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marzo 27, 2010
I. ALBORADA
La vida es dura como el paisaje. Quién, demonios fue entonces el que señaló al Subteniente para este destino de Yunká. Es probable que el Subteniente sea un profesional capaz, porque su estampa es guapa, y de a caballo se ve cómodo.
Buen jinete. Pero no jinete de escuela. Se nota que monta por vocación y por estirpe. Se afirma lindo en los estribos y sentado sobre la montura sabe cómo hacer las cosas.
En todo de acuerdo. Pero ¡por Dios!, demasiado muchachito, muy tierno para la soledad y el espartillo.
Suerte que hoy se va. Antes del mediodía bajará a Cte. Fontana, su nuevo destino, y allí estará mejor, en un lugar mas apropiado a su figura de adolescente.
La noche anterior llegó el Sargento para reemplazarlo. Un reemplazo razonable, porque el Sargento es un zorro viejo, veterano de la zona.
Yunká. Rancherío, mangrullo, y mástil de tacuara.
Perros famélicos. Indiada silenciosa, huraña y triste.
Eran las cinco pasadas y faltaría una media hora para terminar la última imaginaria, cuando las estrellas palidecían en el cielo grisáceo mientras huía la noche llena de misterios.
En cuclillas, revolviendo los últimos carbones del pringoso brasero, en compañía de dos silenciosos milicos tan mustios como su propia soledad, el cabo se preguntó qué diablos hacía él mismo en Yunká. No le gustaba aquello, y además la pitanza era mezquina.
El cabo, nacido en la costa del Bermejo, era un hombre de temple, supersticioso como todos. Ni el más pintado se pudo evadir nunca a la sugestión de los hechos misteriosos e inexorables. Y Yunká no le gustaba, era nombre duro, tenía premonición.
Para colmo, a la hora de contar los pesos, éstos eran miserables. Arreando tropas por el pago nativo a la altura de Fortín Roca la pasaría más lindo y ganaría mejor.
Y sobre todo se iba a ver lejos de esa indiada que lo ponía nervioso con su presencia mansa, decadente y lúgubre, con su silente gesto milenario.
Y no le gustaba, eso era todo. La frente estrecha del cabo se arrugó contrariada, mientras chupaba el último amargo bien lavado.
Cantó el gallo y le respondió un coro lejano y sin vibración. Ladraron inexpresivos los perros hambrientos y sarnosos.
Una bandada de garzas se levantó pesadamente del estero y en perfecta formación, como huyendo, se alejó hacia el sur. Al cabo le entraron las ganas de ser garza...
Se rió sólo de su estúpida ocurrencia y dejó ver sus dientes amarillentos y manchados. Encendió un cigarro de mala hoja y se dirigió al corral para preparar los bueyes que durante toda la jornada iba a llevar hasta un campo de buena pastura, lejos del espartillo y del estero.
Volvió para desayunar. El mate cocido estaba amargo y sabía a humo. La galleta dura. La galleta se ablanda mojándola en el mate cocido. El paisaje no se ablandaba con nada pensó el cabo, mientras se limpiaba los bigotes con la manga de la guerrera, y la primera claridad se filtró por las rendijas de la cocina.
Los bueyes se arrean a lomo de mula. El cabo y un milico por el polvoriento sendero de las carretas, marchan en la alborada que tiñó el naciente de rojo vivo, como si fuera sangre.
Se espantaron los patos en el estero, y apenas el sol estiró las primeras sombras al cabo le sudaban su cuello y los sobacos, un poco porque hacía calor, pero más porque estaba nervioso. Escupió. Cuando el cabo no podía ordenar sus pensamientos, y ello ocurría a menudo, escupía.
Casi dos horas de marcha. Al rodear el monte se perdió de vista el rancherío del fortín. A lo lejos se divisaba el humo que subía vertical hacia el azul del cielo en el aire calmo y enrarecido.
No soplaba una pizca de viento, la polvareda que levantaban los bueyes hacía toser, y el cabo seguía escupiendo.
En ese mismo instante, el subteniente, de a caballo y al trote ponía rumbo a Cte. Fontana. Fue el suceso de la mañana y después el fortín renació a la monotonía de cada día. Niños descalzos que juegan sin alegría. Mujeres resignadas, las espaldas cargadas de nostalgias, trabajando para hoy, porque la vida áspera no entiende de mañana.
Soldados soñolientos, indolentes y aburridos. Decididamente, Yunká no era para el subteniente. Sólo el nativo podía soportar tanta monotonía, tanta soledad, tanta desesperación, tanta angustia largamente contenida...
II. MEDIODÍA
Los bueyes pastan tranquilamente en tanto el soldado duerme sobre unos cueros y el cabo al fin consigue ordenar algunos pensamientos.
Está decidido. Mañana solicitará permiso al sargento, bajará él también a Cte. Fontana, y sin más rodeos pedirá la baja. Ha llegado a la conclusión de que está harto y que va a volver al guardamonte, al sombrero aludo y a la vida ruda, agreste, de horizontes infinitos y de cielos abiertos que es le verdad del tropero.
La vida del fortín ya no tiene sentido. Guardias recargadas porque los soldados son pocos. Comisiones a la frontera. Patrullas por las tolderías, la toldería de esa indiada que aborrece, que no le gusta. No sabe por qué, pero la odia y la vigila desconfiado, ya que le cae mal ver a los indios merodeando el rancherío, buscando changas miserables, dormitando a la sombra del corral.
Y por superstición o lo que sea, no le gusta. Yunká, le huele mal. Ignora el motivo y escupe, porque siente algo que no puede precisar.
El sol cae a pique, zumban los insectos del mediodía y vibra en la soledad del desierto verde la sensación de algo grande y que no tiene explicación. Y como todas las veces que siente su alma vencida por los presagios, el cabo le baja un gran trago al frasco...
También en el fortín el sol calcina la tierra sedienta. Marzo, ya avanzado, se muestra tediosamente caluroso, prolongando un verano que fue largo, seco y plagado de insectos, picaduras y enfermedades.
Pero hoy puede cambiar. La tarde anterior el sol se ocultó prematuramente entre inciertas nubes tormentosas y por la noche las estrellas brillaron de humedad. Y ahora esta calma chicha, sin una gota de viento, es otro indicio revelador de la tormenta que, muy lejos, desde el sur, se cierne lenta pero segura.
El sargento, sudoroso y cansado, echa un vistazo a la lejanía y corrobora satisfecho los signos infalibles del cambio que traerá un alivio al bochorno.
El fortín duerme la modorra de la siesta ardiente. Todo es calma. Ni un alma se aventura con el sol a pique. Los perros se tiran bajo el horno, jadeando, la lengua afuera. Las aves agobiadas picotean insectos. Los bueyes a la sombra de los espinillos babean. Algunos indios dormitan junto al corral. Todo es paz. El sargento se seca el sudor con un pañuelo azul, da la espalda al paisaje y se pierde en la fresca penumbra de su rancho, húmedo el piso de tierra porque su mujer lo regó a la mañana con agua traída del madrejón. En un gran catre de dos plazas sus pequeños duermen atravesados, cuatro cabecitas rubias, extraña mezcla de nativo con gringo.
Yunká, nombre duro, con premonición. ¡Bah!, supersticiones, tonterías del cabo.
Todo en paz en la siesta fortinera.
Ginebra. Adormecida por el alcohol la mente febril del cabo fabrica visiones increíbles. Ve en medio de la nebulosa a la indiada mansa súbitamente enfurecida caer sobre el fortín. Cobarde y traicionera lo atacan en plena siesta, cuando todos reposan. Nada respetan los bárbaros: soldados, mujeres, niños y hasta los perros horriblemente mutilados.
¡Ginebra! El eco de la gritería infernal conmueve al cabo que no alcanza a distinguir el ruego de las mujeres entre el alarido feroz de los infieles y el aullido lastimero de los perros.
¡Ginebra! Y de golpe otra vez el silencio, pero ya no es igual que antes. Éste es un silencio trágico, sobrecogedor, que pone los pelos de punta. Le parece sentir el gusto salado de la sangre y hasta el jadeante estertor de las agonías, que acunan en dramático concierto el llanto desconsolado de algún niño...
Bañado en sudor, empapado basta los huesos el cabo reacciona al fin de la curda que le hizo ver visiones en plena siesta. ¡Malditas supersticiones!, todo por culpa de ellas... y, bueno, de ginebra en la panza vacía.
Sentado sobre los cueros enciende un cigarrillo. Le arden los ojos y tiene la boca amarga y reseca. Entonces le baja otro taco de ginebra que le sabe mal y le cae peor. Se incorpora, se desentumece y como el sur viene levantando fiero, le entra el apuro por regresar. Y mientras se rasca la nuca el cabo trata de ordenar de nuevo las ideas. ¡Estúpida curda!
Al paso cansino de los bueyes emprenden el regreso estirando los ojos, tratando de acercar en detalles reveladores, la imagen familiar del fortín y sus movimientos cotidianos.
Desde el sur los persigue la tormenta, pero ello maldito lo que le importa al cabo. Él quien centrar sus sentidos en otras ideas, pero no puede. Entonces escupe y apura a los bueyes.
El trueno retumba en la verde lejanía.
III. CREPÚSCULO
Ahora la calma es sofocante. El sol se hunde como una llamarada que incendia el poniente y tiñe de un fantástico fulgor oro las nubes blancas que ascienden como inmensas torres hacia el cielo misterioso.
Desde el sur sigue rodando poderosa con su tinte ocre y plomo, la tormenta en todo su furor.
El último rayo de luz se filtra entre los cúmulos potentes y sin solución de continuidad el paisaje se cubre de sombras. Entonces se desnuda el relámpago azul, que como un latigazo vaga por el firmamento enloquecido.
El cabo y su soldado, los bueyes mugiendo sordamente por delante, se acercan al rancherío penando de incertidumbre, mientras corroe la paciencia una nube de dudas cargadas de interrogantes.
¿Por qué no ladran los perros famélicos, guardianes del fortín?
¿Por qué no arriaron la bandera?
¿Por qué no hay soldados oteando el horizonte infinito desde lo alto del mangrullo?
¿Dónde está el humo subiendo tranquilizador hacia los cielos, testigo de que la vida continúa en calma?
¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cómo?... Ya lo sabrán.
Se apea el cabo alerta y cauteloso, quiere estar sereno pero no puede porque ningún bálsamo sirve a la hora de la incertidumbre. Cruza el rancherío desierto, cuando en un lúgubre batir de alas los cuervos tenebrosos alzan vuelo y se pierden en la penumbra insondable del firmamento encapotado.
El corazón más templado se arruga sin remedio, y le tiembla hasta el alma a un valiente sin dobleces, cuando la premonición surgida vaya uno a saber de qué oscuro designio fatalista, se hace amarga realidad. Y ahora ya no es superstición, ni miedo, ni curda de ginebra. Ahora es el horror y la pavura de la matanza consumada. ¡Yunká!, nombre duro, con premonición ¡nunca le gustó!
La frente del cabo es estrecha y sus luces limitadas. Pero nació gaucho y se crió boca arriba, bebiendo en los cielos estrellados la eterna presencia de Dios. En algún rancho del Bermejo hay una mujer y dos cachorros bien nacidos. Es soldado, juró a la patria ser fiel y lo será hasta las últimas consecuencias. Entonces quiere decidir y sufre porque no puede, porque lo desespera y lo acorrala una nube de encontrados sentimientos, fabricados con superstición, curda, miedo, sugestión y oscuras fuerzas desconocidas del más allá. El cabo no estaba hecho para reflexiones raras. En su pobre mollera de gaucho sufrido sólo caben ideas elementales. Y entonces intenta por todos lo medios poder ser nada más que un soldado con sentido práctico de los hechos reales para obrar. Pero no puede. Tal vez no lo hubiera logrado nunca si no fuera por el súbito llanto de niños que lo despertó a la realidad. Sumergidos en los negros abismos de un mundo irreal, dos pequeños, milagrosos sobrevivientes, se acurrucan bajo el catre donde yace en patético ademán de defensa el cuerpo mutilado de la madre.
El cabo creció sin ternuras y sus manos callosas, endurecidas de luchas y fatigas, ignoran el gesto de una caricia. Pero lo aprietan los recuerdos del Bermejo y por un mandato claro de su alma simple cobija contra el pecho a los pobres inocentes. Cuando el destino no da tregua y falta suavidad de madre, dos manos férreas y un corazón templado de coraje son capaces de cualquier milagro.
Y ahora, que el llanto cesó, hay que volver a ser milico hasta la última fibra, pensar con sangre fría, libre de angustias, y volar en busca del auxilio. Auxilio, palabra inmensa. Hacia el sur, donde por extraño sortilegio se desata el cataclismo de los cielos. Hacia el sur, allí está Cte. Fontana, la meta desesperada del socorro.
Y comienza la lluvia. Gotas grandes y pausadas, indecisas, a modo de sombría tentativa. No es una lluvia tranquilizante, apaciguadora. Al contrario, es una lluvia cargada de amenazas. Y de golpe, como un chicotazo, la primera ráfaga fría castiga el rostro de los hombres.
Atrás quedaba muda la tragedia. Adelante brama el vendaval.
Al trote rendidor de sus mulas, salpicando barro, cabo y soldado, los niños sobre los cojinillos, van marcando un incierto camino de esperanzas. Son cuatro almas prisioneras del dolor, rumbo al aviso increíble.
IV. MEDIANOCHE
La tempestad ruge en su apogeo mientras la marcha sigue, tenaz, sufrida y heroica. Los niños gimen.
Dura jornada. Pero por Dios que llegarán y el cabo lo sabe. Lo sabe porque es gaucho, lo empuja el grito de la raza, y porque sus labios saben murmurar un Padrenuestro...
Y tiene tiempo, pobre milico elemental, para algunas reflexiones que bien pueden ser la filosofía del cielo, los montes y las estrellas. Llegarán y habrá socorro. Pasará la tormenta y al rayar el alba, alumbrará un nuevo sol de esperanza. Un sol que secará lágrimas, restañará heridas y hará que la sangre generosa fecunde la tierra madre.
Hay dos niños salvados como un grito de fe.
En Cte. Fontana está vivo, así lo resolvió el destino, el joven subteniente.
El gaucho viejo, cabo sin historia, ya hizo lo suyo. Los que quedaron para siempre también.
Mañana el subteniente, joven, capaz, inteligente, símbolo de un ciclo que se cierra doloroso y otro que se abre prometedor, expresión palpable de la civilización que avanza, continuará la obra de amor.
Ya no habrá más gritos de pelea. Serán órdenes serenas para trocar el dolor en nuevos destinos felices. No será el acento angustiado de la lucha, pero será un nuevo grito de batalla.
Bajo el uniforme gastado como su propia vida, empapado, el cabo se libera otra vez de su pretensión filosófica para volver a ser nada más que un soldado. Entonces pasa revista a los acontecimientos, evalúa sus propias decisiones, y aunque recuerda que en el apuro y la angustia se olvidó de arriar la bandera en Yunká, queda satisfecho porque piensa que es mejor así, porque la bandera no se debe arriar jamás para los héroes...
Después se volvió a acordar de su pedido de retiro, pero no tuvo demasiado que pensar. Esta vez ni siquiera escupió porque los pensamientos estaban en orden y las ideas claras. No le cabía ya ninguna duda de que sería milico hasta la muerte. Lo traicionó un relámpago. Ese rostro viejo y curtido no podía engañar a nadie, y además el agua de la lluvia empapa la cara pero no enturbia los ojos. Suerte para el cabo que solamente el cielo fue testigo.
La tormenta huía hacia el norte. El retumbar del trueno leyó un mensaje de Dios, de futuro y de grandeza.
FIN