Publicado en
febrero 07, 2010
COMPILACIONCOMO CUALQUIER SER HUMANO
EN 1966, cuando tenía 18 años y consiguió su primer trabajo, Sylvia Naranjo pensó en regalar todo su salario a los pobres; pero su madre le hizo ver que hacía falta en casa. Esta joven de Saltillo, México, era de natural generoso y no quería morirse con las manos vacías.
Poco después se casó y se dedicó casi de lleno a su esposo y a sus tres hijos. Cierto día, al ver a un pordiosero bebiendo agua de un charco de la calle como si fuera un perro, se prometió hacer algo por los indigentes. Todos somos seres humanos y merecemos vivir como tales, se dijo.En 1989 convenció a María Rosa Cobo, Cristina Arizpe, Latife Burciaga y Silvia Mohamar, amigas suyas, de conseguir prestada una casa y, con donativos, disponerla para ofrecerles techo y comida. Y así lo hicieron. Todos le decían que no tenía caso ayudarlos; que esa gente era como de otro mundo. Pero ella no quitó el dedo del renglón. "Con que ayudemos a uno solo a ser más feliz, vale la pena el esfuerzo", contestaba.Sylvia y sus amigas se repartieron las responsabilidades: unas recorrían las calles en busca de menesterosos; otras los atendían en la casa, y entre todas recaudaban dinero, ropa, alimentos y muebles. Al correrse la voz, empezaron a llegar algunos solos, o se los mandaban de los hospitales. Poco después convencieron a Caritas de Saltillo de que costeara los gastos.Con el tiempo, su iniciativa recibió el nombre de Casa del Buen Samaritano. Los cincuenta y tantos indigentes que hoy viven en las tres casas con que cuentan, entran y salen cuando quieren, y se marchan cuando así lo deciden. Quienes lo desean echan una mano en los quehaceres domésticos. "No se trata de cambiarlos, sino de brindarles calidez para que se sientan en su propia casa", aclara Sylvia, quien dirigió la institución hasta 1993 y ahora va a visitarlos dos veces por semana.Don Ramón, el primer huésped, solía decir: "Aquí hallé lo que en ningún lado me habían ofrecido: una familia". Precisamente eso es lo que se había propuesto esta buena samaritana.—Juan Gabriel Díaz HirataREFLEJOS RAPIDOS
ERAN CERCA DE LAS 10 de la mañana del 24 de marzo de 1997, fiesta de la primavera hindú, y la celebración había comenzado. Las calles de Nasik, Maharashtra, se llenaban rápidamente de gente bulliciosa que arrojaba confeti de colores.
Minal Pawar, una niña de 14 años que vivía en la planta baja de un edificio, se hallaba tendiendo ropa en el patio, ansiosa por terminar e irse a la fiesta.Mientras tanto, en el piso de arriba, unos vecinos suyos contemplaban los festejos desde el balcón de su cuarto. Eran Samad Qadeer, de nueve años, y sus hermanos Talha y Heffeej, de seis y un año, respectivamente. Alguien había puesto a éste último de pie sobre una silla para que viera mejor. Al cabo de un tiempo, Samad y Talha entraron a la casa y dejaron solo a Heffeej.Minal seguía colgando ropa cuando levantó la vista y, horrorizada, vio que el niño se inclinaba sobre la barandilla.—¡Señora! ¡Señora! —gritó, esperando que la oyera la madre de Heffeej.Pero no sirvió de nada. El chiquillo se fue de cabeza.Minal cruzó corriendo el patio, con los brazos extendidos y llegó justo a tiempo para atraparlo. Aunque la chica se tambaleó al cogerlo, pues había caído de unos seis metros de altura, no lo soltó.Por el impacto, los brazos de Minal quedaron amoratados y Heffeej sufrió una ligera hinchazón en la cabeza. Pero al poco tiempo ambos estaban jugando felices."Minal dio prueba de valor y de una extraordinaria rapidez de pensamiento", expresa el padre del niño. "Siempre le estaremos agradecidos".—Chandragupta AmritkarLA PRUEBA DEL SEÑOR DONATO
EN LOS TRES AÑOS que llevaba como conserje de una escuela de educación primaria de Northridge, California, Richard Donato se había ganado a todos por trabajador y simpático, y por los consejos que daba a los chicos. Cuando en marzo de 1997 corrió la voz de que este hombre de 38 años perdería su empleo si no aprobaba un examen de equivalencia de los estudios de ense-ñanza media que no había finalizado, nadie allí quiso cruzarse de brazos.
Los maestros le dieron clases en su tiempo libre. Los niños lo detenían en los pasillos y le recomendaban: "Estudie mucho, señor Donato, como nos dice usted".El hombre necesitaba una puntuación de 81. Sin embargo, la mejor calificación que sacó en cuatro intentos que hizo era 76. Sólo le quedaba una última oportunidad. Como reguero de pólvora corrió la noticia de que el conserje estaba en apuros.Los estudiantes escribieron al distrito escolar para explicar lo mucho que lo estimaban. El personal de la escuela, por su parte, hizo notar que era el primero en llegar y el último en irse, que gracias a él no había un solo grafito en las paredes y que los salones estaban impecables. Con diploma o sin él, argumentaron, era uno de los mejores empleados.Un día antes del examen, Donato se enteró de que, en atención a sus diez años de trabajo en el distrito, las autoridades lo habían eximido de la obligación de aprobar el examen para conservar su puesto.Él no estuvo de acuerdo. Siempre les decía a los estudiantes: "Tienes que intentarlo". Ahora se le presentaba la oportunidad de darles ejemplo.Al día siguiente, Donato telefoneó a uno de sus maestros para darle la nueva: había obtenido 81 puntos.—Dennis McCarthy, en el Daily News de Los Ángeles