Publicado en
abril 08, 2010
Título original: Skyfall
Traducción: O. Sachs
Este libro es para Hilary Rubinstein
y Charles Monteith,
sin cuyo entusiasmo y aliento
no se hubiera escrito jamás
Doy las gracias especialmente a Gerald M. Webb,
F. B. I. S., por su generoso asesoramiento técnico.
1
BAIKONUR URSS
—¡Dios mío, qué grande es! —susurró ásperamente Harding—. Nunca había imaginado que algo pudiera ser tan grande.
La palabra grande no alcanzaba a definirlo. Un reluciente rascacielos en medio de la llanura; una torre de metal sin ventanas, que empequeñecía a cuantas construcciones la rodeaban. No era un edificio, sino una nave espacial. Veinte mil toneladas que pronto bramarían con las llamaradas de sus motores y se elevarían con un estremecimiento, lentamente al principio, con más y más velocidad después, para lanzarse finalmente como una flecha hacia lo alto. El más grande artefacto espacial que el hombre construyera o soñara en el curso de su historia.
El cuatrimotor de propulsión, enorme como era, quedaba reducido a la insignificancia. Era una mosca junto a un campanario. Allí estaban los seis relucientes propulsores, todos idénticos, cada uno más grande que la mayor nave espacial construida por los americanos. Durante el vuelo debían desprenderse cinco de ellos, una vez agotado el combustible, para que el propulsor central se encargara de proporcionar energía a la carga útil. Pero el término «carga útil» era demasiado trivial para ser aplicado a la Prometeo. Prometeo, el mortal que robó el fuego a los dioses para traerlo a la Tierra, convertido en la Prometeo, la máquina que circunvolaría la Tierra a 32.300 kilómetros de altura y recogería en sus brazos extendidos la energía solar para enviarla a la Tierra. Era la respuesta al problema energético de la Humanidad, la solución definitiva que proporcionaría un ilimitado poder. Para siempre.
Tal era el plan. Y en ese momento, ante la mera inmensidad de la Prometeo, Patrick Winter empezaba a comprender su verdadero alcance. Cuando su avión hubo completado el círculo enderezó el volante y lo dejó caer hacia la pista de aterrizaje. Pero su atención no estaba del todo centrada en la tarea, y era lo bastante buen piloto como para reconocerlo.
—Por favor, coronel, hágase cargo del aterrizaje —pidió.
Harding asintió y se encargó de los mandos. Comprendía los pensamientos de su compañero. Ante él también pendía, como un recuerdo, la imagen de aquella pulida torre metálica. La apartó de su mente y se concentró; las ruedas tocaron tierra; él invirtió entonces el impulso de los motores y frenó, aminorando la marcha. Sólo volvió a hablar cuando avanzaban hacia los hangares.
—Y usted va a pilotar esa hija de puta...
Era una mezcla de afirmación y de pregunta, tal vez la sospecha de que algo tan grande como esa máquina jamás podría despegar del suelo. Patrick percibió el tono de su voz y comprendió lo que implicaba.
—Sí —dijo con una amplia sonrisa, mientras se soltaba el cinturón de seguridad para levantarse—. Voy a pilotar esa hija de puta.
Volvió a la cabina principal. I. L. Flax le hizo señas de que se acercara. Estaba tendido en su asiento, recostado hacia atrás, con el auricular del teléfono casi perdido en su enorme mano. Por lo común, a Flax le desagradaba viajar en avión, pues solía sentirse apretado. Su estatura superaba el metro ochenta; el diámetro, también, probablemente. Así, con las piernas muy separadas, llenaba el sofá totalmente. Tendía a transpirar excesivamente; su cráneo, afeitado y liso, estaba cubierto de gotitas de sudor.
—Sí, muy bien —dijo al teléfono, con su voz clara y su imperceptible acento extranjero—. Manténganse en comunicación con ellos. Volveré a llamar en cuanto acaben las formalidades.
Su interlocutor podía estar en cualquier parte del mundo. El aparato Uno de la Fuerza Aérea tenía las mismas posibilidades de comunicación que un portaaviones. Flax colgó el auricular y apartó el teléfono, mientras miraba distraídamente hacia la ventanilla con el ceño fruncido.
—Sigue en observación —dijo—, pero los médicos creen que es apendicitis. Le operarán dentro de un par de horas. Magnífico. Cualquiera pensaría que un médico debe de cuidarse mejor que nadie. ¿Cómo diablos es posible que un doctor tenga apendicitis?
Y movió la cabeza, incrédulo; sus fláccidas mejillas parecieron aletear.
—Aunque usted no lo crea, Flax, los médicos también tienen apéndice.
Patrick se había detenido frente al gran espejo para hacerse el nudo de la corbata. Tenía treinta y siete años, pero se conservaba muy bien. En comparación con Flax era todo un Adonis; claro que cualquiera lo habría sido. Tenía el vientre plano y hacía bastante gimnasia para mantenerse en línea. Era lo bastante buen mozo como para que las chicas no huyeran espantadas, aunque la mandíbula resultaba demasiado grande y el pelo retrocedía un poco más cada año que pasaba. Ajustó el nudo de la corbata y alargó la mano para coger la chaqueta.
—Además —agregó—, Kennelly tiene un buen suplente. Todos hemos trabajado con Feinberg; no habrá problemas.
—Veinte a diez a que no le veremos el pelo —dijo Ely Bron.
Estaba sentado junto a la ventanilla, con la narizota metida en su libro (su postura favorita). Nadie habría dicho que prestaba atención a la charla, pero tenía la desconcertante capacidad de leer y conversar al mismo tiempo. Era capaz de imponerse en una discusión y recordar al mismo tiempo cada palabra del capítulo leído. Volvió la página sin decir más.
—¿Qué apuesta es ésa? —preguntó Patrick—. Feinberg es el único médico suplente. Tiene que venir.
—¿De veras? A ver tus diez dólares.
—Hecho —replicó Flax—. ¿Acaso sabes algo que nosotros ignoramos, Ely?
—Saber, adivinar, oír a través de las paredes. Todo es lo mismo.
—Bueno, si quieres tirar el dinero —dijo Patrick—, acepto también.
Se abrochó la chaqueta del uniforme y cepilló el polvo invisible de sus insignias de mayor. Tal vez estaba tirando diez dólares a la basura: el doctor Ely Bron tenía la costumbre de estar en lo cierto y de ganar todas las apuestas. Además, no era de los que dejan pasar el triunfo. Patrick hacía todo lo posible por cobrar afecto a ese colega, físico nuclear, pero era consciente de que no lo estaba consiguiendo.
—Vamos —dijo Flax, irguiendo su pesada mole, en tanto la máquina se detenía—. Banda, guardia de honor, políticos, la gentuza de costumbre.
—¿Qué hay que decir, buenas tardes o buenas noches? —preguntó Patrick, echando una mirada a su reloj.
—Dobry Vyecher sirve para cualquier hora —respondió Flax—. O Zdractvooyeti.
A través de la portezuela abierta llegaron las primeras notas del himno nacional estadounidense, algo desafiante y fuera de ritmo; se parecía más a una canción folklórica rusa que al sitio del fuerte McHenry. Las alineadas cámaras se pusieron en funcionamiento con un chasquido en cuanto ellos aparecieron en la escalerilla, y el comité de recepción dio un paso adelante. Hubo algunos misericordiosos discursos de bienvenida en ruso, seguidos por agradecimientos igualmente breves de los recién llegados; finalmente pudieron pasar al vodka y al caviar. Y a las garras de la prensa. Para Patrick fue un verdadero alivio que Flax se hiciera cargo de casi todas las preguntas, alternando entre el ruso, el polaco, el alemán y el inglés sin vacilar siquiera. Ely Bron parecía desenvolverse cómodamente en francés y en alemán, aprendidos sin duda en los ratos libres que le permitía la tecnológica, cuando no estaba inmerso en alguna otra licenciatura o cualquier doctorado. Patrick había estado estudiando detenidamente el vocabulario técnico y se sentía capaz de gobernar una nave en ruso, pero no estaba en condiciones de conceder una entrevista. Tendría que ser en inglés o nada. Un hombre bajito, de traje muy arrugado, se abrió paso por entre la multitud hasta llegar a él. Tenía las gafas sucias y salpicaba saliva al hablar.
—Soy Pilkington, del World Star, de Londres —dijo con un acento medio arrabalero, mientras le acercaba un micrófono—. Mayor Winter, supongo que usted, como comandante de esta aventura, ha de tener ideas muy definidas al respecto. En primer lugar, el peligro...
—No creo que el término «aventura» sea apropiado.
Patrick sonrió al responder; en ambas márgenes del Atlántico había tropezado con gentes de ese tipo. Había periodistas a la caza de hechos, de noticias consistentes. Otros, en cambio, escribían principalmente para aquellos que mueven los labios al leer. En su opinión, el World Star era muy bueno para forrar los cubos de basura, pero tuvo en cuenta el entrenamiento recibido: «Hay que ser amable con los periodistas.»
—La Operación Prometeo es un proyecto conjunto soviético-norteamericano que combina los conocimientos especializados de ambos países, de forma tal que ha de beneficiar al mundo entero.
—¿Eso quiere decir que en ciertos aspectos los rusos superan a los norteamericanos?
El micrófono se movió más cerca; Patrick, manteniendo aún su sincera sonrisa, sentía deseos de hacérselo tragar.
—Lo que estamos haciendo está más allá de las rivalidades políticas o nacionales. La Operación Prometeo proporcionará energía libre de contaminación ambiental, justamente en una época en que las fuentes tradicionales empiezan a agotarse. A su debido tiempo suministrará esa energía a todos los países de la Tierra...
—¿Pero por el momento será sólo para los rusos y los norteamericanos?
—Por el momento, sólo los rusos y los norteamericanos construyen y financian este proyecto, que ha costado veintidós mil millones de dólares. Una vez en marcha, podremos ampliarlo a menor costo. De todos modos, cualquier refuerzo a las fuentes de energía beneficiará al mundo entero.
Pilkington se limpió los labios con el dorso de la mano y se retorció. Enseguida ensayó otro jaque.
—El peligro, ésa es la preocupación general. Ese rayo de la muerte que ustedes dispararán podría aniquilar ciudades enteras, ¿verdad?
—Eso no es del todo cierto, señor Pilkington; me temo que usted ha estado leyendo su propio periódico.
Fue un golpe rápido; enseguida lo lamentó.
—El coronel Kuznekov —prosiguió—, que ha desarrollado esta técnica, la ha sometido a todas las pruebas posibles. En el espacio se genera la electricidad a partir de la luz del sol, por simples métodos térmicos, en un generador a turbina; después se transmite bajo la forma de un rayo de ondas cortas de alta potencia. Una vez recibido en la tierra se le convierte de nuevo en electricidad.
—Pero ese rayo, ¿no podría escaparse del control y aniquilar a toda una ciudad?
—Las ondas de radio son exactamente iguales a las que nos rodean actualmente, aunque más fuertes, más concentradas. Admito que si alguien se pusiera en el punto exacto podrían calcinarle...
Su voz, al hacer ese comentario, no dejaba duda alguna sobre quién debía ser calcinado.
—... pero es una posibilidad muy remota. Las antenas receptoras están situadas en parajes muy remotos; además, hay muchos controles automáticos que detendrían la transmisión si se produjera alguna emergencia.
Patrick observó la sala por encima de la cabeza del periodista; allí estaba Nadia, en pie contra la pared, en el otro extremo.
—Tendrá que disculparme —se interrumpió—; allá me necesitan. No olvide decir a sus lectores que la red eléctrica de Gran Bretaña es ideal para distribuir este tipo de electricidad. Llegará un día en que satisfaga todas las necesidades energéticas del Reino Unido..., eliminando al mismo tiempo la contaminación ambiental que se provoca al quemar carbón o petróleo, elementos hasta ahora irreemplazables. Gracias.
Pasó por debajo del micrófono y se abrió paso por entre la gente, deteniéndose sólo para tomar dos diminutos vasos de vodka helado que le ofrecían en una bandeja. Ella se dio la vuelta al verle llegar. La cara jamás olvidada, los ojos transparentes, de un azul frío, ligeramente arrugados en los extremos, el pelo dorado como el trigo de Ucrania. Vestía uniforme, un ancho cinturón de cuero sobre la chaqueta larga y una hilera de medallitas con sus cintas prendidas en la curva del pecho.
—Nadia...
—Bien venido a la Unión Soviética, mayor Winter —le saludó. Después tomó uno de los vasos y lo levantó sin sonreír.
—Gracias, mayor Kalinina.
Él bebió su vaso con un solo movimiento, sin dejar de mirarla a los ojos, pero no percibió ningún cambio de expresión.
—Nadia, cuando esto haya terminado quisiera hablar contigo.
—Habrá muchas ocasiones de conversar, mayor, durante nuestras tareas oficiales.
—No es eso, Nadia. Tú sabes a qué me refiero. Quiero explicar...
—Ya sé a qué se refiere, mayor, y no hace falta ninguna explicación. Si me permite...
Su voz permaneció tan inalterable como su expresión, pero al volverse hizo volar su falda, tal vez más de lo que pretendía y la tela formó un remolino antes de caer nuevamente sobre sus lustradas botas de cuero. Patrick contempló con una sonrisa aquella retirada. Era mujer, después de todo; tal vez le odiara, pero estaba lejos de la indiferencia.
¿Cuánto hacía que ella se había marchado de Houston? Apenas cuatro meses, tras las interminables semanas de entrenamiento en el simulador de vuelo. Al principio él, como todos los norteamericanos incluidos en el programa, sintió cierta irritación al verse obligado a tenerla como copiloto. Claro, todos sabían que los rusos ponían mujeres en los vuelos espaciales; tras Valentina Tereshkova hubo otras. Pero para el proyecto de Prometeo, tan ambicioso, debería exigirse lo mejor..., y los soviéticos enviaban una mujer. Una imposición de la propaganda política, ni más ni menos. ¡Ah, la vieja Rusia, cuna de la igualdad política y racial, brillante ejemplo para la Norteamérica capitalista, donde los machos fascistas hacían restallar el látigo sobre las mujeres y los negros! Tal vez con esa idea habían escogido a Nadia; no habría modo de saberlo. De cualquier modo, ella era buena en lo suyo, hasta tal punto que nadie pudo criticarle nada. Demasiado buena. Desde el primer momento tuvo a Patrick a la defensiva.
—Ya orchen rad vctretitsa s vamy —había dicho Patrick.
—Encantada de conocerle, mayor Winter. Pronuncia muy bien; veo que no tendremos problemas cuando sea necesario hablar en ruso durante las operaciones. Pero ¿no podríamos hablar en inglés por ahora?
«Claro —pensó Patrick—, porque tu inglés es perfecto y, en cambio, yo debo parecer un minero analfabeto del Cáucaso.» Ni siquiera de eso pudo estar seguro, pues ella se apresuró a agregar que hasta entonces no había visitado ningún país de habla inglesa y prefería perfeccionar su conocimiento de ese idioma con los nativos. Y él, sintiéndose muy nativo, estuvo de acuerdo.
Aunque el entrenamiento era duro, Nadia lo sobrellevó sin el menor asomo de fatiga. Al igual que Patrick, se había dedicado a pilotar bombarderos antes de especializarse en vuelos de prueba. Pero ella había vuelto a la escuela para obtener un diploma en navegación orbital, después de lo cual figuró en varias misiones Soyuz y Salyut. A veces Patrick agradecía el hecho de contar con una misión más que la joven, además de haber intervenido en la última etapa del proyecto Prometeo como diseñador norteamericano; de lo contrario, el puesto de copiloto le habría correspondido a él, sobre todo considerando que Nadia había sido ascendida a mayor un mes antes que él. Era suficiente para provocar en cualquier hombre normalmente superior un intenso complejo de inferioridad.
Y eso no era todo: también era endiabladamente bonita. Pelo rubio, ojos azules y nariz respingona, todo muy bien puesto, aunque casi nunca sonreía y usaba un vestido que más parecía una bolsa durante los entrenamientos. Pero los domingos nadie trabajaba en Houston, según las normas de la NASA. En la segunda semana de su estancia aceptó una invitación para comer hamburguesas junto a la piscina del doctor Kennelly. El doctor era un irlandés robusto y sonriente que tenía una mujer pecosa y siete hijos revoltosos; a pesar de las bromas y del whisky irlandés, era el mejor médico espacial que pudiera encontrarse. Tal vez Nadia habría preferido rechazar la invitación, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
Se presentó a la fiesta con un vestido ruso de algodón, de tan irredimible fealdad que, por contraste, la hacía parecer más femenina y atractiva. May Kennelly le echó una mirada de horror y la hizo entrar en la casa. Tras alguna discusión femenina, apoyada por el ardoroso verano de Houston, Nadia reapareció luciendo un airoso bikini azul que arrancó un silbido de admiración a los concurrentes masculinos. Ella los aceptó con una ligera reverencia y se zambulló en la piscina. Después de aquello, la tarde fue maravillosa. Una vez desprovista de su uniforme se le notaba más accesible, dispuesta a hablar de temas triviales y a sonreír.
Cuando el doctor gritó: « ¡Venid a buscar los platos! », Patrick cogió dos platos de cartón y se acercó a ella. Nadia se estaba secando el pelo con una toalla gruesa; el bikini le quedaba muy bien.
—¿Hay apetito? —le preguntó.
—Muchísimo. Me siento como un lobo siberiano.
—En ese caso está de suerte. Las hamburguesas de Doc no tienen nada que ver con esas suelas que nos sirven en el comedor. Solomillo picado, cebolla de Bermuda, queso Cheddar canadiense y, para acompañamiento, la ensalada secreta de May: alubias, col, ajos en vinagre y patatas fritas. Se le puede agregar ketchup o cualquier otra cosa. Coma.
Nadia obedeció, con un apetito igual al suyo, mientras regaban abundantemente la comida con cerveza que cogían de un bidón lleno de hielo.
—Está riquísimo —observó.
—Es la verdadera cocina casera norteamericana de los domingos por la tarde. Si estuviéramos en Rusia, ¿qué estaríamos comiendo ahora?
—Depende de la zona. La Unión Soviética es muy extensa, no lo olvide, y poblada por gente muy distinta. En Leningrado, donde yo vivía, podría ser arenque y pan integral, tal vez pepinos con crema agria, muy buenos en verano, y kvass para beber.
—¿Kvass?
—Ustedes no la conocen. Es una bebida hecha con pan viejo.
—No parece gran cosa.
—Pues lo es. Parece cerveza. Muy buena cuando hace calor.
Era una charla intrascendente, sin importancia, pero agradable. Nadia se recostó en el césped con los brazos detrás de la cabeza, y Patrick se sintió incapaz de ignorar el subir y bajar de sus senos.
—¿Tiene familia en Rusia?
—Sí, un hermano y una hermana, los dos casados. Ya me han hecho tía por tres veces. Cuando vuelva a mi patria tengo muchos parientes para visitar.
—¿Y no se ha casado?
—No. Tal vez algún día me decida a hacerlo, pero hasta ahora he estado demasiado ocupada. Pero usted no puede hablar mucho; todos los informes de la NASA dicen que es el único astronauta soltero. ¿A qué se debe?
—A nada en particular. Creo que me gusta ser soltero, no sentirme atado. Será que me gusta la juerga.
—Esa expresión... no la entiendo.
—Es algo así como la diversión, pero no exactamente. Salir con chicas y llevar una saludable vida sexual, sin preocuparme por la marcha nupcial.
Nadia se sentó bruscamente y se echó la toalla sobre los hombros, recobrando su impávida expresión.
—En la Unión Soviética no hablamos de esas cosas.
— ¡No me diga! Bueno, aquí, sí. Con sólo hablar a solas con cualquiera de estas buenas esposas oirá cosas fascinantes. Tranquila, Nadia; las cosas son así, después de todo. Yo soy un hombre sano de treinta y siete años. No pretenderá que sea virgen, ¿verdad? Y usted, según decía el informe, tiene treinta y es muy hermosa; de modo que también ha de...
—Discúlpeme —le interrumpió ella, levantándose—. Debo dar las gracias al doctor Kennelly y a su esposa por su hospitalidad.
Jamás volvieron a hablar en ese tono, y no porque Nadia se mostrara esquiva o poco amistosa, sino porque la relación se mantenía en términos profesionales. Si alguna vez tuvieron oportunidad de charlar sobre naderías, entre las sesiones de entrenamiento, durante alguna avería del ordenador, se limitaron a los temas que podrían tocar dos pilotos casi desconocidos durante un vuelo: cosas triviales, pero nada personal. Tal situación se prolongó durante todo el período de adiestramiento, hasta el mismo final. Trabajaban muy juntos y cada uno cumplía con su tarea como buen profesional. Terminada la labor no volvían a verse, a menos que fuera en "algún acto oficial, como ocurrió en la fiesta de despedida.
Había acabado esa etapa del entrenamiento; por la mañana el equipo soviético volvería a Baikonur (Ciudad Estrella), el gran complejo espacial de los soviéticos. El encuentro siguiente sería en Baikonur, cuando llegara el momento del lanzamiento.
Hacía calor y el aire acondicionado no daba abasto; para colmo, todos vestían de uniforme. Hubo muchos brindis. Al fin Patrick notó que le hacían falta tres parpadeos para enfocar la vista en el reloj. Eran más de las dos de la madrugada. Hora de marcharse. Había ido en su coche, y no estaba tan bebido como para no poder conducir hasta su casa por las amplias y desiertas calles. Pero no debía seguir bebiendo. Pasó por encima de una copa rota y buscó la puerta de salida. Dos rusos arrastraban la mole inconsciente de un tercero por los escalones. Patrick pasó junto a ellos, mientras buscaba las llaves en su bolsillo.
Alguien aguardaba en pie bajo un árbol, cerca de los automóviles; al acercarse vio que se trataba de Nadia.
—Buenas noches —la saludó—. Nos veremos en Baikonur.
Iba a seguir caminando, pero se detuvo y preguntó:
—¿Tiene algún problema?
—No, ninguno. No quiero que me lleven aquellos tres hombres, eso es todo.
—Tiene razón. Si no se desmayan antes de llegar al coche, mañana figurarán entre las noticias de sucesos. La llevaré yo.
—Gracias, pero ya llamé un taxi.
—Todo el mundo los llama, pero son pocos los que vienen. A esta hora, y siendo sábado, es lo mismo que esperar una nevada en verano. Suba, su casa está a sólo una manzana de la mía.
Consciente de que había bebido mucho, Patrick condujo despacio y con mucha concentración, sin sobrepasar de sesenta millas y obedeciendo todas las señales de tráfico. A pesar de todo, estuvieron a punto de figurar también entre las noticias de sucesos.
El rugiente automóvil tomó la curva y se dirigía hacia ellos, con las luces largas y por su mismo carril. Patrick respondió con los adiestrados reflejos de todo piloto: si trataba de pasarlo por la izquierda, el otro coche podía atropellarle en su intento de volver al carril correspondiente. Hacia la derecha había varias casitas apartadas; al frente, césped y flores; no se veían árboles.
Hizo girar el volante a toda velocidad y subió a la acera hasta llegar al césped; enseguida pisó el freno y trató de enderezar el vehículo. El otro había desaparecido sin detenerse. Cuando Patrick hubo dominado aquella zigzagueante tonelada de metal, ya de nuevo en la ruta, se detuvo.
— ¡Qué hijo de puta! —protestó, contemplando las luces traseras que se perdían en la distancia.
—¿No ha pasado nada?
—No, nada, pero ese idiota chiflado estuvo a punto de matarnos.
La calle estaba silenciosa. No se habían encendido luces, nadie mostraba interés en el incidente. Tal vez los chirridos de frenazos fueran algo habitual en la zona. Las marcas negras de sus neumáticos habían abierto un surco en el césped.
—La llevaré a su casa y desde allí llamaré a la Policía. Los del seguro se encargarán de cambiar los rosales.
De pronto había desaparecido todo el efecto del alcohol. Se detuvo frente a la casa de Nadia y esperó a que ella abriera la puerta. Mientras llamaba por teléfono se preguntó si valía la pena molestarse. Puesto que no había heridos ni coches estropeados, la Policía de Houston no mostraría el menor interés en averiguar detalles. De cualquier modo les dio todos los datos, por si las moscas, y colgó el auricular. Nadia, a su lado, le ofreció un gran vaso de whisky con hielo; él comprendió de pronto que estaba demasiado sobrio; necesitaba un buen trago antes de que el efecto de la adrenalina se perdiera del todo.
—Bendita sea —dijo, tomando el vaso.
Echó un buen trago y dejó el vaso encima de la mesa. Mientras apoyaba las manos en la cintura de Nadia, comentó:
—Qué mal momento, ¿no?
—Sí, parecía muy peligroso.
—Terrible. Esos chiflados estuvieron a punto de matarnos. Habrían retrasado diez años el programa espacial soviético-norteamericano.
Y de pronto, aquello resultó muy poco gracioso.
—Tuve miedo— agregó—. Por ti, no por mí. No quería que... te pasara nada...
Cesaron las palabras; sin saber lo que hacía, la atrajo hacia él para besarla con una pasión nada artificial, que le sorprendió por su intensidad. Ella devolvió el beso, cálidos los labios y la lengua; tampoco se apartó cuando las manos de Patrick le recorrieron el cuerpo como llevadas por su propia voluntad.
La ropa interior de Nadia no tenía nada de proletario; era un encaje oscuro muy delicado. La alfombra era suave y mullida; todo fue bien. Sin embargo, en un determinado momento él se descubrió solo, solo por completo. Ella estaba allí, sin duda, desnuda y adorable, pero no parecía sentir nada. No se movía; tenía las manos laxas a los costados. Lo que juntos habían sentido, lo que debían haber sentido juntos, estaba olvidado. Patrick deslizó sus dedos por el seno y por el vientre redondo y firme; ella no se movió.
—Nadia...
No supo qué agregar. Ella tenía los ojos abiertos, pero no le miraba.
—Soy demasiado mayor para violar a nadie —dijo, sentándose.
En cuanto hubo terminado de pronunciar la frase se arrepintió de lo dicho, pero ya era tarde. La puerta del dormitorio se cerraba ya estruendosamente; sólo quedaban, como testimonio de lo que existiera sólo segundos antes, unos pedacitos de encaje y un vestido arrugado. Trató de hablar con ella a través de la puerta, de disculparse, de explicarse, pero Nadia no respondió. El tampoco se expresaba con mucha claridad, pues ni siquiera estaba seguro de lo que había ocurrido. Al fin se vistió, se sirvió otro whisky doble y lo dejó intacto, para huir hacia la calurosa noche. En el último instante sujetó la puerta que se cerraba violentamente a sus espaldas: toda su cólera se convirtió en preocupación, que le obligó a cerrarla suavemente, mientras se interrogaba por sus sentimientos con respecto a ella A todo.
Jamás logró aclarar sus ideas por completo. Algunas cosas parecían evidentes y creyó haber encontrado las respuestas correctas, pero al verla allí, en esa repleta sala de Baikonur, todo volvía a cambiar. Cuatro meses. Todo seguía como entonces: la misma huida, la misma puerta cerrada. Envidió la seguridad de Nadia en sus decisiones, pues por su parte no estaba seguro de nada.
—Tovarich —dijo a sus espaldas una voz profunda.
Se volvió con alivio y cogió el vaso de vodka que le ofrecía el funcionario soviético.
—Mir, mir en esta época sangrienta, para siempre —respondió, vaciando el vaso.
—Reilly, ¿te das cuenta de que apenas son las nueve de la mañana? Hace tanto calor que este osciloscopio está como para freír un huevo. Este lugar es peor que El Cabo.
—Lo siento por ti, Duffy. Si no te gusta, ¿por qué firmaste contrato?
—Por lo mismo que tú. Cuando archivaron el proyecto C5-A sólo quedó la NASA. ¿Qué significan todas estas podridas letras?
—El alfabeto se llama cirílico, Duffy; no te hagas el ignorante. Zemlya 4451. Conexión de ese número. ¡Yevgeni...!
Se volvió hacia el inexpresivo técnico erguido en la plataforma ante ellos y farfulló una rápida pregunta en ruso. Yevgeni gruñó, hojeando el grueso manual que tenía entre las manos, hasta hallar el diagrama en cuestión. Reilly parpadeó bajo la intensa luz del sol; después leyó en voz alta la traducción:
—Circuito de arranque secundario primera etapa servos desconectados.
Duffy retiró los tornillos de acero inoxidable que sujetaban el soporte y examinó los multiconectores, donde los diferentes grupos de cables se insertaban en un tanque de helio a alta presión a través de un panel. Quitó cuidadosamente las pinzas; con un movimiento de vaivén retiró el primero de los cincuenta enchufes y limpió las doradas clavijas. Ya satisfecho, volvió a conectarlos e hizo una seña a Yevgeni, que anotó algo en su grueso cuaderno.
—Hay tres listas, y probablemente falten cuatro millones —dijo Duffy—. Pregúntale a tu compañerito cuál es el próximo. Oye, hay algo que me intriga: ¿cómo es posible que un buen tipo como tú, llamado Reilly, sea capaz de hablar esta jerga?
—En la Facultad mi tutor decía que era el idioma de la era espacial: el ruso y el inglés.
—Al parecer tenía razón. Yo estudié dos años de castellano, pero ni siquiera me sirvieron para regatear precios cuando aterricé en Tijuana.
El técnico ruso movió los mandos y la plataforma de inspección se elevó lentamente entre las cilíndricas torres de los propulsores. El suelo quedó a mil metros de distancia; los otros hombres, allí abajo, parecían diminutas hormiguitas. La pared de acero inoxidable se elevaba aún otros mil trescientos metros por encima de ellos. Unos grandes brazos unían los propulsores entre sí y al cuerpo central. Había líneas hidráulicas, tuberías de intercambio de combustibles, cables de energía, conductos para el oxígeno, indicadores y monitores de computación, líneas de telemetría, cientos de conexiones para toda clase de servicios, comunicando las distintas partes del vehículo.
Todo eso era necesario. Todo debía funcionar a la perfección. El fallo de un solo componente entre aquellos miles podía estropearlo todo.
Si la Prometeo estallaba se convertiría en la mayor bomba no atómica jamás construida por el hombre.
2
Gregor Salnikov oyó el ruido del motor mientras el automóvil estaba lejos todavía; era sólo un murmullo, no más potente que el zumbido de las abejas entre las flores, más allá de la ventana abierta. Había otras casas en la misma calle y no faltaban coches entre los funcionarios de Baikonur. Lo que sí escaseaba era el pavimento; cada vez que pasaba alguien levantaba una nube de polvo blanco. Aparte ese detalle, en nada le importaban los vehículos que pasaban por allí; eran algo completamente ajeno a su persona. Untó metódicamente una gruesa rebanada de pan con mermelada de melocotón y llenó de té un vaso grande. El coche se detuvo ante su puerta y cesó el ruido del motor. ¿Visitas? Se oyó el golpe de una portezuela al cerrarse. Salnikov se levantó para acercarse a la ventana. Era un Tatra checoslovaco, grande y negro, más parecido a un tanque de guerra que a un automóvil; además era un modelo antiguo, con triple aleta en la cola. Sólo había uno como ése en toda Ciudad Estrella. Bajó al pasillo; tenía ya la mano sobre el picaporte cuando sonó el timbre.
—Pase, coronel —invitó.
—Llámame Vladimir, George, por favor. Creo que ya nos conocemos bastante. ¿Y qué pensarán los norteamericanos si nos tratamos de «coronel Kuznekov» e «ingeniero Salnikov» durante todo el viaje?
—Disculpa, Vladimir. Pasa, por favor. Traes unos modales con este calor...
—Siempre aconsejo a los hombres de mi grupo que no se quejen ni den explicaciones. Tú no estás en mi compañía, pero te doy el consejo gratis.
Eran un verdadero contraste, tanto en edad como en otros aspectos. El coronel Kuznekov era una roca humana; tenía unos cincuenta y cinco años; su físico era macizo y rudo; su pelo, escaso y duro como el alambre. Gregor Salnikov le sobrepasaba en una cabeza y tenía veinte años menos; era rubio y simpático, y conservaba el acento de su Georgia natal. Condujo al coronel a la cocina; mientras el coronel se dejaba caer en una silla, él echó más té en el recipiente y lo llenó con agua hirviendo.
—Se me ocurrió venir a buscarte con mi automóvil para ir a la reunión —comentó Kuznekov—. Muy importante, todo de muy alto nivel y el mundo entero escuchando.
Gregor levantó la vista hacia el reloj:
—Pero todavía falta una hora —observó—. Hay tiempo de sobra.
—Bueno, así podremos disfrutar del té.
Kuznekov dejó caer una rodaja de limón en su vaso y la aplastó con la cuchara. En vez de ponerle azúcar se puso un terrón entre los dientes y bebió el té a través de él, a la manera antigua. Tenía muchos hábitos por el estilo, que le hacían pasar por grosero ante la gente vulgar...
—Tu casa es muy agradable, Gregor —dijo.
—Sí.
Gregor echó una mirada alrededor, con expresión entristecida, sin saber ocultar sus emociones. Kuznekov asintió, como si comprendiera.
—Disculpa si hablo demasiado, pero creo que somos lo bastante amigos para que me escuches. Llevas una banda negra en la manga..., pero también otra en el corazón. Sé que te duele hablar de esto, pero hay cosas que requieren una explicación. ¿Cuánto hace que se estrelló el avión? ¿Dos meses? Esos antiguos Ilyushin... Algunos deberían estar fuera de servicio hace diez años. Tu esposa y tu hijita... Pero tienes que seguir, ¿verdad?
Gregor apretó las manos sobre el regazo, con la cabeza gacha.
—A veces no me siento con ganas de seguir —dijo.
—Precisamente en esos momentos es cuando hay que seguir. Fíjate en mí. Soy un viejo hombre de su casa, doce veces abuelo. Pero no siempre ha sido así. Tenía nueve años cuando los alemanes llegaron a mi aldea.
Su voz no cambió mucho, pero súbitamente se tornó más dura, menos emotiva; lo mismo pasó con su rostro.
—Uniformes negros —prosiguió—, rayos incendiarios colgados del cuello. Como nuestra gente estaba en medio, la aniquilaron. Como a escarabajos. Yo tuve suerte. Estaba en el campo con las vacas y no me vieron. De todos modos, también mataron las vacas.
Sacudió la cabeza y sorbió un ruidoso trago de té antes de continuar.
—¿Qué me quedaba por hacer? Habían muerto todos y estaba separado del país por el ejército nazi. Me escondí en el bosque, medité mucho... Allí encontré a Pyotr, que estaba en la misma situación; pero él había hecho algo: tenía un bonito rifle alemán y una caja de municiones. Cuando le encontré estaba limpiando la sangre de su hacha.
Acabó su té con un suspiro de felicidad y dejó el vaso sobre la mesa.
—Luché con los guerrilleros detrás de las líneas enemigas mientras duró la guerra. Antes de cumplir los diez años ya había matado a un hombre. Te lo digo solamente para demostrarte que la vida debe continuar. Tu vida debe continuar. Comprendo tus sentimientos, pero, si no cambias de actitud, te eliminarán del programa Prometeo. Y quienquiera que te reemplace no será tan capaz como tú de llevar a cabo tu tarea.
—Lo sé. Me esfuerzo. Pero es difícil.
—Nada en este mundo es fácil, amigo mío. Pero tienes que intentarlo, por ti y por todos nosotros.
—Sí, lo haré; claro. Gracias.
—No pierdas el tiempo en darme las gracias. Vamos, sube a ese coche, que ya tienes más de dieciocho años, y juntos batiremos algunos récords en carreras de dos kilómetros.
3
—Señor presidente, aquí están las damas y los caballeros del Consejo para el Buen Gobierno de Topeka, Kansas.
Hubo murmullos de salutación y alguna vacilante reverencia por parte de las mujeres que componían la delegación. El presidente Bandín inclinó su enorme cabeza en una solemne bienvenida, logrando cierto parecido con el Papa Juan XXIII en el momento de impartir su bendición. Aunque no se puso en pie, podía mirarles directamente, pues su silla estaba sobre una plataforma elevada, tras una gran mesa. Sus piernas torcidas no acompañaban la noble amplitud de su frente, pero ninguno de sus visitantes pudo darse cuenta de ello, pues el ceremonioso silencio de la Sala Oval impresionaba y sometía hasta a los más hoscos. Aquél era el corazón de Norteamérica, y allí, bajo el Gran Sello de la Presidencia, se erguía la cabeza del Estado.
—Es un placer conocer a los magníficos habitantes del gran Medio Oeste, y no puedo expresarles hasta qué punto apoyo sus esfuerzos en pro de un buen gobierno. Sin embargo, creo que no es el buen gobierno lo que les trae desde tan lejos para verme.
El presidente Bandin aguardó, expectante, con la abultada cabeza inclinada en ademán receptivo para escuchar la solicitud. Charley Dragony, el brazo derecho del presidente, dio un golpecito en el brazo del jefe de la delegación, indicándole que se adelantara hacia el presidente. El hombre dio un paso al frente, tosió para ocultar su turbación y comenzó a hablar.
—Señor presidente, yo... quiero decir, nosotros queremos... darle las gracias por habernos recibido. Es un gran honor, créame. Si hemos venido no es por una cuestión de gobierno, quiero decir de buen gobierno, como indica el nombre de nuestra organización, como usted ya sabe...
—Dilo directamente, Frank —susurró una anciana que estaba junto a él, cubriéndose la boca con una mano.
El orador tartamudeó un poco; después sus palabras brotaron a chorros.
—Le explicaré: se trata de los precios del cereal. Nosotros corremos con todo el riesgo y hay gente que está amasando fortunas con sólo venderlo a los rusos; mientras tanto hay quien debe acudir a los Bancos para comprar semillas y fertilizantes. Eso no es justo para el productor independiente...
El delegado enmudeció de pronto: el presidente Bandín hablaba.
—Señor, damas y caballeros presentes, conozco bien ese problema. Para serles sincero, es algo que me preocupa día y noche. Precisamente en este momento tengo en mi mesa...
Puso la mano sobre una gruesa carpeta que había a su derecha, prosiguiendo:
—... el último análisis de este importantísimo problema y el borrador de mi plan para arreglar la situación. Si hay quienes se benefician indebidamente, serán castigados. Son ustedes quienes deben prosperar, los que trabajan la tierra con sus propias manos, y no los ambiciosos especuladores. Ustedes son el corazón fértil de este gran país, y sus cosechas, la sangre que nos alimenta a todos. Sus palabras serán escuchadas. Gracias.
Como si estas palabras fueran una clave, al igual que el imponente gesto final, Charley Dragoni empezó a empujar hacia la puerta al grupo de delegados. Un anciano, próximo a la mesa, se estremecía en apasionados arranques.
—Señor presidente, le soy franco: en las últimas elecciones no voté por usted. Pero venir aquí, conocerle personalmente... es algo grande, señor presidente; cuente con mi voto y el de todos los míos.
—Gracias, señor. Aprecio su sinceridad y la reconozco como la libre elección de una sociedad libre.
El presidente caviló por un instante; enseguida se quitó el alfiler de corbata, coronado por el sello presidencial.
—Su franqueza es toda una lección —dijo—. Por favor, acepte esto como recuerdo de esta visita. Es la última que me queda.
Dragoni alcanzó el alfiler al hombre; su emocionado agradecimiento se elevó entre el grupo que abandonaba la habitación, antes de que el secretario cerrara la puerta tras el último reflejo azul.
— ¡Dios mío! Espero que por hoy no haya más —exclamó Bandín, recostándose pesadamente en la silla mientras se aflojaba el cuello de la camisa. El ayudante consultó una tarjeta.
—Sí, señor. No hay más entrevistas hasta la tarde; a las cuatro tendrá que recibir a la delegación de congresistas puertorriqueños.
—¿Más problemas con los latinos? Últimamente se están poniendo peor que los negros.
Se quitó la chaqueta. Dragoni ya estaba listo para recogerla y guardarla en el armario. El presidente agregó:
—Y no pierda tiempo allí dentro.
El secretario comprendió claramente el mensaje: se dirigió rápidamente al mueble-bar empotrado y trajo una gran copa de coñac. Bandin echó un buen trago y chasqueó los labios con un gesto de placer; enseguida sacó otro alfiler con sello presidencial del cajón superior de la mesa y lo prendió a su corbata. Después abrió la abultada carpeta que tenía a la derecha y sacó de ella un boleto de apuestas.
—El que está subrayado en rojo —indicó, tendiéndolo a Dragoni—. Mil ganadores en la cuarta carrera de Santa Anita. ¿Qué se sabe sobre el médico de la Prometeo?
—Asunto concluido, señor. Al principio el doctor Kennelly nos dio un poco de trabajo, pero ya entró en razón. Es un caso de emergencia nacional, y él es empleado del gobierno.
—Ya lo creo que era una emergencia nacional. Ese podrido de Polyarni, salirse con una muchacha cosmonauta... Y después de tantas palabras bonitas en la exposición de tractores: que manos tendidas sobre el mar, que cooperación y no sé cuánta palabrería. Mientras tanto se guardaba la fulana en la manga para sacarla en el último minuto. Pero ya veremos con qué cara se presentará ante los compañeritos del comité, cuando vea lo que nosotros tenemos en la manga. ¡Diablos, qué ganas tengo de verle la cara en ese momento! Daría cien mil dólares a cualquier fantasma de la CÍA capaz de meter un micrófono en el Kremlin cuando tenga que informarles.
—¿Lo dice en serio, señor?
—Usted no tiene sentido del humor, Dragoni; para nada. Sírvame otra copa.
4
«A la gente sólo le importa lo que pasa en su pequeño rincón del universo», meditó I. L. Flax. Después se dirigió en inglés a Vandelft, que dirigía el equipo de ingenieros norteamericanos.
—Señores, ¿se dan cuenta de que en cuarenta y cinco minutos debo estar en la primera conferencia de prensa del proyecto Prometeo? Satélites de transmisión televisiva, periodistas de todo el mundo, obras...
Enseguida repitió lo mismo en ruso para Glushko, que dirigía el equipo soviético. Lo poco que cada uno hablaba del idioma del otro había quedado olvidado en el calor del momento. Uno era de Siberia; el otro, de Oshkosh, pero se parecían de un modo sorprendente. Gafas con montura de oro, pelo escaso, dedos manchados por el cigarrillo, bolsillos repletos de lápices y bolígrafos y la inevitable calculadora colgando como un revólver junto a la cadera.
—Lo sé, Flax —replicó Vandelft, tamborileando los nerviosos dedos sobre el tablero—. Pero esto no le llevará más de quince minutos, quizá diez. ¿Para qué diablos tanta conferencia de prensa si las pruebas finales quedan suspendidas? En ese caso no podremos efectuar a tiempo el lanzamiento.
—No hay ningún problema —dijo Glushko, con una mirada fría y asesina que esquivó la de su colega—. Son los norteamericanos los que han detenido el trabajo. Nosotros estamos listos para actuar.
—De acuerdo, allá voy; en bien de la unidad, de la paz, mir. Recuerden que éste es un proyecto conjunto; les agradecería que al menos actuaran como si estuviesen de acuerdo en trabajar unidos.
Repitió lo mismo en ruso mientras avanzaba hacia la puerta. Todo el calor del día cayó sobre él; las gotas de sudor se convirtieron en chorros bajo el sol. Vandelft estaba al volante de uno de los carritos de golf que el personal de la NASA utilizaba para trasladarse por la extensa base. Flax se deslizó a su lado. Glushko, que como todos los rusos despreciaba esa decadente forma de transporte, estaba ya en su bicicleta y llevaba la delantera.
«Uno jamás termina de acostumbrarse a ese tamaño —pensó Flax—; en un par de días tendré que sentarme en mi sitio, allá en Control de Misión, para poner ese pájaro en órbita. ¡Qué lejos está Pszczyna! »
Flax no solía acordarse de su ciudad natal, pues Norteamérica era su patria desde los once años. Pero Polonia era su tierra de origen, la Polonia alemana; allá su familia era considerada todavía alemana, aunque llevaba varias generaciones en el lugar. El padre era director de la escuela local, hombre instruido a todas luces, y había educado a su hijo de la misma forma. En la casa se hablaba alemán; en la escuela y en las calles, polaco; así el pequeño Flax habló desde un comienzo los tres idiomas. Cuando la familia emigró a los Estados Unidos ante la amenaza de la guerra, el padre no dejó que los olvidara. El muchachito, siempre con exceso de peso y medio rata de biblioteca, tenía pocos amigos y ninguna amiga. El Ejército se negó a enrolarle por su gordura, cosa que le humilló más aún, obligándole a refugiarse aún más entre los libros. Por entonces estudiaba Ingeniería en la Universidad de Columbia. Cuando se programó el primer curso de electrónica, Flax olió su oportunidad: se trataba de un terreno tan nuevo que ni siquiera había libros de texto; era necesario trabajar sobre notas ciclostiladas el mismo día de cada clase. Se dedicó a la investigación del radar; después, ya trabajando para el mismo Ejército que le había rechazado años antes, sintió que la justicia empezaba a ponerse de su lado. Cuando se organizó la NASA, él formó parte de ella desde los comienzos; sus conocimientos técnicos y su dominio de los idiomas le mantuvieron a la cabeza, aun cuando los científicos alemanes especializados en cohetes cedieron paso a los rusos, cuyo progreso era evidente. Ya no volvió la mirada hacia atrás; muchos creían que Flax y el Control de Misión eran una sola cosa, y él nunca lo desmintió. En ese momento el proyecto conjunto ruso-norteamericano marcaba la culminación de su carrera. Sin embargo, era necesario reconocer que a veces aquello resultaba agotador.
El ascensor de alta velocidad salió disparado hacia arriba por la torre de servicio y se encontró en la comodidad del Edificio de Montaje Prometeo, dotado de aire acondicionado. El EMP era un edificio sin base; su estructura, de cinco plantas, pendía en el aire en la cima de la torre de servicio que encerraba toda la estructura superior de la nave espacial. Eso se debía a que los inmensos propulsores y el cuerpo central eran demasiado grandes para ser armados en un edificio de montaje normal; además habría sido demasiado difícil moverlos una vez cumplida esa etapa. Por tanto, ese trabajo había sido realizado al aire libre, empleando protecciones eventuales en los puntos vulnerables. El proyecto había tenido en cuenta esas dificultades al diseñar el vehículo, por lo que las inclemencias del clima no podían ser perjudiciales.
Pero la Prometeo, en sí, no podía ser tratada de modo tan rudo. La habían construido en el Centro Espacial Kennedy, en las habituales condiciones de esterilidad y verificación constante, aire acondicionado a toda hora para proteger los circuitos de la corrosión y temperatura controlada por ordenadores. Después de desarmada, todas sus partes habían sido transportadas a la Unión Soviética por una flota de C5-A, especialmente adaptada. De allí la necesidad del Edificio de Montaje Prometeo, suspendido por encima de los cohetes, cuyo ambiente adecuado permitía el nuevo montaje de los componentes.
Los técnicos se hicieron a un lado para que entraran los tres hombres. Flax iba al frente. Cruzó la escotilla de entrada entre resoplidos y contempló la cabina de vuelo, que ya le era familiar.
Como en cualquier otra cabina, los mandos y los instrumentos ocupaban la mayor parte del espacio útil. Yuri Gagarin había subido al espacio sentado frente a doce instrumentos distintos. Desde entonces las cosas habían cambiado bastante. Proliferaban los sistemas de toda especie, y cada uno tenía sus medidores e indicadores y palancas de mando; todo eso llenaba por completo el espacio disponible ante los dos asientos de los pilotos. Sólo para aprender la colocación y la función de cada instrumento se requerían miles de horas dedicadas al estudio, y mucha práctica en la Cabina de Vuelo Simulado.
— ¡Fíjese! —exclamó Vandelft, furioso—. ¡Los rusoskis lo han dejado hecho mierda!
—¡Mierda! —gritó Glushko, que en sus meses de trabajo con los norteamericanos había llegado a aprender por lo menos esa palabra.
—Por favor, señores —rogó Flax, con un ademán tranquilizador—. Ya veo dónde está el problema, el asunto que ha motivado la discusión. Ahora bien, si los dos se callan trataremos de solucionarlo.
Debería hallar una respuesta que satisfaciera a ambas partes..., cosa nada fácil. Bajo cada llave, indicador o medidor se había fijado una pulcra plaquita donde se indicaba su función. Etiquetas tales como ABORT PDI SRC no tenían mucho sentido para los legos, pero eran importantísimas para los pilotos. La misma información, deletreada según el alfabeto cirílico, había sido colocada junto a cada abreviatura. Pero había algo más.
Por todas partes, bajo las etiquetas originales o alrededor de ellas, había trozos de papel pegados con cola: papel amarillo, hojas de cuaderno, todo cubierto con una enmarañada escritura rusa.
—Parece el tablero de un supermercado —protestó Vandelft—. ¿Qué es esto? ¿Una tienda de neumáticos usados, una agencia de colocación o una nave espacial?
— ¡Son imprescindibles por la inadecuada información de las etiquetas en inglés! —aulló Glushko, sofocando con su voz la del otro ingeniero—. Mis técnicos deben verificar el funcionamiento del circuito, y para eso las indicaciones deben estar en ruso. Además... ¡Vea! ¡Ustedes hacen lo mismo! ¿Por qué no nosotros?
Y señaló, con ademán victorioso, ciertos cartoncitos muy discretos que Patrick Winter había fijado a los medidores más utilizados durante el despegue: eran datos específicos sobre límites insuperables y cifras a vigilar.
—No creo que sea lo mismo —observó Flax, levantando la mano para interrumpir la protesta del ingeniero ruso—. De cualquier modo, podemos hacer un trato. Ustedes pueden dejar sus etiquetas mientras los técnicos estén trabajando aquí. Después tendrán que sacarlas... ¡todas! Por muy útiles que les resulten aquí, en cuanto la nave despegue no servirán de nada a los pilotos. ¡Glushko! Déjeme terminar antes de montar en cólera. Las etiquetas de papel serán retiradas, pero la piloto rusa puede agregar cualquier cartel que necesite, tal como lo ha hecho el nuestro. Que ellos lo discutan; nosotros aceptaremos su decisión. ¿De acuerdo?
Ellos tenían que aceptar el trato; no podían hacer otra cosa, Flax echó una mirada a su reloj. ¡Santo Dios! Ya era tarde.
La conferencia de prensa había comenzado sin esperarle. El auditorio estaba lleno de periodistas y fotógrafos, y muy iluminado, para facilitar la labor de las cámaras de televisión. La plataforma parecía aún más atestada que el resto, pues todos los funcionarios de ambas naciones habían tratado de estar presentes. La cúpula de la NASA rivalizaba con la CSEE (Comisión Soviética para la Exploración Espacial). Los astronautas y cosmonautas parecían perdidos entre tanta gente. Junto a ellos había un asiento vacío que había sido reservado para Flax.
A éste le resultaba muy poco agradable hacer una entrada tardía y tan evidente, sobre todo porque atraería sobre sí toda la atención, que debía centrar al funcionario soviético que tenía la palabra en esos momentos; pero no había otra solución. Tomó aliento. En ese mismo instante alguien le tocó en el brazo. Era un capitán de la Policía Militar, flanqueado por dos sargentos; los tres estaban armados.
—Una información ultrasecreta, señor, de la oficina de codificación. ¿Me permite su tarjeta de identificación?
— ¡Por el amor de Dios, capitán! ¡Nos conocemos desde hace un año!
Su protesta se extinguió ante la cara impasible del oficial; Flax sacó la tarjeta; el capitán la observó atentamente, como si nunca la hubiera visto hasta entonces, y asintió.
—Sargento, anote este número, seguido por la fecha y la hora.
Flax pasó el peso del cuerpo de un pie a otro, mientras el sargento escribía lentamente los datos en un cuaderno. Cuando todo estuvo en orden, y sólo entonces, el oficial abrió una cartera encadenada a su muñeca y sacó de ella un sobre de papel sellado en cuya cubierta se leía: ALTO SECRETO, en coléricas letras rojas. Flax sé lo metió en el bolsillo mientras se volvía para proseguir la marcha; pero aún no habían acabado con él.
—Por favor, firme el registro, señor. Aquí... y aquí... Ponga sus iniciales en esta casilla..., y aquí, en la segunda hoja.
Libre al fin, Flax avanzó rápidamente por el pasillo, notando, con incomodidad, que todas las cabezas se volvían hacia él.
Sólo el ministro prosiguió con su charla sin reparar en nada. Flax se detuvo al pie de los peldaños y aguardó a que la luz roja de la cámara se apagara; se encendió entonces otra luz en la cámara vecina, dispuesta para tomar un primer plano del orador; y él aprovechó la ocasión para subir al estrado tan velozmente como le pareció razonable y ocupar su asiento. Ely Bron, vestido con un traje oscuro, de buen corte e indudable calidad, se inclinó hacia adelante para susurrarle al oído:
—Supongo que estabas demasiado bien acompañado como para llegar a tiempo. ¿Me darás su dirección cuando te canses de ella?
—Cállate, Ely —siseó—. Eres peor que un dolor de barriga.
El ruso se sentó entre un moderado aplauso; un funcionario de la NASA ocupó su sitio para decir aproximadamente lo mismo, pero en inglés. Flax se enjugó el sudor de la frente con tanta discreción como le fue posible y aguardó a que se le normalizara la respiración. Entonces recordó el informe que tenía en el bolsillo de la chaqueta.
Casi todos los papeles que llegaban a sus manos tenían el sello de SECRETO; pero una información ultrasecreta, con tantas firmas, guardias y precauciones, era mucho menos vulgar. Sin duda resultaría mucho más interesante que los discursos. Sacó disimuladamente el sobre del bolsillo y se las ingenió para abrirlo al abrigo de las piernas cruzadas, ocultándolo entre sus enormes manos. Cuando la cámara volvió a centrarse sobre el orador pudo leer rápidamente el mensaje.
La frente se le cubrió de sudor. Volvió a leerlo.
Después quedó inmóvil, aturdido, hasta que Ely le dio unas palmaditas en el brazo.
—Flax, despierta; es tu turno. Anda y hazles polvo, muchacho.
Flax se adelantó lentamente y ajustó el micrófono a su altura. Se oyó el chasquido de los flashes; los ojos impávidos de las cámaras de televisión se volvieron hacia él. Todo el mundo aguardaba. Tosió un poquito y empezó a hablar.
—Como encargado del Control de Misión, mi tarea es actuar como vínculo entre la tripulación de la Prometeo y el equipo de tierra, ya sean hombres o máquinas, ensamblando los dos elementos en una sola unidad. Hoy, entre ustedes, mi tarea será la de presentar a los astronautas y cosmonautas que estarán a cargo de este primer vuelo. Sin embargo, quiero leerles antes una información que acabo de recibir del Centro Espacial de Houston. Como ustedes ven, tengo a mi lado cinco personas, y deberían ser seis. El doctor Kennelly, el médico espacial que debía ir en la Prometeo, ha sufrido una repentina enfermedad. No es nada grave; es decir, no está en peligro. Fue operado ayer de apendicitis, con ciertas complicaciones, y el pronóstico indica que se recobrará por completo. De cualquier modo, no estará en condiciones de partir con la nave. Por tanto, ha sido designado otro médico de la NASA para que le reemplace. Como todos ustedes saben, cada miembro de la misión cuenta con un suplente a fin de que las vicisitudes individuales no afecten el desarrollo del proyecto. Voy a leerles la información que acaba de llegar a mis manos.
Flax cogió la hoja de papel y los chasquidos de las cámaras fotográficas se intensificaron.
—Comienza con un informe clínico sobre el estado del doctor Kennelly; después agrega: «Considerando lo establecido, se han tomado las medidas correspondientes para reemplazarle por un suplente debidamente preparado y adiestrado, que ya se ha puesto en camino desde Houston a Baikonur. Dicho suplente es C. Samuel, del Centro de Investigaciones Médicas de Houston. La doctora Samuel tiene treinta y dos años de edad y se tituló en la Universidad «Johns Hopkins», Baltimore, Maryland...»
Un murmullo creciente de los periodistas interrumpió su lectura en tanto quienes comprendían inglés captaban el significado de lo que él estaba diciendo. La traducción simultánea siguió ronroneando; un momento después los oradores rusos se irguieron y el murmullo creció. Flax, silencioso e inmóvil, esperó a que se hiciera silencio.
—¿Has oído eso, Ely? —susurró Patrick, enojado.
—Cosas de la política, amigo mío.
— ¡Por supuesto! ¡Maldición! Esa mujer cosmonauta era un punto para Moscú; así que en cuanto Kennelly se puso enfermo deben haber revuelto cielo y tierra hasta hallar una mujer que cupiera en el programa. No pueden haberla entrenado con tanta celeridad. Darán al traste con Prometeo sólo por hacer política...
—¿Puedo continuar? —dijo Flax—. Al terminar sus estudios, la doctora Samuel ingresó como interna en el hospital «Johns Hopkins». En este mensaje constan todos sus datos biográficos, que quedarán a disposición de la prensa en cuanto acabe esta reunión. La doctora Samuel proviene del Medio Oeste; aunque nació en Mississippi, se educó en Detroit. Antes de ingresar en el «Johns Hopkins» se diplomó en artes en el Instituto «Tuskegee».
Aquel nuevo dato fue revelador sólo para los norteamericanos; el resto del público tomaba notas y escuchaba. Ely permanecía tan silencioso que su misma mudez era un mensaje. Patrick tenía la mandíbula tensa, tanto que los músculos le sobresalían. Nadia, a su lado, le oyó maldecir por lo bajo y montó en cólera.
—¿Por qué hablas así? —susurró—. ¿Acaso no crees que las mujeres estén en condiciones de tomar parte en esta misión? ¿Las consideras inferiores?
—Es política. Es toda una maniobra política.
—¿Y qué? Siempre que ella sea capaz, es una gran cosa.
—¿No te das cuenta? Es un juego muy sucio. Como los soviéticos habían incluido una mujer en el vuelo, ellos debían hacer lo mismo. Pero les superaron. Así ganarán votos y se reirán de los rusoskis.
—¿Por qué te ensañas tanto?
—¿Por qué? ¿No lo has entendido? ¿No oíste el nombre de la escuela donde se graduó? ¡Tuskegee!
—Lo oí, pero no conozco ese instituto.
—Bueno, yo sí. Es de negros. Sólo para negros. ¿Qué piensas ahora? Si reemplazar a un gordo irlandés-norteamericano por una mujer de raza negra no es hacer política, ¿quieres explicarme qué diablos es?
5
COTTENHAM NEW TOWN, INGLATERRA
—Enciende la tele, querido, mientras lavo las tazas —dijo Irene, mientras recogía la vajilla del té.
—De acuerdo —respondió Henry Lewis, apartándose de la mesa.
Se dirigió lentamente hacia el mueble del frente y encendió el aparato. Era antiguo y tardaba mucho en calentarse. Frente a la pantalla estaba su silla favorita; también había un paquete de Woodbines sobre la mesa. Encendió uno mientras abría el «TV Mirror» de esa semana.
—Lo que me temía —informó en voz alta—. Repiten ese partido de Leeds United, el que nos perdimos cuando estábamos en casa de tu madre.
La pantalla surgió a la vida con un parpadeo. Henry alargó un dedo para sintonizar ITV. Un hombre con cuello de bull-dog hablaba en algún idioma extranjero mientras otra voz traducía sus palabras al inglés. Henry, irritado, sintonizó BBC-1 sólo para encontrarse con el mismo hombre; en una última y débil esperanza pulsó la BBC-2; allí obtuvo su merecido: tres hombres sentados en sillas de madera tocaban la trompeta.
Ya disgustado apartó las zapatillas de un puntapié y se puso las botas. Mientras recogía la gorra y la chaqueta dijo a su mujer:
—Sabe Dios qué están dando... Me voy a dar un paseo.
—Hasta cuando cierren.
Era una noche hermosa. En realidad le gustaba salir de su casa. Tomó por New Town Road, más allá de los altos edificios de apartamentos, que no le gustaban. Más que edificios de apartamentos parecían barracas. Llegó hasta Las Armas del Rey, pero siguió caminando. Demasiado plástico, cerveza de barril y tocadiscos automático; una vez había entrado allí, pero no le gustaba ni le parecía un lugar decente. La aldea vieja estaba a diez minutos a pie, pero valía la pena.
Era como un remanso, circundado por la nueva ciudad. La carretera principal, que llevaba desde la fábrica a la autopista, había barrido media aldea; a su paso crecían por doquier los edificios de apartamentos. Pero el resto de la población estaba construido en un valle profundo; tal vez costaría más rellenarlo que dejarlo en paz. Quedaban allí unas cuantas cabañas, un par de tiendas y un edificio casi todo de madera sobre cuya puerta pendía un cartel descolorido: El Caballo y el Paje, Entrada Libre. Henry accionó el picaporte metálico y empujó la pesada puerta de madera.
—'ñas noches, Henry —dijo el propietario, que estaba secando el mostrador.
—'ñas noches, George.
Henry apoyó los codos sobre la madera oscura y guardó silencio mientras George servía una jarra de cerveza y se la acercaba.
Echó un buen trago y suspiró, lleno de felicidad. George hizo un gesto de asentimiento.
—Buen barril éste —dijo.
—Sí, es bueno. Pero no como los de antes.
—¿Cómo?
—Todo es igual. Hasta el tiempo anda mal.
—Dicen que son los cohetes.
— ¡Los cohetes! Eso es lo que daban en la tele esta tarde, en vez del partido. Yanquis, rusos y más cohetes. Gracias a Dios no tenemos nada que ver con eso. Como si las cosas no anduvieran ya bastante mal. Al menos nosotros no gastamos dinero en esas payasadas.
—Porque no tenemos. Si no, esos malditos políticos ya lo estarían gastando.
—Es así, George. Políticos idiotas y cerveza aguada.
Apuró el vaso y lo empujó hacia el propietario.
—Sirve otra —dijo.
6
—Flax, voy a armar un verdadero escándalo; así que prepárate.
— ¡Patrick, piensa un poco! Bien sabes que hay compromisos políticos, y la política es precisamente la que mantiene a la NASA. No hace falta que te lo diga.
Estaban ante las pesadas puertas de cristal que daban al sol poniente; éste era una bola ígnea en el horizonte. El interior del edificio tenía aire acondicionado, pero la tarde rusa seguía siendo muy calurosa; los dos guardianes de la policía militar que flanqueaban la puerta (un ruso y un norteamericano) tenían manchas oscuras bajo los brazos y un aspecto fatigado. Más allá, la calle desierta.
—Me dijiste que ella estaba en camino —observó Patrick.
—El avión ya aterrizó y había un coche esperando. Pero ya sabes cómo se pierde el tiempo en los aeropuertos rusos.
—Ely estaba enterado de algo. ¿Recuerdas la apuesta que nos hizo? Lo sabía o lo imaginaba. Pero ¿quién podía imaginar que iban a salir con algo así? No, esto es una jugada demasiado sucia para ser de la NASA; aquí se ve la mano de Bandín.
—No es tan sucia, Pat. Esa mujer es una buena profesional...
—El mundo está lleno de buenos médicos, pero son muy pocos los que pueden ser miembros de una tripulación espacial. ¿Recuerdas el apodo que se ganó en el Congreso? Le llamaban «Goma» Bandín. Era capaz de estirarse en cualquier dirección, pero siempre recuperaba su forma original. Es un viejo zorro de mil caras, de los que ya no se estilan. Los republicanos vendieron su imagen al público norteamericano como si fuera un ramo de plátanos, pero sigue siendo el mismo «Goma» Bandín. Haría cualquier cosa por ganar un voto o un dólar.
—No es mal presidente...
—Tampoco es bueno. Tal vez no esté tan corrompido como Tricky Dicky*, pero es más hábil. Fíjate lo que ha hecho en este caso. A lo mejor echa a perder todo el Proyecto Pro-
* Literalmente, Ricardito el Tramposo, apodo que se puso a Richard Nixon en los Estados Unidos. (N de la T )
meteo, pero sin duda se habrá ganado el voto de las mujeres y de los negros. No, no voy a aceptarlo.
—Tranquilízate, Patrick. Piénsalo bien —pidió Flax, cogiéndole por el brazo con dedos húmedos y calientes—. ¿Cuánto hace que estás en proyectos espaciales? ¿Nueve años? Es toda una carrera, y este vuelo representa la culminación; tú eres el piloto. Si dices algo te harán pedazos. Los dueños de los periódicos están de parte de Bandín, y ellos manejan a los que escriben esos mismos periódicos. Nadie sabrá de qué hablabas... y te encontrarás en la calle. Dirán que obraste por resentimiento y te hundirán. Y la Prometeo partirá de todos modos, sin atrasos, con otro piloto. ¿Crees que tu suplente es tan eficiente como tú? Si no lo es, en ese caso estás saboteando el proyecto. Sólo por abrir la boca.
—Es algo sucio, Flax. Tú lo simplificas mucho, pero es sucia política.
—Patrick, usa la cabeza. Todo es política. ¿Recuerdas esos antiguos cuentos de ciencia-ficción sobre los cohetes a la Luna? Cualquier industrial millonario construía uno en el patio trasero de su casa, o a lo mejor era un sabio loco el que lo armaba con barrotes.; y allá iba. Pero ninguno de esos escritores acertó; nadie pensó en que serían pilotos del Ejército o de la Armada los que llegarían a la Luna. A nadie se le ocurrió que la raza espacial sería precisamente eso: una raza; mucha gloria nacional, mucha bandera. Si no llegamos primero se nos adelantarán los rusos, vamos, pronto, pongan dinero, arriésguense y confiemos en la suerte.
—Allí viene un coche. ¿Quieres decir que las cosas siguen siendo así?
—No lo pongas en duda. Los soviéticos cuentan con grandes propulsores; nosotros, con el resto del material y la mejor tecnología. Ninguna de las partes podría llevar a cabo el proyecto de aquí a diez años, por lo menos, de modo que este asunto de la cooperación ha sido una obra maestra de la política creativa. No se te ocurra arruinarla a estas alturas. ¿Bandin está sacando provecho político de esto? ¿Y qué? Si todo sale bien beneficiará a todos y eso es lo que importa, compañerito.
Frente al edificio se detuvo un automóvil negro con la bandera norteamericana flameando a un lado. De él salieron un coronel y un agregado a la Embajada, que se dieron la vuelta para ayudar al otro pasajero. Patrick les observó, tratando de contener su cólera y sus dudas, sin saber cómo actuar. Una muchacha bajó del automóvil y se dirigió hacia la entrada.
Allí estaba. Menuda, más bien baja; apenas llegaba a los hombros de los dos hombres que la acompañaban. Piel oscura; no precisamente negra, pero bastante oscura. Pelo corto y pulcramente ondulado. Bonita; hermosas facciones, nariz casi egipcia. También la figura era hermosa, modelada por el ligero traje color crema. Buenas caderas, piernas torneadas, andar elegante. ¡Por Dios! ¿Qué estaba diciendo? ¿Contemplando un desfile de belleza o estudiando a la doctora espacial que podía colaborar en el éxito del vuelo o llevarlo a la ruina?
Enseguida estuvieron dentro del edificio y se iniciaron las presentaciones. La mano de la doctora era fresca; su apretón, firme. Muy poco después quedaron solos con Flax.
—Siento hacerla trabajar tan pronto, doctora, pero la entrevista estaba fijada para las...
—Llámeme Coretta, por favor, doctor Flax.
—Lo mismo digo, Coretta; todo el mundo me llama Flax. Como se puede imaginar, tenemos que hacer relaciones públicas. Newsweek ha planteado las cosas con un punto de vista bastante similar al nuestro; han enviado un periodista que lleva la voz cantante en su especialidad. Se llama Redditch; pertenece al personal directivo de la revista. Ya ha hablado con casi todos los otros y tendría que haberse marchado, pero se quedó para esperarla. Si no se siente demasiado cansada...
—En absoluto. Ha sido un viaje magnífico y todavía me dura el entusiasmo. Será un placer hablar con ellos.
—Muy bien. Por aquí. Patrick, tú ya sabes por dónde es. Tal vez no era casualidad que la gran ventana de la sala dedicada a Relaciones Públicas diera a la plataforma de lanzamiento, donde se erguía la Prometeo, enmarcándola nítidamente contra las nubes rosadas del crepúsculo. Coretta se detuvo involuntariamente y juntó las manos con una exclamación de asombro:
— ¡Oh, Dios mío! ¡Es una maravilla, realmente una maravilla!
—¿Puedo citar su frase? —preguntó un hombre sentado ante el bar.
Era delgado y de hombros caídos; tenía grandes orejas y nariz de patata, pero irradiaba buena voluntad. Su atenta mirada no dejaba escapar detalle.
—Doctora Samuel, le presento al señor Redditch, de la revista Newsweek —dijo Flax—. Antes de empezar, ¿quiere tomar algo?
—Un whisky con hielo, no demasiado fuerte. —Yo se lo traigo —dijo Patrick, dirigiéndose hacia el bien provisto bar.
Siempre se traía lo mejor para la prensa. Se sirvió un abundante «Chivas Regal» con soda y un «Jack Daniels» etiqueta verde para la muchacha. Todos se habían sentado ya en torno a la mesa; el periodista puso el magnetófono en el centro. Patrick levantó un vaso, interrogando a Flax con un movimiento de cejas, pero éste movió la cabeza. El piloto dejó entonces los vasos en la mesa y se unió a ellos.
—Quiero dejar algo en claro —dijo Redditch—: no estoy especializado en temas científicos. De los cálculos y los planos se encargan nuestros técnicos; yo, de las entrevistas personales. A los lectores les gusta conocer a los protagonistas y salirse de los datos técnicos. ¿Entendido?
—Perfectamente —replicó Flax—. Estamos dispuestos a colaborar.
—Bien. Comenzaré por usted, Coretta, ya que acaba de llegar y es la única a quien no conozco. ¿Qué puede decirme sobre sí misma?
—No puedo agregar nada a los datos que ya se dieron a la prensa. Estudios, investigaciones, más investigación en la NASA...
—Sin duda su vida deber ser mucho más interesante de lo que está diciendo. Una mujer que triunfa en un terreno tan masculino ha de interesar mucho al público. Más aún tratándose de una mujer de color. Usted ha avanzado mucho; seguramente debe haber vencido muchas dificultades.
—No lo veo de ese modo —respondió ella, con calma—. Estados Unidos es un país civilizado, donde las mujeres con talento pueden progresar tanto como los hombres. Y el color de la piel no tiene ninguna importancia.
—¿De veras? —exclamó Redditch, alzando las cejas—. Esa será una buena noticia para los ghettos.
Y agregó, mientras tomaba nota:
—¿Me permite ser franco, Coretta? Llevo muchos años como periodista y sé cómo son las cosas. No soporto que se rían de mí.
—Las cosas son como le digo; nadie está bromeando.
Redditch levantó las manos como si se rindiera.
— ¡De acuerdo! No vamos a pelear. Usted dice las cosas según las ve y yo tomo nota.
Enseguida se dedicó a hojear un cuaderno de informes proporcionados por la NASA.
—No —observó—; en esta copia no mencionan ni su boda ni su divorcio.
—Parece que no ha perdido el tiempo —comentó ella, llevándose el vaso a los labios—. El matrimonio no llegó a durar un año. Él era un antiguo compañero de estudios. Fue un mutuo error. No tuvimos hijos. Estamos divorciados, pero nos vemos de cuando en cuando. ¿Quiere nombres y fechas?
—Gracias, esos datos los tengo. Basta con su opinión personal. Una pregunta más, si me permite. ¿Cree usted que las conveniencias políticas influyeron para que usted, nueva en el programa espacial, fuera elegida para este vuelo?
Ahí estaba la pregunta clave, la que Redditch venía preparando; lo primero había sido sólo un juego. Patrick, inmóvil, notó que el cuello de Flax enrojecía súbitamente. Ninguno de los dos dijo una palabra. Redditch movió algún mando del magnetófono mientras Coretta sorbía el whisky y dejaba el vaso sobre la mesa.
—No lo creo —replicó después, con voz tranquila y sin prisa—. No soy nueva en la NASA; al contrario, llevo cinco años en la investigación espacial. Siempre he deseado practicar mi especialidad en su propio medio, es decir, en el espacio. Supongo que mi edad tuvo cierta influencia; aunque muchos de mis colegas tienen mayor antigüedad, no tienen la resistencia física necesaria para un vuelo espacial prolongado. He sido muy afortunada al salir elegida precisamente para esta misión tan importante. Para mí es una gran alegría formar parte de la tripulación.
«Bien contestado», pensó Patrick, mientras iba a servirse otro whisky. Con frialdad, sin precipitarse y sin olvidar los discursitos preparados por la NASA, palabra por palabra. Había estudiado muy bien su papel. A Redditch le costaría atraparla.
Pero el periodista no lo intentó. Tras formular la misma pregunta desde uno o dos puntos de vista diferentes pareció perder interés. La sonrisa de Coretta se ensanchó tal vez, imperceptiblemente, cuando el hombre inició la retirada. Mientras tanto Flax se había instalado junto al bar para servirse un vaso de agua helada y otro más. Redditch recogió el cassette y se volvió hacia Patrick.
—Y ahora —dijo—, la pregunta por el premio mayor. Ya sé que se lo han preguntado trescientas veces, por lo menos, pero confío en que no le molestará contestar otra vez. ¿Cuál es la finalidad de la Prometeo?
—Antes de decir para qué sirve el proyecto, ¿puedo hacer un poco de historia?
—Responda como prefiera; dispongo de todo el día. Pero trate de evitar los términos técnicos. Hágase cargo de que no pude aprobar la aritmética en la escuela elemental.
—De acuerdo. En primer término, tengamos en cuenta la escasez de energía. No se trata ahora de política, de la avaricia de los árabes ni de lo que ganan las compañías petrolíferas, sino de la simple realidad: si el consumo se mantiene como hasta ahora, en un par de años más habremos consumido todo el petróleo de la Tierra. Por tanto, hay que tomar medidas drásticas y esa medida es la Prometeo. En realidad, el petróleo cumple dos funciones: no es sólo el combustible que utilizamos para propulsar coches y aviones, sino también la materia prima indispensable para muchas industrias, para productos químicos, fertilizantes, etcétera. Por eso cada gota que quemamos como combustible es una gota que no podrá ser utilizada para otras funciones vitales. Por tanto, si satisfacemos nuestras necesidades energéticas por medio de otra fuente que no sea el petróleo, todas las reservas quedarán disponibles para los otros usos. ¿Entendido hasta aquí?
—Perfecto. Claro como el agua. Siga.
—Bien. Vamos ahora a las otras fuentes de energía. En principio, toda nuestra energía proviene del Sol.
—Eso no lo entiendo. ¿Y el carbón, el petróleo, el viento? ¿Qué tienen que ver con el Sol?
—Están muy relacionados. El carbón y el petróleo contienen energía solar almacenada por las plantas hace millones de años. El Sol calienta nuestra atmósfera y ésta, al moverse, produce el viento. El viento, al soplar, levanta olas en el océano, de modo que hasta la energía hidroeléctrica proviene indirectamente del Sol. Ha llegado el momento de emplear directamente esa energía solar, libre de contaminación ambiental, eternamente disponible. Y lo haremos mediante el Proyecto Prometeo.
—Más despacio. Sólo para comenzar con el proyecto se requieren miles de millones de dólares. ¿No sería mejor invertir ese dinero en la Tierra, captando la energía solar del desierto, por ejemplo?
—No. Se interpone la atmósfera; además, de noche no hay sol; por tanto, el suministro no sería continuo. La construcción es muy cara, y hay otra cantidad de detalles que dificultarían la realización de este sistema. Se podría hacer, sin duda, pero jamás podría igualar el alcance y la eficacia de Prometeo. A su debido tiempo, Prometeo suministrará la energía necesaria para el mundo entero, eternamente y sin costo alguno. Eso es lo que se intenta.
—¿De qué modo?
—Mire por la ventana. La nave más grande que se haya construido hasta el momento. La primera de una serie de cincuenta. Vivimos en un mundo grande y superpoblado que requiere muchísima energía. Este proyecto incluye cincuenta cargas; quién sabe cuántas vendrán después.
—Se diría que es muy caro.
—Lo es —reconoció Patrick—, pero una vez en marcha el proyecto se mantendrá solo. La electricidad se suministrará al precio medio de dos centavos y medio por kilovatio, lo que bastará para financiar más lanzamientos y nuevos generadores. Una vez que la nave está en órbita, la generación de electricidad es muy simple. La mayor parte de nuestra carga consiste en el mismo material plástico con que se envuelven los restos de comida para guardarlos en la nevera. Puesto que en órbita no hay gravedad ni fricción, ese delgado plástico se puede extender sobre muchos kilómetros cuadrados. Como está recubierto de aluminio, actúa como un gran espejo, reflejando los rayos solares hacia un punto focal, donde sirve para calentar un fluido que, a su vez, impulsa una turbina generadora de electricidad. Es simple.
—Muy simple. Pero no me ha explicado cómo se devuelve la electricidad a la Tierra. ¿No es allí donde entra en juego ese «rayo de la muerte»?
Patrick sonrió.
—Los viejos rumores son los más difíciles de erradicar. Cualquier tipo de radiación podría denominarse «rayo de la muerte», pero sólo si es lo bastante fuerte y concentrado. Una bombilla eléctrica nos calienta la mano, pero si uno se pone frente a un reflector del Ejército quedará asado. Quien vaya en un bote podría ayudarse a encontrar el camino por medio del radar, pero si se pone en el punto focal del radar quedará frito, coagulado como un huevo duro. Grado y concentración. Una vez que la electricidad haya sido generada en el espacio se la convertirá en ondas de radio, en microondas de baja densidad, para irradiarla a la Tierra. La doble antena direccional la proyectará hacia un receptor instalado en Siberia y hacia otro ubicado en el Estado de Washington. Rusia recibirá la cantidad necesaria para satisfacer los requerimientos de Siberia. Nosotros podremos proveer de energía a los cinco Estados del Oeste. Energía gratuita, procedente del espacio.
—Todo parece muy razonable, pero me duele descartar tan fácilmente el «rayo de la muerte». Se me ocurre que la cantidad de energía necesaria para hacer todo eso, aun bajo la forma de ondas de radio, podría ser un poquito fuerte al tocar tierra.
—Está completamente en lo cierto. En primer término, el rayo queda encerrado en el receptor y es capaz de corregirse a sí mismo. En segundo lugar, si a pesar de eso la onda se esparciera demasiado, quedaría automáticamente anulado. Según la teoría, ese rayo no ha de ser lo bastante fuerte como para provocar daños en la Tierra, pero, para mayor seguridad, el receptor estará instalado en las montañas, a muchos kilómetros» de la casa más cercana.
Redditch alargó la mano y apagó el magnetófono.
—Parece estar bien pensado..., y con esto concluyo el asunto. Gracias por la atención. Debo salir corriendo; hay un avión que quizá pueda alcanzar.
Hubo despedidas corteses; la puerta se cerró tras el periodista.
—Ahora sí puedo aceptarte esa copa —dijo Flax, dirigiéndose hacia el bar—. Tenía miedo hasta de mirar una botella frente a ese hijo de puta. ¿Quiere otro, Coretta?
—Sí, por favor.
Seguía sentada con elegancia, muy tranquila, con las manos cruzadas sobre el regazo. Patrick se sirvió otro whisky y se preguntó cómo podía ella mantenerse tan serena.
—Usted acaba de salir de Houston —observó—. ¿Se sabe algo más de Doc Kennelly?
—Lo que ustedes han de saber, nada más. La operación fue muy bien y el pronóstico es excelente.
—Qué coincidencia, ¿no?
—¿A qué coincidencia se refiere?
—Esa enfermedad, precisamente ahora. ¿Y qué pasó con Feinberg, el suplente? ¿No era suficiente con un judío para que la Prometeo...?
—Patrick —interrumpió Flax—, ¿por qué no te callas, y dejas descansar un poco a Coretta? Debe de haber tenido un día agotador.
—No, Flax, déjele hablar. Aclaremos esto. Por mi parte, no tengo idea de lo que ha sido del doctor Feinberg; nadie se molestó en informarme. Hace unas siete semanas me iniciaron en un programa espacial, todo en el mayor misterio, con fuerza centrífuga, caída libre y demás. Y anteayer me dijeron que estaba incluida en la Prometeo. Eso es todo cuanto sé.
Patrick rió sin alegría.
—También es cuanto nosotros sabemos. ¡Siete semanas! Ese degenerado de Bandín lo tenía pensado desde entonces. ¿Será cierto que Doc tenía apendicitis? A lo mejor incluso eso fue planeado.
— ¡Basta ya! —exclamó Flax, interponiendo su mole entre ellos—. Vete a tus habitaciones, Patrick. Has bebido demasiado; te conviene dormir.
—No —dijo Coretta—. Por favor, déjenos, Flax. Ya que hemos comenzado, tenemos que terminar este asunto. Aquí y ahora mismo.
Se irguió frente a Patrick, levantando la vista hacia él, con los puños apretados; por primera vez dejaba traslucir su emoción. Estaba enojada.
—Lo que usted está pensando es bastante obvio. Ese degenerado de Bandín, como usted le llama, ha estado haciendo maniobras políticas. Los comunistas metieron una mujer en el programa espacial, cosa que sentó como una patada en el hígado. Era cuestión de devolver el golpe metiendo a su vez a una mujer, y si conseguía que, además, fuera negra, llevaría las de ganar. ¿Se podía? ¿Y si Kennelly se pusiera enfermo y hubiera que sacarle del programa? Habría que reemplazar previamente a su suplente, pero en eso no había dificultades. En ese caso, ¿a quién se podía preparar rápidamente para reemplazar a Kennelly? ¡Pero vamos! ¡Ahí tenemos a la doctorcita Coretta Samuel, en lo más recóndito de la NASA! Eso no sólo prueba que la NASA proporciona igualdad de oportunidades para ambos sexos, sino que, además, sabe analizar muy bien las muestras de calcio. Y cómo no, si lleva cinco años haciendo ese trabajo. ¿Y si le diéramos una oportunidad incluyéndola en el equipo de la Prometeo? Es eso lo que usted piensa, ¿verdad?, o algo muy parecido.
En su enojo se acercó tanto a Patrick que él sintió en la cara su cálido aliento. Por toda respuesta asintió lentamente con la cabeza.
—Pues ahora escúcheme, señor piloto: yo también pensé lo mismo.
Se alejó un poco y le apuntó con el índice, prosiguiendo:
—Creo que esa forma de actuar es repugnante, que apesta a política y que incluso desde aquí se siente en esto el olor a Washington. Pero le diré algo más: ¡no me importa! Me importa un bledo porqué me incluyeron en la Prometeo. ¡Aquí estoy! El señor Redditch sabía muy bien que todo lo que dije sobre los negros de Estados Unidos era mentira; y no hablemos de las mujeres negras. Pero no seré yo quien haga propaganda racial con el proyecto Prometeo; hay quien se encarga de eso. Mi tarea consiste en ir con ustedes. Y soy capaz de hacerlo; para eso me entrenaron. Voy a subir al espacio, voy a cumplir con mi trabajo y después regresaré para recibir el aplauso de las multitudes. Para llegar adonde estoy he tenido que trabajar mucho y entregarme a fondo. En la historia de este país hubo un hombre excepcional llamado Martín Luther King. Le mataron por lo que estaba haciendo, pero su mujer siguió adelante con su obra. Sabe Dios a cuántas niñas negras bautizaron con el nombre de esa mujer; yo soy una de ellas. Ahora voy a llevar ese nombre al espacio, y allá trabajaré como sé hacerlo. Habrá una mujer que triunfó, una negra que sale adelante. Y eso jamás podrán quitárnoslo.
Golpeó el vaso contra la mesa con tanta fuerza que éste rebotó contra la superficie, volcándose; hielo y whisky se derramaron sobre la madera pulida. Antes de que nadie pudiera articular una palabra, Coretta había girado sobre sus talones para desaparecer tras la puerta.
—Reilly, todo esto es una pesadilla. Y yo no entiendo una palabra, con lo que las cosas no se simplifican en absoluto.
—Si quieres te enseño, Duffy; diez dólares por lección. Vale la pena. En poco tiempo hablarás ruso como los nativos y, además, ganarás cincuenta más por semana, como yo; es el suplemento por idioma extranjero.
—No me vengas con ésas. Apenas hablo inglés. A ver, dime: ¿qué significa este garabato en esta conexión?
—Tanque bombeador bilateral de reserva 23 para la transmisión de combustible, línea de alimentación 19 a 104, tanque 16B, llave de presión normalmente cerrada 734LU.
—Gracias. Ahora que lo sé me siento mucho mejor.
El esquema principal de la sección estaba extendido sobre la cubierta; medía dos metros por dos metros y lo habían impreso en seis colores. Duffy verificó el circuito, murmurando para sí. Parpadeó una sola vez y perdió el hilo del diagrama. Finalmente se irguió para frotarse la espalda.
—Nosotros verificamos los circuitos —dijo, señalando los paneles abiertos y las conexiones eléctricas expuestas—. Increíble. Hay continuidad entre los mandos de la cabina de vuelo, el ordenador, los relés, los motores y los servos de las subunidades. Pero ¿qué se gana con eso? Las tuberías de los rusoskis están selladas y presurizadas con nitrógeno; ni siquiera se les puede echar un vistazo.
—Han pasado por doble control. Ya viste los registros.
—Sí, pero nosotros, ¿cómo lo sabemos?
Reilly se encogió de hombros y se escarbó los dientes con el polo positivo del voltímetro digital, mientras observaba el correr de los números en el indicador.
—No lo sabemos, creo. Habrá que tener fe, compañerito. Concédeles confianza cuando se la merecen... Y hay que ver que estos degenerados saben volar. Dales materia prima y allá van, arriba, arriba. Motores múltiples y distintas bombas de combustible; para que si una parte falla, las otras sigan funcionando. Saben lo que se hacen.
—Pero también estallan, ¿o es sólo un rumor?
—Una nave estalló, de eso estamos seguros. En 1968 un satélite fotografió a uno de estos pichones en la plataforma de lanzamiento. Otra foto, tomada al día siguiente, demostró que había desaparecido..., junto con la torre de lanzamiento y todos los edificios de un kilómetro a la redonda. Debió de haber estallado en el momento de despegar. Pero era uno de los primeros modelos.
—Eso es lo que tú dices.
—Está en los registros. Ya llevan un par de años utilizando estos propulsores en todos los lanzamientos, y todos han salido muy bien. Han tenido problemas con las plataformas de lanzamiento y sobre todo con la carga útil, pero estos pichones son muy capaces de levantar vuelo.
—Oye, ¿todavía no es hora de tomar un café?
—No. Ahora tenemos que hacer esto.
7
—Ahora comienzan nuestras pequeñas vacaciones, ¿no? —dijo el coronel Kuznekov, sonriendo a los otros cinco.
A sus espaldas, la pesada puerta se cerró con un silbido; hubo un repiqueteo de cerrojos.
—Es una cuarentena —dijo Ely Bron—; no creo que podamos considerarlo vacaciones.
—Claro que podemos, doctor Bron —insistió Kuznekov—.
Noventa y seis horas de paz, mientras comienza la cuenta final. En este mismo instante los técnicos están..., ¿cómo dicen ustedes?..., sudando la gota gorda para que todo salga bien. Y, en cambio, nosotros, ¿qué trabajo tenemos? Nos han encerrado en este magnífico edificio de apartamentos, donde las bacterias y los microbios no nos pueden alcanzar. Tenemos cocineros que nos prepararán la comida y sirvientas que se encargarán de la ropa y la limpieza. Todos tenemos trabajo que hacer, y los pilotos más que nadie; siempre les veo estudiando esos enormes libros. Pero no trabajamos como los otros. Tenemos tiempo para conocernos sin que nos distraigan los políticos, la publicidad, los periodistas y otras mil cosas. Para hablar con nosotros tendrán que usar el teléfono y cuando suene podemos estar ocupados.
En ese momento sonó el teléfono. Todos guardaron silencio por un segundo, antes de estallar en una carcajada.
—¿Quiénes están ocupados para el que llama? —preguntó Patrick, en tanto alargaba la mano para atender.
Al coger el aparato se encendieron las luces. No era un teléfono común, sino un circuito cerrado de televisión. La silla instalada frente al aparato estaba atornillada al suelo y tenía una cámara enfocada hacia ella. Al otro lado de la mesa había una pantalla con la imagen del interlocutor. En este caso se trataba de I. L. Flax.
—¿Qué pasa? —preguntó Patrick—. Acaban de cerrar la puerta y ya suena el teléfono.
—Lo siento. Una periodista quiere entrevistar a Coretta. Debía haber llegado ayer, pero hubo problemas con el cambio de avión.
—¿Quién es? —preguntó Coretta, alzando la voz.
—Una muchacha llamada Smith. Dice que usted le prometió una entrevista exclusiva para la revista «Mujer de Color».
Aunque nadie miraba directamente a Coretta, todos estaban pendientes de la conversación.
—Dígale que espere un poco —respondió la muchacha tras un momento de vacilación—. Me pondré en contacto con ella. Ahora no tengo tiempo.
Ely aconsejó:
—Desenchufa el aparato cuando cuelgues, Patrick, ¿quieres?
—Lo haría con gusto. Pero propongo que todos hagamos como Coretta: no recibimos llamadas. El coronel Kuznekov tiene razón: tenemos mucho que hacer antes del despegue. Pero tenemos que conocernos mutuamente. Somos un equipo y debemos aprender a trabajar como tal. Nadia y yo somos los pilotos y ya sabemos trabajar juntos. En este momento yo estoy al mando y así será hasta que lleguemos a la órbita final. Entonces se apagarán los motores y el coronel será quien dé las órdenes.
—No del todo, Patrick. El generador está bajo mi responsabilidad y también el montaje. Necesitaré personas fuertes que sepan caminar por el espacio. En ese aspecto daré las órdenes. Pero en todo lo demás, en el mantenimiento de la estación espacial, las comunicaciones y todo el resto, usted seguirá siendo el comandante.
—Tiene razón, Pat —dijo Ely, volviendo la página del libro que estaba leyendo—. Tú eres el capitán de la nave y eso no cambiará. Nadia es tu primera auxiliar. Yo estoy a cargo del motor de fisión, pero sólo tengo que hacerlo funcionar para entrar en órbita y apagarlo. Después de eso no me queda más que ayudar al coronel Kuznekov con su generador solar.
—Todos tenemos una función que cumplir —dijo Kuznekov—, como si fuéramos un hormiguero espacial. Patrick y Nadia nos ponen en órbita y vigilan el funcionamiento de todas las máquinas que nos mantienen con vida. Yo superviso el montaje de la planta generadora, y una vez que eso esté listo, la electricidad queda a cargo de Gregor.
Este asintió, agregando:
—Mientras se monte el generador yo me encargaré de erigir las antenas transmisoras en la Prometeo. La primera emisión será baja, pero bastará para llevar a cabo el programa piloto: conversión de los turbogeneradores a 3,3 GHz y posterior irradiación a las estaciones receptoras de la Tierra. No veo ningún problema. El equipo ha sido probado y funciona como es debido.
—Muy bien, de primera —intervino Coretta—. Según todo eso" yo soy harina de otro costal, sin otra tarea que ayudarles a llevar el equipo de un lado a otro. Pero debo recordarles que en esa nave habrá una sola máquina no diseñada para trabajar en el espacio: el cuerpo humano. Estaremos en órbita, en caída libre, por lo menos durante un mes, hasta que llegue la nave de relevo. Por tanto, mi tarea será conseguir que todos mantengamos la salud durante ese período, y si es posible por más tiempo. Como poner un hombre en el espacio, sea ruso o norteamericano, cuesta un millón de dólares, cuanto más nos mantengamos en pie mejor será. Vengan a verme por cualquier molestia; ofreceré aspirinas y consuelo a cualquier hora.
Coretta había dado en el clavo. Cada uno de ellos acababa de resumir su función para los otros, y una vez comenzado aquello debía proseguir. Pero ella había coronado la conversación haciéndoles reír. Patrick sintió que ése era el momento adecuado para dejar los temas serios y hacer vida social. Antes de poder trabajar juntos era necesario aprender a convivir.
—Luz verde para unos tragos —dijo—. Ya sé que entre los norteamericanos no hay abstemios; tampoco en el equipo de pilotos. ¿Y usted, coronel?
—Sólo bebo vodka, coñac, cerveza, kvass y vino, aunque durante la guerra aprendí a gustar del schnapps alemán y del whisky escocés.
—No será difícil complacerle. Falta ver qué pasa contigo. Gregor.
El rubio ingeniero miró a su alrededor.
—Por favor, no se preocupen por mí. Un vasito de vino, tal vez. Aunque estoy dispuesto a probar cualquier cosa.
—Buenos bebedores todos —observó Patrick—. Como comandante oficial de este equipo, será un placer elegir la primera botella. Será un bebida típica de Estados Unidos, una especie de whisky agrio. Les gustará. En caso contrario, probaremos otra cosa.
Sirvió las copas y las pasó. Nadia dio las gracias con un ademán de la cabeza, sin levantar la vista, enfrascada en una conversación con Gregor. Tal vez le encontrara atractivo, lo era, dentro del deprimente estilo ruso: un ingeniero de aspecto triste, viudo desde hacía dos meses, no podía dejar de despertar los instintos maternales de cualquier mujer. Quizá no se limitara a eso; dentro de un rato ella le cogería la mano para animarle. O más que eso. ¡Oh! Eso haría más agradable el viaje. ¿Que le importaba a él? Nadia era segundo piloto; él, el comandante, eso era todo. Sin embargo, al tomar la botella para servir la segunda copa, vio claramente ante sí la imagen de la muchacha tal como la había tenido aquella vez, desnuda y suave como la seda bajo sus dedos, los labios húmedos aún donde se habían apretado contra los suyos. El recuerdo fue tan vivo que debió hacer una pausa y resistir el impulso de parpadear sacudiendo la cabeza. Sirvió la bebida con mano firme. Todo aquello era cosa pasada, un instante fuera del tiempo, algo sin importancia. Por un momento había resultado agradable, pero algo salió mal. No tenía idea de cuál había sido el problema, ni le interesaba averiguarlo. Había otras mujeres en el mundo; en ese mismo vuelo, sin ir más lejos. Ahí estaba el Movimiento de Liberación Femenina, con una venganza que llevar a cabo. Y Coretta le era mucho más comprensible que Nadia. Después de todo, algo debía haber de cierto en aquello de que «Oriente es una cosa y Occidente es otra». Eran la tecnología y la necesidad mutua lo que había impulsado el Proyecto Prometeo, sin que en eso tuviera nada que ver la urgencia de cada país por meterse en los asuntos del otro. Ely y el coronel estaban en lo cierto: mientras todo se mantuviera en un plano técnico, no habría problemas. Patrick les acercó los vasos.
—Oye, Patrick —dijo Ely—, ¿sabías que nuestro amigo el coronel fue quien creó, junto con Patsayev, el cable superconductor que estamos instalando en Alaska?
—No lo sabía, pero lo creo. A lo mejor porque no sé casi nada sobre superconductores.
—Es el descubrimiento más grande que se ha hecho en física desde el monopolo. Eso demuestra la estupidez de la CÍA. Mandaron un informe de quince páginas sobre el coronel; dice de todo, desde cuándo se afilió al Partido Comunista hasta cómo se llama su perro, pero no figura una sola palabra de su verdadera obra. Vamos, Patrick, no pongas esa cara de niña escandalizada. ¿Acaso piensas que el coronel no está enterado de los extensos informes que recibimos sobre cada miembro de la tripulación?
—¿O es que piensa que nosotros no recibimos algo parecido? —agregó el coronel, mientras tomaba un largo sorbo de su vaso con gesto aprobador—. No es vodka, pero tiene cierto encanto propio.
—Así es —replicó Patrick, bajando la guardia, sonriendo para sí—. Evidentemente, los de seguridad se ganan el sueldo a ambos lados del «telón de acero». Por otra parte, supongo que en realidad no importa. Prometeo es un proyecto conjunto en el que se enfrascaron los dos países porque los dos necesitaban nuevas fuentes de energía, puesto que las antiguas se están agotando. En los Estados Unidos tuvimos los grandes apagones de Seattle y de San Francisco, además de los incendios. Ustedes han sufrido pérdidas de cosechas y la plaga de hambre de Siberia. ¿O tal vez eso no salió en los periódicos rusos?
—Nuestra prensa es reacia a publicar las malas noticias —dijo el coronel, en tono seco—. Pero las entusiastas transmisiones de La Voz de las Américas y la BBC nos mantienen informados sobre los desastres.
Coretta bebía su vaso a solas, con la vista fija en el líquido. Patrick consideró que había llegado el momento de reparar algunas ofensas.
—Quiero hablarle sobre lo que pasó el día de su llegada —dijo.
—¿Qué dice?
Al parecer no tenía intención de facilitar las cosas.
—Creo que usted entendió mal.
—No lo creo, mayor Winter.
—Este viaje va a ser largo. ¿Por qué no me llama Patrick?
—Si yo le dijera Patrick usted empezaría a tutearme, y no estoy dispuesta a eso.
—Esto no es una batalla a ganar, doctora Samuel. En cambio podemos perderlo todo. Si seguimos peleando pondremos el vuelo en peligro y habrá que reemplazar a uno de nosotros. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿No podemos comenzar desde cero, como si no nos conociéramos, como si yo acabara de entrar por esa puerta? Así yo podría acercarme sigilosamente a usted y decirle que se parece a cierta muchacha que salía conmigo en la escuela secundaria; que yo recuerde, fue la primera. No entorne los ojos, lo digo en serio. Ya sé que tengo el color de piel y toda la pinta de un racista, pero las apariencias engañan. Aquella muchacha se llamaba Jane y era negra; eso fue antes de que empezara a usarse el término «de color». Tenía un físico bárbaro. Le pedí el coche a mi padre y la invité al autocine. Creí que había salido todo a las mil maravillas, especialmente los manoseos en el asiento trasero, pero cuando la llevaba a su casa me dijo que difícilmente volvería a salir conmigo. Naturalmente, eso fue todo un golpe a mi orgullo masculino; le pregunté por qué, si era porque yo no le gustaba. Recuerdo que me dio una palmadita en la mejilla y dijo que sí, seguro, yo le gustaba y sabía besar y qué sé yo. Pero que mi conversación era muy aburrida. Ella siguió estudiando, acabó mucho antes que nadie y ahora está de profesora de sociología en la Universidad de Columbia. Esa parte no me humilló demasiado, porque en ese tiempo el manoseo era más importante que los libros, pero jamás olvidé el episodio.
— ¡Patrick Winter! ¿Es cierto todo eso?
—Juro que sí. Y le enseñaré su fotografía, la que tengo en el álbum de la secundaria, con un gran beso marcado con lápiz de labios rojo sobre la firma.
—¿Y era negra?
—Bueno, no exactamente. He cambiado un poco esa parte para llamarle la atención. En realidad era mejicana, nacida en Estados Unidos; toda su familia había venido de allá. Pero pensé que para el caso el detalle no importaba demasiado.
La tensión de Coretta duró aún otro instante; después se relajó con una sonrisa.
—¿Sabe? Usted no es tan malo para ser blanco.
—Tampoco usted es tan mala para ser una feminista que ha pasado la vida luchando contra los machos fascistas. Brindemos por la paz... y por el éxito de Prometeo.
—¿Por qué no?
Entrechocaron las copas y bebieron. Ella agregó:
—Pero ¿hace falta brindar por el éxito? ¿Cabe alguna duda?
—En cualquier vuelo hay dudas. Cuantas más cosas involucra un despegue, más errores pueden producirse. En la primera Apolo a la Luna, el módulo lunar tocó suelo con sólo un dos y medio por ciento de combustible en los tanques. Tanto los soviéticos como nosotros hemos tenido problemas con los programas espaciales. Ahora se trata de seis enormes propulsores, los más grandes que se hayan construido hasta la fecha, unidos conjuntamente. Tienen que despegar a la vez y poner a la Prometeo en una órbita baja; y da la casualidad de que esta carga útil es también la mayor que se ha enviado hasta el momento. Una vez estemos en esa órbita baja (se denomina órbita decreciente porque caeremos pronto a la Tierra si no salimos de ella), una vez que estemos allí, tendremos que poner en marcha el motor a fisión de Ely para llegar a la órbita final. Ahora bien, en cuanto a ese motor, aunque en teoría funciona y se han probado modelos más pequeños en la Tierra...
—Déjame adivinar: ¿ese motor nunca se ha probado en el espacio?
—Acertaste. Y me preguntas si cabe alguna duda sobre el éxito de este vuelo. Pero antes de caer en la depresión escucha algo más; en este proyecto ha trabajado mucha gente, durante muchos años, para reducir todas esas dudas al mínimo posible. Según las estadísticas, estás mucho más segura en la Prometeo que tratando de cambiar una rueda en las autopistas de California; si tratas de hacerlo en el carril del centro, tus posibilidades de supervivencia son de veinticinco segundos.
—Me has animado mucho. Mientras me mantenga lejos de California puedo considerarme a salvo.
En ese momento apareció en la puerta un hombre alto que lucía gorro alto de cocinero.
—La cena está servida —dijo, con marcado acento extranjero.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Ely.
Pero el cocinero había agotado sus conocimientos lingüísticos y se retiró.
—Un menú especialmente seleccionado —dijo Nadia—. He hablado con el cocinero; está muy orgulloso de lo que ha hecho: borscht, arenque, bistec a la Stroganoff y tallarines. Caviar y vodka también, por supuesto.
—Comida típica rusa —dijo Coretta—. En cuanto se me presente la oportunidad voy a enseñar a ese chef algunos platos auténticamente norteamericanos, como por ejemplo col rizada y costillas. Vamos, estoy muerta de hambre.
8
COTTENHAM NEW TOWN
Para sir Richard Lonsdale, el desayuno era siempre la mejor parte del día; y el desayuno en una mañana como aquella, la perfección misma. Le habían puesto la mesa junto a la puerta-ventana abierta; un petirrojo brincaba entre los tallos del rosal, mientras varios mirlos trajinaban por el prado. La brisa era muy leve. Tenía el Times junto al plato, dos huevos pasados por agua en sus tacitas y una tostada todavía caliente. Se sirvió una taza de café. Estaba solo. A esa hora del día no le gustaba hablar con nadie, de modo que Emily se presentaría cuando él estuviera listo para partir, ni un minuto antes. Bebió otro sorbo de café, demorando el momento de abrir el periódico para prolongar un poco más la paz de ese instante; enseguida el mundo volvería a interponerse.
Richard Lonsdale era director gerente de Química Farmacéutica, SRL , cargo por el cual recibía un generoso sueldo adornado con atractivas bonificaciones Los papeles que se había llevado a la casa estaban ya guardados en la cartera, junto con la grabación de varias cartas que la secretaria debía pasar a máquina Pronto surgirían mas problemas Rompió delicada mente la parte superior del primer huevo, le echó sal y pimienta y lo probó Perfecto Entonces observó los titulares del Times el día comenzaba. Como las noticias de negocios eran siempre deprimentes, solía dejarlas para cuando estuviera ya en el coche Como de costumbre, en el Cercano Oriente no parecía pasar nada bueno, otra vez España y Corea SE PRONOSTICA UN GRAVE PELIGRO PARA EL PROYECTO PROMETEO Muy interesante los optimistas científicos listos para acelerar el curso de la sangre Lo que un grupo de técnicos inventaba era criticado por otro grupo, diciendo que contaminaría el medio y de todos modos provocaría el cáncer. Y por desgracia solían tener razón.
Acabó su desayuno y se dedicó a leer el articulo con cierta atención. Cuando estaba doblando el periódico entró su mujer, cubierta con la bata larga.
—Buenos días, querido —dijo Emily, dándole un beso rápido en la frente— No olvides que esta noche debes llegar a tiempo para la cena, pues ese extranjero va a traer visitas. Lo decidisteis la semana pasada, ¿recuerdas? Tomare un poco de café si queda algo. ¡Que lata! Fíjate en ese titular. Ya sé que siempre exageran un poco, pero esto parece ser horrible. ¡Terremotos!
—En Rusia, querida, y sólo si el cohete estalla y si hay una falla geológica donde ese hombre afirma.
—Pero ¿y todo lo demás? ¿El rayo de muerte y todo eso?
—Te aseguro, querida, que, por ahora, el destino de la Prometeo no puede afectarnos en absoluto Y ahora debo irme.
El Rolls Royce le aguardaba ya fuera, eran las ocho y cuarto El chofer, que estaba quitando alguna invisible mota de polvo de la negra carrocería, se volvió con una sonrisa y le abrió la portezuela.
—Qué día más bonito, ¿verdad, señor? Un día excepcional como decía mi madre.
—Su madre tenia razón Andrew No hemos tenido un ve rano como éste desde el setenta y cinco.
La grava crujió suavemente bajo las ruedas, en tanto el coche se dirigía serenamente hacia la calle. El placer de viajar así no menguaba en absoluto porque se tratara de un auto de la empresa ni porque Andrew fuera también empleado de ellos. La ventanilla abierta, la radio transmitiendo un trío de Bach... La mañana era excelente, sin duda; tanto, que sir Richard no llegó a leer la página comercial. Podía esperar; el día, en cambio, no esperaría. Desde su casa a los laboratorios había unos quince kilómetros, quince minutos de viaje, en su mayoría por praderas campestres. Por la autopista habrían podido ahorrarse un kilómetro y medio y varios minutos, pero nunca la utilizaban. Toda la jornada estaría llena de tiempos modernos, alta velocidad, teléfonos: cuanto más pudiera disfrutar de la paz rural, mejor. Pasaron paredes de piedra, verdes prados donde pastaban vacas de raza, una parcela con ovejas; los corderos ya estaban crecidos y habían perdido su anterior encanto. El sector de bosques quedó atrás, dando lugar a varios edificios de granja, hasta llegar a la calle empedrada de la aldea Dry Etherton. Las tiendas acababan de abrir; Harry Moor, a la puerta de La Vaca Parda, se escarbaba los dientes con un fósforo. Al paso del coche levantó la mano, ofreciendo la perfecta imagen del tabernero feliz, y sir Richard le devolvió el saludo. En La Vaca Parda preparaban un magnífico pastel de carne y riñones; hacía mucho que no lo comía. El domingo, tal vez.
La carretera iba derecha hacia la ciudad, rodeada por prados y granjas cruzados por la autopista que había permitido el nacimiento de la ciudad nueva. Y allí estaba la ciudad. El sabía que la antigua aldea estaba aún allá, al menos en parte, pero no se veía hasta que se llegaba a ella, pues las torres de los edificios dominaban la escena como interminables hileras de colmenas.
Más allá estaban las blancas y bajas construcciones de los laboratorios. Al menos éstas formaban parte del paisaje y no eran demasiado feas. La carretera daba un rodeo y al descender, los grandes tanques se recortaban contra el cielo. Los habían pintado de color anaranjado; al principio le había parecido ridículo, pero pronto los encontró más aceptables que si los hubieran pintado de ese hollinoso gris militar, cada vez más deprimente.
El guardia de la puerta principal le saludó con un gesto casual, más parecido a un agitar de manos que a un saludo militar, y el Rolls Royce se detuvo.
—¿A la hora de siempre, señor? —preguntó Andrew.
—Sí, siempre que la hora de siempre sea las seis y media. Tal vez debería serlo. He dado mi más solemne palabra. Debo estar en casa a tiempo; si no bajo cuando usted llegue, llame a la oficina y recuérdemelo.
—Sí, señor. Que tenga un buen día, señor.
—Gracias, lo mismo a usted. ¡Ah, Andrew! Si es posible, que nadie toque el whisky que guardo atrás. El contenido baja con mayor rapidez de la que justifica mi propio consumo.
Empujó la puerta de cristal y pasó al interior. Acababa de comenzar una jornada como cualquier otra.
9
—Que comience la cuenta atrás —dijo Samson Kletenik.
En ese mismo instante los números del reloj digital que colgaba frente al Control de Lanzamiento, inmóviles hasta ese momento, cambiaron de 95.00 a 94.59.
En cada mesa de control había un grueso volumen de cuenta atrás abierto en la primera página; ese volumen era más grueso de lo habitual, pues cada una de las instrucciones figuraba por duplicado: en una columna, en ruso; en inglés, en la otra.
Todos los artefactos que operaban el suministro de combustible, los motores, las bombas y el equipo auxiliar, estaban a cargo de técnicos soviéticos; los instrumentos de la cubierta de vuelo y el ordenador, en cambio, corrían por cuenta de los norteamericanos; pero había una fase intermedia que no se refería solamente a la carga útil o a los propulsores. Era allí donde se mezclaban ambos países; con frecuencia trabajaban dos técnicos, uno de cada país, cada uno verificando el trabajo del otro, listo para la respuesta instantánea, que podía exigir la operación. El Proyecto Prometeo llevaba ya el tiempo suficiente de gestación como para que el Instituto Berlitz y su equivalente soviético hubieran tenido tiempo de meter un poco de idioma incluso en las cabezas más duras. Teóricamente, todos los técnicos e ingenieros de Control de Lanzamiento hablaban, bien o mal, los dos idiomas. Tal vez no supieran mantener grandes conversaciones, pero todos eran capaces de manejar el limitado vocabulario de los cohetes y de los sistemas de mando, de modo que podían trabajar a la par. También podían hacer otras cosas a dúo, como quedó demostrado cuando una técnica rusa fue devuelta a su casa en avanzado estado de gravidez.
En los archivos había siete peticiones de autorización para contraer matrimonio mixto soviético-norteamericano; eso significaba que las decisiones serían tomadas una vez que la Prometeo estuviera en órbita y no antes. La cooperación entre ambos países no debía ser sometida a presiones innecesariamente intensas.
Samson Kletenik era en sí el Control de Lanzamiento. Era alto, corpulento, de brazos largos, hablaba con lentitud y pensaba con celeridad; rara vez sonreía. Tampoco tenía motivos para hacerlo. Los años de esfuerzo dedicados a la construcción y al montaje habían llegado a su término. Cada parte de la compleja función de lanzamiento estaba controlada desde su mesa. Suya era la responsabilidad definitiva. Como para empeorar las cosas, él sabía que cada paso de sus operaciones era verificado por Flax y el resto del equipo de Control de Misión, a muchos kilómetros de allí, en Houston. Una vez que el vehículo hubiera despegado, toda la responsabilidad pasaría a ellos, pero eso pertenecía al futuro. En ese momento era Kletenik quien estaba a cargo de todo, obligado a mover interruptores con toda cautela, a hablar en tono bajo y mesurado, aparentando calma y seguridad.
En Control de Misión, en Houston, Flax no tenía ninguna de esas dos cosas. La seguridad quedaba para después; en cuanto a la calma, era un papel a representar cuando hablaba por radio. A medida que iba aproximándose el instante del lanzamiento crecía su tensión. Observó el orden febril de Control de Lanzamiento a través del circuito de televisión y después contempló a sus propios técnicos, cómodamente relajados en sus mesas en torno a él. Que ellos se relajaran; para él era imposible. Sentía un nudo cada vez más apretado en el estómago, ese nudo siempre presente en ocasiones parecidas, que sólo desaparecía cuando la misión estaba concluida. Mientras los astronautas disfrutaban de la recepción triunfal y del saludo presidencial, a él le llevarían subrepticiamente al Hospital Naval de Bethesda para internarle en una habitación individual. Allí los doctores le mirarían, moviendo la cabeza de un lado a otro, y tratarían de sacarle del paso, antes de que su condición preulcerosa se convirtiera en una úlcera duodenal hecha y derecha, capaz de abrirle un agujero en la barriga. No era sólo la cadena de cigarrillos fumados, ni las interminables tazas de café, ni los bocadillos a medio comer o la falta de sueño: era ese nudo. Solía perder siete u ocho kilos durante la semana de tratamiento; la dieta líquida no era muy apetitosa; por otra parte le tenían medio dormido, bajo el efecto de píldoras que no le permitieran echar de menos los cigarrillos, las bebidas y el café. Al salir tardaba aún uno o dos meses en volver a la normalidad: a la langosta, al champán, los habanos y todas esas otras cosas que contribuyen a hacer grata la vida.
Pero en ese momento el nudo de tensión apenas comenzaba; era un pequeño retortijón premonitorio que pronto se convertiría en una ardorosa bola de fuego, merced a la cual se vería obligado a tomar Benitol por litros. Todavía no ocurría nada malo, pero ya llegaría; siempre había algo que salía mal. En cierto modo, esperar que apareciera el inconveniente era peor que sufrirlo ¿Sería una nadería o algo tan grande que Control de Lanzamiento no podría solucionarlo?
Experimentó casi una sensación de alivio al oír las palabras que pondrían en acción a Control de Lanzamiento:
—No tengo presión en el sistema de helio antipogo. No hay presión en cuatro, hasta 31 bajo siete.
—¿Quiere que detengamos la cuenta? —preguntó Kletenik.
—No, al menos por ahora. Tenemos diez minutos para solucionarlo. Manténgase en contacto conmigo y hágame saber cuáles son las condiciones dentro de nueve minutos.
—Roger*. Oh-chin ogay!
«Un OK americano en ruso, el nuevo idioma combinado de la era espacial», pensó Flax, mientras observaba y escuchaba como silencioso espectador. Los norteamericanos, a su vez, habían empezado a decir vas ponyal (entendido) en vez de Roger. No era mala idea; un poquito de paz le venía bien al mundo en esos días. Cuanta más, mejor; especialmente en África, donde las masacres proseguían.
No hubo necesidad de detener la cuenta atrás a causa del combustible. La válvula de toma auxiliar funcionó correctamente y la defectuosa fue reemplazada. Pero aquello era sólo uno de los inconvenientes menores que cabía esperar. En la cuenta atrás se había calculado el tiempo suficiente para corregir los pequeños desperfectos, incluso para solucionar inconvenientes mayores; en estos casos se detenía la cuenta atrás y todo el mundo permanecía a la espera hasta que el problema estaba solucionado. Pero esas demoras no podían ser muy numerosas ni demasiado prolongadas, pues aquellos complicados sistemas sólo podían tolerar un tiempo limitado en condición de despegue. La vida útil de algunos sistemas se calculaba en días, a veces en horas; después, sus combustibles criógenos los hacían inseguros. Si las demoras se multiplicaban podían motivar la anulación de toda una misión. En el caso de que este vuelo se pospusiera, quizá pasaran meses enteros antes de poder efectuarlo nuevamente. Y eso era inconcebible. Ese momento había exigido muchos años de preparación. Estaba en juego la reputación de dos naciones y de los dos líderes que contemplaban el lanzamiento. El mundo entero observaba. Y quien estaba en observación era Flax. El nudo se apretó más.
Una luz roja en un tablero, un tablero entre muchos. Algunas llaves puestas en posición de prueba, una llamada telefónica y una respuesta. Finalmente, a Kletenik:
—Tenemos problemas aquí, en el veintisiete. ¿Puede venir?
Fue esa voz inexpresiva lo que perturbó a Kletenik, esa calma forzada, síntoma evi-
* Respuesta utilizada en radiotelegrafía para indicar «Mensaje recibido» (N de la T )
dente de que alguien estaba preocupado. Y eso le preocupaba a su vez. Se quitó los auriculares y se dirigió rápidamente hacia la mesa veintisiete.
En las habitaciones de aislamiento, Patrick se estaba poniendo el traje de presión con la ayuda de Ely. No le haría falta mientras no estuvieran en órbita, listos para montar el receptor solar; puesto que la Prometeo había sido diseñada como estación espacial permanente, toda su estructura estaba a presión normal y permitía el uso de ropa normal de trabajo. Pero Patrick había tenido problemas con su traje espacial.
Cada astronauta tenía uno hecho a medida; dos, en realidad: uno era para el entrenamiento, para los rigores del uso diario; el otro quedaba reservado para la caminata espacial. Ambos estaban construidos del mismo modo: con varias capas de tela y goma, cosidas y pegadas entre sí con infinito cuidado.
El traje debía ser lo bastante flexible como para permitir el libre movimiento del usuario, pero también lo bastante fuerte como para contener la presión de aire que le permitiera subsistir. Debía ser flexible en las articulaciones y duro entre ellas. En una palabra, constituía un auténtico desafío. Y no siempre se conseguía que fuese perfecto; los refuerzos podían hincarse en la piel en forma irritante, y en esos casos era necesario hacer ajustes. En el traje de Patrick había una molesta pieza de metal que le rozaba el hombro; lo habían enviado a arreglar tres veces consecutivas. La última vez lo habían devuelto precisamente cuando se iniciaba la cuarentena. Era de esperar que estuviera bien; de lo contrario no habría tiempo para volver a corregirlo de nuevo.
En primer término, la ropa interior de algodón, para evitar el roce. Después, algo un poco humillante, pero indispensable: la colocación de la bolsa plástica triangular para la orina, puesto que en el espacio no es posible ir hasta el baño. Ely alzó la bolsa para admirarla.
— ¡Qué maravilloso invento! —exclamó—. Es el símbolo de la conquista del espacio por parte del hombre.
—Bastante mejor que el símbolo femenino de esa misma conquista —replicó Patrick—. Supongo que la sonda debe ser bastante incómoda.
—En ese caso, alégrate de tener sólo ese pequeño anillo de goma en la esquina de la bolsa, que se ajusta tan bien a tu miembro. Otra prueba de que la era de la ciencia se está convirtiendo en la era del conformismo. Aunque los hombres presentan cualquier tamaño, desde el pigmeo de un metro de estatura hasta los escandinavos de dos metros y pico, parece ser que sus órganos sexuales vienen sólo en tres tamaños: pequeño, mediano y grande. Estas bolsas traen los anillos en tres tamaños, ¿verdad?
—Denominados siempre extragrande, enorme e increíble, a fin de afirmar el orgullo masculino. Pero cuando elijas el tamaño adecuado no te dejes influir por el orgullo. Si eliges uno demasiado grande te encontrarás con filtraciones, cosa que se denomina «mojadura trasera» y que no es nada agradable.
—Ya me lo han advertido. A ver, deja que te ayude a ponerte ese traje.
Ponerse un traje espacial no tenía nada en común con la operación de vestir ropas normales; antes bien, era como si una víbora intentase volver a entrar en la piel desechada. Patrick se esforzó por meter los pies a través del resistente forro plástico. Después tuvo que doblarse en dos para pasar los brazos por las mangas, lo suficiente como para poder sacar la cabeza por la abertura del cuello. Ely tiró con fuerza hasta que el cráneo de Patrick asomó por allí.
—Gracias —jadeó el piloto—. Creo que me has pelado todo el cuello.
—Podrías haber seguido con tu tranquila profesión de piloto de pruebas en vez de dar este gigantesco paso para la Humanidad.
—Súbeme el cierre de la espalda, ¿quieres?
No se molestó en ponerse los guantes; ya tenía bastante calor como estaba. Se levantó y anduvo a grandes pasos por la habitación, balanceando los brazos.
—Parece que me queda bien. A ver qué pasa si me agacho..
Algo andaba mal. Lo notó de inmediato. El reloj de la cuenta atrás (había uno en cada habitación) se había detenido en 83.22.
—Es una demora —dijo—. Ve a averiguar qué ocurre mientras yo me saco esto.
Cuando llegó al salón principal les encontró a todos reunidos allí; Nadia estaba colgando el receptor del teléfono.
—Aún no han localizado la causa del problema —informó—, pero se ha interrumpido el suministro de combustible.
—Eso puede ser peligroso dado que los tanques están a medio llenar —observó Patrick.
Aquello se prolongó durante casi cinco horas. Sólo Ely parecía indiferente al problema; enterró la nariz en un libro de ajedrez y se dedicó a reproducir un torneo de maestros. Un rato antes había intentado jugar con el coronel Kuznekov, pero la partida debió ser abandonada, pues la atención del militar se volvía invariablemente al inmóvil reloj. Los números seguían paralizados en 83.22. A menos de doce horas de iniciada la cuenta atrás se producía ya una demora importante.
Al fin los números volvieron a cambiar. Casi inmediatamente sonó el teléfono; fue Patrick quien atendió.
—Sí, ya vemos —dijo—. Bueno. Ojalá todo siga así.
Así fue, durante un día, dos, tres... Y llegó el momento de subir a la Prometeo.
—En verdad —comentó Coretta, juntando las manos—, decir que uno va a hacer algo es una cosa, pero hacerla es otra muy distinta. ¿Seguro que no puedo tomar un trago, Patrick?
—Contraindicado. Nada de alcohol para los pilotos de aviones a reacción durante las veinticuatro horas anteriores al vuelo. Para nosotros, cuarenta y ocho. El vuelo espacial es cosa seria.
—Pero los pilotos sois tú y Nadia. Nosotros somos algo así como pasajeros.
—Lo siento. Vosotros sois mi tripulación. No creo que surjan situaciones donde precise de vuestra ayuda, pero podrían surgir. Cálmate y piensa en cosas bonitas.
Se inclinó y la sujetó por los brazos, como para compartir su fuerza con ella. Estaba asustada, y ambos lo sabían; también sabían que ella debía superarlo. El mundo entero les observaba. En ese momento las cámaras estaban enfocadas en la cuenta atrás de Control de Lanzamiento, pero se centrarían en los astronautas en cuanto éstos salieran. Sus manos eran firmes; Coretta se tranquilizó un poco, apoyando la cabeza en su pecho. Había un olor de perfume en su pelo y Patrick resistió la tentación de acariciarlo.
—Quiero que se haga control de lluvia sobre este punto —dijo.
Coretta levantó la cara hacia él y sonrió.
—Sabes levantar el ánimo a las mujeres, Patrick. Cuando volvamos de este pequeño viaje de placer me gustaría verte más frecuentemente.
—Prometido —respondió él.
Y le besó. Fue una promesa que los dos entendieron.
—Ya es hora —dijo Nadia desde la puerta—. Nos están esperando.
Tanto su voz como su rostro carecían de toda expresión.
—Ya vamos... —replicó Patrick, con la misma falta de emoción.
No soltó a Coretta hasta que Nadia se volvió.
—Tú y Nadia no os lleváis tan bien como deberíais —observó Coretta, arreglándose el peinado frente al espejo.
El momento de pánico había pasado; ya estaba tranquila. Los médicos no deben dejar traslucir sus sentimientos; se aprende muy pronto a adoptar un aire tranquilo como si fuera una armadura. Pero aunque ya pudiera hacerlo, no dejaba de reconocer que le había hecho falta el apoyo de Patrick.
—Trabajamos bien juntos —respondió él, mientras contemplaba sonriendo la mancha de lápiz de labios en el pañuelo que usó para limpiarse los labios—. Para serte franco, esto es mucho mejor que cuando en la NASA éramos todos hombres.
—Creo que eres demasiado sexual. Te daré unas pastillas de salitre para que te calmes. A ver, aquí te quedó una mancha. Vámonos ya.
Ya estaban todos allí, vestidos con plateados trajes de una sola pieza. En aras de la igualdad, los soviéticos habían abandonado la vestimenta roja y los norteamericanos la azul, para adoptar el neutro plateado, que simbolizaba las grandes alas de Prometeo extendidas en el espacio. En el pecho, hacia la izquierda, había el símbolo de Prometeo I: el espacio estrellado, con el espejo plateado del generador solar en el centro, tal como aparecía una vez desplegado. A un lado estaba la estrella roja (debidamente situada a la izquierda) y en el otro la enseña de bandas y estrellas. Sin embargo, una carta dirigida al Times de Londres había señalado que, desde el punto de vista heráldico, la izquierda es equivalente a la derecha.
Ely, en pie sobre una silla, ajustaba el foco del circuito de televisión. Kuznekov estaba sentado frente a la pantalla, hablando con el técnico cuya imagen se proyectaba allí.
—Un poco más arriba, ahí, eso es —dijo el hombre—. Sería mejor que corrieran un poco más al centro los dos libros del lado. Un poco más. Eso es, perfecto.
Patrick miró los libros que Nadia había estado colocando en el suelo y abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Puedo preguntar qué significa todo esto?
—Estás en tu derecho —replicó Ely, mientras bajaba de la silla—. Alguien, entre la gente importante, ha decidido que nos sentiremos mucho mejor si nos dan la oportunidad de hablar con Bandin y Polyarni antes del vuelo. Dentro de algunos minutos les tendremos aquí.
—¿En carne y hueso? Supongo que no.
—Dios nos libre. Bandin está en Washington y Polyarni en el Kremlin, según creo. Un milagro de la tecnología mal aplicada nos permitirá hablar con ellos. Vamos.
Los libros indicaban el sitio donde debían colocarse; con cierta dosis de buena voluntad, todos ocuparon sus sitios. Tuvieron que amontonarse un poco para entrar en el campo de la cámara, pero enseguida llegó el momento.
—Quietos —dijo el técnico.
Su rostro fue reemplazado por una pantalla dividida en dos; a un lado apareció Bandin, el premier soviético al otro.
—Este es un gran momento en la historia de la Humanidad —dijo Bandin.
Polyarni asintió y dijo poco más o menos lo mismo, pero en ruso. Patrick asintió a su vez y trató de poner cara de inteligente, sabiendo que los otros estaban tensos a su lado; trató de luchar contra la imaginación, que insistía en representarle la escena como si ellos fueran un grupo de ositos de trapo plateados. Polyarni volvió a abrir la boca para hablar, pero Bandin se le adelantó.
—Cuando digo que es un gran momento en la historia del mundo, lo digo en toda la acepción de la frase. Sí, es una victoria de la tecnología, del trabajo, del valor de aquellos hombres y mujeres que en nuestras dos grandes naciones crearon el Proyecto Prometeo, los mismos que se encargarían de llevarlo hasta su gloriosa concreción. Pero por encima de todas las cosas es una victoria para toda la Humanidad, parafraseando las palabras de Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la Luna: éste es un gran paso para la Humanidad.
Bandin cometió el error de detenerse para respirar, momento que aprovechó Polyarni para interrumpirle.
—Estoy de acuerdo, señor presidente... Una tradición de grandeza en la exploración espacial, que comenzó con Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en órbita.
Uno a uno, empatados.
—Sí, claro, muy cierto. Pues la Humanidad en sí está en el umbral de una nueva era. Una nueva era que comenzará cuando la Prometeo deje su feroz estela hacia los cielos para recoger la inextinguible energía solar. Entonces estaremos libres por siempre de la dependencia que nos ata a los combustibles fósiles, ya en vías de agotarse, y podremos abandonar para siempre la era de la sospecha y la desconfianza entre las naciones para entrar en otra de paz y prosperidad sobre la Tierra para todos.
Hubo más palabras por el estilo por parte de los dos, mientras Patrick pasaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, a fin de no tener calambres ni dormirse. El reloj de la cuenta atrás era bien visible bajo la pantalla; el piloto sintió un gran alivio cuando vio que llegaba a 02.00. Avanzó un paso con decisión y saludó a los dos hombres con una inclinación de cabeza. Se hizo un instante de silencio.
—Gracias, señor presidente. Balshoya Spaseebo tovarisch presidvent. Ahora que hemos hablado con ustedes nos sentimos mejor preparados para esta misión. En nombre de mi tripulación les doy las gracias. Pero la cuenta atrás ha llegado al punto en que debemos partir hacia la nave espacial. Nuevamente gracias, y adiós.
Salió apresuradamente de la zona de visión de la cámara; los otros le siguieron, tratando de no mostrarse demasiado bruscos. La transmisión cesó. Kuznekov bostezó, desperezándose.
—¡Boshetnoi! ¡Qué aburridos son los políticos de todos los países! Supongo que son un mal necesario, pero yo ya he tenido suficiente.
—Nadie ha muerto por lo que ellos no hayan dicho —corroboró Ely—. En realidad no dicen nada; se les elige por su simpatía, por su carisma o por representación proporcional; algo así.
—Dejemos la charla para más tarde —observó Patrick—. El vehículo ya debe estar sellado a la puerta de salida. Antes de salir quiero que guarden todos sus efectos en las bolsas de plástico, incluso lo que lleven en los bolsillos. En este vuelo no se pueden llevar bocadillos de jamón, sellos de correos, ni retratos del Papa o de Lenin. Nada. Ese fue el trato; será mejor respetarlo.
Kuznekov replicó, sonriente:
—Nosotros no tenemos esos instintos capitalistas que inducen a romper los acuerdos honrados, de modo que aceptamos gustosamente. Pero ¿no habrá alguna pequeña ventaja capitalista para recompensarnos por sacrificar la iniciativa personal?
—Sabe perfectamente que la hay —respondió Ely—. Ambos países nos dan trescientos sellos de primera emisión y un matasellos especial para que lo apliquemos en el espacio. Nos tocarán cincuenta a cada uno, que podemos conservar o vender para hacer lo que nos plazca con el dinero. Supongo que la mayor parte se nos irá en pagar impuestos.
Patrick inspeccionó la bolsa de plástico transparente que llevaba cada uno de los astronautas. En ellas sólo había artículos personales comunes.
—Es la hora —dijo, mirando su reloj—. Vamos ya.
Empezó la marcha hacia la salida, deteniéndose sólo para cambiar un apretón de manos con el cocinero y las dos camareras encargadas del servicio durante la cuarentena.
—Quiero volver a probar tus pasteles de patata, Iván —dijo trabajosamente en ruso.
— ¡Cuando aterrice, mayor, le estaré esperando con una bañera llena de pasteles!
En la puerta de salida ya estaba encendida la luz verde. Patrick hizo girar la rueda que aseguraba la puerta y la presión se igualó con un siseo. Los alojamientos de cuarentena habían estado herméticamente aislados del exterior para evitar que los astronautas contrajeran resfriados u otras infecciones; junto con ellos habían sido encerrados allí los alimentos y el agua necesarios para todo el período. El aire que respiraban les era bombeado a través de complicados filtros; la presión interior se mantenía algo más alta que la exterior, a fin de que cualquier pérdida de aire se produjera de dentro hacia afuera, para evitar que penetrase aire posiblemente contaminado. Había llegado el momento de abandonar ese reducto..., pero todavía estaban en cuarentena.
Al abrirse la puerta quedó a la vista, a pocos centímetros, una segunda puerta, húmeda aún por el desinfectante con que la habían rociado. Patrick la abrió también y todos entraron al vehículo herméticamente sellado. Era, en realidad, una gran caja montada sobre un camión y dotada de grandes ventanas laterales.
En el alojamiento de cuarentena no había ventanas, como parte de la adaptación psicológica a las condiciones en que vivirían en el espacio. La comunicación con otras personas se hacía por medio del teléfono, casi siempre para hablar sobre asuntos técnicos; también hacían llamadas de larga distancia a los familiares. Y al concentrar toda la atención en su trabajo habían perdido la noción de la enorme cantidad de personas involucradas en el proyecto, del gran interés mundial puesto sobre ellos.
En ese momento volvieron a descubrirlo. Había gente por todos lados. Todos agitaban las manos, gritaban, se empujaban mutuamente para ver a los astronautas. Los fotógrafos, en primera fila, hacían funcionar incesantemente las cámaras en la lucha por conservar el puesto. Ni siquiera las aislantes paredes del vehículo podían apagar los gritos de la multitud. Varios soldados abrieron paso al vehículo, que avanzó lentamente. Los astronautas, súbitamente enmudecidos por la magnitud de lo que ocurría, respondieron a los saludos agitando los brazos.
Aquél era el día, el gran día.
Lenta, cuidadosamente, el camión avanzó, dobló una esquina y se alejó del complejo dedicado a laboratorios.. La Prometeo aguardaba al final de la ancha ruta; sus flancos metálicos relucían bajo el sol ardoroso, entre las nubes blancas que brotaban de los escapes de gas. Aún se parecía más a un rascacielos que a una estructura diseñada para el vuelo. El conjunto de propulsores medía cuarenta y cinco metros de diámetro y alcanzaba los ciento treinta y cinco metros de altura. Y allí arriba, sobre la punta de aquellos enormes tubos, se erguía el único proyectil, la Prometeo misma, completamente a la vista, libre ya del edificio de montaje que la cubriera hasta entonces. Sólo quedaba la torre de lanzamiento, conectada a la nave y a sus propulsores por medio de sus Ramales de Servicio.
El camión, con lenta exactitud, retrocedió hasta la base de la torre y frenó. Al mismo tiempo se soltaron las amarras y el transporte fue llevado hacia atrás, hacia el ascensor; una vez más quedó enclavado en su sitio. Con un estremecimiento comenzó a elevarse lentamente en el aire.
—Estoy un poco asustada —dijo Coretta.
—También yo —confesó Ely—. Todos lo estamos. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Las interminables paredes de los propulsores se deslizaban por el exterior. Ely agregó:
—Apostaría hasta que nuestros pilotos, con sus nervios de acero, tienen el estómago revuelto. ¿No es verdad, Nadia?
—Claro que sí; sólo los estúpidos no tienen miedo. Pero, en realidad, lo peor es la espera. En cuanto la misión está en marcha uno se encuentra tan ocupado que no tiene tiempo para preocuparse ni para tener miedo.
El ascensor se detuvo con una ligera vibración: habían llegado. Los técnicos que aguardaban fuera hicieron avanzar la cabina. Uno de ellos señalaba hacia adelante, agitando las manos con desesperación.
—¿Qué es lo que dice ese hombre? —preguntó Patrick, súbitamente intranquilo.
—Hace ademán de mover interruptores y hablar frente a algo —observó Ely—. Espera, está escribiendo algo en un trozo de papel.
La cabina quedó fijada a la pared de la nave espacial; en ese momento el hombre acabó de escribir y levantó el papel. Decía: Conecten la radio enseguida. Patrick hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué pasa? —preguntó Nadia, intrigada.
El piloto se encogió de hombros.
—No lo sé. Tendremos que adelantarlos en la cuenta atrás y conectar la radio ahora mismo. Allí está la señal.
Una vez encendida la luz verde se podía abrir nuevamente la puerta. Allí fuera estaba el húmedo metal de la Prometeo. Patrick levantó la cubierta de los controles y los manejó; después dio un paso atrás, mientras la tapa de la escotilla giraba lentamente hacia él. Finalmente se inclinó para pasar el primero.
—Nadia —indicó—, cierra la escotilla cuando hayan pasado todos. Yo me ocuparé de la radio.
Se dejó caer en el asiento del piloto y conectó la radio.
—... ito. Kletenik llamando a Prometeo. ¿Me escuchan? Adelante, Prometeo, por favor. Repito...
—Hola, Control de Lanzamiento. Aquí Prometeo.
—Mayor Winter, aquí tenemos algunas dificultades. He discutido el asunto con las autoridades superiores y con el Control de Misión de Houston. Quieren hablar con usted. Le pongo con ellos.
—Adelante —replicó el piloto con calma, sin revelar la súbita punzada de temor que acababa de experimentar—. ¿Me escuchan, Control de Misión?
—Perfectamente, Patrick, con toda claridad. Escucha..., no tengo muy buenas noticias. Estuve hablando con Kletenik y fui también a la Casa Blanca.
—¿Qué pasa, Flax?
—Tenemos problemas. Hace falta una demora, una demora larga, y no creemos que haya bastante tiempo. Según parece, tendremos que suspender esta misión y aplazar el lanzamiento.
10
—Dígale que suba volando —dijo Bandín.
Colgó violentamente el receptor y extendió la mano hacia la taza de café. Era de tarde en Rusia, rompía el alba en Washington y él había dormido como máximo una hora. Se arropó en la bata y sorbió el café. Helado.
—¡Lucy! —gritó.
Enseguida recordó que la habitación era a prueba de ruidos y oprimió el bolón del intercomunicados.
—Sí —respondió una voz trémula.
—Café. Una buena jarra de café.
Y cortó la comunicación antes de que ella pudiera responder. Había sirvientes que podían encargarse de eso, pero el café de la mañana traído por Lucy era la costumbre de toda la vida. Nunca le había preguntado si le molestaba hacerlo; rara vez preguntaba a nadie esa clase de cosas. Las daba por sobreentendidas. Si él estaba levantado, Lucy debía estarlo también; preferentemente un poco antes, para asegurarse de que el café estuviera recién hecho.
Ella lo trajo; era una muñeca pálida y envejecida. Bandín cogió la cafetera sin darle las gracias y llenó una taza, a la que agregó cuatro cucharaditas de azúcar.
—¿Me necesita para algo más? —preguntó Lucy, casi en un susurro.
Él meneó la cabeza, farfullando un «no»; ni siquiera notó la retirada de la mujer. El intercomunicador emitió su suave señal y la voz de Charley Dragoni anunció a Simón Dillwater.
—Que pase.
Sorbió el café caliente y fulminó con los ojos aquella puerta cerrada. Aunque el cuarto estaba caldeado sintió el frío del cansancio y se ajustó la bata en torno a las piernas.
Entró Simón Dillwater, anunciándose con un leve golpe a la puerta. Era alto, muy delgado y sumamente distinguido; tenía sendos mechones blancos sobre las orejas y se movía con ese aire especial que sólo se obtiene tras una vida pasada en total seguridad: una buena familia, la mejor escuela secundaria, Harvard..., y sobre todo la abundancia de dinero, más del que se podría gastar en doscientos años de vida. Bandín le envidiaba aquella vida fácil que se lo había ofrecido todo en bandeja de oro. Tal vez no habría sido igual si hubiera nacido, como Bandin, en la familia de una farmacéutico de Kansas y se hubiera educado en un colegio religioso de segunda categoría, para elevarse después entre los distintos rangos de la maquinaria partidista. Pero Dillwater era así y Bandin le envidiaba, aunque nunca lo admitiera, ni aun para sí.
—¡Dillwater! ¿Qué significa todo esto?
—Una demora larga. Los detalles de ingeniería...
—Eso puede esperar. ¿Cuánto tardarán?
—Por lo menos cuatro horas; tal vez más.
—¿Y entonces?
—Los técnicos dicen que la inestabilidad del sistema se presentará después de la tercera hora y que hay peligro de fallos mecánicos con el combustible criógeno.
Bandin sorbió ruidosamente el café.
—Dígales que sigan con el proyecto. Son chicos inteligentes y pueden solucionar cualquier problema. Al menos eso es lo que me han hecho creer durante años.
—Esta vez no, señor presidente. El peligro es demasiado grande. Quieren dar por terminada esta operación y empezar de nuevo.
— ¡No! ¡Terminantemente no! ¿Están todos locos? Todo el mundo está mirándonos, y después de lo que hemos prometido será mejor que cumplamos. Me he jugado las pelotas en esto y no tengo interés en que me las corten. Los opositores, los periódicos, incluso ese maldito Congreso, todos se entretienen hablando del tiempo y los costos que ha requerido Prometeo. Tenemos que enviar arriba ese montón de chatarra y hacerlo funcionar. Me importa un bledo si no llega a producir electricidad ni para encender una bombilla. Lo quiero. Lo necesito. Y no vamos a cancelar la misión. He dicho.
—Pero el peligro...
—Nadie es eterno en esta vida. Los astronautas sabían en qué se estaban metiendo cuando firmaron el contrato, así que estarán de acuerdo con mi decisión. Y apostaría cien a uno a que Polyarni piensa lo mismo que yo.
El teléfono sonó en ese mismo instante, como respondiendo a una señal. Bandin levantó el auricular, escuchó y volvió a colgar con un gruñido.
—Tal como le dije. Llamada de Moscú. No se mueva.
Esa última orden se debía a que Dillwater había dado un paso hacia la puerta. El presidente agregó:
—Quiero que escuche esta decisión histórica, para que conste en las crónicas que nuestras dos grandes naciones están completamente de acuerdo por una vez.
Tomó el teléfono rojo y se enjugó la frente con el pañuelo. Ya no hacía frío en la habitación.
11
COTTENHAM NEW TOWN
Irene Lewis estaba preocupada. Echó una mirada vacilante al escaparate de la tienda, donde las letras doradas anunciaban:
CARNICERÍA DE COTTENHAM NEW TOWN - LOS MEJORES PRECIOS.
Oh, no, esos precios no tenían nada de bueno. Los filetes estaban imposibles, las costillas también y la carne picada era pura grasa. Pero tenía que comprar algo. Henry venía con hambre después de trabajar todo el día en la fábrica. Y merecía una buena comida. Después de todo, le daba el sobre entero todas las semanas; no se reservaba más que lo necesario para un poco de cerveza, cigarrillos y, a veces, unos centavos más para las apuestas. Era precisamente por eso, porque era tan bueno, porque nunca le hacía preguntas, que se sentía tan preocupada. No le había mentido, no, salvo por omisión. Pero para seguir comiendo (modestamente, según la costumbre de siempre) hacía falta cada vez más dinero. Judy y May no dejaban de crecer, comían cada vez más y la ropa les quedaba pequeña en un santiamén. Los precios subían y subían, pero todo el mundo esperaba que ella se las arreglara para seguir llevando la casa como siempre, incluido el asado de los domingos y todo lo demás.
Bueno, ella seguía arreglándoselas..., y eso era lo que la afligía. Hacía años Henry y ella habían acordado ingresar un poquito cada semana en la Caja de Ahorro Postal, tanto para las vacaciones como por si se presentaban malos tiempos. Pero los precios seguían subiendo, y para seguir manteniendo el tren de vida ella había dejado de hacer los ingresos. Y últimamente estaba retirando dinero. No mucho, pero cuando se retiraba un poco la cosa parecía no tener fin: las chicas necesitaban zapatos para la escuela, o... No sabía cuánto quedaba en la Caja porque tenía miedo de mirar el saldo, pero una cosa era segura: esas vacaciones en Blackpool de las que Henry había empezado a hablar no iban a ser posibles. Y a él no le gustaría nada. —¡Fíjese en el precio de los embutidos! —exclamó la señora Ryan, la de la esquina.
—Terrible —agregó Irene, feliz por compartir con alguien su angustia.
Ambas menearon la cabeza y chasquearon la lengua, revisando una vez más el escaparate con la esperanza de encontrar alguna oferta perdida.
—¿Ha visto esa interrupción en la tele? —preguntó la señora Ryan—. Precisamente en medio de Coronation Street. Hay líos con ese cohete.
—¿Qué? ¿Explotó? —inquirió Irene, preocupada, sabiendo que la muerte y la destrucción aguardan siempre en los recodos de la vida.
—Todavía no, pero nunca se sabe, ¿verdad?
Una vez más ambas estuvieron de acuerdo. Después, como si se prepararan para una batalla, entraron en la carnicería. De cualquier modo y como fuera, había que alimentar a la familia.
12
—Me parece mejor que nos acostemos en las literas y nos atemos —dijo Patrick—. Ya sé que será aburrido, pero quizá la espera acabe dentro de diez minutos.
—¿Cuántas veces lo has dicho ya? —observó Ely.
—Demasiadas. Vamos, Ely, correas y hebillas.
Las cuatro literas de aceleración estaban dispuestas de dos en dos en el suelo del compartimiento para la tripulación. Cada una había sido diseñada y construida para albergar a uno de los astronautas, otorgándole la mayor seguridad y protección posibles durante la aceleración. Ely tomó asiento en el borde de la suya, con un pequeño libro entre los dedos. Patrick permaneció de pie, en silencio. Al fin el físico lanzó un dramático suspiro y levantó las piernas para que el otro le ayudara a colocar las correas.
La litera de Coretta estaba próxima a la suya, frente a un panel de instrumentos. Ella ya se había sujetado y estaba estudiando los indicadores, cuya información era el duplicado de los datos biosensores que revisaba constantemente Control de Misión. Cada uno de los astronautas estaba conectado a un circuito que suministraba datos vitales, tales como la presión sanguínea, el pulso, la respiración, la temperatura del cuerpo y todos los aspectos biológicos que debían ser verificados sin cesar, a fin de que los astronautas pudieran mantenerse vivos en el espacio.
Una vez asegurado el cuarto compañero en el compartimiento interior, Patrick pasó por la escotilla de la pared. Naturalmente, los términos «pared», «techo» y «suelo» sólo tenían sentido mientras permanecieran en la Tierra. Una vez en órbita, ya carentes de peso, las cosas cambiarían. Las paredes y el techo de ese compartimiento estaban cubiertos de instrumentos y armarios para alimentos y equipo, algunos de los cuales no ofrecían por el momento acceso posible, pero que no presentarían el menor inconveniente cuando pudieran flotar en cualquier dirección.
La Prometeo en sí, la única parte de esa inmensa nave que entraría en órbita, estaba dividida en cuatro secciones. En el vértice estaba la carga útil: mil trescientas toneladas de generador, reflector y transmisor, la causa de todo lo demás. El otro extremo, a sesenta metros de allí, albergaba el motor nuclear, con su reserva de combustible U-235, la máquina que los elevaría hasta la órbita final. Encima del motor estaba el escudo biológico, la barricada de veinticinco toneladas que protegía a la tripulación de la radiación, una vez que el motor se ponía en funcionamiento. Más allá, a modo de barrera contra la radiación, había una inmensa cantidad de hidrógeno líquido destinado a la máquina, contenido en un tanque cuya longitud superaba los treinta metros.
Emparedado entre la carga útil del frente y el tanque de hidrógeno de la parte posterior se encontraba el módulo de la tripulación, la rodaja más fina en la gran longitud de la nave. Se dividía asimétricamente en dos compartimientos. El interior era el de mayor tamaño y ocupaba las dos terceras partes del lugar. Era el alojamiento de los tripulantes, donde estaban instaladas las literas de los cuatros miembros que no pilotaban la nave; allí se guardaban también los alimentos y el equipo adicional. Una pared interior, provista de una escotilla sellada, lo separaba de la sala de vuelo. En ésta se encontraban las literas de los dos pilotos, todos los instrumentos de vuelo, las ventanillas, los periscopios y las conexiones de televisión que les permitían observar el exterior y guiar el poderoso vehículo. Pero ahora estaban cegados, pues las cámaras permanecían tapadas por la cubierta que las protegería, así como a la carga útil, de la fricción atmosférica provocada por el despegue. Nadia estaba ya en su puesto de copiloto y hablaba con Control de Misión.
—Acaba de entrar, Flax —dijo—. Hablará con usted en cuanto tome la conexión.
—¿Alguna novedad? —le preguntó Patrick mientras se dejaba caer en la litera y tomaba los auriculares.
—No. El presidente no podrá hablar contigo.
—¿Y Polyarni?
—Igual respuesta. Control de Lanzamiento se puso en contacto conmigo, pero estaba conferenciando con tu presidente.
—No quieren pasar a la historia por haber retrasado este vuelo.
Enseguida accionó el interruptor de la radio y preguntó:
—¿Estás ahí, Flax?
—Roger. En cuanto a tu conversación con el presidente, hablé con el primer ayudante, pero él está al teléfono con el premier Polyarni y no puede hablar contigo ahora. Lo hará en cuanto le sea posible.
—Dime, Flax, ¿esta conversación queda grabada?
—Por supuesto.
—En ese caso hablaré para la grabación.
—La demora ha sido larga, Patrick, y debes estar cansado.
¿Por qué no...?
—No. Para la grabación.
—Hablé con los médicos de aquí, Patrick. Tu pulso y tu ritmo cardíaco revelan una intensa conmoción. Sugieren que trates de descansar, de dormir, si te es posible; tu copiloto se hará cargo.
—Acaba con eso, ¿quieres, Flax? Soy el comandante, y lo que yo diga tiene cierta importancia. Tal vez ahora no, pero sí más adelante, para la grabación.
—Claro que sí, Patrick. Yo quería.
—Ya sé lo que querías. Lo que yo quiero es dejar constancia de ciertos hechos. Llevamos ya casi dos horas en lo que se denomina período de riesgo, según el plan de vuelo que tienes delante...
—Es sólo un cálculo estimado.
—Cierra el pico. No estoy discutiendo, sino estableciendo un hecho. Todos los datos indican que, según avanza este período de riesgo, la condición de la nave se deteriora en forma tal que la misión debería ser cancelada. Los cálculos anteriores daban por cancelada la misión tras media hora de iniciado el período de riesgo. Como comandante de esta misión pregunto por qué no se hizo así.
—Aún se están discutiendo las decisiones entre las distintas autoridades.
—No es eso lo que pregunté. Quiero saber por qué no se ha adoptado el procedimiento recomendado y por qué la misión sigue en marcha a pesar de la decisión primitiva de suspenderla al llegar a este punto.
—La observación posterior indica que los cálculos originales eran tal vez demasiado pesimistas.
—Dame esos resultados, ¿quieres?
Hubo un murmullo de voces en el otro extremo de la línea, después volvió a oírse la voz de Flax, con evidente alivio.
—Control de Lanzamiento quiere entrar en comunicación con vosotros. La demora ha terminado. Continúa la cuenta atrás desde cero menos doce minutos.
Patrick abrió la boca para protestar, pero la cerró, optando en cambio por cerrar el micrófono.
—Todavía podemos hacer suspender la misión —dijo, volviéndose hacia Nadia—. Yo puedo hacerlo en mi condición de piloto, pero mi decisión pesaría más si tú estuvieras de acuerdo.
—Lo sé —dijo ella, muy serena—. ¿Es eso lo que tú quieres?
—No estoy seguro. Sólo estoy seguro de que si despegamos nos meteremos en problemas, posiblemente en problemas muy grandes. Pero si suspendemos...
—... todo el proyecto Prometeo puede quedar en la nada. ¿No es eso lo que estás pensando?
—Algo así. Costó demasiado dinero, y la gente empieza a quejarse, cada vez son más numerosos los que se oponen al proyecto. De cualquier modo, este problema no existe en tu país.
—Existe, pero no de la misma manera. El Politbureau es el Politbureau. Una de estas noches se reunirá y a la mañana siguiente Polyarni será ministro de Estado de Cría Porcina; en el mismo instante Prometeo estará acabado. Bien, ¿qué hacemos?
—Si despegamos ahora arriesgaremos la vida.
—Ya la arriesgamos al unirnos al proyecto. Creo que ¿cómo lo decís vosotros?... que la cosa vale la pena.
Patrick la miró en silencio por un largo instante, asintiendo con expresión sombría. Al fin dijo:
—Siempre he pensado que esto valía la pena, pero se trata de algo diferente. Si despegamos ahora estamos arriesgándolo todo.
—Y si no despegamos, también.
—Adelante, Prometeo —dijo la voz de Kletenik a su oído—. A cero menos nueve minutos. ¿Cuál es el nivel de PDA?
Patrick escrutaba los ojos de Nadia, en busca de una respuesta a su pregunta. Pero ya estaba contestada: ella quería seguir adelante. ¿Y quién era él para no estar de acuerdo? Sus superiores, los cerebros del Gobierno, querían proseguir. El podía oponerse a ese criterio y suspenderlo todo. Eso equivaldría a arruinar su carrera y tal vez a abortar todo el proyecto. Era demasiada responsabilidad para tomarla sobre sus hombros. Conectó el micrófono.
—Nivel de PDA en verde. ¿Cuáles son los datos de combustible?
Flax, tumbado en su silla como una bolsa de patatas, chorreaba sudor, ya no podía deslizarse más hacia adelante sin caer. Pero toda su tensión desapareció de sus miembros al oír las palabras de Patrick. La misión estaba en marcha. Aún había peligro, pero los ordenadores y los programas podían enfrentarse a los riesgos. El se encargaría de todo. El programa proporcionaría las respuestas y los pilotos accionarían las llaves, pero la misión era suya, de Flax, desde el momento en que la nave despegaba. Que ellos se encargaran de la caminata espacial, de la radiación, de los desfiles triunfales, en buena hora. Pero nadie podía ocupar su sitio en Control de Misión, la araña en el centro de todos los hilos, el contacto entre hombre y máquina, gracias al cual todo seguía funcionando. Una pieza debilitada había provocado la demora, un fragmento de maquinaria, y él la había compuesto. Otra pieza, una rueda humana, se había rebelado, pero también había vuelto al orden. Cinco minutos más y...
—Detener en cero menos cinco —dijo una voz en Control de Lanzamiento—. Tengo luz roja en propulsión sustentadora. Es la presión del amortiguador de pogo a oxígeno líquido.
—Y parece, señoras y señores, que tenemos una nueva demora a cinco minutos exactos del lanzamiento; puedo asegurar que en esta oportunidad la tensión es general. Aquí en Control de Tierra la ansiedad es tan intensa que casi se la puede respirar. Pasamos a la unidad móvil de Bill White, que está entre la multitud colocada en el palco, a fin de saber cuáles son las reacciones en ese lugar. Adelante, Bill.
En los millones de televisores encendidos en todo el mundo la escena cambió bruscamente. El febril orden de Control de Tierra se convirtió en el palco de observación, situado a siete kilómetros del punto de lanzamiento. Desde allí la Prometeo parecía un juguete recortado contra el horizonte; era imposible hacerse una idea de su verdadero tamaño. Y, sin embargo, la distancia había sido objeto de muchas discusiones, pues en caso de explosión la plataforma de los espectadores resultaría dañada; pero si se aumentaba la distancia, la nave seria casi invisible y no tendría sentido instalar esa plataforma. Al fin se llegó a un acuerdo: se pondrían palcos de tamaño reducido para las celebridades de segundo orden; si alguna explosión se llevaba a unos cuantos periodistas y a algún general retirado, el horror colectivo haría que pasasen desapercibidos. Claro que esa decisión había sido analizada y discutida sólo entre las autoridades máximas. Muchos caballeros de edad se sintieron agradablemente sorprendidos al descubrirse en las listas de invitados.
Hacia el fondo, entre los espectadores y la nave distante, se veía el arrugado y familiar rostro de Bill White. Mientras hablaba, la imagen de la Prometeo quedó cubierta por una imagen superpuesta de la misma nave, tomada por telescopio.
—Aquí, en la plataforma de observación, la expectación es tan intensa como en Control de Tierra y Control de Misión, tal como ustedes podrán imaginar. Lo mismo debe ocurrir en todos los rincones de la Tierra, puesto que el mundo entero está observando el desarrollo de este increíble acontecimiento. Aquí, en Baikonur, estamos ya en el atardecer; hay dos horas de retraso con respecto al horario fijado para el despegue. Ahora, a pocos segundos de ese momento, se produce una nueva demora. No es difícil imaginar cómo han de sentirse los astronautas, hombres y mujeres, en el interior de esa gigantesca nave. A pesar del entrenamiento profesional recibido, la situación debe ser insoportable. No creo que nadie deseara estar en su lugar. Se están portando magníficamente y el mundo entero admira su coraje. Ahora Harry Saunders, en Control de Tierra. ¿Se ha producido algún cambio, Harry?
—La situación es exactamente la misma, tanto aquí como en la Prometeo, cuya imagen pueden ustedes ver en las pantallas.
En ese momento la imagen cambió; la Prometeo llenó la pantalla: en primer término, la cabina de vuelo; después la cámara se volvió hacia los grandes propulsores y los escapes humeantes. Harry Saunders repasó sus anotaciones en cuanto la cámara dejó de enfocarle. Las demoras habían sido tan prolongadas que se estaba quedando sin cosas para decir y sin gente para entrevistar. Ojalá esa bendita nave despegara o estallara de una vez. Empezaba a quedarse afónico. Mientras rebuscaba frenéticamente entre las notas garabateadas, su voz describió, tranquila, aquel Leviatán del espacio. Ah, sí, la descripción en detalle; hacía rato que no la utilizaba. Ahí estaban las cifras exactas.
—Aún nos cuesta comprender el verdadero tamaño de la Prometeo. Sólo podemos captarlo en parte cuando decimos que su altura es la de un edificio de cuarenta pisos y su peso el de un acorazado. Pero ni siquiera así logramos hacernos una idea de su complejidad, pues en realidad se trata de siete máquinas en una. Este programa se transmite tanto por radio como por televisión, y ustedes, los afortunados televidentes, han de comprender que para un habitante de alguna aldea asiática, por ejemplo, es imposible imaginar esta nave, dado que en toda su vida sólo ha visto unas pocas sencillas máquinas. Tal vez la manera más fácil de comprender su construcción sea la siguiente: si extendemos los dedos en toda su longitud y los unimos después en un círculo, se pueden comparar los dedos a los propulsores, cada uno de los cuales es un cohete totalmente individual, con su propio combustible, sus motores, etcétera. Ahora bien, si tomamos un bolígrafo y lo colocamos de punta entre los dedos, con el capuchón hacia arriba, tendremos una idea del esquema al que obedece la Prometeo. Los dedos y el bolígrafo, que sería el cuerpo central, son la misma cosa: un cohete espacial completo. El capuchón sería la carga útil, es decir, la Prometeo: la parte de la nave que entraría en órbita en torno a la Tierra, para permanecer eternamente allí.
»En el momento del despegue se encienden todos los propulsores, así como el cuerpo central. El combustible que los impele es el más poderoso del mundo; consiste en una mezcla de oxígeno e hidrógeno, que será consumida a razón de cincuenta y tres mil litros por segundo. Pero esta compleja máquina no se limitará a quemar combustible en esa asombrosa cantidad, sino que además transferirá el combustible de los propulsores exteriores hacia el cuerpo central; éste se irá llenando con la misma rapidez con que queme su propio combustible, de modo tal que, cuando los propulsores hayan agotado su carga y se desprendan, el cuerpo central estará lleno. Una vez desaparecidos los propulsores, el cuerpo central se pondrá en funcionamiento, a fin de impulsar a la Prometeo hacia la órbita inferior, para desprenderse también, ya cumplida su misión. En ese instante la Prometeo encenderá su propio motor nuclear, a fin de subir más y más hasta la órbita definitiva. Es complejo, sí, pero muy inteligente, pues los propulsores Lenin-5 llevan cumplidas muchas misiones con buen resultado, y transportan al espacio cargas útiles cada vez mayores. Además... Un momento. ¡Sí, el reloj que indica la cuenta atrás se mueve otra vez! La demora ha terminado. Es de esperar que sea la última. Volvemos a Control de Tierra...
—Dos minutos —dijo Patrick—. Esto es cosa hecha. A partir de ahora la cuenta atrás es automática e irreversible. Ya no pueden detenernos.
Y agregó, volviéndose hacia el intercomunicador de la nave:
—Compartimiento de la tripulación, ¿están ustedes listos?
—En posición —respondió Coretta—. No hay alteraciones, los biomonitores funcionan bien y todos los datos están dentro de los parámetros esperados.
—Lo cual significa que nadie ha muerto aún de miedo ni de aburrimiento —comentó Patrick—. Roger. Pueden escucharlo todo, pero por mi parte no tendré tiempo de volver a hablar con ustedes hasta que se hayan desprendido los propulsores. Todo listo, tripulación. ¡Estamos en marcha!
—Un minuto, quince segundos y contando.
El ordenador estaba ya a cargo de toda la operación; era él quien suministraba instrucciones a hombres y a maquinarias, abría o cerraba los circuitos... y contaba hacia el cero, hacia el despegue.
—Menos once segundos y contando.
—Menos diez.
—Menos nueve.
Un latido subió por la gigantesca estructura mecánica al encenderse los enormes motores: era más vibración que sonido. Las llamas se hundieron en el foso, lanzando una corriente de vapor y humo a los costados. Segundo a segundo fue aumentando la presión, que encontraría salida al llegar al cero, cuando se soltaran las grapas que sujetaban la nave a la Tierra.
—Tres... dos... uno... ¡cero!
Los motores, a toda potencia, generaron una fuerza levemente mayor que el inmenso peso de la Prometeo. Las grapas se soltaron. Una cortina de llamas envolvió la torre umbilical. En ese instante el suelo tembló bajo la energía de los cohetes; un ruido increíble atronó los aires.
Lentamente, con infinita lentitud, el imponente conjunto de cohetes se elevó del suelo; sólo tres metros en el primer segundo.
— ¡Hemos despegado!
Ruido, vibraciones, estruendo. Patrick se vio arrojado hacia adelante y hacia atrás, a pesar de las correas, en tanto los motores orientadores giraban en sus montajes para mantener el rumbo en dirección vertical. Los seis primeros segundos fueron críticos; una vez que sobrepasaron la torre umbilical la velocidad aumentó. El reloj digital seguía operando; sus números habían pasado de 00.00.00 a 00.00.01; el constante caer de los segundos marcaba el TTD: Tiempo Transcurrido desde el Despegue.
00.00.04. Empezaba a sentirse la fuerza de gravedad que los aplastaba contra las literas.
00.00.06. Había pasado el primer peligro. Todos los instrumentos indicaban normalidad.
La velocidad iba en aumento segundo a segundo; pasó por 4-5 G y llegó a 5 G; allí se mantuvo. Cinco Gs les oprimían contra las literas, pesando sobre el pecho y dificultándoles la respiración. Todos habían aprendido a respirar bajo alta gravedad; nunca se debían vaciar por completo los pulmones: bastaba con dejar escapar un poquito de aire y reponerlo de inmediato.
Presión y aceleración. Velocidad, los motores tragaban sesenta toneladas de combustible por segundo, empujando la enorme estructura a velocidad creciente.
—El despegue ha sido completado, Prometeo —dijo Control de Lanzamiento.
Las palabras sonaron apenas en el oído de Patrick. Las fuerzas gravitatorias le oprimían los ojos, reduciendo su visión a una especie de túnel, pues sólo podía mirar hacia adelante. Le costó un esfuerzo enorme girar la cabeza para observar los instrumentos.
—Todo normal —informó.
—Manténganse alerta para la próxima etapa en cero uno treinta. Ahora les pasaremos comunicación con Control de Misión.
—Roger.
Siempre la enorme gravedad instalada sobre el pecho. Los dígitos de TTD seguían pasando. Aunque las vibraciones y la presión parecían inacabables, la primera etapa del despegue había durado apenas un minuto y medio. Cuando el TTD indicó 00.01.30 cesó el ruido de los motores y se encontraron sin peso alguno. Patrick conectó su micrófono al intercomunicador.
—Acabamos de completar la primera etapa —dijo—. Ahora estaremos en caída libre durante varios minutos; tienen la oportunidad de acostumbrar el estómago a esa sensación. Les avisaré antes de iniciar la segunda etapa. En este momento los propulsores están bombeando las reservas de combustible y oxígeno en el vehículo central que está detrás de nosotros. Después se desprenderán...
Un súbito estremecimiento recorrió la nave entera.
—Allí van. Trataré de conseguir imagen para que lo vean. La televisión es para uso de Control de Misión, pero puedo retransmitirla a las pantallas que ustedes tienen delante.
Había cámaras de televisión instaladas en el casco, protegidas y cubiertas hasta entonces por la mole de los propulsores. Patrick localizó las llaves para manejarlas (eran tres, entre otros cientos de ellas). Y las bajó. Al principio no hubo más que oscuridad De pronto se vio una llamarada. Dirigió la cámara hacia ella y la enfocó sobre uno de los pequeños motores que apartaba el propulsor correspondiente. Al alejarse apareció tras él la superficie de la Tierra.
— ¡Es Rusia! —exclamó Nadia—. ¡Allá está el lago Baikal!
—Y allí hay otro propulsor —agregó Patrick—. Paso a cámara dos. Podremos ver los cinco. Control de Misión, ¿se capta allá?
—A la perfección, Prometeo. Una imagen magnífica.
Uno a uno, los propulsores aparecieron a la vista; eran grandes cilindros oscuros contra el brumoso azul del planeta; enseguida se alejaron hasta desaparecer. Cada uno de ellos estaba manejado desde el Control de Tierra de Baikonur, de modo tal que las órbitas se pudieran verificar por separado, pues el éxito del Proyecto Prometeo dependía de que los propulsores se recuperaran intactos. Todos mantenían una posición estable, con la punta hacia lo alto, tal como estaban al despegar de Tierra. La tobera de cada motor actuaba como freno, a fin de disminuir la velocidad de descenso y mantenerlo en la posición correcta.
Al aproximarse a tierra el motor se pondría en marcha con el combustible restante para que el propulsor se posara suavemente en la estepa rusa. Así serían recogidos los cinco, uno a uno, y llevados a Baikonur para la etapa siguiente: Prometeo II. Uno a uno, los cohetes ascenderían llevando la carga necesaria para construir y expandir los generadores solares, hasta que la gran tarea se completara con la Prometeo Cincuenta. Pero el proyecto se pondría en funcionamiento mucho antes de que se lanzara la última nave; por entonces ya estaría enviando electricidad a un mundo sediento de energía.
Reinaba la esperanza. Aún estaban lejos de la órbita definitiva, establecida a 33.300 kilómetros de la superficie terrestre. En ese punto de las operaciones, aunque estaban a gran distancia del planeta y en caída libre, seguían atados a él por los lazos invisibles de la gravedad. La Prometeo era como una bala de cañón disparada hacia el cielo que se iba arqueando hacia el cénit de su viaje; después caería hacia la Tierra. Los propulsores múltiples les habían elevado a gran altura y con mucha celeridad, pero no hasta la velocidad de huida, la que permite a un cuerpo desprenderse de las fuerzas gravitatorias para no regresar.
—Cubierta desprendida, listos para conectar el cuerpo central —dijo Patrick, sin apartar la vista del reloj de TTD—. Nos llevará aproximadamente dos minutos y medio elevarnos hasta una órbita más alta. Aquí va.
El vehículo central alcanzaba sólo un sexto de la fuerza liberada en el despegue, pero aun así era enormemente potente. Las Gs aumentaban con menor rapidez, pero llegaron nuevamente a cinco. En ese momento, por primera vez, se produjo una alteración en el curso de los acontecimientos. Un súbito temblor se apoderó de la nave y aumentó, sacudiéndolo todo con fuerza, para cesar bruscamente.
—Tengo efecto de pogo —dijo Patrick, secamente.
—Bajo control, presión de pogo restablecida.
La sacudida acabó tan súbitamente como había comenzado. Todos los tripulantes se relajaron, sabiendo que lo peor había quedado atrás. Los tres debutantes eran ya veteranos en el espacio: habían sobrevivido al despegue, al momento de ignición en el que se imaginaba lo inimaginable, instalados en una cabina sobre la mayor bomba química construida por el hombre. La energía allí bloqueada les había elevado al espacio en vez de explotar. Y habiendo superado todo eso podían relajarse.
Coretta y los médicos de Tierra notaron, por medio de los datos de pulso y presión sanguínea, que todo iba bien. Y aunque en Control de Misión el trabajo era febril, también allá se relajaron; hubo más sonrisas que ceños fruncidos. Flax sacó el cigarro de la victoria y lo mascó sin encenderlo.
Todo marchaba según los planes.
—Apagado —dijo serenamente Patrick, en tanto los motores cesaban de funcionar—. ¿Cuál es ahora nuestra órbita, Control de Misión?
—Cuatro ceros, Prometeo. El último dígito es un uno, sólo uno como desviación de cinco ceros.
Una buena órbita, con 0,00001 de error con respecto a la ideal. Patrick se desperezó y soltó su cinturón para hablar con sus tripulantes.
—Ahora marchamos por inercia —explicó—, pero no se levanten de las literas, por favor. Voy a bajar para verles personalmente.
Con un pequeño impulso se separó del asiento y flotó hacia el tabique de separación, diciendo:
—Voy a animar a la tropa, Nadia. ¿Quieres encargarte de los mandos?
—Nyet prahblem, vas pcnyal.
Al abrirse la escotilla hacia él, Patrick frenó su avance cogiéndose del borde. Levantó lentamente los pies y rozó la pared para detenerse con suavidad; después se lanzó de cabeza hacia las literas.
—¡Qué dramática entrada, comandante! —observó Coretta, conteniendo el impulso de apartarse al verle lanzado hacia ella—.¿Cuándo nos toca ensayar esas pruebas?
—En cuanto entremos en la órbita final. ¿Cómo anda todo por aquí?
Al acercarse a la litera de Coretta flexionó los brazos, disminuyendo el avance, y se detuvo para probar las ligaduras. Ella asintió con una sonrisa.
—Ahora estoy bien..., pero ¿qué fueron esas sacudidas?
—¿El efecto de pogo?
—¡Ah! ¿Se llama así? ¿Cómo el juguete de muelles para saltar?
—En efecto. Cuando el tanque se vacía, las ondas de presión que corren por la tubería del combustible suelen retroceder, haciendo que los motores causen un movimiento similar al de los pogos. Para eso hay amortiguadores y sistemas de presión.
—Pues casi me saca hasta los empastes de las muelas.
—¿Lo demás está bien? —preguntó Patrick, echando una mirada a su alrededor.
Hubo un momento de vacilación; después Gregor dijo, con lentitud:
—Lo lamento, pero la caída libre, la sacudida... me tomaron por sorpresa. Tuve un... mi estómago... un pequeño accidente.
Llegó casi a ruborizarse al agregar:
—Por suerte está la bolsa de plástico; ahora estoy bien.
—Nos pasa a todos —dijo Patrick—. Son gajes del oficio. ¿Se te ha pasado?
—Sí. Lo siento mucho.
—No hay por qué. Cuando estemos en tierra firme te contaré algunas anécdotas de la Fuerza Aérea realmente traumatizantes.
—Ahora no, Patrick, ¿quieres? —observó Ely, por encima del libro que estaba leyendo; era una novela con título francés.
—Por supuesto. Quiero explicarles cuál es nuestra situación.
Todos le escucharon atentamente, inclusive Ely.
—Estamos a ciento treinta kilómetros de altura y continuamos subiendo. Aunque los propulsores ya se han desprendido, el vehículo central aún tiene combustible. Se encenderá una vez más para ponernos en órbita antes de agotarse. Después, en cuanto Control de Misión dé el visto bueno a la órbita, el vehículo central se desprenderá y nosotros estaremos librados a nuestra propia capacidad. Será entonces cuando Ely entre en acción.
— ¡Trabajo, al fin! —comentó éste—. Estoy cansado de ser pasajero. Estoy ansioso de que el doctor Bron y su mágico motor atómico entren en acción. Será pequeño, no tendrá el empuje de los monstruos que hemos dejado atrás, pero es muy leal y tiene un corazón de oro. Se sacrificará para ponernos en la órbita perfecta.
—Ojalá. ¿Alguna pregunta? ¿Usted coronel?
—¿Cuándo comemos?
—Buena pregunta. Con todas las demoras que sufrimos yo también tengo hambre. Sugeriría que abriéramos los paquetes de alimentos ahora mismo, pero no creo que tengamos tiempo. Allí tienen tubos para beber un poco de limonada si quieren calmar el hambre. En cuanto entremos en la órbita baja comeremos, y después Ely podrá dedicarse a trabajar en su máquina.
Patrick se impulsó nuevamente hacia la cabina de vuelo y volvió a sujetarse.
—¿Cómo andamos de tiempo? —preguntó.
—Faltan más o menos tres minutos para el encendido —respondió Nadia, mirando el TTD.
—Bien. Yo me haré cargo.
Patrick levantó la cubierta de seguridad y puso el dedo sobre el botón de encendido del motor. El ordenador siguió marcando el TTD. En el momento exacto el piloto pulsó el botón, por si la señal de la computadora no lo activaba con precisión.
Las bombas zumbaron, el motor se encendió.
Funcionó a toda potencia durante tres segundos exactos. Después estalló.
13
TTD 00,35
El estallido lanzó a Patrick contra la litera, empañándole la vista por un instante. Sacudió la cabeza para aclararla. En los paneles de mando se veían luces rojas por todas partes. Varias voces le martilleaban los oídos: las de Control de Misión, las del intercomunicador. Nadia le llamaba.
Cerró la mente a todo eso, apenas consciente de los sonidos intrusos. Los instrumentos. El motor. Apagado automático; después, apagado manual. Bombas, combustible, conexiones de seguridad. Además, iban girando a toda velocidad. La Tierra pasó por las ventanillas delanteras y desapareció de la vista. Patrick echó una mirada al TDD para medir el tiempo de giro. Permaneció inmóvil hasta que volvió a aparecer, y entonces accionó la llave que cerraba el intercomunicador a fin de acallar las voces que le hablaban a gritos. Al mismo tiempo indicó a Nadia:
—Guárdate la pregunta hasta que haya hablado con Control de Misión.
Tocó una llave más.
—Control de Misión, ¿me oyen?
—Sí, atención, tenemos...
—Paso a informar sobre nuestras condiciones. Hemos sufrido un desperfecto en los motores del cuerpo central. No hay el menor dato sobre el número tres; tal vez haya sido una explosión. En cuanto a los otros, están apagados. Suministro de combustible, nulo. Las reservas de combustible permanecen en el once por ciento. Avanzamos en órbita girando sobre nuestro eje, con una vuelta completa cada doce segundos. Infórmenme sobre la órbita y el estado general. Corto.
—La órbita es la siguiente: perigeo ciento treinta y ocho punto uno ocho kilómetros. Tiempo de orbitación, ochenta y ocho minutos. Los datos indican un descenso en la presión de cabina. ¿Tienen algún informe?
—Dato positivo: siete punto tres libras. Debe haber un fallo en sus instrumentos. ¿Anulamos la rotación?
—Negativo, repito, negativo.
En la voz de Flax se traslucía la emoción por primera vez. Patrick le oyó agregar:
—Queremos determinar primero la magnitud del daño.
El piloto encendió el intercomunicador, preguntando:
—¿Lo han oído?
—Sí —respondió Coretta—, pero no he comprendido nada.
—Hemos tenido un desperfecto en un motor. Aún no conocemos la magnitud del problema. Como ustedes saben, la tobera del cuerpo central forma en realidad cuatro cuadrantes separados que funcionan conjuntamente. Uno de ellos no funciona y no tenemos datos sobre él. En mi opinión se trata de un fallo importante...
—¿Suponemos que ha estallado? —preguntó Ely.
—Sí, creo que eso debe ser. En todo caso, nos quedan tres motores en buen estado...
—Se cree que tenemos tres motores en buen estado.
—Ely, cállate un poco. Todavía no sabemos de qué se trata. Primero hay que averiguar; ya habrá tiempo para el pánico. Todavía queda abundante combustible para maniobrar y seguimos en órbita. El único problema inmediato que tenemos es esta rotación. Voy a corregirla en cuanto Control de Misión me autorice.
—Dice usted que estamos en órbita —dijo lentamente el coronel—. ¿Puedo preguntar qué clase de órbita es ésa?
Patrick vaciló antes de contestar:
—En verdad no lo sé. Conseguiré el dato lo antes posible. A grandes rasgos, estamos a ciento cuarenta kilómetros de altura y orbitamos la Tierra una vez cada ochenta y ocho minutos.
—Ciento cuarenta kilómetros no es mucho —dijo Ely.
—A mí me parece bastante —replicó Coretta.
—Es bastante —concordó Patrick, tratando de ocultar la tensión de su voz—. Aquí arriba casi no hay atmósfera; apenas un uno por ciento. Volveré a comunicarme con Control de Misión.
Pasaron otros cinco minutos antes de que Control de Misión diera por seguros los datos suministrados al ordenador.
—Bien, Prometeo —dijo Flax—. Autorización para estabilizar. Sugerimos que se gaste la menor cantidad de combustible.
—Comprendo perfectamente. Control de Misión. Inicio la maniobra.
Ese vuelo adicional no estaba previsto. El combustible requerido para la maniobra sería necesario para estabilizar la nave cuando entraran en la órbita final. Pero jamás llegarían a ella si continuaba la rotación. Patrick tendría que emplear en eso tan poco combustible como pudiera y confiar en que quedara bastante para cuando hiciera falta. Un toque a los controles disminuyó la rotación, pero no lo bastante.
—Hará falta más —observó Nadia.
—Lo sé, por desgracia —respondió Patrick con expresión sombría—. Aquí va.
Unos cortos disparos de los eyectores de maniobra aminoraron lentamente los tumbos, hasta detenerlos por completo. La Tierra, único punto de referencia, se movía lentamente hacia las ventanillas del frente; los sensores de horizonte la colocaron finalmente en el medio de la ventanilla.
—Reservas de combustible de los eyectores de maniobra: setenta y uno por ciento. Magnífico, Patrick.
—El cálculo indicaba que no necesitaríamos más del cincuenta para corregir la órbita. Vamos bien.
El piloto conectó la radio.
—Hola, Control de Misión. Hemos eliminado la rotación y estamos en una órbita estable. ¿Tienen ya algún informe sobre las condiciones del motor central?
—Negativo, Prometeo. Pero estamos suministrando todo el programa al ordenador y necesitamos más datos para terminarlos. ¿Listo para recibir instrucciones?
—Adelante, Flax, pero que sea pronto. Esta órbita no me gusta y quiero salir de aquí lo antes posible.
—Confirmado. Activa el P20 hasta C64 y danos los datos.
Mientras Patrick probaba los circuitos y suministraba los resultados al ordenador, Nadia encendió el intercomunicador para informar al resto de la tripulación sobre lo que estaba ocurriendo.
—¿Podemos quitarnos las correas, Nadia? —preguntó Gregor—. Quisiera estirarme un poco y caminar por aquí. Me está dando claustrofobia.
Su voz revelaba cierta tensión; no había llegado al pánico, pero lo estaba rozando. El test más exhaustivo de todos no es más que un test: la última prueba, la definitiva, es el vuelo espacial en sí, y no siempre es posible preparar totalmente para ella a quien debe afrontarla. Nadia notó el cambio en la voz de su compañero y prefirió ignorarlo en lo posible.
—No lo hagas, Gregor, por favor. En cualquier momento volveremos a disparar y es necesario hacerlo en el momento exacto indicado por el ordenador. Si no estamos todos atados podemos lastimarnos bastante.
—¿Y la comida, Nadenka? —preguntó el coronel—. Los ruidos de mi estómago se deben oír desde allí.
—Ah, era eso, Volodya! ¡Pensé que eran los cohetes, que se habían encendido por su cuenta!
Alguien festejó el chiste con una risita entre dientes, pero no hubo carcajadas. Nadia agregó:
—Lo siento, pero debo responderte lo mismo que a Gregor. En cuanto estemos en órbita podremos hacer lo que nos plazca.
—Pero ¿no estamos en órbita? —interrumpió Coretta—. Podríamos quedarnos aquí un rato más, ¿o no? Disculpen mi ignorancia.
—Estamos en una órbita baja —le explicó Nadia—, apenas en la parte superior de la atmósfera. Y no es eso lo que estaba previsto.
—¿Qué pasaría si nos quedáramos aquí?
Nadia repitió para sí la pregunta de Coretta. ¿Se trataba de una órbita decreciente? ¿Por cuánto tiempo podrían mantenerla? Tal vez todas esas respuestas se hicieran indispensables en breve. Pero apartó sus propios temores y respondió con voz tranquila:
—Nada grave. Si nos mantenemos en esta órbita daremos una vuelta al mundo cada ochenta y ocho minutos. Pero saldremos pronto. Esperen, Patrick llama.
—Les habla el comandante. El ordenador ha asimilado toda la información que le proporcionamos y, al parecer, tiene ya la respuesta. Uno de los motores está definitivamente estropeado. Lo hemos dejado fuera de circuito y bloqueado. Habrá que hacer funcionar los dos motores opuestos, el dos y el cuatro, y desconectar también el tres para mantener el equilibrio.
—¿Y bastará con el impulso de dos motores? —preguntó Ely.
—Claro que sí, doctor Bron. Hacían falta los cuatro para elevarnos, y también los propulsores, pero ahora que estamos en órbita podemos utilizar sólo dos motores durante un período más prolongado y el resultado será el mismo.
—No seas irónico, Patrick —protestó Ely, abandonando por primera vez su armadura de frío cinismo—. Sé tanto como tú de mecánica orbital. Me refería al programa para lograr una órbita final correcta con impulsos reducidos. Preparar un programa así puede llevar horas enteras, días enteros.
—Perdona, Ely. Estoy cansadísimo, como todo el mundo. Lo que dices es muy cierto, pero entre los preparativos que se hicieron en los últimos doce meses figuran varios programas para casi cualquier eventualidad. Esta estaba calculada... Aquí llama Control de Misión.
Patrick cerró el intercomunicador y recibió las instrucciones de Control de Misión. No había gran cosa que hacer, salvo observarlo todo, pues el ordenador se encargaba nuevamente de la situación... Los datos y los detalles recogidos por la Prometeo, codificados por el cerebro electrónico de a bordo, eran transmitidos por radio a la Tierra, para ser retransmitidos por una de las estaciones de enlace instaladas en la superficie o por los satélites de comunicación. Una vez asimilado el mensaje en código se enviaba nuevamente al ordenador de la nave para que éste siguiera las instrucciones.
—La ignición se producirá a 01.07.00 —indicó Control de Misión.
—Roger. Todo el mundo debe verificar sus ligaduras y prepararse. Los motores se pondrán en marcha dentro de dos minutos, a 01.07 en el reloj de TTD que tienen allí.
Los segundos latían uno a uno; aunque transcurrían con mucha rapidez, cada uno de ellos parecía arrastrarse por siglos.
Esa oportunidad era la definitiva quedaban pocos segundos tres más, dos, uno.
Patrick estaba listo, todo su cuerpo aguardaba el impulso Nada ocurrió.
—Adelante, Control de Misión No tenemos ignición.
—¿Nada en absoluto? —preguntó la voz de Flax, sin disimular la preocupación.
—Ni un pedo en los motores, ni una luz en el tablero ¿Sabéis lo que estáis haciendo, por casualidad9
—Afirmativo Prometeo Mira Patrick, estamos haciendo cuanto podemos Han empezado a revisar el programa para ver si hay errores Después te daremos una nueva hora y tú mismo harás contacto desde allí.
—Gracias, Flax, te agradezco la preocupación No pongo en duda que todos vosotros estéis sudando la gota gorda y con ataques de ulcera, pero al menos tenéis los pies en tierra firme y no en el vacío ¿Todavía no tenéis los datos de esta órbita?
—Negativo.
— ¡Flax, cállate y escucha bien! Estás mintiendo. Tu ordenador ya ha asimilado datos orbitales suficientes como para tener una respuesta a esta altura.
—Estáis a una altura de....
—Ya sé a qué altura estamos y qué velocidad llevamos, maldición Lo que quiero saber es si se trata de una órbita decreciente o no ¿Cuánto tiempo podemos permanecer aquí antes de chocar contra la atmósfera e iniciar el descenso en espiral?
—No estamos seguros.
—¿CUÁNTO TIEMPO, FLAX?
—Bueno, bueno, Patrick Tranquilo, tómalo con calma Aquí tenemos una cifra, pero es sólo una estimación aproximada En cuanto podamos te daremos la última información Por el momento no ofrece más que el setenta por ciento de segundad, pero lo más que podemos calcular es de treinta y seis horas.
—¿Un solo día?
Nadia miraba fijamente a Patrick, con los ojos muy abiertos, pues había oído el dato El piloto le dedicó una inclinación de cabeza, pero no trató de sonreír Pasaron largos segundos antes de que volviera a hablar.
—Escucha, Flax Si no salimos de esta órbita nos convertiremos en una estrella errante y acabaremos incendiándonos en cuanto choquemos con la atmósfera Haz funcionar esos motores. Si no arrancan será mejor que tu gente empiece a trabajar en la alternativa más inmediata. Necesitaremos datos sobre la posibilidad de escapar de esta órbita mediante el motor nuclear. Dejaremos caer el cuerpo central y haremos contacto desde aquí. ¿Me oyes?
—Perfectamente, Pat. Ya hemos pensado en eso y estamos preparando un programa. ¿Estás listo para intentar otra ignición?
—Roger.
—Te leeré la cuenta atrás y harás contacto en cero. Diez
nueve...
Tampoco en esa oportunidad ocurrió nada. Patrick pulsó el botón una y otra vez hasta que le dolió el pulgar.
—¡Bueno! —gritó—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Vais a arreglar esos motores o nos separamos?
—Separación en pocos minutos. Queremos verificar que tengas tiempo suficiente para conectar el motor nuclear antes de hacerlo.
—¡Qué buena idea! —masculló Patrick, antes de cerrar contacto con Control de Misión con un manotazo al interruptor.
En seguida se volvió para hablar con la tripulación.
—¿Lo han oído todo? —preguntó—. Supongo que ha salido por el intercomunicador.
—En efecto —dijo Coretta—, pero... Voy a pasar por tonta: ¿de qué se trata?
—Es muy simple —respondió Ely—. Si nos quedamos quietos chocaremos contra la atmósfera en el plazo de un día y nos convertiremos en una de esas bellísimas estrellas errantes que hacen las delicias de los enamorados. Para evitarlo nos queda la esperanza (creo que el término correcto es «esperanza») de utilizar mi motor nuclear, que no fue creado para eso. La única nota alegre en esta deprimente situación es que... He hecho algunos cálculos con mi maquinita. El ordenador los hará con mayor exactitud, pero al parecer podremos salir de esta órbita. Sin embargo, conviene que nos deshagamos de ese peso muerto que llevamos en la cola. Cuanto antes hagamos contacto, mejor será. Ahora me desataré para ir a echar un vistazo al motor.
—¡Quieto! —ordenó Patrick—. Te quedarás en la litera hasta que yo te lo ordene. Quiero consultar. Control de Misión, ¿me oyen?
—Roger, Prometeo. El motor atómico les dará bastante empuje como para maniobrar en órbita. Hagan contacto cuanto antes. Preparados para la etapa de separación.
—Lo que yo dije —exclamó Ely, riendo—, sólo que con más pomposidad y palabras más largas. Diles que suelten esos malditos tornillos o lo que sea, así podré salir de esta cama y poner manos a la obra.
—Separación.
Las conexiones explosivas que sujetaban la Prometeo al propulsor instalado detrás cedieron inmediatamente; en la cabina de vuelo se percibió tan sólo un golpe seco y suave. Patrick puso en funcionamiento la cámara de televisión y retransmitió la señal a Control de Misión. Ellos se encargarían de manejar el propulsor para depositarlo sano y salvo en la Tierra..., si podían.
— ¡Miren! —balbuceó Patrick—. Control de Misión, miren las pantallas. ¿Lo ven? El cuerpo central no se ha separado; sigue sujeto a nosotros en posición angular. Tal vez uno de los conectores no haya estallado. No lo sé, pero, sea como fuere, eso continúa colgado a nuestra espalda. ¿Me oyen, Control de Misión? Tendrán que hacer algo pronto. De lo contrario, esta misión acabará convertida en una enorme bola de fuego.
14
TTD 01,38
El supervisor de Máquinas observó la nueva compaginación y dijo:
—Para esto tendríamos que recomponer toda la primera plana y ya hace cuarenta minutos que deberíamos estar en la calle.
—Me importa un cuerno, aunque tenga que meter a su madre en la crónica de sucesos —respondió el director de Noticias Locales—. Esta noticia ha surgido en el momento preciso. Yo lo había planeado por mi cuenta, pero Dios acaba de llamarme por teléfono para decirme que lo haga así, precisamente.
Cuando habla el dueño del periódico, los empleados callan y obedecen. La circulación del Gazette-Times venía mermando desde hacía tiempo y cualquier cosa que sirviera de impulso venía bien para el caso. El supervisor de Máquinas abrió la puerta de su despacho, separado con cristales en un rincón de la sala de Composición, y se hundió en los murmullos y rugidos de todo periódico en vías de terminación. Ninguno de los tipógrafos levantó la cabeza; a un lado de la sala se vio un destello de luz, en tanto un grabador revelaba una placa. El supervisor de Máquinas tenía más de un problema; estuvo a punto de atropellar al hombrecito que surgió ante él agitando una hoja.
—Apártese de en medio, Cooper, si no quiere que le tire al suelo.
—Escuche, quiero que vea esto. Es importantísimo.
El director de la sección Ciencias era un hombre harapiento, de cabellos largos que con frecuencia le ocultaban los ojos; tenía el hábito de mascarse inadvertidamente los dedos manchados de tinta.
—Más tarde. Tenemos que cambiar todo el periódico por órdenes de Dios, así que no tengo tiempo para ver sus últimos descubrimientos sobre los desodorantes.
—No, no se trata de eso. Tiene que escucharme. El cohete...
—¡Salga del medio! Toda la primera plana está llena de cohetes. ¡Va a estallar en veinticuatro horas, y con él las seis personas que van dentro!
En ese momento se acercó al director de Locales, preguntando:
—¿A qué vienen tantos gritos?
—Mire, señor, intentaba que este hombre me escuchara Hay que cambiar la primera plana. Aquí tengo el artículo.
El director de Locales, que acababa de pasar junto a ellos, se detuvo en seco y giró en redondo para mirar de pies a cabeza a aquel agitado hombrecito. Llevaba demasiado tiempo en el oficio como para pasar por alto cualquier cosa que pudiera representar una noticia.
—Le concedo sesenta segundos, Cooper, y mejor que sea buena.
—Lo es, señor. Es increíble. Este cohete, señor, la Prometeo. que ha entrado en una órbita decreciente. Hay grandes posibilidades de que choque con la atmósfera y se incendie en menos de veinticuatro horas.
—Eso es lo que tenemos en la primera plana.
—¡Pero hay más! La Prometeo es el mayor objeto que se haya lanzado al espacio; pesa dos mil toneladas y eso representa muchísima masa. Cuando toque la atmósfera y se incendie será un espectáculo tremendo...
—Nuestro redactor en jefe puede redactar ese artículo mejor que usted, Cooper; déjeme el trabajo en el escritorio.
Giró sobre sus talones y dio un paso para alejarse. Las palabras de Cooper le siguieron desesperadamente:
—Pero escuche, señor, por favor. ¿Qué pasará si no se incendia? ¿Si cae en una sola pieza?
El director de Locales volvió a detenerse en seco y quedó rígido. Después se volvió lentamente para fulminar a Cooper de una mirada.
—Explíquese, por favor —dijo con voz helada, polar—. ¿Qué pasará si cae en una sola pieza?
—Bueno —explicó Cooper, buscando frenéticamente entre los papeles arrugados que tenía en la mano—, verá usted; he trabajado con los datos ideales: velocidad, masa, ángulo y circunstancias ideales. Es decir, ideales para obtener la mayor velocidad posible en el impacto. La inercia, ¿comprende? Una masa lanzada a mucha velocidad, aunque sea pequeña, golpea con tanta fuerza como una grande que cae despacio. Pero ¿qué pasa si se trata de un objeto muy grande lanzado a mucha velocidad? Como la Prometeo, por ejemplo. Calculo que la explosión será equivalente a diez kilotones de TNT.
—Tradúzcame todo eso, ¿quiere?
Cooper daba saltitos y se roía los dedos con tanto entusiasmo que apenas era posible entender lo que decía.
—Bueno, digamos simplemente que cae en una zona poblada, en una ciudad. Estallará con tanta fuerza como la bomba atómica original que barrió Hiroshima. Sin radiactividad, por supuesto, pero estallará...
—Sí, claro que sí. Magnífico trabajo, Cooper. Pase el artículo en limpio y que vaya a compaginación. ¡Ahora mismo!
Sacó un paquete de cigarrillos; tomó el último que le quedaba, lo encendió y arrojó al suelo el paquete hecho un ovillo. Enseguida levantó la vista hacia el supervisor de Máquinas.
—Ya lo sabe —dijo—. Prepárese para recomponer la primera plana una vez más. Importa un bledo cuánto nos retrasemos. ¡Tenemos la noticia del siglo! ¿Se da cuenta de qué esa bomba voladora podría destruir una ciudad entera, ésta misma, sin ir más lejos, y...?
Se interrumpió súbitamente y miró hacia arriba. El otro había hecho el mismo gesto.
15
TTD 02,19
Washington, la capital, en una mañana bochornosa y a la hora de mayor tránsito. La escolta de motociclistas abría camino trabajosamente al «Cadillac», pero de todos modos avanzaba a paso de tortuga entre los otros vehículos. Venían desde Maclean, Virginia. Cuando hubieron franqueado el Chain Bridge se les unió otra escolta policial que lo condujeron a contradirección por el parque, asustando a fuerza de sirenas a los pocos automovilistas que salían de la ciudad.
El general Bannerman, derrumbado en el asiento trasero del «Cadillac», sentía un odio intenso hacia el mundo entero. Ese capitán de mierda había ido a llamar a su puerta cuando hacía apenas una hora que estaba acostado; ni siquiera había cerrado los ojos. Los de la escolta, seguramente, no tenían idea de quién iba en el coche, ni por qué les habían hecho acudir tan temprano a ese barrio. Pero el capitán lo sabía muy bien. Tras conseguir la dirección de Bannerman por medio de su ayudante, salió como una bala en ese coche para despertarle; hasta había visto la cabeza de la rubia que compartía el lecho con el general, antes de que éste le mandara al diablo y le ordenara esperar fuera. La escolta les esperaba en la esquina.
Bannerman se frotó la prominente mandíbula, allí donde se había cortado al afeitarse con demasiada prisa, y se preguntó si aún sangraría mucho.
—Usted no está en mi personal, ¿verdad, capitán? —preguntó al conductor.
—No, señor. Soy del G2, especialmente asignado a la Casa Blanca.
Bannerman gruñó. Después bostezó profundamente. El capitán dijo:
—Si está cansado, señor, tengo aquí un poco de bencedrina En el bar.
—¿Quién le dijo que estoy cansado?
—Estuvo en la fiesta hasta después de las cuatro, señor.
Bueno, bueno, de modo que le vigilaban. Siempre lo había sospechado, pero culpaba de ello a la paranoia generalizada de Washington. Sacó del bar un vaso de cristal, lo llenó de agua y tragó una de las píldoras que había en el frasquito verde. Cuando iba a guardar el vaso titubeó y optó por servirse dos dedos de whisky.
—Usted está muy al tanto de lo que hago, capitán. ¿Le parece prudente?
—No sé si es prudente, señor, pero son mis órdenes. Es el Servicio Secreto el que verifica todos sus actos, para su propia protección, claro está: yo actúo como enlace.
Por un momento volvió la cabeza para mirar al general, pero tuvo el buen tino de no sonreír ni guiñar el ojo. En cambio agregó, muy serio:
—Usted es dueño de su vida, general, pero debemos saber dónde está para protegerle. De todos modos, somos muy discretos.
—Ojalá. ¿No sabe a qué se debe esta reunión?
—No, señor. Me dieron su dirección y me ordenaron llevarle a la Casa Blanca lo antes posible.
Bannerman asintió, con la mirada perdida entre los edificios que desfilaban ante la ventanilla. Volvió a bostezar y terminó su whisky. Estaba acostumbrado a no dormir, pues estaba al mando de una división de caballería armada, cosa que le había dado abundante experiencia. Tenía sesenta y un años, pero representaba diez menos; además, tenía la resistencia de un hombre de cuarenta. Al menos eso le había dicho Beryl hacía poco más de una hora, y ella tenía una buena base para juzgar. La idea le hizo sonreír. Pero ¿qué diablos querría Bandin a esa hora de la mañana? Seguro que había problemas con los árabes: siempre era culpa de los árabes. Desde que le habían nombrado miembro del Estado Mayor Conjunto casi todas las reuniones versaban sobre el petróleo y los árabes.
El coche se detuvo ante la discreta entrada trasera de la Casa Blanca. Bannerman bajó del coche y recibió el saludo de los dos guardias apostados allí. Allí estaba ese alcahuete de Charley Dragoni, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro como si tuviera ganas de orinar.
—Es el último, general Bannerman —dijo, señalando el ascensor—. Los demás ya están esperando.
—Mejor para ellos, Charley. ¿Para qué nos han reunido?
—Por el ascensor, general, por favor.
Una de las tuyas, pensó Bannerman. Al cadetito de Bandin se le estaban subiendo los humos. Mientras el ascensor subía, el viejo general meditaba alegremente sobre el modo de deshacerse definitivamente de Dragoni.
Un guardia de la Marina abrió la puerta grande. El general hundió el vientre, sacó pecho y entrechocó los talones con tanta fuerza que las espuelas resonaron: sabía que con eso molestaba a esa gente, y por eso lo hacía. Bandin presidía la gran mesa de caoba, con Schlochter a un lado. Cosa extraña: la única persona presente era Simón Dillwater. Qué interesante. El secretario de Estado, Dillwater, que era el principal de la NASA, y él mismo. ¿Qué tenían en común? La respuesta era obvia.
—¿Hay problemas con la Prometeo, señor presidente? —preguntó.
La mejor defensa es un buen ataque.
—Por el amor de Dios, Bannerman, ¿no tiene radio? ¿Para qué piensa que estamos aquí?
Bannerman apartó la silla y se sentó lentamente.
—Trabajé hasta muy tarde con mi personal; después de retirarme he dormido profundamente.
Nadie, ni siquiera Dragoni, reveló el más ligero cambio de expresión. A lo mejor ese capitán estaba en lo cierto y el Servicio Secreto sabía mantener el pico cerrado.
—Explíqueselo, Dillwater; en términos bien simples, si no le molesta.
—Por supuesto, señor. La Prometeo está pasando por serias dificultades. La primera etapa resultó perfecta; los propulsores se desprendieron y han aterrizado según estaba planeado, pero el cuerpo central no funciona ni se desprende por completo.
—¿Sigue adherido? —preguntó Bannerman, instantáneamente alerta.
—Parcialmente.
—¿A qué altura están?
—Aproximadamente a ciento veinticinco kilómetros en el perigeo.
— ¡Qué mierda de órbita!
—El calificativo es apropiado.
—¿Qué medidas se han tomado?
—Aún están intentando separarse. Si lo consiguen, la Prometeo podrá subir hasta una órbita apropiada gracias al motor atómico.
—Bueno, háganlo pronto. Esa órbita debe ser decreciente. ¿En cuánto tiempo puede estallar?
—Nuestro último cálculo era de treinta y tres horas.
Bannerman tamborileó con los dedos la mesa, mientras pensaba a toda velocidad.
—Si eso estalla se perderán dos mil millones de dólares y tal vez todo el proyecto.
—Yo pensaba en las seis personas que están a bordo —repuso fríamente Dillwater.
—¿De veras, Simón?
El general hizo una pausa. Enseguida agregó:
—Tiene que poner eso en una órbita estable. Cuanto antes.
—Tiene toda la razón del mundo —intervino Bandin—. Escuche la voz del sentido común, Dillwater. Hay que pensar en el prestigio del país. Es necesario tener en cuenta a todo el proyecto Prometeo, a esos malditos rusos y a la ONU, que por esta vez están de nuestra parte; además, están las próximas elecciones y otro montón de cosas. Nos preocuparemos por los tripulantes si llega el momento y si no hay más remedio. Mientras tanto hay otras cosas de qué ocuparse. Schlochter le contará lo que dijo Polyarni mientras Dragoni consigue los últimos informes. Es de absoluta prioridad que ese artefacto ascienda antes de que estalle. Es lo único que importa. Lo único, ¿entendido?
Dragoni, que estaba discretamente sentado ante una mesita instalada junto a la puerta, alargó la mano ante el teléfono para pedir los informes requeridos por el presidente, pero el aparato sonó antes de que pudiera tocarlo. Levantó el auricular, recibió el mensaje y volvió a colgar. Enseguida se levantó sin hacer ruido y permaneció junto a Bandin hasta que éste reparó en su presencia.
—¿Qué pasa? ¿Alguna novedad?
—Aún no he llamado, señor presidente. He recibido una llamada urgente de su secretario de Prensa; dice que un diario de Nueva York acaba de publicar cierto artículo sobre la Prometeo.
—¿Y qué saben en Nueva York que no sepamos en Washington?
—No lo dijo, señor, pero hay un informativo especial de I; NBC dentro de tres minutos. Me aconsejó que lo viéramos.
—Vuelva a llamarle y averigüe qué significa todo esto.
Bannerman observó con calma.
—Tal vez convenga encender también la televisión. Es posible que nos informemos más a fondo.
—Sí, supongo que sí. Vamos a mi despacho.
Todos cruzaron por la puerta intermedia. Bandin se deje caer en su silla, tras la enorme mesa, y apretó un botón. Se deslizó entonces una pared de madera sobre el cual colgaba un retrato de George Washington y quedó al descubierto una pantalla de setenta y dos pulgadas. El presidente la encendió con otro botón.
Dos pastillas de jabón que bailaban al compás de un estudio de Chopin se sumergieron finalmente en un fregadero lleno de agua. Esa escena desapareció de inmediato para dar paso a una imagen de Vance Cortwright en tamaño natural. Ya no lucía la sonrisa familiar que le había hecho familiar a millones de personas, sino el ceño fruncido, igualmente popular, utilizado para indicar que las noticias eran graves. Depositó ante sí un montón de papeles y dijo hacia la cámara, en tono muy solemne:
—Buenos días, señoras y señores. Muchos de ustedes habrán permanecido levantados anoche hasta tarde para presenciar el espectacular lanzamiento de la Prometeo; seguramente se acostaron con la reconfortante seguridad de que esta nave, la mayor de todas las construidas, había iniciado satisfactoriamente el vuelo. Quienes hayan leído las ediciones matutinas de los periódicos tienen idéntica impresión. Pero la radio y la televisión acaban de informar sobre ciertos acontecimientos que alteraron dramáticamente la situación. Se han presentado algunas dificultades al poner en marcha el cuerpo central, el propulsor final encargado de elevar a la Prometeo hacia la órbita más alta. En este momento están a una altura aproximada de...
Se detuvo para consultar sus notas y agregó:
—... ciento veintinueve kilómetros de la superficie terrestre; tanto la nave como el propulsor describen una órbita completa cada ochenta y ocho minutos.
Su imagen desapareció para ser reemplazada por un dibujo animado que mostraba a la Prometeo y al cuerpo central, aún adherido, en órbita alrededor de la Tierra.
—Acompañamos de corazón a estos seis valientes astronautas, que están literalmente atrapados en órbita. Mientras no se halle el modo de hacer funcionar el propulsor la Prometeo no podrá elevarse hasta la altura correcta, donde ha de comenzar el ambicioso proyecto de proporcionar energía solar a un mundo agotado. No sólo les es imposible subir más, sino que tampoco pueden volver a la Tierra en la Prometeo, creada exclusivamente para permanecer en órbita eterna: la nave no posee motores adecuados, energía ni combustible para realizar esa función. Está prisionera en el espacio, al igual que sus seis tripulantes. En este momento es imposible determinar cuál será su destino.
Cortwright reapareció en la pantalla. Junto a él se veía a un hombrecillo que vestía un traje vulgar. La encargada de maquillaje le había peinado cuidadosamente hacia atrás el pelo largo, pero evidentemente no era ésa su condición habitual, pues, a impulsos de sus nerviosos movimientos, un largo mechón se desprendió del rostro y quedó colgando frente a un ojo. Cortwright se dirigió a él.
—Me acompaña en el estudio el doctor Cooper, director de Ciencia del Gazette-Times. Aquí tengo un ejemplar de la edición matinal de su periódico, doctor Cooper. El artículo principal es alarmante, más que sorprendente. Me permitiré leer sólo el titular. Dice, en letras muy grandes: BOMBA EN EL CIELO.
Vance Cortwright sostuvo el periódico frente a la cámara para mostrar aquel alarido en rojo que cubría media página.
—Son palabras enérgicas, doctor Cooper, y también el artículo que sigue. En su opinión, ¿son ciertas?
—Naturalmente, así es, los hechos...
—¿Podría usted explicarnos cuáles son los hechos que han inspirado esta edición extra de su periódico?
— ¡Es obvio! ¡Allá en el cielo! —exclamó Cooper, agitando una mano por encima de la cabeza: enseguida la bajó y empezó a mordisquearse los dedos, para dejarla caer finalmente sobre el regazo—. Allá está la Prometeo, pasando sobre nosotros una vez cada hora y media. No sólo la nave en sí, sino también el propulsor adherido que no funciona. En este momento la Prometeo pesa algo más de dos millones de kilos; en cuanto al peso del propulsor será necesario calcularlo, pero dado que contiene aún gran cantidad de combustible, además de su propia masa, le asigno unos quinientos mil kilos. Es decir, allá arriba tenemos tres mil toneladas de metal y combustible explosivo. Si cayera...
—Un momento, por favor.
Cortwright levantó la mano. Cooper se interrumpió, tartamudeando, y no tardó en asestar un rápido mordisco a una uña.
—Si mal no recuerdo —prosiguió el locutor—, los científicos espaciales vienen repitiendo desde hace años que hace falta energía para efectuar cambios en el espacio. Se requirió mucha energía para poner a la Prometeo en órbita y hará falta mucha para hacerla descender. Supongo, por tanto, que permanecerá en órbita mientras no se la arranque de allí.
—Sí, sí, por supuesto —exclamó Cooper, que vibraba en la silla con la intensidad de sus sentimientos—. Así sería si la órbita estuviera más allá de la atmósfera, pero la Prometeo no ha llegado allí; a esa altura aún hay restos de aire. Ese aire irá frenando lentamente su marcha. Eso es lo que se denomina «órbita descendente».
—Cómo me gustaría matar a ese melenudo hijo de puta —murmuró Bandín.
—Como todo el mundo sabe, en el caso de un satélite la altura equivale a la velocidad. Cuanto más velocidad lleva, más sube, al igual que una piedra atada al extremo de un hilo. El hilo representa la fuerza de gravedad; la velocidad es lo que mantiene la órbita. Si la Prometeo pierde velocidad irá descendiendo y a medida que descienda se encontrará con aire cada vez más denso, debido a lo cual seguirá perdiendo velocidad. Al fin acabará por abandonar la órbita para caer a la Tierra.
—En ese caso se incendiará debido a la fricción de la atmósfera, como ha ocurrido con otros satélites y propulsores que cayeron —observó Cortwright, sereno.
—¿Está seguro?
Cooper se levantó de un salto, tan bruscamente que su cabeza desapareció por un momento, hasta que el cámara logró enfocarle otra vez.
—Los propulsores más pequeños, sí; arden como meteoritos. Pero la Tierra ha recibido el choque de muchos meteoritos, algunos de los cuales están en los museos. El Cráter del Meteoro, en Arizona, muestra el sitio donde un enorme objeto atravesó nuestra atmósfera y cavó ese hoyo inmenso en el suelo. En 1908 el meteoro Tanguska barrió un bosque entero en Rusia y mató...
—Pero la Prometeo, doctor Cooper, no es tan grande.
— ¡Es bastante grande! Tiene el tamaño de un bombardero. Lo bastante como para caer sin desintegrarse a través de la atmósfera. ¿Se da cuenta de lo que pasaría si un bombardero cayera del cielo en un solo bloque y se estrellara contra esta ciudad?
—No parece muy probable.
—¿No?
La cámara volvió a correr tras Cooper, que se había vuelto hacia un gran globo terráqueo.
—Fíjese en el trayecto que sigue esa bomba estelar. En este momento pasa sobre nosotros, cruzando los Estados Unidos, Nueva York, el océano, y va bajando poco a poco hacia Londres, París, Berlín y Moscú. Va describiendo una trayectoria así.
Y con un marcador rojo trazó velozmente una línea entre todas esas ciudades.
—Es una bomba con toda la energía explosiva de la que arrasó Hiroshima. Si cayera sobre una de estas ciudades, ¿qué pasaría? ¿Qué opina usted?
En el despacho presidencial reinó un silencio absoluto. Al fin lo rompieron las suaves palabras del general Bannerman:
—Ahora sí que todo el mundo está enterado.
16
TTD 02,37
Todos se habían reunido en el compartimiento de la tripulación para compartir las raciones de la primera comida que tomaban desde el despegue. Nadia se había encargado de abrir los armarios y sacar alimentos, pues los otros optaron por pasar al compartimiento de los pilotos en cuanto estuvieron libres. En el alojamiento interior no había ventanillas y resultaba bastante desagradable para quienes debían estar acostados allí, sujetos a las literas. Uno a uno fueron regresando al cuarto interior, silenciosos, tan sobrecogidos por el espectáculo de la Tierra que por un momento olvidaban el aprieto en que se hallaban.
—Las fotografías no le hacen justicia —observó Coretta—. Es increíble.
Gregor farfullaba frases entusiastas ante el coronel, que asentía con la cabeza. Para él no era novedad ver la Tierra desde el espacio, pues había pasado incontables horas en órbita, pero siempre disfrutaba de esa imagen. Además, había acompañado a sus camaradas para ayudarles a soportar la ausencia de gravedad, puesto que ninguno estaba habituado. A pesar del cambio sufrido por las condiciones, todos mantenían las posiciones anteriores; al volver tomaron asiento en las literas y se ataron a ellas, desconcertados ante la postura del coronel, que flotaba tranquilamente cabeza abajo, vaciando un tubo plástico de caldo de pollo.
—Me gustan las raciones que preparan los norteamericanos para el espacio. Mucha variedad.
—Un lío sin sentido —afirmó Ely, mientras abría una lata de salmón ruso—. Gastamos una fortuna en inventar comidas espaciales, envases adecuados y otro montón de tonterías. Ustedes, en cambio, cargan las naves con alimentos envasados y conservas en lata, sencillamente. Este salmón es mucho mejor que esa porquería.
—Tal vez, tal vez —dijo el coronel, mientras chupaba el tubo con cara de satisfacción.
Patrick terminó de comer en la cabina de vuelo y regresó al otro compartimiento cuando los compañeros limpiaban ya los restos. Bajo la mirada atenta de Ely, flotó hasta una litera y se sujetó a ella.
—¿Hay noticias? —preguntó Ely.
El silencio fue total. Aquélla era la única pregunta que importaba.
—No pueden hacer nada por cambiar la situación. Lo tienen todo estudiado, pero desde la Tierra no se puede solucionar nada Vean este diagrama.
Desenrolló una lámina y la extendió ante ellos.
—Aquí, aquí y aquí. Son los cerrojos explosivos que nos unen al cuerpo central. En realidad ese nombre no es muy apropiado, pues no explotan: el gas y los residuos liberados por una explosión podrían dañar el motor nuclear. El estallido queda limitado al eslabón hueco del cerrojo, de modo que se deforman, se inflan como globos. Eso acorta la longitud del cerrojo que mueve el mecanismo de liberación, en el otro extremo. Entonces se ponen en funcionamiento estos pistones, aquí, que separan las dos estructuras. Teóricamente simple e infalible.
Ely soltó un bufido desdeñoso, ante el gesto afirmativo de los otros.
—Cuando volvamos quiero hablar con cierta gente sobre los aspectos de ingeniería de este proyecto.
—Todos pensamos igual, Ely, pero eso quedará para después. Ahora no tenemos tiempo que perder. Control de Misión dice que ya no pueden hacer nada para separarnos.
—Eso significa que corre por nuestra cuenta hacerlo —observó Nadia.
—Exactamente.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Coretta.
—Caminar por el espacio —respondió Patrick—. AEV, Actividad Extra-Vehicular. Alguien tendrá que ponerse un traje y salir a echar un vistazo para ver si eso se puede desprender o no. Espero que los umbilicales sean lo bastante largos como para llegar hasta allí.
—¿No convendría poner en funcionamiento una UMA, la Unidad de Maniobra Astronáutica? —sugirió Ely.
—Eso no figuraba en esta etapa. Todos tenemos trajes de presión con conexiones de aire. Hay dos equipos de umbilicales, aire, cables y línea telefónica que se pueden conectar a la cabina de vuelo. Teníamos que usarlos cuando estuviéramos en órbita para abrir la escotilla exterior y sacar los UMA, que permiten trabajar sin umbilicales. Nadie pensó que harían falta antes de montar el generador.
—Otro fallo de la planificación —criticó Ely.
—No lo creo. Son lo bastante grandes como para llenar este compartimiento casi por completo. En este caso no fue culpa de los planificadores.
—¿Y no podemos sacarlos ahora? —preguntó Coretta.
—Rodemos, pero nos llevaría mucho tiempo: dos o tres horas para abrir y dar presión, y tal vez otro tanto para volver a cerrar herméticamente. No tenemos tanto tiempo. Alguien tendrá que salir con los umbilicales.
—Será bueno volver a trabajar —comentó el coronel Kuznekov, impulsándose hacia los armarios más altos—. Me vestiré enseguida.
—Un momento, coronel. Todavía no hemos decidido...
—Son las circunstancias las que deciden, muchacho.
Soltó metódicamente las correas de su traje y lo separó, mientras explicaba:
—Por los informes sé que tú tienes experiencia en cuanto a paseos espaciales. Nadia, por su parte, es una experta piloto, pero nunca ha salido de la nave. ¿No es así, Nadia?
Ella asintió.
—No hay nada más que decir. Los otros han subido al espacio por primera vez. Nadia se hará cargo de los controles y tú manejarás los umbilicales, Patrick. Yo me encargaré de arreglar este lío. Eso no significa que yo quiera hacer de comandante. ¡Un viejo soldado como yo, jamás! Sólo te recuerdo que tengo más de mil horas de paseo espacial cumplidas mientras me ocupaba de mis proyectos criónicos. La única alternativa consistiría en que fueras tú y yo me quedara mirando, capitán; es tonto que el comandante corra ese riesgo si hay un viejo experto listo para hacerlo. ¿Oh-chin-ogay?
Patrick abrió la boca para protestar, pero acabó por soltar la carcajada.
—¿Cómo es posible que no haya llegado a general, Kuznekov?
—Me lo ofrecieron, pero lo rechacé. Es trabajo burocrático de alto rango; no es para mí. ¿Vamos?
—De acuerdo.
Con la ayuda de tantas manos, la operación de vestirse fue mucho más rápida que de costumbre. Los largos fideos de los umbilicales salieron de los armarios para ir a la cabina de vuelo.
—Cerraremos herméticamente la escotilla que comunica este compartimiento con la cabina de vuelo para que ustedes sigan teniendo presión —dijo Patrick.
—¿Serviría de algo que nos vistiéramos? —preguntó Ely.
—No, lo siento. Ya estamos bastante apretados así. Nadia se hará cargo de los controles y se comunicará con ustedes por el intercomunicador. Ahí vamos.
—Buena suerte, Patrick —expresó Coretta—. Y también para usted, coronel.
En un súbito impulso se lanzó hacia Kuznekov hasta casi tocarle la cabeza con la suya y le besó la frente.
— ¡Fantástico! —dijo el coronel—. No hay guerrero que haya salido a la batalla con mejor despedida.
Pero ya en la cabina de vuelo se impuso la seriedad. Una vez cerrada la escotilla, todos se colocaron el casco y lo aseguraron en su lugar. Nadia quedó conectada al suministro de aire contiguo al asiento del piloto. Los umbilicales de Patrick y del coronel, cada uno fijo al traje correspondiente, recibían el aire del equipo cercano a la puerta.
—¿Listo? —preguntó Patrick.
—Oh-chin-ogay.
Avanzó con lentitud, con los torpes movimientos que el traje le permitía, e hizo girar la válvula instalada en el centro de la puerta de salida. Al abrirse, el pequeño artefacto dejó escapar la atmósfera de la cabina con un fuerte siseo.
—La presión ya ha bajado bastante —indicó Nadia.
—Roger. Abre la puerta.
Una vez eliminada la mayor parte del aire que llenaba la cabina era posible abrir fácilmente la puerta, sin luchar contra la presión interior. Giró silenciosamente sobre sí, dejando escapar el resto de la presión atmosférica; hubo una especie de neblina que se desvaneció en pocos momentos, a medida que los restos de aire se esparcían en el vacío. La abertura enmarcaba un negro absoluto en donde centelleaban sin pausa las estrellas de la infinita noche estelar. El coronel salió de cabeza por allí.
—Hay asas a lo largo de la nave —indicó Patrick.
—No te preocupes. Es como si me hubiera pasado la vida haciendo esto.
El coronel era, por cierto, un astronauta experimentado en paseos espaciales; su maciza y entorpecida silueta se movía con la ligereza de una pluma. Patrick fue soltando el umbilical a medida que él se alejaba, tocando apenas las asas para avanzar con rapidez.
—Queda poco —dijo el piloto, observando el trozo restante.
—Bastará con un metro más. Suelta todo lo que tengas. Eso es.
El coronel había sujetado el cordón de seguridad a la última de las asas y se lanzaba hacia fuera. Los umbilicales estaban ya muy tensos y apretados contra el borde de la escotilla. El coronel se alejaba más y más. Al fin tocó la popa de la Prometeo. Más allá estaba el gran bulto oscuro del cuerpo central, aún sujeto a la nave.
—¿Qué ve? —preguntó Patrick.
—Poca cosa. Aquí adentro está muy oscuro. Deja que saque mi linterna.
Cogió la linterna y la enfocó hacia la punta. El círculo de luz se deslizó sobre el extremo del cuerpo central, con el rayo en sí invisible en el vacío; finalmente desapareció.
— ¡Aja!
—¿Qué pasa?
—Aquí está el culpable. Es una de las bielas, que se ha torcido un poco, pero se mantiene. Todos los émbolos de alrededor están listos para separar; el problema consiste en que cuanto más pugnan, más se hunde la biela. Sin embargo, esto no es difícil de solucionar, según creo.
—¿Cómo?
—Unos golpecitos con el soldador de acetileno cortarán esa biela en dos segundos. Entonces el resto del mecanismo podrá funcionar como es debido y desprender este peso. Pero hay un pequeño problema.
Todos aguardaban en silencio. Tanto los astronautas como los tres pasajeros encerrados en el compartimiento interior habían oído todo por el intercomunicador; se oía incluso la respiración de los que estaban en los trajes de presión.
—¿Qué problema?
—No sé cómo llegaremos a esa biela. Está al otro lado y los umbilicales no alcanzan hasta allí.
17
TTD 03,19-COTTENHAM NEW TOWN
A sir Richard Lonsdale no le gustaba los almuerzos tan prolongados, pero no había otra alternativa. Era tarde y aún estaban ante la mesa del restaurante para los ejecutivos, envueltos en una niebla de humo de tabaco y entre vapores de coñac. Los suizos parecían felices; se habían abierto la chaqueta y transpiraban en abundancia.
—Felicite en mi nombre al cocinero, sir Richard —dijo Müller, palpándose el vientre con afecto, como si tuviera allí algún perrito mimoso.
Hubo más conversación; al fin uno de ellos miró el reloj. Todos se levantaron; menudearon los apretones de mano y las despedidas guturales Müller aguardó hasta el momento de marcharse para decir aquellas pocas palabras tan esperadas. Evidentemente le gustaba poner el broche de oro.
—Recomendaremos que se tengan en cuenta los términos del contrato, sir Richard. Confío en que esto sea sólo el principio de una larga y ventajosa relación.
—Gracias, muchas gracias.
El coche le estaba esperando. Asunto concluido. Sir Lonsdale apagó el cigarro en el cenicero, tratando de no pensar en la mesa llena de papeles que le aguardaba en su oficina. Tendría que despacharlos inmediatamente si quería llegar a su casa antes de medianoche.
La manera más corta para llegar a las oficinas de los ejecutivos consistía en pasar por la cantina. Sir Richard empujó la puerta giratoria. Estaba tan preocupado que habría pasado sin observar nada, pero unas voces le llamaron la atención. Allí había varios trabajadores (era la hora del té) que parecían muy agitados por algo. «Espero que no sea una huelga», rogó. Algunos estaban leyendo los periódicos, inclinados de a dos y de a tres sobre las páginas. Uno de ellos le resultó conocido; era antiguo en la fábrica; había venido de las instalaciones originales. A él se dirigió.
—Henry, ¿qué pasa?
Henry Lewis levantó la vista y le pasó el periódico.
—Fíjese, señor, es para poner los pelos de punta. Es como si fuera otra vez la guerra.
PELIGRO: BOMBA SATÉLITE
Sir Richard leyó el artículo de una ojeada.
—Es como una bomba voladora —dijo Henry—. Como otra Hiroshima. Vea, vea este dibujo de la otra página, mire dónde está la zona de peligro.
Se trataba de un mapa de Gran Bretaña cruzado por una línea de puntos que indicaba el paso de la nave. El artista, con intención de destacar el peligro, había dibujado un gran círculo en el centro de Inglaterra. Por mera casualidad el punto central de ese círculo caía sobre Cottenham New Town.
—Yo no me preocuparía —dijo el ejecutivo, mientras doblaba el periódico para devolverlo—. Me parece más imaginación de los periodistas que deducción científica. Meras suposiciones.
18
TTD 03,25
Las palabras del coronel Kuznekov retumbaron en el interior de los cascos y en el altavoz del compartimiento para la tripulación. El silencio fue la única respuesta, pero nadie supo qué decir. Fue Nadia quien lo rompió para retransmitir, con voz neutra y profesional, un mensaje de Control de Misión.
—Mayor Winter, Control de Misión quiere hablar con usted.
—Diles que se vayan al diablo.
—Hola, Control de Misión, aquí Prometeo. El mayor Winter no puede hablar con ustedes en este momento. Sí, en efecto, está ayudando al coronel Kuznekov, que inspecciona los desperfectos. Roger, se pondrá en contacto con ustedes en cuanto pueda.
—¿Qué querían? —preguntó Patrick.
—Más comunicaciones por radio y que conectaras una de las cámaras para que pudieran vernos para una transmisión general.
—Nada de eso. No vamos a hacer de espectáculo para los amiguitos de allá abajo precisamente ahora. Kuznekov, quédese donde está. Saldré a ver.
—Está bien, Patrick. Trae el equipo de herramientas y el soldador de oxiacetileno. Creo que ya sé cómo cortar esa biela.
—Roger. Allá voy.
Patrick sujetó el soldador y las herramientas a su espalda y se lanzó por la abertura; enseguida enganchó la grapa al asa más próxima y tiró de sus umbilicales hasta dejarlos ondulando en el espacio en toda su extensión. Sólo entonces soltó la grapa e inició la marcha a lo largo de la Prometeo, deteniéndose de cuando en cuando para comprobar que los umbilicales no se enredaran. El soldador y la voluminosa caja de herramientas carecían de todo peso en caída libre. Cuando ya había cubierto casi toda la distancia que le permitían los umbilicales, Kuznekov se estiró para cogerle de la mano y facilitarle el resto del trayecto.
—Ahí está —dijo—. Enseguida verás cuál es el problema.
Un círculo de luz se deslizó por la pulida superficie de metal hasta llegar al motor nuclear, revelando las formas angulares de los pistones que debían haber separado las dos partes de la nave. Los más próximos estaban totalmente extendidos; entre el extremo de cada uno y la base de la Prometeo se veía una brecha. Pero allí, en el lado opuesto, todo era un revoltijo de metales retorcidos y pistones a medio extender, entre la forma intacta de una gruesa biela de acero. Kuznekov mantuvo sobre ella el rayo de luz.
—Un cerrojo explosivo que no explotó —dijo—. Lamento tener que decirte que es norteamericano.
—Y esos soportes y pistones son soviéticos —replicó Patrick con voz cansada—. El punto débil es la conexión entre las dos técnicas, la relación entre un sistema y el otro. Bueno, ya estamos advertidos, aunque ahora no importa mucho que lo estemos o no. Pero... esa biela está al menos a cinco metros de aquí. Es imposible llegar hasta ella.
—¿No sería posible conseguir una vara larga y sujetar el soldador a un extremo?
—No hay nada que sirva a bordo. Tendremos que improvisar. A ver, ¿dónde hay algo lo bastante resistente? Además, tendríamos que descender el soldador aquí y acercarlo a ese extremo, pasándolo por entre todas esas tuberías del motor atómico. Si llegáramos a dañar algo sería un desastre total.
—Cierto —corroboró el coronel, mientras abría la caja de herramientas.
En el interior había herramientas especialmente diseñadas para trabajar en el vacío y en la baja temperatura del espacio, manejadas por manos entorpecidas por los guantes; cada una estaba sujeta por una grapa. Kuznekov sacó el soldador.
—Ya había pensado en todo eso que acabas de decir. La única forma de cortar esa biela es que alguien vaya a cortarla.
—Tendremos que sacar uno de los UMA.
—No hay tiempo para eso. Tú mismo lo dijiste. Pero, si me ayudas, yo me encargaré de ir a cortarla. En primer lugar veremos si el soldador funciona. A ver, el encendedor... Magnífico. Lo apago...
—Coronel Kuznekov, ¿de qué está hablando? Los umbilicales no llegan hasta allí.
—Es obvio. Así que aspiro una buena cantidad de aire, lo desconecto, hago ese trabajo y vuelvo. Puedo contener el aliento durante tres y hasta cuatro minutos. Será suficiente. Si me desmayo tendrás que reconectarme el oxígeno a tiempo.
El intercomunicador bramó con los gritos de varias voces:
—¡Detenlo!
—No puede hacer...
—¡Silencio! —gritó Patrick—. Si tienen algo que decir, hablen por turno. A ver, Nadia.
—Yo... Nada. Tú eres el comandante y la decisión es tuya Hay que cortar esa biela. —¿Coretta? ¿Ely? Hubo una pausa antes de que Ely dijera:
—Supongo que no hay nada que decir. Aquí somos simples pasajeros. Pero ¿no hay otro modo de hacerlo?
—No —dijo bruscamente Kuznekov—. Ahora empecemos a trabajar. No hay tiempo que perder.
—De acuerdo —manifestó Patrick—. El primer problema será desconectar los umbilicales del traje sin perder todo el oxígeno. Si lo desenchufamos directamente se irá en un segundo.
—Ya he pensado en eso. Creo que tengo una solución.
El coronel abrió la caja de herramientas y buscó algo. Todos aquellos adminículos guardaban muy poca semejanza con sus equivalentes terráqueos, debido a las condiciones insólitas en que se trabajaba en el espacio. No era posible sostener con facilidad una herramienta pequeña con la mano metida en un guante grueso ni manejarla en movimientos delicados. Tampoco se podía contar con el auxilio de la gravedad. Nadie piensa en la gravedad hasta que ya no está; en la Tierra es muy simple colocar un destornillador sobre la ranura de un tornillo y hacerlo girar hasta que quede fijo. En el espacio, en caída libre, las cosas cambian; cuando la gravedad ya no actúa como ancla, la tercera ley de Newton alcanza su mayor vigencia y cada acción provoca una reacción equivalente, pero de sentido opuesto. Si la barrena del taladro gira en una dirección, quien sostiene el instrumento lo hace también en la otra. Por tanto, cada una de las herramientas utilizables en el espacio estaba provista de una batería incluida; había en ellas volantes interiores que giraban en una dirección para que el instrumento pudiera girar en la otra. El operador debía mover una palanca que ponía en funcionamiento un motor a fin de realizar el ajuste.
El coronel Kuznekov cogió una llave inglesa, muy distinta a la herramienta que reemplazaba; los dos picos ajustables se movían por medio de un motor y se podían abrir o cerrar según lo que se indicara en una escala.
—¿Qué piensa hacer con eso? —preguntó Patrick.
—Ya lo verás. Ahora el soldador, ¿quieres? Creo que será mejor sujetar los tanques a mi espalda, donde no se interpongan en el camino.
Los dos tanques gemelos quedaron fijos en su sitio; Patrick pasó los tubos flexibles por encima de los hombros del coronel hasta fijarlos a la pistola llameante que éste sujetaba en la mano. Un gran gatillo abría el flujo de gas; un botón de ignición instalado sobre las baterías provocaba una gran chispa que encendía la mezcla de oxiacetileno; junto a ese botón había una palanca que graduaba la mezcla hasta reducir la llama a una fina aguja.
—Primer paso —dijo Kuznekov—. Ahora, Patrick, sujétame el soldador por un momento. Apúntalo para otro lado, por favor.
El coronel dejó de hablar para aspirar profunda y lentamente, llenando sus pulmones para introducir en la sangre la mayor cantidad posible de oxígeno. El piloto le vio asentir con una sonrisa en cuanto estuvo listo. Después, con un veloz movimiento, acercó al pecho la llave inglesa y la ajustó a los umbilicales, activando al mismo tiempo el mecanismo. Las mandíbulas se fueron cerrando más y más, oprimiendo los cables eléctricos y de intercomunicación, aplastando las paredes del tubo flexible que le suministraba el aire, hasta que se unieron por completo.
—No más aire —susurró Kuznekov, sin soltar el aliento—. Soldador.
Tomó el artefacto encendido que le ofrecía Patrick y cortó los umbilicales con una sola aplicación, dejando la llave inglesa aferrada al muñón. Enseguida apagó el soldador, agitó la mano en señal de despedida y se lanzó hacia la popa de la Prometeo aferrándose con firmeza al metal.
—¿Qué pasa?
Al oír la pregunta por los auriculares Patrick recordó que los otros no tenían idea de cuanto estaba ocurriendo.
—El coronel Kuznekov va a cortar la biela. Cerró el tubo de oxígeno con una llave inglesa para que el aire del traje no se perdiera en el espacio y cortó los umbilicales con el soldador.
En ese momento Patrick notó que no estaba pensando con claridad: el umbilical cortado giraba en el espacio como una manguera de riego, pero en vez de echar agua soltaba una lluvia de cristales helados.
—Nadia —ordenó—, cierra el suministro de aire con la válvula del tablero; está surgiendo al espacio.
—Ya está —informó ella, mientras aquella reluciente llovizna cesaba poco a poco—. ¿Y ahora qué pasa?
—Está a mitad de camino. El avance por ese laberinto de máquinas sin cordel de seguridad es lento. ¡Cuidado!
Gritó la última advertencia sin recordar que el coronel, cortados los umbilicales, estaba fuera de contacto con todos. Kuznekov, luchando contra el tiempo, corría riesgos que nunca habría aceptado en condiciones normales, como todo astronauta experimentado. Pero estaba obligado a ello. Los últimos metros que le separaban de la biela le exigían pasar por encima de una explanada de metal liso. Hasta entonces se había movido de asa en asa, pero al llegar allí calculó la distancia y se lanzó hacia el objetivo, flotando libremente en el espacio.
Patrick veía lo que estaba oculto a sus ojos: los tanques que llevaba a la espalda coincidían exactamente con uno de los pistones extendidos y chocarían directamente contra él. Patrick no pudo sino contemplar la escena, horrorizado, mientras Kuznekov avanzaba con la mano extendida, listo para agarrarse al cerrojo que no había explotado.
Los tanques golpearon en el sitio que Patrick había previsto. Kuznekov dio un salto mortal en el espacio y perdió de vista la biela. La fuerza del impacto hizo que saliera disparado hacia atrás, con lo que sus botas chocaron contra la base de la Prometeo. En el rebote el coronel lanzó un manotazo hacia la biela, pero no logró alcanzarla. Quedó flotando a la deriva, a la altura de la intersección entre el propulsor y la estación-satélite, avanzando de cabeza hacia las profundidades del espacio y sin nada a que aferrarse.
Un astronauta con menos experiencia se habría dejado llevar por el impulso, lanzando manotazos inútiles hacia los objetos más cercanos, pero fuera de todo alcance. El coronel no cayó en ese error. Aprovechando el lento movimiento de rotación que le había imprimido el último impacto, recogió las piernas contra el pecho con suma rapidez, con lo que logró aumentar la velocidad de su giro. Así como una piedra sujeta al extremo de un hilo gira a mayor velocidad cuanto se acorta el cordel que la sostiene, así el coronel empezó a girar con más rapidez. Inmediatamente estiró el cuerpo por completo y alargó el brazo hacia uno de los soportes en ángulo.
Un torrente de afligidas preguntas inundó los oídos de Patrick. Entonces recordó que había contemplado aquel drama espacial en horrorizado silencio.
—Ya pasó, todo está bien —dijo—. El coronel ha tenido dificultades para llegar a la biela, pero está a punto de alcanzarla.
—¡Debe de estar quedándose sin aire! —exclamó Gregor, con la voz ronca por el miedo.
—Todavía no —afirmó Patrick—. Antes de desconectarse hiperventiló sus pulmones; además, aún tiene oxígeno en el traje. Lo va a conseguir.
El coronel estaba en vías de conseguirlo. Alcanzó la biela con un último empuje y la examinó por un largo instante; sólo entonces retrocedió tanto como pudo para sujetar a la base de la Prometeo una grapa que llevaba en el cinturón. Después, cautelosa, metódicamente, encendió el soldador, graduó la llama a su gusto y la aplicó al acero.
—¡Resultó! ¡Lo está cortando! —gritó Patrick, en voz tan alta que retumbó en los confines del casco y le aturdió por completo—. Es acero duro, pero comienza a ceder. Desde aquí veo que caen gotas de metal... Ya casi está... ¡LISTO!
El final fue realmente dramático. La presión de los pistones hidráulicos era tan grande que la biela saltó antes de haber sido cortada por completo. Libres al fin, los brazos de metal se extendieron según había sido planeado. Las dos grandes siluetas metálicas se apartaron en silencio absoluto. El movimiento prosiguió: el cuerpo central se alejó lentamente de la Prometeo.
— ¡Ya está, funcionó! —anunciaba Patrick—. Logramos la separación. Y Kuznekov está bien; está soltando el cordel de seguridad para volver hacia aquí.
Pero no dijo que el coronel daba señales de agotamiento. Los minutos habían transcurrido, uno a uno, y ya había acabado con su provisión de oxígeno. Sus movimientos eran lentos y torpes. Se lanzó hacia adelante, cogió el extremo de la biela y la empleó para acelerar el avance hacia Patrick. Pero la mano resbaló de su sitio y quedó flotando sin fuerzas. Kuznekov sacudió la cabeza como si intentara alejar la oscuridad que le amenazaba. Después, con el último resto de fuerza y de conciencia, apoyó ambos pies en la biela, aguardó hasta que su posición fuera la correcta y se impulsó con firmeza.
Flotaba junto a la boca del motor atómico, cruzando la popa de la Prometeo, en línea recta hacia Patrick. Totalmente indefenso y apenas consciente. Pero la línea no resultó tan recta. La mano pendía hacia fuera, laxa; sólo la tela del traje mantuvo el brazo en posición. Patrick se aferró al borde metálico con la mano izquierda y se alargó cuanto le permitieron los tensos umbilicales para alcanzar los dedos de Kuznekov, que ya estaban próximos.
Estaban próximos, pero no lo bastante. El piloto, jadeante por el esfuerzo, luchó contra la tensión de los umbilicales, estirándose cuanto pudo. La mano de Kuznekov, en silenciosa deriva, pasó a pocos centímetros de la suya, sin que ninguno de sus manotazos la alcanzara. Bajo la intensa luz del sol, Patrick pudo ver los ojos cerrados del coronel y su rostro arrugado, ya tranquilo y en paz.
La silueta pasó flotando a su lado, con los brazos aún extendidos como en saludo postrero, y se alejó hacia el espacio, hacia la nada.
19
TTD 05,32
Flax tragaba el Benitol con café solo, cosa que no le beneficiaba en absoluto. La barriga le bramaba constantemente, lanzándole súbitas llamaradas, como un volcán a punto de estallar. Además el café le bajaba directamente a la vejiga, y él ya no recordaba cuánto tiempo llevaba sin pasar por el baño; era como sí tuviese un verdadero balón de fútbol allá abajo. Pero en ese momento no podía salir de su mesa.
—Escucha, Patrick, por favor —dijo, consciente de que su tono era de súplica—. Estuviste fuera de contacto allá en el espacio durante cuarenta minutos, te sabíamos vivo sólo gracias a los datos de los biosensores. Y cuando Kuznekov cortó los umbilicales se nos pusieron los pelos de punta. Y no has empleado el circuito de televisión más de quince minutos en todo el vuelo.
—Tuvimos varios problemas, Control de Misión.
—Lo sé, y no pretendo minimizarlos, en absoluto. Pero la situación que vivimos aquí abajo, sin entrar en detalles, requiere tu ayuda. Necesitamos desesperadamente esa transmisión, Patrick.
—Te escucho, Flax, y aquí están todos de acuerdo. Antes de restablecer la presión en la cabina de vuelo te enviaré un enfoque desde el exterior de la escotilla. No corte, Control de Misión.
Flax se recostó en el asiento con un suspiro; introdujo los pulgares entre la camisa y el cinturón y empujó hacia fuera para aliviar en algo la presión sobre la vejiga. Tomó un sorbo de café. Ante él, en el pupitre de los monitores de televisión, surgió una señal y una imagen rápidamente dominada. Encendió su propia pantalla y conectó el teléfono a la red que ligaba todas las mesas.
—Tenemos imagen, Bob. ¿Cuál es tu situación?
—Todas las redes en funcionamiento y listas para recibir la transmisión.
—Diles que aguarden. Sesenta segundos.
En el tablero se encendió una luz. Flax accionó la llave correspondiente. Una voz llegó hasta sus auriculares.
—Señor Flax, el señor Dillwater quiere hablar con usted.
—Tendrá que esperar.
—Pero...
—Ya me ha oído. Me comunicaré con él en cuanto acabe la transmisión de Prometeo. Él sabrá comprender, sin duda.
Cortó el contacto con esa voz antes de que pudieran responderle. La imagen estabilizada en su pantalla le arrancó una señal de satisfacción: la escotilla aumentó de tamaño y se desvaneció para dar sitio a la Tierra vista desde el espacio.
—Estamos recibiendo una imagen perfecta, Patrick. Mantenía allí, ¿quieres? Las redes están preparadas. ¿Listo para transmitir?
—Roger.
—Dales la señal —ordenó.
Flax se vio a sí mismo muy pequeño en la pantalla, tomad por la cámara conectada a la red general, que operaba desde la parte trasera de Control de Misión.
—Pasemos ahora a la cámara de la Prometeo. Allí está Pueden ver ustedes la Tierra, vista por la escotilla abierta. El mayor Winter es quien maneja la cámara; ahora la está moviendo. Hable, Prometeo.
—Esta es la Tierra tal como la vemos, cubierta de nubes. En este momento estamos cumpliendo nuestra tercera órbita y... No sé si se puede apreciar a través de las nubes, pero estamos pasando sobre el Pacífico; Perú acaba de surgir a la vista; allí el aire está despejado. Voy a mover la cámara... Un momento.
Allí esta, los espectadores pueden ver el cuerpo central ya se parado de nosotros Está en órbita a nuestra popa y nos sigue en un ángulo de unos quince grados.
Flax pulsó uno de los botones de su mesa y ordeno.
—Corte el sonido de la red general, manteniendo la imagen Diga que se trata de una dificultad técnica.
Enseguida volvió a establecer contacto con la Prometeo.
—Hola, Prometeo Buena imagen y bonito comentario, Patrick Lo que te digo ahora no se escuchara en la red general. ¿Ves esa mancha luminosa hacia la izquierda del propulsor?
—Afirmativo.
—¿Es....?
—SÍ, es el coronel Kuznekov El también nos sigue en órbita Y antes de que me pidas nada te contesto que no. No pienso tomar ningún primer plano del cadáver ni nada que se le parezca.
—No pido mas que un informe.
—Ya te lo he dado Te concederé un minuto mas para la transmisión, después tendremos que cerrar la escotilla y restablecer la presión Tenemos mucho trabajo.
—Devuelvo el sonido a la red general —exclamo Flax con un suspiro, mientras daba la señal.
—El cuerpo central quedara lentamente rezagado en esta orbita hasta que baje a Tierra para posarse con suavidad Ahora estamos en la cabina Entregaré la cámara a la mayor Kahnina mientras yo cierro esta escotilla en cuanto hayamos restablecido la presión de la cabina podremos prepararnos para modificar nuestra órbita.
La imagen dio un salto al pasar de una mano a la otra Flax gruñó para si y se preguntó en que momento iba a reventar su vejiga En el tablero se encendió una luz.
—El señor Dillwater insiste en hablar con usted señor Flax.
—Unos instantes más.
—No esta aquí Acaba de pasar a Control de Mistan.
—¡ Maldición!
Flax desconecto la comunicación e hizo girar la silla Allí estaba la silueta oscura, entrando por la cubierta superior Tenia que ser el No había otro hombre en todo Texas capaz de ponerse en verano un traje oscuro con chaleco Caminaba tranquilamente, a grandes pasos, en línea recta hacia su mesa.
—Señor Flax, se requiere su presencia en la sala de prensa.
—Ojalá pudiera ir, señor Dillwater, pero como le hice decir por teléfono, me es imposible abandonar ahora este puesto. El motor atómico...
—Su ayudante se hará cargo. He venido desde Washington para asistir a esa conferencia que muy bien pude realizar allá. Si decidimos que fuera en Houston fue para su comodidad. Comprendo lo que usted vale, señor Flax, y reconozco también su aplicación al trabajo. Pero si no viene ahora mismo conmigo será su ayudante quien se haga cargo de este puesto y usted dejará de trabajar para la NASA. ¿Me explico?
Flax se encontró sin respuesta por primera vez en su vida. Los segundos transcurrían ciegamente, revelando que no había argumentos para negarse. En realidad bien podía tomarse un descanso mientras restablecían la presión de la cabina de vuelo y se quitaban los trajes espaciales. Tenía tiempo.
—Spendlove, hágase cargo —ordenó.
Se quitó los auriculares y los dejó caer sobre la mesa.
—Voy con usted, señor Dillwater. Pero antes necesito ir al lavabo.
Al erguirse sintió que su vejiga estaba a punto de estallar. Avanzó hacia el lavabo, tratando de no moverse demasiado. El cartelito que señalaba el servicio de caballeros se presentó ante él como si indicara las puertas del cielo. Se dejó caer contra la puerta y la abrió.
Dillwater le aguardaba aún cuando salió. ¿Acaso las cejas levemente arqueadas? Tal vez por la sorpresa; Flax estaba seguro de haber batido el récord mundial de meada, pero no estaba como para explicárselo a Dillwater. Ambos se dirigieron hacia el ascensor.
—¿Puede ponerme al tanto? —preguntó Flax.
—Es muy simple. Un periódico neoyorquino publicó un artículo hace algunas horas, esta mañana. Desde entonces hasta ahora ese artículo ha sido recogido por todos los medios de difusión y se ha convertido en un bola de nieve. ¿No se ha enterado?
—Alguien me dijo algo de eso. Cosa de chiflados; decían que la Prometeo podría convertirse en una bomba atómica, ¿no? ¡No tiene pies ni cabeza!
—Me alegro de que lo crea así, señor Flax, pero le ruego que reserve sus argumentos y su indignación para cuando esté frente a los periodistas. El presidente Bandin me envió aquí en cuanto llegaron los primeros informes, para que convocara una conferencia de prensa y desmintiera los rumores» antes, de que sigan expandiéndose. Acabo de pasar un rato muy desagradable en un avión supersónico de la Fuerza Aérea; tendrá que disculparme si estoy un poco malhumorado.
—¿A quiénes han reunido?
—A todo el mundo. Hay representantes de todos los medios de difusión. Tenemos que estar muy alerta. Cuento con usted en todo sentido.
Flax se sintió asustado. No le gustaban las grandes multitudes ni el verse asediado por periodistas suspicaces. Cuando se veía arrinconado solía chillar como una rata, cosa que divertía a todo el mundo menos a él. Si al menos hubiera podido tomar un trago antes de partir... Había un bar tras la sala de conferencias, pero ¿qué pensaría Dillwater? ¡Al diablo con lo que pensara!
—Tengo que pasar por la oficina de Jack —dijo, haciendo girar el pestillo.
—¿Y para qué? —preguntó Dillwater, arqueando las cejas.
—Para tomar algo, ya que lo pregunta.
Las cejas bajaron gradualmente: un atisbo de sonrisa tocó las comisuras de aquella boca rígida.
—Iré con usted.
Dillwater pidió un vasito de jerez seco; mientras tanto, Flax vació medio vaso de whisky diluido con agua.
—Dios mío —dijo, golpeándose ligeramente el abultado vientre con el pulgar del puño cerrado—, esto me cura o me mata.
Soltó un cavernoso eructo y se estremeció. Dillwater, tras el último sorbo de jerez, se tocó los labios con el pañuelo y señaló hacia la puerta.
—A la jaula de los leones, por favor, señor Flax. Lamentablemente no tenemos otra alternativa.
Utilizaron la entrada lateral, razón por la cual nadie reparó en ellos durante varios segundos. Minford, el encargado de Relaciones Públicas, estaba detrás de la tarima, atajando las preguntas. Si uno se guiaba por el sudor que le cubría el rostro, no cabía duda de que la cosa no le resultaba muy sencilla. En cuanto Flax y Dillwater cruzaron frente al público, todas las cabezas se volvieron hacia ellos y las cámaras comenzaron a funcionar. Minford tomó la expresión de quien acaba de ser salvado de los leones en el momento en que ya se abalanzaban.
—Por favor —dijo—, dentro de dos segundos podrán hacer todas esas preguntas a los dos hombres que están más al tanto de la situación. Al señor Dillwater le conocen todos; acaba de llegar de Washington para darles un informe completo. Le acompaña el doctor Flax, que ha estado en el centro mismo de Control de Misión desde el despegue, sin perder contacto con los astronautas. Les ruego que formulen a estos dos señores cuantas preguntas tengan que hacer.
Salieron a relucir lápices y cuadernos, hubo un agitarse de manos y ásperos gritos en demanda de atención. Minford les inspeccionó rápidamente y señaló al director de Ciencia de Los Ángeles Times; durante muchos años había trabajado con él y quizá se mostrara algo más compasivo.
—Doctor Flax, ¿cuál es la situación en este momento?
Flax se relajó imperceptiblemente; podría responder a esa pregunta sin problemas.
—Como ustedes saben, se ha logrado la separación. En estos momentos la tripulación está dedicada a restablecer la presión en la cabina de vuelo para poder trabajar en un ambiente normal. El programa exige a continuación que se revise el motor nuclear en el compartimiento inferior, pues ese motor será utilizado para elevar a la Prometeo hasta su órbita definitiva.
Las manos volvieron a agitarse; Minford señaló al más cercano.
—¿Qué pasa con el cuerpo central, el último propulsor, que sigue en órbita? ¿No podría causar una inmensa destrucción si cayera a Tierra? ¿Tanta como una bomba atómica?
Todos guardaron silencio y aguardaron la respuesta. Flax respondió con lentitud, indicando los puntos principales con los dedos.
—Primero: es imposible que «caiga» algo que está en órbita, a pesar de todo lo que se haya dicho. Este último propulsor seguirá el procedimiento de los cinco anteriores, es decir, entrará en órbita descendente y aterrizará con toda suavidad, como los otros. Segundo: si algo sale mal, aunque esto es imposible, lo peor que podría ocurrir sería que el propulsor quedara destruido por combustión en la atmósfera.
—Si los percances son imposibles —dijo una voz potente—, ¿cómo llama usted al desperfecto de los motores centrales y a la falta de separación?
Flax empezaba a sudar copiosamente.
—Quizá no me expresé correctamente. Es posible que el aterrizaje escape a nuestro control, en cuyo caso el propulsor se incendiará.
—¿No puede caer sobre una ciudad o explotar?
—Imposible. Ya se han lanzado miles de cohetes, todos con propulsores descartables, y todos se han incendiado al tocar la atmósfera, sin que uno solo haya causado daños.
Un periodista estaba reclamando atención desde el principio de la entrevista. Minford no pudo seguir pasándole por alto.
—Señor Redditch —indicó.
El corresponsal del Newsweek era allí veterano y bien conocido por todos los periodistas. Sus colegas guardaron silencio, sabiendo que sus preguntas respaldarían las de todos.
—Comprendo sus argumentos, doctor Flax —dijo Redditch—, pero ¿no se refiere usted a propulsores más pequeños que éste?
—Posiblemente. De cualquier modo, éste no es tan grande.
—¿Le parece que no? —replicó el periodista, en tono de franca incredulidad—. Este tipo de propulsores es mucho más grande que los demás, y la Prometeo es a su vez mucho más grande que el propulsor. ¿Me equivoco?
—No, pero...
—Olvidemos el propulsor por el momento. ¿Qué pasaría si la Prometeo, la nave en sí, cayera sobre la Tierra? ¿No hará acaso un terrible agujero en el suelo?
—Pero la Prometeo no tiene por qué caer a tierra —replicó Flax, sintiendo que le corría el sudor por debajo de la camisa—. Ya está en órbita y muy pronto hará funcionar su motor para subir un poco más.
—¿No está ahora en lo que se denomina órbita descendente? ¿No es cierto que si el motor no funciona el satélite completo puede caer a Tierra en cuanto haga contacto con la atmósfera? ¿No es cierto que esa órbita descendente no puede durar más de dieciocho horas?
Flax no supo qué responder. ¿De dónde había sacado esas cifras? Alguien había pasado el dato: eran precisamente los cálculos de la NASA. ¿Qué diablos podía hacer contra ese tipo?
Dillwater le salvó el pellejo. Frío y sereno como siempre, carraspeó frente al micrófono y se dirigió a Redditch.
—Hoy se ha hablado mucho y sin sentido —dijo—. Se trata de especulaciones sin fundamento puestas en circulación por una minoría irresponsable. Ustedes, los caballeros de la prensa, están en una posición muy correcta: han oído esas especulaciones y quieren saber qué hay de verdad en ellas o si se trata de meros rumores sin base, incluso peligrosos, se podría decir. Ustedes no comercian con chismes, pero como representantes de una prensa libre cuyo propósito es decir la verdad...
—Bien, ¿podemos conocerla? —interrumpió Redditch, sin dejarse impresionar—. Sigue en pie mi pregunta. ¿Qué pasará si, transcurridas esas dieciséis horas, la Prometeo entra en la atmósfera?
—Nada. Porque la Prometeo no hará nada de todo eso. Mientras nosotros mantenemos esta charla los astronautas están revisando el motor de fusión, que muy pronto servirá para impulsarles. Se han presentado dificultades, pero están ya todas solucionadas. Estamos en marcha.
«Oh, criatura, espero que tengas razón», pensó Flax. «Que tengas toda la razón del mundo.» Y sus dedos se deslizaron, a escondidas de los periodistas, hacia la parte posterior de la tarima, para golpear muy levemente la madera.
20
TTD 05,39
—Parece parte de un submarino —dijo Coretta, mientras observaba la escotilla redonda, provista de un volante en el centro, que había sido puesta en el suelo del compartimiento para la tripulación.
—Cumple las mismas funciones —respondió Patrick, haciendo girar la rueda. Ely se había atado y sostenía al piloto por las piernas, a fin de que pudiera apoyarse en algo.
—En este momento hay sólo espacio al otro lado de esta escotilla. El compartimiento de la tripulación y la cabina de vuelo de la Prometeo son una sola unidad, preparada para una eyección en caso de emergencia; llegado el caso, podríamos escapar de costado, bajo la propulsión de cohetes. Pero como no lo hicimos, ahora podemos conectarnos a la Estación de Control del Motor Nuclear, que está a nuestras espaldas. Es el cuarto del motor. En este momento estoy sacando un tubo retráctil que ajustará herméticamente con el otro extremo, que está aquí. ¡Listo! Te toca a ti, Ely. Usa la llave inglesa para retirar esas tuercas de cierre.
No era sencillo. Pocos minutos después, Ely murmuraba, lleno de desesperación:
—¿Por qué diablos tiene que estar tan apretada?
Y luchaba con la llave inglesa para aflojar una tuerca más.
—Ya sabes por qué —observó Patrick, guardando cuidadosamente la tuerca retirada en la bolsa de plástico que le colgaba del cinturón—. Allí fuera hay vacío absoluto; cualquier pérdida vaciaría de aire el cuarto del motor y tendríamos que trabajar con los trajes puestos. En cambio así, con una presión adecuada, podemos trabajar en mangas de camisa, que es mucho más cómodo.
Ely sujetó las pinzas sobre la última tuerca y pulsó la llave. Giró entonces el volante y la tuerca cedió. Pero el físico no apagó el motor de la llave inglesa en el momento de retirarla, razón por la cual la pequeña pieza salió disparada violentamente por el compartimiento y se estrelló contra la puerta de un armario. La delgada hoja de metal se hundió y provocó un rebote que devolvió la tuerca de acero, provista aún de bastante velocidad. En el trayecto de regreso golpeó a Nadia en la pierna, arrancándole un grito de dolor.
—¡Ely, pedazo de estúpido!
Patrick cortó su insulto para llamar a Coretta, que estaba en la cabina de vuelo.
—¡Coretta, baja enseguida!
Y apartó bruscamente al físico; en realidad no hizo más que usar los hombros de su compañero para lanzarse a través del compartimiento. Nadia flotaba en un pequeño círculo, sosteniéndose la pantorrilla herida con ambas manos, en tanto la sangre iba empapando la tela. Patrick llegó hasta ella y la impulsó hacia la litera.
—No es gran cosa —dijo ella—. Más que nada fue la sorpresa...
—Déjame ver.
La sujetó a la litera y cogió el cuchillo plegable que llevaba en el bolsillo del muslo; enseguida cortó cuidadosamente la tela del traje. La herida sangraba abundantemente, pero no era profunda. Mientras tanto, Coretta se acercó flotando, con el maletín de primeros auxilios listo para actuar.
—A ver —dijo, mientras colocaba una gasa esterilizada sobre el corte—. No es nada serio; ni siquiera hará falta dar un punto. Bastará con un vendaje. ¿Quieres sujetarme el maletín, Patrick?
Trabajaba rápidamente y con habilidad profesional. Patrick se volvió hacia los otros dos hombres; Ely estaba disgustado y cariacontecido; Gregor, alelado por lo inesperado del accidente.
—Escúchenme todos —dijo el piloto—. Acabamos de tener un accidente. No fue importante, pero pudo haber sido fatal. En esta misión ya hemos perdido a una persona: el coronel Kuznekov murió por corregir el error que alguien cometió allá en la Tierra. En el espacio no hay accidentes casuales. Todos se deben a fallos humanos, a cosas que la gente ha hecho o hace mal. Quiero poner punto final a estas desgracias. No puede haber más problemas, ¿entendido? Ahora tenemos un trabajo por delante, una sola cosa que importa: tenemos que poner en funcionamiento ese motor. Así que todo el mundo se queda aquí, atado a la litera. Aunque sea incómodo por un rato, al menos nadie se pondrá en el medio. Estás incluido, Ely.
—Pero si yo...
—Cierra el pico. No tenemos tiempo para explicaciones, reproches ni charlas inútiles. Cierra el pico y mantenlo cerrado. Y que todos hagan lo mismo. Yo bajaré por ese tubo hasta el fondo para retirar la escotilla. Cuando esté listo conectaré el intercomunicador para hablar con ustedes. Entonces bajarás tú también, Ely, y pondremos el motor en marcha. El resto permanecerá a la expectativa por si necesitamos ayuda.
Se mostraba irritable y rudo; tenía conciencia de que habría debido hablar con más cortesía, pero estaba demasiado cansado para hacer ese esfuerzo; su único pensamiento era la tarea a cumplir. Nadia era una astronauta experimentada; aun mientras le escuchaba había sujetado a Coretta a la litera, junto a ella, y aguardaba en silencio las nuevas instrucciones. Coretta estaba dedicada al vendaje, pero le había prestado atención. Ely, pálido de cólera, apretaba los labios. Muy bien. Sólo Gregor parecía ausente de todo, como aburrido; era una carga inútil, siempre en medio y sin nada que hacer. Bien, así tendría que seguir hasta que alcanzaran la órbita debida y le tocara cumplir con su función.
Patrick levantó la tapa de la escotilla y la sujetó a sus grapas contra el tabique. Enseguida, con la llave inglesa prendida al cinturón, se lanzó de cabeza en el túnel. Era poco más ancho que su espalda e inspiraba una sensación de claustrofobia. Si descuidaba su autodominio tenía la impresión de que las paredes se apretaban contra él y perdía el aliento. Alejó aquella idea, sabiendo que esa incipiente claustrofobia era característica en él en sus tiempos de mayor cansancio. Ese era uno. ¿Cuánto tiempo llevaba sin dormir? Las interminables demoras le habían hecho perder la cuenta del tiempo, pero debían ser más de veinticuatro horas. Era mejor no pensar en eso.
Lo único importante en ese momento era la escotilla a la que se acercaba. La tocó con las puntas de los dedos, flexionando los brazos para detener el movimiento. Después se sujetó al anillo más cercano y empezó a trabajar con la llave inglesa. Había en ese lugar una sola bombilla eléctrica y estaba a sus espaldas, de modo tal que se veía forzado a trabajar sobre su propia sombra. Otra muestra de lo bien que se había aplicado la tecnología en esa nave. De cualquier modo podía ver lo bastante como para retirar las tuercas una a una. Lentamente. Detener el motorcito de la llave inglesa. Echar la tuerca en la bolsa. Ocuparse de otra.
Al fin la escotilla quedó libre y Patrick pudo poner la tapa oval de costado, para empujarla delante de él hasta el compartimiento del motor. Una vez sujetada a las grapas, conectó el intercomunicador.
—Ely, baja.
El físico nuclear salió flotando por el tubo y se cogió de un asa con precisión y facilidad. Tras pocas horas en el espacio, todos estaban aprendiendo la técnica de la caída libre. Ely sonrió a pesar de sí.
—Qué hermosa máquina. Fíjate: un reactor nuclear de siete millones de dólares, propulsado por una pequeña fortuna en polvo de uranio.
El motor en sí no estaba a la vista, pues lo ocultaban los tanques de hidrógeno y la pantalla biológica de veinticinco toneladas que debía proteger a los tripulantes de la radiación mientras estuviera en funcionamiento. En la Estación de Control del Motor Nuclear se veían tan sólo múltiples y complejos indicadores. Ely se acercó sonriente para sujetarse a la silla instalada frente al panel de mandos.
—Bueno, pongamos eso en marcha y que empiece a trabajar lo antes posible.
Al accionar un interruptor los mandos cobraron vida. El físico pidió al ordenador que mostrara en una pantalla la secuencia inicial, mientras la pantalla principal se encendía para mostrar los diagramas multicolores correspondientes al estado de cada válvula, de cada circuito de mando. Ely los revisó de una ojeada y desconectó el cierre de seguridad; en seguida repasó toda la lista. Los tanques de hidrógeno estaban llenos. Listos los motores y las válvulas de encendido, cerrada la garganta de las toberas; el alternador de temperatura, en marcha; las tuberías, purgadas...
Patrick observó en silencio a su compañero mientras éste verificaba el último detalle de la curva de neón y se echaba hacia atrás, satisfecho. Un momento después alzó el pulgar hacia el piloto.
—Contesto está revisada toda la lista. Todo perfecto, A-OK, oh-chin-ogay. Ponte en contacto con Control de Misión y diles que estamos listos para ponerlo en marcha cuando ellos lo indiquen.
Después echó una mirada al reloj de la pared, que indicaba la hora TTD.
—09.16; nos dijeron que podíamos estar veinticuatro horas en esta órbita antes de que nos asáramos. Nos quedan catorce horas y cuarenta y cuatro minutos. No es mucho tiempo. Anda, diles que el tiempo apremia.
21
TTD 05,45
El académico A. A. Tsander era ya anciano y tenía perfecta conciencia de ello. Su imagen era la del frágil octogenario de barba blanca y rizada y pelo en forma de corona. Nunca había sido corpulento, pero los años le habían encorvado de tal modo que caminaba perpetuamente inclinado; para mirar a sus interlocutores no tenía más remedio que torcer la cabeza hacia atrás. Sin embargo, no era tan frágil ni tan débil como parecía, y así lo había descubierto mucha gente con el correr del tiempo. Si había alcanzado tan alto rango en la Academia de Ciencias era gracias a una gran habilidad profesional y un perverso talento para la lucha política. Aunque estaba bien dotado para ambas cosas, tenía ya ochenta y tres años y lo sabía, de modo que reservaba la energía para los momentos de necesidad.
En ese momento dormía, acostado de espaldas en el diván de cuero de su despacho, con los largos y blancos dedos entrelazados sobre el pecho. Su respiración era tan imperceptible que se le podía confundir con un cadáver. Sin embargo, aunque estaba profundamente dormido, abrió los ojos en cuanto giró el pomo de la puerta y un rayo de luz penetró en el cuarto.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Cerca de medianoche, profesor. Ha llegado el coronel norteamericano. Usted pidió que le...
—Sí, claro. Enseguida bajo.
Llevaba tres horas de sueño, más que suficiente para la prolongada noche que sin duda le esperaba. Echó un poco de agua de la jarra en la jofaina, se lavó la cara y las manos y se secó con la toalla. Después encendió un papirossi, uno de esos finos cigarrillos que pretería a los demás, con más abundancia de papel que de tabaco; guardó el resto del paquete en el bolsillo y salió del cuarto. Los vestíbulos de cada piso estaban silenciosos y oscuros; los recorrió lentamente, mientras reunía fuerzas. Tenía la seguridad de que le iban a ser necesarias.
En el interior del Centro de Control de Tierra había luces y ruidos que contrastaban directamente con los pasillos oscuros del resto del edificio. Allí residía el corazón palpitante de Kasputin Yar, el comando central que recogía todos los datos y emitía todas las órdenes. El coronel O'Brian, de pie en la parte trasera del inmenso salón, parecía muy feliz de estar allí. Toda esa zona había permanecido en secreto absoluto durante muchas generaciones; sólo la mencionaban los informes de la CÍA, y eso en términos generales. El CCT de KY (los soviéticos tenían tanto cariño a las siglas como los mismos norteamericanos) era el centro de las operaciones secretas y de los lanzamientos de satélites. Bueno, las operaciones secretas habían terminado; eso no importaba, aunque la CÍA debía estar enterada. Y lo que quedaba de los mandos para satélites estaría a punto para el aterrizaje de los propulsores separados de la Prometeo Y puesto que se trataba de un proyecto conjunto soviético-norteamericano, era necesario mantener contacto y permitir por lo menos la presencia de un observador.
¡Cuántos debates y malestar habían sufrido por eso los soviéticos! Y la responsabilidad pasó a niveles cada vez más elevados, hasta que el comité central del Partido Comunista acabó por heredar el problema. Al fin llegó un abúlico asentimiento. Y al día siguiente llegó el coronel O'Brian, que llevaba años enteros aguardando esa oportunidad.
Equivalía a ceder un poco, pues la mayor parte de los secretos soviéticos eran, como siempre, una mala costumbre. Después de todo, allí no se hacía nada que no se hiciera también en Houston, sólo que se hacía mejor. De todos modos, era interesante estar presente, pues podía descubrirse mucho sobre las operaciones secretas. O'Brian no era un frío guerrero, pero pertenecía al Ejército, y cuanto más descubriera sería mejor para él. Pertenecía a la nueva especie de oficiales graduados en matemática y física, pero siempre sería oficial. Llevaba el maletín bajo el brazo y observaba las mesas y las instalaciones, que le eran ya familiares. No se trataba del equipo más moderno del mundo, pero funcionaba, y muy bien, por cierto.
—¿Son las cifras prometidas? —preguntó en ruso una voz profunda.
—Lo son, señor —respondió O'Brian en el mismo idioma, con toda fluidez.
Y se volvió para saludar al corpulento teniente general V. F. Bykovsky, a cargo de todo aquello. Bykovsky le devolvió el saludo con un indiferente gesto de la mano, aparentemente tranquilo y algo tonto. Pero O'Brian no se dejó engañar. El general era presidente de la CEUS, derivado de la CIC (Comisión para la Exploración y la Utilización del Espacio, dependiente de la Comisión Interdepartamental Permanente de Comunicaciones Interplanetarias). Eso le convertía en el personaje principal de toda actividad espacial soviética, sólo responsable ante el Comité Central. Toda una personalidad, por cierto. O'Brian abrió su maletín y sacó un grueso fajo de papeles.
—Los últimos datos de la órbita, calculados hace una hora para las tres circunvoluciones próximas —dijo.
—Muy bien —aprobó el general Bykovsky, alargando la mano.
—Muy bien no, excelente —corrigió el académico Tsander, a espaldas de ellos—. Los necesitamos para corregir nuestra propia órbita.
No llegaba a los hombros de aquellos dos grandes militares, pero allí la estatura no contaba para nada: lo importante era la responsabilidad, y su responsabilidad era el aterrizaje de los propulsores. Los papeles eran suyos. Les echó una mirada rápida mientras se alejaba arrastrando los pies y murmurando para sí:
—¿Qué piensan hacer con el propulsor del cuerpo central? —preguntó O'Brian en tono indiferente.
Bykovsky recibió la pregunta con una ligera sonrisa, pero sus ojitos tártaros permanecieron serios.
—Hacerlo aterrizar, por supuesto —replicó—. ¿No es ésa nuestra misión?
—Claro que sí, general. Pero usted sabe que hubo algunos problemas con la ignición. La prensa menos seria comienza a hablar de un posible aterrizaje violento.
Tsander reapareció con un cigarrillo colgándole de los labios y el pelo blanco alborotado por detrás. El fajo de papeles que llevaba bajo el brazo había aumentado de tamaño.
—Tenemos que hablar, señores —dijo—. Valery Fiodorovich, ¿puedo usar su oficina?
—Naturalmente —respondió Bykovsky, señalando el camino.
Sabía muy bien lo que pensaba el académico: su oficina tenía micrófonos ocultos; allí era imposible hacer tratos secretos, y tampoco se podría afirmar después que los habían hecho. No era por casualidad que Tsander había llegado a esa edad y a ese puesto sin sufrir daño alguno.
—Tomen asiento, señores. Vodka, por supuesto.
Tsander lo rechazó; O'Brian, en cambio, aceptó el vaso con placer. Sabía exactamente hasta dónde podía beber aquel relámpago transparente sin perder la lucidez, y entonces no tomaba una gota más. Era vodka polaco, aromatizado con hierbas, tal como a él le gustaba.
—¡Zdarovya! —dijo Bykovsky, mientras vaciaban los vasitos que él volvió a llenar de inmediato—. ¿Qué debemos discutir, académico?
—Usted lo sabe muy bien; el aterrizaje de ese último propulsor. Lo que quiero saber es si lo discutiremos a solas o en compañía del coronel O'Brian.
Bykovsky suspiró en secreto en tanto vaciaba otro vaso, pensando en todos los micrófonos ocultos en ese cuarto y en todos los oídos que estarían escuchando esa conversación. Por suerte había tenido en cuenta esa posible contingencia; tras varias llamadas telefónicas contaba con una decisión tomada por los superiores. Estaba a salvo.
—La respuesta es evidente —manifestó. (¡Evidente! ¡Horas enteras de llamadas telefónicas!)—. Se trata de un proyecto conjunto en todo sentido. Las cifras que el coronel nos ha proporcionado son de un valor incalculable, ¿verdad? Pero no tiene responsabilidad alguna en el aterrizaje del propulsor. ¿Le resulta satisfactoria esa respuesta?
«Bonita forma de quedarse con todo», pensó O'Brian mientras sorbía otro vodka con una expresión perfectamente neutra. Si el aterrizaje se efectuaba sin problemas... lo habrían manejado ellos solos. Si había dificultades, la responsabilidad era compartida y se podía culpar de ello a las cifras proporcionadas por Estados Unidos. Típicamente soviético. Frente a ella, la política del Pentágono parecía elaborada por niños de pecho. Finalmente asintió.
—En ese caso está decidido —dijo Tsander con firmeza—. He aquí nuestro problema. Los primeros intentos de conectar el cuerpo central no tuvieron éxito. Según parece, el motor tres está en dificultades y lo han desconectado. Supongo que también se ha desconectado el motor uno para que el impulso de los otros dos quede equilibrado. Pero éstos no funcionan.
—¿Qué hay de los motores de orientación? —preguntó O'Brian.
—Aún no han sido probados, y no lo haremos hasta que se tome una decisión con respecto al procedimiento. Otro problema es el combustible que todavía resta dentro del propulsor. Es aproximadamente el veinticuatro por ciento de su capacidad total.
—¿A cuánto equivale eso? —preguntó Bykovsky.
O'Brian, que había estado haciendo repiquetear velozmente su calculadora, respondió:
—Cerca de seiscientos mil kilos. Hidrógeno y oxígeno. La combinación química más explosiva que se puede emplear como combustible.
—Lo sé muy bien —replicó Bykovsky, sin inflexiones—. Siga, por favor, Tsander.
—Dije que el combustible era un problema, pero no hay por qué preocuparse en demasía. Gran parte de él se consumirá durante el aterrizaje, y mi personal asegura que el resto no representa amenaza alguna. Hervirá inofensivamente en cuanto el propulsor esté en tierra, siempre que podamos poner en funcionamiento los motores y dominar el artefacto. Dije «siempre que podamos»; téngalo en cuenta. Es necesario estar preparados por si no logramos que esos motores funcionen debidamente.
—Sí —acordó O'Brian—; tal vez sea mucho pedir de un sistema de controles que ya ha fallado dos veces y ahora parece estar fuera de funcionamiento.
—Tal vez, pero esa dificultad ha sido calculada. Ahora deberíamos tener control digital directo del encendido. Nuestra única alternativa es quedarnos cruzados de brazos hasta que acabe la órbita, dentro de pocas horas, y el propulsor se destruya.
—¿Se destruirá? —preguntó O'Brian, serenamente.
—Ah, sí, coronel —respondió Tsander, mientras le guiñaba un ojo engañosamente manso—. Usted se refiere a lo que dicen los periódicos. Son tonterías escritas por quienes no tienen la menor noción de lo que es una órbita ni conocimiento alguno de física. Este propulsor no podría soportar su propio peso si no estuviera presurizado. En un envase de plancha muy delgada que contiene en estos momentos una gran cantidad de material altamente explosivo, como usted mismo acaba de señalar. Arderá tranquilamente en la atmósfera, de un modo bastante espectacular, puedo asegurárselo. Pero además es una máquina muy costosa, el verdadero corazón del Programa, pues éste depende de que podamos recuperar los propulsores y volver a usarlos. Por otra parte, nos convendría revisar los motores y los circuitos para descubrir en qué consistió el fallo, a fin de que no vuelva a repetirse.
—Las razones son excelentes —dijo O'Brian—, pero apuesto a que usted no quiere ser responsable de algún enorme hoyo en el planeta o de algunos ciudadanos hechos polvo.
Tsander encendió otro cigarrillo y se inclinó con benevolencia.
—Lenguaje directo el suyo, a la norteamericana. Sí, ése es el quid de la cuestión. ¿No está usted de acuerdo, general?
—Por supuesto —respondió Bykovsky.
Comenzó a pasearse por el cuarto como un oso enjaulado, con las manos a la espalda, en profundas cavilaciones.
—En ese caso nos vemos ante dos decisiones posibles —dijo—. O no hacemos nada y esperamos que el propulsor se incendie, afrontando la remota posibilidad de que haya un impacto.
o intentamos la ignición y el aterrizaje bajo control. ¿No cabe la tercera posibilidad de que logremos ignición y podamos enviarlo a una órbita más alta, para pensarlo después?
—Es posible, pero sería contraproducente. Equivaldría a admitir que hay peligro, que no podemos dominar nuestras propias máquinas y las echamos al espacio cuando se ponen difíciles.
—Y no tenemos ningún interés en admitir semejantes cosas, profesor. Por tanto, quedan sólo dos alternativas: cruzarnos de brazos y dejarlo arder o tratar de que descienda intacto. Si fallamos, siempre habrá tiempo para dejarlo arder.
—Es exactamente lo que yo pienso, general —dijo Tsander—. La pasividad acabará con el propulsor. La actividad puede destruirlo también..., o recuperarlo, lo cual sería muy ventajoso.
—Bueno, la respuesta parece obvia, ¿verdad, coronel? —concluyó el general, volviéndose hacia O'Brian con la cabeza ligeramente inclinada, como si aguardara ansiosamente una respuesta.
—Me siento tentado a darle la razón —acordó el norteamericano con lentitud—. De todos modos ese propulsor parece destinado a arder, pero al menos así le daremos una oportunidad. No puedo darles ningún consejo, puesto que aquí soy un mero observador, pero por lo visto tienen la decisión tomada.
Tsander arqueó las cejas ante los comentarios de O'Brian.
—Me encanta la irrestricta restricción de sus restringidos comentarios —observó secamente—. Si algún día abandona el Ejército, coronel, le espera un brillante porvenir en la política.
O'Brian se inclinó ligeramente, sonriendo. Después volvieron a ponerse serios.
—Nos estamos quedando sin tiempo, general —dijo Tsander—. ¿Qué decisión hay que adoptar?
—Creo que la decisión es forzosa. Debemos hacer lo posible por recuperar el propulsor intacto. Comience con el programa de rescate.
No había más que decir. Tsander aguardó a que los otros acabaran un último vaso de vodka y después volvió al Centro de Control de Tierra. Allí tenía O'Brian su oficina, especialmente construida para su tarea de enlace. Se trataba de un rincón separado con cristales, donde contaba con indicadores que le proporcionaban los datos de casi todas las mesas agrupadas más allá. Su personal constaba de seis sargentos, de los cuales había uno de turno a cualquier hora. La disciplina era muy relajada: el sargento Silverstein se limitó a saludarle con un gesto del pulgar y se volvió hacia el teletipo para informar de su llegada. La máquina respondió con un parloteo.
—Le esperaban con impaciencia, coronel —dijo Silverstein—. Washington y Houston quieren saber urgente opinión soviética reorbitación aterrizaje suave posibilidades cuerpo central.
—O sea, quieren saber qué diablos va a pasar con esa porquería.
—Más o menos de eso se trata.
—Informe que se está haciendo intento recuperación completa aterrizaje suave mediante aceleración y frenaje orbital. Enviaré detalles.
—Roger.
El teletipo volvió a repiquetear mientras O'Brian conectaba los circuitos de comunicación. El ordenador de ese salón estaba en contacto directo con el instalado en el propulsor, formulando preguntas y obteniendo respuestas. La posición del aparato era muy importante; lo primero era averiguar hacia dónde apuntaba la proa: si hacia las estrellas o hacia la Tierra. Debido a la fallida separación, el cuerpo central había girado sobre sí y ya no estaba en la dirección correcta para recibir aceleración e impulsarse hacia una nueva órbita. Los cohetes de maniobra tendrían que encargarse de ajustar su posición Sería la primera prueba de destreza para quienes debían controlar el gran cohete y llevarlo a ciento veinticinco kilómetros de altura.
—Comiencen con el programa —dijo serenamente el profesor Tsander en cuanto se hubo hecho todo lo posible.
—En marcha.
Transcurrieron algunos minutos antes de que todos los datos fueran correlacionados; enseguida estallaron muestras de júbilo en la cámara superior.
—Los rusoskis parecen muy contentos, coronel —observó Silverstein.
—Ya han logrado la mitad del triunfo, sargento. Puede informar que las maniobras de órbita parecen tener éxito. Propulsor en posición correcta para operación de cohetes principales si es que operan. Eso último no lo diga.
—Entendido, señor.
Era el gran momento. Pasaron casi dos horas, antes de que el programa y los resultados pudieran considerarse satisfactorios. El motor averiado y el opuesto debían estar desconectados y corregido el fallo que había impedido la ignición desde la Prometeo. Ahora debía funcionar correctamente.
«Debía»..., pero las dudas eran muchas, según pensó O'Brian, muy feliz de que la decisión no le hubiese correspondido. Se sirvió un poco del café del termo y contempló el reloj de la cuenta atrás, que iniciaba la marcha. «Ahí va», pensó; «ahí va».
La cuenta llegó al cero. La señal de radio salió disparada hacia el receptor que aguardaba en el propulsor. Se pusieron en funcionamiento llaves invisibles y de inmediato llegó el informe de los monitores.
— ¡Hay contacto!
El júbilo fue moderado. Era un gran éxito, pues habían puesto en funcionamiento los motores tras el fracaso del equipo a cargo de la Prometeo. Peor para los ingenieros norteamericanos; eran propulsores soviéticos y se entendían bien con los controles del mismo origen.
De pronto una aguja saltó hacia el máximo, y luego otra. Se oyó el ruido del ordenador; en los listados aparecieron columnas de cifras.
—Hay dificultades.
—El funcionamiento de los motores es inconstante.
—¡Ataquen!
—Siguen en marcha. No podemos apagarlos.
O'Brian se volvió hacia Silverstein, gritando:
—Importantísimo. Problemas de ignición en propulsor. Funcionamiento inconstante. Parece fuera control. Informaré detalles.
—¿Malas noticias, señor? —preguntó Silverstein mientras operaba el teclado.
—Buenas no son, de eso estoy seguro. Muy pronto veremos hasta qué punto son malas.
22
TTD 07,20 - COTTENHAM NEW TOWN
«Qué voy a hacer, ¡oh, Dios! , qué voy a hacer», se preguntaba Irene, desesperada la noche anterior Henry se había sentado a la mesa de la cocina para escribir a aquella pensión de Blackpool donde se había alojado los dos últimos meses. Acababa de saber la fecha de sus vacaciones y quería reservar con anticipación las mismas habitaciones. Le había dejado la carta para que la echara al correo, pero aún seguía en la repisa, contra el jarrón de porcelana que habían comprado allá como recuerdo. ¿Se atrevería a echarla al correo? Precisamente esa mañana, escasa de dinero para comprar la carne del domingo, había sacado hasta el último centavo de la Caja de Ahorros. El último; parecía increíble. Pero así era: no quedaba nada. En vez del montón de libros que debía servir para los regalos de Navidad y para las vacaciones, nada. Tarde o temprano Henry lo iba a descubrir, ¿y entonces?
Irene se cubrió el rostro con el delantal y se meció sollozando, en silenciosa angustia. «¿Qué voy a hacer, qué voy a hacer?»
Judy y May ignoraban por completo las aflicciones de su madre. De haberlo sabido se habrían preocupado... por un ratito. Para ellas la vida estaba llena de problemas mucho más simples: sacar buenas notas en la escuela sin esforzarse demasiado, conseguir ropa y zapatos nuevos, cosas todas que guardaban relación directa con su nuevo interés por los muchachos, súbitamente descubierto; hasta hacía pocos meses esas criaturas les parecían sucios animales que era preferible evitar.
Henry Lewis tensó el cuerpo, apretó los dedos del pie contra la barra y levantó el brazo derecho, entrecerrando el ojo izquierdo. Ceñudo y atento, respaldado por muchos años de práctica, miró la punta de acero, echó el brazo hacia atrás y dejó volar el dardo. ¡Lástima! ¡Un poquito fuera del doble siete que le habría hecho ganar!
— ¡Buen tiro, Henry!
—Por lo menos no la clavaste en la puerta del lavabo.
Tomó un buen trago de cerveza y no respondió, aparentemente impávido ante los comentarios. No era ninguna tragedia, pero le fastidiaba; tendría que haber acertado. De cualquier modo se le daría otra oportunidad, pues Alí no puntuaría en esa vuelta El vaso había quedado vacío; lo llevó al mostrador para llenarlo de nuevo. George estaba secando unas copas, sin apartar los ojos del televisor. Henry empujó hacia él su jarra.
—Dice el locutor que los rusos tienen líos con ese cohete —informó George mientras lo llenaba con al chorro espumoso.
—Dinero tirado, eso es.
Alí había tallado, de modo que todavía le quedaba esa oportunidad. Esta vez lo conseguiría. Henry be volvió hacia la diana con paso decidido.
—El periódico dice que puede ser peligroso.
—Nada que nos ataña, nada —dijo Henry, dejando el vaso sobre el mostrador.
Giles Tanner no hallaba ningún atractivo a aquella noche calurosa. Estaba en pie desde las cuatro de la mañana y se sentía fatigado hasta los huesos. El trabajo de la granja nunca había sido agradable, pero ese verano era agotador. Los días resultaban demasiado largos y había demasiadas cosas para hacer. En cuanto acababan las lluvias y el maíz estaba seco era el momento de recogerlo. Para colmo el chico había pescado la gripe; no era cosa de enojarse con él por estar enfermo, pero no podía habérsele ocurrido en peor momento. Azuzó con un palo a la vaca que se había desviado del sendero y el animal se reunió con los otros para seguir rumbo al corral.
Allí tendría que ordeñar; Will ya se habría encargado de eso, de no estar en cama, pero en esas condiciones Giles no tenía más remedio que interrumpir la siega para ocuparse de esa tarea; incluso con las ordeñadoras automáticas era pesado. Después, de nuevo al campo, al tractor, a la siega. ¡Qué mierda de vida!
El palo volvió a caer, esta vez sin motivos, y la vaca dio un brinco hacia adelante con un mugido de protesta. Giles las condujo hasta el corral. Un atardecer sereno, de cielo despejado; no iba a llover, gracias a Dios; al menos podría recoger el maíz. ¡Qué tarde era! Entró al establo con un gruñido y cerró la puerta tras él.
Andrew vio la estrella y echó una mirada a su reloj. Era la hora; no convenía llegar demasiado temprano para esperar en la puerta, ni demasiado tarde e impacientar a sir Richard. Acabó las últimas gotas de whisky con un suspiro de satisfacción; malta de la mejor. Secó la jarrita de metal y la guardó en la guantera. El motor arrancó al primer golpe de llave. ¡Qué máquina, el Rolls Royce! Puso la marcha y comenzó a bajar la colina hacia la fábrica. Era una vida aburrida, pero feliz.
Sir Richard apagó el magnetófono y volvió a arrojar las cartas sin atender en la bandeja correspondiente. Esperarían hasta el día siguiente. Se estiró con un bostezo, se ajustó la corbata y abrochó el cuello de su camisa. Sólo después de ponerse la chaqueta, cuando iba ya hacia la puerta, sintió el aguijonazo de una duda: ¿era obligatorio llevarse todas las noches la cartera a casa? De cualquier modo, esa noche había motivos: aún no había echado siquiera un vistazo a los nuevos cálculos de compra, y los proveedores de productos químicos llegarían a las once en punto del día siguiente.
Tomó el maletín, apagó la luz y se encaminó hacia la entrada principal. El portero de noche, que estaba inclinado sobre la mesa, se levantó al verle pasar.
—Le abriré la puerta, sir Richard. Qué hermosa noche, ¿no?
—Últimamente tenemos buen tiempo, al parecer. Buenas noches.
Andrew le esperaba ya con la portezuela abierta. La noche era hermosa, por cierto. Sir Richard se detuvo un instante para saborearla, y observó los últimos colores del crepúsculo.
El último de los propulsores había quedado solo, lejos estaban la Tierra y los nombres que lo habían construido pero quienes deseaban controlarlo aún mantenían contacto. Llevaban horas enteras habiéndole; sus mensajes invisibles eran recogidos por los circuitos cerrados de las antenas, que los transmitían al ordenador, el cerebro mecánico de aquella criatura espacial. Este cerebro se había comunicado con el gran ordenador de Tierra para responder exhaustivamente a todas sus preguntas. Y finalmente había recibido sus órdenes. Eran simples y fáciles de obedecer. De las toberas surgieron pequeños chorros de gas comprimido. El enorme cuerpo rotó sobre sí y se lanzó en órbita. Cuando los ordenadores y sus amos estuvieron satisfechos, se detuvo y aguardó la orden final, la señal que daría comienzo a la maniobra definitiva.
Llegó bajo la forma de ondas de radio codificadas. Fue recibida por las antenas, transmitida al ordenador a través de los circuitos de comunicación, convertido en órdenes. Por los cables corrieron ondas eléctricas; se lanzaron relés, se giraron llaves, se abrieron válvulas. Las bombas lanzaron el combustible de hidrógeno a través de los orificios que abrían paso al motor, donde se combinaría con el oxígeno necesario para arder. Contacto. Una chispa... y la llama surgió en una lengua ígnea y larguísima.
Uno de los dos motores en funcionamiento pareció tartamudear. La llama se apagó, volvió a surgir, desapareció por segunda vez y originó una nube de partículas que habían escapado a la combustión. El otro motor siguió rugiendo durante algunos segundos, hasta que su compañero arrancó nuevamente y disparó su poderosa llama para igualarlo. Los dos rugieron a la par para alcanzar la aceleración debida.
Pero en ese momento no debían estar en funcionamiento. Se había indicado una breve eyección para que el cuerpo central iniciara la órbita descendente hacia las estepas rusas, donde los motores entrarían otra vez en funcionamiento para descender suavemente. Las cosas no serían así. Las constantes eyecciones impulsaron el cohete hacia la atmósfera a velocidad creciente, hasta que los motores acabaron por detenerse, agotado ya el combustible.
En pocos segundos la atmósfera golpeó contra él con toda su fuerza; la fricción entre las moléculas de aire y el metal que descendía a cinco millas por segundo lo calentó más y más, hasta que todas las aristas centellearon al rojo vivo y, finalmente, al rojo blanco. Como la presión no era uniforme, el gran cohete vaciló, se meció en la ligera atmósfera y empezó a girar.
Había sido diseñado para mantenerse con la proa hacia arriba, a fin de aterrizar sobre la popa. Con relativa facilidad volvió hacia abajo las grandes toberas de los motores, hechas de material ablativo para resistir el calor de la caída. Pero nada podía resistir esa velocidad ni ese recalentamiento. Ardió y comenzó a disgregarse en fragmentos encendidos. Pocos momentos después toda su estructura empezaba a desintegrarse.
Pero ya era demasiado tarde. La velocidad era excesiva. La masa incandescente de fuego y metal abrió un agujero en la atmósfera, a través, de las nubes. Descendía en dirección a la Tierra, hacia el paisaje que se extendía por debajo.
Sir Richard miró por última vez el cielo crepuscular, aspirando el aire del atardecer. Las primeras estrellas estaban ya en el horizonte; una de ellas asomaba en el cénit; parecía una estrella errante.
No, no era estrella; era una luz, una llama. Se presentó como un punto luminoso; enseguida fue un disco; finalmente, una espada flamígera, increíble, que apuntaba directamente hacia él, lanzada para atravesarle.
Por un instante su espantado rostro se inundó de un resplandor rojizo; la tierra, los edificios, todo quedó iluminado, como ante una aurora de terrible carmesí.
Enseguida vino el impacto.
Seiscientas toneladas en forma de cohete golpearon la tierra a cinco millas por segundo, convirtiendo aquella aterradora velocidad en energía, en calor que estalló hacia afuera con el poder de una bomba atómica. La fábrica, los edificios de Cottenham New Town, los jardines de la biblioteca; las tiendas, las tabernas: todo lo que había sobre la colina desapareció en un instante.
Edificios, ladrillos, cuerpos, árboles, muebles, automóviles, todo destruido en una fracción de segundo, evaporado en el calor, desgarrado y desprendido de la existencia. Toda la fábrica y media ciudad desaparecieron en la primera explosión; el resto le siguió tan de cerca que no hubo tiempo ni advertencia. Tal vez algunos percibieron fugazmente el increíble estruendo del impacto y el relámpago subsiguiente; quizá unos pocos supieron que lo imposible había ocurrido; entonces habrían sentido el principio de un pánico que fue cortado de raíz antes de formarse.
Tras la explosión, la onda expansiva. El aire, bajo aquella presión que superaba en mucho su capacidad de absorber más energía, hizo circular aquella carga tremenda apenas un segundo después, como un toldo mortal que se expandía en todas direcciones. Pasó a través de una bandada de pájaros, una milla más allá, y absolutamente todos cayeron muertos.
En la superficie del suelo fue como el ataque progresivo de invisibles cañones que levantaron la corteza, los árboles y las cercas, las plantas, los animales, los edificios, para convertirlos en polvo. Pasó por la granja de los Tanner mezclando hombre, vacas, leche y máquinas en un revoltijo repugnante. En el mismo instante voló la casa en donde estaban la mujer y el hijo de Giles.
El dardo jamás alcanzó el blanco, el juego quedó sin terminar, los planes para las vacaciones ya no se llevarían a cabo. Irene no tenía por qué preocuparse por la cuenta de Ahorro Postal; ese año no irían a Blackpool.
Para veinte mil novecientas treinta y una personas, hombres mujeres y niños, ya no habría vida ni futuro. En el sitio que ocupara esa ciudad, burbujeante de movimiento, sólo quedaba un páramo devastado, un desierto de muerte entre las verdes praderas inglesas, pudorosamente oculto, por el momento, por una mortaja de polvo y humo que velaba todo aquel espanto.
23
TTD 07,52
Mientras el presidente Bandin estaba en el baño, en su propio baño privado, alguien llamó a la puerta. Segundos después salió con la toalla en las manos y los ojos echando fuego. Allí estaba Bannerman, palidísimo, casi tembloroso. Eso ya fue bastante para detener a Bandin, que nunca en la vida había creído ver en esas condiciones a aquella cara de piedra. Súbitamente representaba la edad que tenía, e incluso más.
La noticia fue transmitida en pocas palabras.
—Dios mío —fue lo único que Bandin pudo decir, en un áspero susurro.
Ni siquiera tenía conciencia de estar hablando. Se dejó caer contra la puerta del baño, con la toalla entre las manos.
—Dios mío, ¡oh, Dios mío!
Corrieron los segundos, los minutos, casi una hora entera antes de conocer detalles sobre lo ocurrido. El coronel O'Brian, el silencioso testigo de Kapustin Yar, supo que algo había salido muy mal simultáneamente con quienes ocupaban los puestos de control. Tenía ante él los mismos datos, idéntica información. Con los puños apretados, tensos, observó el vacilante encendido; después, el funcionamiento que nadie podía interrumpir... y el cambio en la órbita. Era imposible valorar con rapidez ese nuevo recorrido. Tuvo conciencia del pánico creciente, de la histeria oculta en las voces de quienes anunciaban a gritos las dificultades. En los meses siguientes tendría oportunidad de verificarlo a través de muchos interrogatorios secretos. Por entonces sólo podía esperar.
Al llegar los datos el ordenador reveló una órbita. Era increíble. Las voces se apagaron lentamente, cesó todo ruido. La órbita fue trazada en la pantalla. El cambio, el giro, el descenso, la aceleración. Cada uno vio mentalmente el peligro inconcebible lanzado hacia ellos, y contempló, minutos después de la tragedia, el último vuelo del propulsor central de la Prometeo I. Cada uno de ellos lo vio todo hasta el momento completamente incomprensible en que la órbita, el sendero del propulsor en el espacio, llegó a su fin.
El ordenador, que había estado imprimiendo largas columnas de cifras, proporcionó la última información y quedó en silencio. Simultáneamente cesó la cháchara de la máquina impresora. El silencio fue absoluto.
— ¡Envíe eso! —ordenó O'Brian.
El mismo se sorprendió ante la rudeza de su voz. Silverstein, cogido por sorpresa, levantó la vista. No sabía una palabra de ruso y menos aún de tecnología espacial; en consecuencia, no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo.
—Prioridad absoluta —indicó el coronel—. ¡Absoluta! Para el presidente. Desperfecto cuerpo central. Aparentemente chocó Tierra sitio desconocido.
Trazó unos garabatos en el papel que tenía ante sí y efectuó unos rápidos cálculos.
—Primera estimación zona cincuenta y dos grados latitud norte longitud cero.
—¿Dónde queda eso, coronel? —preguntó el sargento, a medida que iba comprendiendo un poco.
—¿Longitud cero? En Greenwich, Inglaterra.
Ambos se miraron como para compartir aquel horror. Conocían bien Gran Bretaña y sabían que estaba densamente poblada. Silverstein transmitió lentamente la información que el superior acababa de proporcionarle, pero supo que eso era sólo el esquema de la tragedia. Cuando ya no quedó nada por informar, transmitió una petición de datos con respecto al punto de impacto, a responder con urgencia.
El análisis de órbita fue enviado directamente desde Kapustin Yar a la Casa Blanca, seguido por la órbita trazada en Houston según las estaciones que seguían el vuelo. Por último, Houston suministró sus propias cifras y las soviéticas al ordenador, para obtener un dato aproximado sobre el punto de impacto, con diferencia probable de hasta medio kilómetro.
En vez de llevar la información provisional al presidente, el titular de la Oficina de Informaciones de la Casa Blanca foto copió un mapa de la parte meridional de Inglaterra y dibujó un círculo rojo sobre el lugar indicado. Finalmente puso el mapa y las cifras definitivas en un maletín de cuero y corrió hacia e ascensor. Dado que era muy conocido y que ya circulaban rumores sobre lo acontecido, los guardias de la sala de conferencias abrieron la puerta al verle llegar.
Allí estaba casi todo el gabinete, convocado a toda prisa. Todas las miradas se dirigieron hacia él. El presidente le tendió la mano para recibir los papeles y miró al grupo en silencio hasta que la puerta se hubo cerrado. Después, lentamente, levantó la cabeza; los dedos le temblaban imperceptiblemente.
—Por lo que se ve aquí, parecería que el cohete cayó en medio del campo. Hay mucho campo en Inglaterra.
Pero su tono hueco no convenció a nadie, ni siquiera a él mismo. Pasó el mapa al general Bannerman. El viejo militar sacó del bolsillo los anteojos enmarcados en oro, olvidando que jamás los usaba en público, y se los puso para estudiar el gráfico.
—Parece campo, sí. Pero hay una carretera que pasa directamente por aquí. La conozco y sé que es muy transitada. Y aquí hay un nombre, aunque no se lee bien. Parece decir Gottenham New Town».
—Cottenham New Town —corrigió el doctor Schlochter con su voz más escolástica; el secretario de Estado, a diferencia de los demás, parecía muy poco conmovido por los acontecimientos—. Es uno de los más logrados intentos británicos por trasladar la industria ligera a las zonas más necesitadas de desarrollo. Como ustedes recordarán, estuve en la ceremonia de inauguración con el ministro de Trabajo.
Nadie lo recordaba ni se esforzaba en hacerlo. El presidente se volvió hacia Charley Dragoni, que estaba sentado en su mesa de secretario con el auricular del teléfono pegado al oído.
—¿Y? —preguntó en voz alta.
—El personal de su despacho está tratando de llamar a Whitehall y a nuestra Embajada en Londres, señor presidente. No saben más que nosotros, pero nos informarán en cuanto tengan noticias. Yo me he comunicado con el palacio. El primer ministro está ocupado en este momento con los informes, pero ya está informado de esta llamada... A ver, perdón... ¿Sí?
Todos aguardaron en silencio mientras Dragoni escuchaba el mensaje.
—Sí, gracias; le informaré.
Y levantó la vista hacia el presidente.
—El primer ministro se pondrá en contacto con usted dentro de unos minutos, señor, en cuanto haya terminado de hablar con el Kremlin.
—¿Se sabe qué magnitud puede tener ese impacto? —preguntó el doctor Schlochter—. Tal vez estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Todos los días hay accidentes de aviación que se olvidan en menos de veinticuatro horas.
Pero Bannerman tenía varias cifras garabateadas en una hoja de papel; sus palabras llenaron el silencio siguiente:
—De Kapustin Yar informan que aún quedaba en el propulsor un veinte por ciento de combustible. Eso, más el peso total del proyectil, nos da una masa superior a los quinientos mil kilos. En este caso la velocidad tiene mucho que ver. A noventa kilómetros por hora haría un gran agujero en la tierra y nada más. Pero Houston informa que, aun reducida la velocidad por la fricción de la atmósfera, ha de haber alcanzado por lo menos los seis mil metros por segundo, lo que equivale a veintiún mil kilómetros por hora. Más o menos la mitad del poder explosivo que representa una bomba atómica.
—Señor presidente, el primer ministro —anunció Dragoni.
Bandín levantó el auricular del aparato que tenía junto al codo.
—Sí, estoy esperando. Sí. Señor primer ministro, el presidente Bandin al habla. Estoy tan atónito como usted por este espantoso accidente. Esperamos, rogamos porque no haya costado muchas vidas. Sí, lo siento. Dice usted que... ¿cuánto?... Sí, comprendo. Dios Santo, esto es terrible. No tengo palabras para... Toda la ayuda que podamos.. Claro que comprendo. Aunque no somos responsables de esta tragedia, como usted sabe, nos sentimos responsables en la medida en que se trata de un proyecto conjunto. Claro que el cohete era soviético, pero haremos todo lo que esté en nuestra mano en este momento tan angustioso. Sí, gracias Adiós.
Bandin colgó suavemente el auricular y miró a su alrededor; todos esperaban en absoluto silencio.
—Lo peor —dijo—. Ese maldito cohete cayó precisamente sobre esa ciudad, esa Cottenham de la que ustedes hablaban. La borró del mapa como si se tratara de un misil. Naturalmente todavía no hay cifras definitivas, pero el primer ministro estima que hubo por lo menos veintiuna mil víctimas... Y eso contando sólo a los habitantes de la ciudad; además, hubo accidentes en todas las carreteras cercanas. Incendios. Ha declarado alarma nacional y movilizado tropas, ambulancias, brigadas de incendio, todo lo que ha podido.
—Podríamos ofrecer la ayuda de los cuerpos de ejército con base en Gran Bretaña —sugirió Schlochter.
—No —replicó Dillwater con mucha firmeza—. Yo aconsejaría que el personal norteamericano se mantuviera dentro de las bases. Los británicos tienen suficiente mano de obra para arreglarse solos. Por más que el cohete sea soviético, estamos metidos en esto hasta las narices, y no creo que los nuestros gocen allá de mucha popularidad, al menos por un tiempo.
—Apoyo esa idea —dijo Bannerman—. Si usted está de acuerdo, señor presidente, daré una orden para que las cosas se hagan así.
—Sí, probablemente usted está en lo cierto, dadas las circunstancias.
Bannerman cogió el teléfono en tanto el presidente agregaba:
—Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Tiene que haber algo.
No hubo respuesta entre los miembros de su Gabinete.
—¿Qué efecto tendrá esto sobre el proyecto Prometeo?
—No debemos permitir que sufra el menor retraso —respondió Dillwater—. Tenemos otros propulsores para reemplazar al que quedó destrozado, de modo que el proyecto puede continuar. Eso sí; es indispensable que este desastre no se repita.
—Ojalá. Tal vez podamos salir de ésta, pero no de otra situación por el estilo. Y no hace falta decirles cuántas cosas dependen de este proyecto. El prestigio nacional, el golpe económico contra los árabes... y la próxima elección. Si Prometeo queda en la nada y el pueblo no ve ningún beneficio en lo que se ha gastado hasta ahora, el año que viene habrá alguien del otro partido en esta silla. Quiero hablar con Polyarni en cuanto sea posible. ¿Y qué pasa con la Prometeo? Con este lío nos olvidamos de ella.
—No, señor presidente —respondió Dillwater—. Están preparando el motor para el encendido; pronto estará en funcionamiento. Le mantendremos informado. Pero no alcanzarán la órbita final por lo menos hasta dentro de cuarenta y ocho horas. Sólo entonces comenzará el montaje del generador.
—Mejor así. Pónganme con Polyarni. Quiero saber qué piensa el Kremlin de todo esto. En esta ocasión sí que debemos mantenernos unidos.
24
TTD 12,06
La noticia del desastre, retransmitida por Control de Misión, llegó a la Prometeo cuando la cuenta atrás para el encendido del motor nuclear estaba casi acabada. Flax no mencionó el destino corrido por el cuerpo central mientras no tuvo los datos completos sobre la catástrofe. Entonces habló con Nadia para informarla de todos los detalles. La muchacha llamó a Patrick y a Ely, que seguían en el compartimiento del motor nuclear para dar las noticias personalmente a todos.
Cuando el mayor Gagarin, el primer astronauta, sufrió un accidente de aviación, su voz fue como la de Nadia en ese momento; aunque el motor de su aparato no funcionaba, se mantuvo en su puesto para esquivar una escuela y varias casas; hasta el momento del impacto, habló con toda calma, sin dejar traslucir ninguna emoción; Nadia había recibido el mismo entrenamiento.
—No puede ser —dijo Ely—. No, no puede ser.
—Es —respondió Patrick serenamente, en medio de un silencio impresionante—. Ocurrió. Pero no podemos hacer nada por solucionarlo; ocurrió, eso es todo, y la vida tiene que seguir. No sé quién es el culpable ni si hay en verdad un culpable. Y aunque no resultará nada fácil, tendremos que olvidarnos de esto y seguir trabajando. Nadia, no te apartes de la radio y mantennos informados de cualquier novedad. Ely y yo iremos a poner el motor en marcha.
Dirigió la mirada hacia el dato de TTD y los otros le imitaron.
—Las doce cuarenta y dos —dijo—. Nos queda poco tiempo; apenas doce horas para coger velocidad y salir de esta maldita órbita. Si no correremos la misma suerte que el propulsor. Y el agujero que haremos sería mucho más grande.
Sin hablar más, volvió a meterse por el tubo, seguido por Ely, para regresar al compartimiento del motor.
—Me pondré en contacto con Control de Misión —dijo Nadia, impulsándose desde la litera hacia la cabina de vuelo a través de la escotilla.
Coretta notó que tenía los ojos enrojecidos, no por las lágrimas, sino por el agotamiento; sus movimientos habían cobrado mayor lentitud.
—Te hablaré como médico —observó—: necesitas un descanso.
—Ya lo sé, gracias, pero por el momento no puedo. Tengo demasiadas cosas que hacer. Hay que revisar los purificadores de aire y el combustible.
—¿Puedo ayudarte?
—No. Es una tarea especializada que sólo Patrick y yo podemos hacer.
Y desapareció.
—Siempre lo mismo —observó Gregor—. Nosotros no podemos hacer nada, salvo esperar. Tú por lo menos eres médico y tienes algo que hacer. Yo soy un cero a la izquierda.
Su rostro había vuelto a llenarse de melancolía eslava.
— ¡Qué pronto te desanimas! —comentó Coretta, acercándose a él—. Reconozco que este viaje no tiene nada de alegre, pero no es tan malo. Mientras puedas quedarte en el puesto de pasajero, disfrútalo. Cuando estemos en órbita serás el más importante, la razón de ser de todo este viaje. Los pilotos no son más que conductores de taxi, y yo estoy para curar resfriados, pero si no me equivoco esto se llama Proyecto Prometeo y consiste en poner cierto generador solar en órbita. Ahora que el coronel no está, me parece que eres el único capaz de hacerlo.
El se retorció las manos.
—No sé cómo me las arreglaré sin Vladimir —dijo.
—Gregor, todo esto se te pasará con una buena siesta.
Coretta había tomado una actitud completamente profesional Abrió el botiquín de a bordo y sacó un tubito de píldoras. Mientras se acercaba a la litera tomó también un frasco de agua.
—Toma —dijo, alcanzándole dos cápsulas—. Trágalas con agua. Dentro de seis horas te daré otras dos.
—¿Qué es? —preguntó él, suspicaz.
—La respuesta de la farmacopea a los rigores de la era tecnológica. Calmantes. Borran la histeria de la vida diaria.
—No tomo drogas, gracias. No me hacen falta.
—No tienes por qué temer a estas píldoras, Gregor. Son para ayudarte, no para hacerte daño.
Y como notara síntomas de tensión en los ojos y en los labios de su compañero, agregó:
—Creo que a mí también me está haciendo falta aliviar un poco la tensión.
Se puso las píldoras en la boca, las mostró a Gregor en la lengua y las tragó con un poco de agua. Enseguida sacó otras dos del tubito.
—Ahora te toca el turno. Nada de discusiones.
En esa oportunidad él las tomó sin protestar. Coretta suspiró.
Mientras tanto Ely, en la estación de control del motor nuclear, no experimentaba el menor alivio. En realidad estaba sudando, a pesar del aire acondicionado que había en toda la nave. Los trabajos preliminares estaban casi terminados.
—Listo —dijo finalmente.
—Comienza —ordenó Patrick—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—No. Todo está en orden. Este motor es complejo, pero teóricamente simple. El polvo de uranio está encerrado en un remolino de neón dentro de los bulbos. Los tubos de cuarzo y la mezcla correspondiente están rodeados por hidrógeno combinado con algo de tungsteno para que no sea demasiado sensible el calor. El hidrógeno modera el plasma de U-235, que se calienta hasta llegar a 23.000 grados Kelvin; eso es lo que eleva la temperatura del resto del hidrógeno y lo hace estallar en la cámara de reacción. Ahora pasamos a la última etapa de la puesta en marcha: enviamos energía a las turbo-bombas que están en el circuito cerrado auxiliar de hidrógeno y...
Se interrumpió súbitamente: acababa de sonar un timbre y en el panel habían aparecido varias luces rojas. Se apresuró a mover varias llaves.
—¿Eso es normal? —preguntó Patrick.
—No, no es normal —respondió Ely, descubriendo los dientes en una sonrisa nada alegre—. Se ha detenido. Algo anda mal.
Al mismo tiempo miró el reloj de TTD 13,03. Quedaban menos de once horas antes de que cayeran en la densa atmósfera que les esperaba más abajo.
—¿Cómo es posible? ¿Qué pasa? —insistió Patrick.
—Todavía no lo sé.
Ely había programado el ordenador para que le presentara un diagrama en ocho colores de los circuitos y controles más importantes. Se dedicó de lleno a revisarlos, mientras explicaba:
—Aquí hay cinco motores, pero funcionan como una sola unidad y están mucho más interconectados que los motores químicos. Uno de ellos ha sufrido un desperfecto y eso es lo que estoy tratando de descubrir. Déjame solo, ¿quieres, Patrick? Tengo que hacerlo solo.
—De acuerdo. Estaré en la cabina de vuelo. Si me necesitas, llámame por el intercomunicador.
El piloto se impulsó hacia el compartimiento inferior. Allí estaba Gregor, acostado boca abajo en su litera; en realidad flotaba a pocos centímetros de ella, pero estaba sujeto por las correas. Patrick abrió la boca para hablar, pero Coretta se llevó un dedo a los labios. Después le llevó al rincón más alejado.
—Está durmiendo —explicó en un susurro—. No quiero que se le moleste. No está en muy buenas condiciones emocionales; la fatiga y la tensión han sido demasiado para él. Le di algunos somníferos diciéndole que eran tranquilizantes. Tuve que tomar dos para convencerle, pero me las arreglé para esconderlas en la boca.
—¿Está mal? —preguntó Patrick, contemplando al hombre dormido.
—No lo sé. En la Tierra podría hacer un diagnóstico, pero aquí todo es diferente. Para que los rusos le incluyeran en el proyecto han de haberle detectado una buena estabilidad.
—No lo des por muy seguro. Nuestros informes decían que era la única autoridad en transmisión de microondas apta para el vuelo. Tengo la impresión de que le enviaron por la fuerza.
—Eso explicaría muchas cosas. No parece tener temperamento ni constitución para estas cosas. Pero tiene que estar en condiciones cuando entremos en órbita. Ahora que el coronel ha muerto, es el único que puede poner en funcionamiento el generador. Si podemos mantenerle dormido por un rato estará en condiciones de trabajar cuando haga falta. Después no creo que haya problemas.
—Gracias, Coretta Tienes razón. Si necesitas algo, házmelo saber.
—No quiere tomar píldoras.
—Puedo ordenárselo. Ya me encargaré de eso.
Patrick se volvió hacia la cabina de vuelo, pero Coretta le cogió por la manga y le atrajo hacia sí.
—Un momento —dijo—. Tú también estás bajo atención médica.
—¿Vas a darme píldoras? —preguntó el piloto, ceñudo.
—No, comida y agua Lleva un poco también para Nadia.
—Claro, gracias Ahora que pienso en eso, estoy muerto de hambre y de sed.
Antes de reunirse con Nadia tomó del armario dos bolsas de plástico con alimentos y botellas exprimibles Después se ató al asiento y acercó la ración a su compañera.
—Hora de comer Ordenes medicas.
—Gracias Tengo sed.
—Come también.
Patrick se obligó a terminar la mayor parte de la carne en polvo antes de llamar a Control de Misión Mientras efectuaba la llamada informó a Nadia.
—Problemas con el motor.
—¡No! —exclamo ella, horrorizada, llevándose las manos al pecho— ¡Mas todavía! ¡No puede ser!
—Lo siento —repuso él cogiéndole una mano fría— Espero que no sea nada Ely está revisándolo.
—Prometeo aquí Control de Misión.
—Hola Flax Habla Patrick Debo informarte de un posible desperfecto de los motores atómicos La lista de revisión dio resultados positivos pero cuando tratamos de encender hubo luz roja.
Hubo una brevísima pausa antes de que Flax volviera a hablar Por lo visto en Tierra había tanta fatiga y tanto nerviosismo como a bordo.
—¿Se sabe la gravedad de la avería, Prometeo?
—No El doctor Bron se está haciendo cargo de eso El equipo encargado del motor de fisión, ¿esta disponible por si lo necesitamos?
—Por supuesto, todos están aquí Quieren saber si nos transmitirás los datos de puesta en marcha del motor.
—Roger Me ocuparé de eso.
Todos los pasos seguidos por Ely al poner en marcha el motor habían sido registrados por el ordenador de la nave Patrick utilizó los controles del puesto de comando para recuperar la información Cuando estuvo satisfecho oprimió el botón de transmisión para irradiar todos los detalles a alta velocidad a Control de Misión Mientras tanto el intercomunicador emitió una señal, Nadia recibió la llamada y le tocó el brazo.
—Dime —respondió él volviéndose.
—Era Ely. Cree haber descubierto lo que pasó. Le dije que estabas ocupado con Control de Misión. Viene hacia aquí.
Patrick asintió y cogió de nuevo el micrófono.
—Control de Misión, tengo más información sobre la avería. El doctor Bron me la comunicará enseguida. Según parece ha localizado los motivos del desperfecto.
—Y así es —intervino Ely, que entraba en ese momento.
Al ver la botella de agua en las manos de Nadia notó súbitamente que tenía la boca seca desde hacía rato.
—¿Puedo tomar un trago? Gracias.
Vació media botella sin respirar y se la devolvió.
—No hay nada que hacer, Patrick. Nada. Hablaré con el equipo de Control de Misión para que ellos lo verifiquen en el duplicado, pero estoy casi seguro de lo que pasó. Como sabes, toda la máquina se basa en los pesados tubos de cuarzo. Ese cuarzo es un buen material, y tal como está construida la máquina los tubos no corren peligro por temperatura. Pero aquellos saltos de pogo y el fallo en la separación del cuerpo central deben haber dañado algo...
—¿Algún impacto físico?
—Exactamente. El cuarzo es en realidad un cristal de lujo. Probablemente algo se estrelló allá atrás en el momento de la separación, porque según parece uno de los tubos se ha roto.
—¿Y no puedes cambiarlo?
Ely rió con amargura.
—¿Cambiarlo? Aunque tuviera repuesto sería imposible hacerlo aquí, en el espacio. Ese tubo está roto y roto quedará. Los motores no van a funcionar.
—Hay que hacer algo —insistió Patrick— No me digas que es imposible.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, podríamos echar un vistazo a los motores para ver qué ha pasado y proporcionar un informe completo a Control de Misión; a lo mejor ellos encuentran alguna solución.
—Eres un tipo muy optimista, Patrick.
Ely parecía haberse derrumbado bajo la tensión. Estaba encorvado y daba la impresión de haberse encogido.
—No es que sea optimista —replicó el piloto—. Cumplo con el trabajo que se me encargó. Hay programas como para cubrir muchas posibilidades. Ahora bien, tenemos un problema entre manos, pero nos hacen falta más datos. Tendrás que salir al espacio y apreciar los daños. Eso es lo primero. Nos queda un solo cordón umbilical intacto. Úsalo. Comienza a vestirte.
—¡Eh, más despacio! Nunca he caminado por el espacio y no tengo ganas de comenzar solo. Tú tienes experiencia y ahorrarías mucho tiempo.
—Pero yo no soy físico atómico y tú sí. Colaboraste en la construcción del motor, lo has dicho muchas veces; eres la persona más indicada para averiguar qué le pasa con una mirada.
Patrick se dirigía ya hacia el armario de los trajes, pero se volvió ante un pensamiento repentino, agregando:
—¿O tienes miedo de salir?
Ely sonrió.
—Sí, a decir verdad se me encoge el culo sólo pensar en andar por ahí fuera con un tubo y un par de cables. Todo este viaje me da miedo. Pero vine; no me lo perdería por nada del mundo. Así que vistámonos antes de que me arrepienta.
Patrick vaciló al responder:
—Discúlpame por lo que dije. No quise ofenderte.
—Me ofendiste a muerte, viejo, pero no importa. Este no es precisamente un viaje de placer, ¿verdad? ¿Y cuánto hace que estás en pie, trabajando? ¡Dos días ya!
Volvió a mirar el TTD, agregando:
—Trece cincuenta y siete, y no se detiene. Los cálculos indicaban que entraríamos en la atmósfera a veinticuatro, así que nos quedan diez horas. ¿Por qué no preguntamos a Control de Misión si no han modificado el cálculo inicial? Me gustaría saberlo.
—Nadia, en cuanto estemos vestidos pregúntales eso. Diles que el doctor Bron va a revisar los motores, que graben cuanto diga para empezar a trabajar de inmediato sobre sus apreciaciones. El tiempo vuela.
No había un segundo que perder. En cuanto los trajes estuvieron en condiciones y se evacuó el aire de la cabina de vuelo, Patrick abrió la escotilla. El trozo libre de su cordón umbilical era lo bastante largo como para permitirle ayudar a Ely y soltar los cables de su compañero.
—Despacio —le recomendó—. Lo último que debes hacer es apresurarte.
—¡Apresurarme! —exclamó Ely, riendo—. ¡Si apenas puedo moverme!
—Hay anillos a lo largo de toda la nave. Antes de soltar un asa préndete a ellos.
—De acuerdo. Allá voy. Más rápido de lo que pensaba, supongo que gracias a la experiencia adquirida en la nave desde que estamos en caída libre. Aquí está la base del primer motor. El cono de cierre está bien. Voy a ver el siguiente... ¡Dios mío! ¡Ahí está!
—¿Qué? —gritó la voz de Flax en los oídos de Ely—. Le escuchamos bien, doctor Bron. ¿Qué descubrió?
—La causa del problema. Ahora me doy cuenta de lo que pasó. Los saltos de pogo y el fracaso de la separación con el cuerpo central. En esos momentos se produjeron muchos impulsos incontrolados. Ha de haberse torcido la cubierta, pues está incrustada en uno de los motores. Hay fragmentos de cuarzo flotando alrededor y la cámara de combustión está mellada. Ya estoy cerca. Motor cuatro. Los otros parecen estar bien. Voy a ver el cono de cierre. A ver... Dios mío, es un desastre, un verdadero desastre: tubos rotos, cuarzo por todas partes... Seguramente hay una gran pérdida de gas.
Ely miró hacia el destrozado interior de la máquina: después se apartó lentamente para contemplar el enorme globo de la Tierra, que ocupaba la mitad del cielo. Era infinitamente más grandiosa vista desde el exterior que desde las ventanillas. Tan enorme y tan... cerca, demasiado cercana. Control de Misión le había dicho algo sin que él prestara atención. Flax se interrumpió cuando Ely volvió a hablar.
—Ese motor no va a funcionar nunca más. ¿Me oyen, Control de Misión? A menos que encuentren la forma de que podamos hacer funcionar el artefacto con los cuatro motores que quedan, éste es el fin de la misión y el fin de Prometeo. Empiecen a devanarse los sesos. Necesitamos ayuda.
25
TTD 13,12
Eran más de las dos de la madrugada: la Plaza Roja de Moscú estaba desierta. Incluso la cola de visitantes que aguardaban frente a la tumba de Lenin había desaparecido por unas cuantas horas. Los dos guardias armados que la custodiaban observaron sin gran interés la llegada de un gran coche negro que giró hacia la plaza y aceleró con rumbo al Kremlin. Esa clase de coches pasaba por allí a cualquier hora, siempre con el mismo destino. Tal vez esa noche fueran más numerosos que de costumbre, pero nadie sabía por qué. La radio no había anunciado aún la tragedia de Cottenham New Town y, por una vez en la vida, La Voz de las Américas tampoco parecía muy deseosa de llevar la sombría noticia al pueblo ruso.
El ingeniero Glushko abrió la marcha, atravesando sin dificultades el círculo exterior de guardias y funcionarios. Tanto él como el académico Moshkin, que venía detrás, habían estado varias veces allí. Las tarjetas de identificación sirvieron de mucho: cualquier persona vinculada con el Proyecto Prometeo tenía algo que hacer allí esa noche. Entre esos muros todo el mundo estaba bien enterado de cuanto había ocurrido; también se sabía que Glushko era jefe de ingenieros proyectistas y que el menudo profesor también estaba relacionado con el proyecto.
A pesar de que esos dos hombres no tenían ningún compromiso en el Kremlin a esas horas, no encontraron obstáculos hasta llegar al círculo interior de guardias, que debían su autoridad, en partes casi iguales, a su inteligencia, a su capacidad y a sus eternas sospechas. Un hombre canoso, sentado tras una mesa, envuelto en humo de cigarrillo y con ceniza en las solapas, pareció al principio ser igual a todos los que acababan de cederles paso. Sin embargo, no tardó en demostrar que no lo era. Revisó la tarjeta de identificación por todos lados, como si buscara algún detalle imperceptible.
—Muy bien, tovarichi, ya veo que ocupan altos cargos en el Proyecto Prometeo; todo figura aquí, en estos papeles. Pero no veo por ningún lado el motivo que les trae por aquí.
—Ya se lo dije —repuso Glushko—. El profesor y yo debemos ver inmediatamente al camarada Polyarni. Es de suma importancia.
—No lo pongo en duda; de lo contrario, no estarían aquí. ¡Qué carrera!, ¿eh? Hace unas horas estaban en Baikonur, después en un avión militar, después en el coche que les esperaba en el aeropuerto... Toda una carrera. Pero sigo sin ver los motivos de tanta prisa. ¿Qué les trae por aquí?
—¿Está al tanto de lo... ocurrido con el cohete propulsor?
—En efecto —respondió el funcionario, con expresión grave—. Un trágico accidente. Todo el país está de duelo, ¿Es eso lo que les ha traído hasta aquí?
—En cierto modo sí, aunque no es exactamente eso. Mire, camarada, no quiero que me entienda mal, pero tanto yo como el profesor Moshkin, uno de los principales astrónomos de la nación, somos gente muy ocupada. ¿Acaso le parece que venimos a jugar a las adivinanzas?
— ¡No, claro que no! Pero si no me explican de qué se trata me será imposible ayudarles. Espero que me comprendan.
Glushko suspiró y levantó los hombros.
—Sin duda. Pero como ya le he dicho, sólo puedo hablar con el premier, con nadie más.
—Está en una conferencia. Si quieren esperar...
—Tarde o temprano veremos al premier. Conviene que reciba nuestras noticias lo antes posible. Y quien se haga responsable de retrasarnos no será visto con agrado. ¿Me entiende?
El funcionario entendía muy bien. No era la primera vez que escuchaba esa clase de velada amenaza. Si la cosa era seria, bueno, se vería en problemas. Pero si era una exageración y él les prestaba ayuda sólo recibiría una reprimenda. La decisión era simple. Optó por levantarse.
—Por supuesto. Y créanme que sólo quiero ayudarles en lo posible. Si esperan aquí veré cuándo puede recibirles.
—Bien —replicó Glushko, firme la voz y erguido el cuerpo.
Así permaneció hasta que la puerta se hubo cerrado; después se dejó caer en la silla más próxima.
—Esto es agotador, profesor. Supongo que ya lo sabe. Si sus cálculos no están en lo cierto nos meteremos en un gran problema.
—No es éste el problema que más me preocupa en este momento —respondió su acompañante.
Y agregó, palmeando su gastado maletín de cuero:
—El verdadero problema está aquí. Y los cálculos son correctos: cualquiera puede comprobarlo.
Glushko miró su reloj y empezó a tamborilear los dedos sobre el muslo.
—En ese caso será mejor que esta gente se dé prisa.
En el lado opuesto del mundo, en la ciudad de Filadelfia, Pensilvania, caía ya la noche. Era lo bastante tarde como para que todas las oficinas y los laboratorios estuvieran cerrados; profesores y alumnos se habían retirado. Sin embargo, el profesor Weisman, sentado en medio de su desordenada oficina, contemplaba el caer de las sombras con el auricular del teléfono apoyado contra la oreja, escuchando la interminable llamada. No era la primera vez que nadie respondía. Colgó y estiró los dedos sobre la mesa, preguntándose qué podía hacer.
Conocía a pocas personas que habrían podido ayudarle y ninguna había respondido a su llamada: en algunos casos le atendió algún artefacto infernal que le ordenó dejar grabado su mensaje. No parecía haber tiempo para eso. Pero no estaba seguro sobre la forma de transmitir su vital información. Tampoco sabía a quién debía hacerla llegar.
La gente vinculada con el Proyecto Prometeo tendría mucho interés, naturalmente, pero todos los teléfonos que le había proporcionado la operadora estaban ocupados. Como pocas veces escuchaba la radio y no tenía televisor, el profesor no estaba al tanto del desastre acaecido en Inglaterra, cuyas noticias apenas comenzaban a circular. Sin embargo, aunque eso le habría resultado interesante, no alteraba en absoluto lo que debía hacer.
Washington. Indudablemente debía ir a Washington. Por lo común detestaba los viajes, solía decir que ya había viajado bastante al huir del Fraunhoffer lnstitute para cruzar toda Europa sin ponerse al alcance de los nazis. La vida era tranquila y fácil en la universidad de Pensilvania, cosa que le parecía perfecta. De todos modos tendría que romper esa paz por un momento; era necesario ir a Washington. Y mientras lo pensaba iba ya guardando metódicamente un grueso paquete de papeles en una cartera tan vieja y poco respetable como la que el profesor Moshkin tenía sobre las rodillas, en ese mismo instante, en la ciudad de Moscú.
Hubo un rumor de pasos por el corredor y unos nudillos golpearon el cristal esmerilado de la puerta. Weisman no respondió; estaba demasiado concentrado en sus pensamientos como para escuchar nada. Sólo levantó los ojos cuando se abrió la puerta. Una cara barbuda asomó por ella.
—Oye, Sam, ¿qué me cuentas? ¿Te enteraste de lo que pasó en esa ciudad de Inglaterra?
— ¡Ah, Danny! Pasa. Quiero preguntarte algo.
— ¡Ah! No te has enterado. Uno de los propulsores de la Prometeo hizo volar una ciudad entera. No se sabe cuántas víctimas ha habido. Dicen que ha sido peor que un bombardeo atómico...
—Danny, ¿sabes cómo se va a Washington, a la capital?
Danny estaba por hacer un gesto de asombro, pero se contuvo. Llevaba en su cátedra el tiempo suficiente como para saber ya que sus colegas no eran chiflados, sino individualistas con distinta capacidad de concentración y diferentes motivos de interés. Sam Weisman se había ganado una reputación mundial y un premio Nobel. No le importaban las ciudades arrasadas ni sabía cómo viajar hasta Washington, aunque estaba a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Se encogió de hombros y olvidó momentáneamente lo de Cottenham New Town.
—Se puede ir en coche, en autobús o en tren.
—No soporto los vehículos motorizados.
Weisman arrugó el ceño; finalmente sacó del bolsillo un monedero pasado de moda y miró el contenido.
—Tengo cuatro dólares. No creo que sea suficiente.
—No, no lo es. ¿Qué quieres hacer en Washington?
Weisman pasó por alto la pregunta; estaba concentrado ya en la logística del viaje.
—Los Bancos están cerrados —observó—. Pero podrías cambiarme un cheque, ¿verdad, Danny? ¿Crees que bastará con quinientos dólares?
—Con quinientos sobra, pero no suelo llevar tanto dinero encima.
Revisó el contenido de su billetera y agregó:
—Estás de suerte, acabo de cobrar el cheque de mi sueldo. Te daré doscientos dólares; me los devuelves a tu regreso. Se te puede dar crédito.
Weisman se puso la chaqueta.
—¿Cuántas estaciones de ferrocarril hay en Filadelfia?
—No te preocupes, yo te llevaré. Saca pasaje hasta la capital. Trata de conseguir asiento en el Metroliner, porque los trenes viejos te producirán hemorroides antes de que lleves cinco kilómetros.
—Muy amable —agradeció el profesor, mientras se ponía el sombrero—. ¿Sabes dónde queda el Instituto Smithsoniano? Tengo una amiga allí.
—Trataré de dominarme; no te voy a preguntar qué tienes que hacer allí a esta hora, porque ya sé que no me contestarás. Cuando llegues a Washington busca un taxi y dale el nombre del Instituto. Lo encontrarás cerrado, sin duda, pero tal vez el sereno te dé la dirección de tu amiga. Sólo puedo desearte buena suerte.
El profesor Weisman se sentó en el coche, muy sereno, con la vieja cartera sobre las rodillas.
En Moscú el profesor Moshkin estaba sentado en la misma posición, con una cartera muy similar. Pero no era ésa la única semejanza.
Los dos eran astrónomos de reputación mundial.
Los dos estaban especializados en el estudio del sol.
26
TTD 13,57
—Tome un cigarro, Cooper —dijo el director—. Estoy seguro de que nunca ha fumado nada como esto. Es un habano auténtico, traído en el primer embarque después de que reanudamos las relaciones comerciales con Cuba.
—Gracias, señor, pero no fumo.
Cooper estaba tan nervioso que ni siquiera se mordía los dedos.
Muy pocas veces había hablado con el director del periódico; en cuanto a entrar a su despacho, era la primera vez en su vida. En ese sitio hasta el director de Noticias Locales, esa despectiva fortaleza, se mantenía en la sombra y con aspecto manso. El amo abrió un armario donde guardaba las bebidas. Tenía las uñas brillantes y rosadas; las manos, regordetas y blancas; su traje era inmaculado. A él no llegaba la tinta ni el polvo. Sacó un vaso de cristal tallado y mostró en una sonrisa dos perfectas hileras de dientes blancos.
—Al menos tomará un trago, ¿no? —dijo—. Whisky canadiense, añejo, de veinte años. Creo que le gustará. ¿Con agua?
Cooper se limitaba a asentir ante cada pregunta, todavía inseguro de sí mismo, sin saber para qué estaba allí. ¿Le iban a despedir? No, esas tareas corrían por cuenta de los subordinados. ¿Entonces? Tomó un sorbo del líquido, tratando de no toser. Sentía fuego en la garganta; lo más fuerte que solía tomar era refresco de cerezas.
—Bueno, ¿verdad? Sabía que le iba a gustar.
El director lanzó una mirada al de Locales.
—¿Tenemos tiempo todavía? —preguntó.
—Algunos minutos, señor.
—Bueno, enciéndalo, así se irá calentando.
El director de Noticias Locales avanzó por la alfombra hasta el aparato de televisión, con mueble de caoba tallada, y lo puso en funcionamiento.
—Una transmisión especial desde Gran Bretaña, Cooper. Se me ocurrió que le gustaría verla.
—Sí, buena idea, señor. Muchas gracias.
Consumió otro poco de whisky y parpadeó; por entre sus lágrimas divisó la cara familiar de Vance Cortwright, que lucía su expresión más fúnebre. Cuando habló lo hizo con voz grave y solemne.
—En los cielos nublados de Inglaterra no lucen esta noche la luna ni las estrellas, como si hasta el firmamento estuviera de luto por los muertos. Este país ha conocido muchos desastres en su historia: varias plagas, el Gran Incendio de Londres, las trincheras de la primera guerra mundial y las bombas de la segunda. Este pueblo sabe luchar y sobrevivir; también sabe morir con dignidad cuando llega el momento. Pero nunca hasta ahora había pasado por una experiencia como la que acaba de vivir hace pocas horas. Aún nos están llegando informes sobre tragedias aisladas, pero el punto central, el increíble corazón de holocausto liberado sin previo aviso, está aquí, a mis espaldas. El sitio donde se alzaba Cottenham New Town. Digo «se alzaba», porque no hay otra manera de describir esto.
Mientras el locutor proseguía su relato, la escena cambió; al principio fue poco lo que se pudo ver; eran sólo luces agitadas y ciertas nubes en movimiento. Cuando la cámara retrocedió surgió a la vista una especie de estructura demolida. Sobre ella habían enfocado varios reflectores que iluminaban el trabajo de los bomberos, provistos de máscaras de oxígeno; éstos revolvían los escombros en medio de espesas nubes de polvo y humo.
—Esto era una próspera granja en las afueras de la ciudad, una sólida estructura cuya construcción databa de varios siglos. La explosión la destruyó en un instante, convirtiéndola en este revoltijo de maderos rotos que aquí se ve. Caben pocas esperanzas de que alguien haya sobrevivido, pero de cualquier modo es obligatorio efectuar la búsqueda. En cambio, no vale la pena revisar la ciudad en sí.
La cámara giró para mostrar el emplazamiento de Cottenham New Town. Varios reflectores iluminaban la zona. Esa imagen no representaba nada comprensible. No había vinculación alguna entre esa vista de escombros ennegrecidos y humeantes y la ciudad de múltiples edificios, hogares y habitantes que había existido allí. Aún podían verse llamas por aquí y por allá. Las nubes de humo, iluminadas desde atrás, parecían una entrada al infierno.
—Quizá lo único reconfortante de este... de este inconcebible desastre es que las víctimas no tuvieron la menor advertencia; no hubo premoniciones ni dolor. Todo acabó en un instante. No se conoce en detalle lo ocurrido con el propulsor que se estrelló aquí, pero es obvio que su velocidad era varias veces superior a la del sonido. Los cohetes «V2» de la segunda guerra mundial, de los que este cohete descendía directamente, volaban más rápido que el sonido; los habitantes de Londres sólo supieron de su llegada al producirse la explosión. En este caso ocurrió lo mismo. Esto, que era una ciudad llena de vida, se convirtió en un infierno ardiente en menos de un segundo. Des de todos los puntos del país convergen aquí brigadas antiincendios y cientos de policías. También las tropas se han puesto en marcha. Las carreteras están cerradas para permitir el trabajo de las patrullas de rescate. Sin embargo, es trágico decirlo, queda muy poco que rescatar, salvo en la periferia, en los bordes exteriores de la onda explosiva que irradió desde el punto del impacto. Se han producido aquí accidentes automovilísticos, entre los que se cuentan un choque múltiple que incluyó a setenta vehículos. Ha habido derrumbamientos, sobre todo entre las granjas aisladas, y heridos en las calles. En pocos instantes tendremos un informe de los hospitales, pero antes veremos este mensaje...
El director apagó el aparato antes de que empezaran los avisos comerciales. Sonreía satisfecho como un gato ante una escudilla de crema.
—Por usted, Cooper —exclamó, levantando el vaso—. Por usted, que escribió ese artículo y previo lo que iba a ocurrir cuando nadie lo imaginaba. Fuimos los primeros y estamos batiendo los récords de divulgación. He enviado a tres periodistas y a cinco cámaras en un avión alquilado. Tendremos una cobertura nunca vista. Y no nos olvidamos de usted, Cooper. El día de pago encontrará en el sobre veinte dólares más y también una bonificación.
— ¡Oh, gracias, señor! ¡Muchísimas gracias!
—No hay de qué, es sólo lo que se merece. Pero tendrá que ganarse ese aumento, ¿no le parece, Cooper? Sí, ya veo que está de acuerdo. No, no se preocupe por eso; es una salpicadura sin importancia; el director de Locales se encargará de sacarla. Quiero que piense en cosas de mayor envergadura. Tiene que escribirnos enseguida la continuación, ¡una continuación que llevará la divulgación del periódico hasta las nubes!
—¿Qué continuación, señor? —preguntó Cooper, boquiabierto.
—Vamos, ¡qué me pregunta! ¡El resto del cohete, por supuesto! Qué pasará cuando caiga, la catástrofe terrible que tendremos entonces. Póngalo todo, todo.
—Pe... pero no hay todavía motivos para pensar que la Prometeo vaya a estrellarse. Tiene sólo un problema secundario con los motores...
—No vaya a creer una sola palabra de todo eso, hijo. Tampoco dijeron que ese maldito propulsor iba a barrer media Inglaterra, así que no hablarán del resto. Para mañana no quiero solamente la historia completa de este desastre, sino también el otro, el más grande, el que se está preparando ¿Cuántos van en ese cohete?
—Seis. Cinco, quiero decir. Uno murió.
—La primera víctima —indicó el director, moviendo el dedo ante el de Locales—. Quiero las biografías de todos, datos personales. Quién será el próximo en morir... y a quiénes les tocará morir con ellos. Usted ya sabe.
—Por supuesto, señor.
—Manos a la obra, entonces. Estaré aquí toda la noche. En cuanto tengan la primera plana tráiganme una prueba. Voy a escribir un editorial para la primera plana, a cuatro columnas. Déjeme espacio.
—Ahora todo es radio y televisión. Decían que los periódicos estaban acabados. ¡Ya verán! ¡Y seremos nosotros quienes les mostraremos cómo va la cosa!
27
TTD 14,21
Eran casi las siete y media de la noche en Washington. Tanto las oficinas de la Administración como las calles estaban desiertas; todos los trabajadores estaban en sus casas, con el aire acondicionado a toda marcha. El consumo de electricidad sufría el habitual aumento vespertino al ponerse en funcionamiento las cocinas y los televisores. Esa noche todos estaban encendidos; casi todos sintonizados en las constantes informaciones sobre el desastre de Inglaterra. Sólo un canal, que transmitía una importante serie de partidos, no se unió a la cobertura por temor a que los fanáticos del béisbol incendiaran la emisora, tal como habían hecho una vez, cuando un fallo técnico les dejó sin transmisión en el último tiempo de un partido. Pero sólo los fanáticos más recalcitrantes estaban mirando el encuentro. En Inglaterra había más acción.
En la Casa Blanca proseguía la reunión de Gabinete. Llevaban dos horas y media y no parecía que fueran a terminar. Bandin había cambiado unas palabras con el premier soviético, sin que eso resolviera nada. Polyarni ocultaba muy bien sus cartas y mantenía el pico cerrado. Tanto él como sus consejeros continuaban elaborando la política a seguir o reordenando los hechos para presentarlos debidamente; o quizá buscando la forma de hacer que los socios norteamericanos participaran del nuevo fracaso de la Misión Prometeo. Mientras no decidieran todos esos aspectos era muy difícil hablar.
El Gabinete norteamericano analizaba los mismos puntos, salvo que desde el punto de vista opuesto.
—No podemos cargar toda la responsabilidad a los rusos —insistía Simón Dillwater.
—¿Por qué no? —preguntó el doctor Schlochter—. Ahora no se trata de un asunto técnico, sino de un aspecto político, de modo que el departamento de Estado tiene la última palabra. Somos socios, sí, pero este desastre es culpa de ellos y hay que tomar precauciones para que no nos carguen el fardo. El arte de gobernar, como dijo el gran Metternich...
—¡A la mierda con Metternich! —dijo el general Bannerman, mordiendo brutalmente la punta de su cigarro y escupiendo el trocito en el suelo—. Si usted saca su pócima, yo sacaré la mía. Por cada cita de su preferido yo le diré una de Clausewitz que le superará. Aquí hay que olvidar la diplomacia y la guerra fría y salir a la palestra junto con los rusoskis. Es un proyecto conjunto. Si les damos una patada en el culo no querrán jugar más y los Prometeo no pueden subir sin los propulsores Lenin-5. ¿No está de acuerdo, señor presidente?
El general Bannerman era zorro viejo en esas lides; por algo había llegado a presidente del Estado Mayor Conjunto en vez de seguir instruyendo soldados. Schlochter había abierto la boca para responder en el preciso momento en que el militar cedió la palabra a Bandin; no tuvo más remedio que cerrar el pico y enrojecer más todavía. Bannerman le tenía aprecio. ¡Era tan susceptible! No habría durado una hora en el ejército.
—No tengo más remedio que aceptarlo —respondió Bandin—. Ningún departamento de Estado mencionará que se trata de un propulsor soviético. Es una tragedia de la era espacial; no representa, por cierto, el primer sacrificio para el bienestar de la Humanidad, sino un accidente inevitable; es como cruzar la calle y caer bajo un camión. Y ofreceremos toda nuestra ayuda a los británicos. Están destrozados; les hará falta.
—Llamada desde Control de Misión de Houston, señor presidente —dijo Charles Dragoni.
—Pásela por el altavoz.
—Adelante, el señor presidente está al teléfono.
—Control de Misión al habla, señor presidente. En la Prometeo se han producido novedades de las que quisiera informar a usted y al señor Dillwater.
La voz manaba claramente del altavoz instalado sobre la mesa.
—Está aquí, conmigo, Flax. ¿De qué se trata?
—Del motor de fisión. El problema está localizado. La cubierta ha dañado la cámara de combustión y el cuarto motor está averiado. Las posibilidades de repararlo se reducen a cero.
—¿Qué? ¿Qué? —exclamó Bandin—. Dillwater, ¿qué significa todo eso? ¿Qué diablos dice ese hombre?
—La cubierta de metal que protege a los motores nucleares durante el despegue se ha movido, tal vez al producirse la separación defectuosa del cuerpo central, y averió uno de los motores. No hay posibilidades de repararlo.
—¿Eso significa que la Prometeo está inmovilizada allá arriba y en dificultades, tal vez como esa chatarra que hizo volar la ciudad inglesa?
—No creo que la situación sea aún tan desesperada, señor. Los otros cuatro motores parecen estar en buen estado. ¿Puedo hablar con Flax?
Blandin asintió.
—Hola, Control de Misión. ¿Están estudiando la forma de desconectar el motor averiado para usar los otros cuatro?
—El ordenador está trabajando en un programa en este mismo momento. En cuanto lleguemos a una solución le informaremos.
—¿Será posible hacerlo en el tiempo que aún queda?
—Es la única oportunidad. Un momento, por favor.
Hubo un murmullo de voces en el otro extremo de la línea. Después Flax volvió al aparato.
—Tenemos un mensaje de la Prometeo. Desean hablar con usted.
—Haré que pasen la llamada a otro teléfono.
—Cójala aquí —indicó Bandin.
—No quería molestarle, señor presidente.
— ¡Molestarme! Este es el único compromiso de nuestra agenda mientras ese artefacto no esté donde le corresponde. Póngales en contacto, Flax.
—Sí, señor.
Menudearon los chasquidos y los ruidos electrónicos en tanto se establecía la comunicación entre radio y teléfono. Eso llevó unos momentos. Finalmente, Flax dio su visto bueno.
—Prometeo, están en comunicación con el director Dillwater, que se encuentra en este momento con el señor presidente. Adelante.
—Señor Dillwater, señor presidente, les habla el mayor Winter desde la Prometeo.
—Adelante, Patrick —indicó Dillwater.
—¿Están enterados de nuestras dificultades con los motores nucleares?
—En efecto.
—Separados ya del cuerpo central, la masa modificada nos da aproximadamente veintiocho horas hasta que la órbita entre en descenso y toquemos la atmósfera. En ese aspecto no ha habido cambios en los cálculos. Si tenemos en cuenta el tiempo necesario para poner en funcionamiento el motor nuclear, es muy probable que no logremos hacerlo con la presteza necesaria para salir de esta órbita. ¿Entienden?
—Por supuesto.
—En ese caso les pregunto, con todo respeto, qué planes tienen para rescatar a la tripulación de la Prometeo antes de que se produzca el impacto con la atmósfera.
—A la tripulación... Bueno, ninguno. No habíamos tenido en cuenta la posibilidad.
—Bien, confío en que ahora lo hagan.
En la voz de Patrick había cierta tensión que no se percibía al comienzo de la conversación.
—Sí, claro. Pero usted ya sabe que el relevo espacial sólo estará listo para despegar dentro de un mes. Tardaremos al menos seis días en prepararlo.
—Lo sé, pero pensaba en los soviéticos. ¿No tendrán un cohete espacial que pueda reunirse en órbita con nosotros? ¿O la Fuerza Aérea? Ya llevan bastante tiempo trabajando con proyectiles. ¿No tienen nada listo para el despegue?
—No lo sé, pero el general Bannerman está aquí. Se lo preguntaré.
Y dirigió al general un inquisitivo movimiento de cejas.
—Nada —respondió Bannerman, inexpresivamente—. Dispararemos un cohete dentro de algunos días, pero no podemos lanzarlo en las diez horas que quedan.
—¿Oyeron, Prometeo?
—Sí. De cualquier modo queda en pie la posibilidad de los soviéticos. Por favor, infórmenos cuanto antes.
—Lo haremos, Prometeo. Un momento. El presidente quiere hablar con ustedes.
—Había el presidente, mayor Winter. Quería decirle tan sólo que le acompañamos en todo momento, a usted y a su tripulación, con toda el alma. La seguridad y el éxito de la Prometeo son cuestiones de la máxima importancia, lo que implica, naturalmente, la seguridad de sus tripulantes. No dude que no dejaremos piedra por remover en nuestros esfuerzos por llevarles al éxito.
—Gracias, señor presidente. Corto.
—Ese muchacho es demasiado inquieto Le convendría cuidar la lengua —observó Grodzinski.
—Esa gente está bajo cierta tensión —explicó Bannerman.
—De cualquier modo.
—Cállese, Grodzinski —ordenó Bandín— Estamos frente a un gran problema Tenemos que pensar en esos cinco tripulantes y también en el millón de toneladas de metal que les soporta Dillwater, supongamos que no podemos ayudarles ¿Qué pasará dentro de veinticuatro horas?
—La Prometeo tocará la atmósfera —respondió Dillwater mientras se quitaba las gafas para frotarse el dolorido puente de la nariz— En cuanto a lo que ocurra después no podemos estar seguros Nunca se ha dado el caso con un objeto tan grande como la Prometeo Podría desintegrarse y arder o caer en una sola pieza y chocar contra la superficie terrestre.
—O sea, que se produciría una segunda tragedia como la primera.
—Siento comunicarle, señor presidente, que sena mucho peor No sólo porque la Prometeo es mucho más pesada, sino también porque contiene combustible para los motores de fisión Son unos doscientos mil kilos de uranio radiactivo No puedo asegurar que estallen o no en el impacto.
—No hace falta que estallen —replicó Bannerman—, basta con que se enciendan, se licúen o se difundan bajo la forma de gas radiactivo. ¡Bonita cosa para que aterrice en el patio de casa!
—El patio de su casa o de la casa vecina Depende de cual sea su situación dentro de la órbita en el momento en que toque la atmósfera Podría caer sobre cualquier punto de gran parte del planeta.
—Eso no lo entiendo —dijo el presidente.
—Guarda relación con la rotación de la Tierra, señor La Prometeo la circunvala una vez cada ochenta y ocho minutos en órbita más o menos oval, pero mientras tanto la Tierra también gira bajo esa órbita Por tanto, con cada circunvalación el satélite pasa sobre puntos diferentes de la superficie Desgraciada mente, en un cierto momento pasó sobre Inglaterra.
Bandín se vio asaltado por un súbito pensamiento.
—¿Nadie calculó dónde estará cuando acabe ese plazo de veintiocho horas?
—Si, señor está calculado —respondió Dillwater mientras ponía un pliego de papel ante el presidente—. La órbita estará bajando desde el Pacífico Norte, cruzando el golfo de Alaska.
—Ah, vamos. No vamos a preocuparnos por unos cuantos osos polares y algunos témpanos.
—No, señor; pero esa órbita, la vigésimo octava, continúa hacia el Sur a lo largo de la costa Oeste de nuestro país. Sigue por encima de Seattle, Portland, San Francisco, Los Ángeles y San Diego.
La enormidad de aquella información se hundió lentamente entre el grupo, en medio de un atónito silencio.
28
TTD 15,08
—He reunido a toda la tripulación —dijo Patrick— para informarles de lo que ocurre con los motores, con... todo.
Notó con sorpresa que hablaba tartamudeando. Sus años como piloto de pruebas le habían habituado a trabajar durante muchas horas, incluso durante días enteros, dominando la fatiga. Pero nunca se había sentido tan agotado como en ese momento. Sólo la falta de gravedad le impedía derrumbarse en la litera.
Los otros no tenían mejor aspecto. Si sus ojos estaban tan enrojecidos como los de Nadia, era preferible no pasar frente a un espejo., Ely, pálido por la tensión y el cansancio, lucía unas ojeras que parecían pintadas con carbón. Los dos miembros restantes, en cambio, mantenían un aspecto más o menos humano. Gregor, aturdido todavía por las drogas, luchaba por mantener erguida la cabeza. Coretta estaba perfectamente serena; si experimentaba ansiedad, no lo demostraba. Pero observaba al piloto con grave preocupación.
—Tienes un aspecto horrible, Patrick —dijo—. ¿Te das cuenta de que hablas con dificultad?
—Claro que me doy cuenta, doctora. Y es porque estoy más que cansado.
—Y supongo que no aceptarás dormir un poco.
—Supones bien.
Ella fue hacia la pared y abrió el botiquín, diciendo:
—En otras circunstancias no haría esto, pero aquí tenemos varios estimulantes: bencedrina, dexadrina... ¿Quieres algo de esto? Recuerda que después te sentirás peor.
—Tal vez no haya después. Dame un puñado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Coretta, pasmada ante la súbita brutalidad de sus palabras.
Patrick tragó las píldoras con bastante agua antes de explicarse. Todos escuchaban, tensos; incluso Gregor se sacudió la somnolencia.
—Aclaremos todos los detalles —dijo el piloto—. Si cometemos algún error nos mataremos todos, y las posibilidades de sobrevivir son ya bastante escasas.
Levantó los ojos hacia el reloj que indicaba el TTD y agregó:
—En este momento estamos a 15,11. Seguimos en la órbita baja que terminará, según los cálculos, en la vigésima octava circunvalación.
—Pero ¿eso es cosa segura? —preguntó Coretta—. Si el aire ha de disminuir nuestra velocidad será una cosa gradual.
—No es así —corrigió Patrick—. A esta altura nos van frenando ya los vestigios de atmósfera, lo bastante como para que vayamos descendiendo en forma constante; pero no olvides que nuestra órbita no es completamente circular, sino elíptica. En el apogeo, nuestro punto más alto, más alejado, nuestra altura es cien kilómetros mayor que en el perigeo, es decir, en el punto más bajo. En la vigésima octava órbita, al llegar al perigeo, nos encontraremos con la atmósfera y será el fin. El fin del viaje.
—Los motores —dijo Gregor abruptamente—. Hay que poner en funcionamiento los motores.
Tenía otra vez el rostro tenso y las manos apretadas con fuerza, mostrando los nudillos blancos.
—Ojalá pudiéramos, Gregor. Pero los cuatro motores que están en buen, estado no pueden funcionar mientras no hallemos la forma de desconectar el averiado. Ely, ¿se te ocurre alguna idea para solucionar eso?
—Sí —respondió el físico, agitando el complejo diagrama que había estado revisando—. Los de Control de Misión han de darnos más detalles, pero he logrado algo por mi cuenta. El problema es que los cinco motores están interconectados; comparten el suministro de hidrógeno, tanto para combustible como para moderador. Teóricamente es posible anular el motor número cuatro. Tendríamos que salir al espacio y cerrar válvulas, cortar cables y tuberías, aislarlos... Pero es peligroso. Si cortamos una tubería que no corresponde volaremos irremisiblemente. Además, suponiendo que hagamos bien el trabajo y los motores funcionen, ¿cómo será el impulso? ¿Podremos soportar el desvío que provocará la distinta distribución de los motores? Espero que los de Houston nos aclaren estas dudas. Queda un factor vital, el definitivo.
Ely miró fijamente las caras que le rodeaban, pero no pudo aguantar la mirada de aquellos ojos y se volvió abruptamente:
—Dilo tú, Patrick. Eres el capitán de este barco que se hunde.
—Todavía no se ha hundido —observó Patrick—. La dificultad definitiva es que, aun si pusiéramos en funcionamiento los motores, difícilmente tendríamos tiempo para elevarnos antes de la órbita vigésimo octava. La parte superior de la atmósfera es una zona imprevisible y no hay forma de calcular las cosas con exactitud. Tal vez tengamos tiempo, tal vez no. Al menos probar.
—¿Eso es todo, de veras? —preguntó Gregor con voz estridente.
—No. Me he puesto en contacto con Dillwater y con el presidente para ver si nos pueden rescatar antes de que lleguemos al momento fatal, en caso de que no podamos salir por nuestra cuenta.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Gregor, lleno de ansiedad.
—No es nada fácil, pero siempre cabe la posibilidad. El cohete que debía traer la tripulación de relevo dentro de un mes no está preparado. Sin embargo, siempre están los cohetes militares de los Estados Unidos y de los soviéticos. Se están contemplando todas las posibilidades. Bien, ésa es la situación. En cuanto Control de Misión nos diga qué podemos hacer, trataremos de aislar el motor averiado y pondremos en marcha los demás. Con suerte nos elevaremos hasta la órbita correcta. Si resulta imposible, habrá algún plan para rescatarnos.
—Y si no... —inquirió Coretta en voz muy baja.
—No lo sé —respondió Patrick—. Supongo que quieres saber si podríamos salir con vida. Lamentablemente, no, no podríamos. La nave se desintegrará o caerá entera. En cualquiera de los dos casos no tenemos salvación.
—Pero ¿no es posible hacerla aterrizar?
—No hay ninguna posibilidad.
—Pero si la Prometeo cae, ¿no ocurrirá algo espantoso, como en el caso de la ciudad inglesa?
—Las posibilidades indican lo contrario —respondió el piloto, con tanta calma como le fue posible—. Las dos terceras partes de la Tierra están formadas por agua, de modo que la Prometeo caerá probablemente en el océano. En cuanto a la tierra firme, sus tres cuartas partes son montañas, selva, desiertos y cosas semejantes. No creo que se produzca otro desastre.
— ¡No lo crees! —gritó ásperamente Gregor, dando la vuelta en el aire al intentar erguirse—. De cualquier modo sería un desastre para nosotros. ¿No basta con eso? ¡Vamos a morir, a eso se reduce todo!
—Tendrás que conservar la calma, Gregor. Por tu bien y por el nuestro...
Se oyó entonces la señal de la radio y Patrick se volvió hacia la escotilla.
—Yo me encargaré —dijo Nadia.
Antes de que él pudiera negarse había pasado ya por la escotilla. Estaba en lo cierto: Patrick hacía falta allí.
—Esto es duro para todos, Gregor —prosiguió el piloto—. Comprendo que te exaspere estar aquí encerrado sin nada que hacer. Pero tal vez salgamos de ésta, y en ese caso el hombre indispensable serás tú. No lo olvides. Todo este esfuerzo es para que tú llegues al espacio con el generador.
Nadia se reunió con ellos, siempre flotando, y todos se volvieron hacia ella.
—Dice Control de Misión que es posible aislar el motor defectuoso y encender los otros. Hay que hacerlo desde el espacio.
—Ya lo sabía —suspiró Ely—. Otra vez a la mina.
—Allá creen que todo saldrá bien —afirmó Nadia—. Dicen que el impulso desigual puede ser compensado y que el impulso será suficiente para llegar al espacio. Pero hay que empezar cuanto antes.
—Ya lo creo —exclamó el físico.
—Control de Misión tiene listo un programa de operaciones, paso a paso; nos lo irán transmitiendo, una por una. Preguntan si pueden salir dos personas al mismo tiempo. Saben que tenemos un solo umbilical.
—Diles que sí —dijo Patrick—. Voy a sacar una de las Unidades de Maniobra Astronáutica. Ely, vístete y espérame en la cabina con los umbilicales de interior. Cuando yo vuelva puedes ponerte los largos; yo saldré con la UMA.
—Ojalá podamos trabajar así —dijo Ely—. Vistámonos. Coretta, querida, ¿me das algunas píldoras antes de enfrentarme a esto?
—Por supuesto. ¿Y tú, Nadia?
La piloto iba a negarse, pero se detuvo.
—Por lo común no tomo estimulantes, pero creo que esta situación los requiere.
—Esta situación se presta para cualquier cosa, dooshenka —manifestó Ely—. Anda, únete a la brigada de los drogadictos.
—¿Volverán a cerrar la escotilla? —preguntó Gregor—. ¿Nos encerrarán una vez más?
—Lo siento de veras —expresó Patrick, percibiendo el temor en la voz del ruso, pero incapaz de ayudarle—. Esta tendría que ser nuestra última salida al espacio. Bien, acabemos de una vez.
—Yo también podría vestirme —dijo Gregor—. A lo mejor servía de algo...
—Claro, podría ayudarles en algo, ¿no es cierto, Patrick? —observó Coretta.
El tono de su voz debía revelar al piloto lo que no podía decirle directamente: como médica tenía perfecta conciencia de que Gregor estaba al borde de algo peligroso. Patrick movió la cabeza.
—Lo siento, pero no puedo evacuar toda la nave, y en la cabina de vuelo no hay lugar para nadie más. Además, no necesitamos ayuda. Nadia nos transmitirá las instrucciones a Ely y a mí, y nosotros haremos el trabajo. Trataremos de hacerlo lo más rápido posible.
Enseguida se vistieron y pasaron por la escotilla. Coretta y Gregor vieron cómo se cerraba, y vieron girar la rueda que la sellaba. Pronto se encendió la luz roja, indicadora de que en la otra sección se había evacuado todo el aire.
Coretta se volvió; su compañero estaba sentado, acurrucado sobre sí, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. No podía permanecer sentado, por supuesto, pero ésa era la posición en que flotaba varios centímetros por encima de su litera.
—¿No quieres comer algo, Gregor? —preguntó.
No hubo respuesta.
—Aquí hay cosas muy sabrosas —insistió—. Para ser franca, vosotros los rusos hacéis maravillas con la comida espacial, cosas que a nosotros ni siquiera se nos ocurren. Mira esto: ¡caviar! Este frasquito cuesta fácilmente veinte dólares en la Tierra, y aquí tenemos más de una docena. Así vale la pena salir al espacio.
—Nada vale la pena. Es demasiado terrible.
No hacía falta ser médico para reconocer el pánico oculto en su voz.
—Bueno, reconozco que hasta ahora no ha sido un viaje de placer; pero ven a comer un poco de esto. Ya lo he abierto.
—No, nada. No volveré a comer. La vida se acaba.
Alzaba la voz más y más para hacerse oír por encima de las instrucciones que repetía el altavoz de la pared, conectado al circuito de radio por donde se transmitían los datos de Control de Misión para componer el motor. Coretta lo desconectó; no sólo perturbaba la conversación, sino que además les recordaba constantemente el trance el que se encontraban. Obedeciendo un impulso interior se volvió hacia las grabaciones de música y buscó un agradable concierto de piano que parecía de Rachmaninoff. En uno de los gabinetes había un reproductor que funcionaba constantemente en seis canales, entre los cuales se podía elegir a voluntad. El compartimiento se llenó con las claras notas del piano y el cálido sonido de las cuerdas.
—No tenía por qué terminar así —dijo Gregor—. Se cometieron demasiados fallos, se hicieron las cosas con demasiada prisa. Nos empujaron hacia el espacio sin preocuparse demasiado.
—¿De qué va a servirnos llorar, Gregor? Este caviar es delicioso. Lástima que no haya champán para acompañarlo. Eh, espera. Aquí tengo alcohol de cirugía. Si lo mezclamos con una parte de agua tendremos un excelente vodka. ¿Qué te parece, tovarich? ¿Un traguito de vodka?
—Demasiados fallos, demasiada prisa, y ahora vamos a morir.
Gregor seguía golpeando un puño contra otro sin escucharla. Necesitaba algo mucho más fuerte que el vodka. Coretta revisó el contenido del botiquín y volvió la mirada hacia el perturbado ruso. Los somníferos parecían no haber dejado efecto alguno, aunque eran lo bastante fuertes como para atontarle durante varias horas. ¿Podría convencerle de que tomara más? Parecía improbable; él ni siquiera le prestaba atención. Estaba perdiendo velozmente el dominio de sí mismo.
Coretta abrió una caja metálica, cogió la hipodérmica a presión y sacó una botella de noctex. Una buena dosis podía dormir a un elefante. Además existía la ventaja de que la hipodérmica a presión hacía innecesario el pinchazo: bastaba con oprimir el artefacto contra cualquier parte del cuerpo y hacer que el disparo de aire comprimido enviara las gotitas a través de la piel. Tenía que drogar a ese corpulento ruso, aunque fuera contra su voluntad, con una dosis que le mantuviera dormido mientras subsistiera el peligro. O hasta que todo hubiera terminado... pero no quería pensar en eso. Allí tenía a un paciente por el que debía hacer todo lo posible.
Cerró en silencio el armario y ocultó la hipodérmica plateada tras el muslo. Después se abalanzó hacia Gregor, que estaba de espaldas, con la cabeza baja, ajeno a ella. La parte trasera del cuello, bajo el pelo rubio, ofrecía un lugar inmejorable. Bastaría con levantar la mano y apretar. Coretta se acercó un poco más, con la hipodérmica preparada.
—¡Lo que están haciendo con nosotros es un crimen! —gritó el ruso, enderezándose.
Y golpeó las piernas contra la litera en el preciso momento en que ella dirigía la jeringa contra el cuello. El chorro le dio en el hombro, torciéndoselo, y una ráfaga de gotitas le pasó junto a la cara.
—¿Qué es esto? —rugió, al ver el artefacto apuntando hacia él como si fuera una pistola—. ¡Quieres matarme! ¡No puedes hacer eso!
De un solo manotazo le hizo saltar la hipodérmica y la arrojó al otro lado del compartimiento, donde se estrelló contra la pared. La fuerza del golpe les hizo tambalear, girar sobre sí mismo y chocar el uno contra la otra. Entonces Gregor volvió a levantar la mano... contra Coretta.
—¡Quisiste matarme!
La bofetada fue torpe, pues la misma reacción de esa fuerza le hizo girar sobre sí antes de haber completado el movimiento. Sería imposible librar una pelea a puñetazos en caída libre. Pero el anillo de bodas golpeó la frente de Coretta, cortándole la piel. En la herida se formaron diminutas gotas de sangre que enfurecieron aún más al ruso. Le asestó nuevas bofetadas, con tan poco efecto como la anterior. Con los ojos inexpresivos, arrebatado por la cólera, tiró furiosamente de su vestido para acercarla a sí, mientras seguía golpeándola con la mano libre.
— ¡Gregor! —gritó Coretta, esquivando los torpes golpes—. ¡Detente, por favor!
Giraron en el aire, rebotaron contra las literas, se lanzaron hacia la pared. La música arrolladora del concierto acompañaba, entre tanto, aquella danza demencial. Gregor jadeaba por el esfuerzo, enloquecido aún de furia y temor. Coretta, en un esfuerzo por esquivar sus golpes, se abrazó a él y ocultó la cabeza en su pecho para protegerse la cara.
La cólera del ruso se evaporó de inmediato en un profundo sollozo.
—Dios mío, qué estoy haciendo —exclamó, cubriéndose los ojos con las manos—. Tienes la cara ensangrentada. Es culpa mía.
—No importa. Ya pasó.
—No... ¡Perdóname, lo siento mucho! Te ruego que me perdones. Te he lastimado, puedo haberte roto un hueso...
—No, de veras, no es nada.
Toda su cólera se había convertido en aflicción. Le palpó los brazos, como si temiera encontrar alguna fractura, y la atrajo hacia sí envolviéndola entre sus brazos.
Coretta notó que su respiración se aceleraba, y trató de liberarse.
—Lo siento —dijo él, suavemente—, lo... siento.
—No te aflijas.
Ella también habló con la misma suavidad, consciente de que Gregor le acariciaba lentamente la espalda, oprimiéndola contra sí. La pasión de la ira se había convertido súbitamente en otra clase de pasión.
Coretta comprendió que aquello había ido ya demasiado lejos; sabía cómo ponerle fin, pero al pensar en eso se preguntó por qué debía hacerlo. Era mujer y había estado casada. Aquel ruso corpulento, sombrío y apasionado le resultaba atractivo. En ese momento se le ocurrió (y le costó no echarse a reír, convertir su carcajada en una sonrisa) que sería la primera vez en el espacio; un dato para la historia. Gregor, al verla sonreír, le tocó los labios con la punta de los dedos, susurrando dulces palabras de cariño en ruso. Un solo cierre de cremallera cerraba el uniforme de Coretta de arriba abajo; él lo abrió con lentitud, poniendo al descubierto la parda calidez de su piel.
No llevaba sostén; ¿para qué usarlo si no había gravedad? Sus pechos eran redondos y firmes. En ellos ocultó Gregor el rostro, buscando su calor, besándola una y otra vez. Coretta le sostuvo la cabeza y le ayudó a abrir su propia cremallera. Después se quitó el uniforme y ayudó a Gregor a hacer otro tanto. Era hermoso, extrañamente hermoso, flotar sin peso en el espacio, como en las profundidades del océano. Las ondas de la música rompieron contra ellos, una y otra vez.
29
TTD 16,41
—Mortadela, salchichón o queso, señor Flax. No hay otra cosa. Con pan blanco o pan blanco.
Flax fulminó con los ojos la bandeja de tristes bocadillos.
—¿Es posible, Charley? —pregunté—. En cuanto comienza una misión al administrador se le acaban todos los comestibles y empieza a mandarnos estas porquerías. Supongo que hasta el pan está mohoso.
—Es cierto, señor Flax. Pero después de todo son más de las siete de la tarde. No se puede pedir que...
—¿Qué es lo que no se puede pedir? ¿Comida decente? ¿Estamos fuera del horario dispuesto por el sindicato o algo así? Aquí hay gente que hace veinticuatro horas que está trabajando sin descanso. ¿No se le puede ofrecer nada mejor que un bocadillo de cualquier cosa?
—Yo no tengo la culpa, señor Flax. No hago más que repartirlos. ¿Quiere uno?
—Los mendigos no pueden elegir —gruñó Flax.
Su enojo se había disipado tan súbitamente como apareció. Movió el cuerpo en la silla para estirar las piernas entumecidas, pensando que le convendría caminar un rato. Después, en cuanto hubiera comido algo.
—Dame uno de cada cosa. Gracias.
Quitó el trozo de pan superior a cada uno de los bocadillos y unió el resto en uno triple. Era casi comestible. Masticó lentamente un gran bocado mientras escuchaba las instrucciones impartidas por el equipo del motor de fisión a los astronautas.
—... es ése, el amarillo que va hacia la derecha. Tendrán que cortar parte de la tubería y cegar la parte inferior. Bien...
Ni durante la conversación anterior ni mientras comía había perdido conciencia de esa voz, de los dos hombres que trabajaban en el vacío, tratando de componer los motores atómicos, corriendo contra el tiempo. Automáticamente levantó los ojos hacia el reloj: TTD 16,43; en ese momento pasó a 44. Se estaba agotando el tiempo.
En el panel se encendió una luz. Flax movió el interruptor correspondiente.
—Aquí la mesa de contacto con los rusos, Flax. He estado en comunicación con KY y Baikonur. Juran que no tienen ningún cohete en condiciones de reunirse con la Prometeo antes del momento fatal. Dentro de dos días tendría que salir una Soyuz, pero no hay modo de acortar el plazo salvo en unas pocas horas. Eso coincide con la información que tenemos. Y si me permite que lo diga, también con los datos de la CÍA. Los consulté sin preguntarle a usted, espero que...
—No importa, está bien, gracias. En fin, no hay posibilidades de enviar un cohete soviético a tiempo.
—Ninguna, lo siento. Un fracaso total.
—Gracias, de todos modos.
Cerró el interruptor. De los soviéticos no podía esperar ayuda. Y el proyectil de la NASA no estaría listo antes de siete días, por lo menos. De todos modos lo estaban preparando con suma urgencia, pues si la Prometeo lograba escapar de esa órbita quizá necesitara ayuda.
¡Si al menos la Fuerza Aérea tuviera listo el proyectil de inmediato! Tendrían que haberlo preparado de antemano, a modo de precaución. Pero eso también era llorar en vano; no tenía sentido culparse ahora de todo. Todo era muy secreto, muy reservado, aunque no había modo de evitar que esas operaciones fueran conocidas por la gente que estaba en cuestiones parecidas. La carga útil que llevaría el cohete, eso sí era realmente secreto, aunque todo el mundo se imaginaba qué eran aquellas veinte toneladas: los militares no abandonaban sus costosos deportes.
Bannerman había dicho que no había ningún cohete listo para disparar, y no había nadie más informado que él; sin embargo no había dicho cuánto se tardaría en preparar uno. Esa podía ser una posibilidad. Si era cosa de un par de días podría servir de algo, siempre que la Prometeo lograra elevarse un poco más. ¿Y si le preguntara a Bannerman? No, no tenía sentido molestar a la Casa Blanca otra vez; el gabinete aún estaba reunido.
¿Y si llamaba al cabo? Mientras consideraba la posibilidad extendió la mano hacia la taza, gruñendo, y terminó de tragar los insípidos bocadillos con el café frío. ¡Vaya festín! No, no era cosa de llamar directamente a los encargados de un proyecto secreto; en uno o dos años le darían la respuesta. ¿Y qué se podía hacer en cambio? Entrar por la ventana, puesto que la puerta estaba cerrada. ¿Tenía algún amigo entre los que trabajaban en ese proyecto, alguien lo bastante íntimo como para llamarle y hacerse dar una noticia por debajo de la mesa? Entre los militares no, por supuesto, pero entre los ingenieros... ¡Por supuesto! Quien formula la pregunta correcta obtiene la respuesta adecuada. ¡Wolfgang Ernsting! Habían trabajado juntos durante muchas horas antes de que Wolfgang optara por ganar mucho más y se dedicara a las investigaciones secretas. Pertenecía al equipo original Peenemunde que Von Braun había traído con él.
Flax levantó el auricular y dijo:
—Quiero una llamada de persona a persona con Florida.
Una súbita tormenta se abatía contra las ventanas del pequeño cubículo; diminutos riachuelos de agua se abrían paso por entre el hollín de Nueva York. Cooper, el director de Ciencias de la Gazette-Times, contemplaba la lluvia sin verla ni tener conciencia de ella. Estaba totalmente concentrado en la conversación de hechos y especulaciones en prosa encendida. Mordisqueó por última vez sus uñas manchadas de tinta para ordenar las ideas y comenzó a golpear febrilmente con dos dedos su vieja Underwood.
«Se está preparando un gran desastre», escribió, «un desastre que, por comparación, reducirá a la insignificancia la tragedia de Cottenham New Town. La muerte aullante que cayó del límpido cielo sobre aquella ciudad indefensa era un solo propulsor entre el complejo sistema de seis que llevó a la Prometeo hasta su órbita. Allí está ahora, en posición inestable, pasando sobre nosotros cada ochenta y ocho minutos. Cada uno de los propulsores es un juguete si lo comparamos con la nave en sí, pues, contando la carga útil, el vehículo pesa más de dos mil toneladas. Es una cifra demasiado grande como para captar su significado, a menos que la comparemos con algo conocido. Por ejemplo, un bombardero de la Marina de los Estados Unidos. Un bombardero que pende sobre nosotros, con cañones, blindajes, máquinas, bombas, cápsulas y municiones, todo listo para precipitarse. Ha de caer, y cuando lo haga traerá consigo algo mucho peor que la simple masa: ¡veneno radiactivo! La Prometeo lleva como combustible doscientos cincuenta mil kilos de uranio. Cuando choque contra el suelo y explote, con la energía de una pequeña bomba nuclear, el impacto será en verdad atómico, pues el venenoso metal radiactivo se convertirá en gas radiactivo en menos de un instante. Será suficiente para causar la muerte de dos millones de personas, en el caso de que se distribuya con amplitud. ¿Y dónde ha de caer esta bomba atómica del espacio exterior? Se precipitará...»
¿Dónde diablos caería eso? Cooper se volvió hacia un planisferio extendido sobre el escritorio. En la parte superior había una hoja transparente sobre la cual estaba dibujada la órbita de la nave. Con cada circunvolución ese trayecto variaba, puesto que la Tierra giraba por debajo del satélite. Entonces... A ver... En la vigésimo octava órbita, cuando la nave tocara la atmósfera, estaría por...
¡Justo en el medio de Estados Unidos!
Cooper, estremecido, levantó la vista hacia el oscuro cielo. Las aves negras de sus predicciones descendían para el festín. Mucho más próximas de lo que él habría deseado.
—Debemos sopesar todas las posibilidades, señor presidente —dijo el doctor Schlochter, meneando la cabeza—. Hay grandes probabilidades de que la Prometeo se desintegre.
—No quiero pensar en eso. Cuando lo pienso me ataca la úlcera. Dragoni, otro whisky, y que sea pronto.
—Sin embargo, hay que tenerlo en cuenta. Debemos considerar los aspectos internacionales de otro desastre. ¿Cómo afectará nuestras relaciones con la Unión Soviética y los otros países?
— ¡Eh! —exclamó Grodzinski—. ¿Y no debemos pensar también en las cinco personas que van en la nave y en cómo se puede ayudarlas?
Dillwater hizo un gesto al secretario de Trabajo que era casi una agradecida reverencia. Grodzinski, a pesar de sus burdas imperfecciones, era al menos capaz de pensar como un ser humano sobre otros seres humanos.
—Ellos no caen bajo nuestra responsabilidad —observó Schlochter, dilatando las fosas nasales.
—Tengo que disentir con el secretario de Estado —afirmó Dillwater—. En nombre de la NASA afirmo que esas cinco vidas son de un incalculable valor. No podría ser de otro modo.
—Son muy valiosas, muy valiosas —protestó Bandin mientras agitaba el hielo dentro del vaso—. Pero en este momento no estamos hablando de eso, sino de algo completamente distinto. ¿Qué pasará si no consiguen arreglar ese motor? ¿Y si dentro de veintiséis horas cae a la Tierra? ¿Vamos a permitir que arrase una ciudad norteamericana, como pasó en Inglaterra? ¿Qué haremos para evitarlo?
—Hay un remedio —dijo Bannerman.
—¿Para evitar todo eso? —preguntó Bandin.
—No es eso lo que dije, señor presidente. Dije que había un remedio para evitar que la Prometeo cause otro desastre en la Tierra.
—¿Cuál?
—Podríamos destruirlo mientras estuviera en el espacio.
—¿Eso quiere decir lo que estoy pensando, Bannerman?
—Exactamente, señor. Tenemos cohetes listos para despegar en cualquier momento, a fin de desbaratar cualquier ataque nuclear por sorpresa. Están preparados para interceptar a otros cohetes apuntados hacia Estados Unidos, destruyéndolos de inmediato. Sería una buena forma de probarlos.
Simón Dillwater, con un enorme esfuerzo, dominó la repugnancia que le ahogaba la voz.
—¿No pretenderá usted destruir deliberadamente cinco vidas humanas, general? Sobre todo considerando que tres de esos tripulantes son ciudadanos norteamericanos.
—Así es —replicó Bannerman, sereno, impertérrito—. En una guerra se pierden muchas vidas más y nadie protesta. Entre esta noche y mañana habrán muerto cincuenta individuos en accidentes de circulación. En este caso no importa el número de vidas ni la nacionalidad de las víctimas. Sólo debemos pensar en evitar un desastre peor, como el que se produciría si el cohete chocara contra la Tierra.
—¿Ha pensado en lo que sería del Programa Prometeo si se hiciera eso? —volvió a preguntar Dillwater.
—Eso no cuenta por el momento —respondió Bannerman, con su tono más gélido—. Si la Prometeo hubiese estado mejor diseñada no tendríamos tantos problemas.
—No puede culparnos de...
— ¡Basta! —gritó Bandin—. Discutan más tarde, ¿quieren?
Ahora tenemos que resolver este problema. General, déme un informe actualizado sobre esos cohetes defensivos. Si están listos para despegar y todo eso... y con qué anticipación deben recibir la orden de partida para alcanzar esa nave antes de que caiga en los Estados Unidos.
—Sí, señor presidente, la tendrá en unos minutos.
—¿Cómo funcionarían? Quiero decir, ¿qué clase de proyectil ?
—Atómico. Discúlpeme, pero voy a usar el teléfono.
Se hizo el silencio en la sala. Grodzinski jugaba con el lápiz sobre la mesa y parecía abatido. Dillwater, aunque mudo y erguido, no podía esconder su íntimo horror. Sólo Schlochter permanecía impávido.
—Debemos estar preparados para lo peor —dijo—, para la completa pérdida de la misión en todo sentido. Si ocurre esto, ¿cómo afectará al Proyecto Prometeo en general, señor Dillwater?
—El proyecto... sí, claro, se atrasaría al menos por un año, pues deberíamos rehacer la estación espacial. Hay que comprender algo importante: tras iniciar la construcción del generador, el vehículo, con sus motores atómicos, debía servir desde la órbita alta como última etapa para los lanzamientos posteriores, a fin de transportar los otros elementos necesarios para la construcción. Sin él no podremos iniciar las operaciones.
—Un año. ¿Un año entero? No puede ser —protestó Bandin lívido.
—Lo siento, señor, pero es lo mínimo.
—Eso nos costaría las elecciones —dijo Bandin—. El año que viene esta silla servirá de asiento a algún palurdo charlatán; ustedes también se habrán quedado sin trabajo. Si la perspectiva no les gusta tendrán que pensar una solución sin pérdida de tiempo.
—A menos que logren reparar el motor atómico —observó Bannerman—. Por el momento es la única oportunidad. Que lo intenten hasta el final.
—Y lo van a hacer, no lo dude —dijo el presidente—. ¿Cómo andan, Dillwater? ¿Cuáles son las últimas noticias?
—Todo sigue igual, señor presidente. El piloto y el doctor Bron están fuera del vehículo, realizando las reparaciones que les indica Control de Misión. Las cosas están saliendo según lo previsto.
—¿Cuánto tardarán?
—No puedo decirlo con exactitud, pero... —Diga.
—En un cálculo aproximado, bolo una suposición; diría que pueden terminar dentro de una hora. —Ojalá. —Todos estamos rogando que sea así, señor presidente.
30
TTD 17,08
—Parece un pollo listo para meter en el horno —observó Ely, contemplando la enorme masa de aluminio arrugado que envolvía la proa de la Prometeo en torno al motor nuclear. Era un montículo como de quince metros de ancho; sólo las bocas de los motores asomaban por él. Ely se había sujetado al casco de la nave mientras Patrick flotaba dentro de la UNÍA, muy cerca de allí.
—Bien, tendremos que desenvolver ese pollo si queremos llegar a las tripas del motor. ¿Cuál es?
—El más apartado. Aquél de allá.
Patrick operó los controles de la UMA y cruzó la base de la nave mientras el físico avanzaba de grapa en grapa. Cuando hubo llegado al sitio debido, Patrick había retirado ya una gran hoja de aluminio y seguía penetrando. Ambos trabajaron en silencio, arrancando el metal y arrojándolo a un lado; pronto hubo metros y metros de hojas plateadas flotando en torno a la nave. Antes de acabar el trabajo se encontraron sin aliento.
—¿Están listos para proseguir con las instrucciones? —dijo la voz directamente a sus oídos.
—No, no estamos listos. Ya les avisaremos.
La respuesta, bastante violenta, provino de Ely; tuvo que aspirar profundamente para recobrar el aliento. Control de Misión tuvo la delicadeza de no responder. El físico jadeaba; le dolía la cabeza y todos los músculos; estaba próximo al agotamiento. Ni siquiera podía secarse el sudor que le corría por la nariz, escociéndole y fastidiándole bajo el traje espacial. Sacudió la cabeza para sacárselo, pero no dio resultado.
—¿Estás, bien? —preguntó Patrick, acercándose a él con una eyección de gas.
Pasó junto a la base de la máquina y se cogió de un soporte para detener el movimiento. Ely masculló:
—No, estoy para el diablo. No sé cuánto tiempo más podré aguantar.
—Yo también estoy deshecho, pero tenemos que seguir. Por el momento hacen falta dos personas, pero cuando terminemos con esto podrás descansar un poco mientras yo me encargo del intercambiador de hidrógeno-helio.
—Si al menos pudiera salir un rato de este traje...
—Nada de eso. No tenemos tiempo para restablecer la presión y recomenzar la operación desde el principio.
Patrick trataba de parecer tan frío y compuesto como siempre, pero estaba tan cansado como Ely. O más todavía, pues tenía los nervios a punto de estallar.
—No hay tiempo —agregó—, ¿comprendes? Tenemos que seguir con esto. No podemos hacer otra cosa.
—¿Listos para proseguir, Prometeo?
—No me hinches con sermones, Patrick. No me hace ninguna falta. Y que Control de Misión se calle; ya les diremos cuando estemos listos. No sé si puedo hacer esto; me falla la vista.
—Discúlpame el sermón, Ely. Esto nos destroza a todos.
Patrick se acercó a su compañero hasta rozarle la placa frontal con la suya y le apoyó una mano en el hombro. Si apretaba los dedos podía sentir la carne humana bajo tanta capa de tela y plástico. Estaban solos en el espacio, en el vacío de la eternidad que se extendía hacia todos lados, hacia donde las puntas agudas de las estrellas eran sólo indicadores en el camino, junto a ellos estaba la concha de acero de la Prometeo, una cápsula llena de vida en aquella terrible vacuidad. Y allá, cubriendo la mitad del cielo, estaba la Tierra.
—No hay alternativa, Ely —dijo Patrick—. Se invirtieron miles de millones de dólares y millones de horas de trabajo para traernos hasta aquí. Todo será en vano si no terminamos la obra. No podemos hacer otra cosa.
—De acuerdo —dijo Ely—. Discúlpame. Sigamos. ¿Qué más. Control de Misión?
La gente de Houston aguardaba escuchando, en silencio, sin poder colaborar. Sólo podía describir lo que era necesario hacer, confiando en que aquellos dos hombres exhaustos pudieran hacerlo correctamente.
—La placa que tienen delante debe tener un letrero: Pedro Alberto siete seis. Hay cuatro tornillos.
—Roger. ¿Me das el destornillador, Pat?
Patrick soltó el cordel de seguridad y pasó el adminículo a su compañero.
—Tiene puesta la hoja grande. Está graduado para extracción a velocidad mínima. Listo para operar.
—Bien.
Ely se acercó a la grapa que había sujetado al casco y puso la hoja en la ranura del primer tornillo. Después oprimió el gatillo y el artefacto giró a toda velocidad.
—¿Cuál es el...?
En mitad de su pregunta, Ely sintió que la hoja se clavaba en el aluminio y salía disparada de su mano.
—¡Demasiado rápido! —exclamó.
El destornillador se apartó flotando como una mota de luz en la oscuridad.
—Espera —gritó Patrick—, yo lo traeré.
Hizo girar la UMA y le dio un poco de gas para adelantarse. Enseguida se lanzó tras la herramienta y la atrapó al pasar, frenando gradualmente. El regreso fue mucho más lento.
—¡La habías puesto al máximo! —gritó Ely, furioso—. Se me escapó de la mano en cuanto rozó.
—Lo siento, cometí un error; pero tú debías haberle acoplado el cordón de segundad. Así no habría ocurrido esto.
—Ely, Patrick —llamó Nadia, interrumpiendo serenamente aquellas voces coléricas—, el TTD es 17,34. ¿Cómo anda el trabajo?
Patrick respiró profunda y entrecortadamente antes de responder:
—Como estaba planeado. Gracias, Nadia.
—¿Queréis que venga a reemplazar a uno de vosotros?
—Muy buena idea. En cuanto saquemos esta placa enviaré a Ely adentro. Podrá conectarse los umbilicales de la cabina y tú tomarás su lugar.
—Estoy bien —dijo Ely.
—No es cierto. Yo tampoco estoy bien. En cuanto te sientas mejor tomarás mi lugar. Si trabajamos así, por turno, todos nos sentiremos mejor. Ahora acaba con esa placa.
—Está bien.
Al fin la placa quedó suelta y permitió descubrir un laberinto de tuberías y cables.
—¿Ven un cable negro con una línea verde?
—Esto parece un plato de tallarines —observó Ely, acercando la cabeza—. A ver, puede ser éste. Sí, tiene una raya verde.
—Tendrán que cortarlo. Verán que si tiran un poco el cable cede y les permite sacar un trozo bastante largo.
—No es... tan fácil...
—Déjame ver si te puedo dar una mano —dijo Patrick acercándose.
Tirando a la par lograron arquear el cable hacia arriba, separándolo cinco o seis centímetros de entre los otros.
—Va a ser bastante jodido cortarlo —observó Patrick—. Es demasiado grueso para las pinzas que tenemos. Tendremos que quemarlo.
—¿No será peligroso, con todos estos cables aquí?
—No queda otra solución. Enciende el soldador y pásamelo.
Ely se impulsó hasta el soporte del motor, donde estaban sujetas las herramientas. Separó el soldador de oxiacetileno y lo prendió a su propio umbilical. Por último, accionó el regulador automático de gas y apretó la llave de ignición. El brillante chorro de partículas gaseosas congeladas se convirtió en una punta flamígera.
—Aquí lo tienes..
—¡CUIDADO!
Patrick había gritado demasiado tarde. Al volverse con el soldador encendido Ely no vio que la parte superior de su propio umbilical flotaba ante él. Los cables, como si hubieran tenido vida propia, se habían agitado ante su leve movimiento con la ondulación de una serpiente dotada de cierta inteligencia.
En una de esas ondulaciones mordió la llama.
Patrick tomó el soldador y lo apagó... Ambos, petrificados, miraron fijamente el ennegrecido tubo de oxígeno: estaba medio quemado. El forro exterior de alambre había sido perforado y el tubo interior, de goma flexible, se hinchaba ya en una gran burbuja. Así permaneció sólo por un instante. Cuando ambos alargaban la mano para sostenerla, estalló sin remedio.
Ely soltó un alarido. El aire se le escapaba en un torrente de cristales. El sonido de su voz se hizo más y más débil a medida que el oxígeno se lo llevaba en su chorro.
—¡Contén el aliento! —gritó Patrick—. Contén el aliento; yo te llevaré adentro.
Enseguida apretó el tubo quemado con el guante, pero no logró contener el gas que se le escapaba por entre los dedos.
—¡Adentro! —exclamó Nadia—, comienza ya a dar presión. Cada segundo es vital.
Cogió a Ely con la mano libre y manejó los eyectores de la UMA en un disparo intenso y breve, para corregir enseguida el rumbo. A paso lentísimo, avanzó hacia la distante salvación representada por la escotilla abierta. Flotaba hacia adelante, con los umbilicales ondulando detrás de él y la placa frontal de Ely muy cerca de la suya. A través de ella pudo ver que el físico cerraba la boca; enseguida fueron los ojos, que se cubrieron lentamente de pequeños cristales.
La escotilla abierta. Frenar, asirse al borde, empujar hacia adentro al hombre inconsciente, recoger los umbilicales flotantes.
—Ponlo cerca de la entrada de aire —exclamó, mientras luchaba con el cinturón que le sujetaba a la UMA. En cuanto se hubo desembarazado de ella se obligó a perder preciosos segundos para prenderse a un anillo del casco antes de lanzarse a través de la escotilla. Su último esfuerzo fue para cerrar las válvulas y desconectar el suministro de aire de la UMA. Después contuvo el aliento, para no perder tiempo en conectarse al tubo interior, y cerró la escotilla.
La nieve del aire se convirtió en gas invisible a medida que la cabina de vuelo se iba llenando de atmósfera. Nadia se inclinaba ya sobre el cuerpo inmóvil mientras Patrick saltaba hacia el indicador de presión. Un cuarto de atmósfera, bastaría. Inmediatamente hizo girar el volante de la escotilla que abría el compartimiento de la tripulación; el aire entró violentamente a la cabina aún a muy baja presión, impulsándole hacia atrás.
Nadia estaba retirando el casco de Ely. Patrick notó entonces que seguía conteniendo el aliento, y recordó que debía quitarse el casco; una bienvenida bocanada de aire le llenó los pulmones.
—¡Coretta! —gritó—. ¡Ven inmediatamente!
—¿Qué pasó con la presión? —preguntó ella mientras pasaba por la escotilla.
—Es por Ely; se le cortó el tubo de aire.
—A ver. Traedme la caja metálica grande, la verde, que está en mi armario.
—Prometeo, el doctor Bron está en peligro —dijo la voz de Control de Misión desde el altavoz fijo en la pared—. Los monitores médicos indican que no hay actividad pulmonar y que el funcionamiento cardíaco se está debilitando.
—Vayan dándome informes constantes de la respiración, el pulso y la actividad cardiaca —ordenó Coretta mientras colocaba una máscara de oxígeno contra el rostro de Ely y operaba la válvula—. Quitarle el traje para que pueda hacerle la respiración artificial.
Apartó el tanque de oxígeno y aplicó los labios contra los del físico, tapándole la nariz con la mano, en un beso vital. El hombre tenía la piel helada y cubierta por congeladas gotas de sudor.
—Prometeo, tenemos algunos consejos para el equipo médico. ¿Están listos para tomar nota?
—Lista —respondió Nadia, mientras sacaba el cuaderno que llevaba en el bolsillo de la pierna.
Patrick dejó caer los hombros. Sólo la falta de gravedad le impidió derrumbarse en su total agotamiento, exhausto por el último esfuerzo. Mientras Coretta se inclinaba sobre el hombre inconsciente, Gregor se aproximó en pasmado silencio.
—¿Qué... será de él? —preguntó.
Nadie se atrevió a responderle.
31
TTD 17,45
—Oiga, señor, son las once menos cuarto de la noche. Hace ya cinco horas que el Smithsoniano está cerrado. No va a haber nadie allí.
El taxista andaba por los cincuenta años; era un negro amable y no le gustaba la idea de abandonar a ese viejecito simpático en medio de Washington a esas horas, con tantos atracadores como había por allí.
—Tengo una amiga que trabaja allí —explicó con paciencia el profesor Weisman, aferrado a su cartera.
—¿Le parece que va a estar trabajando a esta hora?
—No, seguramente no, pero allí habrá alguien que conozca su dirección.
—¿No buscó en la guía?
—No figura.
—Mire, suba. Le llevo a ver si encontramos al sereno. Pero no le voy a dejar allí con las cosas como están.
Con el escaso tráfico nocturno no tardaron mucho en llegar desde la estación al Instituto Smithsoniano. Era un edificio de ladrillos rojos, al estilo Victoriano; parecía un castillo fortificado, en completo desacuerdo con las construcciones circundantes, ultramodernas o del tipo de los templos griegos. El taxista se detuvo a la entrada y observó cautelosamente las sombras antes de abrir la puerta trasera.
—Allí, bajo esa luz, hay un timbre. Parece que la calle está tranquila.
—Gracias, no se preocupe —respondió Weisman, bajando del coche.
—Tengo mis razones. Anoche asaltaron y mataron a una chica a una manzana de la Casa Blanca. Esto no es nada divertido.
— ¡Vaya! Bueno, gracias.
Weisman, faltando a su costumbre, apretó el paso y llegó jadeando a la puerta. Desde allí escuchó sus largos timbrazos, que retumbaban en el interior del edificio. El sereno tardó todo un minuto en aparecer. El vientre abultado le alzaba la parte delantera de la camisa, descubriendo la culata del revólver sobre la que mantenía la mano derecha.
—¿Qué quiere? —gritó a través del cristal, sin intenciones de abrir—. Ya hemos cerrado.
—Necesito ver a la doctora Tribe.
—Está en su casa. No vuelve hasta mañana.
—Tengo que hablar con ella. ¿No me puede dar su dirección o su número de teléfono?
—Oiga, señor, ya hemos cerrado. Y de todos modos no le puedo dar esos datos.
Se alejaba ya, pero un nuevo timbrazo le obligó a regresar, ceñudo.
—Comprenda, por favor —insistió el profesor—. Se trata de algo muy urgente, cuestión de vida o muerte. Sírvase telefonear a la doctora Tribe; dígale que el profesor Weisman ha venido para hablar urgentemente con ella. Ella me conoce.
El sereno, profundamente molesto por esa falta a la rutina, aceptó el encargo, pero no abrió la puerta. El profesor Weisman, desde los peldaños, le vio alejarse pesadamente hacia el teléfono; después, algo preocupado, observó las sombras de la calle. Los minutos seguían corriendo. El taxista le miró moviendo la cabeza con expresión afligida. A pesar del calor mantenía la ventanilla casi cerrada. Los cinco minutos que tardó el portero parecieron todo un siglo.
—Dice la doctora que vaya a su casa, ya que tiene un taxi esperando. La dirección es Connecticut 4501.
Weisman volvió alegremente a la seguridad del coche, secándose la frente. Cuando cruzaron el puente de Rock Creek Park ya se sentía mejor: la doctora Tribe sabría cómo proceder.
Ella le ofreció asiento y le trajo una taza de café. Después le escuchó atentamente, dejando enfriar la suya. Finalmente echó una mirada a los papeles que él le había dado y le miró con ojos extraviados.
—¿Estás seguro de que es así, Sam? ¿Completamente seguro?
—¿Qué duda cabe? Allí tienes las cifras, las fotografías, todo. Es la única conclusión forzosa.
—Claro, por supuesto. ¿Se lo has dicho a alguna otra persona?
—A nadie. No sabía con quién hablar; llamé a varias personas para pedir consejo, pero no encontré a nadie en su casa. Me sentía muy confundido. Se me ocurrió que tú, estando aquí, en Washington, sabrías cómo actuar.
—Y lo sé, por suerte —respondió ella, mientras se acercaba al teléfono—. Conozco a un subsecretario de Estado. El vendrá a buscarnos con el coche y nos llevará.
—¿Adonde? —inquirió Weisman, ya cansado y totalmente confuso.
—A la Casa Blanca, por cierto. Sólo el presidente puede recibir una información como la que traes.
32
TTD 23,24
—Respira —dijo Coretta—. No puedo decir nada mejor. Y contempló la silueta inconsciente de Ely Bron, atado a su litera y envuelto en todas las bolsas de dormir que llevaban como repuesto, inmóvil, pálido y cerúleo. Los demás se agrupaban en torno a él, prendidos a las literas y en silencio. Sólo Patrick permanecía en caída libre.
—¿Seguirá así, inconsciente? —preguntó Patrick.
—Sí. Ha sufrido un grave shock, congelamiento superficial de la piel y los párpados, respiración interrumpida y falta de oxígeno. Eso es lo peor. Control de Misión midió el tiempo según la grabación de nuestras comunicaciones y según los datos biológicos de Ely. Pasaron cuatro minutos y medio entre el accidente y el momento en que comencé a resucitarle mediante respiración boca a boca.
—Yo actué lo más rápidamente que pude...
— ¡Patrick, nadie te reprocha nada! Por el contrario, no creo que otro hubiera podido traerle en tan poco tiempo. No me refería a eso, sino al tiempo que pasó sin respirar. No habiendo respiración no hay oxígeno, y aunque casi todos los órganos humanos pueden pasar bastante tiempo sin él...
—... el cerebro, no —completó Gregor.
—Así es. Tal vez haya sufrido daños cerebrales irreversibles. No lo sabremos mientras no recupere la conciencia...
Coretta vaciló antes de agregar:
—... si la recupera.
—¿Tan mal está? —preguntó Nadia.
—Me temo que sí.
—Muy bien —exclamó Patrick, aspirando con fuerza—. Allí tienes a tu paciente, Coretta; sé que harás todo lo posible. ¿Necesitas ayuda?
—No; me las arreglaré sola.
—Bien. Nadia, comunícate con Control de Misión y cuéntales lo que ha pasado. Di que tú y yo volveremos a salir para completar las reparaciones. No creo que falte mucho. Que calculen más o menos el tiempo necesario; ya saben con qué rapidez podemos trabajar... o con qué lentitud.
—Vaya ponyal, Patrick. Nyet prabblem.
Se impulsó hacia la cabina de vuelo. Patrick se volvió para seguirla, pero Gregor le cogió por el brazo.
—Quisiera ayudar —dijo.
Patrick le miró atentamente.
—¿Estás seguro de poder?
—Si te refieres al susto que tenía, aún lo tengo. Pero puedo dominarlo. Coretta me ayudó.
—¿Píldora?
—Bueno..., algo así. Es muy buen médico.
Sonreía al hablar; también Coretta. Patrick parpadeó para alejar la fatiga.
—Espero que te sientas bien, Gregor. En realidad estoy deshecho. Si pudieras salir con Nadia yo me ocuparía de los monitores. Sería una gran ayuda... y tal vez la única manera de terminar el trabajo. Estoy tan cansado que ya no puedo confiar en mí.
—Yo he descansado y estoy en buenas condiciones. Puedes confiar en mí.
—No lo dudo.
Dejándose guiar por un impulso alargó la mano y apretó la del corpulento ruso.
—Hasta ahora no nos hemos divertido mucho —agregó—; ya sería hora de que las cosas mejoraran. Pase lo que pase, me alegro de haber tenido la oportunidad de trabajar contigo, con Nadia y el coronel. Manos tendidas por encima del mar, como dicen. Un poco de colaboración en este mundo revuelto.
Enseguida sacudió la cabeza.
—Lo siento —se disculpó—. Estoy hablando mucho. Es el cansancio.
—No te comprendo, tovarich; y yo pienso lo mismo.
—De acuerdo. En ese armario está tu traje espacial. Coretta, ¿puedes ayudarle o prefieres que lo haga yo?
—No, está bien —replicó ella, observando a Ely—. Por el momento no puedo hacer nada por el enfermo; yo me encargaré de ayudarle.
—Bien. Vístete y ve a la cabina de vuelo, Gregor. Coretta, lo lamento, pero tendré que volver a encerrarte. Tendrás que arreglártelas por tu cuenta.
—No hay problema. De todos modos soy la única que puede cuidar a Ely. Vayan a arreglar esos malditos motores, a ver si salimos de aquí.
Lo dijo sonriendo, y eso suavizó las palabras pronunciadas.
—Lo haremos.
Patrick se impulsó hacia la cabina de vuelo y se instaló en la litera que le correspondía.
—Control de Misión —dijo al micrófono.
—Adelante, Prometeo.
—Flax, ya sabes lo que ha ocurrido con Ely. Parece estar bastante mal.
—Lo sé, Patrick.
—Oye, aunque logremos pasar a una órbita más alta, Ely seguirá en peligro. Hay que hospitalizarle. ¿Cuándo pueden enviar un cohete?
—Dentro de dos semanas, con el próximo suministro de materiales.
—¿Y la Fuerza Aérea?
—Estoy haciendo averiguaciones. En cuanto tenga noticias te las comunicaré.
—¿No puedes hacerles entender que es urgente?
—Creo que ya lo saben, Patrick. Todo el mundo lo sabe.
—Corto y fuera.
Patrick desconectó y se volvió hacia Nadia, que ocupaba la litera vecina. Parecía exhausta.
—¿Será cierto que todo el mundo lo entiende? —preguntó él.
—Creo que sí. Todos están haciendo lo posible, pero ¡es tan poco lo que pueden hacer! Tendremos que salir adelante por nuestra cuenta, ¿verdad?
—Tienes razón —respondió el piloto, con una sonrisa torcida y cansada, pero sonrisa aún—. Saldremos por nuestra cuenta. Tenemos un consuelo, y es que las cosas no pueden empeorar más.
En ese momento un relámpago, una luz vertiginosa y ardiente, llenó de súbito la negrura del espacio. Esa luz era dolor. Nadia gritó y siguió gritando, con las manos apretadas contra los ojos, gritó sin pausa, dominada por una angustia sin límites.
En el compartimiento de la tripulación la luz se vio hacia atrás, por la escotilla semicerrada, bajo la forma de un rayo intensísimo que cruzó súbitamente por la abertura. Coretta, que estaba inclinada sobre las botas de Gregor, se irguió parpadeando.
—¿Qué fue eso...? —preguntó.
El grito de Nadia ahogó sus palabras.
Ambos avanzaron juntos hacia la escotilla, pero el ruso se veía entorpecido por el voluminoso traje de presión. Coretta llegó primero y se lanzó por ella.
En el exterior no había más que oscuridad y noche, como siempre. Nadia seguía gritando, con las manos apretadas contra los ojos. Patrick avanzaba a ciegas en dirección a ella, con los ojos cerrados y chorreando lágrimas, contraído el rostro por el dolor. Respiraba violentamente. Coretta comprendió que estaba conteniendo sus propios gritos y se lanzó hacia él.
En ese momento algo blanco y obsceno surgió a la vista. Era un pálido disco de luz fantasmal que giraba por debajo de la nave, cambiante, alejándose bajo la mirada de Coretta. No había modo de apreciar su tamaño ni la distancia que lo separaba de la Prometeo, pero parecía muy grande; en la parte superior se veían estrías de fuego. Ella no logró encontrar sentido a todo aquello.
—Boshemoi...
Gregor estaba junto a ella, susurrando una plegaria, tan pasmado como su compañera.
—¿Qué es..., qué pasa? —preguntó Coretta.
—Es la atmósfera, una emisión luminosa del aire estimulado, como la que se produce en las auroras boreales. Sólo pudo causarla..., pero es imposible..., una explosión atómica en el espacio. En este momento nos estamos alejando de ella.
—Pero ¿cómo...? Quiero decir... ¿qué?
—¿Qué?
Patrick lanzó las palabras en un rugido, un rugido de cólera y de dolor, mientras sostenía a Nadia, que sollozaba.
— ¡Una bomba, eso fue! ¡Un misil con cabeza atómica! ¡Alguien está tratando de destruirnos!
33
TTD 23,27
Simón Dillwater apretaba con fuerza el montón de papeles, estudiando la gran fotografía del globo solar. Después revisó las hojas de cálculos y finalmente levantó la vista.
—Supongo que estos cálculos están bien revisados, profesor Weisman —dijo.
—En una cosa así no se cometen errores —dijo el anciano—. Las pasé varias veces por el ordenador, de arriba abajo, de atrás hacia adelante. No hay errores.
—Y si me permite la pregunta, ¿por qué los de nuestro equipo no lo descubrieron?
—¿Cómo lo iban a descubrir? Es un campo muy pequeño y reciente. Por otra parte, no son muchos los astrónomos solares; y los que nos interesamos en la interacción con la atmósfera superior, apenas un puñado. Ni siquiera eso. Si contamos a los que están bien informados sobre el tema, sólo dos: Moish y yo.
—¿Moish?
—Así le llamo yo en privado. No nos conocemos personalmente, pero mantenemos una constante correspondencia. Es el académico Moshkin.
—¿Un ruso?
—Por supuesto.
—Sí, por supuesto —asintió Dillwater, irguiendo el cuerpo alto y delgado hasta borrar la figura del pequeño profesor—. Quiero darle las gracias por lo que ha hecho y por su rapidez en ponerse en contacto con nosotros. Transmita igualmente mi agradecimiento a sus colaboradores.
Se inclinó ligeramente en dirección a Margaret Tribe y al subsecretario. Enseguida prosiguió:
—Someteré estos hechos a la consideración del presidente cuanto antes. A él le interesarán mucho. ¿Dónde puedo comunicarme con usted, profesor Weisman?
—En Filadelfia..
—¿A estas horas de la noche? —protestó la doctora, con firmeza—. No. El profesor se quedará en mi casa. Dejaré la dirección a la recepcionista.
—Gracias, muchas gracias...
Un portazo interrumpió sus palabras. ¿Un portazo? ¿Desde cuándo había portazos en la Casa Blanca? Pero también se oían pasos apresurados que retumbaban por el pasillo exterior. Un momento después pasó corriendo un oficial del Ejército, flanqueado por dos miembros de la Policía Militar y provisto de un maletín.
—Un momento, por favor —se disculpó serenamente Simón Dillwater.
Pero interiormente no estaba nada sereno al salir de su despacho. Estaba ocurriendo algo muy serio. Tenía que volver inmediatamente a la reunión de Gabinete. Sentía deseos de echar a correr, pero se dominó, consiguiendo un paso firme y regular.
Eran ya más de las once, pero por doquier se notaba una intensa actividad. También habían reforzado la guardia ante los despachos de los ejecutivos. El capitán a cargo de la vigilancia se adelantó con la mano levantada.
—¿Puedo ver su identificación, señor?
—¿Qué? ¡Pero si me dejó salir de esta sala hace unos minutos!
—Disculpe, señor. Su identificación, por favor.
¡Buen Dios, tenía la mano apoyada en la culata del atina! Dillwater mostró la tarjeta de identificación, que debería haber llevado prendida en la chaqueta y no en el bolsillo. El oficial consultó una lista y asintió.
—Correcto, señor Dillwater.
Pero cuando éste hizo ademán de pasar, el militar volvió a levantar la mano.
—Permítame, señor, una última formalidad. ¿Puede decirme cuál es el nombre de pila de su suegra?
—¿Qué? ¿Qué significa esto?
—No puede entrar si no me lo dice. Son Medidas de Extrema Seguridad. Acabo de sacar este libro de la caja fuerte.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé, señor. Me limito a cumplir órdenes. ¿El nombre...?
—María.
—Está bien. Pase, por favor.
Más guardias ante cada puerta y a lo largo de los pasillos Al fin Dillwater llegó a la sala de conferencias. Se detuvo ante la puerta, aturdido, incrédulo. Hasta hacía algunos minutos la atmósfera de esa habitación era mansa y silenciosa; todos estaban demasiado cansados para hablar y se limitaban a estudiar los últimos informes suministrados por Control de Misión. Ese agotamiento había dado paso a la hecatombe. Bandin, en pie hablaba a gritos... y Bannerman le respondía gritando también.
— ¡Quiero que se levante todo el mundo! ¡Hay que apretar ese botón y dar la alarma general...!
— ¡Señor presidente, usted no tienen ningún derecho a hacer semejante cosa! Podría ser un grave error. La Línea Directa, vaya a la Línea Directa y pregúntele a Polyarni qué ha pasado Explíqueles que sabemos sólo una cosa: que no fue nuestro. Y dígaselo bien claro si no quiere que comiencen a volar los misiles.
—La alerta...
—La Alerta de Intercepción ya está funcionando. Eso es todo cuestión interna, así que no habrá caos. Pero no haremos nada más mientras usted no hable con Polyarni.
El presidente estaba demasiado fatigado y confundido como para tomar una decisión. Fue el secretario de Estado quien rompió el silencio siguiente:
—El general está en lo cierto, señor presidente. Por el momento se ha hecho cuanto debía hacerse. Ahora usted debería hablar con Polyarni y decirle todo lo que sabemos. Que nuestros satélites y nuestras estaciones de investigación han registrado una explosión atómica en el espacio, sobre la Unión Soviética. Y que no se trata de un proyectil nuestro. Nada más.
Dillwater se dejó caer sobre un asiento mientras intentaba comprender los hechos. ¿Qué significa eso? ¿Una explosión atómica? De inmediato halló la respuesta.
En ese momento sonó el teléfono que le comunicaba en línea directa con Control de Misión; en un gesto automático levantó el auricular. Flax estaba en el otro extremo. Lo que le dijo le dejó frío, aturdido. Parecía imposible, pero debía ser verdad. Tomó varias notas sobre un bloc y finalmente consiguió articular palabra.
—Gracias, Flax. Se lo diré. Sí, está bien.
Colgó el auricular y se levantó lentamente.
—Señor presidente —dijo.
Su voz pasó ignorada, sin que nadie le escuchara. Repitió esas palabras con un tono algo más alto sin que nadie reparara en él. Entonces el enojo acabó por dominarle. Estremecido, con el rostro arrebatado, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
— ¡A ver si se callan todos!
Los demás obedecieron, atónitos ante ese arranque colérico en un hombre que nunca había levantado la voz por encima de lo que indicaba la más estricta cortesía. La sala quedó en silencio absoluto por un instante. Bandín fue el primero en recobrarse, pero Dillwater no le dio tiempo a hablar.
—Control de Misión informa que se ha lanzado un proyectil atómico contra la Prometeo. Alguien trató de hacerla estallar.
—¿Qué...? ¿Por qué...?
Era el presidente quien hablaba por todos.
—Aún no se sabe. Control de Misión informa que, al parecer, el proyectil no dio en el blanco, pero se han producido daños. En cuanto haya más detalles volverán a llamar.
En ese momento sonó nuevamente el teléfono. Tras responder, Dillwater dijo:
—Señor Dragoni, ¿quiere pasar esta llamada por el altavoz? Es un informe de la Prometeo.
—Control de Misión llamando a Prometeo. Adelante.
—Aquí Prometeo. Gregor Salnikov al habla. Es increíble que haya pasado algo así...
Pero su voz se perdió en un balbuceo.
—Adelante, Prometeo, por favor. El presidente y su gabinete están escuchando la conversación. ¿Qué ha pasado?
—Una explosión, una explosión atómica en el espacio. No tengo medios de saber a qué distancia se produjo. La doctora Samuel y yo estábamos en el compartimiento de la tripulación y sólo percibimos el estallido. Pero los pilotos, que estaban mirando hacia fuera, la vieren. Sufren mucho y están cegados... Debo irme, la doctora me llama.
La comunicación se cortó.
—Control de Misión —dijo Dillwater—. ¿A qué distancia de la Prometeo se produjo la explosión?
—Todavía no se sabe. Hemos tratado de activar las cámaras dos y tres, pero no responden. Si se han quemado, eso significaría que la explosión fue debajo y detrás de la nave. La radiación de ¡a cabina lo confirma.
—¿Qué significa eso?
—En el momento del estallido sólo hubo un ligero aumento de la radiación dentro de la cabina. Esto es posible tan sólo si la base de la nave estaba dirigida hacia la explosión, pues el cuerpo de la nave, la pantalla biológica y el tanque de hidrógeno habrían detenido las radiaciones.
—Gracias a Dios. Pero ¿qué pasa con la vista de los pilotos? ¿Hay ceguera?
—Aún no podemos decir nada. Ya daremos informes. Corto.
La llamada produjo un murmullo general y mucha confusión. Tales eran los hechos, pero ¿qué significaban?
—¿Quién podría lanzar una bomba hacia la Prometeo? —preguntó Bandin, tan confundido como los demás.
Sólo Dillwater sabía a qué atenerse. Estaba mirando fijamente la fotografía de la superficie solar. Al fin habló, tan suavemente que debieron esforzarse para oír.
—Yo sé quién lo hizo. Y sé por qué —dijo, levantando la vista—. Señor presidente, ¿esta habitación está libre de micrófonos?
—Por supuesto.
—En ese caso debo decirles que se trata indudablemente de un misil soviético lanzado contra la Prometeo.
—¿Puede probarlo? —preguntó Bannerman en tono gélido.
—No, general, tendrá que encargarse usted de eso. Sólo puedo explicarles las razones por las cuales lo creo así. Prometeo entra ahora en su decimosexta órbita. Dentro de ochenta minutos, aproximadamente, estará sobre Stalingrado. Hace unos pocos minutos, en el momento de la explosión, pasaba sobre las estepas siberianas, donde hay misiles atómicos instalados. Era la última oportunidad que tenían los rusos de volar la Prometeo antes de que completara la última órbita y cayera sobre Moscú.
—¿Qué es lo que está diciendo, Dillwater? —preguntó el presidente, lívido el rostro— Quedan todavía veinte horas antes de que caiga. Y lo hará sobre los Estados Unidos, no sobre Rusia.
—Nada de eso, señor presidente. Acabo de recibir una nueva información que altera nuestros cálculos. Estoy seguro de que las autoridades soviéticas también están al tanto de este dato.
Y agregó, mostrando la fotografía:
—Es muy posible que ésta sea la última órbita. Es probable que dentro de una hora se estrelle y arda.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Es el Sol, señor presidente. Si en este momento se produjera una tormenta solar, una mancha en la superficie, el súbito aumento de la energía afectaría la atmósfera exterior, haciendo que se expandiera. La Prometeo, en las condiciones actuales, está rozando la parte superior de la atmósfera; en caso de expansión, el satélite chocaría contra ella.
—¿Y esa fotografía del sol tiene algo que ver con el asunto? —preguntó Bannerman.
—Así es, general. La tomaron hace unas dos semanas. ¿Ven ustedes esta serie de puntos negros? Son manchas solares que pasarían al otro lado del sol por efectos de la rotación. En cualquier momento aparecerán por el otro borde. Representan el principio de una tormenta solar. Si el desarrollo ha sido normal se habrán convertido en llamas gigantescas mientras permanecían ocultas a la vista. Cuando la rotación las vuelva a poner ante nosotros emitirán una poderosa reacción que afectará la atmósfera al cabo de ocho minutos y medio.
—Entonces la Prometeo chocará contra un sólido muro de aire —observó Bannerman.
—Correcto. Los soviéticos han de haberlo descubierto. Seguramente trataron de destruir la nave antes de que pudiera caer sobre Rusia.
— ¡Qué hijos de puta!
—Si no me equivoco, general, usted mismo sugirió que se tomara aquí esa solución.
Dillwater no tuvo necesidad de poner ironía a sus palabras para que dieran en el blanco. El cuello del militar se puso rojo y no hubo respuesta.
—¿Está seguro de que los rusos lo saben? —preguntó el presidente.
—Casi con certeza, señor. De lo contrario no tenían motivos para disparar ese misil.
—Charley, comuníqueme con Polyarni. Será mejor que tenga una buena explicación para darnos.
34
TTD 24,09
El taxi giró por la plaza Rockefeller y se detuvo ante la puerta del vestíbulo. Cooper, al bajar, dio las gracias al portero con un gesto, sin saber si debía darle propina o no.
—¿Necesita algo, señor?
—El show de Mike Moore. Me dijeron que...
—La recepcionista le acompañará.
El portero le volvió la espalda para dedicarse al Rolls-Royce blanco que acababa de ocupar el espacio dejado por el taxi; por lo visto consideraba que los periodistas no valían la pena. Cooper trató de mantener el cuerpo erguido al entrar en el vestíbulo y de mantener los nudillos lejos de la boca. La recepcionista era bonita, aunque llevaba un pesado maquillaje, y llegó a sonreírle.
—Buenas noches, señor. Bienvenido a la mejor emisora de televisión del mundo.
—¿Qué? ¡Ah, sí, gracias! Me llamo Cooper. Me dijeron que viniera al show de Mike Moore.
—Claro, señor Cooper.
La chica no dejó de sonreír en tanto revisaba una lista de nombres.
—Le están esperando. Por favor, use el tercer ascensor y oprima el botón correspondiente al piso 43. Adiós.
Todo era muy eficiente y rápido. Cuando el ascensor arrancó, Cooper enderezó nuevamente las rodillas y se miró en el espejo, haciendo un intento por quitarse el pelo de los ojos y ponerse bien la corbata. Se había cepillado los dedos con fuerza, pero todavía tenía marcas de tinta negra. Tal vez nadie se diera cuenta.
—Pase, pase. Es el último. Le estábamos esperando.
Mike Moore en persona se encargó de hacerle pasar, empujándole discretamente con una mano apoyada en la parte inferior de su espalda. Era mucho menos alto y corpulento de lo que parecía por televisión, pero lucía un hermoso bronceado. Cooper era demasiado miope para darse cuenta de que se trataba de maquillaje.
—Doctor Cooper, le presento a Sharon Neil, a quien seguramente conocerá de nombre. Acaba de ganar el segundo Emmy, ¿qué le parece? Vamos a hablar sobre eso. Y Bert Shakey, por supuesto.
Cooper, realmente apabullado, estrechó la mano de Sharon Neil; era tan hermosa personalmente como aparecía en la pantalla. Después saludó al gordo comediante.
—¿Qué está pasando, Doc? —preguntó Shakey con voz chillona, la única que tenía—. ¿Viene o no el fin del mundo?
—Bueno, no tanto; pero...
— ¡Mejor así, porque no quisiera perdérmelo!
Shakey festejó ruidosamente su propio chiste; el periodista se las compuso para esbozar una sonrisa cortés.
—Bien, buena gente, ustedes serán mi show de esta noche —observó Mike con una amplia sonrisa, indicando una mesita de ruedas con café y tacitas—. Los canapés de queso están deliciosos. Después del show el bar está abierto, pero por el momento, si me disculpan, sólo hay café. Bien, veamos. Todos los que estamos aquí, y creo que Norteamérica en pleno, queremos saber qué puede decirnos usted sobre el cohete, doctor Cooper.
—¿De veras que nos va a caer sobre la cabeza? ¡Mi cabeza es dura, pero no tanto!
—A menos que los motores funcionen a tiempo, y cada minuto que pasa acrecienta el riesgo, mucho me temo que la Prometeo caerá sobre la Tierra.
—¿Y puede caer aquí? —exclamó Sharon, abriendo dramáticamente los ojos, mientras posaba una delicada mano sobre su pecho imponente.
—¡Ay, querida, espero que ahí no caiga nada feo! —suspiró Shakey, clavándole la vista en el escote.
—Me refería a este país, a Nueva York, gordo asqueroso y cornudo.
—¡Ah, los temperamentos! —exclamó Mike con simpatía—. ¿Caerá sobre Nueva York, doctor Cooper?
Ya era demasiado tarde para que Cooper pudiera rechazar aquel doctorado honorario que había caído sobre él; además, se sentía profundamente alterado por las obscenidades que acababa de proferir aquella boca sagrada. Con un gran esfuerzo logró ordenar sus pensamientos.
—Sí, es posible. Naturalmente, la fuerza del impacto provocaría un estallido mucho mayor que el que destruyó la ciudad inglesa. Y no hablemos ya del peligro de la contaminación por radiactividad que podría causar el uranio 235 que transporta. Pero la explosión constituirá el mayor peligro.
—Un nuevo procedimiento para cavar silos —sugirió Shakey mientras se escarbaba los dientes con una larga uña.
—Shakey, viejo paisano, reserva las bromas para después. Doctor Cooper, ¿qué posibilidades hay de que esa nave haga volar esta ciudad?
—No estoy seguro, pues dependería del sitio por donde pasara la Prometeo en el momento del impulso. Pero el peligro no se reduce sólo a Nueva York, sino que afecta a todo el Estado cada vez que pasa por encima de nosotros. Y no hablemos solamente de los Estados Unidos; debemos recordar que está circundando el mundo entero. En la decimosexta órbita pasará sobre Moscú y será fácilmente visible, bajo la forma de una estrella móvil.
—Pero podría caer en vez de pasar de largo.
—Exacto...
— ¡No podría caer en mejor lugar!
—... Mike. La Prometeo es una bomba mortal suspendida en el espacio, pero no se puede saber dónde caerá cuando toque la atmósfera. Sin embargo, no olvidemos que puede caer en muchos sitios, no sólo en una ciudad. Podría destruir el campo, contaminar los sembrados, incendiar bosques enteros. O caer en el océano, cerca de la costa, provocando intensísimas marejadas. Puede convertirse en el mayor desastre provocado por el ser humano en el curso de su historia.
—¿Peor que las suegras?
Mike Moore mostró su famosa sonrisa televisiva.
—Bueno —dijo, frotándose las manos—, creo que el show de esta noche va a ser muy interesante. Tenemos una autoridad que nos hablará del peligro suspendido sobre esta nación. Y además, la bella y la bestia...
— ¡Cuidado con lo que dices, Mike! ¡Dios te va a castigar! —Sírvanse un poco más de café, si gustan; después pasarán a maquillaje, con excepción de la adorable Sharon, y finalmente les recibiré en el estudio tres. Tendremos público en directo, representado por todo el Rotary Club de Potlach, Michigan, cada miembro con su esposa...
—¡Uy! —gruñó Shakey—. ¡Por eso cobro doble!
—No se pierdan. Les espero allí dentro de media hora.
En ese momento se abrió la puerta; un hombre asomó la cabeza y agitó una hoja de papel.
—Mike, una última noticia. Te servirá para comentarla con tu invitado.
—¿Qué, murió mi suegra? —preguntó Shakey, sonriendo.
—Peor que eso —replicó Mike, mientras leía rápidamente la hoja—. ¿Qué puede significar esto, doctor Cooper? La NASA acaba de comunicar que... Le leo textualmente: «... se ha producido una explosión en las proximidades de la Prometeo. El satélite parece estar intacto, aunque la tripulación ha sufrido ciertos daños. Se desconoce la causa de la explosión, aunque es seguro que no se originó en Norteamérica.» ¿Qué quieren decir con esto de que «se originó»? ¿Hay alguna nave espacial allá arriba, disparando al azar?
—No, claro que no. Supongo que técnicamente sería posible que estallara el combustible atómico, pero eso no podría ocurrir sin que el vehículo resultara dañado. En cuanto al origen, claro. Tiene que ser un misil atómico. Quiere decir que nosotros no lanzamos un misil atómico contra la Prometeo..
—¡Pero si no fuimos nosotros, alguien ha sido! ¿Quién?
—No lo sé. Francia, Inglaterra, China y los soviéticos cuentan con ese tipo de defensa. Depende del punto por el que atravesaba la Prometeo en el momento de la explosión, ya que esos cohetes son para defensa nacional y tienen un alcance limitado. Claro que pudieron dispararlo desde un submarino.
—¡Qué espantoso! —dijo Sharon.
—Decir «espantoso» es quedarse corto, criatura —indicó Mike; mientras se paseaba lleno de excitación—. Alguien está tan preocupado por la posible explosión que intentó destruirla antes de que se produzca. El mundo entero tiembla de miedo La muerte de los cielos. Contaminación atómica. ¡Amigos, tendremos un programa que elevará el porcentaje de audiencia hasta la órbita de ese satélite!
35
TTD 24,39
— ¡Yo no puedo decirles eso! ¡No puede pedirme que les. diga semejante cosa!
Flax meneó la cabeza con tanta energía que le rebotaron las mejillas. De pronto notó que estaba hablando a gritos ante el teléfono y que los ocupantes de las otras mesas se volvían a mirarle. Eso no importaba. Ya nada importaba. La tragedia les cercaba por todas partes. El no podía hacer frente a todo. Colgó el auricular antes de que Simón Dillwater acabara de hablar No era forma de tratar al jefe, pero ya nada importaba gran cosa. Se volvió lentamente, guiñando los ojos irritados por la fatiga.
—Mike —llamó, dirigiéndose al que ocupaba la mesa vecina.
—¿Qué pasa, Flax? ¡No me digas que hay más problemas!
—Ya te contaré. Oye, coge estas llaves. Son del escritorio grande de mi oficina, último cajón. Allí hay una botella de slivovitz. Tráemela.
—¿Slivo que?
—Licor de cerezas. Es la única botella. Ve volando.
—Flax, ya sabes que aquí está prohibido tomar bebidas alcohólicas. Mira que...
—No miro nada. Al diablo con las prohibiciones. Mi gente se está muriendo allá arriba.
Notó con enorme sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Empezaban a deslizarse poco a poco por las mejillas, pero eso tampoco importaba. Estaba de luto por los muertes. Ese último descubrimiento, el de las manchas solares, ya era demasiado. ¿Cómo haría para decírselo? En esa misión todo había salido mal desde el principio y, para colmo, todavía no había terminado.
Lanzó un trémulo suspiro sin darse cuenta. Era un pobre gordo cansado, atosigado por sus ataduras. Se enjugó el sudor y las lágrimas con un pañuelo ya empapado y perdió la mirada en el vacío hasta que le trajeron el slivovitz.
Era un líquido transparente y espeso, de aspecto inofensivo; otro tanto podía decirse de la nitroglicerina. Destapó la botella y aspiró profundamente el fuerte olor del fermento. Olía peor que la tequila, otra de sus bebidas predilectas. Junto al codo tenía un vasito de café medio vacío. Apenas consciente de lo que hacía, volcó los restos fríos en el suelo y llenó el recipiente con slivovitz.
¡Maravilloso! Le abrió un surco en la garganta y cayó sobre el estómago como una bomba, enviando cálidas oleadas a sus extremidades. Maravilloso. Y mientras durara el efecto convenía utilizar el micrófono.
—Adelante, Prometeo; aquí Control de Misión.
Tuvo que repetir dos veces la llamada antes de obtener respuesta.
—Hola. Flax.
Era Patrick, pero su voz sonaba espesa y farfullante.
—Sí, aquí Flax. ¿Eres tú, Patrick?
—Sí. Coretta me ha dado una inyección para calmar el dolor y no puedo hablar muy bien. El dolor pasó. Le dije que le aplicara a Nadia una dosis más grande y le pareció bien. Nadia se ha quedado dormida. En cuanto a Ely, no hay cambios. Nosotros dos tenemos los ojos vendados; Coretta no sabe si la ceguera es momentánea o permanente.
Lo dijo sin alterar siquiera el tono de voz. Enseguida preguntó:
—¿Averiguaste quién nos arrojó aquello?
—Aún no. Te lo diré en cuanto lo sepamos.
—Eso espero. Gregor se ha vestido y está listo para salir. Yo transmitiré las indicaciones del equipo y Coretta manejará los umbilicales desde aquí.
—No es conveniente.
—¿Qué diablos quieres decir, Flax? Si no arreglamos ese motor estamos listos.
—Oye, Patrick, parece que no habrá tiempo para hacer funcionar el motor antes de que haga contacto con la atmósfera.
—Según mi reloj todavía faltan dieciocho horas.
—Los cálculos han cambiado.
—¿Qué?
—Escúchame. He estado hablando con un tal profesor Weislman, que es especialista en superficie solar. Pronto se presentarán tormentas solares que perturbarán la parte superior de la atmósfera y lo cambiarán todo.
—¿Cuándo deben producirse?
—En cualquier momento.
—¿Es seguro, Flax? ¿No hay posibilidades de que sea un error?
—No hay posibilidades de error en cuanto a la rotación del sol. Las manchas eran pequeñas cuando él las fotografió, hace un par de semanas. Si han seguido los esquemas normales de actividad solar, han de estar ya en plena irradiación.
—Dime qué probabilidades hay, Flax. El sol no es un horno que se pueda encender y apagar a hora fija. ¿Que posibilidades hay de que la erupción sea importante?
Flax vaciló, pero tarde o temprano tendría que decirlo.
—De ochenta a noventa por ciento a favor de una erupción importante.
—Bueno, ¡Qué bien!
La voz de Patrick indicaba algo más que amargura.
—Voy a informar a los otros. Corto.
Flax cortó la comunicación y conectó el panel de comunicaciones.
—Vuelva a llamar al profesor Weisman —pidió—. Pregúntele qué personas se dedican a la observación constante del sol en el continente europeo; pídale nombres y números de teléfono. Después póngase en contacto con todos ellos. Quiero un informe incesante de esas manchas solares y de los niveles de radiación. En Astronomía pueden encargare de registrar los datos Que sea ahora mismo.
—Tengo una llamada para usted.
—No quiero llamadas.
—Usted la solicitó. Es del señor Wolfgang Ernsting.
—Ah, sí. Póngame con él.
Flax volvió a sorber el slivovitz, pero ya no parecía causar efecto, por lo que arrojó el vasito al cesto de papeles.
—Hola, Wolfgang, ¿eres tú? Te habla Flax.
—Me enteré de los problemas que tienes. Terrible...
—Y eso no es todo —observó Flax, apretándose la frente con los dedos—. Discúlpame la molestia. Ya es demasiado tarde para preguntarte lo que deseaba saber.
—Si puedo ayudarte lo haré con mucho gusto.
—Lo sé, gracias. Pero no creo que logremos ya poner a la Prometeo en una órbita más alta. Así que ya no importa. Iba a preguntarte cuánto tiempo podía pasar antes de que la Fuerza Aérea pudiera poner ese cohete en condiciones de lanzamiento. Sé que tienen iniciada una cuenta atrás de una semana y quería saber por dónde andaban. Pensaba que a lo mejor podíamos mejorar un poco la órbita para alargar el plazo en algunos días. En ese caso habría sido posible efectuar un lanzamiento para rescatar a esa gente.
—Claro. Bueno, pero ya no hay posibilidades, como dices. Si te sirve de consuelo, recuerda el viejo dicho alemán: «Rufen Sie mich zu Hause in dreizig Minuten an». Adiós.
—Adiós, Wolfgang.
Flax cortó lentamente la comunicación, mientras se preguntaba qué quería decir aquello. Había, efectivamente, un antiguo dicho alemán que significaba «Telefonéame a casa dentro de treinta minutos». Echó una mirada al reloj y garabateó una nota en su bloc. Al parecer, Wolfgang no podía hablar en ese momento. ¿Por qué? Tal vez había alguien escuchando o tenía alguna interferencia por cuenta de Seguridad. Podía tratarse de cualquier cosa; el único modo de averiguarlo consistía en hacer esa llamada, pero ¿para qué? Tal vez fuera importante. Algún proyecto secreto de la Fuerza Aérea. Bien, de cualquier modo, ya no tenía importancia. Sin embargo, era desagradable dejar las cosas sin terminar.
Todos estos pensamientos contradictorios giraban interminablemente en el cerebro de Flax, como si fueran copos de nieve en torno a un centro duro y negro: la Prometeo estaba condenada. Estrujó la nota y la echó al cesto de papeles. En seguida la recogió, volvió a desplegarla y la prendió en un sitio bien visible. Al menos debía a Wolfgang la cortesía de hacer esa llamada.
—El señor Dillwater le llama, señor Flax.
—Está bien. Habla Flax.
—Ah, sí, señor Flax. El presidente Bandín tiene un mensaje personal para los astronautas...
—Han cortado el contacto.
—Es un asunto algo urgente.
—Siempre es urgente. No corte. Veré si puedo hacer contacto.
La improvisada tienda de oxígeno estaba constituida por bolsas de plástico que Gregor había pegado por los bordes con toda paciencia. Se infló como un globo arrugado y así quedó, manteniendo su forma gracias a la presión interna del oxígeno, algo superior a la del compartimiento. Ely estaba muy pálido; su respiración era casi imperceptible. Coretta tuvo que echar una ojeada a los datos de los biosensores para asegurarse de que aún estaba vivo. El corazón palpitaba con ritmo estable, pero débil, y lo mismo podía decirse de la respiración. Estaba vivo, pero apenas. Coretta ajustó la transfusión de glucosa a presión, comprendiendo que no podía hacer gran cosa por él. ¿De qué serviría, si ya casi no les quedaba tiempo? No podía recordar sin una sensación de pánico las pocas horas, tal vez los pocos minutos que les quedaban. No quería morir; cada vez se hacía más y más difícil mantener la calma.
—¿Cómo está? —preguntó Gregor, acercándose.
—No hay cambios.
—Tal vez es el más afortunado. Todo pasará sin que él se entere.
—Oh, Dios mío, es demasiado horrible; me cuesta creerlo.
Se aferró a Gregor y ocultó la cara en su pecho..., pero no pudo llorar. Se puede llorar la muerte de otros; la propia, jamás.
—Aquí Control de misión. Adelante, Prometeo.
La llamada se repitió una y otra vez sin que nadie respondiera. Nadia, en la otra litera, se agitó en sueños.
—¿Cómo es que Patrick no contesta? —preguntó Coretta.
—Tendremos que ir a ver qué pasa.
Patrick se había quedado dormido. El cansancio absoluto de los días pasados, el dolor, la droga calmante, todo había colaborado. Todo eso, coronado por la noticia de que tantos esfuerzos serían en vano, pues no les quedaba ya tiempo, había sido demasiado para sus fuerzas. Ya no había razones para permanecer despierto; morir por morir, daba lo mismo hacerlo dormido.
—Adelante, Prometeo, adelante, por favor. El presidente está en la línea.
La llamada se repitió sin cesar desde los altavoces de la pared.
—¿No sería mejor despertarle? —preguntó Gregor, contemplando al comandante dormido.
Coretta estaba a su lado. Ambos tenían las manos entrelazadas, tanto para no apartarse flotando como por el placer de experimentar el calor humano. Ella movió la cabeza.
—No lo creo. Patrick necesita descansar. Y después de esa buena noticia que acaban de darnos, ¿qué otra cosa nos pueden decir?
Lo dijo con cierta indiferencia; al menos intentó hacerlo así, pero interiormente sentía un miedo atroz.
—Pero es el presidente de tu país el que desea hablaros.
La preocupada expresión del ruso la hizo sonreír.
—Querido Gregor, sientes demasiado respeto por la mera idea de autoridad. Bandín es un fantoche político y siempre lo será. Cuando no era más que congresista estaba en la Comisión para el estudio del transporte escolar integrado... y su distrito estaba perfectamente dividido en blancos y negros. Fue entonces cuando comenzaron a llamarle Goma Bandin. Era capaz de estirarse para llegar a cualquier cosa sin perder un solo voto y sin cumplir una sola promesa. Era inevitable que en esas condiciones le eligieran presidente.
—¡Por favor, Coretta! No deberías hablar así de tu líder. —Para ser revolucionario te portas como un buen burgués, mi pequeño oso ruso. ¿Acaso tu Polyarni no es el heredero de la antigua banda de Stalin? ¿No estuvo mezclado con esas facciones?
—No hables así —insistió él, preocupado, mirando por encima del hombro.
Coretta sorprendió ese gesto y se echó a reír sin poder dominarse, hasta que las lágrimas le corrieron por la cara. Aún reía cuando logró hablar:
—¡Es una lástima que no te hayas visto la cara! Te diste la vuelta para ver si alguien escuchaba... en un cohete perdido en el espacio y que está a punto de estallar. Discúlpame, no quería reírme de ti, sino de nosotros, de todos nosotros. Siempre con nuestros pequeños orgullos nacionalistas y nuestros temores. Al menos aquí podemos olvidarnos de todo eso en el poco tiempo que nos resta.
Se acercó a él y le besó apasionadamente.
—Me alegro de haberte conocido, de veras. Claro que no tanto como para justificar todo esto..., pero al menos como para compensar un poco.
—Pienso lo mismo con respecto a ti.
—La llamada, respondan a la llamada —dijo Patrick torpemente, debatiéndose contra las correas que le sostenían contra la litera.
Se llevó las manos a los ojos vendados; había olvidado lo ocurrido y no comprendía el porqué de tanta oscuridad. Al recobrar la triste noción de las cosas dejó escapar el aliento y su mano cayó sobre el panel de comunicaciones.
—Aquí Prometeo. Adelante, Control de Misión.
—El presidente quiere hablar con todos ustedes. ¿Están listos para recibir su mensaje?
—Que se ponga —respondió Patrick con total indiferencia.
Pocos instantes después se oyó la voz de Bandin:
—Les habla el presidente de los Estados Unidos...
—Es capaz de hacer que una simple llamada telefónica parezca el discurso de Gettysburg —dijo Coretta, volviéndose con un gesto de desafío.
—... Con profunda pena me dirijo a ustedes en lo que puede ser el último mensaje a cinco valientes astronautas, ciudadanos de dos países, unidos en un lazo de hermandad para esta gran misión que parece destinada a acabar tan lamentablemente. Tengo el triste deber de informarles de la causa de la explosión atómica que afectó hace muy poco a esa nave...
— ¡Lo descubrieron!
— ¡Silencio!
—Acabo de tener una larga conversación con el premier Polyarni y él me ha pedido que les manifieste su inmenso pesar por tan terrible accidente. Eso ha sido, precisamente. Fue un hombre del Comando de Defensa Soviético quien lanzó por SÍJ cuenta ese misil...
— ¡No! ¡Uno de los nuestros, no! —exclamó Gregor, pasmado.
—Ha sido detenido y degradado, pero ya no se podía remediar el hecho. Su desesperación es comprensible, pues el mundo villero está sumido en el terror. Tras la increíble catástrofe ocurrida en Gran Bretaña, el resto de los países afectados por la órbita de la Prometeo viven con el terrible pensamiento de que pueden ser la próxima víctima. Debemos comprender a ese oficial, aunque naturalmente no es posible perdonar su perverso acto. Me uno al premier Polyarni en su demanda de comprensión, en su profunda pena por la desgracia que ha caído sobre ustedes, en su tristeza por lo que parece ser un lamentable final para el comienzo de una era, y finalmente en la esperanza de que otros lleven a cabo la valiente batalla que ustedes han iniciado. Adiós.
Tras el mensaje del presidente se hizo un silencio total. Al fin lo quebró la llamada de Nadia, procedente del compartimiento de la tripulación.
—¿Dónde están? No puedo salir de esta litera.
—Yo te ayudaré —dijo Coretta, dirigiéndose hacia la escotilla.
—¿Eres tú, Coretta? Me despertó una voz. Escuché lo que dijo. Por favor, llévame a donde están los demás.
Salieron juntas a la cabina de vuelo. Nadia se cubría los ojos ciegos con su mano.
—¿Has oído, Gregor? —preguntó— ¿Lo crees?
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes muy bien. Ese cuento del oficial enloquecido que apretó el botón. ¿Es cierto?
Gregor aspiró profundamente... y meneó la cabeza, desesperado.
—No, es imposible. En nuestro país no pasan esas cosas. Se trata de un., ¿cómo lo decís vosotros? Una pantalla. Ese misil despegó con órdenes superiores. Si hubo pánico debió ser en las esferas más altas. Ahora tratan de ocultar la verdad. Me siento avergonzado de lo que ha hecho mi país y pido disculpas...
—No tiene importancia —dijo Patrick—. Tarde o temprano, por no decir «temprano...», todo acabará igual.
—Patrick tiene razón —dijo Coretta—. El resultado es el mismo. Y apostaría a que en nuestro país hay uno o dos generales envidiosos que quisieran imitar a los vuestros.
—Basta, Coretta —dijo Patrick bruscamente—. Soy militar y no puedo permitir que hables así.
—Lo siento, Patrick. Son los nervios.
Fuera verdad o no, Coretta reconocía interiormente que había hecho mal en decir eso. Al menos podían vivir en paz los últimos instantes.
—Pero tienes razón —prosiguió—. Eso no cambia nada, ¿no es así?
—No, lamentablemente. ¿Qué hora es?
—El TTD es de 24,59.
—La mancha solar ya debe haber aparecido. ¿Se nota alguna diferencia, Coretta?
—No soy astrónoma.
—No importa. ¿Me darías algo para beber? Eso que me inyectaste me ha dado sed.
Flax echó una mirada al TTD. 24,59, y aún no se habían producido aumentos en la radiación solar. En ese momento reparó en el trozo de papel y se fijó en la hora. Wolfgang ya estaría en su casa. Conque era ésa la excusa oficial: un viejo loco y el asunto del botón. ¿Quién podía creerlo? Nadie, tal vez. Pero salvaría el honor, cosa muy importante, tanto para las naciones grandes como para las pequeñas. Quizá pensaban todavía seguir adelante con el Proyecto Prometeo. ¿Por qué no? La energía seguía siendo necesaria, y cada día más. Otro lanzamiento, un nuevo intento...
¿Qué querría Wolfgang? Flax hizo la llamada. El teléfono sonó repetidas veces, pero no hubo respuesta. ¡Al diablo!
Flax arrugó por última vez el trozo de papel y lo lanzó al cesto.
36
TTD 25,03
—¿Dónde está ahora la Prometeo? —preguntó Bandin. Dillwater hojeó las páginas de cálculos e hizo una marca junto al TTD 25,03. Después se levantó para acercarse al planisferio que colgaba sobre la pared de la sala de conferencias; los otros hombres le siguieron con ojos cansados. Dillwater verificó latitud y longitud con precisos movimientos; enseguida movió el círculo rojo magnético que indicaba la posición de la Prometeo a cada instante. Estaba por entonces en medio del océano.
—Eso anda mejor —observó Grodzinski—. Si cae en el agua todo saldrá bien.
—Pero dentro de pocos minutos estará otra vez encima de tierra firme —indicó Bannerman—. ¿Y entonces? Esa nave sigue siendo una amenaza para el mundo entero. ¿Por qué diablos no apuntaron mejor esos rusos?
—General —intervino Dillwater rígidamente—, todavía hay cinco seres humanos a bordo.
—También estarán a bordo cuando la nave caiga, y van E morir de todos modos. Soy tan humanitario como usted, Simón, pero también muy realista. Los soldados tenemos que serlo si queremos ganar las batallas. Nos guste o no, dentro de poco deberemos afrontar una gran explosión. Si esas manchas solares se comportan como es debido, la nave se estrellará en cualquier momento. Tal vez esté ocurriendo ahora mismo, mientras nosotros conversamos. Y si las manchas solares no actúan, la nave se estrellará de todos modos, en cuestión de horas. ¿Hay algún cambio en los cálculos?
—Ningún cambio importante —repuso Dillwater, meneando la cabeza—. Algunos minutos menos, tal vez.
—Bueno, así son las cosas. Esa gente ha de morir, de un modo u otro. Pero ¿qué pasará con la bomba que les lleva? Propongo que la hagamos volar con uno de nuestros misiles mientras todavía está sobre el océano. ¡Y listo!
—¿Está loco? —gritó Bandin—. ¿Quiere que yo pase a la Historia como el presidente que bombardeó a su propia gente?
—Es una pequeña tragedia para evitar una mayor —insistió el general.
—Creo que el presidente está en lo cierto —intervino Schlolchter—. La opinión pública es una fuerza que no se puede dejar a un lado. Ya están circulando rumores sobre el misil de los soviéticos, que no era trigo muy limpio, como lo son todas sus bombas, y la prensa mundial se está sublevando, al igual que los políticos. En cuanto amanezca se unirán en un solo grito... y la prensa norteamericana irá a la cabeza. El bombardeo atómico no goza de mucha popularidad. Hemos prohibido los experimentos en la atmósfera durante muchos años, y si cambiamos ahora nuestra política para autorizar esa destrucción me parece muy difícil que obtengamos un solo voto en las próximas elecciones.
—Menos —acotó Bandin—. Estaríamos locos si votáramos por nosotros mismos. No, ni hablar de esa bomba, Bannerman. Por muy necesaria que parezca, no la vamos a lanzar.
—¿Y con dinamita o nitroglicerina? —preguntó Grodzinslki—. Cuando era joven trabajé con eso en las minas. Podrían hacer volar esa nave en pedacitos.
—En efecto —confirmó Dillwater—. Pero hay un pequeño problema: ¿cómo poner los explosivos en el satélite? En realidad tienen un tanque lleno de hidrógeno y quizá oxígeno suficiente como para provocar una explosión química si se combinaran, pero sería difícil y también está fuera de toda posibilidad. Cualquier explosión química, a esa altura, liberaría la mayor parte del U.235, que caería hacia la Tierra. Si se dispersara podría provocar un desastre peor que la explosión. Hay que descartar toda explosión química.
—Bueno, ¿qué diablos hacemos? —preguntó el presidente Bandin, mirándoles uno a uno—. ¿Nos quedamos sentados aquí mordiéndonos los codos hasta que caiga, a ver si revienta en algún lugar sin importancia? ¿No hay otra cosa que hacer?
Por lo visto no la había, pues sólo el silencio respondió a su pregunta. Simón Dillwater observó calladamente a los otros, aguardando alguna sugerencia. No hubo ninguna. Al fin acabó por aceptar lo inevitable y se puso en pie, con una carpeta de color anaranjado. No contenía muchas hojas; en la cubierta se leía, escrito en letras negras: SECRETO. Todas las miradas se centraron en él.
—Puesto que parece no haber otra solución a este difícil problema, creo que debo informarles sobre la existencia de este programa para casos de emergencia. No es mi consejo que se adopte; tampoco les digo que no se debe adoptar. Me limitaré a ponerlo en conocimiento de ustedes. Se trata de un programa llamado ESCORPIÓN. Como ustedes saben, se han elaborado muchos programas diversos antes de comenzar con la Misión, como se hace siempre. Esos programas cubren todas las contingencias posibles. Algunos son bastante realistas; otros, un poco inverosímiles. ESCORPIÓN cae dentro de la última categoría; es obra de ciertos ingenieros a quienes en ese momento consideré algo morbosos. De todos modos, cuando supe de su existencia lo leí, lo clasifiqué como secreto y lo hice archivar...
—Vamos, Dillwater, ¿de qué diablos se trata? —exclamó Bandín, ya en el límite de su paciencia.
—Le pido mil disculpas, señor presidente, pero quiero dejar todo en claro. ESCORPIÓN consiste en una técnica que permite desintegrar la Prometeo mediante una explosión autoprovocada. Naturalmente, ésta no destruiría sólo la nave, sino también el combustible radiactivo.
—No entiendo —dijo Grodzinski.
—Me suena bastante simple —respondió el general Bannerlman—. Ha de ser alguna conexión con el motor atómico que provocaría una explosión.
—No es exactamente así, pero ésa es la idea fundamental. Me han asegurado que si se llevan a cabo correctamente todos los procedimientos, se provocará una explosión atómica en la nave. Ahora bien, debo recalcar que esos procedimientos deben ser efectuados por alguien que esté a bordo de la nave. En otras palabras, quienes preparen la explosión volarán también. No hay modo de hacerlo por control remoto.
—Usted sugiere que se suiciden para salvar al mundo —observó Bandín.
—Yo no sugiero nada, señor. No hago más que explicar un programa existente. Que se lleve a cabo o no, gracias a Dios, no es cosa mía.
—De cualquier modo van a morir —dijo Bannerman, con toda tranquilidad—. Sugiero que se les expliquen los detalles de inmediato para que pongan manos a la obra. Es la única posibilidad que nos queda.
—Tal vez convendría preguntarles antes si quieren hacerlo —dijo Dillwater.
—No hay tiempo para esos lujos —respondió Bannerman—. El mayor Winter es militar, la mayor Kalinina, también. Ambos deben obedecer las órdenes. Habría que decirles inmediatamente lo que deben hacer. Les aseguro que se sentirán orgullosos ante la oportunidad de evitar una catástrofe a la Tierra. Si vamos a adoptar ese plan no hay tiempo que perder. Señor presidente, le solicito una decisión inmediata.
—Tendría que hablar con Polyarni para que ellos se encargaran de la Kalinina.
—Polyarni no nos consultó antes de lanzar el proyectil contra la nave; sin embargo, hemos respaldado esa explicación medio idiota que inventó. Podemos corresponderé con ésta. Estamos esperando, señor presidente.
—¿Nadie tiene otra cosa que decir? —preguntó Bandín.
Se traslucía un acento de angustia en su voz. Había llegado a ese alto cargo no tomando decisiones, sino evitándolas. Nadie respondió.
—De acuerdo. Todavía no podemos ordenarles nada, pero sí explicarles el programa ESCORPIÓN, darles detalles. Tal vez la decisión parta de ellos mismos, con lo que no nos veremos obligados a ordenárselo. Es un último recurso, Bannerman: lo de la miel y el vinagre. De cualquier modo están condenados a morir, pero así podrán dar un sentido a su muerte, salvando la vida de muchos compatriotas. Es una gran acción. Pónganse en contacto ahora mismo y háblenles de ESCORPIÓN.
—Escorpión —dijo Grodzinski, con la cara iluminada—. Acabo de entender: el animal que se mata con su propio veneno.
— ¡Cállese! —rezongó Bannerman, ya cansado.
37
TTD 25,28
Wolfgang Ernsting dejó el coche frenado y abrió la portezuela. El aire húmedo de Florida se lanzó sobre él, haciéndole jadear; jamás se aclimataría al brusco cambio entre el fresco aire acondicionado y el calor tropical. Mientras buscaba la llave, ante la puerta de entrada, creyó oír sonar el teléfono. Sí, estaba sonando; había tardado más de lo que pensaba en llegar a su casa. Abrió la puerta a toda prisa y corrió hacia el aparato.
Los timbrazos cesaron precisamente cuando sus dedos tocaban ya el auricular. Al levantarlo sólo percibió el tono para marcar. Cortó rápidamente y permaneció junto al teléfono, con la esperanza de que volvería a sonar.
No fue así. Una ojeada al reloj le confirmó que debía ser Flax. ¿Quién otro podía llamar en ese preciso momento? Flax era de una puntualidad absoluta. Bien, ¿qué debía hacer ahora? Esperar: Flax volvería a llamar, sin duda.
Se dirigió a la cocina, que seguía tan limpia e inmaculada como la había dejado esa mañana tras lavar las cosas del desayuno. No se había casado, por falta de tiempo o de oportunidad, y era más quisquilloso que una solterona. Tomó del estante su jarro favorito procedente de una cervecería ya desaparecida: era de grueso cristal, provisto de una tapa metálica que se levantaba con el pulgar; en la parte superior lucía orgullosamente el escudo de armas de aquella vieja fábrica.
Quedaba sólo una botella de cerveza. Mientras la vertía en el jarro notó que también se estaba acabando la Schinkenhagen puesta a enfriar en la vasija de cerámica. Tras vaciar el jarro se sirvió el resto de ginebra holandesa. Aquella situación era grave: ninguno de los comerciantes locales tenía bebida blanca importada y a él no le gustaba ninguna variedad de whisky. Necesitaría otro trago cuando acabara con ése.
Acabó también la Schinkenhagen y la acompañó con un trago de cerveza fresca. ¿Y ahora?
¿Qué haría si Flax no volvía a llamar? Esa era su principal preocupación, por más que intentara apartarla de sí. En realidad, no era responsabilidad suya; no tenía ninguna necesidad de meterse en líos. Si Flax no volvía a llamar... ¡Listo, asunto concluido!
Empujó la silla hacia atrás, ya enojado, y comenzó a pasear por la cocina, tratando de huir de sus pensamientos; pero el cuarto no era lo bastante amplio. Le llevó un minuto entero descorrer los cerrojos de la puerta trasera (había mucha delincuencia en el vecindario) para salir al jardín, a aquella noche que parecía un baño de vapor. Llevaba muchos años en los Estados Unidos, pero seguía sin acostumbrarse al clima. Aún llevaba en los huesos los inviernos secos y los suaves estíos de Bavaria. Tendría que hacer un viaje a su tierra lo antes posible. No era obligación suya llamar a Flax...
El pensamiento se había deslizado, a pesar de tanta defensa.
Obligaciones, responsabilidades. Se había hablado mucho de todo eso en Alemania después de la guerra, entre la sensación de culpa colectiva. Por entonces había tratado de no pensar en eso, y ahora tampoco pensaría. Era científico y, como tal, había seguido las instrucciones recibidas; eso era todo. ¿Qué otra cosa cabía? Recién regresado de la universidad, enviado a Peenelmunde, donde era el miembro más joven del equipo... ¿Era culpa suya si los cohetes diseñados habían caído en Londres, matando a civiles indefensos? No, no lo era; nunca le acusaron de eso. Por el contrario, los norteamericanos se habían mostrado muy contentos de contratarle antes de que lo hicieran los rusos. El aceptó con alegría y jamás se arrepintió de ello. En ese país tan próspero, cuanto decían las revistas sobre las condiciones de vida en la Alemania de posguerra parecía algo irreal, tan irreal como los juicios por crímenes de guerra. Cada uno se había limitado a cumplir órdenes..., pero se les acusaba de cometer crímenes. Como eso perturbaba su ordenado cerebro, acabó por no leer más artículos y por no pensar más en todo eso. Debía limitarse a cumplir con la tarea para la cual había recibido instrucción; sabía trabajar y obedecer las órdenes recibidas.
A pesar de la humedad y del calor, el cielo estaba azul y despejado. Wolfgang levantó los ojos, preguntándose si aquel satélite estaría pasando por allí en ese momento, a muchas millas de altura, mientras la tripulación se preparaba para morir.
En un impulso incontrolable, atacado por la náusea, se agachó para vomitar hasta que no le quedó nada en el estómago. Pasado el espasmo echó una mirada culpable a su alrededor mientras se secaba los labios con el pañuelo: no, nadie le había visto.
No era el destino de aquellas toneladas de metal lo que le preocupaba, sino el de las cinco personas condenadas. Se sentía culpable con respecto a ellas porque, según comprendía ahora, de pronto, llevaba muchos años escondiendo la culpa en sí mismo. La culpa colectiva de la cual hablaban siempre los periódicos alemanes. En cierta ocasión se había sentido culpable sin hacer nada al respecto. ¿Podía dejar que eso se repitiera?
Wolfgang entró a la casa, se lavó la cara y acudió al teléfono. Se detuvo. No, no podía llamar a Flax desde allí; por eso le había pedido que se encargara él de llamar. En Houston se registraban las llamadas, los nombres, la hora; él quedaría comprometido y tendría represalias, pues eso equivalía a violar un secreto oficial.
Se alejó del teléfono y retrocedió hasta la puerta.
El coche arrancó de inmediato, pues todavía estaba caliente, desplazando una ráfaga de aire frío. Wolfgang condujo a poca velocidad, sin prestar atención, hasta divisar hacia adelante el letrero de neón: BAR. Aparcó el automóvil y entró, aturdido por el tocadiscos automático a todo volumen. Había un parroquiano sentado al mostrador y una pareja abrazada en un rincón oscuro; el encargado estaba leyendo el periódico, pero levantó la vista al abrirse la puerta.
—Una cerveza, por favor.
—¿De barril?
—De barril, sí, por favor.
Wolfgang sacó la cartera y revisó los billetes. Había una cabina telefónica en el rincón posterior. La obligación y la culpa, la culpa y la obligación. Aunque el interior del bar estaba fresco, seguía sudando. Un billete de un dólar para pagar la cerveza. Sus dedos, dotados de voluntad propia, sacaron un billete de diez y lo pusieron sobre la madera húmeda y rayada.
—¿Puede darme cambio, por favor? Varias monedas de veinticinco.
El encargado, pálido y malhumorado, contempló el billete con disgusto.
—Esto no es un Banco, verá...
—Claro, disculpe. Déme también un caja de seis latas de cerveza. No, dos cajas.
—Así, sí. Comprenda, para los clientes está bien, pero para el primero que entra...
Wolfgang acabó su cerveza y recogió el cambio; enseguida corrió a la cabina telefónica para no darse tiempo a cambiar de idea. En cuanto cerró la puerta se encendió una luz mortecina; había olor a tabaco rancio y a sudor.
La operadora respondió casi de inmediato.
—Quiero hacer una llamada de persona a persona a Houslton, Texas. Houston, eso es...
—Aquí Flax. ¿Me oyes, Patrick? Adelante, por favor.
Flax estaba cansado, tan cansado que ya no sentía fatiga, sino algo totalmente distinto; una especie de enfermedad mortal, quizá. Los agonizantes debían sentir lo mismo. Habría sido muy fácil morir en ese momento, mucho más fácil que seguir con la tarea de ese día. Una serie de desastres, uno tras otro. Y ahora... Miró fijamente la nota garabateada ante él, pero no logró captar su sentido. Es decir, la comprendía, pero no le producía el menor impacto emocional.
—Aquí Prometeo.
—Acabo de recibir un informe de los médicos que vigilan los biomonitores.
—Sí, lo había olvidado. Iba a llamarle, pero ya lo sabes, ¿verdad?
—Dice sólo biomonitor cesación doctor Bron. Podría ser un fallo en el sistema de comunicaciones.
—Lo es. Ely ha dejado de comunicarse con el mundo. Ha muerto.
—Lo siento, Patrick, todos lo..
—Qué importa. De cualquier modo, todos estamos muertos Ely tenía un poco más deprisa, eso es todo.
Alguien llegó corriendo y puso una nota bajo la nariz de Flax. Decía: DILLWATER QUIERE HABLAR PROM.
—Lo lamento, Patrick. Esto es muy difícil para todos. Escucha, acaban de informarme que Dillwater quiere hablar con vosotros..
—Dile que se vaya al diablo. No hay nada más que hablar.
—Patrick, mayor Winter, el director de la NASA se pone en contacto.
Hubo una larga pausa. Flax tuvo la impresión de que Patrick estaba a punto de decirle dónde podía meterse al directo de la NASA; estaría muy justificado. En cambio, el piloto respondió con calma; la única emoción que revelaba era apenas la resignación.
—Prometeo a Control de Misión. Listo para recibir el mensaje.
Flax hizo una señal a la Mesa de Comunicaciones La conexión quedó establecida.
—Aquí Simón Dillwater.
—Aquí Prometeo. ¿Qué desea, señor Dillwater?
—Mayor Winter, ¿conoce usted cierto programa de emergencia titulado ESCORPIÓN, referido al motor atómico?
—No. Tendría que hablar con nuestro experto en motores atómicos, el doctor Bron. Le comunicaría con él, pero es una persona muy descortés. Acaba de morir.
—¿Qué? ¿Dijo que...? Lo siento mucho, no lo sabía, es terrible.
—Todo es terrible, señor Dillwater. Bueno, ¿de qué escorpión me hablaba?
Flax se estaba preguntando lo mismo, pues nunca había oído hablar de él.
—Es un programa de emergencia. Yo mismo lo clasifiqué como secreto, pues en ese momento me pareció a la vez tonto y peligroso. Pero las circunstancias, han cambiado y... tengo órdenes del presidente para...
—Está vacilando, señor Dillwater, y eso es muy raro en usted.
Su tono de voz era tan sereno que era imposible saber si hablaba en serio o si estaba empleando todo su sarcasmo.
—Lo siento, mayor Winter, y créame que soy sincero. Esta tarea no me resulta nada agradable. Pero debo informarle que existe un programa, ESCORPIÓN, según el cual se puede detonar el motor atómico de la Prometeo; es decir, explica la forma de provocar una explosión atómica empleando el combustible y el motor.
—Eso es sumamente interesante, Dillwater, pero ¿a qué viene eso ahora?
—Usted quiere que se lo diga con todas las letras, mayor Winter y no se lo puedo reprochar. Para decirlo directamente, en el caso de que la Prometeo se estrelle esparcirá la destrucción y la muerte. Ya comprenderá lo que esto significa.
Patrick le interrumpió:
—Por supuesto, señor Dillwater. Discúlpeme por haber hablado así; es comprensible, pero no cabe justificación. De todos modos, cuando esta nave se estrelle nosotros hemos de morir. Si pudiéramos hacerla explotar en el espacio se salvarían muchas vidas. ¿Es eso lo que quería decir?
—Gracias, mayor Winter. Me hace avergonzar; sé que yo no sería capaz de hacer lo que usted está haciendo. Pero, en esencia, eso es ¡o que yo quería decir.
LLAMADA TELEFÓNICA PARA USTED, decía la nota.
—Que esperen —dijo Flax.
—Persona a persona —indicó el mensajero—. Sólo puede esperar uno o dos minutos.
—Por Dios, ahora no. ¿Quién es?
—Un tal Wolfgang Ernting.
—Que deje el número. Yo le llamaré.
Patrick estaba hablando otra vez; ya se había perdido parte de lo dicho.
... no es mi decisión. Hablaré con el resto de la tripulación y después nos pondremos en contacto con usted. No sé qué dirán, pero ya que el tiempo escasea, le sugiero que pase el programa por el teletipo a fin de que podamos disponer de una copia.
—No sé. ¿Se puede hacer eso?
—Aquí Control de Misión —intervino Flax—. Hay un teletipo para secretos militares en la Casa Blanca y está conectado con el nuestro. Si comienza usted rápidamente con la trascripción, haré que la retransmitan a la de Prometeo.
—Sí, me encargaré de eso.
—Prometeo. Corto.
Flax cerró el interruptor y se dejó caer hacia atrás en la silla. Todo eso era demasiado. Al fin volvió a agitarse y llamó a la Mesa de Comunicaciones.
—Encárguese de hacerme llegar una copia de ese ESCORPIÓN en cuanto esté completo. Quiero saber qué se traen entre manos.
—Sí, señor. ¿Quiere que le consiga ahora mismo esa llamada?
—¿Qué llamada?
—La de Wolfgang Ernsting.
—No, deje eso por ahora. Comuníqueme con ese observatorio francés que ha estado estudiando las manchas solares.
Seguramente tenían una línea desocupada exprofeso, pues la llamada sólo tardó unos pocos segundos. La conversación fue menos satisfactoria; el astrónomo apenas hablaba inglés y Flax, cansado como estaba, no podía pensar en francés. Pero la información, o la falta de ella, quedó entendida. Sí, la actividad solar era la predicha. No, todavía no era tan potente como se había calculado, pero eso podía cambiar en cualquier momento. ¿Había posibilidades de calcular cuándo? No, podía ser en cualquier momento. Muy bien, gracias y adiós.
Flax cortó la comunicación con un gruñido. Aún no había noticias de la Prometeo: seguramente seguían hablando de ESCORPIÓN. Debía ser una magnífica conversación. O tal vez ellos también estaban demasiado aturdidos como para que nada les causara demasiado efecto.
Pero él tenía que hacer algo. ¿Qué? Ir a orinar. Eso podía esperar, aunque no mucho. Era otra cosa. ¡Eso, Wolfgang! ¿Para qué le había llamado él? De eso hacía apenas unas horas, pero parecían haber transcurrido semanas enteras. Prometeo seguía en silencio. Bien, podía llamar a Wolfgang y acabar con eso.
—Póngame con Ernsting —dijo.
La fatiga, el peso de los acontecimientos, le aplastaron contra la silla, con la boca ligeramente entreabierta, la piel cenicienta y mojada. Nadie reparaba en eso, pues todos estaban más o menos en las mismas condiciones. El teléfono zumbó, indicando que la llamada estaba allí, conectó el micrófono y los auriculares.
—Hola, Wolfgang. Traté de llamarte antes, pero... ¿qué?
Hubo un susurro apresurado en sus oídos que le corrió por el cuerpo como un nuevo flujo de energía. Flax se puso tenso y se inclinó hacia adelante, apretándose los auriculares contra las orejas para no perder una palabra. El agotamiento desapareció de pronto para dejar paso a una furiosa cólera.
—Sí —dijo—. Sí. ¿Estás completamente seguro? Lo sé. Trataré de no comprometerte si es posible; ya sé lo que eso representa. Haré lo que pueda. Sí. Hiciste muy bien en decírmelo; pase lo que pase, no importa qué ocurra, recuérdalo, te lo agradeceré toda la vida, Mein Lieber Freund. Adiós.
—Prometeo llamando a Control de Misión. ¿Pueden comunicarnos con el señor Dillwater?
—¡No! —gritó Flax.
Y enseguida repitió, más alto aún, levantándose:
—¡No! Voy a ponerles en contacto con el presidente de los Estados Unidos, con Dillwater y con todo el Gabinete, que está reunido en estos momentos. Antes de que hablen ustedes quiero hablar yo.
En todas las mesas la gente volvió el rostro cansado para mirar a Flax en el más completo asombro. El corpulento polaco, temblando de ira gritaba ante la radio.
38
TTD 25,57
—Gregor —llamó Patrick—, necesito tu ayuda.
—Un momento, enseguida voy.
Nadia estaba en la litera más apartada, la que había correspondido al coronel Kuznekov; parecía dormida, pero como tenía los ojos vendados no era fácil determinarlo. Gregor ayudaba a Coretta en la tarea de amortajar a Ely en un saco de dormir. La serenidad de la mujer le avergonzaba, pues él no podía evitar la impresión al rozar aquella piel fría y esos miembros fláccidos. Nunca hasta entonces había tocado un cadáver, y hacerlo allí, en el espacio, era doblemente horrible. Aunque era demasiado pronto para que el cadáver presentara rigor mortis (Gregor había creído hasta ese momento que comenzaba inmediatamente), con todo resultaba difícil de manejar: costaba trabajo colocarlo en los rígidos confines de la bolsa.
—Así no se puede —dijo Coretta—. A ver, sácala. Sostenle mientras yo enrollo la bolsa.
La recogió como si se tratara de una media larga y después la desplegó hábilmente a lo largo del cuerpo.
—¿Qué haremos con...?
—Nada, supongo —repuso ella—. No creo que haya misas ni servicios fúnebres. Dejémosle atado a la litera.
—Aquí, en ésta —indicó Nadia, sentándose—. Por favor, guíenme.
Gregor se sintió aliviado al salir de allí para acudir a la llamada de Patrick.
—Pon en marcha la teletipo, ¿quieres? —indicó el piloto, dirigiendo los ojos ciegos hacia el lugar donde estaba la máquina—. No tienes más que mover el interruptor; después opera el otro y escribe: «listo para recibir». Enseguida baja otra vez el interruptor hacia recepción.
—Es fácil.
Gregor obedeció las instrucciones. Cuando todo estuvo listo la máquina comenzó a tabletear velozmente. La primera frase fue DESCRIPCIÓN OPERACIÓN ESCORPIÓN.
—¿Qué es eso? —preguntó el ruso.
—Haz que vengan los otros. Quiero que todos se enteren.
Con voz tranquila y carente de emoción, Patrick les explicó lo que Dillwater le había dicho y qué significaba el programa que estaba imprimiendo el teletipo. Gregor aceptó estoicamente la noticia, haciendo gala de resignación eslava. Coretta no comprendió muy bien el significado de todo aquello.
—¿Programa de autodestrucción mediante el motor?
Patrick asintió, explicando:
—Sería más sencillo decir que es un programa para convertir el motor en una bomba. Quieren que conectemos la máquina de tal modo que destruyamos la nave. Así se evitaría una catástrofe en la Tierra.
— ¡Qué bonito! —exclamó Coretta, sin ocultar su amargura—. Nos traen hasta aquí, nos dejan plantados, nos bombardean... y confían en que nosotros, movidos por la gratitud, cometamos un suicidio atómico. ¿Por qué no nos arrojan otra bomba? A lo mejor los norteamericanos tienen más puntería que los soviéticos.
—Han de tener sus razones —respondió Patrick—. Tal vez no haya garantía de lograr la destrucción completa del combustible atómico. ¿Qué opinas, Gregor?
—¿Yo? Nada. Morir ahora o dentro de cinco minutos, me da lo mismo. El comandante eres tú; la decisión te corresponde a ti.
—No, en esto debemos decidir todos. ¿Tú, Nadia?
—Sigue las instrucciones y haz volar todo esto. Acabemos de una vez.
Había más dolor que resignación en el tono de su voz. Patrick compartía la misma emoción. El dolor de los ojos estaba apenas empañado por las drogas; en cuanto al dolor de aquel fracaso era aún peor.
—¿Tu voto, Coretta? —preguntó.
—¿Yo? ¿Qué importa lo que yo piense? Al final te portarás como un verdadero boy scout y antepondrás la salvación del mundo a unos cuantos minutos más de esta dichosa existencia. Bueno, hazlo y no me molestes.
En ese momento se dio cuenta de que empezaba a gritar; estaba perdiendo el dominio de sí, ella, la fría y abstracta doctora; se estaba poniendo histérica, mientras los dos pilotos cegados permanecían serenos y estoicos ante la adversidad definitiva. Aspiró una bocanada de aire y trató de imitarles.
—Perdóname; perdí la cabeza —dijo.
—Tienes buenos motivos.
—Sí, pero vosotros también los tenéis. Estáis peor que yo, y no os dedicáis a la autocompasión. Trataré de ser razonable. Si de cualquier modo vamos a morir en cosa de minutos, horas o lo que indique el último cálculo...
—La radiación solar no ha variado; el inicio de la tormenta aún no tiene la energía prevista.
—Dada nuestra buena suerte no tardará en tenerla, y más todavía. En el mejor de los casos nos quedan sólo diecisiete horas, de modo que mandémoslo todo al diablo. Prepara esa bomba y que alguien apriete el botón.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Patrick.
—Diablos, sí. ¿Pero a qué viene este interrogatorio?
—A que ni Nadia ni yo podemos colaborar. Tú y Gregor tendréis que encargaros de las operaciones.
—Es lógico —indicó Gregor.
Coretta pareció impresionada, pero enseguida sonrió con ironía.
—Vaya, ¿por qué no? La buena doctora Coretta Samuel, la salvadora de vidas, acabará sus días construyendo una bomba atómica. ¿Qué te parece, comandante? Dentro de poco habrá canciones folklóricas sobre mí en los ghettos negros.
—En ese caso estamos todos de acuerdo —observó Gregor—. Cosa hecha.
—De acuerdo —repitió Nadia.
Patrick encendió la radio, diciendo:
—Se lo diré. Prometeo llamando a Control de Misión. ¿Pueden comunicarnos con el señor Dillwater?
— ¡No!
La respuesta de Flax fue un grito que hizo temblar el altavoz de la pared.
—Voy a ponerles en contacto con el presidente de los Estados Unidos, con Dillwater y con todo el Gabinete, que está reunido en estos momentos.
—Flax, ¿qué pasa? —preguntó Patrick.
Por toda respuesta le llegó el crujir de la desconexión.
—Parecía enojado —dijo Coretta—. ¿Qué le pasará?
—Señor presidente, Control de Misión insiste en hablar con usted y con todo el Gabinete.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—No lo sé, señor. Parece muy perturbado. Me ha dicho que la tripulación de la Prometeo llegó a una decisión con respecto al programa ESCORPIÓN, pero que desea hablar él en primer término; me refiero al señor Flax.
—¿Qué diablos pasa con ese hombre? ¿Quién se cree para darme órdenes...?
Bandin se estaba encolerizando; Dillwater hizo un intento por tranquilizarle.
—No creo que se trate de eso, señor. El pobre está cansado, como lo estamos todos. Tiene que ser un asunto de mucha importancia.
—Bueno, póngame en comunicación y acabemos de una vez.
Dillwater hizo un gesto de asentimiento y cogió su teléfono La voz de Flax estalló desde el altavoz:
—Aquí Control de Misión. Prometeo está en circuito abierto. ¿Se me oye en la Casa Blanca?
Dillwater be apresuró a responder antes de que lo hiciera el furioso presidente.
—Sí, Flax, le escuchamos todos.
—Bien. ¿Me escuchan ustedes también, Prometeo?
—Roger.
—Quiero hacer una pregunta al general Bannerman y que todos ustedes escuchen su respuesta. General, usted nos informó hace algunas horas que el proyectil de reabastecimiento para el Satélite de Investigaciones de la tuerza Aérea no estaría listo para despegar hasta dentro de varios días. ¿Es verdad lo que digo?
—Así es.
—No, no es así. Es mentira. La verdad es que el proyectil está ahora en la plataforma de lanzamiento del Cabo, listo para despegar en cuanto se le cargue el combustible. ¿No es cierto?
—En absoluto.
El rostro del militar permaneció inexpresivo, sin revelar la menor emoción. Dillwater y los demás miembros del Gabinete, en cambio, habían quedado petrificados por aquella pregunta. Flax prosiguió:
—Miente usted, general. Los dos pilotos, Cooke y Decosta, están ya listos para el vuelo, allá en el Cabo. ¿Qué le parece si les llamo por teléfono?
Hubo un silencio mortal en la sala. El general Bannerman ni siquiera respondió. Pasaron así varios segundos hasta que la voz de Patrick, desde la Prometeo, observó:
—Aquí hemos oído la pregunta, pero no la respuesta.
—Lo siento —dijo finalmente Bannerman—. El proyectil de la Fuerza Aérea está clasificado como ultrasecreto. No tenemos nada que hablar al respecto.
Dillwater se levantó de un salto, estremecido de cólera.
— ¡Cómo que no! —exclamó—. No puedo creerlo. Si el proyectil está listo, ya podríamos haberlo lanzado para que rescatara a la tripulación de la Prometeo...
— Interrumpa la comunicación —ordenó Bandin.
—Pero tenemos que enterarnos, señor presidente, los de la Prometeo tienen derecho a saber. Es un crimen imperdonable que...
—¡Corte, es una orden! —bramó el presidente.
Dillwater vaciló. Miraba fijamente a Bandin, con los ojos dilatados por un nuevo descubrimiento.
—Le llamaré dentro de algunos minutos —dijo al teléfono.
—Pero usted no puede...
La voz de Flax quedó interrumpida. Dillwater se volvió hacia el presidente.
—Usted estaba enterado, ¿verdad? Desde que empezó todo esto, mientras los tripulantes luchaban por salvar la nave, mientras afrontaban la muerte y la ceguera, usted sabía perfectamente que se les podía rescatar con ese proyectil. Y, sin embargo, estuvo de acuerdo en pedirles que se suicidaran por medio del programa ESCORPIÓN. Y lo hizo sabiendo que ese proyectil...
—Siéntese y cierre el pico, Dillwater. Esa no es forma de hablar con el presidente de los Estados Unidos.
—¡Sí, señor! ¡Esa es la forma de hablar con un presidente que ha cometido una acción tan repugnante como la suya!
—Dillwater, se está metiendo en aguas muy profundas —observó Bannerman, levantándose para enfrentarse con el director de la NASA—. Aquí no se habla más de esto.
—Se va a seguir hablando, general —afirmó Dillwater, sin ceder un ápice—. Confío en que éste siga siendo un país libre. No puede hacerme fusilar por hablar. O me dice ahora mismo toda la verdad o salgo de aquí al instante para poner todo esto en conocimiento de la prensa. ¡Que todo el mundo se entere de esa asquerosa mentira!
—Eso es traición, Dillwater —observó Bannerman, llevándose la mano al cinturón, donde solía tener la culata nacarada de su pistola automática.
—¿De verdad? En ese caso tendrá que arrestarme y hacerme matar, porque voy a seguir hablando hasta que toda esta porquería quede a la vista. Y tendrá que hacer matar también a todos los de Control de Misión, porque esto se ha escuchado allá.
El doctor Schlochter intervino con serenidad:
—Tiene razón, señor presidente. Parece que se ha destapado la olla y no habrá modo de volver a taparla. Tendremos que tomar muy pronto algunas medidas de común acuerdo antes de que se extiendan los rumores a través de Control de Misión. Si el proyectil está listo habrá que lanzarlo en misión de rescate. Quizá todavía no sea demasiado tarde.
—¡Ni hablar! —exclamó Bannerman, volviéndose hacia su nuevo adversario—. El proyectil está cargado y su carga útil es un estricto secreto. Imposible tocarla. Si se llega a filtrar una sola palabra tendremos un lío peor que el de la Prometeo.
—¿En qué consiste esa carga útil? —preguntó Schlochter.
—Usted vio el memorándum. Es ese paquete de la CÍA, el PEEKABOO *.
Schlochter se puso pálido y cayó contra el respaldo de su silla.
—Sí —dijo—. Eso no puede tocarse. Hay que hacer algo...
Dillwater ya había cogido el teléfono.
—Quiero una línea exterior —indicó—. Operadora, póngame en comunicación con los espacios informativos de la red televisiva de Washington. Correcto: CBS, NBC y ABC. Por favor, avíseme cuando tenga la llamada.
Colgó el auricular y se volvió hacia Bannerman sin levantar la voz.
—Le queda aproximadamente un minuto para decirme de qué trata este asunto del PEEKABOO.
* Peekaboo juego para niños y también bordado sutil (N. de la T. )
— ¡Está despedido, Dillwater! —gritó Bandin—. ¡Le sacaré a patadas!
—He renunciado, señor presidente, tanto a mi puesto en la NASA como a cualquier otro en su administración. Haré efectiva mi renuncia en cuanto acabe este asunto.
—Está poniendo en peligro a toda la nación, maldito sea; tendría que hacerle fusilar. El PFEKABOO es un complicado mecanismo de veinte toneladas que nos vendrá muy bien en caso de emergencia.
—¿Y qué es, hablando claro?
—Es sólo para defensa; lleva el mayor láser construido hasta el momento, totalmente controlado por ordenador, para defenderse a sí mismo haciendo estallar cualquier misil que se le acerque.
—¿Y qué necesidad hay de que se le acerque un misil?
—PEEKABOO será puesto en una órbita que pasará sobre Moscú. Ese láser recibe energía por medio de un generador nuclear. Es, probablemente, lo más aproximado al rayo de la muerte que se pueda pedir. Cuando se dispara se lanza directamente hacia abajo, a través de la atmósfera, para incendiar el blanco al que está dirigido. Con toda precisión. Cuenta con un meticuloso mapa de Moscú. Podría hacer volar el Kremlin sin tocar un solo adoquín en la Plaza Roja, que está al lado, o derribar los cuarteles del ejército sin tocar el supermercado de al lado.
—Comprendo —dijo Dillwater en voz baja.
—Bueno, yo no —intervino Grodzinski.
Fue Dillwater quien le explicó:
—Es una secreta violación a nuestro acuerdo con los soviéticos con respecto a no militarizar el espacio, un arma que giraría en una órbita sincronizada para vigilar Moscú. Una vez más desmentimos en secreto lo que aprobamos en público. La CÍA conserva sus reservas de veneno a pesar de haber recibido órdenes de destruirlas, y el FBI conserva las listas de radicales, aunque dice que las ha quemado. Y el general Bannerman, junto con sus colegas militares, construye una bomba que amenaza la paz mundial.
Se volvió hacia el presidente y agregó:
—Y usted lo sabía desde el principio, ¿verdad?
—Claro que sí..., porque antepongo a todo la seguridad de mi país. Si las cosas se hicieran como quieren ustedes, los liberales, ya tendríamos una bandera roja sobre este edificio.
—Señor presidente, señores —dijo Schlochter, utilizando su habilidad como pacificador internacional—, la carga actual de ese proyectil no tiene importancia. Se puede retirar, archivarla, dejarla en el olvido. Hay que preparar inmediatamente ese proyectil para un intento de rescate. No hay otra solución. Ya hay demasiada gente enterada de su existencia. No cabe otra alternativa, señor; tendrá que dar las órdenes.
—No tiene por qué hacerlo, señor presidente —insistió Bannerman, girando sobre los talones para ponerse frente a Bandin—. Esto se puede silenciar, se pueden acallar los rumores PEEKABOO ya ha llegado demasiado lejos para darle marcha atrás. Una vez que esté en órbita podremos estar tranquilos, porque los soviéticos no se atreverán a hacer nada.
Bandin se retorcía las manos, buscando una salida fácil a ese dilema.
—Control de Misión y Prometeo están en la línea —dijo Dillwater, cubriendo el micrófono del teléfono con la mano—. Y en otra línea esperan las emisoras de televisión. ¿Qué les digo?
Bandin descargó el puño sobre la mesa, entre la frustración y la rabia.
—Diga a la televisión que se mantenga alerta para recibir una noticia importante. Diga al Cabo que saquen esa maldita bomba del proyectil y que la escondan enseguida. Diga a la Prometeo que no hablamos antes de esto porque no estábamos, seguros de tener el proyectil listo a tiempo, pero que han estado trabajando noche y día en él y parece haber una oportunidad. ¡Y que no se sepa una palabra de lo que hemos hablado aquí! Se dejó caer en la silla, exhausto. «Goma» Bandin se había estirado por última vez.
39
TTD 26,19
—Señoras y señores: Lamentamos interrumpir este programa, pero acaban de producirse dramáticas novedades en el destino de la Prometeo.
El periodista sujetó con fuerza la única hoja de papel, recién sacada del teletipo, y miró directamente hacia la cámara, con expresión debidamente seria. Sabía que sus palabras y su imagen circulaban en ese momento por toda la red nacional de radioemisoras y canales de televisión, además de ser transmitidas al extranjero por onda corta.
—Según parece, en estos, momentos se está preparando una misión de rescate en el Centro Espacial Kennedy, sede del Proyectil Espacial, el moderno cohete que transporta personal y materiales a los Laboratorios Espaciales. El presidente Bandin informa que se prefirió no divulgar anteriormente esta noticia ante el temor de que el proyectil no estuviera preparado a tiempo Pero ahora, restando ya pocas horas de vida a los valientes astronautas atrapados en órbita descendente, se lanza la misión de rescate. Tal vez haya tiempo para llegar a ellos antes del último instante. Mantendremos al público informado a medida que se presenten los acontecimientos, y si es posible nos comunicaremos directamente con los astronautas.
—No, ahora no, imposible, Minford —gritaba Flax al telé fono—. Ya sé que es muy importante para las relaciones públicas y para mantener la imagen ante el público, especialmente después del asunto de Inglaterra. Pero no se puede hacer una transmisión desde la Prometeo. Esos pobres tripulantes están agotados y enfermos; comparados con los problemas que tienen allá arriba, los suyos no son más que un atraso de la menstruación. Además, tengo una llamada de ellos.
Movió velozmente varios interruptores y volvió a hablar:
—Aquí Control de Misión; adelante, Prometeo.
—Flux, ese intento de rescate con el proyectil espacial, ¿se hace o no?
—Te respondo con un sí bien grande, Patrick. Estuve tratando de averiguar cuánto tiempo necesitan para prepararlo, pero si están listos procederán al lanzamiento.!
—¿Cuándo?
—Dentro de cuatro horas, más o menos. Por entonces vosotros pasaréis por encima de la costa Este de los Estados Unidos, y el lanzamiento sería inmejorable. El encuentro se produciría cuarenta minutos más tarde. Te daré un cálculo más exacto en cuanto nuestro equipo se haya puesto en contacto con el de ellos.
—¿Y sólo porque no estaban seguros de tenerlo listo no nos lo dijeron antes?
—Eso dice el informe oficial, Patrick.
—Son todo cuentos, Flan y lo sabes muy bien.
—Lo sé. Y estoy de acuerdo contigo.
—El lanzamiento de Proyectiles Espaciales necesita una preparación de una semana entera. Indudablemente podrán ahorrar horas aquí y allá, pero saben cuánto se tarda en salir casi al minuto. Si sabían que ese cohete estaba listo, ¿por qué no avisaron ?
—No estoy enterado de los detalles y es probable que no se sepan jamás.
—Intentémoslo. Pregunta por ahí. Flux, tú tienes contactos. Me gustaría saber unas cuantas cosas cuando vuelva, si es que volvemos.
—Lo mismo digo.
—Corto.
Patrick cortó la comunicación con un manotazo furioso al interruptor.
—¿De qué se trata? —preguntó Coretta.
—No lo sé, y tengo miedo de adivinarlo.
El piloto se tocó ligeramente los vendajes. Odiaba esa ceguera, la invalidez física que le imponía.
—Está pasando algo muy extraño —dijo—. De lo contrario Flax no nos hubiera conectado así con la Casa Blanca. Eso fue un modo de ejercer presión sobre alguien. Pero todo eso puede quedar para otro momento. Ahora tenemos problemas más urgentes.
Volvió a tocarse los vendajes y preguntó a Coretta:
—Doctora, ¿no podríamos aflojarlos un poco? ¿O sacarlos por un momento? Uno no sabe mientras no prueba.
—Sí se sabe, Patrick —respondió ella, tratando de mantener un tono tranquilo y profesional—. Cualquiera que sea el resultado final, el shock que Nadia y tú recibisteis en la vista os dejará cegados al menos por un día. Nada ganarás con sacarte los vendajes; por el contrario, puedes empeorar. Siento mucho no poder hacer un diagnóstico más preciso, pero así son las cosas.
—¿Podría ser permanente? —preguntó Nadia, sin alterarse.
—Tal vez, aunque lo dudo mucho. Hay grandes probabilidades de que esa ceguera sea sólo pasajera.
Lo había dicho con énfasis porque era una mentira; no tenía idea sobre la gravedad del daño sufrido por los pilotos. De cualquier modo, en ese momento era más importante levantarles el ánimo que decirles la verdad.
—De acuerdo —dijo Patrick—. Dejemos eso por el momento. Gregor, ¿ya salió todo el programa ESCORPIÓN por el teletipo?
—En efecto. Lo he cortado en hojas y lo tengo en una carpeta, como dijiste.
—Prepáralo, ¿quieres?
—¿Por qué? —preguntó Coretta, sorprendida—. ¿Para qué desintegrar la Prometeo si viene una nave a rescatarnos?
—La situación no ha cambiado —explicó Nadia.
Estaba acostada en su litera, junto a Patrick. Igualmente ciega, igualmente calmada.
—Esa es la verdad —confirmó Patrick—. Todavía quedan muchos factores desconocidos en la ecuación. Tal vez esta órbita se mantenga durante las horas necesarias para efectuar el rescate, si no acaba en cualquier momento. El observatorio envía un informe constante de la actividad solar. Hay pequeñas erupciones y la radiación es moderada, pero el sol sigue girando y no tenemos idea de lo que puede aparecer dentro de un momento. Con una sola mancha grande todo habrá terminado.
— ¡Es terrible! —gritó Coretta.
—Es sólo la verdad —dijo Gregor, acercándose para abrazarla.
Los dos pilotos no podían verles, pero de cualquier modo no habría importado. Sólo importaban todavía unas pocas cosas muy vitales.
—Gregor está en lo cierto —asintió Patrick, dentro de su noche privada—. Debemos proceder como si el proyectil no pudiera llegar. Si viene a tiempo, mejor. Si no, todos nuestros motivos para llevar a cabo el programa ESCORPIÓN siguen en pie. Y como exigirá un poco de tiempo, sugiero que comencéis enseguida.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Coretta.
—Considerando que ni tú ni Gregor tenéis experiencia en paseos espaciales, podrían ser tres o cuatro horas.
—¿Qué debemos hacer? No tengo idea.
—Aquí está el programa, explicado en todo detalle —dijo Gregor, mostrando las hojas escritas.
—Para ti puede ser fácil, querido, pero eso es chino para mí.
—Será mejor que me tome el tiempo necesario para explicároslo todo —dijo Patrick—. Antes de poner manos a la obra tenéis que aprender los principios fundamentales. Coretta, ¿tienes nociones de los principios sobre los que opera el motor nuclear?
—Sólo en teoría. Se emplea hidrógeno tanto como moderador nuclear como a modo de combustible. Esos tubos de cuarzo, algunos de los cuales se rompieron, se llaman bulbos de luz. El isótopo de uranio en forma granulada se mezcla en los tubos con el gas de neón, y allí se produce la reacción. Eso calienta los tubos... ¿hasta qué temperatura?
—Tres mil grados.
—Un poquito caliente. Por la parte exterior de los bulbos de luz hay una atmósfera de hidrógeno que se calienta, y eso significa también que se expande, adquiere presión en la cámara y sale disparada por el agujero de la parte posterior; con ese impulso funciona la nave. ¿Está bien?
—Muy bien, simple y efectivo. En realidad, el proceso es mucho más complejo, pero no importa. Todo lo que Gregor y tú debéis hacer es alterarlo y convertirlo en una bomba.
—¿Cómo se hace?
—En cuatro etapas. Primero tenéis que salir al espacio y abriros paso hasta la cámara de presión. Eso significa que deberéis abrir uno de los conos. Será difícil, pero no imposible. Uno de vosotros tendrá que usar la UMA para llegar hasta allí. Después, Gregor, ¿qué sigue? Me falla la memoria.
No era un fallo de memoria, sino dolor. El efecto de las drogas estaba pasando; los ojos le dolían tanto que se le hacía difícil pensar. Gregor le había leído el programa una sola vez, pero lo recordaba perfectamente. Sin embargo, le costaba hablar. Pronto le haría falta otra inyección, pero prefería posponerla mientras fuera posible, pues el calmante le dejaba muy atontado. Gregor volvió las páginas y puso el dedo sobre una línea.
—Abierta la entrada es necesario romper los tubos de cuarzo para agrandar la cámara. El material de los bulbos de luz, aunque muy resistente al calor, es muy frágil. Una vez concluida esta operación se quita una sección de cuatro metros correspondiente a la tubería de almacenamiento de U-235 y se la enrolla hasta que su diámetro no pase de cuarenta centímetros.
—Ahí me pierdo, Gregor.
—Son tubos de plástico —explicó Patrick—. Allí está almacenado el uranio. No se puede guardar en un tanque, pues alcanzaría el estado crítico y estallaría. Por eso permanece en una tubería plástica enrollada a la base de la nave. Hay que cortar una parte de esa tubería, con el combustible que contiene, y enrollarla hasta formar una masa compacta.
—Un momento —dijo Coretta—. Si mal no recuerdo, en el curso acelerado de medicina atómica me enseñaron que eso puede ser peligroso. ¿No estallará?
—Todavía no. Habrá una mayor radiactividad, pero sin llegar al punto crítico.
—Pero el que lo haga se sentirá bastante mal.
—El que lo haga morirá —dijo Patrick, sombrío—. En pocos minutos la dosis será mortal. Pero no importa.
—Supongo que no —dijo Coretta, tratando de imitar su calma—. Una dosis como ésa tarda horas en matar y la nave entera estallará mucho antes.
—En efecto —dijo Gregor, volviendo la última página—. Cuando el combustible esté listo se debe dar paso al hidrógeno desde el panel de mandos. Entonces toda la masa de combustible pasa a presión al interior de la cámara. Eso es todo.
—¿Cómo todo? —preguntó Coretta, sorprendida—. ¿Qué pasa después?
—El hidrógeno, una vez en la cámara, actúa como moderador, amortiguando la radiación que ha estado escapando hasta entonces. La masa de U-235 llega al punto crítico...
—... y estalla. Una explosión atómica. Entiendo. ¿Cuándo comenzamos?
—Ahora —dijo Patrick—. Por favor, que alguien me indique el TTD.
Estaban colocando en su sitio el Cuarto Cambiable de Carga Útil contra el satélite. En ese momento Gordon Vaught, el inspector de Lanzamientos, trepó a la intrincada armazón de acero. Era corpulento y sólido; los músculos y los tendones le tensaban los brazos desnudos. Nacido y criado en Dothan, Alabama, a unos pocos cientos de kilómetros de Cabo Cañaveral, estaba habituado al húmedo clima de los trópicos y ya no reparaba en él. Al cruzar la esclusa de aire se encontró en la atmósfera fría y esterilizada del Cuarto. Mientras tanto estaban ya soltando las grapas que fijaban toda la estructura al cuerpo del satélite, bajo la supervisión del coronel Kober. Este era un personaje menudo y desagradable, siempre de uniforme y siempre inmaculadamente planchado. Vaught le consideraba inteligente; además del grado militar tenía también título de ingeniero; sin embargo, ese hombre le desagradaba profundamente. Por otra parte, el sentimiento era mutuo: trabajaban juntos porque no había otro remedio, pero no disfrutaban de la mutua compañía.
—¿Se está preparando para quitar la carga útil, coronel? —preguntó Vaught.
—Así es, señor Vaught.
—¿Cuánto tiempo tardarán en sacarla para que podamos sellar las puertas?
—Lo haremos tan pronto como sea posible, si eso es lo que usted quiere saber.
—No, no es eso. Le pido números. Minutos, horas, días... Usted me entiende.
Kober lanzó una fría mirada de odio sobre el corpulento civil.
—Un cálculo estimado, por supuesto —dijo, cepillándose el duro bigote con los nudillos— y basándose en experiencias anteriores... desconectar los puentes, agregar energía suplementaria, desbloquear, retirar, alejar la plataforma, cerrar todo... Por lo menos dos horas.
—No podemos esperar dos horas. Comenzaré a cargar el combustible ahora mismo.
Vaught dio la vuelta para marcharse, pero Kober le detuvo con una áspera parrafada:
—No puede hacer eso. Se lo prohíbo terminantemente. La disciplina de los civiles ya es bastante escasa en este proyecto, pero no permitiré que ponga en peligro a mi personal o a la nave con actos criminales, ¿entiende, Vaught?
—Entiéndalo, coronel: para usted me llamo señor Vaught. No lo olvide. En cuanto a sus prohibiciones es como si un perro quisiera tirarse un pedo más grande que el de un elefante. Comienzo a cargar el combustible.
—No puede. Está prohibido. Hablaré con...
Vaught cerró la esclusa de aire y no oyó más. Bueno, bueno, el hombre se sulfuraba con facilidad; era un placer pisarle los callos. Vaught sacó la radio portátil del estuche colgado a su cinturón y la puso en marcha.
—Estación dos. ¿Están ya conectadas las líneas de suministro?
—En este memento conectamos la última, Gordon.
—Bien. Haz que los hombres de arriba vigilen las válvulas de drenaje y comienza a bombear. Quiero que el combustible esté aquí dentro lo antes posible.
—De acuerdo.
Vaught apagó la radio y se inclinó sobre el metal caliente de la barandilla para observar la nave. La pesada mole del Cuarto Cambiable de Carga Útil estaba sujeta contra ella, cubriéndola casi por completo; sólo la parte superior de los tres grandes propulsores se alzaba por encima de él; el satélite quedaba totalmente oculto. A un lado se erguía la torre de servicio, convertida en esos momentos en escenario de un organizado ajetreo. Las tuberías subterráneas llevarían hasta ella el oxígeno líquido y el hidrógeno solamente cuando se mantenía a cientos de grados bajo cero.
El suministro de combustible debía estar ya en marcha, pues una de las válvulas de salida acababa de soltar una blanca bocanada de gas. Tardarían al menos tres horas en llenar los tanques. Tendrían que estar listos en tres horas, cuanto más, pues entonces dispondrían de la única vía utilizable, los pocos minutos durante los cuales era necesario lanzar el proyectil espacial en el curso debido, a fin de que se encontrara con la Prometeo. Bien, él haría lo suyo; se encargaría de que la nave estuviera llena de combustible y lista para despegar en el momento preciso, siempre que la carga útil de los militares fuera retirada a tiempo. «Satélite de observación», le llamaban; era un gran secreto, siempre custodiado por Policía militar armada. Los rumores afirmaban que se trataba de mucho más que eso. Por su parte no tenía el menor interés por todo eso. Lo único importante era despegar a tiempo.
El suministro de combustible marchaba correctamente; tendría tiempo para molestar un poco a Kober a fin de que retiraran todo eso. Era un placer molestar a Kober, a pesar de ser tan fácil. El había pertenecido al ejército en su juventud; llegó al grado de cabo antes de dejarlo. Cualquier hombre de graduación superior a la de sargento merecía su instantánea sospecha; y esos coroneles de pacotilla eran el mejor de los cebos. Vaught se volvió hacia la puerta con una sonrisa.
El observatorio solar estaba en Capri, la isla de la bahía de Nápoles. Por detrás se erguía el monte Solara, con sus cuestas escalonadas y sus plateados olivos; tras descender por la aldea de Anacapri acababa en grandes acantilados de piedra caliza levantados sobre el mar. Poco antes de llegar allí se alzaban las sólidas paredes del edificio que alojaba al Observatorio Solar de la universidad de Freiburg. No era aquél el sitio más apropiado para construir un observatorio de ese tipo, pues la niebla marítima lo hacía inutilizable mucho antes de bajar el sol, hasta bien entrada la mañana. Pero para los alemanes Capri es un auténtico paraíso; por una vez los sentimientos habían preponderado sobre la lógica, haciendo que el observatorio se construyera allí. Por otra parte, la breve jornada de trabajo dejaba más tiempo disponible para dedicar al vino y a los melocotones. Ni los astrónomos ni sus esposas consideraban que las expediciones por asuntos de trabajo fueran allí grandes sacrificios.
En la parte superior del edificio había un espejo que giraba y se inclinaba automáticamente para seguir el curso del sol, reflejando su imagen a través de un tubo en forma de chimenea, hasta llevarla a la sala del telescopio. En ese sitio, la imagen ampliada pasaba por un filtro especialmente diseñado para borrarlo todo, con excepción de las emisiones de hidrógeno. El sol, así purificado, modificado y bien visible, quedaba impreso por una cámara Leica, que tomaba una fotografía cada dos minutos y movía automáticamente la película para la próxima exposición. Cuando la cámara no estaba en funcionamiento, la imagen se podía proyectar en una pantalla blanca. Era un disco ardiente y colérico, de un metro de diámetro, manchado por su propia actividad y circundado por zarcillos de fuego.
El doctor Bruzik estaba estudiando esa imagen mientras turnaba complacido su gastada pipa Meerschaum. La astronomía es una ocupación muy plácida: exige más paciencia que energía, y él venía practicándola desde hacía varios años.
Jutta, su esposa entró a la sala diciendo:
—Es de nuevo ese hombre, el de Texas. Está muy enojado porque la operadora de Nápoles» nos bloqueó la línea durante casi quince minutos.
—Si uno se enojara cada vez que pasa algo con los teléfonos de Italia, todos moriríamos de apoplejía antes de llegar a la pubertad. ¿Dejó algún mensaje?
—El de siempre: ¿Cuál es el estado del Sol?
—Puedes asegurarle que no hubo cambios mientras estuvimos incomunicados. La actividad es normal... Goot in Himmel!
Bruzik abrió la boca, olvidando que tenía la boquilla de la pipa entre los dientes y era precisamente su pipa predilecta. Cayó al suelo y se rompió sobre las baldosas sin que él lo notara.
Porque tenía los ojos fijos en la imagen, hipnotizado por una mancha solar que crecía sobre el disco luminoso; una lengua de fuego que trepaba más y más, arqueándose hacia el espacio. Había allí millones de toneladas de gas lanzadas hacia lo alto con todo el poder explosivo de una gigantesca tormenta en el Sol. Pero había algo más, aunque allí no fuera visible: la tremenda actividad de la superficie, los campos magnéticos, increíblemente poderosos, que se retorcían y giraban, emitiendo radiaciones. Y esas radiaciones llegarían a la atmósfera terrestre pocos minutos después, provocando auroras boreales, interfiriendo las transmisiones de radio y los cables telegráficos.
Además, perturbaría de tal modo la parte superior de la atmósfera que ésta se levantaría, alcanzando a la Prometeo en su órbita. El relativo vacío del espacio se llenaría con moléculas de aire, constituyendo una leve atmósfera contra la cual el satélite, lanzado a cinco millas por segundo, chocaría como contra un muro.
—No cortes la comunicación —indicó Bruzik—. Quiero hablar con él dentro de unos segundos. Trata de hacer entender a esa cretina de operadora que debe mantener la línea abierta a toda costa. Según parece se inicia un período de intensa actividad solar, tal como el profesor Weisman había predicho.
40
TTD 27,41
—Tal como te lo dije, paso a paso, lenta y cuidadosamente —indicó Patrick—. Así todo saldrá bien. ¿Estás listo, Gregor?
—Da.
—¿Coretta?
—Da también. Patrick.
La escotilla estaba abierta frente a ellos. Patrick podía verla con toda claridad con la imaginación..., pero sólo así. Coretta había reemplazado el grueso vendaje con dos parches sostenidos por esparadrapo, a fin de que Nadia y él pudieran ponerse los cascos. Vestir los trajes espaciales había sido un trabajo lento y penoso; Gregor y Coretta se vieron forzados a cargar con todo el trabajo, incluso el de llevar a los dos pilotos ciegos a sus literas, casi en vilo. Eso no presentaba problemas, pero Patrick había sufrido amargamente, en silencio, por esa dependencia total. Ya se había evacuado toda la atmósfera y la escotilla estaba abierta; cada uno de ellos estaba aislado de los otros, en su delgada cápsula vital. Así estarían hasta el fin, hasta que llegara la ayuda... o la muerte.
—La UMA está amarrada ahí, junto a la escotilla. ¿La ves? —preguntó Patrick.
—Sigue allí —respondió Coretta.
—Bien. Gregor, sal lentamente por la escotilla y déjate flotar; Coretta se encargará de tus umbilicales.
—No creo que lleguen hasta la UMA —observó Gregor.
—No, ya lo sé; han sido diseñados para trabajar dentro de la cabina. Pero puedes alejarte por lo menos un metro y eso será suficiente para amarrarte a la UMA. Acércala al casco tanto como puedas, pero no le quites todavía los cierres de seguridad. Tiene una correa ancha para mantenerte en posición correcta. Toma los dos extremos al mismo tiempo; si tiras hacia arriba quedarás sentado; después abrocha. ¿Entendido?
—Roger.
—Ahora sal por la escotilla. Coretta, trata de decirme lo que pasa para que yo esté enterado.
—Por supuesto. Gregor está saliendo. No tiene mucho espacio, pero sale bien. Estoy soltando los umbilicales.
Gregor sudaba copiosamente y jadeaba por el esfuerzo. Ya se había acostumbrado a la falta de gravedad y a esa especie de vida propia que parecían tener los objetos. No le habría costado mucho moverse a no ser por el traje, que dificultaba cada uno de sus ademanes; en cuanto relajaba los brazos sentía que se levantaban en cruz. La simple operación de sujetarse a la abultada silla que constituía la UMA le resultó casi imposible; el artefacto parecía moverse siempre en dirección opuesta a la suya.
—Descansa —ordenó Coretta—. Estás jadeando como un perro acalorado. Quédate quieto por un momento si no quieres sobrecargar la unidad refrigeradora.
—Coretta tiene razón —afirmó Patrick.
—Tengo que... terminar., con esto... Un momento...
Gregor, furioso contra sí mismo por ser tan torpe, cogió ambos extremos de la correa y los apretó, reduciendo el movimiento de la UMA; ambos quedaron girando en el espacio, pero al menos a la par. Cerró los ojos para resistir el vértigo y tiró de las correas hasta juntar las puntas, para cerrar finalmente el cinturón.
—Toda una proeza —dijo Coretta, sonriendo al verle levantar el pulgar en señal de triunfo—. Ya está en la UMA y listo para el próximo paso.
—Ahora ten mucho cuidado con el orden de las instrucciones —indicó el piloto—. ¿Tienes listo el cordón de seguridad? ¿Con un extremo sujeto al interior de la nave?
—Tal como lo indicaste —respondió ella, dando un último tirón a la soga de nylon a modo de comprobación.
—Bien. Abrocha la otra punta al cinturón de Gregor, no a la silla. Después conecta los extremos de los umbilicales que tiene la UMA al receptor del traje.
—Listo.
—Bien, Gregor; puedes girar la válvula del selector, que está en posición U, hasta AM.
Gregor cogió torpemente la palanca en sus dedos enguantados y la empujó con fuerza.
—No se mueve —dijo.
—Suele suceder —respondió Patrick, con voz calma—. Son restos de agua en el oxígeno; tal vez haya hielo. Trata de moverlo hacia atrás y hacia adelante, un poquito cada vez.
—Allí... se mueve un poquito..., un poquito más... ¡Listo!
—Magnífico. Coretta, en primer lugar cierra la válvula de sus umbilicales, la que está en el panel; después desconéctalos.
Esa operación se efectuó rápidamente; los umbilicales desconectados quedaron flotando en el interior de la cabina; Gregor, solo en el espacio, dependía enteramente de los sistemas vitales de la UMA.
—¿Me oyes, Gregor? —preguntó Patrick.
—Perfectamente.
—Ahora cuentas con la conexión de radio correspondiente a la UMA, que se canaliza por los circuitos del intercomunicador. En la parte exterior del casco hay una antena que recoge tu señal. Si vas al otro lado de la nave, tu señal puede debilitarse e incluso perderse del todo. No olvides ese detalle si no quieres que perdamos contacto. Estás librado a tus recursos, pero no debes desconectar el cordón de seguridad. Así Coretta podrá remolcarte hasta aquí en cualquier momento. Ahora puedes avanzar hacia la parte posterior del casco. A medida que lo hagas deberás ir moviendo las grapas de seguridad.
—¿No sería mejor emplear los eyectores de gas?
— ¡No! Son muy difíciles de manejar; eso requiere mucha práctica. Olvídalos y piensa que la UMA es sólo un gran paquete atado a tu espalda.
—Vas ponyal, allá voy.
—¿Tienes todas las herramientas necesarias? —preguntó Nadia, hablando por primera vez.
«¡Qué tonto soy! —pensó Patrick—, como no veo lo que pasa allí fuera, me es imposible llevar la cuenta de todo.» Y agregó en voz alta:
—Gracias, Nadia. Tendría que haberlo recordado. El soldador está todavía junto a los motores, con la mayor parte de las herramientas, pero para esto necesitarás también el gato hidráulico. Coretta, ¿puedes sujetarlo a la UMA, en algún sitio que Gregor pueda alcanzar?
No era fácil. Coretta se asomó por la escotilla para observar el avance de Gregor; la agitada respiración del ruso era perfectamente audible. La UMA, en vez de darle libertad, le estorbaba los movimientos, aunque en el vacío no tenía peso alguno, no perdía la masa. Costaba ponerla en movimiento o detenerla en cuanto se la había impulsado. Por otra parte, el desequilibrio de su distribución tendía a hacerle girar con cada movimiento, y en ese caso no quedaba más remedio que aferrarse al cordón de seguridad más inmediato hasta que se detenía la rotación. Después podía ligar el cordón a otra asa y proseguir el lento avance.
—En el motor —jadeó finalmente, en un exhausto grito de victoria.
—Muy bien —le alentó Patrick, mientras los otros le hacían coro—. Ahora sujétate bien y escucha lo que va a leerte Coretta; corresponde a la mejor forma de entrar a la cavidad del motor. ¿Estás cansado?
—Sí..., un poco.
—Entonces descansa y bebe agua.
—Prometeo, aquí Control de Misión. Adelante.
—Escuchamos, Flax.
—Patrick, voy a conectarte con el mayor Cooke, de Florida. Es el comandante del proyectil que irá a rescataros. Su piloto es el capitán Decosta.
— ¡Cookey y Dee! Será como una reunión de viejos amigos. Fuimos compañeros de entrenamiento.
—Okay, eso facilita las cosas. Es por eso que Cooke quiere hablar contigo. Hay algo más. La actividad solar está aumentando, según acaban de informarme.
Patrick sintió la presión de los nervios, la fría y cortante convicción de que quizá no hubiera rescate. La esperanza de salvación ofrecida un momento antes se les escapaba. Pero en su voz no hubo trazas de tal cosa.
—¿Cuándo nos alcanzará? ¿Cuál será su efecto?
—El contador acaba de registrar aquí el primer salto: es muy leve, pero no dejará de crecer.
—¿Puedes darme cifras, Flax?
—¿os muchachos de astronomía dicen que es muy difícil hacer pronósticos acertados. Las correlaciones sólo pueden efectuarse después de los hechos.
—En otras palabras, seremos los primeros en enterarnos. De acuerdo, Flax. Si surge algún cálculo, házmelo conocer. Cuando quieras puedes ponerme en contacto con El Cabo.
La línea ya estaba libre y la comunicación se efectuó de inmediato.
—Aquí el mayor Cooke. Adelante, Prometeo.
—No esperaba volver a escucharte. Cookey.
—Es un placer, Pat. Aquí tengo a Dee, engordando en el cuarto de preparación, mientras esperamos que acabe la cuenta atrás.
—¿Llevas mucho tiempo esperando, Cookey?
Cooke levantó los ojos hacia Decosta, que estaba sentado al otro lado de la mesa, escuchando la conversación. Era un hombre menudo y moreno, de expresión siempre sombría; en ese momento, al oír la pregunta, pareció más triste aún. Se llevó la mano a la sien, apuntando el índice como si fuera una pistola, y oprimió un gatillo invisible. Cooke, un rubio musculoso y fuerte, con más aspecto de deportista que de piloto, asintió en mudo acuerdo.
—Un poco —dijo—. Dentro de pocos minutos subiremos al proyectil y esperaremos que acabe el suministro de combustible. Queremos aprovechar vuestro paso.
—Lo mismo digo. Créeme que aquí todos pensamos lo mismo.
—Roger. Quiero combinar ahora los detalles de la transferencia, antes de que nos encontremos. ¿Habrá algún problema?
Patrick rió con amargura.
—No hay otra cosa que problemas. Dos de nosotros estamos ciegos; tendrás que remolcarnos. Y necesitaríamos botellas de oxígeno para respirar en el trayecto.
—De acuerdo. Cuando nos encontremos, Dee os las alcanzará. En este satélite la compuerta de aire se abre hacia popa, de modo que tendremos que abrir las puertas hacia la bodega para que él pueda salir por allí. De todos modos hay que abrirlas, pues dos de vosotros tendréis que viajar allí. No podemos llevar más de cuatro personas en ambiente oxigenado y a presión normal.
—Lo sé. ¿Qué piensas hacer?
—En este momento están instalando dos literas de aceleración en la bodega. Las botellas tienen oxígeno suficiente para dos horas. Antes de que se acabe estaremos en tierra.
Siguió un silencio en el que sólo se oyó el suave siseo de la estática. Al fin Patrick dijo:
—Cookey, diles que pongan cuatro literas. Por si las moscas.. Tu bodega es más grande que un granero, así que no tendrás dificultades.
—De acuerdo. Pero tenemos sitio para dos en la cabina.
—Haga lo que le pido, mayor. Tal vez corra prisa cuando lleguemos. A lo mejor tenemos que huir a toda velocidad, sin tiempo para pasar por la compuerta.
—Comprendo, Prometeo.
—Magnífico. Ahora date prisa, a ver si subes de una vez con esa chatarra.
—Lo haremos. Tendremos listas cuatro literas. Ahora Dee y yo vamos a vestirnos. Dentro de un rato nos hablaremos desde el espacio.
Y cortó la comunicación.
—Lo saben, ¿verdad? —preguntó Decosta.
—Patrick sabe algo.
—Pero ¿cuánto? ¿Sabe que hemos estado aquí esperando desde antes de su lanzamiento? Pero tuvimos tantas demoras en el horario que fue necesario esperar el despegue de la Prometeo.
—Olvídate de eso, ¿quieres, Dee?
Cooke se volvió para mirar por la ventanilla hermética. Desde allí se veía claramente el proyectil espacial; de las válvulas de salida emergían volutas blancas. El satélite en sí parecía muy pequeño ante los tres cohetes afilados del tanque principal y los propulsores gemelos.
—Esta es una misión secreta —agregó—; hay que cerrar el pico. Incluso tuvimos la oportunidad de despegar de todos modos al enterarnos de qué se trataba. Ya sé que mucha gente no está de acuerdo, pero creo que si pusiéramos ese paquete en órbita sobre Moscú, la paz mundial correría menos riesgos.
—Estamos de acuerdo. Pero no en quedarnos aquí tranquilamente en vez de ir al rescate de la Prometeo.
—Pero vamos a ir. ¿O no?
—Un poco tarde. Tal vez demasiado tarde. Van a explotar antes de que lleguemos.
—Si no cierras el pico te aplastaré esa nariz mejicana contra la cara.
—Antes te arrancaré ese corazón de gringo para hacerlo trizas.
La agresividad racial no tenía ninguna importancia: eran demasiado buenos amigos como para que la tuviera. Aquellas palabras ocultaban tan sólo las emociones reales: la conciencia de haber permanecido allí con los brazos cruzados durante tantas horas. Y quizá ya fuera demasiado tarde para ayudar.
41
TTD 28,54
En cuanto el presidente abandonó la Sala de Gabinete, el secretario de Estado se inclinó hacia Dillwater.
—Venga, Simón, le invito a una taza de café —dijo.
—Gracias, doctor Schlochter, ya he tomado demasiado.
—Bueno, una copa, en todo caso. Me parece que no ha tomado más que café desde que nos reunimos.
—No suelo tomar cosas fuertes, pero le agradecería un vasito de jerez.
Pasaron junto a la mesa cargada de bocadillos y café para acercarse al pequeño bar portátil traído algunas horas antes. Bandin había sentido la necesidad de tomar un whisky doble y creyó disimularlo invitando a los otros a hacer lo mismo. Schlochter sirvió un «Tío Pepe» con pulso firme y para sí un vodka con hielo y corteza de limón. Entregó el jerez a Dillwater y levantó su vaso.
—Por una triunfal misión de rescate —dijo.
—Sí, brindo por eso, pero por nada más.
—El presidente es un hombre muy ocupado, Simón, con más problemas de los que usted supone.
—Usted siempre en plan pacificador, ¿verdad Schlochter? Pero esta vez no podrá hacer gran cosa. Presenté mi renuncia, que se hará efectiva en cuanto esa gente llegue a tierra. O en el momento en que mueran. Tanto el presidente como el general Bannerman sabían que ese proyectil estaba listo para despegar en misión de rescate, pero no hicieron nada mientras no se les obligó.
Enseguida echó una mirada acusadora sobre el secretario.
—¿Usted también estaba enterado? —preguntó.
—No, no sabía nada, y es un alivio poder decirlo. De lo contrario me habría sentido tan atrapado y afligido como el presidente.
—Me va a hacer llorar, doctor Schlochter.
—Comprendo su ironía, Simón, y no voy a discutírsela. Pero recuerde que no es nada sencillo ser jefe de esta gran nación, guiarla en la paz y en la guerra. Mientras hubo siquiera una posibilidad de poner en marcha los motores no quiso arriesgar la seguridad nacional cancelando la operación PEEKABOO. La fatalidad de sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría: es la disyuntiva en la que se encuentran con frecuencia muchos estadistas.
Dillwater miró al interior de su vaso vacío y lo dejó en el bar. Después de tantas horas de trabajo, su única señal de fatiga era una ligera tensión en torno a los ojos. Irguió la espalda y habló con rapidez, en voz baja, de modo tal que sólo Schlochter pudiera escucharle.
—Mire, doctor Schlochter, provengo de una clase y de un tipo de educación que ya casi han desaparecido en Norteamérica. Durante toda mi vida he seguido esos preceptos porque me parecen adecuados. Sin embargo, suelo permitirme algunas excepciones. Lo que usted acaba de decir sobre el presidente Bandin es pura, absoluta e innegablemente una tontería. Ese hombre es un oportunista político capaz de sacrificar a cualquiera por garantizarse la reelección. En el plano moral ha dejado al señor Nixon como un santo monaguillo.
Schlochter asintió con seriedad, escuchando aquellas palabras como si correspondieran a una refinadísima discusión.
—Sin embargo, usted aceptó un puesto en su administración, conociendo su... digamos, sus antecedentes morales.
—Así es. Me necesitaba como miembro de lo que llamamos Fuerzas Liberales de la Costa Este para conseguir algunas votos. Pensé que la NASA era en sí lo bastante fundamental como para justificar mi ayuda.
—En ese caso, ¿qué es lo que ha cambiado? —preguntó el doctor Schlochter, acompañando sus argumentos con pequeñas sacudidas del índice—. El presidente sigue siendo la misma persona que usted conocía. Y la NASA, juntamente con el Proyecto Prometeo, necesitan más que nunca de una dirección experta como la suya.
—Mi decisión está tomada. He renunciado. No puedo formar parte de un gobierno encabezado por ese hombre.
—Le ruego que la reconsidere. He estado hablando con Moscú. Están de acuerdo en que Prometeo debe seguir adelante, pase lo que pase. La inversión es demasiado grande y esa energía hace mucha falta.
—También Bandín la necesita para la reelección.
—Precisamente. Usted es, quizá, la única persona que puede llevar este proyecto a buen fin.
Alzó la mano antes de que Dillwater pudiera responder y prosiguió:
—No me conteste ahora, por favor. Piénselo. Ya volveremos a hablar de esto. Ahora me parece que... Sí, ¿no es su teléfono e! que está sonando?
Dillwater corrió a atenderlo.
—Habla Simón Dillwater.
—Aquí Flax. Tengo un informe. Falta una hora para el despegue del proyectil espacial. La cuenta atrás marcha bien. La tormenta solar ha... empeorado.
—¿A qué equivale eso en tiempo?
—Nadie lo sabe con exactitud. La actividad solar expandirá la parte superior de la atmósfera, pero es muy difícil calcular cuándo y cómo. De todos modos será pronto. Podría ser antes del encuentro entre las naves o inmediatamente después.
—No son muy alentadoras las noticias —respondió Dillwater, notando que le dolían los dedos por la fuerza con que apretaba el receptor—. ¿Mantienen informada a la tripulación de la Prometeo?
—Sí, señor. Están al tanto de todo lo que se averigua Siguen adelante con el programa ESCORPIÓN.
—¿Qué? Pero yo creía que...
—¿Que se había abandonado? No, señor, tilos piensan que el peligro de impacto es real y consideran el rescate como una posibilidad. Por tanto, han iniciado el programa ESCORPIÓN por si sucede lo peor.
—Nunca debí pedírselo —susurró Dillwater, descargando el puño sobre la mesa.
—¿Cómo dice, señor?
—Nada. Por favor, manténgame informado de todo.
A ciento treinta y seis kilómetros de altura, la Prometeo proseguía su curso estable. El gran globo terrestre giraba lentamente por debajo. Ya estaban bajo el canal de Panamá, pero todo estaba oculto bajo nubes de tormenta. Más allá de ese cuerpo azul, las estrellas brillaban claramente y en gran profusión; la Luna era un disco pálido; el Sol, una presencia ardiente que no se podía mirar directamente. Gregor le daba la espalda, maravillado por la visión del espacio visto desde el espacio. El era un espectador aislado, el ojo divino, la contemplación separada del mundo natal. Apartados de él por el espacio estaban la calidez, el agua, el aire del planeta, del cual llevaba un poquito con él; sólo unos pocos centímetros, única barrera entre su cuerpo y el mortal vacío del espacio. Al mirar así hacia la Tierra se sentía distante, pero formando parte de él; y todo eso era evidente, con una claridad que nunca había experimentado en aquel suelo firme.
—¿Estás más descansado? —preguntó la voz de Patrick, haciéndole reaccionar.
—Sí, mucho mejor; era un poco de fatiga y de calor, nada más.
—Te has esforzado mucho.
—Todavía no he terminado —observó Gregor, volviéndose para mirar el metal mellado de la base—. He cortado los soportes para acercarme al orificio. Pasé por el escape y logré colocar el gato para abrirme paso hacia la cámara de eyección. Sólo falta entrar en la cámara y sacar el bulbo central.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Tengo una de las barras de acero que corté. Servirá.
—Buena suerte.
Coretta y Nadia le saludaron también. El asintió, escuchando a medias pero sin contestar. Era el último desafío. Como no había modo de atar bien aquella barra, debía llevarla en la mano izquierda, lo que dificultaba sus movimientos. También el cordón que había amarrado a la nave le estorbaba mucho, pero no sabía cómo hacer para soltarlo, avanzar y volver a prenderlo con una sola mano. Abrió el seguro y lo dejó flotar libremente. Coretta no podía verlo desde la escotilla, de modo que nadie iba a enterarse. Además, siempre estaba el cordón de seguridad que Coretta mantenía atado al interior; en caso de emergencia ella podría remolcarle hacia dentro. Pero no habría emergencia; tenía suficientes asas a las que sujetarse entre los soportes y las tuberías.
Poco a poco se abrió paso hacia la cámara de eyección. Las bocas de escape de las otras cámaras le rodeaban por doquier, pero las que necesitaba estaban allí delante. Cuando llegó a la boca abierta de la cámara se detuvo; allí se aferró con firmeza hasta que cesó todo movimiento y volvió a asegurarse a la nave. La abertura era como una gran boca redonda y oscura ante él. En el lado izquierdo de la UMA había una luz extensible. Cambió de mano la barra con un ademán preciso y encendió la linterna para arrojar un disco de luz en el metal oscuro, que sólo recibía el resplandor terrestre. Halló la boca de la cámara, alumbró el interior y soltó una exclamación ahogada. No esperaba semejante cosa. No era una cavidad curva, ni la boca quemada de un cohete, sino una caverna de tres metros de altitud que parecía la cueva de Aladino. Sus suaves curvas reflejaban la luz de su linterna, iluminando en el centro una delicada estructura de cristal. Era el tubo que todo el mundo llamaba, disparatadamente, bulbo de luz. Se parecía, antes bien, a un cofre de diamantes, que centelleaba y relucía bajo la luz intensa. Al mover la linterna variaron los brillos y las sombras ligeras, y los colores fluyeron, entremezclándose.
—¿Podrás romperlo? —preguntó Patrick.
Su voz parecía provenir de un punto muy lejano. Gregor suspiró, forzándose a recobrar la realidad de la situación. Aquello no era una catedral dedicada a las glorias de la divina ciencia, sino una obra de demolición.
—Sí, creo que sí —respondió.
Sostuvo la linterna con la mano izquierda e introdujo lentamente la barra de acero por la abertura; al fin la golpeó contra el cuarzo y rebotó. Las sombras de su brazo y de la barra introdujeron nuevas alteraciones en el juego de luz y sombras. Lo contempló por un momento aún, antes de golpear.
Fue una lenta danza destructiva, independiente de la gravedad y de la presión atmosférica. A cada golpe el cuarzo se quebraba y sus fragmentos se alejaban flotando en todas direcciones. La abertura tenía un diámetro aproximado de medio metro; Gregor tenía el brazo totalmente extendido y movía la barra hacia atrás y hacia adelante. Al fin, cuando volvió a mirar, la destrucción era completa; la cámara estaba repleta de fragmentos centelleantes. Sacó la barra y la arrojó lejos, hacia el espacio; el objeto se alejó más y más, hasta desaparecer, aunque seguía en órbita a la Prometeo.
—Listo —dijo Gregor.
Hablaba en realidad para sí, aunque los otros estaban escuchando.
—Ven hacia aquí, pues —dijo Patrick—. Enseguida, si has terminado.
Gregor percibió un dejo de tensión en su voz. Era explicable, según pensó, encogiéndose de hombros. Todos tenían motivos para estar nerviosos. Pero ¿acaso había sucedido algo nuevo? Pensando en esa posibilidad, y no en lo que hacía, soltó el cable de seguridad más corto y se lanzó hacia el costado de la nave, alargando la mano para asirse a un soporte.
Falló.
Vio, horrorizado, que la base de la nave pasaba junto a él, fuera de su alcance. El pulido flanco de la Prometeo surgió a la vista, mostrando la escotilla y el globo reluciente del casco de Coretta, asomada a ella. Estaba a más de cincuenta metros.
—No debiste alejarte tanto de la nave —dijo ella.
—No fue a propósito. Lo siento, pero perdí el contacto.
—Te remolcaré.
— ¡Un momento! —gritó Patrick—. No hagas nada todavía, Coretta; no hay peligro si el cordón de seguridad sigue atado. ¿Lo está?
—Sí, por sus dos extremos.
—Bien. Dime exactamente qué ves, dónde está Gregor.
—Bueno, en este momento está apareciendo. Parece alejarse flotando hacia un lado.
—¿A qué velocidad?
—No lo sé, tardó uno o dos segundos en surgir a la vista.
—Bien, muy bien —exclamó Patrick, mientras calculaba la velocidad de Gregor y la distancia a recorrer—. Tira lentamente del cordón hasta que quede tenso, apenas tenso. Después recoge un metro, más despacio todavía. Tómate unos tres segundos para hacerlo. Recuerda que no es cuestión de remolcarlo hasta aquí, sino sólo de ponerle en movimiento hacia la dirección correcta. Mientras el cordón esté bien atado no le pasará nada. Pero si tiras de él rápidamente se estrellará contra el costado de la nave.
—Listo, ya está —dijo ella.
—Magnífico. Ahora mantén el cordón apenas tenso, sin tirar de él, a medida que se acerca.
Gregor, mientras tanto, intentaba convencerse de que no había peligro, pero estaba aterrorizado. Seguía apartándose de la nave, aunque algo hacia arriba al mismo tiempo. En realidad era lógico: un simple problema de mecánica; él había iniciado un movimiento hacia afuera; Coretta había agregado un movimiento a lo largo del cordón. Su dirección actual era el vector de esas dos fuerzas, seguía alejándose de la escotilla, pero a lo largo de la nave. En términos abstractos era muy interesante, pero nada grato cuando uno era el peso sujeto al extremo de la cuerda.
Patrick trataba de imaginarse la escena, guiándose tan sólo por la descripción de Coretta.
—Está más cerca —observó ella.
—Espera hasta que esté a la altura de la escotilla. Entonces deja de recoger el cordón. Eso hará que se dirija hacia la nave. Pero hazlo suavemente o se estrellará contra el casco. Eso es lo que debemos evitar.
—De acuerdo. Ahí va.
Gregor sintió un leve tirón en su cintura y se vio nuevamente en movimiento hacia la nave. Extendió los brazos y dobló los codos para amortiguar el choque. Logró aferrarse a un asa cercana antes de rebotar.
—¡Listo! —jadeó, victorioso.
—Entra —ordenó Patrick, tan exhausto como los otros.
Esperó a que Gregor hubiera asegurado la UMA; cuando su compañero estuvo dentro volvió a hablar.
—Pon otro amarre a la UMA antes de cerrar la escotilla.
—¿Por qué? —preguntó Gregor.
Fue Nadia quien respondió.
—Mientras estabas en el espacio hablamos con Control de Misión. Ya hay un pronóstico sobre la alteración atmosférica. Hay un ochenta por ciento de probabilidades de que se produzca en el próximo perigeo, dentro de diez minutos.
—¡Pero sólo falta una órbita! ¡En la próxima órbita llegará el satélite espacial a rescatarnos!
Miró a sus compañeros; los rostros sombríos se veían borrosos a través de los filtros de los cascos.
—Ya lo sabemos —respondió Nadia, simplemente—. Quizá se acabó nuestra buena suerte. Dentro de algunos minutos lo averiguaremos.
Gregor se lanzó hacia la escotilla, diciendo:
—Debo terminar el programa ESCORPIÓN.
—No hay tiempo —observó Patrick—. Tardarías demasiado. Si salimos de ésta podremos tomar una decisión. ¿Cuál es el TTD?
—32,23 —respondió Coretta.
—Faltan seis minutos. Y sesenta y cinco para que lancen el proyectil, si no ha habido problemas.
Sólo quedaba esperar. Para Nadia y Patrick era mucho más arduo aguardar en la oscuridad.
42
TTD 33,14
—¿Qué dicen del combustible?
—Está casi listo —respondió Cooke.
—Ya es más o menos la hora. Esta posición no es muy cómoda.
Ambos pilotos estaban amarrados a los asientos de la cabina de vuelo, en posición normal de vuelo. Pero el satélite cumplía una doble función: era vehículo espacial durante el despegue y las operaciones en órbita, y aeroplano cuando llegaba el momento de aterrizar. Los dos pilotos ocupaban unos asientos que resultaban perfectos durante las maniobras y el aterrizaje, pero muy incómodos cuando el vehículo estaba posado sobre la popa, como en ese momento. Era como ocupar una silla caída con el respaldo hacia el suelo.
—¿Y las literas? —preguntó Decosta al micrófono.
—Las estamos asegurando —respondió la voz del ingeniero de carga.
—¿Y las botellas de aire?
—Están amarradas a la esclusa de aire...
—¡No! ¡Con eso no basta!
Decosta empezó a desabrochar su cinturón de seguridad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cooke.
—Voy allá abajo a poner las cosas como se debe.
—¡Estás chiflado! Faltan veinte minutos para cero y ya es tamos en la cuenta atrás. ¿Cómo podemos prepararnos para el despegue si tú estás dando vueltas?
—Habrá que hacerlo. Esta no es una operación cualquiera.
Mientras respondía se había descolgado ya de la silla. Después se descolgó hasta la pared posterior de la cubierta de vuelo, convertida en suelo en ese momento, a un metro y medio de distancia.
—Cuando estemos allá no dispondremos de mucho tiempo —explicó—. Quiero que ese equipo esté donde yo lo pueda usar de inmediato.
Y se dejó caer por la abertura entre los dos compartimientos.
—Si no vuelves a tiempo partiré sin ti —le gritó Cooke al verle desaparecer.
La esclusa de aire era como un armario tumbado. Decosta la abrió y miró hacia la zona abierta de la bodega; el otro extremo estaba a unos veinte metros. Ante la esclusa había un cajón grande; el técnico que trabajaba allí le miró atónito.
—No tendría que estar aquí, capitán —observó.
—Échele la culpa a mi madre. Nací prematuramente. Salgo.
Decosta se descolgó desde la puerta exterior de la esclusa hasta el cajón, tratando de ignorar la empinada pendiente que seguía. La caja cedió bajo su peso y ambos sujetaron las ataduras.
—Me va a dar un soponcio —gruñó el técnico.
—¿Estas son las botellas de oxígeno? —preguntó Decosta, señalando los envases.
—Sí, señor. Estaba a punto de sujetarlas.
—Deje, tengo una idea mejor. Bajemos.
Descendieron lentamente a lo largo de la bodega, entre las amplias mandíbulas de las puertas abiertas. Ese gran espacio tubular, de veinte metros por cinco de ancho, estaba habitualmente ocupado por carga o por plataformas sobre las que descansaban diversos experimentos; o con algún satélite, como el que acababan de retirar. En esos momentos, por toda carga, había una sola plataforma sujeta a poca distancia de la cabina, a ella habían sido soldadas cuatro literas de aceleración, dispuestas asimétricamente e instaladas con evidente urgencia. Pero estaban firmes y el trabajo había sido hecho con gran rapidez; era lo único importante.
—Al fondo —dijo Decosta—. Hacia el efector que está en el extremo del brazo manipulador.
El remoto brazo manipulador tenía casi la longitud de la bodega; era un tubo articulado de quince metros, absurdamente delgado para ser tan largo. Por el momento, los motores adosados a sus articulaciones podían apenas mover su propio peso; pero el artefacto estaba diseñado para operar sólo en el espacio, fuera del efecto de la gravedad. En el otro extremo tenía un mecanismo similar a dos mandíbulas, cuya función era levantar la carga y dejarla caer. Decosta lo estudió mientras pensaba aceleradamente, tratando de imaginar la situación en el espacio.
—Eh, capitán —llamó el técnico de la torre, provisto de auriculares y micrófono—, el mayor Cooke dice que faltan sólo quince minutos.
—Ya sé, ya sé —respondió Decosta, sudando—. Lleve esto al fondo de la bodega y descarguemos las botellas.
Decosta salió a la plataforma circular y tomó los pesados envases de oxígeno que le alcanzaba el técnico, colocándolos en fila a sus pies.
—¿Tiene cuerda de nylon? —preguntó.
—Sí. Blanca y roja.
—Déme la blanca.
Con toda la rapidez de que fue capaz ató lado a lado las botellas a los pernos de argolla instalados en el metal. Empleó un solo trozo de cuerda que pasó en torno a cada uno de los tanques antes de atarla. Bastaría un corte de cuchillo para que quedaran libres.
—Cuchillo.
El técnico le alcanzó una pesada navaja plegable. Decosta la abrió, utilizó la hoja más grande para cortar la cuerda y tomó el extremo de la roja; ésta le sirvió para atar entre sí las grapas de cada botella. Enseguida volvió a trepar al cajón.
—Al extremo del manipulador.
La caja se elevó; él dejó que la cuerda se desenrollara detrás.
—¡Faltan ocho minutos! —gritó el técnico en comunicaciones—. Es lo que tardaremos en efectuar la verificación final y en cerrar las puertas.
—Ya termino.
Cortó la cuerda y ató el extremo libre al manipulador. Después cortó otro pedazo para atar el cuchillo a poca distancia, dejándolo colgar libremente con unos treinta centímetros de cuerda.
—¡Eh, ese cuchillo es mío! —exclamó el técnico.
—Me lo llevo de viaje. Cárgalo en la cuenta de gastos. A ver, salgamos de aquí.
El cajón siguió elevándose hasta detenerse bajo la puerta de la esclusa. En ese momento se estaban cerrando ya las puertas exteriores de la bodega. Decosta puso un pie en la barandilla de la caja y, con la ayuda del técnico, se las compuso para alcanzar la abertura. Usando el hombro del otro como estribo pudo pasar por la escotilla en el preciso instante en que la puerta se cerraba violentamente tras él.
—¡Sube de una vez! —gritó Cooke—. ¡Dios mío, estamos en cuenta atrás! Faltan dos minutos para el despegue. No puedo esperar más.
—Ya voy —jadeó el piloto, mientras cerraba la puerta. Enseguida trepó a toda prisa y se detuvo ante su tenso compañero.
—¡Treinta segundos! —gritó Cooke—. Las bombas están en marcha y van a dar encendido, maldición. ¡Átate!
Decosta trepó a la silla con el resto de sus fuerzas y tomó los extremos de su cinturón... precisamente cuando los motores se ponían en funcionamiento.
El proyectil espacial se elevó entre torrentes flamígeros, elevándose con rapidez creciente, avanzando hacia su cita en el espacio.
—El proyectil ha despegado —dijo la voz de Flax para los cuatro tripulantes de la Prometeo—. Lleva un minuto de encendido.
Patrick había pilotado proyectiles en más de una oportunidad y sabía muy bien cómo era ese primer minuto, qué sensaciones experimentaban los dos hombres sentados en su interior. El primer fogonazo, el poderoso impulso de los sólidos propulsores de combustible. Durante tres minutos esa fuerza apoyaría a los motores del satélite. Después, a ciento sesenta millas de distancia...
—Futra encendido, separación.
Los dos grandes tubos vacíos se alejarían en una curva para caer hacia el océano Atlántico: en cierto modo se abrirían los paracaídas; entonces la caída proseguiría lentamente hacia los barcos que aguardaban para recuperarlos. Pero el satélite ascendía aún, sorbiendo las últimas gotas de combustible proporcionado por los tanques externos; aún no estaba en órbita. Si se presentaba cualquier inconveniente se vería forzado a dejarse caer hacia Tierra. ¿Qué estaba ocurriendo?
—No oigo, satélite. Bien, ahora sí. Roger. Expulsión del tanque exterior.
Los motores seguían en funcionamiento mientras el depósito caía hacia la leve atmósfera, incendiándose.
—¿Qué es eso? —gritó Coretta—. ¡Algo arde allí fuera, en las ventanillas!
No había terminado de hablar cuando se iniciaron las sacudías y las vibraciones.
— ¡Impacto con la atmósfera! —gritó Patrick—. ¡Impacto con la....!
El director del programa de televisión miraba tristemente las pantallas de los monitores, murmurando protestas para sí. ¡Qué lamentable alternativa! En ese momento se veía en el monitor dos la imagen de Vance Cortwrigth, que hablaba en tono fatalista. En el uno tenía una toma de Control de Misión, con todo el mundo atareadísimo en las mesas, tal como estaban desde incontables horas, pero sin sonido, pues Flax había vuelto a interrumpirlo. No, los televidentes ya estaban cansados de esa imagen; imposible volver a utilizarla. En el tres se veía un estudio en el que esperaba un escritor de ciencia-ficción y experto en vuelos espaciales, listo para comenzar las explicaciones y para mostrar maquetas. El director le había sacado bastante jugo y todavía daba para más, pero en ese momento no: eran los minutos culminantes. El monitor cuatro permanecía en blanco, disponible para cualquiera de las películas espaciales que habían preparado. Acababan de pasar un dibujo animado que representaba el despegue del satélite, pero ya no servía. El director optó por dar el sonido para escuchar lo que decía Cortwright.
—... dramáticos acontecimientos de las últimas horas están llegando a su fin. El resultado permanece envuelto en dudas en tanto el satélite asciende hacia el espacio, lanzado tras la Prometeo, tratando de alcanzarla. Por el momento los motores están apagados, mientras se efectúan los últimos cálculos, que no pueden superar un margen de error de una milésima por ciento. Esto se debe a que, en este momento, los dos vehículos están en órbitas diferentes y avanzan a distinta velocidad. Cuando el satélite vuelva a encender sus motores será para elevarse hacia el encuentro final y dramático esperado por el mundo entero. La gallarda tripulación de la Prometeo ha trabajado arduamente; dos de ellos han muerto, y todo ha sido para llegar a este punto en el tiempo y en el espacio. Sería terriblemente cruel que la victoria, la vida misma les fueran arrancadas en este último instante, pues están llegando, finalmente, al término de tan dolorosa jornada. Al aproximarse a la última órbita...
—Comiencen a pasar la película del incendio —indicó el director al micrófono.
En cuanto apareció el dibujo animado que mostraba la nave en llamas volvió a conectar el sonido.
—... irrespirable a esta altura, tan escasa y enrarecida como en el interior de una bombilla eléctrica. Pero a la tremenda velocidad de cinco millas por segundo, o dieciocho mil por hora, esa ligerísima atmósfera equivale a una pared que se levanta ante la Prometeo.
La proa de la nave dibujada comenzó a chisporrotear.
—La calentará hasta encenderla, y finalmente...
Cortwright se interrumpió, con los ojos muy abiertos, mientras oprimía con más fuerza los diminutos auriculares a los oídos. Cuando volvió a hablar había desaparecido toda fatiga para dejar paso a una nueva excitación.
—Ha ocurrido, Dios mío, está ocurriendo en este mismo instante. Prometeo informó que hubo impacto con la atmósfera, tras lo cual se desvaneció su señal. Sabemos que la atmósfera ionizada y caliente impide las comunicaciones; tal vez se deba sólo a eso. Pero también puede haber caído sobre ellos la tragedia final, el momento fatídico que todos temíamos. Tal vez éste sea el fin. Si lo es, sólo podemos decir que estos bravos astronautas no habrán muerto en vano. Porque sus esfuerzos han mantenido a ese gigante en vuelo hasta ahora, y en estos instantes la nave cruza la inmensidad desierta del océano Pacífico, donde nadie resultará herido si cae allí. La tragedia de Cottenlham New Town no ha de repetirse...
—Magnífico, realmente magnífico —murmuró el director, mientras se frotaba las manos—. Chocaron mientras estábamos pasando el dibujo del incendio. ¡Qué sincronización!
—No lo sé —decía Flax—; de veras, le juro que no sé nada todavía.
—Comprendo, señor Flax, y me pongo en su lugar —afirmó Dillwater, percibiendo el dolor y agotamiento en la voz de su interlocutor, consciente de que no podía urgirle más—. Mantendré la línea disponible y permaneceremos todos a la espera de cualquier noticia. Todos estamos rezando porque sea buena.
Dillwater colgó lentamente el receptor y miró a quienes le rodeaban.
—No se sabe nada más —informó.
— ¡Tienen que saber algo! —gritó el presidente Bandín—. Con ocho millones de dólares en equipo, ¿no son capaces de averiguar nada? ¿No pueden siquiera apuntar un telescopio hacia ellos?
—Están haciendo todo lo técnicamente posible. Dentro de algunos minutos sabremos qué pasa.
Bannerman se dirigió hacia el gran tablero, donde un círculo rojo indicaba la última posición de la Prometeo.
—Será mejor que lo sepamos pronto. Si esa nave cae en este momento no hará más que un hoyo en el océano, pero si continúa en órbita, en pocos minutos estará sobre Los Ángeles.
Nadie pudo responder. No había forma de expresar lo que se experimentaba ante aquella tragedia inconcebible, pero tan próxima.
—Nada —dijo Cooke—. Todavía nada.
Miró hacia el espacio, escudriñando a ciegas las estrellas.
—No pueden caer ahora que estamos tan cerca —dijo Decosta, mientras se soltaba el cinturón para alejarse de la silla—. Voy a ponerme el traje de presión.
—Ni siquiera sabemos si habrá oportunidad de usarlo.
—¿Crees que no lo sé? —respondió el otro con voz amarga y colérica, abriendo el armario posterior para sacar el traje—. Es como tocar madera; uno lo hace aunque no sea supersticioso. Me voy a poner este traje y lo voy a usar, ¿entendido?
—No soy yo el que debe entender, muchacho.
Cooke trataba de mostrarse chistoso, de sonreír. Por dentro se sentía más deprimido que nunca. Oprimió el interruptor del micrófono.
—Satélite a Control de Misión. ¿Han oído...?
—Nada —respondió Flax—. Lo siento, Cooke, todavía nada. El programa sigue en marcha; ustedes deben encender motores dentro de veinte minutos.
—Roger, Control de Misión. Fuera.
Flax estaba más allá de toda fatiga y de toda preocupación. Que todo terminara así, tan de súbito, cuando tenían la salvación al alcance de la mano... Echó una mirada al TTD. Faltaba menos de una hora para el encuentro...
—Hay algo en la longitud de onda.
La voz de Comunicaciones les hizo saltar a todos como marionetas bajo el tirón del cordel; todos se volvieron hacia el altavoz de la pared, que siseaba y rugía debido a las interferencias, y aguzaron el oído a fin de percibir cualquier voz humana tras esa catarata electrónica. Sí, se oían palabras, palabras apenas comprensibles.
—... lante... Misión... adel... aquí... Prometeo...
43
TTD 33,34
—Se acabó —dijo Coretta—. El fuego, los pedazos incendiados... No hay más.
—Han pasado cinco minutos, por lo menos —informó Patrick—. Hemos pasado y estamos en la última órbita.
—¿Qué significa eso?
—Estábamos en el perigeo, la parte más cercana a la Tierra en nuestra órbita. En ese momento se produjo el impacto, al rozar la atmósfera. Un poquito más y habríamos ardido. No hicimos más que tocarla, como una piedra al rasar el agua, y seguimos avanzando. En el próximo perigeo no habrá nada que hacer. Falta poco más de una hora.
Manoteó en su oscuridad hasta hallar el interruptor del micrófono y lo pulsó:
—Control de Misión. Aquí Prometeo. Quiero hablar con el satélite.
—Roger, Patrick. Satélite está escuchando.
—¿Cómo está tu nave, Cookey?
—Perfectamente y lista en todos los sentidos.
—¿Qué tiempo calculas para el rescate?
—Unos cuarenta minutos.
—Perfecto, siempre que llegues a tiempo. Eso te dejaría veinte minutos para aproximarte y para salir de aquí. Te sugiero que trates de ser lo más exacto posible, a fin de hacer la operación en la primera pasada.
—Sugerencia aceptada, Pat. Trataré de esmerarme.
—No lo dudo, Cookey. Corto.
Cuando acabó la comunicación, Nadia preguntó:
—¿Tendremos tiempo para restablecer la presión y evacuar esta cabina antes del rescate?
—Sí, de sobra —respondió Patrick.
—En ese caso, ¿podríamos hacerlo? Los ojos me... No estoy cómoda y me duelen un poquito.
—¿Por qué no lo dijiste antes? Gregor, da presión; ya sabes dónde están los controles.
Patrick alargó la mano hasta encontrar la litera vecina; buscó el brazo de Nadia, los dedos. Los oprimió con fuerza, comprendiendo que todos la habían olvidado, sin que ella les molestara ni estorbara la marcha del trabajo. Y mientras tanto estaba allí, ciega, encerrada en el traje de presión, sin una sola queja.
—Disculpa —dijo.
—No seas tonto. Has hecho todo lo posible por el grupo.
—Presión —anunció Gregor, quitándose el casco.
Tras haber estado respirando el hedor de su cuerpo encerrado en el traje, hasta el aire envasado de la cabina le parecía bueno. Coretta ya se había quitado el casco y ayudaba a Nadia a hacer lo mismo.
—Voy a cambiarte el vendaje y después te daré una inyección.
—No quiero dormir —repuso Nadia, con un nerviosismo que hasta entonces no se le había notado.
—No te preocupes, querida. Un poquito de calmante, nada más. Y a Patrick también se lo daremos.
Se sumergió en su trabajo, mientras Gregor la observaba. Aquel pelo espeso y oscuro, tan en contraste con sus rizos rubios. Y la piel marrón, cálida, suave... Era diferente a todas las mujeres que conocía; sintió deseos de inclinarse para besarle el cuello, allí, por encima del duro anillo del traje. No lo hizo; prefirió no interrumpir su tarea. En cambio, echó un vistazo a los números que pasaban en el reloj, indicando el TTD; después miró hacia la oscuridad, más allá de las ventanillas.
—Cuando Coretta haya terminado debemos evacuar. Quiero terminar con ESCORPIÓN.
— ¡No! —gritó Coretta, volviéndose—. Ya no hace falta. Vienen a buscarnos.
—Eso no altera el hecho de que esta nave deba ser completamente destruida. Por el bien de quienes están abajo.
—Pero ya oíste lo que dijo Control de Misión. Parece que caerá en el océano.
—No basta con que lo parezca. Hay probabilidades de que caiga sobre California. No debo permitir que eso suceda.
—Creo que no habrá más remedio —dijo Patrick—. Hemos hecho lo posible, pero no creo que puedas terminar el trabajo. Si hubo tantos escombros como decís, es muy probable que la UMA haya desaparecido. Sin ella no podrás volver a los motores.
— ¡No lo había pensado! —exclamó Gregor.
Se lanzó hacia la escotilla y apretó la cara contra el cristal frío de la ventanilla. No había nada allí fuera.
—Ha desaparecido —dijo, cansado—. No hay nada que hacer.
Coretta partió en dos las hipodérmicas desechables y las arrojó en el recipiente de residuos. Después se impulsó hacia él; lo hizo con demasiada fuerza y tuvo que agarrarse a su brazo para no golpearse demasiado. Le cogió por los codos, sin dejarle ir.
—¿Por qué estás tan triste? Hemos hecho todo lo posible. No se puede culpar a nadie.
Gregor observó a los pilotos con una profunda expresión de dolor.
—Quería hacerlo —dijo después de un susurro que sólo ella pudo oír—. Mírales; están ciegos, tal vez para siempre. Fue mi país el que hizo eso; estoy avergonzado. Pensé que podría arreglar de algún modo las cosas. Destruyendo a la Prometeo. Eliminando esta amenaza para el mundo.
—Pero ya has oído lo que dijeron por radio. No fue la Unión Soviética la que envió la bomba, sino un hombre...
Gregor sonrió irónicamente, rozándole los labios con la mano enguantada.
—Eres una niña darogaya, una mujer adorable, pero niña todavía si puedes decir eso. En mi país no se dan accidentes de ese tipo. Fue todo bien planeado, pero encontraron alguna cabeza turca que...
—Se dice alguna cabeza de turco, no turca. Te creo, pero como ya no puedes hacer nada para remediarlo, deja de pensar en eso. Si el autobús llega a tiempo saldremos de ésta vivitos y coleando y estaremos en el Estado de Florida justo a tiempo para cenar.
Con los ojos oscuros abiertos y fijos en las pupilas azules de Gregor, se inclinó para besarle en la boca. Los anillos de metal que cerraban el cuello de los trajes chocaron ruidosamente; ella tuvo que alejarse bastante para hallar sus labios. Tal vez la escena hubiera sido cómica: dos gruesas siluetas, envueltas en tela y plástico, abrazadas como dos bultos informes. Pudo haber sido cómica, pero no lo era. Él le devolvió el beso, con los ojos abiertos también, expresando más con ellos de lo que hubieran dicho las palabras.
—¿Cuál es el TTD? —preguntó súbitamente Patrick.
—34,23 —respondió Coretta, apartándose de Gregor para mirar la cifra.
—Es hora de evacuar. Poneos los cascos. Encárgate de eso, Gregor, cuando todos estemos preparados. El satélite ya debe de estar cerca.
—Prometeo, les tengo en la zona de detección electrónica y nos estamos acercando —dijo Cooke.
—Les estamos esperando, satélite. Tenemos la escotilla abierta y estamos listos.
—Venimos a toda marcha. Nos acercamos a tres seis metros por segundo.
— ¡Allá están! —gritó Decosta, divisando a la Prometeo.
Cooke asintió sin soltar los controles.
—Les tenemos a la vista. Parece que vamos a pasar algo hacia arriba y a un lado. El módulo de la tripulación queda oculto bajo la sombra de la carga útil, y eso me impide ver si la alineación de escotillas es correcta.
—Aquí les están observando. La aproximación es perfecta. Nuestra escotilla está aproximadamente a treinta grados en dirección a la Tierra con relación a tu curso.
—De acuerdo, Pat. Trataré de girar un poco al llegar. Esto es coser y cantar.
No era así, por supuesto. Cooke sabía que si no lograba el rescate en el primer intento no habría otra oportunidad. Hasta allí todo iba bien. Les separaba una distancia de 818,1 metros y se aproximaban a 5,91 metros por segundo. Operó los eyectores frontales. 421 metros, 2,94 por segundo. La nave aumentaba gradualmente de tamaño.
—Es una suerte que lleven la carga útil en la proa —observó Decosta—. Está todo quemado. Menos mal que no iban allí.
Abrió la espita y se colocó el casco.
—¿Está bien la conexión de radio?
—Perfecta.
—Voy a abrir las puertas y a preparar los tanques.
Se lanzó de cabeza por la escotilla del suelo, impulsándose contra la pared, hasta alcanzar la manivela de la esclusa. Cuando la tuvo abierta pasó al interior y la cerró herméticamente tras de sí, abriendo la válvula de salida. El indicador de presión bajó rápidamente; al fin se encendió la luz roja que indicaba evacuación total. La puerta exterior de la esclusa se abrió con facilidad; allí, precisamente, estaban los controles de las puertas inferiores. Decosta dirigió la luz hacia ellos, puso el selector en «abrir» y oprimió el botón de funcionamiento. Las largas plataformas curvas, de dieciocho metros, comenzaron a abrirse, dejando ver una rendija luminosa. La luz inundó la bodega. A un metro de distancia estaba la base del remoto manipulador. Decosta avanzó hacia él y lo cogió, usándolo como guía para llegar hasta el otro extremo de aquella especie de caverna. Mientras tanto se permitió echar sólo una mirada a la Prometeo.
Estaba sólo a cien metros y se aproximaba con lentitud. Era un inmenso cilindro mellado, de setenta y cinco metros de longitud. El módulo de la tripulación seguía a la sombra de la carga útil, pero él sabía que los ocupantes estaban allí, aguardándole.
—Me pongo en marcha —dijo.
Al salir se aferró al extremo del manipulador. El cuchillo estaba aún donde él lo había dejado, flotando libremente en la punta de la cuerda. Decosta alargó la mano con precaución y lo cogió por el mango; enseguida usó la hoja para cortar la soga que lo mantenía atado. Un pequeño empuje bastó para cruzar los tres metros que le separaban de los tubos de oxígeno. Cogió las sogas y tiró de la blanca, para retirarla poco a poco. Finalmente la dejó flotar en el espacio, ató el cuchillo a la soga roja que sujetaba los cuatro tanques y regresó a los controles del manipulador. Sólo entonces tuvo tiempo para mirar hacia fuera.
Allí estaba la Prometeo, a no más de quince o veinte metros, llenando el espacio con su enorme silueta. La luz hacía brillar las ventanillas y la escotilla abierta, donde se veían claramente los cascos de la tripulación.
—Listo para marchar —dijo Decosta.
—Te comunico con la Prometeo —respondió Cooke.
Decosta pulsó una palanca de operación, mientras decía:
—Les tengo a la vista, Prometeo.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó la voz de Patrick.
—Allá van las botellas, en el extremo de este brazo.
El largo tubo del manipulador se alzó más, llevando los tanques sujetos a la punta.
—Trataré de no golpearlos, pero se están balanceando mucho. Sujétenlos cuando estén cerca. Allí tienen también un cuchillo para desatarlos. Tengan cuidado.
Los ocupantes de la Prometeo se veían obligados a esperar junto a la escotilla; dos de ellos contemplaban el bienvenido espectáculo del satélite que se iba acercando. Era como un gran avión lanzado hacia ellos, pero esa imagen quedó destruida cuando la nave giró lentamente hasta quedar de lado. En seguida se partió en casi toda su longitud al abrirse las grandes puertas. La delgada barra del manipulador se alargó hacia ellos, con las botellas flotando libremente en el extremo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Patrick, molesto por verse forzado a hacerlo.
—Disculpa —rogó Coretta—, me olvidé. Hay un brazo largo que se acerca con los tanques, balanceándose hacia todos lados. Ahora se han detenido.
—¿Los alcanzan, Prometeo?
—No —respondió Gregor, estirándose tanto como pudo—. Faltan aún unos dos metros.
—No puedo acercarlos más —indicó Decosta.
Cooke intervino entonces:
—Me acercaré más.
Se produjo una breve eyección en los cohetes direccionales y el satélite se acercó de costado.
—¡Basta! —gritó Gregor, al ver que el largo brazo estaba a punto de golpear la nave.
El movimiento se detuvo, mientras las blancas nubes se disipaban en el vacío.
—Ahora sí los alcanzo. Coretta, sujétame por los pies.
Gregor se estiró hacia afuera, flotando en el espacio. Coretta le sostenía por los tobillos con una mano y se aferraba al borde de la escotilla con la otra; contuvo el aliento, tensa, al ver que los dedos del ruso se alargaban hacia los tanques bamboleantes.
—¡Ya los tengo!
Un rápido movimiento de navaja cortó la soga. Entonces Coretta tiró de él para volver a meterle por la escotilla.
—Ponte primero el tuyo —indicó Patrick—. Después desconecta tus umbilicales de la cabina y colócanos los nuestros. Tú también, Coretta.
Gregor se sujetó el tanque al cinturón y conectó la manguera; enseguida cortó el cable que le ligaba a la Prometeo. Con manos firmes y rápidas aseguró en su sitio el tanque de Patrick y efectuó la conexión. Coretta, mientras tanto, obraba con mayor lentitud; se colocó uno de los tanques restantes y ayudó después a Nadia. Cuando se volvió, terminada la tarea, descubrió que sólo había tres trajes espaciales a la vista.
— ¡Gregor!
—Estoy fuera. Voy hacia los motores. Debí haberme quedado para ayudarte, pero sólo quedan diez minutos. He conectado el flujo de hidrógeno. Vosotros tendréis bastante tiempo, pero yo no.
—¿Qué haces? —gritó, aunque lo sabía perfectamente.
—Completo el programa Escorpión. Ya tendríais que estar saliendo.
—En efecto —intervino Decosta—. Sujétense todos al extremo del manipulador para que yo pueda traerles hasta aquí.
—No tienes por qué hacerlo, Gregor —dijo Patrick.
—Lo sé, gracias, pero lo haré de todos modos.
Coretta levantó a Nadia y la guió hasta la escotilla.
—Abre la mano —ordenó—. He puesto la cuerda en tu palma. Cierra pronto. ¿La sientes?
Coretta repitió la operación con el piloto, haciéndole pasar por la abertura, mientras Nadia aguardaba flotando con la cabeza hacia abajo, sujeta al brazo de metal. Cuando Patrick hubo tomado la soga ella se aferró directamente al metal.
—Ya estamos —dijo.
—No se suelten. Voy a recogerles.
A medida que el manipulador les iba apartando de la escotilla, Coretta vio a Gregor por última vez. Estaba cerca de los motores, tirando de la placa suelta que antes había apartado parcialmente.
—Gregor... —empezó Coretta, sin hallar otra palabra.
—Fue... un gran placer trabajar con todos vosotros —dijo Gregor, jadeante, mientras luchaba con la placa—. Muchas gracias por la oportunidad.
—Nos quedan menos de cinco minutos —advirtió Cooke.
La calma de su voz era más enfática que cualquier urgencia.
—Necesitamos luz si queremos ver. Voy a cerrar las puertas en cuanto esta gente esté atada a sus literas.
—Puedo alejarme con las puertas abiertas. Avísame cuando todos estén sujetos.
El largo brazo retrocedió lenta y cuidadosamente, doblándose por su parte central como la extremidad de algún insecto gigantesco. Poco a poco fue llevando su carga humana hacia las literas de aceleración. Al fin se detuvo. Decosta, tras cerrar el mecanismo, se impulsó hacia el grupo.
—Uno de ustedes ve bien. Disculpen, pero no sé cuál es. Quien sea, que se asegure solo mientras yo me encargo de los otros dos.
En cuanto Coretta avanzó hacia una de las literas, Decosta cogió a uno de los otros por la mano enguantada.
—Tengo a alguien por la mano. Tranquilo, yo me encargaré.
A través de la placa frontal vio los ojos ciegos y vendados. Empujó a aquel astronauta hasta la litera y le abrochó el cinturón. Después repitió la operación con el otro. Una de las literas permaneció vacía.
—Voy a entrar el brazo para que podamos cerrar las puertas —dijo.
—¿No puedo acelerar? —preguntó Cooke, con voz tensa y preocupada—. Estamos en cero. En cualquier momento...
—Aún no. Unos segundos más. Listo, manipulador recogido. Cierro las puertas; controles en posición. Estoy en la esclusa. La puerta se ha cerrado... ¡Ya!
Gregor había escuchado claramente esas palabras, transmitidas a la radio de la Prometeo y repetidas por el circuito de intercomunicación. Al fin logró apartar la placa y levantó la cabeza por un instante. Los motores del satélite lanzaron al espacio largas lenguas de fuego. La nave alada empezó a alejarse.
—Adiós —dijo, mientras volvía a entrar por la abertura, con la luz ante él.
Jamás sabría si tuvo respuesta, pues la radio del traje no funcionaba en esa zona. La luz avanzó por las hileras de tubos de plástico.
—Tal como están descritos —dijo en voz alta.
Había leído varias veces el programa Escorpión y lo sabía ya de memoria.
—Cortar el tubo. Con este hermoso cuchillo que han traído los del proyectil será fácil hacerlo.
Cogió el cuchillo y lo usó como sierra contra el resistente plástico; una vez que lo hubo cortado vio en su interior los venenosos gránulos de uranio radiactivo.
—U-325, de efecto mortal.
Y sonrió, pues acababa de descubrir que ya no tenía miedo.
—Notable descubrimiento —observó—. Me gustaría hablar de esto con el coronel Kuznekov. Bueno, tal vez pueda hacerlo, si la Iglesia tiene razón y el Partido Comunista no. Me gustaría decir al coronel que el coraje no es virtud privativa de su generación.
Le resultó fácil extraer el tubo de plástico. Sacó la longitud indicada por el programa, verificando que el extremo suelto pasara por la abertura de la cubierta. Después lo remolcó hacia adelante, avanzando por la base de los motores hacia el cono de eyección que ya había retirado. Por allí brotaba el gas, congelándose al surgir, disparado en un chorro constante como una cola de cometa.
—Esto podría ser peligroso —dijo, esquivando cautelosamente el chorro—. Es necesario hacerlo correctamente al primer intento.
Al llegar al lugar indicado levantó la vista, lleno de sorpresa: de la nave se desprendían fragmentos en llamas. Estaban ya en la atmósfera. Sólo quedaban unos pocos segundos.
Gregor se permitió un instante para abrochar a la nave su cordón de seguridad. Necesitaba trabajar sin molestias y con ambas manos. El tubo de plástico, aunque rígido, cedió bajo su presión y se enrolló en una pelota compacta que cabía entre las manos. Pesaba al menos veinticinco kilos. Gregor comprendió que su muerte era segura por más de una causa: la radiación del U-235 aumentaba a medida que la masa de metal se hacía más y más compacta. Pero no llegó a ser crítica; no había material suficiente para eso. El hidrógeno se encargaría de moderar la reacción para que las partículas atrapadas se convirtieran en una bomba atómica.
—Sí —dijo—, ha llegado el momento.
Sostuvo ante sí la pesada esfera de uranio y avanzó hacia el motor. Tenía el sol a la espalda y la cámara estaba iluminada.
Era un espectáculo avasallante. El hidrógeno llevaba varios minutos de bombeo. Al principio se había convertido en gas, pero instantáneamente se había congelado sobre las paredes de cuarzo. A medida que el flujo continuaba, la vaporización fue cesando.
En ese momento la cámara llena rebosaba de aquel fluido transparente a doscientos cincuenta grados bajo cero, mientras nuevos glóbulos se formaban en el extremo abierto, para diseminarse en forma de gas en cuanto rozaban la placa frontal de Gregor.
El astronauta contempló durante un largo segundo aquella piscina helada. Finalmente arrojó al interior la pelota de uranio. Con el impulso de su mano, aquella pesada bola corrió a lo largo de la máquina, rodeada por una renovada nube de gas a medida que el hidrógeno hervía bajo el contacto con el metal caliente. Esa nube gaseosa impedía que el hidrógeno líquido se acercara lo suficiente como para moderar las rápidas partículas que emergían del uranio, retrasando la reacción en cadena. Pero no por mucho tiempo. Al final el metal se enfrió y el líquido llegó hasta él.
Coretta, irguiendo el cuerpo a pesar de las correas, vio la silueta de la Prometeo, que iba haciéndose pequeña hasta quedar enmarcada por la línea de las puertas medio cerradas. Aún pudo verla un último instante. Finalmente los portones se cerraron, ocultándola por completo.
—Estamos al menos a cuarenta millas de la Prometeo —dijo la voz de Cooke en los cascos—Vamos subiendo y... ¡Dios mío!
Hubo un largo silencio antes de que volviera a hablar.
—Por suerte estábamos mirando en dirección opuesta. ¿Están todos bien allí atrás? Hubo una luz, una explosión. Nunca había visto una luz más intensa. Salió disparada hacia arriba. Después de todo no caerá sobre la Tierra. El mundo está a salvo.
La bodega estaba tan oscura para Coretta como para los dos pilotos cegados.
—Adiós, Gregor —dijo suavemente entre las sombras.
44
—Velocidad aérea, trescientos nudos —informó Decosta.
—Está bien —dijo Cooke—. Voy a tomar la última curva hacia la pista. Baja el tren de aterrizaje.
Decosta accionó el interruptor y esperó en silencio a que se encendiera la luz verde.
—Tren de aterrizaje preparado.
Desde el espacio habían podido ver los espesos nubarrones que cubrían toda la costa Este, sobre todo la parte de Florida. A medida que descendían hacia la atmósfera las nubes se cerraban más y más, hasta obligarles a volar totalmente a ciegas. No importaba en absoluto, puesto que el plan de vuelo estaba dirigido por el ordenador. En algún punto del cielo había una carretera invisible por donde tenían que bajar; era una marca en la pantalla, indicándoles cómo obrar y adonde ir.
Al fin el satélite atravesó las nubes inferiores y la mojada pista apareció a la vista. Cooke manejó el volante con mano ligera, observando la pista por entre las volutas blancas desprendidas de la proa, a medida que la lluvia se evaporaba sobre el sílice del casco, ardiente aún tras haber soportado una temperatura de 2.400 grados durante el regreso.
—En tierra —dijo Cooke, al sentir el impacto del pavimento mojado contra las macizas ruedas.
Decosta desabrochó su cinturón y se levantó, diciendo:
—Voy a ver cómo están nuestros pasajeros.
—Infórmame lo antes posible.
Decosta bajó por la escotilla de acceso hasta el compartimiento medio, abrió la puerta interior de la esclusa de aire y así la dejó para entrar finalmente a la oscuridad de la bodega. Una de las personas encerradas en aquellos trajes se había sentado y miraba hacia él con las manos en la cabeza.
Coretta hizo girar el casco, se lo quitó y aspiró profundamente el aire húmedo.
—Siento olor a mar —dijo—. Y haga el favor de no encandilarme con esa luz.
—Disculpe. ¿Todo bien?
—Sí, pero hay que sacarles los cascos. Déme una mano.
El satélite disminuyó la marcha y se balanceó por efecto del frenado. Al fin se detuvo. Patrick se llevó las manos a los vendajes en cuanto le quitaron el casco. Enseguida se sentó y se volvió hacia Nadia. Pero no dijo una palabra; parecía no haber nada que decir.
—Enseguida vuelvo —dijo Decosta, alejándose.
— ¡Eh, déjenos la luz! —pidió Coretta—. O encienda alguna. ¿No hay luces aquí?
—No. ¿Por qué no vamos todos al compartimiento medio?
El suelo se movió mientras el tractor les remolcaba lentamente por la pista. Todos se sentían bastante torpes tras la experiencia de caída libre y aceptaron con gusto la ayuda del piloto. Los trajes de presión resultaban calurosos e incómodos y optaron por sacárselos antes de pasar al compartimiento. El aturdimiento persistía. Ninguno dijo nada; se limitaron a esperar en silencio hasta que se abrió la puerta exterior.
Sólo cuando estalló fuera el entusiasta griterío comprendieron finalmente que el viaje había terminado.
—Allí, en el centro de la pantalla, señoras y señores, pueden ver tres personas que salen del satélite. Desde aquí son apenas tres pequeñas siluetas, aunque gigantescas en la historia de la humanidad. Ha llegado la ambulancia y los tres suben a ella. No, un momento, se han detenido. Se vuelven. La doctora Coretta Samuel está diciendo algo, pero no podemos oírla, pues no hay micrófonos aquí. Ahora sube también a la ambulancia. La puerta se está cerrando. Esta épica aventura ha terminado al fin. Dentro de un momento hablaremos con el mayor Cooke y el capitán Decosta, pilotos de la misión rescate.
Las mesas de Control de Misión se vaciaron una a una. Las luces se fueron apagando. Las agujas de los indicadores bajaron a cero. La gran pantalla mostraba ahora un canal de televisión comercial, donde se veía a la tripulación de la Prometeo entrando a una ambulancia; la voz del locutor retumbaba con sonidos huecos en el silencio de la habitación. Flax levantó los ojos a la pantalla; enseguida los bajó hacia el gran cigarro que apretaba entre los dedos. El cigarro de la victoria, el que debía ser encendido y fumado cuando la misión triunfara. Cerró lentamente la mano, el cigarro se quebró y cayó en fragmentos al piso.
Habían regresado tres; ya era algo. Rescatados del fuego en el último instante. Pero dos de ellos, dos buenos pilotos, traían los ojos vendados y tal vez jamás recuperarían la vista. Sin embargo se había evitado un desastre mayor: la Prometeo no caería en San Francisco. El ruso se había portado bien, muy bien.
Los pensamientos de Flax divagaban en círculo; la fatiga se le filtraba por los miembros: la bola ígnea que venía creciendo poco a poco en su estómago se extendía como para llenarle el pecho, el cuerpo entero.
Se dejó caer hacia adelante, muy lentamente, hasta que la cabeza tocó el plástico frío de la mesa y los brazos quedaron colgando a los costados. La fuerza de gravedad se impuso gradualmente. Flax siguió resbalando y cayó al suelo, inmóvil.
— ¡Oh, Dios mío! —gritó uno de los técnicos—. ¡Miren a Flax! ¡Busquen al médico!
Acomodaron en el suelo su cuerpo enorme, le abrieron el cuello y le aflojaron el larguísimo cinturón. Hubo un apresurado rumor de pasos. Todos se apartaron para dejar paso al médico.
—¿Está muerto, doctor? —preguntó alguien—. ¿Ataque al corazón?
El médico no prestó atención. Buscó el pulso en aquella gruesa muñeca y apretó el estetoscopio contra el pecho, tratando de hallar un latido entre tantas capas de grasa. Levantó uno de los párpados y lo dejó caer nuevamente. Al final se levantó sin prisa.
—¿Ha muerto? —preguntó débilmente otra voz.
El médico movió la cabeza.
—Duerme —dijo—. Este hombre está exhausto, completamente exhausto. Que traigan una camilla. Le quiero en cama cuanto antes.
Fue precisa la colaboración de seis hombres para poner a Flax en la camilla y de cuatro para llevarle. Salieron en solemne procesión. No sería un desfile triunfal, pero al menos la derrota no era completa.
El ingeniero que ocupaba la Mesa de Comunicaciones quedó solo en la habitación. Cerró los circuitos uno a uno hasta llegar al último. Entonces lo conectó a sus auriculares y llamó por última vez.
—El señor Dillwater —dijo.
—Sí, muchas gracias. Adiós.
Simón Dillwater dejó caer el auricular y se levantó. Estaba mareado; la jornada había sido muy larga.
—Si se va puedo dejarle en su casa —ofreció Grodzinsky, poniéndose en pie con un inmenso bostezo—. Me está esperando el coche.
—Muy amable.
—Por favor, no se vaya todavía, Simón. El presidente quiere hablar con usted. Con usted y con el general Bannerman.
—Pero yo no sé si quiero hablar con él.
—Hágalo, Simón. Créame. He tenido una larga conversación, muy sincera, y creo que entiende muy bien su posición.
Bannerman le miró fijamente; enseguida se volvió para acercarse al bar. Aún pisaba fuerte, haciendo resonar las espuelas. Pero había sido un día de mierda y estaba cansado. Una última copa le vendría bien. Se sirvió medio vaso de whisky, le echó dos cubitos de hielo y lo agitó.
En ese momento se abrió la puerta para dar paso a Bandin. Se había afeitado y cambiado de ropa; el maquillaje televisivo le ocultaba las ojeras. En comparación con los otros parecía tan fresco como una margarita, pero por dentro estaba en las mismas condiciones.
—Dispongo de algunos minutos antes de dirigir la palabra a la nación —dijo, con sus modales más dignos, empleando ya el tono debido para hablar al país—. Por tanto, aprovecharé esta oportunidad para informarles a ustedes dos sobre ciertas decisiones que he tomado. En primer lugar, quiero comunicarles que la Operación PEEKABOO será clausurada.
— ¡No podemos hacer eso después de todo lo que hemos invertido! —protestó Bannerman, furioso.
—Creo que podemos y debemos. La operación está comprometida ahora que son muchos los que están al tanto de ella. Si la clausuramos será como si nunca hubiera existido, y en caso de rumores podemos negarlo todo.
—Si cancelamos PEEKABOO pondremos en peligro el destino, el futuro mismo de esta nación, señor presidente.
—¿Por una bomba menos? —observó Dillwater, sabiendo que no debía hablar así, pero demasiado exhausto como para dominarse—. Este país y el de los soviéticos poseen entre los dos la capacidad para destrozar ocho veces este mundo con sus bombas atómicas. Yo diría que ya es bastante.
—Y nos destruirán si los hombres como usted se salen con la suya —rugió Bannerman—. La única manera de detener la agresión comunista es estar preparados, ser más fuertes, caminar siempre un paso más adelante que ellos.
La voz serena de Dillwater ofreció un notable contraste con la del general:
—Lo siento por usted. Todo usted es arcaico: las botas, las espuelas e incluso su patriotera mentalidad. No se da cuenta de que toda su especie está más superada que los faraones, totalmente extinta, aunque ni siquiera tienen suficiente inteligencia como para echarse a morir. Ahora la Humanidad tiene la oportunidad de elegir: puede aniquilarse por completo, siguiendo sus sistemas, general, o cooperar con vistas al futuro. Si no cooperamos para aprovechar los limitados recursos de este devastado planeta, si no los compartimos equitativamente, nos espera la muerte. Pero eso es algo que usted jamás podrá entender.
Le volvió bruscamente la espalda y manifestó, dirigiéndose a Bandín:
—Celebro su decisión, señor presidente.
—Ya sabía que me diría eso —respondió éste—. He estado hablando con Polyarni. El Proyecto Prometeo sigue a toda marcha. Necesitamos esa energía. Y los dos queremos que usted siga al frente de él. ¿De acuerdo?
—No he estado pensando en otra cosa, señor presidente. Mi renuncia sigue en pie..., a menos que me den total autoridad sobre el proyecto.
—Siempre la tuvo.
—No. Le pido disculpas, pero no fue así. Siempre hubo decisiones políticas que se anteponían a las técnicas. Creo que la catástrofe de la Prometeo I se debió a la prisa por lanzarla, a las presiones, a la falta de tiempo, no debido a razones de ingeniería, sino a motivos políticos. Si se me concede la última palabra en esa clase de decisiones, continuaré al frente del proyecto.
—Pide mucho, Dillwater.
—También prometo mucho, señor presidente. Si todo sale bien, tendremos el primer suministro de energía antes de que termine el año...
Sonrió ligeramente al agregar:
—... Por tanto, tal vez le estoy prometiendo la reelección.
Bandín vaciló, mirando al secretario de Estado. Este hizo una señal afirmativa.
—De acuerdo —dijo Bandín—. El trabajo es suyo.
—Y, naturalmente, su promesa por escrito, señor presidente.
Bandin aspiró profundamente, fulminó a Dillwater con una mirada y salió de la habitación con un portazo. Simón Dillwater se retiró también. El general Bannerman se quedó solo.
Alzó el vaso, miró fijamente el contenido y lo vació de un trago.
—Bueno, PEEKABOO se acabó —dijo, mientras se ajustaba el cinturón y tiraba de su chaqueta—. Pero NANCY JANE ya está en marcha; por lo menos, ese hijo de puta de Dillwater todavía no se ha enterado de ésa.
Resoplando como un caballo de guerra a punto de entrar en batalla, salió de la habitación, entre el tintineo de sus espuelas.
Cooper marcó las cifras en su calculadora y observó el cambio de los pequeños números rojos. Siempre llegaba al mismo resultado. Si el Gazette-Times había aumentado la tirada debido a sus artículos sobre la Prometeo, al término de un año habría ganado 850.000 dólares más; la cifra ascendía otro poco si se tomaban en cuenta los mayores ingresos por publicidad, pero bastaba con eso para hacer cálculos. Equivalía a un beneficio adicional de 16.345,15 dólares por semana. Mientras tanto, él recibía un aumento de veinte dólares, es decir, la octava parte del uno por ciento sobre lo que su brillante prosa les había reportado. Y eso no era todo; descontados los impuestos, el aumento quedaba reducido a siete dólares por semana; además, si uno tenía en cuenta la creciente inflación, se habría devaluado un trece por ciento hacia fin de año. Apagó la calculadora y la arrojó al interior del cajón. Un mozo le puso un sobre encima de la máquina de escribir.
¡Del director! Después de todo, las cosas no eran tan negras como había pensado. Abrió el sobre y extrajo la hoja escrita en mayúsculas:
NO DEL TODO SATISFECHO CON SU ULTIMO ARTICULO. NO TIENE GANCHO.-BUSQUE OTRA COSA. ¿Y ESE ENVENENAMIENTO POR CROMO EN IAPON? ¿PODRÍA PASAR AQUÍ? COPIA URGENTE.
Cooper, con la frente cubierta de delicadas gotitas de sudor, se inclinó sobre su ejemplar de Sumario Anual: Contenidos químicos de los desperdicios industriales.
—Enfermera, no se puede entrar ahí —indicó el policía militar—. Están interrogando a un piloto.
Coretta se detuvo para echarle una mirada despectiva, con una ceja levantada.
—Mire mejor, soldado —indicó"—. Soy doctora, no enfermera. Y si mira con más atención, incluso es posible que me reconozca.
El hombre había empezado a sonreír, pero al reparar en la expresión de sus ojos se puso en posición de firmes.
—Lo siento, doctora Samuel. Pero tengo órdenes que cumplir.
—En el hospital, no, queridito. Jamás trate de interponerse entre un médico y su paciente. Ahora apártese de en medio.
El soldado obedeció a Coretta y abrió la puerta de par en par. Los cuatro oficiales reunidos en torno a la cama de Patrick levantaron la cabeza en un gesto sorprendido.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó ella.
—Estamos hablando con el mayor, doctora Samuel —respondió el coronel, que sostenía el magnetófono—. Es el interrogatorio correspondiente a la misión cumplida. El doctor Jurgens dijo que no habría inconvenientes.
—El mayor es paciente mío, coronel, no del mayor Jurgens. Y yo ordeno que se retiren de inmediato.
—No tardaremos mucho...
—De eso no me cabe la menor duda. Tardarán sólo lo que les lleve llegar a la puerta.
Los oficiales superiores del Ejército no están habituados a que se les hable así. La situación se estaba acercando rápidamente a una crisis cuando Patrick intervino:
—Yo hice llamar a la doctora antes de que ustedes llegaran —dijo—. Es por una inyección. Por el dolor. Pensé que terminarían antes, pero...
—Comprendemos, mayor, por supuesto. El doctor Jurgens nos dirá cuándo podemos volver.
Se marcharon por orden de graduación, ya salvado el honor. Coretta cerró la puerta y se volvió hacia Patrick.
—¿Es cierto lo del dolor? —preguntó, preocupada.
El piloto movió la cabeza, sonriente.
—No, en absoluto. Sólo quería que se fueran.
La sonrisa desapareció enseguida. Patrick alzó la mano hacia los vendajes.
—¿Qué dicen los oculistas? —preguntó.
—Lo mismo que te adelanté: cualquier pronóstico sería prematuro. Pero he estado hablando con ellos y, a pesar de sus reservas, parecen creer que el daño de la retina no es demasiado amplio; por tanto, puede haber una recuperación parcial de la función correspondiente.
—¿Y eso qué significa?
—Que podrás ver, aunque no muy bien. Con unos cristales más gruesos que una botella.
—Bueno, al menos no será con gafas oscuras y bastón blanco. ¿Dónde está Nadia?
—Al otro lado del vestíbulo.
Patrick arrojó a un lado las sábanas y bajó los pies.
—Ayúdame, ¿quieres? Por ahí anda mi bata. Llévame a su habitación.
—Con mucho gusto. A ver, pon el brazo.
El policía militar seguía allí cuando salieron. Parecía asustado y sin saber cómo actuar.
—No se preocupe —le dijo Coretta, apiadada—, no vamos lejos. Hasta allí. Venga a vigilar la puerta y seguirá en su misión.
Al entrar encontraron a Nadia sentada en su lecho, con el camisón blanco de los hospitales.
—¿Quién es? —preguntó.
—Coretta. He venido con Patrick.
—Pasad si queréis.
Su voz sonaba cansada, vacía de toda emoción.
—Voy a dejaros solos —dijo Coretta.
—Como quieras —respondió Nadia.
—No, no te vayas —pidió Patrick—. Cierra la puerta. Pasamos juntos por todo esto. Y todavía estamos juntos.
Avanzó a tientas hasta el borde de la cama y tomó asiento allí. Nadia se alejó como para evitar el contacto, pero sólo Coretta lo notó. Mientras contemplaba sus ojos ciegos y sus cuerpos tensos sintió ganas de llorar.
—Escuchad —dijo—. Tengo que daros algo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó dos paquetes, que repartió entre ellos.
—¿Qué es esto? —preguntó Patrick, palpando los bordes de papel.
—Las estampillas de primera emisión. Todos os olvidasteis de ellas; eso pasa por tener mentalidad militar. Estáis demasiado acostumbrados a que la gente se encargue de atenderos. Pero Coretta no puede dejar de cuidarse. Y de cuidar a sus amigos. Cuando nos vestimos aquella vez, cuando todavía existía la posibilidad de escapar enteros, tomé un centenar y me las guardé en el bolsillo. Con eso bastaría. En cuestión de filatelia lo que más vale es lo más escaso. Al menos, así me han dicho. Eran veinticinco para cada uno.
Súbitamente dejó de sonreír, aunque ellos no podían saberlo; intentó que el dolor no se trasluciera en su voz y prosiguió:
—Bueno, a Gregor ya no le hacen falta, de modo que he repartido las suyas. Treinta y tres para cada uno de vosotros, treinta y cuatro para mí; una más a modo de comisión. Estoy segura de que serán muy valiosas. Han sido salvadas de la nave en llamas, con riesgo de la vida, y los bordes del sobre todavía están chamuscados por el fuego...
—¿Qué fuego? —preguntó Patrick.
—El del fósforo que les arrimé para quemarlas un poquito. ¡Apostaría a que con eso valen cien dólares más cada una!
Nadia puso cara de no entender, pero Patrick soltó una carcajada.
—Coretta, si no fueras ya mi médica te nombraría representante comercial. No creo que vuelva a trabajar como piloto, de modo que ya puedo ir pensando en dedicarme a los negocios. ¿Qué te parece, Nadia? ¿Quieres vender estampillas con nosotros?
—No sé nada de esas cosas. En Rusia...
—No vuelvas a Rusia. Quédate conmigo.
Movió la mano sobre las sábanas hasta encontrar la de ella y la cogió antes de que pudiera retirarla. La encerró entre las suyas para proponerle aquello con voz áspera. Desde que había entrado en la habitación estaba buscando la forma de decírselo. No tenía mucha experiencia en esa clase de cosas.
—Os dejaré solos —volvió a decir Coretta, levantándose.
—No, por favor, no te vayas —dijo Patrick—. Entre nosotros no puede haber secretos; hemos tenido demasiada intimidad como para que los haya. Nadia, no vuelvas a Rusia. Quédate conmigo. O déjame ir contigo. No puedo ofrecerte más que una pensión de militar... y las estampillas de Coretta.
—Patrick...
Nadia levantó el rostro hacia él, como si sus ojos ciegos se esforzaran por ver.
—Escucha, te amo. Hace mucho que te amo. Puedes rechazarme, si quieres, pero necesitaba que lo supieras.
Pasaron varios segundos antes de que Nadia hablara.
—Tu propuesta es muy gentil. Ahora puedes marcharte.
— ¡Bueno, qué diablos! —exclamó él, pasmado—. ¿Es todo lo que vas a contestar?
—¿Y qué pretendías? ¿Tengo que decirte «Oh, gracias, señor por su gentil ofrecimiento?» Se diría que cuando un hombre como tú se declara cualquier mujer debería caer de espaldas, decir urgentemente que sí, sentirse feliz ante la perspectiva de pasarse la vida zurciendo medias y criando chicos. No, estás pidiendo mucho.
—No es mucho pedir de una mujer. En absoluto. Pero tal vez es pedir demasiado de una piloto de pruebas y una oficial de la Fuerza Aérea...
— ¡Silencio! —gritó Coretta—. Callaos los dos antes de que habléis demasiado y no podáis echaros atrás. Escuchad a la doctora. Patrick, nadie duda de que tú amas a Nadia, pero no es forzoso que por eso ella deje de ser lo que es, olvide todo lo demás y se entierre en una casita llena de rosales.
—Ya lo sé...
—Tal vez lo sabes, pero no lo sientes. Ella es la de siempre y no debes olvidarlo jamás. Y tú, Nadia: no es ningún delito pensar como mujer, sentir como mujer. La sensualidad puede ser una gran cosa. ¿Entiendes?
Nadia asintió.
—Me cuesta mucho hablar de estas cosas —dijo en voz baja y tensa—. Tal vez sea a causa de mi entrenamiento. El amor romántico ha sido siempre parte del cine, no de la vida de un piloto de pruebas o de un astronauta. Quizá aprendí a representar un papel..., pero un papel útil. Y cada vez que me salí de él descubrí que podían nacerme daño.
—¿Hablas de aquella vez en que tú y yo... en Texas?
—Sí..., creo que sí.
—Trata de comprenderme. Supongo que actué como un macho hipersexuado y chauvinista, y lo siento mucho. Pero era sincero en lo que sentía por ti, y ahora también lo soy. ¿Te casarás conmigo, Nadia?
—No.
—¿Me prometes pensarlo, al menos?
—Sí, claro que sí, y más que eso. Cuando tú te muestras así, cuando tratas de comprender lo que siento, entonces me entran muchos deseos de estar contigo. Y quisiera quedarme. Quedarme contigo, tal vez casarnos, tal vez no. Pero al menos descubrirlo todo. Ten paciencia, Patrick. No es fácil.
—Lo haré, si tú también te muestras paciente conmigo.
Esa vez, al buscar su mano a ciegas, la halló inmediatamente, Ya era un buen comienzo.
Coretta les miró por última vez y alzó la mano en un pequeño saludo que ninguno de ellos podía ver. Después se deslizó en silencio hacia el pasillo y cerró la puerta a sus espaldas.
—El mayor... —preguntó el policía militar.
—No se preocupe, cabo. El mayor se está desenvolviendo bien, muy bien. Está sano y salvo allí dentro. Puede dejarle tranquilo.
Enseguida se alejó por el corredor a paso rápido y desapareció por el recodo.
Por encima del hospital, por sobre Cabo Cañaveral y las nubes que lo ocultaban, muy por encima de la atmósfera, el sol lucía como siempre. Las tormentas solares desatadas en la superficie seguían irradiando energía hasta el espacio. Esa luz, esa radiación emanada en torrentes del disco solar, proliferaba en todas direcciones. Una pequeña parte caía sobre la Tierra, caldeándola, haciéndola habitable para el hombre.
Sin cesar, más allá del tiempo, seguía brillando el sol. Algún día no muy lejano otro dardo reluciente volvería a cruzar la fina capa atmosférica de la Tierra para salir al espacio, donde extendería su red plateada para capturar otro poco de aquella generosa energía, antes de que se perdiera en la eterna noche interestelar.
Y después, otra chispa... y otra...
FIN