TU ERES EL ASESINO (Edgar Allan Poe)
Publicado en
febrero 05, 2010
Voy a representar el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Voy a explicar, como yo sólo puedo hacerlo, el secreto de la maquinaria que produjo el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero, el reconocido e indiscutible milagro que acabó definitivamente con los infieles de Rattleborough, y convirtió a la ortodoxia de los ancianos a todos los materialistas que antes se habían aventurado a mostrarse escépticos.
Este acontecimiento, que yo lamentaría discutir en un tono de ligereza inconveniente, ocurrió el verano de 18... Mister Barnabas Shuttleworthy, uno de los más ricos y respetables ciudadanos de la localidad, había desaparecido hacía días en circunstancias harto sospechosas. Mister Shuttleworthy había salido de Rattleborough muy temprano, un sábado, a caballo, con la intención, que formuló explícitamente, de dirigirse a la ciudad de ..., casi a cincuenta millas de distancia, decidido a volver la noche del mismo día. Sin embargo, dos horas después de su marcha, su caballo volvió sin el dueño y sin las alforjas con que había salido. Además, el caballo estaba herido y cubierto de barro. Estas circunstancias, como es natural, despertaron una gran alarma entre los amigos del desaparecido, y cuando el domingo por la mañana resultó que aún no había vuelto, todo el pueblo se alzó "en masa" para ir en su busca o en la de su cadáver.
El primero y más enérgico en seguir aquella búsqueda fue el amigo íntimo de mister Shuttleworthy, un tal mister Charles Goodfellow, al que todo el mundo llamaba "Charley Goodfellow", o, mejor aún, el "viejo Charley Goodfellow". Ahora bien: si se trata de una maravillosa coincidencia, o si es que el nombre de Charles tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que todavía no he podido averiguar; pero de una cosa sí que estoy seguro, y es de que jamás existió un hombre llamado Charles que no fuese abierto, honrado, de buen carácter y noble corazón, con una voz rica y clara que se haga oír de todos y con ojos que miran siempre a la cara como diciendo: "tengo una clara conciencia de mí mismo, no temo a ningún hombre y estoy muy por encima de pensar siquiera en cometer cualquier indignidad". De aquí que todos los cordiales, los bondadosos, los segundos galanes que aparecen en escena se llamen Charles.
Pues bien, el viejo Charles Goodfellow, aunque no llevaba en Rattleborough más de seis meses, poco más o menos, y aunque nadie supiese una palabra de él antes de que se estableciera en la localidad, no encontró la menor dificultad en relacionarse con las gentes más respetables del pueblo. No había hombre en el lugar que dudara de su palabra, y en cuanto a las mujeres, habrían hecho cualquier cosa por agradarle. Y todo aquello, a fin de cuentas, provenía de que hubiera sido bautizado con el nombre de Charles y de que, en consecuencia, poseyera ese rostro ingenuo de que se viene hablando y que proverbial-mente se considera como "la mejor carta de recomendación".
He dicho ya que mister Shuttleworthy era uno de los más respetables, y sin duda uno de los hombres más ricos de Rattleborough, y también que el viejo Charley Goodfellow tenía con él una intimidad tan grande como si hubiese sido su propio hermano. Los ancianos habitaban en casas contiguas, y aunque mister Shuttleworthy visitó varias veces al viejo Charley y nunca se supo que comiese en su casa, esto no impidió que la intimidad de los dos amigos fuera grande, pues el viejo Charley no dejaba pasar un día sin pasar tres o cuatro veces a ver cómo seguía su vecino, y se quedaba a desayunar o a tomar el té, y casi siempre cenaban juntos, siéndonos difícil asegurar la cantidad de vino que los dos camaradas consumían en tales ocasiones. La bebida favorita del viejo Charley era el Chateau Margaux, y era cosa que agradaba de corazón a mister Shuttleworthy ver cómo su viejo amigo lo tragaba, cuartillo tras cuartillo. Un día en que el vino había corrido más que de costumbre, y los ánimos, como es natural, estaban un poco alegres, le dijo a su camarada, palmeándole la espalda:
—Te diré una cosa, viejo Charley; eres, con mucho, el amigo más cordial que he encontrado en todos los días de mi vida; y si tanto te gusta este vino, que el diablo me lleve si no te regalo una caja de Chateau Margaux. ¡Que me pudra, si no...!
Mister Shuttleworthy tenía la deplorable costumbre de jurar, aunque rara vez pasaba de: ¡que me pudra! ¡Maldita sea! ¡Jesucristo!, o ¡que el diablo me lleve!
—¡Que me pudra!—dijo—, si no envío esta misma tarde a la ciudad por una caja doble de lo mejor que haya y te la regalo. ¡Te lo repito! ¡Ni una palabra más! Te digo que quiero regalártela y se acabó; así es que ya lo sabes; te llegará un buen día, cuando menos lo pienses.
Menciono este pequeño detalle de la liberalidad de mister Shuttleworthy para mostrar hasta qué punto era grande la intimidad que existía entre los dos amigos.
Pues bien, cuando por la mañana del domingo en cuestión se supo que mister Shuttleworthy había sido víctima de una desgracia, el viejo Charley Goodfellow se afectó como jamás vi afectado a hombre alguno. Cuando al principio supo que el caballo había vuelto sin su amo, sin las alforjas y todo ensangrentado de un pistoletazo que había atravesado de parte a parte el pecho del animal sin matarle, cuando oyó todo esto, se puso tan pálido como si el desaparecido hubiese sido su propio padre o hermano, y tembló y se estremeció como si estuviera bajo un acceso de fiebre. Al principio la pena le abrumó demasiado para poder hacer nada o decidir ningún plan de acción; así que durante mucho tiempo se esforzó en disuadir a los demás amigos de mister Shuttleworthy para que no removieran el asunto, creyendo mejor esperar algún tiempo—cosa de una semana o dos, un mes o dos—, para ver si surgía alguna novedad o si mister Shuttleworthy volvía de forma natural y explicaba las razones por las cuales había mandado a su caballo de aquel modo. Me atrevería a decir que no es raro encontrar esta inclinación a contemporizar o a aplazar las cosas en personas que se hallan bajo el peso de un profundo dolor. Sus facultades se embotan de tal modo que se sienten incapaces de llevar a cabo cualquier acción, y no sienten otro deseo que tenderse en la cama y alimentar su pena; lo que equivale a decir, rumiando su propio dolor.
La gente de Rattleborough tenía tan buena opinión del buen juicio y la discreción del viejo Charley, que en su mayoría se mostró de acuerdo con él en no remover el asunto, tal como decía el viejo caballero, "hasta que los acontecimientos hablaran por sí solos"; y creo que ése hubiera sido el partido adoptado por la mayoría, a no ser por la sospechosa intervención del sobrino de mister Shuttleworthy, un joven de costumbres relajadas y mal carácter. Éste sobrino, llamado Pennifeather, no quiso oír razón alguna en favor de dejar reposar el asunto, sino que insistió, por el contrario, en organizar la búsqueda inmediata del "cadáver del hombre asesinado". Ésta fue la expresión que él empleó, y mister Goodfellow, con su acostumbrada agudeza, hizo notar que se trataba de una "expresión singular", por no decir otra cosa.
Esta observación del viejo Charley causó gran impresión entre la gente, y alguien preguntó en tono muy solemne "cómo era posible que el joven Pennifeather conociera tan íntimamente todas las circunstancias relacionadas con la desaparición de su adinerado tío, para considerarse autorizado a afirmar con claridad, y sin error posible, que su tío había sido asesinado". Esto motivó entre los presentes algunas palabras y discusiones, especialmente entre el viejo Charley y mister Pennifeather, aunque la de los citados no tenía nada de extraño, pues desde hacía tres o cuatro meses no se habían mirado con buenos ojos, y las cosas llegaron hasta el extremo que mister Pennifeather tiró por tierra al amigo de su tío, bajo el pretexto del exceso de libertad que éste último se había tomado con la casa de su pariente, donde vivía el sobrino como único propietario.
Se dice que en esta ocasión el viejo Charley se comportó con ejemplar moderación y caridad cristianas. Se levantó, se ajustó las ropas y no intentó represalia alguna, murmurando simplemente algunas palabras acerca de que tomaría una venganza adecuada a la primera oportunidad; una natural y justificada ebullición de su cólera, que desde luego nada significaba y que pronto pasaría al olvido.
Sin embargo, aparte estas cosas (que no tienen relación alguna con lo que aquí se trata), es cosa cierta que la gente de Rattleborough, persuadida principalmente por mister Pennifeather, llegó al fin a la determinación de dispersarse sobre la ciudad adyacente en busca del desaparecido mister Shuttleworthy. Digo que llegó a esta determinación inmediatamente. Después de tomarse la determinación de proseguir la búsqueda, nadie dudó de que el mejor modo de llevarla a cabo sería dispersándose, es decir, distribuyéndose en pequeños grupos para un reconocimiento más concienzudo del terreno. Sin embargo, he olvidado ya la serie de ingeniosos razonamientos por los cuales el viejo Charley acabó finalmente por convencer a la asamblea de que este plan era el más descabellado que pudiera seguirse. Logró convencer a todos menos a Pennifeather, y se llegó al acuerdo de que se llevaría a cabo, de forma cuidadosa y profunda, una búsqueda por todos los vecinos en masa, con el viejo Charley a la cabeza. En cuanto a esto, no se podría haber encontrado a nadie mejor que el viejo Charley, pues, entre otras cosas, era bien conocida de todos su vista de lince. Pero aunque les llevó por caminos y rincones apartados que nadie hubiera ni siquiera sospechado que existían por los alrededores, y aunque la búsqueda no cesó un instante día y noche durante casi una semana, ninguna huella de mister Shuttleworthy fue descubierta. Cuando digo que ninguna huella, debe entenderse que no hablo literalmente, puesto que sin duda había huellas en cierta medida. El pobre nombre había dejado huellas por medio de las herraduras de su caballo, que eran especiales, hasta un punto situado a tres millas al este del pueblo por la carretera principal que lleva a la ciudad. Allí las huellas se internaban en un pequeño bosque y volvían a salir a la carretera principal, para perderse definitivamente a una distancia de media milla. Siguiendo las huellas del caballo, el grupo llegó por fin a una charca de agua estancada, medio escondida por las zarzas y un poco a la derecha del sendero, y siguiendo un poco más al frente, desaparecía todo vestigio del animal. Parecía, sin embargo, que se había sostenido una lucha en aquel sitio, y ciertas señales mostraban que un cuerpo mucho más grande y pesado que el de un hombre había sido arrastrado desde el sendero hasta la charca. Esta última fue cuidadosamente dragada dos veces, pero no se encontró nada, y el grupo estaba ya a punto de alejarse, desesperado al no conseguir resultado alguno, cuando la Providencia sugirió a mister Goodfellow la idea de vaciar por completo la charca. Esta idea fue acogida por todos con entusiasmo y admiración hacia el viejo Charles por su buen juicio y sagacidad. Como muchos vecinos habían llevado las palas con ellos, suponiendo que pudieran necesitarlas para desenterrar un cadáver, en seguida quedó vaciada la charca, y tan pronto como quedó visible el fondo, en su centro, en medio del fango, se descubrió un chaleco de terciopelo de seda negra que casi todos los presentes inmediatamente reconocieron como propiedad de mister Pennifeather. Este chaleco estaba muy desgarrado y salpicado de sangre y muchos de los presentes reconocieron que era el mismo que llevaba su propietario la mañana de la desaparición de mister Shuttleworthy de la ciudad; había otros que se mostraron dispuestos a declarar, bajo juramento si era preciso, que mister Pennifeather no llevaba la prenda en cuestión en ningún momento del día memorable, pero no se pudo hallar a nadie que dijera habérselo visto llevar a mister Pennifeather en alguna ocasión posterior a la desaparición de mister Shuttleworthy.
Desde entonces las cosas adquirieron un cariz muy serio para mister Pennifeather, y todo el mundo pudo observar que, en confirmación de las sospechas contra él levantadas, se puso excesivamente pálido, y cuando se le interrogó sobre el particular fue incapaz de articular palabra. Además de esto, los pocos amigos que tenía, debido a su manera de vivir, lo abandonaron como un solo hombre, e incluso mostraron más ardor que sus antiguos y declarados enemigos en la petición de que fuera arrestado inmediatamente. En contraste, la magnanimidad de mister Goodfellow destacó espléndidamente. Hizo una calurosa y elocuente defensa de mister Pennifeather, en la cual aludió una vez más al sincero perdón que él mismo concedía al joven—heredero del acaudalado mister Shuttleworthy—"por el insulto que éste (el joven), sin duda por el calor de la pasión, le había infligido". "Se lo perdonaba—dijo—desde el fondo de su corazón", en vez de llevar adelante las circunstancias sospechosas que, lamentaba decirlo, realmente se habían levantado contra mister Pennifeather, haría todo lo posible, emplearía toda la débil elocuencia de que estaba dotado, para..., para..., para..., atenuar, tanto como en conciencia pudiera, los más feos aspectos de aquel asunto, desconcertante en extremo."
Mister Goodfellow continuó en este tono casi durante media hora, para mayor crédito de su cabeza, así como de su corazón; pero la gente de corazón raras veces acierta en sus observaciones, cayendo en toda clase de desatinos, arrastrada por el ardiente celo de servir a un amigo; así, frecuentemente ocurre que con la mejor intención del mundo perjudica su causa en lugar de favorecerla.
Eso mismo fue lo que sucedió en aquella ocasión con toda la elocuencia del viejo Charley, pues aunque intentó salvar al sospechoso con honradez, resultó que, de una manera o de otra, cada una de las sílabas que él pronunció, aunque no buscaran directa sino inconscientemente exaltar al orador en la buena opinión del auditorio, tuvieron el efecto de ahondar las sospechas que recaían sobre la persona cuya causa defendía, y de levantar contra él la furia del populacho.
Uno de los más inexplicables errores cometidos por el orador fue la alusión que hizo al sospechoso como "heredero del acaudalado caballero mister Shuttleworthy". La gente no había pensado en ello antes. Solamente habían recordado ciertas amenazas de desheredarle que un año o dos antes hiciera el tío a su sobrino (único pariente que le quedaba), y ellos, por tanto, habían considerado dicho desheredamiento como cosa hecha; tan simple clase de personas eran los rattleburgueses. Pero la observación del viejo Charley, les llevó a considerar de nuevo el asunto, entreviendo la posibilidad de que las amenazas hubieran dejado de ser simples amenazas. Inmediatamente surgía la pregunta natural, cui bono, pregunta que, aún más que el chaleco, contribuía a imputar el crimen al joven caballero.
Aquí, antes de ser mal interpretado, permítaseme una pequeña disgresión para observar que la brevísima y sencilla frase latina que acabo de emplear es, invariablemente, mal entendida y mal interpretada. Cui bono, en todas las novelas importantes o de cualquier otra clase —en las obras de la señora Gore, por ejemplo, la autora de Cecil, una dama que hace citas en todas las lenguas desde el caldeo al chic-ksaw, aprendiéndolas con la mayor sencillez mediante un plan sistemático de mister Beckford—, en todas las novelas de importancia, digo, desde las de Bulwer a Dickens, a las de Turnapenny y Ainsworth, las dos palabras latinas cui bono son traducidas como "¿con qué propósito? " , o como si se tratase de quo bono? "¿para qué es bueno?". Sin embargo, su verdadero significado es: "¿a quién beneficia?" Cui, "a quién"; bono, esto es, "el beneficio". Es una frase puramente legal, y precisamente aplicable en casos como el que estamos considerando, en los que la probabilidad de que una persona sea autora de un hecho determinado gira sobre la probabilidad también del beneficio que pueda obtener el llevar a cabo dicha acción.
Ahora bien; en el presente caso la pregunta cui bono? se refería claramente a mister Pennifeather. Su tío, después de testar a su favor, le había amenazado con desheredarle, pero la amenaza no había sido cumplida y el testamento original no parecía haber sido modificado. Si hubiera sucedido de otro modo, el único motivo posible por parte del asesino habría sido el corriente de la venganza, y aun éste debería haberse visto contrarrestado por la esperanza de recuperar el favor de su tío. Pero continuando el testamento a su favor, suspendida la amenaza de alterarlo sobre la cabeza de su sobrino, parecía aquél un mo¬tivo más que sobrado para inducirle a cometer tal atrocidad; y esto fue lo que dedujeron con mucha sagacidad los dignos ciudadanos del burgo de Rattle.
En consecuencia, mister Pennifeather fue detenido sobre el terreno, y la multitud, después de alguna búsqueda ulterior, volvió a sus casas llevándole pre¬so. Durante el camino surgió otra circunstancia que condujo a confirmar las sospechas. Mister Goodfellow, cuyo celo le llevaba a ir un poco antes del grupo, dio de repente unos pasos hacia delante, se paró y luego pareció recoger un pequeño objeto de la hierba. Una vez que lo hubo examinado con rapi¬dez, se observó que intentaba esconderlo en el bolsi¬llo de su chaqueta; pero su movimiento fue, como digo, advertido, y por consiguiente, evitado. El objeto resultó ser una navaja española, que más de una docena de personas reconocieron en el acto como perteneciente a mister Pennifeather. Además, sus iniciales aparecían grabadas en su mango. La navaja estaba abierta y ensangrentada. No quedaba duda de la culpabilidad del joven, que nada más llegar a Rattleborough fue puesto en manos de un magis-trado para un interrogatorio.
El asunto volvió a tomar un aspecto muy desagra¬dable. El prisionero, interrogado acerca de dónde se encontraba en la mañana de la desaparición de mister Shuttleworthy, tuvo la audacia de admitir que aquella mañana había ido provisto de su rifle a cazar un ciervo por los alrededores de la charca donde se descubrió, gracias a la sagacidad de mister Goodfellow, el chaleco manchado de sangre.
Este último se adelantó en aquel momento, y con lágrimas en los ojos pidió permiso para declarar. Dijo que el firme sentido del deber que tenía hacia su Hacedor, como hacia sus semejantes, no le permi¬tía guardar silencio por más tiempo. Hasta aquel momento, el sincero afecto que sentía por el joven, a pesar de los malos tratos que de él había recibido, le había inducido a hacer todas las hipótesis que la imaginación pudiera sugerir con el fin de intentar hallar una explicación que aclarase las sospechosas circunstancias que tan seriamente hablaban contra mister Pennifeather; pero esas circunstancias se ha¬bían hecho demasiado convincentes, demasiado con¬denatorias; él no vacilaría por más tiempo, diría todo lo que sabía, aunque su corazón, el de mister Goodfellow, estallase bajo el esfuerzo. Prosiguió declarando que la tarde del día anterior al de la marcha de mister Shuttleworthy a la ciudad, el digno anciano había dicho a su sobrino, en "su presencia", que el objeto de su viaje era depositar una suma muy con¬siderable de dinero en el Banco Agrícola e Indus¬trial, y que luego el susodicho mister Shuttleworthy había comunicado a su sobrino la determinación de anular su testamento original y de dejarle sin un chelín. Él —el testigo— invitó muy solemnemente al acusado a declarar si lo que acababa de exponer era o no era la verdad en todos sus detalles. Y fue mucho el asombro de los presentes cuando mister Pennifeather admitió francamente que "era verdad".
El magistrado consideró entonces su deber enviar a dos agentes de la policía para registrar la habita¬ción del acusado en la casa de su tío. No tardaron en volver transportando la conocidísima cartera de cuero bermejo guarnecida de acero que el anciano tenía la costumbre de llevar desde hacía años. Pero su valioso contenido no estaba allí, y el juez trató en vano de que el acusado confesase qué había hecho con él o dónde lo había escondido. En realidad, el acu¬sado se limitó a negar que supiera nada de aquello. Los guardias descubrieron también debajo del col¬chón de la cama del acusado una camisa y un pa¬ñuelo para el cuello con las iniciales del acusado, y ambos espantosamente empapados en la sangre de la víctima.
En este momento se anunció que el caballo del asesinado acababa de expirar en la cuadra a consecuencia de la herida que había recibido, y fue mister Goodfellow quien propuso hacer un examen post-mortem del animal, con la intención, si fuese posible, de descubrir la bala. Así se hizo, y como para demostrar más allá de toda duda la culpabilidad del acusado, mister Goodfellow, después de una busca considerable en la cavidad del pecho del animal, fue capaz de descubrir y extraer una bala de extraordinario tamaño que, al probarse, resultó ser exactamente del mismo calibre que el correspondiente al rifle de mister Pennifeather, y demasiado grande para el arma de cualquier otra persona del pueblo o de sus alrededores. Para que la cosa fuera más indudable, se comprobó que la bala tenía una muesca o hendidura en ángulo recto, con la marca habitual, y tras un examen se comprobó que dicha muesca correspondía con un pequeño saliente o elevación que el mismo acusado reconoció en el arma de su propiedad. Después de hallarse esta bala, el juez magistrado no quiso oír más testimonios, citando al procesado para juicio, declinando resueltamente aceptar ningún fiador en el caso, aunque mister Goodfellow protestó con mucho ardor contra tal severidad y ofreció garantizar toda la fianza que fuera necesaria. Esta generosidad por parte del viejo Charley estaba perfectamente de acuerdo con el tenor de su amable y caballerosa conducta durante el tiempo de su permanencia en la aldea de Rattle. En el caso presente, el digno hombre se dejaba llevar hasta tal punto por el excesivo ardor de su simpatía, que parecía haber olvidado por completo, al ofrecer la fianza para sacar a su joven amigo, que él mismo (mister Goodfellow) no poseía ni siquiera un dólar de propiedad en toda la superficie de la tierra.
El resultado del juicio puede fácilmente adivinarse. Mister Pennifeather, en medio de las ruidosas abominaciones de todos los de Rattleborough, fue juzgado en la sesión siguiente de lo criminal y la cadena de circunstancias evidentes (reforzada convenientemente por algunos nuevos hechos condenatorios que la sensible conciencia de mister Goodfellow le impidió disimular a la atención de la corte) fue considerada tan concluyente y tan sólida que el jurado, sin abandonar la sala, pronunció inmediatamente un veredicto de "culpable de asesinato en primer grado". Poco después el infeliz escuchó la sentencia de muerte, siendo conducido a la cárcel del distrito para esperar el inexorable cumplimiento de la ley.
Entre tanto, la noble conducta del viejo Charley Goodfellow le había hecho doblemente querido de los honestos ciudadanos de la aldea. Llegó a ser diez veces más popular que antes, y como resultado natural de la hospitalidad que le brindaban, mitigó, según se vio, las costumbres de excesiva parsimonia que su pobreza le había impuesto hasta entonces, y con frecuencia celebraba pequeñas reuniones en su propia casa, en las que el ingenio y la alegría reinaban con todo esplendor, oscurecidos un tanto, desde luego, por el recuerdo del triste y desgraciado final que pesaba sobre el sobrino del nunca bastante llorado amigo del generoso huésped.
Un buen día, el magnánimo anciano tuvo la agradable sorpresa de recibir la carta siguiente:
Charles Goodfellow, Esq.
Rattleborough From H. F.,
B., & Co
Chal. Mar. A-No 1-6 Doz
bts (1/2 Gross)
Charles Goodfellow, Esquire;
Querido señor:
De conformidad con una orden recibida hace casi dos meses de nuestro estimado cliente mister Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de enviarle esta mañana, a sus señas, una caja doble de Chateau-Margaux, marca El antílope, etiqueta verde. Caja numerada y marcada como se indica al margen.
Quedamos de usted, señor,
sus más obligados servidores
Hoggs, Frogs, Bogs, & Co.
Ciudad de..., junio 21, 18...
P S. La caja llegará por ferrocarril al día siguiente del recibo de esta carta. Nuestros saludos a mister Shuttleworthy.
H., F., B., & Co."
El hecho es que mister Goodfellow, desde la muerte de mister Shuttleworthy, había perdido toda esperanza de recibir el prometido Chateau-Margaux, y por tanto, entonces consideró aquello como un favor especial que le dispensaba la Providencia. Ni que decir tiene que se sentía sencillamente encantado, y en la exuberancia de su alegría invitó a un gran grupo de amigos a un petit souper para el día siguiente, con el propósito de probar el presente del digno anciano mister Shuttleworthy. No es que dijera nada del buen anciano mister Shuttleworthy cuando formuló las invitaciones. El hecho fue que, tras pensarlo mucho, decidió no mencionarlo. No comunicó a nadie, si no recuerdo mal, que hubiera recibido una caja de Chateau-Margaux. Se limitó, sencillamente, a pedir a sus amigos que compartiesen con él cierta bebida de rica y notable calidad que había encargado en la ciudad hacía dos meses, y que debía llegar a la mañana siguiente. Muchas veces me he atormentado tratando de imaginar por qué el viejo Charley había tomado la determinación de no decir nada acerca del vino que había recibido de su viejo amigo, y no he podido comprender; no me cabe duda de que, cuando lo hizo, debió de tener, sin duda alguna, una excelente y poderosa razón.
Por fin llegó el día siguiente, y con él una numerosa y respetable concurrencia a casa de mister Goodfellow. En realidad, medio pueblo estaba allí, incluido yo mismo; pero para vejación de nuestro anfitrión, el Chateau-Margaux no llegó hasta muy tarde, después que los invitados hubieron hecho justicia ampliamente a una opípara cena ofrecida por el viejo Charley. Sin embargo, por fin llegó una caja grande, monstruosa en verdad, y como toda la concurrencia estaba de muy buen humor, se decidió ponerla encima de la mesa para desembalar su contenido.
Dicho y hecho. Yo mismo eché una mano, y en un momento tuvimos la caja sobre la mesa, en medio de una multitud de botellas y vasos, y más de uno fue roto en medio del apresuramiento. El viejo Charley, que estaba muy bebido y con la cara muy encendida, se sentó con un aire de burlesca dignidad a la cabecera de la mesa y la aporreó furiosamente con una jarra, rogando a la concurrencia que se mantuviera en silencio durante la ceremonia de desenterrar el tesoro.
Después de algunas voces se restableció la calma por completo, y, como ocurre muchas veces en casos similares, siguió un profundo y circunspecto silencio. Siendo entonces invitado a levantar la tapa, así lo hice de buena gana. Introduje un cortafríos, y luego de darle unos cuantos golpecitos con el martillo, la tapa de la caja saltó de repente con fuerza, y en el mismo instante apareció, sentado y mirando de frente a la cara de nuestro anfitrión, el cuerpo ensangrentado, putrefacto y magullado del asesinado mister Shuttleworthy. Durante unos instantes estuvo mirando fija y dolorosamente, con sus ojos carentes de brillo y descompuestos, a la cara de mister Goodfellow, y murmuró lenta, pero clara e impresionablemente, las palabras: "Tú eres el asesino". Después, y como satisfecho de haberlas pronunciado, cayó fuera de la caja, extendiendo sobre la mesa sus miembros descoyuntados.
La escena que siguió sobrepasa a todo lo imaginable. El agolpamiento de las puertas y ventanas fue terrorífico, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron de puro horror. Pero después del loco y sorprendente estallido de espanto, todas las miradas se dirigieron hacia mister Goodfellow. Aunque yo viviera mil años, nunca me sería posible olvidar la mortal angustia que se reveló en aquel rostro espectral, que apenas hacía un instante estaba rojo de triunfo y de vino. Durante varios minutos permaneció rígido como una estatua de mármol; sus ojos parecían, en el intenso vacío de su mirada, estar vueltos hacia el interior y absortos en la contemplación de su miserable alma de asesino. Finalmente, su expresión pareció volver de pronto al mundo exterior; de un rápido salto se levantó de la silla y se dejó caer pesadamente sobre la mesa, y en contacto mismo con el cadáver, hizo una rápida y vehemente confesión, por la cual mister Pennifeather estaba encarcelado y condenado a morir.
Lo que contó puede resumirse en lo siguiente: siguió a su víctima hasta los alrededores de la charca ; disparó sobre el caballo con su pistola; golpeó con la culata al jinete; se apoderó de la cartera, y suponiendo al caballo muerto, lo arrastró con grandes esfuerzos hasta unas zarzas junto a la charca. Colocó el cuerpo de mister Shuttleworthy sobre su propia cabalgadura, y lo llevó a través del bosque para ocultarlo en un sitio seguro.
El chaleco, la navaja, la cartera y la bala, los había puesto él mismo donde se encontraron, con el fin de vengarse de mister Pennifeather. También había preparado el descubrimiento del pañuelo manchado de sangre y la camisa.
Al final del escalofriante relato, las palabras del culpable se hicieron débiles y cavernosas. Cuando dijo su última palabra, se levantó vacilando hacia atrás de la mesa y cayó... muerto.
* * *
Los medios que lograron aquella oportuna confesión, aunque eficaces, resultaron sencillísimos. El exceso de franqueza de mister Goodfellow me había desagradado y hecho sospechar desde el principio. Estuve presente cuando mister Pennifeather le pegó, y la perversa expresión que se reflejó en su rostro, aunque momentánea, me aseguró que sus amenazas de vengarse las cumpliría. Así, pues, yo estaba preparado para observar las maniobras del viejo Charley a una luz muy diferente de aquella a que las veían los buenos ciudadanos de Rattleborough. En seguida vi que todos los descubrimientos comprometedores, bien directa o indirectamente, provenían de él mismo. Pero lo que más abrió mis ojos al verdadero estado del caso fue el hecho de la bala encontrada por mister Goodfellow en el vientre del caballo. No había olvidado, como los de Rattleborough, que existía un agujero por el cual entró la bala y otro por donde había salido... Al ser encontrada en el animal, después de lo apuntado, comprendí que debió haber sido depositada allí por la persona que la encontró. La camisa y el pañuelo ensangrentados me confirmaron en la idea, puesto que al examinarse la sangre, resulto ser vino clarete y nada más.
Cuando llegué a pensar sobre todas estas cosas, y también en el reciente acrecentamiento de las liberalidades y de los gastos por parte de mister Goodfellow, empecé a abrigar la sospecha, que aunque sólo fuera compartida por sí mismo, no por eso perdía su fuerza.
Mientras tanto me dediqué con el mayor secreto a buscar el cadáver de mister Shuttleworthy, y por buenas razones buscaba en lugares lo más apartados posible de aquellos por los que mister Goodfellow había conducido a su grupo. El resultado fue que, después de algunos días, di con un viejo pozo seco cuya boca estaba casi escondida por los matorrales, y allí, en el fondo, encontré lo que buscaba.
Ahora bien; yo había oído por casualidad la con¬versación que sostuvieron los dos amigos cuando mister Goodfellow consiguió de su anfitrión la pro¬mesa de una caja de Chateau-Margaux, y según esto, actué como sigue: me procuré un trozo tieso de ballena y la introduje en la garganta del cadáver, y deposité este último en un viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblar el cuerpo al tiempo que se doblaba la ballena también con él. Por eso tuve que apretar con fuerza la tapa, mientras la asegu¬raba con clavos, y desde luego sospechaba que, tan pronto fueran retirados los clavos, la tapa saltaría y el cadáver seguiría un movimiento parecido.
Así preparada la caja, escribí a continuación una carta en nombre de los comerciantes en vinos con quienes trataba mister Shuttleworthy. Di instruccio¬nes a mi criado de que transportara el cajón hasta el domicilio de mister Goodfellow, en un carretón, en el momento que yo indicara. En cuanto a las palabras que pretendí hacerle decir al cadáver, con¬fiadamente dependían de mis habilidades como ventrílocuo, pues para que surtiera el efecto deseado yo contaba con la conciencia del miserable asesino.
Creo que no me queda nada por explicar. mister Pennifeather fue puesto en libertad, heredó la for¬tuna de su tío, se benefició de las lecciones de la experiencia, se enmendó y en lo sucesivo vivió feliz¬mente una nueva vida.
FIN