Publicado en
abril 08, 2010
Para Blythe, una vez más.
Más que nunca.
Agradecimientos
En primer lugar, le doy las gracias a mi amigo y editor Jason Kaufman por involucrarse tanto en este proyecto y por entender plenamente de qué trata este libro. Gracias también a la incomparable Heide Lange, campeona incansable de El Código Da Vinci, extraordinaria agente y amiga de verdad.
No tengo palabras para expresar la gratitud que siento por el excepcional equipo de Doubleday, por su generosidad, su fe y su inestimable ayuda. Gracias especialmente a Bill Thomas y a Steve Rubin, que creyeron en este libro desde el principio. Gracias también al primer grupo de defensores de la obra en sus etapas iniciales, encabezado por Michael Palgon, Suzanne Herz, Janelle Moburg, Jackie Everly y Adrienne Sparks, además de a los muy buenos profesionales del equipo de ventas de Doubleday, y a Michael Windsor por la atractiva cubierta de la edición norteamericana.
Por su desinteresada ayuda en la investigación necesaria para la preparación de este libro, me gustaría expresar mi reconocimiento al Museo del Louvre, al Ministerio francés de Cultura, al Proyecto Guttenberg, a la Biblioteca Nacional de Francia, a la Biblioteca de la Sociedad Gnóstica, al Departamento de Estudios Pictóricos y al Servicio de Documentación del Louvre, a la Catholic World News, al Real Observatorio de Greenwich, a la London Record Society, a la Colección de Archivos de la Abadía de Westminster, a John Pike y a la Federación de Científicos Americanos, a los cinco miembros del Opus Dei (tres de ellos en activo) que me contaron sus historias, tanto las positivas como las negativas, en relación con sus experiencias en dicha organización.
Deseo asimismo expresar mi gratitud a la librería Water Street Bookstore por conseguirme muchas de las obras con las que me he documentado; a mi padre, Richard Brown —profesor de matemáticas y escritor—, por su ayuda con la Divina Proporción y la Secuencia de Fibonacci; a Stan Planton, a Sylvie Baudeloque, a Peter McGuigan, a Francis McInerney, a Margie Wachtel, a André Vernet, a Ken Kelleher, de Anchorball Web Media, a Cara Sottak, a Karyn Popham, a Esther Sung, a Miriam Abramowitz, a William Tunstall-Pedoe y a Griffín Wooden Brown.
Finalmente, en una novela que le debe tanto a la divinidad femenina, sería un olvido imperdonable que no mencionara a las extraordinarias mujeres que han iluminado mi vida. En primer lugar a mi madre, Connie Brown, también apasionada de la escritura, músico y modelo a seguir. Y a mi esposa, Blythe, historiadora del arte, pintora, editora todoterreno y, sin duda, la mujer con más talento que he conocido en mi vida.
Los hechos
El Priorato de Sión —sociedad secreta europea fundada en 1099— es una organización real. En 1975, en la Biblioteca Nacional de París se descubrieron unos pergaminos conocidos como Les Dossiers Secrets, en los que se identificaba a numerosos miembros del Priorato de Sión, entre los que destacaban Isaac Newton, Sandro Boticelli, Víctor Hugo y Leonardo da Vinel.
La prelatura vaticana conocida como Opus Dei es una organización católica de profunda devoción que en los últimos tiempos se ha visto inmersa en la controversia a causa de informes en los que se habla de lavado de cerebro, uso de métodos coercitivos y de una peligrosa práctica conocida como «mortificación corporal». El Opus Dei acaba de culminar la construcción de una de sus sedes, con un coste de 47 millones de dólares, en Lexington Avenue, Nueva York.
Todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son veraces.
Prólogo
Museo del Louvre, París.
10:46 p.m.
Jacques Saunière, el renombrado conservador, avanzaba tambaleándose bajo la bóveda de la Gran Galería del Museo. Arremetió contra la primera pintura que vio, un Caravaggio. Agarrando el marco dorado, aquel hombre de setenta y seis años tiró de la obra de arte hasta que la arrancó de la pared y se desplomó, cayendo boca arriba con el lienzo encima.
Tal como había previsto, cerca se oyó el chasquido de una reja de hierro que, al cerrarse, bloqueaba el acceso a la sala. El suelo de madera tembló. Lejos, se disparó una alarma.
El conservador se quedó ahí tendido un momento, jadeando, evaluando la situación. «Todavía estoy vivo.» Se dio la vuelta, se desembarazó del lienzo y buscó con la mirada algún sitio donde esconderse en aquel espacio cavernoso.
—No se mueva —dijo una voz muy cerca de él.
A gatas, el conservador se quedó inmóvil y volvió despacio la cabeza. A sólo cinco metros de donde se encontraba, del otro lado de la reja, la imponente figura de su atacante le miraba por entre los barrotes. Era alto y corpulento, con la piel muy pálida, fantasmagórica, y el pelo blanco y escaso. Los iris de los ojos eran rosas y las pupilas, de un rojo oscuro. El albino se sacó una pistola del abrigo y le apuntó con ella entre dos barrotes.
—No debería haber salido corriendo. —Su acento no era fácil de ubicar—. Y ahora dígame dónde está.
—Ya se lo he dicho —balbuceó Saunière, de rodillas, indefenso, en el suelo de la galería—. ¡No tengo ni idea de qué me habla!
—Miente. —El hombre lo miró, totalmente inmóvil salvo por el destello de sus extraños ojos—. Usted y sus hermanos tienen algo que no les pertenece.
El conservador sintió que le subía la adrenalina. «¿Cómo podía saber algo así?»
—Y esta noche volverá a manos de sus verdaderos custodios. Dígame dónde la ocultan y no le mataré. —Apuntó a la cabeza del conservador—. ¿O es un secreto por el que sería capaz de morir?
Saunière no podía respirar.
El hombre inclinó la cabeza, observando el cañón de la pistola.
Saunière levantó las manos para protegerse.
—Espere —dijo con dificultad—. Le diré lo que quiere saber.
Escogió con cuidado las siguientes palabras. La mentira que dijo la había ensayado muchas veces... rezando siempre por no tener que recurrir a ella.
Cuando el conservador terminó de hablar, su atacante sonrió, incrédulo.
—Sí, eso mismo me han dicho los demás.
Saunière se retorció.
—¿Los demás?
—También he dado con ellos —soltó el hombre con desprecio—. Con los tres. Y me han dicho lo mismo que usted acaba de decirme.
«¡No es posible!» La identidad real del conservador, así como la de sus tres sénéchaux, era casi tan sagrada como el antiguo secreto que guardaban. Ahora Saunière se daba cuenta de que sus senescales, siguiendo al pie de la letra el procedimiento, le habían dicho la misma mentira antes de morir. Era parte del protocolo.
El atacante volvió a apuntarle.
—Cuando usted ya no esté, yo seré el único conocedor de la verdad.
La verdad. En un instante, el conservador comprendió el horror de la situación. «Si muero, la verdad se perderá para siempre.» Instintivamente, trató de encogerse para protegerse al máximo.
Se oyó un disparo y Saunière sintió el calor abrasador de la bala que se le hundía en el estómago. Cayó de bruces, luchando contra el dolor. Despacio, se dio la vuelta y miró a su atacante, que seguía al otro lado de la reja y lo apuntaba directamente a la cabeza.
El conservador cerró los ojos y sus pensamientos se arremolinaron en una tormenta de miedo y lamentaciones.
El chasquido de un cargador vacío resonó en el pasillo.
Saunière abrió los ojos.
El albino contemplaba el arma entre sorprendido y divertido. Se puso a buscar un segundo cargador, pero pareció pensárselo mejor y le dedicó una sonrisa de superioridad a Saunière.
—Lo que tenía que hacer ya lo he hecho.
El conservador bajó la vista y se vio el orificio producido por la bala en la tela blanca de la camisa. Estaba enmarcado por un pequeño círculo de sangre, unos centímetros más abajo del esternón. «Mi estómago.» Le parecía casi cruel que el disparo no le hubiera alcanzado el corazón. Como veterano de la Guerra de Argelia, a Saunière le había tocado presenciar aquella muerte lenta y horrible por desangramiento. Sobreviviría quince minutos mientras los ácidos de su estómago se le iban metiendo en la cavidad torácica, envenenándolo despacio.
—El dolor es bueno, señor —dijo el hombre antes de marcharse.
Una vez solo, Jacques Saunière volvió la vista de nuevo hacia la reja metálica. Estaba atrapado, y las puertas no podían volver a abrirse al menos en veinte minutos. Cuando alguien lo encontrara, ya estaría muerto. Sin embargo, el miedo que ahora se estaba apoderando de él era mucho mayor que el de su propia extinción.
«Debo transmitir el secreto».
Luchando por incorporarse, se imaginó a sus tres hermanos asesinados. Pensó en las generaciones que lo habían precedido... en la misión que a todos les había sido confiada.
«Una cadena ininterrumpida de saber.»
Y de pronto, ahora, a pesar de todas las precauciones... a pesar de todas las medidas de seguridad... Jacques Saunière era el único eslabón vivo, el único custodio de uno de los mayores secretos jamás guardados.
Temblando, consiguió ponerse de pie.
«Debo encontrar alguna manera de...»
Estaba encerrado en la Gran Galería, y sólo había una persona en el mundo a quien podía entregar aquel testigo. Levantó la vista para encontrarse con las paredes de su opulenta prisión. Las pinturas de la colección más famosa del mundo parecían sonreírle desde las alturas como viejas amigas.
Retorciéndose de dolor, hizo acopio de todas sus fuerzas y facultades. Sabía que la desesperada tarea que tenía por delante iba a precisar de todos los segundos que le quedaran de vida.
1
Robert Langdon tardó en despertarse.
En la oscuridad sonaba un teléfono, un sonido débil que no le resultaba familiar. A tientas buscó la lámpara de la mesilla de noche y la encendió. Con los ojos entornados, miró a su alrededor y vio el elegante dormitorio renacentista con muebles estilo Luis XVI, frescos en las paredes y la gran cama de caoba con dosel.
«Pero ¿dónde estoy?»
El albornoz que colgaba de la cama tenía bordado un monograma: HOTEL RITZ PARÍS.
Lentamente, la niebla empezó a disiparse.
Langdon descolgó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Monsieur Langdon? —dijo la voz de un hombre—. Espero no haberle despertado.
Aturdido, miró el reloj de la mesilla. Eran las 12:32. Sólo llevaba en la cama una hora, pero se había dormido profundamente.
—Le habla el recepcionista, monsieur. Lamento molestarle, pero aquí hay alguien que desea verle. Insiste en que es urgente.
Langdon seguía desorientado. «¿Una visita?» Ahora fijó la vista en un tarjetón arrugado que había en la mesilla.
LA UNIVERSIDAD AMERICANA DE PARÍS
SE COMPLACE EN PRESENTAR
LA CONFERENCIA DE ROBERT LANGDON
PROFESOR DE SIMBOLOGÍA RELIGIOSA
DE LA UNIVERSIDAD DE HARVARD
Langdon emitió un gruñido. La conferencia de aquella noche —una charla con presentación de diapositivas sobre la simbología pagana oculta en los muros de la catedral de Chartres— seguramente había levantado ampollas entre el público más conservador. Y era muy probable que algún académico religioso le hubiera seguido hasta el hotel para entablar una discusión con él.
—Lo siento —dijo Langdon—, pero estoy muy cansado.
—Mais, monsieur —insistió el recepcionista bajando la voz hasta convertirla en un susurro imperioso—. Su invitado es un hombre muy importante.
A Langdon no le cabía la menor duda. Sus libros sobre pintura religiosa y simbología lo habían convertido, a su pesar, en un personaje famoso en el mundo del arte, y durante el año anterior su presencia pública se había multiplicado considerablemente tras un incidente muy divulgado en el Vaticano. Desde entonces, el flujo de historiadores importantes y apasionados del arte que llamaban a su puerta parecía no tener fin.
—Si es tan amable —dijo Langdon, haciendo todo lo posible por no perder las formas—, anote el nombre y el teléfono de ese hombre y dígale que intentaré contactar con él antes de irme de París el martes. Gracias.
Y colgó sin dar tiempo al recepcionista a protestar.
Sentado en la cama, Langdon miró el librito de bienvenida del hotel que vio en la mesilla y el título que anunciaba DUERMA COMO UN ÁNGEL EN LA CIUDAD LUZ. SUEÑE EN EL RITZ DE PARÍS. Se dio la vuelta y se miró, soñoliento, en el espejo que tenía delante. El hombre que le devolvía la mirada era un desconocido, despeinado, agotado.
«Te hacen falta unas vacaciones, Robert.»
La tensión acumulada durante el año le estaba pasando factura, pero no le gustaba verlo de manera tan obvia reflejado en el espejo. Sus ojos azules, normalmente vivaces, le parecían borrosos y gastados aquella noche. Una barba incipiente le oscurecía el rostro de recia mandíbula y barbilla con hoyuelo. En las sienes, las canas proseguían su avance, y hacían cada vez más incursiones en su espesa mata de pelo negro. Aunque sus colegas femeninas insistían en que acentuaban su atractivo intelectual, él no estaba de acuerdo.
«Si me vieran ahora los del Bostón Magazine.»
El mes anterior, para su bochorno, la revista lo había incluido en la lista de las diez personas más fascinantes de la ciudad, dudoso honor que le había convertido en el blanco de infinidad de burlas de sus colegas de Harvard. Y aquella noche, a más de cinco mil kilómetros de casa, aquella fama había vuelto a precederle en la conferencia que había pronunciado.
—Señoras y señores —dijo la presentadora del acto ante el público que abarrotaba la sala del Pabellón Dauphine, en la Universidad Americana—, nuestro invitado de hoy no necesita presentación. Es autor de numerosos libros: La simbología de las sectas secretas, El arte de los Illuminati, El lenguaje perdido de los ideogramas, y si les digo que ha escrito el libro más importante sobre Iconología Religiosa, no lo digo porque sí. Muchos de ustedes utilizan sus obras como libros de texto en sus clases.
Los alumnos presentes entre el público asintieron con entusiasmo.
—Había pensado presentarlo esta noche repasando su impresionante curriculum. Sin embargo —añadió dirigiendo una sonrisa de complicidad a Langdon, que estaba sentado en el estrado—, un asistente al acto me ha hecho llegar una presentación, digamos, más «fascinante».
Y levantó un ejemplar del Bostón Magazine.
Langdon quiso que se lo tragara la tierra. «¿De dónde había sacado aquello?»
La presentadora empezó a leer algunos párrafos de aquel superficial artículo y Langdon sintió que se encogía más y más en su asiento. Treinta segundos después, todo el público sonreía, y a la mujer no se le veía la intención de concluir.
—Y la negativa del señor Langdon a hacer declaraciones públicas sobre su atípico papel en el cónclave del Vaticano del año pasado no hace sino darle más puntos en nuestro «fascinómetro» particular. —La presentadora ya tenía a los asistentes en el bolsillo—. ¿Les gustaría saber más cosas de él?
El público empezó a aplaudir.
«Que alguien se lo impida», suplicó mentalmente Langdon al ver que volvía a clavar la vista en aquel artículo.
—Aunque tal vez el profesor Langdon —continuó la presentadora— no sea lo que llamaríamos un guapo oficial, como algunos de nuestros nominados más jóvenes, es un cuarentón interesante, con ese poderoso atractivo propio de ciertos intelectuales. Su cautivadora presencia se combina con un tono de voz muy grave, de barítono, que sus alumnas describen muy acertadamente como «un regalo para los oídos».
Toda la sala estalló en una carcajada.
Langdon esbozó una sonrisa de compromiso. Sabía lo que venía a continuación, una frase ridícula que decía algo de «Harrison Ford con traje de tweed», y como aquella tarde se había creído estar a salvo de todo aquello y se había puesto, en efecto, su tweed y su suéter Burberry de cuello alto, decidió anticiparse a los hechos.
—Gracias, Monique —dijo Langdon, levantándose antes de tiempo y apartándola del atril—. No hay duda de que en el Bostón Magazine están muy bien dotados para la literatura de ficción. —Miró al público suspirando, avergonzado—. Si descubro quién de ustedes ha filtrado este artículo, conseguiré que el consulado garantice su deportación.
El público volvió a reírse.
—En fin, como bien saben, estoy aquí esta noche para hablarles del poder de los símbolos. El sonido del teléfono en su habitación volvió a romper el silencio.
Gruñendo con una mezcla de indignación e incredulidad, descolgó.
—¿Diga?
Como suponía, era el recepcionista.
—Señor Langdon, discúlpeme otra vez. Le llamo para informarle de que la visita va de camino a su habitación. Me ha parecido que debía advertírselo.
Ahora Langdon sí estaba totalmente despierto.
—¿Ha dejado subir a alguien a mi habitación sin mi permiso?
—Lo siento, monsieur, pero es que este señor es... no me he visto con la autoridad para impedírselo.
—¿Quién es exactamente? —le preguntó.
Pero el recepcionista ya había colgado.
Casi al momento, llamaron con fuerza a la puerta.
Vacilante, Langdon se levantó de la cama, notando que los pies se le hundían en la alfombra de Savonnerie. Se puso el albornoz y se acercó a la puerta.
—¿Quién es?
—¿Señor Langdon? Tengo que hablar con usted. —El hombre se expresaba con acento francés y empleaba un tono seco, autoritario—. Soy el teniente Jéróme Collet, de la Dirección Central de la Policía Judicial.
Langdon se quedó un instante en silencio. «¿La Policía Judicial?» La DCPJ era, más o menos, el equivalente al FBI estadounidense.
Sin retirar la cadena de seguridad, Langdon entreabrió la puerta. El rostro que vio al otro lado era alargado y ojeroso. Estaba frente a un hombre muy delgado que llevaba un uniforme azul de aspecto oficial.
—¿Puedo entrar? —le preguntó el agente.
Langdon dudó un momento, mientras los ojos amarillentos de aquel hombre lo escrutaban.
—¿Qué sucede?
—Mi superior precisa de sus conocimientos para un asunto confidencial.
—¿Ahora? Son más de las doce.
—¿Es cierto que tenía que reunirse con el conservador del Louvre esta noche?
A Langdon le invadió de pronto una sensación de malestar. El prestigioso conservador Jacques Saunière y él habían quedado en reunirse para tomar una copa después de la conferencia, pero Saunière no se había presentado.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Hemos encontrado su nombre en su agenda.
—Espero que no le haya pasado nada malo.
El agente suspiró muy serio y le alargó una foto Polaroid a través del resquicio de la puerta.
Cuando Langdon la miró, se quedó de piedra.
—Esta foto se ha hecho hace menos de una hora, en el interior del Louvre.
Siguió unos instantes con la vista fija en aquella extraña imagen, y su sorpresa y repulsión iniciales dieron paso a una oleada de indignación.
—¿Quién puede haberle hecho algo así?
—Nuestra esperanza es que usted nos ayude a responder a esa pregunta, teniendo en cuenta sus conocimientos sobre simbología y la cita que tenía con él.
Langdon volvió a fijarse en la foto, y en esta ocasión al horror se le sumó el miedo. La imagen era espantosa y totalmente extraña, y le provocaba una desconcertante sensación de deja vu. Haría poco más de un año, Langdon había recibido la fotografía de otro cadáver y una petición similar de ayuda. Veinticuatro horas después, casi pierde la vida en la Ciudad del Vaticano. Aunque aquella imagen era muy distinta, había algo en el decorado que le resultaba inquietantemente familiar.
El agente consultó el reloj.
—Mi capitán espera, señor.
Langdon apenas lo oía. Aún tenía la vista clavada en la fotografía.
—Este símbolo de aquí, y el cuerpo en esta extraña...
—¿Posición? —apuntó el agente.
Langdon asintió, sintiendo un escalofrío al levantar la vista.
—No me cabe en la cabeza que alguien haya podido hacer algo así.
El rostro del agente se contrajo.
—Creo que no lo entiende, señor Langdon. Lo que ve en esta foto... —Se detuvo un instante—. Monsieur Saunière se lo hizo a sí mismo.
2
A menos de dos kilómetros de ahí, Silas, el imponente albino, cruzó cojeando la verja de entrada a una lujosa residencia en la Rué de La Bruyére. El cilicio que llevaba atado al muslo se le hundía en la carne, pero su alma se regocijaba por el servicio que le prestaba al Señor.
«El dolor es bueno.»
Al entrar en la residencia, escrutó el vestíbulo con sus ojos rojos. Vacío. Subió la escalera con sigilo para no despertar a los demás numerarios. La puerta de su dormitorio estaba abierta; las cerraduras estaban prohibidas en aquel lugar. Entró y ajustó la puerta tras de sí.
La habitación era espartana. Suelos de madera, una cómoda de pino y una cama en un rincón. Allí sólo llevaba una semana, estaba de paso, pero en Nueva York hacía muchos años que gozaba de la bendición de un refugio parecido.
«El señor me ha dado un techo y le ha dado sentido a mi vida.»
Aquella noche, al fin, Silas había sentido que estaba empezando a pagar la deuda que había contraído. Se acercó deprisa a la cómoda y buscó el teléfono móvil en el último cajón. Marcó un número.
—¿Diga? —respondió una voz masculina.
—Maestro, he vuelto.
—Hable —ordenó su interlocutor, alegrándose de tener noticias suyas.
—Los cuatro han desaparecido. Los tres senescales... y también el Gran Maestre.
Se hizo un breve silencio como de oración.
—En ese caso, supongo que está en poder de la información.
—Los cuatro coincidieron. De manera independiente.
—¿Y usted les creyó?
—Su acuerdo era tan total que no podía deberse a la casualidad.
Se oyó un suspiro de entusiasmo.
—Magnífico. Tenía miedo de que su fama de secretismo acabara imponiéndose.
—La perspectiva de la muerte condiciona mucho.
—Y bien, discípulo, dígame lo que debo saber.
Silas era consciente de que la información que había sonsacado a sus víctimas sería toda una sorpresa.
—Maestro, los cuatro han confirmado la existencia de la clef de voûte... la legendaria «clave de bóveda».
Oyó la respiración emocionada de su Maestro al otro lado de la línea.
—La clave. Tal como sospechábamos.
Según la tradición, la hermandad había creado un mapa de piedra —una clef de voûte o clave de bóveda—, una tablilla en la que estaba grabado el lugar donde reposaba el mayor secreto de la orden... una información tan trascendental que su custodia justificaba por sí misma la existencia de aquella organización.
—Cuando nos hagamos con la clave —dijo El Maestro—, ya sólo estaremos a un paso.
—Estamos más cerca de lo que cree. La piedra, o clave, está aquí, en París.
—¿En París? Increíble. Parece casi demasiado fácil.
Silas le relató los sucesos de aquella tarde, el intento desesperado de sus cuatro víctimas por salvar sus vidas vacías de Dios revelándole el secreto. Los cuatro le habían contado a Silas exactamente lo mismo, que la piedra estaba ingeniosamente oculta en un lugar concreto de una de las antiguas iglesias parisinas: la de Saint-Sulpice.
—¡En una casa de Dios! —exclamó El Maestro—. ¡Cómo se mofan de nosotros!
—Llevan siglos haciéndolo.
El Maestro se quedó en silencio, asimilando el triunfo de aquel instante.
—Le ha hecho un gran servicio al Señor. Llevamos siglos esperando este momento. Ahora debe traerme la piedra. Esta noche. Estoy seguro de que entiende todo lo que está en juego.
Silas sabía que era incalculable, y aun así lo que le pedía El Maestro le parecía imposible.
—Pero es que la iglesia es una fortaleza. Y más de noche. ¿Cómo voy a entrar?
Con la seguridad propia del hombre influyente que era, El Maestro le explicó cómo debía hacerlo.
Cuando Silas colgó, era presa de una impaciencia inenarrable.
«Una hora», se dijo a sí mismo, agradecido de que El Maestro le hubiera concedido tiempo para hacer penitencia antes de entrar en la casa de Dios. «Debo purgar mi alma de los pecados de hoy.» Las ofensas contra el Señor que había cometido ese día tenían un propósito sagrado. Hacía siglos que se perpetraban actos de guerra contra los enemigos de Dios. Su perdón estaba asegurado.
Pero Silas sabía que la absolución exigía sacrificio.
Cerró las persianas, se desnudó y se arrodilló en medio del cuarto. Bajó la vista y examinó el cilicio que le apretaba el muslo. Todos los seguidores verdaderos de Camino llevaban esa correa de piel salpicada de púas metálicas que se clavaban en la carne como un recordatorio perpetuo del sufrimiento de Cristo. Además, el dolor que causaba servía también para acallar los deseos de la carne.
Aunque ya hacia más de dos horas que Silas llevaba puesto el cilicio, que era el tiempo mínimo exigido, sabía que aquel no era un día cualquiera. Agarró la hebilla y se lo apretó un poco más, sintiendo que las púas se le hundían en la carne. Expulsó aire lentamente, saboreando aquel ritual de limpieza que le ofrecía el dolor.
«El dolor es bueno», susurró Silas, repitiendo el mantrá sagrado del Padre Josemaría Escrivá, El Maestro de todos los Maestros. Aunque había muerto en 1975, su saber le había sobrevivido, y sus palabras aún las pronunciaban entre susurros miles de siervos devotos en todo el mundo cuando se arrodillaban y se entregaban a la práctica sagrada conocida como «mortificación corporal».
Ahora Silas centró su atención en la cuerda de gruesos extremos anudados que tenía en el suelo, junto a él. «La Disciplina.» Los nudos estaban recubiertos de sangre reseca. Impaciente por recibir los efectos purificadores de su propia agonía, Silas dijo una breve oración y acto seguido, agarrando un extremo de la cuerda, cerró los ojos y se azotó con ella por encima del hombro, notando que los nudos le golpeaban la espalda. Siguió azotándose una y otra vez.
Castigo corpus meum.
Al cabo de un rato, empezó a sangrar.
3
El aire frío de abril se colaba por la ventanilla abierta del Citroën ZX, que avanzaba a toda velocidad en dirección sur, más allá de la Ópera, a la altura de la Place Vendôme. En el asiento del copiloto, Robert Langdon veía que la ciudad se desplegaba antes sus ojos mientras él intentaba aclararse las ideas. La ducha rápida y el afeitado le habían dejado más o menos presentable, pero no habían logrado apenas reducir su angustia. La terrorífica imagen del cuerpo del conservador permanecía intacta en su mente.
«Jacques Saunière está muerto.»
Langdon no podía evitar la profunda sensación de pérdida que le producía aquella muerte. A pesar de su fama de huraño, era casi inevitable respetar su innegable entrega a las artes. Sus libros sobre las claves secretas ocultas en las pinturas de Poussin y Teniers se encontraban entre las obras de referencia preferidas para sus cursos. El encuentro que habían acordado para aquella noche le hacía especial ilusión, y cuando constató que el conservador no se presentaba se había sentido decepcionado.
De nuevo, la imagen del cuerpo de Saunière le cruzó la mente. «¿Aquello se lo había hecho él mismo?» Langdon se volvió y miró por la ventanilla, intentando librarse de esa visión.
Fuera, la ciudad se iba replegando lentamente —vendedores callejeros que arrastraban carritos con almendras garrapiñadas, camareros que metían bolsas de basura en los contenedores, un par de amantes noctámbulos abrazados para protegerse de la brisa impregnada de jazmín. El Citroën esquivaba el caos con autoridad, y el ulular disonante de su sirena partía el tráfico como un cuchillo.
—El capitán se ha alegrado al enterarse de que seguía usted en París —dijo el agente. Era lo primero que decía desde que habían salido del hotel—. Una afortunada casualidad.
Langdon no se sentía precisamente afortunado, y la casualidad no era algo que le inspirara demasiada confianza. Siendo como era alguien que había dedicado su vida al estudio de la interconexión oculta de emblemas e ideologías dispares, Langdon veía el mundo como una red de historias y hechos profundamente entrelazados. «Es posible que las conexiones sean invisibles —decía a menudo en sus clases de simbología de Harvard—, pero siempre están ahí, enterradas justo debajo de la superficie.»
—Supongo —respondió Langdon—, que en la Universidad Americana de París les han dicho dónde me alojaba.
El conductor negó con la cabeza.
—La Interpol.
«La Interpol, claro», pensó. Se le había olvidado que la petición del pasaporte que hacían en los hoteles europeos en el momento de registrarse era algo más que una pura formalidad; estaban obligados a ello por ley. En una noche cualquiera, en cualquier punto de Europa, cualquier agente de la Interpol podía saber dónde dormía cualquier visitante. Localizar a Langdon en el Ritz no les habría llevado, probablemente, más de cinco segundos.
Mientras el Citroën seguía avanzando en dirección sur, apareció a mano derecha el perfil iluminado de la Torre Eiffel, apuntando hacia el cielo. Al verla pensó en Vittoria, y recordó la alocada promesa que se habían hecho hacía un año de encontrarse cada seis meses en algún lugar romántico del planeta. Langdon sospechaba que la Torre Eiffel habría formado parte de aquella lista. Era triste pensar que la última vez que la besó fue en un ruidoso aeropuerto de Roma hacía más de un año.
—¿La ha trepado? —le preguntó el agente, mirando en la misma dirección.
Langdon alzó la vista, seguro de haberle entendido mal.
—¿Cómo dice?
—Es bonita, ¿verdad? —insistió el teniente señalando la Torre—. ¿La ha trepado?
Langdon cerró los ojos.
—No, aún no he subido.
—Es el símbolo de Francia. A mí me parece perfecta.
Sonrió, ausente. Los simbologistas solían comentar que Francia —un país conocido por sus machistas, sus mujeriegos y sus líderes bajitos y con complejo de inferioridad, como Napoleón o Pipino el Breve— no podía haber escogido mejor emblema nacional que un falo de trescientos metros de altura.
Cuando llegaron a la travesía con la Rué de Rivoli el semáfaro estaba en rojo, pero el coche no frenó. El agente cruzó la calle y entró a toda velocidad en un tramo arbolado de la Rué Castiglione y que servía como acceso norte a los famosos jardines centenarios de las Tullerías, el equivalente parisiense del Central Park neoyorquino. Eran muchos los turistas que creían que el nombre hacía referencia a los miles de tulipanes que allí florecían, pero en realidad la palabra Tullerías —Tuileries, en francés—, hacía referencia a algo mucho menos romántico. En otros tiempos, el parque había sido una excavación enorme y contaminada de la que los contratistas de obras de París extraían barro para fabricar las famosas tejas rojas de la ciudad, llamadas tuiles.
Al internarse en el parque desierto, el agente apretó algo debajo del salpicadero y la sirena dejó de sonar. Langdon suspiró, agradeciendo la calma repentina. Fuera, el resplandor pálido de los faros halógenos del coche barría el sendero de gravilla y el chirrido de las ruedas entonaba un salmo hipnótico. Langdon siempre había considerado las Tullerías como tierra sagrada. Eran los jardines en los que Claude Monet había experimentado con forma y color, alumbrando literalmente el nacimiento del Impresionismo. Sin embargo, aquella noche el lugar parecía extrañamente cargado de malos presagios.
Ahora el Citroën giró a la izquierda, enfilando hacia el oeste por el bulevar central del parque. Tras bordear un estanque circular, el conductor tomó una avenida desolada y fue a dar a un espacio cuadrado que había más allá. Langdon vio la salida del parque, enmarcada por un enorme arco de piedra, el Arc du Carrousel.
A pesar de los rituales orgiásticos celebrados antaño en ese lugar, los amantes del arte lo amaban por otro motivo totalmente distinto. Desde esa explanada en el extremo de los jardines de las Tullerías se veían cuatro de los mejores museos del mundo... uno en cada punto cardinal.
Por la ventanilla de la derecha, en dirección sur, al otro lado del Sena y del Quai Voltaire, Langdon veía la espectacular fachada iluminada de la antigua estación de tren que ahora llevaba el nombre de Musée d’Orsay. A la izquierda se distinguía la parte más alta del ultramoderno Centro Pompidou, que albergaba el Museo de Arte Moderno. Detrás de él, hacia el oeste, sabía que el antiguo obelisco de Ramsés se elevaba por encima de los árboles y señalaba el punto donde se encontraba el Musée du Jeu de Paume.
Pero era enfrente, hacia el este, pasado el arco, donde ahora Langdon veía el monolítico palacio renacentista que había acabado convertido en el centro de arte más famoso del mundo.
El Museo del Louvre.
Langdon notó una emoción que le era familiar cuando intentó abarcar de una sola mirada todo el edificio. Al fondo de una plaza enorme, la imponente fachada del Louvre se elevaba como una ciudadela contra el cielo de París. Construido en forma de herradura, aquel edificio era el más largo de Europa, y de punta a punta medía tres veces más que la Torre Eiffel. Ni siquiera los más de tres mil metros cuadrados de plaza que se extendían entre las dos alas del museo eclipsaban la majestuosidad y la amplitud de la fachada. En una ocasión, había recorrido el perímetro entero del edificio, en un sorprendente trayecto de casi cinco kilómetros de extensión.
A pesar de que se estimaba que un visitante tendría que dedicar cinco semanas para ver las sesenta y cinco mil trescientas piezas expuestas en aquel museo, la mayoría de turistas optaban por un itinerario reducido al que Langdon llamaba «el Louvre light»; una carrera para ver sus tres obras más famosas: La Mona Lisa, la Venus de Milo y la Victoria Alada de Samotracia. Art Buchwald, el humorista político, había presumido en una ocasión de haber visto aquellas tres obras maestras en tan sólo cinco minutos con cincuenta y seis segundos.
El conductor levantó un walkie-talkie y habló por él en francés a una velocidad endiablada.
—Monsieur Langdon est arrivé. Deux minutes.
Entre el crepitar del aparato llegó una confirmación ininteligible.
El agente dejó el walkie-talkie y se volvió hacia Langdon.
—Se reunirá con el capitaine en la entrada principal.
Ignoró las señales que prohibían el tráfico rodado en la plaza, aceleró y enfiló por la pendiente. La entrada principal surgió frente a ellos, destacando en la distancia, enmarcada por siete estanques triangulares de los que brotaban unas fuentes iluminadas.
La Pyramide.
El nuevo acceso al Louvre se había hecho casi tan famoso como el mismo museo. La polémica y ultramoderna pirámide de cristal diseñada por I. M. Pei, el arquitecto americano de origen chino, seguía siendo blanco de burlas de los más puristas, que creían que destrozaba la sobriedad del patio renacentista. Goethe había definido la arquitectura como una forma de música congelada, y para sus críticos, la pirámide de Pei era como una uña arañando una pizarra. Sin embargo, también había admiradores que elogiaban aquella pirámide de cristal de más de veinte metros de altura y veían en ella la deslumbrante fusión de las estructuras antiguas con los nuevos métodos —un vínculo simbólico entre lo nuevo y lo viejo—, y que acompañaba al Louvre en su viaje hacia el nuevo milenio.
—¿Le gusta nuestra pirámide? —le preguntó el teniente.
Langdon frunció el ceño. Al parecer, a los franceses les encantaba preguntar sobre ese particular a los americanos. Se trataba de una pregunta envenenada, claro, porque admitir que te gustaba te convertía en un americano de mal gusto, y decir lo contrario era un insulto a los franceses.
—Mitterrand fue un hombre osado —replicó Langdon, saliéndose por la tangente.
Se decía que el anterior presidente de Francia, que había encargado la construcción de la pirámide, tenía «complejo de faraón». Responsable máximo de haber llenado la ciudad de obeliscos, obras de arte y objetos procedentes del país del Nilo, Francois Mitterrand sentía una pasión tan desbocada por la cultura egipcia que sus compatriotas seguían llamándolo «La Esfinge».
—¿Cómo se llama el capitán? —preguntó Langdon, cambiando de tema.
—Bezu Fache —dijo el agente mientras acercaba el coche a la entrada principal de la pirámide—. Pero le llamamos le Taureau.
Langdon le miró, preguntándose si todos los franceses tenían aquellos extraños epítetos animales.
—¿Llaman «toro» a su jefe?
—Su francés es mejor de lo que admite, monsieur Langdon —respondió el conductor arqueando las cejas.
«Mi francés es pésimo —pensó—, pero mi iconografía zodiacal es algo mejor.» Tauro siempre ha sido el toro. La astrología era una constante simbólica universal.
El coche se detuvo y el agente le señaló el punto entre dos fuentes tras el que aparecía la gran puerta de acceso a la pirámide.
—Ahí está la entrada. Buena suerte.
—¿Usted no viene?
—He recibido órdenes de dejarlo aquí. Tengo otros asuntos que atender.
Langdon respiró hondo y se bajó del coche.
«Ustedes sabrán lo que hacen.»
El agente arrancó y se fue.
Langdon se quedó quieto un momento, mientras veía alejarse las luces traseras del coche, y pensó que le sería fácil cambiar de opinión, irse de allí, coger un taxi y volverse a la cama. Pero algo le decía que seguramente no era muy buena idea.
Al internarse en la neblina creada por el vapor de las fuentes, tuvo la desagradable sensación de estar traspasando un umbral que abría las puertas de otro mundo. Había algo onírico en la noche que lo atrapaba. Hacía veinte minutos dormía plácidamente en su hotel y ahora estaba delante de una pirámide transparente construida por la Esfinge, esperando a un policía al que llamaban El Toro.
«Es como estar metido dentro de un cuadro de Salvador Dalí», pensó.
Se acercó a la entrada principal, una enorme puerta giratoria. El vestíbulo que se intuía del otro lado estaba desierto y tenuemente iluminado.
«¿Tengo que llamar?»
Se preguntó si alguno de los prestigiosos egiptólogos de Harvard se habrían plantado alguna vez frente a una pirámide y habrían llamado con los nudillos, esperando una respuesta. Levantó la mano para golpear el vidrio, pero de la oscuridad surgió una figura que subía por la escalera. Se trataba de un hombre corpulento y moreno, casi un Neandertal, con un grueso traje oscuro que apenas le abarcaba las anchas espaldas. Avanzaba con la inconfundible autoridad que le conferían unas piernas fuertes y más bien cortas. Iba hablando por el teléfono móvil, pero colgó al acercarse a Langdon, a quien le hizo una señal para que entrara.
—Soy Bezu Fache —le dijo mientras pasaba por la puerta giratoria—, capitán de la Dirección Central de la Policía Judicial.
La voz encajaba perfectamente con su físico; un deje gutural de tormenta lejana.
Langdon le extendió la mano para presentarse.
—Robert Langdon.
La palma enorme del capitán envolvió la suya con gran fuerza.
—Ya he visto la foto —comentó Langdon—. Su agente me ha dicho que fue el propio Jacques Saunière quien...
—Señor Langdon. —Los ojos de Fache se clavaron en los suyos—. Lo que ha visto en la foto es sólo una mínima parte de lo que Saunière ha hecho.
4
El capitán Bezu Fache tenía el aspecto de un buey iracundo, con los hombros echados hacia atrás y la barbilla enterrada en el pecho. El pelo negro engominado acentuaba lo anguloso de su perfil, que como un filo dividía su cara en dos como la quilla de un barco de guerra. Al avanzar, parecía ir abriendo un surco en la tierra que tenía delante, irradiando una fiera determinación que daba fe de su fama de hombre severo en todos los aspectos.
Langdon siguió al capitán por la famosa escalera de mármol hasta el atrio subterráneo que había bajo la pirámide. Mientras bajaban, pasaron junto a dos agentes de la Policía Judicial armados con ametralladoras. El mensaje estaba claro: aquí no entra nadie sin el consentimiento del capitán Fache.
Una vez por debajo del nivel de la calle, un estado de agitación cada vez mayor se iba apoderando de Langdon. La presencia de Fache era todo menos tranquilizadora, y el propio museo ofrecía un aura casi sepulcral a aquellas horas. La escalera, como el pasillo central de un cine oscuro, estaba iluminada por unos pilotos muy tenues que indicaban el camino. Langdon oía que sus propios pasos reverberaban en el cristal que los cubría. Levantó la vista e intuyó las nubes de vapor de agua de las fuentes que se alejaban por encima de aquel techo transparente.
—¿Le gusta? —le preguntó Fache, apuntando hacia arriba con la ancha barbilla.
Suspiró, demasiado cansado para intentar otro comentario ingenioso.
—Sí, su pirámide es magnífica.
Fache emitió un gruñido.
—Una cicatriz en el rostro de París.
«Uno a cero». Notaba que su guía era difícil de complacer. Se preguntaba si Fache sabría que aquella pirámide había sido construida por deseo expreso de Mitterrand con 666 paneles de cristal, ni uno más ni uno menos, curioso empeño que se había convertido en tema de conversación entre los defensores de las teorías conspiratorias, que aseguraban que el 666 era el número de Satán. De todos modos, optó por no sacar el tema.
A medida que se adentraban en el foyer subterráneo, el enorme espacio iba emergiendo lentamente de las sombras. Construido veinte metros por debajo del nivel de la calle, el nuevo vestíbulo del Louvre, de veinte mil metros cuadrados, se extendía como una cueva infinita. El tono ocre pálido del mármol empleado en su construcción armonizaba con el color miel de la piedra de la fachada que se erigía por encima. Normalmente aquel espacio estaba siempre inundado de luz y de turistas, pero aquella noche se veía oscuro y desierto, envuelto en una atmósfera de frialdad más propia de una cripta.
—¿Dónde está el personal de seguridad del museo? —preguntó Langdon.
—En quarantaine —se apresuró a responder Fache, susceptible, como si creyera que Langdon estaba poniendo en cuestión la integridad de su equipo—. Está claro que esta noche aquí ha entrado alguien que no debería haber entrado. Todos los guardas del Louvre están en el ala Sully y los están interrogando. Mis agentes se han hecho cargo de la seguridad del museo por esta noche.
Langdon asintió mientras hacía lo posible por no quedarse rezagado.
—¿Conocía bien a Jacques Saunière? —le preguntó el capitán.
—En realidad no lo conocía. No nos habíamos visto nunca.
Fache pareció sorprendido.
—¿El encuentro de esta noche iba a ser el primero?
—Sí, habíamos quedado en vernos durante la recepción que daba la Universidad Americana después de mi conferencia, pero no se presentó.
Fache anotó algo en un cuadernillo. Sin dejar de caminar, Langdon se fijó en la pirámide menos conocida del Louvre: la Pyramide Inversée, una enorme claraboya invertida que colgaba del techo como una estalactita en la sección contigua del sótano. Fache guió a Langdon hasta la entrada de un pasadizo con techo abovedado que había al final de un tramo de escalera y sobre el que un cartel rezaba DENON. El Ala Denon era la más famosa de las tres secciones principales del museo.
—¿Quién propuso su encuentro de esta noche? —le preguntó Fache de sopetón—. ¿Usted o él?
La pregunta le pareció rara.
—Saunière —respondió Langdon mientras entraba en el pasadizo—Su secretaria se puso en contacto conmigo hace unas semanas por correo electrónico. Me dijo que el conservador había tenido noticias de que iba a dar una conferencia en París este mes y que quería tratar un asunto conmigo aprovechando mi estancia aquí.
—¿Qué asunto?
—No lo sé. Algo relacionado con el arte, supongo. Teníamos intereses comunes.
Fache parecía escéptico.
—¿Me está diciendo que no tiene ni idea del motivo de su encuentro?
Langdon lo desconocía. En su momento había sentido curiosidad, pero no le había parecido procedente insistir. El prestigioso Jacques Saunière era famoso por su discreción y concedía muy pocas entrevistas. Langdon se había sentido honrado al brindársele la ocasión de conocerlo.
—Señor Langdon, ¿se le ocurre al menos de qué habría podido querer tratar la víctima con usted la misma noche en que ha sido asesinado? A lo mejor nos ayuda saberlo.
Lo directo de la pregunta incomodó a Langdon.
—La verdad es que no me lo imagino. No se lo pregunté. Me sentí honrado por tener la ocasión de conocerlo. Soy un admirador de su trabajo. En mis clases uso muchas veces sus libros.
Fache tomó nota de aquello en su cuaderno.
Los dos hombres se encontraban ahora a medio camino del pasillo que daba acceso al Ala Denon, y Langdon ya adivinaba las dos escaleras mecánicas del fondo, inmóviles a aquellas horas.
—¿Y dice que tenían intereses comunes?
—Sí, de hecho he pasado gran parte de este último año preparando un libro que trata sobre la primera especialidad de Saunière. Y tenía muchas ganas de saber qué pensaba.
—Ya. ¿Y qué tema es ese?
Langdon vaciló, sin saber muy bien cómo explicárselo.
—En esencia, se trata de un texto sobre la iconografía del culto a las diosas, del concepto de santidad femenina en el arte y en los símbolos asociados a ella.
Fache se pasó una mano carnosa por el pelo.
—¿Y Saunière era experto en la materia?
—Más que nadie.
—Ya entiendo.
Pero Langdon tenía la sensación de que no entendía nada. Jacques Saunière estaba considerado como el mejor iconógrafo mundial especializado en diosas. No era sólo que sintiera una pasión personal por conservar piezas relacionadas con la fertilidad y los cultos a las diosas y la divinidad femenina, sino que durante los veinte años que se mantuvo en su cargo de conservador, contribuyó a que el Louvre lograra tener la mayor colección del mundo sobre divinidad femenina: labris, las hachas dobles pertenecientes a las sacerdotisas del santuario griego más antiguo de Delfos, caduceos de oro, cientos de cruces ansatas de Ankh parecidas a ángeles, carracas o sistrum usadas en el antiguo Egipto para espantar a los malos espíritus, así como una increíble variedad de esculturas en las que se representaba a Horus amamantado por la diosa Isis.
—Tal vez Jacques Saunière sabía algo del libro que usted estaba preparando —aventuró Fache—, y le propuso el encuentro para ofrecerle su ayuda.
Langdon negó con la cabeza.
—En realidad, no lo sabe nadie. Aún es un borrador, y no se lo he enseñado a nadie excepto a mi editor.
Fache se quedó en silencio.
Langdon no reveló el motivo por el que aún no se lo había enseñado a nadie. Aquel borrador de trescientas páginas —provisionalmente titulado Símbolos de una divinidad femenina perdida—, proponía algunas interpretaciones muy poco convencionales sobre la iconografía religiosa aceptada que, sin duda, resultarían controvertidas.
Cuando ya estaba cerca de las escaleras mecánicas inmóviles, se detuvo al darse cuenta de que Fache ya no iba a su lado. Se volvió y lo vio junto al ascensor de servicio.
—Iremos en ascensor —le dijo cuando se abrieron las puertas—. Seguro que sabe mejor que yo que la galería está bastante lejos de aquí.
Aunque Langdon sabía que el ascensor acortaría la ascensión de dos pisos hasta el Ala Denon, siguió sin moverse.
—¿Pasa algo? —le preguntó Fache sujetando la puerta con impaciencia.
Langdon suspiró y se volvió un instante, despidiéndose del espacio abierto de la escalera mecánica. «No, no pasa nada», se mintió a sí mismo. Cuando era pequeño, Langdon se había caído en un pozo abandonado y se había pasado horas en aquel mínimo espacio, a punto de ahogarse, hasta que lo rescataron. Desde entonces tenía fobia a los espacios cerrados, los ascensores, los metros, las pistas de squash. «El ascensor es un invento perfectamente seguro», se decía siempre a sí mismo, aunque sin acabar de creérselo. «¡Es una cajita de metal que se mueve por un canal cerrado!» Aguantando la respiración, se metió dentro, y cuando las puertas se cerraron notó la descarga de adrenalina que siempre le invadía en aquellos casos.
«Dos pisos, diez segundos.»
—Usted y el señor Saunière —dijo Fache cuando el ascensor empezó a moverse—, ¿no habían hablado nunca? ¿No se habían enviado nunca nada por correo?
Otra pregunta rara.
—No, nunca.
Fache ladeó la cabeza, como tomando nota mental de aquel dato. Sin decir nada más, clavó la mirada en las puertas cromadas.
Mientras ascendían, Langdon intentaba concentrarse en algo que no fueran las cuatro paredes que lo rodeaban. En el reflejo de la puerta brillante, vio el pasador de corbata del capitán: un crucifijo de plata con trece incrustaciones de ónix negro. Aquel detalle le sorprendió un poco. Aquel símbolo se conocía como crux gemmata —una cruz con trece gemas—, y era un ideograma de Cristo con sus doce apóstoles. No sabía por qué, pero no esperaba que un capitán de la policía francesa hiciera una profesión tan abierta de su religiosidad. Pero bueno, estaban en Francia, donde el cristianismo no era tanto una religión como un patrimonio.
—Es una crux gemmata —dijo de pronto Fache.
Desconcertado, Langdon alzó la vista para ver que, a través del reflejo, el capitán lo estaba mirando.
El ascensor se detuvo en seco y las puertas se abrieron.
Salió rápidamente al vestíbulo, ansioso por volver al espacio abierto que proporcionaban los célebres altos techos de las galerías del Louvre. Sin embargo, el mundo al que accedió no era para nada como esperaba.
Sorprendido, interrumpió la marcha.
Fache lo observó.
—Señor Langdon, deduzco que no ha estado en el Louvre fuera de las horas de visita.
«No, supongo que no», respondió mentalmente, intentando orientarse.
Las galerías, por lo general muy bien iluminadas, estaban muy oscuras aquella noche. En vez de la acostumbrada luz blanca cenital, había un resplandor rojizo que subía desde el suelo, fragmentos intermitentes de pilotos rojos que brotaban en el pavimento.
Al escrutar el lóbrego pasillo, pensó que debía haber imaginado la escena. Casi todas las grandes pinacotecas usaban aquella luz rojiza por la noche. Era un sistema de iluminación estratégicamente colocado, poco agresivo y que permitía al personal transitar por los pasillos al tiempo que mantenía las obras en una semipenumbra pensada para retrasar los efectos negativos derivados de una sobreexposición a la luz. Aquella noche, el museo tenía un aspecto casi opresivo. Por todas partes surgían sombras alargadas, y los techos abovedados, normalmente altísimos, se perdían al momento en la negrura.
—Por aquí —dijo Fache, girando de pronto a la derecha y enfilando una serie de galerías conectadas entre sí.
Langdon le siguió, adaptando lentamente la vista a la oscuridad. Por todas partes empezaban a materializarse lienzos de gran formato, como fotografías que cobraban forma ante sus propias narices en una inmensa sala de revelado... los ojos le seguían al pasar de una sala a otra. Notaba claramente el olor a museo —el aire seco, desionizado, con una débil traza de carbono—, producto de los deshumidificadores industriales con filtro carbónico instalados por todas partes para contrarrestar los efectos corrosivos del dióxido de carbono que exhalaban los visitantes.
Las cámaras de videovigilancia, atornilladas en lo más alto de las paredes, les enviaban un mensaje inequívoco: «Os estamos viendo. No toquéis nada.»
—¿Hay alguna que sea de verdad? —preguntó Langdon señalando a las cámaras.
—Claro que no —respondió Fache.
Aquello no le sorprendió. La vigilancia con cámaras en un museo de aquellas proporciones era carísima e ineficaz. Con miles de metros de galerías que controlar, el Louvre debería contar con cientos de técnicos sólo para visionar las cintas. En la actualidad, los museos se decantaban por «sistemas de seguridad reactivos». Si no había manera de disuadir a los ladrones, al menos sí era posible dejarlos encerrados dentro una vez cometido el robo. Era un sistema que se activaba fuera de las horas de visita, y si el intruso se llevaba una obra de arte, automáticamente quedaban selladas las salidas en el perímetro de la galería objeto del robo. El ladrón quedaba entre rejas incluso antes de que llegara la policía.
Más adelante, el sonido de unas voces retumbaba en el pasillo revestido de mármol, procedente, en apariencia, de una estancia espaciosa que se adivinaba a la derecha. De la antesala salía una luz muy potente.
—El despacho del conservador.
Mientras se acercaban, Langdon pudo echar un vistazo al lujoso estudio de Saunière: maderas nobles, pinturas antiguas y un enorme escritorio de anticuario sobre el que descansaba la figura de un caballero con armadura de unos sesenta centímetros de altura. En el interior de aquel despacho varios agentes iban de un lado a otro, hablando por teléfono y tomando notas. Uno de ellos estaba sentado a la mesa y escribía algo en un ordenador portátil. Según parecía, el despacho del conservador se había convertido en un cuartel general improvisado aquella noche.
—Messieurs —dijo Fache en voz alta. Todos se giraron—. Ne nous dérangez pas sous aucun pretexte. Entendu?
Los agentes asintieron, dándose por enterados.
Langdon había colgado muchos carteles con el famoso NE PAS DÉRANGER en las puertas de muchos hoteles y entendió las órdenes del capitán. No debían molestarlos bajo ningún concepto.
Tras dejar atrás a aquella pequeña congregación de policías, Fache condujo a Langdon por el pasillo oscuro. Unos diez metros más adelante se adivinaba la entrada a la galería más famosa del Louvre —la Grande Galerie—, un pasillo aparentemente sin fin que albergaba obras maestras del arte italiano. Langdon ya había deducido que era allí donde se encontraba el cuerpo de Saunière, porque en la polaroid había visto un trozo de su inconfundible suelo de parqué.
Al acercarse, vio que el acceso estaba bloqueado por una enorme verja de acero que parecía como las que usaban en los castillos medievales para impedir el paso de los ejércitos intrusos.
—Seguridad reactiva —dijo Fache cuando estuvieron cerca.
Incluso ahí, casi a oscuras, aquella barricada parecía tan sólida como para resistir la embestida de un tanque. Langdon escrutó las cavernas débilmente iluminadas de la Gran Galería entre los barrotes.
—Usted primero, señor Langdon —le dijo Fache.
Langdon se volvió.
«¿Yo primero? ¿Dónde?»
Fache le señaló la base de la verja con un movimiento de cabeza.
Langdon lo siguió con la mirada. Estaba tan oscuro que no se había dado cuenta de que el mecanismo estaba levantado medio metro, permitiendo, bien que sin mucha comodidad, el paso por debajo.
—Esta área sigue de momento fuera de los límites del servicio de seguridad del museo —explicó Fache—. Mi equipo de la Policía Técnica y Científica acaba de terminar su investigación. —Señaló la abertura—. Pase por ahí debajo, por favor.
Langdon observó primero la estrecha rendija que sólo permitía pasar arrastrándose, y la enorme verja metálica. «Supongo que lo dice en broma, ¿no?» Aquella barricada parecía una guillotina lista para aplastar a cualquier intruso.
Fache murmuró algo en francés y consultó la hora. Acto seguido, se arrodilló y arrastró su voluminoso cuerpo por debajo de la reja. Una vez del otro lado, se puso de pie y miró a Langdon.
Este suspiró. Apoyando las manos en el suelo pulido, se tumbó boca abajo y avanzó. Cuando estaba a medio camino, se le enganchó el cuello de la chaqueta en la verja y se dio un golpe con el hierro en la nuca.
«Tranquilo, Robert, tranquilo», pensó, forcejeando para liberarse. Finalmente se levantó, ya del otro lado, empezando a sospechar que aquella iba a ser una noche muy larga.
5
Murray Hill Place, la nueva sede estadounidense del Opus Dei y su centro de convenciones, se levanta en el número 243 de Lexington
Avenue, en Nueva York. Valorado en más de cuarenta y siete millones de dólares, el edificio, de más de cuatro mil metros cuadrados de superficie, está revestido de ladrillo oscuro y piedra de Indiana. Diseñado por May & Pinska, cuenta con más de cien dormitorios, seis comedores, bibliotecas, salones, oficinas y salas de trabajo. En las plantas dos, ocho y dieciséis hay capillas decoradas con mármoles y maderas labradas. El piso diecisiete es enteramente residencial. Los hombres acceden al edificio por la entrada principal de Lexington Avenue. Las mujeres lo hacen por una calle lateral y, en el interior del edificio, deben estar en todo momento separadas «acústica y visualmente» de los hombres.
Aquella tarde, hacía unas horas, en la soledad de su apartamento del ático, el obispo Manuel Aringarosa había metido cuatro cosas en un bolso de viaje y se había puesto la sotana. En condiciones normales no habría obviado el cordón púrpura, pero esa noche iba a viajar acompañado de más gente y deseaba que su alto cargo pasara desapercibido. Sólo los más atentos se darían cuenta al verle el anillo de oro de catorce quilates con la amatista púrpura, los grandes brillantes y la mitra engarzada. Se había echado la bolsa al hombro, había rezado una oración en voz baja y había salido de su apartamento en dirección al vestíbulo, donde su chófer le estaba esperando para llevarlo al aeropuerto.
Ahora, en ese vuelo comercial rumbo a Roma, Aringarosa miraba por la ventanilla y veía el oscuro océano Atlántico. El sol ya se había puesto, pero él sabía que su estrella particular estaba iniciando su imparable ascenso. «Esta noche se ganará la batalla», pensó, aún sorprendido al pensar en lo impotente que se había sentido hacía sólo unos meses para enfrentarse a las manos que amenazaban con destruir su imperio.
En calidad de prelado del Opus Dei, el obispo Aringarosa había pasado los últimos diez años extendiendo el mensaje de la «Obra de Dios», que es lo que significaba literalmente Opus Dei. La congregación, fundada en 1928 por el sacerdote español Josemaría Escrivá, promovía el retorno a los valores conservadores del catolicismo y animaba a sus miembros a realizar sacrificios drásticos en sus vidas para hacer la Obra de Dios.
La filosofía tradicionalista del Opus Dei arraigó en un principio en la España prefranquista, pero la publicación en 1934 de Camino, el libro espiritual de Josemaría Escrivá, consistente en 999 máximas de meditación para hacer la Obra de Dios en esta vida, propagó el mensaje de aquel sacerdote por todo el mundo. Ahora, con más de cuatro millones de ejemplares publicados en cuarenta y dos idiomas, la fuerza del Opus Dei no conocía fronteras. Sus residencias, centros docentes y hasta universidades se encontraban prácticamente en todas las grandes ciudades del mundo. El Opus era la organización católica con un mayor índice de crecimiento, así como la más sólida en términos económicos. Pero por desgracia, Aringarosa era consciente de que en tiempos de cinismo religioso, de idolatría y telepredicadores, la creciente riqueza de la Obra era blanco de sospechas.
—Son muchos los que consideran al Opus Dei como una secta destructiva —le comentaban con frecuencia los periodistas—. Otros los tachan de sociedad secreta católica ultraconservadora. ¿Son alguna de esas dos cosas?
—No, ninguna —respondía siempre el obispo sin perder la paciencia. Somos una Iglesia católica, una congregación de católicos que hemos optado prioritariamente por seguir la doctrina católica con tanto rigor como podamos en nuestras vidas cotidianas.
—¿Incluye la Obra de Dios necesariamente los votos de castidad, pobreza y penitencia de los pecados mediante la autoflagelación y el cilicio?
—Eso describe sólo a una pequeña parte de los miembros del Opus Dei —respondía Aringarosa—. Hay muchos niveles de entrega. Hay miles de miembros que están casados, tienen familia y viven la Obra de Dios en sus propias comunidades. Los hay que optan por una vida de ascetismo y enclaustramiento en la soledad de nuestras residencias. La elección es personal, pero todos en el Opus Dei compartimos la misma meta de mejorar el mundo haciendo la Obra de Dios. Y no hay duda de que se trata de toda una proeza.
Con todo, la razón casi nunca servía. Los medios de comunicación se alimentaban normalmente de escándalos, y el Opus Dei, como cualquier gran organización, tenía entre sus miembros algunas almas descarriadas que ensombrecían los esfuerzos del resto del grupo.
Hacía dos meses se había descubierto que un grupo del Opus Dei de una universidad del Medio Oeste americano drogaba con mescalina a sus neófitos para inducirles un estado de euforia que ellos percibieran como experiencia religiosa. En otro centro universitario, un alumno había usado el cilicio bastante más que las dos horas diarias recomendadas y se había causado una infección casi mortal. No hacía mucho, en Bostón, un pequeño inversor en bolsa desilusionado había donado al Opus Dei los ahorros de toda su vida y había intentado suicidarse.
«Ovejas descarriadas», se compadeció Aringarosa.
Claro que la mayor vergüenza había sido el juicio mediático contra Robert Hanssen que, además de ser un destacado miembro del Opus y espía del FBI, había resultado ser un pervertido sexual que, según se demostró durante las vistas, había colocado cámaras ocultas en su propia habitación para que sus amigos le vieran manteniendo relaciones sexuales con su esposa. «Cuesta creer que se trate del pasatiempo de un católico devoto», había comentado el juez.
Por desgracia, todos aquellos hechos habían propiciado la creación de un grupo de denuncia conocido como Red de Vigilancia del Opus Dei (Opus Dei Awareness Network, ODAN). En la popular página web del grupo, www.odan.org, se relataban historias escalofriantes de antiguos miembros que advertían de los peligros de integrarse a la congregación. Los medios de comunicación empezaban a referirse al Opus como la «mafia de Dios», o el «Culto idólatra a Cristo».
«Tememos aquello que no entendemos», pensó Aringarosa, preguntándose si aquellos críticos tenían idea de cuántas vidas había hecho más plenas la Obra. El grupo gozaba del apoyo y la bendición plena del Vaticano. «El Opus Dei es una prelatura personal del Papa.»
Sin embargo, en los últimos tiempos, el Opus se había visto amenazado por una fuerza infinitamente más poderosa que la de los medios... un enemigo inesperado del que Aringarosa no tenía modo de esconderse. Hacía cinco meses, el caleidoscopio del poder se había agitado y él aún se estaba tambaleando por culpa de la sacudida.
—No son conscientes de la guerra que han iniciado —murmuró para sus adentros, mirando la oscuridad que lo invadía todo al otro lado de la ventanilla del avión.
Por un instante sus ojos captaron el reflejo de su propio rostro: oscuro y alargado, dominado por una nariz chata y torcida, rota en una pelea en sus tiempos de joven misionero en España. Ya casi no se fijaba en aquel defecto físico. El mundo de Aringarosa era del espíritu, no de la carne.
Cuando el avión empezaba a sobrevolar las costas de Portugal, su teléfono móvil empezó a vibrar. A pesar de la normativa aérea que prohibía el uso de dispositivos electrónicos durante el vuelo, el obispo sabía que no podía dejar de contestar aquella llamada. Sólo un hombre conocía aquel número, el hombre que le había enviado aquel teléfono.
Excitado, Aringarosa respondió en voz baja.
—¿Sí?
—Silas ha encontrado la clave —dijo su interlocutor—. Está en París. En la iglesia de Saint-Sulpice.
El obispo sonrió.
—Entonces estamos cerca.
—La podemos conseguir inmediatamente. Pero necesitamos su influencia.
—Desde luego. Dígame qué tengo que hacer.
Cuando Aringarosa desconectó el teléfono, el corazón le latía con fuerza. Volvió a contemplar la oscuridad de la noche, empequeñecido por la magnitud de los acontecimientos que había puesto en marcha.
A casi mil kilómetros de allí, el albino Silas se encontraba frente a un pequeño lavamanos lleno de agua, limpiándose la sangre de la espalda. Las gotas se hundían en él y creaban formas. «Purifícame con hisopo, y seré limpio», rezaba, recitando los Salmos. «Lávame, y seré más blanco que la nieve.»
A Silas lo invadía una emoción y una impaciencia que no había sentido desde su otra vida y que lo electrizaba. Durante los diez años anteriores había seguido los preceptos de Camino, limpiando sus pecados... reconstruyendo su vida... borrando toda la violencia de su pasado. Pero aquella noche todo había vuelto a hacérsele presente. El odio que tanto se había esforzado por enterrar había sido convocado de nuevo. Y le había asombrado constatar lo poco que su pasado había tardado en aflorar a la superficie. Y con él, claro, sus antiguas mañas. Algo oxidadas, pero aún útiles.
«El mensaje de Jesús es un mensaje de paz, de no-violencia, de amor». Aquel era el mensaje que le habían enseñado desde el principio, y el que conservaba en su corazón. Sin embargo, era también el que los enemigos de Cristo ahora amenazaban con destruir. «Los que amenazan a Dios por la fuerza encontrarán resistencia. Inamovible y siempre alerta.»
Durante dos milenios, los soldados cristianos habían defendido su fe contra los que intentaban aboliría. Y esa noche Silas había sido llamado a la batalla. Tras secarse las heridas, se puso el hábito, que le llegaba a los tobillos. Era liso, de lana oscura, y hacía resaltar la blancura de su piel y de su pelo. Se apretó el cinturón de cuerda, se cubrió con la capucha y se miró en el espejo. «Iniciamos la marcha.»
6
Tras pasar por debajo de la reja de seguridad, Robert Langdon estaba ahora junto a la entrada de la Gran Galería, observando el acceso a un cañón abovedado muy largo y muy profundo. A ambos lados de la galería, los severos muros se elevaban nueve metros y se perdían en la oscuridad. El brillo tenue y rojizo de las luces de emergencia apuntaba hacia arriba, iluminando con un resplandor artificial la colección de Leonardos, Tizianos y Caravaggios suspendidos del techo con cables. Naturalezas muertas, escenas religiosas y paisajes se alternaban con retratos de nobles y políticos.
Aunque la Gran Galería albergaba las obras pictóricas italianas , más famosas del Louvre, a muchos visitantes les parecía que lo que la hacía más impresionante era en realidad su suelo de parqué. Con un deslumbrante diseño geométrico conseguido a base de losanges de roble, el pavimento producía un efímero efecto óptico: una red multidimensional que daba a quienes recorrían la galería la sensación de estar flotando sobre una superficie que cambiaba a cada paso.
Nada más empezar a recorrer el dibujo con la mirada, sus ojos se detuvieron en un objeto inesperado que había en el suelo, a su izquierda, rodeado con un precinto de la policía. Se volvió para mirar a Fache.
—¿Lo que está en el suelo es... un Caravaggio?
El capitán asintió sin mirar.
Langdon calculaba que aquella pintura estaba valorada en más de dos millones de dólares, y sin embargo estaba ahí, tirada en el suelo como un cartel viejo.
—¿Y qué está haciendo en el suelo?
Fache frunció el ceño, sin inmutarse.
—Esto es la escena de un crimen, señor Langdon. No hemos tocado nada. El conservador arrancó el cuadro de la pared. Así es como se activó el sistema de seguridad.
Langdon volvió a mirar la reja, intentando imaginar qué había sucedido.
—A Saunière lo atacaron en su despacho, salió corriendo a la Gran Galería y activó la reja de seguridad arrancando ese óleo de la pared. Esta se cerró al momento sellando el paso. Se trata de la única vía de acceso o de salida de la galería.
Langdon estaba confuso.
—Entonces, ¿el conservador llegó a capturar a su atacante dentro de la Gran Galería?
Fache negó con la cabeza.
—La reja de seguridad le sirvió para separarse de su atacante. El asesino quedó fuera, en el vestíbulo, y disparó a Saunière desde el otro lado de la reja. —El capitán señaló una etiqueta naranja que colgaba de uno de los barrotes de la reja por la que acababan de pasar—.
La policía científica ha encontrado trazas de un disparo efectuado con arma de fuego. El atacante disparó desde detrás de la reja. Saunière ha muerto aquí solo.
Langdon recordó la foto del cadáver.
«Dijeron que se lo había hecho él mismo.» Escrutó el enorme pasillo que tenían delante.
—¿Y dónde está el cuerpo? Fache se arregló el pasador de la corbata con forma de cruz y empezó a caminar.
—Como seguramente ya sabe, la Gran Galería es bastante larga.
Su extensión exacta, si no recordaba mal, era de unos cuatrocientos setenta y dos metros, el equivalente a tres obeliscos de Washington puestos en fila. Igual de impresionante era la anchura de aquel corredor, lo bastante espacioso como para albergar cómodamente dos trenes de pasajeros. En el espacio central, a intervalos, había colocadas algunas esculturas o enormes urnas de porcelana, que servían para dividir el pasillo de manera elegante y para crear dos carriles para los visitantes, uno para los que iban y otro para los que volvían.
Ahora Fache no decía nada y avanzaba por el lado derecho de la Galería con la mirada clavada al frente. A Langdon le parecía casi una falta de respeto pasar frente a todas aquellas obras de arte sin reparar siquiera en ellas.
«Aunque está tan oscuro que tampoco vería nada», pensó.
Aquella luz tenue y rojiza le trajo por desgracia a la memoria su última experiencia con ese mismo tipo de iluminación, en los Archivos Secretos Vaticanos. Volvió a pensar en lo cerca que estuvo de la muerte aquel día en Roma. Era el segundo paralelismo de la noche. A la mente le volvió la imagen de Vittoria. Hacía meses que no soñaba con ella. A Langdon le costaba creer que de lo de Roma hiciera sólo un año; parecían décadas. «Otra vida.» Su último contacto por carta había sido en diciembre, cuando le había enviado una postal en la que le decía que se iba al mar de Java a seguir sus investigaciones sobre la teoría de las cuerdas... algo relacionado con el uso de satélites para seguir el rastro de las migraciones de las rayas. Langdon nunca había albergado la esperanza de que una mujer como Vittoria Vetra pudiera ser feliz con él viviendo en la universidad, pero su encuentro en Roma le había despertado un deseo que hasta aquel momento jamás se creyó capaz de sentir. De pronto su pertinaz soltería y las libertades básicas que ésta le permitía parecían haber zozobrado... y haber sido reemplazadas por un vacío inesperado que se había hecho mayor durante el último año.
A pesar de avanzar a paso rápido, Langdon seguía sin ver ningún cadáver.
—¿Llegó hasta tan lejos Jacques Saunière?
—La bala le impactó en el estómago. Su muerte fue muy lenta. Tal vez tardó entre quince y veinte minutos en perder la vida. Y está claro que era un hombre de gran fortaleza física.
Langdon se volvió, indignado.
—¿Los de seguridad tardaron quince minutos en llegar hasta aquí?
—No, claro que no. El servicio de seguridad respondió de inmediato a la llamada de alarma y se encontraron con que la galería estaba sellada. A través de la reja oían a alguien que se movía al fondo del corredor, pero no veían quién era. Gritaron, pero no les respondió nadie. Supusieron que sólo podía tratarse de un delincuente, y siguiendo el protocolo avisaron a la Policía Judicial. Llegamos en cuestión de quince minutos y conseguimos abrir un poco la reja, lo bastante como para colarnos por debajo. Ordené a doce hombres armados que registraran el pasillo y arrinconaran al intruso.
—¿Y?
—No encontraron a nadie, excepto a.... —señaló hacia delante. Él.
Langdon alzó la vista y siguió la dirección de aquel dedo. Al principio le pareció que Fache le señalaba una gran estatua de mármol que había en el centro de la galería. Pero al avanzar un poco pudo ver lo que había detrás. Poco menos de treinta metros más allá había un foco sobre un trípode portátil que iluminaba el suelo, creando una isla brillante de luz blanca en medio de aquella galería rojiza y en penumbra. En el centro, como si fuera un insecto bajo la lente de un microscopio, el cadáver del conservador estaba tendido en el suelo de madera.
—Ya ha visto la foto dijo Fache, así que esto no debería sorprenderle.
A medida que se iban acercando al cadáver, Langdon sentía que un escalofrío le recorría de arriba abajo. Aquella era una de las imágenes más extrañas que había visto en su vida.
El pálido cuerpo sin vida de Jacques Saunière estaba en la misma posición que tenía en la foto. Langdon estaba de pie junto a él, entrecerrando los ojos para soportar la dureza de aquel foco, y tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que había sido el propio conservador quien había dedicado los últimos minutos de su existencia a colocarse de aquel modo.
Saunière estaba muy en forma para la edad que tenía... y ahora todos sus músculos quedaban a la vista. Se había quitado toda la ropa y la había doblado con esmero, dejándola en el suelo. Se había tendido boca arriba en el centro de la espaciosa galería, perfectamente alineado longitudinalmente. Sus brazos y piernas estaban totalmente extendidos, como los de un niño jugando a ser pájaro, o mejor, como los de un hombre al que una fuerza invisible estuviera a punto de descuartizar.
Justo por debajo del esternón de Saunière, una mancha marcaba el punto donde la bala le había desgarrado la carne. La herida había sangrado muy poco, sorprendentemente, y había dejado sólo un pequeño charco oscuro.
El dedo índice de su mano izquierda también estaba ensangrentado, según parecía, porque lo había ido mojando en la herida para crear el entorno más perturbador de su macabro lecho de muerte: usando su propia sangre a modo de tinta, y su abdomen desnudo como lienzo, Saunière había dibujado un sencillo símbolo sobre su piel; cinco líneas rectas que, a base de intersecciones, formaban una estrella de cinco puntas.
«El pentáculo.»
La estrella de sangre, centrada en torno al ombligo del conservador, daba al cadáver un aspecto siniestro. La foto que había visto ya le había parecido escalofriante, pero presenciar la escena en persona le causó un gran impacto.
«Y se lo hizo él mismo.»
—¿Señor Langdon? —Los ojos de Fache volvieron a posarse en el experto en simbología.
—Es el pentáculo —dijo Langdon, y la voz retumbó en la enormidad de aquel espacio—. Uno de los símbolos más antiguos de la tierra. Ya se usaba cuatro mil años antes de Cristo.
—¿Y qué significa?
Langdon siempre vacilaba cuando le hacían aquella pregunta. Decirle a alguien lo que «significaba» un símbolo era como decirle cómo debía hacerle sentir una canción; era algo distinto para cada uno. El capirote blanco usado por el Ku Klux Klan evocaba imágenes de odio y racismo en los Estados Unidos y, sin embargo, estaba lleno de significación religiosa en España.
—Los símbolos significan cosas distintas en sitios distintos —dijo Langdon—. Fundamentalmente, el pentáculo es un símbolo religioso pagano.
Fache asintió.
—Un culto al diablo.
—No —le corrigió Langdon inmediatamente, constatando que su elección de vocablos debería haber sido más clara.
En la actualidad, el término «pagano» estaba empezando a ser casi sinónimo de cultos satánicos. Craso error. La raíz de la palabra, en realidad, estaba en el término latino paganus, que significaba «habitante del campo». Los paganos eran por tanto literalmente campesinos sin adoctrinar apegados a los antiguos cultos rurales a la Naturaleza. De hecho, la desconfianza de la Iglesia para con los que vivían en las «villas» rurales era tanta que el antiguo término para describir a los campesinos —«villanos», habitantes de las villas—, había pasado a ser sinónimo de malvado.
—El pentáculo —aclaró Langdon—, es un símbolo precristiano relacionado con el culto a la Naturaleza. Los antiguos dividían el mundo en dos mitades: la masculina y la femenina. Sus dioses y diosas actuaban para mantener un equilibrio de poder. El yin y el yang.
Cuando lo masculino y lo femenino estaban equilibrados, había armonía en el mundo. Cuando no, reinaba el caos. —Langdon señaló el estómago de Saunière—. Este pentáculo representa la mitad femenina de todas las cosas, un concepto religioso que los historiadores de la religión denominan «divinidad femenina» o «venus divina». Y no hay duda de que eso, precisamente, Saunière lo sabía muy bien.
—¿Me está diciendo que Saunière se dibujó un símbolo de divinidad femenina en el estómago?
Langdon tenía que reconocer que era bastante raro.
—En su interpretación más estricta, el pentáculo representa a Venus, la diosa del amor sexual femenino y de la belleza.
Fache miró aquel cuerpo desnudo y emitió un gruñido.
—Las religiones de los primeros tiempos de la historia se basaban en el orden divino de la Naturaleza. La diosa Venus y el planeta Venus eran lo mismo. La diosa ocupaba un lugar en la bóveda celeste nocturna y se la conocía por multitud de nombres —Venus, La Estrella de Oriente, Ishtar, Astarte—, todos ellos conceptos del gran poder femenino y sus vínculos con la Naturaleza y la Madre Tierra.
Fache parecía más preocupado que antes, como si de algún modo prefiriera la idea del culto diabólico.
Langdon decidió no revelarle la propiedad más sorprendente del pentáculo: el origen gráfico de su vínculo con Venus. Cuando era un joven estudiante de astronomía, Langdon se sorprendió al saber que el planeta Venus trazaba un pentáculo perfecto en la Eclíptica cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir ese fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolos de perfección, de belleza y de las propiedades cíclicas del amor sexual. Como tributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de cuatro años para organizar sus Olimpiadas. En la actualidad, son pocos los que saben que el hecho de organizar los Juegos Olímpicos cada cuatro años sigue debiéndose a los medios ciclos de Venus. Y menos aún los que conocen que el pentáculo estuvo a punto de convertirse en el emblema oficial olímpico, pero que se modificó en el último momento —las cinco puntas pasaron a ser cinco aros formando intersecciones para reflejar mejor el espíritu de unión y armonía del evento.
—Señor Langdon —dijo Fache de pronto—. El pentáculo tiene que estar también relacionado con el diablo. En sus películas de terror americanas siempre lo dejan muy claro.
Langdon frunció el ceño.
«Gracias, Hollywood.» La estrella de cinco puntas se había convertido casi en un tópico en las películas sobre asesinos en serie satánicos, y casi siempre colgaba en el apartamento de algún satanista junto con la demás parafernalia supuestamente demoníaca. A él siempre le descorazonaba ver que el símbolo se usaba en aquel contexto, porque sus orígenes eran en gran medida divinos.
—Le aseguro —dijo— que a pesar de lo que vea en las películas, la interpretación demoníaca del pentáculo no es rigurosa desde el punto de vista histórico. El significado femenino original sí lo es, pero el simbolismo de esta figura se ha ido distorsionando con los milenios. En este caso, a través del derramamiento de sangre.
—No sé si lo entiendo.
Langdon miró el crucifijo de Fache, sin saber cómo enfocar lo que quería decir.
—La Iglesia, señor. Los símbolos son muy resistentes, pero la primera Iglesia católica romana alteró el significado del pentáculo. Como parte de la campaña del Vaticano para erradicar las religiones paganas y convertir a las masas al cristianismo, la Iglesia inició una campaña denigratoria contra los dioses y las diosas paganos, identificando sus símbolos divinos con el mal.
—Siga.
—Se trata de algo muy común en tiempos de incerteza. El nuevo poder emergente se apropia de los símbolos existentes y los degrada con el tiempo, en un intento de borrar su significado. En la batalla entre los símbolos paganos y los cristianos, perdieron los primeros; el tridente de Poseidón se convirtió en un símbolo del demonio. —Langdon hizo una pausa—. Por desgracia, el ejército de los Estados Unidos también ha pervertido el pentáculo; en la actualidad, es el símbolo bélico más destacado. Lo dibujamos en nuestros aviones de ataque y aparece en los galones de todos nuestros generales.
«Eso es lo que han hecho con la diosa del amor y la belleza.»
—Interesante. —Fache asintió sin apartar la vista del cuerpo de miembros extendidos—. ¿Y la posición del cuerpo? ¿Cómo la interpreta usted?
Langdon se encogió de hombros.
—La postura enfatiza aún más la referencia al pentáculo y al sagrado femenino.
Fache lo miró, desconcertado.
—¿Cómo dice?
—Replicación. Repetir un símbolo es la manera más sencilla de reforzar su significado. Jacques Saunière se ha colocado imitando la forma de la estrella de cinco puntas. «Si un pentáculo es bueno, mejor serán dos.»
Fache resiguió con la mirada las cinco puntas que formaban los brazos, las piernas y la cabeza del conservador, pasándose de nuevo la mano por el pelo.
—Un análisis interesante. —Hizo una pausa—. ¿Y el hecho de que esté desnudo? —añadió con un deje de disgusto en la voz, como si le repugnara la visión del cuerpo de un hombre mayor—. ¿Por qué se quitó la ropa?
«Esa sí que es una buena pregunta», pensó Langdon. Desde que vio la foto no había dejado de preguntárselo. Todo lo que se le ocurría era que la figura humana desnuda era otra representación de Venus —la diosa de la sexualidad humana. Aunque la cultura moderna había eliminado gran parte de la asociación entre Venus y la unión masculina/femenina, al ojo entrenado en etimologías no le costaría captar un vestigio del significado original de la diosa en la palabra «venéreo». Con todo, Langdon prefirió no sacar el tema.
—Señor Fache, está claro que yo no puedo decirle por qué Saunière se ha dibujado este símbolo en el cuerpo y se ha colocado de esta manera, pero lo que sí puedo decirle es que para una persona como él, el pentáculo había de ser un símbolo de la divinidad femenina. La correlación entre ésta y ese símbolo es perfectamente conocida por los historiadores del arte y los simbologistas.
—Perfecto. ¿Y el uso de su propia sangre como tinta?
—Está claro que no tenía nada más con qué escribir.
Fache se quedó un momento en silencio.
—Pues yo creo que usó la sangre para que la policía iniciara ciertas investigaciones forenses.
—¿Cómo dice?
—Fíjese en la mano izquierda.
Langdon lo hizo, pero no vio nada. Rodeó el cadáver y se agachó, y fue entonces cuando, para su sorpresa, descubrió que el conservador tenía un rotulador en la mano.
—Saunière lo tenía cogido cuando lo encontramos —dijo Fache, que se dirigió unos metros más allá, hasta una mesa plegable llena de objetos para la investigación, cables y aparatos electrónicos—. Como ya le he dicho, no hemos tocado nada. ¿Está usted familiarizado con este tipo de bolígrafos?
Langdon se agachó más para leer la etiqueta.
STYLO DE LUMIÉRE NOIRE
Alzó la vista al momento, sorprendido.
Aquel rotulador de tinta invisible tenía una punta de fieltro especial y estaba pensado originalmente para que museos, restauradores y unidades policiales de lucha contra la falsificación pudieran colocar marcas invisibles en las obras. La tinta del rotulador estaba hecha a base de una solución anticorrosiva de alcohol, que sólo se hacía visible bajo la luz ultravioleta. El personal encargado del mantenimiento de las obras del museo llevaba este tipo de rotuladores para colocar cruces en los marcos de las obras que debían ser restauradas.
Cuando Langdon se incorporó, Fache se acercó hasta el foco y lo apagó. La galería quedó de pronto sumida en la oscuridad.
En aquellos segundos de ceguera momentánea, sintió que le invadía una creciente incertidumbre. Lentamente fue surgiendo el perfil de Fache en medio de la tenue luz rojiza, que se acercaba con una especie de linterna que lo envolvía en una neblina violácea.
—Como tal vez ya sabe —dijo Fache con los ojos fosforescentes a causa de aquel resplandor violeta—, la policía usa este tipo de iluminación para inspeccionar los lugares donde se han cometido crímenes en busca de sangre y otras pruebas forenses. Así que entenderá cuál ha sido nuestra sorpresa... —Se interrumpió y enfocó el cadáver.
Langdon bajó la vista y dio un brinco del susto.
El corazón empezó a latirle con fuerza ante la extraña visión que brillaba ahí delante, sobre el suelo de parqué. Con letra luminosa, las últimas palabras de Saunière se extendían, púrpuras, junto a su cadáver. Al contemplar aquel texto iluminado, sintió que la niebla que lo había envuelto toda la noche se hacía más espesa.
Volvió a leer el mensaje y alzó la vista.
—¿Qué demonios significa?
Los ojos del capitán brillaron en la oscuridad.
—Esa, monsieur, es exactamente la pregunta que queremos que usted nos responda.
No lejos de allí, en el interior del despacho de Saunière, el teniente Collet había regresado al Louvre y estaba inclinado sobre una consola de audio instalada sobre el enorme escritorio del conservador. Si ignoraba el extraño muñeco con aspecto de robot que reproducía un caballero medieval y que parecía estar espiándolo desde un rincón de la mesa, Collet se sentía cómodo. Se colocó bien los auriculares AKG y comprobó las entradas de sonido en el sistema de grabado del disco duro. Todas funcionaban. Los micrófonos también iban perfectamente, y el sonido llegaba muy nítido.
—Le moment de venté —susurró.
Sonriendo, cerró los ojos y se dispuso a disfrutar del resto de la conversación que tenía lugar en la Gran Galería y que a partir de ese momento empezaba a quedar grabada.
7
El humilde habitáculo que había en la iglesia de Saint-Sulpice estaba ubicado en la segunda planta del propio templo, a la izquierda del balcón del coro. Se trataba de una vivienda de dos piezas con suelos de piedra y muy pocos muebles, y que era el hogar de sor Sandrine Bieil desde hacía más de diez años. Oficialmente, su residencia estaba en un convento cercano, pero ella prefería la tranquilidad de la iglesia y teniendo, como tenía, cama, teléfono y comida caliente, no necesitaba más.
En tanto que conservatrice d’affaires, sor Sandrine era la encargada de los aspectos no religiosos de la vida de la iglesia: el mantenimiento general, la contratación de personal de apoyo y guías, la seguridad del edificio fuera de las horas de culto y de visita, la compra del vino de misa y las hostias de consagrar.
Esa noche, mientras dormía en su estrecha cama, el sonido del teléfono la despertó y descolgó soñolienta.
—¿Diga?
—Hola, hermana.
Sor Sandrine se sentó en la cama. «Pero ¿qué hora es?» Aunque reconocía la voz de su jefe, nunca en aquellos quince años la había despertado a deshoras. El abad era un hombre muy pío que se acostaba siempre después de misa.
—Siento haberla despertado, hermana —dijo con una voz que también sonaba grave y tomada por el sueño—. Tengo que pedirle un favor. Acabo de recibir la llamada de un importante obispo americano. A lo mejor lo conoce. Manuel Aringarosa.
—¿El máximo representante del Opus Dei? —«Claro que lo conozco. ¿Quién no ha oído hablar de él en la Iglesia?» La prelatura conservadora de Aringarosa se había hecho cada vez más influyente en los últimos años. Su ascensión a la gracia había recibido el espaldarazo final en 1982, cuando Juan Pablo II la convirtió por sorpresa en «prelatura personal del Papa», aprobando oficialmente todas sus prácticas. Curiosamente, aquel hecho coincidía en el tiempo con la supuesta transferencia de mil millones de dólares que la secta habría realizado a favor del Instituto Vaticano para las Obras Religiosas —vulgarmente conocido como Banca Vaticana—, para impedir su vergonzante bancarrota. En una segunda maniobra que había levantado muchas suspicacias, el Papa había colocado al fundador de la Obra en la pista de despegue inminente hacia la santidad, reduciendo un proceso de canonización que con frecuencia tardaba siglos a un breve trámite de veinte años. Sor Sandrine no podía evitar ver con sospecha la influencia del Opus en el Vaticano, pero con la Santa Sede no se discutía.
—El obispo Aringarosa me ha llamado para pedirme un favor —prosiguió el abad, con voz nerviosa—. Uno de sus numerarios se encuentra en París esta noche...
Mientras escuchaba aquella extraña petición, sor Sandrine estaba cada vez más confundida.
—Discúlpeme. ¿Me está diciendo que ese numerario del Opus Dei no puede esperar a mañana?
—Me temo que no. Su avión sale muy temprano. Y siempre ha tenido el sueño de ver Saint-Sulpice.
—Pero si la iglesia es mucho más interesante de día. Con los rayos del sol que se filtran por el rosetón, con las sombras del gnomon, eso es lo que la hace única.
—Hermana, estoy de acuerdo, pero si le deja entrar esta noche lo consideraré un favor personal que me hace. El podría estar ahí a eso de... ¿la una? Dentro de veinte minutos.
Sor Sandrine frunció el ceño.
—Sí, claro, lo atenderé gustosamente.
El abad le dio las gracias y colgó.
Desconcertada, se quedó un momento más en la cama, intentando despejarse. A sus sesenta años, le costaba un poco más que antes despertarse, aunque ciertamente aquella llamada telefónica le había avivado los sentidos. El Opus Dei siempre le había inspirado desconfianza. Además de su afición por la trasnochada mortificación corporal, sus puntos de vista sobre la mujer eran, cuando menos, medievales. Se había enterado con horror de que a las numerarias se las obligaba a limpiar las estancias de los hombres cuando estos estaban en misa; ellas dormían sobre tablones de madera mientras que los hombres podían hacerlo en colchones de paja; además, a ellas se les exigía que se infligieran más castigos corporales, pues su responsabilidad en el pecado original pedía una mayor penitencia. Parecía que aquel mordisco de Eva a la manzana del Árbol de la Ciencia era una deuda que las mujeres deberían pagar durante toda la eternidad. Desgraciadamente, mientras la mayor parte de la Iglesia católica iba avanzando lentamente en la dirección correcta en relación con los derechos de la mujer, el Opus Dei amenazaba con subvertir aquel proceso. Con todo, sor Sandrine cumplía las órdenes que le daban.
Bajó de la cama y, al poner los pies en el suelo, la piedra helada del suelo se le clavó en las plantas desnudas. Un escalofrío recorrió su carne y, sin saber por qué, sintió miedo.
«¿Intuición femenina?»
Creyente devota, sor Sandrine había aprendido a hallar la paz en las voces tranquilizadoras que le llegaban de su propia alma. Pero aquella noche sus voces callaban tanto como la iglesia vacía en la que se encontraba.
8
Langdon no lograba apartar la vista de aquellas letras que brillaban sobre el suelo de madera. Le parecía totalmente inverosímil que aquellas fueran las últimas palabras de Jacques Saunière.
El mensaje rezaba así:
13-3-2-21-1-1-8-5
¡Diavole in Dracon!
Límala, asno
Aunque Langdon no tenía ni la más remota idea de qué significaba aquello, ahora entendía que, intuitivamente, Fache hubiera relacionado el pentáculo con el culto al diablo.
«¡Diavole in Dracon!»
Saunière había dejado escrita una referencia literal a diablesas. Igualmente rara era la serie numérica.
—Una parte al menos parece un mensaje cifrado.
—Sí —respondió Fache—. Nuestros criptógrafos ya están trabajando en ello. Creemos que tal vez los números contengan la clave que nos diga quién lo mató. Puede que nos lleven a un teléfono o a algún tipo de identificación social. ¿Tienen para usted algún significado simbólico?
Langdon volvió a observar aquellos dígitos, con la sensación de que tardaría horas en aventurar alguno. «Si es que había sido la intención de Saunière que lo tuvieran. A él le daba la sensación de que aquellos números eran totalmente aleatorios. Estaba acostumbrado a las progresiones simbólicas que parecían tener algún sentido, pero en aquel caso todo —el pentáculo, el texto, los números— parecía distinto a todos los niveles.
—Antes ha supuesto —intervino Fache— que los actos llevados a cabo por Saunière en esta galería eran un intento de enviar una especie de mensaje... de culto a la diosa o algo así, ¿no? ¿Y cómo encaja entonces este escrito?
Langdon sabía que la pregunta era retórica. Aquellas extrañas palabras no encajaban para nada en su hipotético escenario de culto a la divinidad femenina, más bien todo lo contrario.
«¿Diavole in Dracon? ¿Límala, asno?»
—Da la impresión de que el texto es una especie de acusación, ¿no le parece?
Langdon intentó imaginar los minutos finales del conservador, atrapado en la Gran Galería, solo, sabiendo que estaba a punto de morir. Parecía lógico.
—Sí, supongo que tiene sentido que intentara acusar a quien lo había matado.
—Mi trabajo, claro está, consiste en ponerle nombre a esa persona, así que permítame que le haga una pregunta, señor Langdon. Para usted, dejando de lado los números, ¿qué parte del mensaje le resulta más rara?
«¿Más rara?» Un hombre se había encerrado en la galería, se había dibujado un pentáculo en el cuerpo y había escrito una acusación misteriosa en el suelo. ¿Había algo ahí que no fuera raro?
—¿La palabra «Dracon»? —aventuró, diciendo lo primero que se le pasó por la mente. Langdon estaba bastante seguro de que una referencia a Dracon, el déspota legislador griego del siglo VII a.C., no era un último pensamiento demasiado probable—. «Diavole in Dracon» no es una expresión demasiado corriente, ni siquiera en italiano.
—Que sea más o menos corriente —en el tono de Fache había un atisbo de impaciencia—, me parece a mí, no es lo más importante en este caso.
Langdon no estaba seguro de qué estaba pensando el capitán, pero estaba empezando a sospechar que se habría llevado muy bien con el legislador griego.
—Saunière era francés —dijo finalmente—. Vivía en París. Pero para escribir parte de este mensaje usó el...
—Italiano —cortó Langdon, entendiendo de pronto lo que Fache quería decir.
El capitán asintió.
—Précisement. ¿Alguna sugerencia?
Langdon sabía que Saunière tenía un conocimiento profundo del italiano, pero el motivo por el que había escogido ese idioma para escribir sus últimas palabras se le escapaba por completo. Se encogió de hombros.
Fache señaló el pentáculo del abdomen de Saunière.
—¿Nada que ver entonces con un culto al diablo? ¿Está seguro?
Pero él ya no estaba seguro de nada.
—La simbología y el texto no parecen coincidir. Siento no poder serle de más ayuda.
—Tal vez esto le aclare algo. —Fache se alejó un poco del cuerpo y volvió a levantar la linterna de rayos ultravioleta de manera que el haz abarcara un ángulo más amplio—. ¿Y ahora?
Para asombro de Langdon, en el suelo, alrededor del cuerpo del conservador, surgió un rudimentario círculo brillante. Al parecer, Saunière se había tendido en el suelo y había pasado el rotulador varias veces alrededor de su cuerpo, dibujando varios arcos y, básicamente, inscribiéndose él mismo dentro de un círculo.
De repente lo vio claro.
—El hombre de Vitrubio —susurró Langdon.
Saunière había creado una reproducción en tamaño natural del dibujo más famoso de Leonardo da Vinci.
Considerado el dibujo más perfecto de la historia desde el punto de vista de la anatomía, El hombre de Vitrubio se había convertido en un icono moderno de cultura y aparecía en pósters, alfombrillas de ratón y camisetas de todo el mundo. El famoso esbozo consistía en un círculo perfecto dentro del que había un hombre desnudo... con los brazos y las piernas extendidos.
«Leonardo da Vinci.» Le recorrió un escalofrío de asombro. La claridad de las intenciones de Saunière no podía negarse. En los instantes finales de su vida, el conservador se había despojado de la ropa y se había colocado en una postura que era la clara imagen de El hombre de Vitruvío, de Leonardo.
No haber visto el círculo dibujado en el suelo había sido lo que lo había despistado. Aquella figura geométrica dibujada alrededor del cuerpo desnudo de un hombre —símbolo femenino de protección— completaba el mensaje que había querido dar Leonardo: la armonía entre lo masculino y lo femenino. Ahora la pregunta era por qué Saunière había querido imitar aquel famoso dibujo.
—Señor Langdon —dijo Fache—, no me cabe duda de que un hombre como usted sabe perfectamente que Leonardo da Vinci tenía cierta afición por las artes ocultas.
A Langdon le sorprendió el conocimiento que Fache tenía de Leonardo, que servía sin duda para justificar las sospechas de culto al diablo que había manifestado hacía un momento. Da Vinci siempre había supuesto una complicación para los historiadores, especialmente para los de tradición cristiana. A pesar de la genialidad de aquel visionario, había sido abiertamente homosexual y adorador del orden divino de la Naturaleza, cosas ambas que lo convertían en pecador a los ojos de la Iglesia. Además, sus excentricidades lo rodeaban de un aura ciertamente demoníaca: Leonardo exhumaba cadáveres para estudiar la anatomía humana; llevaba unos misteriosos diarios en los que escribía al revés; creía que poseía el poder alquímico para convertir el plomo en oro e incluso para engañar a Dios creando un elixir para retrasar la muerte. Entre sus inventos se incluían armas y aparatos de tortura terribles, nunca hasta entonces concebidos.
«El malentendido alimenta la desconfianza», pensó Langdon.
Ni siquiera su ingente obra artística de temática religiosa había hecho otra cosa que acrecentar su fama de hipocresía espiritual. Al aceptar cientos de lucrativos encargos del Vaticano, Leonardo pintaba temas católicos no como expresión de sus propias creencias sino como empresa puramente comercial que le proporcionaba los ingresos con los que financiaba su costoso tren de vida. Por desgracia, también era un bromista que a veces se complacía mordiendo la mano que le daba de comer. En muchas de sus obras religiosas incorporaba símbolos ocultos que no tenían nada que ver con el cristianismo —tributos a sus propias creencias y sutiles burlas a la Iglesia. En una ocasión, Langdon había dado una conferencia en la National Gallery de Londres titulada «La vida secreta de Leonardo: simbolismo pagano en el arte cristiano.»
—Entiendo su preocupación —respondió finalmente—, pero Leonardo en realidad no practicó nunca las artes ocultas. Era un hombre de gran espiritualidad, aunque de un tipo que entraba en conflicto permanente con la Iglesia.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, volvió a bajar la vista para leer el mensaje que brillaba en el suelo. «¡Diavole in Dracon! Límala, asno.»
—¿Sí? —se interesó Fache.
Langdon sopesó muy bien sus palabras.
—No, sólo pensaba que Saunière compartía gran parte de su espiritualidad con Leonardo, incluida su preocupación por la supresión que la Iglesia hace de lo sagrado femenino en la religión moderna. Tal vez, al encarnar su famoso dibujo, Saunière estaba simplemente haciéndose eco de algunas de sus frustraciones compartidas en relación a la moderna demonización de la diosa.
La expresión de Fache se hizo más dura.
—¿Cree usted que Saunière está llamando a los dirigentes de la Iglesia «diablesas draconianas»? ¿Y qué es eso de «Límala, asno»?
Langdon tenía que admitir que aquello era poco plausible y confuso, aunque el pentáculo parecía reforzar la idea al menos en parte.
—Lo único que digo es que el señor Saunière dedicó su vida al ; estudio de la historia de la diosa, y que nadie ha hecho más por erra: dicar esa historia que la Iglesia católica. Parece razonable que Saunière haya optado por expresar esa decepción en la hora del adiós.
—¿Decepción? —inquirió Fache, en un tono de clara hostilidad—. Este mensaje suena más a rabia que a decepción, ¿no le parece?
Langdon estaba llegando al límite de su paciencia.
—Capitán, usted se ha interesado por mis impresiones, y eso es lo que le estoy ofreciendo.
—¿Y su impresión es que esto es una condena a la Iglesia? —Ahora Fache hablaba con los dientes muy apretados—. Señor Langdon, por mi trabajo he visto muchos muertos, y déjeme que le diga algo. Cuando un hombre fallece a manos de otro, no creo que sus últimos pensamientos le lleven a escribir una oculta declaración espiritual que nadie va a entender. Lo que yo creo es que más bien piensa en una cosa. —La voz susurrante de Fache cortaba el aire—. En la vengeance. Creo que el señor Saunière escribió esta nota para decimos quién lo mató.
Langdon se quedó mirándolo fijamente,
—Pero eso no tiene ningún sentido.
—¿Ah,no?
—No —dijo, cansado y frustrado, devolviéndole el golpe—. Me ha dicho que a Saunière le atacó en su despacho alguien a quien al parecer él mismo había invitado.
—Sí.
—Por lo que parece razonable concluir que el conservador conocía a su atacante.
Fache asintió.
—Siga.
—Bueno, pues si Saunière conocía a la persona que lo mató, ¿qué tipo de condena es esta? —Señaló el suelo—. ¿Códigos numéricos? ¿Diablesas draconianas? ¿Pentáculos en el estómago? Todo resulta demasiado críptico.
Fache frunció el ceño, como si la idea no se le hubiera ocurrido antes.
—Sí, puede tener razón.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, me inclinaría a pensar que si Saunière hubiera querido informamos de quién lo mató, habría escrito directamente un nombre.
Mientras Langdon pronunciaba aquellas palabras, en el rostro de Fache se dibujó una sonrisa, la primera de aquella noche.
—Précisément —dijo—, précisément.
* * *
—Estoy siendo testigo del trabajo de un maestro —musitó el teniente Collet mientras sintonizaba su equipo de sonido para captar mejor la voz de Fache que llegaba hasta sus auriculares. El agent supérieur sabía que momentos como aquel habían catapultado al capitán hasta la cúspide del sistema policial francés.
«Fache hará lo que nadie más se atreverá a hacer.»
El delicado arte de cajoler, de engatusar, había prácticamente desaparecido de las técnicas policiales, y para ponerlo en práctica hacía falta ser capaz de no inmutarse en situaciones de presión. Eran pocos los que contaban con la necesaria sangre fría para mantener el tipo, pero en Fache parecía algo innato. Su contención y su temple eran más propios de un robot.
La única emoción que parecía manifestar el capitán aquella noche era una intensa determinación, como si esa detención fuera un asunto personal para él. La reunión para dar instrucciones a sus agentes, hacía una hora, había sido más breve y expeditiva que de costumbre. «Yo sé quién ha matado a jacques Saunière —había dicho—. Ya saben lo que tienen que hacer. No quiero fallos esta noche.»
Y, de momento, no había habido ninguno.
Collet aún no estaba enterado de las pruebas que habían llevado al capitán a tener aquella certeza sobre la culpabilidad del sospechoso, pero ni se le ocurría cuestionar el instinto de El Toro. La intuición de Fache parecía a veces casi sobrenatural. «Dios le susurra al oído», había comentado en una ocasión un agente al presenciar un caso especialmente impresionante de aplicación de su proverbial sexto sentido. Collet debía admitir que, si Dios existía, Bezu Fache estaba entre su lista de favoritos. El capitán iba a misa todos los días y se confesaba con fervorosa asiduidad, mucho más que otros oficiales que se limitaban a hacerlo en las fiestas de guardar, para estar a bien, decían, con la comunidad. Cuando el Papa había visitado París hacía unos años, Fache había removido cielo y tierra para que le concediera una audiencia. Ahora, en su despacho había una foto enmarcada de aquel encuentro. El Toro papal, le llamaban en secreto los policías.
A Collet le parecía irónico que uno de los raros pronunciamientos públicos de Fache en los últimos años hubiera sido su airada reacción ante los escándalos por pedofília en la Iglesia católica. «¡A esos curas habría que ahorcarlos dos veces! —había declarado—. Una por los delitos que han cometido contra esos niños, y otra por manchar el buen nombre de la Iglesia católica.» Collet tenía la sensación de que era esa segunda razón la que más le indignaba.
Volviendo a su ordenador portátil, Collet se concentró en su otra atribución de la noche: el sistema de localización por GPS. La imagen de la pantalla mostraba un plano detallado del Ala Denon, una estructura esquematizada que había obtenido de la Oficina de Seguridad del Louvre. Tras recorrer durante un rato el laberinto de galerías y corredores, Collet encontró lo que estaba buscando.
En el corazón de la Gran Galería parpadeaba un puntito rojo.
La marque.
Aquella noche Fache daba a su presa muy poco margen de maniobra. Y bien que hacía. Robert Langdon había demostrado ser un «cliente» imperturbable.
9
Para asegurarse de que nadie interrumpiera su conversación con el señor Langdon, Bezu Fache había desconectado su teléfono móvil. Por desgracia, se trataba de un modelo muy sofisticado que incorporaba un dispositivo de radio de doble banda que, en contra de lo que había ordenado, uno de sus agentes estaba usando para localizarlo.
—Capitaine? —el teléfono crepitaba como un walkie-talkie.
Fache notó que los dientes le rechinaban. No se le ocurría nada que fuera tan importante como para justificar la interrupción por parte de Collet de su «surveillance cachee», y menos en aquel momento tan crítico.
Miró a Langdon como disculpándose.
—Un momento, por favor.
Se sacó el teléfono del cinturón y presionó el botón del radiotransmisor.
—Oui?
—Capitaine, un agent du Département de Cryptographie est arrivé.
El enfado de Fache remitió un instante. ¿Un criptógrafo? A pesar de lo inoportuno del momento, aquello era, probablemente, una buena noticia. Tras encontrar aquellas crípticas frases de Saunière en el suelo, había enviado un montón de fotos de la escena del crimen al Departamento de Criptografía con la esperanza de que alguien fuera capaz de explicarle qué intentaba decirles el conservador del museo. Y si al fin había llegado un criptógrafo era porque seguramente alguien había descifrado aquel mensaje.
—Ahora estoy ocupado —dijo Fache en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas: tomaba nota de que había desobedecido sus órdenes—. Dígale al criptógrafo que espere en el puesto de mando. Hablaré con él tan pronto pueda.
—Con ella —corrigió Collet—. Es la agente Neveu.
Aquella llamada iba a conseguir sacarle de sus casillas. Sophie Neveu era uno de los errores más flagrantes de la Dirección Central de la Policía Judicial. Criptóloga parisina que había cursado estudios en Inglaterra, en el Royal Holloway, la habían asignado a su equipo hacía dos años, cuando el Ministerio inició una campaña para incorporar a más mujeres a las fuerzas de seguridad del Estado. En opinión de Fache, la presente tendencia del Ministerio a lo políticamente correcto redundaba en la debilidad de su departamento. No era sólo que las mujeres carecieran de la fuerza física necesaria para desempeñar las labores policiales; su mera presencia suponía una distracción peligrosa para sus compañeros. Y en ese sentido, Sophie Neveu distraía más que otras.
A sus treinta y dos años, era tan decidida que rozaba la obstinación. Su apuesta entusiasta por la nueva metodología criptológica británica exasperaba continuamente a los veteranos criptógrafos franceses que estaban por encima de ella en el escalafón. Con todo, lo que más preocupaba a Fache era la verdad universal que decía que en una oficina llena de hombres de mediana edad, nada distraía más del trabajo que una mujer joven y atractiva.
—La agente Neveu insiste en hablar con usted inmediatamente, capitán. He intentado detenerla, pero en este momento se dirige hacia la Galería —le comunicó Collet.
Fache dio un paso atrás, incrédulo.
—¡Esto es intolerable! He dejado muy claro que...
Por un momento, a Robert Langdon le pareció que a Bezu Fache le había dado una embolia. El capitán se interrumpió en mitad de la frase y abrió mucho los ojos. La mirada de Bezu Fache estaba fija en algo a espaldas de Langdon. Antes de que le diera tiempo a volverse para ver qué era, oyó una voz cantarína de mujer.
—Excusez moi, messieurs.
Langdon se volvió y vio a una joven que se acercaba hacia ellos, avanzando por la galería con paso ligero, resuelto, cadencioso, cautivador. Llevaba ropa informal: un suéter irlandés de color beige que le llegaba a las rodillas y unas mallas negras. Era atractiva y tenía unos treinta años. El pelo, color caoba, le caía suelto sobre los hombros, enmarcando un rostro de cálida expresión. A diferencia de las rubias desamparadas y tontitas que adornaban los dormitorios de los estudiantes de Harvard, aquella mujer tenía una belleza sana, se veía auténtica e irradiaba una increíble sensación de confianza en sí misma.
Para su sorpresa, la mujer se acercó directamente a él y le alargó la mano.
—Señor Langdon, soy la agente Neveu, del Departamento de Criptografía del DCPJ —pronunciaba las palabras con un acento mitad inglés mitad francés—. Es un placer conocerle.
Langdon le estrechó la mano y quedó un instante cautivado por su mirada fija. Tenía los ojos verdes, penetrantes, y la mirada limpia.
Fache aspiró con fuerza, preparándose sin duda para iniciar la reprimenda.
—Capitán —le dijo ella adelantándose—, disculpe la interrupción, pero...
—Ce nestpas le moment! —soltó Fache.
—He intentado telefonearle —prosiguió Sophie sin cambiar de idioma, en una muestra de cortesía hacia Langdon—, pero tenía el móvil desconectado.
—Si lo he apagado, por algo será —resopló el capitán—. Estoy hablando con el señor Langdon.
—Ya he descifrado el código numérico —dijo con voz neutra.
A Langdon le invadió una punzada de emoción. «¿Ha dado con la clave?»
Fache no sabía si responder.
—Pero antes de explicárselo —prosiguió Sophie—, tengo un mensaje urgente para el señor Langdon.
Ahora la expresión del capitán era de creciente preocupación.
—¿Para el señor Langdon?
Ella asintió y se giró para mirarlo.
—Debe usted ponerse en contacto con la Embajada de los Estados Unidos. Tienen un mensaje para usted que le envía alguien desde su país.
Langdon reaccionó con sorpresa, y su emoción de hacía un momento se vio amortiguada por un atisbo de temor.
«¿Un mensaje de mi país?» No tenía ni idea de quién podía querer ponerse en contacto con él. Sólo algunos colegas suyos sabían que estaba en París.
Al oír aquello, Fache apretó los dientes con fuerza.
—¿La Embajada americana? —repitió con desconfianza—. ¿Y cómo saben ellos que se encuentra aquí?
Sophie se encogió de hombros.
—Al parecer han llamado al señor Langdon al hotel, y el recepcionista les ha dicho que un agente de la Policía Judicial se lo había llevado.
Fache parecía estar desconcertado.
—¿Y los de la embajada se han puesto en contacto con el Departamento de Criptografía?
—No, señor —respondió Sophie con voz firme—. Cuando he llamado a la centralita de la DCPJ en un intento de contactar con usted, tenían un mensaje para el señor Langdon y me han pedido que se lo pasara si conseguía dar con usted.
Fache, confundido, frunció el ceño. Se disponía a hablar pero Sophie no le dio tiempo.
—Señor Langdon —dijo Sophie, sacándose un papelito del bolsillo—, este es el número del servicio de mensajes de su embajada. Quieren que llame lo antes posible. —Le alargó el papel mirándolo fijamente a los ojos—. Llame ahora, mientras yo le explico el código al capitán Fache.
Langdon estudió la nota. En ella había un teléfono de París y una extensión.
—Gracias —dijo, con creciente preocupación—. ¿Dónde encuentro un teléfono por aquí?
Sophie hizo el gesto de sacar su móvil del bolsillo del suéter, pero Fache la disuadió con un gesto airado. Parecía el Vesubio a punto de entrar en erupción. Sin quitarle los ojos de encima a Sophie, cogió su propio teléfono y se lo ofreció a Langdon.
—Este número es seguro, señor Langdon. Puede usarlo con tranquilidad.
Le desconcertó la animadversión de Fache hacia su colaboradora. Incómodo, aceptó el aparato del capitán. Al momento, Fache se llevó a Sophie unos metros más allá y empezó a regañarla en voz baja. A Langdon el capitán le caía cada vez peor. Se dio la vuelta para no presenciar aquella discusión, conectó el móvil y marcó el número.
Aguardó varios tonos y al final descolgaron.
Langdon esperaba la respuesta de alguna operadora de la embajada, pero le sorprendió que le saliera un contestador automático. La voz le resultaba conocida. Era la de Sophie Neveu.
«Bonjour, vous êtes bien chez Sophie Neveu —decía la voz de la mujer—. Je suis absenté pour le moment, mais...»
Confuso, Langdon se volvió para aclararlo con Sophie.
—Disculpe, ¿señora Neveu? Creo que se ha...
—No, el número es correcto —interrumpió ella al momento, como anticipándose a la confusión de Langdon—. La embajada tiene un sistema de mensajes automatizado. Lo que tiene que hacer es marcar un código de acceso para poder oír sus mensajes.
—Pero es que...
—Es el número de tres cifras que le he anotado en el papel.
Langdon volvió a abrir la boca para aclarar aquel curioso malentendido, pero Sophie le dirigió una mirada cómplice que duró sólo un instante. Sus ojos verdes acababan de enviarle un mensaje claro y diáfano.
«No preguntes nada y haz lo que te digo.»
Confundido, Langdon marcó los números de aquella extensión: 454.
La voz grabada de Sophie, que seguía diciendo cosas, se interrumpió al momento, y Langdon oyó una voz electrónica que anunciaba: «Tiene un mensaje nuevo». Por lo que se veía, el 454 era la clave secreta que usaba Sophie para acceder a sus mensajes desde cualquier sitio.
«¿Y ahora resulta que tengo que oír los mensajes de esta mujer?»
Langdon oía que la cinta del contestador estaba rebobinando. Tras unos momentos se detuvo y volvió a ponerse en marcha. Oyó el mensaje, que volvía a ser de Sophie.
«Señor Langdon —decía su voz en un susurro temeroso—, no reaccione de ningún modo cuando oiga este mensaje. En este momento se encuentra en peligro. Siga mis instrucciones al pie de la letra.»
10
Silas iba al volante del Audi negro que El Maestro había puesto a su disposición y contemplaba la gran iglesia de Saint-Sulpice. Iluminada con focos desde abajo, sus dos campanarios se elevaban como fornidos centinelas sobre el cuerpo alargado del edificio. En ambos flancos sobresalía una hilera de contrafuertes, que parecían los costillares de un hermoso animal.
«Así que los paganos usaban la casa de Dios para ocultar la clave.» Una vez más, la hermandad había confirmado su legendaria habilidad para el engaño y la ocultación. Silas estaba impaciente por encontrarla y entregársela a El Maestro, por recuperar así lo. que tanto tiempo atrás la hermandad había arrebatado a los creyentes.
«Cuánto poder obtendrá el Opus Dei.»
Aparcó el coche en la desierta Place Saint-Sulpice y aspiró hondo, intentando mantener la cabeza clara para acometer con éxito la tarea que le habían encomendado. Su ancha espalda aún se resentía del castigo corporal al que se había sometido aquel mismo día, pero aquel dolor no era nada comparado con la angustia de su vida anterior. El Opus Dei había sido su salvación.
Sin embargo, los recuerdos atenazaban su alma.
«Líbrate del odio —se exigía a sí mismo—. Perdona a los que te han ofendido.» Al mirar las torres de piedra de Saint-Sulpice, Silas luchó contra una fuerza que conocía muy bien y que a menudo arrastraba su mente hasta el pasado y lo encerraba de nuevo en la cárcel que había sido su mundo durante su juventud. Los recuerdos de aquel purgatorio le asaltaban siempre del mismo modo, como tempestades que invadían sus sentidos... el hedor a col podrida y a muerte, a orina y a heces. Los gritos de desesperación que se fundían con el viento que bajaba ululando de los Pirineos, el llanto silencioso de aquellos hombres olvidados.
«Andorra», pensó, y notó que los músculos se le agarrotaban.
Por increíble que pareciera, había sido en aquel escarpado y remoto estado soberano a caballo entre Francia y España, en la época en que temblaba en su celda de piedra y sólo esperaba la muerte, cuando Silas había hallado la salvación.
Aunque en aquel momento no se diera cuenta.
«El rayo llegó mucho después que el trueno.»
En aquel entonces no se llamaba Silas, aunque no se acordaba ya de qué nombre le habían puesto sus padres. Se había ido de casa a los siete años. Su padre, borracho, era un fornido estibador que lo había detestado desde su nacimiento por ser albino y que siempre pegaba a su madre, a la que culpaba del aspecto malsano y vergonzante de su hijo. Cuando él intentaba defenderla, también él recibía sus golpes.
Una noche la paliza fue terrible y su madre ya no se levantó. El niño se quedó junto a su cuerpo sin vida y le invadió un insoportable sentimiento de culpa por haber permitido que sucediera algo así.
«¡Es culpa mía!»
Como si una especie de demonio controlara su cuerpo, el niño entró en la cocina y cogió un cuchillo. Hipnotizado, se fue hasta la alcoba, donde su padre dormitaba en la cama, ebrio. Sin mediar palabra, lo apuñaló por la espalda. Su padre gritó de dolor e intentó darse la vuelta, pero él volvió a clavarle aquel cuchillo una y otra vez hasta que la casa quedó en silencio.
El niño se escapó, pero las calles de Marsella le resultaron igual de inhóspitas. Su extraño aspecto lo convertía en marginado entre los marginados, y no le quedó otro remedio que instalarse en el sótano de una fábrica abandonada y alimentarse a base de fruta que robaba y pescado crudo que cogía en el muelle. Sus únicas compañeras eran las revistas viejas que encontraba en la basura y con las que aprendió a leer sin que nadie le enseñara. Con el tiempo se hizo fuerte. Cuando tenía doce años, otra vagabunda —una chica que le doblaba la edad— se burló de él en la calle e intentó robarle la comida. Casi la mata a puñetazos. Cuando la policía los separó, le dieron un ultimátum: o se iba de Marsella o ingresaba en un correccional.
El joven se trasladó a Toulon. Con el tiempo, las miradas de lástima que suscitaba se fueron transformando en miradas de temor. Se había convertido en un hombre muy fuerte. Cuando la gente pasaba por su lado, oía que hablaban de él en voz baja. «Un fantasma», decían con terror en los ojos mientras le escrutaban la piel blanca. «Un fantasma con ojos de demonio.»
Y sí, sentía que era un fantasma... transparente... vagando de puerto en puerto.
No parecía tener secretos para nadie.
A los dieciocho años, en una ciudad portuaria, mientras intentaba robar una caja con jamones curados de un barco carguero, le pillaron dos miembros de la tripulación. Aquellos dos hombres que le pegaban apestaban a cerveza, igual que su padre. Los recuerdos de miedo y odio afloraron a la superficie como monstruos surgidos de las profundidades. El joven le rompió el cuello a uno con la fuerza de sus manos, y sólo la llegada de la policía salvó al otro de un destino similar.
Dos meses después, con grilletes en pies y manos, llegó a la cárcel de Andorra.
«Eres tan blanco como un fantasma», le decían mofándose los demás internos, mientras los celadores lo conducían, desnudo y tiritando de frío. «¡Mira a ese espectro! ¡A lo mejor ese fantasma es capaz de atravesar las paredes!»
Durante doce años, su carne y su alma fueron marchitándose hasta que supo que se había vuelto transparente.
«Soy transparente.»
«No peso nada.»
«Soy un espectro... pálido como un fantasma... caminando en este mundo a solas.»
Una noche, el fantasma se despertó al oír los gritos de otros presos. No sabía qué fuerza era la que hacía temblar el suelo sobre el que dormía, ni qué poderosa mano sacudía las paredes de su celda, pero nada más levantarse de la cama, una piedra enorme cayó justo donde él había estado acostado. Al levantar la vista para ver de dónde se había desprendido, vio un hueco en la pared temblorosa y, a través de él, una visión que no había visto en años: la luna.
Aunque la tierra seguía temblando, el fantasma se sorprendió a sí mismo reptando por aquel estrecho túnel, asomándose al aire libre y rodando por la ladera hasta llegar a un bosque. Corrió toda la noche, siempre montaña abajo, hambriento y exhausto hasta el delirio.
Al borde de la inconsciencia, al amanecer se encontró en un claro donde unas vías de tren se adentraban en el bosque. Las siguió, avanzando como en sueños. Vio un vagón de carga vacío y se montó en él en busca de refugio y de descanso. Cuando se despertó, el tren se movía. «¿Cuánto tiempo lleva en marcha? ¿Cuánta distancia ha recorrido?» En sus entrañas sentía un gran dolor. «¿Me estoy muriendo?» Volvió a quedarse dormido. En esa ocasión se despertó porque alguien le gritaba y le pegaba, y al final lo echó a patadas del vagón. Ensangrentado, vagó por las afueras de un pueblo, buscando infructuosamente algo que comer. Al final, estaba tan débil que ya no podía dar un paso más, y se desplomó junto a la carretera, inconsciente.
La luz volvió despacio, y el fantasma se preguntó durante cuánto tiempo había estado muerto. «¿Un día? ¿Tres?» No importaba. La cama era mullida como una nube, y el aire que lo envolvía tenía el olor dulce de velas encendidas. Jesús estaba ahí, bajando la vista para mirarlo. «Aquí estoy —le dijo—. La piedra se ha apartado y tú has vuelto a nacer.»
Volvió a dormirse y volvió a despertar. La niebla envolvía sus pensamientos. Nunca había creído en el cielo, y sin embargo Jesús velaba por él. Junto a su cama apareció algo de comer, y el fantasma comió, casi sintiendo que la carne se le materializaba alrededor de los huesos. Volvió a quedarse dormido. Al despertarse, Jesús seguía sonriéndole y hablando con él. «Estás salvado, hijo mío. Bienaventurados los que siguen mi camino.»
Se quedó dormido una vez más.
Lo que sacó esa vez al fantasma de su letargo fue un grito de pánico. Su cuerpo se levantó de la cama y avanzó tambaleándose por un pasillo, siguiendo la dirección de aquellos alaridos. Entró en una cocina y vio a un hombre corpulento que estaba pegando a otro más pequeño. Sin saber porqué, agarró al primero y lo estampó contra la pared. Aquel hombre desapareció al momento, y el fantasma quedó de pie junto al cuerpo de un joven vestido con hábito de cura. Tenía la nariz rota y ensangrentada. Lo cogió con cuidado y lo sentó en un sofá.
—Gracias, amigo —dijo aquel hombre en un francés peculiar—. El dinero del cepillo de las limosnas es tentador para los ladrones. En tus sueños hablabas en francés. ¿Hablas también español?
El fantasma negó con la cabeza.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el cura en su precario francés.
El fantasma no se acordaba del nombre que sus padres le habían puesto. Lo único que le venía a la cabeza eran los insultantes motes que le ponían los celadores de la cárcel.
El cura hizo un gesto.
—No te preocupes. Yo me llamo Manuel Aringarosa. Soy misionero, de Madrid. Me han enviado aquí para construir una iglesia de la Obra de Dios.
—¿Dónde estoy? —preguntó él con una voz que le sonó hueca.
—En Oviedo. Al norte de España.
—¿Y cómo he llegado hasta aquí?
—Alguien te dejó en la escalera. Estabas enfermo. Te he dado de comer. Llevas aquí bastantes días.
El fantasma se fijó en su cuidador. Hacía años que nadie era amable con él.
—Gracias, padre.
El cura se tocó la sangre que le salía del labio.—Soy yo quien te está agradecido, amigo mío.
Cuando se despertó, a la mañana siguiente, vio las cosas más claras. Alzó la vista y vio el crucifijo que había en la cabecera de la cama. Aunque ya no le hablaba, su presencia le resultaba reconfortante. Se incorporó en la cama y constató con sorpresa que en la mesilla de noche había un recorte de periódico. Estaba en francés y era de la semana anterior. Cuando leyó aquel artículo, le invadió un gran temor. Hablaba del terremoto de las montañas que había destruido la cárcel y liberado a un montón de criminales peligrosos.
El corazón empezó a latirle con fuerza. «¡El cura sabe quién soy!» Le invadieron unas sensaciones que no había tenido en años. Vergüenza, culpa; acompañadas del temor a que lo atraparan. Saltó de la cama. «¿Adonde voy corriendo así?»
—El Libro de los Hechos de los Apóstoles —dijo una voz desde la puerta.
El fantasma se volvió, asustado.
El cura entró sonriendo en su habitación. Tenía la nariz mal vendada y sostenía una vieja Biblia.
—Te he conseguido una en francés. El capítulo está marcado.
Vacilante, el fantasma cogió la Biblia y buscó el pasaje que el cura le había señalado.
Hechos, 16.
Aquellos versículos hablaban de un preso llamado Silas que estaba desnudo y herido en su celda, cantando himnos al Señor. Cuando el fantasma llegó al versículo 26 ahogó un grito de sorpresa.
«... y de pronto hubo un gran terremoto y los cimientos de la cárcel se agitaron y todas las puertas se abrieron.»
Levantó la vista y la clavó en el cura, que le sonrió con dulzura.
—A partir de ahora, amigo mío, si no tienes otro nombre, te llamaré Silas.
El fantasma asintió sin decir nada. «Silas.» Al fin se había hecho carne. «Me llamo Silas.»
—Es hora de desayunar —dijo el cura—. Vas a tener que recuperar todas tus fuerzas si quieres ayudarme a construir esta iglesia.
A veinte mil pies de altura sobre el Mediterráneo, el vuelo 1618 de Alitalia atravesaba una zona de turbulencias. Los pasajeros se revolvían, inquietos, en sus asientos. El obispo Aringarosa apenas se daba cuenta. Sus pensamientos estaban entregados al futuro del Opus Dei. Impaciente por saber cómo iban los planes en París, se moría de ganas de llamar a Silas. Pero no podía. El Maestro lo había dispuesto así.
—Es por su propia seguridad —le había explicado en su inglés afrancesado—. Sé lo bastante de telecomunicaciones electrónicas como para saber que se pueden interceptar. Y los resultados podrían ser desastrosos para usted.
Aringarosa sabía que tenía razón. El Maestro parecía ser un hombre excepcionalmente precavido. No le había revelado su identidad, y sin embargo había demostrado ser un hombre a quien valía la pena obedecer. Después de todo, de alguna manera había obtenido una información muy secreta. «¡Los nombres de los cuatro peces gordos de la hermandad!» Aquel había sido uno de los golpes de efecto que había convencido al obispo de que El Maestro era realmente capaz de entregarles el premio que, afirmaba, podía desenterrar para ellos.
—Obispo —le había dicho El Maestro—, está todo preparado. Para que mi plan tenga éxito, debe permitir que Silas sólo se comunique conmigo durante unos días. No deben hablar entre ustedes. Yo me pondré en contacto con él a través de canales seguros.
—¿Lo tratará con respeto?
—Un hombre de fe merece lo mejor.
—Muy bien. Entiendo, entonces. Silas y yo no hablaremos hasta que todo haya terminado.
—Esto lo hago para proteger su identidad, la de Silas, y mi inversión.
—¿Su inversión?
—Obispo, si su impaciencia por enterarse de cómo van las cosas le hace acabar en la cárcel, no podrá pagarme mis honorarios.
El obispo sonrió.
—Tiene razón. Nuestros deseos coinciden. Vaya con Dios.
«Veinte millones de euros», pensó el obispo, mirando por la ventanilla del avión. La suma era aproximadamente la misma en dólares. «Eso no es nada para algo tan importante.»
Se sintió de nuevo confiado en que El Maestro y Silas no fallarían. El dinero y la fe movían montañas.
11
Une plaisanterie numérique? —Bezu Fache estaba lívido y miraba a Sophie Neveu con incredulidad. —¿Una broma numérica? ¿Me está diciendo que su valoración profesional del código de Saunière es que se trata de una especie de travesura matemática?
Fache no entendía cómo podía tener semejante desfachatez. No sólo lo había interrumpido de aquella manera, sino que ahora intentaba convencerlo de que Saunière, en los instantes finales de su vida, se había despedido con un gag matemático.
—Este código —insistió Sophie, es simple hasta el absurdo. Jacques Saunière debe de haber sido consciente de que lo descifraríamos al momento. —Se sacó un trozo de papel del bolsillo del suéter y se lo dio al capitán.
—Aquí lo tiene descifrado.
Fache lo estudió.
1-1-2-3-5-8-13-21
—¿Qué es esto? —exclamó—. ¡Pero si lo único que ha hecho ha sido colocar los números en orden ascendente!
Sophie se atrevió a esbozar una sonrisa satisfecha.
—Exacto.
El capitán bajó la voz hasta convertirla en un susurro gutural.
—Agente Neveu, no tengo ni idea de adonde pretende llegar con esto, pero le sugiero que llegue rápido.
Miró un instante a Langdon, que estaba algo apartado, con el teléfono en la oreja, y seguía, al parecer, escuchando el mensaje de la Embajada americana. A juzgar por su expresión, no eran buenas noticias.
—Capitán —replicó Sophie con desafío en la voz—, la secuencia de números que tiene usted entre las manos resulta ser una de las progresiones matemáticas más famosas de la historia.
Fache no sabía siquiera que hubiera unas progresiones más famosas que otras, y no le gustaba nada aquel tono de suficiencia de la agente.
—Se trata de la Secuencia de Fibonacci —prosiguió Sophie, moviendo la cabeza en dirección al pedazo de papel que Fache aún tenía en la mano—. Una progresión en la que cada número se obtiene por la suma de los dos anteriores.
Fache volvió a fijarse en aquella secuencia. Era verdad. Todos los dígitos eran la suma de los dos dígitos anteriores, aunque no veía qué tenía que ver aquello con la muerte de Saunière.
—El matemático Leonardo Fibonacci creó esta sucesión de números en el siglo XIII. Es obvio que no puede ser casual que el conservador escribiera en el suelo todos los números de la famosa secuencia.
Fache se quedó mirando a la joven unos instantes.
—Muy bien, si no es ninguna coincidencia, dígame entonces por qué hizo Saunière una cosa así. ¿Qué es lo que nos dice? ¿Qué nos quiere decir?
Sophie se encogió de hombros.
—Nada de nada. Esa es la cuestión. Se trata de una broma criptográfica muy simple. Algo así como coger las palabras de un poema famoso y mezclarlas aleatoriamente para ver si alguien reconoce lo que tienen en común.
Fache se adelantó amenazadoramente y quedó a sólo unos centímetros de la agente.
—Sinceramente, espero que tenga alguna explicación más convincente que esta.
La dulce expresión de Sophie se endureció al momento.
—Capitán, teniendo en cuenta lo que está en juego aquí esta noche, creo que le interesará saber que jacques Saunière podría estar jugando a desorientarle. Pero por lo que se ve a usted no le interesa entrar en su juego. Informaré al director de Criptografía de que ya no precisa de nuestros servicios.
Dicho aquello, Sophie dio media vuelta y se alejó por donde había venido.
Atónito, el capitán la vio desaparecer en la oscuridad. «¿Se ha vuelto loca?» Sophie Neveu acababa de redefinir el concepto de «suicidio profesional».
Volvió la cabeza para mirar a Langdon, que seguía pegado al teléfono, más preocupado que antes, escuchando con atención el mensaje. «La Embajada de los Estados Unidos.» Había muchas cosas por las que Bezu Fache sentía desprecio, pero pocas le encolerizaban tanto como la Embajada americana.
Fache y el embajador se enfrentaban con cierta regularidad en relación a asuntos de Estado de competencia conjunta. Su caballo de batalla más frecuente era el cumplimiento de la ley por parte de los ciudadanos estadounidenses. Casi a diario la DCPJ detenía a alumnos americanos que participaban en intercambios escolares en posesión de drogas; a empresarios americanos que habían solicitado los servicios de prostitutas menores de edad, a turistas americanos que robaban en las tiendas o atentaban contra la propiedad privada. Legalmente, la Embajada de los Estados Unidos estaba facultada para intervenir y extraditar a los culpables a su país, donde recibían poco más que una palmada en el trasero.
Y eso era lo que hacía siempre la embajada.
L’émasculation de la Pólice Judiciaire, lo llamaba Fache. El París Match había publicado hacía poco una tira cómica en la que Fache aparecía como un perro policía intentando morder sin éxito a un delincuente americano, porque estaba atado con cadenas a la Embajada americana.
«Esta noche no —se dijo—. Hay demasiado en juego.»
Cuando Robert Langdon colgó el teléfono, tenía muy mala cara.
—¿Va todo bien? —le preguntó el capitán.
Langdon negó débilmente con la cabeza.
«Debe de haber recibido malas noticias de su familia», conjeturó Fache cuando, al coger el teléfono móvil que Langdon le devolvía, vio que estaba sudando.
—Un accidente —dijo al fin, mirando al capitán con una expresión extraña—. Un amigo... voy a tener que coger el primer vuelo de la mañana.
Fache no tenía ninguna duda de que la expresión de su cara era auténtica, pero notaba que había algo más, como si un miedo distante se hubiera asomado a los ojos del americano.
—Lo siento —dijo sin quitarle la vista de encima—. ¿Quiere sentarse un momento? —le ofreció, indicándole uno de los bancos de la galería.
Langdon asintió, ausente, y dio unos pasos en dirección al banco, pero al momento se detuvo, como desconcertado y confuso.
—En realidad, creo que debería ir al servicio.
En su fuero interno, Fache estaba contrariado por aquel retraso.
—El servicio. Sí, claro. Hagamos una pausa. —Señaló el fondo de la galería, a la entrada por la que habían venido—. El servicio está al lado de la oficina del conservador.
Langdon vaciló, señalando en la otra dirección, justo al otro extremo de la galería.
—Creo que hay otro mucho más cerca, por ahí.
Fache se dio cuenta de que tenía razón. Ya estaban a dos tercios del fondo del pasillo, y la Gran Galería moría en una pared con dos servicios.
—¿Quiere que le acompañe?
Langdon declinó la oferta con un movimiento de cabeza mientras se ponía en movimiento.
—No hace falta. Creo que necesito estar solo unos minutos.
A Fache no le entusiasmaba la idea de que el americano se pusiera a caminar solo por aquella galería, pero le tranquilizaba saber que por el otro extremo no había salida, que la única vía de acceso era la que habían tomado ellos. Aunque la ley de incendios francesa exigía la existencia de salidas de emergencia en un espacio tan grande como aquel, cuando Saunière había activado el sistema de seguridad éstas habían quedado selladas. Sí, era cierto, ahora el sistema ya volvía a estar operativo y las salidas de emergencia volvían a estar abiertas, pero no importaba, porque si alguien abría las puertas exteriores las alarmas contra incendios se activarían. Además, estaban custodiadas desde fuera por agentes de la Policía Judicial. Era imposible que Langdon se escapara sin que Fache lo supiera.
—Tengo que volver al despacho de Saunière un momento —dijo Fache—. Cuando esté listo vaya a buscarme allí, señor Langdon. Aún quedan algunos asuntos pendientes.
El americano le hizo un gesto con la mano mientras se perdía en la oscuridad del pasillo.
Fache se dio media vuelta y se fue en dirección contraria, irritado. Al llegar a la reja, se agachó, pasó al otro lado y siguió andando a toda prisa hasta llegar al centro de operaciones instalado en el despacho de Saunière.
—¿Quién le ha dado permiso a Sophie Neveu para entrar en el edificio? —bramó.
Collet fue el primero en responder.
—Les dijo a los guardias que había descifrado el código.
Fache miró a su alrededor.
—¿Ya se ha ido?
—¿No está con usted?
—No, se ha ido. —Fache salió a mirar al pasillo. Según parecía, Sophie no estaba de humor para pararse un rato a charlar con los demás agentes antes de irse.
Durante un momento se le ocurrió avisar por radio a los guardias del entresuelo para decirles que no dejaran salir a Sophie y le ordenaran volver a la galería, pero lo pensó mejor. En realidad, era sólo su orgullo lo que lo impulsaba a actuar así... siempre quería tener él la última palabra. Aquella noche ya había tenido bastantes distracciones.
«Ya te encargarás más tarde de la agente Neveu», se dijo a sí mismo, ansioso por despedirla.
Apartándose a la criptógrafa de la mente, Fache se quedó un instante observando el caballero en miniatura que había sobre la mesa de Saunière y acto seguido se volvió para hablar con Collet.
—¿Lo tienes?
Collet asintió parcamente y giró el ordenador portátil para que Fache viera la pantalla. El punto rojo se veía con claridad en medio de aquel plano de la galería, parpadeando metódicamente en un espacio que correspondía a los TOILETTES PUBLIQUES.
—Muy bien —dijo Fache, encendiendo un cigarrillo y saliendo a la antesala—. Tengo que hacer una llamada. Asegúrate de que el americano no vaya a ningún otro sitio.
12
Robert Langdon se sentía algo aturdido mientras avanzaba hacia el final de la Gran Galería. Tenía el mensaje de Sophie clavado en la mente y no dejaba de repetírselo. Al fondo del pasillo, unas señales luminosas con los símbolos convencionales que indicaban los servicios le guiaron por una sucesión de salas divididas por tabiques de los que colgaban pinturas italianas y que le impedían la visión de las puertas.
Entró en el de caballeros y encendió las luces.
Se acercó al lavabo y se echó agua fría en la cara, para ver si se despejaba. La dureza de los fluorescentes opacaba el brillo de las baldosas, y olía a lejía. Mientras se secaba, la puerta se abrió a su espalda. Langdon se volvió.
Era Sophie Neveu, con los ojos verdes llenos de temor.
—Gracias a Dios que ha venido. No tenemos mucho tiempo.
Langdon se quedó junto a los lavabos, observando desconcertado a la criptógrafa de la Policía Judicial. Hacía sólo unos minutos que había escuchado el mensaje que le había dejado en su propio contestador y le había parecido que aquella mujer estaba loca. Sin embargo, cuanto más lo escuchaba, más se convencía de que era sincera en lo que le decía. «Señor Langdon, no reaccione de ningún modo cuando oiga este mensaje. En este momento se encuentra en peligro. Siga mis instrucciones al pie de la letra.» Lleno de incertidumbre, había decidido hacer exactamente lo que Sophie le aconsejara. Le había dicho a Fache que el mensaje le informaba de un amigo herido en los Estados Unidos. Luego le había pedido permiso para ir al servicio que había al fondo de la Gran Galería.
Ahora Sophie estaba a su lado, sin aliento, después de haber tenido que volver sobre sus pasos para llegar a aquel lavabo. A la luz de los fluorescentes, Langdon se sorprendió al constatar que en realidad su fuerza nacía de unos rasgos sorprendentemente dulces. Sólo su mirada era dura, y aquella yuxtaposición evocaba imágenes de los sutiles retratos de Renoir... velados pero precisos, con una desnudez que no obstante lograba conservar cierto aire de misterio.
—Quería advertirle, señor Langdon... —dijo al fin Sophie con la respiración aún entrecortada—, de que está usted sous surveillance cachee. Bajo vigilancia policial.
Al hablar, su acento francés retumbaba en las paredes embaldosadas y hacía que su voz sonara hueca.
—Pero ¿por qué? —preguntó Langdon. Sophie ya le había dado una explicación por teléfono, pero él quería oírsela de sus labios.
—Pues porque el principal sospechoso del asesinato de Saunière es usted, según Fache —dijo acercándose más a él.
Langdon sopesó aquellas palabras, pero siguieron pareciéndole igual de ridículas. Según ella, lo habían convocado al Louvre aquella noche no en calidad de especialista en simbología sino como sospechoso, y en aquel momento estaba siendo blanco inconsciente de uno de los métodos de interrogatorio preferidos de la Policía Judicial —la surveillance cachee—, engaño consistente en que la policía invitaba a un sospechoso al lugar del crimen y le hacía preguntas con la esperanza de que se pusiera nervioso y se incriminara a sí mismo.
—Mírese el bolsillo izquierdo de la chaqueta —le pidió Sophie— y encontrará la prueba de que lo están vigilando.
Langdon notó que su temor aumentaba. «¿Que me mire en el bolsillo?» Aquello parecía una especie de truco de magia barato.
—Mírese, por favor.
Desconcertado, Langdon metió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, el que no usaba nunca. No encontró nada. «Pero ¿qué esperabas?» Empezó a plantearse que después de todo Sophie sí estaba loca. Pero entonces notó algo entre los dedos. Algo duro y pequeño. Lo cogió, se lo sacó del bolsillo y se quedó mirándolo extrañado. Era un disco metálico, con forma de botón y del tamaño de una pila. No lo había visto en su vida.
—Pero ¿qué es...?
—Es un dispositivo de seguimiento por GPS —respondió Sophie—. Transmite de manera constante su localización a un satélite con un Sistema de Posicionamiento Global que se puede monitorizar desde la Dirección Central de la Policía Judicial. Lo usamos para controlar la ubicación de las personas. Tiene un margen de error de medio metro para cualquier punto del planeta. En este momento está usted electrónicamente encadenado. El agente que fue a su hotel a recogerlo se lo metió en el bolsillo antes de que salieran hacia aquí.
Langdon hizo memoria de esos momentos. Se había dado una ducha rápida, se había vestido, y el agente, amablemente, le había alargado la chaqueta cuando se disponían a salir de la habitación. «Hace frío fuera, señor Langdon —le había dicho—. La primavera en París puede ser traicionera.» Él le había dado las gracias y se la había puesto.
La mirada de Sophie era intensa.
—No le había dicho nada del dispositivo porque no quería que se mirara en el bolsillo en presencia de Fache. Bajo ningún concepto debe saber que lo ha encontrado.
Langdon no tenía ni idea de cómo reaccionar.
—Le han puesto el GPS porque creen que se podría escapar. En realidad —añadió tras una pausa—, esperaban que se escapara. Así tendrían más motivos para sospechar de usted.
—¿Y por qué iba a escaparme? ¡Soy inocente!
—Pues Fache tiene una opinión distinta.
Airado, Langdon se acercó hasta la papelera para tirar el dispositivo de seguimiento.
—¡No! —susurró Sophie agarrándolo por la manga para impedírselo—. Déjeselo en el bolsillo. Si lo tira, la señal dejará de moverse y sabrán que lo ha encontrado. Si el capitán le ha dejado venir solo hasta aquí ha sido porque sabe en todo momento donde se encuentra. Y si sospecha que usted ha descubierto lo que está haciendo... — Sophie no terminó la frase, pero le cogió el dispositivo y se lo volvió a meter en el bolsillo—. El disco se lo tiene que quedar usted. Al menos de momento.
Langdon se sentía perdido.
—Pero ¿cómo es que Fache sospecha que he matado a Jacques Saunière?
—Tiene algunas razones bastante poderosas para creerlo —la expresión de Sophie se hizo más tensa—. Hay una prueba que usted aún no ha visto. Fache se ha cuidado mucho de enseñársela.
Langdon estaba expectante.
—¿Se acuerda de las tres cosas que Saunière ha escrito en el suelo?
Langdon asintió. Tenía aquellas palabras y aquellos números clavados en la mente.
La voz de Sophie se convirtió en un susurro.
—Por desgracia, lo que usted vio no era el mensaje entero. Había una cuarta línea que Fache mandó fotografiar y borró antes de que usted llegara.
Aunque Langdon sabía que la tinta soluble de aquel rotulador especial se borraba con facilidad, no se le ocurría por qué iba Fache a eliminar alguna prueba.
—Aquella última línea del mensaje contenía algo que el capitán no quería que usted supiera. Al menos no hasta que ya le hubiera atrapado.
Sophie se sacó del bolsillo del suéter una copia de impresora de la foto y empezó a desdoblarla.
—Fache ha enviado hace un rato imágenes de la escena del crimen al Departamento de Criptografía con la esperanza de que le aclaráramos qué decía el mensaje de Saunière. Esta es la foto con el texto completo —añadió alargándosela.
Confuso, Langdon miró aquella imagen. En ella se veía el mensaje resplandeciente del suelo de la galería. La última línea le sacudió como si le hubieran dado una patada en el estómago.
1332211185
¡Diavole in Dracon!
Límala, asno
P. S. Buscar a Robert Langdon
13
Durante unos segundos, se quedó mirando desconcertado aquel post scriptum de Saunière: «Buscar a Robert Langdon.» Era como si el suelo se estuviera abriendo bajo sus pies. «¿Saunière ha dejado una posdata que alude a mí?» Por más que le daba vueltas, no se le ocurría por qué.
—¿Entiende ahora —dijo Sophie con los ojos llenos de impaciencia— por qué Fache ha ordenado que le traigan hasta aquí y por qué es usted el principal sospechoso?
Lo único que Langdon entendía en aquel momento era por qué el capitán había puesto aquella cara cuando él había apuntado que Saunière podría haber escrito el nombre de su asesino.
«Buscar a Robert Langdon.»
—¿Por qué lo habrá escrito Saunière? —preguntó en voz alta, a medida que su desconcierto daba paso al enfado—. ¿Por qué habría de querer matar yo a Jacques Saunière?
—A Fache aún le queda el motivo por averiguar, pero ha grabado toda la conversación que han mantenido con la esperanza de encontrarlo.
Langdon abrió la boca, pero no dijo nada.
—Lleva un micrófono minúsculo —le explicó Sophie— conectado a un transmisor que esconde en el bolsillo y que emite la señal al puesto de mando.
—Eso es imposible —exclamó Langdon—. Tengo coartada. Me fui directo al hotel después de la conferencia. Puede preguntar en recepción.
—Fache ya lo ha preguntado. En su informe consta que usted pidió la llave de su habitación a las diez y media de la noche, aproximadamente. Por desgracia, el asesinato se produjo cerca de las once. Y usted pudo fácilmente haber salido de su habitación sin que nadie lo viera.
—¡Qué locura! ¡Fache no tiene ninguna prueba!
Sophie abrió mucho los ojos como cuestionando aquella afirmación.
—Señor Langdon, su nombre estaba escrito en el suelo, junto a al cadáver, y en la agenda del conservador está anotado que debían verse aproximadamente a la misma hora en que se produjo el asesinato. Fache tiene pruebas más que suficientes como para retenerlo y someterlo a un interrogatorio.
Langdon se dio cuenta en aquel mismo instante de que le hacía falta un abogado.
—Yo no he hecho nada.
Sophie suspiró.
—No estamos en la televisión americana, señor Langdon. En Francia, la ley protege a la policía, no a los delincuentes. Desgraciadamente, en este caso, también hay que tener en cuenta a los medios de comunicación. Jacques Saunière era una personalidad relevante, y alguien muy querido en París. Su asesinato va a ser una noticia destacada en los periódicos de mañana. A Fache lo van a presionar mucho para que haga alguna declaración, y prefiere tener ya a un sospechoso que no tener nada. Sea o no sea usted culpable, lo más probable es que lo retengan en las dependencias de la Policía Judicial hasta que aclare qué pasó en realidad.
Langdon se sentía como un animal enjaulado.
—¿Por qué me está contando todo esto?
—Porque creo que es inocente, señor Langdon. —Sophie apartó la mirada un momento y volvió a mirarle a los ojos—. Y también porque es en parte culpa mía que esté metido en este lío.
—¿Cómo dice? ¿Es culpa suya que Saunière haya intentado inculparme?
—Saunière no intentaba inculparlo. Eso es un error. El mensaje del suelo era para mí.
Tardó unos momentos en asimilar aquella información.
—Disculpe, pero no la entiendo.
—Lo que digo es que ese mensaje no era para la policía. Lo escribió para mí. Creo que se vio obligado a hacerlo todo tan deprisa que no se paró a pensar en el efecto que tendría sobre la policía. —Se detuvo un instante—. El código numérico no significa nada. Saunière lo escribió para asegurarse de que en la investigación intervendrían criptógrafos, para estar seguro de que yo me enteraría lo antes posible de lo que le había pasado.
Langdon empezaba a entender algo. Aunque aún no tenía claro que Sophie Neveu no hubiera perdido el juicio, al menos comprendía por qué intentaba ayudarlo. «Buscar a Robert Langdon.» Según parecía, ella creía que el conservador le había dejado un mensaje críptico en el que le instaba a encontrar a Langdon.
—Pero ¿por qué cree que el mensaje iba dirigido a usted?
—Por El hombre de Vitrubio —respondió ella—. Ese dibujo ha sido siempre mi obra preferida de Leonardo. Y esta noche él lo ha usado para llamar mi atención.
—Un momento. ¿Me está diciendo que Saunière sabía cuál era su obra de arte favorita?
Sophie asintió.
—Lo siento. Sé que no le estoy explicando las cosas con claridad. Jacques Saunière y yo...
La criptóloga hizo una pausa, y Langdon captó una repentina melancolía en su voz, un pasado doloroso retenido justo debajo de la superficie. Sophie y el conservador tenían, al parecer, algún tipo de relación especial. Contempló a aquella hermosa joven que tenía delante. No ignoraba que en Francia los señores de edad tenían con frecuencia amantes jóvenes. Con todo, la imagen de Sophie Neveu no encajaba con la de una «mantenida».
—Hace diez años nos peleamos —susurró ella—. Desde entonces casi no habíamos vuelto a hablar. Esta noche, cuando en Criptología se ha recibido la noticia de su asesinato y he visto las imágenes de su cuerpo y las inscripciones del suelo, me he dado cuenta de que estaba intentando enviarme un mensaje.
—¿Por lo de El hombre de Vitrubio?
—Sí. Y por las letras P. S.
—¿Posdata en latín? ¿Post Scriptum?
Negó con la cabeza.
—P. S. son mis iniciales.
—Pero si se llama Sophie Neveu.
Ella apartó la mirada.
—P. S. es el apodo que me puso cuando vivía con él. —Se ruborizó—. Son las iniciales de Princesse Sophie.
Langdon no supo qué decir.
—Sí, es una tontería, ya lo sé, pero es que fue hace muchos años. Yo era una niña.
—¿Ya lo conocía de pequeña?
—Bastante —dijo ella con los ojos arrasados en lágrimas—. Jacques Saunière era mi abuelo.
14
—¿Dónde está Langdon? —preguntó Fache al volver al puesto de mando, soltando el humo de la última calada de su cigarrillo.
—Sigue en el servicio de caballeros. —El teniente Collet llevaba un rato esperando aquella pregunta.
Fache emitió uno de sus gruñidos.
—Veo que se toma su tiempo.
El capitán miró el punto rojo de la pantalla por encima del hombro de Collet, que notaba perfectamente que su superior tramaba algo, aunque en realidad Fache estaba reprimiendo sus ganas de ir a ver qué hacía el sospechoso. Porque lo ideal era que el individuo sometido a vigilancia se sintiera lo más libre posible, que tuviera una falsa sensación de seguridad. Langdon debía volver, por tanto, cuando quisiera. Pero aun así ya habían pasado diez minutos.
«Demasiado tiempo.»
—¿Hay alguna posibilidad de que Langdon se haya dado cuenta de que lo estamos vigilando?
Collet negó con la cabeza.
—Aún se detectan pequeños movimientos en el interior del servicio, por lo que el GPS sigue obviamente dentro del bolsillo. A lo mejor se encuentra mal. Si hubiera encontrado el dispositivo, lo habría tirado y habría intentado escapar.
Fache consultó la hora.
—Está bien.
De todos modos, el capitán parecía preocupado. Durante toda la noche, Collet había detectado un nerviosismo en él que no era nada normal. Habitualmente, en situaciones de presión, se mostraba frío y distante, pero aquella noche parecía haber una implicación más emocional en su manera de actuar, como si se tratara de un asunto personal.
«No me extraña —pensó Collet—. Fache necesita desesperadamente detener a alguien.» Hacía poco, el Consejo de Ministros y los medios de comunicación habían empezado a cuestionar de manera más abierta sus tácticas agresivas, sus encontronazos con algunas embajadas importantes y la desproporcionada partida del presupuesto que había destinado a nuevas tecnologías. Si aquella noche se producía la detención de un ciudadano norteamericano gracias al uso de las telecomunicaciones electrónicas, lograría silenciar en gran medida a sus críticos, lo que le ayudaría a mantenerse unos años más en el cargo, hasta que fuera el momento de jubilarse con una sustanciosa pensión. «Y Dios sabe bien que esa pensión le va a hacer mucha falta», pensó el teniente. El interés de Fache por la tecnología le había supuesto costes profesionales y personales. Se rumoreaba que había invertido todos sus ahorros durante la época de la especulación tecnológica de hacía unos años, y que lo había perdido todo. «Y Fache es de los que no se conforman con poco.»
Esa noche aún tenían mucho tiempo. La extraña interrupción de Sophie Neveu, aunque inoportuna, había sido sólo un contratiempo menor. Ahora ya se había ido y Fache aún tenía algunas cartas que poner sobre la mesa. Aún tenía que informar a Langdon de que su nombre había aparecido escrito en el suelo, junto a la víctima. «P. S. Buscar a Robert Langdon». La reacción que tuviera el americano ante aquella prueba iba a ser decisiva.
—¿Capitán? —llamó uno de los agentes desde el otro lado del despacho, sosteniendo muy serio el auricular de un teléfono—. Creo que debería atender esta llamada.
—¿Quién es? —preguntó.
El agente frunció el ceño.
—Es el director de nuestro Departamento de Criptografía.
—¿Y?
—Es acerca de Sophie Neveu, señor. Parece que hay algo que no va bien.
15
Era la hora.
Silas se sintió con energías renovadas al bajarse del Audi negro. La brisa nocturna le agitaba el hábito. «Los vientos del cambio están en el aire.» Sabía que la tarea que tenía encomendada requería más maña que fuerza, y se dejó la pistola en el coche. Era El Maestro quien le había proporcionado aquella Heckler and Koch USP 40, con cargador de trece tiros.
«No hay sitio para el arma de la muerte en la casa de Dios.»
La plaza que había frente a la iglesia estaba desierta a esa hora, y las únicas almas que pululaban por su extremo más alejado eran dos prostitutas adolescentes que mostraban su mercancía a los turistas noctámbulos. Sus cuerpos nubiles despertaron el recuerdo del deseo en las ingles de Silas. Dobló un poco las piernas, instintivamente, y el cilicio se le clavó en la carne y le causó dolor. Las ganas se desvanecieron al instante. Desde hacía ya diez años, Silas se había abstenido devotamente de toda satisfacción sexual, incluso de la que hubiera podido proporcionarse a sí mismo. Así estaba prescrito en Camino. Sabía que había sacrificado mucho para seguir al Opus Dei, pero había recibido mucho más a cambio. Un voto de celibato y de renuncia a todos los bienes personales no representaba apenas sacrificio alguno. Teniendo en cuenta la pobreza en la que había nacido y los horrores sexuales que había soportado en la cárcel, el celibato había sido un cambio favorable.
Ahora, en su primera visita a Francia desde su detención y traslado a Andorra, Silas notaba que su patria lo estaba poniendo a prueba, haciendo que a su alma redimida afloraran violentos recuerdos. «Tú has vuelto a nacer», se recordaba a sí mismo. El servicio a Dios que había hecho aquel día había requerido del pecado del asesinato, un sacrificio que sabía que tendría que llevar secretamente en su corazón toda la eternidad.
«La medida de tu fe es la medida del dolor que seas capaz de soportar», le había dicho El Maestro. A Silas el dolor no le era desconocido, y estaba ansioso por demostrar su fidelidad a quien le había asegurado que sus acciones venían ordenadas por un poder superior.
—Hago la obra de Dios —dijo Silas en voz baja mientras se acercaba a la entrada de la iglesia.
Deteniéndose en la penumbra de la enorme puerta, aspiró hondo. Hasta ese momento no fue plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer, ni de lo que le aguardaba dentro.
—La clave. Ella nos conducirá a nuestra meta final.
Alzó su puño blanco, fantasmagórico, y golpeó con él tres veces el portón.
Instantes después, los cerrojos de aquella enorme entrada empezaron a girar.
16
Sophie se preguntaba cuánto tiempo tardaría Fache en darse cuenta de que aún no había salido del museo. Al ver que Langdon estaba apabullado, Sophie empezó a dudar de si había hecho bien arrinconándolo ahí, en el servicio de caballeros.
«Pero ¿qué otra cosa podía hacer?»
En su mente vio el cuerpo de su abuelo, en el suelo, desnudo y con los miembros extendidos. En una época lo había significado todo para ella, pero aquella noche, para su sorpresa, constató que no sentía apenas tristeza por su muerte. Ahora Jacques Saunière era un desconocido. Su relación dejó de existir en un instante, una noche de marzo, cuando ella tenía veintidós años. «Hace ya diez.» Sophie, que había vuelto hacía unos días de la universidad inglesa en la que estudiaba, llegó a casa antes de lo previsto y encontró a su abuelo haciendo algo que se suponía que no debía ver. Aquella imagen era tan insólita que aún hoy le costaba creer que hubiera sido cierta.
«Si no lo hubiera visto con mis propios ojos...»
Demasiado avergonzada y aterrada para soportar los torturados intentos de su abuelo por explicárselo todo, Sophie se independizó inmediatamente, recurriendo a unos ahorros que tenía, y alquiló un apartamento pequeño con unas amigas. Se juró no hablar nunca con nadie de lo que había visto. Su abuelo intentó desesperadamente ponerse en contacto con ella, le envió cartas y notas en las que le suplicaba que se reuniera con él para poder darle una explicación. «Pero ¿qué me va a explicar?» Sophie no le respondió nunca excepto en una ocasión, para prohibirle que la llamara o intentara abordarla en lugares públicos. Temía que su explicación fuera aún más terrorífica que el incidente mismo.
Por increíble que parezca, Saunière nunca se dio por vencido, y en aquel momento Sophie acumulaba en una cómoda las cartas sin abrir de aquellos diez años. En honor a la verdad, debía reconocer que su abuelo no la había desobedecido nunca y en todo aquel tiempo nunca le había llamado por teléfono.
«Hasta esta tarde.»
«Sophie —la voz del mensaje que grabó en el contestador era la de una persona envejecida—. Me he plegado mucho tiempo a tus deseos... y me duele tener que llamarte, pero debo hablar contigo. Ha sucedido algo terrible.»
De pie en la cocina de su apartamento de París, Sophie sintió un escalofrío al oírle después de tantos años. La dulzura de su voz le trajo una cascada de recuerdos de infancia.
«Sophie, escúchame, por favor. No puedes seguir enfadada toda la vida. ¿Es que no has leído las cartas que te he enviado durante todos estos años? ¿Es que aún no lo entiendes? —Hizo una pausa—. Tenemos que hablar ahora mismo. Por favor, concédele a tu abuelo este único deseo. Llámame al Louvre. Ahora mismo. Creo que los dos corremos un gran peligro.»
Sophie se quedó mirando el contestador. «¿Peligro? ¿De qué está hablando?»
«Princesa... —la voz de su abuelo se quebró con una emoción que Sophie no terminaba de identificar—. Sé que te he ocultado cosas, y sé que eso me ha costado tu amor. Pero si lo hice fue por tu seguridad. Ahora debes saber la verdad. Por favor, tengo que contarte la verdad sobre tu familia.»
De pronto Sophie se oía los latidos de su corazón. «¿Mi familia?» Sus padres habían muerto cuando ella tenía sólo cuatro años. Su coche se salió de un puente y se precipitó a un río de aguas rápidas. Su abuela y su hermano menor iban con ellos, y toda su familia desapareció de un plumazo. Tenía una caja llena de recortes de prensa que lo confirmaban.
Una oleada de nostalgia se apoderó de ella al oír aquellas palabras. «¡Mi familia!» En aquel instante fugaz, Sophie vio imágenes de un sueño que de niña le había despertado en incontables ocasiones ¡Mi familia está viva! ¡Y vuelve a casa!» Pero, al igual que en el sueño, aquellas imágenes se esfumaron en el olvido.
«Tu familia está muerta, Sophie, y no va a volver a casa.»
«Sophie —proseguía su abuelo en el mensaje—, llevo años esperando para decírtelo, esperando a que fuera el momento propicio. Pero ahora el tiempo se ha agotado. Llámame al Louvre tan pronto como oigas este mensaje. Yo te estaré esperando aquí toda la noche. Me temo que los dos estamos en peligro. Y hay tantas cosas que tú no sabes...»
El mensaje terminaba ahí.
En el silencio que siguió, Sophie se quedó inmóvil, temblando, lo que le parecieron minutos enteros. Reflexionando sobre aquellas palabras de su abuelo, llegó a la conclusión de que la única posibilidad lógica era que se tratara de una trampa.
Era evidente que estaba desesperado por verla y que estaba dispuesto a intentar cualquier cosa. El desprecio que sentía por él se hizo mayor. A Sophie se le ocurrió que tal vez tuviera una enfermedad terminal y había decidido recurrir a cualquier truco para lograr que ella fuera a verlo por última vez. Si era así, había accionado el resorte correcto.
«Mi familia.»
Ahora, en la penumbra del servicio de caballeros del museo, a Sophie le llegaban los ecos del mensaje del contestador. «Sophie, me temo que los dos estamos en peligro. Llámame.»
No le había llamado. Ni se le había pasado por la cabeza. Ahora, sin embargo, todo aquello desafiaba enormemente su escepticismo. Su abuelo yacía sin vida en su museo. Y había escrito un mensaje cifrado en el suelo.
Un mensaje para ella. De eso no le cabía la menor duda.
A pesar de no entender qué significaba, su naturaleza críptica era una prueba más de que ella era la destinataria de aquellas palabras. Su pasión y sus dotes para la criptografía eran el resultado de haberse educado con Jacques Saunière —un fanático de los enigmas, los juegos de palabras y los rompecabezas. «¿Cuántos domingos nos habíamos pasado resolviendo los crucigramas y los pasatiempos del periódico?»
A los doce años, Sophie ya era capaz de completar sola el crucigrama de Le Monde, y su abuelo la introdujo en los crucigramas en inglés, los problemas matemáticos y los dameros numéricos. Ella lo devoraba todo. Finalmente, había logrado hacer de su pasión su trabajo, y se convirtió en criptógrafa de la Policía Judicial.
Esa noche, a la profesional que había en ella no le quedaba más remedio que elogiar la habilidad de su abuelo para unir, mediante un sencillo código, a dos perfectos desconocidos: ella misma y Robert Langdon.
La cuestión era por qué lo había hecho.
Desgraciadamente, a juzgar por la expresión de desconcierto del americano, éste no tenía más idea que ella de los motivos de su abuelo para reunirlos de aquel modo.
—Usted y mi abuelo habían quedado en verse hoy —insistió Sophie—. ¿Con qué motivo?
Langdon parecía totalmente perplejo.
—Su secretaria me llamó para proponerme el encuentro, y no mencionó ningún motivo en concreto. La verdad es que yo tampoco se lo pregunté. Supuse que se había enterado de que iba a dar una conferencia sobre la iconografía pagana en las catedrales francesas, que estaba interesado en el tema y que debió parecerle buena idea que nos conociéramos después y charláramos mientras nos tomábamos una copa.
Sophie no se lo creyó. La explicación no se sostenía por ningún lado. Su abuelo sabía más que ninguna otra persona en el mundo sobre iconografía pagana. Y más aún, era una persona extremadamente reservada, nada dada a iniciar charlas intrascendentes con el primer profesor americano que se le cruzara en el camino, a menos que tuviera un motivo importante para hacerlo.
Sophie aspiró hondo y volvió a insistir.
—Mi abuelo me ha llamado esta misma tarde para decirme que él y yo estábamos en grave peligro. ¿Le dice algo eso?
Los ojos de Langdon se nublaron.
—No, pero teniendo en cuenta los hechos de esta noche...
Sophie asintió. Teniendo en cuenta los hechos de esa noche, sería de imprudentes no tener miedo. Se sintió vacía, y se acercó a la ventana que había al fondo del aseo. A través de los cables de las alarmas pegados al vidrio miró hacia fuera en silencio. La altura era considerable. Al menos doce metros.
Suspirando, alzó la vista y contempló el deslumbrante perfil de París. A su izquierda, al otro lado del Sena, la Torre Eiffel iluminada. Justo enfrente, el Arco de Triunfo. Y a la derecha, en lo alto de la colina de Montmartre, la grácil cúpula arabizante del Sacre Coeur, con su piedra blanca y pulida resplandeciente como un santuario encendido.
Allí, en el extremo más occidental del Ala Denon, la Place du Carrousel parecía pegarse al muro exterior del Louvre, separada sólo por una estrecha acera. A lo lejos, la cotidiana retahila de camiones de reparto, la pesadilla de la ciudad, avanzaban y se detenían en los semáforos, y sus luces parecían hacerle guiños burlones.
—No sé qué decir —comentó Langdon poniéndose a su lado—. Es evidente que su abuelo intenta decirnos algo. Siento ser de tan poca ayuda.
Sophie se volvió, consciente de que el pesar que notaba en las palabras de Langdon era sincero. Con todos los problemas que tenía, estaba claro que quería ayudarla. «Debe de ser el profesor que lleva dentro», pensó, pues había leído el informe de la DCPJ sobre el sospechoso. Se trataba de un académico que, evidentemente, odiaba no entender las cosas.
«Eso lo tenemos en común», pensó.
En tanto que criptógrafa, Sophie se ganaba la vida buscando significados a datos que en apariencia no los tenían. Aquella noche algo le decía que, lo supiera o no, Robert Langdon disponía de una información que ella necesitaba desesperadamente. «Princesse Sophie. Busca a Robert Langdon.» El mensaje de su abuelo no podía ser más claro. Tenía que encontrar la manera de pasar mas tiempo con aquel profesor. Tiempo para pensar. Tiempo para aclarar juntos aquel misterio. Pero, por desgracia, tiempo era precisamente lo que no tenían.
Lo miro, y &o él único paso que se le ocurrió.
—Bezu Fache va a ordenar su detención en cualquier momento. Yo puedo sacarlo de este museo. Pero tenemos que ponernos en marcha ya.
Langdon abrió mucho los ojos.
—¿Quiere que me escape?
—Es lo más inteligente que puede hacer. Si deja que Fache lo detenga ahora, se pasará meses en una cárcel francesa mientras la Policía Judicial y la Embajada americana discuten qué tribunales son competentes para juzgar su caso. Pero si salimos de aquí y llegamos a su embajada.... Su gobierno velará por sus derechos mientras nosotros demostramos que usted no ha tenido nada que ver en este asesinato.
Langdon no estaba nada convencido.
—¡Ni lo sueñe! ¡Fache tiene guardias armados en todas las salidas! Y aunque lográramos escapar sin que nos dispararan, huir sólo me haría parecer culpable. Lo que tiene que hacer es decirle a Fache que el mensaje del suelo era para usted y que mi nombre no está escrito a modo de acusación.
—Eso pienso hacerlo —replicó Sophie con voz atropellada—, pero después de que se encuentre a salvo en la Embajada de los Estados Unidos. Está a menos de dos kilómetros de aquí, y tengo el coche aparcado justo delante del museo. Tratar con Fache desde aquí es demasiado complicado. ¿No lo ve? Esta noche se ha propuesto demostrar que usted es culpable. Si aún no lo ha detenido es porque espera que usted haga algo que lo incrimine más.
—Exacto. Como escaparme, por ejemplo.
El teléfono móvil de Sophie empezó a sonar. «Seguramente será Fache.» Se metió la mano en el bolsillo del suéter y lo desconectó.
—Señor Langdon —le dijo con impaciencia—. Debo hacerle una última pregunta. —«Y todo tu futuro podía depender de la respuesta»—. Es evidente que lo que está escrito en el suelo no demuestra su culpabilidad, pero sin embargo Fache le ha dicho a los miembros de su equipo que está seguro de que usted lo ha hecho. ¿Se le ocurre algún otro motivo que le haya llevado a la convicción de que es usted culpable?
Langdon se quedó en silencio unos segundos.
—No, ninguno.
Sophie suspiró. «Eso significa que Fache está mintiendo. Sophie no sabía por qué, pero en aquellas circunstancias aquello no era lo importante. El caso era que el capitán estaba decidido a poner a Robert Langdon entre rejas aquella misma noche, costara lo que costara. Y que Sophie lo necesitaba a su lado. Aquel dilema sólo le dejaba una salida lógica.
«Es imprescindible que lleve a Langdon a la embajada.»
Volvió a girarse para mirar por la ventana, a través de los cables de la alarma pegados al cristal blindado, hacia la acera, que estaba a al menos doce metros por debajo. Saltar desde aquella altura dejaría a Langdon con las dos piernas rotas, como mínimo.
Sin embargo, Sophie se decidió.
Robert Langdon estaba a punto de escaparse del Louvre, lo quisiera o no.
17
—¿Cómo que no contesta? —preguntó Fache, incrédulo—. ¿Está llamando a su móvil, ¿no? Me consta que lo lleva.
Collet llevaba un rato intentando localizarla.
—Tal vez se ha quedado sin batería. O tiene el timbre desactivado.
Desde que había hablado por teléfono con el director del Departamento de Criptografía, Fache estaba inquieto. Después de colgar, le había pedido a Collet que contactara con la agente Neveu. Este no lo lograba, y el capitán caminaba de un lado para otro como un animal enjaulado.
—¿Por qué han llamado de Criptografía? —le preguntó Collet.
Fache se giró.
—Para decirnos que no han encontrado referencias a diablesas draconianas ni a nada parecido.
—¿Y nada más?
—No, también para decirnos que acaban de identificar el código numérico con los dígitos de Fibonacci, pero que sospechan que esa serie carece de significado.
Collet estaba confundido.
—Pero si ya han enviado a la agente Neveu para informarnos de eso mismo.
Fache negó con la cabeza.
—No. Ellos no han enviado a Neveu.
—¿Qué?
—Según el director, siguiendo mis órdenes, ha hecho ver las fotos que le he enviado a todos los miembros de su equipo. Cuando la agente ha llegado, les ha echado un vistazo, ha tomado nota del mensaje misterioso de Saunière y se ha ido sin decir una palabra. El director me ha dicho que no ha cuestionado su comportamiento porque era comprensible que estuviera afectada.
—¿Afectada? ¿Es que no ha visto nunca la foto de un cadáver?
Fache se quedó un momento en silencio.
—Yo no lo sabía, y por lo que parece el director tampoco hasta que se lo dijo un colaborador, pero resulta que Sophie Neveu es la nieta de Jacques Saunière .
Collet se quedó mudo.
—El director me ha comentado que eso es algo que ella nunca le había mencionado, y que suponía que era porque no había querido recibir ningún trato de favor por tener un abuelo famoso.
«No me extraña que le afectaran las fotos.»
A Collet casi no le entraba en la cabeza la terrible coincidencia que había hecho que una mujer joven tuviera que descifrar un código escrito por un familiar muerto. Con todo, sus acciones no tenían demasiado sentido.
—Está claro que reconoció que aquellos números eran la Secuencia de Fibonacci, porque luego vino aquí y nos lo dijo. No entiendo por qué se fue de la oficina sin decirle a nadie que los había descifrado.
A Collet sólo se le ocurría una hipótesis para explicar aquellos desconcertantes hechos: que Saunière hubiera escrito el código numérico en el suelo con la esperanza de que Fache incorporara a algún criptógrafo en la investigación y, por tanto, su propia nieta se involucrara en el caso. En cuanto al resto del mensaje, ¿se estaba comunicando de algún modo el conservador con su nieta? Si era así, ¿qué le estaba diciendo? ¿Y qué pintaba Langdon en todo aquello?
Antes de que Collet pudiera seguir dándole vueltas a esas cosas, el silencio del museo desierto se vio roto por el sonido de una alarma, que parecía venir de la Gran Galería.
—¡Alarma! —gritó uno de los agentes, sin apartar la vista de la pantalla del centro de control del museo—. ¡Gran Galería! ¡Servicio de caballeros!
Fache miró a Collet.
—¿Dónde está Langdon?
—¡Sigue en el aseo! —respondió, señalando el punto rojo intermitente en el plano de su ordenador portátil—. Debe de haber roto la ventana. Collet sabía que Langdon no podía llegar muy lejos. Aunque la ley contra incendios obligaba a que las ventanas de los edificios públicos situadas por encima de los quince metros tuvieran cristales rompibles en caso de incendio, salir por una ventana de la segunda planta del Louvre sin tener escalera ni arneses era suicida. Y más en aquel caso, porque al fondo del Ala Denon no había ni árboles ni plantas para parar el golpe. Justo debajo de los servicios se extendía la Place du Carrousel, con sus dos carriles de circulación—. ¡Dios mío! —exclamó Collet con la vista fija en la pantalla—. ¡Langdon se está subiendo al alféizar de la ventana!
Pero Fache ya se había puesto en marcha. Sacando el revólver Manurhin MR-93 de la cartuchera, salió a toda prisa de la oficina.
Collet seguía mirando perplejo la pantalla, donde el punto rojo seguía parpadeando en el alféizar hasta que de repente hizo algo totalmente inesperado y salió del perímetro del edificio.
«¿Qué está pasando aquí? —pensó—. ¿Está en el alféizar o...»
—¡Dios mío! —gritó, levantándose de la silla al ver que el punto rojo estaba del otro lado del muro. La señal pareció debilitarse un instante, y acto seguido se detuvo abruptamente a unos diez metros del perímetro del edificio.
Accionando el teclado, Collet encontró un plano de París y recalibró el GPS. Gracias al zoom, logró determinar la posición exacta de la señal, que había dejado de moverse en medio de la Place du Carrousel.
Langdon había saltado.
18
Fache iba corriendo por la Gran Galería mientras la radio de Collet retumbaba por encima del lejano sonido de la alarma.
— ¡Ha saltado! —gritaba el agente—. ¡La señal luminosa está en la Place du Carrousel! ¡En el exterior de la ventana del servicio! ¡Y no se mueve! ¡Dios mío! ¡Creo que Langdon se ha suicidado!
Fache oyó aquellas palabras, pero le parecieron absurdas. Siguió corriendo. El pasillo parecía no tener fin. Al pasar junto al cuerpo de Saunière, clavó la vista en los tabiques que había al fondo del Ala Denon. Ahora la alarma se oía con más fuerza.
—¡Un momento! —La voz de Collet volvió a atronar en la radio—. ¡Se está moviendo! ¡Está vivo! ¡Langdon se está moviendo!
Fache no dejaba de correr, maldiciendo a cada paso la galería por ser tan larga.
—¡Va bajando por Carrousel! Espere, está ganando velocidad. ¡Va demasiado deprisa!
Al llegar a los tabiques del fondo, Fache se metió detrás, vio la puerta de los servicios y se fue corriendo hasta ella.
Ahora el ruido de la alarma era tan fuerte que el walkie-talkie apenas se oía.
—¡Debe de estar yendo en coche! ¡Me parece que va en un coche! ¡No puedo...!
Cuando Fache entró por fin en el aseo con la pistola en la mano, la alarma engulló las palabras de Collet. Aturdido por la estridencia de aquel sonido, escrutó la zona.
Los retretes estaban vacíos. La zona de los lavabos, desierta. Los ojos del capitán se desplazaron al momento hasta la ventana rota que había al fondo. Se acercó a ella y miró hacia abajo. Langdon no se veía por ninguna parte. A Fache le resultaba inconcebible que alguien se arriesgara a dar un salto como aquel. No había duda de que si había caído desde aquella altura, estaría malherido.
El ruido de la alarma cesó al fin y la voz de Collet volvió a hacerse audible a través del walkie-talkie.
—...avanza en dirección sur... más deprisa... ¡Está cruzando el Sena por el Pont du Carrousel!
Fache miró a la izquierda. El único vehículo que veía sobre el puente era un enorme camión que se alejaba del Louvre en dirección sur. Llevaba la carga cubierta con una lona de vinilo hundida por arriba, que recordaba a una hamaca gigantesca. Fache sintió un escalofrío de temor. Aquel camión, hacía sólo unos momentos, podía haber estado detenido junto al Louvre, justo debajo de la ventana de los servicios, esperando a que cambiara el semáforo.
«Una imprudencia temeraria», se dijo el capitán. Langdon no podía saber qué cargaba el camión debajo de la lona. ¿Y si hubiera transportado acero? ¿O cemento? ¿O incluso basura? ¿Un salto de doce metros de altura? Aquello era una locura.
—¡El punto está girando! —gritó Collet—. ¡Está girando a la derecha por el Pont des Saints-Péres!
Sí, lo veía desde ahí, el camión había frenado y estaba girando por el puente. «Ya está», pensó. Con sorpresa, observó el camión desaparecer tras dar la curva. Collet ya estaba comunicando el mensaje a los agentes que estaban fuera, ordenándoles que abandonaran el perímetro del museo y salieran en coches-patrulla a perseguir el camión, mientras les informaba momento a momento de sus cambios de ubicación, como si estuviera cubriendo una extraña retransmisión deportiva.
«No pasa nada», pensó Fache, convencido. Sus hombres tendrían rodeado el camión en cuestión de minutos. Langdon no podía ir demasiado lejos.
Enfundó la pistola, salió de los servicios y se comunicó con Collet por radio.
—Que me traigan el coche. Quiero estar presente cuando lo detengan.
Mientras desandaba sus pasos por la Gran Galería, se preguntaba si Langdon habría sobrevivido a la caída.
No es que le importara lo más mínimo.
«Langdon se había escapado. Era culpable.» A menos de quince metros de los servicios, Langdon y Sophie se ocultaban en la penumbra de la Gran Galería, con la espalda apretada contra uno de los tabiques que impedían que las puertas se vieran desde el pasillo. A duras penas habían conseguido esconderse para que Fache no los viera cuando pasó como un rayo con la pistola en la mano.
Los últimos sesenta segundos habían sido muy confusos.
Langdon seguía en el servicio, negándose a huir de la escena de un crimen que no había cometido, cuando Sophie se había puesto a observar el cristal de la ventana y a examinar la conexión de la alarma que tenía incorporado. Luego había mirado hacia abajo, como midiendo la caída.
—Con un poco de puntería, podría salir de aquí —le dijo.
—¿Puntería? —Incómodo, miró hacia abajo.
En la calle, un camión enorme estaba justo debajo del servicio esperando a que el semáforo se pusiera en verde. La carga iba cubierta por una lona no muy tensa de vinilo. Langdon esperaba que Sophie no estuviera pensando lo que parecía estar pensando.
—Sophie, no pienso saltar...
—Saqúese el dispositivo de seguimiento de la chaqueta.
Desconcertado, Langdon rebuscó en el bolsillo hasta que encontró el minúsculo disco metálico. Sophie se lo arrancó de las manos y se acercó al lavabo. Cogió una pastilla de jabón y encajó el disco dentro, haciendo presión con los dedos para que quedara fijo. Cuando estuvo bien metido, rellenó el hueco que había abierto con el trozo de jabón sobrante de manera que el dispositivo quedara totalmente oculto dentro de la pastilla.
Alargándole el jabón a Langdon, Sophie levantó del suelo una pesada papelera metálica que había debajo del lavabo y, antes de que Langdon pudiera reaccionar, se acercó corriendo a la ventana y rompió con ella el cristal.
Las alarmas se dispararon y empezaron a aullar con una estridencia ensordecedora.
—¡Deme el jabón! —gritó Sophie, aunque con aquel ruido apenas se le oía.
Langdon le pasó la pastilla.
Sophie la agarró bien y se asomó a la ventana. El blanco era muy grande y estaba separado sólo unos tres metros del edificio. Cuando el semáforo estaba a punto de ponerse verde, Sophie aspiró hondo y arrojó el jabón a la oscuridad de la noche.
La pastilla aterrizó sobre la lona y resbaló un poco antes de detenerse, justo cuando el semáforo se ponía en verde.
—Felicidades —dijo Sophie, arrastrándolo hasta la puerta—. Acaba de escapar del Louvre.
Abandonando el servicio, se internaron en las sombras en el mismo instante en que Fache volvía a pasar.
Ahora que la alarma había dejado de sonar, Langdon oía el aullido de las sirenas de los coches-patrulla que se alejaban del museo. Fache también había salido corriendo, dejando desierta la Gran Galería.
—Hay una escalera de incendios a unos cincuenta metros de aquí —dijo Sophie—. Ahora que los guardias están abandonando sus puestos en el exterior del edificio, podremos salir.
Langdon decidió no decir nada más en toda la noche. Estaba claro que Sophie era mucho más lista que él.
19
Se dice que la historia de la iglesia de Saint-Sulpice es la más rara de entre todas las de los edificios de París. Construida sobre las ruinas de un antiguo templo dedicado a Isis, la antigua diosa egipcia, la iglesia posee una planta prácticamente idéntica a la de Notre Dame. En esa basílica recibieron las aguas bautismales figuras como el marqués de Sade o Baudelaire, y en ella se casó Víctor Hugo. El seminario anexo cuenta con una historia bien documentada de heterodoxia, y en otros tiempos fue punto de encuentro clandestino de numerosas sociedades secretas.
Esa noche, la recóndita nave de Saint-Sulpice estaba silenciosa como una tumba, y el único indicio de vida era un débil olor a incienso de la última misa del día anterior. Silas detectó cierta incomodidad en sor Sandrine mientras le hacía pasar al interior del templo, cosa que no le sorprendió. Estaba acostumbrado a que la gente diera muestras de desconfianza en su presencia.
—Es usted americano —le dijo.
—Francés de nacimiento —puntualizó Silas—. Recibí la llamada en España, y ahora estudio en Estados Unidos.
Sor Sandrine asintió. Era una mujer bajita de ojos serenos.
—¿Y nunca ha visitado Saint-Sulpice?
—Me doy cuenta de que eso, en sí mismo, ya es un pecado.
—Es más bonita de día.
—No lo dudo. Sin embargo, le agradezco que me haya brindado la oportunidad de verla esta noche.
—Ha sido el abad quien me lo ha pedido. Se nota que tiene amigos influyentes.
«No lo sabe usted bien», pensó Silas.
Mientras seguía a sor Sandrine por el pasillo central, le sorprendió la austeridad de la iglesia. A diferencia de Notre Dame, con sus frescos policromados, su retablo dorado y sus cálidos revestimientos de madera, Saint-Sulpice era fría y severa, y poseía algo de la desnudez que recordaba a las ascéticas catedrales españolas. La falta de ornamentación hacía que el interior pareciera más espacioso, y cuando Silas alzó la mirada para contemplar el techo apuntado con sus nervaduras, se imaginó que estaba dentro del casco de un barco puesto del revés.
«Una imagen muy adecuada», pensó. El buque de la hermandad estaba a punto de naufragar definitivamente. Impaciente por ponerse manos a la obra, Silas deseaba que sor Sandrine lo dejara solo. Era una mujer menuda, y habría podido inmovilizarla sin dificultad, pero había jurado no recurrir a la fuerza a menos que fuera absolutamente imprescindible. «Es una mujer del clero, y no tiene la culpa de que la hermandad haya escogido su iglesia para ocultar la clave. No debe ser castigada por los pecados de otros.»
—No me gusta, hermana, que esté usted despierta a estas horas por mi culpa.
—No se preocupe. Va a estar en París muy poco tiempo y no debía perderse Saint-Sulpice. ¿Son sus intereses más de tipo histórico o arquitectónico?
—En realidad, hermana, mi interés es espiritual.
Ella se rió complacida.
—Eso se da por descontado. Se lo preguntaba para saber por dónde empezar la visita.
Silas notó que los ojos se le iban al altar.
—Oh, no hace falta que me acompañe. Ya ha sido muy amable. Me las arreglaré solo, no se moleste.
—No es molestia —insistió—. Además, ya estoy despierta.
Silas se detuvo. Habían llegado al primer banco y el altar quedaba a menos de quince metros. Se dio la vuelta y se acercó mucho al pequeño cuerpo de sor Sandrine, y notó que ella retrocedía al mirarle los ojos rojos.
—No quiero parecer maleducado, hermana, pero no estoy acostumbrado a hacer visitas turísticas en las casas de Dios. ¿Le importaría dejarme un tiempo de recogimiento para poder rezar antes de seguir con la visita?
Sor Sandrine vaciló.
—Ah, sí claro. Le esperaré ahí detrás.
Silas le plantó suavemente la mano en el hombro y la miró.
—Hermana, ya me siento culpable por haberla despertado. Pedirle que siga despierta me parece demasiado. Por favor, vuelva a la cama. Yo puedo disfrutar solo del templo y salir por mi cuenta.
Sor Sandrine no estaba muy convencida.
—¿Y está seguro de que no se sentirá abandonado?
—De ninguna manera. La oración es una dicha solitaria.
—Como quiera.
Silas le apartó la mano del hombro.
—Duerma bien, hermana. Que la paz del Señor sea con usted.
—Y con usted. —Sor Sandrine se dirigió a la escalera—. Y por favor, asegúrese al salir de que la puerta quede bien cerrada.
—Lo haré. —Silas la vio perderse en el piso de arriba. Acto seguido se arrodilló en el primer banco, notando que el cilicio se le clavaba en la pierna.
«Dios mío, te ofrezco esta obra que hago hoy...»
Encorvada en la penumbra que proyectaba el balcón del coro, por encima del altar, sor Sandrine contemplaba en silencio a través de la balaustrada al religioso arrodillado, solo. El súbito temor que invadía su alma le hacía difícil estarse quieta. Durante un fugaz instante, se preguntó si aquel misterioso visitante podría ser el enemigo contra quien tanto le habían prevenido, y si aquella noche tendría que cumplir las órdenes que llevaba todos aquellos años esperando poder ejecutar. Decidió seguir allí, en la oscuridad, observando con detalle todos sus movimientos.
20
Emergiendo de las sombras, Langdon y Sophie avanzaron sigilosamente por la galería desierta hacia la salida de emergencia.
Mientras caminaba, él se sentía como si estuviera intentando resolver un rompecabezas en la oscuridad. La última novedad de aquel misterio era ciertamente preocupante: «El capitán de la Policía Judicial intenta acusarme de asesinato».
—¿Cree que es posible que haya sido Fache quien haya escrito el mensaje del suelo?
Sophie ni se volvió para responderle.
—Imposible.
Langdon no estaba tan seguro.
—Parece bastante decidido a hacerme aparecer como culpable. A lo mejor se le ocurrió que escribir mi nombre en el suelo le ayudaría a defender su caso.
—¿La Secuencia de Fibonacci? ¿Las iniciales? ¿Todo ese simbolismo de Leonardo da Vinci y de la divinidad femenina? Eso es obra de mi abuelo, seguro.
Langdon sabía que tenía razón. El simbolismo de las pistas encajaba a la perfección —el pentáculo, El hombre de Vitrubio, Leonardo da Vinci, la diosa, incluso la Secuencia de Fibonacci. «Un conjunto simbólico consistente», como dirían los especialistas en iconografía. Todo inextricablemente ligado.
—Y su llamada telefónica de esta tarde —añadió Sophie—. Me dijo que tenía que contarme algo. Estoy segura de que su mensaje del Louvre ha sido su último intento de explicarme una cosa importante, algo que creía que usted podría ayudarme a entender.
Langdon frunció el ceño. «¡Diavole in Dracon! Límala, asno.» Ojalá entendiera el mensaje, tanto por el bien de Sophie como por el suyo propio. Estaba claro que las cosas no habían hecho más que empeorar desde que había posado los ojos por primera vez en aquellas palabras crípticas. Aquella falsa huida por la ventana del baño no iba a contribuir precisamente a que la opinión que Fache tenía de él mejorara lo más mínimo. No creía que al jefe de la policía francesa fuera a hacerle demasiada gracia descubrir que había estado persiguiendo una pastilla de jabón con intención de detenerla.
—La puerta tiene que estar por aquí cerca —dijo Sophie.
—¿Cree que es posible que los números del mensaje de su abuelo escondan la clave para interpretar las otras líneas? —Langdon había trabajado en una ocasión con unos manuscritos de Bacon que contenían una serie de epígrafes cifrados en los que determinadas líneas del código eran pistas que permitían resolver otras.
—Llevo toda la noche pensando en los números. Sumas, cocientes, productos. Y no veo nada. Matemáticamente, están ordenados al azar. Un galimatías criptográfico.
—Pero todos forman parte de la Secuencia de Fibonacci. Eso no puede ser coincidencia.
—No lo es. Recurrir a los números de Fibonacci ha sido otra señal de advertencia que mi abuelo ha querido hacerme llegar, como lo de imitar con su cuerpo la forma de mi obra de arte favorita, o lo de dibujarse el pentáculo en la piel. Lo ha hecho todo para llamar mi atención.
—¿Lo del pentáculo también tiene algún significado para usted?
—Sí. No he tenido ocasión de comentárselo, pero el pentáculo era un símbolo especial entre mi abuelo y yo cuando era pequeña. A veces, para divertirnos, nos echábamos las cartas del Tarot, y a mí la carta indicativa siempre me salía del palo de los pentáculos. Estoy segura de que tenía la baraja trucada, pero los pentáculos se convirtieron en nuestra broma privada.
Langdon sintió un escalofrío. «¿Jugaban con cartas del Tarot?» Aquel juego de naipes medieval de origen italiano estaba lleno de símbolos heréticos ocultos a los que había dedicado un capítulo entero en su nuevo libro. Las veintidós cartas de la baraja llevaban nombres como La Papisa, La Emperatriz y La Estrella. Originalmente, el Tarot había surgido como un medio para transmitir ideas prohibidas por la Iglesia. En la actualidad, sus características místicas las transmitían las modernas echadoras de cartas.
«En el Tarot, el palo indicativo de la divinidad femenina es el pentáculo», pensó Langdon, dándose cuenta de que si Saunière hubiera trucado las barajas para gastarle bromas a su nieta, los pentáculos eran el palo más oportuno.
Llegaron a la salida de emergencia, y Sophie abrió la puerta con mucho cuidado. No sonó ninguna alarma. El sistema sólo se activaba si se abría desde fuera. Guió a Langdon escaleras abajo en dirección a la planta inferior, cada vez más deprisa.
—Su abuelo —se interesó él, intentando seguir su ritmo—, cuando le habló del pentáculo, ¿le mencionó el culto a la diosa o le dio a entender que tuviera algún tipo de resentimiento hacia la Iglesia católica?
Sophie negó con la cabeza.
—A mí me interesaban más sus aspectos matemáticos: la Divina Proporción, el Phi, la Secuencia de Fibonacci, esas cosas.
Langdon se sorprendió.
—¿Su abuelo le hablaba del número Phi?
—Claro. La Divina Proporción. —Sonrió con falsa modestia—. En realidad, muchas veces decía en broma que yo era medio divina... ya sabe, por las letras de mi nombre.
Langdon se quedó un momento pensativo y después masculló algo en señal de asentimiento.
«So-PHI-e.»
Seguían bajando por la escalera, y Langdon se concentró en el Phi. Estaba empezando a darse cuenta de que las pistas de Saunière eran más coherentes de lo que en un principio había supuesto.
«Da Vinci... la serie de Fibonacci... el pentáculo.»
Por increíble que pareciera, todas esas cosas estaban relacionadas mediante una idea tan básica de la historia del arte que Langdon dedicaba muchas clases a exponerla.
El número Phi.
Se sintió una vez más en Harvard, de nuevo en su clase de «Simbolismo en el Arte», escribiendo su número preferido en la pizarra:
1,618
Langdon se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus alumnos.
—¿Alguien puede decirme qué es este número?
Uno alto, estudiante de último curso de matemáticas, que se sentaba al fondo levantó la mano.
—Es el número Phi —dijo, pronunciando las consonantes como una efe.
—Muy bien, Stettner. Aquí os presento a Phi.
—Que no debe confundirse con pi —añadió Stettner con una sonrisa de suficiencia.
—El Phi —prosiguió Langdon—, uno coma seiscientos dieciocho, es un número muy importante para el arte. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner seguía en su papel de gracioso.
—¿Porque es muy bonito?
Todos se rieron.
—En realidad, Stettner, vuelve a tener razón. El Phi suele considerarse como el número más bello del universo.
Las carcajadas cesaron al momento, y Stettner se incorporó, orgulloso.
Mientras cargaba el proyector con las diapositivas, explicó que el número Phi se derivaba de la Secuencia de Fibonacci, una progresión famosa no sólo porque la suma de los números precedentes equivalía al siguiente, sino porque los cocientes de los números precedentes poseían la sorprendente propiedad de tender a 1,618, es decir, al número Phi.
A pesar de los orígenes aparentemente místicos de Phi, prosiguió Langdon, el aspecto verdaderamente pasmoso de ese número era su papel básico en tanto que molde constructivo de la naturaleza. Las plantas, los animales e incluso los seres humanos poseían características dimensionales que se ajustaban con misteriosa exactitud a la razón de Phi a 1.
—La ubicuidad de Phi en la naturaleza —añadió Langdon apagando las luces— trasciende sin duda la casualidad, por lo que los antiguos creían que ese número había sido predeterminado por el Creador del Universo. Los primeros científicos bautizaron el uno coma seiscientos dieciocho como «La Divina Proporción».
—Un momento —dijo una alumna de la primera fila—. Yo estoy terminando biología y nunca he visto esa Divina Proporción en la naturaleza.
—¿Ah no? —respondió Langdon con una sonrisa burlona—. ¿Has estudiado alguna vez la relación entre machos y hembras en un panal de abejas?
—Sí, claro. Las hembras siempre son más.
—Exacto. ¿Y sabías que si divides el número de hembras por el de los machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo número?
—¿Sí?
—Sí. El Phi.
La alumna ahogó una exclamación de asombro.
—No es posible.
—Sí es posible —contraatacó Langdon mientras proyectaba la diapositiva de un molusco espiral—. ¿Reconoces esto?
—Es un nautilo —dijo la alumna de biología—. Un molusco cefalópodo que se inyecta gas en su caparazón compartimentado para equilibrar su flotación.
—Correcto. ¿Y sabrías decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada tramo de su espiral con el siguiente?
La joven miró indecisa los arcos concéntricos de aquel caparazón.
Langdon asintió.
—El número Phi. La Diviña Proporción. Uno coma seiscientos dieciocho.
La alumna parecía maravillada.
Langdon proyectó la siguiente diapositiva, el primer plano de un girasol lleno de semillas.
—Las pipas de girasol crecen en espirales opuestos. ¿Alguien sabría decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada rotación y el siguiente?
—¿Phi? —dijeron todos al unísono.
—Correcto. —Langdon empezó a pasar muy deprisa el resto de imágenes: pinas piñoneras, distribuciones de hojas en ramas, segmentaciones de insectos, ejemplos todos que se ajustaban con sorprendente fidelidad a la Divina Proporción.
—Esto es insólito —exclamó un alumno.
—Sí —dijo otro—. Pero ¿qué tiene que ver esto con el arte?
—¡Aja!—intervino Langdon—. Me alegro de que alguien lo pregunte.
Proyectó otra diapositiva, de un pergamino amarillento en el que aparecía el famoso desnudo masculino de Leonardo da Vinci —El hombre de Vitrubio—, llamado así en honor a Marcus Vitrubius, el brillante arquitecto romano que ensalzó la Divina Proporción en su obra De Arquitectura.
—Nadie entendía mejor que Leonardo la estructura divina del cuerpo humano. Había llegado a exhumar cadáveres para medir las proporciones exactas de sus estructuras óseas. Fue el primero en demostrar que el cuerpo humano está formado literalmente de bloques constructivos cuya razón es siempre igual a Phi.
Los alumnos le dedicaron una mirada escéptica.
—¿No me creéis? —les retó Langdon—. Pues la próxima vez que os duchéis, llevaros un metro al baño.
A un par de integrantes del equipo de fútbol se les escapó una risa nerviosa.
—No sólo vosotros, cachas inseguros —cortó Langdon—, sino todos. Chicos y chicas. Intentadlo. Medid la distancia entre el suelo y la parte más alta de la cabeza. Y divididla luego entre la distancia que hay entre el ombligo y el suelo. ¿No adivináis qué número os va a dar?
—¡No será el Phi! —exclamó uno de los deportistas, incrédulo.
—Pues sí, el Phi. Uno coma seiscientos dieciocho. ¿Queréis otro ejemplo? Medios la distancia entre el hombro y las puntas de los dedos y divididla por la distancia entre el codo y la punta de los dedos. Otra vez Phi. ¿Otro más? La distancia entre la cadera y el suelo dividida por la distancia entre la rodilla y el suelo. Otra vez Phi. Las articulaciones de manos y de pies. Las divisiones vertebrales. Phi, Phi, Phi. Amigos y amigas, todos vosotros sois tributos andantes a la Divina Proporción.
Aunque las luces estaban apagadas, Langdon notaba que todos estaban atónitos. Y él notaba un cosquilleo en su interior. Por eso se dedicaba a la docencia.
—Amigos y amigas, como veis, bajo el caos del mundo subyace un orden. Cuando los antiguos descubrieron el Phi, estuvieron seguros de haber dado con el plan que Dios había usado para crear el mundo, y por eso le rendían culto a la Naturaleza. Es comprensible. La mano de Dios se hace evidente en ella, e incluso en la actualidad existen religiones paganas, que veneran a la Madre Tierra. Muchos de nosotros honramos a la Naturaleza como lo hacían los paganos, y ni siquiera sabemos por qué. Las fiestas de mayo que celebramos en los Estados Unidos son un ejemplo perfecto... la celebración de la primavera, la tierra que vuelve a la vida para darnos su fruto. La misteriosa magia inherente a la Divina Proporción se escribió al principio de los tiempos. El hombre se limita a acatar las reglas de la Naturaleza, y como el arte es el intento del hombre por imitar la belleza surgida de la mano del Creador, ya os podéis imaginar que durante este semestre vamos a ver bastantes muestras de la Divina Proporción aplicadas a las diversas manifestaciones artísticas.
Durante los siguientes treinta minutos, Langdon se dedicó a mostrarles diapositivas con obras de Miguel Ángel, Durero, Leonardo da Vinci y muchos otros, demostrando en todos los casos la deliberada y rigurosa observancia de la Divina Proporción en el planteamiento de sus composiciones. Langdon desenmascaró el número Phi en las dimensiones arquitectónicas del Partenón ateniense, de las Pirámides de Egipto e incluso del edificio de las Naciones Unidas de Nueva York. El Phi aparecía en las estructuras básicas de las sonatas de Mozart, en la Quinta Sinfonía de Beethoven, así como en los trabajos de Bartók, de Debussy y de Schubert. El número Phi, expuso Langdon, lo usaba hasta Stradivarius para calcular la ubicación exacta de los oídos o efes en la construcción de sus famosos violines.
—Para terminar —dijo Langdon acercándose a la pizarra—, volvamos a los símbolos. —Dibujó las cinco líneas secantes que formaban una estrella de cinco puntas—. Este símbolo es una de las imágenes más importantes que veréis durante este curso. Formalmente conocido como «pentagrama», o pentáculo, como lo llamaban los antiguos, muchas culturas lo consideran tanto un símbolo divino como mágico. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner, el alumno de matemáticas, levantó la mano.
—Porque al dibujar un pentagrama, las líneas se dividen automáticamente en segmentos que remiten a la Divina Proporción.
Langdon movió la cabeza hacia delante en señal de aprobación.
—Muy bien. Pues sí, la razón de todos los segmentos de un pentáculo equivale a Phi, por lo que el símbolo se convierte en la máxima expresión de la Divina Proporción. Por ello, la estrella de cinco puntas ha sido siempre el símbolo de la belleza y la perfección asociada a la Diosa y a la divinidad femenina.
Las alumnas sonrieron, complacidas.
—Una cosa más. Hoy sólo hemos mencionado de pasada a Leonardo da Vinci, pero vamos a tratarlo mucho más durante el curso. Está perfectamente documentado que Leonardo era un ferviente devoto de los antiguos cultos a la diosa. Mañana os mostraré su famoso fresco La última cena, que es uno de los más sorprendentes homenajes a la divinidad femenina que vais a ver nunca.
—Lo dice en broma —intervino alguien—. Yo creía que La última cena era sobre Jesús.
—Pues hay símbolos ocultos en sitios que ni imaginarías.
—Venga —susurró Sophie—. ¿Qué pasa? Ya casi estamos. ¡Dése prisa!
Langdon levantó la vista y notó que estaba regresando de un lugar muy lejano. Se dio cuenta de que estaba de pie, inmóvil, en la escalera, paralizado por una súbita revelación.
«¡Diavole in Dracon! Límala, asno.»
Sophie seguía mirándolo.
«No puede ser tan fácil», pensó.
Pero sabía que sí, que lo era.
Ahí, en las entrañas del Louvre... con imágenes de Phis y Leonardos revoloteándole en la mente, Robert Langdon, repentina e inesperadamente, descifró el enigma de Saunière .
—¡Diavole in Dracon! Límala, asno —dijo—. ¡Es un mensaje cifrado de los más simples!
Sophie también se había detenido unos pasos más abajo y lo miraba desconcertada. «¿Un mensaje?» Llevaba toda la noche dando vueltas a aquellas palabras y no había visto ninguno. Y menos aún simple.
—Usted misma lo ha dicho. —La voz de Langdon reverberaba de la emoción—. La serie de Fibonacci sólo tiene sentido si está en orden. De otro modo es sólo un galimatías matemático.
Sophie no tenía ni idea de adonde quería ir a parar. «¿La Secuencia de Fibonacci?» Estaba segura de que su función no había sido otra que la de obligar a intervenir al Departamento de Criptografía. «¿Tiene otro propósito?» Se metió la mano en el bolsillo, sacó la foto impresa y volvió a estudiar el mensaje de su abuelo.
13-3-2-21-1-1-8-5
¡Diavole in Dracon!
¡Límala, asno!
«¿Qué pasaba con la serie?»
—Que la Secuencia de Fibonacci esté desordenada es una pista —dijo Langdon cogiéndole la foto—. Los números nos dan la pauta para descifrar lo que viene a continuación. Ha escrito los números desordenados para pedirnos que apliquemos el mismo criterio al texto. «¿Diavole in Dracon? ¿Límala, asno?» Esas frases no significan nada. Son sólo letras desordenadas.
A Sophie sólo le hizo falta un instante para asimilar lo que aquello implicaba, y le pareció de una simplicidad irrisoria.
—¿Me está diciendo que cree que se trata de... anagramas? ¿Cómo los de los pasatiempos de los periódicos?
Langdon notaba el escepticismo que había en su expresión, y no le extrañaba. Eran pocos los que sabían que los anagramas, a pesar de ser un tipo de pasatiempo muy trillado en la actualidad, contaban con una larga historia de simbolismo sagrado.
Las enseñanzas místicas de la Cábala se basaban fundamentalmente en anagramas en los que mediante la alteración del orden de palabras hebreas se obtenían nuevos significados. Los reyes franceses del Renacimiento estaban tan convencidos de que los anagramas tenían propiedades mágicas que contaban con anagramistas reales que les ayudaban a tomar las decisiones más acertadas mediante el análisis de las palabras de los documentos importantes. Los romanos daban al estudio de anagramas la categoría de ars magna —arte mayor.
Langdon miró fijamente a Sophie.
—Lo que su abuelo ha querido decirnos lo hemos tenido delante de nuestras narices todo este tiempo, y la verdad es que nos ha dejado bastantes pistas. Tendríamos que haberlo visto al momento.
Sin más, se sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y reordenó las letras de las dos líneas.
¡Diavole in Dracon!
¡Límala, asno!
Aquellos eran los perfectos anagramas de...
¡Leonardo da Vinci!,
¡La Mona Lisa!
21
La Mona Lisa.
Durante un momento, ahí de pie, junto a la salida de emergencia, Sophie se olvidó por completo de que estaban intentando salir del Louvre.
La sorpresa que le produjo aquel anagrama sólo se veía amortiguada por la vergüenza de no haberlo descifrado ella. Su profundo conocimiento de criptoanálisis le había hecho subestimar los juegos de palabras más sencillos, aunque aquello no era excusa: tendría que haberlo visto. Después de todo, los anagramas no le eran desconocidos. Cuando era joven, su abuelo le planteaba muchas veces juegos de palabras para que perfeccionara la ortografía.
—No logro imaginarme —dijo Langdon mirando la foto—, cómo ha podido crear su abuelo un anagrama tan complicado en los minutos previos a su muerte.
Sophie sí tenía la explicación, y darse cuenta de ella le hizo sentirse aún peor. «¡Tendría que haberme dado cuenta al momento!» Ahora recordaba que su abuelo —un aficionado a los juegos de palabras y amante del arte—, se había dedicado de joven, a modo de pasatiempo, a crear anagramas con los nombres de famosas obras de arte. De hecho, en una ocasión, uno de ellos le había causado problemas cuando Sophie era pequeña. En una entrevista que le habían hecho para una revista especializada de los Estados Unidos, había comentado que el Cubismo no le gustaba nada, y que con el título de la obra maestra de Picasso, Las señoritas de Aviñón, podía formarse el anagrama «Niña, veo lerdas tiñosas». A los amantes del pintor no les hizo demasiada gracia.
—Lo más probable es que mi abuelo inventara el anagrama de la Mona Lisa hace tiempo —dijo Sophie mirando a Langdon. «Y esa noche se había visto obligado a usarlo a modo de código improvisado.» La voz de su abuelo acababa de hablarle desde el más allá con escalofriante precisión.
«¡Leonardo da Vinci!»
«¡La Mona Lisa!»
No tenía ni idea de por qué sus últimas palabras hacían referencia a aquella famosa pintura, pero sólo se le ocurría una posibilidad, y no era precisamente tranquilizadora.
«Esas no fueron sus últimas palabras...»
¿Debía acaso ir a ver la Mona Lisa? ¿Le había dejado su abuelo un mensaje ahí? La idea no era descabellada, porque aquel famoso lienzo se exponía en la Salle des États —una cámara aislada sólo accesible desde la Gran Galería. Y además, el acceso a aquella estancia se encontraba a sólo veinte metros de donde habían encontrado su cadáver.
«Podría fácilmente haber ido a ver el cuadro antes de morir.»
Sophie miró la escalera y sintió que nadaba entre dos aguas. Sabía que debía sacar inmediatamente a Langdon del museo, pero su instinto le empujaba a hacer lo contrario. Recordó la primera vez que visitó la Gran Galería, siendo niña, y se dio cuenta al momento de que si su abuelo hubiera tenido un secreto que revelarle, había pocos lugares en la Tierra más adecuados para hacerlo que la Mona Lisa de Leonardo.
—Ya casi estamos —le había susurrado su abuelo, cogiéndole la manita y guiándola por el museo, desierto a aquellas horas.
Sophie tenía seis años. Se sentía pequeña e insignificante al contemplar aquellos techos altísimos y aquel suelo que le mareaba. El espacio vacío le inspiraba temor, aunque no quería que su abuelo se diera cuenta. Apretó con fuerza la mandíbula y se soltó de su mano.
—Ahí delante está la Salle des États —le dijo él cuando llegaron a las puertas de la sala más famosa del Louvre.
A pesar de la evidente emoción de su abuelo, Sophie quería irse a casa. Había visto reproducciones de la Mona Lisa en libros y no le gustaba nada. No entendía qué era lo que le veía la gente.
—Qué aburrido —protestó Sophie sin dejar de avanzar.
Al entrar en la Salle des États, recorrió las paredes con la mirada y la posó en el inequívoco puesto de honor, el centro de la pared derecha, donde un único retrato colgaba tras un panel protector de plexiglás. Su abuelo se detuvo un instante junto a la puerta y luego se acercó al cuadro.
—Entra, Sophie, no todo el mundo tiene la suerte de poder verlo a solas.
Venciendo el miedo, Sophie cruzó despacio la sala. Después de oír hablar tanto de la Mona Lisa, le parecía que se estaba acercando a un personaje de la realeza. Se situó justo delante del panel de plexiglás, aspiró hondo y miró hacia arriba para abarcarlo todo.
Sophie no tenía ninguna idea preconcebida de lo que iba a sentir, pero desde luego aquello no era. Ni la más mínima sorpresa. Ni un instante de admiración. Aquel famoso rostro se veía igual que en los libros. Se quedó ahí en silencio mucho rato, o al menos a ella se lo pareció, esperando a que pasara algo.
—Bueno, ¿qué te parece? —le preguntó al fin su abuelo en un susurro desde atrás—. Es guapa, ¿no?
—Es demasiado pequeña.
Saunière sonrió.
—Tú también eres pequeña y eres guapa.
«Yo no soy guapa», pensó. Sophie odiaba su pelo rojo y sus pecas, y era más alta que los chicos de su clase. Volvió a mirar a la Mona Lisa y meneó la cabeza en señal de desaprobación.
—Es aún peor que en los libros. Tiene la cara... brumeux.
—Borrosa —apuntó su abuelo.
—Eso.
—A esa manera de pintar se le llama sfumato —le dijo— y es una técnica muy difícil. Leonardo da Vinci era el mejor.
A Sophie seguía sin gustarle aquel retrato.
—Parece como si supiera algo... como cuando los niños del colegio tienen un secreto.
Su abuelo se echó a reír.
—En parte, es precisamente por eso por lo que es tan famosa. A la gente le gustaría saber por qué sonríe.
—¿Y tú lo sabes?
—A lo mejor sí —dijo su abuelo guiñándole un ojo—. Y algún día te lo contaré todo.
Sophie dio un pisotón en el suelo.
—¡Ya te he dicho que no me gustan los secretos!
—Princesa —sonrió—. La vida está llena de secretos. Es imposible desvelarlos todos a la vez.
—Voy a volver a subir —dijo Sophie, y la voz le resonó hueca en la escalera.
—¿A ver la Mona Lisa? —apuntó Langdon—. «¿Ahora?»
Sophie calibró el riesgo.
—Yo no soy sospechosa de asesinato, así que me arriesgaré. Tengo que saber qué ha intentado decirme mi abuelo.
—¿Y la embajada?
Sophie se sentía culpable por haber convertido a Langdon en un fugitivo y abandonarlo después a su suerte, pero no tenía otra alternativa. Le señaló la puerta metálica que había al final de la escalera.
—Cruce esa puerta y siga las señales luminosas que indican la salida. Con mi abuelo a veces salíamos por aquí. Las señales lo conducirán hasta un torniquete de seguridad. Es monodireccional y sólo se abre hacia fuera. —Le alargó las llaves de su coche—. Es el Smart rojo que hay en el aparcamiento reservado al personal. Justo enfrente de la rampa. ¿Sabe cómo llegar a la embajada?
Langdon asintió, con la vista puesta en las llaves.
—Oiga —añadió Sophie en un tono más pausado—. Creo que mi abuelo puede haberme dejado un mensaje en la Mona Lisa; alguna pista de quién le mató o de por qué estoy en peligro. —«O de qué le pasó a mi familia»—. Tengo que ir a ver.
—Pero si lo que quería era contarle por qué está usted en peligro, ¿por qué no lo escribió ahí en el suelo? ¿Por qué recurrir a ese complicado juego de palabras?
—Sea lo que sea lo que mi abuelo ha querido decirme, no creo que quisiera que nadie más lo supiera o lo oyera. Incluso la policía.
—Estaba claro que su abuelo había hecho todo lo posible por hacerle llegar la información directamente a ella. Lo había codificado todo, hasta las iniciales de su nombre, y le había pedido que se pusiera en contacto con Robert Langdon; un sabio consejo, teniendo en cuenta que había descifrado el mensaje cifrado—. Por extraño que parezca
—dijo Sophie—, creo que quería que yo viera la Mona Lisa antes que nadie.
—Iré con usted.
—¡No! No sabemos cuánto tiempo más va a estar despejada la Gran Galería. Tiene que salir de aquí.
Langdon no parecía demasiado convencido, como si su propia curiosidad académica amenazara con imponerse a su sentido común y con arrojarlo de lleno en los brazos de Fache.
—Vayase. Vayase ahora mismo. —Sophie le dedicó una sonrisa de agradecimiento—. Nos veremos en la embajada, señor Langdon.
Langdon parecía contrariado.
—Nos veremos con una condición —replicó con voz muy grave.
Sophie se quedó un momento en silencio, sin saber qué decir.
—¿Qué condición?
—Que deje de llamarme señor Langdon y de hablarme de usted.
A Sophie le pareció detectar un ligerísimo amago de sonrisa en el rostro de Langdon, y se descubrió a sí misma devolviéndole el gesto.
—Buena suerte, Robert.
Cuando Langdon alcanzó el último rellano, al final de la escalera, le llegó un inconfundible olor a aceite de linaza y escayola. Delante de él, una señal iluminada que rezaba SORTIE/EXIT tenía una flecha que apuntaba a un largo pasillo.
Langdon se internó en él. A la derecha apareció un oscuro taller de restauración poblado por un ejército de esculturas en distintos estadios de restauración. A la izquierda, Langdon vio una serie de salas que se parecían a las aulas de bellas artes de Harvard —con hileras de caballetes, lienzos, paletas, herramientas para enmarcar; una cadena de montaje artística.
Siguió avanzando por aquel corredor, con la sensación de que, en cualquier momento, podía despertarse en su cama de Cambridge. Todo lo que le había pasado esa noche se parecía mucho a un sueño raro. «Estoy a punto de salir a escondidas del Louvre... como un fugitivo.»
El ingenioso anagrama de Saunière seguía rondándole la mente, y sentía curiosidad por saber qué encontraría Sophie en la Mona Lisa... si es que encontraba algo. Parecía muy convencida de que su abuelo lo había dispuesto todo de manera que ella fuera a ver el famoso cuadro una vez más. Por más lógica que resultara aquella visita, a Langdon le asaltó de pronto una angustiosa paradoja.
«P. S. Buscar a Robert Langdon.»
Saunière había escrito el nombre de Langdon en el suelo, instando a Sophie a ponerse en contacto con él. Pero ¿por qué? ¿Sólo para que le ayudara a resolver el anagrama?
Le parecía poco probable.
Después de todo, el conservador no sabía si se le daba bien o mal resolver anagramas. «Si ni siquiera nos conocíamos.» Es más, Sophie había dejado muy claro que ella sola debería haber sido capaz de resolver aquel enigma. Había sido ella la que se había dado cuenta de que los números correspondían a la Secuencia de Fibonacci y sin duda, con un poco más de tiempo, también habría llegado a descifrar el resto del mensaje sin su ayuda.
«En teoría Sophie debería haber resuelto sola el anagrama.» Cada vez estaba más convencido de que aquello era así, pero aquella conclusión creaba un vacío en la sucesión lógica de sus acciones.
«¿Por qué a mí?» —se preguntaba mientras seguía avanzando por aquel pasillo—. Por qué la última voluntad de Saunière fue que su nieta, que no le hablaba, se pusiera en contacto conmigo? ¿Qué es lo que creía Saunière que yo sabía?»
Dando un respingo, se detuvo en seco. Abrió mucho los ojos y se metió la mano en el bolsillo para sacar la foto. Leyó una vez más la última línea del mensaje.
«P. S. Buscar a Robert Langdon.»
Se concentró en las dos primeras letras.
Langdon sintió que aquellos desconcertantes símbolos fragmentados encajaban al momento. Como un trueno, toda su dedicación a la simbología y al estudio de la historia retumbó en su interior. De pronto, todo lo que Jacques Saunière había hecho esa noche encajó a la perfección.
Las ideas se le agolpaban en la mente intentando abarcar las implicaciones de todo aquello. Se dio la vuelta y miró el pasillo por el que acababa de pasar.
«¿Aún hay tiempo?»
Sabía que no importaba.
Sin dudarlo ni un segundo, empezó a correr camino de las escaleras.
22
Arrodillado en el primer banco, Silas fingía que rezaba, aunque en realidad lo que hacía era observar detalladamente la planta del templo. Saint-Sulpice, como la mayoría de iglesias, tenía forma de inmensa cruz latina. Su sección central, la nave, llevaba directamente al altar mayor, donde una segunda sección más corta, llamada transepto, la cruzaba. Esa intersección tenía lugar justo debajo de la cúpula principal o cimborrio, y se consideraba el corazón de la iglesia... su punto más sagrado y más místico.
«Pero esta noche no —pensó Silas—. Saint-Sulpice escondía sus secretos en otro lugar.»
Volvió la cabeza a la derecha y alargó la vista hasta el ala sur del transepto, hacia el espacio vacío que quedaba más allá de la fila de bancos, y vio el objeto que le habían descrito sus víctimas.
«Ahí está.»
Encajada en el pavimento de granito gris, una delgada franja de metal pulido brillaba en la piedra... una línea dorada que cortaba la uniformidad del suelo de la iglesia. Aquella forma alargada tenía grabadas unas marcas graduadas, como si fuera una regla. Era un gnomon, según le habían dicho, un instrumento astronómico pagano parecido a los indicadores de las horas en los relojes de sol. De todo el mundo acudían a Saint-Sulpice turistas, científicos, historiadores y no creyentes para admirar esa famosa línea.
«La Línea Rosa.»
Despacio, Silas resiguió el camino que recorría aquella marca, que se alejaba de derecha a izquierda, abriéndose delante de él en un ángulo raro, totalmente ajeno a la simetría de la iglesia, partiendo incluso en dos el altar mayor. A Silas le parecía que aquella raya era como una cicatriz que atravesara un hermoso rostro. Cruzaba toda la iglesia a lo ancho y alcanzaba la esquina del transepto norte, donde se unía a la base de una estructura inesperada.
Un colosal obelisco egipcio.
Ahí, la brillante Línea Rosa adoptaba una vertical de noventa grados y seguía su recorrido por la superficie frontal del propio obelisco, elevándose diez metros hasta la parte superior de su remate piramidal, donde finalmente moría.
«La Línea Rosa —pensó Silas—. La hermandad ha escondido la clave en la Línea Rosa.»
Poco antes, aquella misma noche, cuando le había dicho a El Maestro que la clave del Priorato estaba oculta en el interior de Saint-Sulpice, éste se había mostrado algo escéptico. Pero cuando añadió que todos los hermanos le habían revelado su ubicación exacta, relacionándola con la línea de bronce que atravesaba Saint-Sulpice, a El Maestro se le iluminó la cara.
—¡Estás hablando de la Línea Rosa!
Al momento le puso al corriente de la famosa rareza arquitectónica de aquella iglesia —una tira de bronce que atravesaba el templo en un eje perfecto de norte a sur. Era una especie de gnomon, un vestigio del templo pagano que antiguamente había sido erigido en aquel lugar. Los rayos solares, al entrar por el rosetón de la fachada sur, se deslizaban por la línea cada día, indicando el paso del tiempo, de solsticio a solsticio.
Aquella franja metálica se conocía con el nombre de Línea Rosa. Durante siglos, el símbolo de la rosa se había asociado a los mapas y a la guía de las almas en la dirección correcta. La Rosa de los Vientos —dibujada en casi todos los mapas—, indicaba los puntos cardinales y servía para marcar las direcciones de los treinta y dos vientos, obtenidas a partir de las combinaciones de Norte, Sur, Este y Oeste. Representados en el interior de un círculo, estos treinta y dos puntos de la brújula se parecían mucho a la rosa de treinta y dos pétalos. Hasta la fecha, el instrumento fundamental para la navegación sigue siendo la rosa náutica, y la dirección norte aún se marca con una flecha... o con más frecuencia, con el símbolo de una flor de lis.
En un globo terráqueo, la Línea Rosa —también llamada meridiano o longitud— era una línea imaginaria trazada desde el Polo Norte al Polo Sur. Había, claro está, un número infinito de líneas rosas, porque desde todo punto del globo se podía trazar una línea que conectara los dos polos. Pero para los primeros navegantes, la cuestión era saber a cuál de aquellas líneas había que denominar Línea Rosa —longitud cero—, aquella a partir de la que todas las demás longitudes de la Tierra pudieran medirse.
En la actualidad esa línea estaba en Greenwich, Inglaterra.
Pero mucho antes de que en esa localidad se estableciera el primer meridiano, la longitud cero de todo el mundo pasaba directamente por París, y atravesaba la iglesia de Saint-Sulpice. El indicador metálico que se veía hoy era un recuerdo al primer meridiano del mundo, y aunque Greenwich le había arrebatado aquel honor en 1888, la Línea Rosa original aún era visible en la Ciudad Luz.
—Así que la leyenda es cierta —le dijo El Maestro—. Se ha dicho siempre que la clave del Priorato estaba «debajo del signo de la rosa».
Ahora, aún de rodillas en el banco, Silas miraba a su alrededor y escuchaba con atención para asegurarse de que no hubiera nadie. En un momento le pareció oír algo en el balcón del coro. Levantó la vista unos segundos. Nada.
«Estoy solo.»
Se puso en pie, miró el altar e hizo tres genuflexiones antes de dirigirse hacia la izquierda, siguiendo la línea de bronce que, en dirección norte, le acercaba al obelisco.
En aquel mismo momento, en el Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci, en Roma, el impacto de las ruedas en la pista de aterrizaje sacó al obispo Aringarosa de su modorra.
«Me he quedado un poco traspuesto», pensó, sorprendido consigo mismo por estar tan relajado.
«Benvenutti a Roma», anunció una voz por megafonía.
Aringarosa se incorporó en su asiento, se alisó la sotana y esbozó una extraña sonrisa. Era todo un placer hacer aquel viaje. «He estado a la defensiva demasiado tiempo.» Pero aquella noche las reglas habían cambiado. Tan sólo hacía cinco meses, Aringarosa había temido por el futuro de la Fe. Ahora, como por voluntad del Altísimo, la solución se había presentado sola.
«Intervención divina.»
Si en París todo salía según lo previsto, Aringarosa estaría en posesión de algo que lo convertiría en el hombre más poderoso de la cristiandad.
23
Sophie llegó casi sin aliento ante los portones de madera de la Salle des États, el espacio que albergaba la Mona Lisa. Antes de entrar, se obligó a fijarse en el pasillo, a unos veinte metros más allá, donde el cuerpo sin vida de su abuelo aún estaba iluminado por la luz de un foco.
El remordimiento que la invadió fue intenso y repentino, una tristeza profunda combinada con un sentimiento de culpabilidad. Había intentado ponerse en contacto con ella tantas veces, en los últimos diez años, y Sophie siempre se había mostrado inflexible, dejando sus cartas y sus paquetes sin abrir en un cajón e ignorando sus deseos de reunirse con ella. «¡Me mintió! ¡Tenía espantosos secretos! ¿Qué iba a hacer yo?» Así, lo había mantenido al margen de su vida. Totalmente.
Ahora su abuelo estaba muerto, y le hablaba desde la tumba.
«La Mona Lisa.»
Se acercó a las enormes puertas, que se abrieron como una boca. Sophie se quedó un instante quieta en el umbral, escrutando aquella gran sala rectangular, que también estaba bañada de luz rojiza. La Salle des États era una de las pocas estancias que acababan en un cul-de-sac, y la única que se abría en medio de la Gran Galería. Aquellas puertas, sus únicas vías de acceso, estaban frente a un Botticelli de casi cinco metros que recibía al visitante. Debajo, centrado en el suelo, un inmenso diván octogonal dispuesto para la contemplación sosegada de las obras de arte y para el descanso de las piernas de miles de visitantes que venían a admirar la pieza más valiosa del Louvre.
Sin embargo, ya antes de entrar, Sophie se dio cuenta de que le faltaba algo; una linterna de rayos ultravioletas. Volvió a mirar al final del pasillo a su abuelo que, en la distancia, seguía rodeado de dispositivos electrónicos. Si hubiera escrito algo en aquella sala, era casi seguro que lo habría hecho con tinta invisible.
Aspiró hondo y se dirigió a toda prisa hasta la bien iluminada escena del crimen. Incapaz de mirar a su abuelo, se concentró exclusivamente en los instrumentos de la Policía Científica. Encontró una pequeña linterna de rayos ultravioletas, se la metió en el bolsillo del suéter y salió corriendo en dirección a la Salle des États.
Cuando estaba a punto de entrar, oyó el ruido de unos pasos amortiguados que provenían del interior de la sala. «¡Hay alguien ahí!» Una silueta emergió de repente de entre las sombras y Sophie retrocedió asustada.
—¡Por fin! —El susurro impaciente de Langdon cortó el aire y su figura intuida se plantó frente a ella.
El alivio de Sophie fue sólo momentáneo.
—Robert... te he dicho que salieras de aquí. Si Fache...
—¿Dónde estabas?
—He ido a buscar una linterna de ultravioletas —murmuró, enseñándosela—. Si mi abuelo me ha dejado algún mensaje...
—Sophie, escúchame. —Langdon contuvo la respiración y le clavó los ojos azules—. Las letras P. S., ¿significan algo más para tí? ¿Cualquier otra cosa?
Por miedo a que sus voces resonaran en el pasillo, lo arrastró al interior de la Salle des États y cerró con cuidado los dos enormes portones.
—Ya te lo he dicho, las iniciales corresponden a «Princesse Sophie.»
—Ya lo sé, pero ¿las has visto en algún otro sitio? ¿Usó tu abuelo alguna vez esas iniciales de algún otro modo? ¿Como monograma, o en su papel de carta, o en algún objeto personal?
Aquella pregunta la desconcertó. «¿Cómo podía saber algo así?» Pues sí, Sophie había visto aquellas dos letras en otra ocasión, en una especie de monograma. Fue el día anterior a su noveno cumpleaños. Estaba recorriendo toda la casa para ver si encontraba algún regalo escondido. Ya entonces no soportaba que le mantuvieran las cosas en secreto. «¿Qué me habrá comprado grand-père este año? —se preguntaba mientras revisaba en armarios y en cajones—. ¿Me habrá traído la muñeca que quiero? ¿Dónde la habrá escondido?»
Como no encontró nada en toda la casa, Sophie reunió el valor para meterse en el dormitorio de su abuelo. Tenía prohibido entrar, pero él estaba abajo, durmiendo en el sofá.
«Miraré rapidito y me iré.»
De puntillas sobre el suelo de tarima que crujía a la mínima, llegó hasta el armario. Buscó en los estantes, detrás de la ropa. Nada. Luego miró debajo de la cama, y tampoco encontró lo que buscaba. Se fue hasta el escritorio y empezó a abrir los cajones y a revisar su contenido uno por uno. «Tiene que haber algo para mí.» Llegó al último sin encontrar ni rastro de la muñeca. Desanimada, lo abrió y retiró una ropa negra que no le había visto ponerse nunca. Ya estaba a punto de cerrarlo cuando se fijó en algo dorado que había al fondo. Parecía como la cadena de un reloj de bolsillo, pero ella sabía que él lo llevaba de pulsera. Se le aceleraron los latidos del corazón al imaginar qué debía ser.
«¡Un collar!»
Sophie sacó la cadena con cuidado. Para su sorpresa, vio que de la cadena colgaba una llave de oro brillante y maciza. Fascinada, la levantó. No se parecía a ninguna otra. Casi todas las llaves que había visto eran planas y con los dientes muy marcados, pero ésta tenía la base triangular con hendiduras por todas partes. El cuerpo, grande y dorado, tenía forma de cruz, pero no de cruz normal, porque tenía los dos brazos del mismo tamaño, como un signo de suma. Grabado en medio de la cruz había un extraño símbolo, dos letras entrelazadas sobre el dibujo de una flor.
«P. S. —susurró, arrugando la frente mientras leía—. ¿Qué será eso?»
—¿Sophie? —llamó su abuelo desde la puerta.
Asustada, se giró en redondo y la llave se le cayó al suelo con un golpe seco. Miró hacia abajo, demasiado asustada para enfrentarse a la mirada de su abuelo.
—Estaba... estaba buscando mi regalo de cumpleaños —dijo ladeando la cabeza, consciente de haber traicionado su confianza.
Durante lo que le pareció una eternidad, él se quedó en silencio en el umbral, sin moverse. Al final, expulsó muy despacio el aire de un suspiro.
—Recoge la llave.
Ella le obedeció.
Su abuelo entró en el dormitorio.
—Sophie, tienes que aprender a respetar la intimidad de los demás. —Con ternura, se arrodilló a su lado y le quitó la llave—. Esta llave es muy especial. Si la hubieras perdido...
La voz pausada de su abuelo aún le hacía sentirse peor.
—Lo siento, grand-père, de verdad. Creía que era un collar para mi cumpleaños.
Él la miró fijamente durante unos segundos.
—Te lo repetiré una vez más, Sophie, porque es importante. Debes aprender a respetar la intimidad de los demás.
—Sí, grand-père.
—Ya hablaremos de todo esto en otro momento. Ahora, hay que ir a cortar las malas hierbas del jardín.
Sophie se apresuró a hacer sus tareas.
A la mañana siguiente, no recibió ningún regalo de cumpleaños de su abuelo. Después de lo que había hecho, no lo esperaba, pero él ni siquiera la felicitó en todo el día. Triste, cuando se hizo de noche se fue a dormir. Pero cuando se estaba metiendo en la cama, descubrió que sobre la almohada había una tarjeta en la que había dibujado un sencillo acertijo. Aun antes de resolverlo, Sophie ya había vuelto a sonreír. «¡Ya sé qué es!» Su abuelo ya le había hecho lo mismo el día de Navidad.
«¡La busca del tesoro!»
Decidida, se aplicó con el acertijo hasta que lo resolvió. La solución le llevó a otra parte de la casa, donde encontró otra tarjeta con otro acertijo. También lo resolvió y salió corriendo en busca de la siguiente tarjeta. Así siguió, recorriendo como una loca toda la casa, de pista en pista, hasta que por fin encontró la que la llevó de vuelta a su dormitorio. Sophie subió la escalera como una flecha, se metió en su cuarto y se detuvo. En medio había una bicicleta roja y reluciente con un lazo atado al manillar. Sophie dio un gritito de alegría.
—Ya sé que habías pedido una muñeca —le dijo su abuelo, sonriéndole desde un rincón—. Pero me pareció que esto te gustaría más.
Al día siguiente, su abuelo le enseñó a montar, sin apartarse de su lado en el camino que había frente a la casa. En un momento, se metió sin querer en el césped y perdió el equilibrio. Los dos cayeron sobre la hierba, rodando y riendo.
—Grand-père —le dijo, abrazándolo—. Siento mucho lo de la llave.
—Ya lo sé, tesoro. Te perdono. No sé estar enfadado contigo. Los abuelos y las nietas siempre se perdonan.
Sophie sabía que no debía preguntárselo, pero no pudo evitarlo.
—¿Qué es lo que abre? Nunca he visto una llave como esa. Era muy bonita. »
Su abuelo se quedó largo rato en silencio, y ella se dio cuenta de que no sabía cómo responder. Grand-père nunca miente.
—Abre una caja —dijo al fin— donde guardo muchos secretos.
—¡Odio los secretos! —protestó Sophie.
—Ya lo sé, pero estos son secretos importantes. Y algún día aprenderás a valorarlos tanto como yo.
—Vi unas letras en la llave, y una flor.
—Sí, es mi flor preferida. Se llama flor de lis. En el jardín hay algunas. Son las blancas. También se llaman lirios.
—Ah, sí, ya sé cuáles son. También son mis preferidas.
—Bueno, entonces hacemos un trato. —Arqueó mucho las cejas, como hacía siempre que estaba a punto de retarla—. Si me guardas el secreto de la llave, y no vuelves a hablar nunca más de ella, ni a mí ni a nadie, algún día te la regalaré.
Sophie no se lo podía creer.
—¿En serio?
—Te lo prometo. Cuando llegue el momento, la llave será tuya. Lleva tu nombre grabado.
Sophie protestó.
—No, mi nombre no. Ponía P. S. ¡Y yo no me llamo P. S.!
Su abuelo bajó la voz y miró como para asegurarse de que no les oía nadie.
—Está bien, Sophie, la verdad es que P. S. es un código. Son tus iniciales secretas.
Abrió mucho los ojos.
—¿Tengo iniciales secretas?
—Sí, claro, las nietas siempre tienen unas iniciales secretas que sólo conocen sus abuelos.
—¿P. S.?
Le pasó la mano por la cabeza.
—Princesse Sophie.
—¡Yo no soy una princesa!
—Para mí, sí.
A partir de ese día, no volvieron a hablar de la llave. Y ella pasó a ser la Princesa Sophie. En la Salle des États, Sophie seguía en silencio, resistiendo como podía el agudo zarpazo de la pérdida.
—Las iniciales —susurró Langdon, que la miraba extrañado—. ¿Las ha visto?
Sophie notó que la voz de su abuelo le susurraba desde los pasillos del museo. «No hables nunca de la llave, Sophie, ni conmigo ni con nadie.» Sabía que al no perdonarlo le había fallado una vez, y no estaba segura de volver a traicionar la confianza que había depositado en ella. «P. S. Buscar a Robert Langdon.» Su abuelo quería que Langdon le ayudara. Asintió.
—Sí, las vi una vez. Cuando era pequeña.
—¿Dónde?
Sophie vaciló.
—En una cosa que era muy importante para él.
Langdon le clavó la mirada.
—Sophie, esto también es muy importante. ¿Podrías decirme si esas iniciales aparecían junto a un símbolo? ¿Una flor de lis?
—Pero... ¿cómo puedes saber una cosa así? —le dijo, asombrada.
Langdon suspiró y bajó aún más la voz.
—Estoy bastante seguro de que tu abuelo era miembro de una sociedad secreta. Una hermandad muy antigua.
Sophie sintió que se le formaba un nudo en el estómago. A ella también le cabían pocas dudas. Durante aquellos diez años, había intentado olvidar el incidente que para ella había supuesto la confirmación de aquel terrible hecho. Había presenciado algo impensable. Imperdonable.
—La flor de lis —prosiguió Langdon—, combinada con las iniciales P. S.; esa es la divisa oficial de la hermandad. Su escudo de armas. Su emblema.
—¿Cómo sabes tú eso? —Sophie rezaba para que Langdon no le dijera que él también era miembro de aquella sociedad.
—He escrito algo sobre ese grupo —dijo con la voz temblorosa de emoción—. Estoy especializado en la investigación de los símbolos de las sociedades secretas. Se llaman a sí mismos Prieuré de Sion, Priorato de Sión. Tienen su sede aquí en Francia y atraen a influyentes miembros de toda Europa. De hecho, son una de las sociedades secretas en activo más antiguas del mundo.
Sophie nunca había oído hablar de ella.
Ahora Langdon le hablaba atropelladamente.
—Entre los miembros de la sociedad se cuentan algunos de los individuos más cultivados de la historia: hombres como Botticelli, Isaac Newton o Víctor Hugo. Ah, y Leonardo da Vinci —añadió con énfasis académico.
Sophie le miró.
—¿Leonardo pertenecía a una sociedad secreta?
—Leonardo da Vinci presidió el Priorato entre 1510 y 1519 en calidad de Gran Maestre de la hermandad, lo que tal vez ayude a explicar la pasión que sentía tu abuelo por su obra. Los dos comparten un vínculo fraternal histórico. Y todo encaja perfectamente, con su fascinación por la iconografía de la diosa, el paganismo, las deidades femeninas y su desprecio por la Iglesia. La creencia en la divinidad femenina está muy bien documentada a lo largo de la historia del Priorato.
—¿Me estás diciendo que este grupo es un culto pagano que venera a la diosa?
—Más que un culto, el culto. Pero lo más importante es que son conocidos por ser los guardianes de un antiguo secreto. Un secreto que les hizo inmensamente poderosos.
A pesar de la total convicción que adivinaba en los ojos de Langdon, la primera reacción de Sophie fue de absoluta incredulidad. «¿Un secreto culto pagano? ¿Dirigido por Leonardo da Vinci?» Todo aquello le parecía absurdo. Y sin embargo, aún negándose a creerlo, su mente retrocedió diez años, hasta la noche en que había sorprendido por error a su abuelo y había presenciado lo que seguía sin aceptar. «Tal vez aquello explicara...»
—Las identidades de los miembros vivos del Priorato se mantienen en el más estricto secreto —dijo Langdon—, pero el P. S. y la flor de lis que viste de niña son una prueba. Es algo que sólo puede tener que ver con esa hermandad.
Sophie empezaba a darse cuenta de que Langdon sabía más de su abuelo de lo que había supuesto. Estaba claro que el americano tenía muchas cosas que contarle, pero aquel no era el lugar ni el momento.
—No puedo consentir que te detengan, Robert. Tienes que explicarme muchas cosas. ¡Debes irte ahora mismo!
Langdon sólo oía el débil murmullo de su voz. No pensaba irse de allí. Estaba perdido en otro lugar. Un lugar en el que las sociedades secretas salían a la superficie. Un lugar en el que las historias olvidadas surgían de entre las sombras.
Despacio, como si estuviera moviéndose por debajo del agua, Langdon volvió la cabeza y, a través de aquel resplandor rojizo, clavó la mirada en la Mona Lisa.
«La flor de lis... la flor de Lisa... la Mona Lisa.»
Todo estaba entrelazado, todo era una sinfonía silenciosa en la que resonaban como un eco los secretos más recónditos del Priorato de Sión y de Leonardo da Vinci.
A pocos kilómetros de ahí, junto al río, más allá de Les Invalides, al sorprendido conductor de un camión seguían apuntándolo con un arma mientras el capitán de la Policía Judicial dejaba escapar un grito de rabia y arrojaba una pastilla de jabón a las aguas del Sena.
24
Silas recorrió el obelisco de Saint-Sulpice con la vista, admirando la longitud de aquel enorme bloque de mármol. Todo su cuerpo vibraba de emoción. Echó otro vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaba solo y se arrodilló junto a la base, no por devoción, sino por necesidad.
«La clave está oculta debajo de la Línea Rosa.»
«En la base del obelisco de Saint-Sulpice.»
Todos los hermanos habían coincidido.
De rodillas, Silas pasó las manos por el suelo de piedra. No veía ninguna ranura, ningún desnivel que indicara que había alguna baldosa suelta, por lo que empezó a dar unos golpecitos suaves con los nudillos, siguiendo la línea de bronce en dirección al obelisco. Tanteó todas las baldosas adyacentes hasta que al final, una de ellas resonó de un modo peculiar.
«¡Aquí debajo está hueco!»
Silas sonrió. Sus víctimas le habían dicho la verdad.
Se puso de pie y buscó en la iglesia algo con lo que romper aquella baldosa.
Observando a Silas desde el balcón sor Sandrine ahogó un grito. Sus temores más aciagos acababan de confirmarse. Aquel visitante no era quien decía ser. El misterioso monje del Opus Dei había venido a Saint-Sulpice con otro propósito.
Un propósito oculto.
«Pues no eres el único que tiene secretos», pensó.
Sor Sandrine Bieil era algo más que la cuidadora de aquel lugar. Era su centinela. Y esa noche, los viejos engranajes se habían puesto en marcha. La llegada de aquel desconocido hasta la base del obelisco era una señal que le enviaba la hermandad.
«Una silenciosa señal de alarma.»
25
La Embajada de los Estados Unidos en París es un edificio compacto situado en la Avenue Gabriel, justo al norte de los Campos Elíseos. El complejo, de algo más de una hectárea, se considera suelo estadounidense, lo que implica que todos los que se encuentran en él están sujetos a las mismas leyes y amparados por los mismos derechos que si estuvieran en territorio americano.
La telefonista de guardia aquella noche estaba leyendo la revista Time cuando le interrumpió el sonido del teléfono.
—Embajada de los Estados Unidos —dijo.
—Buenas noches. —Su interlocutor hablaba con acento francés—. Necesito ayuda. —A pesar de que sus palabras eran objetivamente educadas, había algo en su tono que hacía que sonaran duras, burocráticas—. Me han dicho que me han dejado un mensaje telefónico en su servicio automatizado. Me llamo Langdon. Pero he olvidado los tres números de mi código de acceso. Le agradecería mucho que me ayudara.
La telefonista hizo una pausa, desconcertada.
—Lo siento, señor, pero ese mensaje debe de ser bastante antiguo, porque ese servicio se eliminó hace dos años por motivos de seguridad. Y además, todos los códigos de acceso tenían cinco dígitos. ¿Quién le ha dicho que teníamos un mensaje para usted?
—¿Así que no tienen servicio automático de mensajería de voz?
—No, señor. Si hubiera algún mensaje para usted, lo encontraría por escrito en nuestro departamento de servicios. ¿Cómo dice que se llama?
Pero el hombre ya había colgado. Bezu Fache caminaba, desencajado, por la orilla del Sena. Estaba seguro de haber visto a Langdon marcar un número local, introducir un código de tres dígitos y escuchar una grabación. «Pero si Langdon no había llamado a la embajada, ¿a quién demonios había llamado?»
Fue en aquel momento, al mirar el teléfono móvil, cuando se dio cuenta de que la respuesta estaba en la palma de su mano. «Pero si Langdon ha usado mi teléfono para hacer la llamada.»
Accedió al menú principal, buscó la lista de las últimas llamadas realizadas y encontró la de Langdon. Un número de París seguido del código 454.
Marcó el mismo número y esperó.
Después de varios tonos, saltó la voz grabada de una mujer. «Konjour, vous étes bien chez Sophie Neveu —decía—. Je suis absenté pour le moment, mais...»
Fache marcó los tres dígitos de la clave de acceso, 4...5...4... y notó que le hervía la sangre.
26
A pesar de su inmensa fama, el cuadro de la Mona Lisa tenía apenas ochenta centímetros, y era más pequeño que los carteles con su reproducción que vendían en la tienda del museo. Estaba colgado en la pared noroeste de la Salle des États, tras un panel protector de plexiglás de unos cinco centímetros de grosor. Pintado en una tabla de madera de álamo, su aire etéreo y neblinoso se atribuía al dominio que Leonardo da Vinci poseía de la técnica del sfumato, que consigue que las formas parezcan fundirse las unas con las otras.
Desde que había llegado al Louvre, la Mona Lisa —o La Gioconda, como también se la conocía— había sido robada en dos ocasiones, la última en 1911, cuando desapareció de la «salle impénetrable» del Louvre, el Salón Carré. Los parisinos lloraron desconsoladamente en las calles y escribieron cartas a los periódicos pidiendo a los ladrones que devolvieran la obra. Dos años después, descubrieron la Mona Lisa en el doble fondo de un baúl, en un hotel de Florencia.
Langdon, que ya le había dejado claro a Sophie que no tenía ninguna intención de irse, atravesó con ella la sala. Cuando aún estaban a unos veinte metros de la Mona Lisa, ella encendió la linterna y un haz azulado llegó hasta el suelo.
A su lado, Langdon ya empezaba a notar ese cosquilleo de impaciencia que siempre le invadía momentos antes de ponerse frente a las grandes obras de arte. Se esforzaba por ver más allá de la mancha de luz azulada que emanaba de aquella linterna de rayos ultravioleta. A la izquierda apareció el diván octogonal, como una isla oscura en el desierto mar del parqué.
Ahora ya empezaba a distinguir el panel de cristal oscuro en la pared. Sabía que detrás de él, en los confines de su propia celda exclusiva, estaba el cuadro más famoso del mundo.
Y sabía también que aquel mérito, el de ser la obra de arte más famosa del mundo, no le venía de su enigmática sonrisa, ni de las misteriosas interpretaciones atribuidas a muchos historiadores del arte y a defensores de las teorías conspiratorias. No, las cosas eran mucho más sencillas; la Mona Lisa era famosa porque Leonardo aseguraba que era su obra más lograda. Siempre que salía de viaje se la llevaba consigo y, si le preguntaban por qué lo hacía, respondía que le resultaba difícil alejarse de su expresión más sublime de la belleza femenina.
Con todo, muchos historiadores del arte sospechaban que la devoción que Leonardo profesaba por su Mona Lisa no tenía nada que ver con lo artístico. En realidad, aquel cuadro era un retrato bastante corriente realizado con la técnica del sfumato. Eran muchos los que aseguraban que su pasión nacía de algo mucho más profundo: un mensaje oculto entre las capas de pintura. En realidad, la Mona Lisa era una de las bromas mejor documentadas del mundo. Muchos libros de historia del arte demostraban que el cuadro era un collage de dobles sentidos y alusiones jocosas y sin embargo, por increíble que pareciera, la mayoría de la gente seguía considerando aquella sonrisa como un gran misterio.
«Ningún misterio —pensó Langdon, adelantándose un poco y viendo ya el marco del cuadro—. Ningún misterio.»
Hacía muy poco, había compartido el secreto de la Mona Lisa con un grupo de personas bastante atípico: una docena de internos de la cárcel del condado de Essex. El seminario que daba Langdon en aquella institución penitenciaria formaba parte de un programa de la Universidad de Harvard que tenía por objeto incorporar la educación al sistema de prisiones. Cultura para Convictos, como a los compañeros de Langdon les gustaba llamarlo.
De pie junto al proyector de diapositivas, en la penumbra de la biblioteca de la cárcel, Langdon había compartido el secreto de la Mona Lisa con los presos que asistían a clase, hombres que, sorprendentemente, mostraban un gran interés, y que a pesar de su dureza eran inteligentes.
—Tal vez os hayáis dado cuenta —les dijo Langdon acercándose a la imagen de la Mona Lisa proyectada en la pared—, de que el fondo que rodea la cara no es uniforme. —Señaló la zona en cuestión—. Leonardo pintó el horizonte de la parte izquierda bastante más bajo que el de la derecha.
—¿La cagó sin querer? —preguntó uno de los internos.
Langdon soltó una carcajada.
—No, no era su costumbre. En realidad, es uno de sus trucos. Al pintar más bajo el horizonte del lado izquierdo, Leonardo consiguió que la Mona Lisa pareciera mucho más grande de ese lado que del otro. Una pequeña broma de consumo interno. Históricamente, a los conceptos de lo masculino y lo femenino se les ha atribuido lados; la izquierda es lo femenino y la derecha, lo masculino. Como Leonardo era un gran defensor de los principios femeninos, quiso que la retratada fuera más majestuosa vista desde la izquierda que desde la derecha.
—He oído que era maricón —dijo un hombre bajito con perilla.
Langdon torció el gesto.
—Los historiadores no suelen decirlo así, pero sí, Leonardo da Vinci era homosexual.
—¿Y por eso le iba tanto todo el rollo ese de lo femenino?
—En realidad Leonardo estaba en sintonía con el equilibrio entre lo masculino y lo femenino. Creía que el alma humana no puede iluminarse a menos que incorpore los dos elementos: el masculino y el femenino.
—Como una tía con polla, ¿no?
Las carcajadas fueron generales. Langdon se planteó si debía hacer un inciso etimológico sobre el término «hermafrodita», y su origen en los dioses griegos Hermes y Afrodita, pero algo le dijo que en aquel contexto no tendría mucho sentido.
—Eh, señor Langford —dijo un hombre musculoso—. ¿Es verdad que la Mona Lisa es un retrato de Leonardo da Vinci disfrazado de mujer? A mí me lo han dicho.
—Es bastante posible. Leonardo era un bromista. Se han hecho análisis mediante ordenador tanto del cuadro como de algunos de sus autorretratos y se han encontrado similitudes sorprendentes. No sé qué se traía entre manos el autor, pero su Mona Lisa no es ni un hombre ni una mujer. Incorpora un mensaje sutil de lo andrógino. Es la fusión de los dos.
—¿Seguro que eso no es la típica palabrería de Harvard para decir que la Mona Lisa esa era una tía feísima?
Ahora fue Langdon el que se echó a reír.
—Es posible. Pero en realidad Leonardo nos dio una pista clara que nos dice que esa ambigüedad no es causal. ¿Alguien ha oído hablar de un dios egipcio llamado Amón?
—Sí, claro —respondió un preso corpulento—. El dios de la fertilidad masculina.
Langdon se quedó mudo de sorpresa.
—Lo pone en todas las cajas de condones Amón.
El musculoso sonrió.
—Tienen el dibujo de un hombre con cabeza de camero y debajo pone que es el dios egipcio de la fertilidad.
A Langdon aquella marca no le sonaba, pero se alegraba de que los fabricantes de condones lo explicaran todo tan bien.
—Pues sí, es cierto, Amón se representa como un hombre con cabeza y cuernos de carnero, y por su promiscuidad es lo que hoy en día llamaríamos un «cachondo». ¿Y sabe alguien quién es su equivalente femenina? ¿La diosa egipcia de la fertilidad?
La pregunta fue seguida de varios segundos de silencio.
—Era Isis —les dijo Langdon, cogiendo una tiza—. Así que tenemos al dios masculino, Amón. —Escribió el nombre en mayúsculas en la pizarra—. Y a la diosa femenina, Isis, cuyo antiguo pictograma fue durante una época LISA.
Langdon terminó de escribir y se alejó del proyector.
AMÓN L’ISA
—¿Os suena de algo?
—Mona Lisa... me cago en... —murmuró un interno.
Langdon asintió.
—Señores, no es sólo que la cara de la Mona Lisa tenga un aspecto andrógino, es que su nombre es un anagrama de la divina unión de lo masculino y lo femenino. Y ese, amigos míos, es el secretillo de Leonardo, y lo que explica la enigmática sonrisa de la mujer del cuadro.
—Mi abuelo ha estado aquí —dijo Sophie, poniéndose al momento de rodillas, a menos de tres metros del cuadro. Enfocó con la linterna un punto del suelo de parqué.
Al principio Langdon no vio nada, pero al arrodillarse a su lado se fijó en una gotita seca que se veía fosforescente a la luz. «¿Tinta?» De pronto recordó para qué usaba la policía aquellas linternas especiales. «Sangre.» Se puso alerta. Sophie tenía razón. Jacques Saunière había ido a ver la Mona Lisa antes de morir.
—No habría venido hasta aquí si no hubiera tenido algún motivo —susurró Sophie poniéndose de pie—. Sé que me ha dejado un mensaje por aquí.
Cubriendo la escasa distancia que la separaba del cuadro, iluminó la franja de suelo que quedaba justo delante de la obra, pasando la luz varias veces por aquella zona.
—¡Aquí no hay nada!
En aquel momento, Langdon vio un débil resplandor púrpura en el cristal protector que la Mona Lisa tenía delante. Cogió la mano de Sophie y se la levantó para que iluminara bien el cuadro.
Los dos se quedaron estupefactos.
Sobre el cristal brillaban cuatro palabras violáceas, escritas directamente sobre el rostro de la Mona Lisa.
27
Sentado en el despacho de Saunière, el teniente Collet se apretó más el auricular a la oreja, incrédulo. «¿He oído bien?»
—¿Una pastilla de jabón? ¿Cómo ha podido Langdon descubrir el dispositivo GPS?
—Sophie Neveu —respondió Fache—. Ella se lo dijo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Buena pregunta. No lo sé, pero acabo de oír una grabación que confirma que ha sido ella.
Collet se había quedado mudo.
«Pero ¿en qué estaba pensando Neveu?» ¿Fache acababa de demostrar que Sophie había entorpecido las operaciones de la policía? A esa mujer no sólo la iban a despedir; iba a acabar en la cárcel.
—Pero, capitán... entonces, ¿dónde está Langdon?
—¿Ha sonado alguna alarma contra incendios?
—No, señor.
—¿Y nadie ha pasado bajo la reja de la Gran Galería?
—No, hay un agente de seguridad del Louvre haciendo guardia junto a ella. Como ordenó.
—Muy bien, entonces Langdon debe de estar aún en la Gran Galería.
—¿Dentro? ¿Y qué está haciendo?
—¿Está armado ese guardia?
—Sí, señor.
—Pues que entre él —ordenó Fache—. Mis hombres aún tardarán unos minutos en llegar, y no quiero que Langdon se escape. —Se detuvo un instante—. Y será mejor que le diga al guardia que seguramente Sophie Neveu está con él.
—Creía que la agente Neveu se había ido.
—¿Usted la ha visto irse?
—No, señor, pero...
—En realidad nadie en todo el perímetro del edificio la ha visto salir. Sólo la han visto entrar.
Collet estaba impresionado con la bravata de Sophie. «Así que aún está en el edificio.»
—Hágase usted cargo de la situación —ordenó Fache—. Cuando vuelva, los quiero a los dos detenidos a punta de pistola.
El conductor del camión se alejó, y el capitán Fache convocó a sus hombres. Robert Langdon había demostrado ser una presa esquiva esa noche, y ahora que la agente Neveu lo ayudaba, acorralarla podía resultar más difícil de lo que había esperado.
Fache decidió no asumir ningún riesgo.
Para cubrirse las espaldas, mandó a la mitad de sus hombres de vuelta al Louvre, mientras que a los demás les ordenó desplazarse hasta el único lugar de la ciudad donde Robert Langdon podía hallar un refugio seguro.
28
En la Salle des États, Langdon miraba atónito las cuatro palabras que brillaban sobre el plexiglás. El texto parecía suspendido en el aire, y proyectaba una sombra desigual sobre la misteriosa sonrisa de la Mona Lisa.
—El Priorato —murmuró Langdon—. ¡Esto demuestra que tu abuelo era uno de sus miembros!
Sophie lo miró, desconcertada.
—¿Tú entiendes esto?
—No hay duda —respondió Langdon, asintiendo sin dejar de pensar—. Es la proclamación de uno de los principios fundamentales del Priorato.
Sophie parecía perdida, iluminada por el resplandor que emitía aquel mensaje escrito sobre el rostro de la Mona Lisa.
NO VERDAD LACRA IGLESIAS
—Sophie —prosiguió Langdon—, la tradición del Priorato de perpetuar el culto a la diosa se basa en la creencia de que, en los primeros tiempos del cristianismo, es decir, durante los albores de la Iglesia, sus representantes más poderosos «engañaron» al mundo, no le dijeron la verdad, y propagaron mentiras que devaluaron lo femenino y decantaron la balanza a favor de lo masculino.
Sophie seguía en silencio, observando aquellas palabras.
—El Priorato cree que Constantino y sus seguidores masculinos lograron con éxito que el mundo pasará del paganismo matriarcal al cristianismo patriarcal lanzando una campaña de propaganda que demonizaba lo sagrado femenino y erradicaba definitivamente a la diosa de la religión moderna.
La expresión de Sophie seguía siendo de duda.
—Mi abuelo me ha hecho venir hasta aquí para que encontrara esto. Debía estar intentando decirme algo más que eso.
Langdon entendía lo que Sophie quería decir. «Cree que se trata de otro código.» Si en aquellas palabras había o no otro mensaje oculto, él no era capaz de verlo de momento. Su mente aún estaba atrapada en la absoluta claridad de la frase de Saunière.
«No verdad lacra iglesias», pensó. La lacra del cristianismo siempre había sido la mentira.
Nadie podía negar el enorme bien que la Iglesia moderna hacía en el atormentado mundo actual, pero no se podía obviar su historia de falsedades y violencia. Su brutal cruzada para «reeducar» a los paganos y a los practicantes del culto a lo femenino se extendió a lo largo de tres siglos, y empleó métodos tan eficaces como horribles.
La Inquisición publicó el libro que algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los tiempos: el Malleus Malleficarum —El martillo de las brujas—, mediante el que se adoctrinaba al mundo de «los peligros de las mujeres librepensadoras» e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba «brujas» estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y «cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural». A las comadronas también las mataban por su práctica herética de aplicar conocimientos médicos para aliviar los dolores del parto —un sufrimiento que, para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original. Durante trescientos años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres.
La propaganda y el derramamiento de sangre habían surtido efecto.
El mundo de hoy era la prueba viva de ello.
Las mujeres, en otros tiempos consideradas la mitad esencial de la iluminación espiritual, estaban ausentes de los templos del mundo. No había rabinas judías, sacerdotisas católicas ni clérigas islámicas. El otrora sagrado acto del Hieros Gamos —la unión sexual natural entre hombre y mujer a través de la cual ambos se completaban espiritualmente— se había reinterpretado como acto vergonzante. Los hombres santos que en algún momento habían precisado de la unión sexual con sus equivalentes femeninos para alcanzar la comunión con Dios veían ahora sus impulsos sexuales naturales como obra del diablo, que colaboraba con su cómplice preferida... la mujer.
Ni siquiera la asociación femenina con el lado izquierdo iba a escapar de las difamaciones de la Iglesia. En varios países, la palabra izquierda, o siniestra, pasó a tener connotaciones muy negativas, mientras que la derecha pasó a simbolizar corrección, destreza y legalidad. Incluso en nuestros días, a las ideas radicales se las consideraba «de izquierdas», el pensamiento irracional estaba regido por el «hemisferio izquierdo» y de cualquier cosa mala se decía que era «siniestra».
Los días de la diosa habían terminado. El péndulo había oscilado. La Madre Tierra se había convertido en un mundo de hombres, y los dioses de la destrucción y de la guerra se estaban cobrando los servicios. El ego masculino llevaba dos milenios campando a sus anchas sin ningún contrapeso femenino. El Priorato de Sión creía que era esta erradicación de la divinidad femenina en la vida moderna la que había causado lo que los indios hopi americanos llamaban koyinisquatsi—«vida desequilibrada»—, una situación inestable marcada por guerras alimentadas por la testosterona, por una plétora de sociedades misóginas y por una creciente pérdida de respeto por la Madre Tierra.
—¡Robert! —susurró Sophie sacándolo de su ensimismamiento—. ¡Viene alguien!
Oyó los pasos que se acercaban por el pasillo.
—¡Por aquí!
Sophie apagó la linterna y pareció esfumarse delante de sus propias narices.
Durante un momento quedó totalmente a ciegas «¡Por aquí!» A medida que sus pupilas se iban adaptando a la oscuridad, vio la silueta de Sophie que corría en dirección al centro de la sala y desaparecía detrás del diván octogonal. Estaba a punto de seguirla cuando una voz atronadora lo detuvo en seco.
—Arêtez! —le ordenó un hombre desde la puerta.
El guardia de seguridad del Louvre iba internándose en la Salle des Etats y con la pistola apuntaba directamente al pecho de Langdon, que levantó las manos instintivamente.
—Couchez vous! —gritó el guardia—. ¡Al suelo!
En una fracción de segundo, Langdon ya estaba tendido boca abajo en el suelo. El guardia se acercó y le separó las piernas de una patada.
—Mauvaise idee, Monsieur Langdon —dijo apretándole la pistola contra la espalda—. Mauvaise idee.
Ahí, boca abajo en el suelo, con las piernas y los brazos en cruz, Langdon no le veía la gracia a lo irónico de su posición.
«El hombre de Vitrubio —pensó—. Boca abajo.»
29
Dentro de la iglesia de Saint-Sulpice, Silas llevaba el pesado candelabro de hierro desde el altar hasta el obelisco. La base haría las veces de ariete. Pero al contemplar la losa de mármol gris que cubría el aparente hueco que había debajo, comprendió que no era posible romperla sin hacer ruido.
El hierro golpeando el mármol resonaría en las bóvedas.
¿Le oiría la monja? Ya debería estar dormida. Sin embargo, Silas no quería correr riesgos. Miró a su alrededor para ver si encontraba algo de tela con que envolver el candelabro, pero sólo vio el mantel de lino del altar, que se negó a usar. «Mi hábito», pensó. Como sabía que estaba solo en aquel enorme templo, se lo abrió y se lo quitó. Al hacerlo, la tela le rozó las heridas recientes de la espalda.
Sin más indumentaria que el cilicio, Silas envolvió la base del candelabro con la sotana. Entonces, apuntando al centro del suelo, lo golpeó. Se oyó un ruido sordo. La losa no se rompió. Le dio otra vez y se oyó otro golpe amortiguado, aunque acompañado esta vez de un chasquido. A la tercera, el suelo cedió y los fragmentos de mármol se hundieron.
«¡Un compartimento!»
Tras sacar a toda prisa los trozos de baldosa, Silas miró aquel espacio vacío. Al arrodillarse sobre él, el corazón le latía con fuerza. Alargó el brazo desnudo y metió la mano.
Al principio, no notó nada. El fondo del compartimento era de piedra lisa y pulida. Pero al hundir más la mano, alargando el brazo por debajo de la Línea Rosa, ¡topó con algo! Una gruesa tablilla de piedra. Pasando los dedos por los bordes, la agarró y la sacó con cuidado. Mientras se ponía de pie, contemplándola, se dio cuenta de que aquella piedra irregular tenía unas palabras grabadas. Por un instante se sintió como un Moisés moderno.
Se sorprendió al leerlas. Esperaba que la clave fuera un mapa, o una compleja serie de indicaciones, incluso codificadas. Pero su inscripción era mucho más sencilla:
Job 38:11.
«¿Un versículo de la Biblia?» Silas estaba atónito ante aquella diabólica muestra de simplicidad. ¿Así que el lugar secreto que estaban buscando se revelaba en un versículo de la Biblia? La hermandad no tenía límites cuando se trataba de burlarse de los rectos.
«Job. Capítulo treinta y ocho, versículo once.»
Aunque Silas no recordaba de memoria el contenido de aquel pasaje, sabía que el Libro de Job contaba la historia de un hombre cuya fe en Dios soportaba todo tipo de pruebas. «Muy adecuado —pensó—, apenas capaz de contener su emoción.»
Volvió un poco la cabeza, recorrió con la mirada el resplandor de la Línea Rosa y no pudo evitar una sonrisa. Ahí, en lo alto del altar mayor, abierta sobre un atril dorado, reposaba una enorme Biblia encuadernada en piel. De pie en el balcón, sor Sandrine estaba temblando. Hacía sólo un momento había estado a punto de salir corriendo a cumplir las órdenes, pero aquel hombre de abajo se había quitado de pronto la sotana, y al verle la piel, blanca como el alabastro, había quedado sumida en un horrible desconcierto. Tenía la espalda ancha y pálida atravesada por las marcas sangrientas de los latigazos. Aun desde ahí arriba se notaba que las heridas eran recientes.
«¡A ese hombre lo han azotado sin piedad!»
También vio el cilicio manchado de sangre que le rodeaba el muslo, con la herida en carne viva. «¿Qué Dios querría un cuerpo así castigado?» Sor Sandrine sabía que nunca llegaría a comprender los ritos del Opus Dei. Pero aquello no le preocupaba lo más mínimo en ese momento. «El Opus está buscando la clave.» Sor Sandrine no podía imaginar cómo habían llegado a saber de su existencia, aunque lo que sí sabia era que no podía perder ni un segundo más.
El sacerdote se iba poniendo la sotana mientras se acercaba al altar mayor, en dirección a la Biblia, y sostenía con fuerza su premio.
Conteniendo la respiración, en absoluto silencio, sor Sandrine salió de su escondite y bajó a toda prisa hasta sus aposentos. A gatas, buscó algo detrás de la cama y sacó un sobre lacrado que había escondido allí hacía años.
Lo abrió y encontró cuatro números de teléfono correspondientes a París.
Temblando, empezó a marcarlos.
Abajo, Silas había dejado la tablilla sobre el altar y había empezado a pasar las páginas de la Biblia con sus dedos largos, blancos y sudorosos. Retrocedió hasta el Antiguo Testamento y encontró el Libro de Job y el capítulo treinta y ocho. Pasó el dedo por la columna de texto, impaciente por encontrar las palabras que estaba a punto de leer.
«¡Ellas indicarán el camino!»
Encontró el versículo once y lo leyó. Sólo tenía seis palabras. Confundido, volvió a leerlas, con la sensación de que había habido un tremendo error. El versículo rezaba simplemente así:
LLEGARÁS HASTA AQUÍ, NO MÁS ALLÁ
30
El guardia de seguridad Claude Grouard sentía que la rabia lo invadía mientras custodiaba a aquel hombre postrado a sus pies, delante de la Mona Lisa. «¡Ese cabrón había matado a Jacques Saunière.» Y Saunière había sido como un padre para él y para todo el equipo de seguridad.
Nada le hubiera apetecido más que apretar el gatillo y hundirle una bala en la espalda a Robert Langdon. Grouard era de los pocos miembros de la plantilla que estaban autorizados a llevar armas. Sin embargo, se recordó a sí mismo que al matarlo sólo le haría un favor y le ahorraría el calvario que Bezu Fache estaba a punto de comunicarle y que le aguardaba en el sistema penitenciario francés.
Grouard se sacó el walkie-talkie del cinturón e intentó pedir refuerzos, pero sólo oyó el chisporroteo del vacío. Los dispositivos adicionales de seguridad que había en aquella sala siempre interferían en las comunicaciones de los guardias. «Voy a tener que acercarme hasta la puerta.» Sin dejar de apuntar a Langdon con el arma, Grouard empezó a caminar hacia atrás lentamente, acercándose a la entrada. Cuando ya había dado tres pasos, vio algo que le hizo detenerse en seco.
«¿Pero qué diablos es esto?»
Más o menos en el centro de la sala se había materializado un espejismo. Una silueta. ¿Es que había alguien más allí? Una mujer se movía en la oscuridad, avanzando a grandes zancadas hacia el otro extremo de la pared izquierda. Frente a ella, un haz de luz violeta recorría el suelo una y otra vez, como si estuviera buscando algo con una linterna especial.
—Qui est la? —preguntó Grouard constatando que la adrenalina se le estaba disparando por segunda vez en los últimos treinta segundos.
—PTS —respondió la mujer sin inmutarse y sin dejar de revisar el suelo con la linterna.
«Policía Técnica y Científica.» Grouard estaba empezando a sudar. «¡Creía que todos los agentes se habían ido!» Ahora sí se dio cuenta de que la luz de la linterna era de rayos ultravioleta, instrumento habitual de los miembros de la Policía Científica, pero seguía sin entender porqué aquella agente estaba buscando pruebas en aquella sala.
—Votre nom! —gritó Grouard, a quien su instinto le decía que allí había algo que no encajaba—. Répondez!
—Cest moi —dijo la voz en un francés reposado—. Sophie Neveu.
En algún pliegue recóndito de su cerebro, el nombre le decía algo. «Sophie Neveu?» Aquel era el nombre de la nieta de Saunière, ¿no? De pequeña venía muchas veces al museo, pero de eso hacía ya muchos años. «¡No puede ser ella!» Y aunque lo fuera, no era motivo suficiente para confiarse, porque le habían llegado rumores de la dolorosa ruptura entre el conservador y su nieta.
—Usted sabe quien soy, me conoce —dijo la mujer—. Y le aseguro que Robert Langdon no ha matado a mi abuelo. Créame.
Pero Grouard no iba a creerse aquello así, sin más. «¡Necesito refuerzos!» Volvió a probar su walkie-talkie, sin éxito. La puerta aún estaba a unos veinte metros de él, y empezó a retroceder despacio, sin dejar de apuntar al hombre que seguía en el suelo. Mientras lo hacía, vio que la mujer apuntaba con la linterna un gran cuadro que había justo enfrente de la Mona Lisa, en el otro extremo de la sala.
Grouard ahogó un grito al darse cuenta de qué cuadro se trataba.
«¿Pero se puede saber qué está haciendo?»
* * *
Al otro lado de la sala, Sophie Neveu notó que el sudor le resbalaba por la frente. Langdon seguía en el suelo con los brazos en cruz y las piernas separadas. «Aguanta un poco, Robert. Ya casi estoy.» Segura de que aquel guardia nunca llegaría a disparar contra ninguno de los dos, Sophie volvió a concentrarse en el asunto que los había llevado hasta ahí, peinando toda la sala y prestando especial atención a una obra en concreto, otro cuadro de Leonardo da Vinci. Pero la luz ultravioleta no reveló nada extraordinario. Ni en el suelo, ni en las paredes, ni sobre el lienzo mismo.
«¡Aquí tiene que haber algo!»
Sophie estaba segura de haber interpretado correctamente las intenciones de su abuelo.
«¿Qué otra cosa si no podría haber querido indicarme?»
La obra que estaba examinando era un lienzo de poco más de metro y medio de altura. La extraña escena que Leonardo había pintado incluía una Virgen María en una postura muy forzada sentada sobre un peligroso risco con el Niño Jesús, San Juan Bautista y el ángel Uriel. Cuando era pequeña, no había visita a la Mona Lisa que terminara sin que su abuelo le llevara hasta el otro lado de la sala para admirar aquel segundo cuadro.
«¡Abuelo! ¡Estoy aquí! ¡Pero no lo veo!»
Detrás de ella, oía que el guardia intentaba pedir ayuda por radio.
«¡Piensa!»
Visualizó el mensaje garabateado en el cristal protector de la Mona Lisa. «No verdad lacra iglesias.» La pintura que tenía delante carecía de la protección de un vidrio sobre el que escribir ningún mensaje, y Sophie sabía que su abuelo nunca habría profanado aquella obra maestra escribiendo algo directamente encima. Se detuvo un instante. «Al menos no en el anverso.» Miró instintivamente hacia arriba, hacia los cables que colgaban del techo y sostenían el cuadro.
«¿Era posible?» Sostuvo el lado izquierdo del marco y tiró hacia ella. Aquella pintura era grande y el lienzo se combó un poco cuando la separó de la pared. Sophie metió la cabeza y los hombros detrás y enfocó con la linterna para inspeccionar el reverso.
No tardó mucho en darse cuenta de que su instinto había fallado en aquella ocasión. Allí no había nada. Ni una sola letra violácea brillando a la luz. Sólo el reverso manchado de marrón por el paso del tiempo y...
«Un momento.»
Los ojos de Sophie se fijaron en el destello inesperado de un trozo de metal alojado cerca del ángulo inferior de la estructura del marco. Era un objeto pequeño, parcialmente encajado en el punto en que el lienzo se unía al marco. De ahí colgaba una cadena de oro brillante.
Ante el total asombro de Sophie, la cadena estaba unida a una llave dorada que le resultaba conocida. La base, ancha y trabajada, tenía forma de cruz y llevaba grabada el sello que no había visto desde que tenía nueve años: la flor de lis con las iniciales P. S. En aquel momento, Sophie sintió el fantasma de su abuelo que le susurraba al oído. «Cuando llegue el momento, la llave será tuya.» Sintió que se le hacía un nudo en la garganta al darse cuenta de que su abuelo, aun en el momento de su muerte, había cumplido su promesa. «Esta llave abre una caja —le decía su voz— donde guardo muchos secretos.»
Sophie se daba cuenta ahora de que el objetivo final de todos aquellos juegos de palabras había sido la llave. Su abuelo la llevaba consigo cuando lo mataron. Como no quería que cayera en manos de la policía, la había escondido detrás de aquel cuadro. Y entonces había ideado una ingeniosa busca del tesoro para asegurarse de que sólo Sophie la encontrara.
—Au secours! —gritó el guardia.
Sophie arrancó la llave de su escondite y se la metió en el bolsillo junto con la linterna de rayos ultravioletas. Asomando la cabeza por debajo del cuadro, vio que el guardia seguía intentando desesperadamente comunicarse con alguien a través del walkie-talkie y retrocediendo hacia la puerta, con el arma aún apuntando a Langdon.
—Au secours! —gritó de nuevo a la radio.
Pero ésta sólo le devolvía ruido.
—«No transmite», constató Sophie, recordando que los turistas con teléfonos móviles se desesperaban cuando intentaban llamar a sus casas para pavonearse de que estaban frente a la Mona Lisa. El cableado de seguridad especial que recorría las paredes hacía materialmente imposible establecer comunicación desde dentro; había que salir al pasillo. Ahora el guardia ya estaba cerca de la puerta, y Sophie sabía que tenía que hacer algo deprisa.
Mirando la pintura tras la que se ocultaba parcialmente, se dio cuenta de que Leonardo da Vinci estaba a punto de acudir en su ayuda por segunda vez aquella noche.
«Unos metros más», Grouard se decía a sí mismo con el arma bien levantada.
—Arretez! Ou je la détruis! —La voz de la mujer reverberó en la sala.
Grouard la miró y se detuvo en seco.
—¡Dios mío, no!
A través de la penumbra rojiza, vio que la mujer había arrancado el cuadro de los cables que lo sujetaban y lo había apoyado en el suelo, delante de ella. Su metro y medio de altura casi le ocultaba el cuerpo por completo. La primera reacción de Grouard fue de sorpresa al constatar que los sensores del cuadro no habían activado las alarmas, pero al momento cayó en la cuenta de que aún no habían reprogramado el sistema de seguridad aquella noche. «¿Pero qué está haciendo?»
Cuando lo vio, se le heló la sangre.
El lienzo se arqueó por el centro, y las imágenes de la Virgen María, el Niño Jesús y San Juan Bautista empezaron a distorsionarse
—¡No! —gritó Grouard, horrorizado al ver que aquel Leonardo de incalculable valor se torcía. La mujer seguía empujando la rodilla en el centro del cuadro.
—¡No!
Grouard se volvió y le apuntó con la pistola, pero al momento se dio cuenta de que su amenaza era inútil. Aunque la pintura era sólo un trozo de tela, los seis millones de dólares en que estaba tasada la convertían en un impenetrable chaleco antibalas.
«¡No puedo disparar contra un Leonardo!»
—Deje el arma y la radio en el suelo —dijo la mujer con voz pausada—, o romperé el cuadro con la rodilla. Ya sabe qué pensaría mi abuelo de una cosa así.
Grouard se sentía confuso y aturdido.
—¡Por favor, no, es La Virgen de las rocas! Dejó la pistola y la radio y levantó las manos por encima de la cabeza.
—Gracias —dijo la mujer—. Ahora haga exactamente lo que le diga y todo irá bien.
Momentos después, mientras bajaba corriendo la escalera de emergencia en dirección a la planta baja, a Langdon el corazón aún le latía con fuerza. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que habían dejado al tembloroso guardia del Louvre tendido en la Salle des Etats. Ahora era él quien sostenía con fuerza su pistola, y no veía el momento de librarse de ella. Se sentía muy incómodo con aquella pesada arma entre las manos.
Bajaba los peldaños de dos en dos y se preguntaba si Sophie era consciente de cuánto valía el cuadro que había estado a punto de destrozar. Pero en todo caso el lienzo que había escogido encajaba a la perfección con la aventura de aquella noche. Igual que sucedía con la Mona Lisa, aquel Leonardo era famoso entre los historiadores del arte por la cantidad de simbología pagana que ocultaba.
—Has escogido un rehén muy valioso —le dijo sin dejar de correr.
—La Virgen de las rocas —le respondió ella—. Aunque no he sido yo quien lo ha escogido, sino mi abuelo. Me ha dejado una cosita en la parte de atrás.
Langdon la miró desconcertado.
—¿Qué? Pero ¿cómo has sabido que tenías que buscar en ese cuadro? ¿Por qué La Virgen de las rocas?
—«No verdad lacra iglesias.» —Sonrió, triunfante—. Es otro anagrama. Mi abuelo me lo estaba diciendo claramente: «Ve a La Virgen de las rocas». Los dos primeros se me han escapado, Robert. No se me iba a escapar también el tercero.
31
—¡Están todos muertos! —Sor Sandrine gritó al auricular del teléfono de su residencia de Saint-Sulpice. Estaba dejando un mensaje en un contestador automático—. ¡Por favor, que alguien responda! ¡Están todos muertos!
Los tres primeros números de la lista habían arrojado resultados terribles —una viuda histérica, un detective investigando en plena noche en el lugar de un crimen y un lacónico cura que consolaba a una familia destrozada. Los tres contactos estaban muertos. Y ahora, al llamar al cuarto y último número —el que en teoría no debía marcar a menos que no pudiera contactar con los tres anteriores—, le salía un contestador. La voz grabada no daba ningún nombre y se limitaba a invitar a quien llamaba a dejar su mensaje después de oír la señal.
—¡Han roto la losa del suelo! —exclamó—. ¡Y los otros tres están muertos!
Sor Sandrine desconocía la identidad de los cuatro hombres a los que protegía. Aquellos números de teléfono escondidos debajo de su cama sólo podía usarlos en un caso muy concreto.
«Si alguna vez se rompe la losa de piedra —le había dicho el mensajero sin rostro— querrá decir que se ha llegado al último peldaño. Uno de nosotros, amenazado de muerte, se habrá visto obligado a contar una mentira desesperada. Llame a estos teléfonos. Avise a los demás. No nos falle en esto.»
Era una señal de alarma silenciosa, un plan infalible en su simplicidad, y por eso mismo le había causado sorpresa cuando tuvo conocimiento de él. Si la identidad de un hermano quedaba al descubierto, diría una mentira que pondría en marcha un mecanismo para advertir a los demás. Pero aquella noche, al parecer, no era sólo la identidad de uno de ellos la que se había descubierto.
—Por favor, conteste —susurró asustada—. ¿Dónde está?
—Cuelgue ahora mismo —dijo una voz desde el umbral de la puerta—.
Se volvió, aterrorizada, y vio la enorme figura del monje, que llevaba en la mano el candelabro de hierro. Temblando, hizo lo que le ordenaba.
—Sí, están muertos —dijo—. Los cuatro. Y me han tomado el pelo. Dígame dónde está la piedra.
—¡No lo sé! —dijo sor Sandrine sincera—. Ese secreto lo guardan otros. «¡Y ahora están muertos!»
El hombre se acercó a ella sujetando el candelabro con las manos blanquísimas.
—¿Es usted hermana de la Santa Madre Iglesia y aun así está al servicio de ellos?
—Jesús propagó sólo un mensaje verdadero —dijo sor Sandrine desafiante—. Y ese mensaje no lo veo por ningún lado en el Opus Dei.
En los ojos del monje hubo un chispazo de ira. Levantó el candelabro y arremetió a golpes contra ella. Sor Sandrine cayó al suelo, y su última sensación fue un presagio abrumador.
«Los cuatro están muertos. La verdad más valiosa se ha perdido para siempre.»
32
La alarma que se activó en el extremo oeste del Ala Denon hizo que las palomas de las cercanas Tullerías levantaran el vuelo. Langdon y Sophie salieron como balas y se internaron en la noche. Mientras avanzaban por la explanada en dirección al coche de Sophie, Langdon oía las sirenas de los coches patrulla en la lejanía.
—Es ese —dijo Sophie, señalando un cochecito rojo de dos plazas aparcado delante.
«Estará de broma», pensó Langdon. Nunca había visto una cosa tan pequeña.
—Es un Smart —dijo—. Gasta sólo un litro cada cien kilómetros.
Casi no le había dado tiempo a sentarse cuando Sophie arrancó bruscamente y las ruedas del coche mordieron la gravilla.
Se agarró al salpicadero. El coche atravesó velozmente la explanada y desembocó en la rotonda del Carrousel du Louvre.
Por un momento, Sophie pareció considerar la posibilidad de acortar camino cruzando la rotonda por el centro, para lo que debía abrise paso por el seto vivo recortado que bordeaba la isla central de césped de la plazoleta.
—¡No! —gritó Langdon, que sabía que el seto que bordeaba la rotonda estaba puesto para ocultar el peligroso abismo que se abría en el centro —La Pyramide Inversée— la pirámide invertida que hacía las veces de claraboya y que había visto antes desde el interior del museo. Era una estructura lo bastante grande como para tragarse entero aquel coche. Afortunadamente, Sophie optó por una ruta más convencional y giró a la derecha, bordeó la rotonda por la izquierda y se incorporó al carril que, en dirección norte, debía llevarlos hasta la Rué de Rivoli.
Las sirenas de los coches patrulla cada vez se oían más cerca. Ahora Langdon ya veía los destellos por el espejo retrovisor de su lado. El motor del Smart se quejaba porque Sophie aceleraba cada vez más, alejándose del Louvre. A unos cincuenta metros, el semáforo se puso en rojo. Sophie murmuró una maldición, pero no levantó el pie del acelerador. Langdon notó que se le tensaban los músculos del todo el cuerpo.
—¿Sophie?
Al llegar a la intersección frenó un poco, puso las luces largas, miró a ambos lados y volvió a acelerar. Giró a la izquierda en el cruce y se incorporó por fin a la Rué de Rivoli. Siguió a toda velocidad unos cuatrocientos metros, en dirección oeste, y giró a la derecha en otra rotonda, ésta más ancha. Al momento salieron por el otro lado. Ya estaban en los Campos Elíseos.
Langdon se volvió para ver el Louvre desde allí. La policía no parecía seguirlos. El mar de destellos parecía concentrarse frente al museo.
El corazón empezaba a recuperar su ritmo habitual.
—Ha sido interesante.
Sophie no se dio por aludida. Seguía con la mirada fija en el amplio bulevar que, con sus tres kilómetros de escaparates elegantes, a veces se comparaba a la Quinta Avenida de Nueva York. La embajada estaba apenas a un kilómetro y medio de allí y Langdon se acomodó en su asiento.
«No verdad lacra iglesias.»
La rapidez mental de Sophie le había impresionado.
«Ve a La Virgen de las rocas.»
Sophie le había dicho que su abuelo le había dejado algo detrás del cuadro. «¿Un mensaje final?» No podía por menos que quitarse el sombrero ante el lugar escogido por Saunière para esconderlo, fuera lo que fuera. La Virgen de las rocas era otro eslabón más en la cadena de símbolos relacionados que se había ido formando aquella noche. Parecía que Saunière reforzaba con cada pista su interés por el lado más oscuro y malévolo de Leonardo da Vinci.
El encargo original para pintar aquella obra le había llegado a Leonardo de una congregación conocida por el nombre de Hermandad de la Inmaculada Concepción, que necesitaba un cuadro para poner en el panel central de un retablo que iba a ocupar el altar de la iglesia de San Francisco, en Milán. Las monjas le indicaron las medidas exactas que debía tener y el tema de la pintura —la Virgen María, San Juan Bautista niño, Uriel y el niño Jesús buscando cobijo en una cueva. Aunque Leonardo cumplió con lo que le habían solicitado, cuando entregó la obra la congregación reaccionó con horror, porque estaba llena de detalles explosivos y desconcertantes.
El lienzo mostraba a una Virgen María con túnica azul, sentada con un niño en brazos, supuestamente el niño Jesús. Frente a María, también sentado, aparecía Uriel, también con un niño, supuestamente San Juan Bautista. Pero lo raro era que, en contra de la escena habitual en la que Jesús bendecía a Juan, en este caso era al revés: Juan bendecía a Jesús... ¡y éste se sometía a su autoridad! Por si eso fuera poco, la Virgen tenía una mano levantada sobre la cabeza de Juan en un gesto inequívocamente amenazador —con los dedos como garras de águila que sujetaran una cabeza invisible. Y, por último, la imagen más clara y aterradora: justo por debajo de aquellos dedos curvados de María, Uriel estaba detenido en un gesto que daba a entender que estaba cortando algo, como si estuviera rebanando el cuello de la cabeza invisible que la Virgen parecía sujetar con sus garras.
A los alumnos de Langdon siempre les divertía enterarse de que Leonardo había intentado apaciguar a la hermandad pintando una versión más «descafeinada» de La Virgen de las rocas, en la que los personajes aparecían en actitudes más ortodoxas. En la actualidad, aquella segunda versión estaba expuesta en la National Gallery de Londres, con el mismo título, aunque Langdon prefería la del Louvre, que además de ser la original, resultaba más intrigante.
Sophie seguía avanzando a toda prisa por los Campos Elíseos.
—¿Qué había detrás del cuadro? —le preguntó Langdon.
—Te lo enseñaré cuando estemos a salvo en la embajada —respondió ella con la mirada fija en la calzada.
—¿Cómo que me lo enseñarás? ¿Quieres decir que te ha dejado un objeto, algo físico?
Sophie asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Con una flor de lis y las letras P. S. grabadas.
Langdon no daba crédito a lo que acababa de oír.
Sophie pensó que sí, que estaban a punto de lograrlo, cuando giró el volante a la derecha y pasaron por delante del lujoso Hotel de Crillon, internándose en aquel lujoso barrio de calles arboladas donde se concentraban las sedes diplomáticas. Ya estaban cerca de la Embajada de los Estados Unidos y le pareció que podía relajarse un poco.
Mientras conducía, a la mente le volvía la llave que tenía en el bolsillo y el recuerdo de hacía tantos años, cuando la había visto por primera vez, con su empuñadura en forma de cruz griega, su base triangular, sus dientes, su sello con la flor grabada y sus letras P. S.
Aunque apenas había vuelto a pensar en ella durante todos aquellos años, su experiencia profesional con los servicios secretos le había familiarizado mucho con temas de seguridad, por lo que la peculiar forma de aquella llave ya no le resultaba tan desconcertante. «Una llave maestra incopiable con sistema láser.» En vez de guardas que encajaban en una cerradura, la compleja serie de marcas perforadas por un rayo láser era examinada por un lector óptico. Si éste determinaba que la disposición y la secuencia de las marcas hexagonales eran correctas, la cerradura se abría.
No se le ocurría qué podía ser lo que abría una llave como aquella, pero le daba la impresión de que Robert sí sabría decírselo, porque le había descrito el sello sin haberlo visto. La forma de cruz de la empuñadura implicaba que la llave pertenecía a algún tipo de organización cristiana, pero Sophie sabía que en las iglesias no se usaba ese tipo de sistemas electrónicos.
«Además, mi abuelo no era cristiano...»
Sophie lo había constatado con sus propios ojos hacía diez años. Por ironías del destino, también había sido una llave —aunque en aquel caso se había tratado de otra mucho más normal— la que la había enfrentado a la verdadera naturaleza de aquel hombre.
Hacía mucho calor aquella tarde. Aterrizó en el aeropuerto Charles De Gaulle y cogió un taxi para ir a casa. «Grandpére va a tener una buena sorpresa cuando me vea», pensó. La universidad en Gran Bretaña había terminado unos días antes, y ella estaba impaciente por ver a su abuelo y explicarle todos los métodos de encriptación que estaba estudiando.
Sin embargo, cuando llegó a casa, su abuelo no estaba. A pesar de saber que no la esperaba, no pudo evitar cierta decepción. Seguramente estaría trabajando en el Louvre. Pero cayó en la cuenta de que era sábado. Él no solía trabajar los fines de semana. Los fines se mana los dedicaba normalmente a...
Sonrió y salió disparada al garaje. El coche no estaba, claro. Jacques Saunière detestaba conducir por la ciudad, y el coche lo tenía para desplazarse a un único destino, su Château de Normandía, al norte de París. Sophie, tras los meses pasados en Londres, añoraba los olores de la naturaleza y estaba ansiosa por empezar sus vacaciones. Aún no era demasiado tarde, y decidió salir de inmediato y darle una sorpresa. Le pidió prestado el coche a un amigo y condujo hacia el norte, atravesando el paisaje lunar de montes desolados que había cerca de Creully. Poco después de las diez entró en el largo camino particular que conducía al retiro de su abuelo. Aquel acceso tenía casi dos kilómetros, y hasta que llevaba recorrida la mitad no empezó a entrever la casa entre los árboles: un enorme castillo de piedra acurrucado junto a un bosque, a los pies de una colina.
Sophie creía que a aquella hora su abuelo ya estaría acostado, y se alegró al ver luz en las ventanas. Sin embargo, su alegría se convirtió en sorpresa cuando, al llegar frente a la casa, constató que el camino estaba lleno de coches; Mercedes, BMWs, Audis y RollsRoyces.
Sophie se quedó un momento observándolos y se echó a reír. «Mi grandpére, el famoso ermitaño.» Por lo que se veía, las reclusiones de Jacques Saunière no eran tan estrictas como a él le gustaba hacer creer. Estaba claro que mientras se suponía que ella estaba en la universidad, él había organizado una fiesta, y a juzgar por las marcas de los coches allí aparcados, había invitado a algunas de las personas más influyentes de París.
Con ganas de darle una sorpresa, se acercó corriendo a la puer ta principal, que encontró cerrada. Llamó, pero no le abrió nadie. Sorprendida, se fue al otro lado de la casa y probó por detrás, pero la entrada también estaba cerrada y nadie acudió a abrirle.
Desconcertada, se quedó un momento en silencio, escuchando. El único sonido que oía era el de la brisa fresca de Normandía que gemía débilmente al atravesar el valle.
No se oía música. Ni voces. Nada.
Rodeada del silencio del bosque, Sophie se fue hasta un ala de la casa, se subió a un montón de leña y acercó la cara a la ventana del salón. Lo que vio no tenía ningún sentido.
—¡Pero si no hay nadie!
Toda la planta baja parecía desierta.
«¿Dónde está la gente?»
Con el corazón latiéndole con fuerza, Sophie se acercó al cobertizo y buscó una llave que su abuelo siempre escondía bajo la caja de la leña menuda. Ahí estaba. Se fue corriendo hasta la puerta principal y entró en la casa. Al hacerlo, en el panel de control del sistema de seguridad empezó a parpadear una luz roja que avisaba a quien acababa de entrar de que disponía de diez segundos para marcar el código correcto antes de que las alarmas se dispararan.
«¿Tiene la alarma activada en plena fiesta?»
Sophie se apresuró a introducir el código y desactivó el sistema.
Cruzó el vestíbulo y se adentró en la casa. No había nadie. La primera planta también estaba desierta. Volvió al salón vacío y se quedó un momento en silencio, preguntándose qué pasaba.
Fue entonces cuando las oyó.
Voces amortiguadas. Parecían provenir de más abajo. Sophie no entendía. Se arrodilló, pegó la oreja al suelo y escuchó. Sí, no había duda, el sonido venía de ahí. Aquellas voces parecían cantar... ¿o salmodiar? Estaba asustada. Pero más misteriosa aún que aquel sonido era la constatación de que en aquella casa no había sótano.
«Al menos yo nunca lo he visto.»
Se giró e inspeccionó la sala con la vista, y al momento le llamó la atención un único objeto que parecía no estar en su sitio, la antigüedad preferida de su abuelo, un gran tapiz de Aubusson. Normalmente colgaba de la pared de la derecha, a un lado de la chimenea, pero esa noche lo habían corrido dejando al descubierto la pared.
Se acercó a aquella superficie revestida de madera y notó que aquellos cánticos se hacían más audibles. Vacilante, puso la oreja sobre la pared. Ahora las voces le llegaban con mayor claridad. No había duda de que había gente entonando unas palabras que no llegaba a discernir.
«¡Hay un espacio hueco detrás de la pared!»
Tocó los paneles de madera hasta que notó un resquicio para meter el dedo. Era una puerta corredera disimulada. El corazón se le aceleró todavía más. Metió el dedo en la hendidura y tiró. Con muda precisión, aquella pesada pared cedió y se desplazó hacia un lado. En la oscuridad que tenía delante, los ecos de las voces resonaban.
Entró y se encontró en lo alto de una escalera de piedra tosca que descendía en espiral. Llevaba viniendo a esa casa desde niña y aquella era la primera noticia que tenía de esta escalera.
Al descender los peldaños, notó que el aire se hacía más frío y las voces más claras. Ahora distinguía a hombres y a mujeres. Su línea de visión se veía limitada por la espiral de la propia escalera, pero al fin apareció el último peldaño. Más allá, intuía el primer trozo de suelo del sótano: era de piedra y estaba iluminado por la luz temblorosa y rojiza de un fuego.
Conteniendo la respiración, dio unos pasos más y se agachó un poco para mirar. Tardó varios segundos en procesar lo que estaba viendo.
Aquel espacio era una cueva, una cámara que parecía haber sido excavada directamente en la roca de la colina. La única luz era la de unas antorchas que estaban fijadas a las paredes. Al resplandor de las llamas, unas treinta personas estaban de pie, formando un círculo en el centro de la estancia.
«Estoy soñando —se dijo Sophie—. Es un sueño. Qué si no.»
Todos los presentes llevaban máscaras. Las mujeres llevaban vestidos blancos de gasa y zapatos dorados. Sus máscaras también eran blancas y en las manos sostenían unos globos terráqueos dorados. Los hombres iban vestidos con túnicas negras, del mismo color que sus máscaras. Parecían las piezas de un tablero gigante de ajedrez. En círculo, todos se mecían hacia delante y hacia atrás y entonaban un cántico de adoración a algo que había en el suelo, frente a ellos.... algo que Sophie no veía desde donde se encontraba.
El cántico volvió a coger ritmo y se hacía cada vez más rápido, más rápido. Los participantes dieron un paso al frente y se arrodillaron. En aquel instante, Sophie vio al fin qué era lo que había en el centro. Aunque, horrorizada, se fue de allí corriendo, supo que aquella imagen quedaría para siempre grabada en su memoria. Invadida por una sensación de náusea, Sophie fue subiendo a trompicones aquella escalera de caracol, apoyándose en las paredes. Cerró la puerta corredera, atravesó la casa desierta y regresó a París aturdida y llorosa.
Aquella misma noche, sintiendo su vida sacudida por la desilusión y la traición, volvió a hacer el equipaje y se fue de casa. En el comedor, sobre la mesa, dejó una nota:
LO HE VISTO TODO. NO INTENTES PONERTE EN CONTACTO CONMIGO.
Y al lado de la nota puso la llave del chateau que había cogido del cobertizo.
—¡Sophie! —dijo Langdon con tono comminatorio—. ¡Para! ¡Para!
Emergiendo de las profundidades de la memoria, Sophie pisó el freno y se detuvo en seco.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Langdon le señaló la calle que se extendía ante ellos.
A Sophie se le heló la sangre. A unos cien metros, el cruce estaba cortado por un par de coches patrulla de la Policía Judicial, aparcados de lado con intención inequívoca. «¡Han cortado la Avenida Gabriel!»
Langdon sonrió, irónico.
—Supongo que la embajada queda descartada esta noche.
En el extremo contrario, los dos agentes que custodiaban los coches estaban mirando en su dirección, atraídos por las luces que se habían detenido tan bruscamente en medio de la calle.
«Está bien, Sophie, ahora vas a girar muy despacio.»
Puso marcha atrás y en tres maniobras precisas cambió de sentido. Al arrancar de nuevo, oyó el chirriar de unos neumáticos contra el asfalto y las sirenas que empezaron a ulular.
Maldiciendo, Sophie pisó a fondo el acelerador.
33
El Smart de Sophie atravesó como un rayo el barrio diplomático dejando atrás embajadas y consulados y, finalmente, enfilando por una calle secundaria, logró salir de nuevo a la gran avenida de los Campos Elíseos.
Langdon, muy pálido, se volvió para ver si les seguía la policía. Estaba empezando a arrepentirse de haber decidido escaparse. «Tú no has decidido nada», se corrigió. Había sido Sophie quien había tomado la decisión de tirar el dispositivo de GPS por la ventana del servicio. Y ahora, mientras se alejaban de la embajada, esquivando el poco tráfico de los Campos Elíseos, Langdon notaba que sus posibilidades eran cada vez menores. Aunque parecía que Sophie había conseguido despistar a la policía una vez más, al menos de momento, temía que su buena suerte no fuera a durar mucho más.
Al volante, Sophie se metió la mano en el bolsillo del suéter. Sacó un pequeño objeto metálico y se lo enseñó.
—Robert, quiero que veas esto. Es lo que mi abuelo me ha dejado detrás de La Virgen de las rocas.
Con un escalofrío de emoción, Langdon cogió aquel objeto y lo examinó. Era bastante pesado y en forma de crucifijo. Su primera intuición fue que se trataba de una cruz funeraria; versión en miniatura de las cruces conmemorativas que se clavaban en el suelo, junto a las tumbas. Pero luego se dio cuenta de que la base que sobresalía del crucifijo era triangular. Y además estaba decorada con cientos de minúsculos hexágonos que parecían muy bien hechos y distribuidos de manera aleatoria.
—Es una llave hecha con láser —le dijo Sophie—. Estos hexágonos son para que el lector óptico los identifique.
—¿Una llave? —Langdon no había visto nunca nada parecido.
—Fíjate en el otro lado —le pidió Sophie cambiándose de carril y saltándose otro cruce.
Al darle la vuelta, Langdon se quedó boquiabierto. Ahí, en una elaborada filigrana, en el centro de la cruz, estaba grabada una flor de lis con las iniciales P. S.
—Sophie, este es el sello del que te hablaba. La divisa oficial del Priorato de Sión.
Sophie asintió.
—Ya te lo he dicho, esta llave ya la vi otra vez hace muchos años. Mi abuelo me dijo que nunca volviera a hablar de ella.
Langdon seguía con la vista fija en la llave. Su diseño, mezcla de tecnología punta y viejo simbolismo, recreaba una curiosa unión entre el mundo moderno y el antiguo.
—Me dijo que esta llave abría una caja donde guardaba muchos secretos.
Langdon se estremeció al pensar en el tipo de secretos que guardaría un hombre como Jacques Saunière. No tenía ni idea de qué hacía una antiquísima hermandad con una llave futurista como aquella. La única razón de la existencia del Priorato era la custodia de un secreto, un secreto de increíble poder. «¿Tenía esa llave algo que ver con él?» La idea resultaba abrumadora.
—¿Y sabes lo que abre?
Sophie pareció decepcionada.
—Yo esperaba que tal vez tú lo supieras.
Langdon no dijo nada y siguió contemplando aquella especie de crucifijo.
—Parece de inspiración cristiana —insistió Sophie.
Langdon no estaba tan seguro. La empuñadura no formaba la cruz latina característica del cristianismo, más larga que ancha, sino la llamada griega, en la que los cuatro brazos tenían la misma longitud, y que precedía a la cristiana en nada menos que mil quinientos años. Ese tipo de cruz carecía de todas las connotaciones de crucifixión asociadas a la latina, ideada por los romanos como instrumento de tortura. A Langdon nunca dejaba de sorprenderle el escaso número de cristianos que, al contemplar «el crucifijo», eran conscientes de la historia violenta de aquel símbolo, que se manifestaba hasta en su propio nombre; «cruz» y «crucifijo» eran derivaciones del verbo latino «cruciare», torturar.
—Sophie —dijo—, lo único que puedo decirte es que las cruces griegas como esta se consideran símbolos de paz. La idéntica longitud de sus cuatro brazos las hace poco prácticas para las crucifixiones, y el equilibrio de sus travesaños horizontal y vertical representa una unión natural entre lo masculino y lo femenino, por lo que encaja bien con la filosofía del Priorato.
Sophie le miró con ojos cansados.
—No tienes ni idea, ¿verdad?
Langdon arqueó las cejas.
—Ni idea.
—Bueno, tenemos que dejar de dar vueltas. Nos hace falta un lugar seguro para poder averiguar qué es lo que abre esta llave.
Langdon pensó con añoranza en su cómoda habitación del Ritz. Evidentemente, aquella opción estaba descartada.
—¿Y si vamos a ver a los profesores de la Universidad de París que me han organizado la conferencia?
—Demasiado arriesgado. Fache irá a comprobar que no estemos ahí.
—Tú eres de aquí. Tienes que conocer a gente.
—Fache revisará mi listín telefónico y mi libreta de direcciones de correo electrónico, y hablará con mis compañeros de trabajo. Mis contactos no son seguros, y buscar hotel es imposible, porque en todos piden identificación.
Langdon volvió a preguntarse si no habría sido mejor dejar que Fache lo detuviera en el Louvre.
—Llamemos a la embajada. Les explico la situación y les pido que envíen a alguien a buscarnos.
—¿Buscarnos? —Sophie se volvió y lo miró como si estuviera loco.
—Robert, estás soñando. La embajada no tiene jurisdicción más que dentro de los límites de su recinto. Si enviaran a alguien a recogernos se consideraría asistencia a un fugitivo de la justicia francesa. No lo harán. Entrar en la embajada por tu propio pie y solicitar asilo temporal es una cosa, pero pedirles que emprendan una acción contra la legislación francesa es otra muy distinta. —Negó con la cabeza—. Si llamas a la embajada ahora, te dirán que no empeores las cosas y te entregues a Fache, y te prometerán, eso sí, usar los canales diplomáticos a su alcance para velar porque tengas un juicio justo. —Miró la sucesión de elegantes escaparates de los Campos Elíseos—. ¿Cuánto dinero en efectivo tienes?
Langdon miró la cartera.
—Cien dólares. Unos pocos euros. ¿Por qué?
—¿Tarjetas de crédito?
—Sí, claro.
Sophie aceleró, y Langdon intuyó que se le había ocurrido un plan. Delante mismo, al final de los Campos Elíseos, se levantaba el Arco de Triunfo —el tributo de Napoleón a su propia potencia militar, de cincuenta metros de altura—, rodeado de la rotonda más grande de Francia, un gigante de nueve carriles de circulación.
Cuando se acercaban a la rotonda, los ojos de Sophie volvieron a posarse en el retrovisor.
—Por ahora les hemos dado esquinazo —dijo—. Pero si seguimos cinco minutos más en el coche, nos pillarán seguro.
«Bueno, pues robamos uno y ya está, ahora que somos delincuentes qué mas da», pensó en broma.
—¿Qué vas a hacer?
Se incorporaron a la rotonda.
—Confía en mí.
Langdon no dijo nada. La confianza no le había llevado muy lejos esa noche. Se levantó la manga de la chaqueta y consultó la hora en su reloj, un reloj de niño con el ratón Micky dibujado en la esfera, que sus padres le habían regalado cuando cumplió diez años. Aunque había suscitado miradas de censura en más de una ocasión, Langdon no había llevado otro reloj que no fuera aquel. Los personajes animados de Walt Disney habían sido su primer contacto con la magia de la forma y el color. Y ahora Mickey le servía como recordatorio cotidiano de que tenía que seguir siendo joven dé espíritu. A pesar de ello, en aquel momento, los brazos del ratón estaban extendidos en un ángulo poco habitual, indicando una hora igualmente atípica.
Las 2:51 a.m.
—Un reloj interesante —comentó Sophie fijándose en él mientras seguían atravesando aquella ancha rotonda.
—Tiene una historia muy larga —respondió, bajándose la manga.
—Me lo supongo —añadió ella sonriéndole un segundo, antes de abandonar el Arco de Triunfo y enfilar hacia el norte, alejándose del centro de la ciudad.
Tras pasarse dos semáforos en ámbar, llegó a la tercera travesía y giró a la derecha en el Bulevar Malesherbes. El elegante barrio de las embajadas había quedado atrás, y ahora estaban en una zona más industrial. Sophie dobló enseguida a la izquierda y, un momento después, Langdon se dio cuenta de dónde estaban: en la Gare Saint-Lazare.
Delante de ellos, el techo acristalado de la terminal parecía un híbrido raro entre un hangar para aviones y un invernadero. Las estaciones europeas no dormían nunca. A pesar de la hora, una docena de taxis hacían guardia junto a la salida principal. Había vendedores que arrastraban carritos con bocadillos y agua mineral mientras de los andenes emergían jóvenes de aspecto desaliñado con sus pantalones anchos, frotándose los ojos y mirando a su alrededor como si in tentaran acordarse de a qué ciudad acababan de llegar. Más adelante, en la calle, había un par de policías municipales ayudando a unos turistas desorientados.
Sophie llevó el Smart detrás de los taxis y aparcó en una zona prohibida, a pesar de que al otro lado de la calle había muchos sitios libres. Antes de que Langdon pudiera preguntarle nada, ella ya se había bajado del coche. Se acercó corriendo al taxi que tenían delante y empezó a hablar con el taxista.
Langdon se bajó del coche y vio que en aquel momento Sophie le estaba dando al taxista un montón de billetes. Éste asintió y entonces, para su asombro, arrancó sin ellos.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Langdon, que se reunió con Sophie en la acera mientras el taxi se perdía de vista.
Sophie empezó a dirigirse hacia la entrada de la estación.
—Venga, vamos, tenemos que comprar dos billetes para el primer tren que salga de París.
Langdon la seguía. Lo que había empezado como un breve trayecto de poco más de un kilómetro hasta la Embajada americana se había convertido en una huida de París en toda regla. Aquello cada vez le gustaba menos.
34
El chófer que fue a recoger al obispo Aringarosa al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci lo hizo en un discreto Fiat negro. El obispo aún recordaba los días en que los vehículos vaticanos eran coches de gran lujo con insignias plateadas y banderas con el escudo de la Santa Sede. «Esos días pertenecen ya al pasado.» La flotilla de coches vaticanos era ahora mucho menos ostentosa y casi nunca llevaban nada que los identificara. La Santa Sede aseguraba que se hacía así para reducir costes y servir mejor a sus diócesis, pero Aringarosa sospechaba que se trataba más bien de una medida de seguridad. El mundo se había vuelto loco, y en muchas partes de Europa, proclamar tu amor a Jesucristo era como dibujarte una diana en el pecho.
Recogiéndose un poco los faldones de la sotana, Aringarosa se montó al asiento trasero y se puso cómodo, pensando en el largo trayecto que le aguardaba hasta Castel Gandolfo, el mismo que ya había hecho hacía cinco meses.
«El viaje a Roma del año pasado —pensó, suspirando—. La noche más larga de mi vida.»
Hacía cinco meses, había recibido una llamada del Vaticano en la que se requería su inmediata presencia. No le explicaron nada más.
«Los billetes están en el aeropuerto.» La Santa Sede hacía lo posible por alimentar su halo de misterio, incluso frente al alto clero.
Aringarosa sospechó que aquella convocatoria misteriosa era una ocasión para que el Papa y otros miembros de la curia vaticana se subieran al carro del último éxito público del Opus Dei: la culminación de las obras de su sede en la ciudad de Nueva York. La revista Architectural Digest había afirmado que el edificio era «un faro radiante de catolicismo perfectamente integrado en su entorno de modernidad», y últimamente el Vaticano parecía mostrar atracción hacia todo aquello que incluyera la palabra «moderno»
Aringarosa no pudo declinar aquella invitación, aunque acudió con reticencias. No comulgaba demasiado con la actual administración vaticana. Aringarosa, como la mayor parte del clero más conservador, había asistido con grave preocupación al primer año de pontificado del Papa. Más liberal que sus predecesores, Su Santidad había llegado a ocupar la silla de San Pedro tras uno de los cónclaves más controvertidos de la historia. Y ahora, lejos de aplacar su talante después de su inesperado acceso al poder, el Santo Padre no había malgastado ni un minuto y había empezado a dar pasos para agilizar la anquilosada maquinaria burocrática de la cúspide de la cristiandad. Sirviéndose de una preocupante marea de apoyo, que le brindaban los miembros más progresistas del Colegio de Cardenales, ahora el Papa declaraba que su misión consistía en «rejuvenecer la doctrina vaticana y llevar al catolicismo al tercer milenio».
Pero Aringarosa se temía que, en realidad, eso significara que era lo bastante presuntuoso como para creer que podía reescribir las leyes de Dios y recuperar los corazones de todos los que creían que, en el mundo actual, el verdadero catolicismo no tenía sentido.
Aringarosa había recurrido a todas sus influencias políticas —que no eran pocas, teniendo en cuenta el peso del Opus Dei y su patrimonio— para persuadir al Papa y a sus consejeros de que la flexibilidad de las leyes de la Iglesia no sólo era cobarde e impía, sino que representaba un suicidio político. Le había recordado que el anterior intento —el fiasco del Concilio Vaticano II, había dejado tras de sí un legado devastador: la asistencia de los feligreses a los actos religiosos era más baja que nunca, las donaciones escaseaban y no había ni siquiera el número suficiente de sacerdotes para cubrir todas las parroquias.
«¡La gente necesita que la Iglesia les aporte estructura y orden —insistía Aringarosa—, y no palmaditas en la espalda e indulgencia!»
Aquella noche, hacía meses, mientras se alejaba del aeropuerto, Aringarosa había constatado con sorpresa que no estaban conduciéndole en dirección a la Ciudad del Vaticano, sino hacia el este, por una carretera sinuosa.
—¿Dónde vamos? —le preguntó al chófer.
—Al lago Albano —respondió—. La reunión es en Castel Gandolfo.
«¿En la residencia de verano del Papa?» Aringarosa nunca había estado ahí, ni lo había deseado. Además de ser la casa donde el Papa pasaba sus vacaciones estivales, la ciudadela del siglo XVI albergaba la Specula Vaticana —el observatorio astronómico papal—, uno de los más avanzados de Europa. Aringarosa nunca se había sentido muy cómodo con el interés del Vaticano por la ciencia. ¿Qué sentido tenía unir ciencia y fe? La objetividad de la ciencia estaba reñida con la fe en Dios. Y, además, la fe no tenía ninguna necesidad de confirmar físicamente sus creencias.
«Y sin embargo, ahí está», pensó al ver aparecer el perfil de Castel Gandolfo. Desde la carretera, parecía un enorme monstruo a punto de dar un paso mortal. Colgado en lo alto de un risco, el castillo se elevaba sobre la cuna de la civilización italiana; el valle en el que los clanes de los curiacios y los horacios se habían enfrentado mucho antes de la fundación de Roma.
Incluso desde lejos, la visión del castillo impresionaba. Se trataba de una notable muestra de arquitectura defensiva en estratos que hablaba de la importancia de su estratégica y espectacular ubicación. Pero Aringarosa se lamentaba de que el Vaticano hubiera destrozado aquel edificio con la construcción, sobre los tejados, de dos enormes cúpulas de aluminio para albergar los telescopios, que hacían que aquella noble edificación se pareciera más bien a un valiente guerrero con dos sombreros de payaso en la cabeza.
Cuando se bajó del coche, un joven jesuíta salió al momento a recibirlo.
—Bienvenido, obispo. Soy el padre Mangano. Astrónomo.
«Pues mejor para usted». Emitió un gruñido a modo de saludo y siguió al jesuíta hasta el vestíbulo del castillo: un gran espacio abierto con una poco inspirada decoración mezcla de estilo renacentista e imágenes astronómicas. Subieron por la ancha escalera de mármol travertino, y Aringarosa se fijó en las señales que indicaban centros de conferencias, aulas científicas y servicios de información turística. No dejaba de sorprenderle que el Vaticano fuera incapaz de proporcionar unas pautas claras y rigurosas para el crecimiento espiritual de los fieles y sin embargo sacara tiempo para organizar charlas sobre astrofísica para turistas.
—Dígame —preguntó Aringarosa al joven cura—. ¿Desde cuándo se empieza la casa por el tejado?
El jesuíta le miró desconcertado.
—¿Perdón?
Aringarosa no insistió, decidiendo no enzarzarse esa noche en su cruzada particular. «El Vaticano se ha vuelto loco.» Como un padre perezoso al que le resulta más fácil consentir todos los caprichos de su hijo malcriado en vez de mantenerse firme y transmitirle ciertos valores, la Iglesia se mostraba cada vez más blanda, intentando reinventarse a sí misma para acomodarse a una cultura que había perdido el rumbo.
El pasillo de la última planta era ancho, lujosamente amueblado y discurría sólo en una dirección, hacia unas enormes puertas de roble con una placa metálica.
BLIOTECA ASTRÓNOMICA
Aringarosa había oído hablar del lugar, del que se decía que contenía más de veinticinco mil volúmenes, entre los que se encontraban ediciones únicas de obras de Copérnico, Galileo, Kepler, Newton y Secchi. Supuestamente, también era el sitio en el que los colaboradores papales de mayor rango celebraban sus reuniones privadas... las que preferían no celebrar dentro de la Ciudad del Vaticano.
Al acercarse a la puerta, Aringarosa no se imaginaba la impactante noticia que estaba a punto de recibir, ni la mortífera cadena de acontecimientos que tras ella se iba a poner en marcha. No fue hasta una hora después, cuando el encuentro había terminado, cuando empezó a asimilar las devastadoras implicaciones de todo aquello. «¡Dentro de seis meses! ¡Que Dios nos asista!» Ahora, en el Fiat, Aringarosa se dio cuenta de que el mero recuerdo de aquel primer encuentro le había llevado a apretar mucho los puños. Los abrió, respiró hondo y relajó los músculos.
«Todo irá bien», se dijo mientras el coche seguía su tortuoso ascenso por las montañas. Aun así, estaba impaciente porque sonara el teléfono móvil. «¿Por qué no me ha llamado El Maestro? A estas alturas Silas ya debería tener la clave.»
Para calmarse, el obispo meditó sobre la amatista púrpura del anillo que llevaba. Pasó el dedo por el engarce en forma de mitra y por las facetas de los diamantes, y se recordó que el poder que simbolizaba era mucho menor del que en poco tiempo alcanzaría.
35
El interior de la Gare Saint-Lazare se parecía a cualquier otra estación de tren europea, una caverna en parte cerrada y en parte abierta habitada por los sospechosos habituales: hombres sin techo con carteles escritos sobre trozos de cartón, grupos de universitarios de ojos legañosos durmiendo en sacos de dormir y con los auriculares de sus MP3 puestos, y algún que otro mozo de equipajes, ataviado con su uniforme azul, fumando un cigarrillo.
Sophie alzó la vista para leer el enorme panel de información que tenía encima. Las placas blancas y negras empezaron a tabletear y actualizaron las siguientes salidas. El primer destino era Lille, en el rápido de las 3:06.
—Ojalá saliera antes —dijo Sophie—, pero tendrá que ser Lille.
«¿Antes?» Langdon consultó su reloj. Pero si eran las 2:59. Sólo faltaban siete minutos y aún no habían comprado los billetes.
Sophie lo llevó al mostrador de venta.
—Compra dos billetes con tu tarjeta de crédito.
—Yo creía que las tarjetas quedan registradas y que se puede hacer un seguimiento de...
—Precisamente por eso.
Langdon decidió que era mejor no intentar adelantarse al pensamiento de Sophie Neveu. Con su Visa, compró los dos billetes a Lille y se los dio a Sophie. Ella lo llevó hasta los andenes, donde al ding-dong habitual siguió el anuncio por megafonía de que el tren de Lille estaba a punto de salir. Bastante más allá, a su derecha, en el andén tres, la locomotora ya ronroneaba y silbaba preparándose para arrancar, pero Sophie cogió a Langdon del brazo y empezó a guiarlo justo en dirección contraria. Cruzaron corriendo un vestíbulo lateral, en traron en un café abierto toda la noche y finalmente salieron por otra puerta a una calle tranquila, del otro lado de la estación.
Junto a la puerta aguardaba un único taxi.
El taxista vio a Sophie y apagó y encendió las luces, y los dos se montaron en el asiento de atrás.
Mientras el taxi se alejaba de la Gare Saint-Lazare, Sophie sacó los dos billetes de tren que acababan de comprar y los rompió.
Langdon suspiró. «Setenta dólares a la basura.»
Hasta que el vehículo llevaba un rato avanzando a un ritmo monótono por la Rué de Clichy, rumbo al norte, Langdon no tuvo la sensación real de haber escapado. Por la ventana, a la derecha, distinguió Montmartre y la hermosa cúpula del Sacre Coeur, imágenes que se vieron interrumpidas por el destello de una sirena de la policía que cruzó a toda prisa en dirección contraria. Los dos se agacharon instintivamente hasta que el sonido y los destellos se perdieron en la distancia.
Sophie le había pedido al taxista que saliera de la ciudad, y a juzgar por su expresión de concentración, Langdon se dio cuenta de que estaba pensando en cuál debía ser su siguiente paso.
Volvió a examinar la llave cruciforme, levantándola hasta la altura de la ventana para verla mejor, y se la acercó a los ojos para ver si encontraba algo que le indicara dónde la habían fabricado. Al resplandor intermitente de las farolas, no logró distinguir otra cosa que no fuera el sello del Priorato.
—No tiene sentido —dijo al fin.
—¿Qué exactamente?
—Que tu abuelo se metiera en tantos líos para darte una llave si tú no sabes qué hacer con ella.
—Estoy de acuerdo.
—¿Estás completamente segura de que no anotó nada más en el reverso del lienzo?
—Lo registré todo. Y no había nada más. La llave, encajada detrás del cuadro. Vi el sello del Priorato, me la metí en el bolsillo y salimos de allí.
Langdon frunció el ceño y se concentró en el extremo del tronco triangular. Entrecerró los ojos y se fijó en la empuñadura. Tampoco había nada.
—Creo que no hace mucho que la han limpiado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque huele a alcohol de quemar. :
—¿Cómo?
—Que parece que alguien le ha pasado algún tipo de producto —reiteró, llevándose la llave a la nariz—. Por este lado huele más. Sí, ha sido con algo a base de alcohol, como si le hubieran pasado un producto de limpieza, o... —Se detuvo.
—¿Qué?
Giró la llave para que atrapara la luz y miró la superficie lisa. Parecía brillar más en ciertos sitios... como si estuviera mojada.
—¿Te has fijado bien en este lado de la llave antes de metértela en el bolsillo?
—Pues no. Tenía un poco de prisa.
Langdon la miró,
—¿Todavía tienes la linterna de rayos ultravioletas?
Sophie se metió la mano en el bolsillo y se la dio.
Langdon la encendió y enfocó el reverso de la llave, que se iluminó al momento con un resplandor fosforescente.
Había algo escrito con letra apresurada pero legible.
—Bueno —dijo—, al menos ahora sabemos por qué huele a alcohol.
Sophie miraba asombrada aquellas letras escritas en el reverso de la llave.
24 Rué Haxo
«¡Una dirección! ¡Mi abuelo ha anotado una dirección!»
—¿Y dónde está esa calle?
Sophie no tenía ni idea. Se adelantó un poco en el asiento y se lo preguntó al taxista.
—Connaissez vous la Rué Haxo?
El taxista, tras pensarlo unos momentos, asintió. Le dijo a Sophie que se encontraba cerca de las pistas de tenis de Roland Garros, a las afueras de París. Ella le pidió que los llevara hasta allí inmediatamente.
—La manera más rápida de llegar es atravesando el Bois de Boulogne —le dijo el taxista—. ¿Les va bien?
Sophie puso mala cara. Se le ocurrían alternativas menos escandalosas, pero aquella noche no podía permitirse tantos remilgos.
—Oui.
«A ver si escandalizamos al turista americano.»
Volvió a mirar la llave y se preguntó qué iban a encontrarse en el número 24 de la Rué Haxo. «¿Una iglesia? ¿Alguna especie de sede del Priorato?»
Su mente volvió a llenarse de las imágenes del ritual secreto que había presenciado en la cueva del sótano hacía diez años, y aspiró hondo.
—Robert, tengo muchas cosas que contarte —le dijo a Langdon mirándolo a los ojos mientras el taxi giraba a la izquierda—. Pero antes quiero que tú me cuentes a mí todo lo que sepas sobre el Priorato de Sión.
36
En el exterior de la Salle des États, Fache se iba poniendo cada vez más furioso a medida que el guardia, Grouard, le explicaba cómo le habían desarmado Sophie y Langdon. «¿Y por qué no ha disparado contra el cuadro?»
—¿Capitán? —El teniente Collet venía hacia ellos desde el puesto de mando—. Capitán, acaban de informarme de que han localizado el coche de la agente Neveu.
—¿Han conseguido llegar a la embajada?
—No. A la estación de tren. Han comprado dos billetes. El tren ha salido hace muy poco.
Fache le hizo un gesto a Grouard para que se retirara y condujo a Collet a una sala contigua.
—¿Cuál es el destino de ese tren? —le preguntó en voz baja.
—Lille.
—Seguramente es una pista falsa —concluyó, formulando un plan.
—Está bien, que alerten a la siguiente estación, que detengan el tren y lo inspeccionen, por si acaso. Que no muevan el coche de donde está y que sitúen a agentes de paisano por si vuelven a buscarlo. Que envíen hombres a rastrear las calles de los alrededores, por si se hubieran escapado a pie. ¿Hay alguna parada de autobuses en la estación?
—A esta hora no circulan autobuses, señor. Sólo hay una parada de taxis.
—Bueno, pues que interroguen a los taxistas por si han visto algo. Y que se pongan en contacto con la central del taxi para dar una descripción de los desaparecidos. Yo voy a llamar a la Interpol.
Collet se mostró sorprendido.
—¿Va a divulgar lo sucedido?
A Fache no le hacía ninguna gracia ponerse en evidencia, pero no veía otra solución.
«Cerrar el cerco deprisa, y cerrarlo del todo.»
La primera hora era crítica. En los sesenta minutos posteriores a la huida, el fugitivo es predecible. Siempre necesita lo mismo: desplazamiento, alojamiento y dinero. La Santísima Trinidad. Y gracias a la Interpol esas tres cosas podían hacerse imposibles en un momento.
Mediante el envío de fotos de Langdon y Sophie por fax a las autoridades parisinas del transporte, a los hoteles y a los bancos, la Interpol les dejaría sin opciones, sin modo de salir de la ciudad, sin lugar donde esconderse y sin manera de retirar dinero sin ser reconocidos. Normalmente, el fugitivo acababa poniéndose nervioso y hacía alguna tontería. Robaba un coche. Atracaba una tienda. Usaba una tarjeta bancaria, presa de la desesperación. Fuera cual fuera el error que cometiera, no tardaba en dar a conocer su paradero a las autoridades locales.
—Pero sólo alertará de Langdon, supongo —dijo Collet—. De Sophie Neveu no. Es agente del cuerpo.
—¡Pues claro que de ella también! —cortó Fache—. ¿De qué sirve seguir la pista a Langdon, si ella puede seguir haciendo todo el trabajo sucio? Tengo la intención de buscar en la hoja de empleo de Neveu a amigos, familiares o contactos personales para ver si encontramos a alguien que nos ayude. No tengo ni idea de qué pretende, pero sé que le va a costar bastante más que su empleo.
—¿Prefiere que yo siga al teléfono o me quiere en la calle?
—En la calle. Acerqúese a la estación de tren y coordine el equipo. Tiene usted las riendas, pero no dé un solo paso sin consultármelo.
—Sí, señor —dijo Collet antes de salir corriendo.
De pie en la sala, Fache notó que estaba rígido. A través de la ventana, la pirámide brillaba y se reflejaba en el agua de las fuentes, ondulada por el viento. «Se me han escurrido de las manos.» Se dijo para tranquilizarse.
Ni a una agente experimentada le resultaría fácil soportar la presión a la que la Interpol estaba a punto de someterla.
«¿Una criptóloga y un profesor?»
Ni siquiera durarían hasta el amanecer.
37
Al boscoso parque, conocido como Bois de Boulogne, se le daban muchos otros nombres, pero los más enterados lo conocían como «El jardín de las delicias». Por más atractivo que sonara aquel epíteto, la realidad no era tan halagüeña. Cualquiera que hubiera visto el cuadro de El Bosco del mismo nombre entendería al momento la broma. El cuadro, como el bosque, era oscuro y lleno de recovecos, un purgatorio para los raros y los fetichistas. De noche, sus caminos sinuosos se poblaban de centenares de cuerpos de alquiler, delicias para satisfacer los más profundos deseos de hombres, mujeres y demás.
Mientras Langdon ponía en orden sus ideas para hablarle a Sophie del Priorato de Sión, el taxi atravesó el arbolado acceso al parque y empezó a dirigirse hacia el oeste a través de una calle adoquinada. La visión de los residentes nocturnos, que ya emergían de las sombras y exhibían sus mercancías a la luz de los faros, le hacía difícil concentrarse. Más adelante, dos adolescentes con los pechos al aire dedicaron ardientes miradas al interior del taxi. Más allá, un hombre negro, de piel brillante, con un tanga, se dio la vuelta y les enseñó el culo. A su lado, una despampanante rubia se levantó la minifalda para revelar que, en realidad, no era una mujer.
«¡Dios mío!» Langdon se volvió y aspiró hondo.
—Háblame del Priorato de Sión —le pidió Sophie.
Langdon asintió, incapaz de imaginar un escenario menos adecuado para recrear la leyenda que estaba a punto de contar. Se preguntaba por dónde empezar. La historia de la hermandad abarcaba más de un milenio... una sorprendente crónica de secretos, chantajes, traiciones e incluso de brutales torturas a manos de un Papa colérico.
—El Priorato de Sión lo fundó en Jerusalén un rey francés llamado Godofredo de Bouillon, en el año 1099, inmediatamente después de haber conquistado la ciudad.
Sophie le miraba fijamente.
—Ese rey, supuestamente, tenía en su poder un importante secreto, un secreto que había estado en conocimiento de su familia des de los tiempos de Jesús. Temeroso de que se perdiera a su muerte, fundó una hermandad secreta —el Priorato de Sión— a la que en cargó la misión de velar por él transmitiéndolo de generación en generación. Durante sus años en Jerusalén, el Priorato tuvo conocimiento de una serie de documentos enterrados debajo de las ruinas del templo de Herodes, construido a su vez sobre otras más antiguas, las del templo del rey Salomón. Según creían, esos documentos confirmaban el secreto de Godofredo y eran de una naturaleza tan explosiva que la Iglesia no pararía hasta hacerse con ellos.
Sophie le dedicó una mirada escéptica.
—El Priorato juró que, por más tiempo que les llevara, debían recuperar aquellos papeles y protegerlos para siempre, logrando así que la verdad no se perdiera. Para poder rescatarlos, el Priorato creó un brazo armado, un grupo de nueve caballeros llamado la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del templo de Salomón. —Langdon hizo una pausa—. Más conocidos como los Caballeros Templarios.
Al fin Sophie puso cara de entender algo.
Langdon había dado muchas charlas sobre los templarios y sabía que casi todo el mundo había oído hablar de ellos, al menos de manera general. Para los estudiosos, la historia de los templarios era un mundo incierto donde hechos, leyendas y errores se confundían hasta tal punto que resultaba prácticamente imposible extraer algo de verdad de ellos. En los tiempos que corrían, a Langdon a veces no le gustaba ni mencionarlos en sus conferencias, porque invariablemente suscitaban un montón de preguntas confusas sobre todo tipo de teorías conspirativas.
Sophie se había puesto seria.
—¿Me estás diciendo que el Priorato de Sión creó la Orden de los Templarios para recuperar una serie de documentos secretos? Yo creía que su misión era proteger Tierra Santa.
—Eso es un error frecuente. La idea de la protección de los peregrinos era el disfraz bajo el que los templarios llevaban a cabo su misión. Su verdadero objetivo en Tierra Santa era rescatar los documentos enterrados debajo de las ruinas del templo.
—¿Y los encontraron?
Langdon sonrió.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero en lo que todos los estudiosos coinciden es en que sí encontraron algo enterrado en las ruinas... algo que les hizo ricos y poderosos más allá de lo imaginable.
A continuación, Langdon hizo un breve repaso de las ideas más aceptadas sobre la historia de los templarios, explicándole que estos estuvieron en los Santos Lugares durante la Segunda Cruzada y que le dijeron al rey Balduino II que estaban ahí para proteger a los peregrinos cristianos. Aunque no recibían sueldo alguno y hacían voto de pobreza, los caballeros informaron al rey de que necesitaban de algún lugar donde guarecerse y le pidieron permiso para instalarse en los establos que había bajo las ruinas del templo. El rey Balduino se lo concedió, y los caballeros ocuparon su humilde residencia dentro de aquel devastado lugar de culto.
—Aquella peculiar elección de alojamiento —prosiguió Langdon—, había sido cualquier cosa menos aleatoria. Los caballeros creían que los documentos que buscaba el Priorato estaban enterrados en aquellas ruinas, bajo el Sanctasanctórum: cámara sagrada en la que se creía que residía Dios; literalmente, el centro absoluto de la fe judía. Durante casi una década, los nueve caballeros vivieron en aquellas ruinas, excavando en secreto entre los escombros hasta llegar a la roca.
—¿Y dices que sí encontraron algo?
—No hay duda —respondió Langdon, que le explicó que les había costado nueve años, pero que al fin habían encontrado lo que estaban buscando. Sacaron el tesoro del templo y regresaron a Europa, donde su influencia pareció acrecentarse de la noche a la mañana.
Nadie estaba seguro de si los templarios habían sobornado al Vaticano o si la Iglesia, simplemente, había intentado comprar su silencio, pero el caso es que el papa Inocencio II dictó una insólita bula papal por la que se concedía a los caballeros un poder ilimitado y se los declaraba «una ley en sí mismos», un ejército autónomo, independiente de cualquier interferencia de reyes o clérigos, de cualquier forma de poder político o religioso.
Con su recién adquirida carta blanca otorgada por el Vaticano, los templarios se expandieron a una velocidad de vértigo, tanto en número como en peso político, acumulando la propiedad de vastas extensiones de tierra en más de doce países. Empezaron a conceder créditos a casas reales arruinadas y a cobrar intereses, estableciendo de ese modo el precedente de la banca moderna e incrementando aún más su riqueza y su influencia.
A principios del siglo XIV, la autorización del Vaticano había permitido que los templarios amasaran tal poder que el papa Clemente V decidió que había que hacer algo. Con la colaboración del rey francés Felipe IV, el Papa ideó un ingenioso plan para neutralizar a los Caballeros de la Orden del Temple y hacerse con sus tesoros, pasando de paso a obtener el control sobre sus secretos. En una maniobra militar digna de la CIA, Clemente envió órdenes selladas a todos sus soldados, distribuidos por todo el territorio europeo, que no debían abrirse hasta el viernes, 13 de octubre de 1307.
Al amanecer de aquel día, los documentos sellados se abrieron y revelaron su sobrecogedor contenido. En aquellas cartas, el Papa aseguraba que había tenido una visión de Dios en la que le advertía de que los templarios eran unos herejes, culpables de rendir culto al demonio, de homosexualidad, de ultraje a la cruz, de sodomía y demás comportamientos blasfemos. Y Dios le pedía al Papa que limpiara la tierra, que reuniera a todos los templarios y los torturara hasta que confesaran sus pecados contra Dios. La maquiavélica operación de Clemente funcionó con total precisión. Aquel mismo día se detuvo a gran número de caballeros de la orden, se les torturó y fueron quemados en la hoguera acusados de herejes. En la cultura moderna aún persistían ecos de aquella tragedia; el viernes trece seguía considerándose día de mala suerte en muchos sitios.
Sophie parecía desconcertada.
—¿La orden fue destruida? Yo creía que seguían existiendo hermandades de templarios.
—Sí, siguen existiendo, bajo diversas denominaciones. A pesar de las falsas acusaciones de Clemente, que hizo todo lo posible por aniquilarlos, los templarios tenían poderosos aliados y algunos lograron escapar de las purgas vaticanas. El verdadero objetivo del Papa eran los poderosos documentos que habían hallado y que en apariencia eran su fuente de poder, pero nunca los encontró. Aquellos documentos llevaban ya mucho tiempo en manos de los arquitectos en la sombra de los templarios, los miembros del Priorato de Sión, cuyo velo de secretismo los había mantenido a salvo de la masacre vaticana. Pero al ver que la Santa Sede iba cerrando cada vez más el cerco, el Priorato sacó una noche los documentos de la iglesia de París donde los escondían y los llevó a unos barcos templarios anclados en La Rochelle.
—¿Y adonde los llevaron?
Langdon se encogió de hombros.
—La respuesta a ese misterio sólo la tiene el Priorato de Sión. Como esos documentos siguen siendo fuente de constantes investigaciones y especulaciones, se cree que han sido cambiados de sitio varias veces. Hoy en día, las conjeturas apuntan a que se encuentran en algún lugar del Reino Unido.
Sophie puso cara de preocupación.
—Durante mil años han circulado leyendas sobre este secreto. Toda la serie de documentos, su poder y el secreto que revelan han pasado a conocerse con un único nombre: el Sangreal.
—¿El Sangreal? ¿Tiene que ver con la sangre?
Langdon asintió. La sangre era la piedra de toque del Sangreal, aunque no en el sentido que probablemente ella imaginaba.
—La leyenda es complicada, pero lo que no hay que olvidar es que el Priorato conserva la prueba, y supuestamente aguarda el momento más conveniente de la Historia para revelar la verdad.
—¿Qué verdad? ¿Qué secreto puede tener tanta fuerza?
Langdon aspiró hondo y miró por la ventanilla a la otra cara de París que se adivinaba en la penumbra.
—Sophie, la palabra Sangreal es muy antigua. Con los años, ha evolucionado hasta formar otra, un término más moderno. —Se detuvo un instante—. Cuando te diga cuál es, te darás cuenta de que sabes muchas cosas sobre él. De hecho, casi todo el mundo ha oído hablar de la historia del Sangreal.
Sophie le miró, incrédula.
—Pues yo no.
—Sí, seguro que sí. —Langdon sonrió—. Lo que pasa es que tú lo conoces como el Santo Grial.
38
En el asiento trasero del taxi, Sophie no le quitaba la vista de encima a Langdon.
«Está de broma.»
—¿El Santo Grial?
Langdon asintió, muy serio.
—Sangreal es, literalmente, Santo Grial.
«Santo Grial.» ¿Cómo es que no había visto al momento la conexión lingüística? Con todo, le parecía que lo que decía Langdon no tenía sentido.
—Yo creía que el Santo Grial era un cáliz. Y tú dices que es una serie de documentos que revelan un oscuro secreto.
—Sí, pero los documentos del Sangreal son sólo la mitad del tesoro del Santo Grial. Están enterrados con el propio Grial... y revelan su verdadero significado. Si esos documentos dieron tanto poder a los templarios fue porque descubrían la verdadera naturaleza del Grial.
«¿La verdadera naturaleza del Grial?» Ahora Sophie estaba aún más perdida que antes. Siempre había creído que el Santo Grial era el cáliz en el que Jesús había bebido durante la última cena y con el que, posteriormente, José de Arimatea había recogido la sangre que le brotaba del costado en el momento de la crucifixión.
—El Santo Grial es el cáliz de Cristo —dijo—. Menos complicado no puede ser.
—Sophie —le susurró Langdon, acercándose a ella—, según el Priorato de Sión, el Santo Grial no es en absoluto un cáliz. Aseguran que la leyenda del Grial, que afirma que se trata de una copa, es de hecho una ingeniosa alegoría. Es decir, que la historia del Grial usa el cáliz como metáfora de otra cosa, de algo mucho más poderoso. —Hizo una pausa—. Algo que encaja a la perfección con todo lo que tu abuelo ha intentado decirnos esta noche, incluyendo sus referencias simbólicas a la divinidad femenina.
Aún sin seguirle del todo, Sophie veía en la paciente sonrisa de Langdon que éste entendía su confusión.
—Pero si el Santo Grial no es un cáliz, entonces, ¿qué es?
Langdon sabía que aquella pregunta iba a llegar, pero todavía no había decidido cómo contárselo exactamente. Si no le exponía la respuesta en su adecuado contexto histórico, Sophie se quedaría con una vaga sensación de desconcierto. La misma que había visto en el rostro de su editor unos meses atrás, cuando Langdon le había pasa do el borrador del texto en el que estaba trabajando.
—¿Qué es lo que sostienes en tu trabajo? —le había espetado, dejando la copa de vino y mirándole por encima de la comida a me dio terminar—. Eso no lo puedes decir en serio.
—Pues lo digo en serio. Me he pasado un año investigando.
El destacado editor neoyorquino Jonas Faukman se tocó la perilla, nervioso. Había oído muchas ideas peregrinas para libros a lo largo de su carrera en el mundo editorial, pero aquella le había dejado boquiabierto.
—Robert —le dijo finalmente—, no me malinterpretes. Me encanta tu trabajo y hemos hecho muchas cosas juntos. Pero si acepto publicar una idea como esta, tendré que aguantar manifestaciones a la puerta de la editorial durante meses. Y además, tu reputación se va a ir a pique. Eres un historiador licenciado en Harvard, por el amor de Dios, y no un charlatán cualquiera ávido de dinero. ¿Dónde vas a encontrar pruebas fehacientes para defender una teoría como esa?
Esbozando una tímida sonrisa, Langdon se sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo alargó a Faukman. Se trataba de una lista de más de cincuenta títulos —libros escritos por historiadores muy conocidos, algunos de ellos contemporáneos, otros de hacía varios siglos—, muchos de los cuales habían sido auténticos bombazos en el mundo académico. Los títulos de todos presentaban la misma premisa que Langdon acababa de exponer. Mientras Faukman la leía, iba poniendo la cara del que acaba de enterarse de que en realidad la Tierra es plana.
—A algunos de estos autores los conozco. ¡Y son... historiadores serios!
Langdon sonrió.
—Como ves, Jonas, no se trata sólo de mi teoría. Lleva bastante tiempo circulando por ahí. Lo único que yo pretendo es basarme en algo que ya existe para llegar más lejos. Ningún libro ha indagado aún en la leyenda del Santo Grial desde un punto de vista simbólico. Las pruebas iconográficas que estoy encontrando para apoyar mi teoría son, bueno, totalmente persuasivas.
Faukman seguía sin despegar los ojos de la lista.
—Dios mío, pero si uno de estos libros es de sir Leigh Teabing, un miembro de la Real Sociedad de Historiadores.
—Teabing se ha pasado gran parte de su vida estudiando el Santo Grial, y nos conocemos. En realidad, ha sido una fuente importante de inspiración para mí. Y, como los demás integrantes de la lista, cree en esta teoría.
—¿Me estás diciendo que todos estos historiadores creen que...? —Faukman tragó saliva, incapaz de terminar la frase.
Langdon volvió a sonreír.
—El Santo Grial es probablemente el tesoro más buscado de la historia de la humanidad. Ha suscitado leyendas, provocado guerras y búsquedas que han durado vidas enteras. ¿No sería absurdo que fuera sólo un cáliz? De ser así, entonces habría otras reliquias que despertarían un interés similar y hasta superior, la corona de espinas, la cruz de la crucifixión, el Títulus o inscripción INRI sobre la cruz, cosa que no ha sucedido. A lo largo de la historia, el Santo Grial ha sido el más especial. —Langdon esbozó una sonrisa—. Y ahora ya sabes por qué.
Faukman seguía meneando la cabeza.
—Pero, si hay tantos libros publicados sobre el tema, ¿por qué no es más conocida esta teoría?
—Es imposible que estas obras compitan con siglos de historia oficial, y más cuando esa historia tiene el aval del mayor best seller de todos los tiempos.
Faukman arqueó las cejas.
—No me digas que Harry Potter va sobre el Santo Grial.
—Me refería a la Biblia.
Faukman levantó la cabeza.
—Ya lo sabía.
—Laissezle! —Los gritos de Sophie hicieron temblar el aire en el in terior del taxi—.¡Suéltelo!
Langdon dio un respingo al ver que Sophie se echaba hacia de lante y le gritaba al taxista. Vio que éste había cogido el aparato de radioteléfono y estaba hablando por él.
Entonces Sophie se giró, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta a Langdon, sacó la pistola, y apuntó a la cabeza del taxista, que soltó la radio al momento y levantó la mano por encima de la cabeza.
—¡Sophie! —gritó Langdon—. ¡Pero qué estás...!
—Arrêtez! —ordenó ella.
Temblando, el taxista le obedeció.
Fue entonces cuando Langdon oyó una voz que hablaba desde la centralita de la empresa de taxis y se oía por un altavoz del salpicadero «...quis apelle Agent Sophie Neveu...». La radio crepitó, «...et un américain, Robert Langdon...»
Langdon se puso rígido.
«¿Ya nos han encontrado?»
—Descendez!. —ordenó Sophie.
El tembloroso conductor no bajó las manos de la cabeza ni para salir del coche. Dio varios pasos atrás.
Sophie había bajado la ventanilla y seguía apuntando al desconcertado taxista.
—Robert —dijo con voz tranquila—, ponte al volante. Conduces tú.
Langdon no pensaba discutir con una mujer armada. Se bajó del coche y se sentó al volante. El taxista maldecía sin parar con las manos levantadas.
—Espero —añadió Sophie desde el asiento de atrás— que con lo que has visto de nuestro bosque mágico ya hayas tenido bastante.
Asintió.
«Más que suficiente.»
—Muy bien. Pues vamos a salir de aquí ahora mismo.
Langdon bajó la vista para mirar los pedales, indeciso. «Mierda.» Agarró el cambio de marchas y buscó el embrague.
—Sophie, tal vez deberías saber que yo...
—¡Arranca!
Fuera, varias prostitutas se estaban congregando para ver qué pasaba. Una de ellas marcó un número en su teléfono móvil. Langdon pisó el embrague y metió primera, o lo intentó. Dio gas, para probar la potencia del motor.
Finalmente, soltó el embrague y las ruedas chirriaron. El taxi salió disparado y la multitud que se había congregado se dispersó para ponerse a cubierto. La mujer del teléfono se metió entre los árboles y se salvó por poco de ser atropellada.
—Doucement! —exclamó Sophie mientras el coche avanzaba a trompicones por la carretera—. ¿Qué estás haciendo?
—He intentado advertírtelo —le gritó para hacerse oír por encima del rechinar de la caja de cambios—. ¡Yo conduzco sólo automáticos!
39
Aunque la espartana habitación del edificio de la Rué La Bruyère había presenciado mucho sufrimiento, Silas dudaba de que hubiera algo que pudiera compararse a la angustia que en ese instante se apoderaba de su pálido cuerpo. «Me han engañado. Todo está perdido.»
Le habían tendido una trampa. Los hermanos le habían mentido, habían preferido morir antes que revelar su verdadero secreto. Silas no se veía con fuerzas para llamar a El Maestro. No sólo había matado a las cuatro personas que sabían dónde estaba escondida la clave, sino que además había matado a la monja de Saint-Sulpice. «¡Aquella mujer trabajaba contra Dios! ¡Ultrajaba la obra del Opus Dei!»
Aquel último crimen había sido un impulso, y complicaba enormemente las cosas. El obispo Aringarosa había hecho la llamada que había logrado que lo dejaran entrar en Saint-Sulpice; ¿qué pensaría cuando descubriera que la monja estaba muerta? Aunque Silas la había dejado metida en la cama, la herida de la cabeza era muy visible. También había intentado disimular las losas rotas del suelo, pero aquel estropicio tampoco podía pasar desapercibido. Sabrían que ahí había estado alguien.
Silas había planeado refugiarse en el Opus Dei cuando su misión hubiera concluido. «El obispo Aringarosa me protegerá.» No imaginaba una vida más feliz que la entregada a la meditación y a la oración, encerrado entre las cuatro paredes de la sede central de la Obra en Nueva York. No volvería a poner los pies en la calle. Todo lo que necesitaba estaba en el interior de aquel santuario. «Nadie me va a echar de menos.» Pero Silas sabía que, por desgracia, alguien tan influyente como el obispo Aringarosa no podía desaparecer tan fácilmente.
«He puesto en peligro al obispo.» Silas se quedó mirando el suelo, abstraído, y por su mente pasó la idea de quitarse la vida. Después de todo, había sido el obispo quien se la había salvado... en aquella pequeña sacristía española, quien lo había educado, quien le había dado sentido a su vida.
—Amigo mío —le había dicho—, tú naciste albino. No dejes que los demás se burlen de ti por ello. ¿Es que no entiendes que eso te convierte en alguien muy especial? ¿Acaso no sabes que el mismísimo Noé era albino?
—¿Noé? ¿El del arca? —Silas nunca lo había oído.
Aringarosa sonrió.
—Pues sí. Noé el del arca. Albino. Igual que tú, tenía la piel blanca como la de un ángel. Piénsalo bien. Noé salvó la vida entera del planeta. Tú estás destinado a hacer grandes cosas, Silas. Si el Señor te ha liberado de tu cautiverio ha sido por algo. Has recibido la llamada. El Señor te necesita en su Obra.
Con el tiempo, Silas aprendió a verse a sí mismo bajo una nueva luz. «Soy puro. Soy hermoso. Como un ángel.»
Sin embargo, en aquel momento, en la habitación de su residencia, era la voz decepcionada de su padre la que le susurraba desde el pasado.
—Tu es un desastre. Un spectre.
Arrodillándose sobre el suelo de madera, Silas elevó sus plegarias implorando el perdón. Luego, tras quitarse el hábito, fue de nuevo en busca del látigo.
40
Peleándose con el cambio de marchas, Langdon consiguió llevar el taxi hasta el otro extremo del Bois de Boulogne. Por desgracia, lo cómico de la situación quedaba eclipsado por los constantes mensajes que les llegaban por radio desde la centralita.
—Voiture cinqsixtrois. Oü êtes-vous? Répondez!
Cuando Langdon llegó a la salida del parque, se tragó su orgullo masculino y frenó en seco.
—Mejor que conduzcas tú.
Sophie se puso al volante, aliviada. En cuestión de segundos, el coche avanzaba como una seda por la Allée de Longchamp, en dirección oeste, dejando atrás el Jardín de las delicias.
—¿Por dónde se va a la Rué Haxo? —preguntó Langdon, fijándose en que el cuentakilómetros pasaba de los cien.
Sophie tenía la vista fija en la carretera.
—El taxista ha dicho que estaba cerca de las pistas de Roland Garros. Conozco la zona.
Langdon volvió a sacarse la pesada llave del bolsillo y la sopesó en la palma de la mano. Notaba que era un objeto de enorme trascendencia. Seguramente, la llave de su propia libertad.
Antes, mientras le contaba a Sophie la historia de los Caballeros Templarios, se había dado cuenta de que la llave, además de tener grabado el emblema de la hermandad, poseía otro vínculo más sutil con el Priorato de Sión. La cruz griega simbolizaba el equilibrio y la armonía, pero también era el símbolo de la Orden del Temple. Todo el mundo había visto imágenes de templarios ataviados con túnicas blancas en las que había bordadas unas cruces griegas de color rojo. Sí, era cierto, esas cruces templarías se ensanchaban un poco en los cuatro extremos, pero seguían siendo cruces griegas.
«Una cruz cuadrada. Como la de esta llave.»
Langdon notó que la imaginación empezaba a disparársele al pensar en lo que se iban a encontrar. «El Santo Grial.» Casi soltó una carcajada al darse cuenta de lo absurdo de aquella fantasía. Se creía que el Grial estaba en algún lugar indeterminado de Inglaterra, enterrado en una cámara oculta, bajo una de las muchas iglesias de la Orden del Temple, y que había estado ahí escondida al menos desde el año 1500.
«La época del Gran Maestro Leonardo da Vinci.»
El Priorato, para mantener sus valiosísimos documentos a buen recaudo, se había visto obligado a trasladarlos muchas veces durante los siglos anteriores. Hoy en día los historiadores sospechan que, desde su llegada a Europa procedente de Jerusalén, el Grial había cambiado de sitio en al menos seis ocasiones. La última vez que fue «avistado» fue en 1447, cuando numerosos testigos oculares describieron un fuego que se declaró y casi destruyó los documentos, antes de que estos fueran trasladados en cuatro enormes arcenes, tan pesados que para moverlos hicieron falta dieciséis hombres. Después de aquello, nadie declaró haber vuelto a ver el Grial. Lo único que persistió fue el rumor ocasional de que estaba escondido en Gran Bretaña, la tierra del rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda.
Fuera cual fuera la realidad, había dos hechos indiscutibles:
Leonardo da Vinci conocía cuál era el paradero del Grial en su época.
Probablemente, en la actualidad, ese lugar seguía siendo el mismo.
Por aquel motivo, los apasionados del Grial seguían escrutando la obra pictórica y los diarios de Leonardo con la esperanza de desentrañar alguna pista secreta sobre su actual ubicación. Había quien aseguraba que el fondo montañoso de La Virgen de las rocas se correspondía con la orografía de una serie de colinas cavernosas que se encontraban en Escocia. Otros insistían en que la sospechosa disposición de los discípulos de La última cena suponía algún tipo de código. Y también se decía que las radiografías realizadas a La Mona Lisa revelaban que, originalmente, Leonardo la había pintado con un col gante de lapislázuli de la diosa Isis, detalle que más tarde decidió eliminar pintando otra cosa encima. Langdon nunca había visto ninguna prueba de la existencia de aquel colgante, ni imaginaba de qué manera podía servir para revelar la existencia del Santo Grial, pero los aficionados al Grial no se cansaban de comentar y debatir aquel dato en los foros y en los chats especializados de Internet.
«A todos nos encantan las conspiraciones.»
Y conspiraciones no faltaban. La más reciente, claro, había sido el descubrimiento —que había provocado una conmoción de alcance internacional— de que la famosa obra de Leonardo, La Adoración de los Magos, ocultaba un oscuro secreto bajo sus capas de pintura. Maurizio Seracini, un especialista italiano, había desvelado la des concertante verdad, que The New York Times había divulgado en un reportaje titulado «Lo que escondía Leonardo».
Seracini había establecido sin margen de error que mientras los trazos verdegrisáceos del boceto oculto de La Adoración correspondían a Leonardo da Vinci, el cuadro mismo no lo había pintado él. La verdad era que algún pintor anónimo había rellenado el boceto años después de la muerte del genio. Pero más problemático era lo que había debajo de la pintura de aquel impostor. Las fotografías realizadas con reflectografía de infrarrojos y rayos-X apuntaban a que aquel falso pintor, mientras coloreaba el boceto de Leonardo, había efectuado sospechosas modificaciones en la composición, como intentando subvertir las verdaderas intenciones del maestro. Pero fuera cual fuera la auténtica naturaleza del dibujo oculto, ésta aún no se había hecho pública. Con todo, la obra había sido trasladada desde la Galería degli Uffici de Florencia a un almacén contiguo. Los que visitaban la Sala de Leonardo se encontraban con una placa poco aclaratoria en el lugar en el que antes se encontraba La Adoración.
ESTA OBRA ESTÁ
EN FASE DE ESTUDIO
CON VISTAS A SU RESTAURACIÓN
En el extraño mundo de los buscadores modernos del Grial, Leonardo da Vinci seguía siendo el mayor enigma por resolver. Su obra artística parecía siempre a punto de revelar un secreto, y sin embargo, lo que fuera que ocultaba permanecía oculto, tal vez bajo una capa de pintura, tal vez codificado a la vista de todos, o tal vez en ningún sitio. Quizá la gran cantidad de atractivas pistas no fuera más que una promesa hueca dejada para frustrar al curioso y provocar esa sonrisa en el rostro de la Mona Lisa.
—¿Es posible —preguntó Sophie sacando a Langdon de su ensimismamiento— que esta llave abra el lugar donde se encuentra el Santo Grial?
Hasta a él le sonó algo falsa la carcajada que soltó.
—Me cuesta imaginármelo, la verdad. Además, se cree que el Grial está oculto en algún rincón de Gran Bretaña, no en Francia.
Y le explicó un poco la historia.
—Pero parece la única conclusión racional —insistió ella—. Tenemos una llave de altísima seguridad con el emblema del Priorato de Sión; hermandad que, según acabas de contarme, se encarga de custodiar el Santo Grial.
Langdon sabía que su argumentación era lógica, pero de manera intuitiva le resultaba imposible aceptarla. Circulaba el rumor de que el Priorato había jurado volver a trasladar a Francia el Grial, pero no había ninguna prueba histórica que indicara que eso había sucedido. E incluso en el caso de que la hermandad hubiera logrado traer el Santo Grial hasta Francia, el número 24 de la Rué Haxo, junto a unas pistas de tenis, no parecía un lugar lo bastante noble para su definitivo descanso.
—Sophie, la verdad es que no acabo de ver qué relación puede tener esta llave con el Santo Grial.
—¿Lo dices porque se supone que está en Inglaterra?
—No sólo por eso. Su paradero es uno de los secretos mejor guardados de la historia. Los miembros del Priorato pasan décadas demostrando su fidelidad y discreción antes de ascender los peldaños más elevados de la hermandad, donde finalmente se les revela el paradero del Grial. Es un secreto protegido por un complejo sistema de conocimientos compartimentados, y aunque la hermandad es muy extensa, sólo cuatro miembros saben simultáneamente dónde se oculta el Santo Grial: el Gran Maestre y los tres sénéchaux. La probabilidad de que tu abuelo fuera uno de ellos es remota.
«Mi abuelo era uno de ellos», pensó Sophie, pisando el acelerador. La imagen que tenía clavada en la mente confirmaba sin lugar a dudas su estatus en la hermandad.
—Además, incluso si tu abuelo perteneciera al escalafón más elevado, nunca se le permitiría revelar nada a nadie que no perteneciera a su Orden. Es inconcebible que te dejara acceder a ti al círculo más interno.
«Pero si ya he estado en él», pensó Sophie, rememorando el ritual del sótano. No estaba segura de que aquel fuera el momento adecuado para contarle a Langdon lo que había presenciado aquella noche en el château de Normandía. A lo largo de aquellos diez años, la vergüenza le había impedido contárselo a nadie. Se estremecía sólo con recordarlo. A lo lejos aullaron unas sirenas, y notó que el cansancio empezaba a apoderarse de ella.
—¡Ahí está! —exclamó Langdon al ver el gran edificio que albergaba el estadio de Roland Garros.
Sophie condujo en dirección del estadio. Tras pasar por varias calles, dieron con la travesía de la Rué Haxo y giraron a la derecha, conduciendo en dirección a los números más bajos. A medida que se alejaban, la calle se iba haciendo más industrial, con naves situadas a ambos lados.
«Es el número 24 —se dijo Langdon, buscando secretamente con la mirada el campanario de alguna iglesia—. No seas ridículo. ¿Cómo va a haber una olvidada iglesia templaría en este barrio?»
—Es ahí —dijo Sophie, señalando al frente.
Los ojos de Langdon se posaron en el edificio.
«¿Pero qué es esto?»
La estructura era moderna. Una ciudadela maciza con una cruz griega de neón sobre la fachada. Debajo de ella, un flamante rótulo que rezaba:
BANCO DE DEPÓSITOS DE ZÚRICH
Langdon se alegró de no haber compartido con Sophie su esperanza de encontrar una iglesia templaría. Era una deformación profesional típica de los expertos en simbología la tendencia a buscar significados ocultos donde no los había. En aquel caso, Langdon había olvidado por completo que la pacífica cruz griega había sido adoptada como símbolo perfecto para la bandera de la neutral Suiza.
Al fin el misterio estaba resuelto.
Sophie y Langdon tenían en su poder la llave de la caja fuerte de un banco suizo.
41
En el exterior de Castel Gandolfo, una ráfaga de aire de las montañas bajó hasta los riscos y el obispo Aringarosa, que descendía del coche en aquel momento, sintió un poco de frío. «Tendría que haberme traído algo más que esta sotana», pensó, haciendo esfuerzos por no estremecerse. Aquella noche, no le convenía lo más mínimo pasar por débil o miedoso.
El castillo estaba a oscuras, exceptuando las ventanas más altas, muy iluminadas. «La biblioteca —pensó—. Están despiertos y esperándome.» Bajó la cabeza para protegerse del viento y avanzó sin dedicar siquiera una mirada a las cúpulas del observatorio.
El sacerdote que le recibió en la puerta tenía aspecto soñoliento. Era el mismo que había salido a esperarlo hacía cinco meses, aunque en esa noche se mostraba mucho menos hospitalario.
—Estábamos preocupados por usted, obispo —dijo el sacerdote mirándose el reloj, más molesto que angustiado.
—Lo siento. Hoy en día las compañías aéreas ya no son lo que eran.
El sacerdote murmuró algo inaudible.
—Le esperan arriba —añadió—. Le indicaré el camino.
La biblioteca era una enorme sala cuadrada revestida de madera oscura desde el suelo hasta el techo. En sus cuatro paredes, las altas estanterías estaban atestadas de libros. El suelo era de mármol ámbar con franjas de basalto negro que formaban un dibujo y recordaban que aquel edificio había sido un espléndido palacio.
—Bienvenido, obispo —dijo una voz de hombre que venía del otro extremo de la sala. Aringarosa intentó ver quién le había hablado, pero la luz era demasiado tenue, mucho más que en su primera visita, en la que todo estaba perfectamente iluminado. «La noche del crudo despertar.»
Pero ahora los hombres estaban sentados en penumbra, como si de algún modo se avergonzaran de lo que estaba a punto de suceder.
Aringarosa entró despacio, casi parsimoniosamente. Veía los perfiles de tres hombres sentados en una mesa larga, al fondo de la biblioteca. Reconoció al momento la silueta del que estaba en medio —el obeso Secretario Vaticano, responsable máximo de todos los asuntos legales de la Santa Sede. Los otros dos eran cardenales italianos de alto rango.
Aringarosa atravesó el espacio que le separaba de ellos.
—Mis más humildes disculpas por el retraso. Nuestras zonas horarias son distintas. Deben de estar cansados.
—No, en absoluto —respondió el Secretario con las manos entrelazadas sobre su enorme barriga—. Le agradecemos que haya ve nido hasta aquí. Lo menos que podemos hacer es esperarle despiertos. ¿Podemos ofrecerle café, algún refresco?
—Prefiero que no finjamos que esto es una reunión social. Tengo que tomar otro avión. ¿Podríamos ir al grano?
—Sí, claro —dijo el Secretario—. Ha ido usted más deprisa de lo que imaginábamos.
—¿De veras?
—Aún le queda un mes.
—Me hicieron saber lo que les preocupaba hace ya cinco —dijo Aringarosa—. ¿Para qué esperar?
—Tiene usted razón. Estamos muy contentos con su diligencia.
El obispo se fijó en un extremo de la mesa, donde reposaba un maletín.
—¿Es eso lo que les pedí?
—Sí. —Al Secretario parecía incomodarle algo—. Aunque debo admitir que estamos preocupados con su petición. Parece bastante...
—Peligrosa —completó uno de los cardenales—. ¿Está seguro de que no podríamos ingresárselo en alguna parte? La cifra es desorbitada.
«La libertad es cara.»
—No me preocupa mi seguridad. Dios está conmigo.
Los hombres parecían poco convencidos.
—¿Y lo han preparado tal como especifiqué?
El Secretario asintió.
—Bonos al portador de alta denominación emitidos por la Banca Vaticana. Canjeables por efectivo en cualquier parte del mundo.
Aringarosa se acercó hasta el extremo de la mesa y abrió el maletín. Dentro había dos grandes fajos de bonos, con el escudo vaticano y la palabra PORTATORE escrita en el dorso, lo que hacía que quien los tuviera en su poder pudiera cambiarlos por el valor especificado.
El Secretario parecía tenso.
—Debo decirle, obispo, que nuestra prevención seria menor si estos fondos fueran en efectivo.
«No podría levantar tanto peso», pensó Aringarosa cerrando el maletín.
—Los bonos son canjeables por efectivo. Me lo han dicho ustedes mismos.
Los cardenales se intercambiaron miradas de incerteza.
—Sí, pero queda constancia de que el emisor es la Banca Vaticana.
Aringarosa sonrió para sus adentros. Aquel había sido precisamente el motivo por el que El Maestro le había sugerido que cobrara en bonos vaticanos. Era una especie de garantía, de seguro. «Ahora todos vamos en el mismo barco.»
—Se trata de una transacción totalmente legal —dijo Aringarosa—. El Opus Dei es una prelatura personal del Vaticano, y Su Santidad puede distribuir el dinero como más convenientemente le parezca. Aquí no se está quebrantando la ley en modo alguno.
—Tiene razón, y sin embargo... —El Secretario se echó un poco hacia delante y la silla crujió con el peso—. No tenemos conocimiento de lo que van a hacer con esos fondos, y si se tratara de algo ilegal...
—Teniendo en cuenta lo que me están pidiendo a cambio —contraatacó Aringarosa—, lo que haga con este dinero no es de su incumbencia.
Se hizo un largo silencio.
«Saben que tengo razón», pensó el obispo.
—Y bueno, supongo que querrán que les firme algo.
Los tres dieron un respingo y le alargaron un papel, como si quisieran que se marchara de allí cuanto antes.
Aringarosa miró el documento que tenía delante. Llevaba el sello papal.
—¿Es idéntico a la copia que me enviaron?
—Exactamente igual.
Al obispo le sorprendió su propia falta de emoción en el momento de firmar. Sin embargo, los tres hombres allí presentes parecieron suspirar de alivio.
—Gracias, obispo —dijo el Secretario—. Su servicio a la Iglesia no se olvidará nunca.
Aringarosa cogió el maletín, y al hacerlo notó el peso de la promesa y la autoridad. Todos se miraron un instante como si quedara algo más por decir, pero en principio todo estaba ya resuelto. Aringarosa se giró y se encaminó a la puerta.
—¿Obispo? —dijo uno de los cardenales cuando ya estaba a punto de traspasarla.
—¿Sí? —respondió él, dándose la vuelta.
—¿Adonde va a ir ahora?
Aringarosa sintió que la pregunta era más espiritual que geográfica, pero no tenía ninguna intención de hablar de moral a aquellas horas.
—A París —dijo, y salió de la biblioteca.
42
El Banco de Depósitos de Zúrich era una de esas instituciones bancarias abiertas las veinticuatro horas del día, y que ofrecían una moderna gama de servicios anónimos en la tradición suiza de las cuentas numeradas. Con sucursales en Zúrich, Kuala Lumpur, Nueva York y París, el banco había ampliado sus servicios hacía poco para ofrecer el acceso anónimo informatizado a depósitos encriptados y a copias de seguridad digitalizadas.
Pero el servicio que más clientes solicitaban seguía siendo el más antiguo y el más simple: las cajas fuertes de seguridad. Quien deseaba poner a buen recaudo cualquier cosa, desde acciones de bolsa hasta pinturas valiosas, podía depositar sus pertenencias de manera anónima, asegurándolas mediante una sofisticada serie de filtros de alta tecnología, y retirarlas en cualquier momento, manteniendo asimismo un total anonimato.
Sophie frenó. Habían llegado al final del trayecto. Langdon se quedó mirando aquella anodina muestra de arquitectura y le pareció que el Banco de Depósitos de Zúrich era una empresa con poco sentido del humor. El edificio era un rectángulo sin ventanas que parecía hecho totalmente de acero. Como un enorme ladrillo metálico, la fachada estaba rematada por una brillante cruz griega de neón de cinco metros de altura.
La fama de discreción de la banca suiza se había convertido en una de sus exportaciones más lucrativas. Instalaciones como aquélla generaban controversia entre la comunidad artística, pues proporcionaban un escondrijo seguro para los ladrones de obras de arte, que podían ocultarlas durante años si hacía falta, hasta que las cosas se calmaran. Como las cajas de seguridad no eran susceptibles de inspección policial por estar protegidas por leyes de privacidad, y como estaban vinculadas a cuentas numéricas, y no nominativas, los ladrones podían estar seguros de que sus objetos de valor estaban a salvo y no se les podía inculpar de su robo.
Pararon frente a una imponente reja que impedía el acceso al banco; una rampa de cemento que se metía debajo del edificio. Una cámara de vídeo les enfocaba directamente, y Langdon tuvo la sensación de que, a diferencia de las del Louvre, ésta sí era de verdad.
Sophie bajó la ventanilla e inspeccionó la especie de cajero automático que había de su lado. Una pantalla de cristal líquido daba instrucciones en siete idiomas.
INSERTE LLAVE
Sophie cogió la llave dorada de lector óptico y volvió a fijarse en aquel dispositivo. Debajo de la pantalla había un orificio triangular.
—Algo me dice que va a encajar —dijo Langdon.
Sophie metió en él la base de la llave, idéntica en forma, y la introdujo hasta el fondo, Al parecer, no hacía falta girar aquel tipo de llaves. Al momento, la reja empezó a abrirse. Sophie levantó el pie del freno y descendió por la rampa hasta una segunda reja, junto a la que había otro de esos cajeros. Detrás de ellos, la primera reja se cerró, y los dejó atrapados como un barco entre las compuertas de una esclusa.
A Langdon no le hacía ninguna gracia esa sensación de encerramiento.
«Esperemos que esta también se abra.»
El segundo podio funcionaba con el mismo sistema.
INSERTE LLAVE
Cuando Sophie lo hizo, la segunda reja se abrió al momento. Instantes después, ya estaban bajando por la espiral de aquella rampa hasta las entrañas del edificio.
El garaje era pequeño y estaba poco iluminado, con sitio para unos doce coches. Al fondo, Langdon divisó la entrada principal. Sobre el suelo de cemento se extendía una alfombra roja que invitaba a los clientes a traspasar una enorme puerta metálica de aspecto macizo.
«Esto sí que es un buen ejemplo de mensajes contradictorios —pensó Langdon—. Bienvenidos y Prohibida la entrada.»
Sophie aparcó en una plaza que quedaba cerca de la entrada y paró el motor.
—Mejor que dejes aquí la pistola.
«Será un placer», se dijo para sus adentros, metiéndola debajo del asiento.
Se bajaron del coche y se acercaron a la puerta de acero caminando sobre la alfombra roja. No tenía tirador, pero en la pared, al lado, había otro orificio triangular, esta vez sin indicaciones.
—Es para disuadir a los tontos.
Sophie se rió, nerviosa.
—Vamos allá.
Metió la llave en el orificio, y la puerta se abrió con un ligero chasquido. Se intercambiaron una mirada y entraron. La puerta se cerró a sus espaldas.
La decoración del vestíbulo del Banco de Depósitos de Zúrich era la más impresionante que Langdon había visto en su vida. Allí donde la mayoría de bancos se conformaban con los mármoles y los granitos de rigor, éste había optado por recubrirlo todo de placas y remaches de metal.
«¿Quién paga la decoración? —se preguntó Langdon—. ¿Aceros Industriales?»
Sophie parecía sentirse igualmente intimidada.
Había acero por todas partes: en el suelo, en los mostradores, en las puertas, y hasta las sillas parecían de hierro forjado. Con todo, el efecto era impresionante y el mensaje quedaba muy claro: Están a punto de entrar en una cámara acorazada.
Un hombre corpulento que había tras un mostrador les miró cuando entraron. Apagó el pequeño televisor que estaba viendo y les saludó con una amplia sonrisa. A pesar de sus enormes músculos y de su bien visible pistola, su acento cantarín exhibía la delicada cortesía de un botones suizo.
—Bonsoir —dijo—. ¿En qué puedo ayudarles?
Aquel saludo bilingüe era el último ardid europeo en lo que a hospitalidad se refería; no daba nada por supuesto y dejaba la puerta abierta al interlocutor para responder en el idioma con el que se sintiera más cómodo.
Sophie no lo hizo en ninguno. Se limitó a dejar la llave sobre el mostrador.
El hombre miró la llave y al momento se levantó de su silla.
—Sí, claro, su ascensor está al fondo del pasillo. Avisaré a alguien de que van para allá.
Sophie asintió y volvió a coger la llave.
—¿Qué planta?
El hombre le dedicó una mirada extrañada.
—La llave le ordena al ascensor a qué planta va.
Ella sonrió.
—Ah, sí, claro.
El guardia los vio alejarse camino del ascensor, insertar la llave, entrar y desaparecer. Tan pronto como la puerta se cerró, descolgó el teléfono. No iba a avisar a nadie de su llegada. No hacía falta. Cuando el cliente insertaba la llave en la primera reja, se activaba automáticamente un sistema de aviso.
Lo que iba a hacer era llamar al director de guardia. Mientras esperaba a que le contestara, encendió otra vez la tele y se puso a mirarla. La noticia que estaba viendo cuando le habían interrumpido ya estaba acabando. No importaba. Volvió a echar un vistazo a los dos rostros que aparecían en el televisor.
El director respondió.
—Ouí?
—Señor, tenemos un problema.
—¿Qué sucede?
—La policía está buscando a dos fugitivos.
—¿Y?
—Que ambos acaban de entrar en nuestro banco.
El director exclamó algo en voz baja.
—Está bien. Me pongo enseguida en contacto con Monsieur Vernet.
El guardia colgó y marcó otro número. El de la Interpol.
A Langdon le sorprendió que el ascensor, en vez de subir, bajara. No tenía ni idea de cuántos pisos habían descendido cuando la puerta se abrió. Y no le importaba demasiado. Se alegraba de poder salir.
Demostrando gran prontitud, ahí ya estaba un empleado esperándoles. Era un señor mayor y de aspecto plácido, con un traje de franela impecable que le daba un aspecto algo anacrónico, un empleado de banca de los de antes en un mundo de alta tecnología.
—Bonsoir —dijo el hombre—. ¿Serían tan amables de seguirme, s’il vous plaît? —Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y empezó a avanzar por un estrecho pasillo revestido de metal.
Langdon y Sophie lo siguieron por una serie de pasadizos y dejaron atrás varias salas llenas de parpadeantes ordenadores centrales.
—Voici —dijo su guía al llegar a una puerta de acero, que les abrió—. Ya hemos llegado.
Fue como entrar en otro mundo. El pequeño espacio que tenían delante parecía la lujosa salita de un buen hotel. No había ni rastro de revestimientos metálicos, que aquí habían sido reemplazados por alfombras orientales, muebles oscuros de roble y mullidas butacas. En el gran escritorio situado en el centro de la habitación había dos copas de cristal junto a una botella abierta de Perrier, aún burbujeante. A su lado humeaba una cafetera de peltre.
«Precisión suiza —pensó Langdon—. Sólo podían ser ellos.»
El hombre sonrió.
—Intuyo que esta es la primera vez que nos visitan.
Sophie vaciló antes de asentir.
—Entiendo. A veces las llaves se heredan, y los recién llegados siempre se muestran inseguros de los protocolos. —Se acercó a la mesa—. Esta estancia es suya, y pueden usarla durante el tiempo que les parezca.
—¿Dice usted que hay llaves que se heredan? —preguntó Sophie.
—Sí, claro. La llave es como una cuenta suiza numerada, que a veces se incluye en los testamentos y pasa de generación en generación. En nuestras cuentas de depósitos en oro, el plazo mínimo de alquiler de las cajas fuertes es de cincuenta años, que se pagan por adelantado, por lo que somos testigos de muchos cambios de mano dentro de una misma familia.
Langdon lo miró.
—¿Ha dicho cincuenta años?
—Como mínimo —respondió su guía—. Claro que la cesión puede renovarse pero, si no hay nuevas disposiciones y en una cuenta no hay actividad desde hace cincuenta años, el contenido de esa caja automáticamente se destruye. ¿Quieren que les ayude a acceder a su caja?
Sophie asintió.
—Sí, por favor.
El guía hizo un gesto con la mano, señalándoles el salón.
—Esta es su sala de inspección. Una vez me ausente yo, pueden permanecer en ella todo el tiempo que les haga falta para inspeccionar y modificar el contenido de la caja, que llega... por aquí. —Les llevó hasta la pared del fondo, donde una cinta transportadora, vagamente parecida a las de los equipajes de los aeropuertos, entraba trazando una curva perfecta—. Introducen la llave en esta ranura —añadió, indicándoles un gran podio electrónico que había frente a la cinta, con el orificio triangular que ya les resultaba familiar—. Una vez el ordenador confirme las marcas de la llave, tienen que introducir el número de cuenta y, mediante un sistema robotizado, la caja fuerte saldrá de la cámara acorazada que hay debajo para que puedan tener acceso a ella. Cuando hayan terminado, vuelven a dejar la caja en la cinta, introducen otra vez la llave y todo sigue el proceso inverso. Como todo es automático, la privacidad está garantizada, incluso ante el personal que trabaja en el banco. Si necesitan cualquier cosa, llamen al timbre que hay en la mesa.
Sophie estaba a punto de hacer una pregunta cuando sonó un teléfono.
—Oh, discúlpenme, por favor —dijo, entre sorprendido y avergonzado, acercándose al aparato que había en la mesa, al lado del café y el agua.
—Oui? —respondió.
Mientras escuchaba a su interlocutor, iba frunciendo el ceño.
—Oui... oui... d’acord.
Colgó y les miró con preocupación.
—Lo siento, tengo que dejarles. Siéntanse en su casa —dijo, en caminándose a la puerta.
—Una pregunta más —tanteó Sophie—. ¿Podría aclararme una cosa antes de irse? ¿Ha dicho que debemos introducir un número de cuenta?
El hombre se detuvo junto a la puerta, pálido.
—Sí, claro. Como en la mayoría de bancos suizos, nuestras cajas fuertes responden a un número, no a un nombre. El cliente dispone de una llave y de un número que sólo él conoce. La llave es sólo la mitad de la identificación. La otra mitad es el número de cuenta. De otro modo, si alguien perdiera la llave, otra persona podría usarla. Sophie vaciló.
—¿Y si mi benefactor no me hubiera dado ningún número de cuenta?
El empleado se sobresaltó. «Entonces está claro que no tiene nada que hacer aquí.» Esbozó una sonrisa serena.
—Avisaré a alguien para que les ayude. Vendrá dentro de un momento.
Tras salir, el hombre cerró la puerta y corrió un gran cerrojo, dejándolos atrapados dentro.
En la otra punta de la ciudad, Collet estaba en la Gare du Nord cuando sonó su teléfono.
Era Fache.
—La Interpol ha recibido un aviso —dijo—. Olvídese de la estación. Langdon y Neveu acaban de entrar en la sucursal del Banco de Depósitos de Zúrich. Quiero que sus hombres se desplacen hasta ahí de inmediato.
—¿Alguna pista de lo que Saunière intentaba decirles a la agente Neveu y a Robert Langdon?
El tono de Fache se hizo más frío.
—Si los detiene usted, teniente Collet, tendré ocasión de preguntárselo personalmente.
Collet captó la indirecta.
—Rué Haxo número 24. Ahora mismo, Capitán.
Colgó y avisó por radio a sus hombres.
43
André Vernet —presidente de la sucursal parisina del Banco de Depósitos de Zúrich— vivía en el lujoso apartamento que había sobre el banco, en el mismo edificio. Aunque se trataba de una residencia muy cara, él siempre había soñado con vivir en un piso junto al río, en L’Ile Sant Louis, y codearse con la flor y nata. No allí, donde sólo se relacionaba con ricos de turbio pasado.
«Cuando me jubile —se decía a sí mismo—, llenaré la bodega de Burdeos únicos, adornaré mi salón con un Fragonard y tal vez también con un Boucher, y me pasaré los días buscando en el Quartier Latín antigüedades y libros de coleccionista.»
Esa noche, Vernet llevaba despierto sólo seis minutos y medio. Sin embargo, mientras recorría a toda prisa el pasillo subterráneo del banco, parecía que su sastre personal y su peluquero acabaran de sacarle brillo. Impecablemente vestido, con un traje de seda, Vernet se echó un poco de atomizador refrescante en la boca y se arregló el nudo de la corbata sin dejar de andar. Acostumbrado a que le despertaran para atender a clientes llegados de cualquier parte del mundo, Vernet seguía la mismas pautas de sueño que los guerreros massai: la tribu africana famosa por su capacidad para pasar del sueño más profundo a un estado de belicosa alerta en cuestión de segundos.
«Listo para la batalla», pensó, temiendo que aquella noche la comparación fuera mucho más adecuada que otras veces. La llegada de un cliente con llave de oro siempre requería más atenciones, pero la llegada de un cliente con llave de oro y buscado por la Policía Judicial constituía un asunto extremadamente delicado. Bastantes batallas libraba ya el banco para defender el derecho a la privacidad de sus clientes, y eso que en aquellos casos no estaban, en principio, acusados de ningún delito.
«Cinco minutos —se dijo—. Es imprescindible que esta gente salga del banco antes de que llegue la policía.»
Si actuaba con celeridad, lograría evitar aquel inminente desastre. Vemet podía explicar a la policía que sí, que aquellos dos fugitivos habían entrado en el banco, pero que como no eran clientes ni tenían número de cuenta, habían sido expulsados. Ojalá el maldito vigilante no hubiera avisado a la Interpol. Al parecer, la discreción no formaba parte del vocabulario de un guardia que cobraba quince euros la hora.
Al llegar frente a la puerta se detuvo, aspiró hondo y relajó los músculos. Acto seguido, esbozando una falsa sonrisa de serenidad, descorrió el cerrojo y entró en la habitación como una exhalación.
—Buenas noches —dijo mirando a sus clientes—. Soy André Vernet. ¿En qué puedo ayuda... —El resto de la frase se extravió en algún lugar de su laringe. La mujer que tenía delante era la visitante más inesperada que jamás había pasado por allí.
—Discúlpeme, ¿nos conocemos? —preguntó Sophie.
No reconocía al banquero pero éste, por un instante, la había mirado como si hubiera visto un fantasma.
—No... —murmuró el presidente del banco—. ... No lo creo.
Nuestros servicios son anónimos. Suspiró y fingió una sonrisa de tranquilidad—. Mi asistente me ha dicho que tienen llave pero no número, ¿es así? ¿Puedo preguntarles de dónde procede la llave?
—Mi abuelo me la dio —respondió Sophie, observando atenta mente a Vernet, que parecía cada vez más incómodo.
—¿En serio? ¿Su abuelo le dio la llave pero se olvidó de darle el número de cuenta?
—Creo que no le dio tiempo —explicó Sophie—. Lo han asesinado esta misma noche.
Aquellas palabras hicieron que Vernet se tambaleara y retrocediera unos pasos.
—¿Jacques Saunière está muerto? —le preguntó con los ojos llenos de horror—. Pero ¿cómo ha sido?
Ahora fue Sophie quien se echó hacia atrás, sorprendida.
—¿Conocía a mi abuelo?
El banquero André Vernet también estaba anonadado, y tuvo que apoyarse en el canto de la mesa.
—Jacques y yo éramos muy buenos amigos. ¿Cuándo ha sido?
—Hace unas horas. En el Louvre.
Vernet se fue hasta una butaca de cuero y se sentó.
—Debo hacerles a los dos una pregunta muy importante. —Miró primero a Langdon y después a Sophie—. ¿Tiene alguno de los dos algo que ver con su muerte?
—¡No! —exclamó Sophie—. ¡En absoluto!
El rostro de Vernet denotaba gran preocupación. Permaneció unos instantes en silencio.
—Sus fotografías están siendo divulgadas por la Interpol. Por eso los he reconocido. Los acusan de asesinato.
Sophie se vino abajo. «¿Fache ya ha emitido una orden a la Interpol?» Por lo que se veía, el capitán estaba más motivado de lo que ella creía. Le contó a Vernet en pocas palabras quién era Langdon y qué había sucedido en el Louvre aquella noche.
—¿Y en el momento de su muerte, su abuelo le dejó un mensaje en el que le pedía que buscara al señor Langdon?
—Sí, y esto. —Sophie dejó la llave dorada en la mesilla auxiliar que había junto a Vernet, poniendo boca abajo el emblema del Priorato de Sión.
Vernet observó la llave pero no hizo ademán de querer cogerla.
—¿Le dejó sólo esta llave? ¿Nada más? ¿Ni un trozo de papel?
Sophie era consciente de que en el Louvre había actuado con prisas, pero estaba segura de que no había visto nada más detrás de La Virgen de las rocas.
—No. Sólo la llave.
Vernet suspiró, descorazonado.
—Pues lamento decirle que cada llave está vinculada electrónicamente a un número de cuenta de diez dígitos que hace las veces de contraseña. Sin el número, la llave no sirve de nada.
«Diez dígitos.» Sophie calculó mentalmente las probabilidades criptográficas. «Diez mil millones de posibles combinaciones. Aun contando con los procesadores en paralelo más potentes de la Policía Judicial, tardaría semanas en descifrar el código.
—Está claro, señor, que en estas circunstancias, usted puede sernos de gran ayuda.
—Lo siento, de verdad, no puedo hacer nada. Los clientes escogen sus números de cuenta haciendo uso de un terminal seguro, de manera que el código sólo lo conocen el cliente y el ordenador. Es una de las maneras de garantizar el anonimato. Y la seguridad de nuestros empleados.
Sophie entendía qué quería decir. Las tiendas que abrían toda la noche tenían un sistema parecido. LOS EMPLEADOS NO TIENEN LA LLAVE DE LA CAJA FUERTE. Era evidente que el banco no quería que nadie que robara una llave pudiera tomar a un empleado como rehén para que le revelara el número de cuenta.
Se sentó junto a Langdon, miró la llave y se giró hacia Vernet.
—¿Tiene alguna idea de lo que mi abuelo guardaba en su banco?
—En absoluto. Esa es la esencia de un banco de depósitos.
—Señor Vernet —insistió—, vamos un poco justos de tiempo, así que si me lo permite voy a ir al grano. —Cogió la llave y le dio la vuelta, mirándole a los ojos mientras le mostraba el emblema del Priorato de Sión—. ¿Le dice algo el símbolo de la llave?
Vernet se fijó en la flor de lis y no demostró reacción alguna.
—No, pero muchos de nuestros clientes se hacen grabar logos corporativos o iniciales en las llaves.
Sophie suspiró, sin quitarle la vista de encima.
—Este sello es el símbolo de una sociedad secreta conocida como Priorato de Sión.
Vernet seguía sin inmutarse.
—Yo de eso no se nada. Su abuelo era amigo mío, pero hablábamos principalmente de negocios.
Se ajustó el nudo de la corbata, visiblemente más nervioso.
—Señor Vernet —insistió Sophie con voz firme—. Mi abuelo me había llamado unas horas antes, esta misma noche, para decirme que él y yo corríamos un grave peligro. Me dijo que tenía que darme algo. Me dio la llave de su banco. Ahora está muerto. Cualquier cosa que pueda contarnos nos será de gran ayuda.
—Debemos salir del edificio. Me temo que la policía va a llegar dentro de nada. Mi vigilante se ha sentido en la obligación de avisar a la Interpol.
Sophie ya se lo había temido. Hizo un último intento.
—Mi abuelo me dijo que tenía que decirme la verdad sobre mi familia. ¿Le dice algo eso?
—Señorita, su familia murió en un accidente de coche cuando usted era pequeña. Me consta que su abuelo la quería mucho. Me comentó en varias ocasiones lo mucho que le dolía que se hubiera roto el contacto entre ustedes.
Sophie se quedó sin saber qué responder.
—¿Tiene el contenido de esta cuenta algo que ver con el Sangreal? —preguntó Langdon.
Vernet le dedicó una mirada rara.
—No tengo ni idea de lo que es eso.
En ese preciso instante, el teléfono móvil del director del banco empezó a sonar, y su expresión pasó de la sorpresa a la preocupación creciente.
—La pólice? Si rapidement? —exclamó.
Dio algunas indicaciones rápidas en francés y dijo que en un minuto estaría en el vestíbulo.
Colgó y se giró para mirar a Sophie.
—La policía ha respondido con mucha mayor rapidez que la acostumbrada. Están llegando en este momento.
Sophie no tenía ninguna intención de irse con las manos vacías.
—Dígales que hemos estado aquí pero que nos hemos ido. Y si quieren registrar el banco, exíjales una orden de registro. Eso les llevará tiempo.
—Óigame —dijo Vernet—, Jacques era amigo mío y a mi banco no le hace falta este tipo de publicidad. Por esos dos motivos no pienso permitir que la detención tenga lugar en estas instalaciones. Denme un minuto y veré qué puedo hacer para ayudarles a salir del banco. Más no puedo implicarme.
Se levantó y se apresuró a salir.
—Veré lo que puedo hacer. Ahora vuelvo.
—Pero ¿y la caja fuerte? —imploró Sophie—. No podemos irnos así.
—Yo no puedo hacer nada —replicó Vernet—. Lo siento.
Sophie lo miró un instante, y le asaltó la duda de si aquel número no estaría tal vez en las innumerables cartas y paquetes que su abuelo le había ido enviando a lo largo de aquellos diez años y que ella nunca había abierto.
Langdon se levantó de pronto, y Sophie detectó un brillo de satisfacción en su mirada.
—Robert. Estás sonriendo.
—Tu abuelo era un genio.
—¿Cómo dices?
—¿Diez dígitos?
Sophie no entendía qué pretendía.
—El número de cuenta —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Estoy casi seguro que al final sí nos lo anotó.
—¿Dónde?
Langdon sacó la foto de la escena del crimen y la puso en la mesilla auxiliar. A ella le bastó leer sólo la primera línea para darse cuenta de que Langdon tenía razón.
13-3-2-21-1-1-8-5
¡Diavole in Dracon!
¡Límala, asno!
P. S. Buscar a Robert Langdon
44
—Diez dígitos —dijo Sophie estudiando la foto con mirada de criptóloga.
13-3-2-21-1-1-8-5
«¡Grandpére dejó escrito su número de cuenta en el suelo del Louvre!»
Al ver por primera vez la Secuencia de Fibonacci desordenada en el suelo de parqué del museo, dio por sentado que su única misión era lograr que la policía llamara a sus criptólogos y que de ese modo Sophie tuviera que intervenir. Más tarde, constató que los números, además, eran una pista para descifrar las otras frases —una secuencia desordenada... un anagrama numérico. Ahora, con absoluta sorpresa, veía que esas cifras tenían otro significado aún más importante. Eran sin duda la última clave para abrir la misteriosa caja fuerte de su abuelo.
—Era el maestro de los dobles sentidos —dijo Sophie girándose hacia Langdon—. Le encantaban las cosas con múltiples capas de significación. Los códigos dentro de otros códigos.
Langdon se acercó al podio electrónico que había junto a la cinta transportadora. Sophie cogió la foto y le siguió.
El podio tenía una ranura parecida a la de los cajeros automáticos. La pantalla mostraba el logotipo cruciforme del banco. Junto a la ranura había un orificio triangular. Sophie no perdió tiempo y metió en él la llave.
La imagen cambió al momento.
NÚMERO DE CUENTA:
El cursor parpadeaba.
«Diez dígitos.» Sophie leyó los números en voz alta y Langdon fue introduciéndolos.
NÚMERO DE CUENTA:
13-3-2-21-1-1-8-5
Cuando lo hubo hecho, la pantalla volvió a cambiar el mensaje. En esta ocasión, apareció un texto en varios idiomas.
ATENCIÓN Antes de pulsar la tecla «aceptar», compruebe que la numeración anotada sea correcta.
Por su propia seguridad, si el terminal no reconoce su número de cuenta, el sistema se bloqueará automáticamente.
—Fonction terminer —dijo Sophie frunciendo el ceño—. Parece que sólo nos dejan un intento.
Los cajeros automáticos convencionales daban normalmente tres opciones a los usuarios antes de retenerles las tarjetas. Era evidente que ese no lo era.
—Sí, el número está bien —confirmó Langdon comparándolo con el de la foto, y le señaló la tecla verde—. Puedes aceptar.
Sophie alargó el dedo índice sobre el teclado pero vaciló. Acababa de tener una idea rara.
—Vamos, Vernet debe de estar a punto de llegar.
—No —dijo Sophie apartando la mano—. Este número de cuenta no es correcto.
—Pues claro que lo es. Tiene diez dígitos. ¿Cuál va a ser si no?
—Es demasiado aleatorio.
«¿Demasiado aleatorio?» Langdon estaba en total desacuerdo con ella. Los bancos aconsejaban siempre a sus clientes que escogieran sus números secretos de manera aleatoria, para que nadie pudiera adivinarlos. Y, evidentemente, aquel no era una excepción.
Sophie borró los números y miró a Langdon con aplomo.
—Es demasiado casual que los números de esta cuenta, supuestamente aleatorios, puedan reordenarse para formar la Secuencia de Fibonacci.
Langdon se dio cuenta de que lo que decía tenía sentido. Antes, Sophie había dispuesto aquellos números en el orden de la Secuencia de Fibonacci. ¿Qué probabilidades había de poder hacer algo así?
Sophie empezó a teclear los números en el terminal, como si se los supiera de memoria.
—Y, además, con el amor que mi abuelo le tenía al simbolismo y a los códigos, parece lógico que hubiera escogido un número de cuenta que tuviera algún significado para él, algo que pudiera recordar sin dificultad. —Tecleó el último dígito y sonrió—. Algo que pareciera aleatorio, pero que no lo fuera.
Langdon miró la pantalla.
NÚMERO DE CUENTA
13-3-2-21-1-1-8-5
Tardó un instante, pero cuando lo vio ahí anotado, supo que Sophie tenía razón.
«La Secuencia de Fibonacci.»
«1-1-2-3-5-8-13-21»
Si los dígitos se anotaban sin separación, como un número de diez cifras, se hacían prácticamente irreconocibles. «Fáciles de recordar, pero aparentemente aleatorios.» Un número de cuenta de diez dígitos genial, que Saunière no olvidaría nunca. Y lo que es más, que explicaba perfectamente por qué los números desordenados del suelo del Louvre podían reordenarse para formar la famosa secuencia.
Sophie se inclinó hacia delante y presionó la tecla «aceptar».
No pasó nada.
Al menos nada detectable.
* * *
En aquel preciso instante, por debajo de sus pies, en la cámara acorazada subterránea, un brazo robotizado cobró vida. Deslizándose sobre un sistema de transporte de doble eje que había colgado del techo, el brazo empezó a moverse en busca de las coordenadas establecidas. Sobre el suelo de cemento había cientos de cubetas de plástico idénticas alineadas sobre una enorme cuadrícula... como hileras de pequeños ataúdes en una cripta.
El brazo se detuvo con una sacudida sobre el punto exacto y descendió. Un lector óptico verificó el código de barras de la cubeta y entonces, con precisión milimétrica, la agarró del asa y la levantó verticalmente. Con nuevos movimientos, el brazo se trasladó hasta el fondo de la cámara y se detuvo sobre una cinta transportadora inmóvil.
Con delicadeza, aquel mecanismo dejó ahí encima la cubeta y se retiró.
Cuando el brazo volvió a su posición, la cinta transportadora se puso en marcha.
En el piso de arriba, Sophie y Langdon respiraron de alivio al ver que la cinta empezaba a moverse. De pie junto a ella, se sentían como viajeros cansados a punto de retirar una maleta misteriosa cuyo contenido desconocían.
La cinta transportadora entraba en su habitación por la derecha, a través de la delgada ranura que había debajo de una puerta de apertura automática. Al cabo de unos momentos, la puerta se levantó y sobre la cinta apareció una gran caja de plástico. Era negra y mucho mayor de lo que Sophie había imaginado. Parecía una de esas cubetas cubiertas que se usan para transportar animales domésticos, pero sin agujeros.
La caja se detuvo justo frente a ellos.
Langdon y Sophie se quedaron en silencio, contemplando ese misterioso contenedor.
Como todo lo demás en aquel banco, ese recipiente también era sólido, industrial: tenía cierres metálicos, un adhesivo con código de barras en la parte superior y un asa resistente. A Sophie se le ocurrió que parecía la caja de herramientas de un gigante.
Sin perder más tiempo, levantó los dos cierres que había en la parte frontal y miró un momento a Langdon. Juntos retiraron la tapa y la echaron hacia atrás.
A la vez, se inclinaron hacia delante para observar el interior de la cubeta.
Al principio, a Sophie le pareció que estaba vacía, pero al momento vio que había algo en el fondo. Un solo objeto.
Era una pulida caja de madera, del tamaño de una de zapatos, con bisagras ornamentadas. Tenía un tono rojizo oscuro, brillante, y las vetas bien visibles. «Palisandro», pensó Sophie. La madera preferida de su abuelo. En la tapa había una rosa taraceada. Langdon y ella se intercambiaron una mirada de desconcierto. Sophie cogió la caja y la sacó de la cubeta.
«¡Dios mío, cómo pesa!»
La llevó hasta el escritorio. Los dos se quedaron en silencio, contemplando el pequeño tesoro que, al parecer, Saunière les había pedido que recuperaran.
Langdon miraba con sorpresa la rosa de cinco pétalos grabada en la tapa. La había visto en muchas ocasiones.
—La rosa de cinco pétalos —susurró— es un símbolo del Priorato para representar el Santo Grial.
Sophie se giró para mirarlo. Se notaba que estaba pensando lo mismo que él. Las dimensiones de la caja, el peso aparente de su contenido y el símbolo del Grial. Todo parecía llevarles a una insondable conclusión: «el cáliz de Cristo está en esta caja de madera.» Pero Langdon volvió a repetirse que eso era imposible.
—Es del tamaño perfecto... —murmuró Sophie— para guardar un cáliz.
«No puede ser un cáliz.»
Sophie se acercó más la caja y se dispuso a abrirla. Pero, mientras lo hacía, sucedió algo inesperado.
La caja emitió un extraño sonido líquido.
Langdon la agitó un poco.
«¿Hay líquido aquí dentro?»
Sophie estaba igualmente confundida.
—¿Has oído? Parece que es...
—Algo líquido —dijo Langdon asintiendo, desconcertado.
Sophie quitó el cierre metálico y levantó la tapa.
El objeto que había en su interior no se parecía a nada que Langdon hubiera visto en su vida. Pero desde el principio, los dos tuvieron clara una cosa. Aquello no era ni mucho menos el cáliz de Cristo.
45
—La policía está bloqueando la calle —dijo Vernet al entrar en la sala—. Sacarles de aquí va a ser difícil.
Cerró la puerta y al ver la pesada cubeta sobre la cinta transportadora se detuvo en seco.
«¡Dios mío! ¡Han accedido a la cuenta de Saunière!»
Sophie y Langdon estaban junto a la mesa, inclinados sobre lo que parecía una especie de joyero de madera. La nieta de Jacques cerró bruscamente la tapa y levantó la vista.
—Pues ya ve, al final sí que teníamos el número de cuenta.
Vernet se había quedado sin habla. Aquello lo cambiaba todo. Respetuosamente, apartó la mirada de la caja y pensó en cuál debía ser su siguiente paso. «¡Tengo que sacarlos del banco como sea!» Pero la policía ya había puesto un control en medio de la calle y a Vernet sólo se le ocurría una manera de lograrlo.
—Señorita Neveu, si consigo sacarla sana y salva del banco, ¿se llevará el objeto consigo o lo devolverá a la cámara antes de salir?
Sophie miró a Langdon antes de responderle.
—Debemos llevárnoslo.
Vernet asintió.
—Muy bien. En ese caso, le sugiero que lo envuelvan con una chaqueta mientras recorremos los pasillos. Preferiría que no lo viera nadie más.
Mientras Langdon se quitaba la suya, Vernet se acercó a la cinta, cerró la cubeta vacía y tecleó una serie de instrucciones al terminal. La cinta reanudó su movimiento y se llevó la cubeta de nuevo a la cámara acorazada. Sacó la llave dorada del podio y se la entregó a Sophie.
—Síganme, por favor. Y dense prisa.
Cuando llegaron a la entrada trasera, la que se utilizaba para la carga y descarga, Vernet vio los destellos de las sirenas de la policía por la rendija de la puerta. Arrugó la frente. Seguramente estaban bloqueando también la rampa de salida. «¿Conseguiré sacarlos de aquí?» Estaba sudando.
El director del banco se acercó a uno de los pequeños furgones blindados. El transport sûr era otro de los servicios que ofrecía el Banco de Depósitos de Zúrich.
—Métanse ahí detrás —les dijo abriendo las grandes puertas traseras e indicándoles el interior del compartimento forrado de acero—. Yo vuelvo enseguida.
Mientras Sophie y Langdon obedecían, Vernet entró a toda prisa en el despacho del supervisor de cargas, cogió las llaves del furgón y encontró el uniforme y la gorra de un conductor. Se quitó la ropa que llevaba y empezó a ponérselos. Pero se lo pensó mejor y antes de hacerlo se ató una pistolera al hombro. Al salir, cogió de un estante la pistola de un conductor, la cargó y la metió en la pistolera, tras lo que se terminó de ponerse el uniforme. Volvió al furgón, se caló la gorra hasta los ojos y miró a Sophie y Langdon, que seguían de pie en el compartimento de carga.
—Mejor que lleven esto encendido —les dijo Vernet, entrando en la cabina y conectando una lamparilla que había en el techo—. Y siéntense. No deben hacer ningún ruido mientras salgamos.
Sophie y Langdon se sentaron en el suelo metálico. Él llevaba el tesoro envuelto en la chaqueta. Vernet cerró las puertas traseras, dejándolos encerrados dentro. Se montó en la cabina y arrancó.
El furgón se iba acercando a la rampa de salida, y Vernet notaba que el sudor le empapaba la frente, oculta bajo la gorra del uniforme. Constató que fuera había más coches de policía de lo que había supuesto. Mientras el furgón subía por la rampa, la primera reja se abrió para dejarlos pasar. Vernet avanzó un poco y esperó a que se cerrara antes de activar el segundo sensor. La segunda reja también se abrió y dejó despejada la salida.
«Bueno, casi despejada, porque había un coche de policía bloqueando el paso al final de la rampa.»
Vernet se secó el sudor de la frente y arrancó.
Un agente dio un paso al frente y le indicó que se detuviera a unos metros del control. Delante había cuatros coches patrulla.
Vernet paró el furgón. Se caló la gorra hasta las cejas y fingió los ademanes más rudos que su refinada educación le permitieron. Sin moverse de su asiento, abrió la puerta y miró al policía, que tenía la expresión severa y la piel cetrina.
—Qu’est-ce qui se passe? —preguntó Vernet con voz cavernosa.
—Je suis Jeróme Collet —dijo el agente—. Lieutenant ‘Pólice ]udiciaire.
Señaló la cabina de carga.
—Qu’est-ce quil y a la dedans?
—No tengo ni idea —respondió Vernet tan secamente como pudo—. Yo soy sólo el transportista.
Collet no pareció impresionado.
—Estamos buscando a dos delincuentes.
Vernet se echó a reír.
—Entonces ha acertado de lleno. Algunos cabrones para los que transporto valores son tan ricos que seguro que son delincuentes.
El teniente le mostró una foto de Robert Langdon.
—¿Este hombre ha estado en el banco esta noche?
Vernet se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Yo soy el último mono del sótano. A nosotros no nos dejan acercarnos a los clientes. Lo que tienen que hacer es entrar y preguntar en recepción.
—Sin orden judicial, el banco no nos permite el acceso.
Vemet puso cara de asco.
—Los jefes. No me tire de la lengua.
—Abra el furgón, por favor —ordenó Collet dirigiéndose a la parte trasera.
Vernet miró al agente y forzó una carcajada de superioridad.
—¿Que abra el furgón? ¿Usted se cree que yo tengo las llaves? ¿Se cree que aquí se fían de nosotros? Debería ver la mierda de sueldo que me pagan.
El agente ladeó un poco la cabeza, incrédulo.
—¿Me está diciendo que no tiene las llaves del furgón que conduce?
Vernet asintió.
—No del compartimento de carga. Sólo la del contacto. Estos furgones los sellan unos supervisores en el almacén. Se quedan ahí mientras se transportan las llaves hasta el destino. Cuando recibimos la confirmación de que el cliente ya tiene las llaves de la carga en su poder, entonces nos dan el visto bueno para salir. Nunca antes. Y yo nunca sé qué mierda llevo.
—¿Y cuándo quedó sellado este furgón?
—Como mínimo hace varias horas. Tengo que llevar la carga hasta St. Thurial esta noche. Y las llaves ya han llegado.
El agente no dijo nada. Se limitaba a escrutar a Vernet con la mirada, como si quisiera leerle la mente.
Al falso conductor una gota de sudor estaba a punto de resbalarle por la nariz.
—¿Le importa? —le dijo al agente secándose con la manga y señalando al coche patrulla que bloqueaba la salida—. Voy un poco justo de tiempo.
—¿Llevan Rolex todos los conductores? —le preguntó el agente, apuntándole a la muñeca.
Vernet bajó la mirada y vio que la brillante pulsera de aquel reloj exageradamente caro le sobresalía de la manga de la chaqueta.
«Merde.»
—¿Esta mierdecilla? Me costó veinte euros. Se lo compré a un vendedor ambulante taiwanés, de esos que se ponen en St. Germain de Prés. Se lo vendo por cuarenta.
El agente no respondió y aún tardó unos segundos en apartarse.
—No, gracias. Circule con prudencia.
Vernet no volvió a respirar hasta que el furgón estaba a cincuenta metros de la salida.
Un nuevo problema se la planteaba ahora. ¿Qué hacer con la carga? «¿Adonde los llevo?»
46
Silas estaba tumbado boca abajo en su camastro de lona, para que los azotes de la espalda le cicatrizaran antes en contacto con el aire. Su segunda ración de látigo le había dejado mareado y más débil. Aún no se había quitado el cilicio, y notaba que la sangre le resbalaba por la parte interior del muslo. Con todo, no tenía ningún motivo para soltar la correa.
«Le he fallado a la Iglesia. Y, lo que es peor, le he fallado al obispo.»
Esa noche debía ser la de la salvación del obispo Aringarosa. Hacía cinco meses, éste había regresado de una reunión celebrada en el Observatorio Vaticano, donde se había enterado de algo que le había hecho cambiar de manera profunda. Tras varias semanas deprimido, Aringarosa le había confiado por fin la noticia a Silas.
—¡Pero eso es imposible! —había exclamado—. ¡Me niego a aceptarlo!
—Pues es verdad. Impensable, pero cierto. Y en sólo seis meses.
Las palabras del obispo habían aterrorizado a Silas, que rezaba por la salvación. Pero incluso en aquellos días aciagos, ni su fe en Dios ni su confianza en el Camino habían flaqueado. Así, al cabo de un mes, los nubarrones se disiparon milagrosamente y la luz de la posibilidad pudo abrirse paso.
«Intervención divina», lo había llamado Aringarosa.
El obispo parecía albergar esperanzas por primera vez.
—Silas —le susurró—, Dios nos da la ocasión de proteger el Camino. Nuestra batalla, como todas, exigirá sacrificios. ¿Quieres ser un soldado del Señor?
Silas se hincó de rodillas ante el obispo —el hombre que le había dado una nueva vida—, y le dijo «yo soy un cordero de Dios. Sé mi pastor y guíame por donde te dicte el corazón.»
Cuando Aringarosa le describió la ocasión que se les había presentado, Silas tuvo claro que aquello no podía ser más que obra de Dios. «¡Destino milagroso!» Aringarosa le puso en contacto con el hombre que había propuesto el plan y que se hacía llamar «El Maestro». Aunque éste y Silas nunca se habían conocido personalmente, cuando hablaban por teléfono le impresionaba tanto su fe como el alcance de su poder. El Maestro parecía ser un hombre que lo sabía todo, un hombre con ojos y oídos en todas partes. Silas no sabía de dónde sacaba toda aquella información, pero Aringarosa había depositado toda su confianza en El Maestro, y le había pedido a Silas que hiciera lo mismo.
—Haz lo que El Maestro te ordene. Y saldremos victoriosos.
«Victoriosos». Ahora, tumbado en la cama, miraba el suelo y temía que la victoria les hubiera sido esquiva. Habían engañado a El Maestro. La clave era un maldito callejón sin salida. Y con aquel engaño, se había esfumado toda esperanza.
Nada habría deseado más que poder advertir al obispo Aringarosa, pero esa noche El Maestro había eliminado todas sus líneas de comunicación directa. «Por nuestra propia seguridad.»
Al final, venciendo una gran turbación, Silas logró ponerse en pie y encontró su hábito, que estaba en el suelo. Sacó el teléfono del bolsillo y, sintiéndose avergonzado, marcó un número.
—Maestro —dijo—, todo está perdido. —Y le contó con detalle la historia del engaño del que habían sido víctimas.
—Pierdes la fe al menor contratiempo —replicó El Maestro—. Acabo de recibir noticias inesperadas y de lo más oportunas. El secreto sigue vivo. Jacques Saunière transmitió información antes de morir. Te llamaré pronto. Nuestro trabajo de esta noche aún no ha concluido.
47
Viajar en el interior de un furgón tenuemente iluminado era como que te llevaran a una celda de confinamiento. Langdon hacía esfuerzos por vencer la angustia que le producían los espacios cerrados. «Vernet dice que nos llevará a una distancia prudencial de la ciudad. ¿Dónde? ¿Muy lejos?»
Se le habían dormido las piernas de tenerlas tanto rato cruzadas. Cambió de postura y dio un respingo al notar que la sangre se las regaba de nuevo. Entre los brazos seguía sosteniendo aquel extraño tesoro que habían logrado sacar del banco.
—Creo que ya estamos en la autopista —susurró Sophie.
Langdon tenía la misma sensación. El furgón, tras una enervante pausa en la salida del banco, había empezado a moverse, zigzagueando a izquierda y derecha durante uno o dos minutos, y desde entonces había acelerado y circulaba a gran velocidad. Debajo, oían el roce de las ruedas blindadas sobre el asfalto. Concentrándose en la caja de palisandro que sujetaba entre sus brazos, colocó con mucho cuidado el bulto envuelto en la chaqueta sobre el suelo, cogió la caja y se la acercó al cuerpo. Sophie se sentó a su lado. A Langdon, por un momento, le pareció que eran como dos niños a punto de abrir un regalo de Navidad.
En contraste con los colores más intensos de la caja, la rosa taraceada en la tapa era de una madera clara, probablemente de fresno, que resaltaba a la pálida luz. «La rosa.» Ejércitos enteros y religiones se habían construido sobre ese símbolo, así como sociedades secretas: Los Rosacruces. Los caballeros de la rosa de la cruz.
—Vamos —intervino Sophie—. Ábrela.
Langdon aspiró hondo. Pasó la mano por la tapa y se demoró un instante más en el intrincado trabajo de la madera. Soltó el cierre y la levantó, revelando el objeto que contenía.
Langdon se había entregado a diversas fantasías sobre lo que encontrarían en su interior, pero sin duda se había equivocado de medio a medio. Acurrucado sobre el forro de seda granate descansaba un objeto inverosímil.
Se trataba de un cilindro de mármol blanco, de dimensiones parecidas a las de un bote de pelotas de tenis. De todos modos, era más complejo que una simple columna de piedra y parecía estar formado por la unión de varias piezas. Había cinco discos de mármol del tamaño de rosquillas unidos entre sí gracias a una delicada estructura de bronce. Parecía algo así como un caleidoscopio tubular de muchos aros. Los dos extremos del cilindro estaban rematados por dos cubiertas, también de mármol, que impedían ver lo que había dentro. Como habían oído el sonido producido por algún líquido, Langdon daba por sentado que aquel cilindro era hueco.
Por más enigmática que resultara la apariencia de ese objeto, lo que desde el primer momento le llamó la atención a Langdon fue lo que había grabado a su alrededor. Los cinco discos tenían las mis-mas extrañas inscripciones; todas las letras del abecedario. Al verlas, se acordó de uno de sus juguetes de cuando era niño: un tubo con letras que se movían y que permitían formar palabras.
—Es increíble, ¿no? —murmuró Sophie.
Langdon alzó la vista.
—No lo sé. ¿Qué diablos es esto?
Los ojos de Sophie brillaron.
—Mi abuelo se dedicaba a fabricarlos; era un pasatiempo para él. Son un invento de Leonardo da Vinci.
—¿De Leonardo? —repitió en voz baja Langdon, fijándose de nuevo en el cilindro.
—Sí, se llaman criptex. Según mi abuelo, el modelo original se conserva en uno de sus diarios secretos.
—¿Y para qué sirve?
Teniendo en cuenta los acontecimientos de la noche, Sophie sabía que la respuesta podría tener implicaciones interesantes.
—Se trata de una especie de caja fuerte que sirve para guardar información secreta.
Langdon se mostró muy sorprendido.
Sophie le explicó que uno de los pasatiempos favoritos de su abuelo era fabricar réplicas de los inventos de Leonardo. Con su gran habilidad para las manualidades, se pasaba horas trabajando la madera y el metal en su taller, y disfrutaba mucho imitando a maestros artesanos; a Fabergé y a muchos otros, y también a Leonardo, mucho menos depurado pero bastante más práctico.
Una mirada somera a los diarios del pintor bastaba para revelar por qué aquel genio era tan famoso por su poco interés en los acabados como por la genialidad de sus ideas. Da Vinci había realizado bocetos de cientos de inventos que nunca había llegado a materializar. Y una de las distracciones más queridas de Saunière había sido hacer realidad sus ocurrencias más inspiradas: relojes, bombas de agua, criptex y hasta la miniatura articulada de un caballero francés de la Edad Media, que ocupaba un lugar destacado en su despacho del Louvre. Diseñado por él en 1495 como plasmación de sus anteriores estudios de anatomía y quinesiología, el mecanismo interno de aquel caballero-robot contaba con unas articulaciones y tendones muy precisos, y era capaz de sentarse, mover los brazos y la cabeza, gracias a un cuello flexible, así como de abrir y cerrar la boca con exactitud anatómica. A Sophie siempre le había parecido que ese caballero articulado, con su armadura, era el objeto más hermoso que su abuelo había hecho nunca... hasta que vio el criptex de la caja de palisandro.
—Me hizo uno como éste cuando era pequeña —dijo Sophie—. Pero nunca había visto uno tan grande y tan ornamentado.
Los ojos de Langdon seguían fijos en el contenido de la caja.
—Pues yo nunca había oído hablar de los criptex.
A Sophie no le sorprendió aquella confesión. La mayor parte de los inventos de Leonardo no se había estudiado, y casi ninguno tenía nombre. Era posible que el término «criptex» fuera una invención de su abuelo, y en cualquier caso era muy adecuado para referirse a un objeto que recurría a la ciencia de la criptología para proteger una información escrita en el rollo de papel que contenía, llamado codex.
Sophie sabía muy bien que Da Vinci había sido un pionero de la criptología, aunque eso era algo que raras veces se le reconocía. Los profesores de la universidad en la que estudiaba Sophie, cuando presentaban métodos informáticos de encriptación pensados para la transmisión segura de datos, siempre se acordaban de Simmerman y de Schneier, pero nunca mencionaban que había sido Leonardo el inventor de una de las formas más rudimentarias de encriptación, hacía siglos. Quien se lo había contado había sido su abuelo, claro.
Mientras el furgón blindado avanzaba por la autopista, Sophie le explicó a Langdon que el criptex había sido la solución de Leonardo al problema de enviar mensajes seguros a grandes distancias. En una era sin teléfono ni correo electrónico, quien quería confiar una información a otra persona que viviera lejos no tenía más remedio que ponerla por escrito y confiarla a un mensajero, que era quien la hacía llegar a su destinatario. Por desgracia, si ese mensajero sospechaba que la carta podía contener información importante, podía ganar mucho más dinero vendiéndola á sus adversarios que haciéndola llegar a quien correspondiera.
Muchas mentes preclaras de la historia habían planeado soluciones criptológicas al problema de la protección de datos: Julio César inventó un sistema de escritura cifrada llamado la Caja del Cesar. María Estuardo, reina de Escocia, creó un sistema mediante el cual unas letras podían ser reemplazadas por otras, y enviaba mensajes desde la cárcel. Y el extraordinario científico árabe Abú Yusuf Ismail al-Kindi protegía sus secretos con códigos cifrados polialfabéticos.
Leonardo, sin embargo, renunció a las matemáticas y a la criptología y optó por una solución mecánica: el criptex. Se trataba de un recipiente portátil que podía contener cartas, mapas, diagramas, cualquier tipo de documento. Una vez la información quedaba sellada en el interior del criptex, sólo quien conociera la contraseña podía acceder a ella.
—Necesitamos la contraseña —dijo Sophie, señalando los discos giratorios con las letras engastadas—. El criptex funciona de una manera parecida a esos candados de bicicleta que tienen una combinación numérica. Si alineas los números correctamente, el candado se abre. En este caso, hay cinco discos. Cuando se colocan en la secuencia correcta, los engranajes internos se alinean y el cilindro se abre.
—¿Y dentro?
—Una vez el cilindro se abre, es posible acceder a un compartimento interior hueco que puede contener un rollo de papel donde está escrita la información que se ha querido mantener en secreto.
Langdon daba muestras de incredulidad.
—¿Y dices que tu abuelo te hizo uno cuando eras pequeña?
—Varios, pero no tan grandes. En un par de ocasiones, por mi cumpleaños, me regaló un criptex y me puso una adivinanza. La solución a la adivinanza era la contraseña para abrirlo y, una vez abierto encontraba mi tarjeta de felicitación.
—Cuánto esfuerzo para una tarjeta de cumpleaños.
—No, en las tarjetas siempre había más adivinanzas o alguna pista. A mi abuelo le encantaba organizar complicadas búsquedas de tesoros por toda la casa, una serie de pistas que al final me conducían hasta el verdadero regalo. Cada una de esas búsquedas era un examen a mi carácter y a mis méritos, para asegurarse de que era realmente merecedora de mis trofeos. Y la verdad es que los exámenes nunca eran fáciles.
Langdon volvió a mirar aquel objeto, sin abandonar su expresión de escepticismo.
—¿Pero por qué no romperlo, simplemente? ¿Tirarlo al suelo para que se abra? Los aros de metal no parecen muy resistentes, y el mármol no es una piedra tan dura.
Sophie sonrió.
—Porque Leonardo no era tan tonto. Diseñó el criptex de manera que si intentaban forzarlo, la información se autodestruyera. Mira. —Cogió con cuidado el cilindro—. Toda información que vaya a insertarse debe ser escrita en un rollo de papiro.
—¿No de pergamino?
Sophie negó con la cabeza.
—Tiene que ser de papiro. Sé que la piel de oveja era más durable y más común en aquella época, pero debía ser de papiro. Y cuanto más fino, mejor.
—Te sigo.
—Antes de insertar el papiro en el compartimento del criptex, se enrollaba alrededor de un tubo de cristal muy delicado. —Agitó un poco el criptex, y el líquido del interior sonó—. Un tubo con líquido.
—¿Qué líquido?
—Vinagre.
—Genial —dijo Langdon tras un instante en silencio.
«Vinagre y papiro», pensó Sophie. Si alguien intentaba forzar el criptex para abrirlo, el tubo de cristal se rompía y el vinagre disolvía rápidamente el papiro. Cuando ese alguien accedía por fin al mensaje secreto, se encontraba sólo con una pasta ilegible.
—Como ves —le dijo Sophie—, la única manera de acceder a la información del interior es conocer la contraseña de cinco letras. Y como hay cinco discos y cada uno contiene veintiséis letras, eso es veintiséis elevado a la quinta potencia. —Hizo una breve pausa para calcular las permutaciones—. Aproximadamente doce millones de posibilidades.
—No seré yo quien te contradiga —dijo Langdon con aspecto de tener doce millones de preguntas rondándole la cabeza—. ¿Qué información crees que contiene?
—Sea lo que sea, está claro que mi abuelo tenía mucho interés en mantenerla en secreto—. Se quedó un instante callada, cerró la caja y clavó la vista en la rosa de cinco pétalos. Había algo que le preocupaba.
—Antes has dicho que la rosa es el símbolo del Grial, ¿no?
—Exacto. Según la simbología del Priorato, la rosa y el Grial son sinónimos.
Sophie frunció el ceño.
—Es curioso, porque mi abuelo siempre me dijo que la rosa significaba secreto. Cuando recibía alguna llamada confidencial en su despacho y no quería que lo molestara, colgaba una rosa de la puerta. Y a mí me animaba a que hiciera lo mismo.
(«Tesoro —le decía su abuelo—, en vez de cerrar la puerta para que el otro no pueda entrar, colguemos una rosa —la fleur des secrets— en la puerta cuando necesitemos un espacio de intimidad. Así aprenderemos a respetarnos y a confiar el uno en el otro. Colgar una rosa es una antigua costumbre romana.»)
—Sub rosa —comentó Langdon—. Los romanos colgaban una rosa durante sus reuniones para indicar que iban a tocarse temas confidenciales. Así, los asistentes sabían que todo lo que se dijera bajo la rosa —o sub rosa—, debía mantenerse en secreto.
Langdon le explicó brevemente que esa connotación de secretismo que tenía la rosa no era el único motivo por el que el Priorato la usaba como símbolo del Grial. La rosa rugosa, una de sus especies más antiguas, tenía cinco pétalos y una simetría pentagonal, igual que la estrella de Venus, lo que la vinculaba estrechamente con lo femenino. Además, la rosa también está relacionada con el concepto de «dirección verdadera» y de búsqueda del propio camino. La Rosa Náutica ayudaba a los navegantes a orientarse, así como las líneas longitudinales de los mapas. Por eso, la rosa era un símbolo que representaba al Grial en muchos niveles —secretismo, feminidad, guía—, el cáliz femenino y la estrella que servía de guía para alcanzar la verdad secreta.
Al terminar su explicación, el rostro de Langdon pareció tensarse de pronto.
—Robert, ¿estás bien?
Clavó la vista en la caja de palisandro.
—Sub... rosa —soltó al fin con una mezcla de temor y duda—. No puede ser...
—¿Qué?
Alzó lentamente la mirada.
—Bajo el signo de la rosa —susurró—. Este criptex... creo que sé qué es.
48
Langdon apenas daba crédito a su propia suposición, y sin embargo, teniendo en cuenta quién les había hecho llegar aquel cilindro de piedra, cómo lo había hecho, y fijándose ahora en la rosa incrustada en la caja, a Langdon sólo se le ocurría una conclusión.
«Tengo en mis manos la clave del Priorato.»
La leyenda era muy clara.
«Se trata de una piedra codificada que se encuentra bajo el signo de la rosa.»
—Robert —insistió Sophie, que no le quitaba la vista de encima—. ¿Qué te pasa?
Langdon necesitaba un poco más de tiempo para poner en orden sus pensamientos.
—¿Te habló tu abuelo alguna vez de una cosa llamada clef de voûte?
—¿La llave de la cámara? —dijo Sophie.
—No, esa es la traducción literal. Clef de voûte es un término arquitectónico muy común. «Voúte» es la bóveda que remata un arco.
—Pero los techos abovedados no tienen llaves.
—Pues en realidad sí las tienen. Todo arco precisa de una dovela, una piedra en forma de cuña en su parte más elevada, que sirve para mantener unidas las demás piedras y que es la que aguanta todo el peso. Esa piedra es, en sentido arquitectónico, la clave de la bóveda. —La miró para ver si ella sabía de qué le estaba hablando.
Sophie se encogió de hombros y volvió a mirar el criptex.
—Pero es evidente que esto no puede ser una clave de bóveda, ¿no?
Langdon no sabía por dónde empezar. Las claves de bóveda, en tanto que técnicas para la construcción de arcos, habían sido uno de los secretos mejor guardados de los gremios de canteros y albañiles. En realidad esos gremios habían sido el origen de la masonería, pues maçon, en francés, significa albañil. «El Grado del Arco Real. La arquitectura. Las claves de bóveda.» Todo estaba interconectado. El conocimiento secreto en relación al uso de una clave en forma de cuña para la construcción de un arco abovedado era en parte lo que había convertido a los constructores en artesanos ricos, y lo guardaban celosamente. Las claves de bóveda siempre habían estado rodeadas de un halo de secretismo. Y sin embargo, el cilindro de piedra que contenía la caja de palisandro tenía que ser, evidentemente, algo bastante distinto. La clave del Priorato —si es que eso era lo que tenían entre sus manos— no era exactamente lo que Langdon había imaginado.
—La clave del Priorato no es mi especialidad —admitió—. Mi interés en el Santo Grial es básicamente simbológico, por lo que tiendo a ignorar la gran cantidad de leyendas que explican cómo encontrarlo.
Sophie arqueó las cejas.
—¿Encontrar el Santo Grial?
Langdon asintió, algo incómodo, eligiendo mentalmente sus palabras con cuidado.
—Sophie, según la tradición de la hermandad, la clave de bóveda es un mapa codificado... un mapa que revela el lugar donde se halla oculto el Santo Grial.
—¿Y tú crees que eso es lo que tenemos aquí? —le preguntó con expresión muy seria.
Langdon no sabía qué responderle. Incluso a él le resultaba increíble, aunque era la única conclusión a la que llegaba. «Una piedra codificada oculta bajo el signo de la rosa.»
La idea de que hubiera sido Leonardo da Vinci el inventor del criptex —anterior Gran Maestre del Priorato de Sión— era un indicador más de que aquello era en verdad la clave del Priorato. «Un diseño de un anterior Gran Maestro... materializado siglos después por otro miembro del Priorato.» Los indicios eran demasiado claros como para rechazarlos sin más.
Durante el último decenio, los historiadores se habían dedicado a buscar la clave en las iglesias francesas. Los buscadores del Grial, perfectos conocedores de la tradición de juegos de palabras y dobles sentidos del Priorato, habían llegado a la conclusión de que la clave de bóveda debía ser, literalmente eso, una clave de bóveda —una cuña arquitectónica—, una piedra con inscripciones codificadas insertada en el arco de alguna iglesia. «Bajo el signo de la rosa.» En arquitectura, las rosas no escaseaban. Rosetones en las ventanas, rosetones en las molduras. Y, claro, abundaban las rosas de cinco pétalos rematando arcos, embelleciendo claves de bóveda. Como escondite, aquel punto de una iglesia era de una sencillez diabólica. El mapa para encontrar el Santo Grial se encontraba oculto en lo más alto del arco de alguna remota iglesia, burlándose de los ciegos feligreses que caminaban por debajo.
—El criptex no puede ser la clave —rebatió Sophie—. No es tan viejo. Estoy segura de que mi abuelo es quien lo creó. Es imposible que forme parte de una leyenda tan antigua sobre el Grial.
—En realidad —dijo Langdon con una punzada de emoción en la voz—, se cree que la clave de bóveda la ha creado el Priorato en algún momento de estas dos últimas décadas.
Sophie le miró, incrédula.
—Pero, si este criptex revelara dónde se encuentra el Santo Grial, ¿por qué habría de dármelo a mí mi abuelo? Yo no tengo ni idea de cómo se abre. ¡Si ni siquiera sé qué es el Grial!
Para su sorpresa, Langdon se dio cuenta de que Sophie tenía razón. Aún no había llegado a explicarle la verdadera naturaleza del Santo Grial. Pero esa historia tendría que esperar. Por el momento, debían concentrarse en la clave.
«Si es que eso es lo que tenemos aquí...»
Alzando la voz sobre el rumor de las ruedas blindadas del furgón, Langdon le explicó someramente a Sophie lo que sabía sobre la clave de bóveda. Supuestamente, durante siglos, del mayor secreto del Priorato —el paradero del Santo Grial— nunca había habido constancia escrita. Por motivos de seguridad, se transmitía oralmente a los nuevos sénéchaux en una ceremonia clandestina. Sin embargo, en cierto momento del siglo pasado, empezaron a surgir rumores de que la política del Priorato había cambiado. Tal vez fuera a causa de las nuevas tecnologías, que permitían interceptar conversaciones, pero al parecer juraron no volver a pronunciar el nombre de aquel lugar sagrado.
—Pero entonces, ¿cómo iban a poder transmitirse el secreto —preguntó Sophie.
—Aquí es donde entra en juego la clave de bóveda. Cuando uno de los cuatro miembros más destacados moría, los otros tres escogían de entre los escalafones inferiores a un candidato para ascenderlo a sénéchal. En vez de decirle dónde se escondía el Grial, le planteaban unas pruebas mediante las que debía demostrar si era o no merecedor de aquella dignidad.
Sophie pareció incomodarse al oír aquello, y Langdon se acordó de lo que le había contado sobre las búsquedas del tesoro que le organizaba su abuelo —preuves de mérite. En realidad, la clave de bóveda era algo parecido. Pero es que ese tipo de pruebas estaba a la orden del día en las sociedades secretas. La mejor conocida era la de los masones, y en ellas sus miembros ascendían a niveles más altos si demostraban que eran capaces de guardar un secreto, lo que lograban mediante una serie de rituales y pruebas de mérito que duraban años. Las pruebas eran cada vez más duras y si se superaban, el candidato alcanzaba el grado trigésimo segundo de la masonería.
—Así que la clave de bóveda es una preuve de mente —dijo Sophie—. Si el sénéchal propuesto logra abrirla, se hace digno de recibir la información que contiene.
Langdon asintió.
—Me había olvidado de que ya tenías experiencia en este tipo de cosas.
—Y no sólo con mi abuelo. En criptología esto se conoce como «lenguaje autoautorizado». Lo que quiere decir es que si eres lo bastante listo para leerlo, entonces es que tienes derecho a saber lo que pone.
Langdon vaciló un instante.
—Sophie, ¿te das cuenta de que si en realidad esto es la clave, el hecho de que tu abuelo la tuviera en su poder significa que era un miembro muy destacado del Priorato de Sión? Porque para saber eso hay que estar entre los cuatro primeros.
Sophie suspiró.
—Era un miembro destacado de una sociedad secreta. De eso no me cabe duda. Y todo apunta a que era el Priorato.
Langdon tardó en reaccionar.
—¿Sabías que tu abuelo pertenecía a una sociedad secreta?
—Hace diez años vi unas cosas que no debería haber visto. Desde entonces no nos hemos vuelto a dirigir la palabra. —Hizo una pausa—. No es que mi abuelo fuera un miembro destacado, es que creo que era el que tenía el rango más elevado.
Langdon no daba crédito a lo que acababa de oír.
—¿Gran Maestre? ¡Pero es imposible que tú sepas algo así!
—Prefiero no hablar del tema —dijo Sophie apartando la mirada, decidida a no hablar de algo que claramente le hacía daño.
Langdon seguía anonadado. «¿Jacques Saunière Gran Maestre?» A pesar de las increíbles repercusiones que podía tener aquello en caso de ser cierto, Langdon tenía la intuición de que de aquel modo todo encajaba casi perfectamente. En el fondo, los anteriores Grandes Maestres del Priorato también habían sido prominentes figuras públicas con sensibilidad artística. Buena prueba de ello había quedado desvelada hacía unos años con el descubrimiento, en la Bibliothéque Nationale de París, de unos papeles que pasaron a conocerse como Les Dossiers Secrets.
No había historiador especializado en los templarios ni apasionado del Santo Grial que no los hubiera leído. Catalogados bajo el código 4° lm1 249, los dossieres secretos habían sido autentificados por numerosos especialistas, y confirmaban de manera incontrovertible lo que los historiadores llevaban mucho tiempo sospechando: entre los Grandes Maestres del Priorato estaban Leonardo da Vinci, Botticelli, Isaac Newton, Víctor Hugo y, más recientemente, Jean Cocteau, el famoso y polifacético escritor parisino.
«¿Por qué no podía serlo Jacques Saunière?»
La incredulidad de Langdon volvió a intensificarse al recordar que esa noche había quedado en reunirse con él. «El Gran Maestre quería verme. ¿Para qué? ¿Para charlar un rato sobre arte?» De pronto aquella posibilidad le pareció poco verosímil. Después de todo, si su intuición no fallaba, el Gran Maestre del Priorato de Sión acababa de transmitir la información sobre la legendaria clave de su hermandad a su nieta, y a la vez le había ordenado a ésta que se pusiera en contacto él.
«¡Inconcebible!»
La imaginación de Langdon no bastaba para evocar el conjunto de circunstancias que permitieran explicar el comportamiento de Saunière. Incluso en el caso de que temiera su propia muerte, quedaban otros tres sénéchaux que también conocían el secreto y por tanto garantizaban la continuidad del Priorato. ¿Por qué tendría que correr el enorme riesgo de entregarle a su nieta la clave, y más teniendo en cuenta que no se llevaban bien? ¿Y por qué implicar a Langdon, un ¡ total desconocido?
«En este rompecabezas falta una pieza», pensó Langdon.
Al parecer, las respuestas iban a tener que esperar un poco más. El sonido del motor reduciendo su velocidad les hizo levantar la vista. Bajo las ruedas se oía el rumor de la gravilla. «¿Por qué estamos parando tan pronto?», se preguntó Langdon. Vemet les había dicho que iba a llevarlos fuera de la ciudad para mayor seguridad. El furgón frenó casi hasta detenerse y se internó por un terreno inesperadamente irregular. Sophie dedicó a Langdon una mirada de preocupación y cerró la caja que contenía el criptex. Langdon volvió a envolverla con la chaqueta.
El furgón se detuvo, pero el motor seguía ronroneando. Los cierres de los portones traseros empezaron a moverse. Cuando se abrieron las puertas, a Langdon le sorprendió ver que estaban en una zona boscosa, bastante alejados de la carretera. Vernet se asomó al compartimento muy serio y con una pistola en la mano.
—Lo siento mucho —dijo—, pero no me queda otro remedio.
49
André Vernet parecía incómodo con aquel arma entre las manos, pero los ojos le brillaban con una determinación que a Langdon no le parecía sensato poner a prueba.
—Lamento tener que obligarles —dijo, apuntándoles alternativamente a los dos, que seguían en el interior del furgón—. Dejen la caja en el suelo.
Sophie la tenía agarrada con fuerza contra el pecho.
—Ha dicho que usted y mi abuelo eran amigos.
—Tengo la obligación de proteger los bienes de su abuelo, y eso es precisamente lo que estoy haciendo. Así que suelte la caja.
—Mi abuelo me la ha confiado a mí —declaró Sophie.
—Haga lo que le digo —ordenó Vemet levantando el arma.
Langdon vio que ahora el cañón le apuntaba a él.
—Señor Langdon, acérqueme usted la caja, y tenga claro que si se lo pido a usted es porque no dudaría ni un instante en disparar.
Langdon miró al banquero con desprecio.
—¿Por qué lo hace?
—¿Y usted qué cree? Para proteger los bienes de mis clientes.
—Ahora sus clientes somos nosotros —intervino Sophie.
La expresión de Vernet se transformó por completo y se volvió fría como el hielo.
—Mademoiselle Neveu, no sé cómo ha conseguido la llave y el número de cuenta, pero está claro que ha habido juego sucio. De haber conocido el alcance de sus crímenes, nunca les habría ayudado a salir del banco.
—Ya se lo he dicho antes —insistió Sophie—. Nosotros no hemos tenido nada que ver con la muerte de mi abuelo.
Vernet miró a Langdon.
—Sí, pero en la radio insisten que no sólo le buscan por el asesinato de Jacques Saunière, sino también por el de los otros tres hombres.
—¿Qué? —exclamó Langdon, boquiabierto—. «¿Tres asesinatos más?» Que fueran precisamente tres le sorprendió más que el hecho mismo de ser considerado el principal sospechoso. Parecía demasiada casualidad. —Los ojos de Langdon se posaron en la caja de palisandro—. Si han asesinado a los sénéchaux, Saunière no ha tenido otra salida. Debía traspasar la clave a alguien.»
—La policía ya lo aclarará todo en su momento —dijo Vernet—. Por lo pronto yo ya he involucrado a mi banco más de la cuenta.
Sophie lo miró.
—Está claro que no tiene ninguna intención de entregarnos a la policía, porque en ese caso hubiéramos regresado al banco. Lo que hace es traernos hasta aquí y amenazarnos con una pistola.
—Su abuelo contrató nuestros servicios por algo muy concreto: para que sus posesiones estuvieran a salvo y custodiadas con discreción. Me da igual qué es lo que contiene esa caja, pero no pienso dejar que acabe considerada como prueba oficial de la investigación policial. Señor Langdon, acérquemela.
Sophie negó con la cabeza.
—No lo hagas.
Sonó un disparo y la bala se estrelló contra el techo del furgón. La explosión sacudió el compartimento y el proyectil cayó en el suelo con un tintineo.
«¡Mierda!» Langdon se quedó sin habla.
—Señor Langdon, quítele la caja —repitió Vernet más seguro de sí mismo.
Langdon le obedeció.
—Y ahora, tráigala hasta aquí.
Vernet seguía de pie, detrás del parachoques trasero, con el arma apuntando al interior del compartimento de carga.
Con la caja en la mano, Langdon avanzó en dirección a las puertas.
«¡Tengo que hacer algo! —pensó—. ¡Estoy a punto de entregarle la clave del Priorato!» Mientras se acercaba a la salida, su elevación respecto del suelo se hacía más evidente, y empezó a plantearse si no podría usar aquella ventaja en su beneficio. Aunque Vernet mantenía el arma levantada, le llegaba a la altura de la rodilla. «¿Una patada bien dada, tal vez?» Por desgracia, mientras avanzaba, Vernet pareció captar el peligro y retrocedió varios pasos hasta quedar a unos dos metros de él, fuera de su alcance.
—Deje la caja junto a la puerta —ordenó.
Como no veía ninguna otra salida, Langdon se arrodilló e hizo lo que le ordenaba.
—Ahora póngase de pie.
Langdon empezó a incorporarse, pero se detuvo y se fijó en el casquillo de la bala que Vemet había disparado antes y que había ido a parar cerca de la hendidura que hacía que las puertas del furgón encajaran y quedaran perfectamente selladas.
—Levántese y aléjese de la caja.
Langdon siguió inmóvil un instante, con la mirada fija en aquella ranura metálica, y se puso de pie. Al hacerlo, movió discretamente la bala y se fue hada atrás.
—Vaya hasta el fondo y dése la vuelta.
Vernet notaba que el corazón le latía con fuerza. Apuntando el arma con la mano derecha, se acercó a la caja para cogerla con la izquierda, pero se dio cuenta de que pesaba demasiado. «Tengo que cogerla con las dos manos.» Miró a sus rehenes y calculó el riesgo. Estaban a unos cinco metros de él, al fondo del compartimento de carga, de espaldas. Se decidió. Dejó la pistola en el parachoques, cogió la caja con las dos manos y la bajó hasta el suelo. De inmediato volvió a apoderarse del arma y a apuntarles con ella. Sus prisioneros no se habían movido lo más mínimo.
«Perfecto.» Ahora lo único que le quedaba por hacer era cerrar las puertas. De momento dejaría la caja en el suelo. Empujó una, que se cerró con un chasquido. Ahora debía asegurarla haciendo encajar la barra de seguridad en la ranura. Giró el tirador hacia la izquierda y la barra bajó un poco, pero se bloqueó inesperadamente sin llegar a encajar en la hendidura. «¿Qué está pasando aquí?» Volvió a intentarlo, sin éxito. «¡La puerta no está bien cerrada!» Le invadió una oleada de pánico y la apretó con fuerza, aunque sin moverse de donde estaba. «Hay algo que la bloquea.» Vernet se giró para empujarla un poco con el hombro, pero en ese momento se abrió de golpe, le dio en la cara y le tiró al suelo. Le dolía mucho la nariz. Mientras se llevaba las manos a la cara y notaba la sangre tibia que le corría por la cara, la pistola desapareció.
Robert Langdon saltó al exterior y Vernet intentó incorporarse, aunque no veía nada. Estaba aturdido y volvió a caerse de espaldas. Sophie Neveu gritaba algo. Un instante después, se vio rodeado por una nube de polvo y de humo. Oyó el crepitar de las ruedas sobre la gravilla y logró sentarse justo en el momento en que el furgón, demasiado ancho para pasar, se empotraba contra un árbol. El motor protestó y el árbol se dobló. Al final, el parachoques cedió y se partió. El vehículo blindado se alejó con el parachoques medio colgando. Al llegar a la carretera de acceso, la noche se iluminó con las chispas del metal sobre el asfalto.
Vernet se volvió hacia el vacío que había dejado el furgón. Aunque estaba oscuro, se veía que en el suelo no había nada.
La caja de madera había desaparecido.
50
El Fiat que, sin distintivo alguno, se alejaba de Castel Gandolfo, enfiló la sinuosa carretera que atravesaba las montañas de Alba en dirección al valle. En el asiento trasero, el obispo Aringarosa sonrió, notando en su regazo el peso de los fajos de bonos que llevaba en el maletín y preguntándose cuánto tiempo pasaría hasta que él y El Maestro pudieran cambiarlos.
«Veinte millones de euros.»
Con aquella suma Aringarosa podría comprar una gran cuota de poder, algo más valioso que el dinero.
Mientras el coche se dirigía hacia Roma a toda velocidad, Aringarosa se preguntaba por qué El Maestro aún no se había puesto en contacto con él. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo de la sotana y verificó que tenía muy mala recepción.
—Por aquí arriba hay poca cobertura —le dijo el chófer mirándolo por el espejo retrovisor—. En cuestión de cinco minutos salimos de las montañas y el servicio mejora.
—Gracias.
Aringarosa sintió una punzada de preocupación. «¿No hay cobertura en las montañas?» Entonces, tal vez El Maestro sí había intentado contactar con él. Era posible que algo hubiera fallado estrepitosamente y él no se hubiera enterado.
Comprobó entonces el buzón de voz y constató que no había nada. Pero al momento se convenció de que El Maestro no dejaría nunca un mensaje grabado; era muy cuidadoso con sus comunicaciones. Nadie mejor que él entendía los riesgos de hablar abiertamente en el mundo moderno. La interceptación electrónica de datos había jugado un papel básico en la gran cantidad de conocimientos secretos de que disponía.
«Es por eso por lo que siempre toma tantas precauciones.»
Por desgracia, entre las medidas de prudencia de El Maestro estaba su negativa a facilitarle a Aringarosa ningún teléfono de contacto. «Seré yo el que inicie siempre la comunicación —le había dicho—. Así que no se aleje mucho de su teléfono.» Ahora que Aringarosa se daba cuenta de que su aparato podía no haber estado operativo, empezó a temer lo que El Maestro pudiera estar pensando si le había llamado con insistencia sin obtener respuesta.
«Pensará que algo va mal.»
«O que no he obtenido el pago.»
El obispo empezó a sudar un poco.
«O peor... que he cogido el dinero y me he fugado.»
51
Aunque sólo iban a sesenta kilómetros por hora, el parachoques medio suelto rozaba el asfalto de aquella carretera secundaria, haciendo un ruido infernal y levantando chispas a su paso.
«Tenemos que salir de la carretera como sea», pensó Langdon.
Apenas veía dónde se dirigía. El único faro delantero que funcionaba había perdido la alineación en el choque contra el árbol y lo que hacía era alumbrar el bosque que se extendía junto a la autopista. Según parecía, lo único blindado de aquel furgón era el compartimento de la carga.
Sophie iba en el asiento del copiloto sin apartar la vista de la caja de palisandro que sostenía en el regazo.
—¿Estás bien? —le preguntó Langdon.
Sophie parecía muy afectada.
—¿Tú crees que es verdad lo que ha dicho?
—¿Sobre las otras tres muertes? Totalmente. Eso responde a muchas preguntas; la desesperación de tu abuelo por traspasar la clave, y el gran interés de Fache en darme caza.
—No, quiero decir si crees que Vernet está intentando proteger a su banco, tal como ha dicho.
Langdon la miró.
—¿Qué insinúas?
—Que tal vez quisiera quedarse él la clave.
A Langdon aquello no se le había ni pasado por la cabeza.
—¿Y cómo iba a conocer el contenido de la caja?
—Estaba depositada en su banco. Conocía a mi abuelo. Tal vez supiera cosas. Y quizá decidiera apoderarse del Santo Grial.
Langdon negó con la cabeza. Vernet no le parecía el tipo de persona capaz de hacer algo así.
—Según mi experiencia, sólo hay dos motivos por los que se busca el Grial. O es gente muy ingenua que cree que está buscando el cáliz perdido de Jesús...
—¿O?
—O saben la verdad y ésta les supone una amenaza. Son muchos los grupos que, a lo largo de la historia, han buscado el Grial para destruirlo.
El silencio que se produjo entre los dos acentuó el chirrido del parachoques. Ya se habían alejado unos kilómetros, y mientras Langdon observaba la cascada de chispas que subía por el parabrisas, no estaba muy convencido de que aquello no fuera peligroso. Y aunque no lo fuera, si se cruzaban con algún otro coche, llamarían mucho la atención. Así que tomó una decisión.
—Voy a ver si puedo sujetar el parachoques con algo.
Se metió en el arcén y paró el furgón.
Por fin cesó aquel estrépito.
Se fue hasta la parte delantera, con todas las alertas activadas. Ya le habían apuntado dos veces con una pistola esa noche y no se fiaba lo más mínimo. Aspiró una bocanada de aire de la noche e intentó serenarse un poco. Además de lo grave que era ser un fugitivo, Langdon estaba empezando a sentir el creciente peso de la responsabilidad ante la idea de tener en su poder, junto con Sophie, las instrucciones codificadas que llevaban a uno de los misterios más importantes de todos los tiempos.
Y, por si aquella carga fuera poca, ahora Langdon se daba cuenta de que cualquier intento de devolver la clave al Priorato acababa de desaparecer. La noticia de aquellos otros tres asesinatos tenía oscuras implicaciones. «Se han infiltrado en el Priorato, que ha quedado expuesto.» No había duda de que la hermandad estaba siendo espiada, o acaso hubiera un topo entre sus filas. Aquello tal vez explicara por qué Saunière les había traspasado la clave a ellos, a dos personas ajenas al grupo, a personas no significadas. «No podemos devolver la clave de bóveda a la hermandad.» Aunque Langdon supiera cómo ponerse en contacto con algún miembro, era muy probable que quien acabara apareciendo para llevarse la clave fuera el mismísimo enemigo. De momento, al menos, parecía que la clave estaba en poder de Sophie y de él, lo quisieran o no.
El frontal del furgón estaba en peor estado de lo que había supuesto. El faro de la izquierda había desaparecido, y el de la derecha parecía una órbita ocular colgando de su cuenca. Langdon la encajó, pero se volvió a salir. Lo único bueno era que el parachoques estaba casi arrancado del todo. Le dio una patada y le pareció que con un poco más de esfuerzo conseguiría soltarlo. Mientras daba patadas a aquel amasijo de metal doblado, recordó la conversación que había tenido hacía un rato con Sophie. «Mi abuelo me dejó un mensaje en el contestador —le había dicho—. Me dijo que tenía que contarme la verdad sobre mi familia.» En ese momento no se le había ocurrido nada, pero ahora, conociendo la implicación del Priorato de Sión, Langdon sintió que una nueva posibilidad empezaba a emerger.
De repente el parachoques se soltó con gran estrépito. Langdon se quedó un momento quieto para recobrar el aliento. Al menos ya no irían por ahí soltando chispas. Levantó el parachoques y empezó a arrastrarlo hasta los árboles, preguntándose qué debían hacer. No tenían ni idea de cómo abrir el criptex, ni de por qué Saunière se lo había hecho llegar a ellos. Y, desgraciadamente, su supervivencia aquella noche parecía depender de las respuestas a esas preguntas.
«Necesitamos ayuda —resolvió—. Ayuda profesional.»
En el mundo del Santo Grial y del Priorato de Sión, esa ayuda se reducía a un solo nombre. El reto, claro, iba a ser convencer a Sophie. Dentro del furgón, ella esperaba a que Langdon entrara y notaba el peso de la caja en el regazo. «¿Por qué me la ha dado mi abuelo?» No tenía ni idea de lo que debía hacer con ella.
«Piensa, Sophie, usa la cabeza. ¡El abuelo está intentando decirte algo!»
Abrió la caja y observó los discos del criptex. «Una prueba de mérito.» En aquello veía claramente la mano de su abuelo. «La clave es un mapa que sólo puede leer quien sea digno de ella.» Sí, aquello tenía que ser obra de su abuelo.
Sacó el criptex de la caja y pasó los dedos por los discos. «Cinco letras.» Los hizo girar uno por uno. El mecanismo se movía sin dificultad. Los fue alineando de manera que las letras que escogía quedaran entre las dos flechas de bronce que había en los dos extremos del cilindro. Formó una palabra, consciente de que era obvia hasta el absurdo.
G-R-I-A-L.
Con suavidad, tiró de los dos extremos del criptex, pero nada se movió. Oyó el borboteo del vinagre en su interior y dejó de tirar. Lo intentó de nuevo con otra palabra
V-I-N-C-I
Nada.
C-L-A-V-E.
Nada. El criptex seguía cerrado a cal y canto.
Frunciendo el ceño, lo dejó en su caja y la cerró. Miró a Langdon, que seguía fuera, y se alegró de que estuviera con ella esa noche, «P. S. Buscar a Robert Langdon.» Ahora entendía los motivos de su abuelo para incluirlo a él en todo aquello. Ella no estaba preparada para comprender sus intenciones, y le había enviado a Langdon para que le hiciera de guía. Un tutor para supervisar su educación. Por desgracia para él, había acabado haciendo de bastante más que de guía esa noche. Se había convertido en el blanco de Bezu Fache... y de una fuerza invisible decidida a hacerse con el Santo Grial.
«Sea lo que sea.»
Sophie no estaba segura de si merecía la pena poner en peligro su vida para intentarlo.
Cuando el furgón se puso en marcha de nuevo, Langdon constató aliviado que ahora sólo se oía el ruido del motor.
—¿Sabes cómo se va a Versalles desde aquí?
Sophie le miró.
—¿Nos vamos de visita turística?
—No, tengo un plan. Conozco a un historiador de la religión que vive cerca de Versalles. No recuerdo exactamente dónde, pero podríamos buscarlo. He estado en su casa de campo varias veces. Se llama Leigh Teabing. Es un antiguo miembro de la Real Academia Británica de Historia.
—¿Y vive en París?
—La gran pasión de Teabing es el Grial. Cuando hace quince años surgieron los primeros rumores sobre la clave de bóveda del Priorato, se trasladó a Francia y empezó a rastrear por las iglesias con la esperanza de encontrarlo. Ha publicado algunos libros sobre la clave y el Grial. Tal vez a él se le ocurra cómo se abre el criptex y qué hacer con él.
La expresión de Sophie era de desconfianza.
—¿Y te fías de él?
—¿Fiarme en qué sentido? ¿Te refieres a si nos robaría información?
—O si no nos delataría.
—No tengo intención de decirle que nos busca la policía. Espero que nos aloje hasta que logremos aclarar todo esto.
—Robert, no sé si te has parado a pensar que a estas horas todas las cadenas de televisión de Francia están a punto de divulgar imágenes de nosotros dos. Bezu Fache siempre usa los medios de comunicación en su beneficio. Va a hacer que sea muy difícil que nos movamos sin que nos reconozcan.
«Fantástico —pensó Langdon—. Mi debut en la tele francesa será en la lista de los delincuentes más buscados.» Al menos Jonas Faukman podía estar satisfecho: cada vez que salía en las noticias, las ventas de sus libros aumentaban.
—¿Ese hombre es muy amigo tuyo?
Langdon dudaba que Teabing mirara la tele, y menos a aquellas horas, pero aun así aquella pregunta era difícil de responder. Su intuición le decía que Teabing era totalmente de fiar y que les ofrecería el refugio ideal. Teniendo en cuenta las circunstancias, seguramente haría todo lo posible por ayudarles. No sólo le debía un favor a Langdon sino que era especialista en el Santo Grial, y Sophie aseguraba que Saunière había sido Gran Maestre del Priorato de Sión. En cuanto tuviera conocimiento de ese dato, la idea de contribuir a resolver el enigma le haría salivar de placer.
—Teabing podría ser un poderoso aliado —dijo Langdon—. «En función de lo que quieras contarle.»
—Es probable que Fache ofrezca una recompensa económica a quien dé información sobre nuestro paradero.
Langdon se echó a reír.
—Créeme, dinero no es precisamente lo que ese hombre necesita. —Leigh Teabing era rico a la manera de los países pequeños. Descendiente del primer duque de Lancaster, Teabing había obtenido el dinero que tenía gracias a un antiguo procedimiento aún vigente que se conocía como herencia. Su mansión, a las afueras de París, era un palacio del siglo XVII con dos lagos privados.
Langdon lo había conocido hacía unos años a través de la BBC. Teabing había propuesto al canal de televisión realizar un documental histórico en el que se divulgara al gran público la impactante historia del Santo Grial. A los productores les encantó el planteamiento de Teabing, sus investigaciones y sus credenciales, pero les daba miedo que el tema resultara tan chocante y difícil de creer que la reputación de la cadena se viera comprometida. A propuesta de Teabing, la BBC venció sus temores contratando a tres prestigiosos historiadores de distintas partes del mundo para que corroboraran la sorprendente naturaleza del secreto del Santo Grial.
Y Langdon había sido uno de los elegidos.
Para la filmación, le habían llevado hasta la finca de Teabing. Eligieron la opulenta sala de la mansión y empezó a contar su versión ante las cámaras, admitiendo su escepticismo inicial al tener conocimiento de la historia alternativa del Santo Grial, y describiendo a continuación que años de investigaciones le habían convencido de la verdad de aquella teoría. Finalmente, Langdon acababa exponiendo los resultados de algunas de sus investigaciones, una serie de conexiones simbólicas que avalaban decididamente unas tesis en apariencia controvertidas.
Cuando el programa se emitió en Gran Bretaña, a pesar de la seriedad de sus participantes y de lo bien documentadas que estaban las pruebas, chocó frontalmente con el arraigado pensamiento cristiano popular y despertó al momento una tormenta de hostilidades. En los Estados Unidos no llegó a emitirse, pero sus repercusiones resonaron a través del Atlántico. Poco después, Langdon recibió una postal de un viejo amigo, el obispo católico de Filadelfia. El texto era muy breve. «Et tu, Robert?»
—Robert, ¿estás absolutamente seguro de que podemos fiarnos de ese hombre? —le preguntó Sophie.
—Sí. Somos colegas, tiene todo el dinero que quiere y me consta que siente desprecio por las autoridades francesas. El gobierno le cobra unos impuestos desorbitados por haber comprado una casa catalogada como parte del patrimonio histórico. Te aseguro que no tendrá ninguna prisa en cooperar con Fache.
Sophie volvió la cabeza y clavó la mirada en la oscuridad de la noche.
—Si vamos a verle, ¿qué vas a contarle?
Langdon no parecía preocupado.
—Créeme, Leigh Teabing sabe más sobre el Priorato de Sión y el Santo Grial que cualquier otra persona en este mundo.
Sophie lo miró.
—¿Más que mi abuelo?
—Quiero decir más que cualquiera que no pertenezca a la hermandad.
—¿Y cómo sabes que él no pertenece a ella?
Teabing se ha pasado la vida intentando dar a conocer la verdad sobre el Santo Grial. Y el voto del Priorato es precisamente mantener oculta su verdadera naturaleza.
—Eso suena a conflicto de intereses.
Langdon entendía su reticencia. Saunière le había hecho llegar el criptex directamente a Sophie, y aunque ella no supiera qué era lo que contenía ni qué debía hacer con él, no estaba segura de si implicar a un perfecto desconocido era lo más indicado. Teniendo en cuenta la información potencialmente oculta en él, seguramente su actitud de cautela era sabia.
—No hace falta que le contemos de entrada lo de la clave de bóveda. Tal vez sea mejor incluso no decirle nada sobre el tema. Su casa nos ofrecerá un refugio seguro para escondernos y pensar y puede que cuando hablemos con él sobre el Grial, empieces a formarte una idea de por qué tu abuelo quiso entregarte esto a ti.
—A nosotros —corrigió Sophie.
Langdon sintió cierto orgullo y volvió a preguntarse por qué Saunière lo habría incluido también a él.
—¿Sabes más o menos dónde vive el señor Teabing?
—Su finca se llama Château Villete.
Sophie se volvió y abrió mucho los ojos, incrédula.
—¿El Château Villete?
—Sí, ese.
—Tienes buenos amigos.
—¿Conoces la finca?
—He pasado por delante. Está en la zona de los castillos. A unos veinte minutos de aquí.
Langdon frunció el ceño.
—¿Tan lejos?
—Sí. Así que te da tiempo de contarme de una vez qué es en realidad el Santo Grial.
Langdon se quedó un instante en silencio.
—Te lo contaré en casa de Teabing. El y yo nos hemos especializado en diferentes aspectos de la leyenda, así que con la información de los dos podrás conocer toda la historia.—Sonrió—. Además, Teabing ha dedicado su vida entera al Grial y oír la historia de sus labios es como si el propio Einstein te contara la teoría de la relatividad.
—Esperemos que a Leigh no le molesten las visitas a horas intempestivas.
—Por cierto, no es Leigh a secas, es sir Leigh. —Langdon había cometido aquel error sólo una vez—. Teabing es todo un personaje. La reina le nombró sir hace unos años por un completísimo trabajo histórico que realizó sobre la casa de York.
Sophie lo miró.
—Estás de broma, ¿no? ¿Me estás diciendo que vamos a visitar a un caballero?
Langdon esbozó una extraña sonrisa.
—Vamos a la busca del Grial, Sophie. ¿Quién mejor que un caballero para ayudarnos?
52
El Château Villete, que ocupaba una extensión de setenta y cuatro hectáreas, estaba situado a veinticinco minutos al noroeste de París, cerca de Versalles. Proyectado por Francois Mansart en 1668 para el conde de Aufflay, era uno de los castillos históricos más significativos de la región parisina. Dotado de dos lagos rectangulares y de unos jardines diseñados por Le Nôtre, el Château Villete era, como su nombre indicaba, algo más que una mansión. A aquella finca muchos la conocían como la Petite Versilles.
Langdon detuvo el furgón blindado a la entrada del camino de acceso, que tenía casi dos kilómetros de extensión. Detrás de una impresionante verja de seguridad, la residencia de sir Leigh Teabing se recortaba sobre un prado en la distancia. Un cartel atornillado a los barrotes dejaba las cosas claras, para quien supiera inglés. PRIVATE PROPERTY. NO TRESPASSING.
Como para proclamar que su hogar era una isla británica, Teabing no sólo había puesto los carteles en su idioma, sino que el intercomunicador estaba colocado a la derecha, es decir, en el lado del copiloto en toda Europa menos en Gran Bretaña.
Sophie miró aquel aparato mal puesto con extrañeza.
—¿Y si alguien viene solo?
—No hagas preguntas. —Langdon ya se había encontrado en aquella situación—. A Teabing le gusta que las cosas sean como en su país.
Sophie bajó la ventanilla.
—Robert, es mejor que hables tú.
Se estiró por encima de Sophie para llamar al timbre y al hacerlo le llegó su perfume y se dio cuenta de lo cerca que estaban. Esperó, en aquella postura algo incómoda, mientras por el altavoz se oían los timbrazos de un teléfono.
Al final alguien descolgó y respondió con tono irritado y acento francés.
—Château Villete. ¿Quién es?
—Robert Langdon —dijo Robert extendido sobre el regazo de Sophie—. Soy amigo de sir Leigh Teabing y necesito su ayuda.
—El señor está durmiendo. Como yo lo estaba hace un momento. ¿Qué es lo que quiere de él?
—Es un asunto privado. De gran interés para él.
—Entonces seguro que estará encantado de recibirle mañana.
Langdon cambió un poco de postura.
—Es muy importante.
—También lo es el sueño de sir Leigh. Si es amigo suyo, sabrá que no goza de buena salud.
Teabing había tenido la polio de pequeño y llevaba hierros en las piernas y andaba con muletas, pero a Langdon, en su anterior visita, le había parecido tan vivaz y alegre que su enfermedad le había pasado casi desapercibida.
—Por favor, dígale que he descubierto nuevos datos sobre el Grial. Noticias que no pueden esperar a mañana.
Se hizo una larga pausa.
Finalmente, alguien habló.
—Pero hombre, ¿es que aún vas con el horario americano?
La voz era limpia y despejada.
Langdon sonrió, reconociendo al momento aquel marcado acento inglés.
—Leigh, perdona por despertarte a una hora tan intempestiva.
—Mi mayordomo me dice que no sólo estás en París, sino que dices nosequé del Grial.
—Se me ha ocurrido que tal vez así te sacaría de la cama.
—Pues lo has conseguido, sí.
—¿Hay alguna posibilidad de que le abras la puerta a un viejo amigo?
—Los que buscan la verdad son más que amigos. Son hermanos.
Langdon rió la exageración, acostumbrado a sus salidas teatrales.
—Pues claro que te abriré la puerta —proclamó Teabing—, pero antes debo asegurarme de que en tu corazón anida la verdad. Una prueba a tu honor. Me responderás a tres preguntas.
Langdon gruñó, susurrándole a Sophie.
—Tranquila, ya te he dicho que es todo un personaje.
—Primera pregunta —declamó Teabing con voz de oráculo—. ¿Prefieres té o café?
Langdon sabía qué opinaba sir Leigh sobre el café americano.
—Té —respondió—. Earl Grey.
—Excelente. Segunda pregunta. ¿Leche o azúcar?
Langdon vaciló.
—Leche —le susurró Sophie—. Creo que los ingleses lo toman con leche.
—Leche.
Silencio.
—¿Azúcar?
Teabing seguía sin decir nada.
«¡Un momento!» Langdon se acordó de la bebida amarga que le habían servido en su anterior visita y se dio cuenta de que la pregunta tenía truco.
—¡Limón! —dijo— Earl Grey con limón.
—Sí, por supuesto. —Teabing parecía estar pasándoselo en grande—. Y finalmente debo hacerte la pregunta más trascendental. —Hizo una pausa antes de proseguir en un tono muy solemne—. ¿En qué año destronó un remero de Harvard a otro de Oxford en Henley?
Langdon no tenía ni idea, pero se le ocurrió que si se lo preguntaba sólo podía ser por algo.
—Seguro que algo tan ridículo no se ha producido jamás.
La verja se abrió con un chasquido.
—Tu corazón está limpio, amigo mío. Puedes entrar.
53
—¡Monsieur Vernet! —Al gerente de guardia en el Banco de Depósitos de Zúrich le tranquilizó oír la voz del presidente al otro lado de la línea—. ¿Dónde estaba? La policía está aquí. ¡Todos le están esperando!
—Tengo un pequeño problema —le dijo con tono de preocupación—. Necesito que me ayude inmediatamente.
«Tiene usted algo más que un pequeño problema», pensó el gerente. Habían rodeado por completo el edificio y amenazaban con hacer venir al capitán de la Policía Judicial en persona con la orden judicial que el banco había exigido.
—¿Cómo puedo ayudarle, señor?
—El furgón blindado número tres. Tengo que encontrarlo.
Desconcertado, el gerente comprobó la tabla de envíos.
—Está aquí. Aparcado abajo, en la zona de carga.
—No. Los dos individuos a los que busca la policía lo han robado.
—¿Qué? ¿Y cómo han podido salir?
—No puedo entrar en detalles por teléfono, pero tenemos un problema que podría acabar siendo muy perjudicial para el banco.
—¿Qué quiere que haga, señor?
—Quiero que active el sistema de localización para emergencias del furgón.
El gerente miró el panel de control que había al otro lado de la habitación. Como muchos vehículos blindados, todos los furgones del banco disponían de un dispositivo de seguimiento controlado por radio, que se activaba a distancia desde la entidad. Él personalmente sólo había tenido que usarlo en una ocasión, tras el secuestro de un vehículo, y el funcionamiento había sido impecable; había localizado su paradero y había transmitido automáticamente las coordenadas a las autoridades. Sin embargo, esa noche, tenía la impresión de que el presidente esperaba que todo fuera un poco más discreto.
—Señor, supongo que es consciente de que si activo el sistema de localización, el dispositivo informará simultáneamente a las autoridades de que tenemos un problema.
Vernet se quedó un instante en silencio.
—Sí, ya lo sé. Hágalo de todos modos.
—El furgón número tres. No cuelgo. Necesito su localización tan pronto como la tenga.
—Enseguida, señor. Treinta segundos después, a cuarenta kilómetros de allí, oculto bajo la carrocería del furgón blindado, un diminuto transmisor empezó a funcionar.
54
Al enfilar el camino sinuoso y flanqueado por álamos, Sophie notó que los músculos se le relajaban. Qué alivio dejar atrás la carretera, y además, se le ocurrían pocos sitios más adecuados para desaparecer del mapa que aquella finca privada y cerrada, propiedad de un simpático extranjero.
Giraron al llegar a la glorieta de la entrada y el Château Villete apareció ante sus ojos, a su derecha. Con sus tres plantas y sus al menos sesenta metros de longitud, el edificio tenía una fachada de piedra gris envejecida, iluminada por focos, que contrastaba con los jardines impecablemente cuidados y con los plácidos estanques.
Empezaron a encenderse algunas luces.
En vez de llevar el furgón hasta la puerta principal, Langdon aparcó en una especie de cobertizo destinado a tal efecto que había entre unos setos.
—Mejor no arriesgamos a que nos vean desde la carretera —dijo—. O a que Leigh se pregunte por qué llegamos en un furgón destartalado.
Sophie estaba de acuerdo.
—¿Y qué hacemos con el criptex? Supongo que no deberíamos dejarlo aquí fuera, pero si Leigh lo ve, seguro que querrá saber qué es.
—No te preocupes —le respondió Langdon, que empezó a quitarse la chaqueta mientras se bajaba del furgón. Envolvió con ella la caja y la cogió en brazos como si fuera un bebé.
—Con cuidado —dijo Sophie, insegura.
—Teabing no sale a abrir la puerta. Prefiere hacer una aparición más espectacular. Ya encontraremos un sitio para guardarlo antes de que llegue. —Hizo una pausa, antes de proseguir—. En realidad, tal vez deba advertirte antes de que lo conozcas. Sir Leigh tiene un sentido del humor que a mucha gente le resulta... raro.
Sophie dudaba de que, después de todo lo que le había pasado aquella noche, algo pudiera parecerle raro ya.
El sendero que llevaba hasta la entrada era un mosaico de cantos rodados. Moría junto a una puerta labrada de roble y cerezo con un picaporte de bronce del tamaño de un pomelo. Antes de que Sophie tuviera tiempo de agarrarlo, la puerta se abrió.
Un mayordomo estirado y elegante apareció tras ella, alisándose el esmoquin y ajustándose la pajarita blanca que por lo que se veía acababa de ponerse. Parecía tener unos cincuenta años y era de rasgos refinados. Su expresión austera no dejaba lugar a ninguna duda: no le agradaba nada la presencia de los visitantes.
—Sir Leigh bajará enseguida —declaró con marcado acento francés—. Se está vistiendo, y prefiere no recibir en camisola. ¿Me llevo su abrigo? —añadió mirando con la frente arrugada la chaqueta que Langdon llevaba hecha un ovillo entre sus brazos.
—No gracias, estoy bien.
—Claro que está bien. Síganme, por favor.
El mayordomo les guió por un lujoso vestíbulo de mármol hasta una sala decorada con un gusto exquisito y tenuemente iluminada con lámparas victorianas de pantallas rematadas en borlas. El aire olía a antiguo, a aristocrático, a tabaco de pipa, a hojas de té, a jerez mezclado con el aroma húmedo de la piedra. En la pared del fondo, entre dos relucientes armaduras de cota de malla, había una tosca chimenea, lo bastante grande como para asar un buey entero. El mayordomo se acercó a ella, encendió una cerilla y la acercó a unos troncos dispuestos sobre leña menuda. El fuego no tardó en arder.
Se incorporó y se alisó la chaqueta.
—El señor desea que se sientan como en casa —dijo, antes de desaparecer.
Sophie no sabía en cuál de aquellas antigüedades sentarse. ¿En el diván renacentista de terciopelo? ¿En el balancín con patas de águila? ¿En uno de los dos bancos de piedra que parecían sacados de algún templo bizantino?
Langdon sacó el criptex de la chaqueta, se fue hasta el diván y deslizó la caja de palisandro por debajo, metiéndola bien para que no se viera. Acto seguido sacudió la chaqueta y se la puso, pasándose las manos por las solapas. Se sentó en aquella pieza de museo y sonrió a Sophie.
«Bueno, pues en el diván entonces», pensó, sentándose a su lado.
Al contemplar el fuego que ardía en la chimenea y sentir el agradable calor que desprendía, tuvo la sensación de que a su abuelo le habría encantado aquella estancia. De las paredes, forradas de madera, colgaban pinturas de los viejos maestros franceses, y entre ellas reconoció una de Poussin, uno de sus pintores favoritos. Desde la repisa de la chimenea, un busto de Isis tallado en mármol observaba la sala.
Debajo de la diosa egipcia, y dentro del hueco del hogar, dos gárgolas de piedra hacían las veces de morillos y abrían mucho las bocas revelando unas gargantas huecas, amenazadoras. Las gárgolas siempre habían aterrorizado a Sophie cuando era niña. Hasta que su abuelo la había curado de aquel temor llevándola a los tejados de la catedral de Notre Dame un día de tormenta.
—Princesa, mira estas tontas criaturas —le había dicho, señalándole aquellas bocas que chorreaban agua—. ¿Oyes el ruido extraño que sale de sus gargantas?
Sophie asintió, sin más remedio que esbozar una sonrisa ante aquel sonido burbujeante.
—Están «gargoleando» —continuó su abuelo—. ¡Haciendo gárgaras! De ahí es donde les viene su ridículo nombre.
Y Sophie ya no había vuelto a tenerles miedo nunca más.
Aquel recuerdo le clavó el aguijón de la tristeza al enfrentarla a la cruda realidad de su asesinato. «El abuelo ya no está.» Visualizó el criptex bajo el diván y se preguntó si Leigh Teabing sabría abrirlo. «O si deberíamos planteárselo siquiera.» Las últimas palabras del abuelo de Sophie le habían indicado que se pusiera en contacto con Langdon. Pero de involucrar a nadie más no había dicho nada. «Necesitábamos un sitio donde escondernos», se dijo a sí misma, y decidió confiar en el buen juicio de Robert.
—¡Sir Robert! —atronó una voz a su espalda—. Veo que viajas con una doncella.
Langdon se levantó y Sophie le imitó al momento. La voz provenía de lo alto de una escalera que serpenteaba hacia la penumbra de la segunda planta. Arriba se intuía una silueta que se movía en la penumbra.
—Buenas noches —gritó Langdon—. Permíteme que te presente a Sophie Neveu.
—Es un honor —respondió Teabing, moviéndose hacia la luz.
—Gracias por recibirnos —dijo Sophie, que ahora veía que aquel hombre llevaba hierros en las piernas, usaba muletas y bajaba peldaño a peldaño—. Sabemos que es muy tarde.
—Es tan tarde, querida, que ya es temprano. —Se rió—. Vous n’êtes pas Amérícaine?
Sophie negó con la cabeza.
—Parisienne.
—Su inglés es magnífico.
—Gracias. Estudié en el Royal Holloway.
—Eso lo explica todo. —Teabing seguía descendiendo entre sombras—. No sé si Robert le habrá dicho que yo lo hice casi al lado, en Oxford. —Sonrió, dedicando a Langdon una sonrisa burlona—. Claro que también solicité mi ingreso en Harvard, por si acaso.
Su anfitrión llegó al final de la escalera y a Sophie le pareció que tenía tan poco aspecto de caballero como sir Elton John. Corpulento y rubicundo, sir Leigh Teabing era pelirrojo y tenía unos ojos marrones vivaces que le brillaban cuando hablaba. Llevaba unos pantalones de pinzas y una camisa ancha de seda bajo un chaleco de cachemir. A pesar de los hierros de las piernas, tenía un porte digno, erguido, vertical, que parecía más la herencia de su noble alcurnia que el producto de un esfuerzo consciente.
Teabing se acercó por fin a ellos y le tendió la mano a Langdon.
—Robert, veo que has perdido unos kilos.
Langdon sonrió.
—Pues me parece que los has encontrado tú.
Teabing soltó una carcajada y se dio unas palmaditas en la barriga.
—Touché. Mis únicos placeres carnales últimamente parecen ser los culinarios. —Se volvió hacia Sophie, le sostuvo la mano, hizo una ligera reverencia y le rozó los dedos con los labios—. Milady.
Sophie miró a Langdon desconcertada, sin saber si había retrocedido en el tiempo o si estaba en un manicomio.
Parte 2