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Un esposo agradecido lo confiesa todo
CUANDO TERMINO de estrujar el tubo de dentífrico para sacarle ese último residuo que se niega a salir —y que no alcanza más que para cepillarse un diente—, miro en el armario del baño para ver si por casualidad hay un tubo de repuesto. Pienso que tal vez Mary, mi mujer, previó este momento y compró alguno.
Cuando era yo soltero, usaba toallas de papel en vez de servilletas de tela. Me parecía que eran iguales, sólo que dobladas de distinta manera. ¿Para qué comprar servilletas de verdad si puede uno conseguir un gigantesco rollo de papel por mucho menos dinero?
Hoy llevo una vida más regalada; por ejemplo, tenemos lociones. Cuando era soltero en mi casa no había líquidos viscosos; había cerveza y refrescos. En invierno se me resecaba la piel y me daba comezón, sobre todo en la espalda; para quitarme la molestia tenía que restregarme contra el marco de una puerta. Ahora, Mary me da friegas de loción en la espalda. Tiene una extensa va-riedad de lociones.
He aquí algo que nadie quiere admitir: gozar de demasiada libertad es una carga. Vivimos en un mundo de incontables opciones. Los solteros constantemente se ven obligados a proponerse cuál será su siguiente hazaña. Un hombre casado, en cambio, sabe con exactitud lo que va a hacer cada día: llegar a casa luego de terminar la jornada honradamente, abrazar a su mujer y a sus hijos, y arrellanarse en el sofá a ver la tele.
Dos de mis amigos expresaron lo mismo cuando les pregunté por los placeres del matrimonio: sus esposas se ocupan de llenar los formularios del seguro médico. Si por ellos fuera, pagarían siempre el costo total de las consultas porque no tienen ni la astucia ni la paciencia que hacen falta para los trámites.
La vida sexual de los casados a veces se vuelve desordenada, por no llamarla escandalosa. Esto es bueno. Mary y yo llegamos a estar tan pocas veces a solas en casa (la presencia de nuestras tres hijas es constante), que cuando por fin se nos presenta la ocasión no resultamos un espectáculo muy bonito: los vecinos han visto salir humo por nuestras puertas y ventanas. Y eso cuando apenas nos estamos desvistiendo.
No es indispensable estar casado para tener hijos. Sé que millones de hombres y mujeres solteros hacen un trabajo admirable como padres, pero si yo tuviera que criar solo a mis hijas, usarían la misma ropa hasta que se deshilachara; además, llegarían a los 12 años sin haber probado nunca una fruta.
Una de las peores cosas de ser soltero es el narcisismo. Me alegra decir que ya no me obsesiona ese ser que soy por azares del destino. Ahora tengo a Mary y a nuestras hijas, y por ellas daría la vida. Son criaturas misteriosas con las que comparto sentimientos y emociones; sus alegrías son las mías, al igual que su dolor. Cuando mi hija mayor aprendió a andar en bicicleta, fue como si yo también lo estuviera haciendo.
Un hombre casado sabe que hay alguien en el mundo que lo conoce bien. David, un amigo mío que, al igual que yo, lleva diez años de casado, dice que los varones no entablan amistad como las mujeres.