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febrero 07, 2010
La autora con su esposoCONDENSADO DE A GRAVE OF LETTERS, POR CRI STELLWEG. ©1996 POR AMBO PUBLISHERS, BAARN. FOTO: EDDY POSTHUMA DE BOER, AMSTERDAM.Por Cri StellwegCUANDO ENTRÉ en la sala de terapia intensiva y vi sus pies descubiertos en la cama, me senté junto a ellos. Eran unos pies hermosos, y para nada parecían los de un hombre gravemente enfermo. Pensé que era una lástima que él nunca volviera a decir lo que habría dicho de ser distinta la situación: "¿Qué miras? ¿Qué tienen de malo mis pies?"
Los míos, que invariablemente estaban más fríos, encontraban abrigo entre los suyos. Él solía poner un pie encima y el otro debajo de ellos. Su temperatura se extendía así a mis pies. ¡Qué bendición es el calor humano!Después de tantos años, la comunicación entre nosotros se interrumpido. Alcé la vista y suspiré; me turbaba pensar que pronto los recuerdos serían sólo míos.Casi sin percatarme, alcé las manos de mi regazo y tomé su pie izquierdo, paralizado por la apoplejía. No lo acaricié; sólo lo sostuve con firmeza. De pronto sentí una leve vibración. Me estremecí y miré el rostro enmarcado por las almohadas, al anciano en su lecho de muerte.Una de las enfermeras advirtió mi cambio de postura. En menos de un segundo estaba a mi lado.—Se movió —susurré.—Ah! fue tan sólo una contracción muscular involuntaria —me respondió—. Eso les pasa en ocasiones a los pacientes que se hallan en estado de coma.Luego cubrió sus pies con una colcha de color amarillo canario.Dieciséis horas después enviudé.MIS TRES HIJAS lo llevan a enterrar. Una llora en silencio, otra canta suavemente y la tercera deja escapar un lamento. Yo sigo a los cuatro seres que conozco y amo como a ningún otro. Lo conozco a él, tendido rígidamente en el sencillo ataúd, con sus pantalones de lana azul oscuro, su camisa de cuadros blancos y azules y el suéter azul oscuro que tanto le gustaba. Arriba de su pálido rostro descansa una de sus imprescindibles gorras de marinero.
Hay otra gorra sobre el ataúd. Los nietos adornan éste con rosas rojas, mientras uno de los mejores amigos de su abuelo elogia brevemente su forma de ser. No lejos de allí, un hombre toca el acordeón bajo un árbol. Los acordes parecen quedar suspendidos de las ramas. Un empleado de la funeraria me pregunta con delicadeza si la gorra va a quedarse donde está. Le respondo que tiene que irse con él. Los hombres bajan el ataúd a la tierra con ayuda de cuerdas. Quienes vinieron a acompañar a mi marido a su última morada pasan junto a la tumba e inclinan la cabeza. Luego, todos nos alejamos lentamente en grupos dispersos.EN EL PÓLDER a donde voy a menudo hay un caballo zaino. Espero poder recuperar algo de aquel que se ha ido para siempre, que se ha vuelto tan inalcanzable allá en las nubes que pasan veloces. El caballo está completamente solo y tiene la cabeza gacha. Me bajo de la bicicleta y le digo:
—¿Tú también estás solo, amigo? Es duro, ¿verdad?El me mira con sus aterciopelados ojos cafés, orlados por largas pestañas. Permanece un instante junto a mí y se aleja, colocando lentamente una pata delante de la otra, como si dijera: "Pues sí, ¿qué le vamos a hacer?" Igual que yo, que deberé hacer frente a mi futuro sola.En casa me siento un poco como mi viejo aparador, que tiene un entrepaño combado y un cajón que no cierra. Me siento desorientada. Los únicos ruidos que se escuchan entre estas paredes los hago yo. Las escaleras crujen sólo cuando yo las subo. El radio permanece mudo si yo no lo enciendo.Observo mis movimientos de mujer sola y se me parte el corazón. Dejo que fluyan mis lágrimas en la tienda donde voy a comprar ese único panecillo que todavía se necesita. En el cine, donde exhiben una comedia, soy la única que ríe. Somos nueve espectadores: cuatro por dos, y una. Las cuatro parejas están tan absortas en su papel de parejas, que apenas se ocupan de la película.La palabra sola siempre me acompaña. Me da vueltas en la cabeza; me hiere; destruye todo lo que pudiera tener visos de placentero.EN ESOS MOMENTOS de debilidad en que me sentía como si me hubieran derribado y luchaba por ponerme de pie otra vez, unos amigos me dijeron: "Ahora que vives en la ciudad, quizá te gustaría salir a respirar un poco de aire fresco del bosque. Ten las llaves de nuestra cabaña".
La cabaña está rodeada de pinos donde revolotean miles de pájaros. Al final del terreno se abre un campo. Era primavera, el sol brillaba y en mi regazo tenía un rimero de cartas de amor. La mayor parte de ellas me las escribió él en la base naval de Den Helder y llevaban el lacre rojo del guardacostas Queen Emma. Durante años estuvieron guardadas en un cajón de mi escritorio.Preparé té y me puse a evocar los primeros días de nuestro amor. El campo que se abría frente a mí estaba cubierto por el manto verde pálido del maíz tierno. Esa caligrafía que me llenaba de caricias me hablaba de la vida que él soñaba que llevaríamos juntos. Contemplé el campo y pensé con cansancio en lo distintas que habían resultado las cosas, pero también en que a través de los años nuestra devoción mutua nunca mermó. Esa noche me quedé dormida llorando.A la mañana siguiente cavé un agujero frente a la cabaña. Tomé las cartas y, una por una, las pasé por la llama de un encendedor. El papel se arrugó y crepitó, y, ya negro, cayó en el agujero oscuro.Al principio puse toda mi atención en las hojas que ardían, y sólo después de que se hubieron consumido algunas cartas reparé en las cenizas. Lo que vi entonces me sobrecogió y me hizo retroceder. Contra la negrura resaltaban, todavía intactas, algunas palabras sobre fondo blanco. Leí: "queridísimo am..." y, en una esquina chamuscada, "te beso..." El lenguaje del amor no se deja destruir. "Te amo tan...", "cuando estamos jun...", "muchos besos".Maravillada, me incliné sobre el agujero. Las declaraciones de amor escritas por el hombre que ahora yacía también bajo tierra se negaban a desaparecer. Después de mucho titubeo cubrí las cenizas con tierra y clavé unas estacas para marcar el lugar.Cuando volvió la primavera regresé al bosque y me acerqué a ese sitio frente a la cabaña. Miré sorprendida lo que había ocurrido entre las cuatro estacas. En el otoño había caído ahí una semilla, y ahora echaba raíces una planta joven. Era un nomeolvides. Sus flores eran de color azul claro, como los ojos de él.ME COMPLACE MUCHO ir a su tumba y hablar con él. Nadie me advirtió del enorme dolor que entraña ya no tener "a quien cuidar". Desde el momento definitivo en que una se queda sola, se convierte en la única persona a quien hay que cuidar, y eso no da placer. Junto a su tumba, lo pongo al tanto de todo lo que acontece en mi vida.
Ya no tengo que preguntarle: "¿A qué hora nos vemos? ¿Dónde?" Siempre está allí. Adorno su tumba con objetos terrenales bellos y cuido de él. En la primavera florecen los bulbos; en el verano, las plantas.Me siento a gusto en el cementerio. Los árboles agitan sus hojas, los arbustos dejan escapar su aroma, los patos se contonean en la zanja que marca el límite del camposanto. Más allá se alza el terraplén del ferrocarril. Las campanas suenan cada 10 minutos cuando pasa un tren. Después vuelve el silencio y me quedo de nuevo profunda y completamente sola.CIERTA VEZ ocurre algo. Estoy en un jardín lleno de gente elegantemente vestida. Oigo voces animadas. Los vasos están llenos. Alguien me toma del brazo: "Creo que no te he presentado a..." Me vuelvo.
Frente a mí hay una persona, un hombre. Mi amiga pronuncia su nombre, y luego el mío. Nos estrechamos las manos, más tiempo que el usual porque él no me suelta. Alguien más llega a saludarlo y yo me alejo. El sol se pone en el jardín; empieza a hacer frío.Dentro, vuelvo a encontrármelo. Caminamos entre la gente hasta las amplias escaleras de roble y nos sentamos en el cuarto escalón. Charlamos; él apoya cómodamente los codos en el siguiente escalón, en tanto que yo estoy sentada en la orilla. Cuanto más observo ese rostro fascinante, más me gusta y siento que tengo que sonreír y quiero que él me sonría.En esos momentos no pienso mucho, pero siento un agradable calorcillo. Él me mira con una media sonrisa. Entonces alguien viene y se coloca junto a las escaleras, y él se levanta lentamente y me dice:―Por favor, quédese. Vuelvo en seguida.Lo miro alejarse. Ya empiezo a sentir ternura. ¿Por qué habría de quedarme? Estar sentada en un escalón con alguien a quien no conozco en absoluto y que al mismo tiempo me resulta tan familiar, ¿no es lo más maravilloso que podía sucederme?ERA UN DÍA de abril; el 17. Los bulbos florecían en los campos. Un joven infante de marina holandés y una estudiante de La Haya estaban sentados frente a frente en los asientos de madera de tercera clase, atrapados en un vertiginoso amor. En el muelle donde yo debía tomar un barco para ir a la isla de Texel, no podíamos desprendernos el uno del otro. El viento, el anchuroso cielo azul, el silbato de vapor, el chillido de las gaviotas, el olor salado del agua y la brea... Todo estaba allí para nosotros.
El 17 de abril ha sido un día especial durante 50 años. Alrededor de esa fecha —en el cuarto aniversario que paso sola—, alquilo un cuarto en un hotel familiar ubicado en los bosques que rodean Arnhem, la ciudad que ocupó un lugar tan importante en nuestras vidas. Cerca de las 6 recibo a unos invitados que han venido a celebrar conmigo: una amiga que lo conoció bien, una de mis hijas y un amigo de 80 años que sabe exactamente qué vino habría pedido él para esta ocasión.Me gusta pasar los días próximos al 17 de abril conduciendo por la ciudad. Mi mente se llena de recuerdos. Por la noche me siento a la mesa, satisfecha. Hice todo lo que quise y compartí con él lo mejor de mi vida.DESPIERTO: el granizo golpea el tragaluz. Pronto, unos enormes copos de nieve caen sin hacer ruido. Las cortinas que visten la ventana corrediza se alzan unos 20 centímetros por la acción del viento que se cuela. Hace un tiempo espantoso. Tiro del edredón y pienso: ¡Magnífico! Si eres capaz de hacer eso, ya estás saliendo de tu pantano de tristeza.
Despertar y que el primer pensamiento no sea ¡Pobre de mí! ¡Acostada aquí sola!, y que no eche de menos inmediatamente su respiración junto a mí; no ver más el nuevo día como un agujero oscuro que tengo que saltar; todo eso significa que empiezo a recuperarme.Ando en bicicleta por el pólder y veo que el pasto es verde, y el cielo, azul. Los cisnes del estanque oscuro son blancos, y mi abrigo, amarillo, y a mis espaldas las notas del canillón surcan el aire. Un pájaro de cola negra pasa chillando sobre mi cabeza. Alzo los ojos para verlo mientras pedaleo, y exclamo: "Sí, otra vez puedo tener momentos de felicidad".