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febrero 07, 2010

Una vez al año, gente venida de todos los rincones de la estepa de Mongolia confluye en las cercanías de Ulan Bator para celebrar el Naadam, el festival nacional de la convivencia.
Por Renée OostdijkEL SOL BRILLA en todo su esplendor cuando mi socio, Hans, mi hija, Valka, y yo aterrizamos en el aeropuerto de Ulan Bator, la capital mongola, un día de fines de junio de 1993. La descuidada pista y el derruido edificio que aloja la sala de llegada confirman la impresión de decadencia y pobreza que nos ha causado esta ciudad de más de 600.000 habitantes cuando la veíamos desde el aire. Los demás pasajeros, en su mayoría hombres de fisonomía mongola vestidos con impecables trajes occidentales, no encajan con la imagen de rusticidad que tenemos del país. ¿Acaso ya no existen aquellos nómadas que cabalgaban por las estepas, símbolos vivientes de la libertad?, empezamos a preguntarnos. Pero al entrar en la sala de llegada comprendemos de un vistazo que nos encontramos en la antigua Mongolia: el recinto está atestado de hombres y mujeres ataviados con la chaqueta típica de los jinetes mongoles, hecha de terciopelo de vivos colores, y con botas de montar y fajas aún más vistosas. Charlan a grandes voces, y sus rostros, bronceados y curtidos por la intemperie, se vuelven a mirarnos y nos sonríen. Llevo apenas cinco minutos en este país y ya me siento como en casa.
—¡Sain! ¡Sain bei noel —dice mi anfitrión, un mongol delgado de nombre Biambaa, mientras se nos acerca con los brazos abiertos y nos estrecha como si fuéramos viejos amigos—. ¡Bienvenidos a Mongolia! ¡Tienen que aspirar los aromas del país cuanto antes y sentir el espacio!Sin perder más tiempo, nos conduce a grandes trancos hasta el jeep en que nos llevará a casa de su hermano Erdene, que vive, a la usanza de los nómadas, en una enorme tienda de campaña de fieltro cerca de Bur Nur (el lago Negro).Biambaa tiene 50 años y, después de vivir nueve en el extranjero, se ha establecido en Ulan Bator, donde trabaja como intérprete. Le dijo adiós a la vida errante, mas no por ello ha dejado de amarla, y no desaprovecha la oportunidad de visitar a su hermano, que sigue siendo nómada y vive en la estepa con su familia. En esas ocasiones, Biambaa monta su caballo como si nunca hubiera dejado aquella vida, y al ver a los hijos varones de Erdene (Hangai, de 12 años, y Munjtur, de 7), espera que perpetúen el estilo de vida de su padre.ACOGIDA CALUROSA
Hace un año y medio que Biambaa estuvo en Holanda, mi país. Como a los dos nos apasionan los caballos, nos hicimos amigos en seguida, y cuando se fue me hizo prometerle que sería huésped suya y de su hermano en el Naadam, el festival mongol de la convivencia, que se celebra en julio en un extenso valle de las inmediaciones de Ulan Bator.
Ahora Biambaa va sentado junto a mí, al volante de su jeep, viéndoselas negras para no caer en los baches de que están sembradas las calles de la capital. La estepa aparece ante nosotros de buenas a primeras, en cuanto pasamos los edificios de departamentos y los complejos industriales. Me quedo hipnotizada ante el ondulante paisaje de prados verdes y piedras grises que se extiende hasta el horizonte. Aspiro el perfume del blanco pie de león y el rosado tomillo, y contemplo la interminable vastedad del panorama.Después de otros 100 kilómetros de recorrido llegamos a la tienda de Erdene. Alrededor de ella pastan ovejas, vacas y caballos que no se dan por enterados de nuestra presencia. Un perro se nos acerca ladrando, pero Erdene sale a la puerta y lo ahuyenta. Este hombre pequeño, nervudo, nos observa detenidamente con sus ojos castaños y luego nos saluda poniéndose la mano sobre el corazón. Su mujer, Tsetsegee, su hija, Oeltsjie, de 17 años, y sus dos hijos varones hacen el mismo ademán.—Pasen —nos invita Tsetsegee, alisándose la hermosa chaqueta azul.LA VIDA ERRANTE
La tienda resulta ser más grande de lo que nos imaginábamos y no está dividida en compartimientos. Hay algo hirviendo en una enorme olla sobre la estufa, que está situada en medio del recinto. Junto a la entrada cuelgan aparejos de montar y tiras de carne seca. Erdene nos ofrece asiento en las camas, que están colocadas contra las paredes laterales, y nos entrega sendos tazones de airak, leche de yegua fermentada. El refrescante sabor de esta bebida, ligeramente alcohólica, es una grata sorpresa para mí. Tsetsegee mató un carnero en nuestro honor y lo ha cocido en la olla con todo y las visceras.
—Ésta es la comida de la estepa —explica Erdene—. Pura y saludable.No me gusta el sabor de un guiso tan sencillo, pero mi apetito es mayor que el disgusto y me sirvo otra porción. El único que no come con nosotros es Hangai porque, como nos explica su padre, va a competir en la carrera de caballos del Naadam y está a dieta: cuanto más ligero el jinete, más rápida la montura.Ya casi es de noche cuando salimos a conocer al Pinto, el caballo que Hangai montará en la carrera. Lo han cubierto con una enorme manta de fieltro. Erdene nos explica que esto es necesario para que sude profusamente y elimine la mayor cantidad de grasa posible, pues en la carrera tiene que ser todo músculo; cualquier gramo de más podría costar muy caro a la hora de llegar a la meta. La preparación para la carrera es muy dura, lo mismo para el jinete que para el caballo, pero a Hangai no le faltan los bríos que se necesitan para superar esta prueba de virilidad.Hans, Valka, Biambaa y yo salimos a dar largos paseos a caballo para experimentar la intensa sensación de libertad de este pueblo mientras Erdene y su familia se ocupan de los preparativos del festival. Oeltsjie hace bortsoks, unas nutritivas galletas para el viaje, y Tsetsegee cose una chaqueta amarilla para Hangai a la luz de una lámpara de aceite; quiere que su hijo luzca sus mejores galas el día más importante de su vida. En cuanto a Erdene, se pasa horas enteras entrenando al chico y al caballo. Con tanto ajetreo y bullicio, el Naadam se va envolviendo ante nuestros ojos de un halo de magia.EL FESTIVAL
Tras una semana de viaje a lomo de caballo, llegamos el 9 de julio, víspera de la inauguración del Naadam, al valle donde ha de celebrarse. Miles de personas ya están instaladas aquí con sus caballos para participar en el festival, que dura tres días. Sin embargo, en ningún momento siento que estemos apiñados. Erdene y Biambaa nos llevan por entre la infinidad de tiendas del campamento, hechas de coloridos lienzos, y por entre las hogueras en que guisa la gente y nos van presentando a sus amigos y parientes. Ataviados con sus más hermosas chaquetas de montar —moradas, rojas o azules—, galones dorados y fajas de seda, todos parecen reyes. Por doquier vemos grupos pequeños de personas que conversan, comen, beben y ríen. En cumplimiento de una tradición que tiene siglos de antigüedad, los mongoles nómadas se reúnen en el Naadam para divertirse y disfrutar de la compañía de los demás. El sentido de unidad es muy intenso, pero muchos también han venido atraídos por la idea de poner a prueba su fuerza y su destreza en los torneos de lucha, tiro con arco y equitación.
Erdene y Biambaa nos llevan casi a rastras a todas partes. La mañana del 10 de julio nos unimos a los espectadores del concurso de tiro con arco. Me embelesa la elegancia con que maneja el arco una atlética concursante que está vestida con una chaqueta de montar roja. Toma una flecha del carcaj que lleva a la espalda, tensa la cuerda y con absoluta concentración apunta a una hilera de bolas de fieltro, envueltas en piel, que hay en el suelo a 60 metros de distancia. Con una rapidez que me impide seguir la flecha con la vista, dispara y da en el blanco. Luego toma otra flecha, vuelve a apuntar, entrecierra los ojos, se concentra en el objetivo y dispara. ¡Esta vez da en el centro del blanco! Se ha ganado un sitio en el concurso principal, que se celebrará mañana.Ya en los días de Gengis Kan, el legendario fundador del imperio mongol a quien una asamblea de jefes de tribu reconoció incondicionalmente como soberano en 1206, el Naadam se llevaba a cabo cada verano. De todos los rincones del imperio, que gracias a las conquistas de Gengis llegó a extenderse desde el mar de China hasta el río Dniéper y desde el golfo Pérsico hasta el océano Ártico, miembros de las diversas tribus mongolas se reunían cada año en Karakorum, la desaparecida capital imperial, para poner a prueba su fuerza y su valor. Los guerreros del kan eran diestros jinetes, acertados arqueros y valientes luchadores que desconocían la derrota. De hecho, sólo encontraban adversarios dignos entre los de su propio pueblo, y el Naadam les brindaba la mejor ocasión para entablar verdaderas batallas.Al principio, la práctica de los tres deportes estaba reservada para los niños varones y los hombres, pero en los años 20, tras la fundación de la República Popular de Mongolia, se permitió a las niñas competir en las carreras de caballos y a las mujeres en el tiro con arco. La lucha, en cambio, sigue considerándose exclusivamente masculina. Los luchadores deben usar una chaqueta sin delantero, pantalones cortos y botas de cuero con las puntas vueltas hacia arriba. Según el budismo lamaísta, religión que profesan muchos mongoles, las puntas curvas tienen la finalidad de que las botas pisen la menor cantidad posible de suelo sagrado, pero también representan una ventaja para los luchadores: son muy útiles para enganchar la pierna del contrincante.Acompañada por Biambaa y Erdene, soy una de las pocas mujeres que presencian las luchas entre una multitud de hombres. En la arena, un musculoso luchador coge a su rival por la chaqueta, lo levanta en vilo y, rápido como un rayo, da un paso adelante y lo derriba. El adversario toca el suelo con la espalda, lo que significa que ha perdido. También queda fuera de la competencia quien toca el suelo con la rodilla o con el codo. Los ganadores pasan a la siguiente ronda, me explica Biambaa. Participan 512 competidores en total, y todos los títulos obtenidos en las rondas preliminares se conservan. Así, un luchador puede convertirse primero en halcón, luego en elefante y finalmente en león, que es el ganador de un torneo. Si se triunfa en dos torneos, se llega a ser un titán, y si en muchos, un gran titán. No presto mucha atención a las luchas, pues ya estoy pensando en las carreras de caballos, principal atracción del Naadam, que se celebran mañana. ¿Podrá Hangai terminar el trayecto de 28 kilómetros montado a pelo y —menos probable aún— llegar en primer lugar?
LA CARRERA
Mañana, 12 de julio de 1993, Hangai demostrará si los esfuerzos de su padre han rendido fruto. Erdene es nómada con toda el alma. Su morada es la estepa y su sustento el ganado. Sus hijos se han criado aquí y él los ha preparado para sobrevivir en la dura pero sencilla realidad de la naturaleza. Les ha inculcado un sentido de comunión con la tierra y con sus antepasados, y también la lección del intrépido Gengis Kan: un mongol no debe hacer menos de lo que puede, y nunca debe quejarse ni rendirse al cansancio. Es una lección que a veces cuesta mucho aprender, pero Erdene no cambiaría las penalidades de su existencia por los grilletes de la vida moderna aunque le pagaran todo el oro del mundo, y hace todo lo que puede para mantener viva en sus hijos la llama del nomadismo.
Llegado el día de la carrera, el ambiente es de mucha tensión. Oeltsjie amarra una pañoleta azul en la brida del Pinto, y Erdene lo bendice y le moja el lomo, las patas y la cabeza con leche de yegua. Hangai se pone su chaqueta amarilla y monta en el caballo. No lleva zapatos ni silla de montar para ir más ligero. Todos tocamos brevemente al jinete y al caballo para desearles suerte. Luego Hangai alza la vista y se aleja con los demás participantes hacia la salida, que se encuentra a 28 kilómetros de distancia cuesta arriba, en un angosto desfiladero. Seiscientos muchachos con trajes de vivos colores, sus monturas adornadas con pañoletas azules, parten en procesión ante la mirada atenta de miles de familiares que también están montados a caballo. Dentro de poco habrán de volver aquí a galope tendido, trabados en una encarnizada batalla por el primer lugar.Unas tres horas después oímos un murmullo a lo lejos y vemos levantarse una nube de polvo en el horizonte. Como los demás espectadores, me pongo de pie en los estribos. Nos hemos colocado en una larga fila cerca de la meta. Los primeros jinetes aparecen a la vista como puntos diminutos sobre el fondo de la montaña desnuda. Hay concurrentes que, para no perderse nada, se ponen de pie sobre el lomo de su caballo; otros invaden la pista, pero unos policías montados los sacan en seguida.El murmullo de los cascos galopantes se va haciendo cada vez más intenso, hasta convertirse en un fragor tremendo. Ninguno de los jóvenes participantes cede un ápice, pero tres de ellos han tomado una clara delantera. Galopan decididos hacia la meta a unos 45 kilómetros por hora, hincando rodillas y pies en los flancos de sus monturas e instigándolas con fuertes gritos. Unos jinetes adultos salen de entre el público al encuentro de los competidores y se ponen a galopar junto a ellos. Son los jueces y deben determinar cuál de los chicos es el primero en cruzar la meta. La lucha entre los tres jinetes que van a la cabeza es muy reñida. Por fin, uno de ellos, de unos diez años de edad, llega a la meta con una ventaja de apenas medio cuerpo. La multitud se abalanza sobre él para untarse en la cabeza algo del sudor del caballo, lo que da buena suerte según la tradición mongola. En eso alcanzo a ver a Hangai entre los jinetes que van llegando y grito emocionada: —¡Ahí está! Erdene se le acerca trotando y, al escuchar que el chico ha llegado en el lugar número 27, el rostro se le ilumina de alegría, pues significa que Hangai ha dejado atrás a 573 contrincantes.
El muchacho se apea con piernas temblorosas y mira a su padre con gesto inquisitivo, como si su juicio fuera para él lo más importante en la vida. Sólo cuando su padre le da un abrazo se le suaviza el semblante y sus labios se relajan en una sonrisa. Soy testigo de algo extraordinario: el niño que hace unas horas comenzó esta carrera es ahora un hombre que puede salir adelante en la inclemente estepa. Sin proferir la menor queja ha ayunado, se ha entrenado y ha exigido el mayor esfuerzo de sí mismo y del caballo. Con una disciplina férrea ha terminado la carrera y ha demostrado ser un verdadero nómada.Ha llegado la hora de celebrar para Erdene y su familia. El ayuno de Hangai ha terminado, y el muchacho bebe ávidamente del tazón de sopa que le entrega su hermana. Mandan al pequeño Munjtur llevar al Pinto a dar un paseo para que se restablezca del gran esfuerzo realizado. Entre tanto, los mayores brindamos con archi, el vodka mongol. Biambaa y Erdene, dos hermanos que son tan distintos, beben juntos uno a la salud del otro. La nueva generación lleva en las venas la sangre del nómada, que supera todas las pruebas del tiempo. En cuanto a mí, me invade la melancolía, pues en pocos días he de volver a Holanda. Tendré que desprenderme de la sensación de libertad que se respira aquí y volver a la vida de los horarios estrictos. No me será fácil despedirme de Mongolia. Según un refrán mongol, “una buena amistad es como un rayo de luna”, pero para mí los mongoles son como la luz del sol: tan cálidos que al instante hacen de un desconocido un amigo. De una cosa sí estoy segura: algún día volveré.