Publicado en
abril 08, 2010
EN MEMORIA DE CHARLOTTE LITTLEFIELD,
MERECEDORA DE CUANTOS ELOGIOS SE EXPRESAN EN
PROVERBIOS 31:10-28
STEPHEN KING HABLA SOBRE LAS NOVELAS QUE PUBLICÓ CON EL SEUDÓNIMO DE RICHARD BACHMAN
«Entre 1977 y 1984 publiqué cinco novelas con el seudónimo de Richard Bachman —acaba de confesar Stephen King—. Hubo dos razones por las cuales al fin me relacionaron con Bachman: en primer lugar, porque los cuatro libros iniciales estaban dedicados a personas muy próximas a mí; en segundo lugar, porque mi nombre apareció en los formularios del registro de propiedad de uno de los libros. Ahora la gente me pregunta por qué lo hice, y aparentemente no tengo respuestas muy satisfactorias. Por suerte no he matado a nadie, ¿verdad?»
Mientras King firmaba unas novelas con su nombre auténtico y otras con un seudónimo, también tenía conciencia de que su promedio de obras publicadas superaba los límites de lo normal. En el prólogo que escribió para una edición conjunta de cuatro novelas de «Ri-chard Bachman», Stephen King explicó: «Las cifras habían llegado a una cota muy elevada. Eso influyó. A veces me siento como si hubiese plantado un modesto paquete de palabras y hubiese visto crecer una especie de planta mágica... o un jardín descontrolado de libros (¡MÁS DE CUARENTA MILLONES DE EJEMPLARES EN CIRCULACIÓN!, como se complace en proclamar mi editor).»
King ha adjudicado precisamente a su editor el nacimiento de «Richard Bachman», y lo ha hecho con una alegoría típicamente hilarante y desenfadada: «Yo no creía estar saturando el mercado como Stephen King... pero mis editores sí lo pensaban. Bachman se convirtió en un elemento de transacción, para ellos y para mí. Mis "editores de Stephen King" se comportaron como una esposa frígida que sólo desea entregarse una o dos veces al año, y que le pide a su marido, permanentemente cachondo, que se busque una prostituta de lujo. Era a Bachman a quien yo recurría cuando necesitaba desahogarme. Sin embargo, eso no explica por qué experimentaba la incesante necesidad de publicar lo que escribía aunque no precisara dinero.»
Stephen King considera que sus novelas firmadas con seudónimo son sinceras: «Por lo menos las escribí con el corazón, y con una energía que ahora sólo puedo imaginar en sueños.» Y añade, para terminar, que quizá habría publicado las cinco novelas con su propio nombre «si hubiese conocido un poco mejor el mundo editorial. Solo las publiqué entonces (y permito que se reediten ahora) porque siguen siendo mis amigas».
PRÓLOGO
Yo no sé por qué. Usted no sabe por qué. Lo más probable es que Dios tampoco sepa por qué. Sólo es un asunto del gobierno, eso es todo.
Entrevista a un hombre de la calle acerca de Vietnam, hacia 1967
Pero lo de Vietnam había pasado, y el país seguía su marcha.
En esa calurosa tarde de agosto de 1972, el Newsmobile de la WHLM estaba aparcado cerca de Westgate, al final de la autopista 784. Había un pequeño grupo de gente delante de un estrado decorado con banderolas que había sido construido apresuradamente; las banderolas eran como una delgada capa de carne alrededor del esqueleto formado por los tablones desnudos. Detrás, en la parte superior de un terraplén herboso, se hallaban las cabinas de peaje. Frente a él, el terreno abierto y pantanoso se extendía hacia los límites suburbanos de las afueras de la ciudad.
Un joven periodista llamado Dave Albert estaba haciendo una serie de entrevistas al hombre de la calle, mientras él y sus colaboradores esperaban la llegada del alcalde y el gobernador para presidir la ceremonia de iniciación de los trabajos.
Tendió el micrófono hacia un anciano que llevaba gafas de color.
—Bueno —dijo el anciano, mirando tembloroso hacia la cámara—, creo que es algo estupendo para la ciudad. Hace tiempo que lo necesitábamos. Es... algo estupendo para la ciudad. —Tragó saliva, consciente de que su mente sólo emitía ecos de sí misma, incapaz de detenerse, hipnotizada por el agobiante ojo ciclópeo de la posteridad—. Es estupendo —añadió simplemente.
—Gracias, señor. Muchas gracias.
—¿Cree usted que la utilizarán? ¿En las noticias de esta noche?
—Resulta difícil saberlo —contestó Albert con una sonrisa inocua, muy profesional—. Hay grandes posibilidades de que sí.
Su técnico de sonido le hizo una indicación hacia la entrada del peaje, donde el Chrysler Imperial del gobernador, parpadeante y brillante como un balón de cromo bajo la luz del sol veraniego, acababa de llegar. Albert asintió con la cabeza y elevó un solo dedo. Él y el cámara se aproximaron a un hombre con camisa blanca remangada. El hombre contemplaba el estrado con gesto malhumorado.
—¿Le importaría decirnos su opinión sobre todo esto, señor...?
—Dawes. No, no me importa —dijo con un tono de voz bajo y atento.
—Rápido —murmuró el cámara.
—Creo que es una verdadera mierda —añadió el hombre de la camisa blanca. Su tono de voz seguía siendo agradable.
El cámara hizo una mueca. Albert asintió con un gesto mirando al de la camisa blanca con una expresión de reproche, y a continuación, con los dos primeros dedos de la mano derecha, hizo gestos de que cortaran.
El anciano contemplaba aquel cuadro con verdadero horror. Más arriba, junto a las cabinas de peaje, el gobernador descendía de su Imperial. Su corbata verde resplandecía bajo el sol.
El hombre de la camisa blanca preguntó con amabilidad:
—¿Lo pasarán en las noticias de las seis o de las nueve?
—Vaya, hombre, ¡usted es la monda! —dijo Albert con tono seco, y se dirigió hacia donde estaba el gobernador.
El cámara se apresuró a seguirle. El hombre de la camisa blanca observó al gobernador mientras éste descendía cuidadosamente por el terraplén cubierto de hierba.
Diecisiete meses más tarde, Albert se encontró de nuevo con el hombre de la camisa blanca, pero como ninguno de los dos se acordó de que ya se habían visto en otra ocasión, fue como si se encontraran por primera vez.
PRIMERA PARTE
NOVIEMBRE
A última hora de aquella noche la lluvia golpeaba mi ventana. Atravesé la habitación a oscuras hacia la luz de la lámpara. Creí ver allá abajo, en la calle, El espíritu del siglo. Diciéndonos que todos estamos al borde del lí-mite.
AL STEWART
20 de noviembre de 1973
Siguió haciendo cosas sin permitirse pensar en ellas. Era más seguro de ese modo. Era como tener un interruptor automático en su cabeza que se activaba cada vez que una parte de él intentaba preguntarse:
«Pero ¿por qué haces esto?» Entonces una parte de su mente quedaba a oscuras. ¡Eh, Georgie! ¿Quién ha apagado las luces? Yo. Supongo que algo anda mal en las conexiones. Espera un segundo. Reajustaré el interruptor. Las luces vuelven de pronto. Pero el pensamiento inoportuno ha desaparecido. Todo está bien otra vez. Continuemos, Freddy... ¿dónde estábamos?
Se dirigía hacia la parada del autobús cuando vio el letrero que anunciaba: «ARMERÍA DE HARVEY. Remington, Winchester, Cok, Smith & Wesson. LOS CAZADORES SON BIENVENIDOS.»
Del cielo gris caían unos ligeros copos. Era la primera nieve del año y se posaban en el pavimento como blancas burbujas de soda, deshaciéndose luego. Vio pasar a un chico con un gorro rojo de punto, la boca abierta y la lengua fuera para cazar un copo, elevando la cabeza hacia el cielo.
Se detuvo frente a la armería de Harvey, vacilante. Junto a la puerta, en el exterior, había un montón de periódicos de la última edición. Los titulares rezaban: SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO.
En la parte inferior del estante, un letrero blanco deslucido advertía: ¡LE ROGAMOS PAGUE SU PERIÓDICO! ÉSTA ES UNA VENTA DE CONFIANZA. EL COMERCIANTE DEBE PAGARLOS TODOS.
Hacía calor en el interior. La tienda era alargada y no muy ancha. Sólo había un pasillo. En una estantería situada a la izquierda había expositores de cristal llenos de cajas de municiones. Reconoció inmediatamente los cartuchos del calibre 22 porque cuando era un niño, allá en Connecticut, tuvo un rifle del 22 de un solo disparo. Había deseado aquel rifle durante tres años, y cuando se lo compraron no se le ocurrió qué hacer con él. Tiró durante algún tiempo contra latas vacías, hasta que mató un arrendajo azul. No había sido un disparo limpio. El pájaro cayó sobre la nieve, rodeado de una mancha de color rojo, abriendo y cerrando lentamente el pico. Después de aquello colgó el rifle en un gancho, y allí permaneció durante otros tres años, hasta que se lo vendió a un muchacho de su calle por nueve dólares y una caja llena de tebeos.
Las otras municiones le resultaban menos familiares. Treinta y tres. Treinta y seis, y algo que parecía como el modelo a escala de un casco de obús. ¿Qué clase de animales se pueden matar con estas municiones?, ¿tigres?, ¿dinosaurios?, se preguntó. Sin embargo le fascinaban, metidas en el expositor como golosinas en una tienda de ultramarinos.
El empleado o propietario hablaba con un hombre grueso que llevaba pantalones y camisa de trabajo verde con bolsillos laterales. Hablaba de una pistola que estaba en otro expositor de cristal, desmontada. El hombre grueso echó el cerrojo hacia atrás y ambos miraron la recámara bien engrasada. El hombre grueso dijo algo y el empleado o propietario se echó a reír.
—¿Que los cerrojos se atascan siempre? Eso lo has aprendido de tu padre, Mac. Admítelo.
—Harry, estás lleno de mierda hasta las cejas.
Estás lleno de mierda, Fred, pensó. Hasta las cejas. ¿Lo sabías, Fred?
Fred dijo que lo sabía.
A la derecha había un mostrador de cristal que se extendía a todo lo largo de la tienda. Reconoció las escopetas de cañón doble, pero el resto era un misterio para él. Y, no obstante, algunas personas —como las dos que conversaban en un extremo del mostrador—, lo habían aprendido todo sobre las armas de fuego, con la misma facilidad con que él había aprendido contabilidad general en la escuela mercantil.
Penetró aún más hacia el fondo de la tienda y contempló un armario lleno de pistolas. Vio algunas de aire comprimido, unas pocas del calibre 22, una del 38 con culata de madera, una del calibre 45 y otra que reconoció como una Magnum 44, la misma que llevaba Harry el Sucio en aquella película. Había oído a Ron Stone y a Vinnie Mason hablar de aquel filme en la lavandería, y Vinnie había dicho: «Nunca permiten que un policía lleve un arma así en la ciudad. Con una de ésas puedes abrir un agujero en el cuerpo de un tipo a más de un kilómetro de distancia.»
El hombre grueso, Mac, y el empleado o propietario, Harry (como en Harry el Sucio), habían vuelto a montar el arma.
—Llámame cuando recibas ese Menschler —dijo Mac.
—Lo haré... pero tus prejuicios contra los coches son irracionales —repuso Harry. (Decidió que Harry debía de ser el propietario, pues un empleado nunca llamaría «irracional» a un cliente.)— ¿Te gustaría ver el Cobra la semana que viene?
—Me gustaría —dijo Mac.
—No te lo aseguro.
—Nunca lo haces... pero eres el mejor armero en toda la ciudad, y tú lo sabes.
—Pues claro que lo sé.
Mac palmoteó el arma que había dejado sobre el mostrador y se volvió, dispuesto a marcharse. Mac casi tropezó con él. «Ten cuidado, Mac. Sonríe cuando hagas eso» y se dirigió hacia la puerta. Llevaba el periódico doblado bajo el brazo y él pudo leer: SE MANTIENE EL INESTABLE...
Harry se volvió hacia él, aún sonriente, sacudió la cabeza y preguntó:
—¿Puedo servirle en algo?
—Espero que sí. Pero le advierto por adelantado que lo ignoro todo sobre las armas de fuego. Harry se encogió de hombros.
—¿Acaso la ley le obliga a saber algo? ¿Es para alguna otra persona? ¿Un regalo de Navidad?
—Sí, eso es —dijo él, aprovechando la oportunidad—. Tengo un primo... Nick. Se llama Nick Adams. Vive en Michigan y tiene muchas armas. Ya sabe. Le gusta la caza, pero es algo más que eso. Es como una especie de... bueno, como una...
—¿Afición? —preguntó Harry, sonriendo.
—Sí, eso es.
Había estado a punto de decir «fetichismo». Bajó la mirada hacia la caja registradora, en cuya parte posterior había una pegatina que advertía: SI LAS ARMAS DE FUEGO SON DECLARADAS FUERA DE LA LEY, SÓLO LOS FUERA DE LA LEY TENDRÁN ARMAS DE FUEGO.
Le sonrió a Harry y dijo:
—Eso es muy cierto.
—Desde luego —asintió Harry—. En cuanto a ese primo suyo...
—Se trata de una especie de compromiso. Él sabe lo mucho que me gusta salir en bote, y que me condenen si las Navidades pasadas no me envió un motor Evinrude de sesenta caballos. Me lo mandó por transporte exprés. Yo le regalé una cazadora... y me sentí en ri-dículo.
Harry asintió con un gesto, comprensivo.
—Bien, el caso es que recibí carta suya hace unas seis semanas y parece más contento que un chaval con una invitación para el circo. Al parecer, él y otros seis amigos suyos han comprado los billetes para ir a ese lugar de México, que es como una especie de coto abierto...
—¿Un coto de caza sin limitación de piezas?
—Sí, eso es. Uno dispara a todo lo que quiere. Hay animales más que suficientes... Venados, antílopes, osos, bisontes. De todo.
—¿En Boca Río?
—Pues no lo recuerdo; pero me parece que el nombre era más largo.
Los ojos de Harry adquirieron una expresión soñadora.
—El hombre que acaba de marcharse, yo y otros dos tipos más, fuimos a Boca Río en 1965. Yo cacé una cebra. ¡Una condenada cebra! Hice que disecaran la cabeza y la instalé en mi sala de trofeos. Fue la mejor temporada que he pasado en mi vida, se lo aseguro. Envidio a su primo.
—El caso es que se lo comenté a mi esposa, y ella me dijo que adelante. Hemos tenido un año muy bueno en la lavandería. Trabajo en la lavandería La Cinta Azul, en Western.
—Sí, ya sé dónde está.
Tuvo la sensación de que podía seguir hablando con Harry todo el día, incluso durante el resto del año, entretejiendo la verdad y la mentira para configurar una hermosa y brillante alfombra. Que el mundo siguiera su curso. Al diablo con la escasez de gasolina, el alto precio de la carne y el condenado e inestable alto el fuego. Hablemos de primos que nunca han existido, ¿eh, Fred? Muy bien, Georgie...
—Este año hemos conseguido el hospital Central como cliente, así como la institución mental, y también tres moteles nuevos.
—¿También el motel Quality Motor Court de la avenida Franklin?
—Sí, en efecto.
—He estado allí en un par de ocasiones —dijo Harry—. Las sábanas siempre estaban muy limpias. Cuando está en un motel, a uno nunca se le ocurre pensar en quién lava la sábanas.
—El caso es que hemos tenido un buen año. Así pues, he pensado que quizá pueda regalarle a Nick un rifle y una pistola. Sé que siempre ha querido tener una Magnum 44. En cierta ocasión le oí mencionarlo...
Harry cogió la Magnum y la dejó cuidadosamente sobre el cristal del mostrador. Él la cogió. Y le gustó al sopesarla. Daba la impresión de algo sólido.
La depositó de nuevo sobre el mostrador.
—La recámara de esta pistola... —empezó a decir Harry.
—No tiene que vendérmela —lo interrumpió él con una sonrisa, levantando una mano—. Ya la he comprado. Un ignorante siempre se vende a sí mismo. ¿Cuánta munición debería llevarme?
Harry se encogió de hombros.
—¿Diez cajas, quizá? Él siempre podrá comprar más si quiere. El precio de esa pistola es de doscientos ochenta y nueve más impuestos, pero se la dejaré en doscientos ochenta, munición incluida. ¿Qué le parece?
—Estupendo. —Y, a continuación, como le pareciera necesario añadir algo más, dijo—: Es un arma muy elegante.
—Si va a Boca Río, le aseguro que hará buen uso de ella.
—Y en cuanto al rifle...
—¿Qué clase de armas tiene él?
—Lo siento —repuso, encogiéndose de hombros y extendiendo las manos—. Realmente, no lo sé. Tiene dos o tres escopetas, y algo que llama «de carga automática»...
—¿Una Remington?
Harry se lo preguntó tan rápidamente que él sintió miedo. Aquello era como haber estado caminando con el agua hasta el pecho para verse de pronto fuera de ella.
—Creo que sí. Pero podría equivocarme.
—La Remington es la mejor —dijo Harry con un gesto de asentimiento, lo que le permitió sentirse cómodo de nuevo—. ¿Hasta cuánto está usted dispuesto a gastar?
—Bien, le seré franco. El motor le costaría unos cuatrocientos. A mí me gustaría llegar por lo menos a quinientos. Seiscientos como máximo.
—Usted y ese primo suyo se llevan muy bien, ¿verdad?
—Crecimos juntos —contestó con sinceridad—. Creo que daría mi brazo derecho a Nick si él lo quisiera.
—Bien, permítame enseñarle algo —dijo Harry. Eligió una llave del montón que colgaba de su llavero y se volvió hacia una de las vitrinas. La abrió, se subió a una silla y cogió un rifle largo y pesado con la culata taraceada—. Puede que ésta valga algo más de lo que us-ted está dispuesto a gastar, pero es un arma maravillosa. —Harry se lo tendió.
—¿Qué marca es?
—Es una Weatherbee cuatro sesenta. Dispara una munición muy pesada, que yo no tengo ahora mismo en la tienda. Tendría que pedir a Chicago las cajas que usted desee. Tardarían una semana. Es una escopeta perfectamente equilibrada. La energía de la boca de este bebé es superior a los cuatro mil kilos... algo así como golpear a alguien con una limusina lanzada a toda velocidad. Si acierta con esto a un venado macho en la cabeza, tendrá que disecar el rabo como trofeo.
—No sé —dijo él con tono dubitativo, aunque ya había decidido que quería aquella escopeta—. Sé que a Nick le gustan los trofeos, eso forma parte de...
—Por supuesto que sí—admitió Harry, que cogió el Weatherbee y le abrió la recámara. El agujero parecía lo bastante grande como para contener una paloma mensajera—. Nadie va a Boca Río para conseguir carne, y su primo tampoco. Con esta arma no necesitará ras-trear al maldito animal herido durante quince kilómetros por un terreno agreste, permitiendo que el animal sufra durante todo ese tiempo, y haciendo que usted se pierda la cena. Este bebé esparcirá sus restos en siete metros a la redonda.
—¿Cuánto?
—Bien, ya se lo he dicho. Es imposible utilizarlo en este lugar. ¿Quién quiere una especie de arma antitanque donde no se puede cazar nada mayor que un faisán? Y cuando se sirve la caza en la mesa, parece como si uno estuviera comiendo carne con olor a gases de escape. Vale novecientos cincuenta al por menor, y seiscientos treinta al por mayor. Se lo dejaría por setecientos.
—Eso hace... casi mil dólares.
—Ofrecemos un diez por ciento de descuento en compras superiores a trescientos dólares. Lo cual deja el total en novecientos. —Se encogió de hombros y añadió—: Regale esta escopeta a su primo, le garantizo que él no tiene otra igual. Si la tiene, me comprometo a comprársela por setecientos cincuenta. Estoy tan seguro de ello, que hasta se lo pondría por escrito.
—¿No bromea usted?
—De ningún modo. Claro que, si el precio resulta excesivo, no hay más que hablar. Le enseñaré otras armas. Pero si él es un verdadero experto en la materia, no dispongo de ninguna otra cosa que él no posea ya.
—Comprendo —dijo, con expresión reflexiva—. ¿Tiene usted teléfono?
—Claro. Al fondo. ¿Quiere llamar a su esposa y comentarlo con ella?
—Creo que sería lo mejor.
—Desde luego. Venga.
Harry lo condujo a una abarrotada habitación. Había un banco y una destartalada mesa de madera cubierta de pistolas, ballestas, líquidos de limpieza, folletos y botellas etiquetadas que contenían postas de plomo.
—Ahí está el teléfono —le indicó Harry. Él se sentó, cogió el auricular y marcó mientras Harry regresaba para recoger la Magnum y meterla en una caja.
«Gracias por llamar al servicio de información meteorológica de la WDST —dijo la voz metálica de la grabación—. Esta tarde se espera una suave nevisca que tenderá a convertirse en nevada ligera a última hora...»
—¿Mary? —dijo él en voz alta—. Escucha, estoy en la armería Harvey... Sí, por lo de Nick. Tengo la pistola de la que hablamos. No hay ningún problema. Había una en el escaparate. El hombre de la tienda me ha enseñado una escopeta...
«... que aclarará hacia el mediodía de mañana. Para esta noche se esperan temperaturas de un grado bajo cero. Mañana ascenderán a cinco grados. Las posibilidades de precipitación para esta noche...»
—¿Qué te parece que debería hacer? Harry estaba ahora junto a la puerta, detrás de él; podía ver la sombra que proyectaba.
—Sí —dijo—, ya lo sé.
«Gracias por haber marcado el número del servicio de información meteorológica de la WDST. Para estar al corriente de cualquier cambio, sintonice con el programa de noticias de Bob Reynolds, a las seis de la tarde en días laborables. Adiós.»
—No estoy bromeando. Sé que es mucho. «Gracias por llamar al servicio de información meteorológica de la WDST. Esta tarde se espera una suave nevisca que tenderá a convertirse en...»
—¿Estás segura, cariño?
«Las posibilidades de precipitación para esta noche son del ocho por ciento; para mañana...»
—De acuerdo. —Se volvió en el banco y sonrió hacia Harry al tiempo que formaba un círculo con los dedos pulgar e índice—. Es un hombre muy amable. Me ha asegurado que Nick no la tiene.
«... mediodía de mañana. Para esta noche se esperan temperaturas de...»
—Yo también te quiero, cariño, hasta luego. —Colgó. Santo Dios, Freddy, ésta sí que ha sido una jugada limpia. Desde luego George. Desde luego.
Se levantó del banco.
—Ha dicho que adelante si yo estoy de acuerdo. Y lo estoy.
—¿Qué haría usted si su primo le enviara un Thunderbird? —preguntó Harry sonriendo.
—Devolvérselo sin abrirlo —replicó él con otra sonrisa.
—¿Lo pagará con cheque o con tarjeta? —preguntó Harry mientras regresaban hacia el mostrador.
—American Express, si le parece bien.
—Es como dinero contante y sonante. Extrajo su tarjeta del bolsillo. En el reverso, sobre la cinta especial, se leía: BARTON GEORGE DAWES.
—¿Está seguro de que la munición llegará a tiempo para enviársela toda a Fred?
Harry levantó bruscamente la mirada de la tarjeta de crédito.
—¿Fred?
—Nick es Fred, y Fred es Nick —dijo él con una amplia sonrisa—. Se llama Nicholas Frederic Adams. Se trata de una especie de juego con el nombre. Algo que ya hacíamos cuando éramos niños.
—Oh. —Su sonrisa fue la de quien no ha comprendido gran cosa—. ¿Quiere firmar aquí?
Él firmó.
Harry extrajo otro libro de debajo del mostrador. Era un libro pesado, con una cadena de acero atravesando la esquina superior izquierda.
—Anote aquí su nombre y dirección, para los federales.
Sintió que sus dedos apretaban el bolígrafo con fuerza.
—Desde luego —dijo—. Fíjese, nunca he comprado un arma en mi vida y debo de estar loco. —Escribió su nombre y dirección en el libro: «Barton George Dawes, 1241 Crestallen Street West.»
—Han pensado en todo —comentó.
—Y esto no es nada en comparación con lo que les gustaría hacer —dijo Harry.
—Lo sé. ¿Sabe lo que oí decir el otro día en las noticias? Quieren que aprueben una ley por la que cualquiera que vaya montado en motocicleta debe llevar un protector bucal. ¡Un protector bucal, santo Dios! ¿Acaso es asunto del gobierno si alguien quiere correr el riesgo de destrozarse el empaste de una muela?
—A mi modo de ver, no —admitió Harry, volviendo a dejar el libro bajo el mostrador.
—O fíjese, por ejemplo, en esa ampliación de la autopista que están construyendo en Western. Algún supervisor obtuso ha dicho: «Tiene que pasar por aquí», y el estado envía un montón de cartas y más cartas diciendo: «Lo siento, pero la ampliación de la 784 pasará por ahí. Dispone usted de un año para buscar otra casa.»
—Es una condenada vergüenza.
—Sí que lo es. ¿Qué significa «de interés público» para alguien que vive en la misma casa desde hace más de veinte años? ¿Que ha hecho allí el amor con su esposa, ha criado a sus hijos y ha regresado siempre a ella de vuelta de sus viajes? Sólo se trata de una ley que aprobaron para poder estafarnos mejor.
Cuidado. Cuidado. Pero el interruptor del circuito actuó con cierta lentitud, y algo debió reflejarse en su expresión,
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Harry.
—Sí. Hoy he almorzado uno de esos emparedados de pescado. Debería haberlo pensado mejor. Me producen una condenada cantidad de gases.
—Pruebe una de éstas —dijo Harry, sacándose un tubo de pastillas Rolaids del bolsillo de la camisa.
—Gracias. —Cogió una de las pastillas y se la introdujo en la boca, sin importarle una pelusilla que había en ella. «Mírame, estoy en un anuncio de televisión. Consume cuatrocientas siete veces tu propio peso en ácido de estómago.»
—A mí siempre me ayudan —dijo Harry.
—En cuanto a la munición...
—No se preocupe. Una semana. Seguro que no más de dos. Le pediré setenta.
—Bien. Otra cosa, ¿por qué no guarda usted estas armas aquí? Envuélvalas y póngales mi nombre o algo así. Supongo que es una tontería, pero no quisiera tenerlas en casa. Es una tontería, ¿verdad?
—Cada uno con lo suyo —dijo Harry, imparcial.
—De acuerdo. ¿Quiere tomar nota del número de mi oficina? Cuando lleguen esas balas...
—Cartuchos —lo interrumpió Harry—. Son cartuchos.
—Bueno, cartuchos—dijo él sonriendo—. Cuando los reciba, deme un telefonazo. Recogeré las armas y lo arreglaré todo para que las envíen. Supongo que el servicio REA lo hará, ¿verdad?
—Desde luego. Su primo sólo tendrá que firmarles el recibo de entrega, eso es todo.
Escribió su nombre en una de las tarjetas de Harry, que rezaba: «Harold Swinnerton. Telef. 849-6330 - ARMERÍA DE HARVEY. Munición. Armas antiguas.»
—Dígame —preguntó él—. Si usted es Harold, ¿quién es Harvey?
—Harvey era mi hermano. Murió hace ocho años.
—Lo siento.
—Todos lo sentimos. Aquel día llegó aquí, abrió la tienda, ordenó la caja registradora y cayó muerto de un ataque al corazón. Fue uno de los hombres más dulces que uno haya conocido jamás. Era capaz de tumbar un venado a setenta metros de distancia. —Le tendió la mano por encima del mostrador y él se la estrechó—. Ya lo llamaré —prometió Harry.
—Eso espero.
Salió de nuevo a la nieve y pasó junto al titular de SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO. Nevaba con un poco más de intensidad, y se había olvidado los guantes en casa.
¿Qué estabas haciendo ahí dentro, George?
Bum, el interruptor del circuito.
Cuando llegó a la parada del autobús, todo podría haber sido un incidente sobre el que había leído algo en alguna parte. Nada más.
Crestallen Street West era una larga calle curvada hacia abajo desde la que se había disfrutado una bonita vista del parque y el río hasta que el progreso intervino en forma de un programa de construcción de altos edificios residenciales. El programa había continuado por la avenida Westfield dos años antes, terminando por bloquear la mayor parte de aquella vista.
El número 1241 era una casa de dos plantas con un garaje de un solo coche al lado. Había un largo patio frontal, ahora desnudo, en espera de que lo cubriera la nieve —la verdadera nieve— que no tardaría en caer. El camino de entrada estaba asfaltado, arreglado recientemente en espera de la primavera.
Entró en la casa y vio el televisor, el nuevo Zenith que habían comprado en el verano. Sobre el tejado había una antena motorizada, instalada por él mismo. Ella no quería, a causa de lo que esperaban que ocurriera, pero él había insistido. Si era capaz de instalarla, había argumentado, también podría desmontarla cuando se cambiaran. «Bart, no seas tonto. No es más que un gasto extra... y también un trabajo extra para ti.» Pero él había terminado por convencerla, y finalmente ella comentó que se «reiría» de él. Eso era lo que decía en las raras ocasiones en que algo le importaba a él lo suficiente como para imponerlo, por encima de los débiles argumentos de ella. «Muy bien, Bart. Esta vez me "reiré" de ti.»
En aquellos momentos veía la entrevista de Merv Griffin a una celebridad. El personaje era Lorne Green, que hablaba sobre una nueva serie de policía para la televisión. Lorne estaba diciendo a Merv lo mucho que le agradaba actuar en la serie. Poco después, una cantante negra de la que nadie había oído hablar nunca, aparecería en la pantalla y cantaría una canción. Quizá Dejé mi corazón en San Francisco.
—Hola, Mary —saludó él.
—Hola, Bart.
Había correo sobre la mesa. Le echó un vistazo. Una carta para Mary de su hermana de Baltimore, algo psicópata. Una cuenta de la tarjeta de crédito Gulf... treinta y ocho dólares. Un estado de cuenta: 49 dólares en el debe, 9 en el haber y 954,47 en el saldo. No había sido mala idea utilizar la tarjeta de la American Express en la armería.
—El café está caliente —dijo Mary—. ¿O quieres tomar una copa?
—Prefiero una copa —respondió—. Ya me la preparo yo.
Había otras tres cartas. Una de la biblioteca, advirtiéndole que había pasado el plazo de devolución de Frente a los leones, de Tom Wicker. Wicker había pronunciado una conferencia hacía un mes en el club Rotary, y fue el mejor orador que habían escuchado en varios años.
Una nota personal de Stephan Ordner, uno de los peces gordos de Amroco, la gran empresa propietaria de La Cinta Azul. Ordner quería hablar con él sobre el asunto de Waterford... ¿Podría pasar a verle el viernes, o había planeado salir fuera el día de Acción de Gracias? En tal caso, que le llamara por teléfono. Si no, que acudiera Mary. A Carla siempre le gustaba ver a Mary, y bla-bla-bla y mierda y más mierda, etcétera, y todo lo demás.
Y otra carta del departamento de autopistas.
Se la quedó mirando durante largo rato a la luz grisácea del atardecer que entraba por las ventanas y después dejó toda la correspondencia sobre el aparador. Se preparó un whisky con hielo y se lo llevó a la sala de estar.
Merv seguía charlando con Lorne. El color del nuevo Zenith no era demasiado bueno; algo casi oculto. «Si nuestros proyectiles intercontinentales son tan buenos como nuestros aparatos de televisión en color, algún día se producirá una gran explosión que se lo llevará todo al diablo», pensó. El pelo de Lorne era blanco, pero con la tonalidad plateada más inconcebible. Muchacho, te dejaría calvo, pensó, y rió entre dientes. Aquélla había sido una de las canciones favoritas de su madre. No comprendía por qué le parecía tan divertida la imagen de un Lorne Green calvo. Quizá no era más que un ataque de histeria retrasada por el asunto de la armería.
Mary lo miró y le sonrió.
—¿Algo divertido? —preguntó.
—Nada —contestó él—. Cosas mías.
Se sentó junto a ella y la besó en la mejilla. Era una mujer alta, de treinta y ocho años, y pasando esa crisis de aspecto en que la belleza anterior está a punto de decidir cómo será en la madurez. Tenía una hermosa piel y unos senos pequeños, no aptos para descolgarse demasiado. Comía bastante, pero su activo metabolismo la mantenía delgada. No temblaría ante la idea de ponerse un traje de baño en una playa pública dentro de diez años, sin importar lo que los dioses decidieran con respecto al resto de sí misma. Eso hacía que él fuera consciente de su ligera barriga. Demonios, Freddy, todo ejecutivo tiene un poco de barriga. Es símbolo de éxito, como un Delta 88. Está bien, George. Vigila ese viejo corazón y el cáncer y todavía verás los ochenta.
—¿Qué tal el día? —preguntó ella.
—Bien.
—¿Has ido a ver la nueva fábrica de Waterford?
—Hoy no.
No había ido a Waterford desde finales de octubre. Ordner lo sabía —un pajarito debía de habérselo dicho—, y por eso había recibido aquella nota. El local de la nueva planta para la lavandería era una fábrica textil, ahora abandonada, y el astuto corredor de fincas que lle-vaba el asunto seguía llamándole con insistencia: «Tenemos que cerrar el trato —le decía el otro—. Ustedes no son los únicos del Westside que se han pillado los dedos con la crisis.» «Voy todo lo rápido que puedo—le dijo al astuto corredor de fincas—. Tendrá usted que ser paciente.»
—¿Qué hay acerca de aquel lugar en Crescent? —preguntó ella—. Me refiero a la casa de ladrillo.
—Está fuera de nuestras posibilidades —replicó él—. Piden cuarenta y ocho mil.
—¿Por aquella casa? —preguntó ella con indignación—. ¡Es una estafa!
—Desde luego que sí. —Tomó un gran sorbo de su bebida—. ¿Qué ha dicho la vieja Bea de Baltimore?
—Lo de siempre. Ahora acude a un grupo de elevación de la conciencia por medio de la hidroterapia. ¿No te parece gracioso? Bart...
—Claro que sí —admitió él rápidamente.
—Bart, tenemos que arreglar esto. El veinte de enero está casi encima, nos encontraremos en la calle.
—Hago todo lo que puedo —dijo él—. Tenemos que ser pacientes.
—Y aquella casita colonial en Union Street...
—... está vendida —terminó él la frase y el resto de su vaso.
—Pues a eso me refiero precisamente —continuó ella, exasperada—. Habría sido perfecta para nosotros dos. Con el dinero que el ayuntamiento nos paga por la expropiación de esta casa y el terreno habríamos salido adelante.
—A mí no me gustaba.
—Creo que nada te gusta mucho en estos últimos tiempos —replicó ella con sorprendente amargura—. No le gusta —dijo mirando hacia el aparato de televisión, donde la cantante negra interpretaba en ese momento su canción—. ¿Qué te parece?
—Mary, hago todo lo que puedo.
Ella se volvió y lo miró con expresión seria.
—Bart, sé lo que sientes por esta casa y...
—No, no lo sabes —la interrumpió—. No tienes ni idea.
21 de noviembre de 1973
Una ligera capa de nieve había caído sobre el mundo durante la noche y cuando las puertas del autobús se abrieron y bajó a la acera, pudo ver las pisadas de la gente que había estado allí antes que él. Bajó por Fir Street desde la esquina, escuchando al autobús que se alejaba a su espalda con su ronroneo de tigre. En ese momento, Johnny Walker pasó junto a él, camino de su segundo turno de la mañana. Johnny lo saludó desde la cabina de su camioneta azul y blanca de la lavandería, y él le devolvió el saludo. Pasaban unos minutos de las ocho.
El trabajo en la lavandería empezaba a las siete, cuando llegaban Ron Stone, el capataz, y Dave Radner, el encargado de la sección de lavado, y daban presión a la caldera. Las chicas de las camisas entraban a las siete y media y las planchadoras, a las ocho. Él odiaba la planta baja de la lavandería donde se hacía el trabajo sucio, donde se llevaba a cabo la explotación, pero por alguna razón perversa, él agradaba a los hombres y mujeres que trabajaban allí. Lo llamaban por su nombre de pila. Y, con unas pocas excepciones, ellos también le gustaban a él.
Atravesó la entrada de descarga de los conductores y se abrió paso por entre las canastas de sábanas de la noche anterior que las planchadoras no habían terminado aún. Cada canasta estaba muy bien cubierta con plástico, para impedir la entrada de polvo. Al fondo, Rod Stone estaba apretando la correa de transmisión de la vieja máquina Milnor, mientras Dave y su ayudante, Steve Pollack, un muchacho que acababa de salir del instituto, se dedicaban a cargar las máquinas industriales Washex con sábanas de motel.
—¡Bart! —lo saludó Ron Stone. Vociferaba para todo; después de treinta años de hablar con la gente por encima de la combinación de ruidos producida por secadoras, planchadoras, prensadoras y lavadoras, los gritos habían pasado a formar parte de su personalidad—. Esta condenada Milnor sigue agarrotándose. El programa de blanqueo está ya tan avanzado que Dave tiene que hacerla funcionar manualmente. Y el motor sigue parándose.
—Hemos conseguido el contrato de Kilgallon —dijo él—. Dos meses más y...
—¿Estaremos en la fábrica de Waterford?
—Pues claro —replicó, algo a la ligera.
—Dos meses más y me hallaré listo para el manicomio —dijo Stone con aire sombrío—. Y el traslado... será peor que un desfile del ejército polaco.
—Supongo que las entregas se harán con más lentitud.
—¡Más aún! No terminaremos todo lo que tenemos ni en tres meses. Y después llegará el verano.
Él asintió con un gesto, pero no quería seguir hablando del tema.
—¿A quién le estás trabajando primero?
—A Holiday Inn.
—Incluye cincuenta kilos de toallas en cada carga. Ya sabes que siempre nos piden toallas a gritos.
—Sí, piden de todo a gritos.
—¿Qué tienes pendiente?
—Hay una entrega de trescientos kilos. La mayor parte de los Shriner. Pero nos entregaron casi todo el lunes. Son las peores sábanas que he visto jamás. Algunas ya no lo resisten.
—¿Qué tal trabaja? —preguntó, haciendo un gesto hacia el muchacho nuevo, Pollack.
Por La Cinta Azul pasaban con rapidez los aprendices de lavandería. Dave les hacía trabajar duro y los gritos de Ron hacían que se pusieran nerviosos y luego se ofendieran.
—Bastante bien, por el momento —dijo Stone—. ¿Recuerdas al último?
Lo recordaba. El pobre muchacho había aguantado tres horas tan sólo.
—Sí. ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo —admitió Ron Stone enarcando una ceja gris—. ¿Baker? ¿Barker? Algo así. El viernes pasado lo vi en Stop and Shop, repartiendo hojas de propaganda sobre un boicot contra las lechugas o algo parecido. Ésa sí que es buena, ¿no te parece? Un tipo incapaz de conservar un trabajo y ahora empieza a decirle a la gente lo jodido que es que Estados Unidos no pueda ser como Rusia. Me parte el corazón.
—¿Te pondrás a trabajar a continuación con lo de Howard Johnson?
—Es lo que hacemos siempre —dijo Stone con expresión dolida.
—¿A las nueve?
—Puedes apostarlo.
Dave lo saludó con un gesto y él devolvió el saludo. Subió a la planta de arriba, cruzó las secciones de limpieza en seco y de contabilidad y entró en su despacho. Se sentó en su silla giratoria, y sacó todo lo que había en la canasta, listo para leer. Sobre su escritorio había una placa que rezaba: «¡PIENSE! Puede ser una nueva experiencia.»
No le importaba mucho la presencia de aquel cartel, pero lo mantenía en su despacho porque Mary se lo había regalado... ¿cuándo? ¿Hacía cinco años? Suspiró. Los vendedores que acudían a visitarle pensaban que era divertido. Se echaban a reír al leerlo. Pero un vendedor se reiría también al ver una fotografía de niños muriéndose de hambre, o a Hitler copulando con la Virgen María.
Vinnie Mason, el pajarito que indudablemente había estado pasando información a Steve Ordner, tenía otro cartel en su despacho: PIEMSE.
¿Qué sentido tenía aquello de «piemse»? Ni siquiera un vendedor se reiría de aquello, ¿no, Fred? Muy bien, George, como quieras. Afuera se escuchaba el pesado sonido de los Diesel, y él giró su silla para mirar. Los trabajadores de la autopista se preparaban para ini-ciar un nuevo día. Un enorme trailer, con dos bulldozers sobre él, pasaba en ese momento por delante de la lavandería, seguido por una impaciente hilera de coches.
Desde la tercera planta, por encima de la sección de lavado en seco, se veía muy bien el progreso de las obras. Avanzaban a través de las zonas residenciales y de negocios de Western como una larga incisión parda, igual que la cicatriz de una operación, salpicada de barro. Ya estaba cruzando la calle Guilder, y había enterrado el parque de la avenida Hebner, adonde él solía llevar a Charlie a jugar cuando era pequeño... sólo un bebé, en realidad. ¿Cómo se llamaba aquel parque? No lo sabía. Supongo, Fred, que sólo era el parque de la avenida Hebner. Había una pequeña pista de baloncesto donde a veces jugaba un puñado de chiquillos, unos cuantos balancines y un pequeño estanque con una casita para los patos en el centro. En verano, el tejado de la casita aparecía siempre cubierto por las cagadas de los pájaros. También había habido columpios. Charlie subió por primera vez a uno de ellos en el parque de la avenida Hebner. ¿Qué te parece eso, viejo Freddy? Al principio se asustó y gritó, pero después le gustó, y cuando llegó la hora de regresar a casa se echó a llorar porque me lo llevé de allí. Mientras regresábamos a casa se mojó los pantalones, en el asiento del coche. Todo eso, ¿ocurrió realmente hace catorce años?
Otro camión pasó por delante, transportando un tractor pequeño.
La manzana Garson había sido demolida hacía unos cuatro meses; eso quedaba tres o cuatro calles al oeste de la avenida Hebner. Un par de edificios de oficinas llenos de empresas financieras, un banco o dos, y el resto estaba compuesto por dentistas, quiromasajistas y podólogos. Eso no importó mucho, pero le había dolido ver cómo desaparecía el viejo Gran Teatro. Había visto allí algunas de sus películas favoritas, a principios de los años cincuenta. Marca la A de asesino, con Ray Milland. Y El día en que la Tierra se paralizó, con Michael Rennie. Aquella última la habían pasado por televisión la noche anterior, y él había querido verla de nuevo, pero se quedó dormido frente al condenado aparato y no se despertó hasta el final del programa. Además, había derramado una copa sobre la alfombra, y Mary se enojó por eso.
El Gran Teatro... Eso sí que había sido algo. Y no esos cines nuevos en los suburbios, con pequeños edificios en el centro de un aparcamiento de seis kilómetros. Cinema I, Cinema II, Cinema III, Sala de Pantallas, Cinema MCMXLVII. Había llevado a Mary a uno de ellos, en Waterford, para ver El Padrino y la entrada valía dos dólares con cincuenta. El interior parecía una jodida pista de bolos. No había paraíso. El Gran Teatro, en cambio, tenía un vestíbulo con suelo de mármol, un paraíso, y una antigua y encantadora máquina expendedora de palomitas de maíz, en que se conseguía un paquete por diez centavos. El tipo que le cortaba a uno la entrada (que sólo había costado sesenta centavos) llevaba un uniforme rojo, como un portero, y siempre murmuraba lo mismo: «Que disfrute con la película.» Dentro había una enorme araña de cristal que colgaba del techo. Uno nunca que-ría sentarse debajo porque si alguna vez se caía, tendrían que sacarle rascando los restos. El Gran Teatro era...
Miró su reloj de pulsera, sintiéndose culpable. Habían pasado casi cuarenta minutos. Cielo santo, eso no estaba nada bien. Acababa de perder cuarenta minutos y ni siquiera había estado pensando. Sólo recordando el parque y el Gran Teatro.
¿Ocurre algo malo contigo, Georgie?
Puede que sí, Fred. Es posible que sí.
Se pasó los dedos por la mejilla bajo uno de los ojos y, por la humedad que notó allí, se dio cuenta de que había estado llorando.
Bajó para hablar con Peter, el encargado de las entregas. La lavandería estaba funcionando a tope, con las pesadas máquinas planchadoras golpeando sordamente y siseando a medida que las primeras sábanas de Howard Johnson iban entrando en sus rodillos; las lavadoras gi-raban, haciendo vibrar el suelo, y las prensas de camisas emitían su característico siseo cuando Ethel y Rhonda pasaban las camisas a toda prisa.
Peter le informó que el material estaba en el camión número cuatro, ¿deseaba echarle un vistazo antes de enviarlo a la tienda? Él dijo que no. Luego preguntó a Peter si habían enviado ya la ropa al Holiday Inn. El encargado le contestó que la estaban cargando, pero que el tonto del culo que dirigía el establecimiento había llamado ya dos veces preguntando si tenían listas las toallas.
Asintió con un gesto y volvió al piso de arriba para buscar a Vinnie Mason, pero Phyllis le informó que Vinnie y Tom Granger habían ido a aquel nuevo restaurante alemán para hacerles una oferta sobre la limpieza de los manteles.
—¿Puede decirle a Vinnie que pase a verme cuando regrese?
—Así lo haré, señor Dawes. El señor Ordner ha llamado, dejando recado de que lo llame usted.
—Gracias, Phyllis.
Volvió a su despacho, recogió las cartas que habían llegado mientras tanto y les echó un vistazo.
Un vendedor le solicitaba una entrevista para hablarle de un nuevo blanqueador industrial. Dejó la carta a un lado para pasársela a Ron Stone. A Ron le encantaba imponer nuevos productos a Dave, sobre todo si podía arreglárselas para conseguir doscientos kilos gratuitos del producto para hacer pruebas.
Una carta de agradecimiento del United Fund. La dejó también a un lado para clavarla en el tablón de anuncios que había abajo, junto al reloj de marcar.
Un folleto ofreciendo muebles de oficina en pino estilo ejecutivo. La tiró a la papelera.
Una circular sobre un sistema telefónico de emitir un mensaje y de registrar las llamadas cuando uno estaba fuera, hasta en treinta segundos. «Yo no estoy aquí, estúpido. Déjame en paz.» También fue a parar a la papelera.
Una carta de una señora que había enviado a la lavandería seis camisas de su esposo y las había recibido con los cuellos quemados. Con un suspiro la dejó a un lado dispuesto a hacer algo al respecto más tarde. Seguro que Ethel había estado bebiendo durante el almuerzo.
Un formulario de análisis del agua procedente de la universidad. Lo dejó a un lado para tratar del asunto con Ron y Tom Granger después del almuerzo.
Un folleto de una compañía de seguros en que Art Linkletter le decía a uno cómo conseguir ochenta mil dólares. Sólo había que morirse. A la papelera.
Una carta del corredor de fincas que trataba de venderle la fábrica de Waterford, diciéndole que una empresa de zapatos estaba muy interesada por el local, la Tom McAn, que no era precisamente pequeña. Le recordaba que la opción de compra de noventa días con que contaba La Cinta Azul expiraba el 26 de noviembre. A la papelera.
Otro vendedor para Ron. Éste pretendía vender una limpiadora en seco. La puso con el otro folleto.
Se volvía de nuevo hacia la ventana cuando el intercomunicador zumbó. Vinnie había regresado del restaurante alemán.
—Dígale que venga.
Vinnie acudió de inmediato. Era un joven alto, de veinticinco años de edad y tez olivácea. Se peinaba el moreno cabello de un modo elaboradamente descuidado. Vestía chaqueta deportiva de color rojo oscuro y pantalones marrones. Corbata de lazo. Muy elegante, ¿no te parece, Fred? Sí, George, me lo parece.
—¿Cómo estás, Bart? —preguntó Vinnie.
—Estupendo —contestó—. ¿Qué historia del restaurante alemán es ésa? Vinnie sonrió.
—Tendrías que haber estado allí. Ese viejo alemán se alegró tanto de vernos que estuvo a punto de arrodillarse. Realmente vamos a acabar con la Universal cuando nos instalemos en la nueva fábrica, Bart. Ellos ni siquiera han enviado una circular, por no hablar de su servicio de entregas. En cuanto a ese alemán, creo que pensaba que terminaría lavándose los manteles en la cocina del restaurante. El local es algo como no te puedes imaginar. Una verdadera cervecería. Va a acabar con la competencia. Y el aroma... ¡Dios! —Agitó las manos para indicar el aroma y luego sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de su chaqueta—. Voy a decirle a Sharon que acuda allí cuando el restaurante se ponga en marcha. Nos ofrece un diez por ciento de descuento.
Como en una extraña superposición, escuchó a Harry, el propietario de la armería, diciendo: «Hacemos un diez por ciento de descuento en compras superiores a los trescientos dólares.»
Cielo santo, pensó. ¿Compré verdaderamente aquellas armas ayer? ¿Lo hice de verdad?
En su mente, aquel espacio quedó a oscuras. Eh, Georgie, ¿qué estás...?
—¿De qué volumen es el pedido? —preguntó con voz un poco ronca, y se aclaró la garganta.
—De cuatrocientos a seiscientos manteles a la semana una vez que se ponga en marcha. Más las servilletas. Todo de lino genuino. Quiere que se lo hagamos en nieve marfil. Le dije que eso no era ningún problema.
Estaba sacando un cigarrillo de la cajetilla, y como lo hacía lentamente, él pudo leer la etiqueta: PLAYER'S NAVY CUT CIGARRETTES MEDIUM. Había algo en Vinnie Mason que casi le disgustaba realmente: sus cigarrillos.
¿A quién se le ocurriría fumar Player's Navy Cut excepto a Vinnie? ¿O King Sano? ¿O English Ovals? ¿O Marvels o Murads o Twists? Si a alguien se le ocurría diseñar una etiqueta que rezara «Mierda en un cilindrín» o «Pulmón Negro», Vinnie lo fumaría.
—Le dije que probablemente tendríamos que darle un servicio cada dos días hasta que nos hubiéramos trasladado —siguió informando Vinnie, mientras se guardaba la cajetilla—. Cuando vayamos a Waterford.
—De eso quería hablar contigo —dijo él. ¿Lo destruyo, Fred? Pues claro, George. Hazle saltar del agua.
—¿De veras?
Encendió el cigarrillo con un estilizado Zippo y enarcó las cejas a través del humo, como un actor de comedia británica.
—Ayer recibí una nota de Steve Ordner, diciéndome que vaya a verle el viernes por la noche para hablar de la fábrica de Waterford.
—¿Sí?
—Esta mañana he recibido una llamada telefónica de Steve Ordner mientras yo estaba abajo, hablando con Peter Wasserman. El señor Ordner quiere que lo llame. Todo parece indicar que se siente tremendamente angustiado por saber algo, ¿no te parece?
—Supongo que sí —dijo Vinnie con su sonrisa número dos, la que decía: «Pavimento deslizante, proceda con precaución.»
—Lo que deseo saber es quién ha hecho que Steve Ordner esté tan jodidamente angustiado de un modo tan repentino. Es lo que deseo saber.
—Bien...
—Vamos, Vinnie. No representes ahora el papel de doncella tímida. Son las diez y tengo que hablar con Ordner, tengo que hablar también con Ron Stone, y tengo que hablar con Ethel Gibbs a causa de unos cuellos de camisa quemados. ¿Has ido diciendo cosas por ahí mientras yo no miraba?
—Sharon y yo estuvimos en... bien, en casa del señor Ordner el domingo por la noche porque nos habían invitado a cenar...
—Y por lo visto se te ocurrió mencionar que Bart Dawes ha estado dando largas al asunto de Waterford mientras la ampliación de la autopista 784 se acerca más y más, ¿no es cierto?
—¡Bart! —protestó Vinnie—. Todo fue muy amistoso. Fue muy...
—Seguro que sí. Tanto como su notita invitándome a rendir cuentas. Supongo que nuestra pequeña conversación telefónica también será muy amistosa. Pero la cuestión no es ésa. La cuestión es que él os invitó a ti y a tu esposa a cenar con la esperanza de que te fueras de la lengua, y al parecer no tuvo motivos para sentirse desilusionado.
—Bart...
—Escúchame, Vinnie —lo interrumpió, elevando la voz y señalándole con un dedo—. Si me pones delante más mierda como ésta para que yo la pise, te encontrarás buscando un nuevo trabajo. Puedes estar seguro. Vinnie estaba conmocionado. El cigarrillo se le había olvidado entre los dedos.
—Déjame decirte algo más, Vinnie —añadió, volviendo a su tono de voz normal—. Sé que un joven como tú ha escuchado seis mil conferencias sobre cómo los tipos como yo conquistaron el mundo cuando tenían tu misma edad. Pero ésta te la has ganado.
Vinnie abrió la boca para protestar.
—No creo que me acuchillaras adrede por la espalda —siguió diciendo, levantando una mano para detener las protestas de Vinnie—. Si lo pensase así, te habría entregado la notificación de despido en cuanto llegaste. Sólo creo que te has comportado como un estúpido. Llegaste a aquella enorme mansión y tomaste tres copas antes de cenar; a continuación, un consomé, una ensalada con thousand Island y después un plato de surf and turf como plato fuerte, todo ello servido por una doncella con uniforme negro, mientras Carla representaba su papel de esposa del potentado (pero sin ser menos condescendiente por ello). Después te presentaron un pastel de frambuesa con nata como postre y a continuación un café y un par de copas de coñac o de Tía María, y se te desató la lengua. ¿Fue así como ocurrió?
—Algo parecido —susurró Vinnie. Su expresión estaba compuesta por tres partes de vergüenza y dos de odio.
—Empezó por preguntarte cómo estaba Bart. Tú le dijiste que muy bien. Él dijo que Bart era un tipo condenadamente bueno, pero que sería estupendo que pusiera más interés en el contrato de compra de esa fábrica de Waterford. Tú le dijiste que seguramente lo haría. Y entonces él te preguntó: «Y a propósito, ¿cómo marcha ese asunto?» Respondiste: «Bien... en realidad, ése no es mi departamento.» Él recalcó: «No me digas, Vincent, que no sabes lo que ocurre.» Y tú le dijiste:
«Todo lo que sé es que Bart no ha cerrado el trato aún. He oído decir que la gente de Thom McAn se ha interesado por el local, pero eso quizá sólo sea un rumor.» Sí, seguro que dijiste algo así. Y después te tomaste otro coñac y entonces él te preguntó si creías que los Mus-tangs iban a ganar el campeonato, y poco más tarde tú y Sharon regresasteis a casa, convencidos de que no tardaríais en volver allí, ¿no fue así, Vinnie? Vinnie no respondió.
—Volverás a ser invitado cuando Steve Ordner necesite saber algo. Sólo entonces te invitará.
—Lo siento —dijo Vinnie de mala gana, y empezó a levantarse.
—No he terminado.
Vinnie volvió a sentarse y miró hacia un rincón del despacho con ojos que ardían.
—Yo hacía tu trabajo hace doce años. ¿Lo sabías? Doce años, que probablemente te parezcan muchos. En cuanto a mí, apenas sé cómo gasté ese tiempo. Pero recuerdo el trabajo lo bastante bien como para saber que te gusta. Y que estás haciéndolo bien. Esa reorganización de la limpieza en seco, con el nuevo sistema de numeración... eso ha sido una obra maestra.
Vinnie le miró fijamente, desconcertado.
—Empecé a trabajar en la lavandería hace veinte años —prosiguió él—. Eso fue en 1953. Yo tenía veinte años entonces. Acababa de casarme. Había terminado dos cursos de empresariales, y queríamos esperar a casarnos, pero decidimos utilizar mientras tanto el método de la «marcha atrás», ya sabes. Teníamos la intención de encontrar algo bueno en la ciudad. En una ocasión, alguien cerró una puerta de golpe, yo me sobresalté y tuve un orgasmo. Mary se quedó embarazada. Por eso, en estos últimos tiempos, cuando me siento astuto, me recuerdo a mí mismo que un portazo es el responsable de que hoy esté donde estoy. Resulta humillante. En aquellos tiempos no existía la ley del aborto. Cuando uno dejaba embarazada a una chica, se casaba con ella o echaba a correr. Fin de las alternativas. Me casé con ella y acepté el primer trabajo que encontré, y eso fue aquí. Ayudante en la sección de lavandería, exactamente el mismo trabajo que hace ese muchacho, Pollack, en el piso de abajo. En aquella época todo era manual, y había que sacar la ropa mojada de las lavadoras y trasladarla a una gran escurridera Stonington capaz para doscientos cincuenta kilos de ropa empapada. Si uno la cargaba mal, ya podía despedirse de lo que había metido allí. Mary perdió el bebé en el séptimo mes de embarazo y el médico dijo que nunca más volvería a tener hijos. Trabajé como ayudante durante tres años, y por cincuenta y cinco horas de trabajo llevaba a casa cincuenta y cinco dólares. Ralph Albertson, que en aquellos tiempos era el jefe de la lavandería, tuvo un pequeño accidente de tráfico un día de juerga y murió en la calle de un ataque al corazón mientras él y el otro tipo intercambiaban los partes para las compañías de seguros. Era un hombre bueno. La lavandería cerró aquel día en señal de duelo. Después de haber sido decentemente enterrado, fui a ver a Ray Tarkington y le pedí aquel puesto de trabajo. Estaba convencido de que lo conseguiría. Sabía cuanto había que saber sobre él porque Ralph me lo había enseñado.
»En aquella época esto era un negocio familiar. Ray y su padre, Don Tarkington, lo dirigían. Don, a su vez, lo había heredado de su padre, que montó La Cinta Azul en 1926. El negocio no estaba inscrito en ningún sindicato y supongo que los sindicalistas dirían de los tres Tarkington que eran unos explotadores paternalistas de las mujeres y los hombres sin educación que trabajaban aquí. Y lo eran, en efecto. Pero cuando Betty Keeson resbaló en el suelo húmedo y se rompió un brazo, los Tarkington pagaron la cuenta del hospital, y le pasaron diez dólares a la semana hasta que ella pudo regresar al trabajo. Y cada Navidad organizaban un gran almuerzo en la sección de mareaje... donde comíamos los mejores pasteles de pollo que haya probado jamás, y gelatina de arándanos y pastelitos, y podías elegir pudín de chocolate o macedonia de frutas como postre. Don y Ray regalaban a cada mujer un par de pendientes y a cada hombre una flamante corbata. Todavía conservo en casa las nueve corbatas que me regalaron. Cuando Don Tarkington murió en 1959, me puse una de ellas, para asistir a su funeral. Estaba pasada de moda, y Mary se enfadó mucho conmigo por eso, pero de todos modos me la puse. El lugar era oscuro, las horas transcurrían con lentitud y el trabajo resultaba penoso y monótono, pero la gente se preocupaba por uno. Si la escurridera se estropeaba. Don y Ray acudían de inmediato con el resto de nosotros, se enrollaban las mangas de sus blancas camisas y escurrían las sábanas a mano. Era un verdadero negocio familiar, Vinnie. Más o menos.
»Por eso, cuando Ralph murió y Ray Tarkington me dijo que ya había contratado a un tipo de la calle para dirigir la sección de lavado, no comprendí qué ocurría allí. Y entonces, Ray me dijo: "Mi padre y yo queremos que vuelvas a la universidad." Y yo le respondí: "Estupendo. Pero ¿cómo lo hago?, ¿con fichas de autobús?" Entonces me entregó un cheque de dos mil dólares. Lo miré y no pude creer lo que estaba viendo. "¿Qué es esto?", le pregunté. Y me contestó: "No es suficiente, pero bastará para pagar la matrícula, la estancia y los libros. En cuanto al resto, tendrás que trabajar aquí durante el verano. ¿De acuerdo?" "¿En qué forma puedo agradecérselo?" Y él me dijo: "Hay tres formas. Primera: devuelve el préstamo. Segunda: paga los intereses. Tercera: vuelve a La Cinta Azul con todo lo que hayas aprendido." Me llevé el cheque a casa y se lo enseñé a Mary, y ella se echó a llorar. Se llevó las manos al rostro y se echó a llorar. Vinnie le miraba con franca extrañeza.
—De modo que en 1955 regresé a la facultad y me gradué en 1957. Volví a la lavandería y Ray me puso a trabajar como jefe de la sección de secado. Noventa dólares a la semana. Cuando pagué el primer plazo del préstamo, pregunté a Ray qué intereses pensaba co-brarme. «Un uno por ciento.» «¿Cómo?», repliqué yo. «Ya me has oído, ¿no tienes nada más que hacer?» «Sí. Creo que será mejor que baje y busque a un médico para que le examine la cabeza», le respondí. Ray se echó a reír como un diablo y me dijo que me largara de su despacho. El último plazo de aquel dinero lo devolví en 1960, y ¿sabes una cosa, Vinnie?, Ray me regaló un reloj. Este reloj.
Se desabrochó el puño de la camisa y mostró a Vinnie el Bulova con la cadena de oro.
—Él lo llamó un regalo retrasado por mi graduación. Así pues, sólo pagué veinte dólares de intereses por mi educación, y encima aquel condenado me regaló un reloj que valía ochenta pavos. En el reverso había hecho grabar: «Con los mejores deseos de Don y Ray. Lavandería La Cinta Azul.» Don había muerto un año antes.
»En 1963, Ray me puso a hacer el trabajo que tú realizas ahora, sin por ello dejar de vigilar la sección de lavado en seco, pero dedicándome sobre todo a conseguir clientes nuevos y a dirigir los establecimientos de lavado automático... aunque por aquel entonces sólo había cinco, en lugar de once. Estuve haciendo eso hasta 1967 y entonces Ray me dio el trabajo que desarrollo en la actualidad. Más tarde, hace ahora cuatro años, tuvo que vender. Ya sabes algo de cómo lo estrujaron esos bastardos. Eso hizo que él se conviniera en un viejo. Por ello pasamos a formar parte de una gran empresa con otras dos docenas de negocios en marcha... desde comidas rápidas, hasta el complejo de golf de La Ponderosa, los tres grandes almacenes de ventas de saldo, las gasolineras y toda esa mierda. Y Steve Ordner no es nada más que un capataz glorificado. En alguna parte, en Chicago o en Gary, hay un consejo de administración que quizá emplea quince minutos a la semana para hablar de la marcha de La Cinta Azul. Les importa una mierda cómo se lleva una lavandería. Tampoco saben una mierda de cómo funciona esto. Pero interpretan a la perfección un informe de costos, eso sí. Y el informe de costos dice que se está ampliando la autopista 784 a través de Westside, y que La Cinta Azul se interpone en su camino, junto con la mitad de este barrio residencial. De modo que los consejeros se dicen: "¿Qué os parece? ¿Cuánto nos van a dar por esa propiedad?" Y eso es todo. Cielo santo, si Don y Ray Tarkington estuviesen vivos, habrían llevado a juicio a esos jodidos tipos del departamento de autopistas, haciendo que cayeran sobre ellos tantas órdenes de detener las obras que no podrían reanudarlas ni hasta después del año 2000. Los perseguirían con un buen garrote. Quizá no fueran más que un par de bastardos paternalistas, pero poseían el sentido del lugar, Vinnie. Y eso es algo que no se obtiene a través de un informe de costos. Si estuviesen vivos y alguien les dijera que el departamento de autopistas se dispone a enterrar la lavandería bajo una capa de alquitrán para formar ocho carriles de autopista, te aseguro que se habrían oído sus gritos hasta en el ayuntamiento.
—Pero están muertos —dijo Vinnie.
—Sí, están muertos, de acuerdo. —De pronto, sintió su débil y trastornada mente como la guitarra de un aficionado. Ya no recordaba qué deseaba decirle a Vinnie, y en lugar de ello se había enfrascado en toda una serie de cuestiones personales. Mírale, Freddy, no tiene la menor idea de qué estoy hablando. No conoce la clave—. Gracias a Dios que no están aquí para verlo.
Vinnie no dijo nada.
Con un esfuerzo, él recuperó su buen sentido.
—Lo que trato de decirte, Vinnie, es que en este asunto hay implicados dos grupos de personas. Ellos y nosotros. Nosotros somos gente de la lavandería. Éste es nuestro negocio. Ellos, en cambio, no son más que contables. Ése es su negocio. Nos envían órdenes de arriba, y tenemos que seguirlas. Pero eso es todo lo que tenemos que hacer. ¿Has comprendido?
—Desde luego, Bart —respondió Vinnie. Pero observó que Vinnie no comprendía nada en absoluto. Ni siquiera él mismo estaba seguro de comprenderlo.
—Está bien —dijo finalmente—. Hablaré con Ordner. Pero sólo para tu información, Vinnie, la fábrica de Waterford ya está en el bote. El próximo martes cerraremos el trato.
—Cielo santo, eso es algo estupendo —exclamó Vinnie con expresión de alivio.
—Sí, todo está controlado.
Cuando Vinnie ya se marchaba, él lo llamó.
—Me informarás de cómo va lo de ese restaurante alemán, ¿verdad?
Vinnie Mason le dedicó su sonrisa número uno, brillante y amplia, mostrando todos los dientes, como cuando funcionan perfectamente todos los sistemas.
—Desde luego, Bart.
Cuando Vinnie hubo salido, él se quedó contemplando la puerta cerrada. Me he hecho un lío, Fred. Pues yo creo que no lo has hecho tan mal, George. Quizá perdiste un poco el hilo al final, pero sólo en los libros la gente dice lo que quiere decir a la primera. No, me he armado un taco. Se ha marchado de aquí pensando que Bart Dawes ha perdido un poco la chaveta. Que Dios le ayude, pero tiene razón. George, necesito preguntarte algo, de hombre a hombre. No, no me detengas. ¿Por qué compraste esas armas, George? ¿Por qué lo hiciste?
Bump, el interruptor del circuito.
Bajó al piso de abajo, entregó a Ron Stone los folletos de los vendedores. Cuando ya se marchaba, Ron gritó a Dave que acudiera a ver el material por si había algo interesante. Dave puso los ojos en blanco. Había algo, en efecto. Y se llamaba trabajo.
Volvió a subir y llamó al despacho de Ordner, confiando en que ya hubiera salido a almorzar. Pero hoy no había interrupción alguna. La secretaria le pasó la comunicación de inmediato.
—¡Bart! —exclamó Steve Ordner—. Qué agradable hablar contigo.
—Lo mismo digo. Hace un rato he estado hablando con Vinnie Mason, y cree que estás un poco preocupado por la fábrica de Waterford.
—Santo Dios, no. Aunque había pensado que quizá el viernes por la noche pudiéramos aclarar unas cuantas cosas...
—Sí, te llamo sobre todo para decirte que Mary no puede ir.
—¿De veras?
—Tiene un virus. Así pues, por el momento no se atreve a salir de casa.
—Lo siento mucho.
No mientas, maldito embustero, pensó.
—El médico le ha recetado unas pastillas y parece que va sintiéndose mejor. Pero es muy posible que no vaya.
—¿A qué hora podrías venir tú, Bart? —preguntó Ordner—. ¿A las ocho?
—Sí, a las ocho está bien.
Eso es, jódeme la película del viernes por la noche, ¿Qué hay de nuevo?
—¿Cómo avanza el asunto de Waterford, Bart?
—Será mejor que lo hablemos personalmente, Steve.
—Muy bien. —Otra pausa—. Carla os envía saludos. Y dile a Mary que tanto Carla como yo... Claro. Sí. Bla, bla, bla.
22 de noviembre de 1973
Se despertó con tal sobresalto que arrojó la almohada al suelo, temeroso de haber gritado. Pero Mary seguía dormida en la cama de al lado, formando un bulto silencioso. El reloj digital de la mesilla indicaba: 4.23 A.M.
En ese instante marcó el minuto siguiente con un clic. La vieja Bea de Baltimore, la que seguía un tratamiento de hidroterapia para elevar la conciencia, se lo había regalado para Navidad. A él no le molestaba el reloj, pero nunca había podido acostumbrarse al clic cada vez que los números cambiaban: 4.23 clic, 4.24 clic... Eso volvía loco a cualquiera.
Bajó al cuarto de baño, encendió la luz y orinó. Notaba cómo le palpitaba el corazón en el pecho. Últimamente, cuando orinaba, el corazón le palpitaba como un condenado tambor bajo. ¿Estás tratando de decirme algo, Dios?
Regresó a la cama y se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Había estado dando vueltas en la cama mientras dormía, transformándola en territorio enemigo. Y el sueño no llegaba. Sus brazos y piernas también parecían haber olvidado qué posición solían adoptar para dormirse.
La pesadilla era lo bastante fácil como para imaginársela. No es un trabajo pesado, Fred. Una persona podía poner fácilmente en funcionamiento aquel interruptor de circuito cuando estaba despierta; ir coloreando una imagen pieza a pieza, aparentando que no veía la totalidad. Uno puede enterrar toda la imagen bajo el suelo de la mente. Pero hay una trampilla. Cuando uno se queda dormido, a veces la trampilla se abre y algo surge de la oscuridad. Clic.
4.42 A.M.
En el sueño había estado en Pierce Beach con Charlie. (Qué extraño, cuando contó a Vinnie Mason aquella pequeña autobiografía suya, se olvidó de mencionar a Charlie... ¿No te parece extraño, Fred? No, no creo que sea tan extraño, George. Yo tampoco, Fred. Pero es tarde. O pronto. O algo.)
Él y Charlie se hallaban en aquella larga playa de arena blanca y hacía un día estupendo para estar allí... con el cielo de un azul brillante y el sol resplandeciente como el rostro de uno de esos idiotas botones de sonrisa permanente de los hoteles. Había gente tumbada en mantas de colores vivos y bajo parasoles de colores muy variados, niños pequeños jugueteando junto a la orilla con palas de plástico. Un salvavidas en su blanca torre de vigilancia, con la piel profundamente bronceada y en la entrepierna de su bañador Latex blanco un enorme abultamiento, como si el tamaño del pene y los testículos fuera de algún modo requisito indispensable para el trabajo, y quisiera demostrar a todos los presentes que no se llevarían un chasco con él. La radio de alguien emitía estrepitosamente un rock and roll, e incluso ahora recordaba la canción: Pero me encanta esa agua sucia, Oooh, Boston, eres mi hogar.
Dos chicas en biquini pasaron por delante de él, seguras y sanas en sus hermosos cuerpos apretados —no son para ti, sino para amigos que nadie conoció nunca—, levantando con los dedos de los pies pequeños abanicos de arena.
Sin embargo, todo era extraño, Fred: la marea subía y no había marea en Pierce Beach porque el océano más próximo está a mil quinientos kilómetros de distancia.
Él y Charlie estaban construyendo un castillo de arena. Pero lo habían empezado demasiado cerca del agua, y las olas se acercaban cada vez más y más.
«Tenemos que hacerlo más lejos, papá», dijo Charlie, pero él se mostró tozudo y siguió con ello. Cuando la marea hizo que el agua llegara al primer muro, él excavó un foso con los dedos, diseminando la arena húmeda como la vagina de una mujer. El agua siguió acercándose.
«¡Maldita seas!», le gritó al agua.
Volvió a reconstruir el muro. Una ola lo derrumbó. La gente empezó a gritar por algo. Algunos corrían. El silbato del salvavidas sonó como una flecha de plata. Él no levantó la mirada. Tenía que salvar el castillo. Pero el agua llegaba hasta él una y otra vez, lamiéndole los tobillos, derrumbando una torre, un techo, la parte posterior del castillo, todo. La última ola se retiró, dejando sólo arena blanda, suave, plana, parda y brillante.
Hubo más gritos. Alguien gritaba con fuerza. Levantó la mirada y vio que el salvavidas practicaba el boca a boca a Charlie. Éste estaba mojado y blanco, a excepción de labios y párpados, que parecían azules. Su pecho no se elevaba ni descendía. El salvavidas dejó de intentarlo. Levantó la mirada. Sonreía.
«El agua le cubrió la cabeza», dijo a través de su sonrisa. «¿No era hora de que se fueran ustedes?»
«¡Charlie!», gritó él, y entonces fue cuando se despertó, temeroso de haber gritado en sueños.
Permaneció tumbado en la oscuridad durante largo rato, escuchando el clic del reloj digital, y tratando de no pensar en la pesadilla. Por fin se levantó, fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche, y hasta que no vio el pavo descongelándose sobre el mostrador no recordó que era el día de Acción de Gracias y que la lavandería permanecería cerrada. Bebió la leche de pie, contemplando pensativo el cuerpo desplumado. El color de su piel era el mismo que el color de la piel de su hijo durante el sueño. Pero Charlie no se había ahogado, por supuesto.
Cuando regresó a la cama, Mary murmuró algo con tono interrogativo, algo indescifrable pronunciado casi en sueños.
—Nada —dijo él—. Sigue durmiendo. Ella murmuró algo más.
—Está bien —replicó él en la oscuridad.
Y ella siguió durmiendo.
Clic.
A las cinco de la mañana, cuando al final se quedó medio adormilado, la débil luz del amanecer penetraba en la habitación como un ladrón. Su último pensamiento fue para el pavo de Acción de Gracias, inmóvil sobre el mostrador de la cocina, bajo la fría luz del fluorescente, como carne muerta esperando descuidadamente ser devorada.
23 de noviembre de 1973
A las ocho menos cinco llegó con su ranchera, que ya tenía dos años, al camino de entrada a la mansión de Stephan Ordner, y aparcó detrás del Delta 88 de color verde botella de Ordner. La casa era una laberíntica mansión de piedra, discretamente apartada de Henreid Drive y casi oculta por un alto ligustro cuyas ramas aparecían casi esqueléticas en las últimas boqueadas del otoño. Ya había estado allí antes y la conocía bastante bien. En la planta baja había una chimenea de roca maciza, y otras más modestas en cada habitación de arriba. Todas funcionaban. En la planta baja había una mesa de billar Brunswick, una pantalla para ver películas en casa, un sistema de sonido KLH que Ordner había ampliado el año anterior, fotografías de la época en que Ordner jugaba al baloncesto en la universidad... Medía casi los dos metros de estatura y aún se mantenía en forma. Ordner tenía que agachar la cabeza cuando cruzaba los umbrales de las puertas, y él sospechaba que se sentía orgulloso de ello. Quizá había hecho bajar los dinteles para tener que agachar la cabeza. La mesa del comedor era una plancha de roble pulido de más de dos metros y medio de largo. Un carcomido aparador, también de roble, que hacía juego con la mesa, brillaba bajo siete u ocho capas de barniz. Había un alto armario de China en el otro extremo de la sala; tenía una altura de... oh, unos dos metros, ¿no te parece, Fred? Sí, más o menos. En el exterior, detrás de la casa, había una enorme barbacoa, lo bastante grande como para asar un dinosaurio, y un campo de minigolf. No había piscina en forma de riñón. En esos tiempos, las piscinas de ese tipo eran consideradas como sosas. Sólo aptas para la clase medía de Carolina del Sur. Los Ordner no tenían hijos, pero mantenían a un niño coreano, a otro sudvietnamita y ayudaban a otro ugandés en sus estudios de ingeniería para que pudiera regresar a casa y construir presas hidroeléctricas. Eran demócratas, y habían sido demócratas con Nixon.
Sus pies se arrastraron con un susurro sobre el pavimento y tocó el timbre. La doncella le abrió la puerta.
—Soy el señor Dawes —dijo.
—Desde luego, señor. Permítame su abrigo. El señor Ordner está en el despacho.
—Gracias.
Le entregó el abrigo y cruzó el vestíbulo, pasando por delante de la cocina y el comedor. Sólo echó un vistazo hacia la gran mesa de roble y el gran centro de mesa en memoria de Stephen Ordner. La alfombra se terminó y avanzó sobre un suelo de cuadros negros y blancos de linóleo encerado. Sus pasos resonaron secamente.
Se detuvo ante la puerta del despacho y Ordner la abrió en el instante en que él tendía la mano hacia el pomo, como él supuso que Ordner haría.
—¡Bart! —exclamó el dueño de la casa. Se estrecharon las manos. Ordner llevaba una chaqueta marrón con coderas de cuero, pantalones verde oliva y zapatillas color borgoña. Iba sin corbata.
—Hola, Steve. ¿Cómo andan las finanzas?
—Horribles —contestó Ordner con un gemido teatral—. ¿Has visto últimamente la información bursátil?
Le hizo pasar y cerró la puerta tras él. Las paredes aparecían cubiertas de libros. A la izquierda había una pequeña chimenea con un tronco eléctrico. En el centro, una gran mesa de despacho con algunos papeles encima. Sabía que en alguna parte de aquella mesa se ocultaba una máquina de escribir eléctrica IBM; si uno apretaba el botón correcto, inmediatamente quedaba situada encima, como un brillante torpedo negro.
—Parece que está cayendo —dijo él.
—Eso es una forma suave de decirlo —replicó Ordner con una mueca—. Se lo debemos a Nixon, Bart. Ése encuentra utilidad para todo. Cuando enviaron al infierno la teoría del dominó para el Sudeste asiático, él se la apropió y la puso en práctica con la economía norteamericana. No funcionó muy bien allí. Pero aquí va a las mil maravillas. ¿Qué quieres tomar?
—Me vendría bien un whisky con hielo.
—Enseguida te lo preparo.
Se dirigió hacia un pequeño mueble-bar y sirvió la bebida sobre dos cubitos de hielo en un vaso alto. Se lo entregó y dijo:
—Sentémonos.
Se acomodaron en sendas butacas de orejas frente al fuego eléctrico. «Si arrojase mi bebida ahí, enviaría al infierno toda esa jodida instalación», pensó él. Y estuvo a punto de hacerlo.
—Carla tampoco ha podido quedarse —dijo Ordner—. Uno de los grupos en que participa patrocina una presentación de modelos. Y por ello ha tenido que ir a no sé qué cafetería en Norton.
—¿Organizan allí la presentación de modelos?
—¿En Norton? —preguntó Ordner, sorprendido—. Diablos, no. Lo hacen en Russell. No permitiría que Carla fuera allí con sólo dos guardaespaldas y un perro policía. Hay un sacerdote... Drake, creo que se llama. Bebe bastante, pero esas pequeñas bobas lo quieren mucho. Es una especie de enlace. Un sacerdote de calle.
—Oh.
—Sí.
Ambos se quedaron contemplando el fuego por un rato. Él se bebió la mitad de su whisky.
—La cuestión de la fábrica de Waterford surgió en la reunión del último consejo —dijo Ordner—. A mediados de noviembre. Debo admitir que no me había preocupado mucho del asunto. Se me confió... bien, delegaron en mí para que descubriera cuál es exactamente la situación. No hay crítica alguna en cuanto a tu dirección, Bart...
—No he recibido ninguna —dijo él, y bebió otro trago. Ya no le quedaba mucho, pero unas gotas de alcohol se deslizaron por entre los cubitos de hielo—. Siempre es agradable que nuestros trabajos coincidan, Steve.
Ordner pareció complacido.
—Así pues, ¿cuál es la historia? Vin Mason me dijo que aún no se había cerrado el trato.
—Vinnie Mason debe de haber experimentado un cortocircuito justo entre sus pies y su boca.
—Entonces, ¿está cerrado ya?
—Casi. Espero firmar el contrato el próximo viernes, a menos que surja algún imprevisto.
—Se me ha dado a entender que el corredor de fincas te hizo una proposición bastante razonable, y que tú la rechazaste.
Miró a Ordner, se levantó y se refrescó las ideas.
—Esa información no te la ha dado Vinnie Mason.
—No.
Regresó a la butaca y al fuego eléctrico.
—Supongo que no te importará decirme quién te la dio.
—Así son los negocios, Bart —dijo Ordner abriendo las manos—. Cuando oigo algo, tengo que comprobarlo... aun cuando todo mi conocimiento personal y profesional de un hombre como tú me indique que carece de sentido. Es algo asqueroso, pero no hay razón para dramatizar.
Freddy, nadie sabía nada de mi rechazo excepto el corredor de fincas y yo. Al parecer, el viejo señor Sólo Negocios se limitó a hacer una pequeña comprobación personal. Pero ésa no es razón para dramatizar, ¿verdad? De acuerdo, George. ¿Le hago una escena, Freddy? Es mejor que te muestres frío, George. Y yo me encargaré de bajar la presión.
—La cifra que rechacé fue la de cuatrocientos cincuenta dólares —dijo él—. Sólo por curiosidad, ¿fue eso lo que oíste decir?
—En efecto.
—¿Y te parece una cifra razonable?
—Bien... —dijo Ordner, cruzando las piernas—, en realidad, sí. El ayuntamiento valoró la vieja fábrica en seiscientos veinte dólares y concedió permiso para que la caldera cruzara por la ciudad. Claro que no queda mucho espacio para futuras ampliaciones, pero los chicos de la parte alta de la ciudad aseguran que como la fábrica ha alcanzado ya su tamaño óptimo, no hay necesidad de disponer de espacio extra. A mí me pareció que si hiciésemos el cambio, sin perder nada, quizá obtendríamos un pequeño beneficio... aunque ésa no fue la consideración principal. Tenemos que cambiar de local, Bart. Y con la mayor prontitud.
—Quizá oíste comentar algo más. Ordner cruzó las piernas en sentido contrario y suspiró.
—En efecto, así fue. Al parecer rechazaste cuatrocientos cincuenta y entonces surgió Thom McAn y ofreció quinientos.
—Una oferta que el corredor no puede aceptar, si es honesto.
—Todavía no. Pero tu opción de compra caduca el martes. Eso lo sabes.
—Sí, lo sé. Steve, permíteme aclarar tres o cuatro puntos, ¿de acuerdo?
—Eres mi invitado.
—En primer lugar, en Waterford estaremos a cinco kilómetros de nuestros contratos industriales... y eso por término medio. Lo cual lanzará a nuestro servicio de recogida y entrega por las nubes. Todos los moteles se encuentran cerca de la interestatal. Y, lo peor de todo, nuestro servicio será más lento. Si ahora Holiday Inn y Hojo se nos echan encima cuando llegamos quince minutos tarde con las toallas, ¿qué ocurrirá cuando nuestros camiones tengan que abrirse paso a través de cinco kilómetros de tráfico urbano?
—Bart —dijo Ordner sacudiendo la cabeza—, están ampliando la interestatal. Por esa razón tenemos que cambiar de sitio, ¿lo recuerdas? Nuestros chicos aseguran que no se perderá tiempo en las entregas. Incluso es posible que, utilizando la ampliación, las hagan más rápido. Y también dicen que las corporaciones de los moteles han comprado ya terrenos en Waterford y en Russell, cerca de donde se hallará el nuevo enlace de autopistas. Al trasladarnos a Waterford nuestra posición mejorará, no empeorará.
He dado un tropezón, Freddy. Me está mirando como si hubiese perdido el valor. De acuerdo, George. Ve al grano.
—Muy bien —dijo, sonriendo—. Te acepto ese argumento. Pero esos moteles nuevos no estarán construidos hasta dentro de un año, quizá dos. Y si el tema energético empieza a ir tan mal como parece...
—Ésa es una decisión política, Bart —dijo Ordner limpiamente—. Nosotros sólo somos un par de soldados de infantería. Ejecutamos las órdenes.
Le pareció que había un indicio de reproche en aquella última frase.
—Sólo pretendía que mi punto de vista quedara registrado.
—De acuerdo. Ya ha quedado. Pero tú no haces la política, Bart. Quiero que eso quede perfectamente claro. Si el suministro de gasolina escasea y todos los moteles quedan vacíos, lo asumiremos, junto con todo lo demás. Mientras tanto, será mejor que dejemos a los chicos de arriba ocuparse de eso, y nosotros hagamos nuestro trabajo.
He sido reprendido, Fred. Sí, lo has sido, George.
—Muy bien. He aquí el resto. Calculo que la fábrica de Waterford necesitará una inversión de doscientos cincuenta mil dólares en trabajos de renovación antes de que esté lista para su uso.
—¿Qué? —Ordner dejó con fuerza su vaso sobre la mesita. Ajá, Freddy. Acabas de pinchar en nervio.
—Tiene los muros llenos de óxido. La manpostería de las alas este y norte está prácticamente reducida a polvo. Y los suelos se hallan en tan mal estado que la primera lavadora pesada que instalemos allí terminará en los sótanos.
—¿Es firme? ¿Esa cifra de doscientos cincuenta mil quiero decir?
—Por supuesto. Vamos a necesitar un nuevo pabellón exterior, así como suelos nuevos, tanto abajo como arriba. Y a cinco electricistas (que tardarán dos semanas completas de trabajo) para dejar lista toda la instalación. El lugar está dotado sólo con circuitos para dos-cientos cuarenta voltios, y nosotros necesitamos una red de quinientos cincuenta. Y como nos encontraremos instalados en el extremo más alejado de los conductos de servicios de la ciudad, te aseguro que nuestras facturas de electricidad y de agua subirán un veinte por ciento por lo menos. Soportaremos los aumentos en el gasto de electricidad, pero no necesito decirte lo que significa para una lavandería un incremento del veinte por ciento en su factura de consumo de agua.
Ordner lo miraba, conmocionado.
—Pero no importa lo que acabo de decir sobre los aumentos en el coste de los servicios. Eso pertenece al apartado de operación, y no al de renovación. Así pues, ¿dónde estaba? El lugar tiene que ser reacondicionado para una instalación eléctrica de quinientos cincuenta voltios. Vamos a necesitar una buena alarma contra ladrones y un circuito cerrado de televisión. Y un nuevo aislamiento. Y techos nuevos. Y... ah, sí, un sistema de desagüe. Donde estamos ahora, en Fir Street, nos encontramos sobre una elevación, pero Douglas Street se halla situada en el fondo de una cuenca natural. Sólo la construcción del sistema de desagüe costará entre cuarenta y setenta mil dólares.
—Santo Dios, ¿cómo es que Tom Granger no me ha hablado de todo esto?
—Porque él no vino conmigo a inspeccionar el lugar.
—¿Y por qué no?
—Porque le dije que se quedara en la fábrica.
—¿Que le dijiste qué?
—Fue el día que se apagó el horno —respondió, paciente—. Los pedidos se acumulaban y no disponíamos de agua caliente. Tom tuvo que quedarse. Es el único capaz de poner en marcha ese horno.
—En ese caso, Bart, ¿por qué no te acompañó otro día? Apuró el contenido de su vaso y replicó:
—No creí que fuera necesario.
—¡Que no creíste...! —Ordner no pudo terminar la frase. Sacudió la cabeza como un hombre a quien acaban de golpear—. Bart, ¿sabes qué sucederá si tus estimaciones están equivocadas y perdemos esa fábrica? Pues que perderás tu trabajo, eso es lo que va a suceder. Dios santo, ¿acaso quieres llevarle a Mary tu trasero cortado en un cesto? ¿Es eso lo que quieres?
«No lo entenderías —pensó— porque no harías un solo movimiento a menos que estuvieras a cubierto de seis formas distintas, y con otros tres tipos por delante para asegurarte. Así es como se actúa cuando uno tiene cuatrocientos mil dólares en acciones y efectivo, un Delta 88 y un máquina de escribir eléctrica que aparece apretando un botón. ¡Estúpido de mierda! Podría timarte durante diez años seguidos. Y es posible que lo lleve a cabo.»
Hizo una mueca ante el adusto rostro de Ordner.
—Pero he aquí mi último argumento, Steve. Ahora comprenderás por qué no estoy preocupado.
—¿Qué quieres decir?
Y entonces mintió alegremente:
—Thom McAn ya ha notificado al corredor de fincas que no le interesa la fábrica. Envió a sus chicos a inspeccionarla y ellos pusieron el grito en el cielo. Así pues, eso confirma mi palabra de que aquel lugar es una mierda por cuatrocientos cincuenta. Tenemos una opción de noventa días que caduca el martes. Y también un astuto corredor de fincas llamado Monohan que ha estado fanfarroneando delante de nuestras narices. Y casi ha triunfado.
—¿Qué sugieres?
—Que dejemos pasar la opción. Que nos mantengamos firmes hasta el jueves, más o menos. Comenta con tus muchachos de contabilidad ese aumento del veinte por ciento en los costes de producción. Yo hablaré con Monohan. Cuando haya terminado con él, se pondrá de rodillas por doscientos mil dólares.
—Bart, ¿estás seguro?
—Claro que sí —contestó, con una suave sonrisa—. No pondría mi cuello debajo de la cuchilla si creyera que ésta podía caer.
George, ¿¿¿qué estás haciendo???
Cállate, cállate, no me molestes ahora.
—Tenemos delante de nosotros un astuto corredor de fincas sin ningún comprador —prosiguió—. Eso nos permite tomarnos nuestro tiempo. A cada día que le dejemos bailando al viento, el precio irá bajando.
—Está bien —dijo Ordner lentamente—. Pero aclaremos una cosa, Bart. Si perdemos nuestra opción de compra y después alguien se mete ahí, me veré obligado a fundirte. No es...
—Lo sé —dijo, sintiéndose repentinamente cansado—. No es nada personal.
—Bart, ¿estás seguro de que Mary no te ha pegado su virus? Esta noche pareces un poco desmejorado. «Tú sí que pareces un poco desmejorado, gilipollas.»
—Me sentiré bien cuando esto se haya arreglado. Está siendo una situación muy tensa.
—Sí, desde luego. —Ordner recompuso la expresión de su rostro en un gesto de simpatía—. Casi se me había olvidado... tu casa también se encuentra en la línea de fuego.
—Sí.
—¿Y has encontrado ya otro lugar?
—Bueno, le hemos echado un vistazo a una o dos casas. No me sorprendería cerrar el trato de la lavandería y el mío personal en el mismo día.
—Tal vez sea la primera vez en tu vida que hayas cerrado un trato de entre trescientos y quinientos mil dólares en un solo día.
—Sí, y ése será un buen día.
Durante el viaje de regreso a casa, Freddy siguió tratando de hablarle —gritándole, en realidad—, y él tuvo que poner en marcha el interruptor de circuito continuamente. Acababa de entrar en Crestallen Street West cuando todas las preguntas se desparramaron y tuvo que frenar con los dos pies. Con un chirrido, la ranchera se detuvo en medio de la calle, y él se vio lanzado contra el cinturón de seguridad con tanta fuerza como para sentir un gruñido en el estómago.
Cuando se hubo controlado soltó el freno y dejó que el vehículo se deslizara lentamente hacia el bordillo. Apagó el motor y las luces, se desabrochó el cinturón de seguridad y permaneció allí sentado, con las manos temblorosas agarradas al volante.
Desde donde estaba, la calle trazaba una suave curva, y el alumbrado público formaba una bella hoz de luz. Era una calle bonita. La mayor parte de las casas que la configuraban habían sido construidas en el período de la posguerra, entre 1946 y 1958; pero de algún modo, milagrosamente, habían escapado al síndrome de reconstrucción de finales de los años cincuenta y las enfermedades que lo acompañaron: cimientos agrietados, céspedes pelados, proliferación de juguetes, envejecimiento prematuro de los coches, pintura escamosa, ventanas de plástico dobles.
Él conocía a sus vecinos... ¿Por qué no iba a conocerlos? Hacía casi catorce años que él y Mary vivían en Crestallen Street. Era mucho tiempo. Los Upslinger en la casa más arriba de la suya; su hijo Kenny repartía el periódico de la mañana. Los Lang, al otro lado de la calle; los Hobart, dos casas más abajo (Linda Hobart había sido canguro de Charlie, y ahora hacía el doctorado en la universidad local); los Stauffer; Hank Albert, cuya esposa había muerto de enfisema cuatro años antes; los Darby, y justo cuatro casas más arriba de donde estaba aparcado y tembloroso, los Quinn. Y otra docena de familias que él y Mary conocían sólo de vístala mayoría de ellas con niños pequeños.
Es una calle bonita, Fred. Un buen vecindario. Oh, ya sé cómo resoplan los intelectuales en los suburbios... No es tan romántico como las viviendas infestadas de ratas o las casas del campo sanas y fuertes. No existen grandes museos en los suburbios, ni grandes bosques, ni grandes desafíos.
Pero ha habido buenos tiempos. Sé lo que estás pensando, Fred. Buenos tiempos, ¿qué son los buenos tiempos? No hay grandes alegrías en los buenos tiempos, ni grandes penas, ni gran nada. Sólo parloteo. Las barbacoas encendidas en el atardecer del verano, con todo el mundo un poco achispado, pero sin que nadie llegara nunca a emborracharse o a comportarse mal. Íbamos en caravana a ver tocar a los Mustangs. A los jodidos Musties. ¿Quién podía derrotar a los Pat aquel año en que los Pat estaban 1 a 12? Invitar a gente a cenar a casa, o ir a cenar a casa de otros. Jugar al golf en el campo de Westside, o llevar a las mujeres a Ponderosa Pines y conducir aquellos pequeños karts. ¿Recuerdas aquella vez en que Bill Stauffer se salió de la pista, atravesó la valla de protección y se metió en la piscina de alguien? Sí, lo recuerdo George, todos reímos como demonios. Pero George...
Así pues, van a traer los bulldozers, ¿eh, Fred? Dispuestos a enterrar todo eso. No tardará en levantarse otro suburbio, allá en Waterford, donde hasta este mismo año no había nada, excepto un montón de parcelas vacías. La Marcha del Tiempo. El Progreso a Examen. Niños de miles de millones de dólares. ¿Qué aspecto tendrá todo aquello cuando vayas a echarle un vistazo? Un montón de cajas de hojalata pintadas de diferentes colores. Tuberías de plástico que se helarán en invierno. Madera plastificada. Plástico por todas partes. Porque Moe, del departamento de autopistas, se lo dijo a Joe, de Construcciones Joe, y a Sue, que trabaja frente al despacho de Joe, y ésta se lo comentó a Lou, de Construcciones Lou, y poco después se produjo el gran estallido constructor en Waterford, y empezaron a aparecer edificios nuevos en las parcelas vacías, y también rascacielos. Uno compra una casa en Lilac Lane, que atraviesa Spain Lane hacia el norte y Dain Lane hacia el sur. Puede uno elegir la calle del Olmo, del Roble, del Ciprés, del Pino blanco. Cada casa dispone de un cuarto de baño en la planta baja y un servicio en la planta superior, y de una chimenea simulada en cada lado. Y si uno llega borracho a casa no será capaz de encontrar su jodido hogar.
Pero George...
Cállate, Fred. Estoy hablando. ¿Y dónde se encuentran los vecinos de uno? Quizá los de antes no eran muchos, pero uno los conocía. Sabía a quién debía prestar una taza de azúcar cuando llamaban a casa. ¿Dónde están ahora? Tony y Alicia Lang en Minnesota, porque él pidió el traslado a un nuevo territorio y lo consiguió. Los Hobart se marcharon a la zona norte. Hank Albert ha logrado un sitio en Waterford, cierto, pero cuando regresó, después de haber firmado los papeles, parecía un hombre que se hubiera puesto una máscara de felicidad. Vi sus ojos, Freddy. Tenían la expresión de alguien a quien acaban de cortarle las piernas y trata de engañar a todos aparentando que está contento con las nuevas piernas de plástico porque ya no tendrán cicatrices si se golpea con ellas contra la puerta. Así que nos mudamos, ¿y dónde nos encontramos? ¿Quiénes somos? Sólo dos extraños sentados en una casa situada en medio de un montón de casas pertenecientes a extraños. Eso es lo que somos. La Marcha del Tiempo, Freddy. De eso se trata. Los cuarenta años en espera de los cincuenta en espera de los sesenta. En espera de una bonita cama de hospital y de una bonita enfermera que le introduzca a uno un bonito catéter. Freddy, a los cuarenta se deja de ser joven. Bien, en realidad se deja de ser joven a los treinta, pero a los cuarenta es cuando uno deja de engañarse a sí mismo. Y yo no quiero envejecer en un lugar extraño.
Se echó a llorar de nuevo; se hallaba sentado en el coche, oscuro y frío, llorando como un niño.
George, se trata de algo más que la autopista, más que un traslado. Sé lo que te ocurre, George.
Cállate, Fred, te lo advierto.
Pero Fred no se callaría, y eso no era bueno. Si ya no controlaba a Fred, ¿cómo lograría alcanzar la paz alguna vez?
Se trata de Charlie, ¿verdad, George? No quieres enterrarle por segunda vez.
—Sí, se trata de Charlie —dijo en voz alta, una voz ronca y extraña llena de sollozos—. Y de mí. No puedo. Realmente, no puedo...
Agachó la cabeza y permitió que las lágrimas surgieran libremente, con el rostro contorsionado y los puños apretados contra los ojos como un niño pequeño que acaba de perder por un agujero de los pantalones la moneda que pensaba gastar en golosinas.
Cuando finalmente llegó a su casa estaba agotado. Se sentía seco. Vacío, pero seco. Y perfectamente sereno. Incluso contempló las oscuras casas que había a ambos lados de la calle, y que la gente había abandonado ya sin ningún temblor.
Ahora estamos viviendo en un cementerio, pensó. Mary y yo vivimos en un cementerio. Como Richard Boone en Yo enterré la vida. Las luces estaban encendidas en el hogar de los Arlin, pero ellos lo abandonarían el cinco de diciembre. Y los Hobart se habían marcha-do el fin de semana anterior. Sólo quedaban casas vacías.
Y al detenerse frente al caminito que conducía a la suya (Mary estaba arriba: desde abajo vio la débil luz de su lámpara de lectura) se encontró de repente pensando en algo que Tom Granger había dicho un par de semanas antes. Hablaría con Tom sobre ello. El lunes.
25 de noviembre de 1973
Estaba viendo el partido entre los Mustangs y los Chargers en el televisor en color y tomando su bebida privada, Southern Comfort y Seven-Up. Lo llamaba su bebida privada porque la gente se reía cuando la tomaba en público. Los Chargers ganaban por 27 a 3 en el tercer cuarto. Rucker había sido interceptado tres veces. Es un gran partido, ¿eh, Fred? Por supuesto, George. No sé cómo eres capaz de soportar la tensión.
Mary estaba durmiendo arriba. Hacía un poco más de calor ese fin de semana y sólo lloviznaba. Se quedó adormilado. Ya se había tomado tres copas.
Hubo un descanso, con los correspondientes anuncios. En uno de ellos, Bud Wilkenson decía que esa crisis de energía era algo serio y que todo el mundo debía aislar sus áticos, y cerrar muy bien la trampilla de la chimenea cuando no se hacían champiñones a la brasa o se quemaban brujas o algo así. El logotipo de la compañía que pagaba el anuncio apareció al final: un tigre feliz contemplando al telespectador por encima de un cartel que rezaba: EXXON.
Pensó que todo el mundo debería haberse dado cuenta de los malos tiempos que se avecinaban cuando la Esso cambiaba su nombre por el de Exxon. Esso surgía con facilidad de la boca, como el sonido de un hombre que se relaja en una hamaca. Exxon, en cambió, sonaba como el nombre de un señor de la guerra del planeta Yurir.
—Exxon solicita que todos los débiles terrícolas arrojen sus armas —dijo—. Al infierno, cerdos terrícolas.
Se rió con disimulo y se preparó otra copa. Ni siquiera tuvo que levantarse; el Southern Comfort, una botella de Seven-Up y un cuenco de plástico con cubitos de hielo estaban sobre una mesita redonda que había junto a su sillón.
Vuelta al partido. Los Chargers lanzaron. Hugh Fednach, el zaguero de los Mustangs, recogió el balón y avanzó hasta la línea 31 de los Mustangs. Después, tras la dirección general de un Hank Rucker de ojos acerados, que quizá había visto alguna vez el trofeo Heisman en un noticiario, los Mustangs prepararon un ataque de seis yardas. Gene Voreman lanzó. Andy Cocker, de los Chargers, volvió a llevar la pelota a la línea de 46 de los Mustangs. Y así van las cosas, como había señalado Kurt Vonnegut con gran sagacidad. Había leído todo lo escrito por Kurt Vonnegut. Le gustaba la mayor parte de lo que decía porque era divertido. La semana anterior habían dicho en el telediario que el consejo de dirección de una escuela situada en una ciudad llamada Drake, en Dakota del Norte, había quemado copias de la novela de Vonnegut Matadero cinco, que hacía referencia a los bombardeos sobre Dresden. Cuando uno piensa en eso, descubre una divertida conexión.
Fred, ¿por qué esos jodidos idiotas del departamento de autopistas no construyen la ampliación de la 784 a través de Drake? Apuesto a que estarían encantados. George, ésa es una idea estupenda. ¿Por qué no escribes al The Blade proponiéndola? Jódete, Fred.
Los Chargers ganaban ya por 34 a 3. Unas animadoras hacían cabriolas y movían el culo. Se quedó medio dormido y cuando Fred empezó a importunarle, no pudo sacudírselo de encima.
George, como parece que no sabes lo que estás haciendo, permíteme hablarte de ello. Déjame que te lo diga con todas las palabras, viejo. (Olvídame, Fred.) En primer lugar, vas a perder la opción sobre la planta de Waterford. Eso ocurrirá la medianoche del martes. El miércoles, Thom McAn cerrará su trato con esa pequeña pieza esclava de mierda surgida del día de San Patricio llamada Patrick J. Monohan. El mismo miércoles por la tarde, o el jueves por la mañana, aparecerá un gran cartel donde se leerá: «¡VENDIDO!» Y si alguien de la lavandería lo ve, quizá puedas retrasar algo más lo inevitable, diciendo: «Pues claro, nos lo han vendido a nosotros.» Pero si es Ordner quien lo lee, estás acabado. Probablemente no lo comprobará. Pero (Freddy, déjame solo) el viernes aparecerá un nuevo cartel. Y ése rezará: «EMPLAZAMIENTO DE NUESTRA NUEVA FÁBRICA EN WATERFORD. ZAPATOS TOM MCAN. ¡¡Volvemos a progresar aquí!!
El lunes, a primera hora de la mañana, perderás tu trabajo. Sí, tal como lo veo, te quedarás sin empleo antes del descanso de las diez de la mañana para tomar café. Y entonces podrás regresar a casa y decírselo a Mary. No sé cuándo ocurrirá eso. Sólo se tardan quince minutos en hacer el trayecto en autobús, de modo que es probable que acabes, en media hora aproximadamente, con veinte años de matrimonio y con veinte años de lucrativo empleo. No obstante, después de que se lo hayas dicho a Mary, vendrá la escena de las explicaciones. Puedes retrasarlo emborrachándote, pero antes o después...
Fred, cierra tu maldita boca.
... antes o después tendrás que explicarle cómo has perdido tu trabajo. Deberás hacer frente a esa situación. Mira, Mary, resulta que el departamento de autopistas va a echar abajo la fábrica de Fir Street dentro de un mes, más o menos, y yo me he descuidado en la cuestión de conseguir un nuevo lugar al que mudarnos. Yo pensaba que ese asunto de la ampliación de la 784 era una especie de pesadilla de la que alguna vez despertaría. Sí, Mary, sí. Localicé otra fábrica para nosotros... En Waterford, así es... Pero, de algún modo, no pude llevar adelante el trato. ¿Que cuánto le costará eso a la Amroco? Oh, yo diría que un millón, o millón y medio; eso dependerá del tiempo que tarden en encontrar una fábrica nueva, y de la cantidad de relaciones comerciales que pierdan por ello.
Te lo advierto, Fred.
O puedes decirle lo que nadie sabe mejor que tú, George. Que el margen de beneficios de La Cinta Azul es tan pequeño que los contables se echarán las manos a la cabeza y dirán algo así como: «Enterremos todo el asunto, chicos. Nos limitaremos a aceptar el dinero de la expropiación y compraremos algo nuevo en Norton, o en Russell o en Crescent. Hay demasiados números rojos potenciales en este asunto después del azúcar que el hijo de puta de Dawes nos echó en el tanque de gasolina.» Puedes contarle eso.
Oh, vete al infierno.
Pero eso sólo es la primera película, y éste es un programa doble, ¿verdad? La segunda parte aparecerá cuando le digas a Mary que no tenéis casa adonde ir, y que no va a haber ninguna. ¿Y cómo diablos piensas explicarle eso?
No voy a hacer nada.
Muy bien. Sólo eres un buen chico que se quedó dormido en su bote de remos. Pero cuando llegue el martes por la noche, tu bote se precipitará por la catarata, George. Por todos los santos, ve a ver a Monohan el lunes y hazle desgraciado. Firma en la línea de puntos. De todos modos tendrás problemas, después de todas las mentiras que le contaste a Ordner el viernes por la noche. Pero eso es algo de lo que puedes salir. Dios sabe que ya has salido de bastantes problemas antes de éste.
Déjame solo. Estoy casi dormido.
Se trata de Charlie, ¿verdad? Ésta es una forma de suicidio. Pero no es justo para Mary, George. No es justo para nadie. Eres...
Se incorporó de repente en el sillón, derramando el contenido del vaso sobre la alfombra.
—Para nadie, excepto quizá para mí.
Entonces, ¿qué me dices de las armas, George? ¿Qué me dices de las armas?
Tembloroso, recogió el vaso y se preparó otro trago.
26 de noviembre de 1973
Estaba almorzando con Tom Granger en Nicky's, un restaurante a tres manzanas de la lavandería. Se hallaban sentados en un reservado, bebiendo cerveza mientras esperaban que les sirvieran la comida. En una máquina de discos sonaba la canción Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John.
Tom hablaba del partido entre los Mustangs y los Chargers, que estos últimos habían ganado por 37 a 6. A Tom le gustaban todos los equipos locales, y cuando perdían se ponía frenético. Mientras le escuchaba hablar mal de cada uno de los jugadores de los Mustangs, pensó que algún día Tom Granger se cortaría una oreja con una de las pinzas de la lavandería y se la enviaría al director general. Un loco se la enviaría al entrenador, quien se echaría a reír y la clavaría en el tablón de anuncios del vestuario, pero Tom se la enviaría al director general, quien meditaría tristemente sobre el hecho.
El almuerzo llegó, servido por una camarera vestida con traje y panties blancos. Calculó su edad en trescientos años, posiblemente trescientos cuatro. Y lo mismo podía decirse de su peso. Una pequeña tarjeta colgaba sobre su seno izquierdo: «GAYLE. Gracias por su visita al restaurante de Nicky.»
A Tom le sirvió un filete de buey que flotaba en un plato lleno de salsa. Él había pedido dos hamburguesas de queso, algo poco frecuente, con patatas fritas. Sabía que las hamburguesas estarían bien hechas. Ya había comido en Nicky's en otras ocasiones. La ampliación de la 784 no afectaría al restaurante por media manzana de distancia.
Comieron. Tom terminó de hablar sobre el partido del día anterior y le preguntó sobre el asunto de la planta de Waterford y su entrevista con Ordner.
—Firmaré el contrato el jueves o el viernes —dijo él.
—Creía que la opción caducaba el martes. Volvió a contar su historia de cómo Thom McAn había decidido que la fábrica de Waterford no le interesaba. No le resultó divertido mentir a Tom Granger. Lo conocía desde hacía diecisiete años. No era un hombre muy brillante. Y por ello no experimentaba satisfacción alguna al mentirle.
—Oh —dijo Tom cuando él hubo terminado. Y el tema quedó cerrado en ese punto. Se llevó un trozo de carne a la boca e hizo una mueca—. ¿Por qué almorzamos aquí? La comida es muy mala. Incluso el café lo es. Hasta mi mujer lo hace mejor.
—No lo sé —replicó él, aprovechando el nuevo giro de la conversación—. ¿Recuerdas cuando se inauguró aquel restaurante italiano? Llevamos allí a Mary y a Verna.
—Sí, eso fue en agosto. Verna aún sueña con la ricotta... no, con los rigatoni. Así es como lo llaman, rigatoni.
—¿Y te acuerdas de aquel tipo que se sentó cerca de nosotros? ¿Aquel tipo alto y grueso?
—Alto, grueso... —Tom masticó, tratando de recordar. Luego sacudió la cabeza.
—Dijiste que era un criminal.
—Ah. —Abrió mucho los ojos. Apartó el plato con un gesto, encendió un Herbert Tareyton y arrojó la cerilla al interior del plato, donde flotó sobre la salsa—. Sí, ahora me acuerdo. Era Sally Magliore.
—¿Se llamaba así?
—Sí, en efecto. Un tipo enorme con gafas de cristales gruesos y una barbilla prominente. Sí, era Salvatore Magliore. Su nombre suena como la especialidad de un prostíbulo italiano, ¿no te parece? Le llaman Sally Ojo Único debido a que tenía una catarata en un ojo. Se la hizo quitar en la clínica Mayo hace tres o cuatro años... la catarata, no el ojo. Sí, es un pez gordo del hampa.
—¿En qué anda metido?
—¿En qué andan metidos todos ellos? —preguntó Tom echando la ceniza de su cigarrillo en el plato—. Drogas, prostitución, juego, inversiones fraudulentas, extorsión. Y asesinato de otros criminales. ¿Lo has visto en el periódico? Justo la semana pasada. Encontraron a un tipo en el maletero de su coche, aparcado detrás de una gasolinera. Tenía el cuello cortado y seis tiros en la cabeza. Es algo realmente ridículo. ¿Por qué le cortaron el cuello después de haberle metido seis balas en la cabeza? El crimen organizado. En eso anda metido Sally Ojo Único.
—¿Tiene negocios legales?
—Sí, creo que sí. Por Landing Strip, más allá de Norton. Vende coches. Coches Usados y Garantizados Magliore. Con un cadáver en cada maletero.
Tom se echó a reír y echó más ceniza en el plato. Gayle se les acercó y les preguntó si querían más café. Ellos pidieron sendas tazas.
—Hoy he recibido esos pasadores de aletas para la puerta de la caldera —dijo Tom—. Me han hecho pensar en mi verga.
—¿Y eso por qué?
—Deberías ver esos hijos de puta. Tienen veintitrés centímetros de largo por tres y medio de diámetro.
—¿Has mencionado mi verga? —preguntó él. Ambos se echaron a reír y siguieron charlando hasta que llegó el momento de regresar al trabajo.
Aquella tarde se apeó del autobús en Barker Street y se dirigió al bar de Duncan, el más tranquilo del barrio. Pidió una cerveza y escuchó a Duncan maldecir durante un rato a causa del partido entre los Mustangs y los Chargers. Un hombre que estaba sentado al fondo se levantó, acudió a la barra y le dijo a Duncan que la máquina del millón no funcionaba bien. Duncan lo acompañó a echar un vistazo a la máquina y él se quedó solo ante la barra, bebiendo la cerveza y viendo la televisión. Emitían un serial en que dos mujeres hablaban con tonos lentos y apocalípticos de un hombre llamado Hank. Hank estaba a punto de regresar a casa, procedente de la universidad, y una de las mujeres acababa de descubrir que Hank era su hijo, el resultado de una desastrosa relación que había tenido inmediatamente después de haber terminado sus estudios en el instituto, veinte años antes.
Freddy trató de decir algo, y George le hizo callar. El interruptor del circuito funcionaba a la perfección. Llevaba así todo el día.
¡Está bien, jodido esquizofrénico!, gritó Fred, y George se le montó encima. Vete a hacer gárgaras, Freddy. Eres una persona non grata aquí.
«Por supuesto que no voy a decírselo —exclamó una de las mujeres en el televisor—. ¿Cómo crees que puedo hacer una cosa así?»
«Simplemente... díselo.»
«¿Y por qué? ¿De qué me servirá conmocionar toda su vida contándole algo que ocurrió hace veinte años?»
«¿Acaso piensas mentirle?»
«No voy a decirle nada.»
«Pero debes hacerlo, Betty.»
«Sharon, no soportaría contarle la verdad.»
«Yo se lo diré.»
—Esa jodida máquina está llena de mierda —dijo Duncan, regresando a la barra—. Siempre ha tenido una cosa u otra desde que la trajeron. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Llamar a la jodida Automatic Industries Company. Esperar veinte minutos hasta que una secretaria necia me ponga en comunicación con el departamento correcto. Escuchar cómo un tipo me dice que están muy ocupados, y que tratarán de enviarme un mecánico el miércoles. ¡El miércoles! Finalmente, el viernes aparecerá un tipo con el cerebro en el culo, se beberá cuatro jarras de cerveza gratis, arreglará lo que está estropeado, que probablemente volverá a estropearse un par de semanas después, y me dirá que no debo permitir que la gente zarandee la máquina. Antes tenía máquinas de bolas. Esas sí que eran buenas. Apenas se estropeaban. Pero con eso del progreso... Si continúo aquí en 1980 se habrán llevado ésta y me habrán traído otra automática de peor calidad. ¿Quieres otra cerveza?
—Claro —dijo él.
Duncan fue a servírsela. Él dejó cincuenta centavos sobre el mostrador y se dirigió hacia la cabina telefónica, situada junto a la máquina estropeada.
Encontró lo que andaba buscando en las páginas amarillas, bajo el epígrafe de Automóviles. Nuevos y usados. «COCHES USADOS MAGLIORE, Rt 16, Norton. 892-4576.»
La carretera 16 se convertía en avenida Venner a medida que uno penetraba en Norton. La avenida Venner también era conocida como Landing Strip, donde uno podía conseguir todas las cosas que las páginas amarillas no anunciaban.
Introdujo una moneda de diez centavos en el teléfono y marcó el número de Coches Usados Magliore. Alguien contestó al segundo timbrazo.
—Coches Usados Magliore —dijo una voz masculina.
—Aquí Dawes —dijo él—. Barton Dawes. ¿Puedo hablar con el señor Magliore?
—Sal está ocupado. Pero me encantaría ayudarle si puedo. Soy Peter Mansey.
—No, tengo que hablar con el señor Magliore, señor Mansey. Se trata de esos dos Eldorados.
—No tiene usted suerte —dijo Mansey—. No compraremos ni un coche grande durante el resto del año a causa de la crisis energética. Nadie los quiere. De modo que...
—El caso es que quiero comprarlos —lo interrumpió él.
—¿Cómo ha dicho?
—Quiero dos Eldorados. Uno de 1970 y otro de 1972. Uno dorado y otro de color crema. Hablé de ellos con el señor Magliore la semana pasada. Se trata de una cuestión de negocios.
—Oh, ya entiendo. Bien... el caso es que no está aquí ahora, señor Dawes. A decir verdad, se encuentra en Chicago. Y no regresará hasta esta noche, a las once.
Junto a la máquina estropeada, Duncan estaba colocando un cartel que advertía: NO FUNCIONA.
—¿Estará ahí mañana?
—Sí, seguro que sí. ¿Habían llegado ya a un acuerdo?
—No, pero quería comprarlos directamente.
—¿Uno de los especiales?
Dudó un instante, y luego contestó:
—Sí, eso es. ¿Le parece bien que llame a las cuatro?
—Por supuesto.
—Gracias, señor Mansey.
—Le diré que ha llamado usted.
—Hágalo —dijo y colgó cuidadosamente el receptor. Le sudaban las palmas de las manos.
Cuando llegó a casa, Merv Griffin charlaba con otra celebridad. No había correo, y eso supuso un alivio. Entró en la sala de estar.
Mary bebía un ponche de ron caliente en una taza de té. Había una caja de pañuelos junto a ella, y la estancia olía a Vicks.
—¿Te encuentras bien? —preguntó a su esposa.
—No me beses —pidió ella con voz distante y neblinosa—. Estoy muy resfriada.
—Pobre muchachita —dijo él después de besarla en la frente.
—Odio tener que pedírtelo, Bart, pero ¿te importaría hacer tú la compra esta noche? Iba a ir con Meg Carder, pero he tenido que llamarla y anular la cita.
—Claro. ¿Tienes fiebre?
—No. Bueno, tal vez un poco.
—¿Quieres que te pida hora para el doctor Fontaine?
—No. Ya iré mañana si no me encuentro mejor.
—Estás muy cargada.
—Sí. El Vicks me ha ayudado un poco, pero ahora... —Se encogió de hombros y esbozó una débil sonrisa—. Debo parecer el pato Donald hablando.
Él vaciló un momento antes de hablar.
—Mañana llegaré un poco tarde a casa.
—¿Oh?
—Voy a Northside para ver una casa. Tengo la impresión de que es buena. Con seis habitaciones. Un pequeño patio trasero. No muy lejos de donde se han mudado los Hobart.
Freddy le dijo con toda claridad: pero ¿por qué esto, sucio y asqueroso hijo de puta?
La expresión de Mary se iluminó.
—¡Es maravilloso! ¿Puedo acompañarte?
—Será mejor que no, con ese resfriado.
—Me abrigaré bien.
—La próxima vez —dijo él con firmeza.
—De acuerdo. —Lo miró—. Menos mal que por fin te has movido en ese asunto —dijo—. Empezaba a preocuparme.
—Pues no lo hagas.
—Ya no.
Ella bebió un sorbo del ponche de ron caliente y se acurrucó a su lado. Él oyó su ronca respiración. Merv Griffin charlaba con James Brolin, hablando de su nueva película, Westworld. No tardaría en estrenarse en todos los cines del país.
Al cabo de un rato, Mary se levantó y dijo que prepararía una cena precocinada. Él también se levantó y buscó otro programa, tratando de no escuchar a Freddy. Al cabo de un rato, sin embargo, Freddy cambió de tema.
¿Recuerdas cómo conseguiste el primer aparato de televisión, Georgie?
Él esbozó una ligera sonrisa mirando a Forrest Tucker en la pantalla pero sin verlo. Claro que me acuerdo, Fred.
Habían llegado a casa una noche, unos dos años después de haberse casado. Volvían de visitar a los Upshaw, con quienes habían estado viendo el programa Su Hit Parade y La rueda de la fortuna, y Mary le preguntó si no le parecía que Donna Upshaw se había mostrado un poco... como ausente. Ahora, allí sentado, recordó a Mary, delgada y extrañamente más alta llevando un par de sandalias blancas que se había comprado para el verano. También se había puesto unos pantalones cortos blancos; tenía las piernas largas y juguetonas, como si pudieran contorsionarse hasta alcanzarle la barbilla. En realidad, no le interesaba en absoluto si Donna Upshaw se había mostrado ausente o no; sólo se había interesado por los pantalones cortos de Mary. Hacia ellos había dirigido toda su atención.
—Quizá empieza a cansarse de servir cacahuetes españoles a medio barrio, simplemente porque son los únicos vecinos de la calle que tienen televisor —dijo él.
Creyó ver un ligero fruncimiento del entrecejo de Mary... lo que siempre indicaba que estaba maquinando algo, pero cuando lo pensó ya empezaba a subir la escalera, y él recorría con la mano la parte trasera de aquellos pantaloncitos, y no fue hasta bastante más tarde que ella dijo:
—¿Cuánto nos costaría un aparato, Bart?
—Supongo que podríamos conseguir un Motorola por veintiocho, quizá treinta pavos —contestó él medio dormido ya—. Pero el Philco...
—No hablo de una radio, sino de un aparato de televisión.
Él se sentó en la cama, encendió la luz y se volvió para mirar a su mujer. Allí estaba, desnuda, con la sábana cubriéndola hasta las caderas, y aunque le sonreía, él pensó que había hablado en serio. Era la sonrisa característica de Mary cuando se atrevía a decir algo.
—Mary, no podemos comprar un aparato de televisión.
—¿Cuánto crees que puede costar uno? ¿Un GE o un Philco o algo así?
—¿Nuevo?
—Nuevo.
Consideró la cuestión, mientras observaba el jugueteo de la luz de la lámpara sobre las curvas hermosamente redondas de sus senos. En aquella época estaba muy delgada (Aunque ahora apenas si está un poco más rellenita, George, se reprochó a sí mismo; nunca dije que lo estuviera, Freddy, muchacho), pero de algún modo parecía mucho más viva. Hasta su pelo emitía su propio mensaje: vivo, despierto, despierto...
—Unos setecientos cincuenta dólares —respondió él, pensando que aquello sería suficiente para apagar su sonrisa... pero no lo fue.
—Bien, mira —dijo ella, sentándose en la cama al estilo indio, con las piernas cubiertas con la sábana.
—Ya lo veo —repuso él sonriendo.
—No me refiero a eso, tonto —dijo ella, y se echó a reír mientras el rubor se extendía rápidamente por sus mejillas y nuca (aunque, ahora recordaba, no se había subido la sábana).
—¿En qué estás pensando?
—¿Para qué quieren los hombres un televisor? —preguntó ella—. Para ver todos los partidos los fines de semana. ¿Y para qué lo quieren las mujeres? Para ver esos culebrones que emiten por la tarde. Una puede escucharlos mientras plancha o cuando ya ha terminado de hacer su trabajo. Y ahora suponte que ambos encontramos algo que hacer... algo que nos dé dinero; durante ese tiempo en que, de todas formas, estamos sin hacer nada.
—¿Como leer un libro o incluso hacer el amor? —sugirió él.
—Para eso siempre encontramos tiempo —replicó ella y se echó a reír, ruborizándose de nuevo.
Sus ojos se oscurecieron a la luz de lámpara y una sombra cálida y semicircular apareció entre sus senos, y él supo que aceptaría la idea de su mujer, que incluso habría sido capaz de prometerle un modelo consola de la marca Zenith, que valía mil quinientos dólares, con tal que ella le permitiera hacerle el amor, y sólo de pensarlo sintió que su serpiente se endurecía convirtiéndose en piedra, como Mary le había dicho una vez en que ella se pasó bastante con la bebida en la fiesta de fin de año en casa de los Ridpath (y ahora, dieciocho años más tarde, él volvía a sentir la serpiente convirtiéndose de nuevo en piedra... con sólo recordarlo).
—Está bien —dijo él—. Buscaré un empleo para los fines de semana, y tú para las tardes. Pero ¿qué vamos a hacer, querida María, o ya no tan virgen María?
Ella se precipitó contra él, riendo, y él sintió sus senos como un peso blando sobre su estómago (plano en aquellos tiempos, Freddy, sin el menor asomo de barriga).
—¡Ahí está el truco! —dijo ella—. ¿Qué día es hoy? ¿Dieciocho de junio?
—En efecto.
—Pues bien, tú trabajarás los fines de semana, y yo por las tardes, y el dieciocho de diciembre juntaremos los dos nuestro dinero...
—Y nos compramos una tostadora —la interrumpió él con una sonrisa.
—Y compramos un aparato de televisión —repuso ella, solemne—. Estoy segura de que podemos hacerlo, Bart. —Y volvió a estallar en risitas—. Pero lo más divertido de todo será que no nos diremos nada de lo que estamos haciendo hasta que llegue el momento.
—Siempre y cuando no vea una luz roja encima de la puerta cuando regrese a casa del trabajo —dijo él, capitulando.
Ella lo abrazó, se puso sobre él y empezó a hacerle cosquillas. Y las cosquillas se convirtieron en caricias.
—Dámelo —susurró ella contra su cuello, cogiéndole con una presión suave pero deliciosamente insoportable, guiándole e incitándole al mismo tiempo—. Métemela, Bart.
Más tarde, de nuevo a oscuras, con las manos cruzadas bajo la cabeza, él preguntó:
—Nunca nos engañamos el uno al otro, ¿verdad?
—No.
—Mary, ¿de dónde ha surgido esa idea? ¿Ha sido porque he dicho que Donna Upshaw no quería servir cacahuetes españoles a medio barrio?
No hubo risitas en su voz cuando ella contestó. El tono fue uniforme, austero, con un ligero matiz de temor; fue como un débil viento invernal en el aire cálido de junio de su apartamento de la tercera planta.
—No me gusta ser una gorrona, Bart. Y no lo seré. Nunca.
Durante una semana y media le dio vueltas a aquel pequeño capricho de su esposa, preguntándose qué diablos podía hacer él para aportar su parte de los setecientos cincuenta dólares (y, tal como estaban las cosas, probablemente tendría que ser de tres cuartos, y no sólo de la mitad), trabajando durante los siguientes veinte fines de semana. Ya no tenía edad para dedicarse a cortar el césped de los vecinos. Y Mary tenía un aspecto —una mirada de presunción—, que le hizo pensar que ella había encontrado ya algo que hacer. Será mejor que te espabiles, Bart, pensó, y se echó a reír de sí mismo.
Aquellos sí que fueron buenos tiempos, ¿eh, Freddy?, se preguntó a sí mismo cuando Forrest Tucker dio paso a un anuncio de cereales en que un conejo animado aseguraba que «Los copos son para los chavales». Lo fueron, Georgie. Fueron tiempos muy buenos.
Un día en que se disponía a coger el coche después del trabajo, se le ocurrió mirar hacia la gran chimenea industrial que se elevaba por encima de la lavandería, y entonces se le ocurrió.
Volvió a meterse las llaves en el bolsillo y fue a hablar con Don Tarkington. Don se reclinó en su silla, lo miró por debajo de aquellas espesas y velludas cejas suyas que iban haciéndose blancas (como le ocurría con los pelos que le salían de las orejas y de las ventanas de la nariz), y cruzó las manos delante del pecho.
—Pintar la chimenea —dijo Don. Él asintió con un gesto.
—Los fines de semana. Don asintió de nuevo.
—Por... trescientos dólares. Nuevo gesto de asentimiento.
—Estás loco.
Y él se echó a reír. Don esbozó una ligera sonrisa.
—¿Eres adicto a las drogas, Bart? —preguntó.
—No —contestó—. Pero tengo un pequeño asunto que resolver con Mary.
—¿Una apuesta? —Las velludas cejas se elevaron con sorpresa.
—Algo más caballeroso que eso: un desafío, creo que lo llamarías tú. En cualquier caso. Don, esa chimenea necesita una buena mano de pintura, y yo necesito los trescientos dólares. ¿Qué me dices? Cualquier pintor te cobraría cuatrocientos veinticinco.
—¿Lo has comprobado?
—Lo he comprobado.
—Eres un loco hijoputa —dijo Don, y se echó a reír—. Probablemente te matarás.
—Sí, es posible —admitió él, y empezó a reírse de sí mismo (y ahora, dieciocho años más tarde, mientras el conejo de la tele daba paso al telediario de la noche, estaba allí sentado, sonriendo como un tonto).
Y así fue como un fin de semana después de la fiesta nacional del 4 de julio, se encontró en un tembloroso andamio, a veinticinco metros de altura, con una brocha en la mano y el culo bailando al aire. Una tarde se desató una repentina tormenta de verano, y una de las cuerdas que sujetaban el andamio se rompió con la misma facilidad con que uno rompe el hilo de un paquete. Estuvo a punto de caer. La cuerda de seguridad con que se rodeaba la cintura le sostuvo, y fue descendiendo hasta el tejado, con el corazón latiéndole como un tambor, convencido de que ningún poder del mundo conseguiría que subiera de nuevo hasta allí... ni siquiera por un condenado aparato de televisión. Pero volvió a subir. No por el televisor sino por Mary. Por la mirada que le había dirigido, bajo la luz de la lámpara, por sus pequeños senos enhiestos, por la sonrisa de «atrévete si puedes» que hubo en sus labios y en sus ojos... aquellos ojos oscuros que a veces se aclaraban o se oscurecían aún más en el verano.
A principios de septiembre ya había terminado de pintar la chimenea; allí estaba, alta, de un blanco reluciente, recortándose contra el cielo, como un signo hecho con tiza sobre una pizarra azul, delgada y brillante. La contempló con cierto orgullo mientras se limpiaba de pintura los brazos.
Don Tarkington le pagó con un cheque.
—No ha sido mal trabajo —fue su único comentario—, considerando el burro que lo hizo.
Consiguió otros cincuenta dólares empapelando las paredes del nuevo cuarto de estar de Henry Chalmer —en aquellos tiempos, Henry era el capataz de la lavandería—, y pintando el coche de Ralph Tremont. Cuando llegó el 18 de diciembre, él y Mary se sentaron ante su pequeña mesa de comedor, como dos adversarios pero amigos desde tiempo atrás, y él puso delante de ella trescientos noventa dólares en efectivo, puesto que había ingresado el dinero en un banco, obteniendo algunos intereses.
Ella dejó cuatrocientos dieciséis dólares que sacó del bolsillo de su delantal. Abultaban más que el dinero de su marido porque la mayor parte eran billetes de uno y cinco dólares.
Él abrió la boca, lleno de asombro.
—¿Cómo lo has hecho, Mary? —preguntó.
—He confeccionado veintiséis vestidos —contestó ella sonriendo—, arreglado otros cuarenta y nueve, y descosido sesenta y cuatro; he hecho treinta y una faldas y tres muestrarios de ganchillo; he tejido cuatro alfombras de nudo (una de ellas de esas que van sujetas al suelo); he tricotado cinco jerséis, dos colchas y una mantelería completa; he bordado sesenta y tres pañuelos, doce juegos de toallas y otros doce juegos de fundas de almohada, y aún sueño con todos esos monogramas.
Riendo, ella tendió las manos y, por primera vez, él observó las espesas callosidades que habían aparecido en las puntas de sus dedos, como los callos que se le forman a un guitarrista.
—¡Oh, santo cielo, Mary! —exclamó con voz ronca—. Santo cielo, mira cómo tienes las manos.
—Las tengo muy bien —replicó ella, y sus ojos se oscurecieron y bailotearon—. Y tú estabas muy mono en aquella chimenea, Bart. Una vez pensé en comprar un tirachinas e intentar darte una buena pedrada en el trasero...
Con un rugido, se abalanzó sobre Mary, la persiguió por la sala de estar y por su dormitorio. Donde pasamos el resto de la tarde, ahora lo recuerdo, Freddy, muchacho.
Descubrieron que no sólo tenían dinero para comprar el televisor, sino que por otros cuarenta dólares más podían comprar el modelo con mueble incorporado. El propietario de John's Televisión (que ya hacía tiempo había quedado enterrado por la ampliación de la 784, junto con el Gran Teatro y todo lo demás) les dijo que la RCA acababa de lanzar el modelo del año, y que él estaría muy satisfecho si se lo llevaban; además, podían pagar la diferencia en plazos semanales de diez dólares...
—No —dijo Mary.
Jonh la miró con expresión dolorida.
—Señora, sólo son cuatro semanas, y le aseguro que este crédito no le representará problema alguno.
—Espere un momento —dijo Mary.
Llevó a su marido al exterior, donde ya se notaba el frío precursor de la Navidad y sonaban los villancicos por toda la calle.
—Mary —dijo él—, tiene razón. No es como si...
—Lo primero que compremos a plazos será nuestra propia casa, Bart —lo interrumpió ella. Y entre sus ojos apareció la débil línea característica—. Y ahora, escúchame...
Volvieron a la tienda.
—¿Nos lo puede reservar? —le preguntó a John.
—Supongo que sí... por un tiempo. Pero estamos en plena temporada de ventas, señor Dawes. ¿Durante cuánto tiempo?
—Sólo este fin de semana —contestó—. Vendré el lunes por la noche.
Pasaron aquel fin de semana en el campo, arrebujados contra el frío y temiendo la nieve que amenazaba pero que no llegó a caer.
Condujeron lentamente por los caminos, riendo como chicos. En el asiento posterior llevaban un envase de seis botellas de cerveza para él y una de vino para Mary. Recogieron botellas de cerveza y de soda vacías; por cada una de las pequeñas les daban dos centavos, y cinco por cada una de las grandes. Fue un condenado fin de semana, pensó Bart ahora... Mary tenía el pelo largo entonces, cayéndole en cascada por la espalda sobre aquel abrigo de imitación a piel que llevaba, con el color flameando en sus mejillas. Aún podía verla, su-biendo por un terraplén lleno de las hojas caídas del otoño, dándoles patadas con sus botas, produciendo un sonido parecido al de un pequeño incendio en el bosque... Se escuchó el clic de una botella al ser golpeada y ella se agachó, la levantó en triunfo y la lanzó hacia él, al otro lado del camino, riendo como una chiquilla.
Ahora ya no hay botellas cuyos cascos se tengan que devolver, Georgie. Lo que manda en estos tiempos es: nada en depósito, nada retornable. Utilícelo y tírelo.
Aquel lunes, después del trabajo, recorrieron cuatro supermercados distintos para vender en ellos todas las botellas vacías que habían recogido, por valor de treinta y un dólares. Llegaron a John's diez minutos antes del cierre.
—Me faltan nueve dólares —dijo él a John. John estampó el sello de PAGADO en la factura de venta que estaba sobre el televisor RCA modelo consola.
—Feliz Navidad, señor Dawes —dijo—. Permítame coger mis llaves y le ayudaré a llevárselo.
Llegaron a casa con el aparato, y un excitado Dick Keller, del primer piso, les ayudó a subirlo. Aquella noche estuvieron viendo la televisión hasta el cierre del programa nacional, y después hicieron el amor, con el aparato aún encendido y la carta de ajuste en la pantalla, ambos con dolor de cabeza por el cansancio de los ojos.
Desde entonces, raras veces la televisión les pareció tan buena.
Mary entró y le vio contemplando la pantalla, con el vaso de whisky vacío en la mano.
—Tienes la cena preparada, Bart —le dijo—. ¿La quieres aquí?
Él la miró, preguntándose cuándo había visto exactamente por última vez aquel gesto de «atrévete si puedes» en sus labios... cuándo había empezado a mostrar de un modo continuo aquella pequeña línea entre los ojos, como una arruga, una cicatriz, un tatuaje que proclamara su edad.
Te preguntas unas cosas que en el fondo no deseas saber, pensó. ¿Qué demonios significaba eso?
—¿Bart?
—Cenemos en el comedor —respondió él. Se levantó y apagó el televisor.
—De acuerdo.
Se sentaron. Él miró la cena, servida en bandeja de aluminio con seis pequeños compartimientos y algo que parecía prensado en cada uno de ellos. Sobre la carne había una salsa. Tenía la impresión de que las carnes que aparecían en las comidas de la televisión siempre tenían salsa, pues en caso contrario, pensó, parecería desnuda, y entonces recordó, sin ninguna razón aparente, lo que había pensado sobre Lorne Green: Muchacho, voy a dejarte calvo.
Pero en ese momento no le pareció divertido. De algún modo, el pensamiento lo asustó.
—¿Qué murmurabas en la sala de estar, Bart? —preguntó Mary.
Tenía los ojos enrojecidos y agrietada la piel de la nariz a causa del resfriado.
—No lo recuerdo —contestó.
Y entonces pensó: Creo que estoy a punto de ponerme a gritar. Por las cosas perdidas. Por tu sonrisa, Mary. Perdóname si echo la cabeza hacia atrás y me pongo a gritar por la sonrisa que ya nunca aparece en tu rostro. ¿De acuerdo?
—Parecías muy ausente —dijo ella.
En contra de su voluntad —era un secreto, y esa noche necesitaba guardar sus secretos; esa noche, sus sentimientos se hallaban tan agrietados como la nariz de Mary— repuso:
—Estaba recordando el día que fuimos a recoger botellas vacías para terminar de pagar aquel televisor. El modelo de la RCA con mueble incorporado.
—Oh, eso —dijo Mary, y estornudó sobre su bandeja de cena precocinada.
Se encontró con Jack Hobart en los grandes almacenes Stop and Shop. El carrito de Jack estaba lleno de alimentos congelados, platos precocinados y numerosas botellas de cerveza.
—Jack! —exclamó—. ¿Qué haces por estos andurriales?
—Aún no me he acostumbrado a la otra tienda —contestó Jack sonriendo ligeramente—. Así pues... pensé...
—¿Dónde está Ellen?
—Se ha marchado a Cleveland. Su madre ha muerto.
—Vaya. Lo siento, Jack. ¿Algo repentino? Los compradores se movían a su alrededor bajo las frías luces que los iluminaban desde arriba. Unos altavoces ocultos emitían anuncios que uno nunca entendía por completo. Una mujer, empujando un carrito repleto, pasó junto a ellos, arrastrando a un niño de tres años que llevaba un anorak azul con mocos secos en las mangas.
—Sí, fue repentino —dijo Jack Hobart. Esbozó una inexpresiva sonrisa y bajó la mirada hacia el contenido de su carro. Había allí un gran paquete amarillo que decía: «ENVASES VACÍOS. ¡Utilícelo y tírelo! ¡Higiénico!»
—Sí, lo fue. Se había sentido algo mal, pero pensó que sólo se trataba de, ya sabes, las secuelas por el cambio de vida. Resultó que era cáncer. La abrieron, echaron un vistazo y volvieron a cerrarla sin hacerle nada. Murió tres semanas más tarde. Ha sido muy duro para Ellen. Quiero decir que ella sólo tiene veinte años menos que su madre.
—Sí —dijo él.
—De modo que se ha marchado a Cleveland para el funeral.
—Sí.
—Sí.
Se miraron el uno al otro y sonrieron, avergonzados, ante el hecho de la muerte.
—¿Cómo es aquello? —preguntó él—. Me refiero a Northside.
—Si quieres que te diga la verdad. Bart, nadie parece muy amistoso con nadie.
—¿No?
—Sabes que Ellen trabaja en el banco, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Pues bien, unas cuantas chicas habían llegado a un acuerdo para utilizar el coche. Yo solía dejárselo a Ellen cada jueves. Era el día que le tocaba a ella. En Northside también hay un grupo que hace lo mismo para ir a la ciudad, pero las mujeres que lo forman son miembros de una especie de club en que Ellen no puede entrar hasta que no viva allí un año al menos.
—Eso me suena a discriminación, Jack.
—Que se jodan —exclamó Jack enfadado—. Ellen no entrará a formar parte de su condenado club aunque ellas se lo pidan de rodillas. Así pues le he comprado un coche. Un Buick de segunda mano. A ella le encanta. Debería haberlo hecho hace dos años.
—¿Cómo es la casa?
—No está mal —contestó Jack, suspirando—. Aunque el recibo de la electricidad es muy alto. Deberías ver cuánto pagamos. Eso no es bueno para gente con un hijo en la universidad.
Caminaron arrastrando los pies. Ahora que ya había pasado el malhumor de Jack, la avergonzada sonrisa había vuelto a su rostro. Se dio cuenta de que Jack se sentía casi patéticamente contento de haber visto a alguien conocido de su antiguo barrio, y que prolongaba el momento. Tuvo una visión repentina de Jack deambulando por la nueva casa, el sonido de la televisión llenando las habitaciones, los fantasmas por toda compañía, su esposa a miles de kilómetros de distancia, imaginándose a su suegra enterrada.
—Escucha, ¿por qué no te vienes conmigo a casa? —le preguntó—. Nos tomaremos unas cuantas cervezas y escucharemos a Howard Cosell explicando todo lo que anda mal.
—Eh, eso me parece estupendo.
—Llamaré antes a Mary por teléfono para decírselo. Mary estuvo de acuerdo. Dijo que pondría a descongelar unas pastas y que después se acostaría para no contagiarle su resfriado a Jack.
—¿Le gusta su nuevo barrio? —preguntó ella.
—Sí, supongo que sí. Mary, la madre de Ellen ha muerto. Ella está en Cleveland para el funeral. Fue cáncer.
—Oh, no.
—Así que he pensado que quizá le gustaría tener compañía, ya sabes...
—Claro, desde luego. —Hizo una pausa—. ¿Le has dicho que quizá seamos vecinos dentro de poco?
—No —contestó él—, eso no se lo he dicho.
—Deberías hacerlo. Puede que se anime un poco.
—Claro. Hasta luego, Mary.
—Hasta luego.
—Tómate una aspirina antes de acostarte.
—Lo haré.
—Hasta luego.
—Adiós, George. —Mary cortó la comunicación.
Él se quedó mirando el teléfono, helado. Sólo lo llamaba así cuando estaba muy contenta con él. Originalmente, Fred-y-George había sido un juego de Charlie.
Él y Jack Hobart fueron a casa y vieron el partido. Bebieron mucha cerveza. Pero no fue tan bien como en otras ocasiones.
Cuando Jack subió al coche para regresar a su casa, a las doce y media, levantó la mirada con expresión de enojo.
—Esa maldita autopista —estalló—. Eso lo ha jodido todo.
—Así ha sido, en efecto.
Le dio la impresión de que Jack tenía aspecto de viejo, y eso le asustó: ambos eran de la misma edad.
—Mantente en contacto, Bart.
—Lo haré.
Se sonrieron el uno al otro con expresiones vacías, un poco bebidos, un poco deprimidos. Él se quedó mirando el coche de Jack hasta que las luces traseras desaparecieron en la curva, colina abajo.
27 de noviembre de 1973
Se sentía algo cansado y adormilado por haberse quedado hasta tan tarde la noche anterior. El ruido de las lavadoras girando durante el ciclo del escurrido parecía resonar en sus oídos, y el continuo golpeteo y siseo de las planchadoras de camisas le obligaban a hacer muecas de dolor.
Freddy fue aún peor. Freddy le arruinó el día.
Escucha, le decía Fred. Ésta es tu última oportunidad, muchacho. Aún dispones de toda la tarde para ir al despacho de Monohan. Si no haces algo antes de las cinco, será demasiado tarde.
«La opción no caduca hasta la medianoche.»
Desde luego que no. Pero seguro que, justo después del trabajo, Monohan va a sentir la urgente necesidad de visitar a unos parientes. En Alaska. Para él representa la diferencia entre la comisión producida por cuatrocientos cincuenta mil dólares o por quinientos mil... justo el precio de un coche nuevo. Ni siquiera necesitas calculadora de bolsillo para saber cuánto dinero es. Por esa cantidad uno puede encontrar parientes hasta en las alcantarillas de Bombay.
Pero no importó. Las cosas habían ido ya demasiado lejos. Había permitido que la máquina siguiera rodando sin él durante demasiado tiempo. Estaba como hipnotizado ante la previsible explosión, y casi ansiaba que se produjera. Su estómago gruñía por sus propios jugos.
Se pasó la mayor parte de la tarde en la sección de lavado, observando cómo Rod Stone y Dave cargaban las lavadoras junto con los nuevos productos de lavado. Había mucho ruido en aquella sección. Y el ruido hacía que le doliera su delicada cabeza, pero con ello evitaba escuchar sus propios pensamientos.
Terminada la jornada sacó la ranchera del aparcamiento —Mary se mostró encantada de que se lo llevara ya que iba a ver la nueva casa—. Atravesó el centro de la ciudad y, más tarde, Norton.
En Norton había negros en las esquinas de las calles y a las puertas de los bares. Los restaurantes anunciaban diversas clases de comida. Los niños saltaban y bailaban sobre cuadrados dibujados con tiza en las aceras. Vio un coche enorme —un Cadillac Eldorado de color rosa— que se detenía delante de un anónimo edificio de apartamentos. El hombre que descendió de él era un negro atlético con un traje blanco con botones de perlas, sombrero también blanco, zapatos negros y grandes bucles dorados que le caían a los lados. Llevaba un bastón con una gran bola de marfil en la empuñadura. Caminó con lenta majestuosidad, dirigiéndose hacia el capó del coche, donde había montada una serie de cor-namentas de caribú. Una diminuta cucharilla de plata, pendiente de una cadena también de plata colgaba de su cuello, despidiendo reflejos bajo el sol otoñal. Observó al hombre por el espejo retrovisor, mientras los niños corrían hacia él para pedirle golosinas.
Nueve manzanas después los bloques de apartamentos empezaron a escasear y aparecieron los campos abiertos y mal cuidados, todavía blandos y húmedos. En los charcos de agua aceitosa, de superficie plana, el reflejo del sol formaba mortecinos arco iris. A la iz-quierda, cerca del horizonte, vio un avión que descendía hacia el aeropuerto de la ciudad.
Se encontraba en la carretera 16, atravesando la zona que se extendía entre la ciudad y los límites municipales. Pasó junto a un McDonald's, un Shakey's y un Nino's Steak Pit. Dejó atrás dos moteles, ambos cerrados porque no era la temporada. Cuando pasó por delante del Norton Drive-In, leyó un cartel que anunciaba: VIERNES - SÁBADO - DOMINGO. ESPOSAS INQUIETAS. ALGUNAS TIENEN PRISA. PRECIO X. BAILE A LAS OCHO.
Pasó por delante de una bolera y una galería de tiro, ambas cerradas por fuera de temporada. También vio dos gasolineras, con sendos carteles: LO SENTIMOS. NO HAY GASOLINA.
Aún faltaban cuatro días para que recibieran sus cupos de gasolina para diciembre. Ni siquiera fue capaz de experimentar compasión por el país como un todo, a medida que éste se introducía en aquella crisis al estilo de una novela de ciencia ficción —el país había despilfarrado demasiado petróleo durante excesivo tiempo como para que mereciera su simpatía—, pero sí sentía compasión por los hombrecillos con su polla atrapada en los goznes de una gran puerta.
Un kilómetro y medio después llegó ante la tienda de Coches Usados Magliore. No sabía qué había esperado encontrar, pero se sintió desilusionado. Parecía una tienda de rebajas poco de fiar. Había coches estacionados en el aparcamiento situado frente a la carretera, bajo hileras de banderolas de colores —rojo, amarillo, azul, verde— atadas entre luces destinadas a iluminar el producto durante la noche. Sobre los parabrisas de los coches se veían los precios y los anuncios: 795 DÓLARES. ¡FUNCIONA BIEN!, Y 550 DÓLARES. ¡BUEN MEDIO DE TRANSPORTE! Y sobre un viejo y polvoriento Valiant con los neumáticos gastados y el parabrisas astillado se leía: 75 DÓLARES. ¡MECÁNICA ESPECIAL!
Un vendedor con un abrigo de color gris verdoso asentía y sonreía sin compromiso a un joven con una chaqueta de seda roja que hablaba con él. Ambos estaban de pie junto a un Mustang azul con cáncer en los ejes. El joven dijo algo con vehemencia y cerró la porte-zuela del lado del conductor con un movimiento brusco de la palma de la mano. Del coche se desprendió una pequeña ráfaga de óxido. El vendedor se encogió de hombros y siguió sonriendo. El Mustang se quedaría allí y se haría un poco más viejo.
En el centro del aparcamiento había una combinación de despacho y garaje. Aparcó y descendió del coche. Había un elevador en el garaje, sobre el que descansaba un viejo Dodge. Un mecánico surgió de debajo, sosteniendo un silenciador en sus manos embutidas en unos guantes grasientos, como si fuera un cáliz.
—Oiga, no puede usted aparcar ahí, señor. Está en medio del paso.
—¿Dónde aparco, entonces?
—Llévelo a la parte de atrás si va a la oficina.
Rodeó el edificio, conduciendo cuidadosamente por el estrecho pasillo que quedaba entre el arrugado lateral metálico del garaje y la hilera de vehículos aparcados. Dejó el coche detrás del garaje y se apeó. El viento, fuerte y cortante, le obligó a hacer una mueca de dolor. Tuvo que entrecerrar los ojos para evitar que lloraran.
En aquella parte había una sección de desguace bastante grande. A casi todos los coches les faltaba alguna parte y ahora permanecían sobre las llantas o los ejes, como las víctimas de una terrible plaga, demasiado contagiosa como para ser llevados al horno. Se quedó mi-rando, ensimismado, las rejillas en que el lugar ocupado antes por los faros aparecía vacío.
Caminó hacia la parte delantera. El mecánico estaba instalando el silenciador. A su derecha, una botella de coca abierta se balanceaba por encima de un montón de neumáticos.
—¿Está el señor Magliore? —preguntó al mecánico. Hablar con los mecánicos siempre hacía que se sintiera ridículo. Había comprado su primer coche veinticuatro años antes, y seguía sintiéndose como un muchacho inexperto cuando hablaba con ellos.
El hombre lo miró por encima del hombro y siguió trabajando con la llave inglesa.
—Sí, él y Mansey. Están en la oficina.
—Gracias.
—De nada.
Entró en la oficina. Las paredes eran de imitación a pino; el suelo, de embarrados cuadrados de linóleo rojos y blancos. Había dos sillas viejas, con un montón de revistas andrajosas entre ellas... Vida al aire libre, Campo y Playa. No vio a nadie sentado en las sillas. Había una puerta, que probablemente conducía al despacho interior, y un pequeño cubículo a la izquierda, como el camerino de un teatro. Allí, una mujer trabajaba ante una calculadora. Entre el cabello se había insertado un lápiz amarillo. Un par de gafas colgaban sobre sus escasos senos, sostenidas por una cinta negra. Se dirigió hacia ella, sintiéndose nervioso. Se humedeció los labios antes de hablar.
—Disculpe.
Ella levantó la mirada.
—¿Sí?
Experimentó el loco impulso de gritar: «Estoy aquí para ver a Sally Ojo Único, bruja. Mueve el culo.» Pero en lugar de eso dijo:
—Tengo una cita con el señor Magliore.
—¿De veras? —Ella lo observó un instante con mirada cautelosa, consultó un montón de papeles que había sobre la mesa, junto a la calculadora y extrajo uno—. ¿Es usted el señor Dawes? ¿Barton Dawes?
—Sí.
—Puede pasar.
Le sonrió ligeramente y volvió a teclear en la calculadora.
Él estaba muy nervioso. Sin duda alguna, ya debían de saber que los había engañado. Parecían llevar una especie de negocio de venta de coches a medianoche, o así se lo había parecido por la forma en que Mansey le habló el día anterior. Y ellos sabían que él lo sabía. Quizá sería mejor dirigirse a la puerta de salida, conducir a toda velocidad hasta el despacho de Monohan y cogerle allí antes de que se largara a Alaska o a Timbuctú o al lugar donde se dispusiera a huir.
Por fin, dijo Freddy, muestras un poco de sentido común.
Pero, a pesar de Freddy, anduvo hacia la puerta, la abrió y entró en el despacho interior. Allí había dos hombres. El que estaba sentado detrás de la mesa era gordo y con gafas de cristales gruesos. El otro, más delgado, llevaba una chaqueta de color salmón rosado que le hizo pensar en Vinnie. Estaba inclinado sobre la mesa. Ambos revisaban el catálogo de J. C. Whitney.
Levantaron la mirada hacia él. Magliore sonrió desde detrás del escritorio. Los cristales de las gafas hacían que sus ojos pareciesen desvaídos y enormes, como la clara de los huevos escalfados.
—¿El señor Dawes?
—En efecto.
—Me alegro de que haya venido. ¿Quiere cerrar la puerta?
—Muy bien.
La cerró. Cuando se volvió, Magliore ya no sonreía. Tampoco Mansey. Se limitaron a mirarle, y le dio la impresión de que la temperatura de la habitación había descendido cinco grados.
—Muy bien —dijo por fin Magliore—. ¿Qué significa esta mierda?
—Quería hablar con usted.
—Eso no cuesta nada. Pero no me gusta hablar con pájaros de mierda como usted. Llamó por teléfono a Pete y le contó no sé qué tonterías sobre dos Eldorados —dijo, pronunciando «Eldoraydos»—. Háblelo conmigo. Dígame a qué se debe este embrollo.
—He oído decir que usted vende cosas —dijo él, todavía junto a la puerta.
—Sí, en efecto. Coches. Vendo coches.
—No. Me refiero a otro material. Un material como... —Miró alrededor de él, contemplando por un instante las paredes revestidas de falso pino. Sólo Dios sabía cuántos micrófonos ocultos habría en aquel lugar—. Justo material de ése —terminó por decir a trompicones.
—¿Se refiere usted a material como droga, putas y apuestas ilegales? ¿O acaso quiere comprar algo para cargarse a su esposa o a su jefe? —Magliore observó la mueca de su rostro y se echó a reír con aspereza—. Eso no está nada mal, señor, nada mal para un pájaro de mierda como usted. Sólo es cuestión de: «¿Qué ocurriría si hubiera micrófonos ocultos?» Esa es la primera lección en la academia de policía, ¿verdad?
—Mire, yo no soy un...
—Cierre el pico —le ordenó Mansey. Sostenía el catálogo J. C. Whitney entre las manos. Llevaba las uñas manicuradas. Él nunca las había visto, excepto en los anuncios de televisión en que el anunciante tenía que mostrar una caja de aspirina o algo parecido—. Cuando Sal quiera que hable ya se lo dirá.
Él parpadeó y cerró la boca. Aquello era como una pesadilla.
—Cada vez sois más estúpidos —dijo Magliore—. Muy bien. Me gusta tratar con estúpidos. Estoy acostumbrado a hacerlo. Y soy muy bueno en eso. Usted no lo sabrá, pero este negocio es tan limpio como el agua de un riachuelo. Lo limpiamos cada semana. En casa tengo una caja de puros llena de pequeños artilugios. Micrófonos de contacto, de botón, de presión, grabadoras Sony del tamaño de su mano. Pero eso ya no se estila al pa-recer. Ahora envían pájaros de mierda como usted.
—No soy un pájaro de mierda —se oyó decir.
Una expresión de exagerada sorpresa apareció en el rostro de Magliore. Se volvió hacia Mansey y preguntó:
—¿Has oído eso? Ha dicho que no es un pájaro de mierda.
—Sí, lo he oído —respondió Mansey.
—¿A ti te parece un pájaro de mierda?
—Sí, me lo parece —contestó Mansey.
—Hasta habla como un pájaro de mierda, ¿no crees?
—Sí.
—De modo que, si no es un pájaro de mierda —dijo Magliore, volviéndose hacia él—, ¿qué es usted?
—Soy... —empezó a decir, sin estar muy seguro de qué iba a decir.
¿Qué era él? Fred, ¿dónde estás cuando te necesito?
—Vamos, vamos —dijo Magliore—. ¿Policía estatal? ¿Municipal? ¿Del FBI? Parece un novato del FBI, ¿no crees, Pete?
—Sí —contestó Pete.
—Ni la policía municipal nos enviaría a un pájaro de mierda como usted, señor. Tiene que ser uno del FBI o un detective privado. ¿Cuál de los dos?
Él empezó a enfadarse.
—Échalo a la calle, Pete —dijo Magliore, perdiendo interés.
Mansey empezó a acercarse, sosteniendo aún el catálogo de J. C. Whitney.
—¡Escúcheme, estúpido escarabajo pelotero! —gritó de repente a Magliore—. Probablemente ve policías hasta debajo de la cama. ¡Es así de estúpido! ¡Seguro que se imagina que están en su casa, tirándose a su mujer cuando usted está aquí!
Magliore lo miró, abriendo mucho los ojos. Mansey se quedó helado, con una expresión de incredulidad en el rostro.
—¿Escarabajo pelotero? —dijo Magliore, repitiendo las palabras con lentitud, como un carpintero sosteniendo en las manos una herramienta desconocida—. ¿Me ha llamado escarabajo pelotero?
Él mismo estaba asombrado por lo que acababa de decir.
—Me lo llevaré a la parte de atrás —intervino Mansey, avanzando de nuevo hacia él.
—Espera —dijo Magliore con voz ronca. Lo miró entonces con verdadera curiosidad—. ¿Me ha llamado escarabajo pelotero?
—No soy policía —repuso él—. Tampoco un maleante. Soy sólo un tipo que ha oído decir que vende usted cierto material a la gente que tiene el dinero suficiente para pagarlo. Bien, yo tengo el dinero. No sabía que uno tenía que decir alguna contraseña, ni descodificar una clave, ni toda esa mierda de cosas. Sí, le he llamado escarabajo pelotero. Lo siento, si con eso evito que este hombre me pegue. Soy...
Se humedeció los labios y no se le ocurrió cómo continuar. Magliore y Mansey lo miraban fascinados, como si se hubiera transformado en una estatua de mármol griega ante sus ojos.
—Escarabajo pelotero —repitió Magliore—. Regístralo, Pete.
Las manos de Pete lo agarraron por los hombros y le hicieron volverse de espaldas a él.
—Ponga las manos contra la pared —ordenó Mansey con la boca cerca de su oreja. Olía a colonia barata—. Abra las piernas, como en las películas de policías.
—Yo no veo películas de policías —dijo él, aunque sabía qué pretendía Mansey.
Adoptó la posición de cacheo. Mansey le recorrió las piernas con las manos, le palmeó la entrepierna del pantalón con la impersonalidad de un médico, introdujo una mano en su cinturón, le palmeó los costados y le deslizó un dedo por debajo del cuello de la camisa.
—Limpio —dijo finalmente Mansey.
—Vuélvase —ordenó Magliore. Él obedeció. Magliore seguía observándole con fasci-nación.
—Acérquese.
Se acercó.
Magliore dio unos golpecitos contra el cristal de la mesa. Bajo éste había varias fotografías. Una mujer de tez oscura que sonreía hacia la cámara, con gafas de sol sobre la cabeza, sujetando su ensortijado cabello; unos muchachos de piel olivácea chapoteando en una piscina; el propio Magliore caminando por la playa con un traje de baño negro, con el aspecto del rey Faruk, seguido por un gran perro pastor escocés.
—Vacíelo todo —ordenó.
—¿Cómo dice?
—Todo lo que lleva en los bolsillos. Déjelo sobre la mesa.
Pensó en protestar, pero de inmediato recordó la presencia de Mansey, ligeramente inclinado por detrás de su hombro. Y obedeció.
De los bolsillos del abrigo sacó las entradas de la última película que él y Mary habían visto juntos. Algo musical. No recordaba el título. Se quitó el abrigo.
De la chaqueta extrajo un encendedor Zippo con sus iniciales —BGD— grabadas. Un tubito con piedras de mechero. Una cajita de pastillas de leche de magnesia. Un recibo de A & S Tires, el taller donde le habían instalado los neumáticos para nieve. Mansey lo miró.
—¡Cielos, lo han clavado! —exclamó con cierta satisfacción.
Se quitó la chaqueta. En el bolsillo de la camisa no llevaba más que un bolígrafo. Del bolsillo derecho del pantalón sacó las llaves del coche y cuarenta centavos en monedas de cinco. Por alguna razón, nunca lograba otro cambio; las monedas de cinco centavos parecían perseguirle. Nunca tenía monedas de diez centavos para las máquinas automáticas de los aparcamientos. Puso la cartera sobre el cristal de la mesa, junto con el resto de sus cosas.
Magliore cogió la cartera y contempló el gastado monograma que había en ella. Mary se la había regalado por el aniversario de boda, cuatro años antes.
—¿Qué significa la «G»? —preguntó Magliore.
—George.
Abrió la cartera y extrajo su contenido, dejándolo delante de él, como si estuviese haciendo un solitario.
Había cuarenta y tres dólares en billetes de veinte y de uno.
Las tarjetas de crédito: Shell, Sunoco, Arco, Grant's, Sears, Almacenes Carey, American Express.
El permiso de conducir. La tarjeta de la seguridad social. Un carné de donante de sangre, tipo A positivo. Una tarjeta de la biblioteca. Un portafotos de plástico de varios compartimientos. Una fotocopia del certificado de nacimiento. Varias facturas viejas, algunas de las cuales se deshacían a causa del tiempo y de los dobleces. Recibos de depósitos bancarios, de varios meses de antigüedad algunos de ellos.
—¿Qué pasa con usted? —preguntó Magliore irritado—. ¿Es que nunca limpia la cartera? Carga con una cartera como ésta y la lleva encima todo el año, cuando no necesita la mitad de las cosas.
—No me gusta tirar los papeles —dijo él, encogiéndose de hombros.
Pensó en lo extraño que le pareció el hecho de haberse enojado cuando Magliore le llamó pájaro de mierda, y de no importarle ahora su crítica sobre la cartera.
Magliore abrió el portafotos, que estaba lleno de fotografías. La de arriba era de Mary, bizqueando y sacándole la lengua a la cámara. Era una foto antigua. En aquella época estaba más delgada.
—¿Su esposa?
—Sí.
—Apuesto a que es guapa cuando no tiene una cámara delante.
Pasó a la siguiente y sonrió.
—¿Su hijo pequeño? Yo tengo uno, más o menos de esta misma edad. ¿Sabe jugar al béisbol? Seguro que sí.
—Era mi hijo, sí. Está muerto.
—Malo. ¿Un accidente?
—Tumor cerebral.
Magliore asintió con un gesto y contempló las otras fotografías. Instantáneas de una vida: la casa de Crestallen Street West, él y Tom Granger de pie en la sección de lavado, una fotografía suya en el estrado de la convención de lavanderías el año en que se celebró en la ciudad (había presentado al orador que pronunció el discurso de apertura), la barbacoa del patio trasero con él de pie, con gorro de cocinero y un delantal que rezaba: «PAPÁ COCINA, MAMÁ MIRA.»
Magliore dejó el portafotos, recogió las tarjetas de crédito y se las tendió a Mansey.
—Saca fotocopias —le dijo—. Y también de uno de esos recibos de depósito. Su esposa guarda el talonario de cheques bajo llave, como la mía.
Magliore se echó a reír. Mansey lo miró con escepticismo.
—¿Va usted a hacer tratos con este pájaro de mierda?
—No vuelvas a llamarlo así, y quizá él no me llame escarabajo pelotero —se echó a reír con una carcajada que terminó abruptamente—. Ocúpate de tus asuntos, Petie. No me digas lo que debo hacer con los míos. Mansey rió, pero con un talante diferente. Magliore lo miró cuando la puerta se cerró. Sonrió y sacudió la cabeza.
—Escarabajo pelotero —dijo—. Cielo santo, creía que ya me habían llamado de todo.
—¿Por qué va sacar fotocopias de mis tarjetas de crédito?
—Somos propietarios parciales de una computadora. Nadie es su dueño por completo. La gente comparte su utilización. Si una persona conoce los códigos correctos, puede pinchar los bancos de memoria de más de cincuenta empresas que tienen negocios locales. De modo que voy a comprobar si es usted quien aparenta ser. Si es un policía, lo descubriremos. Si esas tarjetas de crédito son falsas, lo descubriremos. Si son reales, pero no le pertenecen, también lo descubriremos. Pero usted me ha convencido. Creo que es sincero. Escarabajo pelotero. —Sacudió la cabeza y se echó a reír—. ¿Ayer fue lunes? Ha tenido suerte de no llamármelo el lunes.
—¿Puedo decirle ahora lo que quiero comprar?
—Hágalo, y aunque usted fuese un policía con seis magnetofones ocultos, no podría tocarme. Eso sería una trampa. Pero no quiero saberlo ahora. Vuelva usted mañana, a la misma hora, al mismo lugar, y entonces le diré si quiero escucharle. Aunque usted sea sincero, es posible que no le venda nada. ¿Y sabe por qué?
—¿Por qué?
Magliore se echó a reír de nuevo.
—Porque creo que es usted un tipo duro. Conduce sobre tres ruedas. Vuela a ciegas.
—¿Por qué? ¿Sólo porque le he insultado?
—No —contestó Magliore—. Porque usted me recuerda algo que me sucedió cuando era un chico de la edad de mi hijo. En el barrio donde yo crecí (la «cocina del infierno», en Nueva York), había una perra mestiza. Era antes de la Segunda Guerra Mundial, en plena depresión. Un tipo llamado Piazzi tenía una perra mestiza negra llamada Andrea, aunque todo el mundo la llamaba la perra del señor Piazzi. Él la tenía atada todo el tiempo, pero eso no parecía importarle a la perra, al menos hasta aquel caluroso día de agosto. Creo que fue en 1937. Se lanzó sobre un chico que se acercó para acariciarla y lo envió al hospital por un mes. Le dieron treinta y siete puntos en el cuello. Yo sabía que algún día ocurriría algo así. La perra se pasaba todo el día bajo el sol, cada día, durante todo el verano. A mediados de junio dejó de mover el rabo cuando los chicos se acercaban a acariciarla. Después, empezó a mirar mal. A finales de julio gruñía cada vez que un chico la acariciaba. Cuando empezó a hacer eso, dejé de acariciar a la perra del señor Piazzi. Entonces los chicos me preguntaron: «¿Qué pasa, Sally? ¿Te has vuelto un gallina?» Y yo respondí:
«No, no soy un gallina, pero tampoco un estúpido. Esa perra dará un disgusto cualquier día de éstos.» Y todos me dijeron: «No digas tonterías, la perra del señor Piazzi no muerde, nunca ha mordido a nadie, ni siquiera mordería a un bebé que le metiera la cabeza en la boca.» Y yo repliqué: «Seguid acariciándola y veréis. No hay una ley que lo prohíba, pero yo no lo haré.» Y todos empezaron a decir: «Sally le tiene miedo a los perros, Sally es un gallina, Sally es una chica, Sally quiere ir con su mamá cuando pase por delante de la perra del señor Piazzi.» Ya sabe usted cómo son los chicos.
—Lo sé —dijo él.
Mansey, que ya había regresado con las tarjetas de crédito, permanecía de pie junto a la puerta, escuchando.
—Y uno de los chicos que más gritaba fue quien finalmente se la cargó. Luigi Bronticelli se llamaba. Un buen judío como yo, ¿sabe? —Magliore se echó a reír—. Un día de agosto se acercó a la perra del señor Piazzi para acariciarla. Hacía tanto calor que se podría haber frito un huevo sobre la acera, y no había soplado ni una pizca de aire en todo el día. Ahora tiene una barbería en Manhattan y todos le llaman el Susurros. —Magliore le dirigió una sonrisa—. Usted me recuerda a la perra del señor Piazzi. Todavía no gruñe, pero estoy seguro de que si alguien le acariciara lo miraría de mala manera. Y hace ya tiempo que dejó usted de mover el rabo. Pete, dale sus cosas. Mansey se lo entregó todo.
—Venga mañana y seguiremos esta conversación —dijo Magliore. Lo observó mientras él se guardaba todo en la cartera y añadió—: Y debería limpiar todo eso; enviar a la mierda la mayor parte de las cosas que lleva en esa cartera.
—Quizá lo haga —repuso él.
—Pete, acompáñalo hasta su coche.
—Desde luego.
Ya había abierto la puerta y se disponía a salir cuando Magliore dijo tras él:
—¿Sabe qué hicieron con la perra del señor Piazzi? La llevaron a la perrera y la gasearon.
Después de la cena, mientras John Chancellor hablaba acerca de que el menor índice de accidentes en la autopista de Jersey era achacable quizá a la reducción del límite de velocidad, Mary le preguntó por la casa.
—Hay termitas —respondió. La expresión del rostro femenino se derrumbó como un ascensor rápido.
—Oh. No es buena, ¿eh?
—Mañana volveré allí. Si Tom Granger conoce a un buen exterminador de termitas, le diré que me acompañe. Quiero la opinión de un experto. Quizá no esté tan mal como parece.
—Esperémoslo. Con patio trasero y todo... —dijo ella melancólicamente.
Oh, eres un príncipe, dijo Freddy de pronto. Un verdadero príncipe. ¿Cómo eres tan bueno con tu esposa, George? ¿Se trata de un talento natural o has tomado lecciones?
—¡Cierra el pico! —exclamó él en voz alta.
Mary le miró, asombrada.
—¿Qué has dicho?
—Oh... Me refiero a Chancellor —dijo él—. Locutores como John Chancellor, Walter Cronkite y todos los demás me dan náuseas.
—No deberías odiar al mensajero a causa del mensaje
—observó ella mirando a John Chancellor en la pantalla, con expresión dubitativa y preocupada.
—Supongo que no —admitió, y pensó: Freddy, eres un hijo de puta.
Freddy le dijo lo mismo que su esposa: que no odiara al mensajero a causa del mensaje.
Contemplaron el telediario en silencio durante un rato. Después emitieron el anuncio de un medicamento contra el resfriado... En la pantalla aparecieron dos hombres cuyas cabezas se habían convertido en bloques de mocos. Cuando uno de ellos se tomaba la pastilla, el cubo de color gris verdoso que cubría su cabeza se deshacía en grandes jirones.
—Parece que esta noche estás mejor del resfriado—observó él.
—Sí, lo estoy, Bart, ¿cómo se llama el corredor?
—Monohan —contestó él de manera automática.
—No, no me refiero al que vende esa fábrica para la lavandería. Me refiero al de la casa.
—Olsen —contestó rápidamente, extrayendo el nombre del fondo de sus recuerdos.
Siguieron dando noticias. Hubo un informe sobre David Ben Gurion, que estaba a punto de reunirse con Harry Truman en aquel gran Secretariado que debía de haber en el cielo.
—¿Le gusta a Jack su nuevo barrio? —preguntó su esposa.
Iba a decirle que a Jack no le gustaba en absoluto, pero en lugar de ello se oyó contestar.
—Supongo que sí.
John Chancellor cerró el telediario con un comentario humorístico acerca de platillos volantes sobre Ohio.
Se fue a la cama a las diez y media y por lo visto tuvo aquella pesadilla nada más acostarse, porque cuando se despertó el reloj digital marcaba las 11.22 P.M.
En la pesadilla había estado de pie en la esquina de las calles Venner y Rice, en Norton. Estaba justo debajo del cartel anunciador del nombre de la calle. Más abajo, delante de una pastelería, acababa de detenerse un enorme coche de color rosa con cornamentas de caribú montadas sobre el capó. De escaleras y porches empezaron a surgir niños que se acercaron al automóvil.
Al otro lado de la calle había un gran perro negro encadenado a la barandilla de la escalera que conducía a un elegante edificio de apartamentos de ladrillo. Un niño pequeño se aproximaba confiadamente al animal.
Él intentó gritar: «¡No acaricies a ese perro! ¡Ve a recoger tu golosina!» Pero las palabras no le salieron. El hombre del coche, vestido con traje blanco y sombrero, se volvió a mirar como a cámara lenta. Tenía las manos llenas de golosinas. Los niños que lo rodeaban también se volvieron a mirar. Todos los niños que rodeaban el coche eran negros, pero el pequeño que se aproximaba al perro era blanco.
El perro saltó, catapultándose sobre sus patas traseras como una flecha. El niño gritó y se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos al cuello. Cuando se volvió, la sangre se escapaba a borbotones entre sus dedos. Era Charlie.
Y entonces se despertó.
Las pesadillas. Las malditas pesadillas.
Hacía tres años que su hijo había muerto.
28 de noviembre de 1973
Estaba nevando cuando se levantó, pero ya casi había parado cuando llegó a la lavandería. Tom Granger salió corriendo de la planta, en mangas de camisa, con la res-piración entrecortada, exhalando una nube de vapor en el aire frío. Al ver la expresión de su rostro, él supo que iba a ser un día muy agitado.
—Tenemos problemas, Bart.
—¿Malos?
—Bastante malos. Johnny Walker ha sufrido un accidente cuando regresaba de Holiday Inn con su primera carga. Un tipo que conducía un Pontiac se saltó un semáforo en rojo en Deakman y chocó de lleno contra él. —Se detuvo y miró sin propósito fijo hacia las puertas de la sección de carga. No había nadie allí—. Los policías han dicho que Johnny está malherido.
—Santo cielo.
—Llegué allí quince o veinte minutos después de que ocurriera el accidente. Ya sabes, el cruce...
—Sí, sí, aquello es una putada.
—Si no fuese tan terrible, me echaría a reír —dijo Tom, sacudiendo la cabeza—. Parecía como si alguien hubiera arrojado una granada contra una lavandera. Había sábanas y toallas de Holiday Inn desperdigadas por todas partes. Algunas personas se dedicaban a robarlas, ¡los muy imbéciles! Es increíble lo que la gente es capaz de hacer. Y la furgoneta... Bart, no queda nada de la puerta del conductor. Sólo chatarra. Johnny recibió todo el impacto.
—¿Está en el hospital Central?
—No, en el St. Mary. Johnny es católico, ¿no lo sabías?
—¿Quieres venir conmigo?
—Será mejor que no. Ron no hace más que gritar pidiendo presión en la caldera. —Se encogió de hombros, sintiéndose incómodo, y añadió—: Ya conoces a Ron.
El espectáculo debe continuar.
—Está bien.
Subió de nuevo a su coche y se dirigió hacia el St. Mary. Santo cielo, tenía que haberle ocurrido precisamente a Johnny Walker, la única persona de la lavandería, además de él mismo, que trabajaba en La Cinta Azul desde 1953... En realidad, Johnny había empezado en 1946. Aquel pensamiento se le atragantó en el cuello como una espina. Sabía por los periódicos que la ampliación de la 784 iba a dejar anticuado el peligroso cruce Deakman.
En realidad no se llamaba Johnny. Su nombre era Corey Everett Walker... lo había visto en suficientes tarjetas como para saberlo bien. Pero hacía veinte años que lo conocían como Johnny. Su esposa había muerto en 1956, durante un viaje de vacaciones a Vermont. Desde entonces vivía con su hermano, que conducía una furgoneta de servicios sanitarios municipales. En La Cinta Azul había docenas de trabajadores que llamaban a Ron Pelotas de Piedra a sus espaldas, pero Johnny había sido el único en decírselo a la cara y salir bien librado de ello.
Si Johnny muere, pensó, seré el empleado más antiguo de la lavandería. Nadie podrá superar entonces mi récord de veinte años. ¿No te parece gracioso, Fred?
Fred no lo creía así.
El hermano de Johnny estaba sentado en la sala de espera de urgencias. Era un hombre alto, de facciones parecidas a las de Johnny y de fuerte complexión. Iba vestido con un mono verde oliva y una chaqueta negra. Le daba vueltas a una gorra verdosa entre las rodillas, con la mirada clavada en el suelo. Levantó los ojos cuando oyó pasos.
—¿Es usted de la lavandería? —preguntó.
—Sí. Usted es... —No confiaba en recordar el nombre, pero lo recordó—. Arnie, ¿verdad?
—Sí, Arnie Walker. —Sacudió la cabeza con lentitud—. No lo conozco, señor...
—Dawes. ¿Cómo está?
—No lo sé, señor Dawes. Le he visto en una de esas salas de reconocimiento. Parecía destrozado. Ya no es un niño, ¿sabe? Tenía muy mal aspecto.
—Lo siento mucho.
—Ése es un cruce muy malo. No fue culpa del otro tipo. Patinó en la nieve y se saltó el semáforo. No le culpo. Han dicho que se ha roto la nariz, pero eso es todo. Resulta curioso cómo suceden estas cosas, ¿no le parece?
—Sí.
—Recuerdo una vez que yo conducía un camión con un gran aparejo naval para Hemingway. Era a principios de los años sesenta. Yo estaba en la carretera de Indiana y vi...
La puerta exterior se abrió hacia dentro y un sacerdote entró por ella. Golpeó el suelo con los pies para quitarse la nieve de las botas y avanzó por el pasillo, casi corriendo. Arnie Walker lo vio y sus ojos se abrieron mucho, con expresión conmocionada. Su garganta produjo un sonido agudo, como un gemido, y trató de incorporarse. Pero él le pasó un brazo por los hombros y se lo impidió.
—¡Jesús! —lloró Arnie—. Llevaba la píxide, ¿se ha dado cuenta? Va a administrarle los últimos sacramentos... Quizá ya esté muerto. Johnny...
Había otras personas en la sala de espera: un joven con un brazo roto, una anciana con una venda elástica en una pierna, un hombre con el pulgar aparatosamente vendado. Levantaron la mirada, observando a Arnie, y después la bajaron de nuevo dedicando su atención a la revista que leían.
—Tómeselo con serenidad. —No sabía qué otra cosa decirle.
—Déjeme ir —pidió Arnie—. Tengo que verle.
—Escuche... —¡Déjeme!
Se lo permitió. Arnie Walker recorrió el pasillo y dobló la esquina del fondo, desapareciendo de su vista, tal y como había hecho el sacerdote. Se sentó en uno de los asientos de plástico y se quedó mirando el suelo, cubierto de pisadas negras y barro. Miró hacia el control de enfermería, donde una mujer atendía una centralita de teléfonos. Después se volvió hacia la ventana y vio que había dejado de nevar.
Desde el fondo del pasillo, donde se hallaban los cubículos de reconocimiento llegó un grito sollozante.
Todos levantaron la mirada, y en cada rostro había la misma expresión horrorizada.
Otro grito, seguido de un sollozo de pena, duro y desgarrador.
Todos volvieron a mirar las revistas. El joven del brazo roto tragó saliva audiblemente, produciendo un pequeño clic en el silencio.
Él se levantó y se marchó rápidamente, sin mirar hacia atrás.
En la lavandería, todos los presentes en la planta baja se le acercaron, y Ron Stone lo permitió.
—No lo sé —les dijo—. No he podido enterarme de si está vivo o muerto. Ya lo sabremos. Simplemente, lo ignoro.
Subió corriendo la escalera, sintiéndose raro y como desconectado del mundo.
—¿Cómo está Johnny, señor Dawes? —le preguntó Phyllis.
Por primera vez se dio cuenta de que Phyllis, cuyo garboso cabello ensortijado de antaño no había resistido el paso del tiempo, parecía vieja.
—Está mal —contestó—. Ha ido un sacerdote a administrarle los últimos sacramentos.
—Oh, qué condenada mala suerte. Y tan cerca de Navidad.
—¿Ha ido alguien a Deakman para recoger su carga? Ella lo miró con una ligera expresión de reproche.
—Tom envió a Harry Jones. La ha traído hace apenas cinco minutos.
—Bien.
Pero nada estaba bien. Todo estaba mal. Por un momento, pensó en bajar a la sección de lavado y arrojar en las lavadoras suficiente Hexlite como para desintegrarlo todo... cuando el ruido de las secadoras cesara y Pollack abriera las máquinas sólo encontraría un montón de grises hilachas. Eso sí que estaría bien.
Phyllis había dicho algo y él no la había escuchado.
—¿Sí? Lo siento.
—Le he dicho que el señor Ordner ha llamado. Quiere que le telefonee de inmediato. Y un tal Harold Swinnerton, también. Ha dicho que los cartuchos ya han llegado.
—¿Harold...? —Y entonces lo recordó. La armería de Harvey. Sólo que Harvey, como Marley, estaba más muerto que un cadáver—. Ah, sí, muy bien.
Entró en su despacho y cerró la puerta. En el cartel que había sobre la mesa se seguía leyendo: «¡PIENSE! Puede ser una nueva experiencia.»
Lo cogió y lo tiró a la papelera. Clunc.
Se sentó detrás del escritorio, sacó lo que había en la cesta de asuntos pendientes y lo arrojó a la papelera sin revisarlo siquiera. Hizo una pausa y miró por todo el despacho. Las paredes estaban revestidas de madera. En la izquierda había colgados dos diplomas enmarcados. Uno de la universidad, y el otro del Instituto de Lavandería, a cuyos cursillos había asistido los veranos de 1969 y 1970. Detrás de él, había una gran fotografía en que él y Ray Tarkington se estrechaban las manos en el aparcamiento de La Cinta Azul, poco después de haber terminado sus estudios. Él y Ray sonreían. Aparecía la lavandería al fondo y tres camiones estacionados en la zona de carga y descarga. La chimenea aún se veía muy blanca.
Ocupaba aquel despacho desde 1967, hacía más de seis años. Antes de Woodstock, de Kent State, de los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King, incluso antes que el mandato de Nixon. Se había pasado años de su vida entre aquellas cuatro paredes. Millones de respiraciones, millones de latidos de su corazón. Miró alrededor de él, tratando de sentir algo. Y sólo sintió una ligera tristeza. Eso fue todo.
Se levantó, cogió de la pared los dos diplomas enmarcados y los tiró también a la papelera. El vidrio que cubría el diploma del Instituto de Lavandería se rompió. Los lugares donde habían estado colgados durante aquellos años aparecían de un color más brillante que el resto de la pared, y eso era todo.
Sonó el teléfono y descolgó el auricular, pensando que sería Ordner. Pero se trataba de Ron Stone, que llamaba desde la planta baja.
—¿Bart?
—Sí.
—Johnny ha muerto hace media hora. Creo que, en realidad, no tenía ninguna posibilidad.
—Lo siento mucho. Quiero cerrar durante el resto del día, Ron.
—Supongo que es lo mejor —dijo Ron, con un suspiro—. Pero ¿no temes una bronca de los jetazos?
—Ya no trabajo para los jetazos. Acabo de firmar mi dimisión.
Ya lo había dicho. Eso hacía que las cosas parecieran reales.
En el otro extremo de la línea se produjo un mortal silencio. Hasta él llegó el ruido producido por las lavaderas y las planchadoras. El «rodillo», decían para referirse a estas últimas, teniendo en cuenta qué le sucedería a uno si lo atraparan.
—Creo que te he oído mal —dijo Ron finalmente—. Creo haberte entendido...
—Me has oído bien, Ron. Estoy harto. Ha sido un placer trabajar contigo y con Tom e incluso con Vinnie, cuando es capaz de mantener la boca cerrada. Pero esto se ha terminado.
—Escucha, Bart. Tómatelo con calma. Sé que lo del accidente te ha afectado...
—No se trata de Johnny —dijo, sin saber si era cierto o no.
Quizá hubiera estado dispuesto a hacer un esfuerzo para salvarse a sí mismo, para salvar la vida que había existido bajo la cúpula protectora de la rutina durante los últimos veinte años. Pero cuando el sacerdote pasó junto a él y Ernie, en el hospital, casi corriendo, para dirigirse hacia la habitación donde Johnny se debatía entre la vida y la muerte, y cuando Arnie Walker emitió aquel gemido agudo, lo abandonó todo. Había sido como conducir un coche en un derrape, o engañarse a sí mismo pensando que lo conducía, para, justo antes del choque, levantar las manos del volante y llevárselas a los ojos.
—No se trata de Johnny —repitió.
—Bueno, escucha... escúchame... —pidió Ron con voz trastornada.
—Mira, hablaré contigo después. Ron. —Aunque no sabía si lo haría o no—. Di a todos que paren.
—De acuerdo, de acuerdo, pero...
Depositó el auricular con suavidad.
Cogió el listín telefónico de la estantería y buscó en las páginas amarillas, en el epígrafe de ARMAS. Marcó el número de la armería Harvey.
—Hola, aquí Harvey.
—Soy Barton Dawes —dijo.
—Ah, muy bien. Recibí los cartuchos ayer por la tarde. Ya le dije que llegarían bastante antes de Navidad. Son doscientos.
—Estupendo. Escuche, esta tarde voy a estar muy ocupado. ¿Hasta qué hora tiene usted abierto?
—Cierro a las nueve hasta que llegue Navidad.
—Entonces trataré de pasar por allí a las ocho. Si no pudiese, iría con toda seguridad mañana por la tarde.
—De acuerdo. Oiga, ¿ha descubierto ya si fue en Boca Río?
—Boca... —Oh, sí. Boca Río, donde se suponía que iría a cazar su primo Nick Adams—. Boca Río. Sí, creo que ése es el lugar.
—¡Cielos, cómo lo envidio! Allí pasé la mejor época de caza de mi vida.
—-Se mantiene el inestable alto el fuego —dijo. De repente, a su mente acudió la imagen de la cabeza muerta de Johnny Walker disecada sobre la chimenea de troncos eléctricos de Stephen Ordner, con una pequeña y brillante placa de bronce debajo donde se leía:
«HOMO LAVANDERUS. 28 de noviembre de 1973. Destrozado en el cruce de Deakman.»
—¿Qué ha dicho? —preguntó Harry Swinnerton, extrañado.
—He dicho que yo también lo envidio —dijo, cerrando los ojos. Una oleada de náuseas le recorrió el cuerpo. Estoy sufriendo un colapso nervioso, pensó. Esto es un colapso nervioso.
—Oh, sí. Bueno, lo veré más tarde.
—Desde luego. Gracias de nuevo, señor Swinnerton. Colgó, abrió los ojos y contempló las paredes, ahora desnudas, de su despacho. Apretó el botón del intercomunicador.
—¿Phyllis?
—Sí, señor Dawes.
—Johnny ha muerto. Vamos a cerrar hoy.
—Al ver que la gente se marchaba he pensado que había ocurrido algo así.
Phyllis hablaba como si hubiese estado llorando.
—¿Quiere ponerme al habla con el señor Ordner antes de irse, por favor?
—Desde luego.
Se balanceó en la silla giratoria y miró por la ventana. En ese momento una niveladora de carreteras, de brillante color naranja, avanzaba pesadamente con sus cadenas sobre las enormes ruedas, azotando el pavimento. Ellos tienen la culpa, Freddy. Toda la culpa. Yo estaba haciendo las cosas bien hasta que esos tipos del ayuntamiento decidieron arruinar mi vida. Me las iba arreglando bien, ¿verdad, Freddy?
¿Freddy?
¿Fred?
El timbre del teléfono sonó y él contestó.
—Dawes.
—Te has vuelto loco —dijo Steve Ordner sin más—. Has perdido la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que he llamado personalmente al señor Monohan esta mañana, a las nueve y media. A las nueve, la gente de McAn ha firmado los documentos de compra de la fábrica de Waterford. ¿Qué diablos ha ocurrido, Barton?
—Creo que sería mejor que esto lo discutiéramos personalmente.
—Yo también lo pienso así. Debes saber que tu explicación tendrá que ser muy convincente si quieres conservar tu empleo.
—Deja de jugar conmigo, Steve.
—¿Cómo?
—No tengo la menor intención de quedarme, ni siquiera como barrendero. Ya he escrito mi dimisión. El sobre está cerrado, pero te la recitaré de memoria: «Renuncio. Firmado, Barton George Dawes.»
—Pero ¿por qué? —El tono de su voz sonó como si hubiese sido físicamente herido.
Pero no lloraba, como Arnie Walker. Dudaba mucho que Steve Ordner hubiera llorado alguna vez después de haber cumplido los once años. El llanto era el último recurso de los hombres débiles.
—¿A las dos? —preguntó él.
—Me parece muy bien —respondió Ordner.
—Adiós, Steve.
—Bart...
Colgó el auricular y se quedó mirando la pared sin verla. Al cabo de un rato, Phyllis asomó la cabeza. Parecía cansada, nerviosa y aturdida bajo aquel peinado anticuado. El ver a su jefe tranquilamente sentado en aquel despacho de paredes vacías no contribuyó a me-jorar su estado de ánimo.
—Señor Dawes, ¿debo marcharme? Me gustaría quedarme si...
—No, váyase, Phyllis. Váyase a casa.
Ella pareció hacer un esfuerzo por decir algo más, pero él giró el sillón y se quedó mirando por la ventana, confiando en evitar así una escena incómoda. Al cabo de un momento, la puerta se cerró con mucha suavidad.
En la planta baja, la caldera lanzó un silbido y se apagó. Los motores de los coches empezaron a arrancar en el aparcamiento.
El permaneció sentado en su despacho vacío, en la lavandería vacía, hasta que llegó la hora de entrevistarse con Ordner. Estaba despidiéndose de muchas cosas.
El despacho de Ordner se hallaba en uno de los rascacielos nuevos del centro de la ciudad que la crisis energética dejaría obsoletos en poco tiempo. Tenía setenta plantas y era todo de cristal, casi imposible de calentar en invierno, y mucho más difícil de refrescar en verano. Los despachos de la Amroco estaban en la planta cincuenta y cuatro.
Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo, subió en la escalera mecánica hasta el vestíbulo, atravesó una puerta giratoria y encontró la hilera de ascensores. Tomó uno de ellos acompañado de una mujer negra con un gran pelo a lo afro. Llevaba un suéter y sostenía entre las manos un bloc de taquigrafía.
—Me gusta su peinado —dijo él abruptamente, sin ninguna razón.
Ella lo miró fríamente y no dijo nada. Nada en absoluto.
La sala de recepción de la oficina de Stephen Ordner había sido amueblada con sillas de diseño moderno. Una secretaria de cabellos rojos se encontraba sentada bajo una reproducción del cuadro de Van Gogh Los girasoles. El suelo estaba cubierto por una alfombra de color ostra. La iluminación era indirecta. Y sonaba música de Mantovani.
La pelirroja le sonrió. Llevaba un suéter negro y el cabello recogido y sujeto con un pañuelo de hilo dorado.
—¿El señor Dawes?
—Sí.
—Pase directamente, por favor.
Abrió una puerta y entró. Ordner estaba escribiendo algo sentado ante su mesa de despacho, la cual tenía un tablero de caoba impresionante. Detrás de él, una ventana enorme permitía una excelente vista del oeste de la ciudad. Levantó la mirada y, al verle, dejó la pluma.
—Hola, Bart —saludó Ordner muy tranquilo.
—Hola.
—Siéntate.
—¿Crees que esto durará mucho? Ordner le miró fijamente.
—Me gustaría abofetearte, ¿sabes? —dijo—. Me gustaría arrojarte de este despacho a bofetadas. Nada de golpearte o patearte. Sólo abofetearte.
—Lo sé —repuso él, y lo sabía.
—Creo que no tienes idea de lo que has perdido —continuó Ordner—. Supongo que los de McAn te han sobornado. Confío en que te hayan pagado mucho, porque yo te había recomendado para una vicepresidencia ejecutiva en esta empresa. Eso habría representado treinta y cinco mil dólares al año para empezar. Espero que ellos te paguen más.
—No me han dado un centavo.
—¿Es cierto eso?
—Sí.
—-Entonces, ¿por qué, Bart? ¿Por qué, en el nombre del cielo?
—¿Y por qué voy a decírtelo, Steve?
Miró la silla en que le había invitado a sentarse. Era la silla del suplicante, situada al otro lado de la enorme mesa con tablero de caoba.
Por un momento, Ordner pareció sentirse perdido. Sacudió la cabeza como hace un boxeador cuando le han golpeado, pero no muy fuerte.
—Porque eres mi empleado. ¿Qué te parece eso para empezar?
—No es suficiente.
—¿Qué quieres decir?
—Steve, yo fui empleado de Ray Tarkington. Él sí que era una persona real. Quizá él no te importara, pero debes admitir que era una persona real. A veces, cuando hablabas con él, eructaba, se tiraba un pedo o se hurgaba en una oreja. Tenía verdaderos problemas. Yo fui uno de ellos. En cierta ocasión, cuando tomé una decisión errónea sobre la factura de un motel en la plaza Crager, me empujó contra la puerta. Tú no eres como él. A ti no te importa ni un comino lo que suceda con La Cinta Azul, Steve. Y yo tampoco te importo. Sólo te interesa tu capacidad para subir más. De modo que no me vengas con esa mierda de que soy empleado tuyo. No finjas que me has metido la polla en la boca y te la he mordido.
Si la expresión de Ordner no era más que fachada, no se resquebrajó. Los rasgos de su cara siguieron registrando un disgusto bien controlado, nada más.
—¿Crees realmente lo que dices? —preguntó Ordner.
—Sí. A ti La Cinta Azul sólo te interesa en la medida en que afecte a tu posición en la corporación. Así pues, dejemos a un lado esa mierda. Aquí tienes. Dejó el sobre con su dimisión sobre la mesa. Ordner volvió a sacudir ligeramente la cabeza.
—¿Y qué me dices de la gente a quien has hecho tanto daño, Bart? A la gente humilde. Dejando al margen cualquier otra consideración, tú tenías un puesto importante. —Pareció paladear aquella última frase—. ¿Qué me dices de la gente de la lavandería que va a perder su puesto de trabajo por el mero hecho de que no hay un edificio al que trasladarse?
Él se echó a reír duramente.
—Eres un cerdo hijo de puta. Quieres apostar alto para joderme, ¿verdad? Ordner se ruborizó.
—Será mejor que expliques eso, Bart —dijo con tono contenido.
—Cualquier empleado de la lavandería, desde Tom Granger hasta Pollack en la sección de lavado, tiene un seguro de desempleo. Es algo suyo. Lo pagan. Si tienes algún problema con ese asunto, piensa en él como si se tratara de una deducción por negocios. Como un al-muerzo para cuatro en Benjamin's.
—Ese dinero pertenece a la seguridad social, y tú lo sabes —dijo Ordner, asombrado.
—Eres un cerdo hijo de puta —repitió él. Las manos de Ordner se unieron y formaron un puño doble. Se unieron como las manos de un niño a quien se le ha enseñado a rezar antes de acostarse.
—Te estás excediendo, Bart.
—No, en absoluto. Tú me has hecho venir aquí. Tú me has pedido explicaciones. ¿Qué querías oírme decir? ¿Lo siento, estoy entre la espada y la pared, lo devolveré todo? No puedo, porque no lo siento así. No voy a devolver nada. Y si estoy entre la espada y la pa-red, es algo que sólo nos concierne a Mary y a mí. Y ella ni siquiera se enterará. ¿Vas a decirme acaso que daño a la corporación? No creo que ni siquiera tú seas capaz de mentir de esa manera. Cuando una corporación alcanza cierto tamaño, nada puede dañarla. Todo cuanto hace se convierte en un acto divino. Si las cosas van bien, obtiene beneficios enormes; si van mal, sólo logra un ligero beneficio, y si las cosas se van al diablo, lo deduce de los impuestos. Pero eso ya lo sabes.
—¿Y qué me dices de tu propio futuro? —preguntó Ordner con cautela—. ¿Qué me dices de Mary?
—No te preocupes por eso. Sólo es una palanca que crees que podrás utilizar. Déjame preguntarte algo, Steve. Lo que ha ocurrido, ¿te hará daño, a ti? ¿Representará un recorte en tu salario, en tus dividendos anuales o en tu fondo de jubilación?
—Vete a casa, Bart —dijo Ordner sacudiendo la cabeza—. No estás en tus cabales.
—¿Por qué? ¿Sólo porque hablo de ti y no del dinero?
—Estás perturbado, Bart.
—Tú no sabes nada de nada —dijo él, acercándose a la mesa y apoyando los puños sobre el suntuoso tablero de caoba—. Estás furioso conmigo, pero ignoras por qué. Alguien te dijo que si esta situación se producía alguna vez te volverías loco. Pero no sabes por qué.
—Estás perturbado —repitió Ordner.
—En eso tienes toda la razón. Y a ti, ¿qué te ocurre?
—Vete a casa, Bart.
—No, pero voy a dejarte solo, y eso es lo que quieres. Pero contéstame una pregunta. Deja de ser un miembro de la corporación, aunque sólo sea por un instante, y respóndeme a esto: ¿Te importa lo que ha ocurrido? ¿Tiene alguna importancia para ti?
Ordner lo miró durante lo que pareció un largo rato. La ciudad se extendía a su espalda como un reino formado de torres, envuelta en una neblina gris.
—No —contestó.
—Muy bien —dijo él suavemente, mirando a Ordner sin animadversión—. No lo hice para hacer daño ni a ti ni a la corporación.
—Entonces ¿por qué? Yo he contestado tu pregunta. Contesta tú ahora la mía. Podrías haber firmado el contrato de adquisición de la fábrica de Waterford. Después de eso, todo habría sido preocupación de otro. ¿Por qué no lo hiciste?
—No puedo explicarlo —contestó—. Me escuché a mí mismo. Pero hay alguien en mi interior que habla un lenguaje distinto. Cuando trato de hablar de eso, suena a la peor clase de mierda. Pero hice lo correcto.
—¿Y Mary? —preguntó Ordner, mirándole impávido.
Él guardó silencio.
—Vete a casa, Bart —repitió Ordner.
—¿Qué quieres, Steve?
—Hemos terminado, Bart —dijo Ordner, sacudiendo la cabeza con impaciencia—. Si te apetece charlar con alguien, entra en un bar.
—¿Qué quieres de mí?
—Sólo que salgas de aquí y te marches a casa.
—¿Qué quieres de la vida, entonces? ¿Dónde te agazapas dentro de las cosas?
—Vete a casa, Bart.
—¡Contéstame! ¿Qué quieres? Miró a Ordner abiertamente. Éste contestó con tono sereno:
—Quiero lo mismo que todos. Vete a casa, Bart. Él salió de allí sin mirar atrás. Y nunca volvió a aquel despacho.
Cuando llegó a Coches Usados Magliore volvía a nevar con fuerza y casi todos los coches que se cruzaron con él llevaban los faros encendidos. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado a otro, y en los rincones donde no llegaban, la nieve se derretía formando una masa que se deslizaba hacia abajo como lágrimas.
Aparcó en la parte trasera, y se apeó y anduvo hacia el despacho. Antes de entrar, contempló su fantasmagórico reflejo en un cristal y se limpió una fina película rosada de los labios. La entrevista con Ordner lo había soliviantado mucho más de cuanto habría creído posible. Había comprado una botella de Pepto-Bismol y se había bebido la mitad mientras acudía allí. Es probable que no trabajen durante una semana, Fred. Pero Freddy no respondió. Quizá se había marchado a ver a los parientes de Monohan en Bombay.
La mujer que estaba tras la calculadora le dirigió una extraña sonrisa especulativa y le indicó que pasara.
Encontró a Magliore solo. Leía el Wall Street Journal, y cuando él entró, lo arrojó por encima de la mesa hacia la papelera. Cayó en ella, produciendo un golpe sordo.
—Que se vayan todos al jodido infierno —exclamó Magliore, como si continuase un monólogo interior que hubiese empezado un rato antes—. Todos esos corredores de bolsa son ancianitas, tal y como dice Paul Harvey. ¿Dimitirá el presidente? ¿Lo hará? ¿No lo ha-rá? ¿Lo hará? ¿Quebrará la General Electric a causa de la crisis energética? Es como si me pegaran una patada en el culo.
—Sí —dijo él, aunque no estaba muy seguro de en qué se mostraba de acuerdo.
Se sintió incómodo, sin tener la seguridad de que Magliore recordara quién era él. ¿Cómo empezar la conversación? «Soy el tipo que le llamó escarabajo pelotero, ¿recuerda?» Cielos, aquélla no era forma de comenzar.
—Nieva con más fuerza, ¿verdad?
—Sí.
—Odio la nieve. Mi hermano se marcha a Puerto Rico a primeros de noviembre de cada año, y se queda en la isla hasta el quince de abril. Es propietario del cuarenta por ciento de un hotel de allí. Dice que tiene que cuidar su inversión. Mierda. No sabría ni cuidar de su culo aunque le dieras un rollo de papel de seda. ¿Qué quiere usted?
—¿Eh? —se sobresaltó, sintiéndose culpable.
—Acudió a mí para conseguir algo. ¿Cómo piensa que se lo facilitaré si no sé de qué se trata?
Cuando se enfrentaba con aquella franqueza, le resultaba difícil hablar. La palabra que indicaba lo que quería tenía demasiados rincones oscuros como para salir fácilmente de su boca. Recordó algo que hacía de niño y sonrió un poco.
—¿Qué le parece divertido? —preguntó Magliore con ruda amabilidad—. Con los negocios como están, no me vendría mal un buen chiste.
—Una vez, de pequeño, me metí un yo-yo en la boca —dijo él.
—¿Y eso le parece divertido?
—No. El caso es que no podía sacármelo. Eso es lo divertido. Mi madre me llevó al médico y él me lo sacó. Me dio un pinchazo en el culo y cuando abrí la boca para gritar, me lo arrancó de un tirón.
—Yo no pienso pincharle en el culo —dijo Magliore—. ¿Qué quiere usted, Dawes?
—Explosivos —contestó.
Magliore lo miró. Luego puso los ojos en blanco. Empezó a decir algo, pero se interrumpió y se llevó la mano a una de sus caídas mejillas.
—Explosivos —repitió al cabo de un instante.
—Sí.
—Ya sabía yo que éste era un tipo duro —murmuró Magliore a sí mismo—. Se lo dije a Pete cuando usted se marchó: «Ahí va un tipo que está buscando que ocurra un accidente.» Con estas mismas palabras.
El no replicó. Hablar de accidentes le hizo pensar en Johnny Walker.
—Muy bien, de acuerdo, morderé el anzuelo. ¿Para qué quiere los explosivos? ¿Va a volar la exposición comercial egipcia? ¿Piensa sabotear un avión? ¿O sólo quiere enviar al infierno a su suegra?
—No malgastaría explosivos con ella —dijo él con frialdad, y eso hizo que ambos se echaran a reír, aunque no por ello desapareció la tensión.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿A quién se la tiene jurada?
—No se la tengo jurada a nadie —replicó él—. Si quisiese matar a alguien, compraría un arma de fuego.
Entonces recordó que la había comprado, no una, sino dos, y su estómago, adormecido con el Pepto-Bismol, comenzó a producirle molestias de nuevo.
—En ese caso, ¿para qué necesita los explosivos?
—Quiero volar una carretera. Magliore lo miró con una controlada incredulidad. Sus emociones parecían más amplias que la vida misma; era como si hubiese adoptado su papel para que encajara en las propiedades de aumento de sus gafas.
—¿Que quiere volar una carretera? ¿Qué carretera?
—Aún no ha sido construida.
Él empezaba a experimentar una especie de placer perverso con aquella situación. Y, desde luego, le ayudaba a posponer el inevitable enfrentamiento con Mary.
—De modo que quiere volar una carretera que no ha sido construida aún. Lo había juzgado mal, señor. No es usted un tipo duro, sino un psicópata. ¿Puede explicarme de qué se trata?
Él contestó, eligiendo las palabras con sumo cuidado.
—Están construyendo una carretera que se conoce como la ampliación de la 784. Una vez terminada, la autopista estatal atravesará la ciudad. Por ciertas razones en las cuales no voy a entrar, porque no puedo, esa carretera ha destrozado veinte años de mi vida. Es...
—¿Porque van a derribar la lavandería en que usted trabaja, y su casa también?
—¿Cómo sabe eso?
—Ya le dije que lo investigaría. ¿Acaso creyó que bromeaba? Hasta sabía que perdería su trabajo. Y quizá antes que usted mismo.
—No, eso lo sabía yo hace un mes —replicó él, sin pensar lo que decía.
—¿Y cómo piensa hacerlo? ¿Ha planeado conducir por esa carretera en construcción, encender mechas con su cigarro puro e ir arrojando cartuchos de dinamita por la ventanilla del coche a medida que avanza?
—No. Cuando es fiesta, dejan las máquinas allí. Quiero volarlas todas. Y los tres nuevos pasos elevados; ésos, también.
Magliore lo miró con ojos desorbitados. Estuvo así largo rato, hasta que de repente echó la cabeza hacia atrás y estalló en una risa que le sacudía todo el cuerpo; su cinturón se elevaba y descendía como una astilla de madera a merced de la marea. Era una risa pictórica, sincera y rica. Rió hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas; entonces, de algún bolsillo interior extrajo un enorme pañuelo de ópera cómica y se las enjugó. Él observó a Magliore mientras éste reía y, de pronto, tuvo la segundad de que aquel hombre gordo, con los gruesos cristales, le vendería los explosivos. Miró a Magliore con una ligera sonrisa en el rostro. No le importaba su risa. Aquel día, la risa le sonaba bien.
—Vamos, hombre, usted está loco —dijo Magliore cuando pudo contener las carcajadas lo suficiente para hablar—. Me hubiera gustado que Pete estuviera aquí para escucharle. No se lo va a creer cuando se lo cuente. Ayer me llamó usted escarabajo pelotero y hoy... hoy...
Se echó a reír de nuevo, secándose luego los ojos con el pañuelo.
Cuando la risa remitió, preguntó:
—¿Cómo piensa financiar esa pequeña aventura, señor Dawes, ahora que ya no tiene un empleo remunerado?
Aquélla le pareció una extraña forma de decirlo: «ahora que ya no tiene un empleo remunerado». Dicho así, parecía cierto. Se había quedado sin trabajo. Aquello no era un sueño.
—Cobré mi seguro de vida el mes pasado —dijo—. He estado pagando una póliza de diez dólares durante diez años. He recuperado unos tres mil dólares.
—¿Hace mucho tiempo que había planeado esto?
—No —contestó con sinceridad—. Cuando cobré la póliza no sabía en qué utilizaría el dinero.
—Por entonces, aún mantenía usted sus opciones abiertas, ¿no? Pensó que podía incendiar la carretera, o ametrallarla, o estrangularla, o...
—No. Simplemente, no sabía qué hacer. Ahora lo sé.
—Pues no cuente conmigo.
—¿Qué?
Parpadeó, mirando a Magliore, verdaderamente sorprendido. Aquello no estaba escrito en el guión. Había supuesto que Magliore se lo pondría difícil, al menos de un modo paternalista. Pero confiaba en que finalmente le vendiera el explosivo. Suponía que, cuando se lo entregara, diría algo como: «Si lo cogen, negaré que lo conozco.»
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho no. N-o. Eso suena a no.
Se inclinó hacia adelante. Todo el buen humor había desaparecido de sus ojos. Ahora tenía una mirada llana y repentinamente diminuta, a pesar de los cristales de aumento que utilizaba. No eran, en absoluto, los ojos de un alegre Santa Claus napolitano.
—Escuche —dijo a Magliore—. Si me cogen, negaré conocerle. Ni siquiera mencionaré su nombre.
—Y una mierda. Usted contará su vida y milagros a la poli, y después argumentará locura temporal. Y a mí podría caerme una condena a cadena perpetua.
—No, escuche...
—Escúcheme usted a mí —lo interrumpió Magliore—. Ha resultado usted divertido hasta cierto punto, y ya hemos llegado a ese punto. He dicho que no, y eso significa no. Nada de armas, nada de explosivos, nada de dinamita, nada de nada. ¿Que por qué? Porque usted es un loco y yo soy un hombre de negocios. Alguien le dijo que yo podía «conseguir» cosas. Y así es, en efecto. He logrado un montón de cosas para mucha gente; incluso unas pocas para mí mismo. En 1946 me cayeron de dos a cinco años por llevar un arma sin licencia. Cumplí diez meses de condena. En 1952 fui acusado de conspiración criminal, y salí bien librado. En 1955 me acusaron de evadir impuestos, y también logré salir de ésa. En 1959 me acusaron de vender mercancía robada, y de eso no me libré. Me cayeron dieciocho meses en Castleton, pero el tipo que declaró ante el gran jurado se llevó como premio un agujero en el suelo. Desde 1959 me han llevado tres veces ante los tribunales; los casos fueron archivados en dos ocasiones, y fui juzgado una sola vez. Les gustaría pillarme otra vez porque si logran echarme encima una buena, tengo para veinte años, sin reducción de condena por buen comportamiento. Y a un hombre en mis condiciones, la única parte que quedará de él después de cumplir veinte años serán los ríñones, que entregarán a algún negro de Norton de la beneficencia. Eso es una especie de juego para usted. Una locura, pero juego al fin y al cabo. Para mí, no. Cree que dice la verdad cuando asegura que man-tendrá la boca cerrada. Pero miente. Y no a mí, sino a usted mismo. De modo que la respuesta es un rotundo no. —Elevó las manos y añadió—: Si se hubiese tratado de fulanas, yo le habría entregado dos, y gratis, sólo por el espectáculo que me ofreció ayer. Pero no estoy dispuesto a hacer por usted nada de lo que me pide.
—Muy bien —dijo él.
El malestar del estómago empeoraba. Se sintió como si estuviese a punto de vomitar.
—Este lugar está limpio —prosiguió Magliore—, y sé que lo está. Es más, también sé que usted está limpio, aunque Dios sabe que no seguirá así si continúa con eso. Pero le diré algo. Hace un par de años, un negro vino a verme y me dijo que quería explosivos. Él no se disponía a volar nada tan inofensivo como una carretera. Pretendía volar nada menos que un jodido palacio de justicia.
No siga, pensó él. Creo que voy a vomitar. Parecía tener el estómago lleno de plumas, y todas le hacían cosquillas al mismo tiempo.
—Le vendí la mercancía —dijo Magliore—. Algo de aquí, algo de allá. Negociamos. Él habló con sus amigos y yo con los míos. El dinero cambió de manos. Mucho dinero. La mercancía cambió de manos. Cogieron al tipo y a dos de sus compinches antes de que hicieran algún daño, gracias a Dios. Pero no perdí el sueño ni un minuto pensando en que se iría de la lengua ante la policía o el fiscal del distrito o los del FBI. ¿Y sabe por qué? Porque él estaba con un montón de tipos duros, negros por más señas, que son los de la peor clase, y un grupo de tipos duros configura una imagen muy diferente. Un loco solitario como usted, sin embargo, no importa una mierda. Se consume como una vela. Pero si hay treinta tipos y cogen a tres de ellos, se cierran la cremallera en los labios y aguantan lo que les echen.
—Está bien —volvió a decir él. Sentía los ojos pequeños y calientes.
—Escuche —dijo Magliore, un poco más tranquilo—. De todos modos, con tres mil dólares no podrá comprar lo que quiere. Esto es como el mercado negro, ¿comprende lo que quiero decir? No es un simple juego de palabras. Necesitaría tres o cuatro veces esa canti-dad para comprar la mercancía que necesita.
Él no dijo nada. No podía marcharse hasta que Magliore no lo despidiera. Aquello parecía una pesadilla, sólo que no lo era. Debía repetirse continuamente que no haría nada estúpido en presencia de Magliore; algo como pellizcarse para saber si estaba despierto.
—¿Dawes?
—¿Si?
—De todos modos, de nada serviría. ¿Es que no lo sabe? Uno hará volar a una persona por los aires o a un mojón de señalización o destruirá una obra de arte, como aquel loco de mierda que atacó la Pietà con un martillo. Pero no puede volar edificios o carreteras o cosas así. Eso es lo que esos negros locos no acaban de comprender. Si uno vuela un palacio de justicia federal, los federales construyen otros dos en su lugar... uno para sustituir al que ha sido destruido y otro para ajustarle las cuentas a cada culo negro que logren hacer pasar por la puerta principal. Si uno va por ahí matando policías, ellos contratan seis más por cada uno que les hayan matado... y el mayor deseo de cada uno de los nuevos es cazar carne negra. No puede ganar, Dawes. Blanco o negro. Si se interpone en el camino de esa carretera, pasarán por encima de usted y lo aplastarán, junto con su casa y su trabajo.
—Ahora he de marcharme —se oyó decir a sí mismo con voz ronca.
—Sí, tiene usted mal aspecto. Necesita sacarse esa mierda de su sistema. Le conseguiré una vieja furcia si lo desea. Vieja y estúpida. Puede golpearla hasta sacarse de encima toda esa mierda, si es que quiere hacerlo así. Líbrese del veneno. Usted me agrada, y...
Echó a correr. Corrió ciegamente, salió del despacho, atravesó la oficina principal y salió a la nieve. Allí, permaneció de pie, temblando, aspirando a grandes bocanadas el aire helado y nevoso. De repente, estuvo seguro de que Magliore lo seguiría, lo cogería por los hombros y lo llevaría de nuevo al despacho para hablar con él hasta el fin de los tiempos. Cuando el arcángel Gabriel hiciera sonar las trompetas del Apocalipsis, Sally Ojo Único aún seguiría explicándole pacientemente la invulnerabilidad de todos los sistemas en todas partes, incitándole a acostarse con la vieja furcia.
Cuando llegó a casa, la capa de nieve tenía casi quince centímetros de espesor. Las máquinas quitanieves habían pasado y tuvo que meter el coche a través de una costra de nieve acumulada en el camino de su casa. El automóvil pasó sin grandes problemas, era bueno y pesado.
La casa estaba a oscuras. Cuando abrió la puerta y entró, sacudiéndose la nieve de los zapatos en la esterilla, no oyó nada. Merv Griffin no charlaba con ningún personaje famoso.
—¿Mary? —llamó. No hubo respuesta—. ¿Mary? Pensó que no se encontraba en casa hasta que oyó su llanto, en la sala de estar. Se quitó el abrigo y lo colgó en la percha, dentro del armario. En el suelo había una caja pequeña. La caja estaba vacía. Mary la dejaba allí cada invierno, para recoger el agua de las goteras. A veces se había preguntado: ¿A quién le importan las gotas de agua que caigan en un armario? Ahora se le ocurrió la respuesta, perfecta por su simplicidad. A Mary le importaban. Por eso lo hacía.
Entró en la sala de estar. Se la encontró sentada en el sofá, enfrente de un aparato de televisión Zenith que permanecía apagado. Lloraba. No utilizaba pañuelo. Y tenía los brazos caídos a los costados. Siempre había llorado en privado. Solía subir al dormitorio para desahogarse o, si él la sorprendía, ocultaba el rostro entre las manos o en un pañuelo. Por ello, al verla así, su rostro le pareció desnudo y obsceno. Era como el rostro de una víctima de una catástrofe aérea. Se le retorció el corazón.
—Mary —dijo con suavidad.
Ella siguió llorando, sin mirarle. Se sentó a su lado.
—Mary —repitió—. Las cosas no están tan mal como parece.
Aunque ni él mismo se lo creía.
—Es el fin de todo —dijo ella, y las palabras surgieron entrecortadas por los sollozos.
Extrañamente, la belleza que ella no había tenido, o que había perdido, brillaba en su rostro en esos momentos. Le pareció una mujer encantadora en aquella crisis final.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¡Todo el mundo! —gritó ella. Seguía sin mirarle, pero una mano se levantó y trazó un arco, como si golpeara el aire, antes de caer contra uno de sus muslos—. Primero me llamó Tom Granger. Después, la esposa de Ron Stone. A continuación Vincent Mason. Querían saber qué te ocurría. ¡Y yo no lo sabía! ¡Ignoraba que te pasara nada!
—Mary —dijo, intentando cogerle la mano.
Ella se apartó bruscamente, como si fuera a golpearla.
—¿Estás castigándome? —preguntó ella, y entonces lo miró—. ¿Es eso?
—No —se apresuró él a contestar—. Oh, Mary, no. Él tenía ganas de llorar, pero eso sería un error. Un error muy grave.
—¿Porque te di un bebé muerto y después otro con una enfermedad mortal? ¿Acaso crees que yo asesiné a tu hijo? ¿Es por eso?
—Mary, era nuestro hijo...
—¡Era tuyo! —gritó ella.
—No, Mary, no, por favor.
Trató de abrazarla, pero ella se apartó de su lado.
—No me toques.
Se miraron mutuamente, asombrados, como si hubieran descubierto por primera vez que el otro era mucho más de todo lo que hubieran imaginado jamás... como amplios espacios en blanco en un mapa.
—Mary, no he podido evitarlo. Créelo, por favor. —Pero eso casi sonaba a mentira. A pesar de todo, él prosiguió—: Si ha tenido algo que ver con Charlie, me ha sido imposible evitarlo. He hecho algunas cosas que no logro comprender. Yo... cobré mi seguro de vida en octubre. Eso fue lo primero, la primera cosa real que hice, aunque todo empezó a ocurrir en mi cabeza mucho antes. Pero era más fácil hacer cosas que hablar de ellas. ¿Puedes comprenderlo? ¿O al menos intentarlo?
—¿Qué será de mí, Barton? No sé hacer otra cosa que ser tu esposa. ¿Qué ocurrirá conmigo?
—No lo sé.
—Es como si me hubieses violado —dijo ella, y se echó a llorar de nuevo.
—Mary, por favor, no llores más. No... trata de calmarte.
—Cuando estabas haciendo todas esas cosas, ¿pensaste en mí alguna vez? ¿No se te pasó por la cabeza que yo dependo de ti?
No pudo contestar. De una forma extraña, inconexa, fue como si intentara hablar con Magliore de nuevo;
como si Magliore le hubiese golpeado para que regresara a casa, y se hubiera puesto las ropas de Mary y la máscara de Mary. ¿Qué vendría a continuación? ¿Le ofrecería una vieja furcia?
Ella se levantó del sofá.
—Me voy arriba, a echarme un rato.
—Mary...
Ella no lo rechazó, pero él descubrió que ya no había palabras después de su nombre.
Mary abandonó la sala, y él oyó sus pasos subiendo por la escalera; después, hasta él llegó el crujido de la cama al acostarse; luego, su llanto otra vez. Se levantó, encendió la televisión y aumentó el volumen, para no escucharla. Merv Griffín charlaba con un personaje famoso.
SEGUNDA PARTE
DICIEMBRE
Ah, amor, ¡seamos sinceros el uno con el otro!, para el mundo, que parece mentir ante nosotros como en un país de ensueños, tan diverso, tan hermoso, tan nuevo, en el cual no hay alegría, ni amor, ni luz, ni certidumbre, ni paz, ni ayuda ante el dolor; y estamos aquí como en una llanura oscurecida arrastrados con confusos ejércitos de conflicto y lucha, donde los ejércitos ignorantes se baten por la noche.
MATTHEW ARNOLD Dover Beach
5 de diciembre de 1973
Estaba tomando su bebida privada, Southern Comfort con Seven-Up, y viendo un programa de televisión cuyo nombre desconocía. El héroe era un policía de paisano o un detective privado, y alguien le había golpeado en la cabeza. Eso hizo que el policía de paisano (o el detective privado) pensara que estaba a punto de descubrir algo importante. Antes de que él tuviera la posibilidad de saber de qué se trataba, pasaron un anuncio de Gravy Train. El hombre del anuncio dijo que Gravy Train, cuando se mezclaba con agua caliente, producía su propia salsa. Y preguntó a los televidentes si aquello no tenía el aspecto de un asado de buey. A Barton George Dawes le pareció el vómito de alguien en el plato rojo del perro. Cuando reanudaron el programa, el detective privado (o el policía de paisano) interrogaba al dueño (negro) de un bar que estaba fichado por la policía. El negro del bar hizo alusiones indirectas y expresó sus dudas. Era un tipo muy astuto, desde luego, pero Barton George Dawes pensó que el policía de paisano (o el investigador privado) lo había calado.
Estaba bastante borracho, y miraba la televisión vestido sólo con los calzoncillos. La casa estaba caliente.
Había puesto el termostato a veintiséis grados, dejándolo así desde que Mary se marchara. ¿Qué crisis energética? Que te den por el culo, Dick. Y también al caballo que montabas. Y que también den por el culo a Checkers. Cuando conducía por la autopista de peaje, iba a ciento treinta, enviando a tomar por el culo con el dedo a los motoristas que le pitaban para que aminorara la velocidad. La experta en consumo del presidente —una mujer con aspecto de haber sido una niña estrella en la década de los treinta, antes de que pasara el tiempo y se convirtiera en una hermafrodita política—, había aparecido dos noches antes en un programa de servicio público, hablando de cómo ahorrar electricidad en la casa. Se llamaba Virginia Knauer, y se mostró muy grandilocuente sobre las diversas formas en que «usted y yo» podemos ahorrar energía, porque aquella situación era realmente grave y todos estábamos metidos en ella. Una vez el programa hubo acabado, él fue a la cocina y puso en marcha la batidora eléctrica. La señora Knauer había dicho que esos aparatos en concreto eran los que más gastaban en cuanto a pequeños utensilios domésticos. Dejó la batidora enchufada durante toda la noche, y cuando se levantó a la mañana siguiente —la del día anterior—, el motor se había quemado. Pero, según la señora Knauer, los utensilios domésticos que más electricidad gastaban eran los calentadores. Él no tenía, pero había jugado con la idea de adquirir uno, simplemente para dejarlo en funcionamiento día y noche hasta que se quemara. Posiblemente, si estaba borracho e inconsciente, también se quemaría él. Y eso representaría el fin de toda aquella enfermiza mierda de autocompasión.
Se sirvió otra copa y siguió mirando los viejos programas de televisión, los que habían sido emitidos cuando él y Mary eran aún unos recién casados y se compraron un televisor nuevo, de la RCA —su modelo en blanco y negro, con mueble incorporado—, ante el que se pasaban el tiempo contemplando la pantalla como bobos. En aquella época se emitía el Programa de Jack Benny, así como Amos y Andy, un programa de baile hecho por negros. También se emitía Dragnet, el Dragnet, original, con Ben Alexander en el papel de socio de Joe Friday, en lugar de aquel tipo nuevo, Harry no sé qué. Otra era Patrulla de carreteras, con Broderick Crawford gritando por el micrófono de la radio, y todo el mundo conduciendo aquellos antiguos Buicks que todavía tenían portillas en los lados. Y El espectáculo del espectáculo, y Hit Parade, con Gisele MacKenzie cantando cosas como Puerta verde y Extraños en el paraíso. El rock and roll había terminado con aquel pro-grama. ¿Y qué decir de los concursos? Había el Tic-Tac-Dough y el Veintiuno, cada lunes por la noche, con Jack Barry como estrella. Metían a los concursantes en compartimientos aislados, les ponían en la cabeza unos auriculares, al estilo de la ONU, y a través de ellos les hacían preguntas increíbles que debían contestar con la mayor rapidez posible. La pregunta de los 64.000 dólares, con Hal March. Los participantes aparecían en el escenario con los brazos llenos de libros de referencia. Y Dotto, con Jack Narz. Y los programas del sábado por la mañana, como Annie Oakley, que siempre salvaba a su medio hermano Tag de algún follón inaudito. Él siempre se había preguntado si, efectivamente, aquel muchacho era un hijo de puta. También estaba Rin Tin Tin, que actuaba cerca de Fort Apache. El sargento Prestan, que actuaba en el Yukón, en lo que podría ser una especie de misión ambulante. Y Range Rider, con Jock Mahoney. Y Wild Bill Hickok, con Guy Madison y Andy Devine en el papel de los Jingle. Mary solía decir: «Bart, si la gente supiese que te tragas todos esos programas, pensarían que eres un retrasado mental. ¡Un hombre de tu edad!» Y él siempre le contestaba: «Quiero estar preparado para hablar con mis hijos.» Pero nunca hubo hijos. El primero no fue más que un amasijo de carne muerta —¿que decía aquel viejo chiste sobre ponerles ruedas a los abortos?—, y el segundo había sido Charlie, en quien era mejor no pensar. Te veré en mis sueños, Charlie. Todas las noches, él y su hijo se reunían de una u otra forma en sus sueños. Barton George Dawes y Charles Frederick Dawes, reunidos gracias a los milagros de la mente subconsciente. Y aquí estamos de nuevo, muchachos, en el viaje más reciente del mundo de Disney hacia el país de la Autocompasión, donde uno puede dar un paseo en góndola por el canal de las Lágrimas, visitar el museo de las Viejas Fotos, y hacer una excursión en el Maravilloso Móvil de la Nostalgia, conducido por Fred MacMurray. La última parada se hará en la maravillosa réplica de lo que antes fue la Crestallen Street West. En su interior encontrarán la gigantesca botella de Southern Comfort, conservada para la eternidad. En efecto, señora, encoja la cabeza a medida que camina. No tardará en ampliarse. Y éste es el hogar de Barton George Dawes, el último residente vivo de Crestallen Street West. Miren justo por esta ventana... espera un instante, hijo, te levantaré en brazos. Ése es George, en efecto, sentado en calzoncillos frente a su televisor en color marca Zenith, tomándose una copa y llorando. ¿Llorando? Pues claro que está llorando. ¿Qué quieres que haga en el país de la Autocompasión? Se pasa llorando todo el tiempo. Y el flujo de sus lágrimas se halla regulado por nuestro MUNDIALMENTE FAMOSO EQUIPO DE INGENIEROS. Los lunes tiene los ojos velados por las lágrimas, porque es una noche lenta. Pero los otros días llora mucho más. El fin de semana es algo desbordante y tal vez en Navidad podamos ponerle a flote en otro lugar. Admito que es un poco repugnante, pero, a pesar de todo, se trata de uno de los habitantes más populares del país de la Autocompasión, justo ahí, junto con nuestra recreación de King Kong en lo más alto del Empire State. Él...
Arrojó el vaso contra el televisor.
Falló por poco. El cristal chocó contra la pared, cayó al suelo y se hizo añicos. Entonces estalló en sollozos.
Estoy llorando, pensó. Mírame, mírame Jesús. Soy repugnante. Me he convertido en un jodido revoltijo, más allá de lo creíble. He echado a perder toda mi vida, y la de Mary, y me quedo aquí sentado, haciendo bromas al respecto. Soy una jodida basura. Jesús, Jesús, Jesús...
Había andado medio camino hacia el teléfono, antes de que fuera capaz de detenerse. La noche anterior, borracho y llorando, había telefoneado a Mary para rogarle que regresara a su lado. Se lo había suplicado, hasta que ella se echó a llorar y cortó la comunicación. Al pensar en ello se avergonzaba y sonreía por haber hecho algo tan terriblemente desconcertante.
Se dirigió hacia la cocina en busca del cogedor y la escoba, y regresó a la sala de estar. Apagó el televisor y barrió los cristales rotos. Regresó a la cocina, tambaleándose, y echó los trozos en el cubo de la basura. Después se quedó allí, preguntándose qué debía hacer a continuación.
Entonces oyó el zumbido del refrigerador, como un insecto, y eso lo asustó. Se marchó a la cama. Y soñó.
6 de diciembre de 1973
Eran las tres y media y conducía por la autopista a ciento veinte kilómetros por hora en dirección a su casa. El día era claro, duro y brillante, y la temperatura de cero grados. Todos los días, desde la marcha de Mary, se dirigía a la autopista para dar un largo paseo... En cierto sentido, aquello se había convertido en una especie de tarea sustitutoria. Contribuía a calmarle. Cuando la carretera se desplegaba delante de él, con los bordes claramente marcados a ambos lados por los pequeños montones de nieve, los primeros del invierno, no tenía pensamientos extraños y se sentía en paz. A veces cantaba, con voz fuerte y ronca, al compás de la radio. Durante aquellas salidas, a menudo pensaba que debería seguir avanzando, dejar que el camino lo llevara a alguna parte, aprovechando su tarjeta de crédito. Viajaría hacia el sur y no se detendría hasta que las carreteras o el terreno se acabaran. ¿Podría uno conducir todo el camino hasta América del Sur? No lo sabía.
Pero siempre regresaba. Abandonaba la autopista, comía una hamburguesa con patatas fritas en algún restaurante del camino, y después regresaba a la ciudad, llegando a su casa a la puesta del sol o poco después.
Siempre conducía por Stanton Street, aparcaba y se apeaba del coche para contemplar el progreso diario de la ampliación de la 784. La compañía constructora había montado una plataforma especial para los curiosos —la mayoría de ellos ancianos y compradores que dis-ponían de algo de tiempo—, y permanecía llena de gente durante el día. Se alineaban ante la barandilla, como patitos de arcilla en una galería de tiro, y con el vaho saliéndoles de la boca, observaban a los bulldozers, los tractores y los topógrafos, con sus sextantes y trípodes. Los hubiera matado a tiros.
Pero por la noche, cuando la temperatura bajaba a seis grados bajo cero, con la puesta de sol formando una amarga línea naranja en el oeste, y miles de frías estrellas empezaban a brillar en el firmamento, podía comprobar a solas el proceso de la carretera, sin que nadie le molestara. Los momentos que estaba allí se convirtieron en algo importante para él. Sospechaba que, de alguna oscura forma, el tiempo que pasaba en la plataforma de observación servía para recargar sus baterías, manteniéndole sujeto a un mundo de cierta cordura al menos. Antes de que se iniciara el gran salto nocturno hacia la bebida, antes de que experimentara la inevitable urgencia de llamar a Mary por teléfono, antes de que iniciara las actividades nocturnas en el país de la Autocompasión, seguía siendo él mismo, fría y ciegamente sobrio. Se agarraba con fuerza a la tubería de hierro que servía de barandilla y miraba abajo, hacia la construcción, hasta que sus dedos se volvían tan insen-sibles como el hierro mismo y resultaba imposible saber dónde terminaba su mundo —el mundo de las cosas humanas— y dónde empezaba el mundo de los tractores, las grúas y las plataformas de observación. En aquellos momentos no sentía la necesidad de llorar, ni de recordar el pasado que se agolpaba en su memoria. .Sólo sentía su propia y cálida pulsación, expuesto a la fría indiferencia de la noche de principios de invierno, como si fuese una persona real y, quizá, todavía entera.
Ahora, mientras recorría la autopista a ciento veinte kilómetros por hora, cuando todavía se encontraba a más de sesenta kilómetros del peaje de Westgate, vio una figura de pie en el arcén, justo después de la salida 16, embozada en una cazadora y una bufanda, y con un gorro de punto negro. La figura sostenía un cartel en que (extrañamente, a causa de la nieve) se leía LAS VEGAS. Y debajo, de un modo desafiante, añadía: ¡o REVIENTE!
Apretó el pedal del freno y sintió el cinturón de seguridad sujetándole el torso a causa de la rápida desaceleración, sintiendo algo de júbilo al oír el chirriar de los neumáticos. Se detuvo unos metros más allá de la figura, que se colocó el cartel bajo el brazo y echó a correr hacia él. Hubo algo en su carrera que le indicó que se trataba de una chica.
La portezuela del pasajero se abrió y ella subió al coche.
—Hola, gracias.
—De nada. —Vigiló por el espejo retrovisor y volvió al carril de la autopista, acelerando hasta los ciento veinte kilómetros por hora. Y la carretera volvió a desplegarse ante él—. Largo camino hasta Las Vegas.
—Sí, lo es. —Ella le sonrió, con la sonrisa que dirigía a quienes le decían la misma frase, y se quitó los guantes—. ¿Le importa si fumo?
—No, adelante.
Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció.
—¿Quiere uno?
—No, gracias.
Se puso un cigarrillo entre los labios, buscó una caja de cerillas en el bolsillo y lo encendió. Aspiró el humo profundamente y lo expulsó, velando en parte el parabrisas. Se guardó el paquete y las cerillas y se soltó la bufanda de color azul oscuro que le rodeaba el cuello.
—Le agradezco mucho que se haya parado. Hace mucho frío ahí fuera.
—¿Hacía mucho tiempo que esperaba?
—Casi una hora. El último tipo que me recogió iba medio borracho. Yo estaba deseando que se detuviera para librarme de él.
—La llevaré hasta el final de la autopista —dijo él.
—¿Hasta el final? —preguntó ella, mirándole—. ¿Va usted a Chicago?
—¿Qué? Oh, no. —Y le dijo el nombre de su ciudad.
—Pero la autopista la cruza. —Ella sacó del otro bolsillo de la cazadora un mapa de carreteras muy manoseado—. El mapa lo indica así.
—Despliéguelo y mírelo otra vez. Ella lo desplegó.
—¿De qué color es la parte de la autopista en que nos encontramos ahora?
—Verde.
—¿De qué color es la parte que atraviesa la ciudad?
—Es de un verde punteado. Es... ¡oh, cielo santo! ¡Está en construcción!
—En efecto. Se trata de la mundialmente famosa ampliación de la 784. Muchacha, nunca llegará a Las Vegas si no se fija en las indicaciones.
Ella se inclinó sobre el mapa, casi tocando el papel con la nariz. El color de su piel era claro, quizá normalmente lechoso, pero el frío había hecho que sus mejillas y su frente adquirieran un tono rosado. Tenía enrojecida la punta de la nariz, y de la ventana izquierda le colgaba una pequeña gota de agua. Se había cortado el cabello, aunque no muy bien. Un trabajo casero. Lo tenía de un bonito color castaño. Era una pena que se lo hubiera cortado, y además tan mal. ¿Cómo era aquella historia de Navidad de O. Henry? Se titulaba El regalo de Maggi. ¿Para quién has comprado una cadena de reloj, pequeña vagabunda?
—La línea verde continua se detiene en un lugar llamado Landy —dijo ella—. ¿A qué distancia está eso de donde termina esta parte de la autopista?
—A unos cuarenta y cinco kilómetros.
—¡Cielo santo!
Se inclinó de nuevo sobre el mapa. Pasaron por delante de la salida 15.
—¿Cuál es la carretera de circunvalación? —preguntó ella finalmente—. Esto es un galimatías para mí.
—La mejor es la carretera siete —contestó él—. Está en la última salida, la que ellos denominan Westgate. —Tras dudarlo un momento, añadió—: Pero sería mejor que se quedara en algún sitio a pasar la noche. Está el Holiday Inn. Ya habrá oscurecido cuando lleguemos allí, y no debería hacer autostop en la carretera siete después del anochecer.
—¿Por qué no? —preguntó ella, mirándole.
Sus ojos eran verdes y desconcertantes; un color de ojos que aparecía con frecuencia en los relatos, pero que era difícil de encontrar.
—Es una carretera de circunvalación local —dijo él cambiando de carril y adelantando a una hilera de vehículos que circulaban a ochenta. Algunos le dedicaron enojados bocinazos—. Cuatro carriles, con una pequeña divisoria de hormigón entre ellos. Dos carriles van en dirección oeste, hacia Landy; los otros dos en dirección este, hacia la ciudad. Hay muchos centros comerciales, puestos de hamburguesas, boleras... Todo el mundo recorre trayectos cortos. Y nadie para.
—Ya entiendo. —Lanzó un hondo suspiro—. ¿Puedo tomar un autobús hasta Landy?
—Había uno municipal, pero la empresa quebró. Supongo que ahora debe de haber uno de la compañía Greyhound...
—Oh, a la mierda. —Plegó el mapa y se lo metió en el bolsillo. Se quedó mirando la carretera, con expresión de enfado y preocupación.
—¿Por qué no alquila una habitación en un motel?
—Señor, sólo tengo trece dólares. Ni siquiera me llegaría para alquilar una habitación en una perrera.
—Puede quedarse en mi casa si quiere —le ofreció amablemente él.
—Sí, y quizá sea mejor que me deje aquí mismo.
—No importa. Retiro la invitación.
—Además, ¿que pensaría su esposa?
Miró con descaro el anillo de casado que él llevaba en el dedo. Su expresión parecía sugerir que a él le gustaba rondar los patios de las escuelas cuando el monitor se había marchado a casa.
—Mi esposa y yo estamos separados.
—¿Hace poco tiempo?
—Sí. Desde el primero de diciembre.
—Y ahora ha acumulado todos esos días de retraso para los cuales quizá necesite alguna ayuda —dijo ella. Había desprecio en su voz, pero se trataba de un desprecio muy viejo, que no iba dirigido contra él en especial—. Sobre todo, la ayuda de una jovencita.
—No quiero tirarme a nadie —repuso él honestamente—. Ni siquiera creo que se me levante.
Se dio cuenta que acababa de utilizar dos términos que nunca había empleado antes en presencia de una mujer, pero le parecieron correctos. Ni malos ni buenos, sólo correctos, como si hubiese hablado del tiempo.
—¿Está desafiándome? —preguntó la joven. Después aspiró profundamente el humo de su cigarrillo y lo exhaló.
—No —contestó él—. Supongo que suena como si yo buscase un ligue, si usted quiere interpretarlo así. Aunque una muchacha sola se encontrará en situaciones como ésta muchas veces.
—Ésta debe de ser la tercera parte del guión —dijo ella. Seguían el desprecio y la hostilidad en su tono de voz, pero en sus palabras hubo también una cierta y cansada extrañeza—. Y ahora vendrá eso de: «¿Cómo se ha metido una chica tan guapa como tú en un coche como éste?»
—Oh, al diablo con todo —espetó él—. Es usted imposible.
—En efecto, lo soy. —Intentó apagar el cigarrillo en el cenicero lleno e hizo un mohín con la nariz—. Mire esto. Envolturas y celofanes de dulces y otras mierdas por el estilo. ¿Por qué no lo vacía todo en una bolsa?
—Porque no fumo. Si hubiese avisado antes y me hubiese dicho: «Barton, muchacho, tengo la intención de hacer autostop en la autopista, ¿querrías recogerme? A propósito, vacía tu condenado cenicero porque voy a fumar», yo lo habría vaciado. ¿Por qué no se limita a tirarlo por la ventanilla?
—Tiene un agradable sentido de la ironía —dijo ella, sonriendo.
—Es la parte triste de mi vida.
—¿Sabe cuánto tiempo tardan en biodegradarse los filtros de los cigarrillos? Doscientos años. Todo ese tiempo. Para entonces, sus nietos habrán muerto.
—A usted no le importa que yo respire sus carcinógenos —dijo él, encogiéndose de hombros—, y penetren hasta mis pulmones. Pero no quiere arrojar un filtro a la autopista. Muy bien.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada.
—Escuche, ¿quiere que me baje? ¿Se trata de eso?
—No —contestó él—. ¿Por qué no hablamos de algo neutral? La situación del dólar. El estado de la Unión. El estado de Arkansas...
—Creo que preferiría dar una cabezadita si no le importa. Al parecer, me pasaré en vela la mayor parte de la noche.
—Estupendo.
Ella se echó el gorro sobre los ojos, cruzó los brazos y se quedó inmóvil. Al cabo de unos minutos, su respiración era más profunda. Él la miró a breves intervalos, haciéndose una imagen de ella. Llevaba vaqueros azules, ajustados, descoloridos, delgados. Le moldeaban las piernas lo suficiente como para permitirle saber que no llevaba un segundo par debajo. Eran piernas largas, dobladas bajo el salpicadero para mayor comodidad, y probablemente las tendría enrojeciendo y picándole como el diablo. Estuvo a punto de preguntarle si no sentía picor en las piernas, pero pensó en cómo sonaría aquella pregunta, y no la hizo. Se sintió incómodo al imaginársela toda la noche en la carretera siete, haciendo autostop, no consiguiendo más que la recogieran para hacer trayectos cortos, o que no la recogieran en absoluto. Noche, pantalones delgados y con una temperatura de varios grados bajo cero. Bueno, eso era asunto de ella. Cuando tuviera demasiado frío entraría en algún lugar a calentarse. No había problema.
Pasaron ante las salidas 14 y 13. Dejó de mirarla y se concentró en la conducción. El cuentakilómetros se mantenía alrededor de los ciento veinte, y él avanzaba por el carril de adelantamiento. Otros vehículos hicieron sonar sus bocinas. Cuando pasaron ante la salida 12, un hombre que conducía una furgoneta y que llevaba una pegatina en que se leía CONDUZCA A 80, tocó el claxon tres veces y le hizo señales con las luces, indignado. Él levantó un dedo hacia el tipo.
—Va usted demasiado deprisa —dijo ella, con los ojos todavía cerrados—. Por eso le dan bocinazos.
—Sé por qué lo hacen.
—Pero no le importa.
—No.
—He aquí a otro ciudadano preocupado —dijo ella, burlona—, que contribuye a aliviar la crisis energética en Estados Unidos.
—Me importa un pimiento la crisis energética.
—Eso es lo que decimos todos.
—Antes solía conducir a noventa por hora en la autopista. Ni más, ni menos. A esa velocidad mi coche obtiene la mejor media. Ahora protesto contra la ética del perro entrenado. Seguramente habrá leído algo de eso en sus cursos de sociología. ¿O me equivoco? Estaba seguro de que es universitaria.
—Por un tiempo estudié sociología como asignatura optativa —dijo, irguiéndose en el asiento—. Pero nunca oí hablar de la ética del perro entrenado.
—Porque yo soy su creador.
—Oh, qué tontería. —Hubo disgusto en su expresión. Volvió a reclinarse en el asiento y de nuevo se tapó los ojos con el gorro.
—La ética del perro entrenado, creada por Barton George Dawes a finales de 1973, explica perfectamente misterios tales como la crisis económica, la inflación, la guerra de Vietnam y la actual crisis energética. Tomemos esta última como ejemplo. Los norteamericanos son los perros entrenados; entrenados en este caso para adorar sus juguetes consumidores de gasolina: automóviles, vehículos para la nieve, grandes barcos, vehículos para el desierto, motocicletas, minibuses, furgonetas, y muchos, muchos más. Entre los años 1973 y 1980 se nos entrenará para que odiemos los vehículos que gastan energía. A los norteamericanos les encanta ser entrenados. El entrenamiento les hace mover la cola. Utilice energía. No utilice energía. Vaya y méese en el periódico. No me parece mal el ahorro de energía, pero sí el entrenamiento.
Se encontró pensando en la perra del señor Piazzi, que primero dejó de mover la cola, después empezó a desorbitar los ojos, y finalmente desgarró el cuello a Luigi Bronticelli.
—Son como los perros de Pavlov —dijo—. Fueron entrenados para segregar saliva al oír un timbre. Nosotros hemos sido entrenados para segregar saliva cuando alguien nos muestra un coche con quinta velocidad, o un televisor en color con antena motorizada. Yo he comprado uno de esos aparatos. Tiene un artilugio a distancia. Uno permanece sentado en el sillón mientras cambia de canal, aumenta o disminuye el volumen, apaga o enciende el aparato... En cierta ocasión me metí el trasto ése en la boca, apreté el botón y la televisión se encendió. La señal atravesó mi cerebro, y aún sigue funcionando. La tecnología es maravillosa.
—Está usted loco —dijo ella.
—Supongo que sí. Pasaron ante la salida 11.
—Creo que voy a dormir. Avíseme cuando lleguemos al final.
—De acuerdo.
Ella cruzó los brazos y cerró los ojos de nuevo.
Pasaron ante la salida 10.
—De todos modos, nada tengo en contra de la ética del perro entrenado —dijo él—. Pero sucede que quienes controlan el cotarro son unos idiotas mentales, morales y espirituales.
—Acaso trata de contentar su conciencia con una buena dosis de retórica —dijo ella sin abrir los ojos—. ¿Por qué no se limita a disminuir la velocidad a noventa? Se sentirá mejor.
—¡No me sentiré mejor! —exclamó él con tal vehemencia que ella se incorporó en el asiento y lo miró.
—¿Está usted bien?
—Muy bien —contestó él—. He perdido esposa y trabajo porque el mundo se ha vuelto loco, o me he vuelto yo. Después recojo a una autostopista, una muchacha de diecinueve años, la clase de persona que se supone piensa que, en efecto, el mundo está loco... y ella me dice que el loco soy yo, que el mundo lo está haciendo bastante bien. No hay mucho petróleo pero, al margen de eso, lo demás anda bien.
—Tengo veintiún años.
—Mejor para usted —replicó él con tono de amargura—. Si el mundo está tan cuerdo, ¿qué demonios hace una joven como usted yendo a Las Vegas en autostop en pleno invierno? ¿Tiene la intención de pasarse toda la noche haciendo autostop en la carretera siete, quedándose probablemente congelada en el intento, puesto que no lleva nada debajo de esos pantalones?
—¡Por supuesto que llevo algo debajo! ¿Quién se ha creído que soy?
—¡Una estúpida! —gritó él—. ¡Se le helará el culo!
—Y entonces usted no podrá hacer nada con él, ¿no es eso? —preguntó ella dulcemente.
—Oh, qué chica —murmuró él—, qué chica.
Adelantaron a un sedán que iba a noventa. El conductor tocó el claxon.
—¡Cómetelo! —gritó él—. ¡Crudo!
—Será mejor que me deje bajar ahora mismo —dijo ella tranquilamente.
—No se preocupe. No provocaré un accidente. Siga durmiendo.
Ella lo miró con desconfianza por un largo segundo y finalmente se cruzó de brazos y cerró los ojos. Pasaron la salida 9.
Pasaron ante la salida 2 a las cuatro y cinco. Las sombras que se extendían sobre la carretera habían adquirido ese peculiar tono azulado que es la única propiedad de las sombras invernales. Venus ya se veía hacia el este. El tráfico se había hecho más denso mientras se acercaban a la ciudad.
Él la miró y vio que se había incorporado en su asiento y contemplaba los automóviles que avanzaban indiferentes. El coche que los precedía llevaba un árbol de Navidad atado a la baca. Los verdes ojos de la muchacha estaban muy abiertos y, por un momento, él conec-tó con ellos y vio lo que había en su interior, con esa perfecta empatía que aparece entre los seres humanos a intervalos misericordiosamente infrecuentes. Vio que todos los coches se dirigían hacia algún lugar cálido, algún lugar donde había negocios que tratar o amigos que saludar o una vida familiar a la que integrarse. Vio su indiferencia para con los extraños. Y en un breve y frío instante de comprensión, entendió lo que Thomas Carlyle había llamado la gran locomotora muerta del mundo que avanzaba y avanzaba.
—Casi hemos llegado, ¿no? —preguntó ella.
—En quince minutos.
—Escuche, si he sido dura con usted...
—No, yo lo he sido. Mire, no tengo nada que hacer en particular. La llevaré hasta Landy.
—No...
—O le pagaré una habitación en el Holiday Inn para esta noche. Sin ningún compromiso. Felices Navidades y todo eso.
—¿De verdad está separado de su esposa?
—Sí.
—¿Y hace tan poco tiempo?
—Sí.
—¿Se ha llevado ella a sus hijos?
—No tenemos hijos.
Estaban acercándose al control del peaje. Sus luces verdes parpadeaban indiferentes a la luz del crepúsculo.
—En ese caso, lléveme a su casa.
—No tengo por qué hacerlo. Quiero decir, usted no tiene por qué...
—Prefiero estar con alguien esta noche —lo interrumpió ella—. Y no me gusta hacer autostop por la noche. Me asusta.
Hizo avanzar el coche hasta la cabina y bajó la ventanilla, dejando entrar el aire frío. Entregó su tarjeta y un dólar noventa. Reanudó la marcha lentamente. Pasaron junto a un cartel luminoso que rezaba: ¡GRACIAS POR CONDUCIR CON PRECAUCIÓN!
—Está bien —dijo él. Sabía que quizá cometería un error si trataba de darle seguridades, consiguiendo más bien el efecto contrario, pero no pudo evitarlo—. Escuche, lo que sucede es que la casa me resulta muy vacía. Podemos cenar y después ver la televisión y comer pa-lomitas de maíz. Usted se acostará en el dormitorio del primer piso, y yo...
Ella se echó a reír y él la miró de reojo al tiempo que entraban en el cruce en forma de trébol. Pero le resultaba difícil verla, le parecía difusa. Quizá ella era algo en lo que él había soñado. Y esa idea lo desconcertó.
—Mire —dijo ella—, será mejor que se lo diga ahora mismo. ¿Recuerda el borracho de quien le he hablado? Pasé toda la noche con él. Se dirigía a Stilson, donde usted me recogió. Y ése fue su precio.
Él se detuvo al final del trébol, ante el semáforo en rojo.
—Mi compañera de habitación me dijo que ocurriría así, pero no quise creerla. No estaba dispuesta a abrirme paso por el país a base de acostarme con desconocidos. —Lo miró fugazmente, pero él no podía leer la expresión de su rostro en la penumbra—. Aunque no es como si la gente le hiciera algo a una. Parece muy desconectado de todo, como caminar por el espacio. Cuando una llega a una gran ciudad y piensa en toda la gente que hay en ella, le dan a una ganas de llorar. No sé por qué, pero siento esas ganas. Tal vez me recoja alguien y me vea obligada a escucharle respirar y hablar durante toda la noche.
—No me importa con quién se haya acostado —dijo él, al tiempo que se introducía en el tráfico.
Automáticamente giró hacia Grand Street, camino de su casa a través de la 784.
—Era vendedor —dijo ella—. Llevaba catorce años casado. No cesaba de repetirlo al tiempo que me jodía. «Catorce años, Sharon», decía una y otra vez. «Catorce años, catorce años.» Se corrió en unos catorce segundos.
Emitió una risita breve, renuente y triste.
—¿Es ése su nombre? ¿Sharon?
—No, supongo que era el nombre de su esposa. Él detuvo el coche y puso el freno de mano.
—¿Qué hace? —preguntó ella, instantáneamente desconfiada.
—No es gran cosa —contestó él—. Esto forma parte del regreso a casa. Salga si quiere. Le enseñaré algo.
Descendieron del coche y caminaron hacia la plataforma de observación, entonces desierta. Él rodeó el frío tubo de hierro con las manos desnudas y miró hacia abajo. Vio que habían extendido ya la primera capa de alquitrán. Durante los tres últimos días de trabajo habían echado gravilla. Nada de alquitrán. Las máquinas abandonadas —camiones, bulldozers y tractores— permanecían silenciosas, envueltas en las sombras del crepúsculo, como una exhibición de dinosaurios en un museo. Aquí tenemos al estegosaurus vegetariano, al triceráptos carnívoro, una terrible trituradora Diesel. Bon appétit.
—¿Qué le parece todo esto?
—¿Debe parecerme algo? —replicó la muchacha, tratando de evadir la cuestión.
—Sin duda alguna, algo pensará —insistió él.
—Son trabajos públicos —dijo ella encogiéndose de hombros—. Están construyendo una carretera en una ciudad que probablemente nunca vea otra vez. ¿Qué se supone que debo pensar de todo esto? Que es feo.
—Feo —repitió él, aliviado.
—Me he criado en Portland, Maine —dijo la joven—. Vivíamos en un gran edificio de apartamentos y un buen día edificaron un gran centro comercial al otro lado de la calle...
—¿Destruyeron algo para construirlo?
—¿Cómo?
—Pregunto si...
—Oh. No, sólo era un solar vacío con un gran campo detrás. Yo sólo tenía seis o siete años. Pensaba que se pasarían toda la vida excavando, extrayendo tierra y llevándosela de allí. Yo no hacía más que pensar... resulta extraño... pero no dejaba de pensar en la pobre y vieja tierra. Era como si le estuviesen poniendo una lavativa y nunca se hubiesen preguntado si la tierra la quería o si era algo malo para ella. Aquel año sufrí una especie de infección intestinal y me convertí en la experta en enemas de todo el bloque.
—Oh.
—Un domingo, cuando no trabajaban, nos acercamos y todo era muy parecido a esto; todo estaba muy tranquilo, como el cadáver de alguien que ha muerto en la cama. Habían puesto ya parte de los cimientos, y del cemento sobresalían aquellas cosas de metal color naranja.
—Varillas trenzadas.
—Como se llamen. Y había montones de tuberías y de alambres cubiertos de plástico, todo ello lleno de suciedad. Resulta extraño pensar así, pero el aspecto que yo le veía a todo aquello era el de basurero. Jugamos al escondite por el lugar, y mi madre acudió a buscarnos y nos dio la gran bronca a mi hermana y a mí. Dijo que los niños pequeños podían meterse en graves problemas jugando en un edificio en construcción. Mi hermana pequeña, que sólo tenía cuatro años de edad, se echó a llorar desconsolada. Resulta extraño recordar ahora todo aquello. ¿Podemos regresar ahora al coche? Estoy helada.
—Desde luego.
—Nunca creí —dijo ella— que de todo aquello sacaran más que un desbarajuste. Pero el centro comercial no tardó en ser inaugurado. Recuerdo cuando hicieron el aparcamiento. Pocos días después de acabarlo llegaron vanos hombres con un pequeño compresor y le pintaron las líneas amarillas. Más tarde se organizó una gran fiesta y algún tío imbécil cortó una cinta y todo el mundo empezó a utilizarlo y fue como si nunca lo hubieran construido. El nombre del supermercado era Mammoth Mart, y mi madre solía comprar allí. A veces, cuando Angie y yo íbamos con ella, pensaba en aquellas varillas color naranja que salían del cemento y que se introducían en los cimientos. Era como una especie de pensamiento secreto.
El asintió con un gesto. Sabía bastante sobre pensamientos secretos.
—¿Qué significa para ti? —preguntó ella.
—Todavía estoy tratando de averiguarlo —respondió él.
Él iba a hacer una cena precocinada, pero cuando ella miró en el frigorífico y vio la carne asada le dijo que la prepararía si a él no le importaba esperar.
—Desde luego. Yo no sabía cuánto tiempo necesita de cocción ni la temperatura a que debe hacerse.
—¿Echas de menos a tu esposa?
—Mucho.
—¿Porque no sabes cómo cocinar la carne asada? —preguntó ella, y él no respondió.
Hizo patatas al horno y descongeló el maíz cocido. Comieron en el rincón donde él solía tomar el desayuno, y ella se comió cuatro gruesas rodajas de asado, dos patatas y dos mazorcas de maíz.
—No comía así desde hacía un año —dijo ella, encendiendo un cigarrillo y contemplando su plato vacío—. Tal vez haya sido demasiado para mi estómago.
—¿Qué has estado comiendo últimamente?
—Galletas para perros.
—¿Qué?
—Galletas para perros.
—Me había parecido que habías dicho eso.
—Son baratas —dijo ella—. Y llenan. Son muy nutritivas y tienen vitaminas. Así lo dice en las cajas.
—Y unas narices, son nutritivas. Seguro que estás adelgazando, muchacha. Tienes demasiados años para comer eso. Ven conmigo.
La precedió hasta el comedor y abrió el aparador de Mary. Sacó una bandeja de plata y de ella cogió un grueso fajo de billetes. Los ojos de la chica se abrieron desmesuradamente.
—¿Cómo has conseguido toda esta pasta?
—Cobré mi póliza de seguros. Toma, aquí tienes doscientos pavos. Empléalos para alimentarte. Pero ella no tocó el dinero.
—Estás loco —dijo—. ¿Qué imaginas que voy a hacerte por doscientos dólares?
—Nada.
Ella se echó a reír.
—Como quieras. —Él dejó el dinero sobre el aparador y volvió a meter la bandeja en el aparador—. Si no te lo llevas mañana por la mañana lo tiraré al retrete. —Pero, en el fondo, no se creía capaz de hacerlo.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Sabes? Creo que lo tirarías. Él no respondió.
—Por la mañana veremos —dijo ella.
—Por la mañana —repitió él.
Estaba viendo el programa Decir la verdad. Dos de las concursantes aseguraban que eran las campeonas mundiales de monta y doma de potros salvajes, y una de ellas mentía. El jurado, en el que estaban Soupy Sales, Bill Cullen, Arlene Dahl y Kitty Carlisle, tenía que adivinar quién decía la verdad. Garry Moore, el presentador del concurso de televisión que sólo tenía trescientos años de antigüedad, sonreía y bromeaba, y hacía sonar una campana una vez transcurrido el tiempo de cada miembro del jurado.
La muchacha miraba por la ventana.
—Eh —dijo—, ¿quién vive en esta calle? Todas las casas están a oscuras.
—Los Dankman y yo —contestó él—. Pero los Dankman se marchan el quince de enero.
—¿Por qué?
—Por la carretera —respondió—. ¿Quieres beber algo?
—¿Qué quieres decir con eso de «por la carretera»?
—Pasará por aquí. Esta casa estará aproximadamente en medio del carril central, por lo que he podido calcular.
—¿Por esa razón me enseñaste las obras?
—Supongo que sí. Antes trabajaba en una gran lavandería que hay a unos tres kilómetros de aquí. La Cinta Azul. La carretera también pasará por allí.
—¿Y por eso has perdido tu trabajo? ¿Porque la lavandería ha cerrado?
—No es exactamente por eso. Se suponía que debía firmar una opción de compra de un nuevo lugar en un suburbio llamado Waterford, y no lo hice.
—¿Por qué?
—No pude soportarlo —contestó simplemente—. ¿Quieres beber algo?
—No tienes por qué emborracharme —dijo ella.
—Santo cielo —dijo él, poniendo los ojos en blanco—. Tu mente corre en una sola dirección, ¿no es así? Hubo un momento de incómodo silencio.
—El destornillador es la única bebida que me gusta. ¿Tienes vodka y zumo de naranja?
—Sí.
—Y nada de hierba, supongo.
—No, nunca la he utilizado.
Él fue a la cocina y le preparó un destornillador. Se sirvió un Comfort con Seven-Up y volvió con las bebidas a la salita. Ella estaba jugando con el mando a distancia de la televisión, cambiando de un canal a otro, viendo los programas de las siete y media: Diciendo la verdad, cambio, ¿ Cuál es mi línea?. Sueño con Jeannie, La isla de Gilligan, cambio. Amo a Lucy, cambio, cambio, la hija de Julia haciendo con aguacates algo que pa-recía papilla para perro, El precio justo, cambio, y de vuelta a Garry Moore, que desafiaba al jurado a descubrir quién de los tres concursantes era el verdadero autor de un libro en que se narraba qué significaba estar perdido durante un mes en los bosques de Saskatchewan.
Le entregó su bebida.
«¿Come usted escarabajos, número dos?», preguntó Kitty Carlisle.
—¿Qué demonios le pasa a esa gente? —preguntó la chica—. ¿No ponen Star Trek?
—Lo emiten por el canal ocho a las cuatro de la tarde —dijo él.
—¿Y tú lo ves?
—A veces. Mi esposa siempre ve el programa de Merv Griffin.
«No he visto ningún escarabajo —contestó el número dos—. Pero si hubiese visto alguno me lo habría comido.»
El público asistente se echó a reír.
—¿Por qué se marchó tu esposa? No estás obligado a decírmelo si no quieres —dijo ella, mirándole con cautela, como si el precio de su confesión pudiera ser demasiado fastidioso.
—Por la misma razón por la que fui despedido de mi trabajo —contestó, sentándose.
—¿Porque no compraste la fábrica?
—No. Porque no compré una casa nueva. «Yo voto por el número dos —dijo Soupy Sales—, porque me parece que se habría comido un escarabajo si lo hubiese visto.»
El público volvió a reír.
—No... Terrible. Sí, terrible. —Lo miró por encima del vaso, sin parpadear. La expresión de sus ojos parecía ser una mezcla de respeto, admiración y terror—. ¿Adonde piensas ir?
—No lo sé.
—Y ahora, ¿no trabajas?
—No.
—¿Qué haces durante el día?
—Conduzco por la autopista.
—¿Y ves la televisión por la noche?
—Y bebo. A veces me preparo palomitas de maíz. Más tarde las haré.
—Yo no como palomitas de maíz.
—Entonces me las comeré yo.
Ella apretó el botón del mando a distancia (para desconectar el televisor él denominaba «módulo» al artilugio porque le animaba pensar que un módulo era algo que servía para apagar y encender), y la imagen de la pantalla se contrajo en un punto brillante en el centro, hasta que desapareció.
—Veamos si logro comprender esto —dijo ella—. Has arrojado por la borda a tu esposa y tu puesto de trabajo...
—Aunque no necesariamente en ese orden.
—Da igual. Y lo has hecho a causa de esa carretera. ¿No es eso?
Él se quedó mirando la apagada pantalla del televisor, sintiéndose incómodo. Aunque raras veces observaba con atención lo que aparecía en ella, verla apagada hacía que se sintiera incómodo.
—No sé si es así o no —contestó—. Uno no siempre comprende algo simplemente porque lo ha hecho.
—¿Se trataba de una protesta?
—No lo sé. Si tú protestas contra algo es porque piensas que alguna otra cosa lo mejoraría. Toda la gente que protestó contra la guerra pensaba que la paz sería mejor. Las personas protestan contra las leyes antidroga porque creen que otras leyes respecto a la droga serían más justas o más divertidas o menos nocivas o... No lo sé. ¿Por qué no pones la televisión?
—Dentro de un momento. —El observó de nuevo la intensa mirada de aquellos ojos verdes de gato—. ¿Es porque odias la carretera? ¿O la sociedad tecnológica que representa? ¿O el efecto deshumanizador de...?
—No —la interrumpió. Resultaba muy difícil ser honesto, y se preguntó por qué se molestaba en serlo cuando una simple mentira pondría fin a aquella discusión con mucha mayor rapidez y limpieza. Ella era como el resto de los jóvenes, como Vinnie, como la gente que pensaba que la educación representaba la verdad; lo que ella deseaba era propaganda, incluidos los gráficos, y no una respuesta sincera—. Les he visto construir carreteras y edificios durante toda mi vida. Nunca me importó, excepto por el hecho de que me sentaba como una patada en el culo tener que dar un rodeo o verme obligado a cruzar la calle porque la acera había quedado patas arriba debido a que la empresa constructora la había utilizado para dejar los cascotes.
—Pero cuando tu hogar se vio afectado... tu propio hogar y tu trabajo, dijiste no.
—No lo dije enseguida.
Sin embargo, no sabía muy bien a qué había dicho no. ¿O había dicho sí? ¿Había dicho sí a un impulso destructivo que había formado parte de sí mismo desde hacía mucho tiempo, como un mecanismo autodestructor parecido al tumor de Charlie? Deseó que Freddy andu-viera rondando por allí. Freddy le contaría cuanto ella quisiera saber. Pero Fred se había enfriado últimamente.
—Eres un loco o una persona bastante notable —dijo ella.
—La gente sólo es notable en los libros —replicó él—. Sigamos viendo la televisión.
Ella la encendió. Y él le permitió elegir el programa.
—¿Qué bebes?
Eran las nueve y cuarto. Él se encontraba un poco mareado, pero no tan borracho como habría estado de haberse hallado solo. Había ido a la cocina para hacer palomitas de maíz. Le gustaba ver saltar los granos de maíz en la cazuela de cristal caliente, aumentando de tamaño más y más, como nieve que saltara del suelo en lugar de caer del cielo.
—Southern Comfort y Seven-Up —contestó.
—¿Qué?
Él sonrió, sintiéndose turbado.
—¿Puedo probar uno? —Le mostró su vaso vacío y sonrió. Fue la primera expresión completamente inconsciente mostrada por ella desde que la recogiera—. Me has preparado un destornillador horrible.
—Lo sé. Comfort con Seven-Up es mi bebida privada. En público elijo el whisky escocés. Pero no me gusta.
Las palomitas de maíz ya estaban hechas, y vació la cazuela en un gran cuenco de plástico.
—¿Puedo probar uno?
—Desde luego.
Le preparó un Comfort con Seven-Up y a continuación echó mantequilla derretida sobre las palomitas de maíz.
—Eso pondrá mucho colesterol en tu corriente sanguínea —dijo ella, apoyándose contra el marco de la puerta, entre la cocina y el comedor. Tomó un sorbo de su bebida y añadió—: Oye, me gusta esto.
—Estaba seguro. Mantenlo en secreto y siempre conservarás esa ventaja.
Él echó sal a las palomitas de maíz.
—Ese colesterol te atascará el corazón —comentó ella—. Los conductos para el paso de la sangre se hacen más y más pequeños y un buen día... ¡graaaag! —Se golpeó dramáticamente en el pecho, y parte de su bebida le cayó sobre el suéter.
—Yo metabolizo cualquier cosa —aseguró él, y salió al comedor.
Al hacerlo, le rozó los senos (protegidos con sostén, a juzgar por la sensación). Sintió algo que no había sentido con Mary desde hacía muchos años. Quizá no fuera aquélla una buena forma de pensar. Ella se comió la mayor parte de las palomitas de maíz.
Ella empezó a bostezar durante el telediario de las once, que trató principalmente la crisis energética y las cintas de la Casa Blanca.
—Sube por esa escalera —dijo él— y vete a la cama. Ella lo miró.
—Nos entenderemos mejor si dejas de mirarme como si yo fuese alguien que trata de engañarte cada vez que surge la palabra «cama». El principal propósito de la Gran Cama estadounidense es el de dormir, no el de mantener relaciones sexuales.
Aquel comentario la hizo sonreír.
—¿Ni siquiera deseas abrirme la cama?
—Ya eres mayorcita.
Ella lo miró con expresión serena.
—Puedes subir conmigo si quieres —dijo—. Lo decidí hace una hora.
—No... aunque no tienes ni idea de lo atractiva que me resulta esa invitación. Me he acostado con tres mujeres en toda mi vida, y con las dos primeras sucedió hace tanto tiempo, que apenas me acuerdo de ellas. Eso ocurrió antes de casarme.
—¿Estás de broma?
—En absoluto.
—Escucha, no sería sólo porque me has recogido en la autopista, o porque me permites dormir en tu casa o algo de todo eso. Tampoco por el dinero que me has ofrecido.
—Te agradezco que me lo digas. —Él se puso de pie—. Y ahora, será mejor que subas.
Pero ella no hizo caso de su invitación.
—Deberías saber la causa de tu negativa.
—¿De veras?
—Sí. Si haces cosas y no puedes explicar el porqué... como tú mismo me has dicho antes... Bien, eso quizá esté bien porque las cosas ya están hechas. Pero si decides no hacerlas, deberías saber la razón.
—Está bien —asintió él. Hizo un gesto hacia el comedor, donde el dinero seguía sobre el aparador—. Se trata de eso. Eres demasiado joven para venderte por dinero.
—No lo aceptaré —se apresuró a decir ella.
—Sé que no lo harás. Y por eso no me acuesto contigo. Quiero que lo aceptes.
—¿Porque no todo el mundo es tan amable como tú?
—Así es —admitió, mirándola con desafío. Ella sacudió la cabeza, con una mirada de exasperación, y se levantó.
—Está bien. Pero eres un burgués, ¿lo sabías?
—Sí.
Ella se acercó y lo besó en la boca. Fue excitante. Percibió el olor de la joven, y le agradó. Y casi de inmediato experimentó una erección.
—Vete —dijo él.
—Si lo reconsideras durante la noche...
—No lo haré. —La observó mientras subía por la escalera, con los pies desnudos—. ¿Oye? —Ella se volvió, las cejas enarcadas en un gesto interrogativo—. ¿Cómo te llamas?
—Olivia, si te sirve de algo. Es estúpido, ¿verdad? Como Olivia De Havilland.
—No, está bien. Me gusta. Buenas noches, Olivia.
—Buenas noches.
Ella subió al dormitorio. Él la oyó encender la luz, como siempre había oído a Mary cuando se acostaba antes. Si prestaba atención, percibiría el enloquecedor sonido del roce de su suéter contra la piel, cuando se lo quitara por la cabeza, o el de la cremallera que le sujetaba los pantalones a la cintura...
Encendió el televisor, utilizando el mando a distancia.
Su pene seguía incómodamente erecto. Abultaba contra la entrepierna de sus pantalones, algo que Mary solía llamar la roca de las eras y, otras veces, la serpiente que se transforma en piedra, aunque sólo había utilizado esas expresiones en sus primeros tiempos de casados, cuando la cama no era más que el campo de otro juego deportivo. Se estiró los pliegues de la ropa interior y al observar que su tamaño no disminuía, se levantó. Al cabo de un rato la erección remitió y volvió a sentarse.
Cuando terminaron las noticias emitieron una película, Cerebro del planeta Arous. Se quedó dormido frente al televisor, sujetando aún con firmeza el mando a distancia. Pocos minutos más tarde hubo un movimiento por debajo de sus calzoncillos y la erección apa-reció de nuevo, a hurtadillas, como el asesino que vuelve a la escena de un antiguo crimen.
7 de diciembre de 1973
Pero fue a visitarla durante la noche.
Soñó con la perra del señor Piazzi, y en esa ocasión supo que era Charlie el muchacho que se aproximaba al animal antes que éste saltara sobre él. Eso hizo que la pesadilla fuera mucho peor y cuando la perra del señor Piazzi saltó, él se retorció en su sueño como un hombre que se abre paso con las uñas, intentado salir de una tumba hueca y arenosa.
Manoteó el aire, ni despierto ni dormido, y perdió su sentido del equilibrio sobre el sofá, donde había terminado enroscándose. Por un momento osciló miserablemente al borde de la pérdida del equilibrio, sintiéndose desorientado, aterrorizado por la muerte de su hijo, que moría una y otra vez en sus sueños.
Cayó al suelo, golpeándose la cabeza y haciéndose daño en un hombro, y se despertó lo suficiente para darse cuenta de que se hallaba en su propia sala de estar y que la pesadilla había pasado. La realidad era miserable, pero no activamente terrorífica.
¿Qué estaba haciendo? En su mente apareció una especie de realidad organizada de lo que había hecho con su vida, y la panorámica le pareció horrible. La había desgarrado justo por la mitad, como si fuese un pedazo de tela barata. Nada estaba en su sitio, y eso le dolía. En el fondo de su garganta percibió el gusto rancio del Southern Comfort, y eructó, subiéndole hasta la boca una materia de sabor ácido que volvió a tragarse.
Empezó a temblar y se agarró las rodillas con las manos, en un inútil intento de evitarlo. Por la noche, todo resultaba extraño. ¿Qué hacía allí, sentado en el suelo de su sala de estar, agarrándose las rodillas y temblando como un viejo borracho abandonado en la calle? ¿O acaso se parecía más a un catatónico, a un jodido psicópata? ¿Era eso? ¿Un psicópata? ¿No era nada divertido ni despreciativo como un tipo duro, o un escarabajo pelotero, sino un verdadero psicópata? Aquel pensamiento le produjo una nueva sensación de terror. ¿Había acudido a los bajos fondos en busca de explosivos? ¿Ocultaba realmente dos armas de fuego en el garaje, una de ellas lo bastante grande como para matar a un elefante? Un ligero gemido surgió de su garganta y se levantó a tientas, con los huesos crujiéndole como si fuese un viejo.
Subió por la escalera, negándose a pensar en nada, y entró en el dormitorio.
—¿Olivia? —susurró. Aquello era ridículo, como en una vieja película de Rodolfo Valentino—. ¿Estás despierta?
—Sí —contestó ella. No parecía que hubiese dormido—. El reloj me ha mantenido despierta. Ese reloj digital. No hace más que producir un clic. Lo he desenchufado.
—Está bien —dijo él, y aquello también le sonó a ridículo—. He tenido una pesadilla.
Escuchó el sonido de las sábanas al ser retiradas.
—Vamos. Ven conmigo.
—Yo...
—¿Quieres callarte?
Se acostó a su lado. Ella estaba desnuda. Hicieron el amor. Después se quedaron dormidos.
Por la mañana, la temperatura era de doce grados bajo cero. Ella le preguntó si recibía el periódico.
—Solíamos recibirlo —contestó—. Kenny Upslinger nos lo traía. Pero su familia se trasladó a Iowa.
Ella puso la radio. Un hombre estaba dando el pronóstico del tiempo. Claro y frío.
—¿Quieres un huevo frito? —preguntó él.
—Dos, si es posible.
—Por supuesto. En cuanto a lo de anoche...
—Lo de anoche no importa. Tuve un orgasmo, lo que es muy raro en mí. Lo disfruté mucho.
Él sintió un orgullo furtivo, quizá lo que ella deseaba que experimentara. Frió los huevos. Dos para cada uno. Preparó tostadas y el café. Ella tomó tres tazas, con crema y azúcar.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó la joven cuando hubieron terminado.
—Llevarte hasta la autopista —se apresuró a contestar él.
—No me refiero a eso —repuso ella con un gesto de impaciencia—. Hablo de tu vida.
—Eso suena a algo muy serio —comentó él con una mueca.
—No para mí —dijo ella—, sino para ti.
—Aún no lo he pensado. Creo que antes... —acentuó ligeramente la palabra «antes» para indicar toda su vida y todas las partes de ésta que había tirado por la ventana—, antes que cayera el hacha, debí de sentirme igual que condenado en el pasillo de la muerte. Nada me parecía real. Tenía la impresión de estar viviendo en un sueño de cristal que no se detendría. Ahora, en cambio, todo me parece real. Lo de anoche, por ejemplo... fue muy real.
—Me alegro de ello —dijo ella, y, en efecto, parecía contenta—. Pero ¿qué harás ahora?
—No lo sé.
—Creo que eso es triste.
—¿Lo es de veras?
Y no fue una pregunta retórica.
Estaban de nuevo en el coche, avanzando por la carretera 7 en dirección a Landy. El tráfico cerca de la ciudad era muy lento. La gente iba camino del trabajo. Cuando pasaron ante la construcción de la ampliación de la 784, los obreros habían comenzado ya; con sus cascos de protección de color amarillo chillón y botas de goma verdes, subían a las máquinas, con el vaho de la respiración surgiendo de sus bocas. El motor de uno de los tractores municipales color naranja gruñó sin terminar de arrancar, produjo una tremenda explosión, volvió a girar suelto, y por fin arrancó con un rugido agitado y ronco. El conductor lo mantuvo firme en sus explosiones irregulares, que parecían el sonido de una batalla.
—Desde aquí parecen unos niños que juegan con sus camiones en un montón de arena —comentó ella.
Fuera de la ciudad, el tráfico disminuyó. Ella había cogido los doscientos dólares, sin turbación ni renuencia... pero tampoco con una avidez especial. Hizo un corte en el forro de la cazadora y metió los billetes; después, lo cosió utilizando hilo azul de la caja de costura de Mary. Había rechazado su oferta de llevarla hasta la estación de autobuses, argumentando que el dinero le duraría más tiempo si continuaba haciendo autostop.
—Así pues, ¿qué hace una chica tan guapa como tú en un coche como éste? —preguntó él.
—¿Eh?
Lo miró, abandonando sus propios pensamientos.
—¿Por qué tú? —preguntó él sonriendo—. ¿Por qué Las Vegas? Tú vives en la marginación, igual que yo. Cuéntame algo de ti.
—No hay mucho que contar —contestó, encogiéndose de hombros—. Iba a la universidad de New Hampshire, en Durham. Eso está cerca de Portland. Vivía con un chico fuera del campus universitario. Y nos metimos en un grave asunto de drogas.
—¿Quieres decir algo así como heroína?
—No —contestó ella riendo—. Nunca he conocido a nadie enredado con la heroína. Nosotros, los guapos drogadictos de la clase media, nos dedicamos a los alucinógenos. Ácido lisérgico. Mescalina. Peyote un par de veces, STP otro par de veces. Alucinógenos. Hice dieciséis o dieciocho viajes entre septiembre y noviembre.
—¿Cómo fue? —preguntó él.
—¿Quieres decir si tuve «malos viajes»?
—No, no me refería a eso —contestó él.
—Hubo viajes malos, pero todos tienen algo bueno. Y algunos viajes buenos tienen su parte mala. En una ocasión decidí que tenía leucemia. Eso me asustó mucho. Pero en la mayor parte de las ocasiones se trataba de cosas extrañas. Nunca vi a Dios. Nunca quise suicidarme. Y nunca intenté matar a nadie. —Se interrumpió por un momento y luego prosiguió—: Se ha escrito mucho sobre la mierda que hay en esos alucinógenos. Los honrados, gente como Art Linkletter, aseguran que matan. Los monstruosos afirman que abren las puertas que uno necesita abrir. Es como encontrar un túnel en el propio interior, como si el alma de uno fuese una especie de tesoro en una novela de H. Rider Haggard. ¿Has leído algo suyo?
—He leído Ella cuando era un muchacho. La escribió él, ¿verdad?
—Sí. ¿Crees que tu alma es como una esmeralda en el centro de la frente de un ídolo?
—Nunca lo había pensado.
—Yo no lo creo —dijo ella—. Te contaré lo mejor y lo peor que me ocurrió al tomar aquellas sustancias. Lo mejor fue quedarme una vez contemplando el empapelado de mi apartamento, plagado de pequeños puntos redondos que se convirtieron en nieve para mí. Yo me hallaba sentada en la sala de estar, contemplando una tormenta de nieve en la pared. Y permanecí así durante una hora. Al cabo de un rato vi una muchacha que caminaba penosamente por la nieve. Llevaba un pañuelo en la cabeza, de una tela muy basta, como harpillera, y se lo sostenía así. —Se puso un puño debajo de la barbilla—. Decidí que iba camino de su casa y, ¡bang!, vi allí una calle entera, completamente cubierta de nieve. La muchacha anduvo calle arriba, se metió por un caminito y entró en una casa. Eso fue lo mejor. Me encontraba sentada en el apartamento viendo una película imaginaria. Aunque Jeff la llamó visión mental.
—¿Se llamaba así el chico con quien vivías?
—Sí. El peor viaje lo tuve una vez que decidí vaciar las tuberías del fregadero de la cocina. Durante un viaje se tienen ideas muy extrañas, aunque en ese momento se piensa que son muy normales. A mí me pareció que tenía que vaciar aquellas tuberías. Entonces cogí un desatascador y lo hice... y del desagüe salió toda aquella mierda. Aún no sé cuánto había de mierda real y de mierda mental. Posos de café. Un trozo viejo de una camisa. Grandes grumos de grasa congelada. Una materia roja que tenía aspecto de ser sangre. Y, por último, una mano. La mano de alguien.
—¿Una qué?
—Una mano. Llamé a Jeff y grité: «Eh, alguien ha tirado a alguien por el desagüe.» Pero él se había marchado a alguna parte y yo estaba sola. Traté de sacar más porquería y encontré el antebrazo. La mano se hallaba sobre la porcelana, toda moteada con posos de café, y allí estaba el antebrazo, surgiendo del desagüe. Volví a la sala de estar un momento para ver si Jeff había vuelto ya, y cuando regresé a la cocina, el brazo y la mano habían desaparecido. Eso me preocupó. A veces, aún sueño con ello.
—Eso es una locura —dijo él, aminorando la velocidad al cruzar por un puente en construcción.
—Los alucinógenos te enloquecen —afirmó ella—. A veces es bueno, pero en la mayor parte de las ocasiones, no. En cualquier caso, estábamos metidos hasta el fondo en ese asunto de drogas. ¿Has visto alguna vez uno de esos dibujos del átomo, con los protones, neutrones y electrones yendo de un lado a otro?
—Sí.
—Bien, pues era como si nuestro apartamento fuese el núcleo y la gente que entraba y salía fueran los protones y los electrones. Había mucha gente entrando y saliendo, toda ella desconectada del mundo, como en Manhattan Transfer.
—No he leído esa novela.
—Pues deberías hacerlo. Jeff siempre decía que Dos Passos era el verdadero periodista original. Es un libro monstruoso. En cualquier caso, algunas noches estábamos sentados por allí, viendo la televisión con el sonido apagado y un disco en el estéreo, todo el mundo aturdido, con gente bailando en el dormitorio, y yo ni siquiera conocía a aquellas jodidas personas. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Él respondió que lo comprendía al pensar en algunas fiestas a las que había asistido, y donde se había emborrachado, sintiéndose tan confuso como Alicia en el país de las maravillas.
—Una noche hubo un programa especial de Bob Hope. Todos nos habíamos sentado alrededor del televisor, aturdidos y riendo como locos ante aquellos viejos con expresiones estereotipadas, y todas aquellas bromas bienintencionadas sobre los locos del poder en Washington. Estábamos allí sentados como todos los papás y las mamás en sus casas, y yo pensé: «Bueno, por eso hemos tenido que pasar por Vietnam, para que Bob Hope pueda cerrar el abismo generacional.» Sólo es cuestión de cómo se estimula uno.
—Pero tú eras demasiado pura para...
—¿Pura? No, no se trataba de eso. Empecé a pensar acerca de los últimos quince años, más o menos, como una especie de grotesco juego del Monopoly. A Francis Gary Powers lo derriban en su avión U-2. Pierdes turno para jugar. Los negros dispersados con mangueras en Selma. Vas directamente a la cárcel. Manifestantes en favor de la libertad tiroteados en Misisipí, marchas, protestas, Lester Madox con su hacha, Kennedy asesinado en Dallas, Vietnam, más manifestaciones, huelgas de estudiantes, la liberación de la mujer, ¿y todo eso para qué? ¿Para que unos cabezas huecas se sienten como atontados en un apartamento destartalado a ver a Bob Hope en la televisión? A la mierda con todo eso. Y decidí largarme.
—¿Qué me dices de Jeff?
—Tiene una beca —contestó ella, con un encogimiento de hombros—. Lo está haciendo bien. Dice que va a dejarlo el verano que viene, pero yo no iré a buscarlo.
Había en su rostro una desilusionada expresión muy peculiar que probablemente a duras penas era soportable en su interior.
—¿Lo echas de menos?
—Cada noche.
—¿Por qué Las Vegas? ¿Conoces a alguien allí?
—No.
—Parece un lugar muy extraño para una idealista.
—¿Piensas eso de mí? —Se echó a reír y encendió un cigarrillo—. Quizá. Pero creo que ningún ideal necesita un escenario particular. Quiero ver esa ciudad. Es tan diferente al resto del país que debe de ser buena. Pero no voy a jugar. Mi intención es conseguir un trabajo.
—¿Y después qué?
Expelió el humo y se encogió de hombros. Pasaron ante un cartel informativo: LANDY 8 KILÓMETROS.
—Trataré de recomponer mi vida —contestó ella—. He decidido no meterme más droga en la cabeza durante mucho tiempo, y voy a dejar esto. —Hizo un gesto con el cigarrillo en el aire, dibujando un círculo accidental, como si en ello hubiese una verdad diferente—. Dejaré de aparentar que mi vida aún no ha empezado. Hace tiempo que se inició. Y ya he empleado el veinte por ciento de ella. Me he tomado la crema.
—Mira. Ahí está la entrada a la autopista. Dirigió el coche hacia el arcén.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó ella—. ¿Qué piensas hacer?
—Ver qué pasa —contestó él—. Mantendré mis opciones abiertas.
—No estás en las mejores condiciones para hacer eso, si no te importa que lo diga.
—No, no me importa.
—Mira, toma esto. —Sostenía un cuadradito de aluminio entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha.
Él lo cogió y lo miró. El aluminio captó la brillante luz del sol matinal y la reflejó en sus ojos.
—¿Qué es?
—Mescalina sintética, producto cuatro. Es la sustancia más fuerte y limpia que se haya producido jamás. —Vaciló un instante y añadió—: Quizá deberías tirarla al retrete cuando regreses a casa. Puede joderte y enloquecerte más de lo que estás. Pero también ayudarte. Eso he oído al menos.
—¿Lo has comprobado alguna vez?
—No —contestó ella con una sonrisa amarga.
—¿Quieres hacerme un favor, si puedes?
—Si puedo...
—Llámame por teléfono el día de Navidad.
—¿Por qué?
—Eres como un libro que no he terminado de leer. Quiero saber lo poco que surja hasta entonces. Llámame a cobro revertido. Te anotaré el número.
Estaba sacando un bolígrafo del bolsillo cuando ella dijo:
—No.
—¿No? —Él la miró, extrañado y dolido.
—Si lo necesito, buscaré el número en la guía. Pero quizá sea mejor que no lo haga.
—¿Por qué?
—No lo sé. Me gustas, pero es como si alguien te hiciera daño. No puedo explicarlo. Tengo la impresión de que vas a hacer una verdadera locura.
—Crees que soy una mierda —se oyó decir a sí mismo—. Bueno, pues que te jodan. —Ella se apeó del coche rígidamente y él se inclinó hacia la portezuela—. Olivia...
—Quizá no me llame así.
—Quizá. Telefonéame, por favor.
—Ten cuidado con eso —dijo ella, señalando el pequeño paquete de aluminio—. Tú también pareces estar alucinado.
—Adiós. Ten cuidado.
—Cuidado... ¿qué es eso? —Volvió a surgir la sonrisa amarga—. Adiós. Gracias por todo, señor Dawes. Eres muy bueno en la cama, ¿te importa que te lo diga? Lo eres. Adiós.
Cerró la portezuela de golpe, cruzó la carretera 7 y se dirigió al principio de la rampa de entrada a la autopista. La observó mientras caminaba, mostrando el pulgar a un par de automovilistas. Ninguno se detuvo. Después, él hizo un giro con el coche y tocó el claxon una vez. Por el espejo retrovisor vio un pequeño facsímil de la joven, saludándole con la mano.
Es una tonta guasona, pensó, llena de numerosos conceptos extraños sobre el mundo. Sin embargo, cuando tendió la mano para poner la radio, los dedos le temblaban.
Regresó a la ciudad, entró en la autopista y condujo más de trescientos kilómetros a ciento diez por hora. En un momento determinado casi lanzó por la ventanilla el paquetito de aluminio. En otra ocasión se sintió tentado de tomarse la pastilla. Finalmente, se lo guardó en el bolsillo del abrigo.
Cuando llegó a casa se sintió agotado, vacío de toda emoción. La extensión de la 784 había progresado durante el día; la lavandería estaría lista para la enorme bola de demoler en el término de un par de semanas. Ya se habían llevado todo el equipo pesado. Tom Granger se lo había contado durante una extraña y artificial conversación telefónica mantenida tres noches antes. Cuando aplanaran el terreno, él se pasaría el día observándolo. Incluso se llevaría almuerzo frío en una bolsa. Encontró una carta para Mary de su hermano de Jacksonville. No se había enterado de su separación. La dejó a un lado, con aire ausente, uniéndola a otras cartas dirigidas a Mary que él olvidaba enviarle.
Metió una cena precocinada en el horno y dudó si servirse una copa. Pero decidió no hacerlo. Quería pensar en su encuentro sexual de la noche anterior con la joven, saborearlo, explorar sus matices. Si tomaba unas cuantas copas sería como una mala película pornográfica, antinatural, de un color desvaído. Y no quería pensar en ella de esa forma.
Pero no lo consiguió, no como él deseaba. No pudo recordar la precisa sensación de sus senos o el gusto secreto de sus pezones. Sabía que aquella relación sexual había sido mucho más agradable con ella que con Mary. Olivia se había acoplado fácilmente a él, y en el mo-mento que su pene salió de la vagina, produjo un sonido audible, como si hubiese descorchado una botella de champán. Pero, en realidad, hubiera sido incapaz de explicar aquel placer. En lugar de recordarlo, quería masturbarse. Ese deseo le disgustó. Es más, aquel disgusto lo disgustó aún más. Ella no era una santa, pensó sentándose para cenar. Sólo era una especie de vagabunda camino de Las Vegas. Se encontró deseando ser capaz de contemplar toda la escena con el ojo ictérico de Magliore, y ese deseo fue lo que más le disgustó.
Aquella misma noche se emborrachó a pesar de sus buenas intenciones, y hacia las diez surgió de nuevo la enloquecedora y familiar necesidad de llamar por teléfono a Mary. En lugar de hacerlo así, se masturbó frente al televisor, y alcanzó el orgasmo en el momento que un anuncio mostraba incontrovertiblemente que la Anacina aliviaba el dolor mejor que cualquier otra marca.
8 de diciembre de 1973
El sábado no salió. Deambuló inútilmente por toda la casa, dejando para más tarde lo que tenía que hacerse. Finalmente llamó a casa de sus suegros. Lester y Jean Calloway, los padres de Mary, tenían cerca de setenta años. Todas las llamadas anteriores habían sido contestadas por Jean (a quien Charlie siempre llamaba «mamá Jean»), helándosele la voz a su suegra al darse cuenta de quién estaba al otro extremo de la línea. Para ella, y sin duda también para Lester, él se había convertido en una especie de animal que había enloquecido y había mordido a su hija. Y el animal seguía llamando por teléfono, evidentemente borracho, lloriqueando para que ella regresara a su lado, y así morderla de nuevo.
En esa ocasión la propia Mary contestó.
—¿Dígame?
Se sintió aliviado y pudo hablar normalmente.
—Soy yo, Mary.
—Oh, Bart. ¿Cómo estás?
Le fue imposible descifrar su tono de voz.
—Bien.
—¿Disminuyendo mucho las reservas de Southern Comfort?
—Mary, no bebo.
—¿Es eso una victoria?
Su tono de voz fue frío en ese momento, y él experimentó un aguijonazo de pánico. Aunque casi todos sus juicios habían sido erróneos, ¿cómo era posible que alguien a quien había conocido tan bien y por tanto tiempo se alejara con esa facilidad?
—Supongo que lo es —admitió sin convicción.
—Al parecer, la lavandería ha tenido que cerrar.
—Sólo de un modo temporal.
Tenía la extraña sensación de que se encontraba en un ascensor, manteniendo una incómoda conversación con alguien que lo consideraba un pelmazo.
—No es eso lo que me dijo la esposa de Tom Granger.
Y allí estaba, por fin, la acusación. Aunque la acusación era mejor que nada.
—Tom no tendrá problemas en absoluto. Hace años que los de la competencia lo persiguen para contratarle. Me refiero a la gente de Brite-Kleen.
Creyó oír que suspiraba.
—¿Para qué has llamado, Bart?
—Creo que deberíamos vernos —dijo él con suma cautela—. Tenemos que hablar de todo lo ocurrido y encontrar una solución, Mary.
—¿Te refieres al divorcio?
Lo había dicho con bastante serenidad, pero él creyó percibir un matiz de pánico en su voz.
—¿Es eso lo que quieres?
—No sé lo que quiero. —Su serenidad se resquebrajó y su voz sonó enojada y asustada—. Pensaba que todo iba bien entre nosotros. Yo era feliz y creía que tú también. Ahora, de pronto, todo eso ha cambiado.
—Pensabas que todo iba bien entre nosotros —repitió él. De repente se sintió furioso con ella—. Debes de haber sido bastante estúpida para pensar eso. ¿Crees que he echado a rodar mi trabajo para divertirme, como un estudiante de instituto arroja una bombeta de mercromina en un retrete?
—Entonces, ¿por qué lo hiciste, Bart? ¿Qué ocurrió? Su cólera se derrumbó como un montículo de nieve al derretirse, y descubrió que había lágrimas debajo. Trató de contenerlas, sintiéndose traicionado. Se suponía que eso no ocurriría si estaba sobrio porque uno es capaz de mantener el jodido control sobre sí mismo. Pero allí estaba, deseando soltarlo todo y sollozar en un regazo como un niño con las rodillas y los codos magullados. Sin embargo, no le diría lo que andaba mal porque no lo sabía con exactitud, y el llorar sin saber por qué sonaba a cosa de manicomio.
—No lo sé —contestó al fin.
—¿Por Charlie?
—Si eso formaba parte de la situación —replicó él con indecisión—, ¿cómo fuiste tan ciega?
—Yo también le echo de menos, Bart. Aún. Cada día. Volvía a haber resentimiento. En tal caso, has hallado una forma muy extraña de demostrarlo.
—Esto no nos sirve —dijo él al cabo de un rato. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, pero había logrado que no se reflejaran en el tono de voz. Señores, creo que me las tragaré, pensó, y estuvo a punto de echarse a reír—. No podemos hablar por teléfono. He llamado para sugerirte que almorcemos juntos el lunes en Handy Andy's.
—Está bien. ¿A qué hora?
—Eso no importa. Puedo salir del trabajo cuando quiera.
La broma pareció caer al suelo y morir sangrientamente allí mismo.
—¿Te parece bien a la una? —preguntó ella.
—Desde luego. Llegaré antes para coger mesa.
—Resérvala. No vayas a presentarte allí a las once y empieces a beber.
—No lo haré —dijo él con tono humilde, sabiendo que era probable que lo hiciera.
Se hizo el silencio, como si no hubiese nada más que decir. Débilmente, casi perdidas en el zumbido de la línea abierta, otras voces fantasmales hablaban de otros asuntos fantasmales. Y entonces ella dijo algo que lo sorprendió por completo.
—Bart, necesitas ver a un psiquiatra.
—¿Que necesito qué?
—Un psiquiatra. Sé qué suena mal, dicho de esta forma tan cruda. Pero quiero que sepas que, con independencia de la decisión que tomemos, no regresaré contigo a menos que estés de acuerdo en eso.
—Adiós, Mary —dijo él lentamente—. Te veré el lunes.
—Bart, necesitas una ayuda que yo me veo incapaz de darte.
Despacio, insertando el cuchillo todo lo bien que pudo a través de tres kilómetros de hilo telefónico, dijo:
—De todos modos, eso ya lo sabía. Adiós, Mary.
Colgó antes de oír el resultado y se asombró al sentirse contento. Set, juego y partido. Lanzó un envase de plástico vacío a través de la habitación y se sintió disgustado por no haber tirado nada factible de romperse. Abrió el armario situado sobre el fregadero, sacó los dos primeros vasos que encontraron sus manos y los estrelló contra el suelo, haciéndolos añicos.
¡Eres un niño! ¡Un condenado niño!, se reprendió. ¿Por qué diablos no aguantas la jodida respiración hasta ponerte azul?
Golpeó con el puño derecho contra la pared para acallar la voz y lanzó un grito al sentir el dolor. Se sostuvo la mano herida con la izquierda y permaneció de pie en medio de la cocina, tembloroso. Cuando recuperó el control, con el recogedor y el cepillo barrió los cristales, sintiéndose asustado, malhumorado y deshecho.
9 de diciembre de 1973
Salió a la autopista, condujo doscientos kilómetros y regresó. No se atrevía a ir más lejos. Era el primer domingo sin gasolina y todas las estaciones de servicio de la autopista estaban cerradas. Y no quería caminar. ¿Lo ves?, se dijo. Así es como cogen a los pájaros de mierda como tú, Georgie.
¿Fred? ¿Eres realmente tú? ¿A qué debo el honor de esta visita, Freddy?
Vete al infierno, compañero.
De regreso a casa, escuchó en la radio el siguiente informe de servicio público:
«Usted está preocupado por la escasez de gasolina y quiere asegurarse que no les faltará este invierno, ni a usted ni a su familia. Así pues, se encamina a la gasolinera de su barrio con una docena de bidones vacíos. Pero si a usted le preocupa realmente su familia, será mejor que dé media vuelta y regrese a casa. Un almacenamiento indebido de gasolina resulta muy peligroso. También es ilegal, pero no se preocupe por eso. Considere lo siguiente: cuando los vapores de la gasolina se mezclan con el aire se vuelven explosivos. Y cuatro litros de gasolina tienen el mismo potencial explosivo que doce cartuchos de dinamita. Medite sobre ello antes de llenar esos bidones. Y después piense en su familia. Es que, verá usted... deseamos que viva.
»Éste ha sido un informe de servicio público de la WLDM. La orquesta de la emisora le recuerda que debe dejar el almacenamiento de gasolina en manos de las personas que están preparadas para hacerlo adecuadamente.»
Apagó la radio y redujo la velocidad a ochenta kilómetros por hora, situándose en el carril de la derecha.
—Doce cartuchos de dinamita —dijo en voz alta—. Vaya, eso sí que es interesante.
Si se hubiese mirado en el espejo retrovisor habría visto que estaba sonriendo.
10 de diciembre de 1973
Llegó a Handy Andy's poco después de las once y media y el maître le condujo a una mesa situada junto a las estilizadas alas de murciélago que conducían al salón. No era una buena mesa, pero sí una de las pocas que quedaron vacías a medida que el local se fue llenando para el almuerzo. Handy Andy's se especializaba en filetes, costillas y algo llamado «hamburguesa Andy», que tenía el aspecto de una ensalada del chef, introducida entre las dos mitades de un enorme panecillo con semilla de sésamo por encima, todo ello sostenido por un palillo de dientes. Como sucedía con todos los restaurantes importantes de una gran ciudad, situados a poca distancia del trabajo de los ejecutivos, el local pasaba por indefinibles altibajos en el negocio. Dos meses antes habría acudido al mediodía y hubiera elegido entre una serie de mesas... De hecho, tres meses atrás le había ocurrido exactamente así. Para él, aquello siempre había sido uno de los pequeños místenos de la vida, como los incidentes que sucedían en los libros de Charles Fort, o el instinto que hacía que las golondrinas regresaran siempre a Capistrano.
Al sentarse echó un rápido vistazo alrededor de él, temeroso de ver a Vinnie Mason o a Steve Ordner o algún otro ejecutivo de la lavandería. Pero el local estaba lleno de personas extrañas. A su izquierda, un joven intentaba convencer a su chica de que podían permitirse tres días en Sun Valley en el mes de febrero. El resto de las conversaciones del local no era más que un suave murmullo.
—¿Una copa, señor? —preguntó el camarero, junto a su codo.
—Whisky con hielo, por favor.
—Muy bien, señor.
Hizo que el primero le durara hasta el mediodía. A las doce y media ya se había tomado otros dos y a continuación, tercamente, pidió un doble. Estaba terminándolo cuando vio entrar a Mary. Se detuvo en la puerta, entre el vestíbulo y el comedor, buscándole con la mirada. Algunas cabezas se volvieron para mirarla y él pensó: Mary, deberías darme las gracias... Estás muy hermosa. Levantó la mano derecha y la saludó.
Ella le devolvió el saludo y se encaminó hacia la mesa. Llevaba un vestido de lana que le llegaba a las rodillas, de un gris suave con dibujos. Se había peinado la espesa melena que le llegaba hasta los hombros, de una forma que él no recordaba haberle visto (y que quizá ella llevaba precisamente por esa misma razón). Eso hacía que pareciera más joven, y tuvo una repentina visión fugaz y culpable de Olivia, moviéndose debajo de él en la cama que tantas veces había compartido con Mary.
—Hola, Bart —lo saludó.
—Hola. Estás muy guapa.
—Gracias.
—¿Quieres tomar una copa?
—No... Sólo quiero una hamburguesa Andy. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—Oh, no mucho.
Había menos gente en el comedor, y el camarero acudió enseguida.
—¿Desea encargar el almuerzo ahora, señor?
—Sí. Dos hamburguesas Andy. Leche para la señora. Y otro doble para mí.
Miró a Mary, pero su rostro no reflejaba nada. Eso no era bueno. Si ella hubiese dicho algo, él habría anulado el doble. Confiaba en no tener que ir al cuarto de baño, porque no estaba seguro de andar en línea recta. Eso sería una maravillosa golosina que ella regalaría a sus viejos. «Llévame de regreso a la vieja Virginia.» Casi se echó a reír.
—Bueno, no estás borracho, pero creo que te falta poco —dijo ella, desplegando la servilleta sobre el regazo.
—Eso sí que ha estado bien —replicó él—. ¿Lo habías ensayado?
—Bart, no nos peleemos.
—De acuerdo —admitió.
Ella jugueteó con su vaso de agua y él con su posavasos de cartón.
—¿Y bien? —preguntó ella de modo definitivo.
—¿Y bien, qué?
—Parecía que tenías algo que decir cuando me llamaste. Ahora que estás lleno del coraje que da el whisky, dime, ¿de qué se trata?
—Tu resfriado anda mejor —dijo a lo tonto, e hizo sin querer un agujero en el posavasos.
No podía decirle lo que pensaba: lo mucho que ella parecía haber cambiado, cómo se había transformado de pronto en una mujer sofisticada y peligrosa, como la secretaria de un crucero que aparece a la última hora del almuerzo con la intención de rechazar toda invitación que no provenga de un hombre vestido con un traje de cuatrocientos dólares. Y que pudiera demostrarlo a simple vista por la calidad de la tela.
—Bart, ¿qué vamos a hacer?
—Iré a un psiquiatra si así lo deseas —dijo él, bajando el tono de voz.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
—Concierta una cita esta misma tarde si quieres.
—No conozco a ninguno.
—Búscalo en las páginas amarillas.
—No me parece la forma más adecuada de elegir a un remiendacabezas.
Ella lo miró, y luego apartó la vista, sintiéndose incómoda.
—Estás enfadado conmigo, ¿verdad? —preguntó ella.
—Bueno, el caso es que no trabajo. Y pagar cincuenta dólares la hora me parece demasiado para alguien sin empleo.
—¿De qué crees que estoy viviendo yo? —preguntó ella en tono cortante—. De la caridad de mis padres. Y, como bien recordarás, ambos están jubilados.
—También recuerdo que tu padre posee suficientes acciones como para manteneros a los tres con desahogo hasta el siglo que viene.
—Bart, eso no es así —dijo ella, asombrada y dolida.
—Y una mierda que no. El invierno pasado fueron a Jamaica. El año anterior a Miami, y nada menos que al Fountainbleau, y el otro año a Honolulú. Nadie hace eso con sólo la jubilación de ingeniero. Así pues, no me vengas con ese rollo de la pobreza, Mary...
—Detente, Bart. La luz verde parpadea.
—Por no hablar del Cadillac Gran De Ville y de la furgoneta Bonneville. No está nada mal. ¿Cuál de los dos coches utilizan para ir a recoger los sellos de su cartilla de racionamiento?
—¡Detente! —dijo ella, después de emitir un siseo haciendo retroceder un poco los labios, mientras se agarraba con los dedos al borde de la mesa.
—Lo siento —susurró él.
—Ya viene la comida.
La temperatura entre ellos se enfrió un poco mientras el camarero les servía las hamburguesas Andy con patatas fritas, añadía platitos de judías verdes y cebollas y se retiraba. Comieron durante un rato, sin hablarse, concentrados ambos en que no les cayera nada en el regazo. Me pregunto cuántos matrimonios habrá salvado la hamburguesa Andy, se dijo él, gracias a este atributo providencial... Cuando se está comiendo una, hay que mantener la boca cerrada.»
Ella dejó la mitad, se limpió los labios con la servilleta y dijo:
—Son tan buenas como yo recordaba. Bart, ¿tienes alguna idea concreta sobre lo que hay que hacer?
—Pues claro que la tengo —respondió.
Pero no sabía cuál era su idea. Si le sirvieran otro whisky doble, quizá se le ocurriera.
—¿Quieres el divorcio?
—No —contestó él.
Y aquello pareció algo positivo.
—¿Quieres que vuelva?
—¿Lo deseas?
—No lo sé —contestó ella—. Te diré algo, Bart. Por primera vez en veinte años me preocupo por mí. Me las apaño por mi cuenta. —Empezó a llevarse a la boca un trozo de su hamburguesa, pero luego lo dejó en el plato—. ¿Sabías que estuve a punto de no casarme contigo? ¿Se te había ocurrido pensarlo alguna vez? La sorpresa que apareció en su rostro la satisfizo.
—Creo que no se te ocurrió. Yo me quedé embarazada, y, por supuesto, quería casarme contigo. Pero una parte de mí no lo deseaba. Algo en mi interior me decía que ése sería el mayor error de mi vida. Así pues, me consumí durante tres días en un fuego lento, vomitan-do por la mañana al levantarme, odiándote por ello, pensando en esto y en lo otro y en lo de más allá. Huir. Abortar. Tener el niño y entregarlo en adopción. Tener el niño y conservarlo. Pero al fin decidí hacer lo más sensato. —Se echó a reír y repitió—: Lo más sensato. Y después de todo eso, perdí el niño.
—Sí, lo perdiste —murmuró él, dejando que la conversación tomara otro giro.
Se parecía demasiado a abrir un armario y pisar vómitos.
—Pero fui feliz contigo, Bart.
—¿De veras? —Su pregunta fue automática. Se dio cuenta de que deseaba marcharse de allí. Aquello no iba a funcionar. Al menos para él.
—Sí. Pero algo le sucede a la mujer en el matrimonio que no le ocurre al hombre. ¿Recuerdas que de niño nunca te preocupabas por tus padres? Sólo confiabas en que estarían allí, y allí estaban ellos, lo mismo que los alimentos, la calefacción y las ropas.
—Supongo que sí, claro.
—Y yo voy y me quedo tontamente embarazada. Y por tres días todo un mundo nuevo se me abrió.
Estaba inclinada hacia adelante, con los ojos brillantes y una mirada ansiosa en ellos, y él empezó a comprender, asombrado, que aquel discurso era importante para ella, que significaba algo más que reunirse con las amigas de la infancia o decidir qué pantalones quería comprarse en Banberry's o adivinar con qué celebridad charlaría Merv a las cuatro y media. Eso era importante para ella, ¿y había pasado veinte años de matrimonio con aquel pensamiento importante? ¿Lo había hecho así? Casi acababa de admitirlo. Veinte años, cielo santo. De repente sintió náuseas. Le gustaba mucho más la imagen de ella recogiendo una botella de cerveza vacía y lanzándosela con gesto alegre hacia el otro lado de la carretera.
—Me veía a mí misma como una persona independiente —decía ella—. Una persona independiente que no tenía necesidad de rendir cuentas ni subordinarse. No había nadie que intentara cambiarme, porque yo sabía que podía ser cambiada. Siempre he sido débil en ese sentido. Pero tampoco tenía en quien apoyarme cuando estuviera enferma o me sintiera asustada o quizá cuando me desmoronara. De modo que hice lo más sensato. Como hicieron mi madre y mi abuela. Como mis amigas. Estaba harta de ser dama de compañía en las bodas y tratar de coger el ramo de novia. Por eso dije sí, que era lo que tú esperabas que dijera, y las cosas siguieron adelante. No tenía preocupaciones, y cuando el bebé murió, y más tarde Charlie, allí estabas tú. Siempre fuiste bueno conmigo. Eso lo sé, y lo aprecio. Pero estábamos en un ambiente cerrado. Y dejé de pensar. Creía que pensaba, pero me equivocaba. Y ahora resulta que duele pensar. Duele, Bart. —Lo miró con resentimiento por un instante, hasta que esa expresión se desvaneció—. Así pues, te pido que pienses por mí, Bart. ¿Qué hacemos ahora?
—Conseguiré un trabajo —mintió él.
—Un trabajo.
—E iré al psiquiatra. Mary, las cosas van a salir bien. De veras. Me salí un poco de cauce, pero regresaré a él. Voy a...
—¿Quieres que vuelva a casa contigo?
—Claro, en un par de semanas. Sólo tengo que enderezar un poco las cosas y...
—¿A casa? Pero ¿de qué estoy hablando? Si van a derribarla. ¿De qué casa hablo? Cielos, qué lío. ¿Por qué me has arrojado a una situación tan podrida como ésta?
No la soportaba cuando se ponía así. Aquélla no era Mary, en absoluto.
—Quizá no lo hagan —dijo él, cogiéndole la mano, al otro lado de la mesa—. Quizá no la derriben. Mary, es posible que cambien de opinión si hablo con ellos. Si les explico la situación, tal vez...
Ella apartó la mano de un tirón, mirándole con expresión horrorizada.
—Bart —susurró.
—¿Qué...? —Se interrumpió, inseguro. ¿Qué había dicho? ¿Qué palabras había empleado para que ella lo mirara con aquella expresión de horror?
—Sabes muy bien que derribarán la casa. Lo sabías desde hacía mucho tiempo. Y aquí estamos sentados, dándole vueltas y más vueltas al asunto...
—No, no, en absoluto —dijo él—. Te equivocas. De veras, no le damos vueltas a nada. Nosotros... vamos...
Pero ¿qué iban a hacer? Se sentía irreal.
—Bart, creo que será mejor que me marche.
—Conseguiré un trabajo...
—Hablaré contigo entonces. —Se levantó apresuradamente, su muslo golpeó el borde de la mesa, haciendo que los vasos se tambalearan.
—El psiquiatra, Mary. Te prometo...
—Mamá quería que la acompañara de compras...
—¡Pues vete! —espetó él en voz alta, y algunas cabezas se giraron—. ¡Lárgate de aquí, zorra! Has obtenido lo mejor de mí, ¿y qué he conseguido yo? Una casa que el ayuntamiento va a echar abajo. ¡Quítate de mi vista!
Ella se marchó a toda prisa. El silencio se adueñó del comedor por lo que le pareció una eternidad. Después, las conversaciones se reanudaron poco a poco. Contempló su hamburguesa a medio comer, temblando, con el temor de vomitar allí mismo. Cuando supo que no lo haría, pagó la cuenta y se marchó sin mirar a su alrededor.
12 de diciembre de 1973
Había confeccionado una lista de Navidad la noche anterior (borracho) y ahora estaba en el centro de la ciudad con una versión abreviada. La lista completa había sido asombrosa... más de doscientos veinte nombres, incluyendo a todos los parientes, cercanos y lejanos, de Mary y suyos, así como gran cantidad de amigos y conocidos. Al final de la misma —Dios salve a la reina— incluyó a Steve Ordner, su esposa, y hasta su criada.
Había tachado la mayor parte de los nombres de la lista, riéndose al leer algunos de ellos, y ahora caminaba lentamente, pasando ante escaparates llenos con regalos de Navidad, que serían entregados en nombre de aquel ladronzuelo holandés que solía bajar por la chimenea de las casas para robar todo lo que poseía la gente. Su enguantada mano manoseaba un fajo de quinientos dólares en billetes de diez que llevaba en el bolsillo.
Se mantenía gracias al dinero de la póliza de seguros, cuyos primeros mil dólares habían desaparecido ya con una rapidez asombrosa. Calculó que a ese ritmo se quedaría sin blanca hacia mediados de marzo, tal vez antes, pero esa idea no le perturbó lo más mínimo. El pensamiento de dónde se hallaría o qué estaría haciendo en marzo le resultaba tan incomprensible como el cálculo.
Entró en una joyería y compró un alfiler de plata en forma de buho para Mary. El buho tenía unos diamantes diminutos por ojos que brillaban fríamente. Le costó ciento cincuenta dólares, más impuestos. La vendedora se mostró efusiva. Estaba segura de que a su esposa le iba a encantar. Él sonrió. Ahí van tres citas con el psiquiatra, Freddy. ¿Qué piensas de eso?
Freddy no le respondió.
Entró en unos grandes almacenes y cogió el ascensor para subir al departamento de juguetería, dominado por la exposición de un enorme tren eléctrico con verdes colinas de plástico, pasos a nivel, cruces y una locomotora Lionel que traqueteaba a lo largo de todo el trayecto, dejando escapar cintas de humo sintético por la chimenea y arrastrando una larga hilera de vagones de mercancías... B & O, SOO LINE, GREAT NORTHERN, GREAT WESTERN, WARNER BROTHERS (¿¿WARNER BROTHERS??), DIAMOND INTERNATIONAL, SOUTHERN PACIFIC. Los niños y sus padres permanecían de pie ante la valla de madera que rodeaba la exposición, y experimentó la cálida urgencia de amarlos a todos, sin que ese sentimiento se viera perturbado por la envidia. Tenía la sensación de que podía haberse dirigido a ellos y decirles lo mucho que les amaba, lo agradecido que se sentía, por ellos y por la época del año en que estaban. Y también les habría urgido a ser cuidadosos.
Deambuló por un pasillo lleno de muñecas, y eligió una para cada una de sus sobrinas: «Chatty Cathy» para Tina, «Maisie la Acróbata» para Cindy y una «Barbie» para Sylvia, que ahora tenía once años. En el siguiente pasillo cogió un soldado de infantería para Bill y, tras cierta reflexión, un juego de ajedrez para Andy. Andy tenía doce años y era motivo de preocupación para la familia. La vieja Bea, de Baltimore, le había confiado a Mary que seguía descubriendo manchas en los calzoncillos de Andy. ¿Cómo era posible? ¿Tan pronto? Mary había respondido a Bea que los niños eran cada vez más precoces. Bea dijo que suponía que sería a causa de toda la leche que bebían, y de las vitaminas, pero insistió en que preferiría que a Andy le gustaran más los deportes de equipo o los campamentos de verano o montar a caballo o cualquier otra cosa.
«No importa, Andy —pensó, metiéndose el ajedrez debajo del brazo—. Practica el gambito de reina y el enroque largo mientras te masturbas por debajo de la mesa si quieres.»
Había un enorme trono de Santa Claus a la entrada del departamento de juguetería, pero estaba vacío. Frente a él, sobre un caballete, habían colocado un cartel que rezaba: «SANTA CLAUS ESTÁ ALMORZANDO EN NUESTRO FAMOSO GRILL DEL CENTRO. ¿Por qué no unirse a él?»
Un joven, con chaqueta de algodón y pantalones vaqueros, contemplaba el trono vacío con los brazos llenos de paquetes. Cuando se volvió, vio que se trataba de Vinnie Mason.
—¡Vinnie! —exclamó.
Vinnie sonrió y enrojeció un poco, como si lo hubiesen descubierto haciendo algo un poco sucio.
—Hola, Bart —saludó, y se acercó.
La situación no resultó embarazosa por la cuestión de estrecharse las manos o no. Ambos tenían los brazos llenos de paquetes.
—¿Haciendo las compras de Navidad? —preguntó a Vinnie.
—Sí. —Sonrió—. El sábado traje a echar un vistazo a Sharon y a Bobbie (mi hija Roberta). Ahora tiene tres años. Queríamos que se fotografiara con Santa Claus. Ya sabes que eso lo hacen los sábados. Sólo cuesta un pavo. Pero ella no quiso. Se puso a llorar y Sharon se enfadó un poco.
—Al fin y al cabo no deja de ser un hombre extraño con una barba muy grande. A veces los pequeños se asustan un poco. Quizá se atreva al año que viene.
—Quizá —dijo Vinnie, escueto.
Le sonrió, pensando que le resultaba mucho más fácil hablar con Vinnie. Quería pedirle que no lo odiara demasiado por lo ocurrido. Deseaba decirle que lo sentía mucho si había perturbado su vida con las decisiones que había tomado.
—¿A qué te dedicas ahora Vinnie? El joven esbozó una alegre sonrisa.
—No te lo creerías de lo bueno que es. Dirijo un cine. Y me han anunciado que el próximo verano estaré dirigiendo tres más.
—¿En Media Associates?
Era una de las compañías pertenecientes a la corporación.
—Así es. Formamos parte de la cadena Cinemate Releasing. Nos envían todas las películas... Nos dedicamos a estrenos. Pero yo dirijo el cine Westfall.
—¿Y van a añadir otros?
—Sí. Los Cinema II y Cinema III para el próximo verano. Y más tarde el Beacon, para automovilistas. Ése también lo dirigiré yo.
Él dudó.
—Vinnie, ya me dirás si me meto en camisa de once varas, pero si a ese cine le envían todas las películas, ¿qué haces tú exactamente? —preguntó.
—Bueno, controlo el dinero, por supuesto. Y ordeno el material, eso es muy importante. ¿Sabías que el puesto de golosinas puede dar tanto dinero como una sesión cinematográfica si está dirigido de manera eficaz? Después están todas las cuestiones de mantenimiento —se envaneció visiblemente—, y contratar y despedir al personal. Todo eso va a mantenerme muy ocupado. A Sharon le gusta porque es una gran aficionada al cine, en especial a las películas de Paul Newmn y Clint Eastwood. A mí me encanta porque, de buenas a primeras, he saltado de nueve mil dólares a once mil quinientos al año.
Miró apagadamente a Vinnie por un momento, preguntándose si debía decir lo que pensaba. Ése era el premio que Ordner le había dado. Perrito faldero bueno, aquí tienes el hueso.
—Abandona todo eso, Vinnie. Abandónalo tan pronto como puedas.
—¿Qué dices, Bart?
El ceño de Vinnie se contrajo, mostrando una extrañeza honesta.
—¿Sabes qué significa ser un botones en tu trabajo, Vinnie?
—Reconozco que no lo sé, Bart.
—Es una persona que hace recados. El chico glorificado del despacho. Botones, el café; botones, un whisky; botones haz este encargo, y rápido. Botones...
—¿De qué estás hablando, Bart? Creo que...
—Quiero decir que Steve Ordner comentó tu caso con los otros miembros del consejo de administración (no importa quiénes fueran) y les dijo: «Mirad, compañeros, tenemos que hacer algo con respecto a Vincent Mason. Se trata de una cuestión delicada. Nos avisó que Bart Dawes no lo estaba haciendo bien, y aunque Mason no nos dijo lo suficiente para que parásemos los pies a Dawes antes de que fuera demasiado tarde, le debemos algo. Pero, por supuesto, tampoco podemos darle demasiada responsabilidad.» ¿Y sabes por qué, Vinnie?
Vinnie lo miraba con expresión resentida.
—Sólo sé que ya no tengo que soportar más tu mierda, Bart. Eso lo sé.
—No intento enmendarte la plana —dijo él con seriedad—. Lo que hagas o dejes de hacer no significa nada para mí. Pero, por todos los santos, Vinnie, eres un hombre joven. Y yo no quiero que te jodan de esa manera. El trabajo que te han dado es una guinda a corto plazo, pero un limón a largo plazo. La decisión más importante que podrás tomar será cuándo pedir más refrescos de leche. Y Ordner procurará que la situación siga igual mientras tú estés en la compañía.
El espíritu de la Navidad, si había estado allí, se heló en los ojos de Vinnie. Apretaba los paquetes con tal fuerza que parecía a punto de hacer crujir los envoltorios, y sus ojos estaban grises de resentimiento. Era la viva imagen del joven que sale silbando por la puerta de su casa, preparado para la cita de la noche, y ve que alguien le ha pinchado las cuatro ruedas de su coche deportivo. «Y no me está escuchando. Podría grabárselo en una cinta y seguiría sin creerme.»
—Tal y como salieron las cosas, tú hiciste lo más responsable —prosiguió él—. No sé qué dirá la gente de mí ahora...
—Dicen que estás loco, Bart —lo interrumpió Vinnie con un tono de voz hostil.
—Ésa es una palabra tan buena como cualquier otra. Así pues, tú tenías razón. Pero te equivocaste. Dijiste lo que pensabas. Ellos no dan puestos de responsabilidad a quienes dicen todo lo que piensan, ni siquiera cuando tienen razón para decirlo, y mucho menos cuando la corporación sufre a causa de su silencio. Esos tipos de la planta cuarenta son como médicos. Y no les gusta que nadie se vaya de la lengua, del mismo modo que los médicos no toleran que un interno vaya por ahí hablando de un médico que echó a perder una operación porque había tomado demasiados cócteles en el almuerzo.
—Estás decidido a complicarme la vida, ¿verdad?
—preguntó Vinnie—. Pero ya no trabajo para ti, Bart. Vete a utilizar tu veneno con algún otro.
Santa Claus regresó con un saco enorme colgado del hombro, risas chillonas y seguido de niños pequeños.
—Vinnie, no seas ciego. Te están dorando la píldora. Claro que ganas once mil quinientos dólares, y al año que viene, cuando te hagas cargo de los otros cines, probablemente te aumentarán a catorce mil. Y allí seguirás dentro de doce años, cuando ya ni siquiera puedas comprarte un refresco por treinta centavos. Botones, encárguese de esa nueva alfombra. Botones, encárguese del envío de asientos para los cines. Botones, encárguese de devolver esos rollos de película que nos han enviado por equivocación. ¿Quieres seguir haciendo esa mierda de cosas cuando tengas cuarenta años, Vinnie, sin esperar otra cosa que un reloj de oro cuando te jubiles?
—Al menos, eso será algo mejor que lo que tú haces
—replicó Vinnie. Se volvió tan de repente que casi tropezó con Santa Claus, quien le dijo algo que sonó sospechosamente a: «Mire por dónde demonios anda.»
Él lo siguió. Había visto algo en la expresión de Vinnie que le indicó que lo estaba convenciendo, a pesar de sus defensas. Dios, Dios, pensó, permite que suceda.
—Déjame solo, Bart. Piérdete.
—Aléjate de todo eso —repitió—. Si esperas hasta el verano que viene, quizá sea demasiado tarde. Los puestos de trabajo van a ser más difíciles de encontrar que un cinturón de castidad si esta crisis energética se pone dura. Tal vez sea tu última oportunidad. Si...
Vinnie se volvió hacia él.
—Te lo digo por última vez, Bart.
—Estás echando tu futuro por la borda, Vinnie. La vida es demasiado corta para eso. ¿Qué le dirás a tu hija cuando...?
Vinnie lo golpeó en el ojo. Un estallido de dolor blanco relampagueó en su cabeza y retrocedió, tambaleándose, abriendo los brazos. Los niños que habían seguido a Santa Claus se apartaron cuando sus paquetes —muñecas, soldados, ajedrez— salieron volando. Tropezó con una hilera de teléfonos de juguete, que se desparramaron por el suelo. En alguna parte, una niña gritó como un animal herido, y él pensó: No llores, cariño, sólo es el viejo tonto de George que se ha caído. Estos últimos días me pasa con bastante frecuencia en mi casa. Alguien, quizá el viejo Santa Claus, estaba lanzando maldiciones y llamando a gritos al detective de los grandes almacenes. Se encontró en el suelo, entre teléfonos de juguete. Todos iban equipados con pequeñas cintas que funcionaban con pilas. Una de ellas decía una y otra vez junto a su oído: «¿Quieres ir al circo? ¿Quieres ir al circo? ¿Quieres...?»
17 de diciembre de 1973
El estridente timbre del teléfono lo sacó de una ligera e incómoda siesta. En su sueño, un joven científico había descubierto que, cambiando un poco la composición atómica de los cacahuetes, Estados Unidos produciría cantidades ilimitadas de gasolina de baja contami-nación. Eso parecía arreglarlo todo, tanto en el terreno personal como nacional, y el tono del sueño había sido el de una alegría desbordante. El sonido del teléfono fue como un contrapunto siniestro cuya importancia aumentó y aumentó hasta que el sueño se hizo pedazos y él regresó a una incómoda realidad.
Se levantó del diván, se dirigió hacia el teléfono y, medio atontado, se llevó el auricular a la oreja. El OJO ya no le dolía, pero aún se veía el moretón en el espejo del vestíbulo.
—¿Dígame?
—Hola, Bart. Soy Tom.
—Hola, Tom. ¿Cómo estás?
—Estupendo. Escucha, Bart. He pensado que te gustaría saberlo. Van a demoler La Cinta Azul mañana. Sus ojos se desorbitaron.
—¿Mañana? No puede ser. Ellos... demonios, ¡ya estamos casi en Navidad!
—Por eso.
—Pero si todavía no han llegado allí.
—Es el único edificio industrial que queda en su camino —dijo Tom—. Van a derribarlo antes de suspender las obras por la Navidad.
—¿Es una cosa segura?
—Sí. Lo han dicho en el programa municipal de noticias locales.
—¿Estarás allí?
—Sí —contestó Tom—. He pasado una buena parte de mi vida entre esas paredes para permanecer ahora alejado.
—En tal caso supongo que te veré allí.
—Supongo que sí.
—Escucha, Tom —dijo, tras un instante de vacilación—. Quiero pedirte disculpas. No creo que abran de nuevo La Cinta Azul, ni en Waterford ni en ningún otro lugar. Si te he causado algún problema...
—No, no te guardo rencor. Estoy en Brite-Kleen, a cargo del mantenimiento. Trabajo menos horas y me pagan más. Supongo que he encontrado la rosa en medio del basurero.
—¿Cómo te va allí?
—No tan bien —admitió Tom con un suspiro—. Pero ya tengo más de cincuenta años. Resulta difícil cambiar. Me habría sucedido lo mismo en Waterford.
—Tom, en cuanto a lo que hice...
—No quiero saber nada del asunto, Bart. —Tom parecía sentirse incómodo—. Eso es algo que queda entre tú y Mary. De veras.
—De acuerdo.
—¿Y tú? ¿Te las arreglas bien?
—Claro. Tengo un par de cosas en perspectiva.
—Me alegra mucho saberlo. —Tom hizo una pausa tan larga que el silencio en la línea telefónica le pareció opresivo. Estaba a punto de darle las gracias por la llamada y colgar el auricular cuando Tom añadió—: Steve Ordner me llamó por teléfono para hablarme de ti. Me llamó directamente a casa.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—La semana pasada. Se metió contigo de muy mala manera, Bart. Preguntó varias veces si alguno de nosotros había tenido idea de que estabas decidido a dejar escapar la opción sobre la planta de Waterford. Pero incluso fue mucho peor que eso. Estuvo haciéndome toda clase de preguntas.
—¿Por ejemplo?
—Me preguntó si en alguna ocasión te habías llevado material a casa (material de oficina y cosas así). Si alguna vez habías cogido dinero de la caja sin dejar el vale correspondiente. Si habías hecho que lavaran tu ropa en la empresa. Hasta me preguntó si tenías alguna especie de comisión con los moteles.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó él, perplejo.
—Como te he dicho, anda buscando un buen sambenito que colgarte, Bart. Creo que le gustaría encontrar algo criminal para poder acusarte.
—No puede. Todo ha quedado en familia. Y la familia se ha disuelto ahora.
—Se disolvió hace ya mucho tiempo —dijo Tom con naturalidad—. Cuando Ray Tarkington murió. No conozco a nadie más que ande buscándote las cosquillas, excepto Ordner. Para los tipos del centro de la ciudad... el asunto no es más que una cuestión de dólares y centavos. No entienden el negocio de la lavandería, y tampoco les interesa aprenderlo.
No supo qué decir.
—Bien... —Tom suspiró—. Creo que debes saberlo. No sé si te has enterado de lo ocurrido al hermano de Johnny Walker.
—¿Arnie? No, ¿qué le ha pasado?
—Se ha suicidado.
—¿Qué?
Tom habló como si hubiese estado sorbiendo un esputo desde una escupidera.
—Conectó una manguera con el tubo de escape de su vehículo y la introdujo por la ventanilla trasera de la cabina, cerrándolo todo. El repartidor de periódicos lo encontró.
—Santo cielo —susurró. Pensó en Arnie Walker, sentado en la sala de espera del hospital, y se estremeció, como si un fantasma hubiese caminado sobre su tumba—. Es algo horrible.
—Sí... —Volvió a percibir aquel sonido sorbente—. Bueno, Bart, ya nos veremos.
—Claro. Gracias por llamar.
—Me ha alegrado hacerlo. Adiós.
Colgó lentamente el auricular, sin dejar de pensar en Arnie Walker y en aquel extraño gemido que emitió cuando el sacerdote entró corriendo en el hospital.
«Jesús, lleva la píxide. ¿La ha visto?»
—Oh, es todo demasiado negro —dijo en voz alta a la solitaria habitación.
La frase sonó vacía en cuanto la pronunció, después se dirigió a la cocina para prepararse una copa.
Suicidio.
La palabra tenía una sibilante calidad que lo atrapaba, como una serpiente que se introdujera a través de una pequeña grieta. Se deslizó entre la lengua y el paladar, como un convicto cuando se da a la fuga.
Suicidio.
Su mano tembló al servirse el Southern Comfort, y el cuello de la botella tintineó contra el borde del vaso. ¿Por qué hizo eso, Freddy? Sólo eran un par de viejos camaradas que vivían juntos. Cielo santo, ¿por qué llega una persona a hacer una cosa así?
Él creía saberlo.
18-19 de diciembre de 1973
Llegó a la lavandería hacia las ocho de la mañana, y no empezaron a demolerla hasta las nueve, pero a las ocho ya habían instalado una plataforma de observación. Allí de pie, bajo el frío, con las manos metidas en los bolsillos de los abrigos y el vaho de la respiración saliendo de sus bocas como cómicos globos, estaban Tom Granger, Ron Stone, Ethel Diment, la camisera que habitualmente se achispaba durante el almuerzo y quemaba los cuellos de las camisas por la tarde, Gracie Floyd y su prima Maureen, que habían trabajado en la planchadora, y unas diez o quince personas más.
El departamento de autopistas había instalado caballetes amarillos para impedir el paso, y había pintado letreros en las paredes y colocado grandes carteles de colores naranja y negro que anunciaban: DESVÍO.
Los carteles dirigían el tráfico alrededor del bloque. También habían cortado la acera situada al lado de la lavandería.
Tom Granger levantó un dedo hacia él a modo de saludo, pero no se le acercó. Los demás de la lavandería lo miraron con curiosidad y después bajaron la cabeza.
Es un sueño paranoico, Freddy. ¿Quién será el primero en acercarse a mí y gritarme a la cara j'acusse?
Pero Fred no le respondió.
Hacia las nueve menos cuarto apareció un nuevo Toyota Corolla 74, que aún llevaba en la ventanilla trasera la placa de circulación provisional de diez días. Vinnie Mason descendió del coche, resplandeciente y un poco autoconsciente, con su nuevo abrigo de piel de camello y guantes de cuero. Vinnie le lanzó una mirada agria capaz de doblar el acero, y se dirigió hacia donde Ron Stone estaba con Dave y Pollack.
A las nueve menos diez apareció una grúa en la calle, con la gran bola de demolición oscilando del extremo del cable. La grúa avanzaba con lentitud sobre sus diez ruedas, que llegaban a la altura del pecho de un hombre, y el rugido continuo y carraspeante de su motor golpeaba el frío plateado de la mañana como el martillo de un artesano dando forma a una escultura de rasgos desconocidos.
Un hombre con casco amarillo la condujo para tomar la curva y la introdujo en la zona de aparcamiento. Vio al hombre, sentado en la cabina, cambiando las marchas. Un humo pardo surgía del elevado tubo de escape de la grúa.
Desde que había aparcado el coche, a tres manzanas de distancia, para acudir allí a pie, había experimentado una extraña sensación diáfana que lo perseguía y cuya naturaleza no había podido determinar. Cuando vio que la grúa se detenía ante la base de la larga pared de ladrillo de la fábrica, justo a la izquierda de lo que había sido la zona de carga y descarga, esa sensación volvió a apoderarse de él. Era como introducirse en el último capítulo de una novela de misterio de Ellery Queen, en el cual habían sido reunidos todos los personajes para que la mecánica del crimen pudiera ser explicada y descubrir así al asesino. No tardaría en surgir alguien de entre la gente —probablemente Steve Ordner—, para señalarle y gritar: «¡Ése es! ¡Bart Dawes! ¡El ha asesinado a La Cinta Azul!» En cuyo momento él sacaría su pistola para silenciar a su acusador, únicamente para ser abatido por las balas de la policía.
Esa escena imaginaria lo perturbó. Miró hacia la calle para asegurarse y sintió una fuerte sensación de náuseas al ver que el Delta 88 verde botella de Ordner estaba aparcado más allá de las barreras amarillas, emitiendo gases plomizos por los dos tubos de escape.
Steve Ordner lo estaba mirando serenamente a través del cristal polarizado del parabrisas.
En ese instante, la bola de demolición osciló sobre su arco con un sonido bajo, como de chicharra, y el pequeño grupo suspiró cuando chocó contra la pared de ladrillo y la atravesó con un hueco sonido explosivo, como un cañonazo.
A las cuatro de esa misma tarde nada quedaba de La Cinta Azul, excepto un montón de ladrillos y cristales, entre los que sobresalían las destrozadas vigas maestras, como los huesos rotos del esqueleto de un monstruo desenterrado.
Lo que hizo más tarde lo hizo sin dedicar ningún pensamiento consciente al futuro ni a las consecuencias. Se sintió impulsado por el mismo estado de ánimo con que, un mes antes, había comprado dos armas de fuego en la armería de Harvey. Sólo que ya no necesitaba el interruptor del circuito, porque Freddy permanecía callado.
Se dirigió a una gasolinera y llenó el tanque con gasolina súper. Las nubes se habían ido extendiendo sobre la ciudad durante el día y la radio informaba de la proximidad de una tormenta... Habría entre quince y veinte centímetros de nieve fresca. Regresó a casa, aparcó el coche en el garaje y bajó al sótano.
Debajo de la escalera había dos grandes cajas de botellas de soda y de cerveza vacías, cubiertas por una espesa capa de polvo. Algunas de las botellas estaban allí probablemente desde hacía cinco años. Hasta Mary se había olvidado durante el año anterior de su existencia y había dejado de importunarle para que las devolviera y cobrara el importe de los cascos. En casi ninguna tienda aceptaban los envases. Utilícelo una vez, y tírelo. ¡Qué diablos!
Colocó las dos cajas una encima de la otra y las subió al garaje. Cuando se dirigió a la cocina para coger un cuchillo, un embudo y el cubo de Mary de fregar el suelo, había empezado a nevar ligeramente.
Encendió la luz del garaje y arrancó de su sujeción la manguera verde de plástico que utilizaba para el jardín, y que había permanecido enrollada en el mismo sitio desde la tercera semana de septiembre. Le cortó la boquilla, que cayó al suelo de cemento con un escanda-loso tintineo metálico. Calculó algo más de un metro, la cortó y arrojó el resto a un lado. Por un momento se quedó mirando, pensativo, el trozo de manguera. A continuación, desenroscó el tapón del depósito de la gasolina del coche e introdujo suavemente la manguera en él, como un amante delicado.
Había visto sacar la gasolina con sifón, conocía el principio, pero él nunca lo había hecho. Se preparó para soportar el sabor de la gasolina y sorbió por un extremo de la manguera. Por un momento, no percibió más que una invisible resistencia glutinosa, pero después su boca se llenó de un líquido tan frío y extraño que tuvo que reprimir el impulso de tragarse un poco. Escupió con una mueca de desagrado, sintiendo aún el sabor en la boca, como una especie de muerte peculiar. Inclinó la manguera sobre el cubo de fregar de Mary y un chorro de gasolina rosácea cayó al fondo. El chorro disminuyó su volumen y creyó que tendría que pasar de nuevo por el mismo ritual. Pero el caudal aumentó un poco y per-maneció constante. La gasolina fluía en el cubo con el sonido de la orina en un mengitorio público.
Escupió en el suelo, se enjuagó el interior de la boca con saliva y escupió otra vez. Aquello estaba mejor. Pensó que, a pesar de haber utilizado gasolina durante casi todos los días de su vida adulta, nunca había establecido unas relaciones tan íntimas con el producto. La única otra ocasión en que la había tocado fue cuando llenó el pequeño depósito de su cortacésped, y el líquido se derramó. De pronto se alegró de que aquello hubiera sucedido. Hasta le pareció bien el saborcillo que le quedó en la boca.
Regresó a la casa mientras el cubo se llenaba de gasolina (vio que nevaba más fuerte), y cogió vanos trapos del armario de limpieza de Mary, situado bajo el fregadero. Se los llevó al garaje y los rasgó en tiras largas que extendió sobre el capó del coche.
Cuando el recipiente quedó medio lleno, trasladó el extremo de la manguera al cubo de acero galvanizado que solía estar lleno de cenizas y escorias, con el propósito de extenderlas sobre el camino de salida cuando éste se helaba. Mientras se llenaba colocó veinte botellas de cerveza y soda en cuatro hileras perfectamente alineadas y, utilizando el embudo, las llenó hasta las tres cuartas partes de su capacidad. Una vez hubo acabado, sacó la manguera del depósito de la gasolina y vertió el contenido del cubo de acero en el cubo de Mary, que se llenó casi hasta el borde.
Introdujo una tira de trapo en cada una de las botellas, obturando después el cuello por completo. Regresó a la casa llevando el embudo. La nieve cubría la tierra en ondulantes líneas trazadas por el viento. El camino que conducía a la casa ya estaba blanco. Dejó el embudo en el fregadero y a continuación cogió la tapa del cubo de fregar de Mary. La llevó al garaje y tapó con ella la gasolina, encajándola perfectamente. Abrió la portezuela trasera del coche y puso el cubo con la gasolina en el portamaletas. A continuación colocó sus cócteles Molotov en una de las cajas, acoplando las botellas unas junto a otras para que se mantuvieran en pie como buenos soldados, y situó la caja en el asiento del pasajero, al alcance de la mano. Después regresó a la casa, se sentó en su sillón y encendió la televisión con el mando a distancia. Estaba el espacio titulado La película del martes, y ponían una del oeste, con David Janssen como protagonista. Pensó que David Janssen tenía el aspecto de un vaquero de mierda.
Cuando la película hubo terminado vio a Marcus Welby tratando a una jovencita aquejada de epilepsia que sufría ataques en lugares públicos. Welby solucionó el problema. Después de Marcus apareció la sintonía de la emisora, seguida de dos anuncios, uno de Miracle Chopper, y otro de un álbum que contenía cuarenta y una canciones de espirituales negros. Después dieron las noticias. El hombre del tiempo dijo que nevaría durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente. Pidió a la gente que se quedara en sus casas. Las carreteras eran traicioneras y la mayor parte del equipo quitanieves no podría ponerse en marcha hasta después de las dos de la madrugada. El fuerte viento hacía que la nieve se desplazara y, en general, el hombre del tiempo dio a entender que la situación iba a ser bastante mala durante un día o dos.
Después de las noticias apareció Dick Cavett. Estuvo viendo ese programa durante una media hora, y finalmente apagó el televisor. De modo que Ordner quería acusarle de algo criminal, ¿eh? Pues bien, si su coche quedaba atascado después de que acabara lo que iba a hacer, Ordner tendría lo que deseaba. No obstante pensó que contaba con buenas posibilidades. Su coche era un vehículo bastante pesado y las ruedas traseras estaban equipadas con neumáticos claveteados.
Se puso el abrigo, el sombrero y los guantes en la entrada de la cocina y aguardó un momento. Retrocedió, recorriendo la casa, cálida e iluminada, contemplándola... la mesa de la cocina, la estufa, el aparador del comedor con las tazas de café colgando del tablero, el violeta africano de la repisa de la chimenea de la sala de estar... Experimentó una cálida sensación de amor por todo aquello, una urgente necesidad de protegerlo. Pensó en la bola de demolición rugiendo y derribándolo todo, desmoronando las paredes y convirtiéndolas en cascotes, destrozando ventanas, esparciendo escombros por doquier. Charlie había gateado por aquellos suelos, había aprendido a dar sus primeros pasos en la sala de estar, se había caído una vez por la escalera y se había orinado sobre sus torpes padres. La habitación de Charlie era ahora un despacho situado en el piso de arriba, pero allí fue donde su hijo sintió por primera vez los dolores de cabeza y experimentó la doble visión, y donde él olió aquellos extraños aromas, a veces como carne de cerdo podrida, otras como hierba que-mada y algunas como virutas de lápiz. Tras la muerte de Charlie, casi cien personas acudieron a verles, y Mary les sirvió pasteles y tarta en la sala de estar.
No, Charlie, pensó. No, si yo puedo evitarlo.
Levantó la puerta del garaje y vio que ya había diez centímetros de nieve en el camino, aunque era nieve en polvo, muy ligera. Subió al coche y lo puso en marcha. Aún tenía el depósito lleno en sus tres cuartas partes. Mientras el motor calentaba, sentado tras el volante, ante el místico brillo verde de las luces del tablero, pensó en Arnie Walker. Sólo había necesitado un trozo de manguera de goma. Eso no estaba nada mal. Sería como quedarse dormido. Había leído en alguna parte que el envenenamiento por monóxido de carbono era algo así. Incluso hacía aparecer color en las mejillas, de modo que uno tenía un aspecto rosado y saludable, aparentemente lleno de vida y vitalidad. Era...
Empezó a temblar, con la misma sensación de que un fantasma caminaba de un lado a otro sobre su tumba, entonces encendió la calefacción. Cuando el interior del coche estuvo bien caldeado y los temblores desaparecieron, metió la marcha atrás e hizo retroceder el co-che hacia la nieve. Al oír el chapoteo de la gasolina en el cubo cerrado de Mary, recordó que había olvidado algo.
Paró el motor del coche y regresó a la casa. En un cajón del aparador encontró un paquete grande de cajas de cerillas. Se llenó los bolsillos con unas veinte de ellas y regresó al coche.
El pavimento de las calles estaba muy resbaladizo.
En algunos lugares había placas de hielo bajo la nieve reciente, y en una ocasión que frenó para detenerse ante un semáforo en la esquina de Crestallen y Garner, el coche se deslizó casi lateralmente hacia el bordillo. Cuando logró detenerlo, el corazón le golpeaba con fuerza contra las costillas. Estaba cometiendo una locura, de acuerdo. Si el coche chocaba y se incendiaba con toda aquella gasolina que llevaba en la parte de atrás, tendrían que recogerle a cucharaditas y lo enterrarían en una cajita con un epitafio donde se leería: «Mejor que el suicidio. El suicidio es un pecado mortal.»
Bueno, así se portan los católicos con uno. Pero no pensaba que le ocurriría nada por el estilo. El tráfico había disminuido de manera considerable hasta desaparecer casi por completo, y ni siquiera vio coches patrulla. Era probable que todos estuvieran aparcados en alguna calle apartada, charlando.
Giró con precaución hacia el paseo Kennedy, que él siempre consideraría como la calle Dumont, el nombre que había tenido antes, hasta que en una sesión especial del consejo municipal, en enero de 1964, decidieron cambiarlo por el otro. El paseo Dumont/Kennedy partía del Westside y recorría todo el centro de la ciudad, más o menos paralelo a la ampliación de la 784 durante unos tres kilómetros. Seguiría kilómetro y medio por él y después giraría a la izquierda, hacia Grand Street, que se extinguía poco menos de un kilómetro después, justo como el viejo Grand Theater. Al verano siguiente, la Grand Street sería resucitada mediante un paso elevado (uno de los tres que había mencionado a Magliore), pero ya no sería la misma calle de antes. En lugar de ver el teatro a la derecha, sólo se podrían ver seis —¿o serían ocho?— carriles de autopista llenos de vehículos, que avanzarían a gran velocidad por debajo del paso elevado. Gracias a la radio, la televisión y el periódico local se había enterado de muchos detalles relacionados con la ampliación, sin necesidad de hacer para ello ningún esfuerzo consciente, sino casi por simple efecto de osmosis. Quizá había almacenado toda aquella información de manera instintiva, del mismo modo que una ardilla almacena nueces. Sabía que las empresas constructoras contratadas para la ejecución de las obras casi habían terminado los trabajos previstos para el invierno, pero también sabía que, para finales de febrero, esperaban completar todas las demoliciones necesarias dentro de los límites de la ciudad («demoliciones», ésa sí que es una palabra para ti, Fred; pero Fred no recogió el guante). Y entre ellas se incluía la Crestallen Street West. En cierto sentido resultaba irónico. Si él y Mary hubiesen vivido un kilómetro más lejos, no habrían tenido que prepararse para la demolición hasta bien entrada la primavera, en mayo o a principios de junio de 1974. También sabía, gracias a una observación personal consciente, que la mayor parte de la maquinaria de obras públicas se dejaba aparcada más abajo del punto en que la Grand Street había sido asesinada.
Giró hacia Grand Street, con la parte trasera del coche tratando de deslizarse hacia un lado. Giró al mismo tiempo que derrapaba, dominando bien el vehículo, y siguió avanzando por una nieve que era casi virgen, puesto que las huellas del último coche que había pasado por allí apenas eran ya perceptibles. La visión de tanta nieve recién caída hizo que se sintiera mejor. Era bueno moverse, actuar.
Mientras subía por Grand, a una velocidad lenta pero constante de cuarenta kilómetros por hora, sus pensamientos se desviaron de nuevo hacia Mary y el concepto de pecado, mortal y venial. Ella había sido educada en el catolicismo, había asistido a una escuela primaria parroquial, y, aunque había abandonado casi todos los conceptos religiosos aprendidos —al menos intelectualmente—, cuando se conocieron aún mantenía algunos de ellos. Eran cosas que se le metían a uno en las entrañas. Tal y como la propia Mary había dicho, las monjas le habían dado seis capas de barniz y tres de cera. Después del aborto, su madre le envió un sacerdote al hospital para que la confesara, y Mary se echó a llorar en cuanto lo vio. Él estaba con ella cuando el cura llegó, con su píxide, y los sollozos de su esposa le desgarraron el corazón como sólo una cosa más se lo había desgarrado desde entonces.
En cierta ocasión, y a petición suya, ella enumeró toda una lista de pecados mortales y veniales. Aunque él había aprendido cuáles eran en las clases de catecismo hacía veinte, veinticinco e incluso treinta años, la lista que recitó le pareció completa, sin que faltara nada. Pero hubo una cuestión de interpretación que él no vio muy clara. En ocasiones, un mismo acto era pecado mortal, mientras que en otras era sólo venial. Eso parecía depender del estado mental de quien lo cometía. «La voluntad consciente de hacer el mal.» ¿Era algo que ella había dicho durante aquellas discusiones de otros tiempos, o Freddy se lo había sugerido en ese mismo instante? Eso le extrañó, y le preocupó. «La voluntad consciente de hacer el mal.»
Al final creía haber aislado los dos pecados mortales más importantes: el suicidio y el asesinato. Pero durante una conversación posterior —¿había sido con Ron Stone? Sí, creía que había sido con él—, incluso aquello quedó borroso. Según Ron (al parecer habían estado tomando copas en un bar, unos diez años antes), el asesinato era un pecado venial a veces. O quizá ni siquiera eso. Si uno planeaba fríamente desembarazarse de alguien que había violado a su mujer, eso podía ser considerado como un pecado venial. Y si uno mataba a alguien en «una guerra justa» —ésas fueron las palabras exactas de Ron; aún podía escucharlas como si hubiesen quedado grabadas en su cabeza—, ni siquiera se consideraba pecado. Según Ron, todos los soldados norteamericanos que mataron nazis y japoneses no tendrían ningún problema cuando sonara la trompeta del Juicio Final.
Eso sólo dejaba como pecado el suicidio.
Estaba acercándose a la construcción. Había barreras blancas y negras con luces parpadeantes en la parte superior, y carteles de color naranja que brillaban fugazmente al paso de las luces de su coche. Uno anunciaba:
FIN PROVISIONAL DEL CAMINO. Otro: DESVÍO - SIGA LAS INDICACIONES. Otro: ¡ZONA DE DEMOLICIÓN! GIRE EN REDONDO.
Se detuvo, puso la palanca del cambio de marchas en punto muerto, encendió las luces largas y se apeó del coche. Anduvo hacia las barreras negras y blancas. Las parpadeantes luces de color naranja hacían que la nieve que caía pareciese más espesa y absurdamente coloreada.
También recordaba haberse sentido confundido en cuanto al tema de la absolución. Al principio creyó que era algo muy sencillo: si él cometía un pecado mortal, era mortalmente herido, condenado. Podía llamar a gritos a María hasta quedarse afónico y, a pesar de todo, ir de cabeza al infierno. Pero Mary le dijo que no siempre era así. Existía la confesión, la expiación, la reconsagración, y cosas así. Era todo muy confuso. Cristo había dicho que no había vida eterna en un asesino, pero también había dicho que quienquiera que creyera en Él no perecería. «Quienquiera.» Era como si en la doctrina bíblica hubiera tantos huecos como en un contrato de compra efectuado por un abogado tramposo. Excepto en el caso del suicidio, claro. Porque uno no podía confesar el suicidio, ni arrepentirse, ni enmendarlo, ya que ese acto cortaba el cordón de plata que le sujetaba a uno a la vida y lo enviaba directamente hacia los mundos que hubiera más allá. Y...
¿Y por qué pensaba precisamente ahora en todo aquello? No tenía la intención de matar a nadie y, desde luego, no abrigaba el menor propósito de suicidarse. Nunca se le había ocurrido la idea del suicidio. Al menos hasta hacía bien poco.
Permaneció mirando fijamente más allá de las barreras blancas y negras, sintiendo frío en su interior.
Las máquinas estaban abajo, cubiertas por la nieve, dominadas por la grúa. Y, con aquella triste inmovilidad, habían ganado en fealdad. Viendo sus esqueléticas estructuras elevarse en la nivea penumbra, pensó en una mantis religiosa que se encontrara sumida en un desco-nocido período de contemplación invernal.
Apartó a un lado una de las barreras. Era muy ligera. Regresó hacia donde había dejado el coche, subió a él y metió primera. Hizo que el vehículo avanzara hasta el borde del asfalto y luego descendiera por el ligero terraplén, donde aparecían bien visibles los bordes dejados por las idas y venidas de las grandes máquinas. Gracias al barro, la tendencia del coche a deslizarse por la pendiente disminuyó. Cuando llegó abajo, volvió a dejar la palanca en punto muerto y apagó todas las luces. Se apeó y subió otra vez el terraplén, jadeando, para colocar de nuevo la barrera en su lugar. Después regresó adonde estaba el coche.
Abrió la portezuela trasera de la ranchera y sacó el cubo de Mary. Después se acercó a la del copiloto y dejó el cubo en el suelo, luego bajó su caja de cócteles Molotov. Le quitó la tapa al cubo y, con un suave murmullo, empapó cada mecha en la gasolina. Después llevó el cubo con gasolina hacia la grúa y se subió a la cabina, que no estaba cerrada con llave, poniendo mucho cuidado en no resbalar. Se sentía excitado, su corazón latía acelerado y la garganta se le contraía, abriéndose y cerrándose, en una amarga exultación.
Vertió gasolina sobre el asiento, los controles, la caja de cambios. Salió de la cabina y anduvo por el estrecho pasillo que conducía hacia la tapa del motor y vertió el resto de la gasolina sobre la cubierta. El olor del hidrocarburo llenó el aire. Se le habían empapado los guantes, humedeciendo sus manos y dejándoselas insensibles casi de inmediato. Saltó de la grúa, se quitó los guantes y los guardó en los bolsillos del abrigo. La primera carpetita de cerillas se le escapó de los dedos, tan insensibles como la madera. Sacó una segunda, pero el aire apagó las dos primeras cerillas que logró encender. Se volvió de espaldas al viento, se inclinó protectoramente sobre la tapa de la carpetita y consiguió encender una. La aplicó al resto de las cerillas, que se encendieron con un siseo, y arrojó la carpetita encendida en el interior de la cabina.
Al principio pensó que se habían apagado, porque no sucedió nada. Pero después hubo un suave sonido explosivo —¡flump!— y el fuego surgió de la cabina con una ráfaga furiosa, haciéndole retroceder dos pasos. Se protegió los ojos de la brillante llamarada naranja.
Una lengua de fuego salió de la cabina y se extendió hacia la tapa del motor. Allí, se detuvo un instante, como si reflexionara, y finalmente se coló dentro. En esa ocasión el estallido no fue suave. ¡KAPLOOOM! Y, de repente, la capota del motor se elevó en el aire, casi perdiéndose de vista, girando alocadamente. Algo pasó silbando junto a su cabeza.
Está ardiendo, pensó. Está ardiendo realmente.
Comenzó a bailotear en la llameante oscuridad arrastrando los pies, el rostro contorsionado en un éxtasis tan grande que sus rasgos parecían disgregarse y caer en millones de pedazos sonrientes. Sus manos se cerraron en puños amenazadores, que blandió por encima de la cabeza.
—¡Arde! —gritó al viento, y el viento pareció devolverle el grito—. ¡Arde, condenada, arde!
Se precipitó hacia el coche, resbaló en la nieve y cayó al suelo. Y eso quizá le salvó la vida, porque en ese preciso instante el depósito de gasolina de la grúa estalló, arrojando sus restos en un círculo de más de diez metros de radio. Una pequeña pieza de metal caliente atravesó la ventanilla derecha de su coche haciendo un agujero radiado en el cristal de seguridad y produciendo una irregular telaraña de grietas.
Se incorporó lleno de nieve y subió al coche. Se puso de nuevo los guantes —pensando en las huellas dactilares—, pero, una vez hecho eso, abandonó toda idea de precaución. Puso el coche en marcha con unos dedos que apenas notaban la llave de contacto, metió la primera y dio un pisotón al acelerador, como hacían de muchachos y el mundo era joven. La parte trasera del coche patinó a derecha e izquierda. La grúa ardía con furia, mucho mejor de cuanto él hubiera imaginado. La cabina se había convertido en un infierno y el gran parabrisas había desaparecido.
—¡Es un infierno! —gritó—. ¡Oh Freddy, es un infierno !
La luz producida por el fuego daba a su rostro un aspecto demoníaco. El coche patinó frente a la grúa. Tendió el dedo índice de la mano derecha hacia el tablero de instrumentos y logró apretar el encendedor eléctrico al tercer intento. El resto de las máquinas de obras públicas se hallaba a su izquierda. Él bajó la ventanilla. El cubo de Mary rodaba de un lado a otro en el suelo del coche, y las botellas de soda y cerveza tintineaban frenéticamente al chocar entre sí, mientras el vehículo avanzaba a saltos sobre la tierra helada.
El encendedor eléctrico saltó y él apretó el freno con ambos pies. El coche patinó un poco y luego se detuvo. Sacó el encendedor del receptáculo, cogió una botella de la caja que tenía a su lado y apretó la bobina incandescente contra la mecha. Ésta comenzó a arder y él arrojó la botella, que fue a estrellarse contra la llanta cubierta de barro de un bulldozer. El fuego se extendió ávidamente. Metió el encendedor en su receptáculo y lo oprimió de nuevo para conectarlo, al tiempo que avanzaba varios metros con el coche. Arrojó otros tres cócteles Molotov contra el oscuro casco de una apisonadora. El primero de ellos falló, otro chocó contra la parte lateral, esparciendo la gasolina ardiendo sobre la nieve, y el tercero alcanzó limpiamente la cabina.
—¡Al fuego con todo! —gritó.
Otro bulldozer. Una apisonadora pequeña. Entonces se encontró delante de una caseta de remolque montada sobre soportes. En la puerta, un cartel rezaba: «LANE CONSTRUCTION CO. Oficina ambulante. ¡AQUÍ NO SE CONTRATA PERSONAL! Por favor, límpiese los zapatos antes de entrar.»
Situó el coche a un lado y lanzó cuatro cócteles contra la gran ventana que había junto a la puerta. Todos alcanzaron su objetivo. El primero produjo un sonido de vidrios rotos, tanto de la botella como de la ventana, dejando un reguero de fuego tras de sí.
Detrás del remolque había aparcado un gran camión. Bajó del coche, probó suerte y comprobó que la portezuela del conductor estaba abierta. Encendió la mecha de una de sus bombas incendiarias y la arrojó dentro. Las llamas lamieron ávidamente el asiento.
Regresó al coche y vio que sólo le quedaban cuatro o cinco botellas. Siguió conduciendo, tiritando a causa del frío, oliendo a gasolina, con una gota cayéndole de la nariz y una mueca diabólica en el rostro.
Una pala mecánica. Lanzó el resto de las botellas contra ella, sin producirle daño alguno hasta que la última prendió en el motor.
Tanteó de nuevo la caja, recordó que estaba vacía y miró por el espejo retrovisor.
—¡Joder, qué escabechina! —gritó—. ¡Oh, qué jodida escabechina, Freddy!
Detrás de él, una serie de hogueras aisladas surgían de la nieve como luces fijas. Las llamas brotaban alocadamente de las ventanas de la oficina rodante. Una aplanadora se había convertido en una bola de fuego. La pala de un tractor era una caldera de color naranja. Pero la grúa era la pieza maestra, porque se había convertido en una rugiente estructura amarilla de luz, una antorcha crepitante en medio de la carretera en construcción.
—¡Demojodidalición! —gritó. Algo parecido a la cordura volvió a su rostro. No se atrevió a regresar por el camino por donde había llegado. La policía no tardaría en acudir, quizá ya estaba allí. Y los bomberos... ¿Podría continuar adelante o estaría bloqueado?
Heron Place. Cabía la posibilidad de que pudiera salir por Heron Place. Tendría que subir el terraplén en un ángulo de veinticinco grados, quizá treinta, y lanzar el coche contra una de las barreras del departamento de autopistas, pero los raíles de protección habrían desa-parecido. Pensó que quizá lo conseguiría. Sí. Lo lograría. Aquella noche podría hacer cualquier cosa.
Ascendió por el terraplén, en sentido oblicuo, patinando y derrapando, con sólo las luces de posición encendidas. Cuando vio las luces de Heron Place por encima y hacia la derecha, dio más y más gas al coche (el cuentakilómetros alcanzó casi los cincuenta kilómetros por hora), al tiempo que subía oblicuamente por el terraplén. Iba a casi a ochenta kilómetros por hora cuando vio a su alcance la parte superior. A medio camino, las ruedas traseras perdieron tracción y tuvo que meter de nuevo la primera velocidad. El motor rugió y el coche prosiguió su ascensión. Estaba a punto de conseguirlo cuando las ruedas empezaron a patinar otra vez, lanzando fragmentos de nieve helada, guijarros y barro. Por un momento, dudó de poder lograrlo, pero finalmente la inercia misma del vehículo, impulsada quizá también por su fuerza de voluntad, consiguió llevarlo hasta el asfalto.
El morro del coche apartó a un lado la barrera blanca y negra, que cayó hacia atrás, formando un surtidor de nieve. Avanzó calle abajo, giró en la curva y se sintió sorprendido al encontrarse de nuevo en una calle normal, como si nada hubiera sucedido. Entonces redujo la velocidad a unos serenos cincuenta kilómetros por hora:
Se disponía a girar hacia su casa cuando recordó que estaba dejando huellas que la nieve tardaría por lo menos dos horas en cubrir. Por ello, en lugar de girar hacia Crestallen Street continuó por Heron Place, River Street, y después bajó hasta la carretera 7. Aunque allí el tráfico había sido bastante fluido desde que empezara a nevar con fuerza, había bastado para aplastar la nieve que cubría la calzada y convertirla en barrillo suelto.
Se introdujo en el escaso tráfico que se movía hacia el este y aumentó la velocidad a setenta.
Siguió la carretera 7 unos quince kilómetros. Después condujo de regreso a la ciudad y se dirigió hacia Crestallen Street. Las máquinas quitanieves habían empezado a actuar ya, moviéndose en la noche como gigantescas estructuras de color naranja con brillantes ojos amarillos. Miró varias veces hacia las obras de la 784, pero no vio nada bajo la ventisca.
A medio camino de su casa se dio cuenta de que seguía haciendo frío en el interior del coche, a pesar de que llevaba las ventanillas subidas y la calefacción puesta. Miró hacia atrás y vio el agujero dentado de la ventanilla posterior derecha. Sobre el asiento había cristales rotos y nieve.
¿Cómo ha ocurrido eso?, se preguntó, aturdido. No recordaba nada.
Entró en su calle desde el norte y condujo directamente hacia su casa. Todo estaba tal y como lo había dejado. La luz de la cocina era la única que brillaba en toda la oscurecida sección de la calle. No había coches de policía aparcados enfrente, pero la puerta del garaje estaba abierta, y eso le pareció una estupidez. Uno cierra siempre la puerta del garaje cuando nieva. Para eso se tiene un garaje, para impedir que los elementos deterioren las cosas. Su padre solía decir eso. Su padre murió en un garaje, al igual que el hermano de Johnny, pero Ralph Dawes no se suicidó. Sufrió una especie de ataque. Un vecino lo encontró con las tijeras de podar en la mano izquierda y una piedra de amolar en la derecha. Había sido una muerte suburbana. Oh, Dios santo, envía esta alma blanca a un cielo donde no haya hierba que cortar y los negros se mantengan siempre a distancia.
Aparcó la ranchera, bajó la puerta del garaje y entró en la casa. Estaba temblando, a causa del agotamiento y la reacción. Eran las tres y cuarto de la madrugada. Colgó el abrigo y el sombrero en el armario del vestíbulo y estaba cerrando la puerta cuando experimentó una sacudida de terror, tan fuerte como si se hubiese tomado de golpe un doble de whisky escocés. Buscó, frenético, en los bolsillos del abrigo y lanzó un suspiro audible cuando encontró allí los guantes, aún empapados de gasolina, cada uno de ellos convertido en una pequeña bola arrugada.
Pensó en hacerse café, pero decidió no tomarlo. Tenía un palpitante dolor de cabeza, causado probablemente por las emanaciones y el humo de la gasolina, y que sin duda alguna había empeorado cuando condujo a oscuras por el terraplén nevado. Ya en el dormitorio, se desnudó y tiró las ropas sobre una silla, sin preocuparse de colocarlas bien. Creía que se quedaría dormido en cuanto reposara su cabeza en la almohada, pero no fue así. Ahora que se hallaba en casa, y presumiblemente a salvo, se sintió invadido por un asombroso insomnio. Y con él apareció el temor, como si fuera una jovencita asustada. Irían a detenerle y lo encerrarían en la cárcel. Su fotografía aparecería en todos los periódicos. La gente que lo conocía sacudiría la cabeza y hablaría de él en las cafeterías y en los restaurantes, durante el almuerzo. Vinnie Mason le diría a su esposa que él sabía desde hacía tiempo que Dawes estaba loco. Los padres de Mary la obligarían a volar a Reno, donde primero se haría residente y luego pediría el divorcio. Incluso tal vez encontrara a alguien que se la tirara. Eso no le sorprendería.
Permaneció despierto, diciéndose que no lo cogerían. Con los guantes puestos no había dejado huellas dactilares. Había recogido el cubo de Mary y ocultado sus huellas, conduciendo durante un buen rato para desembarazarse de cualquier posible persecución, del mismo modo que un fugitivo se mete en una corriente de agua para despistar a los perros que lo persiguen. Pero ninguno de aquellos pensamientos le produjo sueño o sensación de comodidad. Podían cogerle. Quizá alguien había visto su ranchera en Heron Place y consideró sospechoso que un vehículo circulara a aquellas horas bajo una tormenta de nieve. Quizá alguien había anotado su matrícula y en ese momento estaba siendo felicitado por la policía. Quizá obtuvieran muestras de pintura de la barrera de construcción de Heron Place, que había apartado de un golpe con el coche, y estaban a punto de extraer el nombre del culpable de una computadora donde se hallaban registrados todos los pro-pietarios de automóviles. Quizá...
Dio vueltas y más vueltas en la cama, esperando que las oscilantes sombras azules de los coches de policía aparecieran en su ventana, que alguien llamara pesadamente a su puerta y que una voz anodina y kafkiana ordenara a gritos: «¡Está bien, abra esa puerta!» Cuando al fin se quedó dormido, lo hizo sin darse cuenta, porque su pensamiento pasó de la meditación consciente al desviado mundo de los sueños sin apenas interrupción, como un coche que sigue avanzando cuando se cambia de velocidad. Incluso soñando creyó estar despierto, y en aquellos sueños se suicidaba una y otra y otra vez: se quemaba, se colocaba debajo de un yunque que había en lo alto y tiraba de él con una cuerda, se ahorcaba, abría todas las espitas de la cocina de gas, se disparaba un tiro en la sien, se tiraba por una venta-na, se arrojaba al paso de un autobús de la compañia Greyhound que avanzaba a toda velocidad, se tomaba un tubo de pastillas, se bebía un vaso lleno de desinfectante para el inodoro, se metía un recipiente de aerosol Glade Pine Fresh en la boca, apretaba el botón e inhalaba hasta que su cabeza se hinchaba y flotaba como el globo de un niño, se hacía el harakiri en un confesionario en St. Dom, confesando su suicidio a un atónito y joven sacerdote incluso en el instante en que sus entrañas se desparramaban sobre el banco, ejecutando un acto de contrición con voz debilitada, rodeado por su propia sangre y los humeantes jugos de sus intestinos. Pero lo que veía con mayor nitidez, una y otra vez, era a sí mismo sentado tras el volante de la ranchera, acelerando un poco el motor en el garaje cerrado. Respiraba profundamente mientras hojeaba una revista de National Geographic, examinando imágenes llenas de vida en Tahití, en Aukland y en el Mardi Gras, en Nueva Orleans. Cada vez volvía las páginas con mayor lentitud hasta que el ruido del motor se desvanecía para convertirse en un lejano ronroneo y las verdes aguas del Pacífico lo inundaban cálidamente y lo arrastraban hacia sus profundidades plateadas.
19 de diciembre de 1973
Se despertó poco después del mediodía y se levantó de la cama. Se sentía como si la noche anterior hubiera estado de juerga. Sentía un monstruoso dolor de cabeza. Tenía la vejiga llena. Y un sabor nauseabundo en la boca. Al caminar, la cabeza le latió dolorosamente, como si alguien estuviera golpeándosela con los palillos de un tambor. Ni siquiera se permitió el lujo de creer (aunque fuera por breves instantes) que durante la noche anterior había soñado todo lo que recordaba en esos momentos, porque el olor de la gasolina parecía habérsele incrustado en la carne y se elevaba, fragante, del montón de ropas. La nevada había terminado. El cielo estaba claro, y la brillante luz del sol hizo que sus ojos imploraran compasión.
Entró en el cuarto de baño, se sentó en el retrete y un movimiento de diarrea surgió de él como un tren correo atravesando a toda velocidad una estación desierta. Su deposición cayó en el agua con una nauseabunda serie de chorros y plops que le hicieron gemir y cogerse la cabeza con ambas manos. Orinó sin levantarse, al tiempo que alrededor de él se elevaba el rico y fuerte olor de los productos finales de su insatisfactoria digestión.
Tiró de la cadena y bajó por las escaleras, casi tambaleándose, llevando consigo ropa limpia. Esperaría a que aquel condenado olor desapareciera del cuarto de baño y entonces se ducharía. Quizá esperara toda la tarde.
Se tomó tres pastillas de Excedrin del frasco verde que había en el estante situado sobre el fregadero de la cocina, engullendo después dos grandes tragos de Pepto-Bismol. Puso a calentar agua para el café y rompió su taza favorita cuando la descolgó de su gancho. Ba-rrió los restos, cogió otra taza, echó en ella café instantáneo y se dirigió hacia la sala de estar.
Encendió la radio y barrió el dial en busca de noticias que, al igual que la policía, nunca estaban cuando se las necesitaba. Música pop. Informes sobre alimentación y granos. Un bombón dorado porque usted se lo merece. Un programa a micrófono abierto. Otro programa musical. Paul Harvey vendiendo el seguro de vida de la banca. Más música pop. Ni una noticia.
El agua para el café estaba hirviendo. Sintonizó una de las emisoras de música pop, se preparó el café y se lo llevó a la mesa, donde se lo bebió sin azúcar. Los dos primeros sorbos le produjeron náuseas, pero después se sintió mejor.
Y entonces dieron las noticias. Primero las nacionales, y a continuación las locales.
«Se nos ha informado que ha habido un incendio en la ampliación de la autopista 784, a primeras horas de la madrugada, cerca de Grand Street. El teniente de policía Henry King dijo que, al parecer, los vándalos habían utilizado cócteles de gasolina para incendiar una grúa, dos apisonadoras, dos bulldozers, un camión y la oficina móvil de Lane Construction Company, todo lo cual quedó completamente destripado.»
Sintió una exultación tan amarga y negra como el sabor de su café sin azúcar al escuchar las palabras «completamente destripado».
«Los daños ocasionados a las apisonadoras y los bulldozers fueron de poca importancia, según Francis Lane, cuya empresa ha obtenido un sustancial subcontrato en la construcción de la ampliación, pero la grúa de demolición, valorada en 60.000 dólares, se espera que esté dos semanas fuera de servicio.»
¿Dos semanas? ¿Era eso todo?
«Según Lane, mucho más grave ha sido el incendio de la oficina ambulante, donde guardaban hojas de salarios, registros de trabajos realizados y el noventa por ciento de los informes de contabilidad de la empresa durante los tres últimos meses. "Eso va a ser lo más difícil de solucionar —dijo Lane—. Puede retrasarnos un mes o más."
Quizá aquello fuesen buenas noticias. Quizá había valido la pena ganar un mes más de tiempo.
«Según el teniente King, los vándalos recorrieron el lugar en un vehículo tipo ranchera, posiblemente un Chevrolet último modelo, y ha hecho un llamamiento para que cualquiera que haya visto un coche de esas características abandonando el lugar por la Heron Street, lo comunique a la policía. Francis Lane ha calculado los daños ocasionados en unos 100.000 dólares. Otras noticias locales informan que el representante del estado, Muriel Reston, ha sido citado de nuevo...»
Apagó la radio.
Una vez que había escuchado aquello, y a la luz del día, todo parecía un poco mejor. Era posible ver las cosas de un modo racional. Claro que la policía nunca comenta todas sus pistas, pero si realmente andaban buscando un Chevrolet en lugar de un Ford, y si se veían obligados a pedir la colaboración de testigos, quizá estuviese a salvo, al menos por el momento. Y si había algún testigo, ninguna preocupación por su parte cambiaría ese hecho.
Se desprendería del cubo de Mary y abriría el garaje para ventilarlo del olor a gasolina. Imaginaría una historia para explicar el cristal del coche roto, por si alguien le preguntaba. Y, lo más importante, trataría de prepararse mentalmente para una visita de la policía. Siendo el último residente de Crestallen Street West, sería lógico que, al menos, investigaran su situación. Y no tendrían que husmear mucho para descubrir que últimamente había estado actuando de un modo alocado. Había dejado pasar la opción de compra de la fábrica. Su esposa lo había abandonado. Un antiguo empleado suyo lo había golpeado en unos grandes almacenes. Y, desde luego, tenía un coche tipo ranchera. Chevrolet o no. Todos eran datos negativos. Pero, en sí mismos, no constituían ninguna prueba contra él.
Y si ellos conseguían alguna prueba, supuso que lo meterían en la cárcel. Pero había cosas peores que la cárcel. La cárcel no era el fin del mundo. Le proporcionarían un trabajo, lo alimentarían. No tendría que preocuparse por qué ocurriría cuando se le acabara el dinero del seguro. Claro que había muchas cosas peores que la cárcel. El suicidio, por ejemplo. Eso era peor. Subió al primer piso y se duchó.
Más tarde telefoneó a Mary. Contestó su suegra, que fue a buscar a su hija, no sin antes emitir un bufido desdeñoso. Pero cuando Mary se puso al teléfono parecía sentirse alegre.
—Hola, Bart. Felices Navidades por adelantado.
—Felices Navidades.
—¿Qué quieres Bart?
—Bueno, he comprado unos regalos... cosas sin importancia... para ti y las sobrinas y sobrinos. Me había preguntado si podríamos reunimos en alguna parte. Te los daré a ti. No he envuelto los regalos de los pequeños...
—Me encantará hacerlo. Pero no deberías haber comprado nada. No tienes trabajo.
—Pero continúo buscándolo.
—Bart, ¿has hecho... has hecho algo de aquello que hablamos?
—¿Lo del psiquiatra?
—Sí.
—He llamado a dos. Uno tiene su agenda repleta hasta casi el mes de junio. El otro estará en las Bahamas hasta finales de marzo. Me dijo que me aceptaría como paciente a partir de esa fecha.
—¿Cómo se llaman?
—¿Qué cómo se llaman? Vamos, cariño, tendría que mirarlo para decírtelo. Creo recordar que el primer tipo se llamaba Adams... Nicholas Adams...
—Bart —dijo ella con tono triste.
—Aunque podría ser Aarons —se apresuró a decir él.
—Bart —repitió ella.
—Está bien. Cree lo que quieras. De todos modos lo harás.
—Bart, si sólo...
—¿Qué me dices de los regalos? Te he llamado por eso, no por esos condenados remiendacabezas.
—Tráelos el viernes, ¿quieres? —dijo ella con un suspiro—. Yo puedo...
—¿Cómo? ¿Y que tus padres contraten a Charles Manson para que me tope con él en la puerta? Encontrémonos en un terreno neutral, ¿te parece?
—Ellos no estarán aquí. Se van a pasar las Navidades con Joanna.
Joanna era Joanna St. Claire, la prima de Jean Calloway, que vivía en Minnesota. Habían sido amigas íntimas en su Juventud (a veces él pensaba que en alguna época situada entre la guerra de 1812 y el advenimiento de la Confederación), y Joanna había sufrido un ataque el mes de julio anterior del cual aún intentaba reponerse, pero Jean les había dicho, a él y a Mary, que los médicos creían que moriría en cualquier momento. Sería estupendo tener metida en la cabeza una bomba de relojería como ésa, pensó. ¡Eh, una bomba! ¿Es hoy? Por favor, hoy no. Todavía no he terminado la última novela de Victoria Holt.
—¿Bart? ¿Estás ahí?
—Sí. Estaba en Babia.
—¿Te parece bien a la una?
—Sí, de acuerdo.
—¿Hay algo más?
—No, eh...
—Bueno...
—Cuídate, Mary.
—Lo haré. Adiós, Bart.
—Adiós.
Colgaron y él se fue a la cocina para prepararse una copa. La mujer con quien acababa de hablar por teléfono no era la misma que había estado sentada en el sofá de la sala de estar con el rostro lleno de lágrimas, menos de un mes antes, suplicando hallar alguna razón que le ayudara a comprender la oleada que había arrasado toda su ordenada vida, destruyendo el trabajo de veinte años y dejando sólo unas vigas sobresaliendo de las marismas. Era extraño. Sacudió la cabeza de la forma en que lo habría hecho si las noticias hubiesen informado que Jesús había descendido de los cielos para llevarse a Richard Nixon sobre ruedas de fuego. Ella se estaba recuperando. Es más: había recuperado a una persona que él apenas conocía, a una mujer que él apenas recordaba. Como una arqueóloga, había excavado para poner al descubierto aquella persona, y la nueva persona emergida parecía tener las articulaciones un poco rígidas, pero seguía siendo perfectamente útil. Las articula-ciones mejorarían su funcionamiento y la nueva-vieja persona se transformaría en toda una mujer, tal vez asustada por el cataclismo, pero no gravemente herida. Él la conocía quizá mejor de cuanto ella se imaginaba y, a partir de su tono de voz, se había dado cuenta que se acercaba cada vez más a la idea del divorcio, a la idea de romper limpiamente con el pasado... Una ruptura que cicatrizaría bien y no dejaría ninguna astilla. Ella tenía treinta y ocho años. Ante sí se extendía la mitad de su vida. No había ningún niño que hubiera quedado mutilado entre los escombros de su matrimonio. Él no sugeriría el divorcio, pero si ella lo hacía se mostraría de acuerdo. Envidiaba su nueva persona y su nueva belleza. Y si ella miraba atrás dentro de diez años y consideraba su matrimonio como un largo pasillo oscuro por donde tuvo que pasar para alcanzar la luz del sol, sentiría mucho que ella pensara así, pero no podría culparla por ello. No, no podría.
21 de diciembre de 1973
Le entregó los regalos en la resplandeciente sala de estar de Jean Calloway, y la conversación que siguió fue artificial y violenta. Él nunca había estado allí con ella a solas, y tenía la sensación de que deberían abrazarse. Fue una burda reacción de su rodilla rozan-do la de ella lo que hizo que se sintiera como un colegial.
—¿Te has aclarado el pelo? —preguntó él.
—Sólo un poco —contestó ella, encogiéndose de hombros.
—Es bonito. Te hace parecer más joven.
—A ti, en cambio, te están saliendo canas en las sienes, Bart. Te dan un aspecto distinguido.
—Y una mierda, me hacen parecer más viejo. Ella se echó a reír —con un tono quizá demasiado agudo— y miró los regalos, sobre una mesita. Él había envuelto el broche en forma de buho, dejando que los muñecos y el ajedrez los envolviera ella. Los muñecos miraban fijamente el techo, esperando que las manos de una niña les infundieran vida.
Miró a Mary. Sus miradas se encontraron, muy serias por un momento, y pensó que ella estaba a punto de pronunciar palabras irrevocables, y se sintió asustado. En ese instante, el reloj de cuco anunció la una y media, y ambos se sobresaltaron y se echaron a reír. El mo-mento había pasado. Se levantó, para que no volviera a producirse. «Salvado por el canto de un cuco», pensó. Eso encajaba.
—Tengo que marcharme —dijo él.
—¿Una cita?
—Una entrevista de trabajo.
—¿De veras? —Parecía contenta—. ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cuánto?
Él se echó a reír y sacudió la cabeza antes de contestar.
—Hay otra docena de aspirantes con tan buenas posibilidades como yo. Te lo diré cuando lo consiga.
—Presumido.
—Pues claro.
—Bart, ¿qué piensas hacer en Navidad? Ella lo miró con una expresión preocupada y solemne, y él pensó de pronto que lo que había estado a punto de decir antes era una invitación para cenar juntos el día de Navidad y no para pedirle el divorcio. ¡Cielo santo! Casi se echó a reír del alivio que sintió.
—Comeré en casa.
—Puedes venir aquí si quieres —le invitó ella—. Estaríamos tú y yo solos.
—No —rechazó pensativo y luego, con un tono más firme, añadió—: No. Las emociones suelen quedar fuera de control durante las fiestas. En otra ocasión.
Ella asintió con un gesto, pensativa también.
—Y tú, ¿comerás sola?
—Puedo ir a casa de Bob y Janet. ¿Estás seguro?
—Sí.
—Bueno... —Pero ella parecía sentirse aliviada. Caminaron hacia la puerta y se dieron un apagado beso de despedida.
—Te llamaré —dijo él.
—Eso espero.
—Y saluda a Bobby de mi parte.
—Así lo haré.
Estaba a medio camino del coche, cuando ella lo llamó:
—¡Bart! ¡Bart, espera un minuto! Se volvió, casi con temor.
—Casi se me olvida —dijo ella—. Wally Hamner llamó por teléfono y nos invitó a su fiesta de fin de año. He aceptado en nombre de los dos. Pero si no quieres ir...
—¿Wally? —Frunció el ceño. Walter Hamner era prácticamente su único amigo en la ciudad. Trabajaba en una agencia local de publicidad—. ¿Es que no sabe que estamos... separados?
—Lo sabe, pero ya conoces a Walt. Ese tipo de cosas no son suficientes para detenerle.
Así parecía. El mero hecho de pensar en Walter le hizo sonreír. Walter, siempre amenazando con dejar la publicidad a cambio del diseño de vanguardia. Compositor de canciones jocosas e incluso de parodias más obscenas de canciones populares. Divorciado dos veces, pero tomándoselo con serenidad. Ahora impotente, si uno se creía las murmuraciones y, en ese caso, él creía que las habladurías eran ciertas. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que viera a Walt? ¿Cuatro meses? ¿Seis? En cualquier caso, demasiado.
—Eso podría ser divertido —dijo él, y entonces un pensamiento lo sacudió.
Ella lo adivinó por la expresión de su rostro y lo tranquilizó:
—No habrá ningún antiguo empleado de la lavandería.
—Él y Steve Ordner se conocen.
—Bueno, sí... —Ella se encogió de hombros para mostrar lo improbable que le parecía que Steve acudiera a la fiesta, pero el encogimiento se convirtió en un pequeño escalofrío. Estaban a casi cuatro grados bajo cero.
—Eh, tienes frío, entra en casa. Vas a quedarte helada.
—¿Quieres ir?
—No lo sé. Tengo que pensarlo.
Volvió a besarla, esta vez con mayor firmeza, y ella le devolvió el beso. En un momento como aquél era capaz de lamentarlo todo... pero las lamentaciones estaban muy lejos, enterradas.
—Feliz Navidad, Bart.
Él vio que lloraba un poco.
—El próximo año será mejor—dijo tratando de consolarla, pero sabía que esas palabras no significaban nada—. Entra en casa antes de que cojas una neumonía.
Ella entró en casa y él se marchó, sin dejar de pensar en la fiesta de fin de año de Wally Hamner. Pensó que probablemente iría.
24 de diciembre de 1973
Encontró un pequeño taller en Norton donde se mostraron dispuestos a cambiarle el vidrio roto por noventa dólares. Cuando le preguntó el hombre si trabajaba el día de Nochebuena, éste contestó;
—Demonios, sí. Aceptaré ese trabajo y haré todo lo que pueda.
De camino, se detuvo ante una lavandería automática en Norton y puso sus ropas en dos máquinas. Hizo girar automáticamente los agitadores para ver de qué clase eran las paletas. Después cargó cuidadosamente las máquinas, sin poner demasiada ropa para que quedara bien escurrida. Se detuvo un instante y sonrió un poco. Sacarás al muchacho de la lavandería, Fred, pero no podrás sacar la lavandería del muchacho. ¿Verdad, Fred? ¿Fred? Oh, que te den por el culo.
—Es todo un agujero —dijo el hombre del taller al ver el vidrio roto y astillado.
—Un chaval lanzó una pelota de nieve —explicó—, con una piedra dentro.
—Seguro que la había —admitió el otro—. Seguro.
Una vez reemplazado el vidrio regresó a la lavandería automática, puso a secar la ropa a una temperatura media e introdujo treinta centavos en la ranura. Se sentó y cogió un periódico arrugado. En la lavandería sólo había una mujer joven de aspecto cansado, con gafas de montura metálica y mechas rubias en su largo y pelirrojo cabello. La acompañaba un niña pequeña que estaba sufriendo una rabieta.
—¡Quiero mi botella!
—Maldita sea, Rachel...
—¡Botella!
—Papá te dará una buena zurra cuando volvamos a casa —le prometió la joven hoscamente—. Y no habrá nada especial antes de irte a la cama.
—¡Boteeeella!
¿Por qué razón una mujer joven como aquélla quería tener unos mechones de cabello de color diferente?, se preguntó él. Miró el periódico. Los titulares informaban: PEQUEÑAS MULTITUDES EN BELÉN. LOS PEREGRINOS TEMEN EL TERROR SANTO. En la parte inferior de la primera página su mirada se vio atraída por una historia que leyó cuidadosamente:
WINTERBURGER DICE QUE NO TOLERARÁ
LOS ACTOS DE VANDALISMO
(Local) Víctor Winterburger, candidato demócrata para el puesto del finado Donald P. Naish, muerto en un accidente de tráfico el pasado mes, dijo ayer que «en una civilizada ciudad norteamericana» no se pueden tolerar actos de vandalismo como el ocurrido el pasado miércoles en las obras de construcción de la extensión de la autopista 784, que causó daños valorados en casi cien mil dólares. Winterburger hizo esta declaración durante una cena de la American Legion, recibiendo una calurosa ovación.
«Ya hemos visto lo ocurrido en otras ciudades», añadió Winterburger. «Hemos visto los autobuses, los vagones de metro y los edificios de Nueva York mutilados, las ventanas rotas y las escuelas insensiblemente echadas a perder en Detroit y San Francisco, el abuso en los servicios públicos, museos públicos, galerías públicas... No debemos permitir que el país más importante del mundo se vea invadido por hunos y bárbaros.»
La policía fue llamada a la zona en construcción de Grand Street cuando una serie de incendios y explosiones fueron vistos por
(Continúa en la página 5, 2.ª columna.)
Dobló el periódico y lo dejó sobre un montón de revistas manoseadas. La secadora funcionaba con un sonido bajo y soporífero. Hunos. Bárbaros. Ellos eran los hunos. Ellos eran los violadores, los que destrozaban y desgarraban, sacando a la gente de sus casas a la fuerza, destruyendo las vidas de las personas como un niño pequeño destruye un hormiguero...
La mujer joven arrastró a su hija, que seguía llorando por una botella, y salió de la lavandería automática. Él cerró los ojos y se adormiló, en espera de que la secadora terminara de funcionar. Pocos minutos después se despertó sobresaltado, creyendo haber escuchado las campanas de un coche de bomberos, pero sólo era un Santa Claus del Ejército de Salvación que se había instalado delante de la lavandería. Cuando salió a la calle con su cesta de ropa, echó en el bote de Santa Claus toda la calderilla que llevaba en el bolsillo.
—Que Dios lo bendiga —dijo Santa Claus.
25 de diciembre de 1973
El timbre del teléfono lo despertó hacia las diez de la mañana. Medio dormido, tendió la mano hacia la mesita de noche y se llevó el auricular a la oreja. Una telefonista le dijo crispadamente a través del sueño:
—¿Acepta una llamada de Olivia Brenner? Se sintió perdido y sólo pudo balbucear:
—¿Qué? ¿De quién? Estoy dormido.
Una voz lejana aunque ligeramente familiar exclamó:
—¡Oh, por todos los santos! Y él se dio cuenta.
—Sí, sí, la acepto. —¿Habría colgado ella? Se incorporó, apoyándose en un codo—. ¿Olivia? ¿Estás ahí?
—Adelante, por favor —dijo la telefonista.
—¿Olivia?
—Estoy aquí —le respondió una voz temblorosa y distante.
—Me alegro de que me hayas llamado.
—No creía que aceptaras la llamada.
—Acabo de despertarme. ¿Estás ahí? ¿En Las Vegas?
—Sí —contestó ella.
La palabra surgió con una autoridad curiosamente apagada, como un tablón dejado caer sobre un suelo de cemento.
—Y bien, ¿cómo te va? ¿Qué tal te salen las cosas? El suspiro de ella fue tan amargo que casi sonó a sollozo.
—No muy bien.
—¿No?
—Conocí a un tipo la segunda... no, la tercera... noche que pasé aquí. Fui a una fiesta y todo acabó jodidamente... que...
—¿Droga? —preguntó con cautela, consciente de que era una llamada de larga distancia y el gobierno estaba en todas partes.
—¿Droga? —repitió ella—. Por supuesto que hubo droga. De muy mala calidad, llena de porquería... Creo que fui violada.
La última palabra le llegó tan distante que casi no la entendió y tuvo que preguntar:
—¿Qué?
—¡Violada! —gritó ella, tan fuerte que el receptor produjo una distorsión—. ¡Eso sucede cuando un estúpido que juega a ser hippie el viernes por la noche te mete su salami hasta el fondo mientras tú tienes los sesos en otra parte, chorreando por la pared! Violación. ¿Sabes lo que significa la palabra «violación»?
—Lo sé.
—Y una mierda lo sabes.
—¿Necesitas dinero?
—¿Por qué me preguntas eso? No puedo follarte por teléfono. Ni siquiera puedo hacerte una paja.
—Tengo algún dinero. Podría enviártelo. Eso es todo. Por eso te lo he preguntado.
De manera instintiva había hablado con suavidad. De ese modo, ella tendría que serenarse y escucharle.
—Sí, sí.
—¿Tienes alguna dirección fija?
—Lista de correos, ésa es mi dirección.
—¿No dispones de apartamento?
—Sí, yo y ese otro asqueroso tipo tenemos un lugar. Pero los buzones están rotos. No importa. Guárdate tu dinero. Tengo un trabajo. Pero creo que lo dejaré y regresaré. Me deseo Felices Navidades.
—¿Qué clase de trabajo?
—Preparo hamburguesas en un establecimiento de comidas rápidas. Tienen máquinas tragaperras en el vestíbulo y la gente se pasa toda la noche jugando en ellas y comiendo hamburguesas, ¿puedes creerlo? Lo último que has de hacer cuando has terminado tu turno es limpiar las máquinas, llenas de mostaza y ketchup. Y deberías ver a la gente que va por allí. Todos son gordos. Todos van quemados. Y si no te quieren joder, no eres más que un mueble. He recibido ofertas de ambos sexos. Menos mal que mi compañero de cuarto está bien orientado sexualmente. Yo... Oh, cielos, ¿por qué te cuento todo esto? Ni siquiera sé por qué te he llamado. Voy a largarme de aquí en cuanto termine la semana y me paguen.
—Concédete un mes —dijo él.
—¿Qué?
—No hagas tonterías. Si te marchas ahora, siempre estarás preguntándote para qué diablos fuiste ahí.
—¿Jugaste al fútbol americano en el instituto? Seguro que sí. Sabes devolver muy bien las pelotas.
—Ni siquiera era el recogepelotas.
—Entonces, no sabes nada de nada, ¿verdad?
—Creo que voy a suicidarme —dijo él.
—Ni siquiera... ¿Qué has dicho?
—Creo que voy a suicidarme —repitió él con tono sereno. Ya no pensaba en la llamada de larga distancia, ni en la gente que quizá estuviera controlándola para divertirse, fuera Ma Bell, la Casa Blanca, la CIA o el FBI—. Sigo intentando salir adelante, pero las cosas no funcionan. Eso sucede porque soy un poco demasiado viejo para que vayan bien. Alguna cosa se estropeó en mi cabeza hace unos pocos años y yo sabía que aquello era algo malo, pero ignoraba que lo fuera para mí. Sólo creí que era por algo que había sucedido y que lograría superarlo. Pero las cosas continúan pudriéndose en mi interior. Me da náuseas. Sigo haciendo cosas.
—¿Tienes cáncer? —preguntó ella con un susurro.
—Creo que sí.
—Tendrías que ir al hospital, conseguir que...
—Es cáncer del alma.
—Eres un hombre con un ego desconcertante.
—Quizá. Pero no importa. De un modo u otro, los acontecimientos seguirán su curso, y ese curso será el que quieran tomar. Sólo hay una cosa que me molesta y es la sensación que experimento de vez en cuando de que soy sólo un personaje en una obra de un mal escritor y que él ha decidido hace tiempo por dónde van a ir las cosas y por qué. Resulta más fácil verlo todo de ese modo que, incluso, acusar a Dios de ser el responsable... ¿Qué ha hecho Él por mí, en un sentido o en otro? No, más bien se trata de ese mal escritor. Todo es culpa suya. Me quitó a mi hijo inventándose un tumor cerebral. Ése fue el primer capítulo. El suicidio o no suicidio es algo que escribirá justo antes del epílogo. Es una historia estúpida.
—Escucha —dijo ella, preocupada—, si en tu ciudad tienen uno de esos números de teléfono para pedir ayuda, quizá deberías...
—No podrían hacer nada por mí —la interrumpió él—, y eso no importa. Lo que yo quiero es ayudarte a ti. Por todos los santos, echa un vistazo alrededor antes de cometer una tontería. Aléjate de la droga, dijiste que lo harías. La próxima vez que des un vistazo a lo que te rodea, tendrás cuarenta años y la mayoría de tus alternativas habrá desaparecido ya.
—No, no puedo soportar esto. Quizá en algún otro lugar...
—Todos los lugares son iguales, a menos que cambie tu mentalidad. No existe lugar mágico alguno donde tu mente funcione correctamente. Si te sientes una mierda, todo lo que veas a tu alrededor te parecerá una mierda. Eso lo sé muy bien. Los titulares de los periódicos, incluso los anuncios que veo, todos anuncian lo mismo:
«Sí, está bien Georgie, apaga y vámonos.»
—Escucha...
—No, no, escúchame tú a mí. Límpiate los oídos. Hacerse viejo es como conducir el coche a través de una capa de nieve que cada vez se hace más y más espesa. A partir de determinado momento uno no hace otra cosa que girar y girar las ruedas, que no cesan de patinar. Eso es la vida. Ningún tractor vendrá a sacarte del atasco. Tu barco no llegará para salvarte, muchacha. Y no hay botes salvavidas para nadie. Nunca ganarás una disputa. Ninguna cámara seguirá tus pasos y no habrá nadie contemplando tu lucha. Todo es así.
—¡No tienes ni idea de cómo son las cosas aquí! —gritó ella.
—No, pero sé muy bien cómo son aquí.
—Tú no eres responsable de mi vida.
—Te voy a enviar quinientos dólares... Olivia Brenner. Lista de Correos, Las Vegas.
—No estaré aquí. Te los devolverán.
—No lo harán. Porque no pienso poner remitente.
—En ese caso, ya puedes tirarlos.
—Utilízalos para conseguir un trabajo mejor.
—No.
—Entonces empléalos como papel higiénico —dijo con tono áspero, y cortó la comunicación.
Le temblaban las manos. El timbre del teléfono sonó cinco minutos después.
—¿Acepta usted...? —preguntó la telefonista.
—No —contestó, y colgó.
Dos veces más llamaron aquel mismo día, pero ninguna de esas llamadas fue de Olivia.
Hacia las dos de la tarde, Mary llamó desde casa de Bob y Janet Preston (que a él, al margen de si le gustaban o no, le recordaban a Barney y Wilma Flintstone). Le preguntó cómo estaba. Bien. Era una mentira, desde luego. ¿Qué pensaba hacer para la comida de Navidad? Ir al viejo restaurante Old Customhouse y comer el pavo. Otra mentira. ¿No le gustaría cambiar de planes y acudir allí? A Janet le sobraba mucha comida y le gustaría desembarazarse de una poca. No, en realidad no tenía tanta hambre por el momento. Era verdad. Sin embargo estaba bien predispuesto y le dijo que iría a la fiesta de Walter. Ella pareció contenta. ¿Sabía que sería una fiesta muy alegre?
—¿Cuándo organiza Wally Hamner una fiesta que no lo sea? —preguntó él y ella se echó a reír.
Se despidieron y cortaron la comunicación. Él regresó a su sillón, frente al televisor, y a su copa.
El timbre del teléfono volvió a sonar hacia las siete y media, y para entonces no sólo estaba amable, también estaba borracho.
—¿Diga?
—¿Dawes?
—Vive aquí, ¿quién está ahí?
—Magliore, Dawes. Sal Magliore.
Parpadeó y miró su copa. Miró después hacia el televisor en color Zenith, en el cual había estado viendo una película titulada El regreso al hogar tras las vacaciones. Trataba de una familia que se había reunido la víspera de Navidad en la mansión del moribundo patriarca, y alguien los iba asesinando uno a uno. Un tema muy navideño.
—Señor Magliore —dijo, pronunciando las palabras con mucho cuidado—. Felices Navidades, señor. ¡Y le deseo lo mejor para el año nuevo!
—Oh, si supiera el pavor que me produce el 74 —dijo Magliore tristemente—. Es el año en que los barones del petróleo van a apoderarse del país, Dawes. Eche un vistazo a mis hojas de ventas de diciembre si no me cree. El otro día vendí un Chevrolet Impala del 71, tan limpio como una patena, y lo vendí por mil dólares. ¡Mil dólares! ¿No le parece increíble? Una reducción del cuarenta y cinco por ciento en un año. Pero podría desembarazarme de todos los Vegas del 71 que caigan en mis manos por mil quinientos o mil seiscientos dólares. ¿Y qué clase de coches son ésos, se preguntará usted?
—¿Coches pequeños? —tanteó.
—¡Son como jodidas latas de café, eso son! —espetó Magliore—. ¡Cajas de zapatos sobre ruedas! Cada vez que uno mira un condenado trasto de ésos y guiña un ojo, el motor se para o se cae el tubo de escape o se estropea la dirección. Pintos, Vegas, Gremlins, todos son iguales, como pequeñas cajas suicidas. De modo que me los estoy quitando de en medio tan deprisa como puedo. Y sin embargo no puedo vender un estupendo Chevrolet Impala a menos que lo rebaje considerablemente de precio. Y ahora viene usted diciéndome: «Feliz año nuevo.» Jesús, María y José el carpintero!
—Eso es algo coyuntural —opinó él.
—De todos modos no he llamado para hablarle de eso —replicó Magliore—. Lo he hecho para felicitarle.
—¿Para felicitarme? —preguntó, verdaderamente sorprendido.
—Ya sabe... por todo ese ruido que ha armado.
—Oh, se refiere a...
—Chist. No por teléfono. Manténgase frío, Dawes.
—Claro. «Todo ese ruido que ha armado.» Eso suena bien —dijo, riendo.
—Fue usted, ¿verdad, Dawes?
—Ante usted yo no admitiría ni mi nombre de pila.
—Eso ha estado bien —rugió Magliore—. Es usted muy bueno, Dawes. Un blandengue, pero un blandengue inteligente. Y yo admiro eso.
—Gracias —dijo y, en honor a lo escuchado, se terminó el resto de la copa.
—También quería decirle que todo continuará como estaba. Rugiendo y retumbando a toda máquina.
—¿Qué?
El vaso que sostenía se le escapó de las manos y rodó por la alfombra.
—Han subcontratado, Dawes. Han dejado la responsabilidad en segundas e incluso en terceras empresas. Pagarán en metálico y al contado hasta que hayan organizado toda la contabilidad perdida, pero las cosas seguirán su marcha normal.
—Está usted loco.
—No. Sólo pensé que debería usted saberlo. Ya se lo dije, Dawes. Hay cosas de las que uno no puede desembarazarse.
—Es usted un hijo de puta. Está mintiendo. ¿Por qué llama a un hombre el día de Navidad sólo para contarle mentiras?
—No le miento. Ahora le toca a usted jugar de nuevo, Dawes. En este partido, siempre le tocará jugar.
—No le creo.
—Pobre hijo de perra —dijo Magliore. El tono de su voz fue de verdadera aflicción, y eso fue lo peor de todo—. Tampoco creo que el año nuevo vaya a ser muy feliz para usted.
Y colgó.
Y así pasó el día de Navidad.
26 de diciembre de 1973
Y, como para confirmar las palabras de Magliore, encontró una carta de ellos en el buzón (había empezado a ver a las personas anónimas del centro de la ciudad de aquella forma, caracterizadas por el pronombre personal en cursiva, como si fuesen las letras ominosas que anunciaban una película de terror).
La sostuvo en la mano, contemplando el sobre blanco, con la mente abarrotada por casi todas las malas emociones que un ser humano es capaz de experimentar: desesperación, odio, temor, cólera, pérdida. Estuvo a punto de romperla en mil pedazos y arrojar los restos a la nieve que había junto a la casa, pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. La abrió, casi rompiendo el sobre por la mitad, y tuvo conciencia de que se sentía defraudado. Lo habían puesto como un trapo, lo habían engañado. Él había destruido sus máquinas y sus registros, y ellos se limitaban a sustituirlos. Era como tratar de luchar solo contra el ejército chino.
«Ahora le toca a usted jugar de nuevo, Dawes. En este partido, siempre le tocará jugar a usted.»
Las otras cartas habían sido formularios, enviados por alguna oficina del departamento de autopistas. «Querido amigo, dentro de poco una gran grúa se acercará a su casa. Esté atento a este excitante acontecimiento que hacemos ¡PARA MEJORAR SU CIUDAD!»
Pero esa carta procedía del ayuntamiento, y era personal.
20 de diciembre de 1973
Sr. Barton G. Dawes 1241 Crestallen Street West
M....... W........
Muy señor nuestro:
Nos ha llamado la atención el hecho de que es usted el último residente de Crestallen Street West que no ha abandonado su domicilio. Confiamos en que no experimente problemas indebidos en esta cuestión. Aunque tenemos archivado un formulario 1964-2 (reconocimiento de información concerniente al Proyecto de Carretera Municipal 6983-426-73-74-HC), todavía no disponemos de su formulario de cambio de domicilio (6983-426-73-74-HC-9004, carpeta azul). Como usted sabe, no podemos procesar su cheque de reembolso por expropiación si no disponemos de ese formulario. Según nuestra valoración de impuestos de 1973, la propiedad correspondiente al 1241 de Crestallen Street West ha sido valorada en 63.500 dólares, y estamos seguros de que usted es tan consciente como nosotros de la urgencia de la situación. Legalmente, usted debe cambiar de domicilio, y tiene de tiempo hasta el 20 de enero de 1974, que es la fecha en que se ha programado el inicio de los trabajos de demolición en la zona de Crestallen Street West.
También debemos señalar una vez más que, de acuerdo con el Estatuto Estatal de Bienes Expropiables (S. L. 19452-36), usted estaría violando la ley si permaneciese en su actual alojamiento después de la medianoche del 19 de enero de 1974. Estamos seguros de que así lo comprende usted, pero se lo señalamos una vez más para que el asunto quede bien aclarado por nuestra parte.
Si tiene algún problema para mudarse de casa, confío que me llame por teléfono, en horas de oficina o, mejor aún, se pase por mi despacho para discutir la situación. Estoy seguro de que las cosas pueden solucionarse. Nos encontrará más que dispuestos a ayudarle a resolver cualquier problema y a cooperar con usted en toda esta cuestión. Mientras tanto aprovecho la ocasión para desearle una feliz Navidad y un próspero Año Nuevo.
Atentamente,
John T. Gordon
Por el ayuntamiento JTG/tk
—No —murmuró—. No le permito desearme eso. No se lo permito.
Rompió la carta en varios trozos y los tiró a la papelera.
Aquella noche, sentado ante el televisor, se encontró pensando en cómo él y Mary habían descubierto, casi cuarenta y dos meses antes que, en el cerebro de su hijo Charlie, Dios había decidido hacer un pequeño trabajo.
El médico se llamaba Younger. En las paredes de su despacho, cálidamente revestidas con paneles de madera, colgaba toda una serie de diplomas enmarcados con su nombre en ellos. Él sólo sabía que Younger era un neurólogo; un hombre rápido en determinar la enfer-medad de un buen cerebro.
Él y Mary habían acudido a verle, a petición del médico, una cálida tarde de junio, diecinueve días después de que Charlie fuera ingresado en el hospital. Era un hombre de buena apariencia, cercano a los cincuenta años, físicamente en forma gracias a los muchos partidos de golf jugados y con un elegante bronceado. Las manos del médico lo fascinaron. Eran grandes, de aspecto desgarbado, pero se movían sobre el escritorio —cogían un bolígrafo, pasaban las hojas de su agenda de citas, jugueteaban sobre la superficie del pisapapeles de plata— con una gracia ligera que a él le pareció casi repulsiva.
—Su hijo tiene un tumor cerebral —les dijo. Habló sin emoción alguna, con una ligera inflexión en la voz, aunque sus ojos les observaron cuidadosamente, como si acabase de poner en marcha un explosivo temperamental.
—Un tumor —dijo Mary suavemente.
—¿Es grave? —preguntó él a Younger. Los síntomas se habían desarrollado durante un período de ocho meses. Primero aparecieron los dolores de cabeza, infrecuentes al principio y más habituales después. Más tarde surgió el problema de la visión doble, que aparecía y desaparecía por las buenas, sobre todo después del ejercicio físico. A continuación, lo que resultó vergonzoso para Charlie, empezó a orinarse en la cama por la noche. Pero no lo llevaron al médico de cabecera hasta que se le declaró una terrorífica ceguera temporal del ojo izquierdo, que se le puso tan rojo como una puesta de sol y le oscureció el azul del iris. El médico de cabecera recomendó su ingreso en el hospital para someterlo a unas pruebas, y los demás síntomas no tardaron en aparecer: olor a naranjas y a virutas de lápiz; entumecimiento de vez en cuando de la mano izquierda; caídas ocasionales en el sinsentido y en un lenguaje infantilmente obsceno.
—Es grave —contestó Younger—. Deben prepararse ustedes para lo peor. No se le puede operar.
«No se le puede operar.»
Las palabras aún resonaban en su mente, después del tiempo transcurrido. Nunca hubiese creído que las palabras tuvieran sabor, pero aquéllas lo tenían. Un sabor malo y jugoso al mismo tiempo, como una hamburguesa podrida poco hecha.
«No se le puede operar.»
Younger les dijo que, en alguna zona muy profunda del cerebro de Charlie había un agrupamiento de células enfermas, del tamaño aproximado de una nuez. Si uno las tuviese delante sobre la mesa, las aplastaría con un buen puñetazo. Pero no estaban sobre la mesa. Se hallaban en lo más profundo del cerebro de Charlie, y seguían creciendo satisfactoriamente, llenando su cerebro de aquella materia extraña.
Un día, no mucho después de su ingreso en el hospital, visitó a su hijo a la hora del almuerzo. Hablaron de béisbol; de hecho discutieron sobre si irían o no a la final de la liga de béisbol, siempre y cuando el equipo local ganara el acceso a dichas finales.
Charlie le dijo:
—Creo que si su mmmmmm mmmmm mmmmm base se sostiene mmmm nn mmmm base se mmmm...
—¿Qué, Fred? No te sigo —dijo, inclinándose hacia adelante.
Los ojos de Charlie se pusieron en blanco y los abrió mucho.
—¿Fred? —susurró George—. ¿Freddy...?
—¡Condenada hija de puta nnnnnn zorra del demonio! —gritó su hijo desde la limpia cama blanca de hospital—. Lameculos tortillera hija de puta...
—¡Enfermera! —gritó él cuando Charlie perdió el conocimiento—. ¡Oh, Dios, enfermera!
Eran aquellas células las que hacían que hablara así. Un pequeño grupo de células enfermas, no mayor que una pequeña nuez. La enfermera le dijo que en una ocasión había estado repitiendo la misma palabra obscena durante casi cinco minutos. Sólo eran las células enfermas, no mayores en su conjunto que una pequeña nuez. Por su culpa, su hijo se convertía en un deslenguado, se meaba en la cama, le dolía la cabeza, y, durante aquella primera cálida semana de julio, perdiera toda su capacidad para mover la mano izquierda.
—Miren —les dijo el doctor Younger aquel brillante día de junio, excelente para jugar al golf.
Desdobló una larga tira de papel con los trazos dejados por las ondas cerebrales de Charlie. Al lado, colocó el encefalograma de un cerebro sano para que lo compararan, pero él no necesitó comparar nada. Contempló los trazos de lo que había estado ocurriendo en la cabeza de su hijo y volvió a sentir en la boca aquel sabor a algo podrido y, sin embargo, jugoso. El encefalograma mostraba una irregular serie de picos montañosos y valles, como si fuesen dagas mal trazadas.
«No se le puede operar.»
Si aquel agrupamiento de células enfermas, no mayor que una nuez, hubiese decidido crecer en el exterior del cerebro de Charlie, una simple operación de cirugía menor habría bastado para solucionar el problema. Sin sudor, sin tensión, sin dolores de cabeza, como decían cuando eran niños. Pero, en lugar de eso, las células enfermas habían decidido crecer en lo más profundo del cerebro, y el agrupamiento aumentaba a cada día que pasaba. Si intentaban una operación, ya fuera con escalpelo, láser o criocirugía, se encontrarían ante un bonito, saludable y palpitante trozo de carne con ojos. Si no intentaban ninguna de aquellas cosas, su hijo no tardaría en hallarse en un ataúd.
El doctor Younger les informó de todo aquello a rasgos generales, sustituyendo su falta de alternativas con una suave verborrea de lenguaje técnico que no significaba solución alguna. Mary no cesaba de sacudir la cabeza, sintiéndose ligeramente aturdida, pero él lo comprendió todo, por completo y con exactitud. Su primer pensamiento, tan claro y brillante que jamás lo olvidaría, fue: Gracias a Dios no se trata de mí. Y aquel extraño sabor volvió, y él empezó a lamentarse por su hijo.
Hoy una nuez, mañana el mundo. Lo cauteloso desconocido. El increíble hijo moribundo. ¿Cómo entender todo aquello?
Charlie murió en octubre. No hubo palabras finales dramáticas. Había permanecido en coma tres semanas.
Suspiró y rué a la cocina para prepararse una copa. La oscuridad de la noche presionaba contra las ventanas de la casa, vacía por la marcha de Mary. Continuamente encontraba cosas suyas en todas partes... antiguas fotografías, un viejo traje en el armario de arriba, unas desgastadas zapatillas debajo de la mesa del despacho. Era insoportable continuar así.
Nunca había llorado la muerte de Charlie, ni siquiera en el funeral. Mary, en cambio, sí, y mucho durante semanas. Incluso parecía un caso permanente de ojos enrojecidos. Pero al final ella había logrado curarse.
Charlie había dejado cicatrices en ella, eso era innegable. En el exterior, ella tenía todas las cicatrices. La Mary de antes y la de después eran distintas. La de antes nunca tomaba una copa, a menos que lo considerara socialmente útil para el futuro de su esposo. Apenas si bebía un cóctel ligero en una fiesta, y lo hacía durar toda la noche. O un ron caliente antes de acostarse si estaba resfriada. Eso era todo. La de después tomaba un cóctel con él a última hora de la tarde, cuando regresaba del trabajo a casa, y siempre se tomaba una copa antes de acostarse. En realidad no bebía mucho. No se trataba de que lo hiciera a escondidas en el cuarto de baño. Pero bebía más que antes. Era como una medida pro-tectora. Sin duda alguna, lo mismo que cualquier médico le habría dicho que hiciera. Antes no solía llorar por cosas sin demasiada importancia. Después lloraba por las mismas cosas pero con mayor frecuencia, y siempre en privado. Si se le quemaba la cena o le quedaba sosa. Si aparecían goteras en el sótano o se helaba el agua en las cañerías o si el horno no funcionaba bien. Antes había sido una entusiasta de la música folk y del blues; le gustaban Van Ronk, Gary Davis, Tom Rush, Tom Paxton, Spider John Koerner. Después, su entusiasmo se desvaneció. Cantaba sus propios blues y lamentos en algún circuito interno. Había dejado de hablar sobre el proyectado viaje a Inglaterra cuando él fuera ascendido. Dejó de ir a la peluquería, y comenzó a ser habitual verla sentada frente a la televisión con los rulos en la cabeza. Era de ella de quienes sus amigos comunes sentían lástima. Y él supuso que eso estaba bien así. Él quiso sentir lástima de sí mismo, y lo hizo, pero lo mantu-vo en secreto. Ella, en cambio, había sido capaz de expresar su necesidad, y de utilizar todo lo que encontró a mano para satisfacerla. Y eso la salvó; la mantuvo alejada de aquel terrible estado de contemplación que a él le mantenía despierto tantas noches, mientras que la copa de última hora que ella se tomaba la ayudaba a conciliar el sueño. Y mientras ella dormía, él contemplaba el hecho de que, en este mundo, un pequeño grupo de células enfermas no mayor que una nuez era suficiente para arrebatarle la vida a su hijo y llevárselo para siempre.
Nunca la había odiado por haberse curado, o por la diferencia que otras mujeres le dedicaron como un derecho. La consideraban de la misma forma que un joven magnate del petróleo consideraría a un viejo veterano cuya mano, espalda o mejilla brilla a causa del rosado tejido quemado... con el respeto de quien nunca ha sufrido por quien sufrió y ahora está curado. Ella había pasado un período condenadamente malo a causa de lo ocurrido a Charlie, y aquellas otras mujeres lo sabían. Pero había salido adelante. Había existido un Antes, un Infierno y un Después, e incluso había surgido un después del Después, cuando ella volvió a un par de los clubes sociales que antes solía frecuentar, tomó clases de macramé (él aún conservaba un cinturón, que ella había hecho un año antes, una creación hermosamente trenzada con una pesada hebilla de plata que mostraba el monograma BGD), y se había dedicado a ver la televisión por las tardes... culebrones y el programa de Merv Griffin charlando con personajes de actualidad.
¿Y ahora qué?, se preguntó, regresando a la sala de estar. ¿Habría un después del después del Después? Así lo parecía. Era una mujer nueva, una mujer completa la que resurgía de las viejas cenizas que él había agitado tan crudamente. El viejo petrolero, con cicatrices en la piel a causa de las quemaduras, que conservaba las viejas enseñanzas pero que ganaba adquiriendo un nuevo aspecto. ¿Belleza sólo por debajo de la piel? Nada de eso. La belleza estaba en los ojos del espectador. Y así seguiría siendo.
Sus cicatrices eran internas. Había examinado sus heridas, una por una, durante las largas noches de insomnio después de la muerte de Charlie, catalogándolas con toda la mórbida fascinación de un hombre que estudia los resultados de sus propios movimientos intestinales en busca de rastros de sangre. Quería ver a Charlie jugando en un equipo de la liga para aficionados. Esperaba que obtuviera buenas notas y comentarlas con él. Soñaba con decirle, una y otra vez, que limpiara y ordenara su habitación. Quería preocuparse por las chicas que conociera Charlie, por los amigos que eligiera, por las pequeñas tormentas internas del chico. Esperaba ver en qué se convertía su hijo y si aún podían seguir amándose como antes hasta que aquellas células enfermas, que juntas no abultaban lo que una nuez, se interpusieron entre ellos como una mujer fatal ávida y rapaz.
Mary había dicho: «Era tuyo.»
Eso era cierto. Padre e hijo se habían compenetrado tan bien que los nombres resultaban ridículos y hasta los pronombres parecían un poco obscenos. Y se convirtieron en George y Fred, una especie de combinación de vaudeville, dos personajes unidos frente al mundo.
Y si un grupo de células enfermas no mayor que una nuez destruía todas aquellas cosas, tan personales que ni siquiera pueden ser articuladas adecuadamente, y cuya existencia apenas se atreve uno a admitir ante sí mismo, ¿qué quedaba entonces? ¿Cómo se confía de nuevo en la vida? ¿De qué otra forma es posible considerarla excepto como una insignificante y demoledora fiesta del sábado noche?
Todo eso estaba en su interior, pero él no se había dado cuenta de que sus pensamientos estuvieran transformándolo tan profunda e irremediablemente. Y todo aquello había salido a la luz, como un vómito obsceno arrojado sobre la mesa donde se toma el café, arrastrando sus jugos gástricos, llenando la mesa de grumos sin digerir. Y si el mundo no era más que una demoledora carrera carente de significado, ¿acaso no tenía uno el derecho a apearse del coche en marcha? Pero ¿qué ocurriría después? La vida parecía una especie de preparación para el infierno.
Vio que, sin darse cuenta, se había tomado la copa en la cocina, y que se había ido a la sala de estar con el vaso vacío.
31 de diciembre de 1973
Se hallaba a sólo dos manzanas de distancia de la casa de Wally Hamner cuando se metió la mano en el bolsillo del abrigo para ver si tenía tabletas de Canadá Mints. No le quedaban, pero encontró un diminuto cuadrado de papel de aluminio que brilló, débilmente iluminado por las luces verdes de la ranchera. Lo contempló, extrañado, y estaba a punto de tirarlo en el cenicero cuando recordó qué era.
En su mente, la voz de Olivia dijo: «Mescalina sintética, producto cuatro. Así la llaman. Es una droga muy fuerte.» Lo había olvidado hasta entonces.
Se guardó de nuevo el minúsculo paquete en el bolsillo del abrigo y giró hacia la calle de Walter. Había coches alineados delante del bloque, a ambos lados de la calle. Así era Walter, muy bien. Nunca se había conformado con organizar una sencilla fiesta cuando podía tener en perspectiva algo mayor. El principio de la presión del placer, le llamaba Wally. Aseguraba que algún día patentaría la idea y que después publicaría el manual de cómo utilizarla. Si uno reunía bastante gente, aseguraba Wally Hamner, no había más remedio que pasarlo bien... Uno se veía presionado a ello. En cierta ocasión que Wally exponía su teoría en un bar, él mencionó una multitud de gente dispuesta a cometer un linchamiento.
—Eso es —intervino Walter con suavidad—. Bart acaba de demostrar mi teoría.
Se preguntó qué estaría haciendo Olivia. No había intentado llamarle de nuevo; si lo hubiese hecho, era probable que él se hubiera ablandado y admitido la llamada. Quizá se había quedado en Las Vegas el tiempo suficiente para recibir el dinero y después había tomado un autobús con dirección a... ¿adonde? ¿A Maine? ¿Había alguien capaz de cambiar Las Vegas por Maine en pleno invierno? Seguramente no.
«Producto cuatro. Así la llaman. Es una droga muy fuerte.»
Aparcó el coche detrás de un GTX deportivo rojo con una banda negra en los costados y se apeó. La noche de fin de año era clara pero amargamente helada. Una frígida costra de luna pendía en el cielo, por encima de su cabeza, como un recorte de papel hecho por un niño. Las estrellas brillaban con abundante prodigalidad. Los helados mocos de su nariz crujieron cuando se frotó las ventanas. Su respiración surgía plomiza en el aire oscuro.
A tres casas de distancia del domicilio de Walter oyó el sonido de los bajos que surgía del estéreo. Realmente, estaban chiflados. Sin duda alguna, había algo en las fiestas de Wally, con principio del placer o sin él. Casi todos los bienintencionados que se dejaban caer allí como por casualidad terminaban quedándose y bebiendo hasta que sus cabezas se llenaban de campanillas doradas, que al día siguiente se convertían en pesadas campanas de iglesia. Los más fanáticos contrarios a la música rock terminaban bailando el boogie en la sala de estar entre los dorados vapores del alcohol, cuando Wally calculaba que todos habían bebido lo suficiente como para considerar los años cincuenta y sesenta como escenario de sus vidas. Bailaban y bebían, bebían y bailaban hasta jadear como perritos acobardados el día de la fiesta nacional. Había más besos en la cocina por parte de acérrimos contrarios, más contactos por centímetro cuadrado, más gente normalmente sobria (que despertaba el primero de año con recuerdos horriblemente claros de cómo había hecho el ridículo), verdades que alguien había decidido decirle a su jefe, de lo que nunca podría verse en cualquier otro lugar. Wally parecía inspirar todas aquellas cosas, no mediante ningún esfuerzo consciente, sino por el mero hecho de ser Wally y que, desde luego, no había fiesta comparable a la de fin de año.
Estuvo inspeccionando los coches aparcados para ver si entre ellos se encontraba el Delta 88 verde botella de Steve Ordner, pero no lo vio.
Ya más cerca de la casa, el resto del grupo rock se fundió alrededor de la persistente signatura de bajo, y resonaron los gritos de Mick Jagger:
Ooooh, niños...
Sólo se cura con un beso,
Se cura con un beso, se cura con un beso...
En la casa, todas las luces se hallaban encendidas —a la mierda con la crisis energética—, excepto, desde luego, las de la sala de estar, donde las partes íntimas se apretaban unas contra otras cuando sonaban las canciones lentas. A pesar del estridente sonido de la música amplificada, oyó el murmullo de cien voces elevadas en cincuenta conversaciones distintas, como si la torre de Babel hubiera caído allí.
Pensó que, si hubiesen estado en verano (e incluso en otoño), habría sido más divertido permanecer fuera, oyendo aquel circo, siguiendo su progreso hacia el cénit y después su caída gradual. Tuvo una repentina visión— asombrosa, aterradora— de sí mismo, de pie en el jardín de Wally Hamner, sosteniendo entre las manos un rollo de papel electroencefalográfico, cubierto con los irregulares picos y valles de la función mental perturbada: el registro monitorizado de una gigantesca Fiesta Cerebral con tumor. Se estremeció y se metió las manos en los bolsillos del abrigo para calentárselas.
Su mano derecha encontró de nuevo el cuadradito de aluminio y lo extrajo. Curioso, lo desenvolvió, despreciando con los dientes apretados el frío que le mordía las puntas de los dedos. En el interior había una pequeña pastilla de color púrpura, lo bastante pequeña como para caber en la uña de su dedo meñique sin llegar a tocar los bordes. Mucho más pequeña que, por ejemplo, una nuez. ¿Era posible que algo tan pequeño lo convirtiera en alguien clínicamente perturbado, que le hiciera ver cosas que no existían, pensar de una forma como nunca había pensado? En resumen, ¿remedaría todas las condiciones de la enfermedad mortal de su hijo?
Lentamente, casi de un modo ausente, se metió la pastilla en la boca. No tenía gusto alguno. Y se la tragó.
—¡Bart! —gritó la mujer—. ¡Bart Dawes!
Llevaba un vestido de noche negro que le dejaba un hombro al descubierto, y sostenía un martini en una mano. Tenía el cabello moreno, bien peinado para la ocasión, sujeto con una brillante cinta salpicada de diamantes de imitación.
Él había entrado por la puerta de la cocina. La estancia estaba abarrotada de gente. Sólo eran las ocho y media y el efecto de marea aún no había llegado muy lejos. El efecto de marea era otra parte de la teoría de Walter: a medida que una fiesta progresaba, la gente emigraba hacia los cuatro rincones de la casa.
—El centro no se sostiene —decía Wally, guiñando astutamente un ojo—. Eso asegura T. S. Eliot.
En cierta ocasión, según Wally, había encontrado a un tipo deambulando por el ático dieciocho horas después de que terminara una de sus fiestas.
La mujer del vestido negro le dio un cálido beso en los labios, apretando contra él sus amplios senos. Una parte de su martini cayó al suelo, entre ellos.
—Hola —la saludó—. ¿Quién es usted?
—Tina Howard, Bart. ¿No recuerdas el viaje de estudios? —le preguntó, dirigiendo una uña larga y aguzada hacia su nariz—. ¡Chico malo!
—¿Aquella Tina? ¡Cielo santo, es cierto! Una mueca de asombro se extendió por su rostro. Aquélla era una característica más de las fiestas de Walter: la gente del pasado aparecía de pronto como si fuesen antiguas fotografías. Nuestro mejor amigo en la manzana de casas donde vivía treinta años antes; la chica con quien uno estuvo a punto de ligar en la universidad; algún tipo que había sido nuestro compañero de trabajo durante un mes dieciocho años antes.
—Excepto que ahora soy Tina Howard Wallace —dijo la mujer del vestido negro—. Mi esposo está por ahí... en alguna parte... —Miró vagamente alrededor, tiró algunas gotas más de martini, y se bebió el resto antes de verterlo del todo—. ¿No te parece terrible? Es como si lo hubiese perdido.
Ella lo miró cálida, especulativamente, y Bart apenas pudo creer que aquella mujer le hubiera proporcionado su primera sensación al acariciar la carne femenina... durante el viaje de estudios del último curso del instituto de Grover Cleveland, hacía por lo menos un siglo. Frotando los senos contra él, a través de la blusa de marinero de color blanco...
—Cotter's Stream —dijo él en voz alta.
—Lo recuerdas muy bien —dijo ella, con una ruborosa sonrisa.
Su mirada descendió, en un reflejo perfecto e involuntario, hacia la parte delantera de su vestido y ella se echó a reír. El sonrió con una mueca.
—Supongo que el tiempo pasa más rápido de cuanto nosotros...
—¡Bart! —gritó en ese momento Wally Hamner por encima del ruido de la fiesta—. Hola, muchacho. ¡Me alegro mucho de que te haya sido posible venir!
Cruzó la estancia hacia ellos con el también patentado zigzag de fiesta de Walter Hamner. Era un hombre delgado, ahora casi calvo, que llevaba una impecable camisa rayada, clásica de 1962, y gafas de montura de concha. Estrechó la mano extendida de Walter y el apretón que el otro le dedicó fue tan fuerte como lo recordaba.
—Ya veo que has encontrado a Tina Wallace.
—Demonios, empezábamos a recordar otros tiempos —dijo él, sonriendo, incómodo, a Tina.
—No se lo digas a mi marido, chico malo —repuso Tina sonriendo—. Perdonadme, por favor. ¿Te veré más tarde, Bart?
—Por supuesto.
La mujer se alejó, rodeando un grupo de gente que se aglutinaba ante una mesa llena de aperitivos, y entró en la sala de estar. Él hizo un gesto hacia ella y preguntó:
—¿Cómo te las has arreglado para encontrarlos, Walter? Esa chica fue mi primera experiencia sexual. Parece «Ésta es su vida».
Walter se encogió de hombros, modesto.
—Todo forma parte de la presión del placer, querido Barton. —Hizo un gesto hacia la bolsa de papel que él llevaba bajo el brazo—. ¿Qué es eso?
—Southern Comfort. Tienes ginger ale, ¿verdad?
—Claro —respondió Walter, asombrado—. Pero ¿vas a beber de veras esa porquería? Siempre creí que te gustaba el whisky.
—En privado siempre he tomado Comfort y ginger ale. Ahora es como si hubiese salido de pronto del lavabo.
—Mary anda por ahí, en alguna parte —dijo Walter sonriendo—. Creo que te estaba esperando. Sírvete una copa e iremos a buscarla.
—Muy bien.
Se dirigió hacia la cocina, saludando a personas que conocía vagamente y que no parecían conocerle a él, a pesar de lo cual le devolvían el saludo. El humo del tabaco se adueñaba majestuosamente de la cocina. La conversación se iniciaba y desvanecía con rapidez, como las estaciones de radio de onda corta a últimas horas de la noche. Todo parecía brillante y carente de sentido.
—... Freddy y Jim no se entendieron así que yo...
—... dijo que su madre había muerto hace poco y que se echará a llorar si bebe demasiado...
—... y cuando rascó la pintura comprobó que debajo había una pieza muy hermosa, quizá prerrevolucionaria...
—... y el pequeñajo llamó a la puerta con la intención de vender una enciclopedia...
—... un lío; él no quiere concederle el divorcio a causa de los niños, y ahora bebe como...
—... vestido terriblemente hermoso...
—-... bebido tanto que cuando fue a pagar vomitó sobre la pobre camarera.
Frente a la cocina y el fregadero se había instalado una gran mesa de fórmica, que estaba llena de botellas de licor abiertas, vasos de distintos tamaños y aperitivos. Los ceniceros estaban ya colmados de colillas con filtro. Se había vertido el contenido de tres recipientes de cubitos de hielo en el fregadero. Encima de la cocina había un gran póster que mostraba a Richard Nixon con unos auriculares puestos. La clavija de los auriculares desaparecía en el recto de un asno que aparecía en un rincón de la imagen. El póster rezaba: ¡NOSOTROS ESCUCHAMOS MEJOR!
A la izquierda, un hombre con pantalones acampanados y con un vaso grande con algo que parecía ser whisky en una mano y una jarra llena de cerveza en la otra, entretenía a un pequeño grupo contando un chiste.
—El tipo entró en el bar, y el mono se sentó en un taburete, a su lado. El tipo pidió una cerveza y cuando el camarero se la sirvió, él le preguntó: «¿De quién es el mono?» Y el camarero le contestó: «Oh, es el mono del pianista.» Entonces el tipo se volvió y...
Se sirvió una copa y miró de un lado a otro, en busca de Walt, pero éste había acudido junto a la puerta para saludar a otros invitados que llegaban... una joven pareja. El hombre llevaba una gran gorra de conductor, anteojos, y un antiguo guardapolvo de automovilista. En la parte delantera del guardapolvo se leían las palabras: YO SIGO.
Algunas personas rieron a carcajadas y Walter aulló. Fuera cual fuera el chiste, parecía durar bastante.
—... y el tipo se acerca al pianista y le dice: «¿Sabe que su mono se ha meado en mi cerveza?» Y el pianista le replica: «No la conozco, pero si me tararea unas cuantas notas, yo improvisaré.»
Hubo risotadas calculadas. El hombre que acababa de contar el chiste tomó un sorbo de whisky y luego se refrescó la garganta con un buen trago de cerveza.
Él cogió su copa y se dirigió hacia el salón en penumbras, deslizándose por detrás de Tina Howard Wallace antes de que ella lo viera y lo involucrara de nuevo en el viejo juego de «dónde están ellos ahora». Tenía el aspecto de la persona capaz de citarle a uno con todo lujo de detalles las desgracias de sus antiguos compañeros de clase —divorcios, perturbaciones nerviosas, actos criminales—, de las cuales tendría todo un repertorio, y de describir como inhumanos a quienes hubieran tenido éxito.
Alguien había puesto el inevitable álbum de rock de los años cincuenta, y había unas quince parejas moviéndose alegremente, aunque mal. Vio a Mary bailando con un hombre alto y delgado que él conocía, pero a quien no logró identificar. ¿Jack? ¿John? ¿Jason? Sacudió la cabeza. No se acordaba. Mary llevaba un traje de noche que él nunca le había visto antes. Se abotonaba a un costado, y ella había dejado varios botones sin abrochar para permitir una visión sexual por encima de la rodilla. Esperó sentir alguna emoción fuerte —celos o pérdida, e incluso deseo—, pero no experimentó ninguna. Tomó un sorbo de su vaso.
Mary volvió la cabeza y lo vio. Levantó un dedo hacia ella a modo de saludo —«Continúa bailando»—, pero ella lo interrumpió y se acercó, arrastrando consigo a su compañero de baile.
—Me alegro mucho de que hayas venido, Bart —dijo, levantando la voz para hacerse oír por encima de las risas, las conversaciones y la música del estéreo—. ¿Te acuerdas de Dick Jackson?
Bart tendió la mano y el hombre delgado se la estrechó.
—Tú y tu esposa vivisteis en nuestra calle hace cinco... no, siete años. ¿No es eso?
—Ahora vivimos en Willowood —dijo Jackson, y asintió.
En una urbanización, pensó él. Se había vuelto muy sensible a la geografía municipal y los estratos urbanos.
—Es un barrio bastante bueno. ¿Sigues trabajando para Piels?
—No, ahora tengo montado mi propio negocio. Dos camiones. Interestatales. Oye, si esa lavandería tuya necesita transporte... productos químicos o algo por el estilo...
—Ya no trabajo en la lavandería —repuso él, y observó la ligera mueca de Mary, como si le hubiese punzado una antigua herida.
—¿No? ¿Qué haces ahora?
—Autoempleo —contestó él, y sonrió—. ¿Tomaste parte en aquella huelga de transportistas independientes?
El rostro de Jackson, ya de por sí sombrío, se ensombreció aún más.
—En efecto. Y yo mismo metí en vereda a un tipo que no quería participar. ¿Sabes lo que nos cobran esos miserables hijos de puta de Ohio por el Diesel? ¡31,9! ¡Eso reduce mi margen de beneficios del doce por ciento a apenas un nueve! Y todo el mantenimiento de los camiones tiene que salir de ese nueve. Por no hablar del condenado límite de velocidad...
Mientras Jackson seguía hablando sobre los peligros del transporte independiente en un país que de pronto se veía sometido a una grave crisis energética, Bart se limitaba a escuchar y asentir en los momentos adecuados, bebiendo un sorbo de vez en cuando. Mary se excusó y se dirigió a la cocina para servirse un vaso de ponche. El hombre con guardapolvo de automovilista bailaba un exagerado charleston al son de una pieza de los Hermanos Everly, y la gente reía y aplaudía.
La esposa de Jackson, una mujer tetuda pelirroja de aspecto musculoso, se acercó a ellos y fue presentada. Estaba a punto de tambalearse. Sus ojos se parecían a los letreros de premio de una máquina tragaperras. Ella le estrechó la mano, con una vidriosa sonrisa, y luego se dirigió a Dick Jackson:
—Cariño, creo que voy a vomitar. ¿Dónde está el cuarto de baño?
Jackson se la llevó. Él cruzó el salón y se sentó en uno de los sillones a un lado del salón. Se terminó su copa. Mary tardaba en regresar. Supuso que alguien la habría enredado en una conversación.
Se metió la mano en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Fumaba sólo en las fiestas. Eso representaba toda una victoria con respecto a lo que hacía hasta pocos años antes, cuando formaba parte de la brigada de candidatos al cáncer que fumaban tres paquetes diarios.
Ya había medio consumido el cigarrillo y seguía mirando hacia la puerta de la cocina, en espera de que apareciera Mary, cuando se le ocurrió mirarse los dedos, encontrándolos muy interesantes. Resultaba fascinante ver cómo los dedos índice y medio de su mano derecha sostenían el cigarrillo, como si no hubiesen hecho otra cosa en toda su vida.
Encontró ese pensamiento tan divertido, que sonrió.
Al parecer había estado examinando sus dedos durante bastante rato cuando notó un gusto diferente en su boca. No era malo, sólo diferente. La saliva parecía haberse espesado. Y sus piernas... las notaba muy nerviosas, como si quisieran ponerse en movimiento al compás de la música, como si hacerlo así pudiera aliviarlas, hacerlas que se relajaran y fueran sus piernas otra vez...
Se asustó un poco ante aquel pensamiento que, iniciado de un modo tan vulgar, había ido desarrollándose en un sentido nuevo, como un hombre perdido en una gran mansión que tratara de subir por una alta escalera de crrrristal...
Allí estaba otra vez. Probablemente era la pastilla que había tomado, la que le había dado Olivia, sí. Y aquella forma tan interesante de pronunciar la palabra «crrrrristal», ¿no parecía un sonido que se arrastraba interminablemente?
Sonrió y contempló su cigarrillo, que parecía extrañamente blanco, extrañamente redondo, extrañamente simbólico del bienestar y la riqueza de Estados Unidos. Sólo en Estados Unidos había cigarrillos con tan buen sabor. Aspiró una bocanada de humo. Maravilloso. Pensó en todos los cigarrillos de Estados Unidos surgiendo de las cadenas de producción en Winston-Salem, una plétora de cigarrillos, una infinita, nítida y blanca cornucopia de ellos. Aquello era la mescalina, muy bien. Estaba iniciando el viaje. Y si la gente supiera lo que había pensado sobre la palabra «cristal» (crrrrrristal), asentirían con la cabeza. «Sí, está loco. Y además es un blandengue.» Aquélla era otra buena palabra. De pronto, deseó que Sal Magliore estuviera allí. Juntos, él y Sally Ojo Único, discutirían todas las facetas de la Organización. Discutirían sobre viejas putas y tiroteos. En su mente vio a Sally Ojo Único y a sí mismo comiendo en un pequeño ristorante italiano con paredes de tonos oscuros y viejas mesas de madera, mientras sonaba la música de El Padrino. Todo en un tecnicolor tan lujoso que uno podía lanzarse a él y bañarse como en un baño de burbujas.
—Crrrrrristal —dijo a media voz y sonrió. Aunque hacía tiempo que estaba sentado allí, pensando en aquellas cosas, su cigarrillo no había producido ninguna ceniza. Estaba sorprendido. Dio otra chupada.
—¿Bart?
Levantó la mirada. Era Mary, con un canapé para él.
—Siéntate —dijo él con una sonrisa—. ¿Es eso para mí?
—Sí.
Ella se lo entregó. Era un pequeño canapé triangular, con una materia rosa en el centro. De pronto se le ocurrió pensar que Mary podría asustarse, horrorizarse, si supiera que estaba «colocado». Incluso era capaz de llamar a una patrulla de urgencia de la policía. Sólo Dios sabía lo que podía hacer. Tenía que actuar con normalidad. Pero ese pensamiento hizo que se sintiera más extraño que nunca.
—Me lo comeré luego —dijo él, y se guardó el canapé en el bolsillo de la camisa.
—Bart, ¿estás borracho?
—Sólo un poco —contestó él. Reparó en los poros de su rostro. No recordaba haberlos visto nunca con tanta claridad. Todos aquellos pequeños agujeros, como si Dios fuese un cocinero y ella un pastel. Sonrió y cuando observó que ella fruncía el entrecejo, añadió—: Escucha, no lo digas.
—¿Decirlo? —Su gesto reflejaba asombro.
—Sobre el producto cuatro.
—Bart, ¿qué...?
—Tengo que ir al cuarto de baño —dijo él, interrumpiéndola—. Regresaré.
Se alejó sin mirarla, pero sintió su ceño fruncido irradiando de su rostro en oleadas, como el calor de un microondas. Sin embargo, si él no se volvía a mirarla, cabía la posibilidad de que ella no sospechara nada. En éste, el mejor de todos los mundos habidos y por haber, cualquier cosa es posible, incluso una escalera de crrrrristal. Sonrió abiertamente. La palabra se había convertido ya en una vieja conocida para él.
De algún modo, el trayecto hasta el cuarto de baño se convirtió en una odisea, en una especie de safan. El ruido de la fiesta parecía haber alcanzado un latido cíclico. PARECÍA fundirse y FUNDIRSE DESAPARECER en sílabas DE TRES. Y hasta la música del ESTÉREO se FUNDÍA y DESAPARECÍA también. Murmuró a la gente, diciendo que creía saberlo, pero se negó a aceptar cualquier intento de conversación; sólo señalaba su entrepierna, sonreía y seguía su camino. Y dejó atrás rostros llenos de asombro. ¿Por qué nunca hay una fiesta llena de extraños cuando uno la necesita?, se preguntó.
El cuarto de baño estaba ocupado. Esperó fuera durante lo que le parecieron horas y cuando finalmente entró no pudo orinar, a pesar de que lo había deseado. Miró la pared, por encima del depósito del agua, y vio que se hinchaba y deshinchaba a un ritmo ternario. Tiró de la manilla, aunque no había orinado, sólo por si había alguien fuera, escuchando, y contempló los remolinos que hizo el agua en la taza del váter. Tenía un siniestro color rosado, como si el último usuario hubiese meado sangre. Intolerable.
Abandonó el cuarto de baño y la fiesta lo atrapó de nuevo. Los rostros se acercaban y alejaban como globos flotantes. La música, sin embargo, resultaba bonita. Era Elvis. El bueno y viejo de Elvis. El rock continúa, Elvis, el rock continúa.
El rostro de Mary apareció ante él, con expresión preocupada.
—Bart, ¿qué te ocurre?
—¿A mí? Nada en absoluto. —Se sentía extraño, atónito. Sus palabras habían surgido en una serie de notas musicales visual—. Estoy alucinando.
Lo dijo en voz fuerte, a pesar de que sólo había tenido intención de hablar para sí.
—Bart, ¿qué has tomado? —preguntó Mary, ya asustada.
—Mescalina —contestó.
—¡Oh, cielo santo, Bart! ¿Drogas? ¿Por qué?
—¿Y por qué no? —replicó. No pretendía ser descortés, pero fue la única respuesta que se le ocurrió enseguida.
Las palabras volvieron a surgir de su boca como notas y, en esa ocasión, algunas de ellas portaban banderolas.
—¿Quieres que te lleve a un médico?
Él la miró, sorprendido, y dio vueltas en su mente a la pregunta, tratando de averiguar si había alguna connotación oculta; extraños ecos freudianos. Se echó a reír de nuevo y las risas surgieron musicalmente de su boca y permanecieron ante sus ojos, como notas de crrrrristal sobre líneas y espacios, rotas por barras y silencios.
—¿Para qué quiero un médico? —preguntó, eligiendo cada nota. El signo de interrogación fue una negra—. Es como ella me aseguró, ni malo ni bueno. Pero interesante.
—¿Quién? —preguntó ella—. ¿Quién te lo dijo? ¿Dónde la conseguiste?
El rostro de Mary empezó a cambiar, convirtiéndose en algo parecido a un reptil. Mary, como en una película de detectives barata, con la luz brillando en sus ojos llenos de sospecha —«Vamos, McGonigal, será como usted quiera, a las buenas o a las malas»—, y después le recordó las historias de H. P. Lovecraft que había leído siendo niño, las historias de los mitos de Cthulu, en que seres humanos normales se transformaban en peces, en animales que reptaban, según los deseos de los Antiguos. El rostro de Mary empezó a parecerse al de una anguila, lleno de escamas.
—No te preocupes —dijo él, asustado—. ¿Por qué no me dejas solo? Deja de joderme. Yo no te molesto.
El rostro de ella se contrajo, y se convirtió en la Mary de siempre, aunque dolida, desconfiada, y él lo sintió. La fiesta se desarrollaba alegre y ruidosa alrededor de ellos.
—Está bien, Bart —dijo ella con serenidad—. Hazte todo el daño que quieras. Pero, por favor, no me avergüences. ¿Puedo pedirte eso, al menos?
—Pues claro que p...
Pero ella no había esperado su respuesta. Se alejó de él con paso rápido hacia la cocina, sin mirar atrás. Él sintió pena, aunque también sensación de alivio. Pero ¿y si alguien más intentaba hablar con él? Se enterarían. Era incapaz de hablar normalmente con la gente, no en aquel estado. Al parecer ni siquiera podía convencer a los demás de que sólo estaba borracho.
—Borrrrracho —dijo, haciendo vibrar la «r» ligeramente en el paladar.
Esa vez, las notas surgieron en una línea recta y todas ellas portaban banderolas. Se pasaría la noche creando notas y sintiéndose muy feliz. Eso no le importaba. Pero no allí, donde cualquiera podía acercársele y acosarle, sino en algún lugar privado donde le fuera posible escuchar sus propios pensamientos. La fiesta hacía que se sintiera como si estuviese detrás de una gran cascada. Resultaba difícil pensar con aquel ruido como música de fondo. Sería mucho mejor buscar algún remanso tranquilo. Quizá con una radio. Tenía la sensación de que oír música le ayudaría a meditar, y había un montón de cosas que pensar.
También estaba seguro de que la gente comenzaba a dirigirle miradas suspicaces. Mary se había ido de la lengua: «Estoy preocupada. Bart ha tomado mescalina.» La noticia se había extendido de un grupo a otro. Todos seguían aparentando que se dedicaban a bailar, a beber y a mantener sus conversaciones, pero en realidad estaban observándole desde detrás de sus manos, colocadas delante de los ojos para disimular, mientras murmuraban sobre él. Lo sabía. Todo estaba crrrrristalinamente claro.
Un hombre pasó a su lado, llevando un vaso muy alto cuyo contenido oscilaba ligeramente. Agarró al hombre por la chaqueta deportiva y le susurró con voz ronca:
—¿Qué están diciendo de mí? El otro le dirigió una sonrisa ausente y el olor a whisky de su cálida respiración le dio en el rostro.
—Anotaré eso —dijo él, y se alejó.
Cuando al fin llegó al estudio de Walter Hamner (no sabía cuánto tiempo más tarde) y cerró la puerta tras él, los sonidos de la fiesta quedaron afortunadamente amortiguados. Empezaba a asustarse. Lo que había tomado aún no había dejado de ejercer sus efectos, que eran cada vez más y más fuertes. Le pareció que había cruzado el salón de un lado al otro en apenas un parpadeo; en otro santiamén atravesó el dormitorio a oscuras donde se amontonaban los abrigos; cruzó el vestíbulo en un tercer parpadeo. El collar de la existencia normal y consciente se había roto, desparramando sus cuentas de realidad en todas direcciones. La continuidad se había fracturado. Su sensación del tiempo era destructora. ¿Y si no se recuperaba nunca? ¿Y si continuaba así para siempre? Se le ocurrió que lo mejor sería que se echara y durmiera un rato, pero no estaba seguro de conseguirlo. Y, si lo hacía, sólo Dios sabía los sueños que tendría. La forma tan ligera e impulsiva en que tomó la pastilla le extrañaba ahora. Aquello no era como estar borracho; no quedaba ni un ápice de sobriedad apareciendo y desapareciendo desde el centro de sí mismo, desde esa parte que nunca se emborracha. Ahora, todo su ser estaba ido.
Pero era mejor así. Quizá lograra controlarse él solo. Y si se desmoronaba, al menos...
—Hola.
Dio un respingo, asombrado, y miró hacia un rincón. Un hombre estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a una de las estanterías llenas de libros de Walter. De hecho, el hombre tenía un libro abierto en el regazo. ¿O era otro hombre? En la estancia sólo brillaba la luz de una lámpara situada sobre una mesita redonda, a la izquierda de quien había hablado. La escasa luz formaba grandes sombras sobre su rostro, unas sombras tan grandes que sus ojos parecían cavernas oscuras y las mejillas configuraban líneas sardónicas y maléficas. Por un instante creyó que había tropezado con Satanás, sentado en el estudio de Wally Hamner. Pero entonces la figura se levantó y vio que era un hombre, sólo un hombre. Era un tipo alto, de casi dos metros, con ojos azules y una nariz que había sido repetidamente golpeada en combates siempre perdidos con la botella. Pero no sostenía ninguna copa en la mano, y tampoco sobre la mesita.
—Otro que no sabe qué hacer —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Phil Drake.
—Barton Dawes —respondió él, todavía aturdido por su miedo.
Se estrecharon las manos. La de Drake estaba retorcida y mostraba cicatrices de alguna vieja herida... una quemadura quizá. Pero no le importó estrechársela. «Drake.» El nombre le resultaba familiar, aunque no recordaba dónde lo había oído antes.
—¿Está usted bien? —preguntó Drake—. Parece un poco...
—Estoy colocado —dijo él—. He tomado un poco de mescalina y, oh, amigo, estoy volando. —Miró las estanterías y vio cómo avanzaban y retrocedían. Aquello no le gustó. Se parecía demasiado al latido de un corazón gigante. Ya no quería seguir viendo cosas así.
—Ya entiendo —dijo Drake—. Siéntese. Y hábleme de ello.
Miró a Drake, ligeramente extrañado, y entonces experimentó una tremenda sensación de alivio. Se sentó.
—¿Sabe algo sobre la mescalina? —preguntó.
—Oh, un poco. Sólo un poco. Dirijo una cafetería en el centro de la ciudad. Los chicos deambulan por las calles, drogándose con una cosa u otra... ¿Es un buen viaje? —preguntó con amabilidad.
—Bueno y malo —contestó—. Es... pesado. Ésa es una buena palabra, tal y como la suelen emplear.
—Sí, lo es.
—Estoy un poco asustado. —Miró por la ventana y vio una larga autopista celestial cruzando la negra bóveda del cielo. Apartó la mirada con naturalidad, pero tuvo que humedecerse los labios—. Dígame... ¿cuánto tiempo suele durar esto?
—¿Cuándo se ha drogado?
—¿Drogarme?
La palabra surgió de su boca en forma de letras, cayó sobre la alfombra y se disolvió.
—¿Cuándo ha tomado la mescalina?
—Oh... hacia las ocho y media.
—Y ahora son... —consultó su reloj—, las diez y cuarto...
—¿Sólo las diez y cuarto?
—El sentido del tiempo se desvanece, ¿verdad? —dijo Drake, sonriendo—. Supongo que las reacciones empezarán a disminuir hacia la una y media.
—¿De veras?
—Oh, sí, creo que sí. Es probable que ahora alcance su punto más alto. ¿Es una mescalina muy visual?
—Sí. Un poco demasiado visual.
—Se ven más cosas de las que el ojo humano está hecho para ver —dijo Drake, y le dirigió una peculiar sonrisa retorcida.
—Sí, exactamente. —La sensación de alivio por estar con aquel hombre era muy intensa. Se sentía a salvo—. ¿Qué hace usted, además de hablar con hombres maduros que han caído en la madriguera del conejo?
—Eso es muy bueno —dijo Drake sonriendo—. Por lo general, la gente que toma mescalina o ácido habla de un modo inarticulado, y a veces incoherente. Me paso la mayor parte de las noches en el Teléfono de Ayuda. Las tardes de los días laborables trabajo en la cafetería que le he mencionado antes, un lugar llamado Drop Down Mamma. Casi todos los clientes son vagabundos. Por las mañanas camino por las calles y hablo con mis feligreses, si los encuentro. Y de vez en cuando me doy una vuelta por la cárcel del condado. —¿Es usted sacerdote?
—Me llaman cura seglar. Muy romántico. En otro tiempo fui un verdadero sacerdote.
—¿Y ya no lo es?
—He abandonado a la madre Iglesia —respondió
Drake.
Lo dijo con suavidad, pero hubo una especie de terrible resolución en sus palabras. El casi oyó el sonido metálico de las puertas de hierro al cerrarse para siempre.
—¿Por qué lo hizo?
—Eso no importa —contestó Drake encogiéndose de hombros—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Cómo consiguió la mescalina?
—Me la dio una joven que hacía autostop en dirección a Las Vegas. Una chica agradable, creo. Me llamó por teléfono el día de Navidad.
—¿Para pedirle ayuda?
—Creo que sí.
—¿Y usted la ayudó?
—No lo sé. —Sonrió con expresión astuta—. Padre, hábleme de mi alma inmortal.
—Yo no soy su padre —replicó Drake con una mueca.
—En ese caso, no importa.
—¿Qué quiere saber acerca de su alma? Él se miró los dedos. Podía hacer que surgieran rayos de luz de sus puntas cada vez que él quisiera. Eso le proporcionaba una embriagadora sensación de poder.
—Quiero saber qué le ocurriría a mi alma si me suicidase.
Drake se agitó, incómodo.
—Uno no piensa en el suicidio cuando está colocado. Es la droga, no usted mismo.
—Soy yo —dijo él—. Contésteme.
—No puedo. No sé qué le ocurrirá a su «alma» si usted se suicida. Sin embargo, sé qué le ocurrirá a su cuerpo. Se pudrirá.
Asombrado ante aquella idea, él volvió a mirarse las manos. Parecieron agrietarse y convertirse en polvo, como en aquel cuento de Poe, «El extraño caso del señor Valdemar». Toda una noche. Poe y Lovecraft. ¿Qué tal si apareciese Abdul Allhazred, el árabe loco? Levantó la mirada, algo desconcertado, pero sin sentirse intimidado.
—¿Qué está haciendo su cuerpo? —preguntó Drake.
—¿Eh? —Frunció el entrecejo, tratando de captar el sentido de la pregunta.
—Hay dos clases de «viaje» —dijo Drake—. El de la cabeza y el del cuerpo. ¿Tiene usted náuseas? ¿Dolores? ¿Se siente enfermo de algún modo?
Consultó con su cuerpo.
—No —contestó—. Sólo me siento... ocupado. Se echó a reír al escuchar la palabra, y Drake sonrió. Era una buena palabra para describir cómo se sentía. Su cuerpo parecía estar muy activo, incluso permaneciendo quieto. Era bastante ligero, pero no etéreo. De hecho, nunca se había sentido tan «carnoso», tan consciente de la forma en que se entretejían sus procesos mentales y su cuerpo físico. No existía división entre ellos. No se les podía separar. Estaba condenado a soportar ambos. Integración. Entropía. La idea cayó sobre él como una rápida salida del sol tropical. Permaneció sentado, rumiándola a la luz de su situación actual, tratando de vislumbrar el modelo, si es que lo había. Pero...
—Pero está el alma —dijo en voz alta.
—¿Qué ocurre con el alma? —preguntó Drake con amabilidad.
—Si se mata el cerebro, se mata el cuerpo —respondió él lentamente—. Y viceversa. Pero ¿qué ocurre entonces con el alma, pa... señor Drake?
—En el sueño de la muerte —replicó Drake—, ¿qué sueños pueden surgir? Hamlet, señor Dawes.
—¿Cree usted que el alma sigue viviendo? ¿Existe una supervivencia?
—Sí —contestó Drake con mirada gris—. Creo que hay una supervivencia... de alguna forma.
—¿Y cree usted que el suicidio es un pecado mortal que condena el alma al infierno?
Drake guardó silencio durante largo rato. Finalmente dijo:
—El suicidio es un error. Y lo creo así con todo mi corazón.
—Eso no contesta mi pregunta.
—No tengo la menor intención de contestarla —dijo Drake levantándose—. Ya no trato de cuestiones metafísicas. Soy un seglar. ¿Quiere usted regresar a la fiesta?
Pensó en el ruido y la confusión y negó con la cabeza.
—¿Quiere regresar a casa?
—No estoy en condiciones de ponerme al volante. Me asustaría mucho conducir.
—Puedo llevarle.
—¿De veras? ¿Y cómo regresará?
—Llamaré un taxi desde su casa. Nochevieja es una buena fecha para llamar taxis.
—Sería estupendo —dijo agradecido—. Me gustaría
estar solo, ver la televisión...
—¿Estará seguro a solas? —preguntó Drake con acento sombrío.
—Nadie lo está —replicó él con igual gravedad, y ambos se echaron a reír.
—De acuerdo. ¿Quiere despedirse de alguien?
—No. ¿Hay alguna puerta trasera?
—Creo que encontraremos una.
Él no habló mucho durante el trayecto a su casa. Observar el paso del alumbrado público a medida que avanzaban era casi toda la excitación que era capaz de soportar. Cuando pasaron cerca de las obras de la ampliación, preguntó a Drake su opinión.
—Construyen nuevas carreteras para artilugios que derrochan gasolina, mientras en la ciudad hay niños que se mueren de hambre —dijo Drake cortante—. ¿Quiere saber qué pienso? Creo que es un crimen sangriento.
Él sintió deseos de contarle el episodio de las bombas incendiarias, la grúa ardiendo, la oficina ambulante quemada, pero no lo hizo. Drake pensaría que sólo era una alucinación. Y, peor aún, quizá pensara que no lo era.
El resto de la noche no estuvo muy claro para él. Dirigió a Drake hacia su casa. Drake comentó que todos los vecinos debían de haberse marchado de fiesta o se habían acostado temprano. El no hizo comentario alguno. Drake llamó un taxi por teléfono. Vieron la televisión un rato, sin hablar. Guy Lombardo en el Waldorf Asteria, interpretando la música más dulce a este lado del cielo. Pensó que Guy Lombardo se parecía a una rana.
El taxi llegó a las doce menos cuarto. Drake le preguntó de nuevo si estaría bien solo.
—Sí, creo que ya se me va pasando.
Y era cierto. Las alucinaciones iban retirándose hacia el fondo de su mente.
Drake abrió la puerta de la calle y se subió el cuello del abrigo.
—Deje de pensar en el suicidio —dijo—. Es una solemne tontería.
Él sonrió y asintió con un gesto, pero ni aceptó ni rechazó el consejo. Como cualquier otra cosa que le ocurría en aquellos días, se limitaba a tomar nota mental.
—Feliz Año Nuevo —deseó a Drake.
—Lo mismo digo, señor Dawes. El taxista hizo sonar el claxon, impaciente. Drake recorrió el camino hasta la calle y subió al taxi y las brillantes luces amarillas del techo se perdieron en la noche.
Regresó a la sala de estar y se sentó ante la televisión. Ahora habían pasado de Guy Lombardo a Times Square, donde el dorado globo se había colocado en la parte más allá del edificio Allis-Chalmers, listo para iniciar su descenso hacia 1974. Se sintió exhausto, agotado, finalmente somnoliento. El globo no tardaría en descender y él entraría en el nuevo año en pleno viaje. En alguna parte del país, el primer niño del año empujaba su ca-beza, rodeada por la placenta, para salir del seno de su madre al mejor de todos los mundos posibles. En la fiesta de Walter Hamner, la gente tendría alzadas sus copas y contando los segundos. Estarían a punto de ponerse a prueba las decisiones de fin de año. Casi todas ellas demostrarían ser tan inconsistentes como las toallas de papel húmedas. Impulsado por el momento, tomó una decisión y se levantó, a pesar de su cansancio. Le dolía el cuerpo y la espina dorsal parecía de cristal. Se dirigió a la cocina y cogió el martillo de uno de los estantes. Cuando regresó con él a la sala de estar, el brillante globo se hundía en el mástil. La televisión mostró una imagen en la que se veía el globo a la derecha y los que celebraban la Nochevieja, en el Waldorf, a la izquierda, cantando:
—Ocho... siete... seis... cinco...
Una gruesa dama de la alta sociedad captó una imagen de sí misma en un monitor, pareció sorprenderse y a continuación saludó con la mano a todo el país.
El año que se acaba, pensó él. Sin razón aparente, sus brazos empezaron a sacudirse.
El globo llegó abajo, y un cartel se iluminó en lo más alto del Allis-Chalmers: «1974».
En ese mismo instante, él balanceó el martillo con fuerza y la pantalla del televisor explotó. Los cristales cubrieron la alfombra. Hubo una efervescencia de cables recalentados, pero no ardieron. Y para asegurarse de que el televisor no lo carbonizaría durante la noche a modo de venganza, lo desenchufó con el pie.
—Feliz Año Nuevo —dijo con suavidad y dejó caer el martillo en la alfombra.
Se tumbó en el sofá y se quedó dormido casi de inmediato. Durmió con las luces encendidas, y no soñó.
TERCERA PARTE
ENERO
Si no consigo refugio, Oh, voy a desvanecerme...
ROLLING STONES
5 de enero de 1974
Lo que sucedió aquel día en los grandes almacenes Shop and Save fue lo único que le había ocurrido en toda su vida que no pareció ni planeado ni premeditado, y que aconteció de casualidad. Fue como si un dedo invisible lo hubiera escrito en otro ser humano, expre-samente para que él lo leyera.
Se le ocurrió ir de compras. Era algo muy tranquilizador, muy cuerdo. Disfrutaba haciendo cosas cuerdas, sobre todo después de su juerga con la mescalina. El día de Año Nuevo no se despertó hasta primeras horas de la tarde y se pasó el resto del día deambulando por la casa, sintiéndose como fuera del espacio y extraño. Cogía cosas y las contemplaba, sintiéndose como lago examinando la calavera de Yorick. Aunque en menor medida, aquella sensación se mantuvo durante el día siguiente, e incluso el otro. Pero, a pesar de ello, el efecto había sido bueno. Sentía la mente desempolvada y limpia, como si una maníaca ama de llaves interior la hubiese vuelto cabeza abajo, frotándola y puliéndola después a conciencia. No se emborrachó, y, de ese modo, no lloró. Cuando Mary le llamó por teléfono, muy cauta, el primero de enero hacia media tarde, habló con ella de una manera serena y razonable, y tuvo la impresión de que sus posiciones no habían variado mucho. Jugaban a ser una especie de estatuas sociales, cada uno en espera de que el otro hiciera el primer movimiento. Pero en algo había cambiado ella, puesto que mencionó el divorcio. Sólo la posibilidad, el más pequeño movimiento de un dedo, pero movimiento al fin y al cabo. No, lo único que le perturbaba tras la ingestión de la mescalina era el destrozado televisor en color. No comprendía por qué lo había hecho. Se había pasado mu-chos años deseando tener un aparato como aquél, aun cuando sus programas favoritos eran los antiguos, filmados en blanco y negro. Ni siquiera era la acción en sí lo que le afligía, sino la persistente evidencia de la misma... el cristal roto, los cables al descubierto. Y parecían reprochárselo: «¿Por qué lo has hecho? Te he servido con fidelidad y me has destrozado. Nunca te hice daño y tú me has destrozado. Estaba indefenso.» Y era un terrible recordatorio de lo que ellos querían hacerle a su casa. Finalmente cogió una vieja colcha y cubrió el televisor. Eso hizo que la situación mejorara y empeorara al mismo tiempo. Mejoró porque ya no veía el aparato; empeoró porque aquello era como tener en casa un cadáver amortajado. Se desembarazó del martillo, como si se tratase del arma empleada por un asesino.
Pero ir a los grandes almacenes fue algo bueno, como tomar café en Benjy's Grill o limpiar el coche en el servicio automático o detenerse ante el quiosco de Henry, en el centro de la ciudad, para comprar el Time. El Shop and Save era muy grande; estaba iluminado con tubos fluorescentes sujetos al techo y lleno de mujeres que empujaban carritos, reñían a sus hijos y fruncían el entrecejo al ver los tomates envueltos en plástico transparente, pero que no permitía examinar bien el producto. Una música suave, emitida por unos altavoces aéreos fluía uniformemente en sus oídos en tonos apenas audibles.
Ese sábado, los grandes almacenes estaban abarrotados de compradores de fin de semana, y había más hombres de lo habitual acompañando a sus esposas y molestándolas con sugerencias de inexpertos. Contempló a los maridos, las esposas y el producto de sus diversos matrimonios con ojos tolerantes. El día era brillante y la luz del sol penetraba por los grandes ventanales de los almacenes, configurando alegres cuadrados de luz junto a las cajas registradoras o bailoteando ocasionalmente sobre el cabello de alguna mujer y transformándolo en un halo de luz. Cuando se veía aquello, las cosas no parecían tan graves pero siempre resultaban mucho peores por la noche.
Su carrito estaba lleno con la habitual selección de productos que hace un hombre solitario: espaguetis, carne en salsa en un tarro de cristal, catorce platos vanados de comida preparada, una docena de huevos, mantequilla, y un paquete de naranjas para protegerse contra el escorbuto.
Se hallaba en el centro de un pasillo lateral, camino de las cajas registradoras, cuando quizá Dios le habló. Había una mujer frente a él que vestía pantalones azules y un suéter azul marino. Tenía el cabello muy amarillo. Contaría unos treinta y cinco años, agraciada y con aspecto de ser abierta y espabilada. Emitió un gorgoteo, como un gorjeo en la garganta, y se tambaleó. El frasco de mostaza que sostenía en la mano cayó al suelo y rodó mostrando como un gallardete rojo la palabra FRANCESA una y otra vez a medida que rodaba.
—¿Señora? —le preguntó—. ¿Está bien?
La mujer cayó hacia atrás y su mano izquierda, que había levantado para sostenerse, arrastró al suelo una hilera de botes de café. En cada uno de ellos se leía:
«MAXWELL HOUSE. Bueno hasta la última gota.»
Ocurrió todo con tal rapidez que él ni siquiera tuvo tiempo de asustarse —no por sí mismo, en cualquier caso—, pero vio algo que le impresionó, y que más tarde surgió de nuevo en sus sueños. Los ojos de la mujer se pusieron en blanco y se desorbitaron, igual que le ocurría a Charlie durante sus ataques.
La mujer cayó al suelo. Emitió un débil graznido. Sus pies, enfundados en botas de cuero, tabalearon contra las baldosas. Una mujer que se hallaba detrás de él lanzó un grito débil. Un empleado que se dedicaba a poner precios en latas de sopa acudió a la carrera dejando caer al suelo su estampadora. Dos de las chicas de las cajas registradoras se acercaron al principio del pasillo y se quedaron contemplando la escena fijamente, con los ojos muy abiertos.
—Creo que ha sufrido un ataque epiléptico —se escuchó decir a sí mismo.
Pero se equivocó. La mujer había sufrido una especie de hemorragia cerebral, y un médico que se hallaba comprando con su esposa certificó la muerte. El joven doctor parecía asustado, como si de pronto se hubiese dado cuenta de que su profesión lo perseguiría hasta la tumba, como un vengativo y horroroso monstruo. Cuando terminó de examinar a la mujer, un pequeño grupo de personas adultas se les había congregado alrededor, entre las latas de café, que habían sido la última parte del mundo sobre la que aquella mujer había ejercido su prerrogativa humana de intentar disponer a su gusto. Pero se había convertido ya en parte de aquel otro mundo, y sería dispuesta por otros seres humanos. Su carrito estaba lleno con provisiones para el fin de semana, y la visión de las latas, cajas y carnes envueltas lo llenó de un agudo y angustioso terror.
Al mirar el carrito de la mujer muerta se preguntó qué harían con aquellos comestibles. ¿Ponerlos otra vez en las estanterías? ¿Guardarlos en el despacho del director, hasta que el pago al contado los redimiera, como prueba de que el ama de casa había muerto con las botas puestas?
Alguien había conseguido encontrar un agente de policía, quien se abrió paso entre la gente.
—Apártense —decía el policía, dándose importancia—. No le quiten el aire.
Como si ella pudiera utilizarlo.
Él se volvió y se abrió paso con un hombro. La calma sentida durante los cinco últimos días se había visto conmocionada, y probablemente para bien. ¿Habría un presagio más claro que ése? Casi seguro que no. Pero ¿qué significaba? ¿Qué?
Cuando llegó a casa, guardó los platos precocinados en el frigorífico y se preparó una bebida fuerte. El corazón le latía con fuerza. Durante todo el trayecto de regreso a casa había tratado de recordar qué habían hecho con las ropas de Charlie.
Habían regalado sus juguetes a la Tienda de la Buena Voluntad, en Norton, habían transferido el saldo de mil dólares de su cuenta de ahorros (destinado a pagar sus estudios en la universidad, la mitad de cuanto Charlie había obtenido de sus parientes el día de su nacimiento o en Navidades) a su propia cuenta conjunta. Habían quemado su ropa de cama, siguiendo el consejo de mamá Jean; aunque él no había comprendido la razón de aquello, no tuvo el valor de protestar. Todo se había desmoronado y él no pensaba discutir sobre la conveniencia o no de salvar un colchón de lana y un somier, ¿verdad? Pero su ropa... eso era diferente. ¿Qué habían hecho con la ropa de Charlie?
La cuestión le preocupó durante toda la tarde, inquietándole, y en una ocasión estuvo a punto de llamar por teléfono a Mary para preguntárselo. Pero eso sería como la gota que colma el vaso, ¿no? Después de hacerle una pregunta como aquélla, Mary ya no tendría dudas acerca de su estado mental.
Poco antes de la puesta de sol subió al pequeño desván al que se accedía por una trampilla que había en el techo del cuarto de baño del dormitorio principal. Tuvo que subirse a una silla para auparse hasta él. Hacía mucho tiempo que no había subido a aquel lugar, pero la única bombilla de cien vatios que había allí aún funcionaba. Estaba cubierta de polvo y telarañas, pero funcionaba.
Abrió una caja polvorienta elegida al azar y halló todos sus libros de calificaciones del instituto y la universidad, perfectamente ordenados. Sobre la cubierta de cada uno de los correspondientes al instituto se habían grabado las palabras: «EL CENTURIÓN. Instituto de Bay....»
En los de la universidad, mucho más pesados y mejor encuadernados, se leía: «EL PRISMA. Recuérdanos...»
Abrió primero los del instituto y hojeó las páginas («Arriba, abajo, alrededor de la ciudad / Soy el tipo que arruinó tu armario del curso / Escribiendo en él... A. F. A., Connie»). Después contempló las fotografías de los maestros de otros tiempos, inmóviles tras su mesa y delante de su pizarra, sonriendo vagamente; también estaban las fotos de compañeros de clase a quienes apenas recordaba, junto con sus notas relacionadas debajo, acompañadas por sus apodos y un pequeño eslogan. Conocía el destino de algunos de ellos (en el ejército;
muerto en un accidente de tráfico; secretario de un director bancario), pero la mayoría había desaparecido, y su futuro era desconocido para él.
En el anuario del último curso de instituto se encontró con un joven George Barton Dawes, que miraba soñador hacia el futuro desde una fotografía retocada tomada en los Estudios Cressey. Le extrañó lo poco que aquel muchacho había sabido sobre el futuro, y lo mucho que se parecía al hijo cuyos recuerdos ese hombre había subido allí a buscar. El muchacho de la fotografía ni siquiera había producido el esperma que diera vida a su hijo. Bajo la fotografía se leía:
BARTON G. DAWES El Silbador (Club Excursionista, 1, 2, 3, 4 Poe Society, 3, 4)
Instituto de Bay
¡Bart, el payaso de clase, nos ayudó a soportar nuestra carga!
Volvió a dejarlo en la caja y siguió buscando. Encontró cortinas que Mary había guardado cinco años antes. Una vieja mecedora con un brazo roto. Un radiodespertador que no funcionaba. Un álbum de fotografías de su boda que no se atrevió a mirar. Montones de revistas. «Debo sacarlas de aquí—se dijo—. Representan un peligro de incendio en el verano.» El motor de una lavadora que en cierta ocasión había cogido de la lavandería para arreglarlo, pero no tuvo éxito. Y la ropa de Charlie.
Estaba repartida en tres cajas de cartón, de cada una de las cuales salía olor a naftalina. Las camisas, los pantalones y los suéteres de Charlie. Incluso su ropa interior. La sacó de la caja y contempló cuidadosamente cada pieza, tratando de imaginarse a Charlie con aquellas ropas, moviéndose en ellas, reajustando pequeñas partes del mundo que lo rodearía. Al final, el olor a naftalina hizo que abandonara el desván, temblando y con una mueca de dolor en el rostro. Necesitaba una copa. Era el olor de las cosas que habían permanecido intactas e inútiles por años, cosas que carecían de propósito, excepto el de producir dolor. Estuvo pensando en ellas durante casi toda la noche, hasta que la bebida nubló su capacidad de pensar.
7 de enero de 1974
El timbre de la puerta sonó a las diez y cuarto de la mañana, y cuando abrió se encontró frente a un hombre vestido con traje y abrigo, de expresión amable, bien afeitado, y que sostenía un delgado maletín. Al principio pensó que se trataba de un vendedor con el maletín lleno de muestras —suscripciones de revistas o periódicos o algo así—, y se dispuso a hacerle entrar; escucharía atentamente su discurso, le haría preguntas y quizá incluso le comprara algo. A excepción de Olivia, era la primera persona que había llegado a la casa desde la partida de Mary. Y de eso hacía ya casi cinco semanas.
Pero el hombre no era vendedor, sino abogado. Se presentó como Philip T. Fenner, y su cliente era el ayuntamiento. Anunció estos datos con una mueca vergonzosa y un caluroso apretón de manos.
—Pase —dijo él, y suspiró.
Pensó que, en cierto modo, era un vendedor. Fenner estaba hablando, como a un kilómetro de distancia.
—Tiene usted una casa muy bonita. Realmente hermosa. La propiedad bien cuidada siempre se pone de manifiesto, es lo que yo digo. No le haré perder mucho tiempo, señor Dawes. Sé que es usted un hombre ocupado, pero Jack Gordon pensó que me diera una vuelta por aquí, puesto que me cogía de camino, para entregarle este formulario de renuncia a su casa. Me imagino que habrá recibido uno por correo; pero, con las fiestas de Navidad, todo se pierde. Así pues, me pongo a su disposición para contestar cualquier pregunta que usted quiera hacerme.
—Sí, tengo una pregunta —dijo él, sin sonreír.
La alegría externa de su visitante desapareció por un momento, y vio al Fenner real escondido allí detrás, tan frío y mecanizado como un reloj de cuarzo.
—¿De qué se trata, señor Dawes?
—¿Quiere tomar una taza de café? —preguntó él, sonriendo.
La sonrisa regresó al rostro de Fenner, alegre mensajero de los recados del ayuntamiento.
—Eso sería muy amable por su parte, si no es demasiada molestia. Hace un poco de frío ahí fuera, unos cinco grados bajo cero. Creo que el invierno se hace cada año más frío, ¿no le parece?
—Sin duda alguna. —Aún tenía agua caliente de su café del desayuno—. Espero que no le importe que sea café instantáneo. Mi esposa ha ido a ver a sus padres por unos días, y me las estoy arreglando solo.
Fenner esbozó una sonrisita, y él se dio cuenta de que aquel hombre conocía con toda exactitud cuál era la situación entre él y Mary, y era probable que también conociera la situación entre él y cualquier otra persona o institución: Steve Ordner, Vinnie Mason, la empresa, Dios...
—En modo alguno. El café instantáneo es estupendo. Yo siempre lo tomo así. No sé cuál es la diferencia. ¿Puedo dejar estos papeles sobre la mesa?
—Adelante. ¿Quiere crema?
—No, café solo.
Fenner se desabrochó el abrigo, pero no se lo quitó. Se lo alisó un poco bajo él antes de sentarse, como haría una mujer para no arrugarse la falda. En un hombre, aquel gesto resultaba discordante, casi fastidioso. Abrió el maletín y extrajo un formulario que parecía uno de devolución de impuestos. Él le sirvió una taza de café y se la entregó.
—Gracias. Muchas gracias. ¿No quiere tomar una taza conmigo?
—Creo que me tomaré una copa —replicó él.
—Oh —dijo Fenner, y esbozó una encantadora sonrisa. Tomó un sorbo de café y añadió—: Bien, muy bien, esto sí que le calienta a uno.
Él se preparó una copa.
—Discúlpeme un momento —dijo—, señor Fenner, pero tengo que hacer una llamada telefónica.
—Claro, desde luego. —Tomó otro sorbo de café y se relamió los labios.
Él se dirigió al teléfono del vestíbulo, dejando la puerta abierta. Marcó el número de los Calloway y Jean contestó.
—Soy Bart —dijo—. ¿Está Mary en casa, Jean?
—Está durmiendo —contestó la gélida voz de su suegra.
—Despiértala, por favor. Es muy importante.
—Apuesto a que sí lo es. Se lo dije a Lester la otra noche. Le dije: Lester, ya va siendo hora de que cambiemos el número de teléfono y no lo publiquemos en la guía. Y él estuvo de acuerdo conmigo. Ambos pensamos que te has salido de tus casillas, Barton Dawes, y ésa es la única verdad de lo que ocurre.
—Siento mucho oír eso. Pero, de veras, tengo que... El supletorio del piso superior se levantó y Mary preguntó:
—¿Bart?
—Sí. Mary, ¿ha ido a verte un abogado llamado Fenner? ¿Un tipo delgado que trata de actuar como si fuese James Stewart?
—No —contestó ella. Mierda, pensó él, pero Mary añadió—: Me llamó por teléfono.
¡Bingo! Fenner estaba en el umbral de la puerta, con la taza de café en la mano, bebiendo tranquilamente. De su rostro había desaparecido aquella expresión medio tímida, medio alegre, siendo ocupada por un gesto doloroso.
—Mamá, cuelga el teléfono, ¿quieres? —dijo Mary, y Jean Calloway así lo hizo con un amargo bufido.
—¿Te ha hecho alguna pregunta sobre mí? —preguntó él.
—Sí —contestó Mary.
—¿Ha hablado contigo después de la fiesta?
—Sí, pero... no le conté nada de lo ocurrido.
—Puedes haberle contado mucho más de lo que tú misma sabes. Ha venido por aquí como si fuese un recadero medio adormilado, pero en realidad es el mastín del ayuntamiento. —Dirigió una sonrisa a Fenner, quien se la devolvió débilmente—. ¿Tienes una cita con él?
—¿Por qué...? Sí. —Ella parecía sorprendida—. Si sólo quiere hablar sobre la casa, Bart...
—No, eso es lo que te ha dicho. Pero en realidad quiere hablar sobre mí. Creo que a estos tipos les encantaría enviarme ante un juez para determinar mi estado mental.
—¿Qué...? —Su voz sonó verdaderamente aturdida.
—Todavía no he aceptado su dinero. Por lo tanto debo estar loco. Mary, ¿recuerdas lo que hablamos en Handy Andy's?
—Bart, ¿está el señor Fenner en casa?
—Sí.
—¿Te refieres a lo del psiquiatra? —preguntó ella con tono apagado—. Bueno, mencioné que ibas a ver a un... Oh, Bart, lo siento.
—No te preocupes —repuso él con suavidad, y lo dijo en serio—. Esto va a solucionarse como es debido, Mary. Te lo juro. Quizá no se solucione ninguna otra cosa, pero ésta sí.
Colgó el auricular y se volvió hacia Fenner.
—¿Quiere usted que llame a Stephan Ordner? —preguntó—. ¿O a Vinnie Mason? No me molestaría en llamar a Ron Stone o a Tom Granger, porque ellos reconocerían a un leguleyo como usted antes de que abriese el maletín. Pero ése no es el caso de Vinnie. Y en cuanto a Ordner, le recibiría a usted con los brazos abiertos. Estaría sobre mí si pudiera.
—No me ha comprendido bien, señor Dawes —dijo Fenner—. Y al parecer tampoco ha comprendido a mis clientes. No hay nada personal en esto. Nadie está sobre usted. Pero desde hace algún tiempo se sabe que a usted no le gusta la ampliación de la 784. El pasado agosto escribió una carta al periódico...
—El pasado agosto —se maravilló él—. Disponen ustedes de un servicio de recortes de prensa, ¿verdad?
—Por supuesto.
Él se encogió, como acosado, con una expresión de temor en los ojos.
—¡Más recortes! ¡Más abogados! ¡Ron, sal ahí fuera y echa a esos periodistas! Tenemos enemigos por todas partes. ¡Mavis, tráeme mis pastillas! —Se irguió y añadió—: ¿Alguien sufre de paranoia? Santo cielo, y yo me creía mal.
—También tenemos un equipo de relaciones públicas —dijo Fenner con rigidez—. No estamos hurgando aquí y allá, señor Dawes. Hablamos de un proyecto de diez millones de dólares.
—Deberían llevar ante el juez a todos ustedes, no a mí —dijo él, sacudiendo la cabeza, disgustado.
—Voy a poner todas mis cartas sobre la mesa, señor Dawes.
—Mire, según mi experiencia, cuando alguien dice eso significa que está dispuesto a dejar a un lado los pequeños embustes para empezar a decir las grandes y verdaderas mentiras.
Fenner enrojeció, ya enfadado.
—Usted escribió al periódico. Dejó pasar una opción de compra para una nueva fábrica destinada a La Cinta Azul, y fue despedido por ello.
—No es cieno. Dimití por lo menos media hora antes de que me echaran.
—Y ha ignorado usted —prosiguió el otro sin hacerle caso— todas nuestras comunicaciones referentes a esta casa. Hemos llegado a la conclusión de que quizá esté planeando algún golpe de efecto ante los periodistas y las cámaras de televisión, convocándolos aquí para mostrarles al heroico propietario que es sacado a rastras de su hogar, entre empujones e insultos, por los agentes municipales de la Gestapo.
—Y eso les preocupa, ¿verdad?
—¡Pues claro que nos preocupa! La opinión pública es volátil, cambia de dirección como una veleta...
—Y sus clientes son funcionarios elegidos por el público. Fenner lo miró, inexpresivo.
—¿Y ahora, qué? ¿Piensa hacerme una oferta que yo no pueda rechazar?
—No comprendo por qué discutimos, señor Dawes —dijo Fenner con un suspiro—. El ayuntamiento le ha ofrecido sesenta mil dólares por...
—Sesenta y tres mil quinientos.
—Bien, muy bien. Le ofrecen esa cantidad por la casa y el terreno. Otras personas han conseguido menos. ¿Y qué le ofrecen además de ese dinero? Ninguna disputa, ningún problema. Esos dólares están prácticamente libres de impuestos porque usted ya pagó al tío Sam los impuestos por el dinero que gastó cuando compró la casa. Sólo tiene que pagar los impuestos correspondientes a la plusvalía. ¿O acaso cree que la valoración no es justa?
—Bastante justa —dijo él, pensando en Charlie—. Por lo que se refiere a dólares y centavos, lo es. Probablemente representa más de lo que conseguiría si quisiese venderla, teniendo en cuenta el precio de los préstamos hoy día.
—En tal caso, ¿por qué discutimos?
—No estamos discutiendo —dijo él, tomando un sorbo de su vaso. En efecto, ya tenía a su vendedor, muy bien—. ¿Posee usted una casa, señor Fenner?
—Así es —se apresuró a contestar el otro—. Una casa muy buena en Greenwood. Y si me pregunta qué haría o cómo me sentiría en su situación, le seré franco. Le sacaría al ayuntamiento cuanto me fuera posible y después acudiría riéndome al banco.
—Por supuesto que lo haría. —Lanzó una carcajada y pensó en Don y Ray Tarkington, que habían hecho lo mismo—. ¿Creen ustedes realmente que he perdido la cabeza?
—No lo sabemos —contestó Fenner con prudencia—. La decisión que tomó usted acerca del cambio de fábrica para la lavandería apenas puede considerarse como normal.
—Bien, voy a decirle algo. Me queda el suficiente sentido común para saber que puedo contratar a un abogado a quien no le guste el estatuto de expropiación forzosa... alguien que crea todavía en ese viejo dicho según el cual la casa de un hombre es su castillo. El con-seguiría una orden de paralización de las obras, y eso bastaría para atar de pies y manos al ayuntamiento durante un mes, quizá dos. Con suerte, y confiando en la rectitud de los jueces, todo este asunto se retrasaría hasta el próximo septiembre.
Fenner pareció más contento que desconcertado, como él había sospechado que haría. Al fin Fenner estaba pensando. Ha picado el anzuelo, Freddy. ¿Lo estás disfrutando? Sí, George, debo admitir que sí.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Fenner.
—¿Cuánto está dispuesto a ofrecer?
—Podemos elevar la oferta en cinco mil dólares. Ni un centavo más. Y nadie se enterará de lo ocurrido con la chica.
Todo se detuvo en seco.
—¿Qué? —susurró él.
—La chica, señor Dawes. La joven que estuvo con usted en esta casa el seis y el siete de diciembre.
Una serie de pensamientos irrumpieron en su mente en un período de segundos, algunos de ellos extremadamente delicados, pero casi todos parecieron agolpados y recubiertos por una tenue y amarillenta pátina de miedo. Pero por encima del temor y los pensamientos delicados surgió una enorme cólera roja que le hizo querer saltar por encima de la mesa y acogotar a aquel leguleyo. Y no debía hacer nada de eso; sobre todo, nada de eso.
—Déme un número —dijo él.
—¿Un número...?
—Un número de teléfono. Le llamaré esta tarde y le comunicaré mi decisión.
—Sería todo mucho más fácil si solucionásemos la cuestión ahora mismo.
«Te gustaría, ¿eh? Prolonguemos el asalto treinta segundos más. Tengo a este hombre contra las cuerdas.»
—No, no lo creo. Por favor, salga de mi casa. Fenner se encogió de hombros con un gesto suave e inexpresivo.
—Aquí tiene mi tarjeta. El número de teléfono va en ella. Estaré en mi despacho entre las dos y media y las cuatro.
—Le llamaré.
Fenner se marchó. Él lo observó desde la ventana situada junto a la puerta de la calle, mientras el otro recorría el camino de entrada, subía a un Buick azul oscuro y se alejaba. Entonces, él golpeó duramente el puño contra la pared.
Se preparó otra copa y se sentó ante la mesa de la cocina para reflexionar sobre la situación. Conocían la existencia de Olivia. Y estaban dispuestos a utilizarlo como palanca, aunque no era una palanca muy buena para obligarle a moverse. Sin duda alguna, aquello acabaría con su matrimonio, pero su matrimonio ya tenía graves problemas. Sin embargo, lo habían espiado.
La cuestión era cómo.
Si habían destinado algunos hombres a vigilarle, sin duda alguna estarían al corriente de su actuación con las bombas incendiarias. De ser así, lo habrían utilizado contra él. ¿Por qué molestarse con una insignificante aventurilla extramarital cuando se podía meter en la cárcel al recalcitrante propietario por incendiario? Eso quería decir que le habían intervenido el teléfono. Cuando pensó en lo cerca que había estado de confesar su crimen por teléfono a Magliore, unas gotitas de sudor frío aparecieron en su frente. Menos mal que Magliore le había obligado a cerrar la boca. Lo que había hecho ya era bastante malo de por sí.
Así pues, vivía en una casa con el teléfono intervenido, y aún tenía que contestar la pregunta clave: ¿qué hacer con respecto a la oferta de Fenner y los métodos de sus clientes?
Metió en el horno una comida precocinada para el almuerzo y, mientras se calentaba, se sentó a esperar, tras haberse preparado otra copa. Había sido espiado, habían tratado de chantajearle. Cuanto más pensaba en ello, la cólera se adueñaba de él.
Después de comer deambuló por la casa, reflexionando. Y una idea empezó a cobrar forma en su mente.
A las tres de la tarde llamó a Fenner y le pidió que le enviara el formulario. Lo firmaría si Fenner se ocupaba de los dos asuntos que habían discutido. Fenner pareció muy complacido, e incluso aliviado. Dijo que estaría encantado de hacerse cargo del asunto, y que al día siguiente le enviaría un formulario. También le dijo que le complacía que hubiera decidido con sentido común.
—Hay un par de condiciones —dijo él.
—Condiciones —repitió Fenner, con un tono de voz cauteloso.
—No se preocupe. No es nada que usted no pueda hacer.
—Escuchémoslas —dijo Fenner—. Pero le advierto, Dawes, que ya nos ha sacado cuanto era posible.
—Usted me envía el formulario mañana. Yo se lo llevaré a su despacho el miércoles. Y quiero que entonces tenga usted preparado para mí un cheque confirmado y al portador por un importe de sesenta y ocho mil quinientos dólares. Le entregaré el formulario de renuncia a cambio del talón.
—Señor Dawes, nosotros no hacemos así los negocios...
—Es posible que no, pero usted puede hacerlo. Del mismo modo que es ilegal intervenir un teléfono y Dios sabe qué cosas más, y sin embargo lo han hecho. Si no hay cheque, no hay formulario. Y entonces acudiré al abogado.
Fenner guardó silencio. Él casi escuchaba su pensamiento.
—Está bien. ¿Qué más?
—No quiero ser molestado a partir del miércoles. El día veinte, todo será suyo. Hasta entonces es mío.
—Estupendo —dijo Fenner de inmediato porque aquello no suponía una condición.
La ley decía que la casa era del propietario hasta la medianoche del 19, y propiedad del ayuntamiento un minuto después. Si él firmaba el formulario municipal de renuncia y aceptaba el dinero del consistorio, no conseguiría ni una pizca de simpatía por parte de nin-gún periódico o emisora de televisión de la ciudad.
—Eso es todo —dijo él.
—Bien —replicó Fenner, cuyo tono de voz sonó extremadamente feliz—. Me alegro de que al fin nos hayamos puesto de acuerdo de una forma racional, señor...
—¡Que te den por el culo! —lo interrumpió él, y cortó la comunicación.
8 de enero de 1974
No estaba en casa cuando el mensajero metió en el buzón el abultado sobre marrón que contenía el formulario municipal 6983-426-73-74 (carpeta azul). Había salido en dirección a Norton con intención de hablar con Sal Magliore. Éste no experimentó una gran alegría al verle aunque, a medida que él hablaba, fue adoptando una actitud más reflexiva.
Les sirvieron el almuerzo en el despacho... espaguetis, ternera y una botella de Gallo tinto. Fue un almuerzo estupendo. Magliore alzó una mano para detenerle cuando él empezó a contarle la parte del chantaje de los cinco mil dólares, y del conocimiento que tenía Fenner sobre la existencia de Olivia. Hizo una llamada telefónica y habló escuetamente con alguien al otro extremo de la línea. Magliore dio la dirección de Crestallen Street.
—Utiliza la camioneta —dijo, y colgó. Enrolló más espaguetis en el tenedor e hizo un gesto de asentimiento para que él siguiera con la historia. Una vez hubo terminado de contarla, Magliore le
dijo:
—Ha tenido suerte de que no lo vigilaran. De ser así, ahora mismo estaría entre rejas.
Él estaba a punto de estallar, incapaz de tomar un solo bocado más. No había comido tanto desde hacía por lo menos cinco años. Felicitó a Magliore y éste sonrió.
—Algunos de mis amigos ya no comen pasta. Necesitan mantener su imagen. Así pues, comen filetes o platos franceses o suecos, o cosas por el estilo. Y las úlceras que padecen así lo demuestran. ¿Por qué les salen úlceras? Porque no se puede cambiar lo que uno es. —Estaba vertiendo sobre su plato salsa de espagueti, contenida en el grasiento cartón en que había llegado la comida. Empezó a rebañarla con trozos de pan de ajo, se detuvo, miró por encima de la mesa con aquellos grandes y extraños ojos, y dijo—: Usted está pidiéndome que lo ayude a cometer un pecado mortal.
Él se quedó mirando a Magliore a los ojos, incapaz de ocultar su desconcierto. Magliore se echó a reír.
—Sé lo que está pensando. No soy el más indicado para hablar de pecados. Ya le dije que en cierta ocasión me cargué a un tipo. A más de uno, en realidad. Pero nunca he matado a nadie que no se lo mereciera. El asunto puede verse desde este ángulo: un tipo que muere antes de que Dios lo haya planeado, es igual que si cae un aguacero imprevisto sobre el parque. Los pecados que ese tipo cometió no cuentan. Dios tiene que dejarle entrar en el cielo porque no dispuso del tiempo que Él tenía intención de concederle para que se arrepintiera. De modo que matar a un tipo así es ahorrarle el dolor de que vaya al infierno. En cierto sentido, yo hago más por esos individuos de lo que podría hacer incluso el Papa. Creo que Dios lo sabe. Pero eso no es asunto mío. Usted me agrada mucho. Tiene pelotas. Hacer lo que hizo con aquellas bombas de gasolina... eso requiere pelotas. Esto, en cambio... Esto es algo diferente.
—No le estoy pidiendo que haga nada en mi lugar. Sólo pretendo hacer uso de mi libre albedrío. Magliore puso los ojos en blanco.
—Jesús, María y José el carpintero! ¿Por qué no me deja en paz?
—Porque usted tiene lo que yo necesito.
—Le aseguro que desearía que no fuese así.
—¿Me ayudará?
—No lo sé.
—Ahora tengo el dinero. O lo tendré dentro de poco.
—Ya no se trata de dinero, sino de una cuestión de principios. Nunca he hecho tratos con un loco como usted. Tendré que pensar bien sobre ello. Yo lo llamaré.
Se dio cuenta de que sería un error presionarle más. Y se marchó.
Estaba rellenando el formulario cuando llegaron los hombres de Magliore. Conducían una furgoneta Econoline blanca en cuya parte lateral aparecía escrito: VENTAS Y SERVICIOS DE TELEVISIÓN RAY, bajo el dibujo de un aparato de televisión que bailaba y reía. Eran dos hombres, con mono de trabajo verde, que transportaban grandes cajas con herramientas y tubos para la reparación de televisores, aunque también contenían otra clase de equipo. Le «peinaron» la casa. Tardaron una hora y media. Encontraron micrófonos en ambos teléfonos, uno en el dormitorio, otro en el comedor. Afor-tunadamente, no había ninguno en el garaje, lo que hizo que se sintiera aliviado.
—Hijos de puta —dijo él, sosteniendo los diminutos artilugios en la mano.
Los dejó caer al suelo y los machacó con el tacón. Cuando se iban, uno de los hombres le dijo, no sin cierta admiración:
—Señor, realmente le ha sacado las tripas a ese televisor. ¿Cuántos golpes tuvo que darle?
—Sólo uno —replicó él.
Una vez que se hubieron marchado bajo la fría luz solar del atardecer, recogió los micrófonos con una pala y arrojó sus retorcidos restos al cubo de la basura que había en la cocina. Después, se preparó una copa.
9 de enero de 1974
A las dos y media de la tarde sólo había unas pocas personas en el banco. Se encaminó hacia una de las mesas situadas en el centro, con el cheque al portador del ayuntamiento. Tomó asiento, extrajo su talonario del bolsillo y extendió un talón al portador por la suma de 34.250 dólares. Después se dirigió a una ventanilla donde presentó el cheque del ayuntamiento y su propio cheque.
La cajera, una joven morena que llevaba un corto vestido de color púrpura, con unas piernas embutidas en medias de nailon que habrían obligado al Papa a presentar armas, miró ambos cheques y luego a él, extrañada.
—¿Ocurre algo? —preguntó él, con tono amable. Debía admitir que estaba disfrutando de la situación.
—No, pero... ¿desea usted depositar un talón de 34.250 y cobrar en efectivo 34.250? ¿Es eso? Él asintió con un gesto de cabeza.
—Un momento, por favor.
Él sonrió, sin dejar de mirarle las piernas mientras ella se dirigía hacia la mesa del director, situada tras una barandilla de protección, aunque sin cristal, como para indicar que aquel hombre era tan humano como cualquiera... o casi. Era un hombre de mediana edad vestido con ropas de joven. Tenía el rostro tan estrecho como las puertas del cielo, y cuando miró a la cajera del vestido púrpura enarcó las cejas.
Discutieron sobre el depósito, el cheque, las implicaciones que supondría aquello para el banco y, posiblemente, para todo el sistema federal de depósitos. La chica se inclinó sobre la mesa y la falda se le subió un poco, poniendo al descubierto unas bragas de color malva ribeteadas con puntilla. «Amor, descuidado amor —pensó él—. Ven a casa conmigo y retozaremos hasta el fin de los tiempos, o hasta que echen abajo mi casa, lo que ocurra primero.» Aquel pensamiento le hizo sonreír. Tuvo una erección... aunque a medias. Apartó la mirada y dio un vistazo al vestíbulo del banco. Había un guardia, probablemente policía retirado, que permanecía de pie, impasible, entre las cajas de seguridad y la puerta de salida. Una anciana firmaba trabajosamente su cheque azul de la seguridad social. En la pared de la izquierda había un póster que mostraba una imagen de la Tierra, fotografiada desde el espacio exterior. Era como una gran gema azulverdosa recortada contra un fondo negro. Por encima del planeta, con grandes letras, aparecía escrito: MÁRCHESE. Por debajo, con letras algo más pequeñas: DE VACACIONES CON UN PRÉSTAMO DEL FIRST BANK.
La guapa cajera regresó a su puesto.
—Tendré que pagárselo en billetes de quinientos y de cien —le dijo.
—Me parece muy bien.
Le extendió un recibo por su depósito y a continuación entró en la cámara acorazada del banco. Cuando salió, lo hizo empujando ante sí un pequeño carrito. Habló un momento con el guarda y éste la acompañó. El guardia le miró sospechosamente.
La joven contó tres paquetes de diez mil dólares, con veinte billetes de quinientos dólares en cada uno. Puso una goma alrededor de cada paquete e introdujo una nota de calculadora entre la goma y el billete superior de cada paquete. En cada caso, la nota de la calculadora indicaba: «10.000 $».
A continuación contó cuarenta y dos billetes de cien, elevando los billetes rápidamente con el índice de su mano derecha. Encima colocó diez billetes de diez dólares. Sujetó el paquete con una goma e introdujo una nueva nota de calculadora que indicaba: «4.250 $».
Los cuatro pequeños paquetes estaban alineados uno al lado del otro, y los tres los miraron con recelo por un momento. Era dinero suficiente para comprar una casa, o cinco Cadillacs, o una avioneta Piper Club, o casi cien mil cartones de cigarrillos.
—Si quiere, puedo darle una bolsa con cremallera —dijo la joven, con tono dubitativo.
—No, así está bien, gracias.
Cogió los paquetes y se los metió en los bolsillos del abrigo. El guardia observó este tratamiento caballeroso de su razón de ser con un desprecio impasible; la joven cajera parecía fascinada (su salario de cinco años estaba desapareciendo de un modo natural en los bolsillos de aquel hombre de abrigo anticuado, en el que apenas hacían bulto); el director lo miraba con una expresión de disgusto apenas disimulada, porque un banco era un lugar donde se suponía que el dinero era como un dios, algo que no se veía y se reverenciaba.
—Muy bien —dijo él, guardándose el talonario de cheques junto con los paquetes de diez mil dólares—. Que les vaya bien.
Se marchó y todos lo siguieron con la mirada. La anciana se acercó a la ventanilla de la joven cajera y le presentó su cheque de la seguridad social, debidamente firmado para su cobro. La bonita cajera le entregó doscientos treinta y cinco dólares con sesenta y tres centavos.
Cuando llegó a su casa dejó el dinero en una polvorienta jarra de cerveza, en el estante superior del armario de la cocina. Mary se la había regalado para su cumpleaños, cinco años antes. A él nunca le había importado mucho, pues prefería beberse la cerveza de la botella. La jarra llevaba un emblema que mostraba una antorcha olímpica y las palabras: EQUIPO DE BEBEDORES DE EE.UU.
Volvió a dejarla en su sitio, ahora llena con algo capaz de marearle a uno, y subió a la habitación de Charlie, donde estaba su mesa de despacho. Abrió el cajón inferior, revolvió un poco en él y encontró un pequeño sobre manila. Se sentó ante la mesa, sumó el nuevo saldo de la cuenta y vio que ascendía a 35.053,49. Escribió la dirección de Mary en el sobre, en casa de sus padres. Deslizó el talonario de cheques en el interior y cerró el sobre. Revolvió de nuevo en un cajón y encontró media hoja de sellos y puso en el sobre cinco sellos de ocho centavos. Lo contempló por un momento y después, bajo la dirección, escribió: CORREO URGENTE.
Dejó el sobre encima de la mesa y bajó a la cocina para prepararse una copa.
10 de enero de 1974
Ya estaba bien avanzada la tarde, nevaba y Magliore no había llamado todavía. Se encontraba sentado en la sala de estar, tomando una copa y escuchando el estéreo porque la televisión seguía fuera de combate. Aquella tarde había salido, después de coger dos billetes de diez dólares de la jarra, y había comprado cuatro discos de rock and roll. Uno de ellos se titulaba Let It Bleed (Déjalo sangrar), de los Rolling Stones. Lo habían puesto durante la fiesta, y era el que más le gustaba de los que había comprado. Los otros le parecían bobos. Uno de ellos, perteneciente a un grupo llamado Crosby, Stills, Nash y Young, era tan estúpido que lo partió contra una de sus rodillas. Pero Let It Bleed contenía una música fuerte, atronadora, impúdica. Estallaba y sonaba de un modo discordante. Le gustaba mucho. Le recordaba Let's Make a Deal (Hagamos un trato), de los MC. Mick Jagger cantaba en ese momento:
Bien, todos necesitamos a alguien a quien quitar lo mejor, Y, si tú quieres, puedes quitarme lo mejor a mí.
Había estado pensando en el póster del banco en que se veía la Tierra, variopinta y nueva, con la leyenda que invitaba al espectador a MARCHARSE. Eso le hizo pensar en el «viaje» que había hecho en Nochevieja. Había ido lejos, muy lejos. Pero ¿no lo había disfrutado? El pensamiento se le ocurrió de pronto. Durante los dos últimos meses se había arrastrado de un lado a otro como un perro al que han atrapado las pelotas en una puerta batiente. Pero ¿acaso no había encontrado compensaciones en el camino?
Había hecho cosas que, de otro modo, nunca habría hecho. Los viajes por la autopista, tan estúpidos y libres como una migración. La chica y el sexo, el tacto de sus senos, tan diferente al de Mary. Hablar con un hombre que pertenecía al hampa. Ser aceptado finalmente por ese mismo hombre como una persona seria y digna. La ilegal excitación de arrojar bombas incendiarias, y el terror experimentado cuando pareció que el coche no su-biría aquel terraplén para alejarlo de allí. De su reseca alma de ejecutivo medio habían surgido emociones profundas como reliquias de una oscura religión extraídas de un pozo arqueológico. Sabía lo que significaba estar «vivo».
Claro que también había cosas malas. La forma en que había perdido el control en Handy Andy's, gritando a Mary. La aburrida soledad de aquellas dos primeras semanas que pasó solo, por primera vez en veinte años, teniendo como única compañía el terrible y mortal lati-do de su propio corazón. El ser golpeado por Vinnie —¡precisamente por Vinnie Mason!— en los grandes almacenes. El horrible miedo que experimentó a la mañana siguiente de lanzar las bombas incendiarias contra la construcción. Eso era lo que más persistía en él.
Pero incluso aquellas cosas, por muy malas que fuesen, eran nuevas y, de algún modo, excitantes, como el pensamiento de que podía estar loco o volviéndose loco. Las huellas dejadas en el paisaje interior en su deambular (¿o se había arrastrado?) durante aquellos dos últimos meses eran las únicas huellas. Se había explorado a sí mismo y si lo encontrado le pareció a menudo banal, en algunas ocasiones también fue terrible y hermoso.
Sus pensamientos se dirigieron hacia Olivia, tal y como la había visto por última vez, de pie en la entrada de la autopista, con su cartel sostenido de un modo desafiante a la fría indiferencia de las cosas. Pensó en el póster del banco: MÁRCHESE. ¿Y por qué no? Nada lo retenía allí, excepto una sucia obsesión. No había esposa, y sólo quedaba el fantasma de un hijo. No tenía trabajo, y la casa sería demolida al cabo de una semana y media. Disponía de dinero en efectivo y el coche estaba pagado. ¿Por qué no cogerlo todo y largarse?
Una especie de salvaje excitación se apoderó de él. Se imaginó a sí mismo: apagaba las luces, subía a la ranchera y conducía hasta Las Vegas, con el dinero en el bolsillo. Encontraba a Olivia. Y le decía: ¡MARCHÉMONOS! Conducía después hasta California, vendía el coche y compraba pasajes para los mares del Sur. Desde allí hasta Hong Kong, de Hong Kong a Saigón, Bombay, Atenas, Madrid, París, Londres, Nueva York. Después a...
¿Aquí?
El mundo era redondo, ahí estaba lo terrible del asunto. Le sucedería como a Olivia, cuando se fue a Nevada porque había decidido dejar la droga. Se drogó y fue violada la primera vez que dio la vuelta a la esquina para seguir el nuevo camino, porque el nuevo camino era como el viejo, de hecho siempre era el viejo, y uno lo seguía una y otra vez hasta que lo había desgastado tanto y tan profundamente que tenía que salir de él escalando, y entonces había llegado la hora de cerrar la puerta del garaje, poner el coche en marcha y sentarse a esperar... esperar...
La noche lo rodeó y sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, como un gato tratando de agarrarse la cola. Al fin se quedó dormido en el sofá y soñó con Charlie.
11 de enero de 1974
Magliore le llamó a la una y cuarto de la tarde.
—Está bien —le dijo—. Usted y yo haremos un trato. Le costará nueve mil dólares. Pero no creo que eso le haga cambiar de idea.
—¿En efectivo?
—¿Qué quiere decir «en efectivo»? ¿Acaso cree que yo le aceptaría un cheque personal?
—De acuerdo. Lo siento.
—Estará usted mañana en la bolera Revel Lanes a las diez. ¿Sabe dónde está?
—Sí. En la carretera siete. Después de los almacenes Skyview.
—Eso es. En la pista dieciséis habrá dos tipos con camisa verde y el anagrama de Firestone en la espalda. Vaya hacia allí. Uno de ellos le explicará cuanto necesita saber. Y eso lo hará mientras juegan a los bolos. Jugará usted dos o tres partidas. A continuación saldrá del local y conducirá por la carretera hasta la taberna Town Line. ¿Sabe dónde está?
—No.
—Siga la carretera siete dirección oeste. Está a unos tres kilómetros de la bolera, en el mismo lado. Aparque en la parte de atrás. Mis amigos lo harán a su lado. Conducirán una camioneta Dodge Custom azul. Pasarán una caja de su camioneta a la ranchera de usted. Entonces les entrega el sobre. Debo de estar loco, ¿sabe? Debo de estar fuera de mis casillas. Es probable que me agarren por esto. Y entonces dispondré de mucho tiempo para preguntarme por qué cojones lo hice.
—Me gustaría hablar con usted la semana que viene. Personalmente.
—No. Absolutamente no. Yo no soy su confesor. No quiero verle nunca más. No deseo hablar con usted. Si quiere que le diga la verdad, Dawes, ni siquiera deseo ver su nombre escrito en los periódicos.
—Sólo es para tratar una cuestión de inversión. Magliore hizo una pausa.
—No —dijo finalmente.
—Esto es algo por lo que nadie podrá meterse con usted —dijo él—. Quiero crear una... cuenta en fideicomiso para alguien.
—¿Para su esposa?
—No.
—Pase el martes a verme —dijo al fin Magliore—. Quizá esté dispuesto a verle. O quizá me lo piense mejor.
Y colgó.
De regreso en la sala de estar, pensó en Olivia y en la vida... Las dos parecían estar constante y estrechamente unidas. Pensó en marcharse. Pensó en Charlie y apenas recordó el rostro de su hijo, excepto en forma de fotografía. Entonces, ¿cómo era posible que estuviera sucediendo aquello?
Tomando una resolución repentina, se levantó, se dirigió hacia el teléfono y buscó en VIAJES en las páginas amarillas. Marcó un número. Pero cuando una amistosa voz femenina le contestó al otro extremo de la línea y dijo: «Agencia de viajes Arnold, ¿en qué puedo servirle?», colgó y se apartó rápidamente del teléfono, frotándose las manos con fuerza.
12 de enero de 1974
La bolera Revel Lanes era un edificio largo, iluminado con tubos fluorescentes, donde resonaba la música, los gritos, las conversaciones, los tartamudeantes timbres de las máquinas tragaperras y, por encima de todo, la atronadora concatenación de los bolos que caían y el retumbar de las grandes bolas negras arrojadas sobre las pistas.
Se dirigió hacia el mostrador donde recibió un par de zapatillas rojas y blancas (que el empleado pulverizó ceremoniosamente con un aerosol desinfectante antes de permitirles abandonar su custodia). Después avanzó hacia la pista dieciséis. Los dos hombres ya se encontraban allí. Vio que el que estaba de pie, dispuesto a lanzar la bola, era el mecánico que había reemplazado el silenciador el día que él conoció a Magliore. El tipo sentado ante la mesa de tanteo era uno de los que habían acudido a su casa en la furgoneta de reparaciones de televisión. Tomaba una cerveza en un vaso de plástico. Ambos lo miraron cuando él se aproximó.
—Soy Bart —dijo.
—Yo soy Ray —dijo el hombre sentado ante la mesa—. Y ése Alan —añadió, señalando al mecánico que se disponía a lanzar la bola.
La bola abandonó la mano izquierda de Alan y rodó por la pista. Los bolos saltaron por todas partes, aunque Alan hizo un gesto de contrariedad: dos de ellos habían quedado en pie. Intentó derribarlos con su segunda bola lanzándola sobre el canalón derecho. La bola se metió en el canalón y él volvió a emitir otro sonido de disgusto cuando la máquina colocadora volvió a situar los bolos.
—Es a una tirada —le advirtió Ray—. Siempre sólo a una. ¿Quién te crees que eres?
—No les había dado de lleno. Un poco más y lo habría conseguido. Hola, Bart.
—Hola.
Se estrecharon las manos.
—Me alegra verte —dijo Alan. Después, dirigiéndose a Ray, añadió—: Iniciemos una nueva partida en la que participe Bart. De todos modos, ésta me la has ganado.
—Claro.
—Adelante, tú primero, Bart —dijo Alan.
Hacía por lo menos cinco años que no Jugaba a los bolos. Seleccionó una bola de seis kilos que se adaptara bien a sus dedos y no tardó en lanzarla. La bola se metió por el canalón de la izquierda. Observó su avance, sintiéndose ridículo. Llevó más cuidado con el siguiente lanzamiento, pero finalmente se desvió y sólo derribó tres bolos. Ray consiguió un pleno. Alan derribó nueve a la primera y el último, con la siguiente.
Después de cinco tiradas, Ray tenía 89 puntos, Alan 76 y Bart 40. Pero disfrutaba la sensación de sudor que sentía en la espalda y el insólito ejercicio de ciertos músculos que raras veces tenían oportunidad de moverse.
Estaba ya tan concentrado en el juego que no supo de qué hablaba Ray cuando le dijo:
—Se llama malglinita.
Lo miró, frunciendo un poco el entrecejo al escuchar la palabra desconocida, y entonces comprendió. Alan estaba frente a la pista, sosteniendo su bola y mirando seriamente hacia adelante, concentrado en los dos palos separados que le faltaban por derribar.
—Muy bien —dijo.
—Se fabrica en cartuchos de unos diez centímetros de longitud. Hay cuarenta cartuchos. Cada uno de ellos tiene una fuerza explosiva equivalente a la de sesenta cartuchos de dinamita.
—Oh —exclamó, sintiendo una repentina punzada en el estómago.
Alan lanzó su bola y dio un salto en el aire cuando logró derribar ambos bolos.
El lanzó su bola, derribó siete y volvió a sentarse. Ray logró un pleno. Alan cogió una bola y la sostuvo bajo la barbilla, frunciendo el entrecejo hacia el fondo de la pista. A continuación hizo sus cuatro pasos reglamentarios de aproximación.
—Hay más de cien metros de mecha. Se necesita una carga eléctrica para hacerla explotar. Se le podría aplicar una antorcha y no ocurriría nada, excepto que se desharía. Eso... ¡Oh, ésa ha sido muy buena, Al!
Al había logrado un pleno perfecto.
Se levantó, lanzó dos bolas y volvió a sentarse. Ray lanzó.
Mientras Alan se aproximaba a la pista, Ray siguió diciendo:
—Se necesita electricidad, que se consigue por medio de una batería de acumuladores. ¿Lo ha comprendido?
—Sí.
Miró su puntuación: 47. Siete más que su edad.
—Puede cortar largos trozos de mecha, empalmarlos y lograr una explosión simultánea, ¿lo ha comprendido?
—Sí.
Alan consiguió otro pleno. Cuando regresó, sonriente, Ray le dijo:
—No puedes confiar en conseguir siempre un pleno si lanzas de ese modo.
—Ya lo veremos, sólo me llevas ocho de ventaja.
Él lanzó, derribó seis bolos y se sentó. Ray alcanzó un nuevo pleno. Había logrado 116 puntos en siete lanzamientos. Al sentarse, Ray le dijo:
—¿Alguna pregunta?
—No. ¿Podemos marcharnos al final de esta partida?
—Claro. Pero no se sentiría tan mal si hiciese un poco de ejercicio. Usted gira la mano cuando lanza. Ése es su problema.
Alan volvió a lanzar de un modo perfecto, pero en esa ocasión le quedó un bolo en un extremo y regresó hacia ellos con el ceño fruncido.
—Ya te dije que no confiaras en ese tipo de lanzamiento —comentó Ray, sonriente.
—Vete al diablo —gruñó Alan. Él volvió a lanzar y la bola se metió por el canalón.
—Hay algunos tipos que no aprenden nunca —dijo Ray echándose a reír—. ¿Lo sabías? Nunca aprenden.
La taberna Town Line tenía un enorme cartel de neón rojo que hacía caso omiso de la crisis energética. Se apagaba y encendía con una estúpida y eterna confianza. Bajo el neón rojo había un entoldado blanco donde se leía: ESTA NOCHE LOS FABULOSOS OYSTERS. VENIDOS DIRECTAMENTE DE BOSTÓN.
A la derecha de la taberna había un aparcamiento de tierra apisonada, lleno con los coches de los clientes del sábado por la noche. Al llegar allí, vio que se extendía hacia la parte de atrás, formando una L. Allí había varios lugares libres. Aparcó en uno vacío, apagó el motor y bajó del coche.
La noche era despiadadamente fría, de esas noches que no parecen tan frías hasta que uno se da cuenta de que tiene las orejas entumecidas quince segundos después de estar en el exterior. En el cielo, un millón de estrellas titilaba con un brillo magnífico. A través de la pared trasera del local oyó a los fabulosos Oysters interpretando After Midnight. Recordó que aquella canción la había escrito J. J. Cale, y se preguntó de dónde habría sacado aquella información tan inútil. Era extraña la forma en que el cerebro humano se llenaba de basura. Era capaz de recordar quién había escrito After Midnight y, en cambio, no podía recordar el rostro de su hijo. Parecía algo muy cruel.
La camioneta Custom Cab aparcó junto a su coche; Ray y Alan bajaron de ella. Ahora se mostraban muy en plan de negocios, ambos llevaban puestos pesados guantes y parkas del ejército.
—Tiene usted cierto dinero para nosotros, ¿verdad? —preguntó Ray.
Se sacó el sobre del bolsillo del abrigo y se lo entregó. Ray lo abrió y pasó un dedo por el canto de los billetes, estimándolos más que contándolos.
—Muy bien. Abra su coche.
Ray abrió la portezuela trasera de la ranchera (que, en los folletos de la Ford, era denominada «Puerta Mágica») mientras los dos hombres sacaban una pesada caja de madera que transportaron cuidadosamente hasta su coche.
—La mecha está en el fondo —dijo Ray, expeliendo chorros blancos y vaporosos de su nariz—. Recuerde que necesita un contacto eléctrico. De otro modo, ya podría utilizar esto como velas de cumpleaños.
—Lo recordaré.
—Y debería jugar más a los bolos. Tiene un balanceo poderoso.
Los dos hombres regresaron a la camioneta y se alejaron. Pocos momentos después él también se marchó, dejando a los fabulosos Oysters haciendo lo que quisieran. Tenía las orejas heladas y le picaron cuando la calefacción las calentó.
Al llegar a casa transportó la caja al interior y la abrió, utilizando un destornillador como palanca. El material tenía exactamente el aspecto que Ray le había descrito: como velas de cera grisácea. Por debajo de las barras de explosivo y de una capa de periódicos había dos gruesos rollos de mecha, asegurados con cinta de plástico, idéntica a la que él mismo utilizaba para cerrar las bolsas de basura.
Dejó la caja en el armario de la sala de estar y trató de olvidarse de ella, pero parecía emitir emanaciones diabólicas que, partiendo de aquel armario, se extendían por toda la casa, como si algo demoníaco hubiese ocurrido allí varios años antes, algo que, con toda lentitud y segundad, lo había impregnado todo.
13 de enero de 1974
Se dirigió hacia Landing Strip, y deambuló de un lado a otro por las calles, buscando el lugar donde trabajaba Drake. Vio grandes edificios de viviendas, de apariencia tan frágil que daban la impresión de que se desmoronarían si se retirasen los edificios construidos a ambos lados. Un bosque de antenas de televisión se elevaba de los tejados de cada uno, recortándose contra el cielo como el cabello de una persona aterrorizada. Bares, cerrados hasta el mediodía. Un coche abandonado en medio de una calle lateral, sin neumáticos, sin faros, sin embellecedores, lo que le daba el aspecto del blanqueado esqueleto de una vaca en medio del valle de la Muerte. Había vidrios rotos en las aceras. Todas las casas de empeño y licorerías tenían rejas plegables en las ventanas y escaparates. Eso es lo que aprendimos de los disturbios raciales de hace ocho años, pensó. A prevenir el saqueo en caso de emergencia. A medio camino de la Venner Street vio la pequeña entrada de un local con un cartel con letras inglesas de tipo antiguo que anunciaba: CAFETERÍA DROP DOWN MAMMA.
Aparcó, cerró el coche y entró en el local. Sólo había dos clientes, un joven negro con un abrigo desproporcionadamente grande que parecía estar dormitando, y un viejo borracho blanco que bebía café en una gruesa taza de porcelana blanca. Cada vez que se llevaba la taza a la boca, las manos le temblaban inconteniblemente. Su piel era amarillenta y cuando levantó la mirada hacia él, vio que sus ojos estaban obsesionados por la luz, como si el hombre se hallara atrapado dentro de aquella nauseabunda prisión, demasiado profunda para salir de ella.
Drake estaba sentado detrás del mostrador, al fondo, cerca de una plancha caliente de dos quemadores. Sobre la plancha había un cacharro con agua caliente y otro con café. En el mostrador se veía una caja de puros abierta, con calderilla dentro. Había también dos letreros, escritos sobre papel basto. Uno de ellos informaba:
MENÚ
Café 15 c
Té l5c Soda 25 c
Balogna 30 c
PB & J 25 c
Hot dog 35 c
El otro cartel rezaba:
¡POR FAVOR, ESPERE A SER SERVIDO! Los que trabajan aquí son VOLUNTARIOS y si usted se sirve a sí mismo, hace que se sientan inútiles y estúpidos. Espere, por favor, y recuerde:
¡DIOS LO AMA!
Drake levantó la mirada de la revista que estaba leyendo, un manoseado ejemplar de The National Lampoon. Por un momento, en sus ojos apareció esa extraña sombra peculiar que se apodera de un hombre que busca mentalmente el nombre correcto de alguien. Finalmente, dijo:
—Señor Dawes, ¿cómo está usted?
—Bien. ¿Puedo tomar una taza de café?
—Desde luego. —Cogió una de las gruesas tazas de la pirámide que había tras él y sirvió el café—. ¿Leche?
—Solo. —Entregó a Drake un cuarto de dólar y éste le devolvió una moneda de diez centavos que sacó de la caja de puros—. Quiero darle las gracias por lo de la otra noche, y también quisiera hacer una contribución.
—No hay nada que agradecer.
—Sí, lo hay. Aquella fiesta fue lo que puede considerarse como una mala escena.
—Los químicos pueden hacer eso. No siempre, pero a veces ocurre. El verano pasado, unos chicos trajeron a un amigo que había tomado ácido en el parque municipal. El muchacho se puso a gritar porque creía que las palomas lo perseguían para comérselo a picotazos. Suena a una historia de horror del Reader's Digest, ¿verdad?
—La muchacha que me dio la mescalina me dijo que, en cierta ocasión, extrajo la mano de un hombre del fregadero. Más tarde, no sabía si aquello había ocurrido de verdad o no.
—¿Quién era ella?
—Realmente no lo sé —contestó con sinceridad—. En cualquier caso, tenga.
Dejó un rollo de billetes de banco sobre el mostrador, cerca de la caja de puros. El rollo estaba asegurado con una goma elástica.
Drake frunció el entrecejo, sin tocar el dinero.
—En realidad, es para este lugar —dijo él. Estaba seguro de que Drake lo sabía, pero necesitaba llenar el silencio del hombre.
Drake le quitó la goma elástica, sosteniendo los billetes en la mano izquierda y manipulándolos con la derecha, en la que se veía aquella terrible cicatriz. Contó el dinero lentamente.
—Son cinco mil dólares —dijo.
—Sí.
—¿Se sentiría ofendido si le preguntase dónde...?
—¿Lo conseguí? —le interrumpió él—. No, no me sentiría ofendido. Ese dinero procede de la venta de mi casa al ayuntamiento de esta ciudad. Van a construir una carretera a través de ella.
—Y su esposa, ¿está de acuerdo?
—Mi esposa no tiene nada que decir sobre la cuestión. Estamos separados. Pronto nos divorciaremos. Ella dispone de la mitad de la venta para que haga lo que crea más conveniente.
—Comprendo.
Detrás de ellos, el viejo borracho comenzó a murmurar. No era el tarareo de una canción, sino simplemente un murmullo.
Drake empujó suavemente los billetes con el dedo índice de la mano derecha. Las esquinas de los billetes estaban curvadas como consecuencia de haber estado enrollados.
—No puedo aceptarlo —dijo Drake finalmente.
—¿Por qué no?
—¿Acaso no recuerda nuestra conversación?
—No tengo ningún plan en ese sentido.
—Creo que sí. Un hombre con los pies bien plantados en este mundo no entrega su dinero por capricho.
—Esto no es un capricho —le aseguró él con firmeza.
—¿Cómo lo llamaría usted? —preguntó Drake mirándole fijamente—. ¿Una amistad hecha por casualidad?
—Demonios, he entregado dinero a gente a la que no he visto jamás. Investigadores del cáncer, una fundación infantil, un hospital de distrofia muscular en Boston. Y yo nunca he estado en Boston.
—¿Se refiere a sumas tan importantes como ésta?
—No.
—Y, además, es dinero en efectivo, señor Dawes. Un hombre que sabe qué ha de hacer con su dinero nunca va por ahí con tanto billete en el bolsillo. Cobra con cheques, firma papeles. Incluso para jugar al póquer utiliza fichas. Eso hace que el dinero sea algo simbólico. Y, en nuestra sociedad, un hombre que no sabe qué hacer con su dinero tampoco sabe qué hacer con su vida.
—Ésa es una actitud condenadamente materialista
para un...
—¿Sacerdote? Le dije que ya no soy sacerdote. Desde que ocurrió esto. —Levantó la mano con la horrible cicatriz—. ¿Quiere que le diga cómo consigo el dinero para mantener en pie este lugar? Llegamos demasiado tarde para recibir caridad institucional de organismos como la United Fund o la City Appeal Fund. La gente que trabaja aquí está jubilada. Son ancianos que no comprenden a los jóvenes que vienen por aquí, pero que están dispuestos a hacer algo además de asomarse a una ventana del tercer piso para contemplar la calle durante todo el día. He reunido a modo de prueba a vanos chicos para formar grupos musicales que toquen gratuitamente los viernes y sábados por la noche. Son conjuntos que acaban de empezar y que necesitan darse a conocer. Pasamos el sombrero. Pero los únicos que pueden untar de verdad son los de arriba, los ricos. Hago giras. Hablo a las damas que se reúnen para tomar el té. Les hablo de estos muchachos casi andrajosos que a veces duermen bajo los viaductos y que hacen fogatas con periódicos para no congelarse en invierno. Les hablo de la muchachita de quince años que había estado en la carretera desde 1971, y que acudió aquí con enormes piojos blancos correteando por su cabeza y su vello púbico. Les hablo de todas las enfermedades venéreas que hay en Norton. Les hablo de los cazadores, tipos que deambulan por las terminales de autobuses en busca de chicos perdidos, ofreciéndoles trabajo como prostitutos. Les hablo de cómo esos chicos terminan por chupársela a un tipo en el lavabo de un cine por diez dólares, quince si se tragan lo que salga. El cincuenta para el chico, y el otro cincuenta para su chulo. Y esas damas abren los ojos desmesuradamente, conmocionadas, y se enternecen, y es probable que también se les humedezcan los muslos, pero terminan por entregar algo, y eso es lo que importa. A veces se puede llegar a conmover a una de ellas y obtener una contribución superior a los diez dólares. Y la dama en cuestión le lleva a uno a cenar en su casa de Crescent, le presenta a su familia, y le pide a uno que bendiga la mesa una vez que la doncella ha servido el primer plato. Y uno lo hace, sin importarle el mal sabor que tengan las palabras en la boca, y le acaricia la cabeza al pequeño, porque siempre hay un pequeño, Dawes, sólo uno, no como las nauseabundas conejas de esta parte de la ciudad que cada una cría un regimiento. Y uno dice «¡Qué jovencito más inteligente tienen aquí!», o bien «¡Qué niña tan bonita!», y si uno tiene suerte, la dama en cuestión invitará a sus amigas del club de campo para que escuchen a esta especie de sacerdote marginal, que probablemente es un radical que compra armas para los Panteras Negras o para la Liga de Liberación de Argelia, y uno juega un poco a ser el viejo padre Brown, y a sonreír hasta que le duele el rostro. A todo eso se le conoce como «sacudir el árbol del dinero», y se hace en el más elegante de los ambientes, pero cuando uno regresa a casa se siente como si se hubiese arrodillado y se la hubiese tenido que chupar a uno de esos hombres de negocios del centro en los establos del Cinema 41. Pero, ¡qué demonios!, ése es mi juego, eso forma parte de mi «expiación», si usted me permite la palabra. Pero mi expiación no incluye la necrofilia. Y eso, señor Dawes, es lo que usted me está ofreciendo. Y ésa es la razón por la que tengo que decirle que no.
—¿Expiación por qué?
—Eso es algo entre Dios y yo —contestó Drake con una sonrisa retorcida.
—En tal caso, ¿por qué elegir ese método de financiación, si le resulta personalmente tan repugnante? ¿Por qué no...?
—Lo hago de este modo porque es la única forma posible. Estoy metido en esto, encerrado en esto.
Con una repentina y horrible punzada de desesperación, él se dio cuenta de que Drake acababa de explicar por qué había acudido allí, por qué había hecho todo lo que había hecho.
—¿Se encuentra bien, señor Dawes? Parece usted...
—Me encuentro perfectamente. Quiero desearle mucha suerte. Aun cuando no vaya usted a ninguna parte.
—No tengo ilusiones —dijo Drake, y sonrió—. Debería usted reconsiderar... no hacer nada drástico. Hay alternativas.
—¿Las hay? —preguntó él, devolviéndole la sonrisa—. Cierre este local ahora mismo. Salga conmigo y haremos negocios juntos. Le estoy haciendo una proposición seria.
—Se está burlando de mí.
—No —le aseguró—. Quizá alguien se está burlando de ambos.
Se volvió, enrollando de nuevo los billetes en un cilindro apretado. El muchacho seguía dormitando. El viejo había dejado la taza medio vacía sobre la mesa y la miraba con una expresión bobalicona. Seguía murmurando algo. Al pasar junto a él, dejó caer el rollo de billetes sobre la taza de café, salpicando de líquido la mesa. Se marchó rápidamente hacia su coche, esperando que Drake saliera tras él y lo retuviera, quizá para salvarle. Pero Drake no lo hizo, esperando quizá que él regresara y se salvara a sí mismo.
En lugar de hacerlo así, subió a su coche y se alejó.
14 de enero de 1974
Se dirigió hacia los almacenes Scars, en el centro de la ciudad. Allí compró una batería de automóvil y un par de cables de conexión. En la parte lateral de la batería aparecían impresas en plástico las palabras MATRIZ DURA.
Regresó a casa y lo dejó todo en el armario, junto a la caja de madera. Pensó qué ocurriría si la policía acudía a su casa con una orden de registro. Armas en el garaje, explosivos en la sala de estar, una gran cantidad de dinero en efectivo en la cocina. B. G. Dawes, desespera-damente revolucionario. Agente secreto X-9 en la nómina de un cartel extranjero, demasiado horrible para ser mencionado. Estaba suscrito al Reader's Digest, lleno de historias de espías, junto con una interminable serie de cruzadas, antitabaco, antipornografía, anticrimen. Resultaba siempre mucho más aterrador cuando el supuesto espía era blanco, anglosajón y religioso, uno de los «nuestros». Agentes del KGB en Willmette o Des Moines, pasando microfilmaciones en la sección de préstamos de la biblioteca del drugstore, planeando derrocar la república en cines para automovilistas, comiendo hamburguesas con un diente hueco en el que se ocultaba la cápsula de ácido prúsico...
Sí, una orden de registro y lo crucificarían. Pero ya no sentía miedo alguno. Las cosas parecían haber progresado más allá de ese punto.
15 de enero de 1974
—Dígame qué quiere hacer —pidió débilmente Magliore.
Neviscaba en el exterior; la tarde era gris y triste, un día en el que cualquier autobús municipal sacudiéndose bajo el tiempo gris y membranoso, arrojando partículas de barro de todas direcciones con sus enormes ruedas, parecería como una quimera de fantasías maniaco-depresivas, cuando ya el simple acto de vivir era un poco psicopático.
—¿Mi casa? ¿Mi coche? ¿Mi esposa? Le daré cualquier cosa, Dawes. Sólo le pido que me deje tranquilo en mis últimos años.
—Mire —dijo él sintiéndose azorado—. Sé que soy como la peste.
—Sabe que es como la peste —repitió Magliore dirigiéndose a las paredes. Elevó las manos y las volvió a dejar caer sobre sus rollizos muslos—. Entonces, ¿por qué no se detiene, en el nombre de Dios?
—Esto será lo último que le pida. Magliore puso los ojos en blanco.
—Debería ser hermoso —dijo de nuevo a las paredes—. ¿De qué se trata?
—Aquí tiene dieciocho mil dólares —dijo, sacando un fajo de billetes—. Tres mil son para usted. Es el pago por encontrar a alguien.
—¿A quién quiere encontrar?
—A una chica en Las Vegas.
—¿Y los quince mil restantes son para ella?
—Sí. Quiero que se haga cargo de ese dinero y lo invierta en cualquier operación en que valga la pena invertirlos. Y que le pague a ella los dividendos.
—¿Se refiere a operaciones legítimas?
—A las que produzcan los mejores beneficios. Confío en su buen juicio.
—Confía en mi buen juicio —informó Magliore a las paredes—. Las Vegas es una ciudad grande, señor Dawes. Una ciudad llena de transeúntes.
—¿No tiene usted conexiones allí?
—Pues claro que las tengo. Pero creo entender que estamos hablando de una muchacha medio hippie, que a estas horas puede haberse marchado ya a San Francisco o a Denver...
—Ella se llama Olivia Brenner. Y creo que todavía está en Las Vegas. Últimamente trabajaba en un restaurante de comidas rápidas...
—De los que hay por lo menos dos millones en Las Vegas —lo interrumpió Magliore—. Jesús, María y José!
—Vive en un apartamento con otra chica, o al menos vivía cuando hablé con ella la última vez. No sé dónde. Mide metro setenta de estatura, tiene el cabello oscuro y los ojos verdes. Buena figura. Veintiún años de edad. Al menos, eso es lo que ella dice.
—¿Y si no puedo localizar a esa maravillosa pieza de mierda?
—Invierta el dinero y quédese usted con los beneficios. Considérelo como un pago por las molestias.
—¿Cómo sabe usted que no haré eso de todos modos?
Él se levantó, dejando los billetes sobre la mesa de Magliore.
—Eso nunca puedo asegurarlo. Pero tiene usted cara de ser honrado.
—Escuche —dijo Magliore—. Mi intención no es la de morderle el culo. Usted es un hombre a quien ya se lo han mordido bastante. Pero esto no me gusta. Es como si me convirtiera en el ejecutor de su condenada última voluntad y testamento.
—Niéguese a ello si opina así.
—No, no, no, no me entiende. Si ella está todavía en Las Vegas y se llama realmente Olivia Brenner, creo que puedo encontrarla sin grandes problemas, y ganar tres mil pavos por eso es algo más que justo. Eso no me hace ningún daño, ni en un sentido ni en otro. Pero usted me intriga, Dawes. Realmente se halla encerrado en una especie de callejón sin salida.
—Sí.
Magliore frunció el entrecejo, mirando hacia el cristal de la mesa, debajo del cual estaban las fotografías de él mismo, su esposa y sus hijos.
—De acuerdo —dijo Magliore—. Está bien, por ser la última vez. Pero nunca más, Dawes. En absoluto. Si vuelvo a verle o me llama por teléfono, olvídese de todo. Lo digo en serio. Bastantes problemas tengo yo para meterme en los suyos.
—Estoy de acuerdo con esa condición. Tendió la mano, no muy seguro de que Magliore se la estrechara, pero éste lo hizo.
—Para mí, usted no tiene ningún sentido —replicó Magliore—. ¿Por qué demonios ha de agradarme un tipo que carece de sentido para mí?
—Es una expresión sin sentido —dijo él—. Y si lo duda, piense por un momento en la perra del señor Piazzi.
—Le aseguro que pienso mucho en ella —repuso Magliore.
16 de enero de 1974
Cogió el sobre manila que contenía el talonario de cheques, lo llevó al buzón de correos que había en la esquina y lo echó en él. Aquella tarde se fue a ver una película titulada El exorcista porque Max von Sydow actuaba en ella, y él siempre había admirado a Max von Sydow. En una escena de la película una niña pequeña vomitaba a un sacerdote católico en el rostro. Algunas de las personas sentadas en las filas de atrás gritaron de entusiasmo.
17 de enero de 1974
Mary le llamó por teléfono. Su voz sonaba aliviada, alegre, y eso hizo que todo fuera más fácil.
—Has vendido la casa —dijo ella.
—Así es.
—Pero aún sigues ahí.
—Sólo hasta el sábado. He alquilado una gran granja en el campo. Voy a intentar salir adelante.
—Oh, Bart. Eso me parece maravilloso. Me alegro mucho. —Él se dio cuenta de por qué resultaba todo tan fácil: porque ella era una hipócrita. No se alegraba por nada. Simplemente había arrojado la toalla—. En cuanto al talonario de cheques...
—Sí.
—Has dividido el dinero en dos partes iguales, ¿verdad?
—En efecto. Si quieres comprobarlo, puedes llamar al señor Fenner...
—No. Oh, no era eso. —Y casi pudo verla haciendo gestos de rechazo con la mano—. Lo que quiero decir es que... has separado el dinero así... ¿Significa que...?
Dejó astutamente la pregunta en el aire y él pensó:
«Oh, zorra, me tienes harto. Vete al infierno.»
—Sí, supongo que sí. Eso significa divorcio...
—¿Lo has pensado bien? ¿Has tenido en cuenta...?
—Lo he pensado mucho.
—Yo también. Creo que es la única cosa que podemos hacer. Pero no tengo nada contra ti, Bart. No estoy enojada contigo.
«Cielo santo, ha estado leyendo todas esas noveluchas. Seguro que ahora me dice que va a reanudar sus estudios.» Se sorprendió ante la amargura de sus pensamientos. Ya creía haber dejado atrás aquella parte.
—¿Qué harás?
—Voy a reanudar mis estudios —contestó ella y no hubo hipocresía en su tono de voz, que sonó excitada, brillante—. He rescatado mi último libro de notas. Estaba en la buhardilla de mamá, junto con mis ropas viejas. ¿Sabes que sólo necesito aprobar unas cuantas asignaturas para graduarme? Bart, ¡apenas me queda un año para conseguirlo!
Se imaginó a Mary arrastrándose por la buhardilla de la casa de su madre, y la imagen se contrapuso a la de sí mismo buscando ansiosamente un montón de ropas de Charlie. Alejó aquellos pensamientos de su mente.
—¿Bart? ¿Sigues ahí?
—Sí. Me alegra que estar sola otra vez te complazca tanto.
—Bart —dijo ella con un tono de reproche. Pero ahora ya no tenía necesidad de gritarle nada, de jorobarla o de hacer que se sintiera mal. Las cosas habían llegado tan lejos que eso ya no importaba. La perra del señor Piazzi, después de haber mordido, continúa su camino. Aquel pensamiento le pareció divertido y se echó a reír por lo bajo.
—Bart, ¿estás llorando? —preguntó ella. Lo dijo con voz tierna, hipócrita pero tierna.
—No —se limitó a contestar con firmeza.
—Bart, ¿puedo hacer algo? Si es así, deseo hacerlo.
—No. Creo que estaré bien. Y me alegro de que reanudes tus estudios. Escucha, este divorcio... ¿quién lo pide? ¿Tú o yo?
—Creo que sería mejor que lo pidiera yo —contestó ella tímidamente.
—Muy bien. De acuerdo.
Hubo un silencio y, de pronto, ella lanzó la pregunta de sopetón, como si las palabras se le hubiesen escapado sin su conocimiento o aprobación.
—¿Te has acostado con alguien desde que yo me marché?
Él reflexionó sobre la pregunta y las distintas formas que tenía de contestarla: decir la verdad, una mentira o una evasión que le hiciera perder el sueño aquella noche.
—No —contestó cuidadosamente, y añadió—: ¿Y tú ?
—Pues claro que no —contestó ella, arreglándoselas para parecer asombrada y contenta al mismo tiempo—. No haría una cosa así.
—Terminarás por hacerlo.
—Bart, será mejor que no hablemos de sexo.
—Muy bien —dijo él tranquilamente, aunque había sido ella quien sacara a relucir el tema.
Siguió buscando algo agradable que decirle, algo que ella recordara. Pero no se le ocurrió nada y, además, no sabía para qué demonios quería que ella lo recordara, al menos tal y como estaban las cosas. Habían pasado buenos años juntos. Estaba seguro de que debían haber sido buenos porque no recordaba gran cosa de lo ocurrido en aquel tiempo, excepto, quizá, aquella loca apuesta para comprar el televisor.
—¿Recuerdas cuando llevamos a Charlie por primera vez al jardín de infancia? —preguntó él por fin.
—Sí. Se echó a llorar y tú dijiste que se vendría con nosotros. No querías dejarle allí, Bart.
—Y tú sí.
Ella dijo algo a modo de justificación, en un tono ligeramente herido, pero él estaba recordando la escena y no le prestó atención. El jardín de infancia era dirigido por la señora Ricker. Poseía un certificado estatal, y daba a los niños un buen almuerzo caliente antes de enviarlos de regreso a casa, a la una de la tarde. La escuela estaba situada abajo, en un sótano amplio, y cuando bajaron la escalera, con Charlie entre ellos, él se sintió como un traidor, como un granjero que acariciaba la vaca que llevaba al matadero. Charlie había sido un chico guapo. Cabello rubio, que se había oscurecido un poco con el tiempo, ojos azules y observadores, manos que habían actuado inteligentemente, incluso cuando sólo era un bebé. Y el chico se quedó de pie entre ellos, al final de la escalera, más tieso que un palo, observando a los otros niños, que se dedicaban a corretear y a colorear y a cortar papel con tijeras sin puntas. Había muchos y Charlie nunca había parecido tan vulnerable como en aquel instante, simplemente por observar a los otros niños. En sus ojos no había alegría ni temor, únicamente observación, una especie de actitud marginal, y él nunca se había sentido más padre de su hijo que en aquel momento, nunca había estado tan cerca del curso de sus pensamientos. La señora Ricker se acercó a ellos, sonriendo como una barracuda, diciendo: «Nos alegra tanto verte aquí, Chuck», y él sintió ganas de gritar:
«¡Ése no es su nombre!» Cuando la mujer tendió la mano, Charlie no se la estrechó. Se limitó a mirarla, de modo que ella se la pasó por la espalda, y empezó a empujarle suavemente hacia los demás niños. El niño avanzó dos pasos y entonces se detuvo, volvió la vista hacia ellos, y la señora Ricker les dijo muy serenamente: «Ya pueden ustedes marcharse. Estará bien aquí.» Mary tuvo que cogerle del brazo y decirle: «Vamos, Bart», porque él se había quedado helado mirando a su hijo, y sabía que los ojos del pequeño le estaban diciendo: «¿Vas a permitir que me hagan esto, George?», y sus propios ojos le respondían: «Sí, supongo que sí Freddy.» El y Mary empezaron a subir la escalera, dando la espalda a Charlie, la cosa más terrible que puede ver un niño pequeño, y Charlie empezó a gemir. Pero los pasos de Mary no vacilaron porque el amor de una mujer es algo extraño y cruel, y casi siempre perspicaz; el amor que ve es siempre un amor horrible, y ella sabía que lo correcto era marcharse, y eso se disponía a hacer, sin tener en cuenta el llanto del niño, considerándolo como una parte más de su desarrollo infantil, como las rodillas peladas a causa de una caída. Él, por su parte, sintió en el pecho un dolor tan agudo, tan físico, que se preguntó por un momento si no estaría sufriendo un ataque al corazón. El dolor pasó con rapidez, dejándole tembloroso e incapaz de interpretarlo, pero ahora creía que aquel dolor había sido sencillamente el producido por el adiós. Las espaldas de los padres no son la cosa más terrible. Lo más terrible de todo es la velocidad con que los niños desprecian esas mismas espaldas y vuelven su atención hacia sus propios asuntos... hacia el juego, al rompecabezas, el nuevo amigo y, eventualmente, la muerte. Aquéllas eran las cosas terribles que ahora sabía con certeza. Charlie había empezado a morir mucho antes de caer enfermo, y no hubo allí nadie para impedirlo.
—¿Bart? —le llamó ella—. ¿Sigues ahí, Bart?
—Estoy aquí.
—¿Qué bien te hace estar pensando en Charlie todo el tiempo? Eso te está devorando. Eres su prisionero.
—Pero tú eres libre —replicó él—. Sí.
—¿Quieres que vea al abogado la semana que viene?
—Me parece bien. De acuerdo.
—No deberíamos convertirlo en algo asqueroso, ¿no te parece, Bart?
—No. Será algo muy civilizado.
—¿No cambiarás de opinión y te opondrás?
—No.
—Yo... te llamaré.
—Sabías que había llegado el momento de dejarlo, y eso fue lo que hiciste. Desearía poder tener ese mismo instinto.
—¿De qué hablas?
—De nada. Adiós, Mary. Te amo.
Se dio cuenta de que lo había dicho después de colgar. Lo había dicho automáticamente, sin sentimientos... como una puntuación verbal. Pero no era un mal final. En absoluto.
18 de enero de 1974
—¿De parte de quién, por favor? —preguntó la voz de la secretaria.
—De Bart Dawes.
—¿Quiere esperar un momento?
—Desde luego.
Le dejó esperando, con el auricular silencioso pegado a la oreja, dando golpecitos con el pie en el suelo y mirando por la ventana, hacia la calle fantasma en que se había convertido Crestallen Street West. Era un día luminoso, pero muy frío, con una temperatura de un par de grados sobre cero, pero con un viento tan frío que daba la impresión de que estuvieran bajo cero. El viento levantaba remolinos de nieve en la calle hacia donde estaba la casa de los Hobart, ahora tristemente en silencio, como un cascarón vacío en espera de la bola de derribos. Los Hobart se habían llevado hasta las contraventanas.
Se escuchó un clic y a continuación la voz de Steve Ordner dijo:
—Bart, ¿cómo estás?
—Estupendo.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Llamo por lo de la lavandería —dijo—. Me preguntaba qué había decidido hacer la corporación sobre la reinstalación.
Ordner suspiró y con una reserva de cierto buen humor contestó:
—Un poco tarde para eso, ¿no te parece?
—No he llamado para que me muerdas con eso, Steve.
—¿Y por qué no? Sin duda alguna tú has mordido a todos con ese asunto. Bueno, no importa. El consejo ha decidido abandonar el negocio de la lavandería industrial. Las lavanderías automáticas, en cambio, se mantendrán; están funcionando bien. Sin embargo, vamos a cambiar el nombre de la cadena. Le pondremos «Lavado automático». ¿Cómo te suena eso?
—Terrible —contestó con aire ausente—. ¿Por qué no despides a Vinnie Mason?
—¿A Vinnie? —Ordner pareció sorprendido—. Vinnie está haciendo un buen trabajo para nosotros. Está adquiriendo grandes responsabilidades. Debo decirte que no esperaba tanta amargura por tu parte...
—Vamos, Steve. Ese trabajo no tiene más futuro que el de un portero de viviendas viejas. Dale algo que valga la pena o despídele.
—Me temo que eso no es asunto tuyo, Bart.
—Le has atado un buen sambenito alrededor del cuello, y él ni siquiera lo sabe porque aún no se huele nada. Sigue creyendo que todo va bien.
—Tengo entendido que te golpeó un poco antes de Navidad.
—Le dije la verdad, y eso no le gustó.
—«Verdad» es una palabra muy escurridiza, Bart. Creía que lo habías comprendido así mejor que nadie, sobre todo después de todas las mentiras que me dijiste.
—Eso sigue picándote, ¿verdad?
—Cuando uno descubre que un hombre a quien se creía bueno está lleno de mierda, eso puede picarle a uno, sí.
—Picarle a uno —repitió él—. ¿Sabes una cosa, Steve? Eres la única persona que he conocido en mi vida capaz de decir algo así. Suena como un anuncio en un aerosol.
—¿Querías decirme algo más, Bart?
—No, nada. Sólo quería que dejaras de ensañarte con Vinnie, eso es todo. Es un buen hombre. Y lo estás echando a perder. Y eso es algo que tú sabes muy bien.
—Te lo repito, ¿por qué razón iba a querer ensañarme con Vinnie?
—Porque a mí no puedes hacerme nada.
—Te estás volviendo paranoico, Bart. No siento el menor deseo de hacerte nada, excepto olvidarte.
—¿Por esa razón has comprobado si alguna vez hice que me lavaran gratuitamente la ropa en la empresa? ¿O si me llevé a casa alguna sábana de motel? Tengo entendido que incluso has revisado los vales de la calderilla de los últimos cinco años.
—¿Quién te ha dicho eso? —ladró Ordner. Parecía sorprendido, desequilibrado.
—Alguien de tu organización —mintió él alegre—. Alguien a quien no le caes muy bien. Alguien que pensó que yo soltaría la pelota con tiempo suficiente para que se viera en la próxima reunión de directores.
—¿Quién?
—Adiós, Steve. Piensa en Vinnie Mason, y yo pensaré con qué personas puedo o no puedo hablar.
—¡No me cuelgues! ¡No me...!
Colgó, sonriendo. Hasta el mismo Steve Ordner tenía los proverbiales pies de barro. ¿A quién le recordaba Steve? Una investigación judicial de la armada. Helado de fresa robado de la despensa. Herman Wouk. Capitán Queeg, eso era. Humphrey Bogart había inter-pretado ese papel en una película. Se echó a reír con fuerza y cantó:
Todos necesitamos a alguien como Queeg, Y, si tú quieres, ¿por qué no te haces Queeg conmigo?
Estoy loco, de acuerdo, pensó, riendo todavía. Pero, al parecer, eso representa tener ciertas ventajas. Se le ocurrió pensar que una de las señales más seguras de locura era un hombre solo, riendo en medio del silencio, en una calle vacía llena de casas vacías. Pero aquel pensamiento no acalló su buen humor y rió más fuerte, de pie ante el teléfono, sacudiendo la cabeza y riendo.
19 de enero de 1974
Cuando oscureció, salió al garaje y cogió las armas de fuego. Cargó la Magnum cuidadosamente, siguiendo las instrucciones señaladas en el folleto, después de haber disparado vanas veces sin munición. Los Rolling Stones sonaban en el estéreo, cantando Midnight Rambler (Excursionista de medianoche). No dejaba de pensar en lo bueno que era aquel disco. Pensó en sí mismo como Barton George Dawes, excursionista de medianoche, visitas sólo con cita previa.
El Weatherbee 460 aceptaba ocho cartuchos. Parecían lo bastante grandes como para encajar en un obús de tipo medio. Una vez cargado el rifle, lo miró con curiosidad, preguntándose si sería tan potente como Dirty Harry Swinnerton afirmaba. Decidió llevárselo a la parte posterior de la casa y dispararlo. ¿Quién había en Crestallen Street West para denunciar disparos de arma de fuego?
Se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta de atrás, pero antes de atravesar la cocina regresó de nuevo a la sala de estar para llevarse uno de los pequeños cojines que había sobre el sofá. Salió al exterior, deteniéndose sólo para encender la luz de 200 vatios que él y Mary habían utilizado durante el verano para hacer barbacoas en el patio. Allí detrás, la nieve era tal y como se la había imaginado poco más de dos semanas antes: sin huellas, sin echar a perder, totalmente virgen. Nadie había pisado aquella nieve. En años anteriores el hijo de Don Upslinger, Kenny, utilizaba a veces el patio trasero para acortar camino cuando iba a casa de su amigo Ronnie. También Mary lo utilizaba para tener acceso a la cuerda, que él había instalado entre la casa y el garaje, para tender unas pocas cosas (habitualmente innom-brables), los días en que hacía demasiado calor para que se refrescaran. Pero él siempre iba al garaje siguiendo el camino de salida de la casa, y ahora le pareció maravilloso que nadie hubiera pisado aquel patio trasero desde que cayeran las primeras nieves, a finales de noviembre. Y, por el aspecto que tenía, ni siquiera un perro había pasado por allí.
Sintió la repentina y alocada urgencia de caminar por el centro, donde solía instalar el hibachi cada verano, y hacer un muñeco de nieve que representara un ángel.
En lugar de ello, se colocó el cojín contra el hombro derecho, lo sostuvo un momento allí con la barbilla y después se apretó la culata del Weatherbee contra el cojín. Miró por el alza, cerrando el ojo izquierdo, y trató de recordar el consejo que siempre se daban los actores unos a otros justo antes de que las barcazas llegaran a las playas, en las películas sobre la última guerra. Habitualmente, era un bronceado veterano como Richard Widmark quien se dirigía a un soldado novato, como Martin Milner, por ejemplo, y le decía: «No le des una sacudida al gatillo hijo... Sólo presiónalo.»
De acuerdo, Fred. Veamos si puedo darle a mi propio garaje.
Y presionó el gatillo.
El rifle no produjo un estampido, sino una explosión. Al principio, temió que le hubiera estallado entre las manos. Supo que estaba vivo cuando el retroceso le arrojó contra la puerta de la cocina. El estampido viajó en todas direcciones, con un curioso efecto de sonido rodante, como el producido por la tobera de un avión de reacción. El cojín cayó sobre la nieve. El hombro le dolió.
—¡Cielos, Fred! —balbuceó.
Miró hacia el garaje y apenas si pudo creerlo. En la parte lateral había un agujero astillado lo bastante grande como para pasar por él una taza de té.
Apoyó el arma contra la puerta de la cocina y caminó sobre la nieve, sin importarle el hecho de que llevara calzado de estar por casa. Examinó el agujero durante un minuto, entreteniéndose en arrancar con los dedos las astillas. Después rodeó el garaje para verlo por dentro.
El agujero de salida aún era mayor. Miró su coche. También había un hueco en la portezuela del conductor, y la pintura había quedado chamuscada, mostrando el metal desnudo alrededor del agujero cóncavo, lo bastante grande para introducir las puntas de dos dedos. Sí, la bala también había atravesado la chapa, justo por debajo de la manija de la puerta.
Se dirigió al otro lado del coche y, en la puerta del pasajero, vio por dónde había salido la bala, abriendo otro gran agujero, esta vez dejando diminutas astillas de metal. Se volvió y miró la pared del garaje opuesta a aquella por donde había entrado la bala. También la había atravesado. Y, por lo que podía deducir, había seguido su camino.
Escuchó a Harry, el propietario de la armería, decir: «De modo que su primo dispara al vientre de los animales... Pues este bebé extenderá sus tripas en siete metros a la redonda.» ¿Qué le haría aquello a un hombre? Probablemente lo mismo. Y ese pensamiento hizo que sintiera náuseas.
Regresó a la puerta de la cocina, se detuvo para recoger el cojín y el rifle y entró de nuevo en la casa, deteniéndose automáticamente para limpiarse las suelas de los zapatos y no dejar huellas en la cocina de Mary. Ya en la sala de estar se quitó la camisa. A la altura de su hombro había una zona enrojecida que tenía la forma de la culata del rifle, y eso a pesar del cojín.
Volvió a la cocina sin haberse puesto la camisa; se preparó una taza de café y una comida rápida. Cuando terminó de cenar regresó a la sala de estar y se tumbó en el sofá. Empezó a llorar, y el llanto fue convirtiéndose en un convulsivo ataque de histeria, que él escuchó y temió, pero que fue incapaz de controlar. Finalmente, empezó a remitir y cayó profundamente dormido, respirando con dificultad. En su sueño tenía aspecto de viejo y algunos de los pelos de la barba de varios días eran blancos.
20 de enero de 1974
Se despertó con un sobresalto de culpabilidad, temiendo que ya se hubiese hecho de día y fuese demasiado tarde. Su sueño había sido tan oscuro y denso como el café viejo; era la clase de sueño del que siempre se despertaba sintiéndose estúpido y con la cabeza como el corcho. Miró su reloj y vio que eran las dos y cuarto. El rifle seguía donde lo había dejado, apoyado descuidadamente en un sillón. La Magnum estaba sobre la mesita.
Se levantó, fue a la cocina y se lavó la cara con agua fría. Subió al otro piso y se puso una camisa limpia. Volvió a bajar, abrochándosela. Cerró todas las puertas de la planta baja y, por razones sobre las que no quería reflexionar muy atentamente, su corazón se sintió un poco más ligero a medida que sonaba el clic producido por cada seguro al cerrarse. Empezó a sentirse de nuevo como él mismo, por primera vez desde que aquella condenada mujer se había derrumbado frente a él en el supermercado. Dejó el Weatherbee en el suelo, junto a la ventana, y colocó junto a él las cajas de cartuchos, abriéndolas a medida que lo hacía. Arrastró el sillón y lo tumbó de lado.
Fue a la cocina y cerró las ventanas. Cogió una de las sillas de la sala y la dejó inclinada bajo el pomo de la puerta de la cocina. Se sirvió una taza de café viejo y la bebió con aire ausente, hizo una mueca y arrojó el resto del café en el fregadero. Después, se preparó una copa.
Regresó a la sala de estar y sacó de su caja la batería de automóvil. La colocó detrás del sillón tumbado, cogió luego los cables de conexión y los dejó junto a la batería.
Transportó la caja de explosivos al primer piso, gruñendo y bufando. Al llegar al rellano la dejó en el suelo y se incorporó lanzando un bufido. Se estaba haciendo demasiado viejo para toda aquella clase de mierda, a pesar de que seguía conservando buena parte de los músculos que había desarrollado en la lavandería, en los tiempos en que él y su compañero levantaban cargas de sábanas planchadas, de varias decenas de kilos de peso, para subirlas a los camiones de reparto. Pero con músculo o sin músculo, cuando un hombre llega a los cuarenta, hacer algunas cosas es como tentar al destino. A partir de los cuarenta siempre se estaba expuesto a un ataque.
Recorrió todas las habitaciones del primer piso, encendiendo todas las luces: la habitación de los invitados, el cuarto de baño de los invitados, el dormitorio principal, el despacho que antes había sido la habitación de Charlie. Colocó una silla bajo la trampilla que daba acceso al desván y se subió allí, encendiendo la polvorienta bombilla. Después, bajó a la cocina y cogió un rollo de cinta aislante, un par de tijeras y un afilado cuchillo de cortar carne.
Sacó dos barras de explosivos de la caja (era una materia blanda y, si se apretaba, uno dejaba en ella las huellas de los dedos), y los subió al desván. Cortó dos trozos de cable y, utilizando el cuchillo, dejó al descubierto los extremos de cobre, arrancando el aislamiento blanco. Después introdujo cada extremo pelado en una de las barras. Bajó por la trampilla con el otro extremo del cable y peló las puntas, introduciéndolas cuidadosamente en otras dos barras, apretando firmemente el cable en el interior de cada una de ellas para que el extremo pelado no se soltara.
Tarareando llevó más cable hacia el dormitorio principal, y dejó dos barras sobre cada una de las camas. Desde allí extendió más cable hacia el rellano y dejó una barra en el cuarto de baño de los invitados y dos más en la habitación de los invitados. Cuando salía de una estancia, apagaba las luces. Dejó cuatro barras en la antigua habitación de Charlie, bien juntas entre sí, formando un racimo. Sacó más cable de la habitación y lo dejó caer por el hueco de la escalera. Después, descendió a la planta baja.
Colocó cuatro barras en el mostrador de la cocina, junto a su botella de Southern Comfort. Otras cuatro en la sala de estar. Cuatro más en el comedor. Y cuatro en el vestíbulo.
Volvió a llevar el cable de vuelta hacia la sala de estar, respirando con cierta dificultad a causa de las idas y venidas y las subidas y bajadas. Pero aún tenía que hacer un viaje más. Regresó arriba y cogió la caja, mucho más ligera ahora. En su interior sólo quedaban once barras de explosivos. Según pudo ver, la caja había contenido anteriormente naranjas. Escrito en un lado, con caracteres deslucidos se leía la palabra POMONA.
Junto a la palabra se veía la imagen de una naranja, con una hojita sujeta al tallo.
Llevó la caja al garaje, yendo esta vez por el camino delantero, y la dejó en el asiento posterior del coche. Introdujo un cable corto en cada barra de malglinita, después hizo las conexiones entre las once, utilizando la cinta aislante y a continuación extendió el cable hacia el interior de la casa, llevando cuidado de deslizarlo por la grieta que quedaba bajo la puerta lateral que se abría al camino, y cerrando ésta a continuación.
En la sala de estar unió el cable maestro que recorría la casa con el que había extendido desde el garaje. Trabajando cuidadosamente, y sin dejar de tararear, cortó otro trozo y lo empalmó con los otros dos volviendo a emplear la cinta aislante. Después extendió este último cable hacia la batería y le arrancó el aislante del extremo con el cuchillo de cortar la carne.
Separó los hilos de cobre y retorció cada uno de ellos formando una especie de trenza. Cogió después los cables de conexión que había comprado y sujetó una de las trenzas con la pinza negra y la otra con la pinza roja. Después, se volvió hacia la batería y sujetó la otra pinza negra del extremo a la terminal marcada POS.
Dejó la pinza roja al lado del lugar de la batería marcado NEG.
Una vez terminado todo esto puso en marcha el estéreo y escuchó a los Rolling Stones. Eran las cuatro y cinco. Más tarde fue a la cocina, se preparó otra copa y regresó con ella a la sala de estar, sin tener ya nada más que hacer. Sobre la mesita de café vio un ejemplar de Good Housekeeping. En él había un artículo sobre la familia Kennedy y sus problemas. Lo leyó. Después, leyó un artículo titulado «Mujeres y cáncer de mama». Había sido escrito por una doctora.
Llegaron poco después de las diez, cuando las campanas de la iglesia congregacional, que se hallaba a cinco manzanas de distancia, acababan de dar la hora llamando a la gente a maitines, o a lo que demonios llamaran los congregacionistas.
Eran dos coches, un sedán verde y un coche blanco y negro de la policía. Los dos vehículos aparcaron tranquilamente en la curva y tres hombres bajaron del sedán. Uno de ellos era Fenner. No sabía quiénes eran los otros dos. Cada uno de ellos portaba un maletín.
Dos policías descendieron también del coche patrulla blanco y negro y aguardaron, apoyados contra el capó. Por las actitudes de todos ellos, era evidente que no esperaban encontrar el menor problema. Los policías estaban discutiendo de algo apoyados contra el capó, y las palabras salían de sus bocas al tiempo que expelían pequeñas nubecillas blancas de vapor.
Y las cosas se detuvieron.
Tiempo final, 20 de enero de 1974
bien fred supongo que ha llegado el momento de callar o de hacer lo que se tiene que hacer oh ya lo sé en cierto sentido ya es demasiado tarde para callarse pero tengo explosivos colocados por toda la casa como si fuesen objetos decorativos de cumpleaños un rifle en la mano y otra pistola metida en el cinturón como el jodido de john dillinger bien como tú dirías ésta es la última decisión como subir a un árbol en el que uno va agarrándose de esta rama y luego de aquélla y la otra de más allá hasta que llega un momento en que no quedan ramas para agarrarse
(los hombres quedan helados en el paisaje exterior fenner lleva un traje verde y a medida que avanza sus zapatos de buena calidad embutidos en chanclos de goma que están de moda si es que los chanclos de goma pueden estar de moda y su abrigo verde abriéndose al viento como un abogado que hace una cruzada por la televisión y su cabeza está ligeramente vuelta de lado hacia el hombre que le sigue y que acaba de hacer algún comentario y fenner se vuelve para captar sus palabras y el hombre que acaba de hablar lleva una pluma blanca medio salida de la boca este segundo hombre lleva una chaqueta azul y pantalones de color marrón oscuro y el tercer hombre acaba de rodear el coche los policías se inclinan apoyándose contra su coche blanco y negro con las cabezas vueltas el uno hacia el otro pueden estar discutiendo del matrimonio de alguien o de un caso difícil o de la condenada estación fría o del estado de sus pelotas y el sol ha salido por entre las nubes que hay en el cielo sólo lo suficiente para hacer un guiño sobre la placa de uno de los policías que tiene metido uno de los dedos en el cinturón mientras la luz brilla en uno de los cristales de las gafas de sol del otro y sus labios son gruesos y sensuales y parecen esbozar el principio de una sonrisa: ésta es la fotografía)
voy a seguir adelante freddy muchacho si tienes algo que te importe decir ahora en este momento favorable dilo en este punto de los procedimientos quizá será mejor que te lo guardes freddy para la gente de los medios de comunicación verdad seguro que sí dice george las palabras que correspondan a las imágenes de la demolición en las noticias sé que sólo son el punto de visibilidad pero freddy no te impresiona lo solitario que es esto cómo en toda esta ciudad y en todo el mundo la gente come y caga y jode y se rasca su eczema y todo eso más todas las cosas que escriben en los libros mientras que nosotros tenemos que hacer esto solos sí ya lo he considerado george de hecho traté de decirte algo al respecto si eres capaz de recordarlo y si eso significa algún consuelo para ti esto es algo que parece correcto precisamente ahora ahora parece muy bien porque cuando no te puedes mover puedes entregarles su carretera maldita pero por favor george no mates a nadie no no a propósito fred pero ya ves en qué posición me encuentro sí ya lo veo y lo comprendo pero george estoy asustado ahora estoy tan asustado no no te asustes porque voy a manejar esto y estoy en perfecto control de mí mismo adelante
20 de enero de 1974
—Adelante —dijo él en voz alta, y todo empezó a moverse.
Se llevó el rifle al hombro, apuntó a la rueda derecha delantera del patrullero de la policía y apretó el gatillo.
La escopeta le golpeó contra el hombro y el cañón se levantó una vez disparado el cartucho. La gran ventana de la sala estalló en pedazos hacia fuera, dejando sólo astillas de cristal sobresaliendo del marco, como flechas de cristal impresionistas. La rueda del coche patrulla no se deshinchó, sino que explotó con un fuerte bang y todo el vehículo se estremeció sobre sus ejes como un perro al que le han pegado una patada mientras dormía. El capó saltó por los aires y cayó sobre la helada superficie de Crestallen Street West.
Fenner se detuvo en seco y miró con incredulidad hacia la casa. Tenía una expresión conmocionada en el rostro. El tipo de la chaqueta azul dejó caer el maletín. El otro tuvo mejores reflejos, o quizá un sentido de la autoconservación mucho más desarrollado. Dio media vuelta y echó a correr, luego rodeó el sedán verde, se agachó tras él y desapareció de la vista.
Los dos policías se movieron a la derecha y a la izquierda, protegiéndose tras su propio coche. Instantes después, el que llevaba gafas de sol se asomó por encima del motor sosteniendo el revólver con ambas manos y disparó tres veces. El arma produjo una inicua detonación, ridícula tras el estruendo producido por la Weatherbee. Se dejó caer tras el sillón y escuchó silbar las balas por encima de su cabeza. Realmente, pudo escucharlas, y el sonido que hicieron en el aire fue algo así como ¡zzizzzz! Las balas se incrustaron en el yeso de la pared, por encima del sofá. El ruido que hicieron al penetrar el yeso le recordó el que produce un puño al golpear el saco de entrenamiento en un gimnasio. «Así es como sonarían si entrasen dentro de mí», pensó.
El policía con gafas de sol estaba gritando algo a Fenner y al hombre de la chaqueta azul.
—¡Agáchense! ¡Maldita sea, agáchense! ¡Tiene un condenado obús ahí!
El levantó la cabeza un poco más para ver mejor y el policía de las gafas de sol lo vio y disparó dos veces más. Las balas se incrustaron también en la pared pero, en esta ocasión, el cuadro favorito de Mary, Pescadores de cangrejos, de Winslow Homer, cayó sobre el sofá y de allí al suelo. El vidrio que lo cubría se hizo añicos.
Volvió a levantar la cabeza, porque tenía que ver qué sucedía (¿por qué no había pensado en comprarse un periscopio de juguete?). Tenía que ver si trataban de flanquearle, que era como Richard Widmark y Marty Milner atacaban los nidos de ametralladoras de los ja-poneses en las películas, y si trataban de hacer eso él tendría que intentar derribar a uno, pero los policías seguían detrás del patrullero y Fenner y el tipo de la chaqueta azul se retiraban detrás del coche verde. El maletín del hombre de la chaqueta azul estaba sobre la acera, como un pequeño animal muerto. Apuntó hacia él, parpadeando ante el retroceso de la escopeta, incluso antes de que éste se produjera, y disparó.
¡CRRRACCCC!., y el maletín explotó en dos trozos y saltó salvajemente en el aire, desparramando una lluvia de papeles que el viento agitó como un dedo invisible.
Volvió a disparar, esta vez contra la rueda delantera derecha del sedán verde, y la rueda explotó. Uno de los hombres agazapados tras el coche gritó lleno de terror con voz de soprano.
Miró hacia el coche de la policía y vio que la portezuela del lado del conductor estaba abierta. El policía con gafas de sol se hallaba medio tumbado sobre el asiento, utilizando la radio. No tardarían en acudir allí todos los coches patrulla. Iban a cazarle como una pe-queña pieza para quien la quisiera, y ya no sería nada personal. Sintió un alivio que le pareció tan amargo como el acíbar. Fuera lo que fuera, al margen de la triste enfermedad que lo hubiera conducido hasta allí, lo cierto era que ya no seguiría solo, susurrando y llorando en secreto. Se había unido ya a la corriente principal de la locura, había salido del retrete. No tardarían en reducirle a simples titulares en los periódicos... SE MANTIENE EL INESTABLE ALTO EL FUEGO EN CRESTALLEN STREET.
Dejó la escopeta y avanzó sobre el suelo de la sala, apoyándose en rodillas y manos, llevando cuidado de no cortarse con los cristales del cuadro. Recogió el pequeño cojín y regresó a su puesto. El policía ya no estaba en el coche cuando miró.
Cogió la Magnum y disparó dos tiros contra el coche. La pistola abultaba pesadamente en su mano, pero el retroceso era manejable. El hombro le palpitaba como un diente cariado.
Uno de los policías, el que no llevaba gafas de sol, se levantó por encima de la parte trasera del coche para devolverle los disparos; él envió dos balas hacia la ventanilla trasera del coche patrulla, destrozándola. El policía volvió a agacharse sin haber llegado a disparar.
—¡Alto! —gritó Fenner—. ¡Déjenme hablar con él!
—Adelante —dijo uno de los policías.
—¡Dawes! —gritó Fenner con más fuerza, sonando como un detective en el último rollo de una película de Jimmy Cagney. (Las luces de alarma del coche de policía giran incansablemente frente a la vivienda donde Perro Loco Dawes se ha encerrado con una humeante automática del 45 en cada mano. Perro Loco se protege tras un sillón tumbado, y lleva una camiseta a rayas)—. ¡Dawes! ¿Puede escucharme desde ahí?
(Y Perro Loco, con el rostro contorsionado en una expresión de desafío, aunque tiene la frente perlada de sudor, grita):
—¡Venid a cogerme, sucios polis!
Se asomó por encima del sillón y vació el cargador de la Magnum contra el sedán verde, dejando en él una hilera de agujeros.
—Jesús! —gritó alguien—. ¡Oh, Jesús, está loco!
—¡Dawes! —volvió a gritar Fenner.
—¡Nunca me cogeréis vivo! —gritó él, delirante de alegría—. ¡Sois las sucias ratas que matasteis a mi hermano pequeño! ¡Enviaré al infierno a algunos de vosotros antes de que me cojáis!
Volvió a cargar la Magnum con dedos temblorosos y puso en la Weatherbee los cartuchos suficientes para llenar el cargador.
—¡Dawes! —gritó Fenner de nuevo—. ¿Qué le parece si hacemos un trato?
—¿Qué te parece un poco de plomo caliente, sucio puerco? —gritó él a Fenner.
Pero estaba mirando al coche patrulla y cuando el policía que llevaba gafas de sol asomó ligeramente la cabeza por encima del coche, le hizo agacharse de inmediato con dos disparos. Uno de ellos atravesó la ventana de la casa de los Quinn, al otro lado de la calle.
—¡Dawes! —siguió gritando Fenner inútilmente.
—Oh, cierre el jodido pico —dijo uno de los policías—. No hace más que envalentonarle.
Hubo un silencio embarazoso y a través de él se escuchó el ulular de sirenas, aún distante, aunque ya empezaba a aumentar. Dejó la Magnum y cogió la escopeta. El alegre delirio le había dejado sintiéndose cansado, dolorido y con ganas de defecar.
Por favor, que los de la televisión se den prisa, rogó. Que vengan rápidos con sus cámaras.
Él estaba preparado cuando el primer coche de policía llegó, patinando calculadamente en la curva, como ensayado para la película The French Connection. Había disparado dos cartuchos sobre el coche patrulla aparcado para obligarles a bajar las cabezas, y ahora apuntó contra el morro del coche de policía recién llegado y apretó el gatillo con suavidad, como un curtido veterano al estilo de Richard Widmark. El morro del vehículo pareció explotar y el capó saltó por los aires. El coche avanzó rugiendo unos quince metros calle arriba y chocó contra un árbol. Las portezuelas se abrieron y cuatro policías salieron despedidos con las armas en la mano y expresión asombrada. Dos de ellos tropezaron entre sí. Entonces, los policías del primer coche («sus» policías, como él pensaba de ellos, con un extraño sentido de la propiedad) abrieron fuego y él se parapetó tras el sillón, mientras las balas silbaban sobre su cabeza. Eran las once y diecisiete minutos. Pensó que ahora tratarían de rodearle.
Levantó la cabeza porque tenía que mirar y una bala rugió junto a su oreja derecha. Otros dos coches de policía subían por Crestallen Street desde la otra dirección, haciendo sonar las sirenas y con las luces azules encendidas. Dos de los policías del vehículo accidentado trataban de salvar la verja que había entre la acera y el patio trasero de los Upslinger, y les disparó tres veces con el rifle, no tiró a dar ni trató de fallar, lo hizo con la intención de obligarles a retroceder hacia su coche. Así lo hicieron. La madera de la verja de Wilbur Upslinger (la hiedra la cubría en primavera y en verano) se desparramó por todas partes, y un trozo cayó sobre la nieve.
Los dos coches patrulla se habían detenido frente a la casa de Jack Hobart formando una V que bloqueaba la calle. Los policías se parapetaban en el vértice de la V. Uno de ellos hablaba con los policías del vehículo accidentado con un walkie-talkie. Instantes después, los recién llegados comenzaron a disparar sin cesar, tratando de hacer una barrera de fuego que le obligara a cubrirse de nuevo. Las balas alcanzaron la puerta de la calle y penetraron por todas partes del ventanal. El espejo del vestíbulo explotó en una confusión de diamantes. Una bala penetró por la colcha que cubría el televisor, y la colcha bailoteó un instante.
Se arrastró por la estancia sobre pies y manos y se incorporó junto a la pequeña ventana que había tras el aparato de televisión. Desde allí veía directamente el patio trasero de los Upslinger. Dos policías intentaron de nuevo el movimiento de flanqueo. A uno de ellos le sangraba la nariz.
Freddy, puede que tenga que matar a uno de ellos para detenerlos.
No hagas eso, George. Por favor, no lo hagas.
Destrozó el cristal de la ventana con la culata de la Magnum, haciéndose un corte en la mano. Todos miraron en aquella dirección al escuchar el ruido, le vieron y empezaron a disparar. Devolvió el fuego y vio que dos de sus balas agujereaban el nuevo forro de paredes de aluminio que había instalado Wilbur (¿le había pagado eso el ayuntamiento?). Escuchó las balas incrustándose en la casa, justo por debajo de la ventana y a ambos lados. Una de ellas arrancó astillas del marco y éstas le dieron en la cara. Esperaba que una bala le volara la cabeza en cualquier momento. Resultó difícil saber cuánto tiempo duró el intercambio de disparos. De pronto, uno de los policías se llevó la mano al antebrazo contrario y lanzó un grito. El hombre dejó caer la pistola como un niño que se ha cansado de un juego estúpido. Empezó a correr, trazando un pequeño círculo. Su compañero le sostuvo y ambos corrieron hacia el coche accidentado. El que no estaba herido rodeaba con su brazo armado la cintura de su compañero.
Se dejó caer al suelo y volvió a arrastrarse hacia el sillón tumbado para mirar. Ahora había otros dos coches patrulla en la calle, uno en cada extremo. Aparcaron en el lado de los Quinn y ocho policías salieron y se parapetaron tras el primer coche y el sedán verde.
Bajó la cabeza y se arrastró hacia el vestíbulo. La casa estaba soportando un fuego intenso. Sabía que debería coger la escopeta y subir al primer piso; desde allí tendría mejor ángulo de visión que desde abajo, e incluso quizá podría hacerles retroceder desde los coches hasta las casas de enfrente. Pero no se atrevió a alejarse tanto del cable principal y de la batería. Los de la televisión llegarían en cualquier momento.
La puerta principal estaba llena de agujeros de bala, y el barniz marrón oscuro había saltado, mostrando la madera de debajo. Gateó hasta la cocina. Todas las ventanas estaban destrozadas y los cristales rotos llenaban el suelo de linóleo. Una bala perdida había alcanzado la cafetera, que ahora yacía tumbada sobre la cocina. Se acurrucó bajo la ventana, después se levantó de improviso y vació el cargador de la Magnum en dirección a los coches aparcados en forma de V. Inmediatamente se intensificó el fuego en dirección a la cocina. Dos agujeros de bala aparecieron en el esmalte blanco de la nevera y otra bala alcanzó la botella de Southern Comfort que estaba sobre el mostrador. La botella explotó, esparciendo cristales rotos y su contenido.
Regresó arrastrándose a la sala de estar y sintió algo como la picadura de una abeja en la parte más carnosa del muslo derecho, justo por debajo de la nalga. Se llevó la mano hacia aquel lugar y la retiró con los dedos manchados de sangre.
Se reclinó tras el sillón y volvió a cargar la Magnum. Cargó también la Weatherbee. Asomó un poco la cabeza y tuvo que agacharse inmediatamente, con una mueca, ante la ferocidad del fuego que le dirigieron. Las balas alcanzaron el sofá, la pared y el televisor, haciendo temblar la colcha que lo cubría. Asomó de nuevo la cabeza y disparó contra los coches de policía aparcados al otro lado de la calle. Voló una ventana. Y vio...
En la parte superior de la calle había un camión blanco y una furgoneta Ford también blanca. En los lados de ambos vehículos y escrito con letras azules se leía: ONDA INFORMATIVA DE LA WHLM. CANAL 9.
Se arrastró dolorosamente hacia la ventana que daba al patio de los Upslinger. Los vehículos de la televisión avanzaban con lentitud por Crestallen Street. De pronto, un coche de la policía los adelantó, rodeándoles y les bloqueó el paso, sacándole humo a los neumáticos. Un brazo vestido de azul surgió de la ventanilla trasera del coche patrulla y empezó a hacer señas a los vehículos de la televisión para que se retiraran.
Una bala alcanzó el alféizar de la ventana y penetró en la estancia en ángulo.
Se arrastró hacia el sillón, sosteniendo la Magnum en la ensangrentada mano derecha y gritó:
—¡Fenner!
El fuego disminuyó un poco.
—¡Fenner! —volvió a gritar.
—¡Alto! —gritó Fenner a su vez—. ¡Alto el fuego! Hubo algunos disparos aislados y después nada.
—¿Qué quiere? —preguntó Fenner.
—¡A los de la televisión! ¡Los que están detrás de esos coches patrulla, al otro lado de la calle! ¡Quiero hablar con ellos!
Hubo una larga pausa, dedicada a la reflexión.
—¡No! —gritó finalmente Fenner.
—¡Dejaré de disparar si puedo hablar con ellos! Eso, al menos, era cierto, pensó, mirando en dirección a la batería.
—¡No! —volvió a gritar Fenner.
Hijo de puta, pensó, desesperado. ¿Acaso es tan importante para ti? ¡Tú, y Ordner y todo el resto de jodidos burócratas!
El fuego se reanudó, al principio débilmente, pero cobrando virulencia de inmediato. Y entonces, increíblemente, un hombre con camisa a cuadros y vaqueros azules corrió por la acera, sosteniendo en una mano una cámara portátil.
—¡He oído eso! —gritó el hombre de la camisa a cuadros—. ¡Lo he oído todo! ¡Conseguiré saber su nombre! Él ha ofrecido dejar de disparar y usted...
Un policía le lanzó un puñetazo y el hombre de la camisa a cuadros se encogió sobre la acera. Su cámara portátil cayó sobre uno de los vehículos e instantes después tres balas la hicieron pedazos. Un rollo de película quedó sobresaliendo perezosamente de entre los restos. Entonces, el fuego flanqueó de nuevo, haciéndose incierto.
—¡Fenner, déjelos hablar conmigo! —aulló él. Sintió la garganta ronca e irritada, como estaba todo el resto de su cuerpo. Le dolía la mano y un dolor profundo y palpitante empezaba a subirle por su muslo herido.
—¡Salga usted primero! —gritó Fenner—. ¡Le dejaremos que les cuente lo que quiera!
Se sintió invadido por la rabia, en una oleada roja, ante aquella mentira descarada.
—¡Maldita sea, tengo aquí una gran escopeta y empezaré a disparar contra los depósitos de gasolina y encenderé una buena hoguera cuando lo haya hecho!
Hubo un silencio impresionante.
Después, cauteloso, Fenner preguntó:
—¿Qué quiere usted?
—¡Envíeme a ese tipo con el que estaba hablando! ¡Deje que se acerque el equipo de televisión!
—¡Absolutamente no! ¡No vamos a entregarle a ningún rehén!
Un policía corrió agachado hacia el sedán verde y se parapetó tras él. Hubo una breve consulta. Y una nueva voz gritó:
—¡Hay treinta hombres detrás de su casa! ¡Tienen rifles! ¡Salga o les ordenaré que disparen!
Había llegado el momento de jugar su última baza.
—¡Será mejor que no lo hagan! ¡Toda la casa está llena de explosivos! ¡Mire esto! —Y sostuvo la pinza roja ante la ventana—. ¿Puede verlo?
—¡Es un farol! —replicó la voz, muy segura de sí misma.
—Si conecto esto con la batería del coche que tengo a mi lado, en el suelo, ¡todo saltará por los aires! Silencio. Hubo más consultas.
—¡Eh! —gritó finalmente alguien—. ¡Eh, el de la casa!
Asomó un poco la cabeza y vio que el hombre de la camisa a cuadros y los vaqueros se acercaba, caminando por el centro de la calle, sin protección alguna. O bien estaba heroicamente seguro de su profesión, o era un loco. Tenía el pelo negro tan largo que casi le caía sobre el cuello y llevaba un delgado bigote negro.
Los policías empezaron a rodear los vehículos de la televisión, pero cambiaron de opinión cuando él disparó un tiro al aire.
—¡Dios santo, qué lío! —gritó alguien enojadamente.
Ahora, el hombre de la camisa a cuadros estaba en el césped delantero de su casa. Algo zumbaba en su oreja, seguido de una crónica, y él se dio cuenta de que todavía estaba mirando por encima del sillón. Escuchó cómo el hombre de la camisa a cuadros intentaba abrir la puerta delantera y, al no conseguirlo, la aporreaba.
Se arrastró por el suelo, salpicado ahora de polvo y yeso caído de las paredes. Le dolía terriblemente la pierna derecha, y al mirarla, vio que tenía la pernera del pantalón manchada de sangre, desde el muslo hasta la rodilla. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.
—¡Entre! —gritó, y el hombre de la camisa a cuadros así lo hizo.
Al mirarle de cerca no parecía estar asustado, aunque jadeaba. Mostraba un rasguño en la mejilla, allí donde le había golpeado el policía, y tenía desgarrada la manga izquierda de la camisa. Una vez que hubo entrado, él volvió a arrastrarse hacia la sala de estar, cogió el rifle y disparó dos veces al aire por encima del sillón. Después, se volvió hacia el hombre de la camisa a cuadros, que estaba de pie en el marco de la puerta y parecía increíblemente sereno. Se había sacado del bolsillo trasero del pantalón una gran libreta de apuntes.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué cono pasa aquí?
—¿Cómo se llama usted?
—Dave Albert.
—Esa furgoneta blanca, ¿dispone de más equipo de filmación?
—Sí.
—Acérquese a la ventana. Y dígale a la policía que permita a un equipo de filmación situarse en el prado de los Quinn. Es la casa que está al otro lado de la calle. Dígales que si no lo hacen en cinco minutos tendrá usted problemas.
—¿Y es verdad?
—Desde luego.
—No tiene usted el aspecto de matar a nadie, amigo —dijo Albert riendo.
—Dígaselo.
Albert se dirigió a la destrozada ventana de la sala de estar y permaneció enmarcado allí por un instante, disfrutando evidentemente del momento.
—¡Dice que mi equipo de filmación se instale en la casa de enfrente! —gritó—. ¡Dice que me matará si no se lo permiten!
—¡No! —volvió a gritar Fenner furiosamente—. ¡No, no, n...! Alguien le hizo callar. Hubo silencio.
—¡Está bien! —Era la misma voz que le había acusado de haberse marcado un farol—. ¿Permitirá que dos de nuestros hombres vayan a buscarlos?
Él se lo pensó un momento e hizo un gesto de asentimiento hacia el periodista.
—¡Sí! —gritó Albert.
Hubo una pausa y los dos policías uniformados corrieron calle arriba, hacia donde esperaba la furgoneta de la televisión, cuyo motor ronroneaba en punto muerto. Mientras tanto habían llegado otros dos patrulleros, e inclinándose hacia la derecha pudo ver que ha-bían bloqueado Crestallen Street West por la parte de abajo. Una gran multitud de gente permanecía detrás de las barreras amarillas que impedían el paso.
—Muy bien —dijo Albert, tomando asiento—. Disponemos de un minuto. ¿Qué quiere usted? ¿Un avión?
—¿Un avión? —repitió él estúpidamente.
Albert hizo oscilar los brazos, sin dejar de sostener la libreta de notas.
—Largarse de aquí, hombre. Sólo largarse de aquí.
—Oh. —Asintió con un gesto para demostrar que había comprendido—. No, no quiero un avión.
—Entonces, ¿qué quiere usted?
—Quiero... —dijo cuidadosamente— ... tener veinte años para poder volver a tomar toda una serie de decisiones. —Vio la mirada en los ojos de Albert y añadió—: Sé que eso no puede ser. No estoy tan loco.
—Le han herido.
—Sí.
—¿Es eso lo que usted ha dicho que es? —preguntó el periodista, señalando el cable principal y la batería.
—Sí. El cable principal pasa por todas las habitaciones de la casa. Y también por el garaje.
—¿Dónde consiguió los explosivos? La voz de Albert era amable pero mantenía los ojos alerta.
—En mi calcetín de los regalos de Navidad.
—Oiga, eso no está nada mal —dijo el otro, riendo—. Voy a utilizarlo en mi historia.
—Estupendo. Cuando vuelva a salir, será mejor que les diga a todos los policías que se retiren.
—¿Va usted a volarse con todo esto? —preguntó Albert. Parecía interesado, nada más que eso.
—Ésa es mi intención.
—¿Sabe una cosa, amigo? Ha visto usted demasiadas películas.
—Hace tiempo que no voy al cine. Sin embargo, el otro día vi El exorcista. Desearía no haberla visto. ¿Está ya instalado su equipo de filmación ahí fuera?
Albert miró por la ventana.
—Casi. Disponemos de otro minuto. ¿Se llama usted Dawes ?
—¿Se lo han dicho ellos?
Albert se echó a reír con desprecio.
—Ellos no me dirían nada, ni siquiera si tengo un cáncer. Lo he leído junto al timbre de la puerta. ¿Le importaría decirme por qué hace todo esto?
—En absoluto. Es a causa de la carretera maldita.
—¿Se refiere a la ampliación de la autopista? Los ojos de Albert se hicieron más brillantes. Empezó a garabatear en su libreta de notas.
—Sí, así es.
—¿Le han quitado la casa?
—Lo han intentado. Yo me la voy a llevar conmigo. Albert lo escribió, después cerró la libreta de notas de golpe y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
—Es algo bastante estúpido, señor Dawes. ¿Le importa que se lo diga? ¿Por qué no sale de aquí conmigo?
—Ahora tiene usted una exclusiva —dijo él cansadamente—. ¿Qué está tratando conseguir, el premio Pulitzer?
—Lo aceptaría si me lo concedieran. —Sonrió ampliamente y luego rogó—: Vamos, señor Dawes. Salga conmigo. Yo me ocuparé de que se tengan en cuenta sus argumentos. Me ocuparé...
—No hay ningún argumento.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Albert, frunciendo el ceño.
—No tengo ningún argumento. Por eso hago lo que hago. —Miró por encima del sillón y vio una lente telescópica, montada sobre un trípode, hundido en la nieve del patio de los Quinn—. Váyase ahora. Dígales que se aparten.
—¿Va usted realmente a conectar eso?
—En realidad, no lo sé.
Albert se dirigió hacia la puerta de la sala y después se volvió y preguntó:
—¿Le he visto a usted en alguna otra parte? ¿Por qué tengo la impresión de haberle visto antes?
Él sacudió la cabeza. Pensó que él nunca había visto a Albert en toda su vida.
Mientras observaba al periodista atravesar el césped, haciéndose ligeramente a un lado para que la cámara pudiera captar su lado bueno, se preguntó qué estaría haciendo Olivia en aquellos precisos momentos.
Esperó quince minutos. Su fuego se había intensificado, pero nadie cargó por la parte de atrás de la casa. Su propósito principal parecía ser el de cubrir la retirada de los policías hacia las casas del otro lado de la calle. El equipo de televisión permaneció en su sitio, filmándolo todo.
Algo negro y tubular silbó por el aire, aterrizó en el césped, entre la casa y la acera, y empezó a soltar gas. El viento lo arrastró calle abajo. Una segunda bomba lacrimógena cayó a corta distancia y después escuchó un ruido en el tejado. Otra cayó sobre las begonias de Mary, cubiertas de nieve, y él respiró un poco de gas. La nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Se arrastró por el suelo, confiando en no haber dicho a aquel periodista, Albert, nada que fuera considerado como profundo. No había en el mundo ningún buen lugar para defender los argumentos propios. Pensó en Johnny Walker, muerto en un inútil accidente de tráfico. ¿Para qué había muerto? ¿Para que se pudieran entregar las sábanas limpias? O aquella mujer del supermercado. Ningún esfuerzo valía la pena por los resultados que se obtenían.
Puso el estéreo y aún funcionaba. Empezaron a sonar los últimos compases de Monkey Man (El hombre mono), de los Rolling Stones.
Regresó junto al sillón y arrojó la escopeta por la ventana. Cogió la Magnum y también la arrojó. Adiós, Nick Adams.
You can't always get what you want (No siempre puedes conseguir lo que quieres), cantaba el estéreo, y supo que aquello era un hecho. Pero eso no le impedía a uno desearlo. Una bomba lacrimógena entró por la ventana, chocó contra la pared y explotó dejando escapar una nube de humo blanco.
Pero si intentas algo, puedes encontrar, Puedes conseguir lo que necesitas.
Bien, vamos allá, Fred. Cogió la pinza roja y la conectó al polo negativo de la batería.
Cerró los ojos y su último pensamiento fue que el mundo no explotaba a su alrededor, sino dentro de él, y aunque la explosión fue cataclísmica, no fue mayor que, digamos, una nuez de buen tamaño.
Y después, todo quedó en blanco.
EPÍLOGO
El equipo de filmación de la WHLM ganó el premio Pulitzer por lo que titularon La última resistencia de Dawes, reportaje emitido en las noticias de la noche, y tres semanas más tarde repetido en forma de documental de media hora. El documental fue titulado Carretera maldita y examinaba la necesidad, o inutilidad, de la ampliación de la 784. Se señalaba que una de las razones por las que se construía aquella carretera nada tenía que ver con el tráfico, ni con ningún aspecto práctico. El ayuntamiento tenía que construir determinado número de kilómetros de carretera al año para no perder la ayuda económica estatal a la construcción interestatal de carreteras. De modo que el ayuntamiento había decidido seguir construyendo. También se señalaba que el ayuntamiento estaba dispuesto a iniciar un litigio contra la viuda de Barton George Dawes para recuperar todo el dinero posible.
Se distribuyeron fotografías de los restos de la casa, y fueron publicadas en la mayoría de periódicos del país. En Las Vegas, una joven que acababa de iniciar sus estudios en la escuela de administración de empresas vio las fotografías durante el almuerzo y se desmayó.
A pesar de todo, las obras de ampliación de la carretera continuaron y quedaron terminadas dieciocho meses más tarde, antes de lo previsto. Para entonces, la mayoría de los habitantes de la ciudad había olvidado el documental Carretera maldita, y las fuerzas vivas, incluyendo a David Albert, ganador del Pulitzer, se habían enfrascado en otras historias y cruzadas. Pero pocas de las personas que vieron las imágenes originales del reportaje en el telediario de la noche las olvidaron; las siguieron recordando incluso después de haber olvidado los hechos que las provocaron.
En ese reportaje se mostraba una casa blanca suburbana, una especie de pequeño rancho, con un camino asfaltado que conducía al garaje. Era un vivienda de aspecto agradable, aunque ordinario. No era la clase de casa que uno se detiene a mirar especialmente. Pero, en el reportaje, el ventanal de la casa aparecía destrozado. Dos armas, una escopeta y una pistola, salían volando y caían sobre la nieve. Durante un instante se vio la mano que los había arrojado. También se veían columnas de humo blanco rodeando la casa. Y de repente, hubo un enorme eructo de llamaradas de color naranja, y todas las paredes de la casa parecieron salir despedidas por los aires, y se escuchó una tremenda detonación, y la cámara se estremeció un poco, como horrorizada. Periféricamente, el espectador pudo contemplar que el garaje quedó destruido de una sola ráfaga. Por un segundo pareció (y así lo confirmó la visualización a cámara lenta) que el tejado salía disparado como un cohete Saturno. Toda la casa voló por los aires en todas direcciones, y los cascotes y maderas cayeron después a tierra como en cámara lenta.
Y, a continuación, todo quedó en silencio.
Después, el conmocionado y lloroso rostro de Mary Dawes llenó la pantalla; contemplaba con una perplejidad horrorizada el bosque de micrófonos que se adelantaban hacia su cara.
Finalmente, las noticias se centraron, una vez más y con plena seguridad, en los asuntos humanos cotidianos.