CODICIA CARMESÍ (José María Bravo Lineros)
Publicado en
febrero 05, 2010
El Cráneo Sajado, un tugurio de pendencias, furcias y vino barato, era uno de los peores sitios de Timish. La ralea de gente que menudeaba en el local era de la más baja condición: rateros, ladrones, asesinos, tahúres, estafadores... todos bebiendo y jugando en una peculiar confraternidad.
Una rugiente batahola y el acre olor de la muchedumbre, los vómitos y el vino rancios agredían al visitante nada más traspasar su umbral. Las mesas, sillas y taburetes, ajados y con numerosas marcas de cuchillo, se repartían azarosamente por el salón; un entrepiso, a modo de balconaje interior, permitía aislarse del bullicio y disfrutar cómodamente del espectáculo.
Contemplar a aquella abigarrada multitud ya era en sí bastante aliciente, aunque, además, desde arriba podían verse las peleas del foso, donde terminaban las disputas que habían pasado de los empujones e insultos. En una de las mesas del entrepiso, en un reservado próximo a la balaustrada, cuatro hombres jugaban entre chanzas y denuestos.
El primero de ellos era bajo, fornido y de hirsuta barba, y vociferaba continuamente; el segundo asemejaba un hueso roído, de lo enjuto y pálido, y bebía a grandes sorbos de un pichel de cerveza; el tercero, tuerto y con la cara retorcida, se atusaba un bigote espeso; por último, el cuarto, de aspecto extranjero, fumaba en una pipa; de rostro de trazos vagamente aquilinos y tez tostada, se veía altivo, vigoroso y ágil, y los demás le tenían cierto respeto, exceptuando al tuerto, que lo miraba aviesamente.
—Mi brujo asola tu torre, mi dama duerme a tu dragón y mi rey destierra a tu caballero —después de observar con su único ojo el gesto del otro jugador, el tuerto desplegó su mano de cartas sobre la mesa, exultante.
Daramad, el cuarto de los jugadores, torció el labio superior, dejando los naipes con aire de fastidio.
—Está bien, Nord, tú ganas... por esta vez —dijo lentamente.
Daramad llevaba un coleto de cuero reforzado con placas de bronce encima de su camisa de lino, junto a unas calzas de lana y un par de botas de piel. De su amplio cinturón pendían un sable y una daga envainadas; al lado, sobre una silla vacía, descansaba su balandrán, de un verde intenso.
Nord adelantó una mano ansiosamente hacia la apuesta, mas Daramad le detuvo, desafiante.
—¿Tienes prisa? ¿O es que temes perder lo que has ganado? —dijo con sorna—. ¿Qué tal si jugamos otra partida al Thasor, pero apostamos fuerte... por ejemplo, ¿a doble o nada? —los demás hicieron ademán de retirarse del juego, que no de la mesa, y observaron a Nord con interés; éste se rascaba la barbilla, dudoso, hasta que la sonrisa burlona de Daramad acabó por decidirle.
—Está bien. ¡Doble o nada! —contestó airado, asentando sus palabras con un golpe de puño que hizo temblar el poco vino que restaba en la jarra.
Una camarera, de talle estrecho y caderas bien perfiladas, apenas cubiertas por su faldellín, les sirvió más bebida. Unos ojos de un verde marino, profundos y acuosos, huyeron de las lúbricas pupilas de los cuatro hombres.
—¡Vaya hembra! Lástima que no sea pública —exclamó Nord, salaz.
—Tu oro no podría comprar su afecto, aunque lo apilaras a sus pies —se mofó Daramad, mientras barajaba mañosamente los naipes; Nord bufó, aceptando con un movimiento brusco las cartas.
—¿Acaso el tuyo sí? —replicó, bastante enojado. Daramad, soltando una breve carcajada, acabó de repartir; estaba divirtiéndose a costa del enfado de Nord.
—Tranquilo, hombre, era una broma. La verdad, sí, es preciosa esa camarera, pero recuerdo a otra mujer con unos ojos verdes como los suyos, o todavía mejores, capaces de embelesar a una piedra.
—¿Una conquista más de amplia lista, eh? —observó el tipo bajo, con una mueca sardónica.
Daramad se retrepó en su silla, reflexivo, como recordando. Tomó de la faltriquera una pipa, tallada en hueso de ballena, cargó su cazoleta con varios pellizcos de nafar y la prendió con una astilla del brasero que tenía a su lado.
—No, Emros; no fue otra de mis conquistas. Aunque bien me hubiera gustado... tenía una belleza embriagadora, además de letal. La conocí hace unos dos años —Daramad expulsó una nube azulada, mostrando un aire soñador.
—¿Cómo se llamaba?— preguntó el larguirucho, de nombre Nuil, mientras escanciaba otro pichel, esta vez de vino.
—Gynari. Ese era su nombre— respondió Daramad, melancólico.
—¿Gynari Ansor, la serpiente? —exclamó Emros, enarcando mucho las cejas.
—La misma. Como sabéis, murió por esas fechas.
—Es cierto —confirmó Emros—. Se rumorea que Gynari, la ladrona más famosa del Pozo, murió en extrañas circunstancias, después de atreverse a robar en una mansión del barrio alto.
—Yo mismo presencié su fin —dijo Daramad, como quitándole importancia al hecho.
Los tres rufianes le miraron escépticos: Emros soltó la botella, Nuil por poco no se atraganta con el vino y Nord dejó de ordenar su mazo de cartas.
—¿Cómo? —exclamaron todos—. ¡Venga hombre, no trates de endilgarnos otra de tus absurdas peripecias, y juguemos de una maldita vez! —añadió Nord, molesto.
Emros y Nuil, bastante más interesados, le pidieron a Daramad que les refiriera la historia.
—Está bien —accedió, risueño, retirando la pipa de sus labios al hablar—. Creedme, yo vi la última hazaña de Gynari Ansor —en este punto, miró desdeñosamente a Nord—. Y no fue un final para su carrera muy agradable que digamos... pero dejaré que opinéis después de habérosla contado. Tú abres, Nord —bufando de nuevo, Nord extendió una carta, un fiero dragón pintado con rojos y amarillos, deslucidos por el constante uso.
«Todo comenzó un día de otoño, poco antes del amanecer, cuando las campanas del Templo Mayor tañeron el toque de ejecución. El Sol nacía en el nuboso horizonte, y las puertas de la ciudad se cerrarían pronto, pero, aún así, la gente se apiñaba bulliciosa en la Plaza Mayor, que no podía contener a toda la muchedumbre.
En el centro de la plaza, sobre el cadalso de piedra, antiguo y fúnebre como pocos lugares de esta ciudad, divisé bajo el cárdeno cielo a las figuras siniestras y tocadas de azul de los Altos Inquisidores, a la silueta maldita y enmascarada del infame verdugo, con su pesada hacha en ristre, y a un buen número de guardias, disuadiendo de cualquier tumulto a la multitud.
Agobiado por el peso del gentío, busqué un sitio desde el cual pudiera dominar mejor la escena. En ese momento hizo su entrada el reo, aherrojado de pies y manos, por una calle lateral. Los guardias que lo custodiaban apartaron a golpes a la gente, obligándoles a formar un angosto pasillo.
Era un hombre viejo, encorvado y mugriento, con una expresión furibunda en el rostro, amoratado y lleno de cicatrices. La gente, enardecida, comenzó a injuriarle, escupiendo a su paso. De no ser por la guardia, lo hubieran linchado allí mismo, sin tantos preparativos.
Subieron al cadalso y el Alto Inquisidor, grave y sereno, se adelantó, seguido de cerca por sus asistentes. De repente, con un increíble despliegue de fuerzas, sacadas quizás de la locura y el odio que le consumían, el anciano se revolvió como un gato, mirando hacia la multitud, como buscando a alguien en ella.
Al parecer pudo divisarle, pues le gritó sus terribles maldiciones. Con el gesto torcido, temblando de rabia, vociferó airado:
«Perro desleal... tu alma me hará compañía en el Infierno. ¡Maldita sea tu traidora e innoble sangre!»
El viejo mascullaba, babeando, entre espasmos de incontrolable furia.
Conmovido por la invectiva del reo, el vulgo callaba; hasta los guardias dudaron en acercársele. Finalmente, acuciados por las secas órdenes del sacerdote, le prendieron, golpeándole en la cara con el regatón de una alabarda; a rastras, le llevaron ante el tajo, donde aguardaba el hacha del verdugo. El sacerdote le condenó a muerte, según entendí, por hereje y nigromante; con altivez, el inculpado escuchó la sentencia, aguantando estoicamente el dolor del labio partido.
El verdugo cumplió pronto con su tarea, y entre los desordenados vítores de la multitud sostuvo por los canos cabellos la cabeza sangrante del ajusticiado, en cuya cara se mostraba una mueca horrible y grotesca, acentuada por el rigor de la muerte.
Todo hasta ahora, diréis, corresponde a una ejecución cualquiera; bien, y así habría sido, de no ser por un detalle: en medio del acervo de caras de la algarabía, vi a un sujeto que me causó una curiosa impresión. Había escuchado con pavor las palabras del brujo, muy afectado por ellas, y tras esperar a que se resolviera la sentencia, huyó de la plaza, derribando en su atropellada carrera a varios parroquianos.
Una indescriptible intuición me instó a seguirle cuando desaparecía por una calle; casi le perdí de vista, cuando escuché gritos en una calleja, a poco de donde me encontraba. Bajo uno de sus arcos, a la imprecisa claridad de un farol de bronce, le vi batirse contra dos rufianes andrajosos. La lucha se desarrollaba a unos veinte pasos; decidiéndome a igualarla, ya desenvainaba, para acercarme a ellos tratando de no delatar mi presencia.
Sin embargo, por el momento no parecía necesitarme. Atravesó con su espada corta la cuenca de uno de los asaltantes, partiéndole el cráneo en dos; el otro tajó su hombro débilmente, sin muchos resultados. Aquel tipo estaba embrutecido, con las facciones desencajadas y poseídas por la locura.
Viendo innecesario mi auxilio y temiendo provocarle otro paroxismo de rabia, aminoré el paso. Ocurrió entonces algo realmente insólito; posible, después de todo, aunque indudablemente desfavorable para mi amigo. Cuando alzaba su arma para descargarle un tajo a su contrincante, resbaló en el barro, cayendo hacia atrás. A merced de su desconcertado atacante, éste le hundió una daga en el pecho, registrando luego sus ropas con premura.
Imprecando, corrí hacia él; había encontrado una bolsa de tela, y al abrirla, se distinguió el fugaz destello carmesí de una gema, tallada e increíblemente valiosa. El rufián reía alborozado, y al ver como me aproximaba, se guardó la bolsa con la gema, huyendo después por una de las calles cercanas.
Acercándome al hombre tendido en el lodo, me arrodillé frente a él; tembloroso, el agonizante me miró en silencio, expectorando sangre por la boca. Nada dijo... únicamente veló sus pupilas con los párpados, falleciendo después con un último estertor.
Más bien joven, vestía como un artesano común, excepto por una pelliza de piel obscura; sin embargo, lo más interesante se ceñía a uno de los dedos de su mano izquierda: un anillo de bronce, donde estaba grabado un signo que reconocí de inmediato. Era el sello del gremio de los herboristas. Al menos, tenía por donde empezar»
Daramad hizo una pausa para beber de su jarro; durante su relato, había jugado al Thasor maquinalmente (o al menos, esa impresión daba). Nuil, que había escuchado a Daramad con especial interés, le pidió que prosiguiera. Nord gruñía, pidiendo más atención para la partida. Daramad, aclarándose la garganta, continuó de esta forma:
«Al día siguiente indagué en la calle de los herboristas, procurando ser discreto. No me costó mucho averiguar la identidad del ajusticiado el día anterior: se llamaba Rydaur, y era un modesto herborista del gremio, que con su tienda La Raíz Negra se ganaba la vida vendiendo los remedios típicos de su oficio, ya sabéis, bálsamos, ungüentos, infusiones...
Ninguno de sus compañeros de profesión había sospechado nunca que era un brujo, por lo que se habían quedado muy turbados con la noticia. La mayoría presenció el prendimiento de Rydaur, y la posterior clausura de su tienda. Con mi descripción, identificaron enseguida al tipo que había perseguido después del ajusticiamiento: Maleknos, el ayudante de Rydaur.
Fue fácil colegir todo lo que había ocurrido: Maleknos había delatado a su maestro, entregándolo a la tortura de los Altos Inquisidores. Se habría embolsado una buena suma, aparte del rubí que tan celosamente guardaba en su talega.
Antes de dejar la calle de los herboristas, reparé en La Raíz Negra, la tienda de Rydaur. ¿Por qué no le echaba un vistazo?, me dije; al fin y al cabo, los Altos Inquisidores podían haberse dejado una pista que me ayudara a resolver el misterio.
Volví después de que anocheciera. La calle estaba muda, umbrosa; la entrada de la tienda me hubiera resultado muy difícil de forzar, así que probé con la ventana. Uno de los tablones que habían usado para cegarla estaba suelto; ayudándome de la daga, retiré las maderas y conseguí abrirla. Introduciéndome por el vano de la ventana, gané el interior, iluminándolo con una de las teas que traía conmigo.
El recibidor era pequeño, sin apenas mobiliario; todo estaba muy dejado y polvoriento. En el piso de arriba estaba la vivienda del herborista, con un par de dormitorios, una mugrosa cocina y un estudio; como cabía esperar, lo encontré todo revuelto. Elegí el estudio para comenzar mi inspección; dejé la antorcha en el tedero de la pared y revolví cada rincón de la estancia, entre los muebles volcados y los papeles dispersos por el suelo, hasta dar con lo que buscaba. Había notado una ligera oscilación del suelo de tablas que pisaba; a la luz de la antorcha, comprobé que uno de los listones de madera estaba suelto. Debajo, en un hueco poco profundo, encontré un cuenco de cobre grabado y ennegrecido, varios manuscritos enrollados dentro de una funda de cuero y una caja, de marfil y madera negra.
Desestimé el cuenco, y al poco rato los pergaminos; la caja me atrajo mucho más, sobre todo porque al abrirla descubrí que el interior, forrado de terciopelo, tenía una oquedad del tamaño de un puño de mujer, para albergar a una piedra preciosa. A todo esto, los flejes de la caja estaban forzados.
Fascinado, me llevé la caja, dejándolo todo en su sitio. Después de mi visita a la tienda, estaba como al principio, pensaréis. La verdad es que me desentendí del asunto, hasta que escuché una serie de rumores relacionados con él. La habladuría de que un rubí enorme, bien tallado y sin engarzar circulaba por el Pozo llegó a mis oídos tres o cuatro días más tarde. Se contaban auténticos dislates sobre el rubí; que si era uno de los Ojos de Nurh, arrancado de la mismísima cara del dios obscuro; que si estaba maldito, o imbuido de una terrible magia. Ahora que lo pienso, tampoco eran unos rumores tan disparatados.
El caso es que aquellos chismes me animaron a buscar el rubí. Maldito o no, valía una fortuna, y la caja que hallé en la tienda era un lugar magnífico para presentárselo a su futuro comprador. Cinco días después de frecuentar tugurios y de patearme este maldito e infecto agujero, di con un informador fiable. El tipo me aseguró que un amigo suyo y su compinche habían conseguido la gema, tras robársela a su último poseedor.
Oisin, como se llamaba el compinche de su amigo, apuñaló a éste lleno de codicia para quitarle el estupendo rubí. Había escuchado de los mismos labios del moribundo la historia, y resolvió confiármela en trueque por los pocos lises que quedaban en mi bolsa, varios bocados de pan y una jarra de vino.
«Nada bueno puede venir de esa gema» decía, supersticioso; sus palabras me impresionaron mucho, y las tuve muy en cuenta. De no ser por eso, hubiera perecido como los demás»
—¿Cómo encontraste a Oisin? —preguntó Nuil, aprovechando que Daramad jugaba despreocupadamente una de sus cartas.
«El mismo que me facilitó su nombre, me dijo asimismo donde se hospedaba. Ya había anochecido cuando llegué a la fonda, y lo primero que hice fue echar un rápido vistazo a la concurrencia. De las poco más de doce personas que había, me fijé en un grupo de cuatro hombres sentados alrededor de una de las barricas que servían de mesa, los cuales miraban a un quinto hombre al fondo de la posada, junto a la escalera del segundo piso.
Aquél hombre era menudo, con el pelo largo y enmarañado, y las ropas grises manchadas de sudor; una espada envainada caía sobre su muslo izquierdo. Estaba nervioso, recelando del grupo de hombres que tenía enfrente. No era difícil prever lo que sucedería.
Pedí una cerveza y aguardé en la barra, a poca distancia de ellos. Apenas pude mojar el gaznate un par de veces, pues se enzarzaron al poco rato. Los cuatro hombres se levantaron a la vez, sacando sus armas y avanzando hacia el hombre que tanto habían contemplado. Ya no me quedaban dudas acerca de su identidad: era Oisin.
Oisin maldijo lleno de cólera y derribó la barrica sobre ellos, sacando a su vez la espada. Los atacantes se dividieron, rodeando el tonel; por mi lado venían dos, uno más adelantado que el otro, con maza y espadín. Abalanzándome sobre el de la maza, le atravesé el cuello de parte a parte con mi hoja. Retiré el arma y tuve que trabarme con el del espadín, que se había recuperado pronto de la sorpresa.
Oisin se batía entre chillidos, dando furiosos y poco certeros tajos a su contrincante, armado con un hacha de corto astil. Por mi parte, tenía a mi oponente aguijoneando con su espadín mejor de lo que habría querido, dispuesto a espetarme a la menor distracción que tuviera.
Y con todo, acabé distrayéndome, aunque no fue para menos. El que hacheaba a Oisin, a punto de abrirle el cráneo, cayó atravesado por un cuadrillo de ballesta. Lleno de asombro, retrocedí, volviéndome hacia donde había surgido el ballestazo.
Esa fue la primera vez que vi a Gynari... había estado sentada anodinamente en un rincón, cubierta con un grueso ropón de lana, sucio y raído. Era alta, cimbreña, con una melena de pálido rubio larga y lisa hasta los hombros. Sus facciones eran agraciadas, con unos labios sensuales y una tez ligeramente sonrojada; pero lo que cautivó mi espíritu fueron sus ojos, como dos lagos del más exquisito jade.
Tan ensimismado me tuvo, que casi me ensarta mi adversario. Logró pincharme en una mejilla, aunque sólo fue un rasguño. Cuando sentí el deslizar de la sangre por mi cara, me dejé de tantas contemplaciones. De un par de tajos le hice retroceder, mientras veía exasperado como Oisin escapaba escaleras arriba aprovechando la confusión, seguido de cerca por el otro hombre y Gynari. Harto de mi cargante rival, finté hacia su rostro, y cuando levantaba el brazo armado para protegerse, le hundí mi blanca entre las costillas.
Le dejé agonizar a su gusto, subiendo las escaleras lo más rápido que pude. En el piso superior encontré la ventana abierta, que daba a un tejadillo de una casa adyacente a la posada. Habían huido por allí; raudo, de un salto llegué al tejado, ascendiendo después hasta el alero de otro edificio.
Pese a que el cielo estaba muy encapotado y no había prácticamente luz, columbré a tres figuras corriendo temerariamente por lo alto, la una tras la otra. Tratando de no resbalar, corrí presuroso tras ellas. Gynari iba detrás, cerrando la absurda comitiva. Me acercaba a ella, cuando la persecución perdió su sentido; Oisin, al saltar fallidamente desde un alero, había quedado en precario equilibrio sobre él, debatiéndose con todas sus energías para evitar la inminente caída. Su perseguidor llegó al borde del otro tejado sin problemas, y después de aprovechar su desesperada situación para robarle el rubí, le propinó una patada. Oisin cayó, entre tanto su asesino huía a toda prisa. Gynari amartillaba la ballesta, pero no pudo hacerlo a tiempo para dispararle. Al escuchar mis pasos, tornó su ballesta, apuntándome con ella. Me contempló atentamente durante un rato que juzgué delicioso; descargando el arma, descendió ágilmente por uno de los canalones, sin darme la espalda.
Con suma cautela y resignadamente, bajé del tejado, regresando luego a la fonda. El posadero estaba muy ofendido, por supuesto, pero conseguí aplacarle pagándole parte de los estropicios con el dinero de los ladrones muertos. Me ayudó a identificar al nuevo poseedor de la dichosa gema, que respondía al nombre de Credn. En esos momentos, el asunto era ya una cuestión personal.
Fui tras Credn por todo Timish, infructuosamente; o estaba muerto, o ya no estaba intramuros, aunque —de una extraña forma— tenía la certeza de que el rubí se encontraba aún en la ciudad. Y no me equivocaba. Lo habían vendido a un perista del Pozo; de ahí, lo revendieron a una orfebrería de los barrios altos, donde fue comprada por un noble. Me costó bastante inquirir cuál, mas con un buen soborno y mejor vino todavía, se lo saqué a uno de los empleados del orfebre.
Me guardaré mucho de deciros a qué casa noble pertenecía el comprador; baste decir que era importante y estaba bajo los auspicios del tirano. Así fue como, después de las sangrientas rebatiñas en las que había estado envuelta, la gema acabó en la mansión de un poderoso noble. Diréis que por aquel entonces ya estaba fuera de mi alcance, pero os equivocáis. Un extraño anhelo, aliado al ansia de esclarecer el misterio, me conminó a intentar el robo del rubí»
Nord frunció el ceño, dejando los naipes.
—¡Vamos, Daramad! ¿No esperarás que nos traguemos eso, verdad? —dijo muy enfadado.
—Créelo o no, si te place —contestó Unar gravemente, al ver como dudaba de su historia.
—Continúa, yo te creo —le animó Nuil.
Dedicándole un gesto de agradecimiento, Daramad apuró su jarro, volviendo nada más llenarlo con el relato.
«Esta es la parte final de mi historia. Planeé bien el robo, y hube para ello de cortejar a las criadas, sonsacarle información útil a los criados y examinar bien los alrededores de la mansión. Cuatro días después, preparé la incursión no queriendo demorarla más. Intuía que era entonces, o nunca.
Eligiendo un lienzo del muro, me encaramé con ayuda de mis guantes de escalada, llegando sin demasiados problemas al patio. Era extenso, pedregoso y con un aire melancólico bajo el pálido fulgor que ofrecía la Luna. En su centro, frente a la casa principal, había una fuente de alabastro, con varias esculturas de mármol flanqueándola. Cerca de la casa se erguían varios pinos altos y rectos, cobijándola a su sombra durante el día. Furtivo, atravesé el patio, observando la mansión: de su planta se elevaban tres pisos, dos de ellos con ladeados techos de pizarra, de excelente artesonado, y un tercero, coronando la estructura del edificio, como una torre cuadrangular cuyo altivo capitel era rematado a su vez por una aguja. Hasta el segundo piso no habría más de ocho pasos de altura; sacando el arpeo, lo até al cabo de mi cuerda, lanzándolo luego contra un alero. Con un sordo golpear, los almohadillados garfios quedaron firmemente sujetos, y sin vacilar, trepé hasta el tejado. Regresando cuerda y arpeo al morral, examiné la torre del tercer piso, agachado por miedo a que me avistaran los guardias. Desde arriba no podía entrever a ninguno de ellos patrullando la extensión del patio. Aquello no era normal, y no tardé en comprobar cuanta razón llevaba.
Con un resplandor metálico, un pitón reflejó la claridad de la noche, clavado en la mampostería de la torre. Descubrí también pequeñas muescas en la pared, realizadas sin duda al afianzar más pitones. Retrocediendo hasta el borde del tejado, confirmé mis sospechas. La ventana de ese lado de la torre estaba ligeramente abierta.
Alguien se me había adelantado. Decidí darle una sorpresa; de modo que, aprovechando el pitón olvidado en el resquicio de la pared y empleando mis cuchillos de la misma forma, escalé sigilosamente hasta el alféizar, abriendo con suavidad las contraventanas.
Pasé al interior de la habitación, sacando la daga y atisbando en la penumbra. Los suntuosos muebles se agazapaban entre las sombras, proyectadas por un candil de oro encendido sobre una mesa, al lado de un escritorio. Y en él, rebuscando entre los forzados cajones, vi una figura envuelta en un tabardo de lana azul. La reconocí de inmediato... era Gynari.
Había encontrado lo que buscaba cuando notó mi presencia. Irguiéndose, todavía de espaldas, se llevó la diestra al cinturón, aferrando con su otra mano su hallazgo. Dándose la vuelta, me encaró con su mirada verde y penetrante, mientras un rictus de desprecio deformaba sus rasgos.
—Tú... ¿también la quieres, verdad? —susurró, con una voz cargada de contenida ira—. ¡Ni lo pienses siquiera! —me amenazó, crispando la mano con la que sostenía una arqueta, algo más grande que mi puño; indudablemente, dentro se guardaba el rubí.
—Gynari, tranquilízate —dije conciliador—. Escucha, ese rubí está maldito, será tu perdición. ¿No crees que ha muerto ya demasiada gente por él? —traté de acercarme a ella, calculando bien cada movimiento.
—¡Quieto! Ni un paso más. ¿Por qué habría de creerte, so imbécil? Acércate, y te traspasaré con esto —desenfundó un puñal, con una hoja bien afilada.
Indeciso, esperé a que flaqueara su ánimo... no debí esperar lo suficiente, pues Gynari, como un resorte, me lanzó el puñal con una precisión endemoniada. Hurté la cabeza por un palmo, y el arma pasó silbando hasta clavarse en el marco de la ventana.
Gynari maldijo mi suerte, saliendo precipitadamente por la otra ventana; agarrándose al dintel, con una hábil contorsión llegó al tejado de la torre. Sin permitirme un respiro, la seguí hasta lo alto. El capitel tenía las vertientes muy inclinadas y peligrosamente resbaladizas por el rocío nocturno. Gynari se afanaba en asegurar una cuerda a la base de la aguja, preparando su fuga, que supongo realizaría lanzando el garfio atado a la soga, para luego deslizarse a lo largo de ella con ayuda de una correa.
Al verme llegar, dejó el cofrecillo sobre las tejas y me hizo frente con una daga. Tuve que desenvainar y contender con ella; era hábil, pues me mantuvo a distancia con su corta hoja, aunque diré en mi favor que tenía la ventaja de estar en posición más elevada; además, confieso que no quería herirla. Por esta razón desperdicié varias ocasiones para estocar a sus piernas; sin embargo, conseguí desconcertarla. Tuvo que retroceder, tropezando al hacerlo con el cofrecillo, que comenzó a rodar por la pendiente del tejado; Gynari, ahogando un gemido de angustia, se abalanzó tras él.
Creyendo que podría reducirla, agarré su brazo izquierdo; ella se volvió enfurecida, zafándose de mi presa y asestándome una puñalada en el hombro, siguiendo después tras el joyero, que rebotaba cerca del borde. Lo peor de la puñalada lo desvió mi coleto, pero, aún así, no podía mover bien el brazo, que por fortuna no fue el del arma. Cuando conseguí recuperarme, fui tras Gynari, encontrándola arrodillada en el alero, sosteniéndose en su borde con la mano izquierda, en tanto agarraba desesperadamente con su otra mano la arqueta, que apenas sostenía entre sus dedos.
«Mío... eres mío» dijo con una voz nacida de la locura, a la vez que trataba de afianzarse en el tejado. Mas no pudo... pues aquí se acaba su historia. Por un desgraciado accidente, o por otro infortunio más que el rubí desataba sobre su portador, una de las tejas con las que Gynari sostenía su peso se desprendió... nada puede hacer para evitar su muerte.
Cayó desde una buena altura, aún aferrando el maldito joyero. Chocó brutalmente contra el patio, partiéndose los huesos con un horroroso crujido. El grito que precedió a su muerte todavía resuena en mi memoria, y me cuesta creer que alguna vez podré olvidarlo.
Incorporándome, bajé con ayuda de mi cuerda hasta el patio, a punto de caerme en el apresurado descenso. Los habitantes de la mansión se habían alertado ya de forma segura, aunque ningún guardia me estaba esperando; supongo que Gynari se ocupó de ellos previamente, quizás ofreciéndoles licor con algún sedante disuelto... lo ignoro. De haber estado alerta, no estaría aquí ahora.
El cuerpo maltrecho de Gynari Ansor estaba tendido en el patio, manchándolo con el rojo carmesí de su sangre. La arqueta estaba rota, tirada junto a ella; un fulgor rojizo delató al rubí, tan rojo como la sangre de sus desventurados poseedores. Sin atreverme a mirarlo tan sólo, saqué la caja de marfil del hechicero, colocándolo en su interior. Encajaba perfectamente en el hueco de terciopelo; cerrando la caja, me fui a toda prisa. Nunca supe que pensaron los dueños de la mansión de todo lo ocurrido. Aquí acaba mi historia. Una historia algo triste, por cierto»
—Un momento —dijo Emros—. ¿Y qué hiciste con el rubí?
«Ah, claro. Bueno, como no sabía que hacer con él, lo tiré al río Yrish junto a la caja. El Yrish llega hasta el mar, de modo que ahora, como mucho, encandilará a los peces con su resplandor»
Al ver la cara de Emros, Daramad frunció el ceño.
—¿Y bien, qué querías que hiciera? Venga, a ver si a ti se te hubiera ocurrido algo mejor, listo —Emros calló, algo contrariado, mientras Daramad sonreía satisfecho.
—Mi torre encierra a tu demonio, mi rey hace colgar a tu brujo y mi encapuchado estrangula a tu dama —Daramad reía alegremente, disponiendo las cartas encima de las de Nord, el cual, estupefacto, le vio hacerse con el oro de la apuesta.
—¿Qué, Nord, hace otra partida? —le espetó irónico Daramad, contando las monedas lentamente y guardándoselas en la bolsa.
Sin decir una palabra, Nord se levantó bruscamente, hecho una furia, marchándose luego de la mesa mientras los tres hombres reían a carcajadas.
FIN