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marzo 27, 2010
En el jardín de la señora Swinton siempre era verano. Los deliciosos almendros se alzaban en él con un follaje perenne. Mónica Swinton cortó una rosa de color de azafrán y se la mostró a David.
- ¿No es preciosa? - comentó David alzó los ojos hacia su madre y sonrió sin responder. Tomando la flor, corrió con ella por el césped y desapareció detrás de la perrera, donde permanecía almacenada la segadora robot, dispuesta para cortar, barrer o cuidar el césped en el momento que fuera necesario. La señora Swinton permaneció inmóvil en su impecable sendero de gravilla de plástico.
La mujer había intentado amar al pequeño.
Cuando se decidió a seguir a David, le encontró en el patio haciendo flotar la rosa en su pequeña alberca poco profunda. El pequeño, absorto con su flor, se había metido en el agua sin quitarse las sandalias.
-David, querido, ¿por qué has de ser siempre tan travieso? Entra en casa enseguida y cámbiate los zapatos y los calcetines.
El niño entró en la casa sin protestar, meneando su cabecita de cabello oscuro a la altura de las caderas de su madre. A sus tres añitos, no mostraba el menor temor a la secadora ultrasónica de la cocina. Sin embargo, antes de que su madre pudiera encontrar unas zapatillas de repuesto, David se escabulló de la cocina y desapareció en el silencio de la casa.
Probablemente, se dijo la madre, habría ido a buscar a Teddy.
Mónica Swinton, una mujer de veintinueve años, silueta esbelta y ojos suavemente radiantes, pasó a la sala de estar y tomó asiento cruzando las piernas con elegancia. Al principio, permaneció sentada y pensativa; muy pronto, sólo estaba sentada. El tiempo transcurrió en torno de ella con la maníaca lentitud que reserva a los niños, los locos y las esposas cuyos maridos están lejos de casa mejorando el mundo. Casi por reflejo, extendió la mano y cambió la longitud de onda de las ventanas. El jardín se desvaneció y, en su lugar, apareció junto a su mano izquierda el centro de la ciudad, lleno de una multitud abigarrada, vehículos de transporte y edificios (aunque mantuvo bajo el sonido).
La mujer permaneció sola. Un mundo superpoblado es el lugar ideal para estar a solas.
Los directivos de Synthank estaban dando cuenta de un opíparo almuerzo para celebrar el lanzamiento de su nuevo producto. Algunos de ellos lucían las máscaras faciales de plástico que tan de moda estaban. Todos los hombres estaban espléndidamente delgados a pesar de la gran cantidad de comida y bebida que consumían. Sus esposas también mantenían una espléndida esbeltez pese a la
abundancia de comida y bebida. Una generación anterior y menos sofisticada habría considerado a todos los presentes como "gente guapa", salvo por sus ojos.
Henry Swinton, director administrativo de Synthank, se disponía a pronunciar unas palabras.
-- Lamento que su esposa no esté aquí para escucharle -- comentó su vecino de asiento.
-- Mónica prefiere quedarse en casa pensando en cosas bellas -- respondió Swinton, manteniendo la sonrisa.
-- Parece lógico que una mujer tan bella tenga pensamientos igualmente bellos -- añadió el vecino.
Aparta tu mente de mi esposa, cerdo, pensó Swinton sin dejar de sonreír.
Después, se puso de pie entre aplausos para pronunciar su pequeño discurso. Tras un par de chistes como introducción, pasó a decir:
-- La fecha de hoy marca un verdadero hito en la historia de nuestra empresa. Hace casi diez años que lanzamos al mercado mundial nuestras primeras formas de vida sintéticas y todos sabemos el gran éxito que han representado, en especial los dinosaurios en miniatura. Sin embargo, ninguna de ellas posee inteligencia. Parece una paradoja que hoy en día seamos capaces de crear vida, pero no inteligencia. Nuestra primera línea de productos, la Tenia Croswell, es la que más se vende y la que posee menos inteligencia de todos. -- Una carcajada unánime acompañó sus palabras --. Aunque tres cuartas partes de los habitantes de nuestro mundo superpoblado pasan hambre, nosotros, gracias al control demográfico, podemos disponer aquí de todo lo necesario y más. Nuestro problema es la obesidad, no la desnutrición. Apuesto a que todos los que estamos sentados en torno a ésta mesa tenemos trabajando para nosotros en el intestino delgado una Croswell, una tenia parásita totalmente inofensiva que permite a su huésped ingerir hasta un cincuenta por ciento más de comida sin que ello afecte a su figura. ¿Me equivoco? -- La mayoría de los presentes asintió con la cabeza.
Swinton continuó diciendo --: Nuestros dinosaurios en miniatura apenas son más inteligentes que esos gusanos. Hoy, en cambio, vamos a lanzar al mercado una forma de vida sintética dotada de inteligencia: un sirviente humano de tamaño natural.
--Nuestro sirviente no sólo es inteligente, sino que posee un grado de inteligencia limitado. Consideramos que las personas le tendrían miedo a un ser con un cerebro humano, de modo que nuestro sirviente biónico tiene un pequeño ordenador en el cráneo.
--Hasta ahora ha habido en el mercado objetos mecánicos con miniordenadores por cerebro, objetos de plástico sin vida, superjuguetes, pero hoy, por fin, hemos encontrado la manera de unir los circuitos del ordenador con la carne sintética.
David estaba sentado junto al amplio ventanal de su cuarto, pugnando con un lápiz y un papel. Por último, dejó de escribir y se puso a hacer rodar el lápiz por la superficie inclinada de la tapa del pupitre.
-- ¡Teddy! -- exclamó de pronto.
Teddy estaba sobre la cama, apoyado en la pared bajo un libro con imágenes en movimiento y un enorme soldado de plástico. El modelo fonológico de la voz de su amo lo activó y Teddy se sentó erguido entre los juguetes.
-- Teddy, no se me ocurre qué poner.
El osito saltó de la cama y dio unos pasos rígidos por el cuarto hasta agarrarse a las piernas del pequeño. David lo levantó y lo instaló sobre el pupitre.
-- ¿Qué has escrito hasta ahora?
-- He puesto... -- El pequeño sostuvo en alto la carta y la repasó con una mirada seria y penetrante --. He escrito, «Querida mamá, espero que te encuentres bien. Te quiero mucho...».
Se produjo un largo silencio hasta que el osito respondió:
-- Suena muy bien. Ve abajo y dáselo.
Otro largo silencio.
-- No está bien. Mamá no lo entenderá.
En el interior del osito, un pequeño ordenador repasó su programa de posibilidades.
-- ¿Por qué no lo vuelves a escribir con lápices de colores?
Al observar que David no respondía, el osito repitió su sugerencia:
-- ¿Por qué no lo vuelves a escribir con lápices de colores?
David tenía la vista fija en la ventana.
-- ¿Sabes que estaba pensando, Teddy?¿Cómo puede uno distinguir las cosas reales de las que no lo son?
El osito barajó sus alternativas.
-- Las cosas reales son buenas.
-- Me pregunto si el tiempo es bueno. No me parece que a mamá le guste demasiado el tiempo. El otro día, hace un montón de días, dijo que el tiempo pasaba por ella. ¿Es real el tiempo, Teddy?
-- Los relojes marcan el paso del tiempo, los relojes son reales. Mamá tiene relojes, de modo que deben gustarle. Lleva un reloj en la muñeca junto al dial.
David empezó a dibujar un reactor de gran capacidad en el reverso de la
carta.
-- Tú y yo somos reales, ¿verdad Teddy?
Los ojos del osito contemplaron al chiquillo sin parpadear.
-- Tú y yo somos reales, David. -- El osito estaba especializado en proporcionar consuelo.
Mónica deambuló lentamente por la casa. Faltaba poco para que llegara el correo de la tarde por el aparato. Marcó el número de la oficina de correos en el dial que llevaba en la muñeca, pero no obtuvo respuesta. Tendría que esperar unos minutos más.
Podía ocuparlos pintando un poco, o llamando a sus amigos, o esperando a que Henry volviera a casa, o subiendo al piso de arriba para jugar con David...
Se dirigió al vestíbulo y anduvo hasta el pie de las escaleras.
-- ¡David!
No hubo respuesta. La mujer lo llamó tres veces más.
-- ¡Teddy! -- exclamó a continuación en un tono de voz más agudo.
-- ¡Sí, mamá! -- Tras un instante de pausa, la cabecita de pelo dorado de Teddy asomó a lo alto de la escalera.
-- ¿Está David en su cuarto, Teddy?
-- Ha salido al jardín, mamá.
-- ¡Ven aquí abajo, Teddy!
Mónica observó impasible la pequeña figura peluda mientras descendía los peldaños uno a uno con sus patas cortas y rechonchas. Cuando el osito llegó al pie de la escalera, la mujer lo levantó del suelo y lo condujo a la sala de estar. Teddy permaneció inmóvil en sus brazos, contemplándola. La mujer pudo apreciar la levísima vibración de su motor.
-- Quédate aquí, Teddy. Quiero hablar contigo.
Mónica colocó al osito sobre una mesa y Teddy se quedó allí como ella le había dicho, con los brazos extendidos y abiertos en el gesto eterno de un abrazo.
-- Teddy, ¿te ha dicho David que me dijeras que ha salido al jardín? -- Los circuitos del cerebro del juguete eran demasiado sencillos para saber mantener una mentira.
-- Sí, mamá -- respondió finalmente.
-- De modo que me has engañado...
-- Sí mamá.
-- ¡Deja de llamarme mamá! ¿Por qué intenta evitarme David? No tendrá miedo de mí, ¿verdad?
-- No. David te quiere mucho.
-- ¿Por qué no podemos comunicarnos entonces?
-- David está arriba.
La respuesta hizo que Mónica enmudeciera. ¿Por qué perdía el tiempo hablando con aquella máquina? ¿Por qué no subía las escaleras, sencillamente, y estrechaba a David entre sus brazos y hablaba con él como haría cualquier madre cariñosa con su hijo querido? Escuchó el silencio opresivo que reinaba en la casa, un silencio que surgía de cada estancia con un matiz diferente. En el piso de arriba, algo se estaba moviendo muy quedamente; era David, sin duda, intentando esconderse de ella...
Henry Swinton estaba llegando al final de su discurso. Los invitados seguían atentos a sus comentarios; los miembros de la Prensa, que llenaban dos paredes de la sala de banquetes, tomaban nota también de sus palabras y le sacaban fotografías de vez en cuando.
-- Nuestro sirviente será, en muchos aspectos, el producto de un ordenador.
Sin los ordenadores, no habríamos podido profundizar en el estudio de la complicada bioquímica necesaria para conseguir una carne sintética. El sirviente que hoy presentamos será también una extensión del ordenador, pues contendrá en su cabeza un ordenador microcomputerizado capaz de desenvolverse en casi cualquier situación que pueda encontrar en el hogar. Con algunas reservas, claro está.
Este último comentario fue acogido con risas, pues muchos de los presentes estaban al corriente del acalorado debate que se había producido en la sala de sesiones hasta adoptar la decisión final de dejar al sirviente asexuado bajo su impecable uniforme.
-- Resulta triste observar que, pese a todos los triunfos de nuestra civilización -- si, y también a pesar de los graves problemas que origina la superpoblación --, millones de personas padecen cada vez más de soledad y aislamiento. Nuestro sirviente será para ellas una bendición; él responderá siempre y no se aburrirá ni con la conversación más soporífera.
--Para el futuro tenemos en proyecto más modelos, masculinos y femeninos - ¡algunos de ellos sin las limitaciones de éste primero, se lo prometo! -, de un diseño más avanzado: verdaderos seres bioelectrónicos que no solo posean sus propios ordenadores, capaces de una programación individual, sino que estén integrados en la Red Mundial de Datos. De éste modo, cualquiera podrá disfrutar en su propia casa del equivalente a un Einstein. Entonces, el aislamiento personal quedará resuelto definitivamente.
Swinton volvió a su asiento entre aplausos entusiastas. Incluso el sirviente sintético, sentado a la mesa con un traje nada ostentoso, aplaudió satisfecho.
Con su carpeta escolar a rastras, David avanzó pegado a la pared exterior de la casa. Se encaramó al banco ornamental situado bajo la ventana de la sala de estar y se asomó con cautela al interior.
Su madre estaba en medio de la estancia. Sus facciones eran vagas y su inexpresividad asustó al pequeño; que la observó fascinado. Permaneció inmóvil, y ella también. El tiempo debía haberse detenido, como lo había hecho en el jardín.
Por último, la mujer se volvió y salió de la sala. David aguardó unos instantes y dio unos golpecitos en la ventana. Teddy miró a su alrededor, le vio, saltó de la mesa y se acercó a la ventana. Empleando sus zarpas, logró abrir ésta finalmente.
Los dos se miraron.
-- No soy bueno, Teddy. ¡Escapémonos!
-- David, eres un niño muy bueno. Y tu mamá te quiere mucho.
El niño movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa.
-- Si me quiere, ¿por qué no puedo hablar con ella?
-- No seas tonto, David. Mamá se siente sola. Por eso te tuvo.
-- Ella tiene a papá. Yo no tengo a nadie más que a tí y me siento solo.
Teddy le dio un amistoso cachete en el rostro.
-- Si tan mal te sientes, será mejor que acudas de nuevo al psiquiatra.
-- Ese viejo psiquiatra no me gusta. Me hace sentir como si no fuera real.
David echó a correr por el césped. El osito se subió a la ventana y le siguió tan deprisa como le permitían sus patas cortas y rechonchas.
Mónica Swinton estaba arriba, en el cuarto de juegos. Llamó a su hijo una vez y se quedó allí indecisa. Todo estaba en silencio.
Sobre el pupitre había varios lápices de colores. Siguiendo un súbito impulso, la mujer se acercó al mueble y abrió la tapa. En el interior había decenas de hojas de papel, muchas de ellas llenas con la torpe escritura de David a lápiz, cada letra de un color distinto a la precedente. Ninguno de los mensajes estaba terminado.
«Mi mamá querida, ¿cómo eres realmente, me quieres tanto como...?» «Querida mamá, os quiero mucho a tí y a papá y el sol está brillando...» «Querida queridísima mamá, Teddy me está ayudando a escribirte. Os quiero mucho a tí y a Teddy...» «Querida mamá, yo soy tu único hijo y te quiero tanto que a veces...»
«Mamá querida, tú eres realmente mi mamá y odio a Teddy...» «Querida mamá, adivina cuánto te quiero...» «Querida mamá, yo soy tu pequeñín y no Teddy y te quiero pero Teddy...» «Querida mamá, te escribo ésta carta solo para decirte cuánto, cuantísimo...
» Mónica dejó caer las hojas de papel y rompió a llorar. Las letras, con sus colores alegres e inexactos, se esparcieron por el suelo.
Henry Swinton tomó el expreso de vuelta a casa de muy buen humor y dirigió de vez en cuando la palabra al sirviente sintético que le acompañaba en el viaje. El sirviente le contestó con cortesía y precisión, aunque sus respuestas no siempre venían al caso para una mentalidad humana.
Los Swinton vivían en uno de los bloques de casas mas opulentos de la ciudad, a medio kilómetro sobre el nivel del suelo. Incrustado entre otras viviendas, su piso no tenía ventanas al exterior. Nadie deseaba ver el mundo exterior superpoblado. Henry abrió la puerta colocándose ante el portero automático que le identificaba por su retina y penetró en la casa seguido por el sirviente.
De inmediato, se vió rodeado por la grata ilusión de unos jardines en perpetuo verano. Resultaba sorprendente como el Holograma Total podía crear aquellos enormes espejismos en un espacio tan reducido. Detrás de sus rosas y glicinas quedaba la casa; el engaño era completo: una mansión georgiana parecía darle la bienvenida.
-- ¿Qué te parece? -- preguntó al sirviente.
-- A veces, las rosas padecen de puntos negros.
-- Estas tienen garantía de estar libres de imperfecciones.
-- Siempre es recomendable adquirir productos con garantía, aunque cuesten ligeramente más.
-- Gracias por la información -- replicó Henry seriamente. Las formas de vida sintética tenían menos de diez años de existencia y los viejos androides mecánicos, menos de dieciséis; los defectos de sus sistemas todavía estaban siendo pulidos año tras año.
Henry abrió la puerta y llamó a Mónica.
La mujer salió inmediatamente de la sala de estar y le echó los brazos al cuello, besándole ardientemente las mejillas y los labios. A Henry le sorprendió la acogida. Al apartarse un poco para observar su rostro, advirtió que Mónica parecía irradiar luz y belleza. Hacia meses que no la veía tan excitada e, instintivamente, la abrazó con más fuerza.
-- ¿Qué ha sucedido, querida?
-- ¡Henry, Henry...! Oh, querido, estaba desesperada.... Pero acabo de marcar el número del correo de la tarde y... ¡No te lo creerás! ¡Oh, es tan maravilloso!
-- Por el amor de dios, Mónica, ¿qué es eso tan maravilloso?
Henry alcanzó a ver fugazmente el membrete de la copia fotostática, aún húmeda al salir de la impresora, que la mujer tenía en la mano: Ministerio de Población. Notó que su rostro palidecía, embargado de pronto por la emoción y la esperanza.
-- ¡Oh, Mónica...! ¡No me digas que ha salido nuestro número!
-- ¡Si, amor mío, si! ¡Nos ha tocado la lotería de la paternidad de ésta semana! ¡Ahora podremos concebir un hijo inmediatamente!
Henry soltó un grito de alegría y los dos se pusieron a bailar por la sala.
La presión demográfica era tal que la reproducción tenía que quedar estrictamente controlada. Para tener un hijo era necesario el permiso gubernamental y la pareja llevaba cuatro años esperando aquel momento. Ahora, la pareja expresó su felicidad con unas lagrimas incoherentes.
Por fin, contuvieron su emoción entre jadeos y se quedaron en medio de la estancia riéndose mutuamente de la felicidad que animaba sus rostros. Al bajar del cuarto de David, Mónica había pulsado en su dial la orden de que los cristales opacos de las ventanas recobraran la transparencia, de modo que ahora podía contemplar la panorámica del jardín al otro lado. Una luz solar artificial bañaba el césped con un fulgor dorado... y David y Teddy aparecían allí fuera, contemplando a la pareja.
Al ver sus rostros, Henry y su esposa se pusieron serios.
--¿Qué haremos con ellos?--preguntó el hombre.
--Teddy no es problema. Funciona bien.
--¿David presenta algún defecto?
--Su centro de comunicación verbal todavía presenta problemas. Creo que tendrá que volver a la fábrica.
--Muy bien. Veremos que tal está antes de que nazca el niño. Y eso me recuerda que...Tengo una sorpresa para ti;¡una ayuda, justo en el momento en que resultará más necesaria!Ven conmigo al vestíbulo y te enseñaré lo que he traído.
Mientras los dos adultos desaparecían de la sala, el niño y el osito se sentaron bajo los rosales.
--Teddy...supongo que mamá y papá son reales, ¿verdad?
--Haces unas preguntas de lo más ridículas, David. Nadie sabe qué significa de verdad eso de "real". Vamos adentro.
--¡Antes voy a coger otra rosa!
David cortó una flor de color de rosa brillante y la llevó consigo a la casa. La colocaría en la almohada cuando se acostara. Su belleza y suavidad le recordaban a mamá.
FIN