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febrero 07, 2010

Sólo una maniobra desesperada podía salvar la nave del trágico rumbo impuesto por los aeropiratas.
Por John DysonEL COMANDANTE Leul Abate inició la revisión previa al despegue, mientras su Boeing 767, de Aerolíneas Etíopes, resplandecía bajo el sol africano. El vuelo 961, un viaje de 12 horas de Addis Abeba a Costa de Marfil, iba a comenzar.
Abate, hombre de 42 años, nariz aguileña y bigote grande, inspeccionó los instrumentos del tablero superior. Aquel avión era su preferido. Al lado de Abate se encontraba el copiloto Yonas Merkuria, de 34 años, que estaba ansioso de volar con él.El avión llevaba 166 pasajeros de 35 nacionalidades. Entre los últimos que subieron, a bordo había tres jóvenes etíopes: uno, vestido con un overol de mezclilla y gorra de beisbolista, dijo llamarse Matheas Solomon; los otros dos se identificaron como Alemayehu Bekele y Sultán Nur Hussien. Era el 23 de noviembre de 1996. A las 11:09 de la mañana, el avión recorrió la pista con un rugido atronador y remontó el vuelo. Habían rebasado los 9500 metros de altitud, cuando se oyeron de pronto unos gritos:—¡Cállense y obedezcan!Encabezados por Solomon, los tres jóvenes corrieron por el pasillo hasta la cabina de mando y abrieron la puerta de un empellón. Bekele llevaba las manos enguantadas, y dentro de uno de los guantes se veía un bulto del tamaño de una pelota de tenis.—¡Los vamos a matar! —gritó Hussien, cogiendo de la pared un hacha para casos de incendio.Al ver que la emprendían a puñetazos con Merkuria, Abate alzó las manos en señal de rendición.—Haremos lo que quieran —dijo—, ¡pero no lo lastimen!—¡Largúese! —bramó Hussien, al tiempo que arrojaba al copiloto fuera de la cabina y cerraba de un portazo.Sin que los piratas se dieran cuenta, Abate cambió la señal del radiofaro respondedor a 7500, la alerta de secuestro. También pulsó el botón del radio y dijo en voz baja:—Nueve seis uno: secuestrado.El piloto de otro avión respondió que estaba enterado. El mundo conocía ya la situación.Y también la conocieron los pasajeros cuando Solomon anunció por los altavoces:—Hemos tomado el control del avión e iremos a otra parte. Tenemos una bomba y estamos dispuestos a usarla. No nos da miedo morir.—¿Qué quieren? —preguntó Abate en tono sereno.—Ir a Australia —contestó Solomon—. Cambie el rumbo.—¡Australia! Son nueve o diez horas de vuelo, o más. ¡Es imposible!—¡A Australia, o volamos el avión! —replicó Solomon enfurecido.—Mire —dijo Abate señalando los indicadores del combustible—: nos quedan 14 toneladas, y el avión consume cinco por hora. No nos alcanza.Solomon salió un momento de la cabina y tomó una revista de la aerolínea.—¡Mentiroso! —gritó, señalando una página con fotos de la flota de la compañía, y leyó en voz alta—: "El Boeing 767 tiene un alcance de 8000 kilómetros y 11 horas de vuelo".—Eso es cuando los tanques están llenos —explicó Abate—, pero nosotros no los llenamos al salir. Mire los indicadores.—¡Usted obedezca! —insistió Solomon—. No nos importa morir.—Como quiera —dijo Abate, y cambió el rumbo hacia Kenia.El objeto que uno de los piratas llevaba dentro del guante no parecía una granada, pero el comandante no quería arriesgarse.Además, la política de la compañía era clara: no oponer resistencia a los secuestradores ni intentar someterlos, aunque ello pareciera factible.Conservar la calma y cooperar era el camino más sensato. Ya había dado resultado y podría volver a darlo, concluyó Abate. Nadie, por loco que estuviera, intentaría atravesar el océano índico sin suficiente combustible.Al entrar en el espacio aéreo keniano, el piloto anunció por radio que iban a ir a Australia.—Confirme que tiene combustible —le pidió un controlador aéreo.—Negativo. Sólo nos queda para dos horas y media.—Espere —dijo el controlador y, tras una apresurada consulta con la policía, agregó—: Puede aterrizar en Mombasa para repostar y se le permitirá despegar en seguida. Los secuestradores no tienen nada que temer.Éstos escucharon el mensaje porque Abate había conectado un altavoz al radio, pero por toda respuesta Solomon le arrancó el juego de audífonos y micrófonos y apagó el altavoz.A la una de la tarde, Abate viró hacia el sur, siguiendo la línea blanca de las olas que bañaban la costa africana. Cuando los secuestradores se percataran de lo que había hecho, tendría que encontrar una pista de aterrizaje. Adelante estaba Mozambique, Madagascar al este y, entre ambos, el diminuto archipiélago de las Comoras.—¿Por qué quieren matar gente inocente? —preguntó Abate.—Queremos que el mundo nos conozca —contestó Solomon—. Vamos a hacer historia.Abate se estremeció. Sí que están locos, pensó. ¡Lo de Australia va en serio!Entonces Solomon se dio cuenta de que iban sobrevolando la línea costera.—¿Por qué sigue la costa? —exclamó, encolerizado—. ¡Vire!Abate puso rumbo al este, hacia alta mar. Ya sólo les quedaba combustible para unos 450 kilómetros, ni siquiera la mitad de la distancia que los separaba de Madagascar.
UNA MANCHA azul oscuro apareció en el horizonte. Era la Gran Comora, principal isla del archipiélago.
Con la esperanza de hacer entrar en razón a los secuestradores, Abate tamborileó con un dedo sobre los indicadores de combustible y dijo:—¡Nos queda media hora de vida!Enfurecido, Solomon le pegó en la cabeza con una botella de whisky que llevaba en la mano.—¡Cállese la boca! —rugió.Aguantando el dolor, Abate contempló la costa. ¡Ahí está! ¡Gracias a Dios!, se dijo al ver un aeropuerto.Abate estaba en un grave dilema. ¿Debía seguir obedeciendo a los secuestradores? No, aquello ya era demasiado; prometiéndose no ir más lejos a pesar de todas las amenazas, el comandante empezó a ejecutar un amplio viraje.—¿Por qué vira? —gritó Solomon.—Porque se nos está acabando el combustible.—No importa. ¡Siga adelante!Abate miró los indicadores y la sangre se le heló en las venas. El tanque de la derecha ya estaba vacío.En eso la nave se ladeó hacia ese lado: el motor derecho se había parado, y al izquierdo pronto le ocurriría lo mismo.Abate anunció por el micrófono:—Nos hemos quedado sin combustible. Uno de los motores ya no funciona, y dentro de poco también el otro dejará de funcionar. Intentaré hacer un aterrizaje forzoso.Entre gritos y llantos, los pasajeros empezaron a ponerse los chalecos salvavidas. Merkuria y una sobrecargo los ayudaron a prepararse para la colisión. Entonces el avión volvió a ladearse: el segundo motor se había parado. De pronto no se oyó nada, salvo el susurro del aire que rozaba la nave.Abate pilotaba un pesado planeador. Sin energía eléctrica, los mandos se pusieron muy duros. Era imposible subir los alerones para aminorar la velocidad, pero aun así el piloto enfiló hacia la pista.—¡No vaya ahí! —exclamó Solomon, ebrio de whisky.Y apoderándose de los controles, desvió el avión.Con una maniobra rápida, Abate impidió una estrepitosa caída y la muerte segura de todos, pero al hacerlo se desvió aún más de la pista y se dirigió otra vez hacia alta mar.Entonces, inexplicablemente, Solomon dejó de dar batalla.Sin embargo, se encontraban ya a 30 kilómetros de distancia de la costa. Cuando Abate volvió a enfilar hacia la isla, el avión perdió la altitud que necesitaba para llegar a la pista. El comandante comprendió que tendría que descender en el agua.Al sobrevolar la isla había visto una playa con un hotel, y hacia allá se dirigió.
CUANDO SOLOMON volvió a abrir la puerta de la cabina y se asomó, Merkuria estaba preparado.
—Debo ayudar al capitán —dijo en tono firme.—Él no lo necesita —repuso el maleante blandiendo el hacha.Sin hacerle caso, Merkuria entró en la cabina de mando, ocupó su asiento... y se quedó paralizado de espanto al mirar por el parabrisas.El Boeing 767 iba volando a 370 kilómetros por hora y a sólo 45 metros de altura sobre el agua. En ese momento Solomon volvió a meter la mano en los mandos.—¡Por el amor de Dios! —le gritó con desesperación Merkuria mientras nivelaba el avión—. ¡Déjenos hacer esto a nosotros!Solomon retrocedió y los dos pilotos se prepararon para la única maniobra que les quedaba: amarizar.Abate suponía que debía intentar que el avión se deslizara sobre la superficie del mar hasta detenerse, como un esquiador acuático cuando se suelta de la cuerda que lo arrastra. Sin embargo, la falta de alerones los obligaría a ir a una velocidad 145 kilómetros por hora mayor de lo normal.Pilotando otra vez como equipo, Abate y Merkuria levantaron un poco la nariz del aparato para perder velocidad. Ésta se había reducido ya a 315 kilómetros por hora.—¡La estamos tocando —exclamó Merkuria al ver que la punta del ala izquierda rozaba el agua.—¡Vamos, arriba! —le dijo Abate a su nave.El aparato empezó a deslizarse sobre el agua levantando una inmensa cortina de espuma.Desde la playa, un turista fotografió en vídeo los últimos segundos del vuelo 961: el motor izquierdo chocó contra una ola, haciendo que el ala se hundiera, y luego se desprendió. El fuselaje describió entonces un semicírculo sobre el agua y la cola se dobló. El ala derecha se elevó hasta quedar en posición vertical, y el avión se perdió de vista en una explosión de espuma.AL SUBIR a una lancha salvavidas, Merkuria miró en torno suyo en busca de Abate. Al cabo de medio minuto lo vio salir a flote tosiendo, con el rostro surcado de sangre debido a una descalabradura que había sufrido.
—¡Aguante! —le gritó Merkuria.Minutos después, en la lancha que los llevaba a tierra, el copiloto le comprimió el pecho al comandante para sacarle el agua de los pulmones. Vivirá, se dijo cuando llegaron a la playa.Unos médicos que estaban de vacaciones se pusieron a atender a los heridos conforme eran llevados a la costa, pues, milagrosamente, sobrevivieron 46 pasajeros y cuatro de los nueve tripulantes. Por desgracia, hubo 125 muertos. Entre éstos se contaban los tres culpables de la tragedia.Abate y Merkuria se reincorporaron al trabajo poco después. El 23 de octubre de 1997, el comandante Leul Abate recibió un reconocimiento del Gremio de Pilotos y Aeronautas "por haber contribuido de manera sobresaliente a salvar vidas humanas". El comandante Clive Elton, ex maestro del gremio, expresó: "Fue un extraordinario acto de valentía y pericia que salvó muchas vidas".