¿ME RECORDARA MI CEREBRO?
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febrero 07, 2010
CONDENSADO DE I WANT TO THANK MY BRAIN FOR REMEMBERING ME: A MEMOIR. ©1966 POR JIMMY BRESLIN, PUBLICADO POR LITTLE, BROWN AND CO., DE NUEVA YORK. FOTO: © DARRYL ESTRINE/OUTLINE.La operación podía salvarme la vida, pero también podía acabar con mi carrera.
Por Jimmy BreslinCIERTA MAÑANA, EN PHOENIX, Una enfermera entró en mi cuarto y me saludó.
—¿Cómo está?—Quisiera tomar un poco de café.—No puede beber nada si lo van a operar del cerebro —me dijo.Me dio un par de medias elásticas, que sirven para evitar la flebitis. Cuando me las estaba poniendo llegaron mi esposa, Ronnie, y mi hija Rosemary.—¿Qué dicen los diarios? —les pregunté. Se me quedaron viendo—. Está bien —repuse—. Yo soy la noticia hoy.Perdí un poco la serenidad cuando empecé a preocuparme por lo que pudiera ocurrirle a la región anterior de mi cerebro, donde reside la capacidad de escribir.Soy columnista de un diario neoyorquino; tengo 67 años y jamás he trabajado en otra cosa que no sea el periodismo. No quería ni pensar en que no pudiera volver a escribir.MI VÍA CRUCIS comenzó un día al salir hacia la oficina. Tenía caído el párpado izquierdo, estaba viendo doble y me dolía el lado izquierdo de la cabeza.
Los análisis mostraron que esto se debía a una elevada concentración de glucosa en la sangre, pero una imagen del cerebro obtenida mediante resonancia magnética reveló que había otro problema: un aneurisma. Yo no sabía muy bien qué era eso, pero el especialista me explicó que se trata de un globo formado por una dilatación de las paredes de una arteria, que con el paso de los años se va llenando de sangre. Cada latido del corazón hace que la sangre ejerza presión sobre una pared arterial que se va adelgazando. Un día el aneurisma se revienta, y el resultado es otro cadáver en el depósito o un cuerpo inconsciente en la sala de urgencias de un hospital.Fui a ver al doctor Richard Bergland, director de neurocirugía del Hospital Beth Israel de Manhattan, quien estudió una angiografía de mi cerebro. La imagen mostraba un círculo oscuro formado por vasos sanguíneos. Del lado derecho había una maraña de venas, pero el izquierdo es-taba completamente en blanco.Algo llamado arteria comunicante anterior conecta los vasos del derecho con los del hemisferio izquierdo. Mi aneurisma crecía exactamente a la mitad de esta arteria.—Esto no me gusta nada —comentó Bergland mirando la imagen—. Se aprecia una pequeña burbuja en el aneurisma; allí es por donde se va a reventar.—¿A quién cree que debería consultar? —le pregunté.—Vaya a ver a Spetzler, a nadie más. ¿Puede tomar un avión a Phoenix hoy mismo?—¿No hay otro médico en Nueva York? —pregunté.—Le conviene ir con el más experimentado. Robert Spetzler ha operado miles de aneurismas.Llegamos a Phoenix la tarde del 21 de noviembre de 1994 bajo un sol brillante, y tomamos un taxi al consultorio de Spetzler.Una vez allí, Ronnie y yo nos sentamos en unas sillas y Rosemary en un taburete. El médico abrió la puerta y entró caminando de prisa.Llevaba puesta la tradicional indumentaria quirúrgica. Sus brazos eran grandes y fuertes, y estaban bronceados por el sol. Tenía las manos largas y hermosas. Era una persona agradable y de mirada bondadosa, pero imponía respeto.Yo había leído algo sobre él. Spetzler, que a la sazón tenía 50 años, vivía en Phoenix y allí había fundado el Instituto Barrow de Neurología.Después de informarme de que un colega suyo de Nueva York le había presentado mi caso, me preguntó:—¿A qué se dedica usted?Incapaz de contenerse, mi esposa metió su cuchara:—¡Mi marido es ganador de un Premio Pulitzer!Hasta entonces, ninguno de los dos había mencionado el premio. Cuando Spetzler vio la mirada de pasmo que le lancé a mi mujer, dijo:—Tenemos que hablar de esto. Si usted es escritor, hay que tomar eso en cuenta. Sus habilidades provienen de ciertas regiones del cerebro. Si se ganara la vida de otra manera, tendríamos que pensar en forma diferente.De modo que si yo fuera empleado de mudanzas y hubiera que elegir entre la movilidad del hombro y la corrección gramatical, estaría empujando un piano y diciendo "entre tú y mí".Más tarde, en mi cuarto del hospital, le pregunté a mi mujer:—¿Y si no puedo volver a hilar tres palabras?—No digas tonterías —respondió.Un sacerdote entró en el cuarto para preguntarme si se me ofrecía algo, y empezó a rezar en voz alta. Nos pusimos de pie junto a él. Mi hija y mi esposa me dieron las buenas noches con un beso y me dijeron que me verían por la mañana. Eran las 8 de la noche, y faltaban unas diez horas para la operación.Cuando me quedé solo miré por la ventana la calle desierta y empecé a examinar mi conciencia. ¿Alguna vez me había detenido a ayudar a mi prójimo? No lo sabía. No era ocioso preguntármelo, dado que podía morir y tener que rendir cuentas.22 DE NOVIEMBRE, 9:20 de la mañana. Paciente despierto y alerta. No presenta señales de angustia. Enfermera encargada de preparar al paciente para la operación: Daría Pacheco.
—Me da gusto verlo tan bien —me dijo la enfermera mientras me llevaban en camilla al quirófano.Me insertaron una aguja en el brazo y empezaron a administrarme un tipo de Valium de acción rápida y efecto prolongado. Poco después yacía inconsciente. No era más que un cuerpo al que iban a operar del cerebro.Los detalles que se presentan a continuación provienen de 501 páginas de notas que tomaron las enfermeras y los médicos, y de su extraordinaria memoria.La operación a la que me sometieron se llama "craneotomía del pterión derecho con sujeción de aneurisma de la arteria comunicante anterior". El pterión es una prominencia del cráneo que separa las regiones anterior y media del cerebro.En la mesa de operaciones me cubren con un material esponjoso de color azul semejante al que recubre el interior de los cartones de huevos. Me insertan unos catéteres intravenosos en el brazo y en el cuello, y con un marcador azul me trazan una línea a lo ancho de la parte superior de la frente.El cuero cabelludo tiene cinco capas: piel, tejido conjuntivo, aponeurosis, tejido conjuntivo laxo y pericráneo. Una vez hecha la incisión, unas manos enguantadas toman cuidadosamente la piel, como si fuera papel de envoltura, y la bajan hasta que me cubre los ojos.La cara que había visto los rostros de mis hijos ha desaparecido; soy una calavera viviente. Dentro, en la parte anterior del cerebro, aguarda un aneurisma como si fuera un arma cargada.De pie ante la mesa de operaciones, Spetzler sostiene un taladro montado en el extremo de una manguera verde. El taladro, llamado Midas Rex, parece una estilográfica pesada y gira a 75.000 revoluciones por minuto. Es tan rápido que pulveriza el hueso del cráneo en lugar de reducirlo a esquirlas que pudieran incrustarse en el cerebro. El polvo se elimina con agua y es absorbido por una manguera.Spetzler hace un orificio pequeño en la parte superior del cráneo. Así empiezan los neurocirujanos: como si pescaran en hielo. El hueso tiene entre uno y tres centímetros de espesor. El zumbido de la máquina cesa a los 20 segundos. Los médicos cambian la broca por otra que sierra debajo del cráneo. El taladro tiene un tope de profundidad que rodea la broca e impide que ésta penetre más allá del hueso.El zumbido empieza de nuevo y Spetzler corta un óvalo de 7,5 centímetros de ancho por 10 de largo en el cráneo. Levanta el pedazo de hueso de color marfil, lo pone sobre la mesa y lo cubre con una gasa esterilizada.El cerebro está recubierto por dos membranas principales o meninges: la duramadre, que es la más externa, fibrosa y gruesa, y la piaracnoides, membrana delgada que cubre directamente el cerebro. Debajo de la piaracnoides hay un fluido que un ayudante succiona para darle a Spetzler espacio para operar.Unas líneas rojas que corren por la superficie rosada del cerebro son las arterias que lo alimentan. El cerebro en sí no experimenta dolor. Si se le enterrara un puñal, no sentiría nada; pero si el médico tocara por error una de sus arterias, el paciente podría olvidar capítulos enteros de su vida.A continuación, Spetzler mira a través de un gran microscopio. El diseño de éste está inspirado en la industria del armamento, donde las armas pesadas son movidas por una sola persona mediante un dispositivo para hacer contrapeso. El cirujano sostiene el mismo tipo de dispositivo entre los dientes mientras mueve el pesado microscopio.En la mano izquierda tiene un mango de plata con una hoja retractora, semejante a un cuchillo para mantequilla. Spetzler separa suavemente con este instrumento los lóbulos del cerebro.Sus manos le dicen cuánta presión debe ejercer. La tensión aumenta, y él las deja completamente quietas. Un neurocirujano puede conocer todo acerca del cerebro, pero durante una operación, cuando está en el umbral mismo de la vida, cualquier movimiento en falso puede significar el final de su carrera... y del paciente.Spetzler debe cauterizar temporalmente todos los vasos que transportan sangre al aneurisma, pues si éste se llegara a romper, la sangre saldría a una velocidad aterradora. Para hacerlo emplea un fórceps de electrocauterización, instrumento similar a unas pinzas provisto de mangos de plástico morados y dos hojas. Cuando junta las hojas se produce una corriente eléctrica, y todo lo que hay en medio se quema y se cauteriza.Hay cuatro vasos grandes y varios pequeños que es preciso identificar inmediatamente. Algunos son tan pequeños que a simple vista parecen carecer de importancia, pero si el médico los tocara por error, podría destruir el cerebro y el cuerpo del paciente.Spetzler busca el nervio óptico, que a través del microscopio tiene el aspecto de una estructura nacarada. Si lo dañara, su paciente se quedaría ciego de inmediato.Usando el nervio óptico como punto de referencia, comienza a buscar la arteria carótida, que en el microscopio se ve del grosor de un tubo de desagüe. Una vez que la identifica, la sigue hasta localizar la arteria donde está el aneurisma.Spetzler observa una cavidad oscura a través del microscopio. Aun con toda su experiencia, deja caer los brazos y exclama:—¡Santo cielo!El aneurisma tiene dos cabezas, cada una de las cuales es como un globo a punto de reventar. El cirujano va a tratar de desactivar una bomba que puede estallar en cualquier momento.El aneurisma está asimismo recubierto de vasos capilares. Uno de ellos se enrosca como serpiente hasta la región del cerebro donde reside el habla y la capacidad de escribir. En este momento, mi don de la palabra pende de un hilo.Al llegar a este punto, Spetzler dice:—Guarden silencio, por favor. No hablen a menos que sea absolutamente necesario. Gracias.Después entra en una especie de trance. Todo su cuerpo se queda inmóvil; su concentración es total.Toma una diminuta pinza de titanio que se cerrará con fuerza en torno del cuello del aneurisma, la parte donde se une a la arteria. El problema es que este aneurisma no tiene cuello. Su cuerpo es tan ancho como las dos cabezas. Spetzler no tiene donde poner la pinza.De buenas a primeras, el aneurisma se dobla por la acción de la sangre que se arremolina en su interior. En este momento Spetzler tiene que recurrir a toda su habilidad y experiencia. Lo que yo necesito ahora es un médico que tenga absoluta confianza en su pericia. ¿De qué me serviría un neurocirujano que dijera modestamente: "Creo que puedo hacerlo. Lo voy a intentar"Durante dos horas y media, el cirujano trabaja con manos que parecen estar congeladas. Son apenas perceptibles los movimientos de sondas, aspiradores y escalpelos que trabajan para cambiar la forma del aneurisma. Finalmente, con un giro de la muñeca, Spetzler coloca la pinza, la cual, al cerrarse, estrangula el globo.El médico inserta una aguja en la protuberancia y succiona la sangre. Alrededor de la pinza se colocan unos pedacitos de algodón para que cicatricen los tejidos y se fortalezca la pared externa de la arteria. El aneurisma ha desaparecido.Spetzler toma el pedazo de cráneo y lo coloca de nuevo en su sitio, como si fuera el último ladrillo de un muro.Eso es todo. El médico se endereza y dice:—Muchas gracias.Luego sale del quirófano y se dirige a su consultorio, mientras otro cirujano comienza a suturarme.22 DE NOVIEMBRE, UNA DE LA TARDE.
El paciente acaba, de ingresar en la sala de recuperación. No responde a estímulos verbales ni físicos. Anne DuSault.No moví un músculo hasta bien entrada la tarde del 23, cuando el famoso cirujano Spetzler entró en la sala y me miró. Me preguntó cómo me llamaba.—J. B., el número uno —respondí.Me preguntó en qué ciudad estaba.—En Topeka —dije.Cuando se lo comunicó a mi esposa, quien aguardaba fuera, ella dijo:—Así estaba cuando vinimos aquí.Los siguientes dos días estuve consciente sólo a ratos. Cuando me hallaba medio despierto me atormentaba la angustia. Sabía que ese día, el que fuera, no había escrito mi columna. Pero la memoria me fallaba. Hablaba arrastrando las palabras. Si le había pasado algo al centro de lenguaje de mi cerebro, yo estaba acabado.Unos días después de la operación pasé dos días tratando de escribir una columna. Tomé un cuaderno y una pluma y, con un esfuerzo que me dejó agotado, redacté algunos párrafos. Al día siguiente escribí un poco más. Mi esposa capturó todo en una computadora. Cuando me lo mostró, me pareció escrito en croata.Me sentí desolado. Pero entonces reaccioné y me dije: Si me doy cuenta de que esto es malo, todavía puedo pensar con lucidez suficiente para hacerlo bien.Decidí volver a intentarlo. El tema era mi operación del cerebro. Me tardé un día y medio, pero redacté la columna y quedé satisfecho con los resultados. Llamé al periódico y la dicté por teléfono. De pronto noté que no se me olvidaban las palabras ni las arrastraba. Colgué el auricular lleno de júbilo.1 DE DICIEMBRE, 12:30 DE LA TARDE.
Estado del paciente: muy estable. Darlo de alta.El cuarto del hotel estaba en la planta baja y tenía una puerta que daba a una terraza. El sonido del agua que brotaba de una fuente llegaba hasta la habitación.Yo podía oírlo y describirlo. En ese momento quise darle las gracias a Dios por dejarme vivir y conservar intactas todas mis facultades. Quiero, asimismo, darle las gracias a mi cerebro por recordarme.