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febrero 28, 2010
Por Arturo Uslar PietriCamina rápidamente hacia su final el siglo XX y es poco lo que puede ocurrir en los cortos años que le quedan que pueda alterar en algo su contradictoria, terrible y fascinante fisonomía.
En un tiempo fue usual ponerle nombres a los siglos, en un esfuerzo por definir su característica dominante. Se habló así del XVIII como el siglo de las luces, del XIX como el del progreso, del XV como el de los descubrimientos o del XII como el de la fe. Pero a éste tan vario en que vivimos va a resultar muy difícil encontrarle nombre.Ha sido, indudablemente, un siglo de inmensos progresos científicos y tecnológicos, en el que pasamos del ferrocarril a la aviación y a los vehículos espaciales. Ha sido, también el siglo en el que se penetró de la manera más asombrosa tanto en el territorio de la mente humana como en la composición de la materia y de la energía. Ha sido el siglo de los trasplantes de órganos y de la medicina antibiótica, y aquel en el que la creación artística e intelectual, en muchas formas, se hizo multitudinaria y abarcó todas las formas de la vida. Ha sido, igualmente, el siglo de la informática, de las máquinas que piensan y de la electrónica, con todas sus prodigiosas posibilidades, pero a la hora de buscarle un nombre no puede uno dejar de pensar en otros aspectos de inmensa monta.Ha sido, ciertamente y con títulos indiscutibles, el siglo de las guerras, desde las dos grandes conflagraciones mundiales, que sacrificaron decenas de millones de hombres, hasta las infinitas formas de guerra nacional o local, de violencia y terrorismo, que no tienen equivalente ni en su magnitud ni en sus consecuencias en toda la historia conocida. No han faltado estadísticas que han estimado que hasta 1990 han perecido, por efecto de la acción armada, más de cien millones de seres humanos. Ha sido también el siglo de las revoluciones, las más violentas y poderosas que la historia ha conocido. Para ello bastaría recordar la revolución rusa, la revolución china, la re-volución fascista y las infinitas formas de actitud revolucionaria que han proliferado en toda la redondez de la tierra. Violencia desatada y creación prodigiosa han ido juntas y no ha faltado quien señale que una buena parte del progreso científico se debe a las investigaciones con fines militares a las que los países poderosos han consagrado inmensos recursos.Por si faltara algo para confundir el panorama en este final de siglo, han desaparecido la guerra fría, la bipolaridad política y la amenaza del terror nuclear, que, en su momento, parecieron no poder cambiar sino por medio de una tercera y totalmente destructiva guerra mundial. El siglo, que comenzó con los grandes enfrentamientos ideológicos entre los totalitarismos y las democracias, termina, sorprendentemente, con la rápida liquidación de las ideologías dominantes.
No se puede olvidar tampoco que ha sido el siglo en que el crecimiento demográfico se ha convertido en un problema de primer orden. De mil millones de habitantes que tenía el planeta en 1900, nos estamos acercando a los ocho mil para el año 2000, que es una cifra aterradora porque la mayor parte de ese número creciente de humanidad, por una terrible fatalidad de las circunstancias, se da, precisamente, en los países más pobres y atrasados. Tal vez a la luz de tantos aspectos difíciles de conciliar, habría que pensar que el rasgo dominante que finalmente podría servir para definir la centuria es el de globalización. Los grandes problemas económicos, sociales y políticos han adquirido hoy, por primera vez en la historia, una innegable dimensión mundial. En el más estricto de los sentidos, no hay solución nacional para ninguno de ellos y es sólo a través de formas crecientes de cooperación internacional que podría llegarse a plantearlos en sus exactos términos y a encontrar las soluciones adecuadas y eficaces.