho tiempo en que pensar.
—Se acabó el hambre, muchachos —dijo aspirando profundamente el aire de la noche—. No más frío, ni más humedad, no más esconderse entre las ruinas, no más andar y andar, sin dirigirse a ninguna parte. Nuestros hijos no morirán como perros recién destetados, crecerán como Dios manda, libres, felices y seguros. Podemos construir nuestro propio futuro, muchachos. Me parece estarlo viendo: una gran ciudad que se eleve hacia el sol.
Sus lugartenientes se estremecieron incómodos. Tras diez años de asociación, reconocían la extraña conducta de su jefe; pero le respetaban. Sus enormes ambiciones estaban más allá del alcance de unas mentes enfocadas estrictamente de la supervivencia día a día en la lucha por la vida. Se sintieron, no obstante, un poco asustados. Pero hasta los enemigos de su jefe reconocían la destreza de Hammer y su gran audacia y buena suerte. El plan podía tener éxito.
Sus propias ideas del futuro iban muy poco más allá de tener una buena casa y un harén de mujeres para cada uno. Pero aplastar al Gobierno era algo por lo que valía la pena dar la vida. Todos lo asociaban con el desastre y éste con todas sus calamidades y sufrimientos. Por tanto, era su peor enemigo. Sí, era preciso destruirlo, o al menos derrotarlo. Quizá nunca podrían poseer aquella hermosa tierra verdeante...
A menos que...
El perro había entrado en el pequeño campamento formado por los bandidos, olfateando como una sombra furtiva a la vaga luz de la luna. Entonces, aulló sorda-mente una vez más y se alejó trotando hacia la oscura y silenciosa masa que formaba la próxima ciudad.
III
Alaric Wayne se despertó por el ruido producido por el rascar de algo extraño bajo su ventana. Durante un momento, permaneció incorporado en su cama con la mente todavía nublada por el sueño. Una luz difusa de la luna entraba por la ventana de su dormitorio, bañando en su lechoso resplandor los libros y utensilios de la-boratorio, que en confuso montón se hallaban esparcidos por el suelo. En el exterior, el mundo le resultaba una fantasía en blanco y negro, irreal bajo las lejanas estrellas.
Se despertó por completo. Alaric se deslizó de la cama, se dirigió a la ventana y se asomó por ella. Era su perro, arañando con las patas, pues quería entrar. Parecía excitado. Levantó la contraventana y el animal saltó torpemente al interior.
El perro comenzó a dar vueltas moviendo la cola desgarbadamente y tirando de una de las piernas del muchacho, olfateando nerviosamente en dirección al sur y emitiendo ligeros gruñidos de impaciencia. Los grandes ojos claros del chico parecieron iluminarse.
¡Tenía que pensar!...
El perro estaba avisándole de un peligro que provenía del sur. Aunque la mutación sufrida por el animal había conformado el cerebro canino en una inteligencia anormal, seguía siendo un perro. No estaba en condiciones de comprender o razonar por encima de un nivel elemental. Tres años antes, Alaric había notado ciertos signos en el cachorro y le había criado y entrenado, existiendo una curiosa intercomunicación entre ambos. Desde que creció, habían cooperado para cazar o para evitar a los otros perros salvajes en sus largas caminatas.
Ahora el peligro estaba presente. Hombres fuera de la ciudad, hacia el sur con intenciones hostiles. Aquello era todo lo que el perro estaba expresándole en su forma especial de comunicarse con su joven amo. Alaric se llevó las manos a la frente, empezando a temblar con cierta especie de misterioso temor. ¿Qué significaría aquello? ¿Qué hacer?
El peligro era suficientemente claro y evidente y el primitivo instinto le mostró la conducta a seguir. Tenía que esconderse de un grupo de muchachos humanos cuando intentaban pegarle. O huir de los perros salvajes y de los osos en los bosques hasta que el peligro hubiera pasado. Pero en aquella situación... Lentamente, luchando consigo mismo, su mente llegó a una conclusión en aquel caso, no podía huir. Si la ciudad caía, toda la seguridad habría terminado.
Pensar..., ¡pensar! Había un gran peligro: no podía correr. ¿Qué hacer mejor? Su mente cayó en una neblina. No había a qué asirse. Los encadenamientos lógicos danzaban locamente en su embrollada mente.
La razón no suministraba la respuesta; pero el instinto lo hizo. El instinto de defenderse contra un inmediato peligro, quizá mortal. Bueno..., la cosa era bien sencilla. Alaric se relajó, con los ojos dilatados por la satisfacción de comprender la simplicidad de la solución buscada. Era tan obvio... Si no podía escapar del peligro, lo mejor era presentarle batalla. Lucha, destrucción..., sí, algo que destruir; pero la solución requería alguna fuente de energía con la que operar convenientemente.
Recogió frenéticamente sus ropas y se vistió a toda prisa. Un vistazo a las estrellas y a la luna le dijeron claramente el poco tiempo que quedaba para la aurora del nuevo día. No faltaba mucho, y en su peculiar forma de calcular las cosas, supo que el enemigo atacaría precisamente poco antes del amanecer. ¡Tenía que darse prisa!
Saltó por la ventana y se puso a correr calle abajo, con el perro siguiéndole a los talones. Quedaba aún una poca luz lunar y la calle estaba silenciosa y vacía. Todo el equipo eléctrico y electrónico de la ciudad se hallaba almacenado en la fábrica de electricidad. Faltaba poco para que la ciudad pudiera nuevamente disfrutar del servicio eléctrico; y mientras tanto, la planta eléctrica contaba con algunas máquinas, aparatos para cargar baterías y material de instalación de diversas clases.
El edificio se alzaba cerca de la margen del río. Una ventana iluminada señalaba la presencia del guardián nocturno de la fábrica. Tras él, el agua bañada por la luz de la luna discurría murmurante. Alaric golpeó la puerta de entrada, con verdadero frenesí. A poco se oyó el ruido de una silla y el rastrear de unos pies por el suelo. Alaric saltaba sobre sus pies, loco de impaciencia. ¡Faltaba tiempo, faltaba tiempo suficiente!
La puerta crujió al abrirse y el guardia nocturno miró con ojos de miope al muchacho. El viejo no había podido conseguirse otras gafas después de la guerra.
—¿Quién eres tú, muchacho? —preguntó—. Y, ¿qué es lo que quieres a esta hora?
Alaric se adentró impaciente en la fábrica dirigiéndose al almacén de repuestos. Sabía lo que necesitaba y lo que tenía que hacer: pero la faena le llevaría tiempo y disponía de muy poco.
—¡Eh, chico, tú...! —El viejo guardián siguió tras él, indignado—. Tú, loco «mutie», ¿qué estás haciendo?
Alaric se limitó a hacer una señal hacia el perro. El animal enseñó los dientes furioso y comenzó a gruñir con intenciones criminales. El guardián nocturno dio un paso atrás.
—¡Socorro! —comenzó a gritar el anciano—. ¡Socorro! ¡ Ladrones!
Unas palabras acudieron a la boca de Alaric, más de forma instintiva que razonada.
—¡Cállate! —dijo—. O el perro te matará. —Y lo dijo con una entonación que determinaba claramente sus intenciones.
El animal recargó el énfasis de las palabras de su amo con un gruñido furioso y mostró sus agudos colmillos dispuesto a destrozarlo. El pobre guardián se dejó caer en una silla, sudando de pánico. El perro se puso a vigilarlo sin quitar los ojos enfurecidos de su vista.
El almacén estaba cerrado. Alaric se arrojó furiosamente sobre uno de los paneles y lo rompió. Se precipitó en el interior y echó mano de cuanto necesitaba. Alambres, conductores, tubos, baterías, ¡de prisa, de prisa!
Sacando todo aquel material del almacén, se dirigió a la gran sala de los generadores, se sentó en el suelo y como un gnomo enredador comenzó a trabajar frenéticamente. El guardián le observaba con terror a través de su escasa visión de miope, sin dejar de ser amenazado ni un instante por el perro, que, con malas inten-ciones, esperaba que tratase de hacer cualquier movimiento. El animal mutante odiaba a todo el mundo, excepto al único ser que le había comprendido.
* * *
Los primeros tintes de la aurora se extendieron por toda la tierra, bañando campos y casas y haciendo brillar el curso del río. La banda de Hammer se despertó con el instinto animal de su especie, desperezándose y alertándose en las primeras luces del crepúsculo neblinoso de aquel amanecer. Las escasas ropas de sus com-ponentes estaban mojadas con el rocío, y sentían frío y hambre, mucha hambre... Miraron a la oscura masa de la ciudad próxima con un salvaje deseo, sabiendo que allí estaba su objetivo inmediato.
—Esa tierra es hermosa —murmuró Hammer—, más hermosa que cuantas hemos visto. Los campos verdeguean con las cosechas, la niebla se extiende blanca so-bre el río como un cuchillo bruñido... —Y alzando la voz nuevamente, ordenó a sus hombres—: Joe, toma veinte hombres y dirígete al norte. Aproxímate por el norte, por la carretera principal, colocando hombres en el borde de la ciudad y en el puente sobre el río, después esperarás en la plaza principal. Tú, Buck, llévate a tus quince hombres, da la vuelta por el oeste y entra al mismo tiempo que Joe, dejando hombres de guardia en aquel gran edificio que hay allí a medio camino de la calle Quinta; allí está el almacén de la maquinaria, según recuerdo, y espero que sabrás leer el letrero del almacén. Después te unes a Joe. El resto, que se dirija directamente hacia el norte. Vayan tan en silencio como puedan. Disparen o maten a cualquiera que les haga frente y quiera luchar; pero no comiencen ustedes. ¡Listos!
Los otros dos grupos se deslizaron colina abajo y desaparecieron en la neblina del amanecer. Hammer esperó un poco. Había dividido al grupo en secciones confiadas al mando de sus lugartenientes, reservándose los mejores hombres para el grupo que mandaría directa y personalmente. Les habló con voz suave pero con metálica entonación:
—Según lo que yo recuerdo de Southvale y por lo que he visto además, nadie espera un ataque así. Hace muchísimo tiempo que los bandidos no han estado por esta tierra; de todas formas no pueden imaginarse que un grupo cualquiera tenga la suficiente habilidad ni los arrestos para acometer tal empresa. Por tanto, no encontrarán patrulla de policía alguna, sino unos cuantos guardias sueltos, que estarán demasiado adormilados a estas horas para que constituyan algún problema. Casi todas las armas que necesitamos están depositadas en la estación de la Policía, que debemos capturar. Con buenas armas, tendremos a la ciudad rendida inmediatamente. ¡Y por los clavos de Cristo, no empiecen a disparar hasta que yo lo ordene! Puede haber ciudadanos armados y originarse un buen lío si no sabemos manejarlos en debida forma.
Un sordo rumor de aprobación se escuchó entre la banda. Cuchillos y hachas relucieron al ser blandidos por sus poseedores, lanzas e incluso los arcos y las flechas dispuestos para entrar en acción. Un deseo incontenible movía a todos aquellos asaltadores para entrar cuanto antes en combate; pero durante muchos años habían aprendido el difícil entrenamiento de tener paciencia. Aguardaron.
No era fácil calcular el tiempo a falta de relojes; pero Hammer había desarrollado, por instinto, un sexto sentido en apreciarlo casi con exactitud. Cuando calculó que los otros dos grupos de hombres se hallaban en las afueras de la ciudad, levantó la mano con una señal, descorrió el seguro de su pistola y comenzó un rápido trote colina abajo en dirección a Southvale.
Sobre el terreno se extendía una niebla blanquecina; pero no necesitaban nada para amortiguar el ruido de las pisadas, muchos llevaban los pies descalzos, entrena-dos como estaban, además, en el andar sigiloso de las bestias de la selva. La hierba murmuraba a su paso, una vaca amarrada mugió y un gallo lanzó su saludo al nuevo día desde un gallinero próximo. Por lo demás, el silencio era absoluto, y la ciudad dormía confiada.
Llegaron al destrozado pavimento de la carretera. Les resultaba extraño el andar de nuevo por un piso de cemento y asfalto. Pasaron la zona exterior de las casas aisladas en los aledaños de la ciudad. Como ya indicara antes Hammer, Southvale se había contraído en una masa compacta a la defensiva durante los negros años de la catástrofe y no había crecido hacia el exterior, desde entonces. En consecuencia, carecía de puestos de centinela fortificados en las afueras. Hammer tomó a unos cuantos hombres, patrulló por aquella área y después continuó hacia el centro de la ciudad. Entonces, marchaban más lentamente todavía, con los nervios en tensión como cables de acero, dispuestos a entrar en acción al instante.
El ruido de los cascos de un caballo les llegó de una calle próxima. Hammer hizo un gesto a uno de los arqueros, que hizo una mueca y tensó el arco. Un policía montado a caballo surgió a la vista a unos cuantos bloques de casas. No resultaba nada impresionante; no llevaba distintivo alguno, excepto un revólver y su placa de latón en el pecho; se dirigía sin duda a dar el parte de la ronda a la estación, y después a su casa. Su esposa le tendría ya el desayuno dispuesto.
El arco entró en acción y un rasgueante silbido atravesó la quietud de la calle. El jinete, con el pecho atravesado, cayó de la silla de su montura con el asombro pintado tan ridículamente en su rostro, que los bandidos soltaron una carcajada. Hammer soltó una maldición. El caballo se había espantado y galopó en sentido contrario a todo correr. El ruido de los cascos del animal sonó sobre el pavimento como una llamada de alerta a todos los centinelas de la ciudad.
Un hombre sacó la cabeza fuera de una ventana. Se hallaba todavía medio dormido; pero en seguida se dio cuenta de la presencia de la banda de asaltantes y lla-mó a voz en cuello, a pesar de la flecha, que casi en el acto, le atravesó un hombro.
—¡Entren en esa casa y hagan callar a todos sus habitantes! —tronó Hammer—. Ustedes cinco —ordenó levantando una mano con un gesto imperial— mucho cuidado con cualquiera de los alrededores que quiera localizarnos...; el resto, ¡adelante!
Corrieron calle abajo, sin preocuparse del ruido, a pesar que procuraron hacer el menos posible. La ciudad había cambiado mucho; pero Hammer la recordaba en su disposición general. La estación de policía le era bien conocida..., sí, la recordaba bien, de los viejos tiempos en que casi cada domingo por la noche tenía que visitarla de manos de algún policía.
El grupo de asalto se dirigió rectamente hacia el bloque en que se hallaba y cargó contra la estación. Allí estaba, en el mismo lugar, y con la misma sólida estruc-tura, envejecida por los años. Unos cuantos caballos estaban amarrados en estacas a la puerta, que se hallaba entreabierta en aquel momento.
Se lanzaron como una tromba por la puerta. El sargento de guardia y una pareja de guardias se quedaron atónitos a la vista del cañón del revólver de Hammer, levantando las manos en alto lentamente, a continuación. Los demás componentes de la banda se lanzaron por los estrechos corredores de la Comisaría, registrando celda por celda. Se oyeron voces, el correr de gentes, el breve estampido de un tiro de revólver y la lucha subsiguiente.
En la calle se oyó el ruido de cascos de caballos a la carga, y uno de los hombres de Hammer que permanecía de guardia en la puerta de la estación de policía cayó de un disparo. El propio Hammer se abrigó de un salto junto a una ventana, rompió los cristales con el cañón de su rifle y disparó media docena de veces sobre la policía montada. Los jinetes volvieron grupas, seguramente a advertir a sus compañeros y a la gente de la ciudad, según calculó Hammer. Éste había tenido poca oportunidad de practicar, ya que las ocasiones eran bastante raras. Su primer tiro se perdió, el segundo hirió a un caballo, el tercero también le falló. Pero los jinetes se retiraron. Sus disparos tampoco habían sido buenos en puntería, aunque un par de balazos le pasaron demasiado cerca y a través de la ventana, estrellándose contra la pared del frente.
—¡Aquí, Dick!
Sus hombres volvían del interior del edificio, cargados de armas hasta el cuello.
—¡Mira, aquí tenemos armamento en abundancia!
Hammer tomó una metralleta y abrió fuego. Los policías se dispersaron a toda prisa, dejando muertos y heridos en la huida y ocultándose con rapidez en las calles adyacentes, fuera de su vista. Hammer no cabía en sí de gozo.
—¡Hemos tomado la Comisaría por completo! —le informó uno de los forajidos que llegó casi sin aliento—. Ha caído Bob y han tiroteado a Tony y a Little Jack. ¡Pero la Comisaría es nuestra!
—Bien, muchachos. Encierren a esos policías, quítenles los revólveres y caballos que necesiten y ármense de valor para atacar el resto de la ciudad. Traigan a todo el mundo a la plaza principal y coloquen a la gente en el centro: disparen a quien intente resistirse o huir. Tengan cuidado, habrá alboroto y tiros. Mart, Rog, One-Far, quédense al frente de la Comisaría y cuiden de los heridos. Sambo y Putzy, síganme. ¡Vamos a la plaza principal para tomar posesión de la ciudad!
IV
En la calle se produjo un extraño ruido de carreras y pasos rápidos, tiros, gritos y juramentos. Aquí y allá se oía el estampido de un revólver. Roderick Wayne se despertó con la frente perlada de sudor. ¡Qué sueño! Una pesadilla de los años negros...
¡Pero no era un sueño!
Se oyó un fenomenal estrépito de golpes en la puerta de la casa y una voz brutal que rugía:
—¡Abran la casa! ¡Ábranla en nombre de la Ley!
Se oyeron carcajadas, como lobos aullando. Y un grito, súbitamente ahogado. Wayne se arrojó rápidamente de la cama. Incluso entonces se sorprendió de no ha-llarse temblando o presa de pánico mortal.
—¡Llévate al niño, Karen! —dijo rápidamente—. Quédense encerrados en la habitación de atrás. Voy a ver qué es lo que sucede.
Se quedó detenido en el cuarto de estar y miró hada donde guardaba su rifle. Era ya como un antiguo recuerdo, sin cartuchos con qué usarlo; pero con él se habían matado hombres una vez. «¿Tendré que volver a esto de nuevo? Por favor, no...»
Se oyó el aplastamiento de la puerta y el saltar las astillas; un hombre de aspecto feroz se precipitó a través de la puerta derribada. Wayne vio la pistola que llevaba en la mano y dejó caer su inútil arma. Recordó entonces aquellas figuras andrajosas, los individuos feroces de las partidas de salteadores con el dedo puesto en el gatillo, siempre dispuestos a disparar. Los proscritos habían vuelto.
—Eres muy listo, amigo —dijo el bandido—. Otro segundo más y te volaría los sesos. Vamos, a la calle...
—¿Qué... es... esto? —murmuró incoherentemente Wayne.
—¡Vamos, fuera!
Wayne salió lentamente, rogando interiormente que el bandido saliera también al exterior de la casa.
—Si es botín lo que desea, puedo decirle dónde guardamos todavía algunas cosas de plata...
En aquel momento, entró otro de los bandidos.
—¿Todo el mundo ha salido de aquí? —preguntó a su compañero.
—Acabo de entrar —dijo el interpelado—. Buscaré yo mismo. —Se volvió hacia Wayne y le golpeó brutalmente en el estómago con un puñetazo—. ¡Grita, vamos, cochino..., vamos a la principal!
Alcanzado por el puñetazo, Wayne retrocedió vacilante, apoyándose contra la pared, desconcertado y dolorido.
—¡Vamos, pronto!
—¡Rod!
Wayne, al oír el grito de su mujer, se volvió. Ésta había vuelto tras haber dado la vuelta a la casa, pálida; pero con un aire de calma en su semblante.
—¿Te encuentras bien, Rod? —preguntó anhelante.
—Sí..., sí..., pero tú..., ¿cómo?...
—Les he oído hablar y he vuelto, Rod. Alaric se ha marchado.
—¡Marchado! —Wayne se quedó nuevamente desconcertado por la noticia. Alaric..., fuere lo que fuese un mutante, Al era su hijo. Lo pensó rápidamente y se sintió aliviado. El chico tuvo que haberse escapado sin que nadie le viese. Sabía cómo huir y esconderse, todos los chicos mutantes lo habían aprendido. Mentalmente pensó que, además, en las generaciones futuras, todos los niños humanos tendrían que aprenderlo igualmente.
—Pero nosotros..., Rod, ¿qué es esto?
Wayne comenzó a descender calle abajo, a la señal que le hizo el barbudo proscrito.
—La ciudad parece haber sido capturada —dijo.
—Proscritos... —dijo ella, apretando sus manos frías contra el brazo de su marido—. ¡Debemos correr, querido! ¡Marcharnos!
—No creo que sería de mucha utilidad, Karen —respondió Wayne—. Este es el trabajo de un grupo bien disciplinado bajo el mando de un cabecilla astuto. Tienen que haber llegado desde el sur, tomado la ciudad por sorpresa y dominado a la policía... He reconocido la pistola de Ed Haley en las manos de ese bandido. Ahora nos están rodeando por todas partes. Han ordenado que nos reunamos en la plaza principal. Esto sugiere que han copado todas las salidas. —Miró a su alrededor y añadió—. De todas formas, no podemos escapar ahora.
A continuación se unieron a otros grupos de personas que se dirigían hacia el mismo lugar, bajo la amenaza de las armas de los proscritos. Debían haber sido arrancadas de sus camas, porque muchas de tales personas iban con apenas el pijama y algunas casi desnudas. No habían podido hacer otra cosa que obedecer. Los invasores habían encontrado poca resistencia. Fueron de casa en casa, mirando en todas las habitaciones y forzando a sus moradores a salir a la calle. El trabajo fue rápidamente llevado a cabo.
Aquí y allá, se desarrolló alguna breve lucha, que terminó pronto con un brutal estacazo, una cuchillada o un tiro. Un par de familias que tenían armas trataron de hacer frente a los bandidos. Wayne comprobó que las flechas de fuego surgían de los tejados de sus casas.
Wayne procuró aproximarse a su esposa, hasta poder decirle al oído:
—Debemos procurar escapar en cuanto podamos. Si podemos. Ahora están disciplinados; pero una vez que la ciudad esté por completo bajo su mandato, co-menzarán la rapiña, la busca del botín y los crímenes.
—No podrán permanecer aquí mucho tiempo —dijo ella, desesperadamente—. El Gobierno..., hay ya una línea aérea...
—Esto es lo que no comprendo. Esta gente debería saber que no pueden sostener esta situación... ¿Por qué habrán venido aquí en primer término? ¿Por qué no habrán atacado otros lugares más próximos a su base de operaciones? Bien, tendremos que esperar y ver, eso es todo.
El rebaño humano entró en la plaza principal y se agrupó en el centro, próximo al monumento, con la ciega obediencia de una manada de ganado. En los lugares estratégicos se advertía la presencia de centinelas, y asimismo en el gran monumento erigido a los muertos en la guerra. El monumento consistía en un gran monolito granítico, cuya base era un banco de piedra. Sentado en él, había un hombre.
Wayne no reconoció al gigante barbudo; pero Karen le asió por el brazo al reconocerlo.
—Rod..., es Hammer, ¡Richard Hammer!
—¿Quién?
—¿No recuerdas al mecánico que había en la estación de servicio?... Donde solíamos repostar. Una vez nos arregló el coche, reparó un guardabarros abollado, pero tú no te darías cuenta, seguramente.
El jefe les oyó. Todavía no había una gran cantidad de prisioneros en la plaza, y los primeros rayos del sol naciente hicieron brillar los rubios cabellos de Karen.
—¡Vaya, es la señora Karen...! ¿Qué tal?
—Ho-hola.
—Más guapa que nunca... Wayne, tuvo usted mucha suerte.
El matemático se abrió paso súbitamente atacado por un nuevo temor.
—Hammer..., ¿qué significa esto?
—Estoy ocupando Southvale. Tiene usted ahora ante sí al nuevo alcalde.
—Usted... —Wayne se atragantó. Luchó interiormente con el pánico que le sobrecogía hasta poder decir con una voz apenas audible—: Por lo que veo es usted el jefe de esa banda y la ha conducido aquí para atacar la ciudad... Pero debería saber que no se mantendrá por mucho tiempo. Estamos en la línea aérea del Estado. El Gobierno lo sabrá...
Hammer sonrió despectivamente.
—Ya está bien calculado. Tengo intenciones de quedarme aquí. Supongo que la gente se portará bien, porque no nos importa matar. Pero si está usted realmente interesado, se lo diré.
Y le esbozó a grandes líneas sus pretensiones.
—Debe usted estar loco —dijo Wayne—. Eso es imposible.
—Muchas cosas menos posibles han ocurrido ya. Si todos ustedes, no demasiado lejos hacia el norte, se sentían seguros, ¿por qué no le ocurrirá igual al Gobierno en Oregón? ¡Lo conseguiremos!
—Pero aunque pueda, Hammer, ¿se da usted cuenta que el Gobierno es el único que está sosteniendo la civilización? Usted nos arroja a mil años de retraso...
—¿De modo que ésas tenemos? —Y Hammer escupió a un lado—. No irá usted ni nadie a darme ahora lecciones acerca de la ley y de la humanidad. Está usted situado quince años demasiado tarde. Usted y las gentes como usted, nos convirtieron en unos proscritos, poniéndonos fuera de la Ley, cuando vinimos muriéndonos de hambre hacia ustedes, echándonos hacia el sur como perros sarnosos y sentándose después, tranquilamente, olvidándose de nuestras vidas. Ha sido muy duro, Wayne, la lucha, la enfermedad y el hambre durante todos esos años. Tuvimos que luchar de firme para sobrevivir...
—Pudieron ustedes haberse quedado en el norte como hicimos nosotros —dijo Wayne amargamente—. Pudieron haber conseguido su pan, libres de los bandidos.
—Libres solamente porque tantísima gente como nosotros nos dirigimos al sur —restalló Hammer—. La mayor parte no eran granjeros con tierras, maquinaria y experiencia. De todas formas, ustedes nos empujaron fuera cuando eran fuertes. No es que se lo reproche a usted. Tuvo también que vivir. Pero ahora nos ha llegado el turno a nosotros. Ahora, a callar. —Sus ojos se dirigieron a Karen, sonriendo. Era una sonrisa helada como el frío del invierno, donde el humor y la ternura habían muerto hacía ya mucho tiempo—. Y usted, veré ya muchas así... Hace tantísimo tiempo...
La plaza se estaba llenando rápidamente de personas conducidas por los atacantes de la ciudad. Algunas lloraban o suplicaban, tratando de congraciarse con los bandidos; otras maldecían o amenazaban. Las demás permanecían en el más absoluto silencio. Pero todos, prisioneros. Capturados, impotentes, una presa efectiva.
Hammer se volvió hacia uno de los proscritos que se aproximaba galopando a caballo, que arremetió contra la multitud, sin preocuparse de la gente para nada.
—¿Qué pasa? —preguntó el jefe, aunque sin ansiedad alguna. Su victoria parecía demasiado grandiosa.
—No lo sé, jefe; parece que hay alboroto junto al río. La mitad del destacamento de Joe ha desaparecido...
—¡Bah, habrán encontrado por ahí algo que beber!
—Sí..., eh..., ¿qué es aquello?
Hammer se volvió de nuevo. No podía verlo muy bien, conforme se hallaba sentado. Ensoberbecido con su triunfo y con aire de rey victorioso, subió al banco de piedra y miró hacia la parte norte de la calle. Hizo una mueca, y soltó una carcajada, después gritó con desprecio:
—¡Miren eso, muchachos! ¡Un «mutie» loco..., mírenle!
Wayne también pudo verlo, desde el lugar que ocupaba. Creyó que el corazón le saltaba del pecho y durante unos segundos no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos.
—¡Alaric!
El muchacho caminaba lentamente con algo en la mano; era un artilugio fantástico y enmarañado, confeccionado con cables, tubos y conexiones, hecho sin duda a toda prisa. Estaba conectado por un cable a un gran rollo depositado a lomos de una mula que le seguía. El cable serpenteaba a todo lo largo de la calle..., ¡y tenía que provenir desde la central eléctrica!
¿Cómo lo habría hecho Al? El cable era algo sacrosanto, reservado para la electrificación del aeropuerto. Aquel aparato y sus partes, de un valor inestimable..., ¿de dónde lo habría conseguido? Y, ¿por qué..., por qué?
—Ven acá, muchacho —dijo Hammer con aire tonante—. ¿De dónde has tomado eso?
Alaric se aproximó mucho más. Sus delicadas facciones aparecían como concentradas en algo importante y la luz de sus ojos azules brillaba como el reflejo del hielo; no parecía humano, en absoluto. Levantó el aparato y manejó un par de diales.
—Puede ser un arma —dijo un proscrito, y levantó el rifle al propio tiempo.
—¡No! —gritó Wayne desesperadamente, tratando de salvar a su hijo. Hammer le disparó un tremendo puñetazo que le arrojó por el suelo como un fardo.
El bandido apuntó cuidadosamente con el rifle; pero nunca llegó a completar la acción que pretendía. Estaba muerto antes de imaginarlo. Wayne, tirado por el suelo, se incorporó y vio con horror cómo explotaba literalmente el cuerpo del proscrito.
Estalló en una blanca nube de humo, un ruido de desgarrarse todos sus huesos y tejidos y un breve resplandor incandescente. El rifle que voló de sus manos se puso al rojo cereza, estallando al igual que los cartuchos que llevaba dentro. El cuerpo del bandido se convirtió en una columna de humo grasiento. Antes que cayeran los trozos del cuerpo volatilizado al suelo, algo estalló nuevamente en los lugares donde habían estado hasta aquel momento los centinelas colocados por los proscritos. Sus cuerpos se convirtieron igualmente en una columna de humo y de carne hecha trizas.
La multitud gritó enloquecida, como el grito de horror de una simple bestia, la mitad de espanto y otra de triunfo y se lanzó sobre los restantes bandidos. Se produjo una espantosa algarada y los pocos bandidos existentes en la plaza quedaron liquidados en breves minutos.
Hammer mugió como un toro, conforme la gente se dirigía hacia él. De un tirón lanzó fuera de la silla a un jinete que tenía al alcance de la mano y saltó de un golpe sobre la montura. El cabecilla lanzó el caballo contra la multitud, que se retiró evitando ser pisoteada por el animal fustigado.
Casi lo había conseguido. Se hallaba ya a la salida de la plaza, cuando un hombre a quien le habían matado un hermano dio un salto y empuñó las bridas del animal y las sostuvo hasta que media docena de hombres se le acercaron en un abrir y cerrar de ojos y capturaron al jefe de la banda.
Muy pocos proscritos consiguieron escapar. El resto, los que no habían sido literalmente linchados por la multitud, fueron colgados a la tarde. Nadie estaba dis-puesto a perder el tiempo en formar un tribunal, ni en un proceso. Hammer pidió que no le vendaran los ojos, y así se lo prometieron. En el último instante de su vida, pudo contemplar el río, que brillaba bajo la luz del sol, las suaves colinas pobladas de bosques y la amplia y hermosa campiña verdegueante, próxima a las cosechas de aquella tierra tan deseada.
Wayne no tomó parte en las ejecuciones. Tenía otras cosas en que pensar.
V
Tras la celebración del triunfo, las fiestas, desfiles y discursos, sobre la reorganización y mejoramiento de las defensas del territorio, se celebró una conferencia en el hogar de los Wayne. Allí estaba el matrimonio sentado junto al fuego de la chimenea y Alaric presente, en la parte opuesta a sus padres, nervioso y maravillado. Con la familia Wayne, había también un hombre delgado, que aparentaba mayor edad que la que realmente tenía, llamado Robert Boyd, agente ambulante de la Presidencia. En un rincón, medio escondido en la sombra, estaba echada la peluda y extraña forma del perro, mirando la escena con sus ojos rojizos.
—Ya ha oído usted la versión oficial —dijo Wayne—. Alaric, un mutante sabio idiota, inventó y construyó un arma para derrotar a los proscritos. Nadie ha prestado atención a Pop Habsom, el guardián de la central eléctrica, que fue más bien rudamente tratado. Siempre se espera que los genios sean más bien excéntricos.
—Bien —dijo Boyd, con una ligera sonrisa—, muchos de ellos lo son en realidad.
—No hay tal excentricidad. Si no hubiera muerto tanta gente, yo diría que esto ha sido una buena cosa. Nos ha enseñado a no ser tan complacientes y descuidados. Y lo que es más importante: que los mutantes pueden servir a la sociedad como miembros de talento. Sólo que Al no se conduce como un genio. Su comportamiento es el de un imbécil.
—Inventando eso...
—Sí, yendo al granero al estilo de Robin Hood, cometiendo robo y violencia, trabajando como un esclavo y arriesgando el cuello, todo para construir esa arma terrible y usarla. Pero hay que tener en cuenta que el perro le avisó horas antes que ocurriera el ataque. Ciertamente, el muchacho se encontraba en la central eléctrica mucho antes del asalto de los bandidos. ¿No lo comprende? Nosotros pudimos haber estado dispuestos a recibir a los proscritos, sin pérdidas apenas, si Alaric se hubiese limitado a ir a la policía con tal aviso...
Con verdadero asombro, Boyd miró a los ojos ausentes del muchacho.
—¿Por qué..., por qué no lo hiciste? —le preguntó con voz afectuosa.
El chico se le quedó mirando fijamente, tratando lentamente de enfocar su mente y su visión. Su rostro se retorció por el esfuerzo. Él..., su padre le había dicho el día de antes..., ¿qué pasaba ahora?
—Sí..., yo..., no lo hice..., no pensé en eso —contestó al fin embrollado.
—No pensaste en ello, realmente. Es que, en verdad, no se te ocurrió. —Boyd se volvió hacia el padre—. Por lo que usted mismo ha dicho antes, estoy de acuerdo en que es un..., un sabio idiota.
—No —intervino Karen gentilmente—. No, en cualquier sentido ordinario. Esta criatura es un débil mental en todo, excepto en un aspecto, en lo que resulta ser un genio. Yo solía enseñar en la escuela, como maestra, y conozco un poco la psicología. Ayer di a Al algunos «tests» que preparé especialmente para él. En ciencia, habilidad mecánica, velocidad de lectura y comprensión..., en muchos aspectos es realmente un genio.
—Ya he podido darme cuenta —repuso Boyd—, ¿qué es?
—Un mutante —dijo Karen.
—Y..., ¿esa arma?
—Alaric trató de decírmelo; pero no pudimos entendernos bien el uno al otro —contestó Wayne—. El artilugio en sí se pasa rápidamente de uso. Ahora mismo puede considerarse fundido, fuera de uso. Por lo que he podido comprender por deducciones físicas, creo que proyectó un intenso rayo de una forma de onda totalmente compleja, mediante el cual uno o más de los compuestos orgánicos del cuerpo humano resuenan. Así, fueron desintegrados, esto es, perdieron su fuerza de cohesión molecular, las fuerzas que les mantienen en cohesión. O quizá sea posible que los coloides del cuerpo quedaron destruidos, dejando en libertad unas energías terroríficas en la superficie. Me alegro de no saberlo con certeza. Hay ya demasiadas armas en el mundo.
—Bien..., oficialmente no puedo estar de acuerdo con usted; aunque de forma privada, sí. De todas formas, el inventor se encuentra aquí..., el genio.
—Supone ser algo más que un genio —dijo Wayne—. No es posible, para ningún ser humano, el sentarse en el suelo y descubrir sobre la marcha y en un momento dado tal cosa en detalle. Todos los hechos están al alcance, se encuentran en los manuales y libros de Física; mecánica cuántica, características de los circuitos y constantes físicas. Pero, aun en el caso que él supiera exactamente lo que iba a ser después, el genio más grande del mundo, tendría que haber pasado meses o años empleando su pensamiento analítico y después mucho tiempo también en reunir todos esos hechos en un conjunto y montar el todo. Incluso así, no sabría su alcance general. Tendrían que existir una infinidad de pequeños factores interaccionándose, totalmente imprevisibles. Tendría, necesariamente, que montar un modelo experimental y seguir el montaje de ingeniería preciso.
Wayne se aclaró la garganta y resumió su idea tras una pausa.
—En su incoherente forma de hacer las cosas, Alaric me dijo que su única dificultad estribaba en lo que imaginaría para enfrentarse al peligro. Todo lo que pensó fue en construir un arma potente. Pero sólo empleó cinco minutos calculando el diseño de esa arma infernal y su primer modelo ha sido tan perfecto como lo permitieron los materiales inadecuados y las herramientas empleadas. Sabía cómo hacerla.
Con un esfuerzo, Boyd se relajó de la tensión que sentía interiormente. No le resultaba fácil mirar a la pequeña figura de gran cabeza sentada en la butaca. El instintivo y arcaico temor a lo desconocido era muy fuerte en su interior. Preguntó lentamente:
—¿Cuál es la respuesta, entonces?
—Karen y yo creemos haberlo descubierto y lo poco que nos dijo el pequeño Al ha venido a confirmar nuestra idea. Pero tendré que explicarlo dando un rodeo. Dígame, ¿cómo suele pensar una persona?
—¿Pensar? Pues..., bien, por lógica. Sigue un curso lógico.
—¡Exactamente! —exclamó Wayne—. Un curso. Esa persona corriente, cualquiera de nosotros, solemos pensar siguiendo un encadenamiento lógico, incluyendo desde las Matemáticas a las experiencias emocionales. Desde las premisas, a la conclusión. Una cosa conduce a la otra, paso a paso. La Física y las Matemáticas han podido desenvolverse así en toda su grandeza actual; porque trabajan con los más simples conceptos, que se han ido simplificando más y más. Las tres leyes del movi-miento de Newton, por ejemplo, asumen que no hay fuerza más allá de un grupo que se considere como actuando sobre un cuerpo dado, y que los miembros de este grupo puedan ser considerados aisladamente, como si actuasen independientemente. Nunca hemos podido comprobar tal caso. Siempre hay fricción, gravitación, radiación o cualquier otra influencia perturbadora. Lo que salva a la Física es que esas influencias son pequeñas y pueden despreciarse en teoría. Tomemos un caso particular —continuó Wayne, volviendo en él el catedrático de Física olvidado—. ¿Conoce usted el problema de los dos cuerpos en Astronomía? Dados dos cuerpos de masa conocida, velocidad y distancia de uno a otro y las leyes del movimiento y la gravitación, encontrar cualquier posición relativa de tales cuerpos en el pasado o en cualquier momento del futuro. Hace mucho tiempo que está resuelto. Pero un problema de tres cuerpos, es ya otra historia completamente diferente. En ese momento, con tres juegos de interacción, se convierte en algo tan complejo, que por lo que yo sé, nunca se ha hallado una solución general, sólo unas cuantas especiales. Y si vamos al problema de los cuerpos...
»Ahora bien, en las ciencias biológicas, incluyendo la psicología y la sociología, no es posible simplificar. Es preciso considerar el todo. Un organismo viviente es un increíble complejo de juegos de interacciones, comenzando seguramente a nivel atómico y siguiendo hasta la totalidad del Universo, del cual ese organismo no puede ser separado tampoco. No se puede aplicar el curso analítico simple y sus métodos, en tal caso. El resultado es, por supuesto, que junto a unas cuantas regularidades estadísticas, tales ciencias son casi empíricas, puramente consideradas, y la sociología apenas si merece tal nombre. Si para utilizar la vieja imagen del problema de los tres cuerpos, yo quiero seguir el rastro por ese sistema, puedo y deseo comenzar con el caso especial en que uno de ellos tuviese una masa igual a cero. Pero supongamos que estuviera haciendo un análisis de la influencia panasiática de su política extranjera, en los asuntos domésticos de Norteamérica, antes de la guerra. Yo podría, ciertamente, no ignorar el caso contrario, es decir, la existencia de otros países. Es una trama fluida de interacciones. Tendría que considerarlos a todos simultáneamente, lo que ninguna simbología existente puede hacer. Cualquier resultado que obtuviese sería cualitativo, no matemático, ¿comprende usted?
—Sí, creo que sí —repuso Boyd—. Por supuesto, hay gentes que pueden pensar en dos o más cosas al mismo tiempo.
—Eso es diferente —intervino Karen—. Ese es el caso de la atención dividida, en cada parte de la mente, sigue un simple curso de ideas. Es bastante normal, aunque llevado al extremo, se convierte en esquizofrenia.
—Usted ve adónde quiero ir —continuó Wayne—. Nuestros antepasados, subhumanos y humanos, no tuvieron necesidad de ver al mundo como un todo. Les bastó con referirlo a los sucesos y al entorno inmediato. Y así nunca hemos evolucionado para pensar de él como una entidad completa. A un nivel infantil, ¿cuántos ladrillos podría usted tener visibles en su imaginación, uno junto a otro y sin tocarse por ningún lado? Creo que cualquier ser humano normal y corriente tiene un límite de media docena. Alaric dice que puede ver cualquier número y le creo. Es, sencillamente, un mutante.
—Alguna especie de estructura cerebral diferente —dijo Karen—. Los rayos X no la mostraron. Es posible que se trate de cualquier sutil materia de las células..., o lo que llaman coloides, o bien una cuestión de organización distinta.
—Al no tuvo que pensar, en el sentido ordinario de la palabra, para construir esa arma —continuó Wayne—. Su extenso conocimiento de los principios científicos y los datos necesarios se coordinaron en su mente, mostrándoselo. Bien, si mi suposición es correcta, las células del cuerpo humano son resonantes a una onda de forma particular. E inmediatamente que conoció los factores, necesitó generar esa onda. No fue nada razonado, como nosotros lo hacemos, aunque sí pensado. Para él, el pensamiento estará situado a un nivel muy elemental, casi primitivo. Y con todo, no se le ocurrió advertir a la gente.
—Ya comprendo —dijo Boyd—. Los humanos piensan en cadenas de lógica. Él lo hace en forma de red.
—Sí, ésa es aproximadamente la realidad.
—¿Cree usted que nosotros..., no lo hubiéramos hecho nunca?
—Hum... —Wayne se rascó la mejilla pensativo—. No lo sé. Puesto que la inteligencia parece depender de la educación entre seres humanos normales, de ahí se desprende que el genio y la debilidad mental parezcan más próximamente independientes del entrenamiento, y que sean hereditarios, pudiendo argumentarse que son mutaciones. Alguna gente parece haber tenido algún grado de capacidad de pensar en forma de red, como Nikola Tesla, de quien leí una vez su biografía. El hecho que Al es el hijo de un matemático, que suele tratar normalmente con complejidades, es sugestivo. Tendría que haberse creado un juego totalmente nuevo de gases para eso. Una mutación no es más que la mayor o menor modificación de un rasgo ya existente.
»El punto en el que estoy insistiendo, es que los humanos piensan en líneas rectas, aunque se haya conseguido cierta especie de red lógica, considerada en su totalidad. Los semanticistas tienen su principio no-elementalista. En Matemáticas, nosotros sólo lo añadimos en casos especiales, el resto del tiempo integramos y dis-ponemos de nuestro generalizado cálculo de vectores y tensores. Pero..., eso no llega naturalmente. Ha sido conseguido lenta y dolorosamente, a través de muchos siglos.
»Para Al, es el camino lógico de pensar; pero como casi todas las mutaciones suponen una pérdida en algún sitio, la simple lógica humana en línea recta le resulta ajena a él. Y no es más que un niño y probablemente no sea un genio de ningún modo, sino simplemente un pensador en forma de red; por tanto, él no ha visto los principios de tal lógica, más de lo que un niño humano de su edad haya visto el principio del no-elementalismo. Yo diría, sobre la marcha, que cada tipo de mente puede aprender el otro tipo de pensamiento, pero no captarlo o aplicarlo en sus más altos niveles.
—Hay otra cosa también —remarcó Karen. Sus ojos revelaban una luz que antes no habían mostrado desde hacía mucho tiempo—. Roderick acaba de decirlo. Con un entrenamiento adecuado, Al estaría en condiciones de aprender la lógica, al menos para comprender y comunicarse. Su clase de pensamiento no está adaptado a los simples problemas de cada día en la vida ordinaria; pero puede ser enseñado a manejarlos, al igual que enseñamos a los niños cosas innaturales, tales como el álgebra y las cuestiones físicas. Quizá..., tal vez entonces, el niño pudiera enseñarnos algo...
Boyd aprobó nuevamente con la cabeza.
—Creo que bien vale la pena intentarlo —dijo—. Tenemos psiquiatras y otros especialistas en la capital. Si hubiéramos sabido antes que usted era un matemático, doctor Wayne, le hubiéramos rogado formar parte del nuevo Centro Científico. Puede considerarse invitado desde este momento. Y si usted y Alaric pueden llegar a comprenderse mutuamente, creo que llegarían a obtener unas matemáticas biológicas y sociológicas. Y entonces, estaríamos en condiciones de poder construir la primera civilización sana en toda la historia de la humanidad.
—Así lo espero —dijo Wayne—. Ciertamente que lo espero. Y gracias, Boyd.
Boyd sonrió cansadamente.
—Y a propósito, Karen, aquí tiene usted a su superhombre. En su forma, el genio más grande que el mundo ha visto jamás. Si no hubiese tenido alguna protección para crecer y desarrollarse y ahora, para enseñarle los elementos del pensamiento, nunca hubiese vivido. Me temo que esta particular clase de superhombres, no sea un tipo de mucha calidad de supervivencia.
—No —murmuró Karen—. No es humano. —Y acarició la revuelta cabellera del pequeño, a cuya caricia Alaric sonrió tímidamente a su madre—. Pero es nuestro hijo.
Los Hijos de la Fortuna
Ahora venimos nosotros
a la casa del Rey.
Mala suerte nos trajo
esclavizarnos a las piedras del molino
Los guijarros hirieron nuestros pies,
nuestros cuerpos se helaron
pero tenemos una paz que construir
y sufrir con Frodhi...
Las manos empuñarán ahora
las duras lanzas
y las armas enrojecidas.
¡Despierta, Frodhi!
¡Despierta, Frodhi!
si quieres escuchar
nuestros cantos de guerra
y los relatos de ancianos...
Yo he visto el fuego arder
en las playas del este
con signos que avisan
y previenen batallas.
Una hueste se acerca
y viene decidida
a incendiar las casas
y el hogar de Frodhi...
Te arrojarán si pueden
del trono de Leidrha
de tus ricas alhajas
del cuerno de la riqueza.
Maneja con fuerza, doncella
el eje del molino
que ahora moleremos
la sangre y la tierra...
LA CANCIÓN DE LA GRUTA
(Poema épico del siglo X)
I
La flecha partió de la espesura del boscaje tan rápida, que Collie apenas si pudo advertirla, cuando le hubo pasado silbando y rozándole el pecho. Sus reflejos de hombre de los bosques le hicieron encorvarse y la cabeza acerada de la flecha se hundió en el tronco de un árbol.
Su segundo movimiento fue mirar hacia arriba. A veinte pies sobre su cabeza, una rama aparecía como una borrosa mancha de hojas y de rayos de sol. Sus manos se crisparon sobre ella y con un atlético esfuerzo pasó una pierna por encima, afirmándose en el escondite del árbol. Acurrucado allí, respiró hondo y miró hacia abajo.
Dos hombres surgieron de la espesura, mirando salvajemente en todas direcciones. Iban vestidos con andrajos, tostados por el sol, con los pies desnudos marchando por sobre la suave superficie del terreno del bosque. Uno era un indio, demasiado viejo para ser mutante; el otro, mucho más joven, quizá de unos dieciséis años, mostraba tres dedos en cada mano. Sostenía fuertemente en la mano un arco, el indio blandía una lanza y ambos llevaban cuchillos al cinto.
No había otra escapatoria, ni tiempo para sentir miedo. Collie dio un nuevo salto, echando mano de su corta espada al mismo tiempo que caía al suelo del bosque. De un rápido salto alcanzó al arquero en pleno estómago.
El joven dejó escapar un agónico grito de dolor y soltó el arco, apretándose con ambas manos la terrible herida. Su compañero lanzó un rugido y le atacó con la lanza, destrozándole la camisa y desgarrándole la piel hasta el hombro. Collie retiró su espada corta y se alejó a diez pies de distancia, enfrentándose al indio. Éste, con los ojos dilatados, se aprestó a la lucha, comenzando ambos una danza de muerte. El indio soltó un grito salvaje y le arrojó la lanza en un rapidísimo movimiento, que casi atraviesa la cabeza de Collie.
—¡Y-a-h-h!
Saltó más cerca de Collie, empuñando el cuchillo, y trató de apuñalarle en su forma típica. Pero Collie ya le había burlado el cuerpo y falló en su propósito. Tomando aire con fuerza se arrojó de costado y le hundió la espada hasta el puño. La retiró de un golpe y se inclinó sobre los dos hombres muertos. La sangre le latía en los oídos. Miró a su alrededor y le pareció oír el murmullo de las hojas de una rama próxima. Un arrendajo dejó escapar un chillido y salió volando del lugar. A través del techo del bosque, los fragmentos de cielo que entrevió permitían apreciarlo de un increíble azul en contraste con el verdor de la vegetación. El bosque estaba totalmente en la semioscuridad, salpicado de sol en la copa de los árboles y lleno de murmullos. Pero nadie más..., nada.
Lentamente, Collie hundió su espada en el suelo para limpiarla. Su mente volvió a sentirse abrumada de pensamientos sombríos. Hacía..., ¿cuánto tiempo? ¿Tres años? Sí, seguramente..., desde que había tenido disturbios con los proscritos. ¿Serían aquellos un par de descarriados o existiría un grupo mayor en cualquier parte? No había forma de asegurarlo, entonces yacían por el suelo con los ojos sin vida y las moscas zumbándoles alrededor de sus heridas.
Collie se estremeció. Nunca había matado a un hombre antes. Ni jamás lo había deseado tampoco. Se imaginó si aquello le pondría enfermo o que iría a sucederle...
No. ¿Por qué tendría que estarlo? No eran más que carne muerta, tirada por el suelo. Pronto la tierra los absorbería y quedarían sus huesos como recuerdo. No eran nada para él. sino un peligro, la peste, proscritos. Lo que contaba entonces era dar cuenta a la ciudad.
Recogió las armas de sus enemigos muertos y las estudió. Armas rudas, forjadas en frío con trozos de chatarra, el arco y las flechas no estaban mal, pero las había mejores en la ciudad. Bien, el herrero volvería a trabajar el metal y le pagaría algunos centavos por ellas. Collie recogió ambos cuchillos, que se puso al cinto, junto con el suyo y recogió la lanza, poniéndose a la espalda el arco y el carcaj de flechas.
Había salido a darse una vuelta con la vaga idea de hallar el refugio de un gato montés, que durante el mes pasado había atacado a diversos rebaños, eludiendo todo intento de capturarlo o matarlo. Condenadamente listo aquel animal, debía seguramente ser un mutante también. Bien, aquello podía esperar.
Volviéndose hacia los dos hombres muertos, les dirigió el último vistazo y se encaminó de vuelta al pueblo a un rápido trote. Tenía que recorrer unas diez millas a paso rápido, algo más de una hora de viaje. Los bosques tupidos le cerraban por todas partes y de nuevo se encontraba solo. Se dirigió al pueblo con todos los sentidos en alerta. Era muy posible que otros proscritos se hallasen en los alrededores. No es que les tuviese demasiado miedo, bastaría el más pequeño aviso para salir a mucha más velocidad de la que pudieran desarrollar sus perseguidores.
El bosque estaba poblado de viejos y enormes árboles, que llegaban hasta pasadas las laderas de Wind River Range, donde nunca había estado Collie. Siguió el terreno inclinado hacia el oeste, hacia su casa. El suave piso del bosque amortiguaba el ruido de sus pasos. Las sombras y la luz se mezclaban alternativamente en una confusión. Sobre su cabeza las enormes ramas de los árboles formaban una bóveda natural.
Collie fue descendiendo sin gran esfuerzo. Era un hombre joven, alto y fuerte, de veintitrés o veinticuatro años, nadie estaba seguro de su fecha de nacimiento. Por el exterior no parecía un mutante, en absoluto. Las ropas de confección casera ocultaban cualquier signo apreciable de tal condición, su rostro moreno parecía bastante humano; pero mirándolo de cerca, se apreciaba que su cuerpo resultaba un poco demasiado corto de talla, desproporcionadamente ancho de pecho y con unas piernas excesivamente largas con respecto al conjunto. No era una ostensible desproporción; pero le daba una apariencia irregular.
Un conejo saltó del sendero que seguía. Collie apenas si tuvo tiempo de observarlo bien; pero le pareció que aquéllas no eran las orejas de un conejo; eran grandes y redondas, más bien las de un ratón gigante. ¿Tenía rabo? Le pareció que carecía de tal apéndice en absoluto.
Nada importante. Tal vez la mitad de personas y animales que se veían eran mutantes, aunque solamente entre los humanos podía encontrarse realmente un ejemplar deformado. Los casos notables entre animales, apenas si sobrevivían. Para las apreciaciones de Collie, las «deformidades reales» no iban más allá de su propia de-generación.
Al final de la ladera, que terminó frente a un río distante, Collie salió a campo abierto, del que atravesó tres millas de distancia. Allí se había producido en tiempos un incendio que destrozó todo un enorme bosque. Los antiguos explicaban que se había originado un fuego terrible en los años posteriores a la guerra, cuando apenas si había quien pudiera combatirlos. El bosque había desaparecido, aunque dando claras mues-tras entonces de volver a resurgir, si bien más claro y con los retoños de los nuevos árboles más distantes que en su origen. La línea gris de lo que había sido la carretera general aparecía medio destrozada. Collie trató de imaginarse cómo pudo haber sido antes de la guerra. No podía llegar a imaginársela llena de automóviles, como los antiguos aseguraban haberlo estado.
Toda el área calcinada estaba recubierta de verdor y de retoños. Collie se fijó en un vástago realmente divertido y curioso y que antes había escapado a sus ojos. Era un extraño árbol joven con su frondosidad de sauce y hojas de helecho. Siguió un sendero cuajado literalmente de tréboles, sin preocuparse de haber encontrado alguno de cuatro hojas, como frecuentemente había hecho durante su primera juventud. Incluso habiendo tenido tiempo de sobra, tampoco lo habría hecho, resultaba demasiado corriente.
Las granjas comenzaban justo al término del terreno quemado. Collie se dirigió rectamente entre un estrecho sendero de campos de cereales. Había recorrido una buena milla, cuando notó que se había equivocado y que ocurría algo anormal por allí. Era el tiempo del cultivo; pero no se veía a nadie en los campos comunales.
¡Nadie!
Los proscritos...
El corazón empezó a latirle apresuradamente y se puso a correr. El terreno se deslizaba raudo junto a él, bañado por la luz del sol, sintiendo el aire azotarle la cara y con sus suaves mocasines pisando sin ruido el blando suelo de la campiña. Un pájaro cantó cerca. Respiró profundamente; no por la fatiga, sino porque se sentía realmente asustado.
¡Dios de los Cielos! ¿Habrían atacado los proscritos? A lo mejor habían caído sobre el pueblo... Había oído muchos relatos de los antiguos días sobre pillajes, incen-dios, gritos de criaturas mezclados con las brutales carcajadas de los bandidos, hombres muertos mirando fijamente con sus ojos sin vida al cielo, fuego, humo y ruinas... ¡No!
Llegó a un altozano y miró ávidamente hacia el pueblo. Yacía quieto y en calma, bajo la clara luz del día, en toda su extensión de casas sin pintar desde hacía años, viéndose, de tanto en tanto, algunos caballos amarrados a sus postes o enganchados en carros. La respiración de Collie se hizo más regular.
Pero, ¿dónde estaba la gente?
Dándose prisa, llegó a las primeras casas del pueblo. La valla de estacas había sido suprimida hacía años; pero aquellas casas de las afueras seguían considerándose como puestos defensivos. No había un alma en todas ellas, ni pudo tampoco ver a nadie en las calles. Un gato maulló a su paso. Tenía dos rabos.
Conforme se aproximaba al centro del pueblo, oyó el ruido de pasos, voces y excitación; pero ninguna muestra de pánico. Así, todo el mundo estaba en el mercado por alguna razón. Collie sonrió y dio la vuelta a la última casa.
La amplia plaza central estaba abarrotada de vecinos; las cuatrocientas personas del pueblo se hallaban casi en su totalidad presentes allí. Le resultaba demasiado familiar su aspecto, los hombres con ropas parecidas a las suyas, la mayor parte con larga barba, algunos llevando un revólver al cinto y el resto armados con cu-chillos o espadas cortas, las mujeres con ropas y sombreros fabricados desmañadamente por ellas mismas, y los chiquillos vestidos con retazos de cualquier tejido o a falta de ellos.
Brillando al sol, una gran estructura metálica sobresalía por sobre las cabezas de la gente. Un helicóptero. ¡Gran Dios, un helicóptero!
Collie apretó fuertemente el brazo de un muchacho de quince años.
—¿Qué es esto, Joe? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
El muchacho le miró sonriente.
—¡Hola, Collie! ¿Dónde te has metido? Han estado preguntando por ti.
—¿Por mí?
—Sí, por ti y nadie más. Vienen de Oregón, Collie, y es un helicóptero del Gobierno. Dijeron que buscaban a ese corredor del que tanto habían oído hablar, y...
Collie no esperó a oír más, sino que empezó a abrirse paso entre la multitud. Joe trató ávidamente de buscar un mejor sitio para ver y empujó su silla de ruedas. Joe había nacido sin piernas.
II
En el helicóptero había dos hombres. El piloto era un hombre joven, esbelto, vestido de uniforme, con una pistola enfundada en el cinto; el otro era un hombre de unos cuarenta años, aunque de aspecto mayor en edad y en ropas civiles. No era demasiado sorprendente que la gente del pueblo admirase a este último mucho más por sus ropas, puesto que los pilotos eran cosa común. Pero las ropas finas y bien cortadas del civil atraían la atención de los jóvenes y los recuerdos de los mayores. Sólo quedaban disponibles trozos y sobrantes de los buenos tejidos de los tiempos anteriores a la guerra.
El sol ya descendía por el horizonte y los candiles comenzaban a mostrar su pálida luz en el interior de las casas. Una brisa procedente del bosque traía el canto de la lechuza y los ladridos lejanos de un perro salvaje. La noche y la quietud cayeron lentamente sobre la población.
El hogar de los Johnson fue el único para los distinguidos visitantes. Un gran fuego ardía en la chimenea del gran comedor de la casa, esparciendo su luz sobre los escasos muebles y cuadros que ornamentaban el interior. Los muchachos mayores de la casa sirvieron la cena: sopa, pescado, carne de venado, patatas, pan negro, mantequilla y la mejor sidra disponible en el pueblo. La mujer del dueño de la casa era una mujer alta y pálida, cohibida ante la imponente presencia de su barbudo esposo. Collie se sintió demasiado tímido para decir nada tampoco, permanecía a disgusto en sus ropas de a diario, sentado en el borde de una silla, escuchando a los Boss charlar y charlar.
—Sí, caballeros, no lo pasamos ahora tan mal. Después de la guerra, sucedieron unos años terribles, como a todo el mundo le debió ocurrir, supongo. Apenas si quedó nadie en el pueblo. La mayor parte de los que ahora viven en él vinieron después, de otros lugares. Y resulta buena gente, una vez que se les conoce. Bien organizados, han combatido bravamente a los bandidos, montando guardias, cazando, trabajando las tierras, ya saben. Hemos tenido necesidad de hacerlo todo con nuestros propios recursos, hasta que se ha podido comenzar a intercambiar cosas con los vecinos. Han ocurrido muchos disturbios, fracasos en las cosechas; un año, la epidemia casi nos dejó sin ganado, ¿cree usted que debió ser por culpa de la guerra?
—No, probablemente, no —afirmó Temple, el enviado del Gobierno—. Aquello no duró mucho tiempo. Alguna forma de mutación u otro desastre parecido, imagino. Lo sufrimos todos al mismo tiempo.
—Bien, de todas formas —continuó Johnson— no se vive mal en esta población. Vamos progresando en la vida lo mejor que se puede, aunque, naturalmente, tenemos necesidad de muchas cosas todavía. Nos cuidamos de los mutantes bastante mejor de lo que hacen en otros sitios...
Temple dejó escapar un suspiro de preocupación.
—Lo sabemos, por desgracia. Infanticidios, motines antimutantes, purgas locales... Un desastre. Eso no ayuda en nada y es un crimen. Los mutantes tienen su derecho a nacer. Es algo que está presente en la raza por ahora y que tardaremos mucho en vernos libres de ello.
—Así lo creo —dijo Johnson—. Siempre podemos encontrar algo útil que hacer para todos. Los mutantes retrasados mentales pueden cavar, trabajar la tierra, ayudar a los carpinteros y a otros oficios y muchos otros trabajos más. Tenemos, por ejemplo, una niña que ha nacido sin ojos, pero es la modista más hábil que se haya visto jamás.
—Me alegro de veras por ustedes —dijo Temple.
—Oh, sí —respondió Johnson—. Tenemos en vigor una especie de democracia sana en este pueblo. Yo soy el jefe, una especie de presidente y de juez al mismo tiempo y que en caso de guerra me llevaría a ser comandante militar. Y a propósito, Collie..., uh..., bien, Jim, yo no me preocuparía de esos salvajes con que tropezaste hoy. Envié exploradores y me han informado que no hay signos de ningún grupo guerrero por ahí. Tienen que haber sido un par de vagabundos.
Temple sonrió.
—Casi estuvimos a punto de haber hecho nuestro viaje para nada, señor Collingwood. Si llegan a matarle por ahí...
Collie rastreó los pies por el suelo y miró a la mesa.
—Todavía no han dicho ustedes para qué le necesitan —indicó Johnson—. Yo creía que vendrían para establecer alguna conexión regular con el Gobierno. Comercio, líneas aéreas, ya sabe. Demonios, todavía no hemos podido votar.
—Tampoco pagan ustedes impuestos —dijo Temple—. Lo que no es nada despreciable en estos tiempos. Hay muchísimo que reconstruir, hacer en pro de la educación y de la reintegración. Volveremos en cuanto nos sea posible, jefe; pero mientras, creemos que están ustedes todavía fuera de la civilización.
Los pequeños ojos del jefe del pueblo se clavaron pensativos en su interlocutor. No era ningún tonto.
—Creo que he conseguido mucho en esta comunidad...
—Ah, sí, claro que sí —dijo Temple—. Especialmente por haber seguido una clara política hacia los mutantes. Desgraciadamente el alcance es bastante corto, no pudiéndose decir lo mismo de otros lugares incluso próximos a éste.
—Seguro, ya iremos adelante. —Y Johnson tomó una manzana del plato de los postres y la mordió—. Tome una de éstas, señor Temple. Es una fruta mutante tam-bién..., tiene un cierto sabor a castaña.
—El temor y la repulsión hacia los mutantes han dado lugar a ciertos trágicos episodios —dijo Temple serenamente—. Linchamientos, asesinatos..., bien, ya conoce la historia, estoy seguro. Debemos detener esto; pero no disponemos de hombres ni de recursos para establecer la policía debida en todo el Continente. Por el momento tenemos que pensar en construir y establecer la industria en las zonas más prometedoras. Hay literalmente millares de comunidades primitivas como esta suya, señor Johnson, desde el Yukon hasta Río Grande. No fueron directamente afectadas por la guerra; pero el colapso sufrido por los transportes y la industria les obligaron a tener que valerse de sus propios recursos, teniendo que volver a un sistema primitivo de economía natural. Y siempre amenazadas por las bandas de proscritos, que les obligan a mantener una fuerza armada para defenderse. Podríamos hacer más, incluso ahora, de lo que hacemos; pero es mejor dejarlo estar en su propia situación durante algunos años todavía.
Se produjo un momento de silencio. El fuego crepitaba fuertemente en la chimenea.
—¿Por qué ha venido? —preguntó Johnson.
—A causa de la histeria antimutante y del asesinato. Como dije antes, nosotros, el Gobierno, no podemos detenerlo en todas partes. Pero una comunidad primitiva, amenazada desde el exterior, necesita a todos sus miembros. Antes que pase mucho tiempo, aprenderán por la experiencia que no pueden hacerse discriminaciones; porque serán precisas todas las manos para trabajar y luchar. En consecuencia, pasado algún tiempo, los mutantes serán normalmente aceptados.
Johnson sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No le gustaban las cosas que acababa de oír.
—Bien, caballeros, si han terminado la cena, mejor será que nos vayamos a la sala de estar.
La casa había sido grande y hermosa antes de la guerra; pero el paso del tiempo y el descuido la habían desmejorado. Los muros estaban desconchados y con grietas, el suelo crujía bajo los pies, los muebles parecían viejos y ajados y las reparaciones efectuadas, mal hechas y sin gracia. El único objeto valioso realmente era un sillón de reciente manufactura. Temple se detuvo para admirarlo.
—Artesanía —dijo.
—Sí, lo hizo Bill el Tuerto. Un mutante nacido con un solo ojo. Se le da muy bien el trabajo de la madera.
La todavía reciente hostilidad de Johnson se disolvió como el humo, cuando Temple le ofreció un cigarro. Lo tomó casi con reverencia.
—¡Tabaco! —exclamó asombrado—. No he visto un puro desde hace diez o doce años, por lo menos... El último que fumé era un petardo.
—Me temo que no sea ésta la calidad de antes de la guerra —dijo Temple.
Se volvió hacia Collie, que estaba tímidamente sentado en un sillón.
—Bien, venimos por usted, señor Collingwood.
Collie sintió que se le enrojecía el rostro; pero sus ojos buscaron los del representante del Gobierno.
—¿Para qué?
—Es una larga historia —dijo Temple—. Pero nos gustaría llevarle a usted a Taylor..., a la capital.
—¿Eh?
—Si quiere venir, naturalmente.
—Pero..., pero...
—Mire, señor Collingwood. Tengo entendido que es usted un mutante con unas facultades sorprendentes.
—¡Oh, no! —farfulló Collie, mirando al suelo y retorciéndose las manos—. Puedo correr a mayor velocidad que cualquier otra persona, tal vez, y saltar mejor y retener el aliento. Eso es todo.
—¡Eso es mucho! —exclamó Temple—. ¿No siente usted trastornos? ¿Se encuentra bien?
Al ver que Collie permanecía callado, Johnson respondió por él.
—Sí, es un chico sano y feliz. Ha tenido suerte.
—No puede usted figurárselo, señor Johnson. Casi el setenta y cinco por ciento de los nacimientos humanos, desde la guerra, han sido mutantes en una u otra forma y el porcentaje de tales nacimientos se está incrementando en lugar de disminuir. Es, sencillamente, porque un mayor número de genes mutantes están encontrando sus complementos, conforme sus portadores están llegando a la edad de la reproducción. Bien, no importa esto mucho ahora. El asunto es que una gran proporción de las mutaciones han sido innocuas o al menos no han producido una seria desventaja, significando simples deformidades aparentes. La mayor parte, no obstante, han sido desfavorables en gran medida. Es lo natural, por supuesto. Un cambio al azar es más verosímil que se produzca para lo peor en lugar de lo mejor. De hecho, todos los nuevos nacimientos están afectados por estas mutaciones que no causan daño, aunque en realidad, las favorables son un coeficiente infinitesimal. Quizá medio millón desde la guerra, por todo el mundo, tal vez menos. El señor Collingwood es uno de ellos. Desgraciadamente son contadísimas las personas que se encuentran en su caso afortunado.
—Está bien —convino Collie—. ¿Y qué hay del asunto?
—Estoy seguro que me excusará el que le haga alguna pregunta personal —dijo Temple—. ¿Hay aquí personas que dependan de usted, parientes, amigos íntimos..., en fin, algo que le retenga en el pueblo?
—No —repuso Collie—. No tengo familia. Mi madre murió hace años. Tuvo un niño y resultó mutante de un tamaño desproporcionado, y... —Y se detuvo apretando los puños con el triste recuerdo.
—Lo lamento —murmuró Temple.
—Mi padre se ahogó una primavera al llegar el deshielo con la crecida del río —siguió Collie—. Tengo dos hermanas; pero ambas están casadas. A nadie más.
—Las mujeres están escasas por aquí —añadió Johnson—. No es fácil para un joven conseguir una esposa. Yo había estado pensando dar mi Janet a Collie, ella nació humana y normal; pero sólo tiene trece años y es mejor esperar un par de años más.
—¿Entonces, ningún serio compromiso? —preguntó Temple—. Así, podría venirse con nosotros, si lo desea, claro está.
—Pues creo que sí —repuso Collie, que ya estaba venciendo su timidez—. Pero, ¿para qué?
—Deseamos tener reunidos a todos los buenos mutantes —dijo Temple—. No queremos que vivan sueltos por ahí para que cualquier accidente pueda matarlos, en la forma en que casi estuvo usted expuesto a morir hoy mismo, cuando la raza les necesita desesperadamente.
Collie enrojeció y Johnson le dio una palmada en el muslo y soltó una fuerte risotada.
—¿Te pondrán a criar, eh, muchacho?
—No, no —dijo Temple frunciendo el ceño—. Nada de eso. Se le entregará un hogar para que viva feliz, la educación que desee y será un ciudadano corriente, libre para marcharse cuando quiera. Por supuesto, no puedo prometer nada hasta que los médicos le hayan observado primero; pero estoy seguro que pasará las pruebas necesarias. Hablaremos más tarde de esto, si se encuentra interesado.
Collie le miró. En aquel momento sintió crecer algo en su interior, un deseo irrefrenable. Johnson se aclaró la garganta.
—Tengo un muchacho de unos seis años, listo como el diablo. Realmente listo. Claro que tiene un corazón que le gasta malas bromas, doliéndole a cada instante; pero es listísimo. Sus médicos podrían tal vez...
—Lo lamento —dijo Temple gentilmente—. No es eso lo que estamos buscando. Para ese caso enviaremos una misión médica por aquí, lo más pronto posible.
Collie parecía no oír ya nada más. Dentro de su mente se había encendido la llama del entusiasmo y de la ilusión. Taylor..., la capital de Norteamérica..., la civilización... ¡El mundo!
¡El mundo!
III
Las montañas se deslizaban bajo sus pies, allá pasaban los altos y solitarios Tetons, Jackson Hole, el Bitterrot Range, los profundos valles, los brillantes ríos, los verdes bosques y los terrenos de cultivo que se perdían hasta donde alcanzaba la vista. Collie tuvo que retirar los ojos de la contemplación del paisaje que se deslizaba bajo él.
La cabina del helicóptero parecía llena del rítmico murmullo de los motores, no demasiado fuerte; pero presente en todas partes y que vibraba en sus músculos y en sus huesos. Le habían dicho que viajaban a cien millas o más por hora. Aquélla era una cifra fantástica, difícil de creer para él, ya que la tierra cambiaba tan lentamente bajo el aparato.
—¿Cuando llegaremos a Taylor? —preguntó.
—Oh, aún faltan varias horas —respondió Temple—. Hacia el anochecer, supongo.
—Yo... —Collie comenzó a decir algo y se calló. No estaba acostumbrado a aquel espacio tan apretado, aunque era capaz de permanecer sentado un día entero sin movimiento acechando una presa en los bosques.
—¿Y todo este camino por mí?
—Pues claro que sí —dijo Temple—. Tienes mucho más valor del que supones, Collie, si me permites que te llame así.
—Todo el mundo lo hace.
—Bien, entonces, yo me llamo Bob, ¿de acuerdo?
Collie aprobó con un gesto de cabeza, un poco sorprendido. Todo aquello le parecía un sueño. A aquella misma hora, el día anterior estaba tras capturar un gato montés en pleno bosque en la montaña.
—¿Y cómo me encontraron? —volvió a preguntar—. Éste es un país muy grande y nunca tiene contacto con los forasteros.
—Oh, las cosas corren mucho —repuso Temple—. Cazadores, comerciantes o la mejor forma de vagabundeo para una noticia, el contarla de boca en boca. Sin otro medio de comunicación tu gente está siempre interesada en los chismorreos. Nosotros, es decir, el equipo de vigilancia e inspección, permanecemos siempre en viaje, visitando las comunidades elegidas, hablando con las gentes, tratando de saber cuanto podemos. El Gobierno tiene necesidad de saberlo todo, por muchas razones. Una de las más importantes es descubrir dónde se hace más urgente nuestra ayuda y prestarla, si es posible. Pero estos equipos tienen los oídos especialmente abiertos para los relatos de las mutaciones favorables que se han producido. Cuando oyen alguno de estos relatos les siguen la pista hasta su origen inmediatamente. —Temple suspiró—. No siempre resultan verdaderos. Los relatos y las historias que se cuentan, las mayor parte de las veces se distorsionan, mezclados con la fantasía o porque alguien ha mentido. Pero de vez en cuando, hallamos algún caso interesante. Como el tuyo.
Collie permaneció quieto durante unos instantes, demasiado cohibido para seguir hablando. Después, cambiando de sujeto, preguntó:
—¿Cómo es aquello? Quiero decir, el Gobierno.
Temple rió de buena gana.
—Eso se llevaría mucho tiempo en explicarlo, Collie. Tenemos ahora la unión de toda Norteamérica, excepto México, que ha querido permanecer independiente. Ofi-cialmente eres un ciudadano, aun cuando no hayamos podido hacer mucho por tu gente todavía. Allí hay de todo para comer en abundancia, estamos ya consiguiendo algunas máquinas buenas y nuevas, se puede viajar con comodidad y contamos con buenos medios de transporte por todas partes. Es también un país libre, aunque no tanto como lo fue en otros tiempos. Espero que te gustará.
—Bien, ¿y qué hay del resto del mundo? ¿Como van las cosas para los demás?
Temple buscó un libro de una vitrina.
—Aquí tienes algunos mapas —dijo—. Mira, éste es un mapa del mundo. Aquí está Norteamérica, y...
—Ya lo sé —dijo Collie un tanto impaciente—. Tenemos una escuela en casa. Sé leer y escribir bastante bien y me enseñaron geografía además.
—Bien —convino Temple—. Es mejor así. Quedaron muchos libros después de la guerra, afortunadamente. No se ha perdido el conocimiento, aunque en lugares como en el tuyo tenga poca aplicación por el momento.
—Los libros no dicen mucho —sugirió Collie—. No mucho que resulte útil, como por ejemplo, cómo fabricar un arma. El libro más usado en el pueblo es uno llamado «Manual del Explorador». Es un libro que nos enseña a valemos por nosotros mismos.
—Sí, ya lo sé. Así es como se ha hecho todo, por todas partes. La civilización ha ido demasiado lejos de los principios básicos, y ha convertido a muchos de sus miem-bros especializados en simples dientes de una rueda gigante que no pueden subsistir cuando la gran máquina se ha roto. Me gustaría saber si el ciclo de las guerras que culminó con los mutantes no expresa alguna profunda aversión inconsciente de la totalidad del asunto. Pero estoy soñando despierto, Collie. Me habías preguntado acerca de la situación del mundo actual.
»Mira, toda Hispanoamérica está rehaciéndose con nosotros, aunque no de la misma forma. Brasil, Argentina, Venezuela y México, han absorbido al resto de los demás Estados, aunque sus Gobiernos son, con frecuencia, verdaderas pantomimas. No tendremos mucho contacto con ellos hasta que consigan organizarse mejor y tengan alguna industria; entonces, confiamos en que serán nuestros amigos.
»En el Pacífico, Australia y Nueva Zelanda están tratando de aproximarse y conseguir buenas relaciones, tales zonas no fueron demasiado afectadas por la guerra al principio. Entre esos dos países gobiernan en más o en menos todo el sur del Océano Pacífico. Malasia domina el archipiélago y el Océano Índico. El Cercano Este permanece todavía bastante anárquico, aunque Turquía domina la mayor parte. Territorialmente, es casi un renacimiento del antiguo Imperio Otomano, habiéndose anexionado una franja del sur de Rusia, si bien ahora lo hacen mejor que entonces. El norte de África es en parte de Turquía y en parte árabe y berebere. En estado bárbaro. Sudáfrica ha sido conquistada por los negros, quienes están edificando un Estado que va desde la Ciudad del Cabo hasta el Congo. Todo esto, técnicamente significa un retraso de la civilización.
»Europa es una espantosa ruina, con casi todo perdido en una situación bárbara. Existe un Estado ruso, bordeando el Báltico; pero se halla bastante débil, comprimido entre Ucrania y Siberia. Grandes zonas de la India han sido dominadas por los guerreros afganos y el resto se halla perdido en algo indescriptible. La China está dividida en provincias guerreras, la mayor parte de las cuales no irán más allá de la situación en que se encuentra tu pueblo, Collie.
»Pero ahí está Siberia. —La voz y el rostro de Temple se endurecieron—. Se erigió a sí misma en Estado soberano al desvanecerse el Gobierno ruso. No habiendo sido gravemente afectada, y contando con una población energética y rica en recursos naturales y cierta industria salvada de la guerra, se rehace rápidamente, como nos-otros ahora, si no en mejor proporción todavía. Se ha anexionado Manchuria, Mongolia y Corea; el Japón es su marioneta como lo son igualmente diversos Estados del norte de la China. No conocemos mucho acerca de ellos, ya que las comunicaciones internacionales son bastante deficientes; pero se trata de un equipo de gente obstinada y su Khan..., bien, ya lo sabrás más tarde.
Collie se calmó interiormente. No había seguido muy bien la descripción de Temple; pero al menos captó las líneas generales del relato. La visión de un mundo en ruinas no era nada entristecedor para él; había crecido con ella. Pero por primera vez en su vida, comprendió lo grande que era el mundo; qué grande, extraño y amenazador.
Habría deseado en aquel momento volver a su pueblo, enterrarse a sí mismo en las montañas y en los bosques, olvidar el mundo que rugía al exterior de aquellos plácidos lugares. Pero ya era demasiado tarde. Ya era demasiado tarde...
Taylor no era una gran ciudad en comparación con las antiguas; pero entonces era una de las más grandes del norte de Norteamérica. Para Collie resultó enorme, una inmensa vastedad cuajada de grandes edificios, torrentes de ruidoso tráfico, calles entretejidas como una tela de araña, multitudes empujadas por la prisa, signos par-padeantes y siempre el ruido como algo presente en el aire que se respiraba. Le parecía nuevo, duro y brillante. Pero entonces recordó que la mayor parte de la ciudad era completamente nueva, desarrollada en los treinta años o menos. La casualidad había alcanzado a una ciudad insignificante en las faldas de las Cascades y la había convertido en el centro de un Continente.
Se alegró de haber tomado tierra fuera de la ciudad, sobre el alero de una montaña, rodeado de edificios, que parecían haber sido terminados de construir un día antes. Más allá, unos hermosos jardines y extensiones verdes se extendían en forma de pasajes en tres direcciones hacia una población de pequeñas casas. Un muro natural de piedra enorme bloqueaba el final de un acantilado que caía a plomo sobre una garganta que discurría por debajo. Collie supuso que sería un hermoso lugar.
El helicóptero tocó suavemente el suelo y Temple condujo a Collie hacia un alto edificio del aeropuerto. Era como la mayor parte, una construcción de líneas curvas y pisos planos con enormes ventanas en la fachada, presentando un revestimiento de un suave plástico de colores al pastel. En el interior había una gran quietud, poca gente trabajando en sus oficinas, transitando por los pasillos de uno a otro despacho. Se detenían para mirar fijamente a Collie y después, como si comprobasen el error, se alejaban más de prisa en su camino.
Temple le condujo hasta un comedor, donde había otras personas comiendo, y pidió la cena para él.
—Tranquilízate —le dijo—. Aquí todos somos amigos.
—¿Todo el mundo come en este sitio? —le preguntó el joven.
—No, a menos que lo deseen. La mayor parte cocina en sus propias casas, lo mismo que hacen las demás personas. Tienes que recordar que todos los que estamos aquí, son o igual que tú o personas que quieren ayudarnos. Tú eres realmente uno de los propietarios, como otros muchos.
—Pero todavía..., sigo sin saber lo que quiere de mí.
—Sencillamente, tenerte aquí, a salvo de cualquier peligro. Eso es todo, Collie. No tengas miedo, no serás retenido más tiempo del que tú desees por ti mismo.
—Humm. —Collie se sintió un poco dubitativo. Pero, ¿qué diablos? Atacó la comida con un verdadero y sano apetito. Estaba muy buena.
Después, hubo una sesión en la oficina del médico jefe, donde hicieron un montón de cosas que le resultaron incomprensibles.
—Se llevará una semana para un examen completo —dijo el doctor—. Debemos comprobar cuanto podamos. Pero por ahora, a mí me parece muy bien.
Collie se sonrió y sintió rabia consigo mismo.
—Vamos, muchacho, tómalo con calma —le advirtió Temple al salir—. Sigue yendo a que te hagan todos esos análisis y pruebas al laboratorio. El resto del tiempo podrás hacer lo que gustes. Tendrás que conocer a tus vecinos. Te mostrarán cosas que te serán divertidas. Tenemos entretenimientos cada noche, cine, bailes y cosas así para pasarlo bien. Creo que lo pasarás magníficamente.
Una neblina suave les envolvió al caminar en el exterior hacia las casas que formaban aquel barrio residencial. Abajo, al pie del camino, la ciudad se abría en mil ojos que parpadeaban como estrellas caídas sobre la tierra. Sobre sus cabezas, un cielo maravilloso se extendía con el hermoso atardecer. Collie llenó sus enormes pulmones de aire fresco y sintió relajarse su tensión interior.
La grava del camino crujía bajo sus pisadas al pasar junto a los luminosos porches de aquellas limpias y atractivas casitas de campo.
—Hay casi un centenar de personas que viven aquí —le dijo Temple—. Tenemos otras quinientas plazas que cubrir y espero que vengan cuanto antes. Bien..., aquí está la tuya, Collie. Ésta es la llave. Ve, ábrela; ahora es tu casa.
El interior resultaba sumamente agradable y bien equipado. Temple se movió con soltura mostrando a Collie cómo funcionaban todos aquellos dispositivos, de los que había una buena cantidad.
—Te enviaremos ropas nuevas por la mañana, de estilo moderno —le dijo—. Estarán confeccionadas esta misma noche, de acuerdo con tus medidas. Además, aquí tienes algún dinero en efectivo, para lo que necesites. Puedes tener más cuando te haga falta.
Collie se mordió el labio inferior.
—Mire —dijo—, no quiero que se me trate de caridad.
—No has comprendido bien, Collie. Te necesitamos muchísimo más a ti, de lo que tú a nosotros. Te estamos prestando equipo y material, eso es todo. Bien, ahora te deseo que pases una buena noche. Tengo muchísimo trabajo que hacer y puede que no te vea durante algún tiempo. Si hay algo que quieras saber o necesitas alguna ayuda, ve y consulta al Consejero de la oficina principal. Buena suerte, Collie.
Cuando se hubo marchado, Collie sintió una singular desolación. Le pareció hallarse totalmente solo en el mundo. Erró bastante tiempo por el interior de la casa, tratando de hacer funcionar este o aquel aparato. La televisión en color le resultó interesantísima; pero le recordó algo extraño, y pronto se cansó de mirarla. La mayor parte de las cosas que aparecían en la pantalla no tenían significado alguno para él. Se sentó en una silla que moldeó su cuerpo a la perfección.
—Maldita sea... —murmuró—. Ya estoy atacado de nostalgia...
IV
Un leve ruido en la puerta le hizo ponerse en pie. Un vistazo a través de un panel de cristal le hizo ver la presencia de un extraño en el interior. Su mano se dirigió automáticamente en busca del cuchillo; en seguida recordó que lo llevaba en el saco de viaje, habría sido tonto haberlo llevado a la cintura, por lo demás.
—Adelante —dijo con voz todavía alterada—. Adelante, pase.
Nunca había visto antes a un negro y recordó el tipo por las descripciones que le habían hecho allá en su pueblo. Era un joven alto y fornido, elegantemente vestido con un traje iridiscente.
—Hola, amigo —dijo el visitante con una voz rica en matices—. Me llamo Joe Gammony.
—Ah, yo soy Jim Collingwood.
Y se estrecharon las manos.
—He visto que venía un nuevo vecino y mi mujer y yo pensamos en venir a saludarle. Conocemos mucha gente aquí. ¿Le gusta esto?
—Pues sí, gracias. —Collie recordó que tenía un pequeño bar repleto de bebidas—. ¿Quiere usted tomarse un trago?
—Ah, sí, gracias, si no le importa.
Gammony aceptó un vaso y se lo echó al cuerpo haciendo una mueca.
—Ah, chico, esto cae bien, ¿verdad? —El negro se apoyó contra la pared con las manos en los bolsillos—. Mira, Jim, todos aquí gozamos de bastante libertad. Tendrás que verlo. ¿No importa que te haga algunas preguntas?
—Pues..., no.
—Bien, te diré algo de mí primero. Yo soy de Virginia, de los bosques, como veo que eres tú también. Hace ya un año que estoy aquí. Yo nací con kinestesia..., según lo llaman ellos. Tengo un perfecto sentido del equilibrio y la dirección. Nunca me pierdo. Ya andaba cuando tenía seis meses, por eso tengo las piernas arqueadas. —Y el negro sonrió entre dientes—. Y soy un buen piloto también, después que me enseñaron a volar. No necesito instrumentos que me digan si estoy arriba o abajo o de qué lado, y voy más rápido en el viaje que cualquier otro. Todavía están buscando utilidad para mi facultad. Y eso es todo, Jim.
Collie le contó su propia historia y Gammony cabeceó sin sorpresa.
—Eso es una gran diferencia, amigo, mayor que la mía —dijo—. Lo mío es solo una diferencia en algún lugar de mi cabeza; pero tú tienes que tener diferentes clases de huesos y músculos y también diferentes pulmones que los demás, o a lo mejor eso está en tu sangre. Ellos lo descubrirán también. Apuesto a que no hay otro como tú en el mundo. Vamos, Jim, no Collie, como tú dices. Ven conmigo y te presentaré a muchos amigos.
Salieron y entraron en la próxima casa. La esposa de Gammony era una negra de aspecto agradable, con una pareja de chiquillos aferrados a su falda y los ojos muy abiertos.
—Los niños no son como yo —explicó el padre—. Mutación recesiva, cálculo, como ocurre la mayor parte de las veces. —Parecía haber aprendido mucho en un año, aunque ya de por sí simulaba un tipo de brillante imaginación.
A Collie le fue presentado un hombre de pequeña estatura y con unos ojos agudos y oscuros, como Abe Feinberg, procedente de Illinois. Sus manos tenían un delicado aspecto; un ligamento extra en sus delgados dedos casi les hacía aparecer como si no tuviesen huesos.
—He desarrollado un tacto altamente sensible —dijo—, junto con la capacidad para manejar pequeñas cosas. Resulta útil para trabajos de precisión. Tengo un empleo en el acabado de partes micrométricas.
Sobresaliendo por encima de ellos, con sus seis pies y medio de estatura y tan ancho que parecía cuadrado, se hallaba un gigante rubio.
—Misha Ivanovitch —dijo presentándose a sí mismo—. Me encontraron en Rusia hace ya dos años, da , después de haber comprobado a medio mundo. Soy sencillamente un hombre fuerte. Como un caballo, creo yo. —E hizo una mueca—. No creo que sea muy útil, no soy tan fuerte como un tractor.
Segundos después, una chica esbelta de cabellos castaños, preciosa y de excelente aspecto, dijo llamarse Lois Grenfell, de Ontario.
—Un oído fuera de lo corriente —explicó la joven—, igualmente extraordinario en límites supersónicos que en subsónicos, con la capacidad de discriminación de tono mayor que cualquier otra persona. Desde luego, he escrito música; pero, ¿de qué sirve? Nadie más puede oír tales matices.
Un individuo delgado y de cabellos revueltos estaba dedicando a la joven demasiada atención.
—Soy Tom O’Neil —dijo—. Me hallaron en Irlanda. Se trata de mis ojos. Tengo la visión telescópica de los objetos y las cosas. Oh, seguro que sí, puedo ver también a distancias corrientes. Conozco a algunos otros que tienen esa facultad; pero ellos no han venido aquí. Los pobres tienen que ponerse gafas para poder ver a cien pies de distancia.
Alexander Arakelian, de California, corto de estatura y fornido como un oso, incitó a Collie a dispararle un puñetazo.
—Vamos, pega. Cuando lo desees, sin previo aviso...
Collie saltó, lanzándole un gancho y casi se da de bruces en el suelo al fallar el cuerpo del californiano.
—Lo siento. Francamente, no creía que fueses tan rápido. Por poco me alcanzas. Sí, mi facultad es la de una reacción y percepción ultrarrápidas. Algo relacionado con mis células nerviosas, según ellos aseguran.
Había otros muchos más. Casi dos docenas de personas se encontraban presentes en el cuarto de estar de los Gammony. Collie no pudo recordar todos los nombres y características. Cuando finalmente tomó asiento con un vaso en la mano y les observó en conjunto, trató de imaginarse qué tendrían de común entre todos ellos.
Primero: Todos eran jóvenes. Sin duda, ninguno podía tener más de veintiocho años, ya que la guerra había terminado hacía veintinueve. Las edades iban desde los quince hasta el límite posible de veintiocho.
Segundo: Todos tenían un aspecto bastante humano. Algunos podían pasar por humanos corrientes, personas inmutadas a menos que no se les mirase de cerca; el único realmente singular era uno que podía calcular con la celeridad de una máquina y que tenía los ojos de un rojo brillante, no desagradables, por cierto. Feinberg, que parecía ser, de todos los presentes, el más hablador y comunicativo, explicó que una buena mutación era, generalmente, algo añadido a las capacidades humanas normales. Un hombre con manos sin huesos podía ser capaz de delicados trabajos altamente precisos, como él, por ejemplo. En igual manera, habían nacido muchísimas personas con rasgos buenos o malos, como por ejemplo, la supersensibilidad de la señorita Grenfell en el primer caso, o un retrasado mental en el segundo.
Tercero: Todos estaban protegidos, cuidados y altamente pagados para cualquier trabajo que escogiesen libremente. Pero tal trabajo parecía ser que invariablemente debía hacerse allí, en sus mismos hogares o en los laboratorios que el Gobierno les tenía dispuestos en aquella zona.
Cuarto: Ninguno de ellos parecía ser muy feliz.
No fue sino hasta más tarde, ya entrada la noche, cuando el alcohol disipó las barreras existentes, que Collie se dio cuenta de lo último. Surgía espontáneamente de ellos, por alguna palabra tomada de aquí o de allá, aunque parecían querer, en cierto modo, disimularlo. Pero Collie se obstinó en conocerlo a fondo.
—Parece que les tratan bastante bien —aventuró en un momento de la conversación, prudentemente. Estaba sentado entre Feinberg e Ivanovitch.
—Sí, supongo que sí, no está mal. —Feinberg había bebido más de la cuenta, tenía las mejillas enrojecidas y su voz no del todo bajo control—. Somos como unos pobres bastardos felices.
—He estado imaginándome qué puedo yo haber hecho para venir aquí —dijo Collie—. Yo sólo soy un granjero y un cazador.
—Ya te enseñarán. Es difícil decirlo, sin embargo. Tú y Misha son bastante parecidos. No creo que hagan nada que una máquina no hiciera mejor...
Feinberg encendió un cigarrillo del que tomó unas chupadas rabiosamente.
—Eso es lo que ocurre con la mayor parte de nosotros, realmente —continuó—. ¿Qué diablos se supone que vamos a hacer? Yo estoy ya realizando trabajos delicados de precisión. Pero creo que un microterminador mecánico lo haría mejor y en mayor cantidad.
—Niet , no esta tan mal la cosa —dijo el ruso—. Yo arranco y transporto pesadas rocas y puedo manejar un gran martillo o cualquier herramienta pesada, ¿qué hay de malo en ello? Mucho mejor que estar enterrado en un pueblo miserable, pasando hambre la mitad del tiempo...
—Bien, si lo que quieres es tener el estómago lleno... —dijo Feinberg, mirando el vaso que tenía en la mano.
—Vuelve a casa, Collie —continuó Feinberg, casi al instante—. Diles que se vayan al diablo. Vuelve a donde el gamo y el antílope viven en libertad allá en los bosques de tu país natal, cava en la tierra y ten una partida de chiquillos, casándote con alguna buena chica de tu pueblo que te guste. Serás mucho más útil que aquí. —Pero al darse cuenta que Collie podía sentirse herido, le puso una mano en el brazo—. Es por tu propio bien, muchacho. Me caes simpático. No quisiera verte metido dentro de esta máquina infernal.
—¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó Collie—. ¿Qué es lo que hay aquí que no te guste?
—Llámalo objeciones filosóficas, si lo prefieres. Aunque hay muchas de orden práctico. Habla con Joe Gammony, entre otros. Se casó con una chica corriente de su raza, cuando le encontraron. Pregúntale lo que han hecho con tal que ella se marchara de aquí después de venir. Oh, claro está, sin violencias. Nada aparentemente ilegal. Aquí todos somos unos caballeros, no unos viles siberianos. Pero quieren que Joe se hubiera cruzado con alguna mujer del «superpueblo». No desean que malgaste sus genes con un tipo vulgar de la raza humana. De algunos de nosotros, ni se preocupan siquiera. ¿Tú lo pasas bien, eh, Misha? —El gigante respondió con una mueca, Feinberg se pasó una mano por sus lacios cabellos y continuó—: A mí me presentaron a una chica, que vive aquí también. Tiene la capacidad de la kinestesia, como Joe. Quisieron que tuviera hijos de él, para reforzar el rasgo hereditario y míos, en forma mixta. Así no habría más que tomar un elemento con la capacidad de cálculo rápido con el cerebro de Alaric Wayne y se obtendría el superingeniero, ¿eh? Pero Joe es un buen católico y yo soy testarudo como una mula. Yo quiero encontrar a mi propia mujer y vivir una vida normal. ¡Normal! ¡Diablos! ¿Qué normal puede ser todo esto? ¿Qué puede haber de normal en buscar la forma de tenerlo a uno ocupado, pasándose la vida encerrado en el tope de esta montaña condenada, siempre viendo la misma gente, y siempre con los mismos chismorreos? Es cierto que tenemos una buena vida asegurada aquí, a pesar de nuestras pequeñas disputas y facciones; pero por las barbas del diablo, hay todo un mundo que ver ahí afuera. Ni siquiera se atreve uno a ir a la ciudad a tomarse un trago. Te lincharían. A los norteamericanos no le gustaron nunca los privilegios, a menos que no sean los únicos que los disfruten. Pero a mi gente la han pegado muy fuerte como para que yo esté dispuesto a suscribir la aparición en el mundo de una Raza Señora. Tú estás en el mismo caso, Collie. Pregúntate a ti mismo, qué es un superhombre. Y qué es una imitación favorable. ¿Qué base real tienen para habernos elegido a nosotros? ¿Qué de bueno tenemos especialmente? ¿Qué de bueno puede haber en este programa? Diablos, todos estamos llenos de genes minados. Todo ser viviente en la Tierra se encuentra en idénticas condiciones. Creo que no debemos ir a la creación de una raza de superhombres. Los superhombres, muy verosímilmente, pueden engendrar idiotas y lisiados, como cualquier otro hombre. Dicen que Nietzsche precedió al superhombre. No es esto lo que tuvo en su mente. Shaw sí que fue el traficante del superhombre. Sin duda fue inteligente, ingenioso y humano; pero no pudo pensar. Le faltó profundidad. En lo profundo, despreció el método científico. Así lo hacemos la mayor parte de nosotros. Tal vez eso sea mejor, porque es inhumano. Resulta inhumano mirar al mundo tan fríamente. Las gentes no son razonables. Es mucho más cómodo buscar por ahí una imagen arquetipo, y cuando se encuentra, reproducirla. ¡Engendrándola!
Collie se volvió a su casa hacia la medianoche. Se sintió cansado, y como vacío de toda fuerza vital que residía en su interior, tras lo que había visto y oído en aquella jornada. No le pareció el mundo que le rodeaba, lo que siempre había sido para él. No, nunca más lo sería. Le costó trabajo conciliar el sueño.
V
—Francamente, no puedo pensar por el momento en algún trabajo que precise de sus especiales capacidades —dijo el Consejero—. Pero tiene usted una inteligencia despejada y por tanto, no veo razón para que no se aplique a cualquier rama de la ingeniería.
—Bien —murmuró Collie—. He oído hablar del buceo profundo en La Florida para extraer esponjas del mar. Ya sabe usted que puedo contener la respiración durante largo tiempo...
—Bien, eso es solamente para proveer al mercado local —dijo el Consejero gentilmente—. Nuestras esponjas son sintéticas. Me temo que no interese a usted nin-guna plaza en ese comercio.
—Era sólo una idea. Creo también que lo haría muy bien con los exploradores de las fragosidades de los bosques.
—Lo siento, no lo permitiríamos. Sería demasiado peligroso para usted.
Collie estalló de indignación.
—Escuche. Soy un ciudadano libre y puedo ir adónde me plazca.
—No podemos impedir que se marche usted, si lo desea —dijo el Consejero—. Pero le rehusamos cualquier trabajo. —El Consejero sonrió—. No discutamos sobre esta cuestión. Se trata de su propio bien. Queremos tenerle seguro y en situación próspera, eso es todo.
—Bien... —Y Collie hizo ademán de retirarse. No estaba acostumbrado a discutir ni a argumentar—. Está bien, quizá tenga usted razón. Tendré que seguir pensando en esto.
—Tómese el tiempo que quiera. Pero, ¿no le gustaría ir al Colegio? Darán comienzo las nuevas clases muy pronto, tres horas al día...
—Ah, sí, creo que sí. Gracias. —Y Collie salió de la oficina tan rápidamente como le fue posible.
Se dirigió apesadumbrado y pensativo a lo largo del camino hacia su casa. Al diablo con todo aquello, de todas formas. Abe Feinberg debía tener razón. Pero, ¿qué hacer? Volver al pueblo..., tras todas las excitadas y grandes ilusiones que se había hecho... No le atraía la idea. Aun habiéndolo anunciado, ellos le rogarían obstinadamente que se quedara todavía y siguiera pensándolo. Hallarían la manera de hacerlo retroceder en forma demasiado embarazosa para él. Era como encontrarse envuelto en una tela de araña. Una tela suave, sedosa y brillante que le envolvía por todas partes.
Al entrar de estampida en el porche de su casa, notó en él la presencia colosal del ruso Misha Ivanovitch. El hombretón le silbó alegremente, llamándole la atención.
—Hola, Misha —le dijo—. ¿Qué tal un trago en mi compañía?
—Da. —Misha hizo una mueca—. Encuentro difícil decir no, en vuestra lengua.
Entraron a la casa de Collie, dejando la puerta abierta para que penetrase a placer el aire agradable de aquel día de verano. Collie puso whisky en dos vasos.
—Ya me estoy cansando de beber siempre aquí —dijo—. No he estado nunca en la ciudad, allá abajo.
—Yo sí —dijo el ruso—. Tienen buenos bares y muchas cosas que tomar.
—¡Vamos!
—Pues... —dijo Misha haciendo una mueca—, el caso es que no nos quieren mucho por allá.
—Maldita sea, somos gente libre, ¿verdad? —Collie se dirigió hacia la puerta—. Si tú no quieres ir, iré yo solo.
—Está bien, Collie. Tal vez pueda evitarte algún lío.
El sol ya estaba bajo el horizonte cuando tomaron el sendero que les llevaba a la ciudad. Collie deseó correr, para así haber llegado en pocos minutos; pero el mastodonte de Ivanovitch se hubiera quedado muy atrás. Conforme descendían, la ciudad dejó de aparecer como un mapa en relieve; crecía y se extendía hasta que se hallaron en medio de sus casas. Los coches circulaban a gran velocidad, ovoides murmurantes, brillantes de metales y materias plásticas. Encontraron a mucha más gente de la que Collie estaba acostumbrado a ver. El licor tomado allá en su casa había perdido ya su efecto y el joven pensó si no habría sido una estupidez el haber bajado a la ciudad; pero ya era demasiado tarde. Hubiera sido mucha mayor tontería haber vuelto la espalda en aquel momento, sin ver lo que tanto había deseado.
—Tomaremos aquel autobús —indicó el ruso, deteniéndose en el bordillo de la acera.
El largo vehículo pintado de gris se detuvo para recogerlos. Subieron y encontraron sitio donde sentarse. Collie giró la cabeza en todos sentidos para ver la ciudad. Comprobó que en el coche, además, irían unos veinte pasajeros; todos parecían gentes corrientes. Se veía a una pareja de mutantes, un joven con un rostro casi canino, y otro sin un cabello en la cabeza. No era la primera vez que Collie tuvo que dar gracias a Dios por sus propios genes. Si hubiera sido algo de aquello...
Collie se sumergió en una especie de sueño, recordando toda su vida anterior pasada entre los bosques del pueblo y tan radicalmente cambiada desde hace tan pocos días. A poco, el bus llegó a la parada.
—Salgamos aquí —le advirtió Ivanovitch—. Conozco un lugar adonde ir. —Collie envidió la placidez del gigante, conforme pagaba los billetes y desembarcaban del vehículo. Después, sus pensamientos se perdieron de nuevo en el ambiente que le rodeaba, totalmente inédito para él.
Los edificios que le rodeaban no eran extremadamente altos, el límite era el de treinta pisos de altura, ya que la ciudad había sido planeada para reducir el problema del tráfico. Pero a él le parecieron grandes como montañas, con sus paredes verticales ascendiendo hasta el cielo, con sus agujas terminales y los innumerables signos de neón parpadeando en todos los colores y llenándolo todo de luz y de ruido. La ciudad rugía a su alrededor con multitudes sin rostro caminando de prisa en todos sentidos, vestidas con todos los colores del arco iris, haciendo sonar los tacones de sus zapatos en las aceras de duro pavimento y el sordo y atronador zumbido del tráfico y por doquier, voces, voces y más voces. Se juntó a Ivanovitch dejándose conducir por el gigante ruso.
Entraron en una taberna. Era un local alargado, sombríamente alumbrado con luces indirectas, con una fila de asientos en un lado y la barra en el otro. Sobre las paredes, se apreciaba una serie de murales vivientes, y la televisión funcionaba en un rincón. El bar estaba bastante lleno de público; hombres que volvían del trabajo y que se detenían para tomarse una copa, sus conversaciones y las risas formaban como una verdadera tormenta dentro del cráneo de Collie.
Ivanovitch se acercó a la barra.
—Dos vodkas —ordenó.
Collie comenzó a tomar con precaución aquel líquido de fuego y miró a su alrededor con los ojos bien abiertos. A primera vista, reinaba allí una increíble alegría, como una fiesta de hogar. Pero mirando las caras de las gentes con más detenimiento, podían observarse sus rostros ajados y llenos de señales de fatiga, los apagados ojos y sus conversaciones más perceptiblemente. Trató de imaginarse si cualquiera de los presentes se sentía realmente feliz.
¿Y por qué no tendrían que serlo? Aquella gente tenía más que comer, que vestir y que ver, que la mayor parte de las gentes del país, disponían de casas confor-tables, no tenían necesidad de llevar armas, ni remedios de curanderos para ayudarse en sus enfermedades en caso necesario. Collie no se había hecho ilusiones acerca de la «vida natural». Era dura y difícil de soportar, era la nieve, la lluvia y el viento helado, el hambre, la enfermedad y una muerte prematura. ¿Cuál sería el gusano que roería la vida de aquellos hombres y mujeres?
Alguien le tocó en el hombro. Se volvió para ver quién era y se echó a la cara a un hombre de edad mediana, vestido un tanto descuidadamente y cojeando li-geramente de un pie. Tenía la cara enrojecida y el labio inferior adelantado en una mueca de beligerancia.
—¿Viene usted con ese tipo? —preguntó, indicando con un dedo a la ancha espalda de Ivanovitch.
—Bien..., sí. —Y Collie sintió una punzada de malestar en el estómago.
—¿De allá arriba de la colina, eh?
Collie recordó las advertencias que le habían hecho; pero ya era demasiado tarde.
—¿Por qué no? Deseamos venir y hacer amigos en la ciudad.
—¡Amigos! —El borracho levantó las manos—. ¿Cómo quiere hacer amigos con esa ayuda que trae alquilada? ¡Yo, trabajando todo el día, vuelvo a mi casa cansado como una mula, sin poder pensar siquiera, y ellos me roban el dinero con los impuestos para gastarlo en ustedes!
Ivanovitch se volvió al oír al borracho y le miró con cara de pocos amigos.
—No hemos venido a buscar alboroto, amigo —le advirtió.
—No. Apuesto a que no. ¿Por qué tendrían que hacerlo? Tienen cuanto desean con sólo desearlo. Viven como reyes. Ahora vuelven aquí, a visitar los barrios bajos. ¿Quieren arrojarnos un hueso de lo que les sobra, eh? ¿Después que les mantenemos desde hace tanto tiempo?
Desde allá arriba en la colina... Superhombres.... Demasiado bueno para nosotros... Ya había otros más que se habían aproximado, formando un círculo de caras hostiles con ojos irritados y feroces. Collie se sintió impresionado, comenzando a temblar en su interior.
El dependiente de la barra se aproximó.
—¡Eh, ustedes! Mejor será que se larguen con viento fresco. No quiero alborotos en mi establecimiento...
—Tenemos, al menos, el mismo derecho que ustedes —refunfuñó el ruso como un oso siberiano.
—¡El mismo derecho! —Y el borracho que había hablado primero, soltó una estrepitosa carcajada—. Sí, hombre, pues no faltaba más...
—Mis chicos no están allá arriba en la colina —dijo otro—. No son bastante buenos para eso, como estos forasteros...
—Ni yo tampoco —dijo otro mutante, con el rostro cubierto de vello—. No pueden utilizarme en nada. Yo soy sólo bueno para pagar, para que estos bastardos se den la gran vida.
—Vamos —murmuró Collie, tirando de una manga al ruso con impaciencia—. Larguémonos, Misha, salgamos de aquí.
—Está bien, nos iremos.
Extendió un enorme brazo y apartó a tres hombres para abrir paso. Y entonces estalló la tormenta.
Collie sintió que algo le estallaba en plena cara. ¡Un puño! Cayó hacia atrás abatido del mazazo. La multitud gritó enfurecida y se lanzó contra él.
Ivanovitch rugió como un león enfurecido. Hizo chocar dos cabezas una contra otra, que sonaron como dos nueces cascadas, y arrojó a las víctimas a la multitud que les rodeaba. Numerosas manos se dirigieron a él desde todos sentidos, queriendo destrozarles las ropas. Saltó hacia adelante, repartiendo bofetadas y puñetazos. Las cabezas rodaban sobre los cuellos como muñecos descoyuntados. Collie braceó desesperadamente para abrirse paso, pero le empujaron contra la barra; y comenzó a utilizar los pies. Dos individuos se arrojaron contra él. Propinó un gancho a la primera cara más próxima. Un puño le golpeó el estómago y sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. La gente le pateaba de todas las formas posibles. Se incorporó y comenzó a luchar como una fiera acorralada.
—¡Espalda contra espalda! —le gritó Ivanovitch, mientras repartía con sus enormes brazos golpes a diestra y siniestra, abriéndose paso hacia la calle. Tres indivi-duos yacían inconscientes arrojados por el suelo. El resto gritaba insultándoles.
Se oyó el aullar de una sirena de la policía. Unos uniformes azules irrumpieron en la puerta principal y con las porras pronto se abrieron paso hasta la salida.
—¡Está bien, está bien! ¡Vamos, fuera de una vez!
Collie respiraba fatigosamente. A través de la calle vio un signo de neón brillando al frente, relampagueando intermitentemente, con una endiablada luz roja. Se palpó el cuerpo. No estaba herido; pero sintió en su interior como si estuviera enfermo de pesar, por la soledad que le parecía advertir en medio de tanta gente. Aquella gente le odiaba. El mundo rugía a su alrededor, corría y giraba, dándose prisa, comiendo, odiando, destruyéndolo todo como un infernal molino. Tuvo deseos de llorar, y de comenzar una loca carrera que le volviese a su hogar de nuevo.
—Está usted detenido —le gritó un policía—. Ahora le conduciremos a la Comisaría. ¡Y cuidado con hacer alguna tontería!
Al abandonar el bar definitivamente, Collie vio un automóvil que cruzaba la calzada en aquel momento, con un hombre y un perro asomado a la ventanilla. Fue sólo un instante. Pero le llamó la atención la figura impertérrita del joven, bien vestido con un traje elegante y sombrero. Era el perro lo que más le llamó la atención. Un perro enorme, peludo y oscuro con una cabeza demasiado grande. Un perro mutante.
VI
El edificio del Capitolio surgía de entre sus propios parques y jardines casi en el centro de la ciudad. Era un magnífico y gran edificio, alto, ornamentado de muchas columnas, y terminado con una aguja en la que ondeaba al viento el estandarte de la Unión del Norte de América. Sobre la columnata del primer piso, una paloma en relieve extendía sus alas sobre el globo terráqueo.
Alaric Wayne subió el largo tramo de escalera y los guardias le saludaron respetuosamente, dejándole pasar a él y a su perro, sin el menor inconveniente. Se dirigió al fondo de un corredor de mármol hacia un elevador automático y desde allí al piso diez, a un salón de conferencias. Alaric Wayne extrajo un cigarrillo y comenzó a chuparlo, tras haberlo encendido, con nerviosas bocanadas. Siempre había dentro de él la misma tensión, el temor de reunirse con los hombres a los que tenía dominados. ¿Qué palabras podían ellos entender? Suspiró y acarició la pelambrera de la fea cabezota contrahecha de su perro. El deseo de ser apreciado, de ser aceptado como un miembro anónimo del grupo, era algo muy fuerte dentro de él. Alaric lo reconocía y trataba de dominarlo; pero no podía deshacerse de tal sentimiento. Porque, ¿qué psiquiatra podría hacer algo con un cerebro como el suyo, jamás visto antes sobre la superficie del planeta?
Otro guardia del exterior de la cámara llamó la atención, conforme se aproximaba. Alaric hizo un gesto al pasar junto a él y entró en la sala de conferencias. En realidad, Alaric no extrañaba demasiado al que pudiera mirarle. Un hombre joven que sólo tenía un misterio indescifrable dentro de su cerebro, por lo demás era de una altura media, delgado de esqueleto, cuerpo un tanto pesado, unas facciones suaves y unos ojos claros y grandes bajo un cabello castaño y revuelto. El traje y el abrigo disimulaban muy bien su cuerpo corto, sus largas piernas y su cabeza más voluminosa que lo que correspondía a su estatura.
Tales características no diferían demasiado de cualquier humano, como para considerarse una deformidad, ni incluso para que llamaran demasiado la atención; pero él consideraba su forma como otra marca más en él.
La puerta se abrió automáticamente y Alaric entró en la habitación, tranquila y espaciosa. A su extremo opuesto, la pared era de un plástico claro y transparente que dominaba la ciudad con sus montañas y la perspectiva del crepúsculo. Alrededor de la mesa de conferencias se hallaban media docena de hombres ya sentados, y que le estaban esperando. Todos eran humanos, y sus edades iban desde los cuarenta años, hasta cincuenta y sesenta. Eran los hombres que gobernaban el Continente; pero tenían que aguardar su llegada.
Robert Boyd, Presidente de la Unión del Norte de América, volvió su fatigado rostro hacia Alaric, cuando entró.
—Hola, Alaric —dijo a modo de saludo. Su voz sonó neutral, llana y sin entusiasmo alguno. Los demás hicieron un gesto con la cabeza, murmurando alguna palabra de bienvenida. Eran Nelson, el Jefe de Estado Mayor. Ramorez el jefe de la mayoría en el Congreso, Winkelreid, Ministro de Asuntos Exteriores, De Guise, Ministro de Salud y Genética y Cummings, MacKenna y Giovanni, ayudantes.
Wayne se detuvo. Sus labios se abrieron como para hablar algo, sin que por unos instantes brotaran palabras de su boca, como si una súbita muralla surgiera en su cabeza.
—Yo..., yo..., yo... —Su boca se cerró y lo intentó de nuevo. Los asistentes esperaron, pacientes con el impedimento del discurso de Alaric Wayne—. Siento haber llegado tarde. Ha habido un tumulto en la ciudad y yo me he que-que-que-dado observándolo, porque uno de esos habi-bi-bi-tantes de las colinas estaba implicado en ello.
—¿Cómo? —preguntó De Guise inclinándose hacia delante, con voz aguda—. ¿Cuál? ¿Qué ha sucedido?
—Ese ruso alto y fuerte, cómo se llama..., ah, sí, Ivanovitch. Sí, en un bar, bien..., lo siento. —Wayne chasqueó los dedos molesto. Maldita sea, ¿sería posible que alguna vez estuviera dispuesto a hablar normalmente como los demás? Aunque su mente no funcionase en la forma que lo hacían las de los demás, debería estar en con-diciones de hablar inteligiblemente. Se detuvo nuevamente como para salir de la tela de araña en que estaban envueltos sus pensamientos—. Nadie parece herido seriamente. La policía cree haber arrestado a todos. Estaban en un bar, allá en la ciudad baja.
De Guise sonrió sin mucho humor.
—Le dejaré encerrado hasta mañana, para soltarle de la cárcel. ¡El pedazo de oso! Ahora sabrá mejor que no debería mezclarse con la gente de la ciudad.
—No me gusta nada este asunto —opinó Ramorez—. He dicho una y otra vez a todos ustedes que no es posible segregar una clase especial, darle privilegios y esperar que funcione así una sociedad democrática.
—Tenemos que hacerlo, eso es todo —dijo Boyd encogiéndose de hombros.
—Si es preciso, podemos cambiar la sociedad —dijo Nelson—. La raza humana, en su totalidad, es mucho más importante que una particular forma de Gobierno.
—No estoy muy seguro que eso sea así —dijo Ramorez.
—¡Demonios, hombre! —restalló Nelson—. Si no existe la raza humana, no habrá Gobierno de ninguna clase.
—Bien, caballeros, ya discutiremos eso otro día —apuntó el Presidente—. Hoy tenemos en la agenda cosas más trascendentales. A menos que... —Y miró a Wayne, que ya había tomado asiento.
El mutante sacudió la cabeza, sonriendo ligeramente.
—Lo siento. He tratado de calcular una solución política ideal para ustedes; pero los seres humanos no son mi fuerte. Yo pienso de forma muy diferente. Me resulta muchísimo más fácil trabajar con electrones y campos potenciales, puedo asegurarlo a ustedes.
—Lo que dará por resultado que el mundo estalle en nuestras caras, como ya estalló hace treinta años —dijo Boyd—. Y las cosas están como para que vuelva a es-tallar de nuevo.
Wayne le miró con una auténtica sorpresa. Era una mirada inocente y curiosa, como la de un niño.
—¿Es eso tan malo? —preguntó—. No he oído noticias desde hace mucho tiempo.
«No —pensó Boyd—. Estás encerrado en ese increíble muro de reserva, encerrado como un brujo y apartado de un mundo que no comprendes. De vez en cuando, bajas del Sinaí trayéndonos algo; el motor atómico, el rayo transmisor de energía, la teoría matemática completa de la turbulencia, oh, sí, y muchas cosas más para que se transforme totalmente la civilización. Pero, ¿por qué lo haces? ¿Qué tienes en común con nosotros?»
El Presidente, en voz alta, comenzó a hablar lentamente:
—Bien, todavía no puede hablarse de una crisis aguda. Puede que no dure mucho tiempo. El Gobierno de Siberia es demasiado sensato para eso. Pero hacen planes a largo plazo y hacia adelante, su programa de eugenesia es una muestra de ello, y sabemos, porque nos consta, que están trabajando contra nosotros. —Y Robert Boyd hizo un gesto señalando el mapa que colgaba de una pared, bajo el retrato a gran tamaño del gran Presidente Drummond—. Los hechos geopolíticos de la vida no han cambiado. Cualquiera capaz de unificar a Eurasia y África contra nosotros hará que los norteamericanos queden reducidos a una isla a la que pueda manejarse a placer. Y Siberia está trabajando hacia tal objetivo.
—¡Vaya! Nosotros tenemos las bases en la Luna, ¿no es cierto? —preguntó Wayne. Aún permanecía en sus ojos el gesto de sorpresa—. Podemos bombardearles desde el espacio.
—Ellos también las tienen allá, no lo olvide.
—¿Las tienen de veras?
—¿Es que no lo sabía? —dijo Boyd adelantando la barbilla—. Sí, lo consiguieron también. Nosotros éramos demasiado débiles para evitarlo, hace quince años. El establecimiento de dos bases hace que tal cosa quede anulada entre sí. En caso de guerra, la una destruirá a la otra. A menos que usted pueda pensar en algo más efectivo.
—Bien —dijo Wayne—. Existe la posibilidad de crear una pantalla de fuerza. Tendré que pensar sobre el particular.
Los hombres de gobierno reunidos aceptaron la declaración sin comentario alguno, excepto Nelson, que murmuró entre dientes un juramento. Tenían que esperar lo imposible de Wayne. Lo imposible para lo bueno y para lo malo.
—A propósito, Al —dijo Nelson pasados unos instantes—. No me encuentro muy tranquilo sabiéndole allá en las montañas, solitario. Aunque tenga usted defensas, debo rogarle me permita ponerle una guardia eficaz y adecuada.
Wayne se miró a las manos. No respondió; pero los demás comprendieron que, con aquel gesto, significaba que rechazaba tal sugerencia.
De Guise tomó la palabra.
—En tal aspecto, creo que debería usted vivir mejor allá en la colina, en mi colonia. Y creo que, cuando menos, debería usted tener varios hijos, o proporcionarnos un depósito de sus gametos reproductores. Sus cromosomas son únicos en el mundo. No puede permitir que mueran con usted.
Wayne se sonrojó y el perro gruñó leve aunque sordamente. Trató de responder, aquella vez.
—N-n-n-n...¡No! —dijo finalmente excitado y nervioso.
De Guise adoptó una postura de humildad.
—Lo siento —murmuró.
—Le hemos llamado —dijo el Presidente— sobre la expedición de Marte.
—Marte..., oh, sí. Eso. Ya tienen ustedes mis diseños para esa astronave, ¿verdad?
—Y el informe completo, por supuesto. Pero, ¿para qué quiere usted que vayamos al planeta Marte? Se le olvidó mencionar ese hecho.
Wayne parpadeó.
—¿No es obvio? —replicó—. Es la respuesta a su problema de la mutación. La radiación continúa por la Tierra y en todas partes. Y permanecerá por décadas aún. Seguirá actuando y distorsionando los genes, haciendo la herencia aún más imprevisible. —Entonces Alaric hablaba rápido y sin vacilaciones. El sujeto de la conversación era el que le gustaba, grande y complejo y totalmente impersonal—. Antes de la guerra, no se pensó que se produjese tal mutación por las indiscreciones atómicas. El nivel de resistencia a cambiar parecía alto entre los mamíferos, a juzgar por los experimentos realizados. Parecía obvio que un aumento de cambio tal como el que ahora existe, no podría ocurrir a menos que se diese una radiación de tal intensidad que destruyese la vida en todos sus aspectos.
»Pero no previeron la penetración. Las partículas de polvo radiactivo, las moléculas de aire irradiado, átomos irradiados en el alimento que tomamos y en el agua que bebemos..., sí, la radiación por todas partes. La intensidad no era demasiado alta para causar un serio daño a la mayor parte de los organismos; pero se hallaba por todas partes, en todos los cuerpos, entre las células, en el propio protoplasma. Y así, naturalmente, las nucleoproteínas en los genes se volvieron locas.
Boyd levantó la mano, tratando de detener aquel torrente desbordado; pero los ojos de Wayne brillaban de entusiasmo y parecían ausentes, sin darse cuenta de su presencia, aquella extraña mente discurría de nuevo por otro mundo distinto. Boyd se retrepó en su asiento con un suspiro, preparándose para escuchar aquella inevitable conferencia. Aquél era el estilo de Alaric Wayne, comenzar por los elementos de principio y recorrerlo todo. En tal situación, su discurso era coherente, aunque a veces navegaba aquí y allá entre tópicos conocidos.
Wayne continuó:
—Ahora, por supuesto, estamos trabajando en técnicas de directa observación y manipulación de los genes. Creo que deberemos dominarlas y eventualmente lo conseguiremos. Existen tremendas dificultades en este camino a recorrer; el Principio de la Incertidumbre de Heisenberg es una de ellas, estableciendo un límite teórico que, de algún modo, tendremos que sortear. Mientras tanto, la vida en la Tierra está siendo turbada con genes distorsionados. Solamente una fracción de ellos pueden aparecer abiertamente, a despecho de la incidencia enorme de mutantes.
»Yo predigo, desde ahora, una acusada disminución del coeficiente de natalidad para dentro de los próximos años, un declive que se irá haciendo más y más agudo y letal por la esterilizante falta de oportunidad de los recesivos a encontrar a sus parejas respectivas. Además de esto, sufrirá la total ecología de la Tierra, que soporta todas las formas de vida, incluida la del hombre, cuyo equilibrio se ve seriamente amenazado de saltar hecho pedazos. Basta por considerar las bacterias vivientes que fijan el nitrógeno, para dar un ejemplo, que se están extinguiendo. Todas las altas formas de vida pueden desaparecer, si la situación no es remediada por el hombre; y por el momento, lo cierto es que no sabemos cómo remediarlo.
»Las cosas ya están mal de por sí; pero la radiación continúa todavía presente, aunque con decreciente intensidad; pero no obstante lo bastante fuerte para poner las cosas peor. Ningún tipo es estable. Ni incluso los mutantes podrán cruzarse realmente. ¿Cómo podemos estudiar genética bajo tales circunstancias? Y si el problema del control de la herencia se lleva cien años para ser resuelto, no quedará nadie que pueda utilizar la solución hallada.
»Se han hecho intentos para instalar laboratorios precintados y libres de toda radiación. No han ido bien, es imposible suprimir las radiaciones de las inmediaciones. La existente en el terreno es demasiado alta para trabajos de precisión, no importa el esfuerzo que se haga para purificar y descontaminar el ambiente. Además, son precisos muchos especímenes, quiero decir muchos al mismo tiempo, para su estudio. No es posible construir una cámara sellada suficientemente grande para mantenerlos en tal estado.
»Se ha propuesto también establecer colonias en la Luna. La idea es buena en principio: pero en la práctica tiene sus fallos. Sería extremadamente difícil poner a la Luna en condiciones de mantenerse por sí misma, y demasiado costoso el proyecto para mantenerlo desde la Tierra. Y existen otras colonias establecidas ya en la Luna, que vienen a empeorar el aspecto de este problema de por sí difícil.
»Pero nadie ha ido todavía más allá del sistema Tierra-Luna. Yo propongo hacerlo así. Venus, según sabemos por la Astronomía, es una plaza infernal, aún peor que la Luna. Marte no es demasiado hospitalario tampoco; pero tiene sus posibilidades. Existe suficiente oxígeno para que mediante adecuados compresores mantengan vivo al hombre. Existe agua también, aunque en pequeña cantidad; probablemente deba existir en gran cantidad encerrada en las rocas de la superficie. Tiene que haber minerales pesados en gran abundancia y que son escasos en la Luna. Hay cierta especie de vida, según sabemos, lo que nos proporcionaría un inapreciable sujeto de estudio y control genético y además, de alimentos. El frío no es un gran problema cuando disponemos de energía atómica. El combustible para los cohetes de la nave no es mayor que el que se precisa para ir a la Luna, con poca diferencia en más. Y se dispone de una gran superficie. Estoy seguro que es posible establecer colonias que se sostengan a sí mismas en la superficie del planeta Marte.
»De esta forma, tendríamos: Primero, un laboratorio en buenas condiciones de investigación. Segundo; los colonizadores dejarían en poco tiempo de ser mutantes y si la investigación falla tendríamos, de todos modos, una perspectiva mejor de supervivencia para la vida que en la propia Tierra. Tercero, tendría que ser un grupo seleccionado que llevase a cabo el propósito eugenésico proyectado, sin la fricción que implica aquí su presente política de segregación. Una política que da la impresión de desmembrarse pronto, de todas formas.
Wayne se detuvo. De Guise aprobó con un gesto sombrío.
—Ya comprendo —dijo—. Si los habitantes de la colina no se movilizan primero, causará un gran disgusto. ¿Qué otra cosa podemos hacer, le pregunto a usted?
—Humm... Marte —Winkelreid miró por la ventana al cielo del atardecer—. Sí. Tengo información precisa asegurando que los siberianos están ya trabajando en un proyecto similar. Quizá lo mejor que hagamos sea ponerse a trabajar en esa espacionave.
Cummings se aclaró la garganta.
—Mis ingenieros ya han mirado sus planos y tienen que hacerle algunas objeciones. Los instrumentos y controles...
—Ya lo sé —interrumpió Wayne—. Está en correcto orden. Di más importancia a la prisa que a cualquier otra necesidad y así he diseñado un navío espacial muy simplificado. La tripulación estará en condiciones de hacerse cargo de funciones para las que ordinariamente se precisan máquinas.
—¿La tripulación?
—Sus superhombres, por supuesto. Los habitantes de la colina. Y yo seré el capitán.
Aquello produjo el efecto de una tormenta sobre Wayne.
Boyd se puso al margen de la disputa, sin tomar parte en ella. Sabía de antemano quién resultaría vencedor en la discusión. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana, contemplando los millares de luces parpadeantes de los hogares de la ciudad. En un momento como aquél, allá en un año largamente enterrado en el recuerdo, había estado sentado en la terraza del Café Flores, observando la vida pasar ante él. Tenía un aperitivo en la mano, no para emborracharse, sino para degustarlo sorbo a sorbo como parte del espectáculo viviente que pasaba frente a sus ojos, en la gran ciudad. Había también una joven finlandesa que estudiaba en las mismas clases que él. Habían llegado a saber mucho el uno del otro, porque eran jóvenes, la ciudad era París y tenían todo el mundo por delante. Era divertido y sorprendente con qué frecuencia recordaba aquel año transcurrido en París. Y de cómo recordaba igualmente la Victoria Alada. Le gustaba visitar el Louvre cuando abría por la noche. Se ascendía por la gran escalinata y allí estaba como encabezándolo todo, con su impresionante belleza recortándose contra la oscuridad, luchando contra el viento, sintiendo su aire helado, la fuerza de los elementos en sus alas de piedra y los ensordecedores toques de las trompetas triunfales junto al zumbido de sus alas victoriosas. «Tendría que haber sido el aire de un océano», pensó. No era posible que nada gritara o flotase alrededor de aquel triunfo arrollador.
Cenizas sobre cenizas. Polvo sobre el polvo... «Yo soy la Resurrección y la Vida», dijo el Señor. Pero para él había terminado París, la joven finlandesa y la Vic-toria de Samotracia . Allí estaba sólo la noche.
VII
Orgullo: Alaric, el conquistador, Wayne; el carro , viajando y errando en lo desconocido. Por tanto, su nombre significaba el carro que llevaría al conquistador más allá de los cielos. Al gran conquistador.
Dentro del vacío. La soledad para siempre. El nombre de su padre: Roderick Wayne: Padre - Dios - Escudo. El de su madre: Karen Wayne: Madre, el amor, el ho-gar. Pero ya no habría más lágrimas solitarias cuando llegase el momento de despegar en la noche impulsado por los cohetes de la astronave.
El quinto en su línea de descendencia, Grouchy, el perro, trata de ayudarle y comprender. Pero es muy poco lo que el animal puede hacer. No hay una completa comunicación (la función básica de hombre a hombre para diferenciarle de hombre-como-animal), únicamente existe la ausencia del temor.
Y allí están los temores del conquistador, solo consigo mismo. No cree que aquellos otros seres bípedos le quieran mal. Pero él no comprende, y ellos tampoco comprenden y tiene que luchar para expresarse en su lenguaje.
—¿Señor Wayne?
—Sí... (¿Su nombre? Ellos lo dijeron una vez... Ah, sí.) ¿Qué es lo que le ocurre, señor Collingwood?
—Estaba pensando... Creo que me gustaría ir en su tripulación, después de todo.
—Gracias. Me alegro de su decisión.
—Yo, uh..., bien, al principio me pareció un disparate. Tenía decidido volver a casa. Pero ahora creo que tengo una oportunidad de hacer algo realmente útil. ¡Y creo que será divertido, además!
—Bien, bien, será usted un ayudante mecánico en el viaje. ¿No le mo-mo-molestará si us-us-ted...
—¿Si he estudiado? Oh, seguro que sí, señor Wayne. Ya lo he hecho. Tendré mis estudios terminados para la primavera. Sólo me queda que hacerle una pregunta. ¿Por qué dejarlos? ¿No está el planeta Marte más cerca, más tarde, en este año?
—Lo hacemos para estar seguros. Sin embargo, el plan es deslizamos muy cerca del Sol y realizar en su vecindad un despliegue de energía, puesto que vamos a utilizar la energía potencial gravitacional de la masa con respecto al Sol y..., bien, todo eso ya está bien calculado.
Sí, ya estaba hecho. Un grueso volumen de cálculos, tablas, curvas, en beneficio de los hombres que quedaban detrás. Todo estaba contenido en las ecuaciones fundamentales de Wayne.
Pero ellos no pensaban de la misma manera. La forma que lleva a realizar las cosas, paso a paso, cada cosa a su tiempo. Aquella enorme red de factores simultáneos de interacción, la enormidad del trabajo resultaba algo sin significado para ellos. Resultados prácticos: Una tela de araña de ecuaciones, diagramas y brillantes metales. Campos de fuerza y abstracciones matemáticas más reales, de algún modo, que el viento, la Tierra y el lejano y pálido Sol.
Iría una mujer en la tripulación. Era preciso su presencia para oír. Ella podría percibir cualquier sonido subsónico o supersónico, analizarlo e informar como cualquier instrumento de alta precisión. Lo que ahorraría el diseño de un complicado aparato de tal calidad que tuviese que ser fabricado, probado y vuelto a probar y consumir un tiempo que había que ahorrar, ya que el tiempo galopaba como un caballo sin bridas. Ahorraría, además, la presencia en la nave de un pesado computador, y que aquel cerebro, con sólo dos libras de tejido húmedo y esponjoso, haría igual trabajo con-venientemente. Y además podría tener otra finalidad, por cierto. Una mujer soltera, en su primera juventud y siete hombres..., ¿por qué no se conducirían los seres humanos tan sensiblemente como los electrones?
El conquistador sentía demasiado miedo por las mujeres para intentar conocerlas. Pudo haber tenido al alcance de su mano a la que hubiera deseado, seguramente; pero habría encontrado demasiada extrañeza en sus ojos. ¿En qué habría estado pensando sola consigo misma?
—Hola, señor Feinberg. ¿Cómo van las cosas?
—Muy bien, señor Wayne, muy bien. Nunca podía haber imaginado cuánto trabajo ha sido preciso realizar en la nave. Cada trozo de chapa en el casco es un equipo de precisión, ¿verdad? Pero seguimos montándola y pronto estará dispuesta para llevarla hasta Marte. ¡Dios, no sabe usted lo que significa para mí! Estaba gastando la vida en cosas que no me gustaban. Ahora tengo un objetivo agradable al que servir.
Era curioso aquel esfuerzo romántico con el frío acero y las desnudas ecuaciones. Fue preciso establecer una oficina para despedir a los aspirantes a miembros de la tripulación. Pero cuando, finalmente, la astronave estuviese dispuesta, firme sobre sus suspensiones y el fuego y el trueno del despegue la elevara rauda por el espacio, sería un gran momento, lleno de orgullo inolvidable.
El capitán Wayne, los oficiales pilotos Feinberg, Collingwood, Arakelian y Gammony, con la piloto Grenfell, y el tripulante Ivanovitch, serían nombres gloriosos en la Historia. Todos irían aunque nadie se hubiese tomado la molestia de registrar sus nombres. En los meses que siguieron en el entrenamiento y el adoctrinamiento necesario, todos habían trabajado en equipo como una sola persona. Incluso el perro Grouchy fue aceptado con su grado de tripulante. No había razón alguna para llevar aquella masa con apetito a bordo pero el capitán Wayne lo necesitaba junto a él. Era el deseo de la compañía, el hábito de hablar en voz alta, hablando incomprensiblemente a un perro que tenía también demasiado cerebro a escala animal. Quizás el perro le comprendiese en algo. En cualquier caso, Grouchy sería la mascota de la astronave.
El río corre ruidoso entre bancos de nieve derretida, la tierra resurge con el anticipo de la primavera, aún hace frío; pero el cielo se alegra con el retorno de los pájaros.
—Oh, la nave funciona a las mil maravillas. Creo que no nos dará mucho que hacer.
—Excelente, señor Arakelian. Pronto estaremos en nuestro camino hacia Marte.
—Magnífico, señor Wayne.
A Wayne le habría gustado llamarles por sus nombres. Pero algo le impedía hacerlo. No podía imaginar lo que ellos pensarían acerca del particular. Así, mientras permaneciese hablando en lenguaje formal, los tripulantes lo harían de igual forma. Bien, existía una cierta seguridad en mantener aquella formalidad. Resultaba una buena máscara con que protegerse.
El primer césped verde de la primavera pareció ser el signo de partida.
—Bien, Al, mañana es el gran día.
—Mañana a medianoche, sí.
—Si no está usted de vuelta en un año, tendremos que ir a buscarles.
¿Cuántas veces habría dicho lo mismo el Presidente Boyd?
—No es preciso. Concédanos algunos meses extra. Puedo calcular una órbita más corta, si nos rebasamos del tiempo prefijado.
—Ya sabe que a veces preferiría que se quedara aquí.
—Bien, Marte tiene que ser conquistado.
Las luces brillan en medio de la oscuridad. La nave es un enorme pilar de cien pies de altura que apunta a las lejanas estrellas. Las máquinas zumban silen-ciosamente, por encima del ruido de las voces y las conversaciones del último instante. Los segundos van pasando y se acerca el momento decisivo. Es ahora. Sería preciso vivir siempre en el ahora. Es una tela de araña que tiene a la mente prendida.
—No necesito desearle buena suerte. Ya sabe usted lo que significa y lo que pensamos de ustedes.
Las puertas silban y se cierran automáticamente. La cámara de combustión atómica eleva la temperatura. Un conmutador emite un clic. El interior de la nave es como un vientre maternal lleno de vida.
—Comprobado, uno, dos, tres. Comprobado: uno, dos, tres.
Los campos potenciales se entremezclan formando una sola cosa, un continuo que se mezcla con la totalidad del universo. Hay que considerar la ecuación de la órbita interplanetaria. El espacio y el tiempo son conceptos relativos solamente. La relación energética de la nave hacia el sistema Sol-Tierra-Marte-Universo va a ser cambiada.
—¡Banco número 1, dispuesto!
—¡Banco número 2, dispuesto!
—¡Banco número 3, dispuesto!
—¡Atención! ¡Cuenta regresiva! ¡Cuatro segundos! ¡Tres, dos!
Calma, Grouchy, calma, descansa y que la mano del gigante te sostenga en tu sitio. Descanta ahí y espera...
—¡FUEGO!
Un rugido tremendo, una sacudida gigantesca, la presión, la oscuridad cegando la visión de los ojos, al escapar de los lazos que atan a la Tierra.
La energía precisa, iguala la integral de la función gravitacional desde la superficie de la Tierra hasta el Infinito...
VIII
Más allá de la visión de las lucernas de la nave, solo la noche y las estrellas, el frío del espacio cósmico y la negrura que no tiene fin. Collie se volvió de un portillo de observación con un escalofrío a todo lo largo de la espina dorsal. Algunas veces, en las noches de invierno, allá en las montañas de su país había visto el cielo casi tan frío y brillando de igual forma; pero jamás de aquella manera. Nunca desde el interior de una cáscara metálica y plástico sacudida por una fuerza colosal, navegando entre los mundos del espacio. Desde allí la Tierra sólo era una estrella doble, ámbar y azul. Sus altas montañas, sus praderas y sus grandes extensiones oceánicas sólo eran en conjunto una chispita de luz.
Los cohetes rugían y estremecían la nave impulsándola hacia su destino, siempre en constante funcionamiento. Collie dormía, cuando una voz interior del instinto así lo reclamaba, en aquel viaje rodeando al Sol, meciéndose entre una serie de sueños inestables, suspirando y teniendo pesadillas, murmurando su terrible soledad. Aquel sitio no era para el hombre.
Se dio cuenta que Lois Grenfell estaba junto a él en el estrecho pasadizo protegido con barrotes existente entre las cabinas y el departamento de motores de la nave. Sus hermosos ojos miraban a la lejanía, a las estrellas que poblaban a miríadas el espacio cósmico exterior; pero en su expresión había algo que parecía indicar que no las miraba realmente.
—Hola —saludó Collie.
—Hola —respondió la joven—. ¿Cómo estás?
Una pregunta ociosa, ya que se vivía, se respiraba, se comía, trabajaba y se dormía conjuntamente, día tras día, sin más intimidad que la que tienen dos células dentro de un mismo cuerpo. Las disputas habían comenzado cuando hacía menos de una semana que partieron de la Tierra, aunque nada serio se había producido entre ellos todavía. Collie se había retirado en su propia timidez, diciendo apenas nada a los demás.
—Muy bien, supongo —dijo el muchacho, haciendo esfuerzos por sonreír—. No tendrás motivos para quejarte tampoco. ¡Una chica con siete hombres!
—No resulta nada cómodo —dijo Lois— y creo que se pondrá la cosa más difícil aún. Puedo haber cometido un error viniendo junto con ustedes en este viaje.
—El Capitán Wayne habría sabido si...
—¡Wayne! —exclamó súbitamente irritada mirándole con rabia en la voz—. Siempre Wayne, Wayne el infalible, Wayne el invencible, Wayne el superhombre. ¿Por que no podrá ver la gente que está ciego? ¿Por qué nadie se dará cuenta que él conoce menos acerca de los seres humanos que un vagabundo de los bosques? Sólo tuvo que depositarnos en el interior de su máquina para completarla..., nunca ha pensado que fuésemos más que dientes de un engranaje...
Collie levantó la mano como si quisiera detenerla en su discurso; pero se sintió sorprendido por el fuego que despedían los ojos de la muchacha.
—Tómalo con calma, mujer —murmuró—. Es mejor que lo tomes con más calma, Lois.
Ella pareció retractarse de su postura. Se apoyó contra la pared metálica y bajó los ojos al suelo.
—Lo siento.
—Tal vez sería mejor que descansaras un rato. Pareces muy cansada.
—No puedo descansar. Hay demasiado ruido.
—Sí, ya comprendo, es demasiado alto para ti, ¿verdad?
—No es eso —dijo Lois—. Puedo acostumbrarme al volumen de cualquier ruido, al igual que tú. Pero para ti es un ruido de fondo, que no cambia, como el casco de la nave en sí mismo. Pero yo siempre oigo los cambios que se producen. Un poco más bajo aquí, un tono más elevado allá, un crujir suave o un murmullo y en el acto me pongo a imaginarme qué querrá decir, queriendo saber si algo va mal y si es que no vamos a estar siempre girando como un trompo hasta el fin de los tiempos. ¡Nunca es el mismo! ¡Jamás podré acostumbrarme a él!
—Sí, ya veo.
—Después..., está Tom. Él..., bien, ya sabes. A mí me gusta mucho. Pero sé que más pronto o más tarde Misha va a meterse conmigo también, no puede reme-diarlo, y habrá alboroto. Y quizá con los otros..., ¿cuánto tiempo podrán mantenerse en el estado en que ahora se encuentran? No lo sé; pero estoy asustada.
Las manos de la chica se aferraron a las de Collie, ciegamente en busca de refugio y él las tomó ansiosamente sin pensarlo un instante.
—Una vez que lleguemos a Marte, las cosas irán mejor —dijo Collie.
—¿Por qué viniste con nosotros? —preguntó ella.
—No lo sé. Por alguna razón, como los demás, supongo. Creí que esto era una cosa grande y digna de llevarla a cabo. Pero una vez aquí; comienza uno a pensar si cualquier cosa que se haga valdrá la pena...
—Me gustas, Collie —dijo ella impulsivamente—. Hay algo en ti, que no sé lo que es..., sí, tal vez, a mí me haya ocurrido lo mismo. Todos nosotros, cada uno de los que nos encontramos a bordo, nos hallábamos en una situación de frustración en una u otra forma, llenos de dudas y de debilidad interior. Pero tú creciste en un mundo sano.
Collie tenía las mejillas encendidas.
—Yo estoy asustado también —dijo en voz baja, mirando a otra parte.
Se oyeron unos pasos en el puente y Collie pudo ver la flaca cara de O’Neil. Collie sintió el inmediato deseo de retirar sus manos de las de Lois. —Ella no era su novia, después de todo, pero las bajó solamente.
—Hola, Tom —dijo.
La boca del irlandés se retorció con una mueca.
—Hola... ¿Tú también, eh?
—Yo también, ¿qué?
O’Neil suspiró.
—No importa. No me gustan las escenas.
Lois le dirigió una fría mirada.
—Para tu buena información —le dijo— estaba hablando con Collie porque él es el único con quien puedo hablar sin que me preocupe lo que realmente signifiquen mis palabras.
—Y Joe Gammony, tal vez..., o el perro —repuso O’Neil con una burlona sonrisa entre dientes, que resonó triste y sombría entre el rumor de los cohetes—. Bien, no importa, les estaba buscando a los dos. El jefe encuentra algo raro en los motores. Dice que no está en condiciones de poner un dedo en el asunto; pero que supone que algo va mal.
—Los instrumentos lo marcan todo bastante bien —dijo Collie—. Por supuesto, con un nuevo tipo de motores como éstos, nunca se puede decir; pero...
Su voz se desvaneció sin acabar la frase, sintiendo un súbito escalofrío.
—Yo... —El bello rostro de Lois se frunció preocupado y sus ojos se nublaron—. No puedo estar segura. Existe una especie de nuevo sonido últimamente. Un murmullo supersónico procedente de los mismos tubos que no se había producido antes. No sé lo que significa. He tratado de comprobarlo; pero se me escapa últimamente.
—Ninguno ha estado en una espacionave como ésta antes de ahora —dijo O’Neil lentamente.
Collie habló con un nudo en la garganta.
—Lo único que sé es que nuestra órbita se ha apartado de su ruta trazada. Si no podemos conseguir que los motores trabajen con más potencia a partir de ahora, nos hallamos demasiado cerca del Sol para retirarnos de su atracción. Probablemente caeremos dentro del Sol.
Los tres permanecieron inmóviles mientras la estructura metálica de la nave murmuraba a su alrededor, pensando en aquella inmensidad del fuego que se divisaba desde los portillos de observación.
—La mente de Wayne es capaz de analizar los sonidos que oye y la lectura de los instrumentos que puede ver, consiguiendo la pauta a seguir —dijo O’Neil finalmente con un gesto sombrío—. Pero sólo puede oír muy pocos de ellos, no consigue los datos suficientes. Tú puedes oírlos todos, Lois; pero lo que ocurre es que no puedes formarte una imagen completa de la forma en que él lo hace.
La joven miró a Collie con cierto desamparo.
—Ya te lo dije —manifestó el muchacho—, Ya te dije que Wayne nos consideró a todos como simples dientes de una rueda más de su máquina, y no lo somos.
—Bien —dijo O’Neil—, el jefe quiere que pongas por escrito cuanto puedas oír, Lois. Ya sabes, en esa multisónica escala tú eres la única capaz de percibir tan diferentes sonidos. Collie, ¿querrás llevarte contigo a Feinberg?
El hombre de las colinas aprobó con la cabeza y salió, dirigiéndose hacia el mamparo trasero. Más allá se hallaba una cabina de control con la pared del fondo brillando con una constelación de instrumentos y diales. Abe Feinberg, que se hallaba allí, levantó los ojos de los instrumentos.
—¿Qué haces por aquí, Collie? No tienes servicio hasta dentro de tres horas todavía.
Collie le explicó lo sucedido.
—No me gusta esta nueva agitación en los aparatos de registro, con estas cargas iónicas. Sin embargo, los campos de fuerza parecen mantenerse normalmente.
Abrió un cajón y sacó los diagramas de la nave. Collie miró por encima del hombro de Feinberg, pudiendo seguir aquellos intrincados diseños sin demasiado traba-jo. Al otro lado del muro acorazado estaba la pila atómica, fuente de la energía de la espacionave, alimentada de agua automáticamente, de forma que se convertía en un chorro supercalentado, que era después eléctricamente desintegrado. La corriente de iones, positivos y negativos, alimentaba una serie de tubos con su curso regulado por campos potenciales diversos, convirtiéndose así cada uno de aquellos tubos en un acelerador lineal de elevado nivel. En principio parecía una disposición simple; pero la multitud de sistemas de control interconexiones, e interalimentación de uno a otro, ha-cían muy difícil la tarea de comprenderlo en su conjunto, para nadie que no fuese el propio Wayne.
—Humm... —murmuró Feinberg moviendo la cabeza dubitativamente—. No lo sé. Hay una agitación en la carga, que no obstante marcha bien; pero, ¿cuál será la causa? ¿Y a qué conducirá esto?
—Sería una divertida forma de morir —dijo Collie—. Una molécula del Sol brillando para siempre en el espacio. Podría ser peor. —E hizo una mueca carente de humor—. No es que lo desee, ya me comprenderás...
Feinberg le miró con ojos penetrantes.
—No te dejes ir así, Collie —dijo finalmente—. Esto es algo más grande de lo que cualquier hombre haya experimentado jamás antes; pero tenemos que recordar que somos humanos. Mejor es que nos limitemos a cumplir con nuestro trabajo, sin pensar mucho en nada.
Collie contuvo la respiración, escuchando el brum-brum-brum de los cohetes, los muchos susurros, crujidos y extraños murmullos que les rodeaban por todas partes. ¿Sería sólo su imaginación o era el quejido del filo de una sierra lo que existía en aquel extraño ruido? Y de ser así, ¿qué significaría?
Ocho humanos mutantes, unidos tan íntimamente en su nave, cabalgando en una bola de fuego que ningún ser humano había experimentado con anterioridad. Por primera vez, pensó en la terrible aventura y en el fantástico riesgo que Alaric Wayne había tomado. En lo disparatado que aquel viaje resultaba. Era preciso que hubiese dominado a los gobernantes de Norteamérica, como un dios, para hacerles estar de acuerdo con aquello. Sí, seguramente, la misión tenía el carácter de una gran urgencia, pero ni aún así... Por un instante, Collie sintió estallar en su interior una gran rabia contra el hombre silencioso que les había arrastrado de aquella forma a los cielos. ¿Sería acaso que aquel bastardo no se hubiera preocupado para nada de la suerte que iban a correr, ni incluso de la suya propia? Lentamente, entonces, Collie comenzó a ver que Wayne no se había preocupado, en efecto. No mucho a decir verdad.
Había explicado muchísimas cosas que le habían dejado totalmente frío.
Transcurrió una hora, seguida de otra. Después, súbitamente, la voz quieta y vacilante llamó a todos a reunirse en el salón. Emergencia.
El salón era llamado así de una forma más bien sardónica. Era una simple cabina, suficiente estrictamente, para todos los miembros de la tripulación, apretados literalmente contra el metal vibrante y oliéndose el propio sudor los unos a los otros. Alaric apareció en la puerta con el enorme perrazo negro invariablemente pegado a los talones. La mirada de sus ojos claros no se dirigió a nadie en particular. Habló rápidamente, de una forma impersonal.
—La señorita ha descubierto una serie de trans-audibles vibraciones que parecen indicar que algo va mal en la carga. Está cambiando rápidamente la pauta trazada; pero los datos son suficientes, tomados en conjunción con otras observaciones, para darme una idea del disturbio. Es algo que nadie hubiera podido predecir, ya que nadie ha estado jamás tan cerca del Sol.
«No», pensó Collie. Desde luego que nadie jamás lo estuvo. Hacía calor en la nave. Su camisa se le pegaba a la espalda. Wayne continuó.
—Los astrónomos sospecharon hace tiempo que la potencia de la energía solar tiene unos agudos límites altos a ciertos niveles. Ahora he comprendido lo que ocurre. Existe una fuerte emisión de partículas cargadas que llegan hasta nosotros, antes de caer en la atmósfera solar. Estas partículas y otras secundarias emisiones de nuestro casco metálico, causadas por las primitivas, no son lo suficiente para causarnos daño: pero afectan a los campos electrostáticos que dirigen la carga de los iones. No es mucho; pero sí lo bastante para que un pequeño porcentaje de iones positivos eyectados, choquen contra las paredes de los tubos. En la parte a la sombra del navío algunos de ellos, perdiendo toda su energía cinética, adquieren electrones de la radiación solar y se adhieren allí. En resumen, se está formando una corteza de hielo en la entrada de los tubos y los vapores están turbando la carga. A menos que le pongamos remedio, los tubos de la nave pronto quedarán deshechos.
Silencio.
—Yo..., yo... —dijo vacilante Wayne, mirando a otra parte—. Lo..., lo siento.
—Está bien, capitán —dijo Ivanovitch—. Como dice usted, ¿quién podía saberlo?
—La cuestión es —dijo Arakelian— cómo solucionarlo.
—Sea lo que sea. Tenemos que hacerlo de prisa y ahora —dijo Feinberg vivamente—. Tenemos que aumentar la carga constantemente en este sector, y si queremos librarnos de la atracción solar y de la catástrofe, debemos procurar la máxima energía de la masa, para despegarnos libremente de nuevo.
—¿Por qué no poner la nave en rotación? —sugirió Gammony—. Calentar el casco por igual hasta que el hielo se disuelva.
—No podemos hacerlo mientras aumentamos la carga —dijo Arakelian—. Si viajamos en caída libre y rotamos al mismo tiempo, se llevará demasiado tiempo. Esos tubos están aislados ya demasiado peligrosamente.
—Ya he pensado en ello —dijo Wayne—. Tendremos que detener los cohetes, limpiar los tubos de las costras que tienen y montar cables eléctricos en el exterior para desviar los iones solares. Es un trabajo sencillo, lo único es si podemos hacerlo lo bastante pronto, antes que la nave se aproxime demasiado al Sol. Según mi estimación, podemos seguir cayendo libremente durante veinticuatro horas más.
Se produjo un nuevo silencio. Después, Gammony se estiró y dio ánimo a sus compañeros.
—De acuerdo, muchachos. ¿Quién quiere acompañarme?
Collie, Arakelian y O’Neil constituyeron el equipo encargado de limpiar los tubos, mientras que los demás trabajaron para montar los cables deflectores. Collie se revolvió dentro de su traje espacial, maldiciendo su torpeza y luchando al mismo tiempo contra la prisa. En Marte, emplearían un simple traje, pero en aquellas con-diciones se requería una verdadera armadura. Cuando el casco le cayó sobre los hombros, sintió un instante de pánico y de claustrofobia. Desapareció pronto; pero su corazón siguió latiendo aceleradamente mientras que el olor del caucho le picaba en el olfato.
Las delicadas manos de Feinberg se ocuparon de los tanques de oxígeno, bombas, cables, juntas y conexiones.
—Vamos, de prisa —murmuró Arakelian, a través del equipo individual de radio—. Al diablo con tanta precaución.
—Tómalo con calma, muchacho —le aconsejó Feinberg—. Ya hemos tomado demasiados riesgos.
Se dirigieron a la cámara de descompresión y esperaron hasta hallarse dispuestos para salir al exterior.
—De acuerdo. Ya podemos salir —indicó O’Neil.
Al emerger en el casco exterior de la nave, la aceleración desapareció por completo. Collie sintió que el estómago le daba vueltas y tuvo que apretar los dientes para sostenerse. Repentinamente se sintió caer, caer en una caída sin fin en un ciclo negro y espantoso que le rodeaba casi por todas partes. Se aferró al metal de la plancha y sollozó desesperado.
—Vamos, muchacho —le dijo Arakelian poniéndole una mano en el hombro—. Con calma, no te hará ningún daño.
Collie tragó saliva. Sentía el corazón en los oídos. Por encima, por debajo, a su alrededor, todo era un parpadear de millones de incontables estrellas. Se hallaban sobre el lado en sombra de la espacionave; pero podía observar muy bien las llamaradas rojas y blancas, más allá de la curva que el navío espacial recortaba sobre el fondo del espacio y que le cegaban los ojos. Vaciló arrastrando los pies y tratando de aferrarse fuertemente con las botas magnéticas al casco, mientras movía inútilmente los dedos de los pies en el interior de las botas. Resultaba difícil ver; sólo captaba la silueta de los trajes espaciales de sus compañeros y la reverberante de la nave.
—Está bien, muchachos —dijo Arakelian animándoles. Su voz era tranquila como el hombre ya veterano en aquellas lides, por sus anteriores viajes a la Luna—. Vamos a tomarlo con calma. Procuren que el casco quede siempre entre ustedes y el Sol. Si tienen que asomarse al borde, bajen la pantalla antideslumbrante de vuestro casco. En caso contrario se quedarán ciegos por una temporada o quizá para siempre. No levantar un pie sin tener el otro firmemente plantado sobre el casco; porque si se despegan y saltan fuera al espacio, no habrá nadie en todo el universo que les haga regresar. Tenemos tiempo para hacer este trabajo. Síganme ahora. Vamos.
Se fueron arrastrando hacia la popa con las manos tomadas de uno en otro. Collie temblaba como un azogado. Al faltarle la circulación del humor interno de los ca-nales semicirculares de los oídos y con la total ausencia de la gravedad, sentía el más extraño mareo que hubiera podido imaginar. Esperó que no tuviera que devolver dentro de su propio traje espacial. Le resultaba imposible decir si tenía un pie o los dos puestos sobre el casco, o no. Una vez O’Neil falló un paso y comenzó a flotar suavemente contra las estrellas; pero Arakelian pudo hacerle volver.
Cuando llegaron a los tubos en la gran red de salida, se encorvaron tomando la entrada de los mismos por la garganta. Arakelian plantó una conexión magnética y con una larga cuerda fue amarrándolos uno a uno, incluido él mismo. Así se sintieron más cómodos y comenzaron a inspeccionar la boca de los tubos.
Arakelian les dio instrucciones. Según pudo comprobar, se había formado ya una delgada, todavía, capa de hielo, que, sin duda, era la responsable de los disturbios de la espacionave. Entregó a Collie una especie de escoba confeccionadla con alambres en el cepillo. El joven empezó a rascar lo mejor que podía la capa helada de los tubos. A cada impulso retrocedía suspendido en el espacio, yendo a detenerse al extremo de la cuerda. Arakelian, hacia la parte del Sol era demasiado brillante para poder mirarlo. Collie respiró con dificultad en la rigidez de su traje espacial. ¡Santo Dios! ¿Cuánto tiempo se llevaría aquello?
Transcurrido un tiempo que a Collie le pareció una eternidad, Arakelian volvió para inspeccionar los tubos. La mayor parte del hielo había sido arrancada, la rotación de la nave podría deshacer el resto rápidamente por el calor. Su voz fue como un suspiro de extremo agotamiento.
—Bien, creo que ya está terminado.
Lentamente, se fueron empujando uno al otro, se desataron de la cuerda y comenzó el camino de regreso. Esta vez no se sostuvieron con las manos, quizás estaban demasiado cansados para haber pensado en ello y en cierto modo les pareció que no lo necesitaban más. Collie se sintió repentinamente aislado en el espacio, perdido el apoyo de la nave. No se dio cuenta, hasta ver a O’Neil pasar deslizándose bajo él. Entonces gritó. Comenzó a bracear desamparado, vio las estrellas dar vueltas a su alrededor suavemente y segundos después sintió el tremendo impacto de la radiación brillante del disco solar.
—¡Socorro!
La cosa más horrible era la lentitud. Collie se despegó de la nave a una yarda por minuto, tal vez, dando vueltas en todos los sentidos; de pronto veía la nave en sentido transversal o perpendicular y después daba cara a las estrellas, teniendo en seguida que taparse con un brazo el casco para no cegarse con la luz solar. Sus gritos angustiados resonaban en el interior del casco produciendo un eco angustioso y comenzó a agitar brazos y piernas mientras rodaba lentamente entre el vacío y las frías y lejanas estrellas.
—¡Afírmate a mis tobillos! —gritó O’Neil—. ¡Atrápalo!
Se estiró en forma de salto de rana subido entre Arakelian y éste deseó más que nada en el mundo que las botas magnéticas pudieran resistir. El irlandés se aproximó a Collie a un pie de distancia y pudo darse cuenta del gesto trágico de su compañero.
—¡Por amor de Dios, Alec! ¡Procura aferrarte a mis pies!
El irlandés ensayó entonces una posición distinta, subiéndose sobre los hombros de Arakelian y tratando de agarrar con las manos alguna parte del cuerpo flotante de Collie. Esta vez Collie sintió que los guantes de su camarada se aferraban fuertemente a uno de sus pies. Collie pensó en aquellos trágicos instantes en que se sentía perdido irremisiblemente en el infinito que él había tenido entre las suyas las manos de Lois, a quien O’Neil amaba, que él era el hombre menos importante de la tripulación y que hubiera sido la cosa más sencilla en todo el universo haberle dejado escapar para siempre, después de todo. Collie apretó los dientes y esperó.
Poco a poco sintió cómo las manos del irlandés tiraban de él primero del tobillo, después de la pierna y así hasta tenerle fuertemente abrazado hasta caer sobre el casco de la nave.
—¡Jesucristo! —exclamó Arakelian—. ¡No hagas eso nunca más!
Collie sintió la garganta seca como la arena del desierto y temblaba emocionado de pies a cabeza; pero se las arregló para murmurar una excusa lamentándolo de todo corazón.
—¡Diablos, muchacho, eso ha podido pasarle a cualquiera! —dijo O’Neil.
Cuando se encontraron de vuelta al interior de la nave despojándose de los pesados trajes espaciales, sus ojos encontraron los del irlandés y los miró detenidamente.
—Es mucho lo que tengo que agradecerte —dijo Collie al final.
—Bah, no es nada —repuso O’Neil—. Absolutamente nada.
IX
Marte ocupaba la mitad del cielo visible. Al mirar por las lucernas de la nave el resplandor ámbar rojizo del planeta se esparcía por doquier dando a los rostros de los viajeros del espacio un extraño tinte. Los ojos de Collie siguieron el rastro de aquellas colinas pedregosas, los enormes desiertos, los casquetes polares y la silueta de una tormenta de arena rojiza sobre una zona de miles de millas cuadradas de terreno desierto y vacío. Parecía imposible que aquello pudiera ser otro mundo. Pero aquello se hallaría bajo sus pies tan firme y tan real como las colinas de la Tierra, y la Tierra, entonces sólo sería una brillante estrella en el firmamento.
La espacionave se colocó en una órbita a algunos miles de millas sobre la superficie de la rodante superficie y se dispusieron los instrumentos para saber con ellos lo que se esperaba conocer. Potentes telescopios, espectroscopios, termocuplas, un extracto de las más interesantes notas de las tomadas por Schiaparelli y Lowell, aquellos astrónomos que habían dedicado en el pasado sus vidas completas a la fascinante observación del planeta rojo, y otra serie de dispositivos adecuados. No existía gravedad alguna en la nave, se permanecía suspendido del espacio en un silencio fantasmal. Las voces eran sólo un murmullo y el pequeño zumbido de los ventiladores parecía extrañamente alto de tono contra el silencio que les rodeaba.
Collie oyó a Feinberg decir:
—Parece que es cierto lo que los astrónomos han imaginado durante tanto tiempo. Quizás haya un poco más de oxígeno que el detectado desde la Tierra o las estaciones del espacio; pero ciertamente, no es suficiente para respirar libremente. Las temperaturas van desde el frío de la Tierra hasta cifras insoportables. Bastante llano, con pocas filas de colinas o sistemas orográficos. Hay una vegetación bastante bien desarrollada, probablemente implicando una elaborada simbiosis; pero nada parecido a las praderas terrestres o a sus bosques. Unos cuantos lagos diminutos, especialmente alrededor de los polos; por lo demás, la superficie es bastante seca. No se aprecian signos de vida inteligente, o de animales de cualquier especie, aunque imagino que deben existir algunas especies pequeñas. Por lo que se deduce en conclusión, creo que hemos llegado a un lugar bastante desagradable.
—Siempre será mejor que la Luna —opinó Arakelian—. Aunque no por mucho más volumen.
—Puede ser colonizado —dijo Wayne—. Estoy ci-ci-cierto de eso.
Feinberg volvió a su trabajo, la preparación de un mapa. Era una gran tarea, con todos los detalles que necesitaban con la necesidad de contrastarlo con el sistema de coordenadas establecido por los astrónomos de la Tierra. Y tener que hacer semejante tarea en caída libre, no era nada sencillo. Papeles e instrumentos flotaban en el aire al alcance de la mano.
Collie se marchó de la habitación, donde no tenía nada que hacer y con la ayuda de las agarraderas se fue acercando poco a poco al salón. El ruso Ivanovitch, Gam-mony y Lois Grenfell estaban allí jugando al póquer.
—¡Hola, muchacho! —le dijo el negro—. Ven y siéntate. —No jugaban con dinero efectivo, ¡para que les servía en aquellas circunstancias!, pero lo sustituían con vales imaginarios, que en diversas otras partidas habían alcanzado sumas importantes—. Vamos, siéntate y a ver si pierdes la camisa.
—¡Humm! —murmuró Ivanovitch—. Lois es la única que debería perder la camisa.
La chica se sonrojó, se mordió los labios y no dijo nada. Collie sintió una repentina rabia crecer en su interior. Misha no debería gastar semejantes bromas en asuntos que no le importaban en absoluto. Porque Lois era una chica excelente. Había permanecido con él muchas veces desde que dejaron el Sol atrás, y O’Neil se había retirado a un segundo plano, mascullando su infelicidad silenciosamente. Collie sintió que las palabras se le ahogaban en la garganta y se contuvo. No era el momento de comenzar con disputas. Tampoco parecía lo más correcto estar allí manejando cartas grasientas de una baraja, mientras la raza humana, representada por ellos, viajaba a las estrellas. Pero, ¿qué otra cosa se podía hacer? Unos heroicos discursos y el sonar de trompetas triunfantes hubieran estado fuera de tono.
En realidad no había forma de decir lo que el hombre llegaría a ser tras la larga noche del cambio que iba a experimentarse ante él. Collie reprimió el curso de sus pensamientos que le estaban atosigando en aquel sentido y se decidió a tomar asiento en la mesa. Tomó un lápiz magnetizado y una hoja de papel y escribió la cifra de 500 dólares con su nombre y firma.
—Está bien —dijo finalmente—. Denme cartas.
* * *
Comenzaron a descender dejando atrás la noche y las estrellas, sobre los chorros de fuego de los reactores en frenado y observando los ecos producidos en los valles. Gammony, O’Neil y Arakelian pilotaron el navío, los otros formaban un precioso equipo trabajando unidos, y supliendo con sus sentidos privilegiados los aparatos que fallaban a bordo. Cuando tocaron la superficie, lo hicieron en medio de una impresionante tormenta de arena barrida por el soplo de los cohetes, que hizo borrarse todo el paisaje de los alrededores, envolviendo a la nave y haciéndoles imaginar por un momento, que iría a fundirse allí para siempre.
En seguida el trípode tocó el suelo rocoso, la descarga se extinguió, los motores comenzaron a apagarse hasta producirse un total y completo silencio. Habían llegado.
Ninguno dijo una palabra. Era un momento demasiado grande para hablar. La mano de Collie apretó cordialmente la de Lois y sus dedos se entrelazaron íntima-mente. Los demás saltaron de sus butacas de aceleración y permanecieron inmóviles, sin hablar, mientras el silencio parecía aumentar más y más en su entorno.
Wayne habló desde el puente de mando. Su tono era normal, aunque no muy seguro.
—Vamos. Salgamos al exterior.
Lentamente, hablando lo indispensable, los tripulantes saltaron hacia sus trajes espaciales. Eran rígidos, aislados de la temperatura exterior, con juntas deslizantes y cascos transparentes, portando cada uno oxígeno enriquecido a diez libras de presión. Eran de color escarlata, luminoso durante la noche, para ayudar a cualquiera que pudiera extraviarse. Unos cables calefactores estaban distribuidos por toda la estructura, y una pequeña, pero eficiente bomba succionaba el aire de Marte, comprimiéndolo y calentándolo lo suficiente como para que un hombre pudiera respirarlo, sin perjuicio del tanque de reserva colgado a la espalda.
Sobre los hombros estaba montado un receptor para la onda eléctrica que transmitía la energía desde la nave al traje, al igual que la radio individual, que independizaba a cualquier tripulante en cualquier dirección que pudiese tomar. Con el equipo y su propia masa, los tripulantes venían a pesar un poco más, bajo la gravedad de Marte, que lo que pesaban en la Tierra; pero nada les impedía poder caminar en un amplio círculo alrededor de la espacionave.
Se echaron hacia atrás, dejando a Alaric Wayne salir primero; pero no pareció darse cuenta del gesto. Saltó descendiendo la escalera metálica con su perro, una figura casi cómica dentro del traje especialmente diseñado para Grouchy, quien siguió torpemente los pasos de su amo. Mirando hacia abajo, Collie vio a aquellas dos pequeñas y solitarias figuras, como objetos oscuros contra la atezada desolación que les envolvía por todas partes.
Cuando sus propias botas tocaron el suelo de Marte, permaneció en pie durante un rato, sumergido en sus propios pensamientos. Tras él, la nave era un enorme pilar metálico, apuntando hacia el cielo azul noche del planeta, que marcaba una suave franja verdosa en el horizonte. Bajo sus pies, sólo había una compacta masa de arena que crujía levemente al pisarla, rodando en grandes dunas tan lejos como su vista podía alcanzar. Apenas si el viento que soplaba ligeramente, podía haber tenido fuerza para apilarla de aquel modo; pero sin duda, aquellas grandes dunas eran el resultado de millones de años de trabajo climatológico. El suelo era una extraña mezcla de colores amarillo y ocre, aquí y allá una roca mineralizada emergía sobre la superficie del desierto arenoso, con una sombra negra y recortada como el filo de una navaja.
El horizonte se curvaba agudamente hacia fuera, y en el tenue aire, parecía incluso hallarse mucho más cerca de lo que estaba, como si el planeta hubiera obstruido con grandes vallas su paso. El sol se deslizaba hacia el oeste, como un pequeño disco pálido que esparciese una escasa luz sobre aquel mundo vacío; Collie pudo comprobar la presencia de la luz zodiacal, que había visto tan claramente desde el espacio, y unas cuantas estrellas de primera magnitud, brillar en pleno día. No le fue posible ver la Tierra, y aquello contribuyó a hacer más grande su aislamiento y su soledad.
Permanecía en una gran quietud. El leve zumbido de su compresor, el sonido de sus propios pulmones y del pulso arterial, parecían sobrepasar a cualquier susurro que Marte le hubiera enviado como bienvenida. Haciendo un esfuerzo, pensó que estaría en condiciones de oír el débil silbido del aire esparciéndose sobre aquella terrible desolación. Lois sería, seguramente, la única criatura en condiciones de decir si Marte se expresaba de algún modo. Sus ojos se encontraron tras la transparente máscara del casco y se sonrieron mutuamente.
—Por allí. —Las palabras de O’Neil le llegaron al oído claramente a través del micrófono—. Se ve un puñado de árboles...
—El equivalente en Marte a una selva tropical —refunfuñó Arakelian—. Bien, vayamos a echar un vistazo, ¿por que no?
Y allá se dirigieron, marchando pesadamente sobre la arena, de forma que uno de ellos al menos pudiera estar cerca de la nave. Parecía una precaución sin sentido. No parecía el lugar apropiado para tropezarse con bestias salvajes o enemigos hostiles. Pero la amenaza de Marte era más fuerte y más antigua y más paciente. Marte podía extraer todo el aire de los cascos de sus visitantes y dejar los pulmones exhaustos, el frío podría helar la sangre en las propias venas, podría ir consumiendo el cuerpo de un terrestre por el hambre y la sed y pasarse mil años antes que su cuerpo fuese enterrado como una momia bajo las arenas lentas y movedizas del planeta. Y aquél era el mundo que habían conquistado.
El boscaje no era muy grande: unos cuantos acres de árboles grises y retorcidos, de baja altura, con hojas en forma de quitasol, mezclados con diversas especies de vegetación musgosa seca, con líquenes rojizos y fungoides de color pálido. Ninguna de aquellas formas se parecía a nada existente en la Tierra, resultaba una pesadilla surrealista hasta que los ojos se acostumbraban a su presencia.
Sin embargo..., ¡era vida! Allí, entre la herrumbre y las rocas, bajo un cielo sin lluvias y un sol pobrísimo, a millones de millas de la amada Tierra, existía algo que vivía. Collie tocó la tosca superficie gris de un árbol con una especie de reverencia. La vida era una cosa frágil, una especie de pálido chispazo en la rodante inmensidad de un universo inorgánico; pero podía luchar por ocupar un lugar; rota y vencida en un mundo, era capaz de saltar a otro de algún modo y encontrar su propio espíritu y perpetuarlo. De algún modo, aquel feo arbolito se convertía en un símbolo de esperanza, y muy bello ciertamente.
—Vamos a tomar unas muestras y a analizarlas, tratando de calcular cuál es su ciclo vital —dijo Feinberg, y sus palabras parecían llegar desde muy lejos.
—El equipo científico puede hacerlo —dijo Wayne aprobando con la cabeza—. Mientras tanto, el resto de ustedes puede comenzar a levantar un campamento. Cuan-to más pronto tengamos establecida nuestra base, mucho mejor.
Todos volvieron a la nave. No era cuestión de calcular el trabajo para el día siguiente; era imprescindible hacerlo desde el comienzo de su llegada si querían sobre-vivir. Sin embargo, determinaron hacer aquella noche una cena especial para celebrarlo, incluyendo algunas botellas de un vino viejo y algunos artículos propios de una celebración como aquélla. En el reducido espacio de la cabina con aire comprimido, todos se emborracharon finalmente. Wayne y O’Neil permanecieron formales; pero los demás rieron a carcajadas, cantaron a voces y chocaron los vasos una y otra vez con sus brindis.
—Bien, caballeros..., lo hemos conseguido.
X
Los días y las noches se fueron sucediendo sobre ellos, una luz pálida y helada bañando suavemente aquellas colinas erosionadas y polvorientas, con el brillo parpa-deante de miles de estrellas en una alta bóveda de oscuro cristal, mientras ellos continuaban trabajando y manteniendo la esperanza. Había mucho que hacer y pocas herramientas con que hacerlo. Los hombres volvían fatigados a sus refugios de la nave al atardecer tras una completa jornada de trabajo, tomaban una frugal comida y se tumbaban en sus camastros para dormir de un tirón la noche marciana hasta el próximo amanecer.
A Collie le pareció haber estado siempre encerrado en los estrechos límites de su traje a presión, y que las altas y hermosas montañas de la Tierra eran sólo un sue-ño tenido tiempo ha y que nunca hubiera existido otra cosa que el polvo rojo de Marte y una pala en sus manos. Le pareció sencillamente increíble que sólo fuesen unas pocas semanas desde que habían desembarcado en Marte.
El equipo científico, Wayne, Arakelian y Feinberg, estaba ocupado con lo relativo a la ecología, disección, análisis y teorías, formando lentamente así una imagen completa de la química y las múltiples simbiosis que conservaban aquellos restos vegetales en existencia viviente. Lois Grenfell se ocupaba de la cocina, de la administración de los alimentos y de muchas otras cosas más. El resto se ocupaba en edificar la base, que incluso en la escasa gravedad de Marte, resultaba un trabajo inhumano.
Pero fue creciendo lentamente. La nave había sido construida de forma que la mayor parte de su estructura metálica y partes constituyentes, pudieran desmontarse y ser utilizadas como refugios, habitaciones y equipo útil, dejando sólo un esqueleto básico para el regreso al hogar de la madre Tierra. Por falta de materiales de construcción, la mayor parte de Puerto Drummond, como se bautizó la base, estaba bajo el terreno, simplemente excavado y techado y después organizándose sobre la vieja duna de Marte una zona de materiales metálicos que ponían en el paisaje una pincelada de brillantes metales.
La próxima expedición estaría encargada de traer provisiones que completasen aquellas bóvedas, y la siguiente traería a unos cuantos hombres que continuasen el tra-bajo... ¡Santo Dios! ¿Cuánto tiempo se llevaría para poner en planta una pequeña población en tales condiciones, a cincuenta millones de millas de la Tierra?
Collie y el ruso Ivanovitch sufrían menos que los demás, por sus propias facultades físicas. La inmensa fuerza del ruso le permitía respirar cómodamente, al igual que al hombre de las colinas, que por la especial disposición de sus pulmones y sistema sanguíneo, le predisponían a sufrir menos por la falta de aire. Pero Collie fue el único que puso un especial interés en el trabajo considerándolo como un problema a resolver, más que el hacer una simple tarea, y se encontró a sí mismo convertido en una especie de capataz.
Maldita sea..., allí existía una especie de desafío. A su favor tenían una baja gravedad con respecto a la Tierra y en su contra las condiciones de trabajo y la terrible sequedad del terreno. El cemento ordinario apenas si se humedecía para fraguar decentemente pues la mitad del agua empleada era absorbida ávidamente por el polvo, impidiendo realizar una mezcla para poder ser utilizada y que la erosión pudiese arruinarla en poco tiempo. Tuvieron, entonces, que hacer moldes de plástico que actuaban como escudos protectores hasta que el cemento estuviese convenientemente dispuesto para ser empleado. Los diminutos animales del planeta comenzaron a roer la envoltura de los conductores eléctricos, por lo que fue preciso enterrarlos igualmente entre el cemento. En seguida se planteó el problema de buscar algún sustitutivo del cemento, encontrando al fin una especie de arcilla compacta que mezclada con agua y cocida, pudiese dar ladrillos útiles.
Pero era un grave problema gastar el agua en aquella proporción, por lo que se hacía indispensable encontrarla en alguna parte, o extraerla de las células vegetales de algunos árboles. Al fin, hallaron cierto tipo de raíces que al ser abiertas dejaban escapar de su interior una médula llena de líquido. Tuvieron que arrancarlas por miles en millas a la redonda y reunir su contenido en un gran recipiente. Y así durante días y días sin fin.
Poco a poco la base fue creciendo. Primero fueron una serie de cuevas intercomunicadas, una instalación en el techo para las baterías solares de Wayne, después un gran refugio sólidamente excavado en la roca y debidamente protegido donde se instalaría el reactor nuclear que debería traer la próxima expedición; los invernaderos donde las plantas deberían renovar el oxígeno y suministrar una parte del alimento, el esbozo de los laboratorios y los almacenes. En conjunto era una pequeñez perdida en aquellas ondulantes inmensidades, desnuda, débil y primitiva; pero fue creciendo y creciendo cada vez más. A veces, Collie, en sus momentos de reposo insomne, sentía resurgir en él el orgullo de estar realizando una gran obra y celebró el haber desembarcado en Marte. Se imaginó que Puerto Drummond, pasados cien años, sería una hermosa ciudad grande y blanca y que los desiertos que la rodeaban serían un bello espectáculo de verdor, y trataba de imaginárselo con los ojos de la ima-ginación.
No había forma de suponer lo que les esperaba. Para ellos, Marte seguía siendo un enemigo bastante temible, sin pensar ni por asomo que el odio antiguo de los hombres de la Tierra pudiese perseguirles hasta aquella lejanía del Sistema Solar. Pero tal peligro llegó una tarde, cuando menos pudieron haberlo imaginado.
Collie echó un vistazo al sol declinante en el horizonte occidental y ordenó un alto en el trabajo. En cuanto la noche hubiera caído sobre ellos, una explosión de estrellas caería sin transición sobre el firmamento que les rodeaba por todas partes.
—Es tiempo de irse a cenar —dijo.
El perro, sujeto por una cuerda, se detuvo en sus movimientos y esperó a ser desatado. Collie trató muchas veces de imaginar qué inteligente podía ser. Trabajaba con ellos normalmente, recibía órdenes verbales, sin necesidad de ser conducido a mano; pero sin embargo, había en él algo extraño. No era el animal al que se le daban unas palmadas cariñosas en el lomo y se le podía llamar «buen chico»...
Los demás hombres acarrearon las herramientas al interior del refugio, como precaución contra las tormentas de arena que pudieran dejarlas enterradas. Sus formas grotescas encerradas en los trajes a presión se dibujaban contra el oscuro cielo marciano, como largas sombras apuntando hacia la nave. Ivanovitch siguió todavía unos momentos en el trabajo, apretando la junta de una tubería, y después siguió a los demás. Collie permaneció sólo unos momentos, mirando sobre las colinas, tratando de imaginarse qué habría más allá de aquel desnudo horizonte. Probablemente, lo mismo que tenía a la vista. Nada de castillos dorados, con bellas princesas, sólo Marte, desnudo, silencioso y desértico. Un mundo donde el hombre tendría que incorporar sus propios sueños.
Algo brilló a cierta distancia, a los últimos rayos del sol poniente, como el brillo metálico de una armadura. Permaneció agudizando los ojos en aquella dirección y creyó ver que algo se movía. ¿Qué diablos podría ser?
«La imaginación», pensó Collie, y se volvió hacia el compartimiento de descompresión de la nave. El familiar dispositivo se cerró sobre él. Encogió la nariz ante el olor a rancio que existía dentro de la nave. Era un olor que nunca podía quitarse de encima. Despojándose del traje a presión y colgándolo en una percha, se dirigió hacia el diminuto cuarto de baño y esperó su turno, para quitarse el sudor producido por la tarea diaria. Feinberg estaba delante, hablando excitadamente con O’Neil, que permanecía callado.
—Sí, esas condenadas plantas consiguen oxígeno de las rocas. Algún catalizador orgánico, aunque ignoro cuál pueda ser. Con un cambio selectivo podríamos conseguir algo realmente eficiente para nuestra colonia; plantas que refinen el mineral de hierro para nosotros y que nos den aire y tubérculos comestibles. Pero tenemos primero que calcular los factores hereditarios. La estructura de los cromosomas muestra una disposición totalmente desconocida en la Tierra, y nos hace suponer que no sigan las leyes de Mendel que conocemos.
Collie acabó su humilde limpieza, se puso sus ropas limpias y se dirigió al salón. La mayor parte de los otros ya estaban sentados allí, mirando fijamente los platos de la cena, demasiado cansados para tener ganas de hablar. ¿De qué servía, por otra parte, perder el tiempo en charlar, cuando se sabía de antemano qué era lo que pen-saba cualquier compañero y el objetivo de su posible conversación?
Lois apareció procedente de la cocina con una fuente colmada de carne. Collie creyó que era la única persona digna de verse en todo el planeta y el más hermoso objeto. Sus bellas facciones aparecían sonrosadas por el calor de la estufa, sus ojos brillantes y el hermoso cabello castaño rizado, cayéndole sobre los hombros. A Collie le encantó la idea de pasar sus manos sobre aquellos sedosos cabellos. Pero no debería, no, no debería hacerlo. Quizá más tarde, alguna vez al otro lado de la eternidad, cuando estuviesen de vuelta en la Tierra.
—Humm —dijo—. ¡Qué bien huele este estofado!
Ella hizo como si calculase algún número imaginario.
—Esto hace el noventa y siete, de las veces que has dicho lo mismo.
—Bien —repuso Collie—. Tenía que decir alguna cosa.
—Cuarenta y tres.
—Está bien, está bien. Eres muy guapa.
—Cincuenta y dos veces.
O’Neil miró gravemente a ambos. Collie sintió un remordimiento interno. No tenía derecho a suscitar una nueva disputa por ningún concepto.
—He visto algo que me ha parecido como el brillo de un objeto metálico esta tarde —dijo—. Como un relámpago, un destello metálico, conforme venía hacia la nave.
—Ah —dijo Feinberg—. Ya está. Los marcianos nos han encontrado.
—No creo que sea eso, desde luego —intervino Lois—. ¿Qué ha podido ser? ¿Algún lago por ahí en los alrededores?
—No —dijo entonces el negro—. No hay ninguno según nuestros mapas, no puede ser. Quizá alguna roca brillante por el polvo.
En esta ocasión, pudieron haber especulado sobre el particular y haber tenido una oportunidad para charlar. Pero la conversación languideció en seguida.
Collie se sintió sin sueño tras la cena. La mayor parte de los otros ya se habían ido a sus camastros, Wayne y Feinberg habían vuelto al laboratorio y Arakelian y O’Neil se habían enzarzado en una partida de ajedrez. Collie bostezó aburrido.
—Me voy a dar un paseo —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
—¿No estás cansado de ese condenado desierto? —rezongó Arakelian.
—Hace una noche maravillosa —dijo Collie, en tono defensivo.
Lois levantó los ojos del libro que leía. En la nave habían traído un buen número de libros de poco peso y una riqueza enorme de documentos en microfilmes con un proyector adecuado.
—Iré contigo, si no te importa —dijo la joven.
—Pues claro que no —repuso Collie sintiendo que el corazón le latía apresuradamente.
O’Neil apartó el tablero con un gesto salvaje.
—Me rindo —dijo con malos modos—. Voy a tumbarme.
«Lo peor de este individuo —pensó Collie—, es que es incapaz de conservar sus ideas en privado.»
Cuando él y Lois salieron al exterior la noche se extendía sobre ellos con un manto de estrellas de increíble resplandor. El desierto se ensanchaba ante ellos con su vasta inmensidad, sin que nada se moviera, sin que nada emitiera el menor sonido. El sonido de sus propias pisadas sobre la arena era un fuerte ruido para sus oídos. Las manos de Collie enlazaron a las de la chica cuando se alejaron de la nave.
—Me gustaría —dijo Collie— que no tuviésemos que ir vestidos con estos trajes.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Ya sabes por qué.
—No comprendo...
—Lois...
—No, Collie —dijo ella—. No podemos permitirnos el lujo de vivir nuestras propias vidas. Aquí no. No hables. ¿No es maravillosa la vista de este cielo?
Collie se mordió los labios y sintió que las mejillas le ardían. Siempre había sido así. Había tratado de besarla una o dos veces en los escasos momentos en que habían estado solos; pero ella lo había impedido. No quería hablar del mañana, sino hasta encontrarse de nuevo de vuelta en la Tierra. Y por duro que fuese todo, ella tenía razón.
El rostro de Lois era un pálido reflejo contra la oscuridad ambiental. Los ojos de Collie siguieron la graciosa curva de las mejillas y de los labios de Lois y el resplandor de la luz de las estrellas sobre sus cabellos suaves. Sólo podía mirar todo aquel encanto. Maldita sea... Nunca debí haber venido aquí. Mejor es que me hubiera quedado en mi pueblo...
El espeso silencio se cerró sobre ellos. Pasearon sobre el filo del campamento de la base, mirando a las frías estrellas del firmamento, sin apenas hablar y sin pensar tampoco mucho.
Collie se sintió repentinamente alerta cuando la mano libre de Lois se posó sobre su brazo.
—¡Cuidado! —murmuró ella.
Collie se detuvo mirándola. Lois permanecía en una posición acurrucada con la cabeza echada hacia atrás dentro del casco. La luz de las estrellas se reflejaba en sus hermosos ojos. Estaba escuchando atentamente.
—¿Qué...?
—¡Quieto! —ordenó ella con un murmullo—. Hay algo por ahí cerca...
Instintivamente levantó una mano para ponerla de pantalla en la oreja; pero tropezó con el casco transparente del traje a presión. No oía nada. Ni un sonido, ni el más leve murmullo, sólo el suave silbido de su propia respiración. Pero ella oía algo y movió el brazo con un signo de urgencia.
—¡Hay algo en el campamento..., algún animal..., vamos!
—¡No! —repuso él deteniéndola con un gesto—. Eso es cosa mía.
Collie se deslizó hacia adelante, yendo de una sombra a la próxima. La torpeza de movimientos del traje a presión no le estorbaba mucho, ya se había acostumbrado y era como corretear por las montañas de su país natal, nuevamente. Pero los latidos de su corazón crecían y se aceleraban y sintió las manos mojadas de sudor dentro de los guantes. ¡Qué diablos podría ser aquello! En Marte no existía ningún animal apreciable...
Pero no, cuidado. Ahora sintió él también un levísimo rumor en aquel aire tenue, y un choque metálico entre las máquinas y el material de la base en construcción, se arrojó sobre el vientre y serpenteó hacia adelante siguiendo el borde de un muro de poca altura.
¡Hombres!
Cuatro hombres estaban allí en pie, observando la nave desde el refugio que les ofrecía una gran caja de embalaje. ¡Extranjeros! Aunque sólo mostraban el bulto de sus trajes a presión y el leve resplandor de los plásticos, estuvo seguro que se trataba de extranjeros. ¡Y vio el brillo del cañón de un arma!
Algo frío le hizo un nudo en el estómago. Se acurrucó, tratando de imaginarse cuánto tiempo haría que tales individuos estaban allí, y si les habrían visto a él y a Lois salir fuera de la espacionave, quiénes serían y cuáles serían sus intenciones. Desde su escondite, Collie les vio avanzar con precauciones, salir fuera del campamento y dirigirse hacia la mole gris de la nave.
«Si fuesen amigos —pensaba a toda prisa en su cerebro alocado—, ¿por qué tendrían que arrastrarse a escondidas de esta forma? Y si son enemigos... ¡Cristo! ¡Estamos solos en este momento!»
No fue el valor, sino una fría y medio instintiva realización del hecho que no tenía nada que perder, lo que le dirigió hacia adelante. En cuatro zancadas estuvo junto a los cuatro atacándoles, mientras que de un grito advertía a Lois que corriese a pedir socorro.
Los hombres se volvieron como tocados por un rayo al ser golpeados. Pensó ciegamente que se encontraba desarmado y que no debería darles la menor oportunidad a que pudiesen disparar. ¿Para qué le servirían los puños y los pies cuando sus cuerpos estaban acorazados con los trajes a presión? Se tiró hacia uno sujetándolo fuertemente, y golpeando al resto con los pies y llamando en demanda de socorro.
En un breve instante, entre las sombras, pudo ver el rostro de su oponente. ¡Un mongoloide! El pensamiento se aclaró en su cerebro. ¡Siberianos! En seguida, un par de manos gigantescas se desasieron de él levantándole por el aire. Quedó colgado en una garra tan gigantesca como la de Ivanovitch, batiendo con los puños hacia abajo al casco del barbudo enemigo que tenía debajo. Las armas le apuntaban en aquel momento. Se retorció y pateó con ambos pies la bomba de aire de la espalda del gigante. Una, dos, tres veces con los músculos anormales de sus piernas, rompiendo y dejando abierto el dispositivo. El siberiano emitió un ronquido y cayó cuan largo era por el suelo.
Se inclinó ante el disparo de uno de sus enemigos. La bala le pasó silbando junto al hombro. Se tiró de cabeza aplastando el casco contra el vientre del que había dis-parado con el rifle. Los demás se lanzaron contra él pero Collie le arrancó el rifle de las manos y rodó libre a unas cuantas yardas de distancia.
Disparó contra una de las sombras. Una rociada de disparos trazaron su estela luminosa en la noche buscando su cuerpo. Fue arrastrándose hacia atrás hasta caer en un embudo del suelo. Los siberianos siguieron persiguiéndole, llegando hasta el filo del embudo y disparando ciegamente contra él; pero ya estaba nuevamente fuera de su alcance. Acurrucándose tras un repliegue comenzó a disparar con buena puntería contra las siluetas de sus enemigos. Uno de los hombres emitió un grito de dolor. Se oyó el silbido del aire y la humedad interna del individuo escaparse por la fisura perforada por el balazo como un blanco fantasma en el frío brutal reinante y caer rodando en el embudo. Rodando nuevamente sobre sí mismo, Collie aguardó el próximo movimiento de sus enemigos. ¿Vendrían los otros? ¿Sería posible que les llevase tanto tiempo ponerse sus trajes de presión?
Sus compañeros disponían de armas a bordo, no estando seguros del hecho que existieran o no bestias feroces en la superficie del planeta. ¿Qué estarían haciendo los siberianos restantes? Un torrente de plomo se le vino encima desde uno de los lados. Le habían cercado. Collie hizo fuego sobre la vaga forma a su alcance y saltó a cierta distancia en busca de un nuevo refugio. Las balas iban mordiéndole los pies en zigzag.
El fuego surgió de la nave. Una figura enhiesta y una ráfaga de ametralladora. ¡El rescate! Repentinamente, los siberianos se dieron a la fuga a través del desierto corriendo a toda velocidad, con la noche cerrándose sobre ellos conforme se alejaban. Collie se puso sobre pies y manos buscando un poco de aire en sus pulmones exhaustos. No pudo conseguir mucho. Cuando miró hacia arriba, Lois se hallaba sobre él. En su mano había una metralleta ultrarrápida.
—Collie —murmuró entrecortadamente—. Collie, ¿te encuentras bien?
—Ah, sí..., sí. —Se incorporó ayudado por ella. Todavía estaba vivo. Increíblemente, su traje no había sido perforado, aún conservaba la respiración, la visión y el movimiento en sus músculos. Se sintió totalmente vacío de fuerzas.
—Estoy bien... ¿Y los demás?
—Vendrán tan pronto como puedan. Tardan demasiado tiempo en meterse dentro de esos condenados trajes a presión. Fui y les avisé, después tomé esta metralleta y volví contigo.
—Buena chica. —Una poca energía iba devolviéndole las fuerzas perdidas, aunque se sentía con vértigos—. Ayúdame a levantarme, ¿eh?
Se apoyó en ella y caminaron lentamente hacia la nave. «Unas cuantas respiraciones más —pensó—, llenarme los pulmones un par de veces, es todo lo que necesito. Todavía estoy vivo...»
Pasaron junto al gigante abatido. Era un hombretón de siete pies de estatura, inmóvil en la arena del desierto con el resplandor de las estrellas reflejándose en sus ojos sin vida. Sin bomba de aire y sin aire, la estrangulación debió llegarle rápidamente. Y el otro, el del embudo, estaría muerto también, con la sangre helada como si el hielo le hubiese entrado en su circulación sanguínea. Ninguno de los dos hablaría más, por nunca jamás.
Collie se inclinó sobre el gigante. Sobre su espalda llevaba colgada una bazooka maciza y una ristra de proyectiles.
—¿Qué desearía esta gente? —preguntó Lois. En su voz había como un sollozo entonces que el peligro había pasado—. ¿Qué vendrían buscando?
—Abrir un agujero en nuestra nave, supongo —repuso Collie—. La forma más rápida de matarnos a todos.
—Pero, ¿por qué? —insistió Lois—. ¿Por qué?
Collie se encogió de hombros, haciendo una mueca ante el terror que yacía escondido en su interior.
—Supongo que será porque no nos quieren.
XI
Alaric Wayne presidió la pequeña asamblea. El salón estaba caldeado con la respiración tan próxima de todos ellos. Casi podía olerse la presencia del terror en todos los rostros. El perro gruñó y enseñó los dientes ante la instintiva percepción del temor reinante. Todos permanecieron quietos, observando al capitán. La luz del techo caía sobre la reunión trazando la sombra de la garganta y de las mejillas de los asistentes. Esperaron.
—Yo..., yo. —Parecía atragantarse con las palabras—. No sé que-e-e-é de-de-de...cirrrr. Esto es una sorpresa para mí, bien, sí, una sorpresa.
—La cuestión —apuntó Feinberg— es, qué tenemos que hacer ahora.
—¿Dices que son siberianos? —preguntó Gammony. Su voz era lenta y pesada—. ¿Lo son realmente?
—Da —afirmó Ivanovitch—. Hay marcas en ruso en sus equipos.
—Uno de los muertos es de raza asiática —añadió Feinberg—. Sí, nuestros buenos amigos son siberianos. ¿Y qué es lo que esto significa? —Cuando no hubo res-puesta, la dio él mismo—. Una expedición por su propia cuenta. Puede haber tenido lugar un poco antes o después de la nuestra, dependiendo de la órbita y de la aceleración que hayan usado; pero de todas formas no es fácil que sea mucho que estén aquí. Debe ser cuestión de pocos días.
—¿Cómo puedes obtener esa conclusión? —preguntó O’Neil.
—Porque saben muy bien quiénes somos nosotros. Eso significa, que nos han localizado en el espacio, mientras hacíamos nuestros estudios preliminares. Y si se hallan tan dispuestos a deshacerse de nosotros, no habrán deseado perder mucho tiempo en conseguirlo. Ni su nave, o naves, estarán muy lejos tampoco, porque han venido a pie hasta aquí.
—Tal vez usaron algún vehículo —aventuró Collie.
—No, cuando cuenta cada libra de masa —declaró Feinberg—. No, no lo creo, en absoluto. Llevan receptores de energía similares a los nuestros, al igual que baterías para conducirles a lugares fuera del alcance del rayo energético de la nave. Lo que se desprende de todo esto es que sus espías o agentes del Servicio de Inteligencia, si quieren emplear esa palabra más refinada, han tomado el conocimiento del rayo energético en nuestro país. Con toda seguridad han debido obtener una copia de la estructura de nuestra nave y de nuestro proyecto también; cuando no los planes completos. Tenían necesariamente que saber que vendríamos aquí.
—Bien —dijo Wayne—. No era ningún secreto.
—No —continuó Feinberg—; pero el hecho que ellos comenzaran prácticamente al mismo tiempo que nosotros resulta más que una pura coincidencia. ¡Maldita sea, vinieron con la idea fija de liquidarnos a todos!
—¿Por qué? —En el rostro de Wayne se reflejó la sorpresa y el mayor desamparo, como un niño perdido en un bosque—. ¿Por qué tendrían que hacerlo?
—Su Gobierno no nos quiere —dijo Arakelian—, y, también, si nos liquidan de un golpe, dispondrían de todo nuestro equipo e instalaciones. Habríamos hecho una enorme cantidad de trabajo para ellos, si han planeado establecer una colonia en Marte.
—Aquí hay sitio para todo el mundo —dijo Lois—. ¡Gran Dios! ¿Es que deberemos llevar nuestras estúpidas disputas hasta el último rincón del Universo?
—Por alguna razón —dijo Arakelian encogiéndose de hombros—, Siberia tiene necesidad de un monopolio sobre Marte. Pero esto no importa ahora. Lo que cuenta, es hacer algo para evitarlo.
—Y ese algo —dijo O’Neil— es salir disparados de aquí cuanto antes. Si han venido preparados para combatirnos, deben tener todas las ventajas. Será mejor que volvamos a la Tierra e informemos del particular.
Ivanovitch sacudió la cabeza y en sus ojos azules brotó una expresión de coraje.
—¡No! —restalló—. ¡Paguémosles con su misma moneda! No podemos marcharnos. No somos ningún puñado de cobardes.
O’Neil se sonrojó hasta la raíz del cabello.
—¡Pelear con ellos! ¡Eso es muy fácil de decir!
—Ya está bien, muchachos —dijo Arakelian interviniendo—. Nadie te está diciendo que seas un cobarde, Tom. Creo que en cierta forma, tienes razón. La información es más importante que el heroísmo.
—Y una vez que estén en posesión de cuanto tenemos aquí y hayan dispuesto de tiempo para construir sus defensas, ¿de qué forma podremos volver a la Tierra? —dijo Feinberg como en un desafío.
—¡Esperen! ¡Esperen! —gritó Alaric Wayne levantando una mano. En seguida se hizo el más completo silencio.
—La economía... —Se detuvo para respirar profundamente—. Parece mejor que permanezcamos aquí por una temporada, al menos. Ya estamos avisados y podremos construir nuestras propias defensas. Yo podría construir un resonador de coloides, como hice una vez..., y que nadie me dijo nunca cómo funcionaba. Sí, creo que podríamos lograrlo, ya que su espacionave no está construida, como ninguna lo está, para bombardearnos.
O’Neil hizo una mueca de animación.
—Eso pone una luz distinta en la cuestión —dijo—. ¡Podríamos batirles nosotros mismos!
—No resulta tan fácil —dijo Wayne, hablando en un tono neutral, mirando hacia el suelo—. Somos ocho, y ellos deben ser muchos más. El resonador es un arma de valor limitado. ¡Tendré que pensar en ello! —Miró a todos con una curiosa súplica en sus ojos de niño—. No soy ningún brujo. No puedo sacar la invulnerabilidad fuera de un sombrero de copa. La situación tendrá que ser evaluada, y, para eso, necesitamos información.
—Exploradores —dijo el negro aprobando con la cabeza—. Sí, eso es. Cuente conmigo.
Wayne sacudió la cabeza.
—No se trata de una cuestión de pedir voluntarios —replicó—. Debe ser organizado un grupo óptimo.
Collie miró de reojo a Lois. La joven estaba mirando fijamente al capitán con su mirada más amarga, y supo lo que la chica estaba pensando. Dientes de un engranaje.
—Será una misión peligrosa —observó Arakelian—. Ellos esperarán que la llevemos a cabo.
—Pero éste es un inmenso territorio que desaparece hacia el oeste, donde parece que ellos se dirigieron —respondió Wayne—. Señor Collingwood, su herencia biológica especial, además de su historial de cazador parecen dotarle a usted especialmente para que sea el jefe de esta expedición.
Collie estuvo de acuerdo con un leve movimiento de cabeza, sin hablar una palabra. Estaba realmente asustado, odiaba el hecho de tener que ir en busca de donde le esperaban las armas; pero...
—Después, el señor Ivanovitch, cuya enorme fuerza será de un valor inestimable en una marcha ardua —continuó Wayne—, y el señor O’Neil, quien con su privilegiada visión podrá captar detalles desde gran distancia, sin necesidad de binoculares, cuyos reflejos podrían traicionarle, y la señorita Grenfell, la única que podrá detectar cualquier emboscada o situaciones análogas. El resto de nosotros, prepararemos la defensa.
—¡Eh, un momento! —protestó O’Neil, dando un paso al frente—. Usted no puede enviar a Lois a...
—Está bien, Tom —dijo ella, casi en un murmullo—. Me gustaría ir.
—Pero..., pero...
—Ya la oyó a ella misma, señor O’Neil —dijo Wayne fríamente—. Ahora, señor Collingwood, es obvio que no puedo darle ningunas instrucciones especiales. Sencillamente, hagan cuanto puedan. Den valor a sus vidas por encima de cualquier otra cosa; cada uno de ustedes, supone un octavo de nuestra fuerza combatiente, y no hagan nada atolondradamente. Finalmente, sugiero que ustedes, los exploradores, se vayan a dormir ahora, mientras que el resto de nosotros, preparamos el equipo que deben llevar.
«Simplemente así —pensó Collie—. Ni más ni menos que así.»
El amanecer llegaba pronto en Marte, con una luz pálida y fría saltando rápidamente en el cielo. Después, el día marciano. Cuando Collie salió al exterior, el de-sierto sin cambios se prolongaba hasta el próximo horizonte. Tuvo en aquel instante un breve recuerdo de lo que era un amanecer en la Tierra y, por un momento, le pareció hallarse sobre la húmeda hierba cubierta de rocío, escuchando el canto de los pájaros en los árboles. Borró pronto aquella imagen de su mente y con un gesto ordenó al grupo seguir adelante.
Cuatro formas humanas, desmañadas dentro de sus trajes a presión, comenzaron a caminar a lo largo del desierto, y el resto permaneció observando hasta que hubieron desaparecido de la vista. Collie se hizo cargo de la situación. El rayo energético de la nave no les serviría de mucho pasado el horizonte, aunque disponían de baterías de repuesto y acumuladores de energía solar que podrían recargarse hasta cierto límite. Por lo demás, todos iban pesadamente cargados con comida y agua. El paquete de Ivanovitch era casi tan grande como él mismo. Además iban provistos de armas. Permitiéndoles un razonable margen de seguridad, podrían sostenerse durante seis días, tres días de ida y otros tantos de vuelta, en su viaje de exploración. Los siberianos no deberían hallarse demasiado lejos, los pronósticos eran que deberían encontrarse a dos días de marcha de la espacionave.
El rastro dejado era bien claro para los ojos del cazador. En aquel aire tan en calma, incluso las huellas en la arena eran lentas en desaparecer. Encontró indicadores de situación, con las posiciones del sol y las estrellas visibles, que reconoció sin esfuerzo consciente. Para una visión no entrenada, Marte tenía el mismo aspecto en todas partes: dunas rojizas, rocas solitarias, bosquecillos raquíticos, barrancos profundos y la ondulación constante de las pequeñas colinas. Pero él sabría muy bien hallar su camino de regreso.
O’Neil habló tras un rato. Las voces tenían un curioso sonido al llegar a través de los auriculares.
—¿Sabrán ellos que les estamos siguiendo?
—Tal vez —contestó Collie encogiéndose de hombros—. No creo que se preocupen mucho de cómo lo hagamos, esto no es fácil en este terreno descubierto.
—Quiero decir —insistió Tom—, ¿cómo habrán vuelto? ¿Cruzando quizá las rocas desnudas, por ejemplo, para no dejar rastro alguno?
—Tienen que haber vuelto por el camino que trajeron..., ¿ves estos dos juegos de señales? Nosotros podremos seguir siempre el primer rastro. Lo más probable es que tomaran una brújula y siguieran directamente a partir de nuestro campamento. Estas huellas se dirigen hacia el nornoroeste. Bien, creo que les localizaremos en seguida.
Lois dijo con acento preocupado.
—Todavía no puedo comprenderlo —murmuró—. Este mundo ya de por sí es un enemigo de toda la raza humana. ¿Por qué tendremos que luchar también unos contra otros?
—Ellos han empezado —dijo el ruso.
—No, quiero decir..., bien, es como si algo fuera mal con todo el género humano. Como si nunca hubiéramos aprendido la lección.
—Alguna gente, no, desde luego —dijo Collie—. No, sin que un buen garrote se la enseñe.
—La cosa no es tan simple —dijo O’Neil—. Tenemos que golpear cuando se nos golpea, en propia defensa, y así es como ha empezado esta batalla en particular. Pero, ¿por qué nos atacaron ellos en primer lugar? No creo que lo hagan porque son unos monstruos; deben tener algún propósito particular, un alto fin por el que luchar contra cualquier cosa, Marte o cualquier otro objetivo. Pienso que una raza que no quisiera luchar por lo que considere que vale la pena, no perduraría mucho tiempo.
—¿Y es eso lo que tenemos que hacer nosotros también? —objetó Lois—. ¿Tendremos que estar disparándonos a matar los unos a los otros hasta el fin de los tiempos?
—Es que cambiamos los propósitos —dijo O’Neil—. Hemos dejado de ser una simple raza. Y tenemos que lograr lo que deseamos. —Tom se quedó mirando hacia delante y en sus ojos brilló la luz de un sueño lejano.
Collie volvió a encogerse de hombros y siguió callado. Continuaron la marcha por el desierto. La nave ya se había desvanecido en el horizonte y se hallaban ya solos entre las rocas, las dunas y la quietud que les cercaba por todas partes.
El ordinario proceso del vivir se hacía algo fantásticamente complicado en Marte. Se tomaba una comida fría teniendo que aproximarse una caja, con agujeros especiales para emplear las manos, conectarla con el casco y abrir un portillo especial entre el casco y la caja. «Un saco de alimento para el ganado», pensó Collie sardónicamente. Para beber una reducida ración de agua, era preciso, igualmente, co-nectar una tubería al tanque del líquido elemento. Se respondía a las llamadas de la naturaleza, yendo detrás de una duna con un aparato especial que protegiera el cuerpo de la pérdida del aire y del calor.
Nada se podía hacer contra el sudor y la barba crecida, no quedaba otro remedio que habituarse y soportar tales incomodidades. La propia respiración estaba a la voluntad de válvulas y tanques y una bomba, por lo que el cuerpo era sólo el componente de una máquina en funcionamiento. Las cosas no iban mal del todo, cuando permaneciendo en el campamento, se tenía la nave cerca; pero el pleno desierto, con nada que hacer sino caminar y caminar, una especie de locura empezaba a surgir dentro de la mente, el ánimo se irritaba por la más pequeña cosa, y era poco lo que podía hacerse para controlar la conducta, excepto una colosal fuerza de voluntad.
—Esto es demasiado grande para nosotros —opinó Collie—. Nunca conseguiremos dominar a Marte. No nos será posible conquistar la totalidad del planeta.
—Tendremos que hacerlo, sea como sea —dijo O’Neil obstinadamente.
—Oh, seguro, podemos hablar de formas de hacerlo y soñar, soñar... Pero no será posible traer suficiente gente, suficiente maquinaria, suficiente de todo lo que es preciso. Hubiera resultado muchísimo más fácil colonizar el Polo Sur de la Tierra.
—Eso podría hacerse —dijo O’Neil— sólo que da la casualidad que la Antártica es demasiado radiactiva. No tenemos elección. Necesitamos poseer a Marte.
—¿Tenerlo..., como? ¿Cavando hoyos en el suelo?
—Como principio, sí, ¿por qué no? Después se formarían colonias alrededor y sobre esos agujeros, y hoyos. Después, modificar las formas de vida marcianas y terrestres, mejorando nuestra bioquímica y el cultivo de algas, para que las colonias puedan soportarse a sí mismas. Posteriormente, podría inyectarse mucho más oxígeno en la atmósfera; existe muchísimo en el interior de esas rocas, y agua y dióxido de carbono. Mientras tanto, se podría trabajar tras la consecución de una raza de co-lonizadores que no tuviesen tanta necesidad de oxígeno para su metabolismo, como los verdaderos terrestres. Y así, poco a poco, paso a paso, década tras década, en los próximas quinientos o mil años, se transformarían todos estos desiertos. Tiene que ser hecho. El conocimiento fundamental está en nosotros. Lo que nos hace falta es práctica de ingeniería y de técnicas adecuadas y dinero. Y sobre todo, mucho trabajo. Siempre trabajar, sin descanso.
—Dinero... —murmuró Collie—. ¡Diablos! No existe ningún país en la Tierra, ni incluso la Tierra entera, que pagara por semejante cosa.
—Tendrán que hacerlo —continuó O’Neil con su testarudez típicamente irlandesa—. El dinero no es más que un símbolo para el esfuerzo humano. Si la totalidad de la raza humana tiene que conseguir algo para dentro de un siglo, y vivir en un nivel de supervivencia, tendría que comenzar por una colonia con éxito aquí, en Marte. Esto es fundamental. Porque será un problema de la supervivencia del género humano. Debemos investigar lugares libres de contaminación y de vida marciana, no mutada con la que poder experimentar, antes que podamos aprender bastante sobre genética para deshacernos de nuestra propia herencia mutante. Y si esto fracasa, si el trabajo no puede lograrse, solamente podrán vivir los animales más primitivos. Por tanto, Marte es la única esperanza: los colonizadores de Marte tendrán que aferrarse y continuar y eventualmente volverán a la Tierra a resembrar la vida. —Tom sacudió su oscura cabeza—. La supervivencia no es una cuestión de dinero, Collie.
El antiguo cazador de los bosques, le dirigió una mirada de reojo.
«Es divertido —pensó Collie—. Nunca me habría figurado a Tom como un luchador. Y he aquí que lo es mucho más que yo, a su forma peculiar de hacerlo». En voz alta continuó:
—Sí, pienso que tienes razón, después de todo, Tom. Pero cuando volvamos a la Tierra, si es que volvemos alguna vez, creo que..., bien, no volveré a alzarme por el aire hasta que lo hagan por mí, llevando mi propio ataúd.
—Yo seguiré aquí —afirmó decididamente O’Neil con tranquilidad—. La Tierra puede ser mucho más confortable por ahora para vivir; pero en Marte es donde radica la esperanza del futuro.
Lois le miró fijamente, con los ojos yendo de Collie a Tom, alternativamente.
—Lo primero que hay que tener en cuenta —dijo ella, con un sentido práctico—, es resolver ese pequeño problema de los siberianos.
Excavaron un hoyo entre las dunas, haciendo un pequeño campamento. Con una pala abrieron una cavidad en la cual se establecieron, mitad tienda de campaña y mitad choza, donde poder dormir en un saco; no había otra forma posible de pasar la noche y esperar el nuevo día. Esperaron que el mutuo y recíproco calor de los cuatro cuerpos juntos, fuera suficiente para consumir al mínimo las baterías de las que iban provistos.
Durante la noche aumentó el frío, un frío despiadado y espantoso. La humedad de su propia respiración formaba un esponjoso y espeso velo helado dentro del traje, hielo que se volatilizaría al amanecer para volver a ser reabsorbido nuevamente. Collie permaneció despierto, soportando el frío terrible de aquella noche marciana, re-pitiéndose a sí mismo que no conectaría los cables de la calefacción eléctrica interior. Se sintió desgraciado, aún teniendo el cuerpo de Lois tan próximo al suyo.
XII
Collie observaba el campamento siberiano tumbado sobre el vientre, mirando a través de dos grandes rocas corroídas por la erosión, sobre la falda que descendía lentamente hacia donde el enemigo se hallaba acampado. El desvaído sol que iluminaba el paisaje se hallaba a su espalda; había tenido que dar un rodeo para evitar cualquier reflejo metálico de su armadura. Unas largas sombras procedentes de la colina, se proyectaban sobre las naves de sus adversarios.
Había dos espacionaves, ambas un poco mayores que la que ellos habían traído hasta Marte, descansando sobre los apoyos metálicos, entre la aridez impresionante del pequeño valle. Un par de figuras vestidas con trajes a presión patrullaban a su alrededor. Collie pudo advertir la silueta de las ametralladoras montadas en barricadas de piedra levantadas al efecto. En el exterior, y a poca distancia, se había montado alguna maquinaria, presumiblemente para dejar mayor espacio en el interior de las naves espaciales, ya que se advertían pocas trazas de construcciones de cualquier género.
—Sí —murmuró O’Neil situado a su lado—. En efecto, vinieron aquí para apropiarse de nuestro campamento.
—Bien, y ahora que sabemos que lo hicieron —dijo Collie—. ¿Cuál será su próximo intento?
—No es fácil imaginarlo. Ordinariamente, yo supongo un ataque frontal, aunque en todo el mundo existe un saludable respeto por la persona de Alaric Wayne. Y no creo que haya más de veinte hombres en conjunto. —Los ojos mutantes de O’Neil escudriñaron atentamente todo el ámbito circundante, captando detalles minúsculos to-talmente invisibles para Collie—. Tú eres el jefe —dijo O’Neil tras unos momentos—. ¿Qué es lo que aconsejas? No puedo apreciar mucho más del hecho que ya hemos sido espiados, y está demasiado fuera del alcance de Lois para que pueda oír algo...
—La cosa más segura —dijo Collie— sería volver a nuestro campamento sin pérdida de tiempo. Pero esto les daría más tiempo para prepararse. Lo que me gustaría hacer, es deslizarnos hasta allí con el arma que le quitamos al siberiano y agujerear sus naves, al igual que ellos intentaron hacer con la nuestra. Así, no tendríamos que volver a preocuparnos más por ellos, pudiendo, además, apropiarnos de su equipo y provisiones.
—Esa gente no es tonta —advirtió O’Neil—. Deben poseer algún sistema de alarma. He visto un par de dispositivos, que me sugiere la idea que puedan estar siendo utilizados como células fotoeléctricas de luz negra. Deben formar como una valla protectora invisible y bastará con atravesarla para despertar una alarma general.
—Humm..., sí. Aunque..., espera. Mira, Tom. Esos rayos deben estar cerca del suelo. Tienen que suponer que nos aproximaremos a ellos arrastrándonos por el terreno.
—Entonces, crees que deberíamos saltar sobre el obstáculo, ¿verdad?
—No se llevaría mucho tiempo en abrir unos agujeros en las estructuras de esas naves. Puedo disparar con la bazooka en cuestión de segundos. Ellos ignoran de qué forma tan rápida soy capaz de correr.
O’Neil le miró de una forma singular.
—Entonces, te sientes decididamente inclinado a barrerlos del mapa definitivamente, ¿no es así?
—¡Cuernos! Lo que quiero es volver a casa —dijo Collie, haciendo una mueca—. Del país en que me he criado, aprendí a no sentir demasiados remilgos con las vidas de nuestros enemigos.
Tras él, Lois puso una mano sobre su hombro.
—No, Collie —dijo ella—. Ellos tienen centinelas también en el exterior, si es que no son totalmente idiotas. Hombres con ametralladoras.
—Pues sí, es posible —convino Collie—. He aquí lo que debemos hacer. Todos estamos armados. En este aire tan enrarecido, no es preciso que nos movamos con demasiada lentitud. Tom y Misha se deslizarán a ambos lados con sus metralletas y liquidarán a los centinelas. Yo estaré dispuesto a saltar la barrera de las células fotoeléctricas. Puedo llegar tan cerca sin ser localizado. En el momento en que comiencen a disparar, yo salto la barrera, me apuesto lo más cerca posible y disparo tres o cuatro proyectiles a través de los cascos de esos navíos.
—¿Y yo? —preguntó la muchacha.
—Tú te quedarás aquí.
—Escucha, no porque sea una mujer...
—No es eso, cariño. Si no lo conseguimos, alguien tiene que volver y decirlo.
Ella le miró por un instante, suspiró después y se apartó. Collie hizo un gesto a O’Neil para arrastrarse fuera de la vista del campamento, junto con él.
Emplearon la hora siguiente planeando la operación con cierto detalle, utilizando el minucioso conocimiento que O’Neil tenía del paisaje y el terreno. A la caída del sol en el horizonte, devoraron una frugal comida, aunque la garganta de Collie estaba tan reseca que apenas si podía ingerir el alimento.
La noche cayó rápidamente. O’Neil volvió del punto avanzado en que se encontraba, para informar que sólo había dos centinelas, como se había supuesto, uno a cada lado de las naves y cerca de las ametralladoras. Se encontraban muy bien situados, de forma tal que cada uno podía dominar un amplio semicírculo; pero las colinas sobresalían tan abruptamente y de manera tan accidentada a cada lado que un atacante decidido y diestro podía deslizarse de sombra en sombra hasta pocas yardas de distancia de su objetivo. Y los restallantes sonidos de los disparos no penetrarían apenas en la armadura hermética de los trajes a presión. No sobresalía luz alguna de los portillos de observación de los navíos; sin duda, deberían todos estar ya acostados o durmiendo.
Collie se humedeció los labios resecos como la arena del desierto. Deseó haber tenido a mano un buen trago de whisky que deslizar por ellos.
—Bien, muchachos —dijo—. Voy a salir. Concédanme quince minutos y después comiencen ustedes. Buena suerte para todos.
Ivanovitch sintió algo en la garganta y O’Neil le tocó en el hombro en un gesto breve y amistoso. Lois vino y se reunió con todos ellos. Los labios le temblaban dentro del casco a la luz de las estrellas.
—Que Dios les acompañe —murmuró la chica, chocando su casco contra el de cada uno de ellos.
Collie no pudo resistir un estremecimiento; pero en su interior se sintió confortado por el gesto de Lois. Volviéndose comenzó su marcha hacia el ataque. Las piedras eran rudas y puntiagudas conforme se deslizaba por la falda de la colina, en dirección a la parte más alejada del campamento siberiano.
Fue descendiendo lentamente, deteniéndose cuando los latidos del corazón le sonaban en los oídos como un tambor; mirando cuidadosamente a su alrededor, por si algo se movía lo más mínimo. Las estrellas lucían enormes y frías sobre su cabeza, percibiendo su propia insignificancia bajo aquel cielo impresionante. Procuró dedicar toda su mente concentrándola en su misión. Una misión que consistía en matar; arrancar el aire de los pulmones de otras criaturas a quienes nunca había visto, hombres que probablemente tendrían esposas e hijos esperándoles allá en la Tierra. Pero era una misión que significaba la supervivencia.
La resquebrajadura de las rocas y el roce de la arena le parecieron excesivamente ruidosos. Quiso saber por que todo el planeta no se sacudía con un fuerte terremoto. La superbazooka capturada a los siberianos, puesta a su espalda, parecía apuntar hacia las estrellas; le resultó increíble que los centinelas no pudieran espiar aquel rascacielos en movimiento. Los navíos se levantaban del suelo arenoso del desierto, en el valle, como monstruos prehistóricos. Habían cruzado entre los mundos por el espacio cósmico y él iba a saltarlos en pedazos...
No. No se preocupó demasiado acerca del final de su ataque. Una granada de bazooka podía penetrar a través del delgado acero del casco y su explosión producir un agujero demasiado grande para repararlo inmediatamente. Tres o cuatro impactos de tal clase dejarían escapar suficiente aire para que los ocupantes, antes de reponerse de la sorpresa, tuviesen tiempo de encerrarse en sus trajes a presión: El capitán Wayne se lo había mostrado la última mañana (¿hacía sólo dos días?) y la forma de realizarlo. Era sencillamente infantil para un hombre como él que había crecido usando el arco y los antiguos mosquetes de espoleta fabricados en la herrería del pueblo. Finalmente llegó al sitio indicado. O’Neil le había indicado dónde se hallaba exactamente la valla de células fotoeléctricas. Un salto de seis pies no era nada para él, y menos en Marte.
Pero los otros dos no eran exploradores ni soldados. Una metralleta no era tampoco el arma más fácil. Era un terrible pensamiento para Collie el considerar que su propia vida dependía del fracaso de cualquiera de sus dos compañeros.
Bien...
Se hallaba casi encima del montón de arena donde se hallaba enterrada la alarma. Yacía sobre el suelo, con el traje a presión sucio por el constante rastrear. Pudo incluso apreciar la luz de las estrellas e incidir sobre el cañón de una de las ametralladoras. El riesgo de entrar en acción se le hizo insoportable. ¡Dios! ¿Qué le pasaría a los otros? Se mordió los labios, nervioso y desesperado y apretó las mandíbulas, mientras contaba los segundos para entrar en acción, y esperaba.
El vivo resplandor de un potente reflector fue como una bomba que estallara sobre su cabeza, al alcanzarle la luz en los ojos. Una ametralladora comenzó a disparar, levantando puñados de arena a su alrededor. Se incorporó y trató de correr. La luz y las balas le siguieron. La voz amplificada fue como un rugido de advertencia:
—¡Entréguense! ¡Entréguense o serán muertos! ¡Están copados!
Se dejó caer sobre sus pies y manos, sollozando, sabiendo que no podría escapar a un balazo. El fuego cesó. Volviéndose trató de echar mano a la bazooka. Un chorro de balazos le sirvió de saludable advertencia.
La potente luz procedía del morro de la espacionave. Más allá de su blanco resplandor sólo existía la oscuridad. En seguida vio a sus compañeros, figuras embarazosamente vestidas en trajes a presión, seguidos de otras que les apuntaban al estómago. Alzó las manos y esperó en pie.
Uno de los siberianos le indicó con la mano que se dirigiera a las naves mientras que otros le rodeaban cubriéndole. Se dirigió hacia su prisión como el reo conducido a la horca.
Conforme se aproximaba a la cámara de descompresión, vio a O’Neil e Ivanovitch, también bajo custodia. El ruso estaba maldiciendo, y una mirada de reojo a su rostro le mostró una rabia ciega y la más completa frustración. Collie no pudo apreciar bien la faz de O’Neil; pero incluso dentro de su pesado traje a presión, pudo distinguir cómo llevaba los hombros caídos, echados hacia delante.
—Han salido persiguiendo a Lois —dijo casi sin respiración—. Un puñado de esos bárbaros corren tras ella.
—Pero, ¿cómo pudieron...?
—No lo sé. Ahora poco importa.
En aquel momento, traían a la chica de vuelta. Respiraba entrecortadamente. Ella debió tratar de huir; pero la habían alcanzado. Uno de sus captores tenía las pier-nas anormalmente largas.
Un hombre señaló hacia una escalera retráctil. Subieron por ella y llegaron a la cámara de descompresión. La humedad de sus cuerpos se heló en sus cascos produ-ciéndoles la usual ceguera a través de la mirilla. Unas manos se dirigieron a las ropas de Collie. Las rechazó con un gesto.
—Puedo desnudarme por mí mismo.
Se sintió extrañamente desamparado y casi sin dignidad, permaneciendo de pie en aquella única pieza. Una docena de personas se arracimó sobre ellos vestidos similarmente. Ivanovitch refunfuñó como un oso y apretó los puños. Alguno le hizo una mueca, un individuo moreno como él; pero con cuatro brazos, un par detrás del otro.
Una parte de su estupor desapareció de Collie al ser llevado con urgencia a través de un corto corredor. Miró a su alrededor. Aquella nave se parecía mucho a la norteamericana, aunque estaba desprovista de los murales con que Feinberg había decorado la suya, durante el largo viaje hacia Marte. Los hombres que le rodeaban eran mitad blancos y medio orientales y todos tenían encima armas blancas. Revelaban la presencia de diversas mutaciones, las largas piernas, el tamaño y los dobles brazos, la suave junta de los dedos y probablemente muchas más que no se mostraban exteriormente. Una tripulación de favorables, precisamente igual a la de los norteamericanos. Pero existían otras diferencias que parecían no tener ni ventajas ni desventajas especiales sobre aquellos individuos: un cráneo sin cabellos, la nariz y las orejas extrañamente situadas y unos pies con una serie de dedos mayor de lo co-rriente. Los siberianos, sin duda, deberían ser poco remilgados.
Los prisioneros fueron conducidos a una especie de antecámara donde un centinela les apuntaba con un rifle. Se gritó una orden tajante y la mayor parte de los acompañantes salieron de la habitación. Los cuatro hombres armados y un mongoloide cuyos rápidos movimientos sugerían unas reacciones superhumanas permanecieron allí. El centinela tocó en una puerta, respondió una voz y la puerta se abrió. Collie se dirigió por aquella entrada.
Debía ser obviamente el puente de mando, aunque se había instalado una mesa y un armario para componer con ello una pequeña oficina. Una batería para reflectores, junto a varios aparatos electrónicos completaban el espacio remanente. Sus ojos se dirigieron hacia el hombre que estaba sentado tras la mesa. Aquel personaje sonrió.
—Entren, por favor —dijo—. Siéntense todos ustedes, si lo desean, aunque me temo que sólo disponemos del suelo para que puedan sentarse. Soy el coronel Boris Byelinsky, a su servicio.
XIII
Collie se detuvo unos instantes para estudiar al hombre que tenía frente a él, y que sin duda disponía de sus vidas, entre los dedos de su mano. Debería andar ron-dando los cuarenta años, aunque llevaba la cabeza afeitada y sus amplias facciones le daban un aspecto de mayor edad. Su macizo cuerpo parecía ágil y permanecía uniformado en su traje militar gris-verdoso. Sus ojos eran pequeños y azules y tenía una boca sensitiva. Hablaba el inglés con una rara perfección más bien mecánica, sin acento alguno que le hiciese mostrar ningún origen especial.
—Creo que ya conozco sus nombres —dijo tras una pausa—. Collingwood, O’Neil, Grenfell e Ivanovitch, eso es, casi sospeché que, en efecto, serían ustedes cuatro los que vendrían hasta nosotros. Pero siéntense. Les aseguro que no me animan intenciones dañinas hacia ustedes.
Lentamente, Collie se sentó en el suelo. Poco a poco fue despertándose en su interior la sensación de la catástrofe que se les venía encima y luchó para no temblar. Su voz, no obstante, permaneció serena.
—Sí, claro está, ¡pero antes trató usted de matarnos a todos!
—Oh, no, no —repuso Byelinsky sacudiendo la cabeza—. Ustedes son los únicos que han pensado en matar. Nuestros hombres sólo pensaron en desarmarles y cuando apareció usted para investigar, le capturaron. Habría sido criminal perder las reservas que tienen, tan raras y preciosas en estos tiempos que corren. Por supuesto —terminó gentilmente—, si es necesario, dispararemos a matar; pero espero que tal necesidad no llegue a surgir.
—¿Por qué? —fue la pregunta que como un suspiro surgió de la garganta de O’Neil—. ¿Por qué luchar, en absoluto? Bajo nuestra palabra de honor, no, nosotros no hubiéramos tenido la menor intención de molestarles, si desean colonizar también, aquí en Marte.
—Eso —dijo el coronel— es una cuestión de política nacional. Podríamos decir que el problema es casi filosófico. —E hizo un gesto hacia los reflectores—. Por favor, no piensen de todos nosotros como hombres incompetentes. Cuando nuestros hombres volvieron con el relato del fracaso obtenido, sabíamos muy bien que deberíamos esperar una visita de parte de ustedes, suponiendo además, muy aproximadamente de qué naturaleza sería. Naturalmente, hicimos nuestros preparativos oportunos. Tenemos una persona a bordo cuyos oídos son al menos tan sensitivos como los suyos, señorita Grenfell, y resulta una simple cuestión el instalar un micrófono que recogiese cualquier ruido ocurrido a más de un kilómetro de nuestro campamento. Había hombres armados dentro de la cámara de descompresión, y esos reflectores les descubrieron a su debido tiempo. La cosa ha sido bastante sencilla.
—Sí. —Collie miró al suelo. Tan simple como aquello. Y él, había ido a caer en el lazo como un idiota. Él, el gran cazador, el explorador, el experto, dejándose atrapar como un oso torpe de los bosques, sin pena y sin gloria. Apretó los puños y sintió que las lágrimas pugnaban por asomarle a los ojos. No, no existía en el mundo un lugar para él, no estaba construido para convivir con las gentes en ninguna parte, fuera de sus montañas y sus hermosos bosques. Deseó vivamente y más que nunca, poder volver a su casa.
—Bien —continuó el coronel siberiano—. Ahora queda el problema de sus restantes camaradas. Se me ocurren diversas posibilidades de tratar con ellos. Contamos, al menos, con una potente arma con la que disparar desde una respetable distancia. Una vez su nave agujereada, sus moradores sólo tendrán que salir inmediatamente al exterior y entregarse. Sin embargo, prefiero un método menos abrupto. Alguno que no destruya tan valioso equipo.
Lois permanecía en pie. Su voz sonó casi como un grito.
—¿Qué es lo que desea? ¿Por qué tiene usted que hacerlo? Nosotros no le hemos hecho ningún daño. ¿Es que no han tenido bastante guerra? ¿Acaso no sabe lo que hizo en la Tierra?
—Eso es más bien una cuestión muy larga de discutir, señorita —repuso el siberiano imperturbable—. No obstante, pienso que la historia ha probado ya sobrada-mente que dos diferentes formas de pensar no han podido coexistir por mucho tiempo. Más pronto o más tarde, una comenzará a dominar a la otra y entonces no habrá otra elección que el empleo de la violencia. El Khanato ha adoptado una solución radicalmente diferente de la de ustedes para el problema con que nos enfrentamos. Ellos desean tender, naturalmente, a seguir la forma occidental más suave, más fácil y más cordial. Pero puesto que no hay solución alguna, sino ruinas al fin, ha sido preciso dejarse ir.
Un músculo se hinchó peligrosamente en la mandíbula de O’Neil.
—Me parece haber oído ese canto otras veces —murmuró—. ¿Qué es lo que ustedes, los siberianos, se proponen hacer?
—Encararnos con los hechos —respondió Byelinsky—. Darse cuenta del hecho que la totalidad de la evolución humana ha tomado un nuevo curso. No es uno, que yo, personalmente, considere muy feliz. Estoy de acuerdo en que la última guerra fue una estupidez suicida y que los resultados obtenidos nada significan cuando no quedan hombres. No obstante, ahora es cierto que la herencia del hombre está arruinada en su totalidad por los hechos actuales, y que no hay forma posible de restaurar las normas antiguas. En consecuencia, si la vida inteligente tiene que sobrevivir, necesita ser protegida. No es posible dejar perder los buenos genes existentes, o los genes me-jorados, en un océano de tipos malformados. Ustedes hicieron un débil intento en tal dirección; pero bajo su sistema social es algo completamente inútil y que no va en absoluto. Es preciso hacer otro, lamentable, puesto que debe ser hecho a la fuerza, y así tiene que intentarse.
—En otras palabras —arguyó O’Neil lentamente—, lo que ustedes están haciendo es poner en pie el viejo sistema de esclavitud total. Una pequeña selección de aristócratas con una enorme masa de siervos degradados.
—Esas no son más que palabras emocionales —repuso Byelinsky—. La mejor solución para el hombre es, sin duda, el ser controlado por la evolución en clases alta-mente especializadas. Naturalmente, tal sistema puede que no sea democrático, que lo admite como una vergüenza. —Miró a la noche marciana durante unos instantes y mientras tanto su rostro aparecía cubierto por una extraña amargura—. Yo recuerdo cómo eran las cosas antes de la guerra. ¿Creen ustedes que yo me jugaría la vida para que las cosas volvieran hacia entonces? Es algo que no puede ser. —Y volviéndose hacia ellos, continuó vivamente—. La importancia de Marte como un lugar de colonización e investigación está totalmente reconocida por el Khan. Puesto que sabemos que su punto de vista sobre el problema está equivocado por completo y que sólo puede conducir al desastre para la raza entera, hemos decidido que ustedes no posean para nada este planeta.
»Una simple base militar instalada aquí, equipada para ataques aéreos, puede defender a Marte de cualquier intruso que venga; es una sencilla cuestión de logística interplanetaria. Naturalmente, Norteamérica no sabrá que estamos aquí, ni tampoco sabrá que destruiremos sus naves. Nuestros mejores matemáticos socioeconómicos estiman que harán, como máximo, dos intentos más. En adelante, Marte será abandonado y la Luna usada como única alternativa, que por cierto no será muy satisfactoria, aunque se halle cerca de la Tierra.
—Mire —dijo Lois con una especie de ruego sin esperanza en sus bellos ojos—, se está usted conduciendo ciegamente. Nosotros conocemos la realidad al igual que ustedes. Nuestra idea es tener un mejor conocimiento de los hechos. Aprender más sobre genética, para que las cosas cambien favorablemente en beneficio de todos.
Byelinsky sonrió, con una curiosa y triste sonrisa.
—Créame, señorita, el Khanato y sus científicos ya han considerado este paso cuidadosamente —replicó—. Se ha tenido en cuenta que la probabilidad de éxito es demasiado baja para justificar el enorme costo de tiempo, materiales, trabajo y esfuerzo intelectual. Estamos seguros que con la misma inversión obtendríamos gran-des resultados en nuestro propio plan. Y la raza humana es única, ya lo sabe usted, la soberanía nacional es un mito insano y estúpido. No permitiremos más que otros Estados malgasten recursos que pertenecen a toda la humanidad en proyectos visionarios.
—Si nosotros lo intentamos y fracasamos en la empresa —dijo O’Neil—, seguiremos libres, sin embargo. ¿Para qué sirve una raza superviviente en la que haya amos y esclavos?
—Ya le dije a usted que no podríamos argumentar sobre bases filosóficas. Usted y yo jamás podremos estar de acuerdo; porque en el fondo de todo esto, yace un problema racional. —Y el coronel sacudió la cabeza—. Pero en mi opinión, hay algo saludable y valedero en el deseo de sobrevivir a cualquier precio, y algo de equivocado en la ostentación de sus símbolos abstractos que no tienen ya ninguna efectividad, porque han dejado de existir.
Ivanovitch levantó su enmarañada cabezota y preguntó algo en ruso. Byelinsky respondió en inglés:
—Por lo que a usted respecta, debo repetirle, como a los demás, que no tienen nada que temer si se comportan bien, o al menos se refrenan para no causar proble-mas desagradables. Serán ustedes bien tratados y cuando volvamos a Siberia serán recibidos con toda clase de honores.
—¡Como una reserva de animales de cría! —estalló Collie.
—Pues, sí, en cierto modo —dijo el coronel siberiano—. Y bien, ¿qué objeción tienen que hacer a esto? Ahora les deseo que pasen una buena noche —continuó poniéndose en pie—. Si necesitan cualquier cosa, sólo tienen que pedirlo a sus guardianes. Todos hablan el ruso, al menos.
Bajando una escalera y a través de una habitación, un par de cabinas estaban preparadas con literas próximas las unas a las otras. Cerca de la parte media de la nave, se abrió una puerta por donde desapareció el coronel siberiano, cerrando con una fuerte conmoción metálica.
Lois miró a su alrededor y en sus ojos se mostró un creciente asombro.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Esto es toda una suite!
—Y lo es —murmuró O’Neil—. ¡Santos! ¡Este es el mejor alojamiento que deben tener en la nave! Parece como si su principal y única idea de venir a Marte fuese capturarnos vivos. Esto sugiere que si somos buenos chicos y cooperamos, llegaremos a ser personajes privilegiados en Siberia...
—Sí, calculo que sí —confirmó Collie.
Tenían a su disposición cuatro pequeñas cabinas y un diminuto cuarto de baño, pero en relación con su propia nave, tales espacios eran incomparablemente mejores. Allí había muebles ligeros y confortables, mesas y sillas, iluminación indirecta e incluso alfombras en el suelo. Collie descubrió una microbiblioteca y una buena colección de libros en microfilm en inglés, y al abrir uno de los cajones, halló una serie de juegos. En el interior de otro había al alcance de la mano el increíble lujo de ropas buenas y nuevas. La puerta que daba al exterior no estaba cerrada; pero se comprendía fácilmente que estarían estrechamente vigilados por centinelas asiáticos. Collie se asomó y a pocos centímetros se dio con las facciones impenetrables de un siberiano. De un portazo le cerró la puerta en sus mismas narices.
—Bien —dijo Ivanovitch con sentido práctico—. ¿Por qué no usar todas estas comodidades? Lois, ¿quieres ser tú la primera?
Ella aprobó con la cabeza y tomó ropas nuevas del armario, y se dirigió al pequeño cuarto de baño. Un grito de delicia les llegó a los demás a través de la puerta entreabierta.
—¡Qué encanto! ¡Qué bien viene una ducha calientita!
—¿Cómo se las arreglan para tener tanta agua?
—Oh, eso puede solucionarse sin grandes dificultades al recuperarla —dijo O’Neil—. Esta nave ocupa demasiado espacio y tiene demasiado peso —añadió el irlan-dés, tras haberse dado una vuelta escrutadora por su entorno—. Incluso habiendo traído dos naves, y sin acarrear tanto equipo como nosotros, dudo que la fuerza de estos siberianos sea mayor de una quincena de hombres. Han debido haber planeado vivir en nuestras propias instalaciones. —Hizo una mueca de coraje y se estrelló un puño contra la palma de la otra mano—. ¡Por todos los santos! Collie, Misha, si pudiésemos escapar y avisar al capitán Wayne de cuál es la situación aquí... ¡Creo que se hallaría la forma de batirles en toda regla!
—Sí, claro —dijo Collie—. Pero escapar de aquí..., ¿cómo?
—Eso es lo que no sé por el momento. Pero debemos conseguirlo. Uno de nosotros, cuando menos. Excepto, claro está —añadió lentamente— que no tengan deseos de hacerlo. Supongo que haciendo de garañón en Siberia no debe pasarse mal del todo...
—Mañana hablaremos de eso —dijo Collie, apartando la vista de la fanática mirada de su interlocutor. No quería seguir discutiendo con él. Sólo deseaba lavarse y dormir durante una semana entera.
XIV
Un centinela les llevó el desayuno, mientras otro se mantenía a la expectativa, cubriendo al primero. El alimento consistía, principalmente, en raciones espaciales; pero cuando menos, estaba caliente y Collie devoró la suya con apetito de lobo. Todavía recordaba vagamente la larga noche de sueño, y el final de la tensión relajarse en su interior. Cuando los guardias se marcharon, hizo una amistosa mueca a O’Neil. Ivanovitch había vuelto a la cama donde ya roncaba atronadoramente; Lois permanecía sentada en el filo de su cama, silenciosa y en calma, observando al irlandés ir de un lado a otro paseando nerviosamente.
—¡Al infierno con todo esto! —restalló finalmente volviéndose hacia Collie con los ojos encendidos—. Tenemos que escapar de aquí. Es preciso que avisemos a nuestra nave...
—Ah, sí, claro; pero, ¿quieres decirme cómo? —Collie bostezó, concentrándose después sobre sí mismo—. Mira, Tom, nos hallamos encerrados en una nave custodiada por un buen puñado de hombres armados. Es indispensable cruzar el desierto, y eso significa el empleo de un traje a presión. No un traje cualquiera, sino los nuestros, hechos a medida. Ya me dirás cómo hacemos esto.
—¿Es que..., te has entregado..., ya?
—No, amigo. Sólo estoy usando mi cabeza un poco. —Y Collie pensó en el acto si en realidad quería significar tal cosa con lo que había dicho.
—Es posible que a ti no te importe dormir con un centenar de mujeres que te asignen esos siberianos; pero con Lois es diferente...
La joven apartó la mirada.
—Por favor, Tom...
Collie se mordió los labios. No había considerado el problema desde aquel ángulo. Sí..., la cosa era muy distinta para una mujer. A menos que...
—Tal vez pretenden criar niños en tanques especiales —dijo Collie, aventurando una opinión—. He oído hablar sobre eso...
—Ectogénesis..., sí, supongo que es algo que podría desarrollarse. —Y el irlandés se dejó caer en una silla—. ¿Y qué? ¿Es que no te preocupa para quién tienes que trabajar?
Collie hizo una pausa, buscando una respuesta. Desde luego, la sociedad siberiana no debería ser muy atractiva; pero tendría a sus miembros privilegiados sobre todo, en las primeras generaciones, y él podría, probablemente, ser uno de ellos. Y además, estaría en la Tierra, la Tierra de los campos verdes, la hermosa Tierra, la Tierra de los altos cielos; de las noches de verano, de los plácidos otoños y la dulce lluvia. Sí, aquello será el verdadero hogar.
La chica sacudió la cabeza, haciendo brillar el bronce de sus cabellos. Mirándola, pudo comprobar la lucha que sostenía con su horror interno ante la posibilidad de ser llevada por los asiáticos a Siberia.
Collie abrió la boca.
—Tom...
—¿Sí? —O’Neil se incorporó nerviosamente de un salto—. ¿Qué es ello?
Collie hizo un gesto con la mano. ¿Cómo pudieron haberlo olvidado? Sería lo más sorprendente del mundo, si aquella prisión no dispusiera de algún micrófono oculto que registrara sus palabras...
—No importa —dijo Collie como hablando consigo mismo—. No, no daría resultado, Tom. Estamos en una cárcel demasiado buena para eludirla... Quizás en la Tierra tengamos una oportunidad; pero no aquí.
—¡Aquí es donde debe existir nuestra única posibilidad!
Collie se levantó y se aproximó al irlandés.
—Está bien. Vamos, piensa en un proyecto viable —dijo irritadamente—; pero no me molestes más hasta haberlo encontrado. —Collie se dirigió hacia la mesita de centro—. Bien, me gustaría jugar un rato al bridge, si podemos despertar a Ivanovitch. ¿Quiere alguno más echar una mano?
—No —negó Lois. La joven le observaba con agudeza—. No hay nada para escribir. Ya lo comprobé antes.
—Es una verdadera lástima. ¿Qué tal una partida de ajedrez, Tom? —Y Collie tomó una de las manos del irlandés. Por un instante, O’Neil le miró sorprendido. Pero los dedos de Collie le dibujaron en la palma, la letra T. En seguida una E. El irlandés aprobó con la cabeza.
Collie continuó: N (pausa) CUIDADO (pausa) PUEDEN (pausa) ESTAR (pausa) E-S C-U-C-H A-N-D-O.
—Seguro que sí —dijo O’Neil de la forma más natural del mundo que pudo—. Sí, ya lo he comprendido.
—Quiero entrometerme, si no les importa —dijo Lois.
—No hables, Lois. Es un asunto muy serio —susurró Collie.
Sacó el juego de ajedrez del armario y lo dispuso sobre la mesa. Los tres se sentaron alrededor. La superficie del tablero era suave y resbaladiza, pudiendo dibujar idealmente sobre ella los caracteres rápidamente. De vez en cuando Collie perdía alguna letra; pero en general, pudo captar el sentido completo de la silenciosa conver-sación sostenida por aquel ingenioso medio.
Collie: De acuerdo. Estoy contigo. ¿Pero cómo saldremos de aquí?
O’Neil: Tienes razón sobre la cuestión de disponer de nuestros propios trajes. Hagamos planes sobre esta base.
Lois: Si pudiéramos dominar a un guardia, le haríamos ir hasta la cámara de descompresión.
O’Neil: No, emplearían contra nosotros gases lacrimógenos.
Continuaron discutiendo el problema durante horas que les parecieron interminables. De tanto en tanto, hablaban casualmente en voz alta, para evitar sospechas. El proyecto no podía surgir de repente, tenía que ser debatido cuidadosamente, y, al final, comprendieron que habían dejado sueltos algunos puntos esenciales. El informar a Ivanovitch fue un duro problema; al ruso le resultaba difícil seguir con los ojos aquella escritura invisible. Cuando terminó, Collie estaba sudando.
Después, sólo quedaba esperar la oportunidad apetecida.
Se terminó el almuerzo y siguieron jugando una partida de nummy, cuando se oyó golpear en la puerta. O’Neil se precipitó a abrir. Con voz serena, dijo:
—Adelante.
—Con calma, Tom —le susurró Lois—. Guarda la boca cerrada, no vayas a echarlo todo a perder.
Se abrió la puerta y Byelinsky apareció en el umbral sonriente y tras él un guardia armado.
—Quise saber qué tal se encontraban ustedes —dijo—. ¿Hay algo que necesiten?
—Uh..., bien —repuso Collie frotándose la mejilla, sin atreverse a mirar los azules ojos de acero del siberiano—. Calculo que no. Nos encontramos bastante bien.
—Pero podría... —dijo Lois, humedeciéndose los labios—. Podría usted decirnos algo sobre la situación en su totalidad. Nuestros amigos, por ejemplo, ¿qué es lo que planea hacer con ellos?
—Ya se lo dije, señorita. Deseamos capturarlos vivos, aunque, naturalmente, sin sufrir más bajas por nuestra parte. —El coronel se sentó cruzando sus musculosas piernas—. Tenemos una expedición a punto. A menos que no se comporten como una partida de estúpidos, se entregarán evitando que nadie resulte herido.
—¿Y después, qué? —prosiguió Lois—. ¿Dónde iremos desde aquí?
—Bien, es preciso realizar algún desarrollo suplementario en su campamento —dijo el siberiano—. Planeamos dejar aquí a unos cuantos hombres, para continuar la tarea emprendida, hasta la llegada de nuestra próxima nave. Por lo que a ustedes respecta, pueden esperar salir para la Tierra, de aquí a dos meses.
—Y así nos ha encerrado en un celda —restalló el irlandés—. ¿Qué podremos hacer mientras? ¿Qué es lo que nos espera?
—Oh, sea razonable —dijo el coronel—. Hay un trabajo gigantesco que realizar. Ustedes, como mutantes favorables, tendrán su propia tarea a realizar dentro de amplios límites. Si se mantienen en situación política favorable, pueden esperar, desde luego, el prosperar muy notablemente.
—Está bien, está bien —dijo Collie—. Es inútil discutir con usted, al igual que una oveja no lo haría con un lobo.
—Me gustaría verles lo más contentos posible —dijo tras unos momentos—. Si hay algo en que pueda servirles, no tienen más que pedírmelo.
—Bien —dijo Collie, luchando interiormente por no traicionarse—. Hemos pensado ya en ello; y se trata de una pequeña cosa, coronel.
—¿Sí?
—Dejarnos salir un poco al exterior, sólo para estirar las piernas, ¿eh? Estamos acostumbrados a un duro ejercicio diario. Nos enferma estar constantemente sentados en un espacio tan estrecho como éste.
—Por favor, señor Collingwood —dijo el coronel, levantando una mano—. No quisiera que me tomara usted por un completo imbécil...
—Como quiera —repuso Collie encogiéndose de hombros—. Si nos teme tanto, creo que será mejor que sigamos encerrados en esta ratonera.
—Es simplemente cuestión de asignarles una guardia —dijo Byelinsky a la defensiva—. Nuestros hombres tienen su propio trabajo que hacer, ya lo saben.
No formaba parte del plan, pero Collie se aventuró:
—¡Diablos! ¡Llévenos amarrados, pónganos una cuerda, haga lo que quiera, pero permítanos estirar las piernas un poco! ¡Esto es inhumano!
—Humm. Muy bien, pues. —Byelinsky dio una orden en ruso. Se volvió hacia los prisioneros—: Creo que podría permitirles salir una hora cada día.
—Está muy bien —repuso Collie, refrenándose en su emoción—. Gracias.
—Que lo pasen bien —les dijo el coronel afectuosamente. Se levantó y salió cerrando la puerta.
O’Neil se dirigió hacia la mesa y trazó al aire las siguientes letras:
—¿Qué crees que deberíamos hacer?
Collie: No lo sé. Pero tal vez nos hallemos en condiciones de intentar algo.
Lois: Tendrás que ser tú. Eres el único que podrás hacerlo.
Collie: Sí. Que no se te ocurra arriesgar tu propia vida, Lois. Quiero volver a ti.
Ella apartó sus ojos. Collie se inclinó y la besó. Lois dejó escapar un suspiro y se dirigió hacia su cama, sentándose en el borde con los ojos bajos.
La puerta volvió a abrirse. Cuatro guardias vestidos con trajes a presión aparecieron en el umbral. Uno de ellos traía consigo los equipos pertenecientes a los norteamericanos prisioneros.
Mientras se cambiaba, Collie fue observando el equipo propio. Le habían dejado solamente un tanque de oxígeno. Byelinsky no quería correr riesgo alguno. No existía hombre alguno que se atreviera, ni le sería posible conseguirlo, acercarse a la proximidad del rayo energético de la nave norteamericana en tales condiciones.
Ningún hombre.
Collie se estremeció, mientras luchaba con la rígida estructura de su equipo espacial. Con el uso adquirido por la larga práctica, comprobó los accesorios. Bomba, baterías y cables calefactores. Sí, todo aquello estaba allí, todo en perfecto funcionamiento. Pero ni una gota de agua, ni baterías solares, ni brújula, ni...
Comenzaron a descender lentamente hacia la salida de la espacionave. El oscuro cielo marciano se abrió ante sus ojos, una vez fuera de la cámara de descompresión. Descendiendo por la escalera, Collie estudió bien el entorno circundante. Se observaba a unos hombres trabajando al extremo del campamento, disponiendo un cañón móvil. Debería ser, sin duda, para el proyectado ataque a la nave norteamericana. Un grupo de soldados manejaría perfectamente el arma, junto con un vehículo cargado de proyectiles y accesorios. Un proyectil bien colocado daría al traste con los reactores de la nave, tras lo cual la tripulación se hallaría totalmente indefensa.
Sintió la correosa arena crujir bajo sus pies y permaneció unos momentos a la espera de sus compañeros. Una ametralladora ligera le apuntaba al diafragma. Levantó los ojos considerando el terreno. Hacia el norte, las colinas caían en rápida pendiente por un oscuro barranco. Aquél sería el camino que tendría que tomar.
—Vamos —dijo O’Neil. El débil resplandor del sol le hirió los ojos tras el casco transparente de su traje a presión. Los amplificadores de sonido daban fuerza a su voz. El irlandés sabía disimular muy mal sus emociones—. Iremos dando vueltas y vueltas —dijo finalmente.
Comenzaron a caminar alrededor de las naves una, dos veces, tres, con los guardias a pocas yardas de distancia, sin quitarles ojo de encima. Collie fue alargando el círculo y ensanchándolo más y más, a tanto como podía atreverse. El sudor le caía por la espina dorsal, por los brazos, sobre las palmas de las manos. A tres minutos de distancia, pensó, podría ser un cadáver tirado sobre las arenas de Marte.
No había forma de conocer qué dispositivo conservaban los guardias siberianos. Tendrían que improvisar la escapada sobre la marcha. Pero la fuerza colosal de Iva-novitch sería suficiente. El ruso se las arregló para tener a Collie a su derecha, entre sus camaradas y la nave.
En aquel momento, el extremo norte del campamento estaba a su espalda, con los equipos de trabajadores al otro extremo y los guardias, al parecer, un tanto relajados en su vigilancia. Desesperadamente Collie deseó haber podido esperar, y continuar en su rutina de cada día durante una semana hasta que las sospechas se hubieran aplacado. Pero no había tiempo que perder, no, no había tiempo. En una semana, los norteamericanos estarían dominados y perdidos. Reunió toda su energía.
—¡Adelante!
Tampoco había tiempo para sentir temor. Dio un salto gigantesco que le llevó hasta el guardia que tenía a su izquierda. Con una mano le sujetó el rifle y con la otra el brazo, para desprender el arma. Con un terrible puntapié, como el de una mula, pateó al siberiano en el vientre.
El hombre cayó al suelo. Collie se desplomó sobre él mientras las balas le llovían por todas partes. Entonces O’Neil se lanzó sobre uno de los guardias e Ivanovitch sobre los otros dos.
El hombre que yacía bajo Collie luchó por recuperarse, estando a punto de arrojarle fuera de sí. Collie le hizo una terrible llave sobre el brazo y apretó. El hueso crujió, roto. En el acto se apoderó del rifle. Sin pérdida de tiempo apuntó sobre el casco del siberiano.
Pudo oír el horrible silbido de los pulmones del siberiano, saltando deshechos, como en una lluvia a su alrededor. No era posible ayudar a los otros. Dio la vuelta al cuerpo del siberiano muerto, poniéndolo de espaldas. La sangre saltaba a borbotones a través del casco roto, esparciéndose por el suelo. Collie le arrancó de un tirón los tanques de oxígeno. Los puso bajo sus brazos, teniendo que abandonar el rifle. Se incorporó y se dio a la huida con su enorme capacidad de carrera, y para lo cual estaba especialmente constituido su cuerpo mutante.
Si Misha pudiera aguantar a los guardias suficiente tiempo..., sin resultar muerto en la lucha, aquel bravo oso ruso... O’Neil continuaba todavía luchando con su guardia, sosteniéndose en el lugar que ocupaba. Lois se había acurrucado en el suelo; nada podía hacer excepto cubrirse de las balas de sus enemigos. Ivanovitch había arrancado la metralleta de uno de los guardias y abrió fuego con ella.
Pero segundos después, el ruso sintió un golpe que le produjo una oscuridad vertiginosa en todo su ser. Trató de mantenerse en pie; pero a poco cayó sobre una rodilla, disparando todavía sobre el guardia restante. El grupo de trabajadores se aproximaba ya desde el otro extremo del campamento. Ivanovitch se acurrucó, con las fuerzas que le quedaban y siguió haciendo fuego sobre ellos.
No sentía dolor. Sentía un adormecimiento enorme allí donde había sido herido y le pareció encontrarse extremadamente aligerado de peso. «Como si estuviera borracho», pensó. Los soldados que se aproximaban le parecieron desdoblarse y danzar frente a él una extraña zarabanda. Le parecía verles corno a través del agua, del agua fresca y verde de la Tierra.
Se fijó en sí mismo. Con su traje a presión roto, la sangre y el aire humeantes se escapaban de su cuerpo moribundo. Nadie podría continuar viviendo en aquellas circunstancias. El corazón le latió desesperadamente en el pecho; pero aún creyó sentirse lejos, muy lejos, con el estado de una borrachera feliz allá en la lejana madre Tierra. Todavía tuvo fuerzas para arrodillarse en la arena marciana y hacer fuego. Sí, tenía que hacer frente al enemigo, permitir que Collie se alejara, sin recordar ya muy bien por qué tenía que hacerlo así...
Repentinamente le pareció sentir una invasión de abejas zumbándole en los oídos y alrededor de la cabeza, como si se encontrara en un campo de tréboles, borracho con la embriaguez del verano. Yaciendo sobre el trébol, bajo un árbol, rodeado por todas partes por la luz del sol y aire fresco, oliendo el perfume de las florecillas silvestres y millones y más millones de abejas con un zumbido atronador. Sí, oía también caballos cabalgando sobre la pradera, con rayos de sol iluminando sus flancos espumeantes... «Ah, sí, déjame, mujer, descansar mi cabeza en tu falda, deja que tus cabellos caigan sobre mi rostro, déjame gozar de esta noche de verano, y que pueda ver las estrellas en el cielo a través de tus cabellos, déjame reposar un poco; porque me siento embriagado y está oscureciendo... Pronto aparecerán las estrellas...»
XV
Al llegar tras una oquedad rocosa, pasado el acantilado, Collie se detuvo para recuperar alientos, tanteando torpemente en los tanques de oxígeno tomados a su enemigo abatido. Ahora ya disponía de dos. Abrió la válvula de uno de ellos dejando que la bomba succionara el leve aire marciano como suplemento. Aflojó los cables calefactores de su traje porque estaba sudando. Después continuó corriendo. El tiroteo había quedado ya tras él a bastante distancia, aunque no pudo distinguir bien si la lucha habría terminado ya. Mientras Misha hubiera podido enfrentarse a sus enemigos, no habría persecución para él; pero de todos modos, la batalla no podría durar mucho.
Se olvidó de O’Neil y de Ivanovitch ante la preocupación creciente de la suerte de Lois. ¡Si cualquier bala la alcanzara, abriéndole el traje a presión, tumbándola sobre la arena del desierto y escupiendo sangre! Si moría, si cerraba los ojos para siempre, no habría ya razón alguna para ir a ninguna parte, ni razón para no dejarse también él mismo, abismarse en el polvo del planeta rojo. «Sí, quiero locamente a esta mujer», se dijo a sí mismo en voz alta. Era la primera vez que sentía el pleno conocimiento del hecho.
Se olvidó de su propia personalidad. Entonces era sólo una máquina que corría a toda presión. Salió por fin del suelo pedregoso de una ladera y se enfrentó con el suave y ondulante desierto de arena. Echando un vistazo hacia atrás, comprobó que había ya perdido de vista a las naves en el valle pero todavía no habría corrido más de media milla de distancia. Las balas tendrían un largo alcance en aquella atmósfera marciana.
Deseó haberse empleado a fondo en una loca carrera; pero no era aquél el mejor sistema de recorrer largas distancias, en tales circunstancias. Poco a poco sería mucho mejor, a grandes zancadas, sintiendo las yardas y las millas deslizarse bajo sus pies. Tendría que rodear un tanto. Entre los siberianos existía, al menos, un corredor tan bien dotado como él para perseguirle. Pero tendría que andarse con cuidado; sería algo espantoso perder la ruta en aquellos desiertos infinitos de Marte.
Los acelerados pasos sobre el desierto fueron haciéndose más y más pesados, sentía los pulmones hambrientos de aire; no obtenía el suficiente. Con cierta resistencia a hacerlo, abrió un poco más la válvula. La bomba de aire se detuvo. Tomó una bocanada profunda para sostenerse mientras abría por completo la válvula del oxígeno y, con pánico, empezó a pensar cuánto podría durarle el tanque de repuesto. Bien, no tardaría mucho en comprobarlo.
Volvió a dirigir la vista hacia atrás: sí, allá a lo lejos pudo ver unas figuras diminutas por la distancia que saltaban por el borde del escarpado. Tendrían que verle necesariamente, además del rastro dejado sobre la arena. Se forzó a sí mismo a mantener un paso firme en su marcha, sin desfallecer.
Tendría que tratar de borrar el rastro de sus pisadas, de ser posible. Sus perseguidores parecían acercarse peligrosamente. Hacia delante, vio un grupo de rocas erosionadas en confuso montón. Al llegar allí, se sacudió las botas, para dejar todo rastro de arena sobre ellas. Las rocas comenzaron a mostrársele más altas in-mediatamente. Saltó sobre la más próxima. Otro vistazo hacia atrás. Los siberianos parecían haber perdido terreno, se comprendía que no podían perseguirle al ritmo de su marcha; pero con sus provisiones extra de aire estarían en condiciones de mantenerse en marcha mucho más tiempo.
¡Si pudieran encontrarle sus camaradas de la nave! Fue saltando de roca en roca, elevándose poco a poco. Escondiéndose rápidamente entre dos grandes peñascos, se deslizó hacia un lado, cruzó por otra roca y corrió lentamente agachado en ángulo oblicuo hacia el borde pedregoso del conjunto. Su corazón sobrecargado de trabajo parecía hacerle temblar todo el cuerpo con cada latido. El macizo rocoso se terminó abruptamente y la arena del desierto se le apareció de nuevo en toda la extensión visible hasta el horizonte. Se detuvo respirando trabajosamente. Procuró orientarse. Sí, iría en la dirección de un lejano grupo de matorrales que vio en la distancia. Salió de las rocas y recorrió otra milla de desierto, procurando no dejar marcas de su paso por la arena. Al final, volvió a detenerse y a mirar hacia atrás, mientras se tomaba un respiro. No pudo divisar a nadie, ni nada se movía al alcance de su vista, sólo la arena y la más absoluta quietud. Le pareció que la arena se balanceaba y fulguraba a su alrededor. ¿Un truco que le estaban gastando sus ojos?
Bien, tenía ya que haber recorrido un par de buenas millas, quizá tres, sin haber dejado trazas de su paso..., al menos así lo esperó. Ahora era preciso lanzarse a fondo en un buena carrera. Tomó la dirección del sol y comenzó su jornada. La arena se deslizaba rápidamente bajo sus pies. Corría hacia el horizonte; pero siempre le parecía tenerlo a la misma distancia. Existía una espantosa igualdad en aquella parte del desierto, donde habría sido lo más fácil del mundo haberse perdido. Si le ocurría tal cosa, podrían buscarle mil años a partir de entonces, para tratar de averiguar su paradero.
La sed empezó a torturarle. Trató de ignorar tan imperiosa necesidad. No había que pensar en el agua. Sólo había arena, el cielo y la carrera. Nadie más, pensó, hubiera soñado jamás en haber intentado semejante maratón. Estaba poniendo a prueba sus maravillosas piernas mutantes, sus poderosos pulmones y su sangre espe-cialmente acondicionada para tal esfuerzo continuado. Respirar, marchar. Poco a poco se dio cuenta de la pesadez de su traje a presión. Se resistía a sus movimientos; no demasiado; pero lo suficiente para darse cuenta de ello. Las juntas deberían aceitarse. Aquello sólo podría ser el único y pequeño factor que podría matarle.
Algo se cruzó en su camino, un diminuto animal, del color del desierto. Estaba asustado, él también lo estaba y sus enemigos, a su vez, estaban asustados. Todo un cosmos lleno de temor. Siguió corriendo.
El sol se deslizaba poco a poco hacia el occidente. Tuvo que detenerse unos momentos; el esfuerzo comenzaba ya a fatigarle demasiado. Retorciendo el cuello, echó un vistazo al calibrador del tanque de oxígeno que estaba usando. Casi a punto de quedar exhausto. No se sentó, sino que continuó con lentitud, tratando de evitar la rigidez de sus músculos. Le parecía imposible que pudiera hallarse allí, atrapado en aquella fantástica cosa corriendo a través de un mundo extraño contra la muerte. Tales cosas no le habían ocurrido nunca a él. Le habían ocurrido a otras personas. Siempre había existido alguien que había corrido, caído y yacido en tierra hasta morir. Por primera vez, sintió la completa sensación escalofriante y certera de su propia mortalidad.
El sol se ocultó tras el horizonte. De nuevo adquirió velocidad. Las estrellas brillaban con un tremendo fulgor sobre su cabeza. No reconoció la mayor parte de las constelaciones; eran las mismas que vistas desde la Tierra pero a diferente latitud. Deseó haber reconocido a la Osa Mayor o a Orión. Todo permanecía en una espantosa soledad, sus pies deslizándose rápidamente sobre el suelo arenoso y las estrellas brillando en una total quietud del espacio cósmico. ¡Qué lejos estaban! El cielo le pareció infinitamente profundo y negro. Le pareció que siempre permanecería así desde que había paseado en unión de Lois sintiendo a aquel maravilloso espectáculo.
El frío comenzó a dejarse sentir. Sintió escalofríos, que la constante carrera que llevaba no bastaba a suprimir. Para un ser con visión infrarroja él debería parecer una antorcha inflamada en aquel panorama helado. Incrementó un poco la calefacción de los cables de su traje a presión. Los vapores de su propio cuerpo le resultaron sorprendentemente espesos entonces, poniendo una cortina de niebla en el visor del casco. Si hubiera llevado consigo una botella adecuada, habría recogido aquel rocío para haberlo podido haber transformado en agua. ¡Necesitaba beber a toda costa! No tuvo otro remedio que abrir la válvula de escape y dejar salir una bocanada de aire al exterior. Surgió blanca, como un pequeño fantasma y desapareció en el acto.
El aire se terminó. Su corazón le latía alocadamente y sintió un pánico incoercible ante el conocimiento de la situación en que se hallaba. Rápidamente, se despojó del tanque exhausto y se colocó el otro que le quedaba. Se permitió el lujo de una profunda bocanada de oxígeno con que remediar sus doloridos pulmones, antes de cerrar la válvula y acondicionarla debidamente.
De nuevo se hallaba entre colinas, bajas pero rugosas de aspecto, con profundas grietas que ocultaban todos los peligros desconocidos en aquel planeta inhóspito. Si una arista de aquellas rocas le desgarraba el traje... Volvió a mirar a las estrellas. La nave debería encontrarse en aquella dirección. Pero habría sido la cosa más fácil del mundo, haber errado su localización por muchas millas de distancia, pasar de largo y dejarse caer totalmente agotado sobre el desierto y morir... Incluso hallándose sobre el camino cierto, comenzó a pensar que no estaría en condiciones de alcanzar su objetivo.
A la velocidad que estaba consumiendo el aire, el tanque último probablemente no duraría mucho tiempo. Hizo el paso más lento, tanto como pudo, trotando sobre las piedras que restallaban al contacto de sus botas y de la arena que se resbalaba por ellas. Pero le resultaba imposible caminar demasiado lento. Estaba el enemigo, que podría hallar su rastro y una sección de soldados siberianos podría dirigirse hacia la nave norteamericana, antes que él pudiese llegar con su aviso. Además estaba la sed y el frío.
Y siguió, y siguió en aquella agonía. La soledad le estaba aplastando por momentos. Le pareció ser el último hombre sobre un mundo deshecho y moribundo. Las piedras que aplastaba con los pies podían muy bien ser cráneos de hombres ya muertos hacía tiempo. Comenzó a sentirse torpe en sus movimientos, conforme el sueño, otro enemigo irresistible, comenzó también a asaltarle. Masculló una maldición sorda y trató de hacer resucitar sus energías de nuevo. Si derrochaba arrestos, todo estaría perdido para siempre.
La persecución, la distancia, el frío, la sed, la sofocación. Y para añadir a la lista de aquellas cosas horribles, aún otro nombre más: él mismo. ¿Qué distancia habría recorrido? No había forma de saberlo. Trató de contar sus pasos; pero perdió la cuenta. Tropezó con algo y cayó sobre su estómago, permaneciendo en el suelo, sollozando desesperado.
¡Arriba, por Dios Santo! La rigidez le clavaba sus garras poco a poco en todo su cuerpo. Deseaba quedarse allí y descansar, deseó por un momento haberse ahogado en un océano de agua. Y en él existía aquel océano acuoso, en su mente, allí había un mar primitivo cálido y tentador; durante unos instantes pensó que podía incluso oír un suave viento soplar a través de aquel mar, creyendo que podría dejarse sumergir en sus profundidades y dormir..., dormir...
Se dio cuenta del ruido que batía dentro de su cráneo, en forma de ondas atronadoras, relámpagos de luz que alternativamente parecían correr parejas con aquel ruido espantoso... Las estrellas parecieron brillar todas a un tiempo, las constelaciones serpenteaban en una danza de locura ante sus ojos y quiso gritar su terror; pero estaba demasiado agotado para hacerlo.
Falta de oxígeno... Abrió totalmente la válvula y aspiró una profunda bocanada de aire. Por un momento, casi se sintió aliviado de aquellos trastornos. Las estrellas permanecieron en su lugar en el cielo, brillantes y lejanas, inmisericordes. Pudo observar claramente el horizonte, cortado oblicuamente por la Vía Láctea.
Sus pies comenzaron a moverse, automáticamente, sin su propia voluntad. La breve claridad que había gozado volvió a desvanecerse. Apenas si le quedó conciencia para dejar de observar las estrellas y calcular su dirección. Dejó de preocuparse más si lo hacía o no. Comprobó un resplandor hacia el este, el resplandor del sol en el borde del mundo. ¿Sería posible que hubiese andado tanto?
Siguió moviéndose como un fantasma, con los brazos colgando, el cuerpo agachado hacia delante y totalmente agotado. Notó que la lengua le colgaba entre los labios. La arena del desierto comenzó a moverse suavemente en todas direcciones como una marea oceánica. Le pareció oír desde lejos el rumor de las olas de un mar en calma.
El calibrador del aire estaba a cero. Dio la vuelta a la bomba de aire, para que funcionase con ayuda de las baterías, arrojando el cilindro a la arena. Era una miserable respiración la que aún tenía con la bomba y su sequedad le pareció una llama de fuego en la boca y en la garganta. Trató de continuar; pero cayó desplomado. Yació abatido durante un largo rato, hasta volver a reunir algunas fuerzas y después continuó marchando, y marchando como un autómata.
El sol expandía ya su luminosidad por todo el horizonte visible. Dejó de preocuparse de la dirección que llevaba. Seguía con la cabeza inclinada y los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. Una vez los levantó; para volver a contemplar la desoladora vastedad del desierto. Pero no..., un momento..., como si hubieran transcurrido varios siglos, le pareció apreciar un brillo metálico. Era la nave norteamericana, su nave. Se dio cuenta con un duro esfuerzo que había conseguido dar con el camino de vuelta; aunque no pudo recordar por qué razón había ido hasta allá.
La bomba de aire dio unos golpes en falso. «Bajo voltaje», pensó, sin darse cuenta muy bien de lo que aquellas palabras significaban. Las baterías estaban totalmente agotadas. Miró hacia delante, en dirección a la nave. No vio a nadie alrededor. «¿Habría estado allí realmente?», se preguntó de manera confusa.
Sus pies se alzaban y caían, una y otra vez. Levantar un pie, después el otro, un pie, después el otro...
La bomba de aire se detuvo con un silbido seco. No sintió el terrible frío que se introdujo en su traje a presión. La nave desapareció en una confusa y terrible os-curidad. Aún intentó continuar caminando. A los pocos instantes, la oscuridad le envolvió por todas partes y cayó como un fardo en aquel océano sin orillas.
XVI
El anzuelo muerde en la carne y se clava rápidamente. Por un momento, Collie se estremeció entre el completo asombro del dolor agonizante y la sensación viva de un sueño sin luz. Después, sintió que su cuerpo era izado hacia arriba, siempre hacia arriba... La luz del sol brillaba en aquel cielo acuoso. Casi le pareció ver la monstruosa faz del Pescador; pero su cerebro estaba ensombrecido entre las nieblas de la inconsciencia; pero advirtiendo, no obstante, que el terrible Pescador de la Muerte le elevaba hacia la luz del sol. Sintió cómo su cuerpo se levantaba sobre la escalera metálica de la nave, creyendo después caer de ella y sumergirse en el mar sin fondo de una mortal y última pesadilla. La cabeza le latía dolorosamente y todo su cuerpo, ante el tirón brutal de la cuerda del anzuelo. Sentía cómo se encorvaba en un arco, luchando sin fuerzas contra un cruel destino como el pez que sin remedio va a morir a manos del pescador. Arriba, siempre hacia arriba... Deseó, con el último destello de su conciencia, volver definitivamente a las profundidades abismales del océano de la muerte y de la nada. Desde un millón de millas de distancia, el Pescador le hablaba, y su voz retumbaba y los ecos de sus palabras parecían surgir de las honduras del Cosmos... Luchó locamente por surgir a la superficie... El aire seco y agudo como el filo de un cuchillo le hirió más aún sus doloridos pulmones, y la luz un fuego ardiente que le quemaba los ojos. La voz del Pescador resonaba entre un millón de estrellas expectantes indiferentes de su destino.
Está llegando a su sitio...
El Pescador le tenía ya en su poder, sólo existe el dolor para Collie, el dolor punzante y desesperado de su última agonía y el vértigo, un vértigo insufrible que se acentúa conforme va acercándose a la orilla. Por un instante le pareció revolcarse sobre el barro de la playa y el océano retirarse de su contacto, un océano terrible y oscuro que, sin embargo, debería estar aguardándole sin misericordia para volver a sumergirse en él definitivamente, y yacer en él, sin fuerzas para moverse y en el rasgarse lento de la noche, mirar el rostro temible del Pescador de la Muerte...
* * *
—¿Se encuentra bien, Collie? —La voz de Alaric Wayne le llegó suavemente a sus oídos, como la voz de una mujer.
—S-s-s-ii... —Collie miró a su alrededor con esfuerzo. La cabeza le pesaba como una roca de una tonelada, era como si no pudiese moverla en la almohada pero sintiendo una extraña claridad en su cerebro. Sus pensamientos parecían haber cobrado alas nuevamente, como si hubiesen sido lavados por una limpia lluvia de vera-no—. ¿ Lo conseguí?...
—Maldita sea..., faltó poco para no haberlo hecho —dijo la voz de Feinberg—. Te desviaste un par de millas de la nave. De no haber estado alerta y en observación en espera de cualquier cosa, nadie hubiera podido verte. Estabas a punto de morir cuando te trajimos.
—Lo..., lo... s-s-s-ien...to... La-lamento que haya sido tan duro para... usted, Collie —dijo Wayne—. Plasma, drogas, hemos tenido que emplearlo todo para reanimarle tan rápidamente como nos ha sido posible, sin matarle en el intento.
—Sí, lo comprendo. —Collie hablaba entre murmullos; pero la nave estaba tan en calma que sus compañeros no tenían dificultad en oírle—. Era algo muy urgente.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —preguntó vivamente Arakelian apremiando con su pregunta—. ¿Qué es lo que tienes que decirnos?
A Collie le pareció una curiosa y lejana aventura, que le hubiera ocurrido a otra persona diferente. La relató en pocas palabras.
Al final, sus compañeros hicieron un gesto de aprobación.
—Está bien, muchacho —dijo Feinberg—. Supongo que ahora debes descansar. Te lo tienes bien merecido.
Collie permaneció en reposo, sin otro movimiento que el de su respiración, mirando con los ojos ausentes al techo de la cabina. Se sentía bien. Relajado y feliz.
A los pocos instantes, el dolor comenzó, y se dio cuenta de cuánto debieron haber sufrido sus tejidos pulmonares y la terrible fatiga de sus músculos. Apenas si se encontraba capaz de levantar una mano hacia el vaso de agua que tenía en la mesita junto a la cama. Tenía que beber a través de un tubo a gravedad cero, «como bebé», pensó con divertido sentido del humor dentro de su enorme debilidad; aunque el agua no podía ayudarle mucho. Sin embargo, poco a poco las fuerzas fueron volviendo a su organismo, a medida que su sangre fue oxigenándose y minuto a minuto sentía renacer el control de su cuerpo desfallecido.
Feinberg se dirigió nuevamente a él.
—¿Qué tal va eso, muchacho?
—Creo que muy bien.
—No hay ningún daño irremediable —continuó Feinberg—. Tienes algunos puntos de congelación en la piel, y por supuesto, los efectos de la sed extrema y de alguna anoxemia; pero te encontrarás como nuevo dentro de una semana.
—Si logramos vivir para esa semana. Nuestros buenos amigos los siberianos estarán aquí con su cañón móvil bastante pronto y nosotros sólo disponemos de defensas de corto alcance. Me gustaría tomar parte en lo que se piense hacer.
—Si te sientes lo suficientemente fuerte para eso. Seguramente podrás proporcionarnos algún consejo útil. Voy a traerte alguna sopa alimenticia y celebrare-mos después una conferencia en este mismo lugar. Voy a disponer un par de centinelas de servicio, y que puedan comunicarse por radio.
Media hora más tarde, Feinberg y Wayne vinieron a tomar asiento junto a la cama de Collie. Gammony y Arakelian se quedaron de guardia en el interior de la nave. Los rostros de sus visitantes estaban fruncidos por una profunda preocupación. El problema a resolver no era nada fácil para los que tenía ante su vista.
—Si ellos sabían quién eras tú —dijo Arakelian a través del intercomunicador—, sus espías debieron habernos controlado perfectamente a todos antes de abandonar la Tierra. Vinieron dispuestos a una caza segura.
—Creo —opinó Feinberg— que la única solución es marcharse cuanto antes de vuelta a la Tierra.
—Pero Lois..., Misha y Tom —protestó Collie—. Puede que aún estén con vida...
—Si obramos quijotescamente —continuó Feinberg—, ninguno de nosotros estará en condiciones de cumplir con el sagrado deber de avisar a nuestras autoridades de la Tierra. Aún quedamos cinco de nosotros, contándote a ti, que te hallas en la lista de los impedidos por enfermedad. Tenemos un par de rifles y un resonador Wayne que sólo es efectivo a sesenta pies de distancia. ¿Con qué diablos piensas que podemos luchar contra semejante enemigo?
El capitán hizo un gesto con la cabeza. Su mirada era extraña, más parecida a la de un niño que hubiese sido confundido y amonestado que a la de un jefe de misión. Su voz resonó lenta y débil.
—No puedo ver otra solución más eficiente. Si tuviésemos algún aparato volador..., pero no contamos con él.
—Tenemos la propia nave —sugirió Gammony a través del intercomunicador.
—Y todos nosotros sabemos cuán manejable es —añadió Arakelian—. Volando hacia arriba o en cualquier dirección, es eficiente en cualquier campo gravitatorio.
—Un momento... —exclamó Collie incorporándose; pero en el acto, cayó pesadamente sobre la cama con un quejido de dolor—. Ellos no tienen ninguna defensa aérea. Podríamos llevar nuestra nave justamente encima de las suyas. ¡Y achicharrarles con los reactores!
—¡Por Dios santo, no! —restalló Feinberg—. A menos que no queramos abrasar a nuestra propia gente también...
—Es cierto —murmuró Collie—. Lo había olvidado por un momento.
—Aunque..., esperen —dijo Wayne, apretando sus labios hasta dejarlos reducidos a una delgada línea—. Podría ser la mejor solución. Sacrificar tres vidas; pero contando con enormes posibilidades. —Y miró al suelo cruzando y desligándose las manos alternativamente—. Perdónenme —dijo al fin.
—No creo que podamos hacerlo, de todos modos —dijo Gammony—. Si caemos lentamente desde lo alto sobre ellos, tendrán tiempo suficiente para alcanzarnos de lleno en el suelo.
—Si contáramos con algún arma pesada —murmuró Arakelian—. Podríamos tomar tierra próximo a su campamento, tal vez. Tendrían que rendirse.
—No lo sé —dijo Collie—. Ese coronel siberiano es un tipo duro.
—De acuerdo, lo haremos así. Cayendo desde el aire, no es fácil que dispongan de más tiempo que para ir a buscar los trajes a presión y así lo harán nuestros compañeros —dijo Arakelian, sin mucho humor en su expresión—. Es una salida desesperada; pero factible, sin duda y que puede tener éxito. No disponemos de un arma de largo alcance.
—Esperen, esperen... —dijo Alaric Wayne, poniéndose repentinamente en pie. En sus pálidos ojos brilló una súbita luz—. ¿De veras que no la tenemos?
Sus interlocutores se quedaron mirando fijamente a aquella delgada figura en un profundo silencio, con la sospecha de un sexto sentido que Wayne el superhombre, Wayne el inconquistable, Wayne el mago, sacaría un conejo del sombrero. Wayne parecía temblar desamparado, como si quisiera correr a esconderse en algún lugar; pero no había donde hacerlo.
—Creo que lo conseguiremos —dijo finalmente Feinberg.
El negro habló por el intercomunicador de nuevo y les pareció oírle sacudir la cabeza.
—Vaya, amigos, todos esperamos algo bueno de este navío, ¿no es cierto?
XVII
En el siguiente amanecer, Collie despertó sobresaltado. Se apoyó en Arakelian e hizo un doloroso esfuerzo para encaminarse hacia el puente. En aquel día, se le necesitaba o podría morir de no prestar su ayuda. No era una mala elección, tal y como estaban las cosas.
Feinberg se hallaba en la sala de máquinas, Gammony y Arakelian, amarrados a los sillones de pilotaje de la nave y a Collie se le asignó un asiento junto a la principal mirilla de pilotaje. Wayne estaba sentado también con su perro al lado, con un extraño artefacto en las piernas, feo y destartalado; una enmarañada confusión de cables y tubos, conexiones y aparatos de medición, empalmado todo ello mediante un largo cable a la línea de energía central de la nave. Parecía increíble que aquélla fuese un arma en la que pudiera depositarse esperanza alguna.
Los motores comenzaron su monorrítmica canción, calentándose y estremeciendo a la nave en todos sus sentidos, llenándole el corazón de un extraño temor. «Subsónicos», pensó Collie para sí mismo, tratando de ignorar el temor; pero con él albergado en lo íntimo de su corazón. Cuando miró al exterior, todo el panorama le pareció algo siniestro. Allí estaba el desierto sin fin, la arena y el polvo, la raquítica vegetación, las afiladas rocas con vetas minerales, envuelto todo en una luz trágica y en un color funesto; el color de la muerte. A pesar de todo, sintiendo un resto de esperanza, trató de imaginarse que aquel desdichado mundo sería el mundo del futuro. Era cruel, frío y desnudo, inhóspito y terrible; pero incluso en la noche más oscura se veían muchas más estrellas que desde la Tierra.
Algún día, aquel paisaje se tornaría mágicamente verde. Allí resonarían voces humanas, criaturas de diversas especies, flores, nubes, la lluvia..., la vida, otra vez.
En un momento dado, a sus oídos llegaron las voces impersonales, casi automáticas, de los tripulantes disponiéndose a la maniobra de despegue:
—¡Banco número uno, dispuesto!
—¡Banco número dos, dispuesto!
—¡Banco número tres, dispuesto!
Los dedos trazaron una hábil danza sobre los controles de la nave, entre el parpadear de las diversas luces coloreadas de los mandos. La cabeza de Gammony estaba inclinada (hacia un lado, con los ojos medio cerrados y sus sentidos confundidos con la misma nave.
—¡Cinco segundos: cuatro, tres, dos, uno, CERO!
Los cohetes propulsaron al navío dejando tras ellos una alargada cola de fuego. Collie vio cómo el suelo se alejaba de su vista, no teniendo otro punto de referencia que el cielo. Se movían a dos g de Marte, un g efectivo, en relación con la Tierra, en una maniobra peligrosísima y extravagante que implicaría un enorme gasto de combustible al tener que desplazarse lentamente, al máximo de lentitud posible. Si vencían en la empresa, podrían repostar combustible del de las naves enemigas. ¿Lo conseguirían?
El trueno que resonaba en la nave resonaba igualmente en su cabeza. Desde donde se hallaba sentado, pudo apreciar el gran mapa topográfico de Marte, en el que se hallaba marcado el campamento de los siberianos. No podía leer muy bien las señales de la pantalla de radar; pero los vivos ojos de Arakelian no se apartaban un instante de su control, sin descanso, mientras que sus manos junto a las de Gammony, trenzaban un difícil paso a dos en aquel ballet que podría llamarse «La Esperanza del Hombre». ¿O más bien «La Muerte del Hombre»?
Gammony hizo un leve gesto con la cabeza y habló por el micrófono ajustado a la garganta, que le ligaba a Arakelian y a Feinberg. Tres hombres, tres partes de una poderosa máquina, tres cerebros que se confundían con la máquina. Lentamente, la espacionave, comenzó a descender.
Aquélla era la maniobra que habían considerado casi como imposible un día antes, y que aún podría resultar imposible. La nave era un objeto libre en el espacio, una ballena discurriendo entre corrientes gravitatorias; la nave, por sí, no podría discurrir sobre una superficie planetaria, por la misma razón que a un pez no se le puede ordenar que marche sobre la tierra firme. Tratar de hacerla volar en tales condiciones, era prácticamente una locura. Podría, llegado el momento, volcarse y estrellarse en cualquier punto del desierto a una milla de distancia del objetivo; podría, igualmente, partirse en dos por una explosión y esparcirse por millas de la superficie de Marte en pequeños fragmentos después o deshacerse de muchas otras formas diferentes. Pero había que conseguirlo. No era posible ascender al espacio exterior, trazar una órbita y descender sobre el campamento enemigo, se llevaría demasiado tiempo y sería, también, demasiado imprecisa la maniobra obligada. Tenían que hacer lo imposible o estrellarse sobre la arenosa superficie de Marte.
Después de todo, hay un pez que puede correr a través de la tierra seca y firme.
Collie miró a su alrededor. Los pilotos ya no parecían seres humanos, se habían confundido con la nave: Gammony con su prodigiosa facultad de equilibrio, Arakelian con la suya del sentido de la velocidad y Feinberg con su tacto supersensible, todo puesto al máximo rendimiento y funcionando al borde mismo de la catástrofe.
Wayne continuaba relajado, con una sensación de paz y calma en sus ojos claros de niño. Había algo que él sabía comprender, la compleja interacción de masas y fuerzas físicas, las simples realidades de vivir y morir. El perro estaba acurrucado cerca de su amo, con idéntica expresión de quietud.
Collie sintió que aquella conquista que iban a intentar realizar era algo nuevo en la historia. No se llevaría a cabo con sangre, fuego ni el empleo de las armas y la violencia, a despecho de la misión que llevaban. Era una cuestión de paciencia, conocimiento, planeamiento científico e inteligencia. El enemigo no era, en última instancia, algo compuesto por otros hombres, era un universo desconocido hasta entonces por la humanidad, que había que conquistar y comprender.
Un trueno fragoroso le rodeó por todas partes. Se fijó en Wayne, que sonrió nuevamente, indicando a través del estrecho espacio de la cabina de control unas se-ñales de la pantalla del radar. Sus labios moldearon las palabras precisas:
—El grupo siberiano.
Sí, serían los hombres de Byelinsky, empujando ridículamente su cañón a través del desolado paisaje del planeta. Mirarían hacia arriba atónitos con la expresión del más completo asombro y perplejidad y entonces, sin duda, darían rápidamente la vuelta para dirigirse a toda prisa hacia su propia base. Pero cuando llegasen allí, el resultado ya estaría decidido..., en un sentido o en otro.
Collie trató de apartar el temor que le embargaba y miró hacia el cielo. Sobre su cabeza, reinaba un color azul profundo en aquel mediodía marciano, un color sereno y adorable. Marte no era un mundo tan malo, tomándolo en conjunto. Si tuviese a Lois con él, no le importaría volver y quedarse para siempre en la colonia. Un hombre feliz y que tiene algo hermoso y grande porqué vivir, es el que es capaz de entregarse totalmente a su misión.
En un instante determinado, la nave se inclinó horriblemente. La cabeza de Collie se desvió súbitamente hacia un lado y se aferró desesperadamente a su sillón, con el convencimiento que había llegado su último instante. Pero la nave, con un poderoso ruido de sus motores, se enderezó nuevamente hacia el cielo. Y entonces comenzó el descenso, expandiendo el fuego en todo su derredor conforme descendía: había llegado el gran momento de la decisión.
Collie vio las esbeltas formas de los navíos siberianos surgir a su vista, las colinas que recordaba tan bien y el patético conjunto de máquinas y utensilios. Sin duda, debieron aparecer tan súbitamente ante el enemigo, que no les había quedado tiempo de despegar. Les habría llevado bastante tiempo el calentar los motores y nada les habría quedado que hacer, excepto esperar y afrontar al enemigo. Los motores se apagaron, la nave se estremeció por última vez y tras haberse balanceado ligeramente sobre su trípode, permaneció en posición erecta y firme sobre el suelo marciano. Gammony y Arakelian saltaron de sus sillones, sudando y estremeciéndose por la tensión sufrida. Habían aterrizado.
No se advertía el menor movimiento en sus alrededores, en todo el campamento; sólo las dos naves brillando al sol del mediodía. Wayne se dirigió hacia el equipo de radio, sintonizando la onda internacional de llamada. Tomó el micrófono y dijo con voz decidida:
—¡Aquí es el capitán Wayne de la Unión Norteamericana, llamando a la expedición de Siberia! Adelante, Siberia, cambio...
Del equipo surgieron unos crujidos previos. Collie, medio sordo por el ruido de los reactores, tuvo que sacudir la cabeza para entender lo que se hablaba. Al in-corporarse, temblaba de la cabeza a los pies. Le resultaba increíble la calma de la que hacía gala Alaric Wayne.
—Aquí, Byelinsky al habla, cambio...
Collie no pudo evitar un sobresalto momentáneo al oír la voz del coronel siberiano. Casi pudo verle, macizo, erecto, en posición desafiante, frente al recién lle-gado. Ni siquiera pensó que el coronel presentase la menor sensación de debilidad. Tendría en sus labios la misma fría sonrisa, el mismo tono de humor retraído y distante; sí, aquélla sería su forma de morir.
—Tiene usted prisioneros a tres miembros de nuestro personal —advirtió Wayne—. Déjeles en libertad inmediatamente, y podremos negociar.
—Me temo que sólo sean dos —repuso el coronel, inalterado—. Ivanovitch murió cuando ayudó a escapar a Collingwood.
Misha muerto... Misha el valiente, el camarada fraternal, el maravilloso amigo... Muerto, con el polvo de Marte en la boca, que jamás volvería a reír. Collie sintió que los ojos se le humedecían.
—Bien —continuó Wayne—. Deje en libertad a los demás.
—No tengo la menor intención de hacerlo —dijo Byelinsky sin rencor en la voz—. Son unos rehenes muy útiles.
—Si no lo hace —advirtió Wayne de nuevo—, le destruiremos.
—¿Con qué? —preguntó el siberiano—. Sé muy bien que ustedes no tienen artillería ni armas pesadas. Nos bastará con seguir esperando aquí y esperar que vuelva nuestra patrulla de asalto. Si es usted prudente, hará mejor con solicitarme a mí condiciones.
La cara de Wayne y su voz parecían una máscara parlante. Byelinsky sería para él, sin duda, la pieza de un mecanismo que no funcionaba regularmente.
—No tengo la menor intención por mi parte de desperdiciar palabras, coronel —dijo Wayne—. No tendrá la menor oportunidad de abandonar este terreno. Usted sabe muy bien quién soy. Le doy exactamente un minuto para entregarse.
No hubo respuesta alguna. Wayne suspiró y tomó el resonador en sus manos.
—Collie —preguntó—. ¿Dónde tienen el puente?
—Allí precisamente —contestó el aludido—. En la cintura de aquella nave a menos que se hayan cambiado.
—Es un riesgo que debemos tomar —repuso lacónicamente el capitán.
Corrió una palanca y el resonador comenzó a zumbar y a calentarse.
El pensamiento de Lois, abrasada y deshecha por la obra de aquel endemoniado aparato, era demasiado para poder soportarlo. Collie apartó el resonador de la direc-ción apuntada con un movimiento convulsivo de sus manos.
Se abrió una compuerta de la cámara de descompresión y de ella salieron tres figuras con trajes a presión, dirigiéndose al suelo y descendiendo por la escalera ver-tical de la nave.
El resonador resplandeció con una misteriosa llama en el interior del tubo principal.
—Esos pájaros pueden agujerearnos si tienen una oportunidad —dijo Collie.
—Ya lo sé —repuso Wayne. Se volvió hacia la radio—. ¿Byelinsky?
—Sí.
—Creo que ha terminado el plazo. ¿Quiere usted entregarse?
—No.
—Adiós, Byelinsky —dijo Wayne gentilmente, y con cierto matiz de sentimiento en la voz.
Se volvió de nuevo a la lucerna de observación y apuntó desde allí con el resonador.
—Lo usé solamente una vez antes de ahora —dijo—. Fue algo horrible de ver. He tenido pesadillas durante años. Bien...
Dio vueltas a un dial, enfocando el rayo resonador. Después, conectó otra palanca.
Uno de los hombres que se hallaba sobre la escalera, saltó por el aire en una espantosa explosión de fuego y humo. Otro cayó sobre el terreno, con el casco pulverizado por la explosión instantánea del cerebro. El tercero trató de retirarse. Fue algo horrible verle arder como una polilla en una llama. Wayne lo deshizo convirtiéndole en cenizas humeantes.
Un chorro de fuego comenzó a salir de los reactores de la nave. Seguramente tendrían que estar calentándolo para partir en alocada fuga. Wayne volvió a enfocar el resonador lanzando el rayo invisible sobre los motores. La nave siguió inmovilizada, expulsando entonces sólo humo que casi de inmediato se transformó en polvo y hielo en el aire enrarecido de Marte. No quedaba nadie con vida para impulsar los motores.
La voz de Byelinsky retumbó como un trueno en el altavoz de la radio.
—¡Criminales! ¡Condenados mutantes favorables...! Tengo a vuestra gente aquí como rehenes. ¡Se lo advierto! ¡Morirán si...!
—Usted es el único que va a morir —dijo Wayne—. No tenemos suficientes hombres para abordar su nave. ¿Querrá usted salir fuera y rendirse?
—No —repuso orgullosamente el coronel.
Wayne segó literalmente la otra nave, pasando el rayo mortal sobre la sección media. Entonces se produjo un total silencio. El viento marciano esparció pronto el humo de lo que momentos antes habían sido hombres.
XVIII
El soplete silbó al extinguirse acabado su trabajo. Por un instante, la puerta de acero permaneció demasiado caliente para tocarla. Collie se envolvió la mano en un trozo de tela fuerte y la abrió.
—Lois —murmuró.
El corazón le palpitaba pensando en haberla hallado y recibirla entre sus brazos; pero al verla en los de O’Neil, mirándole con una especie de asombro, sus manos ca-yeron inermes a sus costados.
—Me alegra que estés viva —dijo entrecortadamente.
El irlandés estaba ahogándose con el grasiento humo que inundaba el navío.
—Larguémonos fuera de este infierno cuanto antes —farfulló—. Creo que voy a ponerme enfermo. ¿Qué diablos de dispositivo han usado?
—No lo sé —dijo el negro—. Ni creo que quiera saberlo tampoco.
Los prisioneros se vistieron con sus trajes a presión y salieron al exterior. Lois puso una mano sobre el hombro de Collie.
—Así que lo conseguiste. Es algo maravilloso...
—Bah, todo ha pasado ya. —Collie se aproximó a la chica. La luz del sol incidía en sus facciones a través del visor transparente del casco y el muchacho no podía apartar sus ojos de Lois—. Estás viva y bien, eso es lo único que importa.
—Así se ha conseguido capturar sus naves, ¿eh? —dijo O’Neil mirando a su alrededor—. Toda una hazaña. Con sus equipos y combustible nuestro proyecto sobre Marte habrá dado un salto gigantesco hacia adelante. Nos llevaremos todo esto a nuestro propio campamento y el resto esperará aquí hasta la próxima expedición. —De pronto, frunció el ceño—. ¿Qué ha sido del grupo expedicionario de los siberianos?
—Estarán ya de regreso —dijo Collie—. Pero no tendrán ninguna oportunidad. Les tenderemos una emboscada a unas cuantas millas sobre las colinas. Creo que se rendirán todos. Así lo espero, si no..., tendremos que destruirles también.
Del grupo de Byelinsky había solamente dos supervivientes, que, casualmente, se hallaban cerca de la celda que había servido de prisión a Lois y a O’Neil. Ahora estaban encerrados ellos mismos, y uno de ellos gritaba pidiendo socorro.
—A todos los prisioneros que hagamos les dejaremos encerrados en esta nave averiada —dijo Collie—. Tienen alimento y aire, aunque no poseen herramientas de ninguna clase. No les molestará esperar hasta que llegue la próxima nave norteamericana.
La enjuta cara de O’Neil, siempre melancólica, se ensanchó con una sonrisa optimista.
—Con esta información, la Unión se animará a continuar el proyecto de Marte. Y como hizo resaltar el coronel siberiano, una colonia puede controlar todo el planeta, si hay necesidad de ello. Aunque supongo que el Khan será mucho menos turbulento y agresivo, cuando se entere de lo que ha ocurrido. ¡Por esta vez las cosas acaban bien!
—No —dijo Lois—. No han terminado. Sólo acaban de empezar.
Su mano enguantada reposaba en la de O’Neil y le estaba sonriendo amorosamente.
—Sí, sólo han empezado —repitió la chica.
El irlandés tenía una cara radiante y feliz como un chico con zapatos nuevos. Se volvió hacia Collie.
—¿Qué tal te parece la idea de servirme de padrino de boda cuando volvamos a la Tierra?
—¡Padrino de boda!
Collie no podía creer lo que oyó. La sorpresa era demasiado fuerte.
—Oh..., sí, claro... Mientras permanecimos aquí, sin ninguna esperanza..., ella me dio el sí.
—La proposición número setenta y siete —comentó ella sonriendo, y con una mirada de ternura puesta en O’Neil.
Collie murmuró una excusa y se marchó. Había muchas cosas que hacer en el campamento, pero lo más importante era el quedarse a solas consigo mismo y me-ditar. Encontró una alta roca sobre el valle y se sentó mirando a través del vasto desierto marciano. Todo era quietud en aquella inconmensurable extensión. Había algo de grandioso en aquel panorama.
«Las mujeres suelen cambiar de opinión —pensó—. Es cosa propia en ellas. O tal vez será que me ha utilizado sólo para dar celos a O’Neil. Bien, hay muchas mujeres en el mundo. Todo ha ocurrido para mí, porque ella era la única mujer en este planeta.»
Collie supuso que le llevaría un año para comprender bien el desengaño que acababa de experimentar. Bien, al diablo con aquello. Un año no era tanto tiempo, cuando se tenía todo un futuro que formar y construir. Y allí estaba la hermosa madre Tierra, verde, amplia, y Marte, donde crecería una raza nueva. Sí, en más de un sentido, lo cierto es que podía considerarse feliz.
Así..., Collie se encogió de hombros. Había mucho trabajo que hacer. Entonces, sin pérdida de tiempo, por ejemplo. Descendió la falda de la ladera y se dirigió hacia las naves. Los hijos de la fortuna ya estaban ocupados en su nueva vida.
Conforme descendía, el cielo se había oscurecido y pudo discernir más claramente algunas estrellas brillantes. Pero el sol aún permanecía en el horizonte, llenando el valle con su luz.
Epílogo
Orna de Nildo se comportaba como un cortés anfitrión que sólo deseaba mostrar a su huésped las mejores vistas desde su refugio. En Ganímedes no había muchas ; pero el cielo de medianoche deparaba un espectáculo incomparable. Ayudó a Danivar a enfundarse su traje de flexarmor; a él le eran suficientes un abrigo y una máscara facial. Subieron flotando en la débil gravedad hasta la superficie de la terraza.
Danivar había ya visto, por supuesto, gran número de fotografías y descripciones de aquella visión incomparable. Pero la realidad le dejó sin aliento. Júpiter, en plena fase, aparecía como un gigantesco escudo de ámbar, con bandas de color violeta, rojo pálido y centenares de sutiles manchas multicolores. Bajo, sobre el horizonte, la línea quebrada de escarpados y rocas multiformes brillaba como el oro, y el lago helado próximo, como un cáliz radiante. No se apreciaban estrellas cerca del planeta gigante y sólo unas cuantas en la parte opuesta del cielo; pero brillaban como diamantes purísimos. A veces, la quietud no era total, daba la impresión que con oídos más sutiles, pudiera oírse la misteriosa canción cósmica de las estrellas en el Universo.
Tras un gran rato, Danivar miró al termómetro de su muñeca. La luz era más que suficiente para leer, aunque el metal refulgía con helado brillo.
—Cien grados bajo cero. —Sabía que su comentario era inútil; pero lo eligió para resaltar el espectáculo que le rodeaba, de la misma forma que una joya brilla mejor sobre un fondo negro—. Esperé que fuese mejor.
—Nuestras nuevas plantas de fusión insertas bajo la corteza están calentando poco a poco el contorno, y de forma más rápida de lo que mucha gente supone —re-puso Orna—. Por supuesto, necesitaremos otros cien años, para que Ganímedes sea confortable por completo y yo soy ya un hombre muy viejo; pero espero, sin em-bargo, comenzar a ver nuestra gran obra terminada. No es posible convertir una luna en un pequeño planeta de la noche a la mañana. Aquí sólo existía una leve atmósfera, aún puedo recordarlo de cuando era un chico, y aún no había podido producirse ni una hidrosfera.
Como si la grandeza que le rodeaba tocase su orgullo, añadió en tono de excusa humilde:
—Supongo, naturalmente, que esto no le impresionará mucho, viniendo como viene del planeta más rico de todo el Sistema Solar. —Levantó un brazo. La tenue luz del contorno parecía surgir de su guantelete—. Mire, allí está su patria, cerca de la constelación de Leo. Aquella estrella verde.
—Por el contrario —repuso Danivar—. Nosotros, los marcianos, somos quizá los únicos que mayores motivos tengamos para admirar el proyecto que ustedes realizan aquí. ¿Cómo piensa usted que se construyó nuestro propio mundo?
—Pero de eso hace ya muchísimo tiempo...
—Sí, pero nunca lo olvidaremos.
Ambos amigos quedaron nuevamente silenciosos. No hacía falta que su conversación se expresara con palabras. Un gesto, una sílaba, el contexto formado por la noche y ellos mismos, era suficiente para sus privilegiados cerebros. Físicamente eran desemejantes, ya que las razas propenden a realizar adaptaciones somáticas a las condiciones locales. Pero en la forma y el tamaño y en sus fundamentales necesidades metabólicas, se parecían muchísimo, aunque tales diferencias no tuvieran para ellos la menor importancia.
El frío parecía aumentar. El cuerpo de Danivar estaba protegido con el flexarmor, el de Orna, no. Pareciéndole al anfitrión que su huésped temblaba ligera-mente por el frío, le invitó cortésmente a volver.
—¿Le parece que volvamos ya al interior?
—No, gracias. Todavía no.
Danivar se volvió encarándose con el gigantesco Júpiter. La luz de su resplandor le bañó los ojos de un dorado fulgor, permaneciendo durante unos instantes sumergido en el gran planeta, formando parte de él y de tal forma, una partícula en la totalidad del Cosmos. Aquélla, más que ninguna otra razón de encuentro creador filosófico, era la que le había hecho viajar hasta allí.
Cuando apartó los ojos del panorama cósmico, sintió la tristeza que es siempre el precio de todo lo trascendente.
—Allí debieron existir, una vez, infinitos caudales de vida —dijo como para sí mismo.
—¿Qué? —repuso Orna, saliendo también de su ensimismamiento. El sonido de sus pies en la roca desnuda sonó más fuerte de lo que podía haberse esperado a tra-vés de aquella sutil atmósfera.
—Me refería a la Tierra. —Y Danivar buscó en el cielo, pero no pudo hallar el planeta que acababa de nombrar—. Estuve allí una temporada, hace ya varios años, como esteticista de una expedición arqueológica.
—¡Oh! Pensé que ése era ya un campo extinguido. ¿Durante cuántos milenios han excavado, ustedes los marcianos, en la Tierra?
—Muchos menos de los que los Antiguos Humanos vivieron en ella. A un millón de años desde aquí, podemos sacar cabezas de flechas en pedernal o vajillas de cerámica. El lugar que yo ayudé a excavar no era tan antiguo, sin embargo. De hecho, estoy seguro que debió pertenecer a cien años antes de la Guerra Final. Los artefactos hallados indicaban que estaba habitada tras aquel cataclismo último, y que sus últimos habitantes tomaron parte en la emigración a Marte.
—¿Quiere usted decir que la biosfera terrestre sufrió un colapso?
—Así es. Eso lo demuestra el lugar con bastante exactitud. Conocemos por informes que sobreviven todavía bien guardados, qué estrechos fueron los límites del escape humano. Si Alaric Wayne hubiese tardado diez años más en establecer una ecología terrestroide autosuficiente en Marte, ni usted ni yo estaríamos ahora aquí.
—Sí, aprendí bastante de aquella vieja historia de nuestros antepasados. Y también de cómo el proyecto en marcha para el primer establecimiento en Marte dependió mucho de arreglar las disputas tribales de la época pacíficamente, para que los recursos de la Tierra pudieran dedicarse a la tarea emprendida. Al final, para salvarse a sí mismos, los Antiguos Humanos se redimieron.
La sonrisa de Danivar apareció algo escéptica.
—Sospecho que hubo mucho de fuerza y de intriga implícitas en su reformación. No existen en la historia puntos de vuelta excepto los que nosotros elegimos después como referencia arbitraria. Consideramos el aspecto esperanzador; los relativamente pocos que estuvieron biológicamente acondicionados para ser evacuados a Marte; y olvidamos la terrible y larga tragedia de los deformados que tuvieron que quedarse atrás y morir. Ni tampoco fue el primitivo establecimiento en Marte, la génesis de la moderna vida homínida. El esfuerzo para lograr la estabilidad genética requiere siglos. —Sus ojos se apartaron del borde serrado de los escarpados del horizonte de Ganímedes para mirar, más lejos, en busca de su patria planetaria—. Por tanto, yo no soy de los que creen que todo fue tan sencillo ni que se hiciera para mejor. De no haber sido por aquella maldita guerra y sus horrores subsiguientes, estaríamos aquí entre floridos jardines y sabiendo ya que nuestro pueblo habría alcanzado las estrellas.
—No existiríamos, desde luego, tampoco —repuso Orna prosaicamente.
Danivar rió abiertamente.
—Es cierto. El encadenamiento de los sucesos parece siempre dirigirse hacia lo mejor, cuando el observador lo califica así. Y, después de todo, yo fui a la Tierra para ayudar a excavar aquel lugar, antes que quedase enterrado bajo un río enorme, como parte del programa de restauración ecológica. La Tierra también florecerá algún día. —El tono de su voz se hizo más grave—. Con todo, no puedo olvidar lo que encontramos en aquellas ruinas. Imagínese. Permanecer allí, en un desierto más sombrío aún que los de Mercurio, porque en Mercurio todavía existen algunas raquíticas plantas que tratan por todos los medios de seguir viviendo. Pero allí no existía nada. Y el viento soplando por aquellas imponentes ruinas, viejos recuerdos de muros y artefactos, con la luz del sol esparciéndose a nuestro alrededor con una horrible brillantez, totalmente indiferente a todo. Recogí una caja pequeña, fabricada con alguna especie de aleación resistente, no demasiado corroída aún. Cuando la abrí, encontré un enjambre de pequeños objetos: monedas, ornamentos, llaves de algún valor en uno u otro sentido, todo ello marcadamente de uso masculino. Aquello incluía una tira oblonga de papel. En un lado se apreciaba aún, desvanecida por el tiempo, una fotografía, de la que apenas quedaban trazas; pero la escritura de la otra parte, pudimos descifrarla bastante bien. Era una comunicación postal, que el receptor había conservado.
La sombra de una de las lunas de Júpiter comenzó a cruzar su inmensa superficie. La noche parecía difundir un sonido inaudible, como si las piedras bajo sus pies emitieran un quejido doloridas por el espantoso frío reinante. Orna siguió esperando.
—Yo había empleado unas cuantas horas en aprender las antiguas lenguas, por supuesto —continuó Danivar—. Ahora, casi desearía no haberlo hecho. Porque la lectura de aquel mensaje es algo que no he podido olvidar fácilmente, rodeado por aquella desolación, aquel viento y la luz cegadora de la Tierra. No es que fuese nada especial. Pero he querido saber siempre su completo significado. A cien generaciones desde aquí, cuando el sentido de la percepción se encuentre totalmente desarrollado, podrá ser bien conocido.
El mensaje iba dirigido a alguien llamado Hugh Drummond, un nombre masculino. El punto de origen era San Luis, en Missouri, y la fecha correspondía a tiem-pos anteriores registrados, del estallido de la Guerra Final. Decía sencillamente: «Querido: todo va bien. Espero que termines pronto tus asuntos. No quiero darte prisa ni que tengas que preocuparte demasiado, ya que sé, por supuesto, que tu trabajo es importante; pero los niños y yo notamos demasiado tu ausencia. No creo que pueda ayudarte, deseando que no hubieses pospuesto esas vacaciones que íbamos a disfrutar juntos. Bien, cariño, ¡el próximo año será! Con todo mi amor: Bárbara».
—¿No se trata quizá de la primera carta personal que se haya descubierto? —preguntó Orna—. Nunca había oído hablar de ese descubrimiento suyo. La verdad es que nos volvemos más bien rutinarios aquí en la frontera.
—¡Qué hermosa palabra ésa! —murmuró Danivar—. Frontera... Y con todo..., no lo sé. Los antepasados sobrevivieron, bastantes de ellos, y ahora nos complacemos en llamarnos a nosotros mismos, Homo Superior. Pero nunca sabremos qué pudo haber vivido en nuestro lugar.
—Un poco tarde para tal suerte de especulación, ¿no cree? —dijo Orna.
—Sí —repuso Danivar estremeciéndose—. Creo que me gustaría volver al interior.
FIN