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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    UNA HISTORIA DE LOS TIEMPOS VENIDEROS (Herbert George Wells)

    Publicado en enero 21, 2010
    Título original: A Story of the Days to Come
    Traductor: L. N.
    © 1899; H. G. Wells
    ©1953; Ediciones Tor.

    Títulos originales de los relatos:
    • Una historia de los Tiempos venideros (A Story of the Days to Come Pall Mall Magazine. Junio-Octubre, 1897)
    • El cono (The cone. Unicorn. 18 de septiembre de 1895)
    • El tesoro en la selva (The Treasure in the Forest. Pall Mall Budget, 23 agosto 1894)
    • Los piratas del mar (The Sea Raiders. Weekly Sun Literary Supplement. 6 de diciembre de 1896)
    • En el abismo (In the Abyss. Pearson's Magazine. 1 de agosto de 1896.)
    • El caso de Plattner (The Plattner Story. New Review. Abril, 1896)

    Índice

    Una historia de los Tiempos venideros 4
    El cono 69
    El tesoro en la selva 79
    Los piratas del mar 86
    En el abismo 94
    El caso de Plattner 107


    Una historia de los Tiempos venideros

    Dentro de un millar de años, poco más o menos, la sociedad estará dividida en tres clases: los grandes ricos, que tendrán en sus manos el monopolio de todas las industrias y que habitarán los posos superiores de los altos edificios, para estar más cerca de sus vehículos volantes y del aire puro; los empleados, funcionarios, médicos, hombres de leyes, clase intermedia que ocupará la parte central de esos edificios; y en el piso bajo, los obreros y obreras, miserable población de siervos de fábricas y de canteras, alimentados y vestidos administrativamente, clase en la cual habrá perdurado, junto con el lenguaje grosero de los siglos antiguos, el amor al boxeo que fue en aquellos tiempos la característica de los ingleses.
    En este medio singular se encuentran dos jóvenes que, cediendo a influencias atávicas, se entregan al amor sin preocuparse de la fortuna, y después de haber disipado su escaso haber, se hallan reducidos a la vida se forzado impuesta entonces a todos los que para no morirse de hambre, deben procurarse recursos en el trabajo. Un viejo egoísta, que pretendía a la joven Elisabeth, y que para apoderarse de ella, había ensayado el hipnotismo y la persecución, se arrepiente en el momento de morir, y le entrega su fortuna, lo que permite a la joven pareja abandonar los horrores del fondo y subir a la superficie, tomando un bonito departamento del piso diecinueve, con terrado y balcón.
    Este es, a grandes rasgos, el argumento de la "Historia de los tiempos futuros", que constituye la primera parte de este volumen, y en la cual el celebrado autor de "Los primeros hombres en la luna" estudia y resuelve, científicamente, siempre con los inimitables recursos de su imaginación y de su fantasía, algunos de los graves problemas sociológicos que agitan en estos momentos a la humanidad.
    La segunda parte de este volumen la forman cinco cuentos e historietas, elegidos entre los más curiosos e interesantes que ha dado a luz este escritor realmente original:
    "El tesoro de la selva", "Los piratas del mar", "El Cono", relatos intensamente dramáticos, sobre todo el último, cuyo horrible desenlace provoca un escalofrío de horror; "En el abismo", singular descubrimiento de una humanidad que habita en las profundidades del mar insondable, y "El caso Plattner", demostración científica, humorística, de la probabilidad de que exista a nuestro alrededor y viva con nosotros el mundo de los espíritus de nuestros antepasados, y descripción impresionante de este mundo extraordinario e invisible.

    I
    La cura de amor.
    El excelente Mr. Morris era un inglés que vivió en la época de la buena reina Victoria. Era, un hombre próspero y muy sensato; leía el Times e iba a la iglesia. Al llegar a la edad madura, se fijó en su rostro una expresión de desdén tranquilo y satisfecho por todo lo que no era como él. Era Mr. Morris una de esas personas que hacen con una inevitable regularidad todo lo que está bien, lo que es formal y racional.
    Llevaba siempre vestidos correctos y decentes, justo medio entre, lo elegante y lo mezquino. Contribuía regularmente a las obras caritativas de buen tono, transacción juiciosa entre la ostentación y la tacañería, y nunca dejaba de hacerse cortar los cabellos de un largo que denotara una exacta decencia.
    Todo cuanto era correcto y decente que poseyera un hombre de su posición, lo poseía él, y lodo lo que no era ni correcto ni decente para un hombre de su posición, no lo poseía.
    Entre esas posesiones correctas y decentes, el tal Mr.
    Morris tenía una esposa y varios hijos. Naturalmente, la esposa que tenía era del género decente, y los hijos eran del género decente, y en número decente: nada de fantástico o de aturdido en ninguno de ellos, en cuanto Mr. Morris alcanzaba a ver. Llevaban vestidos perfectamente correctos, ni elegantes, ni higiénicos, ni raídos, sino justamente como la decencia los exigía. Vivían en una casa bonita y decente, de arquitectura Victoriana, al estilo de reina Ana, que ostentaba en el frontis falsos cabriolés de yeso pintados color de chocolate; en el interior, tableros imitación encina esculpida, de Lincrusta Walton; un terrado de barro cocido que imitaba la piedra, y falsos vitreaux en la puerta principal. Sus hijos fueron a escuelas buenas y sólidas, Y abrazaron respetables profesiones; Sus hijas, no obstante una o dos veleidades fantásticas, se unieron en matrimonio con partidos adecuados, personas de orden, avejentadas y «con esperanzas.» Y cuando le llegó el momento decente y oportuno, Mr. Morris murió. Su tumba fue de mármol, sin inscripciones laudatorias ni insulseces artísticas, tranquilamente imponente, porque esa era la moda de aquella época.
    Sufrió diversos cambios, según la costumbre en tales casos, y mucho tiempo antes de que esta historia comenzara, sus mismos huesos estaban reducidos a polvo y esparcidos a los cuatro vientos. Sus hijos, sus nietos, sus biznietos y los hijos de éstos, no eran ya, ellos también, otra cosa que polvo y cenizas, las cuales habían sido igualmente desparramadas.
    Era cosa que él no habría podido nunca imaginarse, el que llegaría el día en que hasta los restos de sus tataranietos fueran esparcidos a los cuatro vientos. Si alguien hubiera emitido semejante idea en su presencia, él habría sentido una grave ofuscación, pues era una de esas dignas personas que Do tienen interés alguno por el porvenir de la humanidad. A decir verdad, tenía serias dudas en cuanto a que tocara a la humanidad un porvenir cualquiera después de que él hubiera muerto.
    Le parecía completamente imposible y absolutamente desnudo de interés el imaginarse que hubiera algo después de su muerte. Sin embargo, así era, y cuando hasta los hijos de sus biznietos estuvieron muertos, podridos —y olvidados, cuando la casa de falsas vigas hubo sufrido la suerte de todas las cosas ficticias, cuando el Times no apareció más, cuando el sombrero de copa pasó a ser una antigüedad ridícula, y la piedra tumular, modesta e imponente, que había sido consagrada a Mr. Morris, había sido quemada para hacer cal y argamasa, y cuando todo lo que Mr. Morris había juzgado importante y real se había desecado y estaba muerto, el mundo existía aún y había en él personas que miraban el porvenir, o más bien dicho, todo lo que no era su persona o su propiedad, con tanta indiferencia como lo había mirado Mr.
    Morris Cosa extraña de observar, y que habría causado a Mr. Morris un gran enojo si alguien se lo hubiera predicho: por todo el mundo vivía esparcida una incertidumbre de personas que respiraban la vida y por cuyas venas corría la sangre de Mr. Morris, así como, un día por venir, la vida que está hoy concentrada en el lector de la presente historia, podrá estar igualmente esparcida por todos los extremos de este mundo y mezclada en millares de razas extranjeras, más allá de todo pensamiento y de todo rastro.
    Entre los descendientes de este Mr. Morris había uno tan sensato y de espíritu tan claro como su antepasado. Tenía exactamente la misma armazón sólida y corta del antiguo hombre del siglo XIX, cuyo nombre de Morris, llevaba aun —pero con esta ortografía: Mwres; —tenía en el rostro la misma expresión medio desdeñosa. Era también un personaje próspero para su época, lleno de aversión hacia lo nuevo, y para todas las cuestiones concernientes a lo porvenir y al mejoramiento de las clases inferiores, como lo había sido su antepasado Mr. Morris. No leía el Times(para decir, la verdad, ignoraba que alguna vez hubiera habido un Times); esta institución había naufragado en alguna parte, en los abismos de los años transcurridos. Pero el fonógrafo que le hablaba por la mañana, mientras se vestía, reproducía la voz de alguna reencarnación de Blowitz1 que se entrometía en los asuntos del mundo. Esa máquina fonográfica tenía las dimensiones y la forma de un reloj holandés, y en la parte delantera unos indicadores barométricos movidos por electricidad, un reloj y un calendario eléctricos, un memento automático para las citas, y en el sitio de la esfera se abría la boca de una trompeta. Cuando tenía noticias, la trompeta graznaba como un pavo: «¡galú! ¡galú!» después de lo cual voceaba su mensaje, como una trompeta puede vocear.
    Mientras Mwres se vestía, le cantaba, en tonos sonoros, amplios y guturales, los accidentes sobrevenidos la víspera a El famoso corresponsal que el Times tiene en París, los ómnibus volantes que circulaban en torno del globo, los nombres de las últimas personas llegadas a los balnearios a la moda recientemente fundados en el Tibet, las reuniones de las grandes compañías monopolizadoras celebradas la víspera.
    Si lo que la trompeta decía fastidiaba a Mwres, éste no tenía más que tocar un botón, y la máquina, después de una corta sofocación, hablaba, de otra cosa.
    Naturalmente, su vestir difería mucho del de su antepasado.
    Sería difícil decir cuál (lo los dos habría sentido mayor asombro y habría sufrido más al encontrarse dentro de las ropas del otro.
    Mwres habría preferido ciertamente ir desnudo por completo, a, ponerse el sombrero de felpa, la levita, el pantalón gris perla y la cadena de reloj que en los tiempos pasados habían llenado a Mr. Morris de un sombrío respeto por sí mismo. Para Mwres no existía ya el fastidio de afeitarse: un hábil operador había desde tiempo atrás hecho desaparecer hasta el último pelo de su cara. Sus piernas estaban encerradas en un agradable vestido de color rosado y ambarino, y tejido de una materia impermeable para el aire: él lo hinchaba con una ingeniosa bombita, de manera de sugerir la idea de músculos enormes. Por encima de eso, llevaba también vestidos neumáticos, y sobre éstos una túnica de seda color ámbar, de suerte que estaba vestido de aire y admirablemente protegido contra los cambios repentinos de temperatura.
    Encima de todo se echaba un manto escarlata, de bordes fantásticamente recortados. En su cabeza, que había sido hábilmente despojada hasta de los más pequeños cabellos, ajustaba una gorrita de color rojo vivo, mantenida recta por inspiración, llena de hidrógeno y con un parecido curioso a la cresta de un gallo. As¡ completo su atavío, y consciente de hallarse vestido sobriamente y con corrección, estaba dispuesto a afrontar, con mirada tranquila, a sus Contemporáneos.
    Éste Mwres —el tratamiento de «señor» había desaparecido desde épocas atrasadas—era, uno de los funcionarios del Sindicato de las Máquinas de Viento y de las Caídas de Agua, gran compañía que poseía las ruedas de viento y las caídas de agua del mundo entero, monopolizaba el agua y proveía de fuerza eléctrica necesaria para la gente en esos días avanzados.
    Ocupaba en un vasto hotel, cerca de la parte de Londres llamada la Séptima Vía, un espacioso y cómodo departamento situado en el décimo séptimo piso. —Las casas particulares y la vida de familia habían desaparecido desde tiempo atrás, con el refinamiento progresivo de las costumbres, y, a decir verdad, la constante alza de los intereses y del valor de los terrenos, la desaparición necesaria de los sirvientes, la complicación de la cocina hablan hecho imposible el domicilio privado del siglo XIX, aun para aquel que hubiera deseado vivir en tan salvaje reclusión.
    Cuando hubo acabado de vestirse, Mwres se dirigió hacia una de las puertas de la habitación (en cada extremo había puertas, indicadas por dos enormes flechas que se dirigían en sentidos opuestos); tocó un botón para abrirla, y salió a un ancho pasadizo cuyo centro, provisto de asientos, se dirigía hacia la izquierda, con un movimiento regular de avance. En algunos de esos asientos estaban sentados hombres y mujeres, vestidos con elegancia. Mwres saludó con un movimiento de la cabeza a una persona conocida suya que pasaba (en esa época era de etiqueta el no conversar antes del almuerzo), ocupó, uno de los asientos, y en pocos segundos el pasadizo lo transportó a la entrada de un ascensor por el cual descendió a la sala grande y espléndida en la cual secamente el desayuno.
    Este era muy diferente del desayuno que se servía en el siglo XIX. Las duras tajadas que entonces había que cortar y untar de grasa animal para que pudieran ser agradables al paladar; los fragmentos todavía reconocibles de animales recientemente sacrificados, horriblemente carbonizados y destrozados; los huevos quitados sin compasión a alguna gallina indignada, todos esos alimentos que constituían el menú ordinario del siglo XIX, habrían sublevado el horror y el asco en el espíritu refinado de la gente de esta época, avanzada. En vez de aquellos alimentos, había pastas y pasteles, de cortes agradables y variados, que en nada recordaban la forma ni el color de los infortunados animales de que se sacaba para ellos la substancia y el jugo. Aparecían los alimentos en fuentecillas que salían deslizándose por sobre unos rieles, de una pequeña caja puesta a uno de los lados de la mesa. La superficie sobre la cual comía la gente, habría parecido a un hombre del siglo XIX, que juzgara, por la vista y el tacto, como si estuviera cubierta de un fino y adamascado mantel blanco, pero era en realidad una superficie de metal oxidado que se podía limpiar instantáneamente después de cada comida. Había en la sala centenares de esas pequeñas mesas, y delante de la mayor parte de ellas estaban sentados, solos o en grupos, los ciudadanos de esa época.
    En el momento en que Mwres se instalaba delante de su elegante desayuno, una orquesta invisible, que se había detenido un instante, empezó nuevamente a, tocar, y llenó de música el aire.
    Pero Mwres no pareció interesarse mucho por su desayuno ni por la música: sus miradas vagaban incesantemente a través de la sala, como si esperara a algún comensal atrasado.
    Por fin se levantó precipitadamente, hizo una seña y simultáneamente, apareció al otro extremo de la sala una forma alta y sombría, vestida con un traje de color amarillo y verde aceituna. A medida que se acercaba esa persona, andando con paso mesurado por entre las mesas, la expresión enérgica de su cara pálida y la extraordinaria intensidad de sus ojos se hacían visibles. Mwres se sentó, señalando al recién venido un asiento a su lado.
    —Temía que no pudiera usted venir—dijo.
    A pesar del espacio de tiempo transcurrido, la lengua que Mwres hablaba era todavía casi exactamente la misma que se usaba en el siglo XIX. La invención del fonógrafo y otros medios semejantes para fijar el sonido, así como la substitución progresiva de los libros por instrumentos de ese género, no habían solamente detenido la debilitación de la vista humana, sino también, al establecer reglas seguras, había contenido los cambios graduales de pronunciación, hasta, entonces inevitables.
    —Me ha hecho venir con atraso un caso interesante —dijo el hombre del traje amarillo y verde. —Un político importante.... ¿comprende usted?... que sufría del exceso de trabajo.
    Echó una ojeada al desayuno y se sentó.
    —¡Eh, querido!—dijo, Mwres. —Ustedes los hipnotizadores no carecen de trabajo.
    El hipnotizador se sirvió una jalea color de ámbar muy apetitosa.
    —Sucede que a mi se me solicita mucho dijo modestamente.
    —¿Quién sabe lo que sería de nosotros sin ustedes?
    —¡Oh! ¡No somos tan indispensables el hipnotizador, saboreando el gusto de su jalea. El mundo ha vivido muy bien sin nosotros durante algunos miles de años. Hace apenas doscientos años... ¡no había ni un hipnotista! Quiero decir, uno que ejerciera la profesión. Médicos a millares, cierto, en su mayoría terriblemente torpes, e imitadores los unos de los otros como carneros, pero médicos del espíritu, ni uno, aparte de algunos charlatanes empíricos.
    Y concentró su espíritu en la jalea.
    Pero, entonces, ¿era tan sana la gente que ?... —comenzó Mwres.
    El hipnotista meneó la cabeza.
    —Poco importaba que fueran idiotas o desequilibrados: ¡la vida era entonces tan cómoda! nada de competencias dignas de este calificativo... nada de opresión. Se necesitaba que un ser humano fuera lindamente desequilibrado para que alguien se ocupara (le él, y entonces, como usted sabe, era para meterlo en lo que se llamaba un asilo de alienados.
    —Lo sé —dijo Mwres:—en esas malditas no. velas históricas que todo el mundo escucha, alguien libra siempre a una hermosa joven encerrada en un asilo o en algún lugar de ese género. Ahora me pregunto si esas tonterías le interesan a usted. —Debo confesar que sí—dijo el hipnotista es un cierto cambio eso de trasladarse a aquellos días extraños, venturosos y medio civilizados del siglo XIX, cuando los hombres eran osados y las mujeres sencillas. Yo prefiero toda una historia de corta—montañas. Era una época muy curiosa aquélla, con sus locomotoras jadeantes, sus vagones que ensuciaban, sus curiosas caritas y sus coches de caballos. ¿Supongo que usted no lee libros?
    —¡Seguro que no! —dijo Mwres:—he estudiado en una escuela moderna y en ella no he aprendido ninguna de esas necedades añejas. Los fonógrafos me bastan.
    —¡Naturalmente! —dijo el hipnotista, y echó una ojeada, a la mesa para escoger un nuevo manjar. —En esos tiempos —añadió, sirviéndose una mezcla de color azul obscuro y aspecto apetitoso; —en esos tiempos se pensaba poco en nuestra ciencia. Creo hasta que si alguien hubiera dicho que antes de doscientos años habría una clase entera de hombres exclusivamente ocupada en imprimir cosas en la memoria, en borrar las ideas desagradables, en dominar y apagar los impulsos instintivos pero enojosos, por medio del hipnotismo, todo el mundo se habría negado a creerlo, Pocas personas sabían que una orden dada en el sueño hipnótico, aun cuando fuera una orden de olvidar o de desear, pudiera ser formulada de manera que fuera obedecida después del sueño.
    Sin embargo, entonces existían personas que habrían podido afirmar que era tan cierto que llegaría a suceder la cosa, como el paso de Venus.
    —¿Conocían el hipnotismo en aquellos tiempos?
    —¡Oh, sí seguramente! ¡Se servían dé él para extraer los dientes sin dolor y para otros usos por el estilo!... ¡Cáspita!
    ¡Qué buena es esta mixtura azul! ¿Qué es?
    —No tengo la menor idea—dijo Mwres—pero confieso que es excelente. Tome usted un poco más.
    El hipnotista repitió sus elogios y luego siguió una pausa apreciativa.
    —Con relación a esas novelas históricas—dijo Mwres procurando aparentar cierta. despreocupación, —desearía hablar a usted... ¡hum!... de la cosa que... ¡hum!... tenia ... en el espíritu... cuando preguntó por usted ... cuando expresé el deseo de ver a usted.
    Se detuvo y respiró ruidosamente. El hipnotista le dirigió una mirada atenta y siguió comiendo.
    —El hecho es—dijo Mwres, —que tengo una... ¡una hija! Pues bien, usted sabe que le he dado... ¡hum! ... todas las ventajas de la educación. Cursos, no por un profesor capaz y único, sino que también ha tenido un teléfono directo para la danza, las maneras, la conversación, la filosofía, la crítica de arte...
    Indicó con un ademán, una cultura universal.
    —Tenía la intención de casarla con un buen amigo mío, Bindon, de la comisión de alumbrado, un hombre muy sencillo, que no siempre tiene maneras agradables, pero verdaderamente es un buen muchacho... un excelente muchacho.
    —Bien, siga usted—dijo el hipnotista. —¿Qué edad tiene la joven?
    —Dieciocho años.
    —Edad peligrosa.
    —Pues bien, parece que se ha dejado... influir—por esas novelas históricas... de una manera excesiva... sí, de una manera excesiva; hasta el punto de descuidar su filosofía. Se ha llenado el espíritu de insípidas tonterías a propósito de soldados que se baten... no sé qué son... ¿etruscos? Egipcios.
    —Egipcios probablemente. Cortan y hieren sin cesar con espadas, revólveres y cosas... sangre por todas partes... horrible y también .hay jóvenes en torpederas que saltan... españoles supongo... y toda clase de aventureros. Se la ha puesto en la cabeza casarse por amor y el pobre Bindon...
    —He visto casos semejantes—dijo, el hipnotista. —¿Quién es el otro joven?
    Mwres conservó una apariencia de calma resignada.
    —Puede usted preguntarlo—y bajó la voz como avergonzado—es un simple empleado de la plataforma donde descienden las máquinas volantes que vienen de París. Tiene buena catadura, como dicen en las novelas... es joven y muy excéntrico. Afecta lo antiguo... ¡sabe leer y escribir!... Ella también... y en vez de comunicarse por el teléfono, como hace la gente sensata, se escriben y cambian... ¿cómo se llama eso?
    —Esquelas.
    —No, no son esquelas... ¡Ah! ... ¡poemas!
    El hipnotista, sorprendido, alzó los ojos. ¿Cómo lo conoció?
    —Tropezó al bajar de la máquina volante de París y cayó en los brazos del joven. El daño sobrevino en un instante.
    —¿De veras?
    —Sí, ya lo sabe usted todo. Es necesario poner remedio. Para eso he venido a consultar a usted. ¿Qué se debe hacer? ¿Qué se puede hacer? No soy hipnotista; mi ciencia no va lejos... ¡pero usted!...
    —El hipnotismo no es magia—dijo el hombre vestido de verde, colocando los codos en la mesa.
    —¡Oh! precisamente... pero sin embargo...
    —No se puede hipnotizar a las personas sin su consentimiento. Si la joven es capaz de resistirse al proyecto de matrimonio con Bindon, probablemente no consentirá en dejarse hipnotizar. Pero si llega a ser hipnotizada, aunque sea por otro, la cosa está hecha.
    —¿Usted podría?...
    —¡Oh! seguramente. Tan pronto como la tengamos la sugeriremos que es necesario que se case con Bindon, que ese es su destino, o si no, que el joven a quien ama es repugnante; que, cuando ella le vea debe sentir náuseas y vértigo o cualquier otra cosa por el estilo... o si podemos sumergirla en un sueño suficientemente profundo, sugerirle que lo olvide por completo.
    —Precisamente.
    —Pero la cuestión es hipnotizarla. Naturalmente, ninguna proposición o seducción de, ese genero debe prevenir de usted, porque, sin duda, ella debe desconfiar.
    El hipnotista posó la cabeza en sus manos y se puso a reflexionar.
    —Es duro para un hombre no poder disponer de su hija—dijo Mwres intempestivamente.
    —Es necesario que usted me dé el nombre y la dirección de la joven—dijo el hipnotista, —con todos los detalles que conciernen al caso, y entre paréntesis, ¿hay algún dinero en el asunto? Mwres titubeó.
    —Hay una suma... una suma considerable. puesta en la Sociedad de las Vías Privilegiadas la fortuna de su madre.
    Esto es lo exasperante del caso.
    —Perfectamente—dijo el hipnotista, y se puso a interrogar a Mwres. El interrogatorio fue largo.
    Mientras tanto, Elizabeth Mwres, como ortografiaba ella su nombre, o Elisabeth Morris, como lo habría escrito una persona del siglo XIX, estaba sentada en una tranquila sala de espera., bajo la gran plataforma donde descendía la máquina volante de París. Al lado de la joven estaba su enamorado esbelto y agraciado, leyéndole el poema que había escrito aquella mañana, mientras se hallaba de servicio en la plataforma. Cuando terminó la lectura, permanecieron un instante silenciosos; luego, como si hubiera sido para su diversión especial, apareció en el cielo la gran máquina que llegaba de América a todo andar.
    Al principio no era más que un pequeño objeto oblongo, confuso y azul a la distancia, entre las nubes coposas, luego creció rápidamente, más vasto y más blanco, hasta que pudieron ver las hileras de velas separadas, de un centenar de pies de ancho cada una, y el frágil marco, que soportaban, y por fin hasta los asientos movibles de los pasajeros como líneas punteadas. Aun que la máquina descendía, a ellos les parecía que subía al cielo, y abajo, sobre la extensión de los techos de la ciudad, su sombra los envolvía rápidamente.
    Oyeron el silbido del aire y los llamados de la sirena, estridentes y vibrantes, para anunciar su llegada a los empleados de la plataforma, de recalada. Bruscamente, la nota bajó un par de octavas y la máquina desapareció; el cielo estaba claro y libre, y la joven volvió sus ojos hacia Denton, quien estaba sentado a su lado.
    Rompieron el silencio, y Denton, hablando una especie de idioma entrecortado que era, según parece, posesión particular de ellos, aunque desde que el mundo es mundo todos los amantes hayan hablado esa lengua, Denton le dijo que un buen día ellos también tomarían el vuelo para dirigirse hacia una ciudad maravillosa que él conocía en el Japón, a medio camino alrededor del mundo.
    A ella le gustaba la idea, pero el esfuerzo la atemorizaba; oponía un perpetuo: «Ya veremos, amigo mío, ya veremos» a todas sus instancias para que fuese muy pronto. Hubo un conflicto estridente de silbatos y el joven tuvo que volver a su servicio en la plataforma: se separaron como se han separado siempre los enamorados desde miles de años atrás.
    Ella siguió por un pasaje hasta un ascensor y llegó así a una de las calles de Londres de esa época, toda cubierta de vidrios gruesos con plataformas movibles que iban continuamente a todos los barrios de la ciudad. Por una de aquellas plataformas regresó a su departamento, en el Hotel de las Mujeres, donde habitaba y que estaba en comunicación telefónica con todos los mejores profesores del mundo. Pero llevaba en su corazón todo el sol que los había bañado de luz, a ella, y a Denton, y a esa claridad la sabiduría de los mejores profesores del mundo parecía locura, Elisabeth pasó una parte de la tarde en el gimnasio y comió con otras dos jóvenes y su chaperón común, pues todavía se acostumbraba tener chaperones para las jóvenes de las clases elevadas que habían perdido a su madre. El chaperón tenía ese día una visita, un hombre vestido de verde y de amarillo, que hablaba de una manera asombrosa. Entre otras cosas hizo el elogio de una nueva novela histórica, que uno de los grandes narradores populares acababa de publicar. El tema, naturalmente, había sido tomado de la época de la reina Victoria, y el autor, entre agradables innovaciones había colocado un pequeño argumento antes de cada sección de su historia, imitando los títulos de capítulos de los libros del tiempo antiguo; por ejemplo: «De cómo los cocheros de Pimlico detuvieron el ómnibus de Victoria, y del gran pugilato que siguió en el patio del Palacio», o bien: «De cómo el guardia de Piccadilly fue víctima de su deber». El hombre verde y amarillo no cesaba de hacer elogios.
    —Esas frases enérgicas—decía —son admirables. Hacen ver de una ojeada esas épocas tumultuosas y frenéticas, en que, los hombres y los animales se codeaban en las calles sucias donde la muerte lo esperaba a uno a cada vuelta. ¡La vida era la vida, entonces! ¡Qué grande debía parecer el mundo!
    ¡Qué maravilloso! Había entonces partes del globo absolutamente inexploradas; hoy, casi hemos anulado el asombro, llevamos una existencia tan ordenada que el valor, la paciencia, la fe, todas las nobles virtudes parece que desaparecieran de la tierra.
    Continuó en ese tono cautivando los pensamientos de la joven, de tal modo que la vida que llevaban, la vida del siglo XXII, en Londres vasto e inextricable, vida entremezclada de vuelos hacia todos los puntos del globo, le parecía una monótona miseria al lado de ese dédalo del pasado.
    Al principio Elisabeth no tomó parte en la conversación; sin embargo, al cabo de un rato el tema se hizo tan interesante, que emitió algunas tímidas observaciones. Pero él apenas pareció fijarse en ella y prosiguió describiendo un nuevo método para divertir a la gente. Se hacía uno hipnotizar y entonces le sugestionaban A uno de tal modo que era lo más fácil figurarse que se vivía en los tiempos antiguos. Se podía actuar en pequeñas novelas —del pasado tan claramente como si fuese la realidad, y cuando al fin uno se despertaba, recordaba todo lo que uno se imaginaba haber experimentado como si hubiese sido real.
    —Es una cosa que hemos buscado desde hace años y años—decía el hipnotista. —Prácticamente, es un sueño artificial y al fin hemos encontrado el medio de producirlo. Piensen ustedes en todo lo que eso nos permite. ¡Nuestra experiencia enriquecida, las aventuras posibles de nuevo, un refugio que se ofrece contra esta vida sórdida y difícil! ¡Imagínense ustedes!.
    —¡Y usted puede hacer eso! —dijo con curiosidad la chaperón.
    —Al fin la cosa es posible—respondió el hipnotista.
    —Pueden ustedes pedir un sueño a su gusto.
    La chaperón fue la primera en hacerse hipnotizar, y al despertar declaró que había tenido un sueño maravilloso.
    Las dos jóvenes animadas por su entusiasmo se abandonaron también entro las manos del hipnotista para hacer una excursión por el romántico pasado. Nadie obligó a Elisabeth a ensayar esa nueva distracción y al fin por su propio deseo fue llevada a ese país de los sueños, donde no hay libertad de elección ni voluntad...
    Así fue hecho el mal.
    Un día, Denton bajó a la pequeña sala tranquila bajo la plataforma de las máquinas volantes y Elisabeth no estaba en su lugar habitual. Se sintió contrariado y algo enojado. Al día siguiente su amada no vino, ni al otro tampoco. Tuvo miedo; para poder disimular sus propios temores se puso con ardor a componer sonetos para cuando volviese...
    Durante tres días por medio de esta distracción, luchó contra su aprensión, luego la verdad se le presentó, fría y clara, sin duda posible. Podía estar enferma, pero no quería creer que le hubiese engañado. Entonces pasó una semana de penas; comprendió que ella era el único bien en la tierra, digno de la posesión, y que necesitaba buscarla hasta que la hubiese encontrado, por más desesperada que fuese la pesquisa.
    Tenía algunos recursos personales, lo que le permitió abandonar su empleo para buscar a la joven que se había hecho para él más preciosa que el mundo.
    No sabía dónde vivía e ignoraba todo lo que se relacionaba con ella, pues la joven había exigido para aumentar el encanto de su romántico amor, que, él no conociese nada de ella... nada de su diferencia de situación. Las calles de la ciudad se abrían delante. de él, al Este y al Oeste, al Norte y al Sur. En la época de la reina Victoria, Londres, pequeña ciudad de cuatro pobres millones de habitantes, era ya un laberinto, pero el Londres que Denton iba a explorar, el Londres del siglo XXII, era una ciudad de treinta millones de almas. Al principio fue enérgico e infatigable, tomaba apenas el tiempo necesario para comer y beber. Buscó duramente semanas y meses, pasando por todas las fases imaginables de la fatiga y de la desesperación de la sobrexcitación y de la cólera. Mucho tiempo después de que todas sus esperanzas hubieran muerto, por la simple inercia de su deseo, vagaba todavía de un lado a otro, examinando las caras, mirando a derecha e izquierda en las calles, los ascensores y los pasadizos incesantemente animados por el movimiento de esa gigantesca columna humana. Por fin, el azar se compadeció de él y le permitió verla.
    Era un día de fiesta. Tenía hambre, y habla pagado el derecho de entrada única para penetrar en uno de los inmensos refectorios, de la ciudad. Se abría paso por entre las mesas y examinaba por la sola fuerza de la costumbre cada grupo junto al cual pasaba. De repente, se detuvo estupefacto, con los ojos fijos y la boca abierta, sin fuerzas para avanzar. Elisabeth estaba sentada apenas a veinte metros de él, mirándole de frente a la cara, con unos ojos tan duros, tan exentos de expresión corno los de una estatua, unos ojos que parecían no reconocerle: lo miró así un momento, y su mirada pasó luego a otra cosa.
    Si Denton no hubiera tenido sus ojos para convencerle, habría podido dudar de que fuera realmente Elisabeth.
    Pero la reconoció en el ademán, en la gracia de un pequeño rizo rebelde que se balanceaba sobre la oreja cuando la cabeza se movía. Alguien le habló, y ella se dio vuelta, con una sonrisa indulgente hacia el hombre que estaba cerca de ella, un hombrecillo ridículamente vestido, erizada la cabeza de cuernos neumáticos, como un raro reptil: el Bindon escogido por su padre.
    Durante un momento se quedó Denton inmóvil, pálido y con la vista extraviada: en seguida presa de una debilidad, se sentó delante dé una de las mesitas. Daba las espaldas a Elisabeth, y por un largo rato, no se atrevió a mirarla. Por fin, tuvo el valor de hacerlo, y la vio de pie, lista para partir con Bindon y otras dos personas: éstas eran su padre y la chaperón. El se quedó en su sitio corno incapaz de hacer nada hasta que las cuatro personas estuvieron lejos y apenas se les veía: entonces se levantó, poseído por la idea única de seguirlos. Durante un rato temió haberlos perdido, pero en una de las calles de plataformas móviles que recorrían la ciudad, cayó de nuevo sobre Elisabeth y su chaperón: Bindon y Mwres habían desaparecido.
    Ya no le fue posible conservar por más tiempo la paciencia.
    Sentía el deseo irresistible de hablar a Elisabeth o de morir. Se dirigió vivamente al lugar en que estaban sentadas y se sentó junto a las dos. Su cara pálida estaba convulsionada por su sobreexcitación nerviosa.
    Posó su mano sobre la de la joven.
    —¡Elisabeth! —dijo.
    Ella se volvió con un asombro sincero y su rostro no indicaba más que su temor por ese desconocido.
    —¡Elisabeth! —gritó, y su voz le pareció a él mismo extraña.
    —¡Mi muy amada! ... ¿Me reconoce usted?
    El rostro de Elisabeth no dejó ver otra cosa que un poco de alarma y de perplejidad.
    La joven se apartó de él. La chaperón, una mujercita de cabellos grises y facciones móviles, se inclinó hacia adelante para intervenir. Sus ojos claros y resueltos examinaron a Denton.
    —¿Qué quiere usted? —le preguntó.
    —Esta señorita... ¡me conoce! —afirmó Denton.
    —¿Le conoce usted, querida?
    —¡No! —dijo Elisabeth con voz extraña, llevándose la mano a la frente y hablando como quien repite una lección.
    —¡No! ¡No le conozco! Sé que no le conozco.
    —¡Cómo!... ¡Cómo!... ¡No me conoce usted! ¡Soy yo! ¡Denton, Denton! ... Con quien iba usted a conversar... ¿No se acuerda usted ya... La plataforma de las máquinas voladoras, el banco... al aire libre los versos...
    —¡No! —replicó Elisabeth. —¡No! ¡No lo conozco! ¡No lo conozco! ... Algo hay... pero ya no lo sé... Todo lo que sé es que no lo conozco.
    Sus facciones expresaban un desconsuelo infinito. Los vivos ojos de la chaperón iban de la joven al joven.
    —Ya ve usted—dijo, con una sombra de sonrisa. —No le conoce a usted.
    —¡No le conozco a usted! —repitió Elisabeth. —Estoy segura de ello.
    —Pero, mi amada... los sonetos... los pequeños poemas...
    —No le conoce a usted—insistió la chaperón. —No se empeñe usted... ¡Está usted engañado!... No continúe usted hablándonos... Desista usted de molestar a la gente en la vía pública.
    —Pero—dijo Denton, y su rostro desconsolado y lívido pareció un momento apelar contra el destino.
    —No hay que persistir, joven, —protestó la chaperón.
    —¡Elisabeth! —gritó él.
    El rostro de la joven expresaba tormentos intolerables.
    —¡No le conozco a usted! —exclamó, con la mano en la frente. —¡Oh! ¡Pero no le conozco a usted!
    Denton se desplomó en su asiento, aturdido... Después se enderezó y exhaló un gemido. Hizo un extraño ademán de llamamiento hacia el techo de vidrio de la vía pública, luego se dio vuelta y pasó con saltos febriles de una plataforma móvil a otra, y desapareció entre el hormigueo de los transeúntes. La chaperón le siguió con los ojos, después de lo cual afrentó atrevidamente las miradas de los curiosos que las rodeaban.
    —Querida mía—preguntó Elisabeth retorciéndose las manos y demasiado profundamente conmovida para hacer caso de los que la observaban. —¿Quién es ese hombre?... ¿Quién es ese hombre?...
    La chaperón abrió los ojos desmesuradamente y contestó con voz clara y de manera que la oyeran todos:
    —Algún pobre ser medio idiota, ¡esta es la primera vez que lo veo!
    —¿Nunca le hemos visto antes?
    —Nunca, querida mía: no se atormente usted la imaginación por tan poco.
    Algún tiempo después de esto, el célebre hipnotista, en el momento en que se vestía de verde y amarillo, recibió una visita. El nuevo parroquiano, un joven, atravesó la sala de consultas, pálido y con las facciones desencajadas.
    —¡Quiero olvidar! —gritaba. —Necesito olvidar.
    El hipnotista lo observó con mirada tranquila, estudiando su cara, su vestir y sus ademanes.
    —Olvidar algo, placer o pena, es disminuirse en igual proporción; pero ese es asunto de usted. Nuestros honorarios son elevados.
    —Con tal de que me fuera posible olvidar...
    —A usted le será fácil, puesto que lo desea. He conseguido curaciones más difíciles. No hace aún mucho... he tenido un caso en que no esperaba un resultado tan bueno. La cosa se. hizo contra la voluntad de la persona hipnotizada... Un asunto de amor también, como el de usted... —Una joven... Pero no se asuste usted.
    El joven fue a sentarse cerca del hipnotista. Sus ademanes revelaban que su calma era forzada. Fijó los ojos en los del operador.
    —Es necesario que le diga a usted... Naturalmente, conviene que usted sepa de quién se trata. Es una joven llamada Elisabeth Mwres. ¿Qué hay?...
    Se calló porque en las facciones del hipnotista había observado una repentina sorpresa.
    En el mismo instante comprendió. Levantándose y dominando al personaje sentado a su lado y que estaba vestido de verde y oro, lo tomó del hombro. Durante un momento no pudo encontrar las palabras.
    —¡Devuélvamela usted! ¡Devuélvamela usted
    —¿Qué quiere usted decir? —balbuceó el hipnotista.
    —¡Devuélvamela usted!
    —Que le devuelva... ¿a quién?...
    A Elisaheth Mwres... la joven...
    El hipnotista trató de desasirse , pero la mano de Denton le oprimía con mayor fuerza.
    —¡Suélteme usted! —gritó el hipnotista, lanzando su puño contra el pecho de Denton.
    En el mismo instante, los dos hombres se enlazaron en una torpe lucha. —Ni el uno ni el otro estaban ejercitados, porque el atletismo, salvo cuando se le preparaba como espectáculo y como ocasión para apuestas, había desaparecido de la tierra. Sin embargo, Denton era no solamente el más joven sino también el más fuerte de los dos. Se empujaron el uno al otro a través de la habitación, después el hipnotista cedió bajo el peso de su antagonista, y los dos cayeron...
    De un salto, Denton se puso en pie, espantado de su furia.
    Pero el hipnotista quedaba tendido en tierra, y de repente, de una pequeña señal blanca que le había hecho en la frente el ángulo de un taburete, brotó un hilo de sangre. Un momento se quedó Denton inclinado sobre él, irresoluto y tembloroso. Un temor de las consecuencias posibles entró en su espíritu de educación tranquila. Se volvió hacia la puerta.
    —¡No! —dijo en voz alta, y regresó al centro de la habitación.
    Dominando la instintiva repugnancia del que, en toda su vida, no ha sido testigo de un acto de violencia, se arrodilló al lado de su antagonista para escuchar si el corazón latía, y después examinó la herida. Se volvió a poner en pie, sin hacer ruido, y paseando la vista en torno suyo, empezó a ver la situación bajo mejores auspicios.
    Al recuperar el sentido, el hipnotista se encontró con la espalda apoyada en las rodillas de Denton, el cual le pasaba por el rostro una esponja mojada, y el pobre hombre sentía violentos dolores de cabeza. Sin decir una palabra, indicó con un ademán, que en su opinión ya se le había mojado bastante.
    —Déjeme usted levantarme.
    —Todavía no—dijo Denton.
    —¡Usted me ha atacado, bribón!
    —Estamos solos—dijo Denton—y la puerta bien cerrada.
    A esto siguió un momento de reflexión.
    —Si no me deja usted mojarle la frente—añadió Denton va usted a tener allí un chichón enorme.
    —Siga usted mojándome contestó el hipnotista, en tono gruñón.
    Hubo otra pausa.
    —Se creería uno en la edad de piedra—declaró el hipnotista.
    —¡Violencias!... ¡Una lucha! ...
    —En la edad de piedra—dijo Denton—nadie se habría atrevido a interponerse entre un hombre y —una mujer.
    El hipnotista reflexionó de nuevo.
    —¿Qué tiene usted la intención de hacer? —preguntó.
    —Mientras estaba usted desmayado, he encontrado en sus tabletas la dirección de la joven. Hasta ahora lo ignoraba. He telefoneado, y en breve estará aquí.
    —Entonces ... Vendrá con su chaperón...
    —Lo que será excelente.
    —Pero ¿qué?... No veo bien ... ¿Qué quiere usted hacer?
    —He buscado un arma. Es admirable cuán pocas armas hay en nuestros días, si se piensa que en la edad de piedra los hombres no poseían casi nada más que armas. Por fin, he encontrado esta lámpara. Le he arrancado los hilos conductores y los accesorios, y la tengo así...
    Y la blandió por sobre los hombros del hipnotista.
    —Con esta maza puedo fácilmente abrirle a usted el cráneo, y lo haré... a no ser que consienta usted en lo que voy a pedirle.
    —La violencia no es un remedio—dijo el hipnotista, tomando su cita del Libro de las máximas morales del hombre.
    —Es una enfermedad desagradable —dijo Denton.
    —¿Qué debo hacer?
    —Dirá usted a esa señora chaperón que va usted a ordenar a la joven que se case con ese animalucho contrahecho, de cabellos rojos y ojos de zorro. ¿Supongo que las cosas están en ese estado?
    —Sí; en ese estado se hallan.
    —Y fingiendo hacer eso, la devolverá a usted los recuerdos de mi persona.
    —Eso no es de mi profesión.
    —Escuche usted bien. Preferiría morir a no poseer a esa joven, y no tengo la intención de respetar las pequeñas fantasías de usted: si todo no va en línea recta, no vivirá usted cinco minutos más. Tengo aquí un rudo remedo de arma que puede, de manera muy concebible, ser suficientemente peligrosa para matarle a usted. Y así lo haré. Bien sé que es una cosa insólita en nuestros días el proceder as¡... sobre todo, porque hay tan pocas cosas en la vida que merezcan que uno cometa violencias por ellas.
    —La chaperón de la joven lo verá a usted al entrar.
    —Me ocultaré en este rincón, detrás de usted.
    El hipnotista reflexionó.
    —Es usted un joven muy resuelto —dijo— y civilizado sólo a medias. Yo he procurado cumplir mi deber para con mi parroquiano, pero en este asunto parece probable que usted alcanzará los fines que persigue...
    —Entonces ¿obrará usted francamente?
    —¡Pardiez! No quiero correr el riesgo de que me rompa usted la cabeza por una cosa tan insignificante como esta.
    —¿Y después?
    —Nada hay que un hipnotista o un médico deteste tanto como el escándalo. Yo, por lo menos, no soy un salvaje. Ciertamente, estoy muy contrariado... pero dentro de un día o dos ya no le tendrá rencor a usted...
    —Muchas gracias. Ahora que nos entendeos, no veo la necesidad de dejarle a usted por más tiempo en el suelo.

    II
    En pleno campo.
    El mundo, se dice generalmente, ha cambiado más entre los años 1800 y 1900 que en los quinientos años anteriores.
    El siglo XIX fue el alba de Una nueva época en la historia de la humanidad: la época de las grandes ciudades, el fin de la vida esparcida en los campos.
    En los comienzos del siglo XIX, la mayoría según un orden de cosas que había existido desde los hombres vivía aún en el suelo productor el hacía innumerables generaciones.
    En todo el mundo vivía la gente entonces en pequeñas ciudades o en aldeas, trabajando cada cual directamente en las labores agrícolas o entregado a ocupaciones dependientes de ellas. Se viajaba poco, y la gente se limitaba, a las faenas ordinarias, porque todavía no se habían hallado los medios rápidos de transporte. Las raras personas que salían de su pueblo iban, ya a pie, ya en lentos buques de vela, o si no en caballos de paso corto, incapaces de hacer más de cien kilómetros por día. ¡Imaginaos! ¡Cien kilómetros por día!
    Aquí y allá, en esa época apática, una ciudad llegaba a ser un poco más grande —que sus vecinas, como puerto o como centro de gobierno; pero todas las ciudades del mundo que tenían más de cien mil habitantes podían ser contadas con los dedos de la mano. Esto es, por lo menos, lo que existía al principio del siglo XIX. Por fin, el invento de los ferrocarriles, de los telégrafos, de los barcos de vapor, y de una compleja maquinaria agrícola, había cambiado todo eso, lo, había cambiado hasta más allá de todas las esperanzas. Las tiendas de comercio inmensas, los placeres variados, las comodidades innumerables de las grandes villas nacieron de repente, y apenas existieron las grandes ciudades entraron en competencia con los recursos rústicos de los centros rurales.
    La humanidad se sintió atraída a las ciudades por un irresistible poder. La demanda de la mano de obra disminuyó con el crecimiento de las maquinarias. Los mercados locales fueron enteramente abandonados y los grandes centros se desarrollaron rápidamente a costa de los campos.
    El flujo de las poblaciones en dirección a las ciudades fue la constante preocupación de los pensadores y de los escritores del siglo XIX. En Europa y en Australia, en la China y en las Indias, se produjo el mismo fenómeno: en todas partes, algunas ciudades, que crecían incesantemente, reemplazaba de manera visible el antiguo orden de cosas.
    Sólo algunos se daban cuenta de que ese era el inevitable resultado de perfeccionamiento y de la multiplicación de los medios de transporte, e imaginaban los proyectos más pueriles para contrarrestar el misterioso magnetismo de los centros urbanos e incitar a los campesinos a permanecer en los campos.
    Sin embargo, los desarrollos del siglo XIX no eran más que el alba de un nuevo orden de cosas —Las primeras grandes ciudades de los tiempos nuevos fueron horriblemente incómodas, ensombrecidas por brumas hermosas, eran malsanas y ruidosas; pero el descubrimiento de nuevos métodos de construcción y de calefacción cambió todo eso. Del año 1900 al 2000, la evolución fue todavía más rápida, y del 2000 al 2100, el progreso continuamente acelerado de los inventos humanos hizo que al último se contemplara el siglo XIX como la visión increíble de una época idílica y tranquila.
    El establecimiento de los ferrocarriles no fue más que el primer paso en el desarrollo de esos medios de comunicación que, finalmente, revolucionaron la vida humana. Hacia el año 2000, los ferrocarriles y los caminos habían desaparecido completamente. Los ferrocarriles, despojados de todos sus rieles, se habían convertido en taludes y en fosos herbosos en la superficie del mundo; los viejos caminos, ya tan extraños, y las vías bárbaras, formadas de guijarros y de tierra, endurecidas mediante un trabajo manual o aplastadas por grandes rodillos de hierro, sembradas de inmundicias diversas, rotas por los cascos herrados de las bestias y las ruedas de los vehículos, que hablan formado huecos y charcos a mentido profundos, habían sido reemplazadas por otros caminos patentados, hechos con una substancia llamada eadhamita. Esta eadhamita, llamada así por el nombre de su inventor, ocupa un lugar, con el invento de la imprenta y la utilización del vapor, entre los descubrimientos que señalaron etapas en la historia del mundo.
    Cuando Eadham inventó esta substancia, creyó probablemente haber —encontrado una materia que reemplazaría simplemente al caucho: costaba apenas algunos pesos la tonelada. Pero nunca se llegará a prever hasta dónde puede ir un invento. Gracias al genio de un hombre apellidado Chautemps se vio la posibilidad de utilizarlo, no solamente para llantas de ruedas, sino para revestir con él los caminos, y así se organizó la vasta red de vías públicas que cubrió rápidamente el mundo.
    Esas vías públicas estaban establecidas con divisiones longitudinales. Las fajas exteriores de cada lado, una en cada dirección, estaban reservadas para las bicicletas y otros medios de transporte de velocidad menor de cuarenta kilómetros por hora. Contiguas a las precedentes, otras dos fajas estaban destinadas a los motores capaces de una velocidad de 40 a 150 kilómetros. Y Chautemps, desafiando el ridículo, había hecho establecer dos fajas centrales para los vehículos que debían viajar con velocidades superiores a 150 kilómetros.
    Durante diez años, esas vías centrales estuvieron desiertas; pero antes de la muerte de Chautemps eran las más frecuentadas, y unos cuadros vastos y ligeros, provistos de ruedas de veinte y treinta pies de diámetro, las recorrían con velocidades que, de año en año, se elevaron hasta 300 kilómetros por hora.
    Al mismo tiempo que se efectuaba esta revolución, una metamorfosis paralela había transformado las ciudades siempre crecientes. Con el desarrollo de la ciencia práctica, las nieblas y los fangos del siglo XIX habían desaparecido.
    Como la calefacción eléctrica había reemplazado a los fuegos, en el año 2013 un hogar que no hubiera consumido enteramente su propio humo, era una incomodidad pública a la cual se imponía penas correccionales. Todas las calles de las ciudades, los parques y plazas públicas habían sido recubiertos de techos guarnecidos de una substancia recientemente inventada, y prácticamente, de esta manera, todas las calles de Londres se hallaban abrigadas. Ciertas leyes estúpidas y restrictivas, que prohibían edificar más allá de una cierta altura, habían sido abolidas. Y Londres, en vez de ser un conjunto de casas vagamente arcaicas, subió firmemente hacia el cielo. A la responsabilidad municipal por el agua, la luz y los desagües, se agregó otra la de la ventilación.
    Pero para contar todos los cambios que esos doscientos años introdujeran en las comodidades humanas; para relatar la invención, tan largo tiempo prevista, del arte de volar; para describir la manera cómo la vida de las casas particulares fue poco a poco suplantada por la existencia común en interminables hoteles; cómo, por fin, hasta los que se entregaban a trabajos agrícolas fueron a vivir en las ciudades de donde salían todos los días a ejecutar su labor; para describir cómo en toda Inglaterra no quedaron más que cuatro ciudades pobladas cada una de millones —de habitantes; para decir que no quedó ninguna casa habitada en toda la extensión de los campos, nos veríamos arrastrados bien lejos de la aventura de Denton y de su Elisabeth.
    Los dos jóvenes, después de haber estado separados, estaban ahora reunidos, y, sin embargo, todavía no podían casarse porque Denton, y la culpa era suya, no tenía dinero y Elisabeth no debía tenerlo sino cuando fuera mayor de edad y apenas estaba en los dieciocho años. Conforme a la costumbre de la época, toda la fortuna de su madre iría a sus manos cuando cumpliera veintiún años. Ignoraba que había medios de obtener anticipos sobre su haber, y Denton era un enamorado por demás delicado para sugerirle que se sirviera de esos medios. Y las cosas estaban desesperadamente en ese estado para ellos. Elisabeth declaraba que era muy desgraciada y que nadie, a no ser Denton, la comprendía, razón por la cual era digna de la mayor lástima cuando se hallaba lejos de él; Denton, por su parte, decía que su corazón suspiraba por ella día y noche, y, por lo tanto, se encontraban tan a menudo como podían para deleitarse en el relato de sus sufrimientos.
    Un día se reunieron en la sala de espera de la plataforma de las máquinas volantes. El punto preciso de esta entrevista habría sido, en la época de Victoria, a quinientos pies sobre el sitio en que el camino de Wimbledon desemboca en el common. Su vista se extendía a lo lejos por encima de Londres.
    Sería difícil describir a un lector del siglo XIX el aspecto de lo que tenían ante sus ojos. Habría que decirle que pensara en el Palacio de Cristal, en los hoteles mammuth (como se llamaba entonces a esas pequeñas casas), recientemente edificados, en las más vastas estaciones de ferrocarril de su época, el imaginarse todos esos edificios agrandados en proporciones inmensas y comunicándose de manera continua sobre toda la extensión metropolitana. Si se le hubiera dicho entonces que ese interminable. espacio, ese techo continuo, estaba provisto de innumerables bosques, de ventiladores que daban vueltas, habría concluido por figurarse vagamente lo que, para los dos jóvenes, era una vista de las más ordinarias.
    La enorme ciudad tenía para ellos algo de prisión, lo que hacía que conversaran, como lo habían hecho ya cien veces, de la manera cómo podrían escaparse para encontrar en fin juntos la felicidad: ¡escaparse de esa prisión! es decir, vivir felices antes de que transcurrieran los tres años fijados. De común acuerdo, ambos declaraban que era absolutamente imposible y casi culpable esperar tres años.
    —Antes de esa fecha—decía Denton, y el tono de su voz indicaba un sólido pecho, antes de esa fecha vamos morir uno u otro.
    A estas palabras, sus jóvenes manos vigorosas se estrechaban, y un pensamiento aún más doloroso hacía brotar de los ojos claros de Elisabeth lágrimas que descendían por sus mejillas.
    —¡Uno de los dos! —decía: —¡Uno de los dos podría! ...
    Un sollozo le oprimió la garganta: le era imposible pronunciar la palabra tan terrible para los jóvenes y los felices.
    Sin embargo, casarse y ser pobre era, en las ciudades de esos tiempos, una cosa terrible para cualquier persona que hubiera sido educada en medio de las comodidades. En los tiempos benditos de la, agricultura, que habían terminado en el siglo XVIII, era muy lindo hablar del amor en una choza, y, a decir verdad, la gente de los campos vivía en esa época en casuchas de paja y de yeso, con vidrios minúsculos, rodeadas de flores y al aire libre, en medio de los vallados entretejidos en los que cantaban los pájaros, y tenían sobre la cabeza el cielo siempre variable. Pero todo eso había desaparecido; la transformación había comenzado ya en el siglo XIX, y un nuevo género de vida se había ofrecido a los pobres en los barrios inferiores de la ciudad.
    En el siglo XIX, los barrios bajos se extendían aún bajo el cielo: estaban relegados en porciones de suelo lleno de barro o por cualquier otra causa inutilizables, expuestos a las inundaciones o al humo de los distritos más afortunados, insuficientemente alimentados de agua y tan insalubres como lo permitía el temor que las clases ricas tenían de las enfermedades infecciosas.
    Sin embargo, en el siglo XXII un arreglo diferente se había hecho necesario por el crecimiento de la ciudad que aumentaba sus pisos y reunía más y más los edificios entre ellos. Las clases prósperas vivían en una vasta serie de hoteles suntuosos situados en los pisos y halls superiores del sistema de construcciones de la ciudad. La población industrial habitaba los subsuelos y los espantosos pisos bajos.
    Desde el punto de vista del refinamiento de la vida y de las costumbres, esas clases inferiores diferían poco de sus antepasadas, y, en lo que concierne a Londres, se parecían bastante al pueblo que vivía en el East-End en el tiempo de la reina Victoria; pero habían fabricado para su uso un dialecto distinto. Todos vivían y morían en esas profundidades, y no subían a la superficie sino cuando su labor los llamaba.
    Como ese era, para la mayor parte de ellos, el género de vida para el cual habían nacido, no sufrían excesivamente en esa situación; mas para la gente de la clase de Denton y de Elisabeth, semejante miseria habría sido más terrible que la muerte.
    —¿Qué podríamos hacer? —preguntaba Elisabeth.
    Denton declaraba que él no lo sabía. Además de sus sentimientos delicados, no estaba seguro de que a Elisabeth le sedujera la idea de pedir prestado sobre sus esperanzas.
    —Hasta el precio del pasaje de Londres a Paris —decía Elisabeth, estaba por encima de los recursos de que ambos disponían, y en París, como en cualquier otra ciudad del mundo, la vida sería tan dispendiosa e imposible como lo era en Londres.
    —¡Si por fortuna podría haber exclamado Denton, si por fortuna hubiéramos vivido en aquellos tiempos! ¡Si por fortuna hubiéramos vivido en el pasado!
    A sus ojos, aun el Whitechapel del siglo XIX aparecía a través de una bruma novelesca.
    —¿De modo que no hay ningún medio? —exclamaba de repente Elisabeth. —¿Tendremos por fuerza que esperar tres largos años? Fíjese usted bien: ¡tres años! ¡treinta y seis meses!
    La dosis de paciencia de la especie humana no había aumentado con el tiempo. De improviso, Denton se decidió a hablar de un proyecto . que le había pasado por la mente, y por último se había detenido en él. Sin embargo, el propósito le parecía tan fantástico, que no lo propuso seriamente sino a medias; pero el formular una idea con palabras tiene siempre por resultado el hacerla parecer más real y más posible que lo que lo era antes, y así sucedió a los dos jóvenes.
    —Supongamos—dijo él—que nos fuéramos al campo.
    Ella alzó los ojos hacia él para ver si tenía la cara seria al proponer semejante aventura.
    —¡Al campo!
    —Sí... lejos... allá... al otro lado de las colinas.
    —¿Cómo podríamos vivir allá? —preguntó ella — ¿y dónde?
    —Eso no es imposible—contestó él:—en otro tiempo habla gente que vivía en el campo.
    —Pero entonces había casas.
    —Todavía hay ruinas de aldeas y de ciudades. En los terrenos barrosos, han desaparecido naturalmente; pero queda mucho de ellas en los terrenos de pastoreo, porque a la Compañía General de Alimentación no le convendría destruirlas. Yo sé eso... de manera cierta. Además, se las ve desde las máquinas volantes. ¡Pues bien! Podríamos abrigarnos en alguna de esas casas, y repararla con nuestras manos. Al fin y al. cabo, la cosa no es tan irracional como lo parece. Pagaríamos a uno de los hombres que van allá todos los días a cuidar de los sembrados y de los ganados, para que nos llevara nuestra comida.
    —¡Qué extraño sería eso si realmente se pudiera!... —dijo ella; colocándose delante de él.
    —¿Por qué no?...
    —Nadie osaría...
    —Esa no es una razón.
    —Eso sería... ¡oh! sería tan novelesco y extraño... ¡Con tal de que fuera posible!
    —¿Por qué no habría de serlo?
    —Hay tantas cosas... Piense usted en todas las cosas que necesitamos y que nos faltarían.
    —¿Nos faltarían?... Bien mirada, la vida que llevamos es muy innatural, muy artificial.
    Denton se puso a desarrollar su idea y a medida que se animaba, el lado fantástico de su proposición desaparecía.
    Ella reflexionaba.
    —Pero... he oído hablar de malhechores... de criminales escapados...
    El joven hizo un ademán de asentimiento, titubeando en emitir su respuesta, Pues temía que ella la encontrara pueril.
    Denton se ruborizó.
    —Un conocido mío podría hacerme una espada.
    Elisabeth le miró con ojos brillantes de había oído hablar de espadas y hasta había visto una en un museo, y pensó en los días antiguos en que los hombres llevaban generalmente espada. La idea sugerida por Denton le parecía un sueño imposible, y quizá por esta razón, le pidió ávidamente más amplios detalles.
    Inventando a medida que hablaba, el joven le contó cómo podrían vivir en el campo como lo habían hecho hombres y mujeres en otros tiempos. A cada frase, el interés de la joven aumentaba, porque era de aquellas personas a quienes fascinan la novela y la aventura.
    La proposición le pareció, ese día, una fantasía impracticable; pero al día siguiente volvieron a hablar del asunto y, por extraño que parezca el hecho la cosa parecía mucho menos irrealizable.
    —Primeramente, podríamos llevar con nosotras nuestros alimentos—dijo Denton. —Llevaríamos lo necesario para diez o doce días.
    En esa época, los alimentos consistían en extractos compactos y artificiales con volumen muy pequeño, y la provisión de que hablaban los dos jóvenes nada tenía de la enormidad que pudiera imaginarse alguien del siglo XIX.
    —Pero... hasta que nuestra casa... —preguntó ella;—hasta que esté lista, ¿dónde dormiremos?
    —Estamos en verano.
    —Pero... ¿qué quiere usted decir?
    —Hubo un tiempo en que no había casas en el mundo, en que la humanidad entera dormía al aire libre.
    —¡Pero nosotros! ¡A campo raso! ¡Ni paredes... ni techo!...
    —Querida mía—replicó él —en Londres tiene usted muchos hermosos cielos rasos pintados por artistas e ilumina—dos con profusión de luces; pero yo he visto uno más bello que todos los de Londres.
    —¿Dónde?
    —Es el cielo bajo el cual estaríamos solos los dos...
    —¿Qué quiere usted decir?...
    —Amada mía—dijo él: —es una cosa que el mundo ha olvidado, el cielo y toda la multitud de estrellas.
    Cada vez que hablaban del proyecto, les parecía más y más posible y deseable. Al cabo de ocho o diez días ya fue enteramente natural. Una semana más, y tomarían el partido que debían tomar inevitablemente. Un gran entusiasmo por el campo se apoderó de ellos y los dominó. El tumulto sordo de la ciudad, decían, los abrumaba, y se asombraban de que no se les hubiera ocurrido antes ese medio sencillo de poner fin a sus penas.
    —Una mañana, en los días de San Juan, hubo un. nuevo empleado en la plataforma de las máquinas volantes. El puesto que Denton había ocupado por tanto tiempo no volvería a ocuparlo.
    Nuestros dos jóvenes se habían casado en secreto y abandonaban atrevidamente la ciudad en que habían vivido sus antepasados y ellos hasta ese día. Elisabeth estaba vestida con un traje blanco nuevo y cortado conforme a una moda caduca; él llevaba a la espalda un atado de provisiones y tenía en la mano, con bastante timidez, aunque lo disimulara bajo su manto color de púrpura, un instrumento de forma arcaica, una cosa de acero templado con una empuñadura en forma de cruz.
    Imaginaos aquel éxodo. En ese tiempo habían desaparecido ya los arrabales que en el siglo XIX exhibían sus malos caminos, sus mezquinas casas, sus ridículos jardincillos de arbustos, de geranios y de adornos fútiles y pretenciosos:
    los edificios orgullosos de la edad nueva, de las vías mecánicas, los conductos de agua y de electricidad, todo eso terminaba como una muralla, como un barranco de cerca de 4000 pies de alto, abrupto y brusco. En todo el derredor de la ciudad se extendían los campos de nabos, de zanahorias y de otras legumbres cultivadas por la Compañía General de la Alimentación, y que formaban la base de mil alimentos variados.
    Las malas hierbas, los jarales, los espinos y los vallados habían sido completamente extirpados. Los incesantes gastos de limpieza del terreno que era necesario hacer de año en año en la cultura mezquina, ruinosa y bárbara de los antiguos días, habían sido economizados una vez por todas por la compañía, mediante procedimientos de exterminación.
    De trecho en trecho, sin embargo, unas hileras rectas de manzanos y de espinos cultivados cortaban los campos, y, en ciertos lugares, gigantescos grupos de cardos alzaban sus espigas mejoradas. De trecho en trecho, enormes máquinas agrícolas se erguían extrañas de formas, cubiertas con telas impermeables. Las aguas de tres o cuatro ríos corrían mezcladas en dos canales rectangulares, y en todas partes donde la menor elevación de terreno lo permitía, un sistema de agotamiento de los desagües desinfectados distribuían sus beneficios a través de los terrenos cultivados, y esas cascadas formaban otros tantos arco iris.
    Por una gran arquería cortada en el muro de la enorme ciudad, salían las aguas eadhomitas en dirección a Portsmouth, y hormigueaban, bajo el sol matinal, con un tráfico enorme de vehículos, que transportaban a su trabajo a los obreros y empleados vestidos con el uniforme de la Compañía General de Alimentación: tráfico impetuoso en el cual los dos jóvenes parecían dos puntos casi inmóviles. A lo largo de las dos vías exteriores pasaban, roncadores y ruidosos, los lentos y vetustos vehículos automóviles de las personas a quienes la obligación no llamaba a más de treinta kilómetros de la ciudad. Las vías interiores estaban. atestadas de mecanismos más vastos, de rápidos monocielos que llevaban cada uno una veintena de hombres; de largos multicielos de cuadricielos abrumados por cargas enormes por gigantescos carromatos vacíos, que volverían llenos antes de la puesta del sol; todos provistas de motores trepidantes y de ruedas silenciosas, con una perpetua y salvaje melodía de gongs y de cornetas.
    Nuestros dos jóvenes, nuevamente unidos y extrañamente intimidados por su mutua compañía, seguían en silencio el borde extremo de la vía exterior: de numerosos sarcasmos y burlas fueron objeto al pasar, porque en el año 2180 un peatón era un espectáculo `casi tan extraño como habría sido un automóvil en 1800; pero ellos proseguían su camino, inconmovibles, y no hacían caso de esos gritos.
    En el Sur, delante de ellos, se elevaban las colinas: azules primero, después verdes a medida que ellos se acercaban, aparecían coronadas por hileras de gigantescos ventiladores que completaban los que habían sido colocados en el inmenso techo de la ciudad, y las pendientes se presentaban desgarradas y movientes, por decirlo así, bajo las largas sombras de esas veletas torbellinantes.
    Como a las doce del día, ya se hablan acercado lo suficiente a ellas para distinguir, aquí y allá, unas pequeñas manchas blanquecinas: eran los rebaños de carneros pertenecientes a la Sección Animal de la Compañía General de la Alimentación. Una hora después, habían pasado los sembrados de legumbres, de tubérculos y raíces, y una vez que hubieron salvado el único cerco que los limitaba, no tuvieron ya que inquietarse por las prohibiciones de entrar. El camino aplanado se hundía, con todo su tráfico, en una zanja enorme, de la cual se apartaron los dos jóvenes para llegar a la falda de la colina andando por sobre los céspedes.
    Nunca hasta entonces se habían encontrado esos hijos de la nueva época juntos en un lugar tan aislado.
    Los dos sentían mucha hambre, y tenían los pies sumamente doloridos, pues la marcha era entonces un ejercicio poco frecuente. No tardaron, pues, en sentarse sobre el césped raso, sin malas hierbas, y por la primera vez, volvieron los ojos hacia la ciudad de donde venían y que brillaba, inmensa y espléndida, en la bruma azul del valle del Támesis.
    Elisabeth, que hasta entonces nunca se había acercado a los animales sueltos, estaba un poco temerosa de los carneros que pastaban libres en la falda de la colina. Denton la tranquilizó.
    Sobre sus cabezas, un pajarillo de alas blancas describía grandes círculos en el espacio azul.
    Poco hablaron mientras restablecieron sus fuerzas con los alimentos, pero cuando terminaron, sus lenguas se desataron. Denton habló de la dicha que les pertenecía ya por completo, de la locura de no haberse evadido antes de esa magnífica prisión, de los antiguos tiempos novelescos, pasados ya para siempre. Después, se volvió fanfarrón: tomó la espada, que estaba a su lado sobre el césped, y Elisabeth pasó un dedo tembloroso por la hoja.
    —¿Y usted podría? —dijo. —¿Usted podría levantar esto y golpear con ello a un hombre?
    —Por qué no, ¿si fuera necesario?
    —Pero —dijo ella, —¡eso parece horrible!... ¡Qué corte el que haría!... —Y, bajando la voz, —¡y correría la sangre! ...
    —Usted ha leído bastante a menudo en las antiguas novelas...
    —¡Oh! ¡Ya sé!... En las... ¡sí!... pero eso es diferente: uno sabe que eso no es sangre, sino una especie de tinta roja...
    —Mientras que usted... ¡mataría!
    Lo miró tímidamente y en seguida le devolvió la espada.
    Cuando hubieron descansado después de comer, se levantaron para continuar su camino hacia las colinas. Pasaron muy cerca de un inmenso rebaño de ovejas que, balando, los contempló sorprendido de su aspecto insólito. Elisabeth nunca había visto carneros y se estremeció al pensar que esos mansos animales debían ser matados para que su carne sirviera en la fabricación de alimentos. Un perro ladró a la distancia; después apareció un pastor entre los soportes de las ruedas de los ventiladores y descendió hacia los jóvenes.
    Una vez que estuvo bastante cerca, los interpeló, preguntándoles adónde iban.
    Denton titubeó y le dijo brevemente que buscaban alguna casa abandonada en que poder vivir juntos. Trataba de hablar de una manera desembarazada, corno si se tratara de una cosa habitual. El hombre lo miraba incrédulo.
    —¿Han cometido ustedes algún delito? —les preguntó.
    —Ninguno: lo único que hay es que no queremos vivir más en una ciudad. Por otra parte, ¿cuál es la razón de vivir en las ciudades?
    El pastor los miró pasmado, más incrédulo que nunca.
    —No podrán ustedes vivir aquí—dijo.
    —Queremos hacer la tentativa.
    Los ojos del pastor iban del uno al otro (le los dos jóvenes.
    —Mañana volverán ustedes a la ciudad—dijo. —Esto puede parecer agradable cuando hay sol... ¿Están ustedes seguros de no haber hecho nada? Bien saben ustedes que nosotros los pastores no somos amigos muy íntimos de la policía.
    —¡No! Nada hemos hecho—dijo Denton, mirándole bien de frente:—somos demasiado pobres para vivir en la ciudad, y nos sería imposible vestir el uniforme azul y ejecutar trabajos penosos. Vamos a llevar aquí una vida sencilla, como la gente de otros tiempos.
    El pastor era un hombre de barba larga y cara pensativa.
    Dirigió una ojeada a la frágil belleza de Elisabeth.
    —En aquellos tiempos—dijo la gente tenía un alma sencilla.
    —Nuestras almas también son sencillas —contestó vivamente Denton.
    El pastor se sonrió.
    —Si siguen ustedes por allí —explicó, —a lo largo de la cresta, bajo los ventiladores, verán a su derecha, muchos montículos y ruinas: allí estuvo en otros tiempos una ciudad llamada Epsom. Las casas han sido demolidas, y sus ladrillos han servido para hacer un parque de carneros. Irán ustedes más lejos, y en el límite de las tierras cultivadas, hay otro lugar de ese género que se llama Leatherhead, y después la colina contornea un valle en el cual hay bosques de hayas.
    Sigan siempre la cresta, y llegarán a lugares totalmente desiertos.
    En algunos, no obstante la limpieza general de tierras que se hace, crecen aún madreselvas, campánulas y otras plantas inútiles . por allí encontrarán ustedes, cerca de los ventiladores, un camino estrecho y pavimentado, un camino hecho por los romanos hace dos o tres mil años. Entonces tomarán ustedes a la derecha, bajarán el valle y seguirán las orillas del río: allí queda todavía ,una hilera de casas, algunas de las cuales tienen techos sólidos, y en ellas podrán ustedes encontrar un abrigo.
    Los jóvenes le dieron las gracias.
    —Es un lugar tranquilo. Desde el obscurece ya no verán ustedes claro, y he oído hablar de ladrones. La soledad es grande, y nada se encuentra allí. Los fonógrafos que cuentan historias, las distracciones de los cinematógrafos, las nuevas máquinas, son allí perfectamente desconocidas. Si tienen ustedes hambre, no hallarán qué comer, y si enferman, no hay médico a quien llamar.
    El hombre se calló.
    —Procuraremos no necesitarlo—dijo Denton, dando un paso para marcharse: después, con una idea repentina se detuvo e hizo arreglos con el pastor para poder encontrarle en el caso de que lo necesitaran, lo mismo que para que les llevara de la ciudad todo lo que les fuera necesario.
    Al anochecer llegaron a la aldea desierta cuyas casas, doradas por los últimos rayos del sol poniente, solitarias y silenciosas, les parecieron pequeñas y raras. Las exploraron una por una, maravillados de su singular sencillez, y discutiendo para saber cuál escogerían. Por fin, en el rincón asoleado de un cuarto que había perdido un trozo de pared, encontraron una florecilla azul, que los rozadores de la Compañía General de Alimentación habían olvidado cortar.
    Se decidieron por esa casa, pero no permanecieron largo tiempo en ella esa noche, porque habían resuelto gozar lo más que pudieran del aire libre, y, además, cuando el sol hubo desaparecido del cielo, las ruinas asumieron apariencias de siluetas fantásticas. Así, después de haber descansado durante un rato, subieron hasta la cresta de la colina para contemplar con sus propios ojos el silencioso cielo tachonado de estrellas, acerca del cual los antiguos poetas habían tenido tantas cosas que decir. Era aquél un espectáculo maravilloso, y Denton hablaba como los poetas. Cuando por fin bajaron de la colina, el alba hacía palidecer al cielo. Durmieron poco y cuando, por la mañana, se despertaron, un zorzal cantaba en un vallado.
    Así comenzó el destierro de esa joven pareja del siglo XXII. Durante la mañana estuvieron muy ocupados en buscarlos recursos de aquel nuevo hogar en que iban a llevar una vida sencilla. Sus exploraciones no fueron ni muy rápidas ni muy extensas, pues adonde dirigían sus pasos iban cogidos de la mano; pero encontraron algunos rudimentos de mobiliario.
    Había, en el extremo de la aldea, una reserva de forraje de invierno para los rebaños de la Compañía General de Alimentación, y Denton sacó y llevó consigo grandes brazadas de ese heno, con el que hizo una cama. En varias casas había aún sillas y mesas roídas por el moho, muebles groseros, bárbaros y feos, a juicio de ambos, y hechos de madera.
    Se repitieron la mayor parte de las cosas que se habían dicho la víspera, y hacia la tarde descubrieron otra flor, una campánula.
    Al cerrar la noche, algunos pastores de la Compañía llegaron por la orilla del río, en un enorme multicielo. Los jóvenes se escondieron porque la presencia de esos intrusos, al decir de Elisabeth, empañaba el aspecto novelesco de su retiro.
    De esa manera vivieron durante una semana cuyos días transcurrieron sin nubes, y las noches, soberbiamente estrelladas, se dejaban invadir más y más por la luna creciente.
    Sin, embargo, algo del esplendor primero de su llegada se borraba, se desvanecía imperceptiblemente, día tras día. La elocuencia de Denton se hizo irregular: le faltaban nuevos temas de inspiración. El cansancio de la larga caminata desde Londres les había producido un cierto envaramiento de los miembros, y ambos sufrían inexplicablemente de frío.
    Además, Denton conoció el ocio. En un montón de desperdicios y de restos de objetos de otros tiempos, descubrió una azada toda enmohecida con la cual atacó, en sucesos intermitentes, el suelo del jardín invadido por el césped, y se empeñaba en esa labor aunque no tenía nada que plantar ni que sembrar. Cuando hubo trabajado así media hora, volvió bañado en sudor el rostro, adonde estaba Elisabeth.
    —Los hombres de esos tiempos eran gigantes —dijo, sin darse cuenta de lo que pueden el hábito y el ejercicio.
    Su paseo de ese día los condujo hasta un sitio desde el cual pudieron ver la ciudad que brillaba a lo lejos, en el valle.
    —Yo me pregunto—dijo él—cómo siguen las cosas allá.
    A poco, cambió el estado de la atmósfera.
    —¡Ven a ver las nubes!
    Al Norte y al Este, las nubes se extendían como una púrpura sombría, alcanzaban el cenit con sus bordes desgarrados.
    Mientras los jóvenes escalaban la colina, las bandas nebulosas ocultaron el sol. De improviso, el viento meció las hayas, que murmuraron. Elisabeth se estremeció. Allá lejos, un rayo cruzó el cielo como una espada bruscamente desenvainada, y el trueno resonó: los jóvenes se detuvieron sorprendidos, y las primeras gotas de la tempestad cayeron pesadas sobre ellos. En un instante, el último rayo del sol poniente desapareció detrás de un velo de granizo, los relámpagos se repitieron y la voz del trueno retumbó con mayor fuerza, y en todo el derredor, el mundo asumió un aspecto amenazador y extraño.
    Llenos de, un asombro infinito, los dos hijos de la ciudad se tomaron de las manos y corrieron hasta abajo de la colina, a su refugio. Antes de que hubieran llegado, Elisabeth lloraba de espanto y en el suelo ensombrecido rebotaba en torno de ellos el granizo blanquecino, en innumerables granos.
    Entonces comenzó una noche extraña y terrible. Por la primera vez en su vida civilizada, —se encontraron en absolutas tinieblas, Estaban empapados, y, temblaban de frío. A veces el granizo silbaba, y a través de los techos de la casa abandonada, por largo tiempo no restaurados, caían ruidosamente masas de agua que formaban arroyos y charcos en las tablas crujientes del suelo. Bajo las ráfagas de la tempestad, el viejo edificio gemía y temblaba , ya un trozo de yeso caía de la pared y se despedazaba, ya una teja desprendida rodaba por el techo e iba a quebrarse abajo en el invernáculo vacío. Elisabeth tiritaba y no osaba moverse. Denton la envolvió en su traje ligero y gris, y ambos permanecieron inmóviles en la oscuridad. Incesantemente retumbaba el trueno, más violento y más cercano, y cada vez más lívidos y descoloridos, los relámpagos iluminaban con una claridad momentánea y fantástica la habitación inundada en que se guarecían.
    Nunca se habían hallado al aire libre sino cuando el sol brillaba: toda su vida había transcurrido en las vías, salas y habitaciones calientes y aireadas de la ciudad. Aquella noche fue par ellos como si hubieran estado en otro mundo, en algún caos desordenado de tumulto y de violencia, y apenas se atrevían a esperar que volverían a ver su ciudad. La tempestad pareció eternizarse, hasta el extremo de que ambos cayeron en un sopor, arrullados por los truenos. Por fin, las ráfagas se apaciguaron y cesaron. Con el repiqueteo de las últimas gotas de lluvia. oyeron un ruido extraño.
    —¿Qué es eso? —exclamó Elisabeth.
    De nuevo llegó hasta ellos el ruido —eran ladridos de perros que pasaron por el camino desierto, y por la ventana que daba luz a la pared que quedaba enfrente de ellos, y en la cual se perfiló la sombra del marco de la ventana y la negra silueta de un árbol, entró la pálida claridad de la luna creciente.
    En el momento en que el alba comenzaba a revelarles los contornos de las cosas, el ladrido de un perro se acercó y cesó. Ambos escucharon. A poco, —se oyeron un rápido ruido de Pisadas en torno de la casa y ladridos breves y medio ahogados; después, todo volvió a la tranquilidad.
    ¡Chist!... —dijo Elisabeth, e indicó con el dedo la puerta de la habitación.
    Denton dio algunos pasos para salir y se detuvo, con el oído atento. Luego volvió con una expresión de afectada indiferencia.
    —Deben ser los perros de la Compañía—dijo:—no nos harán ningún daño.
    Nuevamente se sentó cerca de su compañera.
    —¡Qué noche! —dijo, para disimular la inquietud con que escuchaba.
    —No me gustan los perros—contestó Elisabeth, después de un largo silencio.
    —Los perros nunca han hecho daño a nadie—dijo Denton.
    —En otros tiempos, en el siglo XIX, todo el mundo tenía un perro.
    —He oído una novela en la cual un perro mata ,a un hombre.
    —No un perro de esta clase—dijo Denton con confianza.
    —Algunas de esas, novelas, son... exageradas...
    De repente, un ladrido sordo, un ruido de patas en la escalera, una respiración jadeante, les hicieron estremecerse.
    Denton dio un salto y empuñó la espada en el montón de paja húmeda en que se habían acostado. Entonces, en el umbral de la puerta, apareció un flaco perro de pastor. Detrás de él, otro avanzaba el hocico. Durante un instante, el hombre y los animales se afrontaron.
    Denton, que nada sabía de perros, dio vivamente un paso hacia adelante.
    —¡Idos de aquí! —ordenó blandiendo torpemente su espada.
    El perro se estremeció y gruñó.
    —¡Buen perro! —dijo él.
    El gruñido del perro se tornó en ladrido.
    —¡Buen perro! —repitió Denton.
    El segundo animal gruñó y ladró. Un tercero, fuera del alcance de la vista, abajo de la escalera, entró también en la partida. Afuera, otros respondieron. Denton pensó que sin duda eran muchos.
    —¡Qué fastidio! —dijo, sin quitar la vista de las amenazadoras bestias. —Indudablemente, los pastores no vendrán de la ciudad hasta dentro de algunas horas, y los perros no nos conocen.
    —¡No oigo nada! —gritó Elisabeth, levantándose y acercándosele.
    Denton trató nuevamente de hacerse oír, pero los ladridos ahogaron su voz. Aquel ruido producía un curioso efecto sobre sus nervios. Emociones raras y desde hacía tiempo olvidadas comenzaron a agitarle. A medida que gritaba, la expresión de su rostro iba cambiando. Repitió la frase con mayor fuerza aún, pero los ladridos parecían burlarse de él, y uno de los perros, con los pelos erizados, hizo un movimiento como para atacarle. De repente, profiriendo palabras del dialecto de las Vías Inferiores, incomprensibles para Elisabeth, Denton avanzó contra los perros. Los ladridos cesaron, se oyó un gruñido, y un perro saltó. Elisabeth vio la cabeza arisca, los dientes blancos, las orejas gachas, y el relámpago de la espada que caía. El animal que se precipitaba fue rechazado y Denton, lanzando un grito, se puso a perseguir a los perros. Daba vueltas a la espada, por sobre su cabeza con una repentina y nueva libertad de ademanes, y desapareció en la escalera. Ella M algunos pasos para seguirle: en la meseta había sangre, lo que la hizo detenerse, y oyendo afuera el tumulto de los perros y los gritos de Denton, corrió a la ventana.
    Nueve perros lobos se dispersaban, y uno de ellos se retorcía de dolor. Denton, saboreando esa extraña delicia de la lucha que dormitaba todavía en la sangre de los hombres más civilizados, lanzaba gritos y saltaba a través del jardín.
    Entonces, sin comprender el peligro de esa nueva táctica, ella vio a los perros dar un rodeo por ambos lados, y volver hacia él: así lo tenían en descubierto.
    En un instante, Elisabeth adivinó la situación. Habría querido llamar a Denton, pero durante algunos segundos se sintió impotente hasta que, de repente, obedeciendo a un extraño impulso, recogió su blanca falda y bajó aprisa. En la sala de abajo estaba la azada mohosa: eso era lo que necesitaba.
    Se apoderó de ella y salió corriendo.
    No llegó demasiado pronto. Un perro, medio abierto de un sablazo, rodaba delante de Denton, pero otro se le prendió del muslo, un tercero se colgó de su cuello, y un cuarto, saboreando su propia sangre, cogió entre sus dientes la hoja de la espada. Con su brazo izquierdo, Denton rechazó al quinto que le saltaba encima.
    En lo que concierne a Elisabeth, por lo —menos, podrían haberse creído en el siglo cuando estaban en el XXII. Toda la dulzura y la gracia de sus dieciocho años de vida de ciudad se desvanecieron ante esa necesidad primordial. La azada golpeó, ruda y segura, y rajó el cráneo de un perro. Otro, que se recogía para saltar, ladró de terror ante esa antagonista inesperada, y huyó. Otros dos perdieron momentos preciosos en arrancar el ruedo de la falda femenina.
    El cuello del traje de Denton se desgarró. Al caer, el perro se llevó el pedazo: en el mismo instante, la azada le alcanzó.
    Denton, libre ya, hundió su espada en el cuerpo del animal que le mordía el muslo.
    —¡Corramos a la pared! —gritó Elisabeth.
    En algunos segundos más, el combate terminó, y los dos jóvenes se quedaron lado a lado, mientras los cinco combatientes que quedaban huían vergonzosamente, con colas y orejas de derrota.
    Durante un instante, ambos permanecieron inmóviles, jadeantes y victoriosos; después, Elisabeth, dejando caer la azada, ocultó su cara entre las manos y se desplomó, sacudida por una crisis de sollozos. Denton miró en torno suyo, clavó su espada en el suelo, de manera de tenerla a, su alcance, y se inclinó para consolar a su compañera.
    Por fin, se calmaron las emociones tumultuosas de ambos, y pudieron entonces conversar. Ella se apoyó en la pared, y él se sentó en unas piedras, para que si los perros volvían no pudieran sorprenderle. Dos de esos malditos animales se habían quedado en mitad de la cuesta y no cesaban de ladrar, de una manera inquietante.
    Elisabeth estaba bañada en lágrimas, pero no se sentía, sin embargo, excesivamente desgraciada porque, desde hacía media hora, él no cesaba de repetirle que había estado valiente y le había salvado la vida; pero un nuevo temor acudía a su mente:
    —Esos son los perros de la Compañía—dijo. —Vamos a tener fastidios.
    —Así lo temo. Hay gran probabilidad de que se nos demande por violación de propiedad.
    Una pausa.
    —En otros tiempos—declaró él—estas cosas, sucedían diariamente.
    —¡Y la noche pasada! —dijo ella. —Yo no podría soportar otra igual.
    El la, miró: su cara palidecía por el insomnio, estaba demacrada y tenía una expresión hosca. Denton tomó una repentina resolución.
    —Es necesario que regresemos—confesó.
    Ella miró los cadáveres de los perros y se estremeció.
    —No podemos quedarnos aquí—afirmó.
    —Es necesario que regresemos —repitió él, echando una ojeada por encima del hombro, para ver si el enemigo conservaba sus distancias. —Hemos sido felices durante algunos días. Pero el mundo está demasiado civilizado. Estamos en la época de las ciudades. Este género de vida nos mataría.
    —Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo podremos vivir allá?
    Denton titubeó. Su talón golpeaba regularmente el trozo de pared sobre el cual se había sentado.
    —Esa, es una cosa—dijo —de la cual no he hablado aún —y tosiendo, añadió:—pero...
    —¿Qué?
    —Tú podrías pedir dinero prestado sobre lo que tendrás que recibir más tarde.
    —¿De veras? —preguntó ella, con interés.
    —¡Seguramente! ¡Qué niña eres!
    Ella se levantó, con una expresión de animación en el rostro.
    —¿Por qué no me habías hablado de eso antes? —preguntó. —Hemos estado perdiendo el tiempo aquí.
    El la miró, sonriéndose; pero en seguida desapareció su sonrisa.
    —Pensaba que la proposición debía venir de ti—dijo:—me repugnaba pedirte dinero tuyo, y por otra parte, al principio me había parecido que este género de vida sería soberbio.
    Se calló un instante.
    —Ha sido soberbio antes de que sucediera todo esto —continuó, lanzando todavía una mirada por encima del hombro.
    —Sí —contestó ella, —los primeros días, los tres primeros días.
    Los dos se miraron amorosamente por un instante, y Denton, descendiendo del trozo de pared en que se había encaramado, le tomó la mano.
    —Cada generación—dijo —debe vivir según la filosofía de su época: ahora lo veo bien claramente. La vida de la ciudad es aquella para la cual hemos nacido nosotros. Vivir de otra manera... Nuestra venida aquí fue un sueño, y ahora..: este es el despertar.
    —Fue un hermoso sueño—dijo ella, —al principio...
    Durante un largo rato, ninguno de los dos habló.
    —Si queremos llegar a la ciudad antes de que los pastores estén aquí, debemos echar a andar —,dijo Denton. —Vamos a llevar nuestra comida, y comeremos en el camino.
    Denton miró nuevamente en su derredor, y evitando acercarse a los perros muertos, atravesaron el jardín y entraron juntos en la casa. Encontraron la alforja que contenía sus víveres, y volvieron a bajar la escalera manchada de sangre.
    Abajo, Elisabeth se detuvo.
    —Un instante—dijo, —aquí hay una cosa.
    Entró en el cuarto donde se abrí la florecilla azul. Se inclinó y la acarició con los dedos.
    —Querría llevármela —dijo, —pero no puedo arrancarla.
    Con un movimiento casi involuntario, se inclinó más y posó sus labios sobre los pétalos. Después, silenciosamente, atravesaron lado a lado el jardín y tomaron el antiguo camino.
    Volvían resueltamente a la ciudad mecánica y compleja de esos tiempos, la ciudad que había absorbido a la humanidad.

    III
    Las vías de la ciudad.
    Entre las invenciones que en la victoria de la humanidad transformaron el mundo, la serie de mejoramientos de los medios de locomoción que comenzaron con los ferrocarriles, y que, apenas un siglo después, terminaran con los vehículos automóviles y los caminos patentados, es la más notable, sino la más importante. Esos perfeccionamientos así como el sistema de compañías de responsabilidad limitada que reunían capitales enormes, y el reemplazo de los obreros agrícolas por hombres expertos, provistos de mecanismos ingeniosos, produjeron necesariamente la concentración de la humanidad en ciudades de una colosal enormidad y provocaron una revolución completa en la vida humana.
    Este fenómeno después de que se hubo realizado, pareció una cosa tan sencilla y tan evidente, que es de admirar el que no se le previera más claramente. Sin embargo, parece que ni siquiera se tuvo idea de las miserias que semejante revolución podía implicar, y no parece que entró en la mente de un hombre del sigla XIX el que las prohibiciones y las sanciones morales, los privilegios y las concesiones, las ideas de responsabilidad y de propiedad, de comodidad y de belleza que habían hecho prósperos y felices los períodos, sobre todo, agrícolas, del pasado, concluirían por desaparecer bajo marea creciente de las posibilidades y exigencias nuevas. El que un ciudadano equitativo y, benévolo en la vida ordinaria pudiera tornarse, como accionista, implacablemente codicioso; el que los métodos comerciales que, en los tiempos re—motos, habrían parecido racionales y honorables, fuesen, ya en más larga escala, mortíferos y abrumadores; el que la caridad de otras épocas llegara a ser considerada como un simple medio de pauperización y el que los sistemas de empleo de esas épocas hubieran sido transformados en esclavitudes extenuantes; el que, en el hecho, una revisión y un desarrollo de los derechos y deberes del hombre se hubieran impuesto como una necesidad urgente, eran cosas que no podía concebir el hombre del siglo XIX, profundamente conservador y sometido a las leyes en todos sus hábitos de pensamiento, conformado como estaba por un método de educación arcaico.
    Se sabía que la aglomeración excesiva de las ciudades implicaba peligros de pestes sin precedente, hubo un desarrollo enérgico de los procedimientos sanitarios; pero el que los flagelos del juego y de la usura, del lujo y de la tiranía, llegaran a ser endémicos y tuvieran espantosas consecuencias, superaba en mucho a las suposiciones que se podían hacer en el siglo XIX. De tal manera, por algún proceso por decirlo así inorgánico, al cual no se opone prácticamente la voluntad creadora del hombre, se verificó el crecimiento de las desdichadas ciudades hormigueros que caracterizaron al siglo XIX.
    La sociedad nueva fue dividida en tres grandes clases.
    En la cima, dormitaban los grandes poseedores, colosalmente ricos por accidente más bien que por designio, poderosos, salvo en cuanto a la voluntad y a las aspiraciones: en resumen, el último avatar de Hamlet en el mundo. Debajo estaba la multitud enorme de los trabajadores al servicio de gigantescas compañías que lo monopolizaban todo. Entre esos dos se hallaba la clase media empequeñecida: funcionarios de todas categorías, capataces, gerentes, las clases médicas, legales, artísticas y escolástica y los ricos en pequeño, clase cuyos miembros llevaban una vida de lujo incierto, por medio dé. especulaciones precarias, séquito de las de los grandes directores.
    Ya está referida la historia de amor y el casamiento de los dos jóvenes pertenecientes a esta clase media; ya está dicho de qué manera pasaron por sobre los obstáculos. que los separaban, y cómo trataron de vivir a la manera antigua, en el campo, y por qué habían vuelto rápidamente a la ciudad de Londres.
    Denton no tenía recursos, de modo que Elisabeth pidió dinero prestado sobre Í los valores que su padre debía conservar en depósito hasta que ella cumpliera veintiún años.
    Naturalmente, tuvo que pagar un interés muy elevado, por causa de la incertidumbre de la amortización, y porque la aritmética de los enamorados es muy a menudo vaga y optimista.
    No obstante, después de su regreso, pasaron algunos momentos dichosos. Habían decidido no ir a una ciudad de placeres y no perder su tiempo en correr, a través de la atmósfera, de una parte a otra del mundo, pues, a despecho de su primera desilusión, ambos habían conservado gustos rancios.
    Amueblaron su cuartito con viejos muebles raros, de la época de Victoria, y encontraron en el piso cuarenta y dos de la Séptima Vía una tienda en la que todavía, se podían comprar libros impresos a la antigua moda: su manía favorita era leer impresos en vez de escuchar los fonógrafos.
    Cuando, poco después, les llegó una niñita para unirlos más estrechamente si tal cosa era posible, Elisabeth no quiso enviarla a una sala cuna, como era la costumbre, sino que insistió en criarla ella misma. En consecuencia de tan singular procedimiento, se les aumentó, el alquiler de su departamento, pero eso les importaba, poco: se contentaron con pedir prestado más dinero.
    Llegó el día en que Elisabeth fue mayor de edad, y Denton tuvo con su suegro una entrevista, todo, menos que agradable. Una segunda entrevista, desagradable en exceso, fue la que tuvo con el prestamista, y cuando volvió a su casa estaba pálido y demacrado. Apenas llegó, Elisabeth le contó que su hija había hallado una frase nueva y de entonación maravillosa; pero Denton hizo poco caso de eso. En el momento más importante de la descripción interrumpió:
    —¿Cuánto crees que nos queda del dinero ahora que todo está arreglado?
    Ella lo miró, pasmada, y se detuvo de golpe en medio de la descripción apreciativa que hacía de la elocuencia de la niñita.
    —¿Acaso?...
    —Sí—contestó él —así es. No hemos sido juiciosos. Sin duda el interés o algo... y las acciones que tú habías... fundido... A tu, padre le importa un bledo, y dice que él nada tiene ya que hacer con eso, después de lo que ha sucedido. Creo que va a volver a casarse. En una palabras apenas nos quedan cinco mil pesos.
    —¿Sólo cinco mil?
    —Sí... sólo cinco mil.
    Elisabeth tuvo que sentarse. Durante un instante, contempló, pálida, a su marido; en seguida sus ojos vagaron a través del cuarto caprichoso y fuera de moda con sus muebles de tiempos pasados y sus cuadros originales, pintados al óleo; después, su mirada fue a posarse por fin en el pequeño modelo de humanidad que tenía en los brazos.
    Denton, con los ojos fijos en ella, estaba abatido. De repente, dio media vuelta y se puso a pasear en el cuarto nerviosamente.
    —¡Tengo que buscar una ocupación! —declaró a poco. —Soy un holgazán: habría debido pensar antes en eso si no fuera un egoísta y un idiota. No quería dejarte...
    Se calló al notar la palidez de su mujer. De improviso, se le acercó y la besó, y besó también la carita que se apretaba contra el pecho de la madre.
    —Esto no tiene importancia, amada mía—dijo:—ya no te quedarás sola ahora... ahora que la chica comienza a conversar... y luego, no tardare en encontrar algo que hacer ¿sabes? Pronto... fácilmente... Al principio estas cosas hieren, pero todo se arreglará... es seguro que se arreglará... Tan pronto como haya descansado, saldré, y veré lo que puede hacer. Por el momento es difícil pensar en algo...
    —Será duro dejar nuestro departamento —dijo Elisabeth; —pero... No tendremos necesidad ninguna de dejarlo... créeme.
    —Es muy caro..
    Denton, con un ademán, apartó esa inquietud y se puso a hablar del trabajo que podría encontrar. No explicaba con mucha claridad lo que ello sería, pero estaba perfectamente seguro de que podrían continuar viviendo cómodamente en la feliz clase media cuya existencia era la única que conocían.
    —Hay treinta y tres millones de personas en Londres — dijo —y entre ellos sin duda habrá algunos que me necesiten.
    —Seguramente.
    —Lo difícil... es... pero... Bindon, el hombrecito moreno con quien tu padre quería casarte, es un personaje importante...
    Yo no puedo volver a mi antiguo empleo de la plataforma porque él es ahora jefe del personal de las Máquinas Volantes.
    —No sabía eso—dijo Elisabeth.
    —Hace algunas semanas fue nombrado... A no ser por eso, las cosas serían bastante fáciles... pues en la plataforma me querían bastante. Pero hay docenas de otras cosas que hacer... ¡docenas! No te atormentes, amada mía. Voy a descansar un poco, después almorzaremos, y en seguida saldré a buscar. Conozco a montones de personas... ¡a montones! ... Los dos descansaron, pues, y más tarde fueron al comedor público y almorzaron, después del cual partió él, en busca de un empleo. Pronto tuvieron que notar que desde el punto de vista de una ventaja deseable, el mundo estaba entonces tan mal organizado como lo había estado siempre: esa ventaja era la de un empleo agradable, seguro, honorable, remunerativo, que dejara amplios ocios para la vida privada, y no exigiera ni capacidad especial, ni esfuerzos, ni riesgos, ni sacrificios de ninguna especie. Denton desarrolló un gran número de brillantes proyectos y pasó días y días, en recorrer activamente de un rincón a otro la enorme ciudad, en busca de amigos influyentes, y todos esos amigos influyentes se mostraban contentos de verlo y muy amables, hasta que entraba él a las proposiciones definidas: entonces, los amigos hablaban vagamente y se ponían en guardia. El se despedía de ellos fríamente, pensaba en su conducta, y se irritaba; entraba en alguna oficina telefónica, gastaba su dinero en querellas animadas e infructuosas. A medida que los días pasaban se sentía más cansado e irritado, —hasta el extremo de tener que hacer un esfuerzo para aparecer alegre y despreocupado delante de Elisabeth, de lo que ella se daba cuenta con toda claridad, como que era una mujer amorosa.
    Un día, después de preámbulos en extremo complejos, ella le propuso un penoso medio de salir de apuros. Denton esperaba verla llorar y entregarse a la desesperación cuando tuvieran que vender su tesoro con tanto gozo comprado, sus raros objetos de arte, sus sillones, sus colgaduras, sus cortinas de reps, sus muebles de caoba, sus grabados y dibujos en marcos dorados, sus flores artificiales encerradas en fanales, sus pájaros disecados y tantas otras cosas antiguas y escogidas; pero ella fue quien hizo la proposición. Ese sacrificio parecía causarle un extremado placer, así como la idea de tomar otro departamento, diez o doce pisos más abajo, y en otro hotel.
    —Con tal de que la chica esté con nosotros, lo demás poco me importa—dijo —todo eso es experiencia ganada.
    De modo que él la besó, declaró que se portaba con mayor valor aún que cuando combatió contra los perros, la llamó Boadicea, y se abstuvo muy cuidadosamente de observar que tendría que pagar un alquiler considerablemente más alto por causa de la vocecilla con que la niña acogía el perpetuo bullicio de la ciudad.
    Denton había tenido la idea de alejar a Elisabeth cuando llegara el momento de vender el absurdo mobiliario al cual estaban ligados sus afectos; pero, lejos de eso, ella fue quien regateó con el vendedor mientras que su marido, pálido y enfermo de pesar, temeroso de lo que podía seguir a eso, continuaba sus diligencias por las vías móviles de la ciudad.
    Una vez que se. hubieron instalado en un alojamiento rosado y blanco, sumariamente amueblado, en un hotel barato, Denton sintió un acceso de energía furiosa, al que siguió una semana de apatía, durante la cual se quedó en la casa, sombrío y mohíno. Durante todo ese tiempo, el buen humor de Elisabeth brillaba como una estrella, y al fin, la tristeza de Denton se disolvió en un derrame de lágrimas. Después, Denton partió nuevamente por las vías de, la ciudad, y con gran asombro de su parte halló trabajo.
    Sus exigencias se hablan moderado poco a poco y había llegado a reducirse al nivel inferior de los trabajadores independientes.
    Primero había aspirado a alguna elevada posición oficial en las grandes Compañías de las Aguas, de los Ventiladores o de las Máquinas Volantes, o a un empleo en una de las Administraciones Generales de Noticias, que habían reemplazado a los diarios, o en alguna asociación comercial o profesional, pero esos eran ensueños de los primeros días. De allí había pasado a la especulación, y trescientos leones de oro, de los mil que quedaban de la fortuna de Elisabeth, se habían sumergido, una tarde, en el mercado de títulos. Ahora se consideraba feliz de que su buena apariencia le hubiera proporcionado un puesto de ensayo como vendedor en el Sindicato de los Sombreros Susana, sindicato que fabricaba y vendía sombreros de señora, gorras y todos los objetos del tocado, pues aunque la ciudad estaba completamente cubierta y protegida contra las intemperies y, el sol, las damas llevaban todavía sombreros voluminosos y complicados cuando iban al teatro y a los lugares de culto públicos.
    Habría sido divertido hacer visitar a un tendero de la Regente Street del siglo XIX los ensanches de su primitivo establecimiento, en el cual estaba empleado Denton. Todavía se daba a veces a la vía XIX su antiguo nombre de Regent Street, pero esta era ya una calle de plataformas móviles, de cerca de ochocientos pies de ancho. El espacio central era inmóvil, y por medio de escaleras que descendían en unas vías subterráneas, se tenía acceso a las casas situadas a lado y lado. A derecha e izquierda había una serie de plataformas superpuestas y continuas, cada una con una velocidad superior en cinco millas a la de la plataforma contigua, de suerte que se podía pasar de la una a la otra hasta la vía más rápida y recorrer así la ciudad. El local del Sindicato de los Sombreros Susana tenía una vasta fachada que daba a la vía exterior y avanzaba a cada extremidad una serie de inmensos biombos de vidrio empañado, en los cuales, gigantescos retratos animados de las más lindas mujeres conocidas, tenían por, adorno los sombreros más nuevos.
    En la vía central estacionaria, había siempre una densa muchedumbre que miraba un vasto cinematógrafo, el cual desplegaba los descubrimientos de la moda incesantemente variable. La fachada entera del edificio estaba en una perpetua transformación cromática, y de arriba abajo, en una altura de cuatrocientos pies y por encima de las plataformas movientes se entrelazaban, chispeantes y deslumbradoras, con letras y colores mil veces variados, las palabras del letrero: Sombreros Susana . —Sombreros Susana.
    Gigantescos fonógrafos vaciaban sus clamores ahogando todas las conversaciones en las vías móviles, vociferando constantemente: ¡Sombreros! ¡Sombreros! —. Mientras a alguna distancia, antes y después de. la tienda, otras baterías del mismo instrumento aconsejaban al público: «¡Vamos a la tienda Susana!» o insinuaban al público: «¿Por qué no compráis un sombrero a ese niño?»Para los que tenían la fortuna de ser sordos, y la sordera no era rara en el Londres de esa época, inscripciones luminosas de todas dimensiones se lanzaban desde el techo hasta la plataforma, y en la mano o en el cráneo calvo que uno tenía por delante, o en los hombros de una dama, o en un repentino chorro de llamas, a nuestros pies, el dedo móvil escribía inopinadamente en letras de fuego: «Sombreros baratos, hay,» o sencillamente:
    «Sombreros.» No obstante todos esos esfuerzos, tan grande era la sobreexcitación en que vivía la ciudad, con tanta facilidad se habituaban los ojos y los oídos a no hacer caso de todas esas clases de reclamos, que más de un ciudadano había pasado por allí millares de veces sin haber notado aún la existencia del Sindicato de los Sombreros Susana.
    Para entrar en el edificio, se bajaba la escalera de la vía central y se seguía un pasadizo público en el cual se paseaban lindas jóvenes que, por una remuneración mínima, llevaban puestos sombreros con sus respectivos rótulos. La sala de entrada estaba adornada por cabezas de cera peinadas a la moda, que giraban graciosamente sobre pedestales, y de allí, pasando por delante de los bufetes de los cajeros, se llegaba a una interminable serie de pequeños cuartos, cada uno de los cuales contenía: un vendedor, tres o cuatro sombreros, alfileres, espejos, cinematógrafos, teléfonos y deslizadores que los, el comunicaban con el depósito central, asientos cómodos y refrescos tentadores. Denton era vendedor en una de esas divisiones. Su ocupación consistía en recibir, de entre el flujo incesante de damas, a aquellas a quienes se les antojaba detenerse delante de él, ser tan cautivador y seductor como le fuera posible, ofrecer refrescos, mantener la conversación sobre cualquier tema que eligiere la posible compradora, y sin demasiada insistencia, llevar hábilmente la plática hacia los sombreros. Debía incitar a la parroquiana a probar diversos modelos de sombreros y mostrarle con sus maneras y su, actitud, pero sin alabanzas demasiado evidentes, lo mucho que embellecían el rostro los sombreros que él deseaba vender. Tenía varios espejos adaptados, gracias a diversas sutilezas de curvas y de matices, a los diferentes tipos de caras y de cutis, y todo dependía del empleo que el vendedor sabía dar a esos espejos.
    Denton se consagró a esos deberes curiosos , pero que le eran poco familiares, con una buena voluntad y una energía que le habrían asombrado un año antes; pero todo eso sin resultado. La directora principal, que lo había elegido para ese empleo y le había acordado diversas señales de favor, cambió repentinamente de actitud, le declaró, sin causa explicable, que era un estúpido, y lo despidió al cabo de seis semanas de haber ejercido ese oficio. Denton tuvo, pues, que comenzar nuevamente sus vanas diligencias.
    Esta vez no pudo continuar por mucho tiempo sus peregrinaciones: el dinero se les agotaba. Para que les durara un poco más, tuvieron que resolverse a separarse de su hija amadísima, y la confiaron a una, de las salas cunas públicas que abundaban en la ciudad. Ese era el uso común en aquella época. La emancipación industrial de la mujer, la desorganización del hogar familiar que resultó de ello, hicieron necesarias para todos las salas cunas, salvo para la gente muy rica o para la que tenía ideas excepcionales. Los niños encontraban allí ventajas de higiene y de educación imposibles sin semejantes organizaciones. Había salas cunas de todas clases y con todos los géneros de lujo, hasta las de la Compañía del Trabajo, en las que se recibía a crédito a los niños, y éstos debían rescatarse, con faenas diversas, a medida que crecían.
    Pero Denton y Elisabeth eran, como ya queda explicado, unos jóvenes en demasía atrasados, llenos de ideas rancias, y tenían un odio excesivo a esas cómodas salas cunas, de modo que cuando condujeron por fin a su hijita a una de ellas lo hicieron con extremada repugnancia. Los recibió una maternal persona vestida de uniforme, de maneras vivas y solícitas, y Elisabeth lloró en el momento de separarse de su hija. La maternal persona, después de un breve asombro en presencia de esa emoción tan poco común, se convirtió de repente en un ser de esperanza y consuelo, con lo que ganó el profundo agradecimiento de Elisabeth. Se les condujo a una vasta, sala regida por gran número de amas y donde centenares de niñitas se recreaban con juguetes esparcidos por el suelo. Aquella era la sala de Dos Años. Las amas se adelantaron, y Elisabeth las siguió con mirada celosa cuando se llevaron a la niña: eran unas excelentes mujeres, claro estaba que debían serlo, y sin embargo...
    Pronto fue necesario marcharse. La pequeña Dings estaba entonces instalada en un rincón, sentada en el suelo, con los brazos llenos de juguetes que la ocultaban en parte.
    Parecía preocuparse poco de los parentescos humanos, mientras que su padre y su madre se alejaban. A ambos se les prohibió afligirla con una despedida.
    En la puerta, Elisabeth se volvió para verla por última vez, y la pequeña Dings, que había abandonado sus juguetes, estaba parada, titubeante. De improviso los sollozos subieron a la garganta de Elisabeth, y entonces el ama la empujó, salió con ellos y cerró la puerta.
    —Pronto podrá usted venir a verla, querida señora—dijo, con una inesperada ternura en los ojos.
    Elisabeth la contempló un instante, desconcertada.
    —Pronto podrá usted venir—repitió el ama.
    Entonces, por una brusca transición, Elisabeth se puso a llorar en los brazos del ama, y la aflicción ganó también el corazón de Denton.
    Tres semanas después, nuestros dos jóvenes estuvieron absolutamente sin un centavo, y no les quedó entonces más que un recurso: dirigirse a la Compañía del Trabajo. Tan luego como debieron una semana de alquiler, se les confiscó los pocos objetos que les quedaban, y con una cortesía sumaria, se les señaló la puerta del hotel. Elisabeth siguió el pasadizo que conducía a la escalera por la cual se subía a la vía central inmóvil. Su infortunio la había aturdido demasiado para que pudiera pensar. Denton se demoró en una discusión inútil y aguda con el portero del hotel, y luego la alcanzó, exaltado y con la cara encendida. Al reunirse con ella acortó el paso, y juntos y en silencio subieron hasta la vía central. Allí encontraron dos asientos vacíos y se sentaron.
    —No estamos obligados a ir en seguida—dijo Elisabeth.
    —No, no antes de que tengamos hambre—contestó Denton.
    —Ambos se callaron. Las miradas de Elisabeth buscaban sin hallarlo, un lugar en que descansar. Hacia la derecha se volvían ruidosamente las vías que conducían al Este, hacia la izquierda las que llevaban a la dirección opuesta. Adelante y atrás, a lo largo de un cable por encima de ellos, iban y venían unos hombres gesticulando, vestidos como payasos, marcado cada uno, en la espalda y en el pecho, con una letra gigantesca, de manera que al mirarlos reunidos se podía leer en la hilera que formaban: Píldoras digestivas de Perhinge.
    Una mujercita anémica, vestida con un traje hecho de una horrible y ordinaria tela azul, señalaba a una niña uno de los miembros de ese anuncio viviente.
    —Mira—decía:—allí está tu padre.
    —¿Cuál? —preguntó la niñita.
    —Ese que tiene la nariz colorada—contestó la mujer anémica.
    La niñita se puso a llorar, y Elisabeth tenía bastantes ganas de hacer lo mismo.
    —¡Te parece que se divierten! —continuó la mujer anémica vestida de azul, procurando disipar esa pena. —¡Mira! ¡Ve, ahora!
    En la fachada de la izquierda, un disco inmenso, que brillaba intensamente y refulgía de colores fantásticos, tornaba incesantemente, y letras de fuego aparecían con intermitencias, así:
    Si esto os marea...
    Y añadían después de una pausa:
    Tomad una píldora digestiva Perhinge.
    A continuación comenzó un bramido potente y desconsolado.
    «Si os agrada la literatura fanfarrona, poned vuestro teléfono en comunicación con Bruggles. ¡El autor más grande de todos los siglos! ¡El pensador más grande de todos los siglos! ¡El os enseña la moral hasta la raíz de los cabellos!
    ¡La imagen misma de Sócrates, salvo la parte posterior de la cabeza, que se parece a la de Shakespeare! ¡Tiene seis dedos en los pies, se viste de rojo y nunca se lava los dientes! ¡Es—cuchadle! La voz de Denton llegó hasta Elisabeth durante una pausa de ese tumulto.
    —Yo no debí casarme contigo—decía. —Te he consumido todo tu dinero, te he arruinado, te he reducido a la miseria; soy un bribón... ¡oh! qué mundo maldito!...
    Ella quiso hablar, pero durante algunos instantes no halló nada que decir. Por fin le tomó la mano.
    —¡No!
    Un deseo confuso se convirtió de improviso en ella en una determinación. Se levantó.
    —¿Quieres venir?
    —No tenemos necesidad de ir ahora—dijo él, levantándose también.
    —No es eso. Querría ir a la plataforma de las máquinas Volantes, donde nos conocimos ya sabes, ese rinconcito...
    —¿Tú lo deseas? —dijo él, titubeante y dudoso.
    —Es necesario —contestó ella.
    Denton vaciló todavía un momento y después se decidió a acompañarla. Así fue cómo pasaron su último mediodía de libertad, al aire libre, en la plataforma donde se encontraron hacía apenas cinco años.
    Allí, ella le declaró (cosa que no habría podido hacer en medio del tumulto de las vías públicas), que no se arrepentía en manera alguna de su matrimonio; que, cualesquiera que fuesen las penas y las miserias que la vida les reservara aún, ella estaba contenta de lo hecho. La temperatura, ese día, era favorable; su refugio estaba abrigado y lleno de sol, y por encima de ellos los aeroplanos brillantes iban y venían. Por fin, a la puesta del sol, su recreo terminó: una vez que, jun—tas las manos, se hubieron jurado una mutua consagración, se levantaron para volver a las vías de la ciudad, pobre pareja, cansada y hambrienta, de aspecto sórdido y corazón abatido.
    No tardaron en hallar uno de los letreros de color azul pálido que indicaban las oficinas de la Compañía del Trabajo.
    Se detuvieron un largo rato en la vía. central, hasta que por fin se decidieron a entrar en la sala de espera.
    La Compañía del Trabajo había sido primitivamente una organización caritativa. Su objeto era proporcionar comida, alojamiento y una ocupación a todo el que se presentara. A ello estaba obligada por los términos mismos de sus estatutos, así como a dar alimentos, cama y asistencia médica a todos los que, incapaces de trabajar, le pidieran su ayuda. En cambio, esos incapaces firmaban bonos de trabajo que tenían que rescatar después de su curación. La firma consistía en dejar impresa la marca de los dedos pulgares, que eran fotografiados y anotados, de tal modo que aquella universal Compañía del Trabajo podía identificar, al cabo de una investigación que duraba apenas una hora, a cualquiera de sus dos o trescientos millones de parroquianos. El día de trabajo estaba fijado en dos turnos de servicio en una fábrica productora de fuerza eléctrica, o en n equivalente, y el cumplimiento de esa faena podía ser exigido por los medios legales.
    En la práctica, la Compañía del Trabajo había encontrado la conveniencia de agregar a sus obligaciones estatutarias un pago de algunos centavos por día, corno aliciente. Esta organización habla no solamente abolido por completo el pauperismo, sino que subvenía prácticamente a todas las necesidades del trabajo, salvo a los que implicaban otras responsabilidades. Casi una tercera parte de la población del inundo estaba formada por sus siervos y sus deudores, desde la cuna hasta la tumba.
    Mediante ese sistema tan práctico y tan poco sentimental, la cuestión del trabajo había sido dilucidada de una manera satisfactoria y resuelta. Nadie moría de hambre en la vía pública; ningún andrajo, ninguna clase de trajes menos sanitarios y suficientes que el higiénico e inelegante uniforme de tela azul de la Compañía del Trabajo, ofendía la vista.
    Tema constante de los diarios fonográficos era el decir cuánto había progresado el mundo desde el siglo XIX, época en que los cadáveres de las personas muertas por el tráfico de los vehículos y de las que morían de hambre constituían, según se decía, un espectáculo común en todas las calles muy frecuentadas.
    Denton y Elisabeth permanecieron sentados aparte en la sala de espera, hasta que les llegó su turno. La mayor parte de las personas reunidas allí parecían taciturnas y abrumadas, pero tres o cuatro de ellas, vestidas con colores chillones, compensaban la inquietud de sus compañeros: esos eran parroquianos de la Compañía por toda la vida, nacidos en sus salas cunas, destinados a morir en sus hospitales, y que habían salido a divertirse con algunos centavos de ganancia extraordinaria. Visiblemente muy orgullosos de sí mismos, vociferaban más que hablaban una especie de dialecto cockney degenerado.
    Las miradas de Elisabeth pasaron de estos últimos a los otros menos seguros de sí mismos. Uno de esos seres le pareció excepcionalmente digno de lástima. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de cabellos de un rubio dorado y cara pintada, por la cual habían corrido abundantes lágrimas.
    Tenía la nariz humeante, los ojos febriles de una persona hambrienta, los hombros y las manos flacas, y su vestido elegante, gastado y raído, decía la historia de su vida.
    Había allí también un anciano de barba gris, que llevaba el traje episcopal de una de las grandes sectas, pues la religión había llegado también a ser un negocio, con sus alzas y sus bajas. Cerca de él, un joven como de veintidós años, de aspecto enfermizo y vicioso, parecía, con sus ojos vacíos, contemplar un destino problemático. Denton primero, después Elisabeth, fueron pronto interrogados por la directora, pues la Compañía prefería a las mujeres para este empleo, y ésta tenía una cara enérgica, una expresión despreciativa, una voz particularmente desagradable. Tuvieron que llenar varias boletas, entre otras una en la que declaraban que no querían que se les afeitara la cabeza, y cuando hubieron dejado las marcas de sus pulgares, tomado nota del número que correspondía a esta marca, y cambiado sus trajes raídos por dos de tela azul debidamente numerados, se dirigieron al inmenso refectorio para que se les diera su primera comida adquirida en esas nuevas condiciones. Después tenían que volver a ver a la directora para recibir instrucciones sobre el trabajo que les sería asignado.
    Cuando se hubieron puesto sus nuevos trajes, Elisabeth creyó, al principio, que no se atrevería a mirar a Denton; pero él la miró y vio con asombro que, aun dentro de esa tela azul, todavía estaba bonita. En ese momento llegaron el pan y la sopa, deslizándose por los rielecillos que recorrían la larga mesa, y Denton olvidó a su compañera, pues hacía tres días que no probaba una comida satisfactoria.
    Después de comer descansaron un rato. Ninguno de los dos habló: nada tenían que decirse. A continuación fueron a ver a la directora para saber lo que tenían que hacer.
    La directora consultó un cuadro, indicándose a ellos:
    —Vuestros cuartos estarán aquí, distrito de Higlibury, vía 97, número 2017: lo mejor es que apuntéis esto en vuestras tarjetas. Usted, cero cero cero, marca siete, sesenta y cuatro, B C D, gama, cuarenta y uno, hembra; irá usted a la Compañía de la Compresión de Metales y ensayará usted durante un día: ocho centavos de salario si conviene usted. Y Usted, cero siete uno, marca cuatro, setecientos nueve, G F B, pi, noventa y cinco, varón: irá usted a la Compañía Fotográfica, vía ochenta y una, y aprenderá usted a, hacer una cosa u otra: no sé qué; seis centavos. Aquí tenéis vuestras tarjetas. Eso es todo. El que sigue... ¿Qué? ¡No habéis comprendido todo! ¡Buen Dios! ¿Pensáis que voy a empezar de nuevo, gente inatenta, gente imprevisora? ¡Como si lo que se les dice no fuera serio!
    Para ir a sus respectivas labores tuvieron que seguir durante un rato el mismo camino, y entonces notaron que podían hablar. Hecho curioso: su tristeza parecía disminuir desde que se habían vestido con el traje azul. Denton habló, hasta con interés, de la tarea que le tocaba.
    —Sea lo que sea—dijo—no puede ser tan odioso como la tienda de sombreros, y cuando hayamos pagado el hospedaje de Dings nos quedará todavía un centavo a cada uno.
    Más tarde podremos mejorar y ganar más.
    Elisabeth se sentía menos dispuesta a hablar.
    —¿Por qué será que el trabajo nos parece odioso?
    —Sí, es curioso—dijo Denton:—supongo que no sería así sin la idea de que se nos ordena hacerlo... Espero que tendremos directores decentes.
    Elisabeth no contestó —pensaba en otra cosa, tratando de seguir una idea que se le había ocurrido.
    —Naturalmente—dijo a poco; durante toda nuestra vida hemos vivido del trabajo de los demás. Ahora no es más que justo...
    Se detuvo: aquello era demasiado complicado.
    —Lo hemos pagado—dijo Denton, quien todavía no había torturado nunca la mente con esas cuestiones arduas —No hacíamos nada... y, sin embargo, pagábamos. Eso es lo que no puedo comprender.
    —Puede ser que ahora estemos pagando agregó Elisabeth, —pues su teología era antigua y sencilla.
    Pronto tuvieron que separarse para ir cada uno a sus tareas.
    Denton debía atender a una prensa hidráulica complicada y que parecía casi un ser inteligente. Su motor era agua de mar, la que al último servía para lavar las alcantarillas de la ciudad, pues el mundo había abandonado desde hacía largo tiempo la locura de vaciar su agua potable en las cloacas. Un inmenso canal conducía esa agua hasta la parte Este de la ciudad: allí, una enorme batería de bombas la elevaba a unos depósitos situados a cuatrocientos pies sobre el mar y de los cuales se distribuía por millones de conductos a todos los barrios de la ciudad. En su curso limpiaba, inundaba, daba movimiento a mecanismos de todos los géneros a través de una infinita variedad de canales minúsculos, hasta que llegaba a los grandes conductos, los colectores, y transportaba las inmundicias a los terrenos agrícolas que rodeaban a Londres.
    La prensa servía para algún procedimiento del taller fotográfico, pero no era asunto de Denton el comprender la naturaleza de esa labor. El hecho más notable en su mente era que la máquina debía estar iluminada por una luz rojiza, y que a causa de eso la sala en que él trabajaba estaba alumbrada por un globo de color que esparcía una luz lívida y penosa —por todo el local. En el rincón mas sombrío estaba la prensa que tenía por servidor a Denton: era una cosa enorme, indecisa y chispeante, coronada por una especie de capuchón que tenía un parecido vago con una cabeza Inclinada; una cosa acurrucada como un Buda de metal en esa luz siniestra que alumbraba su funcionamiento, a veces le parecía a Denton que esa máquina era el obscuro ídolo al cual la humanidad, por alguna extraña aberración, ofrecía su existencia en sacrificio. Su servicio era de una monotonía variada. Pormenores como el siguiente darán una idea de su ocupación: la prensa funcionaba con un retintín activo mientras las cosas iban bien: pero si la gelatina, que llegaba de otro cuarto a través de un conducto para ser perpetuamente comprimida en placas delgadas, cambiaba de calidad, la cadencia del tictac se modificaba, y Denton se debía apresurar a hacer ciertos ajustes. La menor demora importaba una pérdida de materia, y por eso se le rebajaba uno o dos de sus centavos cotidianos. Si el aprovisionamiento se detenía (había procedimientos manuales de un género particular por su preparación y a veces los obreros tenían que dejar la obra, lo que interrumpía la producción), Denton tenía que desengranar la máquina. La multitud de esos ciudadanos atentos y menudos exigía una vigilancia penosa en virtud del esfuerzo incesante que requería la ausencia de interés natural de su parte, y Denton pasaba así la tercera parte del día.
    Además de las visitas que le hacía de vez en cuando el director, hombre bastante benévolo pero singularmente grosero, Denton pasaba sus horas de trabajo en la soledad.
    La tarea, de Elisabeth era de un género más social.
    Existía la moda de revestir los tabiques de las habitaciones privadas de la gente muy rica con soberbias placas de metal repujado con dibujos repetidos. El gusto de la época exigía, sin embargo, que la repetición de los dibujos no fuera exacta, mecánica, sino por el contrario natural, y se había notado que el arreglo más agradable de esas irregularidades se obtenía empleando en él a mujeres refinadas y de gusto innato.
    Un número fijo de pies cuadrados de esas placas se le exigía a Elisabeth como minimum de tarea, y por cada pie cuadrado que hacía de más, recibía una gratificación mezquina. La sala, como la mayor parte de aquéllas en que trabajaban las mujeres, estaba colocada bajo la dirección de una mujer: la Compañía del Trabajo había observado que los hombres eran no solamente menos exigentes, sino además muy propensos a dispensar de una parte de su labor a ciertas favoritas.
    La directora era una persona taciturna, no malévola en demasía, con algunos restos de belleza morena, y las otras mujeres que, naturalmente, la odiaban, se asociaban escandalosamente, para explicar su posición, su nombre al de uno de los directores de los talleres.
    Una o dos solamente, de las compañeras de Elisabeth, habían nacido siervas: eran unas muchachas feas y melancólicas; pero las otras pertenecían al número de las que en el siglo XIX habrían sido llamadas «sin esfera social.» El ideal de lo que constituía a la dama había cambiado. La virtud vaga, borrosa, negativa, la voz modulada y los ademanes afectados de la dama de antes habían desaparecido de la tierra.
    La mayor parte de las compañeras de Elisabeth exhibían cabelleras descoloridas, cutis en estado miserable, y los temas de sus conversaciones reminiscentes eran las glorias desvanecidas de una juventud conquistadora. Todas esas obreras de arte eran de mayor edad que Elisabeth, y expresaban abiertamente su sorpresa de que una mujer tan joven y tan bonita se viera reducida a participar de su labor; pero ella no se preocupaba absolutamente de exponerles sus concepciones morales decrépitas.
    Se les permitía conversar entre ellas, hasta se les alentaba a hacerlo, pues los directores pensaban con acierto que la variación de los pensamientos producía en los dibujos agradables diversidades. Elisabeth se vio casi forzada a escuchar la historia de las vidas con las cuales estaba mezclada la suya: esos relatos estaban truncados por la vanidad, es cierto, y sin embargo, eran suficientemente comprensible—. Pronto comenzó Elisabeth a discernir los despechos, las desinteligencias, los partidillos y las alianzas que se formaban en su derredor. Una de aquellas mujeres era locuaz hasta el exceso en sus descripciones de un hijo prodigioso que había tenido; otra cultivaba una estúpida grosería de palabras que parecía considerar como la expresión de la originalidad más espiritual; otra soñaba incesantemente con vestidos y modas y decía en confianza a Elisabeth que ahorraba sus centavos día tras día, y que dentro de poco saldría en libertad por veinticuatro horas, soberbiamente vestida con esto o con lo otro, y, extensamente, le describía sus atavíos;. otras dos estaban siempre juntas, prodigándose los calificativos amistosos, hasta el día en que, por un pretexto insignificante, se separaron, ciegas y sordas, al parecer, a su reciproca existencia. Del taller de cada una salía incesantemente el ruido de los martillazos, y la directora cuidaba de que ninguna de esas cadencias se detuviera. Así pasaban, los días, así pasarían las vidas.
    Elisabeth estaba entre ellas, dulce y tranquila, con el corazón triste, maravillada del destino: ¡tap! tap! ¡tap! ¡tap! ¡tap! ¡tap!
    Hubo de esa manera para Denton y para Elisabeth una larga serie de días laboriosos que les endureció las manos, tejió en la suave hermosura de su vida los hilos extraños de una substancia nueva y más austera, y dio a sus caras líneas y sombras más grandes. Su antigua vida brillante y fácil bahía retrocedido una distancia inaccesible; lentamente, aprendían la lección del mundo inferior, sombrío y laborioso, vasto y fecundo. Muchas pequeñas cosas sucedieron, cosas que sería fastidioso y mezquino referir, cosas amargas e hirientes para ellos que las soportaban: indignidades, tiranías, todo lo que sazonará eternamente el pan de los pobres en las ciudades, y sobrevino también un acontecimiento que pareció ensombrecer completamente su vida: la niña nacida de ellos enfermó y murió. Pero esta historia antigua y perpetuamente nueva ha sido contada tan a menudo, tan magníficamente, que no es necesario repetirla aquí. Ambos sintieron, en presencia de la niña enferma, el mismo temor doloroso, la misma interminable ansiedad, sufrieron el desenlace sin cesar demorado, pero inevitable, y el negro silencio.
    Así ha sido siempre, así lo será por siempre: esa es una de las cosas que tienen que ser.
    Elisabeth fue quien primero profirió algunas palabras después de un doloroso intervalo de días tristes: no pronunció el absurdo diminutivo que ya no era más que un nombre, sino que habló de las tinieblas que obscurecían su alma. Juntos habían recorrido las vías ruidosas y tumultuosas de la ciudad; el bullicio del comercio, de los llamamientos políticos, de las religiones en competencia, había tropezado con sus oídos cerrados; el deslumbramiento de las luces, de las letras danzantes y de los anuncios chispeantes no había podido animar sus caras afligidas, desconsoladas. Comieron aparte en el refectorio.
    —Querría —propuso Elisabeth, —subir hasta las plataformas...
    a nuestro sitio... aquí no se puede decir nada ...
    —Estaremos a obscuras—dijo Denton, mirándola.
    —He preguntado... La noche estará hermosa...
    Se calló Denton; comprendió que no podía hallar palabras para expresarse, que quería ver una vez más las estrellas, las estrellas que los habían contemplado en el campo durante su novelesca luna de miel, hacía ya cinco años. Algo le oprimió la garganta, y tuvo que volver los ojos a otro lado.
    —Tenemos tiempo de ir—dijo, en tono indiferente.
    Por fin, se encontraron sentados en la plataforma de las Máquinas Volantes, y allí se quedaron largo rato, en silencio.
    Sus asientos estaban en la sombra, pero el cenit tenía un color azul pálido a través del resplandecimiento de las luces del andén de llegada, y la ciudad entera se extendía por debajo de ellos, cuadros, círculos y manchas múltiples de reflejos encerrados en esa inmensa red de claridad. Las estrellas parecían alejarse, minúsculas: antes, los que las miraban habían creído verlas próximas, y ahora parecían inaccesiblemente lejanas. Sin embargo, se las percibía aún por unos huecos sombríos, entre los reflejos, y sobre todo, hacia el Norte, donde las antiguas constelaciones se deslizaban, constantes y pacientes, en torno del polo.
    Por largo rato la joven pareja permaneció silenciosa: por fin, Elisabeth suspiró.
    —Si yo pudiera comprender... dijo. —Cuando uno está abajo, la ciudad absorbe, se diría, todo el ruido, la actividad, las voces: hay que vivir, hay que moverse. Aquí, ya no hay nada ... una cosa que pasa... se puede pensar en paz ...
    —Sí—dijo Denton: —¡cuán fútil es todo eso! Desde aquí, más de la mitad de la ciudad está sumida en la noche... todo eso pasará...
    —Nosotros pasaremos antes—dijo Elisabeth.
    —Lo sé —contestó Denton. —Si la vida no fuera momentánea, el conjunto de la historia parecería el acontecimiento de un solo día... Sí... pasaremos... y la ciudad pasará... y todas las cosas por venir... el hombre y el superhombre y las maravillas imaginables, y sin embargo...
    Se calló, pero prosiguió al cabo de un instante:
    —Sé lo que tú sientes, o por lo menos me lo imagino... allá abajo, uno piensa en el trabajo, en sus pequeñas vejaciones y en sus placeres, en comer y en beber, en el cansancio y el reposo. Allá abajo, todos los días... nuestra pena... parece... el objeto de nuestra vida... Aquí, es diferente... por ejemplo... abajo sería casi imposible continuar viviendo si uno estuviera horriblemente desfigurado... horriblemente estropeado... contrahecho ... Aquí, bajo las estrellas, nada de eso importa ... todo forma parte de algo. Uno cree hasta tocar ese algo bajo las estrellas...
    Se detuvo. Las concepciones. vagas o impalpables de su mente , la emoción indecisa, que trataba de formarse en la idea, se desvanecían bajo el rudo abrazo de las palabras.
    —Es difícil de expresar —dijo, lamentablemente.
    Todavía permanecieron largo rato sin hablar.
    —Hace bien el venir aquí —repuso él por fin. —Nosotros nos detenemos, nuestro espíritu es muy limitado... Al fin y al cabo, no somos más que unos pobres animales que nos elevamos un poco por encima del bruto, cada cual con un espíritu... un pobre rudimento de espíritu... Somos tan estúpidos... Hay tantas cosas que hieren... y sin embargo...
    —¡Lo se, lo sé! ... Pero algún día veremos —Toda esta espantosa miseria, toda esta discordia se resolverá en armonía, y nosotros lo sabremos. ¡Nada hay que no tienda a ese fin!
    Todos los fracasos, todos los pequeños hechos preparan esta armonía. Todo es necesario a su venida... Encontraremos... ¡encontraremos! Nada, ni siquiera el más horrible suceso debe faltar... ni siquiera los más fútiles. Cada martillazo nuestro en el metal... cada instante de nuestro trabajo, nuestros mismos recreos... cada movimiento de nuestra pobre hija... todas esas cosas continuarán por siempre, y hasta lo que no se puede sentir... Nosotros dos, aquí, juntos... todo.. .
    la pasión que nos ha unido... todo lo que ha sucedido después... ya no es una pasión ahora... más que todo es un dolor... amada mía ...
    —Nada más pudo decir, ni seguir hasta lejos sus pensamientos.
    Elisabeth no le dio respuesta alguna. Estaba muy tranquila, pero pronto su mano buscó la de Denton y la encontró.

    IV
    Abajo.
    Bajo las estrellas es posible elevarse hasta la resignación, cualquiera que sea el mal de que se sufre, pero con la fiebre y la miseria de la labor cotidiana volvemos a caer en el asco, en la cólera, y en la vida intolerable. ¡Cuán ilusoria es entonces nuestra magnanimidad: un accidente, una frase! Los santos de otros tiempos debían, ante todo, huir del mundo.
    Denton y, Elisabeth no podían abandonar el suyo. Los caminos no conducían ya a las tierras vírgenes en que se podía vivir libremente, por duro que ello fuera, y encontrar la paz del alma. La ciudad había absorbido a la humanidad.
    Durante algún tiempo, nuestros dos siervos conservaron sus primeras ocupaciones: ella en los metales y él en la prensa; después, éste sufrió un cambio de empleo que a él le llevó nuevas pruebas, más amargas aún. Se le confió el cui—dado de una prensa más complicada en la fábrica central del Tejar General.
    En sus nuevas funciones tuvo que trabajar bajo una larga bóveda, con un cierto número de otros hombres que, en su mayor. parte, habían nacido siervos. Las relaciones con esos nuevos camaradas le repugnaban. Había recibido una educación refinada y hasta el momento en que la fortuna adversa lo hubo reducido a usar ese traje, nunca en su vida, había hablado a la gente vestida de tela azul, a, no ser para mandarlos, o cuando alguna necesidad lo obligaba a ello.
    Ahora, estaba en contacto perpetuo con esos hombres; tenla que trabajar a su lado, que usar sus utensilios, que comer en su compañía. A él, lo mismo que a Elisabeth, le pareció eso una degradación más.
    Tal sentimiento habría parecido exagerado a un hombre del siglo XIX, pero, lenta e inevitablemente, en ese largo intervalo de años, un abismo se había abierto entre la gente vestida de tela azul y las clases superiores, una diferencia no sólo de circunstancias y de hábitos de vida, sino también de principios y hasta de lenguaje. En las vías inferiores se había desarrollado un dialecto especial. Arriba también se había formado un dialecto, un código de pensamientos, una lengua cultivada, que tendían, mediante un asiduo afán por la distinción, a ensanchar perpetuamente el espacio que las separaba de la vulgaridad. Además, los vínculos de una fe común no mantenían ya la unidad de la raza. Los últimos años del siglo XIX se habían distinguido por un rápido desarrollo, en las clases ociosas y prósperas, de perversiones esotéricas de la religión popular: glosas e interpretaciones que reducían la vasta enseñanza del carpintero de Nazaret a la estrechez excesiva de su vida. No obstante su inclinación hacia la antigua manera de vivir, ni Elisabeth ni Denton tenían ideas suficientemente originales para salvarse de la influencia del medio en que se hallaban. Para los actos corrientes habían seguido las costumbres de su clase, y cuando cayeron por fin en esa situación de siervos, creyeron casi llegar a un medio de animales inferiores y desagradables: sentían lo que habría sentido un duque o una duquesa del siglo XIX si se hubieran visto obligados a ir a alojarse en algún arrabal populoso.
    Su impulso natural era mantener las distancias; pero la primera idea que Denton había concebido, de un altivo aislamiento en medio de los que le rodeaban, fue bien pronto rudamente alejada. Se había imaginado que su caída al rango de siervo era el fin de sus sinsabores; que, con la muerte de su hijita, había sondeado las profundidades de la vida; pero, a decir verdad, todo aquello no era aún más que el principio.
    La vida nos pide algo más que nuestra sumisión. Ahora en la compañía de los sirvientes de máquinas, iba a aprender una lección peor, a trabar conocimiento con otro factor de su vida, factor tan elemental como la pérdida de las cosas que nos son caras, más elemental que el mismo trabajo.
    La manera, tranquila con que trató de desalentar toda tentativa de conversación, fue interpretada con bastante presteza como desdén, y fue tina causa inmediata de ofensa.
    Su ignorancia del dialecto vulgar, de lo que hasta entonces se había enorgullecido, asumió repentinamente un nuevo aspecto.
    No se dio cuenta inmediatamente de que la manera como recibió las observaciones groseras y estúpidas, pero simpáticas, con que se le acogió, dobló abofetear en pleno rostro a los que así salían a su encuentro.
    —No comprendo—dijo, fríamente, y agregó, al acaso:—No, gracias.
    El hombre que le había dirigido la palabra se quedó sorprendido, le miró de reojo y se dio vuelta. Otro, que tampoco había sabido hacerse comprender, se dio el trabajo de repetir su frase, y entonces Denton comprendió que se ofrecía a prestarle su aceitera. Le dio las gracias cortésmente, en seguida de lo cual aquel segundo interlocutor se engolfó en una conversación desagradable. Denton, dijo, había sido un guapo señor, y él desearla saber cómo había llegado al uso del traje azul. Evidentemente esperaba un interesante relato de vicios y despilfarro, de excesos de todas clases en una ciudad de placer: Denton debía revelarle la existencia de esos maravillosos lugares de delicias, que penetraba en los pensamientos y corrompía el honor de esa gente del mundo inferior, trabajadores de mala gana y sin esperanza.
    Su temperamento aristocrático se irritaba ante esas preguntas.
    Contestó con un «no» seco el hombre insistió con interrogaciones aún más personales, y esta vez, Denton fue quien volvió las espaldas.
    —¡Por vida!... —exclamó su interlocutor, sumamente sorprendido.
    Denton notó a poco que el hombre refería esa notable conversación, con ademanes indignados, a un auditorio poco simpático, provocando asombro y risas irónicas. Todos miraban a Denton con interés manifiestamente acrecentado.
    Una curiosa sensación de aislamiento se apoderó de él, y entonces trató de pensar en su prensa y en los pormenores de su manejo que todavía le era poco familiar...
    Durante el primer lapso de tiempo, las máquinas ocupaban suficientemente a sus servidores, después había una interrupción, que no era más que un intervalo para la comida, demasiado corto para permitir que los siervos salieran del refectorio de la compañía. Denton siguió a sus compañeros a una galería donde estaban amontonados los desechos procedentes de las prensas.
    Cada obrero tenía un paquete de comida. Denton no lo tenía. El director, joven despreocupado que había obtenido su empleo por protección, había olvidado prevenir a Denton que era necesario proveerse previamente de víveres, y nuestro amigo se mantenía aparte, sufriendo hambre. Los otros se agruparon, hablando a media voz y lanzando de vez en cuando miradas a su lado. El se sentía molesto y necesitaba hacer un esfuerzo sin cesar aumentado para conservar su actitud indiferente: para distraerse, trató de pensar en la palanca de su nueva prensa.
    A poco uno de los siervos, más pequeño, pero mucho más grueso y robusto que Denton, se le acercó. Denton lo esperó con una expresión tan tranquila como le fue posible.
    —¡Toma! —le dijo el delegado, presentándole un trozo de pan, con una mano no muy limpia.
    El hombre tenía la piel curtida, la nariz ancha y la boca torcida. Denton vaciló un momento, preguntándose si aquello era una cortesía o un insulto. Su primer movimiento fue rehusar.
    —¡No, gracias! —dijo, y como el hombre parecía sorprendido, añadió:—No tengo hambre.
    Entonces, uno prorrumpió en una carcajada en el grupo que se había mantenido aparte.
    —¡Ya se lo había dicho yo a ustedes! —gritó el hombre que habla ofrecido su aceitera a Denton. —¡Nos desprecia; no somos bastante finos para él!
    La cara curtida pareció ensombrecerse más.
    —¡Oye! —dijo el hombre presentándole siempre el pan y hablando en voz baja: —vas a comer esto ¿sabes?
    Denton miró fijamente a aquella cara amenazadora, y unos raros sacudimientos de energía recorrieron su cuerpo de arriba abajo.
    —Lo necesito —dijo, tratando de sonreír amablemente, pero sin hacer otra cosa que una mueca.
    El hombre rechoncho avanzó la cabeza, y el pan que tenía en la mano, se convirtió en una amenaza. material.
    Denton procuró ver en los ojos de su antagonista las intenciones que tenía.
    —¡Come! —ordenó el hombre rechoncho.
    Hubo una pausa, y en seguida los dos hombres hicieron un movimiento rápido. El trozo de pan describió una curva complicada que debía terminar en la cara de Denton; pero éste detuvo con un puñetazo la mano lanzada, y el pan siguió por el aire, fuera de la lucha, terminado ya su papel.
    Denton saltó hacia atrás, con los puños apretados y los brazos extendidos. El aspecto sombrío y rudo del otro se cambió en hostilidad abierta, sus ojos acechaban —tina oportunidad. Denton estuvo por un instante lleno de con—fianza y animado por un tranquilo valor. Su corazón latía precipitadamente, su vida crecía en intensidad.
    —¡Eh, muchachos, una gresca! —gritó uno.
    El hombre de cara curtida había saltado hacia adelante, retrocedido, saltado a un lado, y vuelto a la carga. Denton quiso dar una patada y en el mismo instante recibió un golpe.
    Le pareció que le destruían un ojo, y sintió, contra su puño, un labio blando en el momento justo en que recibía un nuevo golpe, esta vez bajo la barba. Un inmenso abanico de agujas flameantes se abrió por delante de sus ojos. Tuvo la convicción pasajera de que su cabeza estaba rota en pedazos, después algo le golpeó por detrás, y la lucha no fue ya para él sino un suceso impersonal y sin interés.
    Toda la conciencia de que un lapso de tiempo, segundos o minutos, intervalo abstracto y apacible, transcurría: estaba tendido, con la cabeza sobre un montón de cenizas, y algo húmedo y caliente le corría por el cuello. Sus primeras impresiones fueron discretamente penosas. Toda su cabeza vibraba; su ojo y su barba vibraban hasta con exceso y en la boca tenía un sabor de sangre.
    —Está mejor —dijo una voz: —ya abre los ojos.
    —¡Eso le enseñará! ¡Bien hecho! —dijo otro.
    Sus compañeros estaban parados en torno suyo. Hizo un esfuerzo, se sentó, y se llevó la mano a la cabeza. Tenía el cabello mojado y lleno de ceniza. Una carcajada acogió ese ademán. Uno de sus ojos no se abría sino a medias. Se dio cuenta de lo que había sucedido, y su esperanza de una victoria final se desvaneció.
    —Parece sorprendido—dijo uno.
    —¿Quiere usted más? —¡interpuso un bromista. —No, gracias —añadió, imitando el tono cortés de Denton.
    Este distinguió, algo atrás, a su antagonista, que tenía en la cara un pañuelo manchado de su sangre.
    —¿Dónde está ese pedazo de pan que tenía que comer? —preguntó un pequeño individuo de cara astuta, y se puso a buscar con el pie en las cenizas.
    En la mente de Denton se efectuó un debate embarazoso: sabía que el código del honor exigía que un hombre prosiguiera hasta el fin una lucha empezada; pero ese extremo le parecía bastante amargo. Estaba decidido a levantarse, pero no experimentaba ningún violento deseo de hacerlo, y se le ocurrió,. sin que este pensamiento pudiera estimularle, que al, fin y al cabo no era quizá más que un cobarde.
    Por un instante, sintió su voluntad pesada como un plomo.
    —¡Aquí está! —dijo el hombrecito de cara astuta.
    Se inclinó para recoger un objeto manchado de ceniza, miró a Denton, y después a los demás. Lentamente y de muy mala grana, Denton se levantó.
    —¡Dame eso! —dijo, tendiendo la mano, un albino de cara sucia.
    Y se adelantó hacia Denton, amenazador y con el pan en la mano.
    —¿Todavía no tiene el estómago lleno, eh?
    El momento crítico llegaba.
    —¡No, todavía no! —dijo Denton con una expresión de angustia.
    Resolvió golpear a ese bruto detrás de la oreja antes de que se lo derribara de nuevo: estaba persuadido de que lo derribarían otra vez, y sombro de haberse juzgado tan sentía un gran animal. Algunos pases ridículos y se vería en el suelo.
    Miró al albino fijamente en los Ojos. Este hacía gestos de complacencia, como alguien que prepara tina farsa agradable.
    La intuición repentina de inminentes humillaciones irritó a Denton.
    —¡Déjale tranquilo, Jim! —gritó el hombrecito rechoncho, detrás de su pañuelo ensangrentado. Nada te ha hecho a ti.
    El albino cesó de hacer muecas y se detuvo. Su mirada fue de los vinos a los otros. Denton se dijo que su primer adversario reclamaba el privilegio de su destrucción: más le habría convenido el albino.
    —¡Déjale tranquilo! ¿oyes? Ya ha recibido su merecido.
    Una campana hizo oír su voz, y puso fin a, la escena. El albino vaciló.
    —¡Una suerte para ti! —dijo, con una metáfora grosera...: —pero guarda la próxima salida. ¡Viejo mío! —añadió —después de reflexionar, y se dirigió con los otros a las prensas.
    El hombrecito rechoncho dejó pasar al albino por delante de él. Denton comprendió que se le daba una tregua.
    Todos pasaron la puerta y Denton, volviendo a la conciencia de su servicio, se apresuró a formar en la fila. En la entrad . a de la galería abovedada estaba, marcando un tarjetón, un inspector con uniforme azul.
    —¡Venga usted aquí; usted! —ordenó a Denton. —¡Hola! ¿quién le ha golpeado? —preguntó al ver su estado.
    —¡Esa es cuestión mía! —contestó Denton.
    —También será cuestión de usted si su tarea sufre las consecuencias. Téngalo usted presente.
    Denton no contestó: ya no era más que un obrero, un animal; llevaba el traje azul: las leyes prohibían los pugilatos y las riñas no eran para él, bien lo sabía.
    Ocupó su puesto en la prensa. Sentía que la piel de su frente y de su barba se levantaba sobre —grandes hinchazones: sentía el creciente dolor de cada contusión. Su sistema nervioso llegó al estado letárgico: a cada movimiento que exigía la prensa, le parecía que levantaba un peso enorme, y en cuanto a su honor, allí también sufría dolores agudos.
    ¿Cuál era su situación? ¿Qué había sucedido, exactamente, durante los últimos minutos? ¿Qué iba a suceder ahora? Aquel era una inagotable fuente de reflexiones, pero no lo era posible pensar sino a trozos desordenados.
    Su estado de espíritu era una especie de asombro estancado.
    Todas sus nociones estaban trastornadas. Había considerado su seguridad con respecto a la fuerza física como inherente a su persona, como una de las condiciones de su vi da, y a decir verdad, así había sido mientras se había vestido como la clase medía, mientras había tenido los recursos de la clase media para defenderse; pero ¿quién querría intervenir en una querella de siervos groseros y brutales?
    Realmente, en esos tiempos, nadie pensaba en tal cosa. En el mundo inferior, no había leyes de hombre a hombre. La ley y el mecanismo del Estado habían llegado a ser algo que mantenía a los hombres abrumados, los —apartaba de toda propiedad y de todo placer deseable, y a eso limitaba sus efectos. La violencia, ese océano en el cual los brutos permanecen, sumidos para siempre, a la cual mil diques y mil artificios han arrancado nuestra vida civilizada y aventurada, se había esparcido de nuevo a través de las vías inferiores y las había sumergido. El puño reinaba como amo absoluto; Denton había por último llegado a ese estado elemental: el puño y la astucia, el corazón duro y la camaradería, todo eso tal como lo había sido en otros tiempos.
    La cadencia de la máquina cambió, lo que interrumpió sus pensamientos. Pronto pudo volver a ellos. ¡Con cuánta rapidez suceden las cosas! No sentía contra esos hombres que lo habían golpeado ninguna enemistad particular. Estaba aporreado, y lo venda caía de sus ojos; ya veía, con completa buena fe, lo que justificaba su impopularidad: él se había portado como un imbécil. El desdén, la exclusión, son el privilegio de los fuertes. El aristócrata caído que se aferra todavía a esa distinción inútil, es ciertamente la criatura de pretensiones más lastimosas en nuestro Universo siempre pretencioso. ¿Qué derecho tenía él para despreciar a esos hombres? ¡Qué desgracia, no haber apreciado mejor todo eso algunas lloras antes!
    ¿Qué iba a suceder en el próximo descanso? No habría sabido decirlo, no podía ni siquiera imaginárselo: le era imposible suponer cuáles serían los pensamientos de esos hombres. Se daba cuenta solamente de su hostilidad y de la falta absoluta de simpatía de su parte para ellos. Vagas ideas de vergüenza y de violencia se perseguían unas a otras en su mente. ¿Podría encontrar un arma cualquiera? Se acordó de su lucha con el hipnotizador, pero ahora no habla cerca de él ninguna lámpara transportable. Nada veía que pudiera servirle para defenderse. Por un momento pensó en una fuga precipitada para encontrar la salvación en las vías públicas, tan pronto como terminaran las lloras de trabajo; pero, aparte la insignificante consideración de su propio respeto, se dio cuenta de que aquello sería sólo un estúpido aplazamiento y una agravación de su situación embarazosa. En ese momento vio al hombre de la cara astuta y al albino que conversaban con los ojos vueltos hacia él: poco después se dirigieron al hombrecito rechoncho, que cuidadosamente volvía las espaldas a Denton.
    Por fin, llegó el momento de terminar la tarea. El hombre que le había ofrecido la aceitera detuvo bruscamente su prensa y se volvió, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Sus ojos expresaban la tranquila expectación de quien ocupa un lugar para presenciar un espectáculo.
    El momento crítico se acercaba, y todos los nervios de Denton parecían saltar y bailar. Decidido a pelear si se le infería alguna nueva lujuria, detuvo su prensa y se volvió.
    Con un aplomo visiblemente afectado, se dirigió a la extremidad de la bóveda y entró en el pasadizo atestado de montones de cenizas: entonces notó que había olvidado su blusa, que había colgado en la prensa, obligado por el calor de la sala.
    Volvió sobre sus pasos, y se encontró cara a cara con el albino.
    —Por fuerza... ¡tiene que comerlo! —decía en tono de reproche el hombrecito de cara astuta; tiene que comerlo, ¡absolutamente!
    —¡No! ¡Déjenlo tranquilo! —replicó el hombre rechoncho.
    Al parecer, nada más, debía suceder ese día. Denton Regó al pasadizo y subió la escalera que conducía a las plataformas movientes de la ciudad.
    Surgió al resplandecimiento lívido y entre la multitud apresurada de la vía pública, le asaltó vivamente la conciencia de su cara desfigurada, y con mano ligera palpó sus contusiones hinchadas. Subió hasta la plataforma mas rápida y se sentó en uno de los bancos reservados a los siervos de la Compañía del Trabajo.
    Se sumergió en un sopor pensativo. Veía con una especie de claridad estática las miserias y los peligros inmediatos de su posición. ¿Qué haría al día siguiente? No lo sabía.
    ¿Qué pensaría Elisabeth de esas brutalidades? Tampoco lo sabía. Estaba agotado. —De improviso, una mano se posó en su hombro. Se dio vuelta, y vio al hombre rechoncho sentado a su lado. Se estremeció. Cierto era que en la vía pública estaba a cubierto de toda violencia.
    La cara del hombre no conservaba señal ninguna del combate. Su expresión estaba exenta de hostilidad y parecía tener un sello de deferencia.
    —¡Dispense usted! —dijo con absoluta ausencia de rencor.
    Denton comprendió que no tenía que temer ningún ataque. No se movió, esperando lo que seguiría. La frase que su interlocutor pronunció había sido evidentemente preparada.
    —Lo que... yo... querría... decir... es... esto... —articuló el hombre, y se calló, buscando otras palabras.
    —Lo que... yo... querría... decir... es... esto. .. —repitió.
    Por último, abandonó ese discurso.
    —¡Usted es un guapo mozo! —exclamó, poniendo una mano sucia en la sucia manga de Denton. —¡Usted es un guapo mozo!... Un hombre distinguido... Lamento ... lamento mucho... quería decirle a usted esto...
    Denton comprendió que debían existir otros motivos que un mero impulso para que un hombre cometiera actos abominables. Meditó y reprimió su amor propio intempestivo.
    —No tenla la intención de ofenderle a usted al rehusar el pedazo de pan—dijo.
    —Sí... no lo hizo usted a mal hacer—dijo el hombre, acordándose de la escena;—pero delante de ese animal de Whitey con sus risitas... pues ¡toma!... tuve que golpear...
    —Sí—dijo Denton, con repentino calor:—yo fui un tonto.
    —¡Ah! —exclamó el hombre, con gran satisfacción. —Eso está a la perfección: ¡choque usted!
    Denton le estrechó la mano.
    La plataforma moviente pasaba por delante de la vidriera de un fabricante de caras, y en la parte inferior, había una hilera de espejos destinados a estimular en los transeúntes el deseo de facciones más simétricas. Denton percibió su imagen y la de su nuevo amigo, enormemente torcidas y ensanchadas: su cara estaba hinchada y ensangrentada sólo en un lado; una. mueca de amabilidad idiota y fingida la deformaba a lo ancho, una mecha de cabellos le ocultaba un ojo. El artificio del espejo presentaba a su compañero con un engruesamiento exagerado de los labios y la nariz. Ambos estaban unidos por el apretón de manos que se daban.
    Después, bruscamente, esa visión pasó, para volver más tarde a la memoria de Denton durante las meditaciones vagas de un insomnio matinal.
    Mientras se estrechaban la mano, el hombre emitió algunas confusas reflexiones, diciendo que siempre había estado seguro de poder entenderse con un hombre de sociedad si alguna vez en su vida encontraba alguno. Prolongó el apretón hasta que Denton, bajo la influencia del espejo, hubo retirado su mano. Entonces, el hombre se puso pensativo, escupió con energía en la plataforma, y volvió a su discurso.
    —Lo que quería decirle es esto... —dijo.
    Se embrolló, meneó la cabeza, mirándose los pies. La curiosidad de Denton se despertó.
    —Le oigo a usted—dijo, —atento.
    El hombre sé decidió, tomó el brazo de Denton y adoptó una actitud confidencial.
    —Dispense usted —dijo. —El hecho es... que usted no sabe cómo golpear... no sabe usted nada de eso... ¡Qué! No sabe usted ni comenzar... Así, se hará usted matar... Hay que poner las manos... así.
    Reforzaba sus explicaciones con palabras enérgicas, examinando, con ojo avizor, el efecto de cada interjección.
    —Por ejemplo, usted es alto... brazos largos... alcanza usted más lejos que nadie... ¡Canastos! Yo creí... que iba a recibir una buena... En vez de eso... ¡Dispense usted!... Yo no lo habría golpeado a usted, si hubiera sabido... Era como pelear con un saco... Eso no es leal... Sus brazos parecían colgados de ganchos... ¡seguro! colgados de ganchos.
    Denton le escuchaba; después, prorrumpió en una risa repentina que le hizo sentir en la barba magullada un violento dolor. Lágrimas amargas subieron a sus ojos.
    —Continúe usted—dijo.
    El hombre volvió a su fórmula. Tuvo la amabilidad de decir que la apariencia de Denton le agradaba, y hasta le afirmó que se había mostrado sumamente valeroso; pero el valor no basta... eso no sirve de gran cosa si uno no sabe emplear sus puños.
    —Lo que quería decir es esto —repuso:—déjeme usted enseñarle cómo se golpea... sólo un golpe. Usted está ignorante, no ha aprendido: pero podría usted llegar a portarse bien si le enseñaran... Eso es lo que yo quería decir.
    —Pero... —dijo Denton, titubeante:—yo no podría darle a usted nada.
    —Otra vez usted con su distinción—dijo el hombre, —¿ quién le pide a usted nada?
    —Pero, ¿el tiempo que perderá usted?
    —Si no aprende usted a golpear como es debido, lo matan a usted... No se preocupe usted de lo demás.
    —No sé—dijo Denton, pensativo.
    Miró la cara del hombre sentado a su lado toda su rudeza natural se le apareció, y le hizo sentir una repulsión repentina, por su pasajera amabilidad. No podía creer que le fuera necesario deber un servicio a semejante ser.
    —Los mozos de allá están siempre pegando... siempre...
    y. naturalmente, si alguno entra en cólera y le echa a perder a usted un buen lado...
    —¡Buen Dios! —exclamó Denton. —¡Ojalá! —Entonces, sí esa es la idea de usted...
    Usted no comprende.
    —Puede muy bien ser que no—dijo el hombre.
    Se calló y asumió una expresión irritada. Cuando habló de nuevo su voz era menos amistosa, y dando un empellón a Denton para llamarle mejor la atención:
    —¡Oiga usted bien! —exclamó. —¿Quiere usted que le enseñe a golpear, sí o no?
    —Es usted en extremo amable—dijo Denton —pero...
    Hubo una pausa. El hombre se levantó e inclinándose hacia Denton, le dijo:
    ¡Demasiado distinguido, eh! Demasiado distinguido siempre... Yo tengo el cutis rojo... ¡Buen Dios! Usted es...
    ¡Usted es un completo imbécil!
    Volvió los talones, y Denton comprendió inmediatamente la verdad de este último apóstrofe.
    El hombre descendió con dignidad a una vía transversal, y Denton, después de haber tenido la intención de perseguirle, permaneció en la plataforma. Por un momento ocuparon su mente los sucesos que acababan de ocurrir. En un solo día, su virtuoso sistema de resignación había sido destruido irremediablemente. La fuerza bruta, final y fundamental, había trastornado con su intervención enigmática todos sus cálculos, sus glorias y su resignación. Aunque estaba cansado y tenía mucha hambre, no fue, directa mente al hotel de la Compañía, donde debía en centrarse con Elisabeth.
    Notó que comenzaba reflexionar, de lo que tenía gran necesidad y así, envuelto en una monstruosa nube de meditaciones, recorrió dos veces el circuito de su plataforma móvil.
    Uno puede figurárselo: desgraciado ser aterrado que tornaba con la plataforma móvil con una velocidad de ochenta kilómetros por hora, en derredor de la ciudad brillante y tornante, la cual, ella también, daba vuelta, en el espacio por la órbita del planeta a millares de kilómetros por hora, mientras él procuraba comprender por qué su corazón y su voluntad continuaban sufriendo y viviendo.
    Cuando, por fin, se encontró con Elisabeth, ella estaba pálida y angustiada,. Denton habría podido observar que ella también sufría, si no hubiera estado preocupado con sus propias Penas: temía, sobre todo, que quisiera conocer en sus pormenores las injurias que le habían inferido, y manifestara su indignación. La vio abrir enormemente los ojos cuando se le acercó.
    —Me han maltratado—dijo, jadeante. —Y eso es demasiado reciente, demasiado violento: no quiero hablar de ello ahora.
    Se sentó, con expresión visiblemente lúgubre. Ella lo, contemplaba con asombro, y sus labios palidecieron cuando comprendió el significado jeroglífico de su cara aporreada.
    Crispó convulsivamente las manos, sus manos enflaquecidas —ya y cuyos dedos estaban, lastimados por el trabajo.
    —¡Qué mundo horrible! —dijo, sin poder decir otra cosa.
    En estos días se habían convertido en una pareja muy silenciosa: durante aquella noche apenas cambiaron algunas palabras, y cada cual siguió el hilo de sus propias ideas. Al amanecer, cuando Elisabeth estaba ya despierta, Denton, que había descansado tan tranquilo como un muerto, se alzó a su lado, bruscamente.
    —¡No puedo soportarlos!... ¡No quiero soportarlos! exclamó.
    Ella, lo distinguía, vagamente, sentado.
    El puño de Denton se lanzó hacia adelante, como para dar un golpe furioso en la oscuridad. Después, por un momento se quedó tranquilo.
    —¡Esto es demasiado!... ¡Es más de lo que se puede sufrir!
    Elisabeth no sabía qué decir. A—ella también le parecía que no se podía ir mucho más lejos. Esperó un largo intervalo de silencio, mirando la silueta de Denton sentado, con las manos cruzadas en las rodillas, sobre las cuales casi apoyaba la barba.
    Denton rompió a reír.
    —¡No! —declaró por fin. —Quiero soportarlo. Es una cosa necesaria. Nosotros no somos capaces de suicidarnos: de ninguna manera. Supongo que los que han llegado a, eso lo han sufrido., y nosotros lo sufriremos hasta el fin.
    —Elisabeth reflexionó tristemente, y comprendió que eso era igualmente cierto.
    —¡Iremos hasta el fin! ¡Cuando uno piensa en todos los que han sufrido la misma suerte! ¡Generaciones innumerables!...
    ¡Innumerables!... Bestezuelas que gruñían y mordían...
    Gruñir y morder... gruñir y morder... generaciones tras generaciones...
    Interrumpió bruscamente su monólogo y no lo reasumió hasta después de un largo rato.
    —Ha habido noventa mil años de edad de piedra con un Denton en alguna parte durante ese tiempo. Sucesión apostólica. La gracia de ir hasta el fin. Veamos: noventa... novecientos... tres por nueve, veintisiete... ¡tres mil generaciones de hombres!... hombres, más o menos. Y todos peleaban, recibían heridas sufrían humillaciones, y se mantenían firmes sin embargo; lo soportaban todo, resistían...
    Y millares más que vendrán... ¡millares!... Ir hasta el fin... Yo me pregunto, ¿si los que vendrán nos guardarán agradecimiento?...
    Su voz adquirió un tono argumentativo.
    —Si se pudiera encontrar algo definido..,. Si se pudiera decir: he aquí la razón... he allí por qué esto continúa...
    Se calló. Los ojos de Elisabeth llegaron lentamente a distinguirle en las tinieblas, y por fin pudo ver de qué manera estaba sentado, con la cabeza en. las manos. Sintió la impresión de la enorme distancia que separaba a su mente de la de él; la vaga sugestión de un ser diferente le pareció la imagen de su inteligencia mutua. ¿En qué pensaba él en ese instante? ¿Qué iría a decir? Un tiempo interminable pareció transcurrir antes de que Denton continuara suspirando:
    —¡No!... ¡No, no lo comprendo!
    Después hubo otro intervalo, y él repitió su frase, pero esta vez en un tono casi concluyente. Elisabeth notó que se preparaba a tenderse de nuevo: observó sus movimientos y vio, con sorpresa, de qué manera cuidadosa arreglaba su almohada para estar cómodo.
    Denton se echó con un suspiro de contento. Su acceso había pasado: ya no se volvió a mover, y pronto su respiración fue regular y profundo. Pero Elisabeth permaneció con los ojos enteramente, abiertos en las tinieblas, hasta que el sonido de una campana y la luz que brotó repentinamente de la lámpara eléctrica les advirtió que la Compañía del Trabajo los necesitaba para un nuevo día de labor.
    Ese día, Denton tuvo una querella con Whitey el albino y con el hombrecillo de la cara astuta. Blunt, el robusto artista en pugilato, dejó que Denton midiera el alcance de su lección, pero después intervino, no sin ciertos humos de protector.
    Suelta su cabello y déjale tranquilo —ordenó con su bronca voz y abundantes invectivas. ¿No ves que no sabe pelear?
    Denton, tendido vergonzosamente en las cenizas, comprendió que necesitaba, al fin y al cabo, aceptar las lecciones del otro. Se levantó, se acercó directamente a Blunt, y sin tergiversar le pidió disculpa.
    —He sido un tonto, y usted tenía razón—dijo, —y si no es demasiado tarde...
    Por la noche, después del trabajo, Denton acompañó a Blunt hasta unas bóvedas desiertas, atestadas de inmundicias, bajo el puerto de Londres, para aprender allí los rudimentos del gran arte de maltratarse, tal como había sido perfeccionado por los habitantes de las vías inferiores, es decir: cómo golpear a un hombre con el puño o con el pie, de manera de herirle atrozmente o de magullarle cruelmente; cómo dar un golpe vital; de qué manera distribuye uno vidrio en sus vestidos y se sirve de él como de una maza; cómo se hace brotar la sangre con algunos utensilios; cómo se previenen y se engañan las intenciones del adversario; en resumen, todas las agradables estratagemas que habían inventado los desheredados de las enormes ciudades de los siglos XX y XXI aparecían ante Denton, expuestas por un profesor competente. Blunt perdió sus falsa vergüenza al cabo de algunas lecciones, y asumió cierta dignidad experta, una especie de consideración paternal. Trataba a Denton con grandes miramientos, contentándose con tocarlo de vez en cuando para mantener su ardor, y rompiendo a reír cuando, con un golpe hábil, Denton le ensangrentaba las mandíbulas.
    —Nunca me protejo la boca —decía Blunt, confesando su debilidad; —nunca... Por otra parte, no es importante eso de que le golpeen a uno la boca, con tal de que la barba no reciba ningún golpe. El sabor de la sangre es siempre bueno... siempre.,. pero mejor será que no lo toque a usted más...
    Denton fue a acostarse, agotadas sus fuerzas, y se despertó al amanecer, con los miembros doloridos y en todas sus contusiones un agudo ardor. Valía la pena de continuar viviendo? Escuchó la respiración de Elisabeth, y pensando que había debido despertarla la noche anterior, se quedó inmóvil. Sentía una infinita repugnancia por las nuevas condiciones de su vida. Experimentaba por todo aquello odio, hasta odiaba al salvaje benefactor que lo habla protegido tan generosamente. La superchería monstruosa de la civilización se extendía completamente ante sus ojos: la veía, con una exageración de loco, producir en las clases inferiores un, torrente creciente de salvajismo, y arriba, una distinción más y más frívola y una ociosidad más y más ingenua. No veía razón alguna de liberación, ningún sentimiento de honor, sea en la vida que él había llevado antes, sea en aquella en que había caído ahora. La civilización se presentaba como algún producto catastrófico que no tenía con los hombres, sino en el papel de víctimas que a éstos tocaba, otra relación que la que tiene con ellos un ciclón o un choque de planetas: él mismo, y por consiguiente toda la humanidad, parecía vivir absolutamente en vano. Su mente buscaba extraños expedientes de evasión, si no para sí mismo, por lo menos para Elisabeth; pero se los proponía a sí mismo para sí mismo.
    ¿Buscaría a Mwres y le contaría el desastre que los habla hundido? Entonces se dio cuenta, con asombro, de cuán definitivamente lejos de su alcance estaban ya Mwres y Denton. ¿Dónde estaban? ¿Qué hacían? De allí pasó a pensamientos de completo deshonor, y, finalmente, sin elevarse en modo alguno de ese tumulto mental, pero terminándolo como el alba termina las tinieblas se impuso la clara y evidente solución de la noche anterior: la convicción de que necesitaba ir hasta el fin, de que sin otra ambición y debiendo estar a la altura de todas sus ideas y de toda su energía, necesitaba mantenerse en pie para luchar entre sus semejantes y cumplir su tarea como un hombre.
    La lección de esa noche fue quizá menos terrible que la del día anterior; la tercera fue hasta soportable, pues Blunt le acordó algunas alabanzas. Al cuarto día, Denton notó que el hombre de la cara astuta era un cobarde. Una quincena de días tranquilos transcurrió, con las lecciones febriles repetidas noche a noche: Blunt, con toda especie de blasfemias, aseguraba que nunca había encontrado un discípulo tan listo, y Denton soñaba todas las noches con patadas, quites, ojos reventados y golpes hábiles.
    Durante ese tiempo no tuvo que sufrir ningún insulto, porque todos temían a Blunt: después llegó la segunda crisis.
    Un día se ausentó Blunt, más tarde confesó que lo habla hecho deliberadamente, y durante las horas fatigosas de mañana, Whitey esperó con visible impaciencia el intervalo del descanso: ignorante de las lecciones de pugilato recibidas por Denton, empleó el tiempo en anunciarle, así como a los demás, ciertas intenciones desagradables que su mente abrigaba.
    Whitey no era popular, y los siervos de la bóveda no sentían más que un interés lánguido al oírle asustar al novato; pero las cosas cambiaron cuando la tentativa que hizo Whitey de abrir las hostilidades dando a Denton un puntapié en plena cara, fue contenida en el instante por un cabezazo perfectamente dado, Que hizo describir al pie de Whitey una órbita completa y envió su cabeza a unirse en el montón de cenizas que había recibido otra vez la de Denton Whitey se levantó, un poco más descolorido, y vociferando blasfemias trató de dar algunos golpes peligrosos. Hubo pases indecisos, abrazadas que aumentaron la evidente perplejidad del albino, y después la lucha, terminó en un grupo:
    Denton empuñaba a Whitey por la garganta y lo sujetaba con una rodilla sobre el pecho. Su adversario, con la cara ennegrecida—, a lengua fuera. y los dedos destrozados, se esforzaba en explicar que había habido un error mediante sonidos roncos. Por lo demás, se veía que nunca había habido para los espectadores un personaje más popular que Denton.
    Este, con las precauciones necesarias, soltó a su antagonista y se puso de pie: le parecía que su sangre se había transformado en una especie de fuego fluido, sus miembros le parecían ligeros y sobrenaturalmente vigorosos. La idea del que era un mártir de la civilización mecánica se había desvanecido de su mente: era un hombre en el mundo de los hombres.
    El hombrecito de la cara astuta fue el primero en darle una satisfactoria palmada en el hombro. El prestador de aceiteras rebosaba de felicitaciones sinceras.
    Denton no podía creer que alguna vez había pensado en la desesperación, y estaba convencí(lo de que no sólo debía ir hasta el fin, sino también de que lo podía. Se sentó en la cama de tijera, y empezó a explicar a Elisabeth ese nuevo punto de vista. Un lado de su figura estaba magullado. En cuanto a ella, no acababa de pelear, no había sido felicitada, nadie le había dado golpecitos familiares en el hombro, no tenía dolorosos chichones en la cara; pero estaba pálida y tenía en las comisuras de los labios algunas arrugas más. En todo compartía la suerte de las mujeres. Fijamente, contemplaba a Denton en su nuevo papel de —profeta.
    —Yo siento que hay algo —decía él, —algo que avanza... un ser de vida en el cual vivimos nosotros, nos movemos y existimos; algo que ha comenzado hace cincuenta, cien millones de años tal vez, que continúa... sin cesar... creciente... extendiéndose a cosas más allá de nos otros... cosas que nos justificarán a todos.. que explicarán y justificarán mis batallas... mis contusiones y todo el sufrimiento que me causan... Es el cincel... sí, el cincel del Creador... Si siquiera me fuese posible hacerte sentir lo que quiero... ¡si lo pudiera!... ¡Tú lo querrías, mi amada, sé que lo querrías!
    —No —contestó ella en voz baja; —¡no, no lo quiero!
    —Pero yo habría creído...
    —No—dijo ella, meneando la cabeza yo también he pensado... y lo que dices... no me convence.
    Lo miró resueltamente, cara a cara.
    —Aborrezco todo eso —dijo, con una angustia en la garganta; —tú no comprendes, no reflexionas. Hubo un tiempo en que tú hablabas y yo, te creía. Ahora, soy más avisada. Tú eres un hombre, puedes luchar, abrirte el camino a viva fuerza. Poco te importan los golpes; puedes ser grosero y brutal y ser siempre un hombre. Sí ... eso te forma... eso te forma... tienes razón ... pero la mujer no es así... nosotras somos diferentes; se nos ha civilizado demasiado temprano, este mundo inferior no es para nosotras... ¡Lo aborrezco! —continuó, después de un silencio, —¡odio esta horrible cama!...
    La odio más que... más que... a la peor de las cosas que pueden suceder. Los dedos me duelen sólo de tocarla, mi piel la repugna. ¡Y las mujeres

    V
    Bindon interviene.
    Bindon, en su juventud, se había lanzado a las especulaciones y había tenido buen resultado en tres operaciones brillantes. En seguida había tenido la prudencia de abandonar ese juego, y la pretensión de creerse un hombre muy hábil. Un cierto deseo de influencia y de reputación lo hizo, interesarse en las intrigas de la ciudad gigante, y concluyó por ser uno de los más influyentes accionistas de la Compañía dueña de las plataformas donde tocaban los aeroplanos que llegaban de todas las partes del mundo. Su actividad pública se limitaba, a esta ocupación, y en su vida privada, era un hombre de placeres. He aquí ahora la historia de su corazón.
    Antes de lanzarnos a semejantes abismos, tenemos que consagrar algunos momentos al aspecto de su persona. Su base física era endeble y pequeña; su cara, de facciones finas corregidas por afeites, variaba de expresión desde una complacencia poco segura a una turbación inteligente. Su cara y su cráneo habían sido opilados, conforme a la moda higiénica de la época, de manera que el color y la forma de su cabellera se modificaban según sus frecuentes cambios de traje.
    A veces se inflaba con vestidos neumáticos de moda pasada
    En la amplitud de ese ropaje y dentro de un cubrecabeza translúcido y luminoso ¡Su mirada acechaba celosamente las muestras de respeto de la gente menos elegante.
    Otras veces, hacía lucir su esbelta fragilidad en vestidos ajustados, de raso negro: para tener mayor dignidad, se prendía unos. anchos hombros neumáticos de los que pendía un manto de seda de la China, de pliegues cuidadosamente arreglados. Un Bindon clásico, con un traje rosado ajustado, era, también un fenómeno transitorio en la eterna mascarada del destino. En el tiempo en que esperaba poder casarse con Elisabeth, había procurado impresionarla y cautivarla, y quitarse al mismo tiempo algo del fardo de sus cuarenta años, vistiéndose según la última palabra de la fantasía contemporánea: un traje de materia elástica con unos como cuernos y jorobas extensibles, que variaban de color a cada paso mediante tina ingeniosa disposición de cromatóforos cambiantes. Sin duda, si el afecto de Elisabeth no hubiera estado ya monopolizada por el indigno Denton, y sus gustos no hubieran tenido tendencias raras a las modas caducas, esa invención extraordinariamente chic la habría encantado.
    Bindon había consultado, al padre de Elisabeth antes de presentarse con esa vestimenta (era de aquellos hombres que invitan siempre a apreciar su traje), y Mwres le había declarado que en él veía la personificación misma de lo que un corazón de mujer puede desear. Empero, el asunto del hipnotizador probó que su conocimiento del corazón femenino era incompleto.
    Bindon había tenido la idea de casarse algún tiempo antes de que Mwres hubiera puesto en su camino la juventud rozagante de Elisabeth. Uno de los secretos que Bindon acariciaba con mayor cuidado era, el de que tenía dotes especiales para una vida pura y simple, de un género sumariamente sentimental. Esta idea comunicaba una especie de seriedad patética a los excesos chocantes, pero perfectamente insignificantes, que se complacía en considerar como, perversidades audaces y que un cierto número de personas honradas eran bastante imprudentes para tratar, de esa ventajosa manera. A consecuencia de aquellos excesos, y quizá también de una propensión hereditaria a una caducidad precoz, enfermó seriamente del hígado, y cada vez que viajaba en los aeroplanos, sufría indisposiciones que se agravaban más y más. Durante una convalecencia de un prolongado ataque bilioso fue cuando se le ocurrió la idea de que, a despecho de todas las terribles fascinaciones del vicio, si encontraba una joven hermosa, amable y buena, de un género moderadamente intelectual y que le consagrara su vida, de aún ser rescatado del mal y hasta crear podría una familia vigorosa para consuelo de su vejez. Pero, como tantos otros que tienen la experiencia del mundo, dudaba de que hubiera una mujer buena: de todas aquellas de quienes se les había hablado fingía dudar, y las temía íntimamente.
    Cuando el ambicioso Mwres lo presentó a Elisabeth, le pareció a Bindon que su dicha era completa. Inmediatamente se enamoró de la joven. Además, nunca había cesado de estar enamorado, desde la edad de dieciséis años, según las recetas extremadamente variadas que se encuentran en las literaturas acumuladas en numerosos siglos. Mas esta vez era diferente: su amor era verdadero. Le parecía que este nuevo sentimiento hacía brotar todas las bondades secretas de su naturaleza; sentía que por el amor de esa joven abandonaría un género de vida que había producido ya los más graves trastornos en su sistema nervioso y en su hígado. Para ella, nunca sería sentimental ni tonto, pero sí siempre un poco cínico y amargo, cual convenía a su pasado. Sin embargo, estaba seguro de que ella tendría la intuición de su bondad y de su grandeza verdaderas, y cuando hubiera llegado el momento, le confesaría muchas cosas, confiaría a su lindo oído escandalizado, pero sin ninguna duda indulgente, lo que consideraba como su perversidad, mostrándole qué combinación de Goethe, de Benvenuto Cellini, de Shelley y de todos esos otros individuos era él en realidad. Para prepararse a eso, la cortejó con una sutileza, con un respeto infinito.
    La reserva con la cual Elisabeth lo acogió, no le pareció ni más ni menos que una modestia exquisita, retocada y realzada por una ausencia de ideas igualmente exquisita.
    Bindon nada sabía de los afectos vagabundos de la joven, o ignoraba la tentativa hecha por Mwres, de utilizar el hipnotismo para corregir aquella digresión del corazón femenino: se figuraba que estaba en los mejores términos con Elisabeth y le había ofrecido, con buen éxito, diversos presentes significativos, joyas y cosméticos los más eficaces, cuando su fuga con Denton llegó a trastornar, para él, todo el mundo. Su primera impresión fue una ira mezclada de vanidad herida, y como Mwres era la persona más calificada para eso, le hizo sufrir los primeros efectos de su furor.
    Inmediatamente fue en busca del padre desconsolado y lo insultó groseramente; después pasó el día en recorrer activa y resueltamente la ciudad, visitando a determinadas personas para tratar concienzudamente, y con un éxito parcial, de arruinar a ese especulador matrimonial. El resultado de esta actividad fue para él una diversión temporal: se dirigió al refectorio que había frecuentado en sus días de disipación, en una disposición de ánimo de qué se me da a mí y como demasiado copiosa y alegremente con otros dos jóvenes dorados, también, de cuarenta años. Abandonada la partida: ninguna mujer era digna de afecto, y él mismo se admiró del despliegue de chispeante cinismo de que dio pruebas. Uno de sus comensales, incitado por el vino, aludió en términos burlescos al desencantó de Bindon, pero éste no sintió la menor mortificación.
    Al día siguiente, tenla el humor y el hígado muy irritados.
    Hizo pedazos su fonógrafo noticioso, despidió a su criado y resolvió perpetrar una venganza terrible en Elisabeth, o en Denton, o en cualquier otro: de todos modos su venganza sería terrible, y su amigo que la víspera se había mofado de él no le vería ya bajo el aspecto de una joven persona insensata. Sabía que Elisabeth debía recibir una cantidad de dinero, y que ésta constituirla todos los recursos de la joven pareja hasta que Mwres se ablandara. Si Mwres no se dejaba enternecer, si sobrevenían cosas desfavorables a la pequeña empresa en la cual estaban cifradas las esperanzas de Elisabeth, la pareja tendría malos cuartos de hora que pasar, y estaría después suficientemente dispuesto a ceder a las malas tentaciones. La imaginación de Bindon, abandonando enteramente su bello idealismo, se engolfó en ese pensamiento de tentaciones perversas. Bindon se representaba a sus propios ojos como el implacable, el tenebroso, el poderoso hombre opulento, perseguidor de aquella virgen que lo había desdeñado. De improviso, la imagen de la joven surgió en su mente, viva e insistente, y, por primera vez en su vida, se dio cuenta del verdadero poder de la pasión.
    Su imaginación se mantuvo aparte, como un lacayo respetuoso que había cumplido con su deber al hacer entrar la emoción —¡Buen Dios! —gritó Bindon;—mía será... ¡aun cuando deba perder en ello cuanto tengo, y matarme después! ¡Y aquel sujeto!...
    Después de una entrevista con su médico el cual le recetó, bajo la forma de drogas amargas, una penitencia por sus excesos de la víspera, un Bindon amansado, pero absolutamente resuelto, se puso a buscar a Mwres. Lo encontró por fin, limpiamente arruinado, pobre y humilde, entregado a su frenético instinto de conservación, dispuesto a venderse en cuerpo y alma, a expensas de su hija desobediente, para recuperar en el mundo su situación perdida.!En la discusión razonada que siguió, se convenció dé que los dos jóvenes extraviados serían abandonados y que se les dejaría caer en la miseria, y hasta de que la influencia financiera de Bindon contribuiría a esa disciplina mejoradora.
    —¿Y entonces? —dijo Mwres.
    —Entonces, se dirigirán a la Compañía del Trabajo —explicó. Bindon. —Vestirán el traje azul.
    —¿Y entonces?
    —Entonces, ella se divorciará —declaró Bindon —Y se sentó, reflexionando profundamente sobre esa perspectiva.
    En esa época, las austeras restricciones del divorcio habían sido ya aflojadas extraordinariamente, y una pareja se podía separar con mil pretextos diferentes.
    De repente, Bindon se asombró él mismo, y dejó estupefacto a Mwres, al ponerse de pie bruscamente de un salto.
    —¡Se divorciará! —exclamó. —Yo lo quiero ¡haré todo lo que pueda para ello! ¡Pardiez! ¡Tiene que hacerlo! ¡El será deshonrado, envilecido, para que ella lo deje! ¡Será aplastado y pulverizado!
    Esta idea de aplastar y pulverizar a su rival lo sobreexcitó más. Se puso a, pasearse majestuosamente de un lado a otro.
    —¡Mía será! —gritó. —¡Quiero que sea mía! ¡El cielo y el infierno juntos no podrán quitármela!
    Su exaltación se desvanecía a medida que le daba expresión, y al fin no quedó en él más que un mero histrión.
    Asumiendo una postura, soportó, con heroica voluntad, una dolorosa punzada en el lado del diafragma. Mwres permanecía sentado, con su capa neumática agujereada, y muy visiblemente impresionado.
    Así, con una tranquila persistencia, Bindon se dio por tarea el ser la providencia maligna de Elisabeth, sirviéndose, con ingeniosa destreza, de las menores ventajas que la fortuna daba, en esos tiempos, al hombre sobre su prójimo.
    Un recurso que buscó en los consuelos de la religión en nada estorbó sus operaciones. A menudo iba a conversar con un sacerdote inteligente, experimentado y simpático, perteneciente a la Secta Huysmanita del Culto de Isis, acerca de todos los pequeños procedimientos irracionales que se complacía en considerar como maldades que debían consternar al Cielo el simpático, experimentado e inteligente sacerdote, que representaba al Cielo consternado, le insinuaba, con una divertida afectación de horror, penitencias sencillas y fáciles, y le recomendaba una fundación monástica aireada, fresca, e higiénica, en manera alguna vulgarizada para el uso de los pecadores arrepentidos que padecían de trastornos digestivos y pertenecían a la clase refinada y rica. Después de esas excursiones, Bindon volvía a Londres, tan activo y apasionado como antes. Maquinaba sus intrigas con una energía en verdad sorprendente, e iba a colocarse en cierta galería situada arriba de las vías móviles y desde la cual podía verla entrada de los cuarteles de la Compañía del Trabajo y en particular la del barrio en que se asilaban Denton y Elisabeth. Un día, por fin, vio a Elisabeth que entraba, y al verla su pasión se reanimó.
    Había llegado el momento en que los ardides de Bindon producían su fruto, y fue a ver a, Mwres para informarle de que los dos jóvenes estaban muy cerca de la desesperación.
    —Esta es la ocasión —declaró, —de que usted ponga en juego su afecto paternal. Hace ya varios meses que Elisabeth lleva el traje azul. Han vivido hacinados en uno de esos cuarteles de la Compañía del Trabajo, y su hijita ha muerto.
    —Elisabeth sabe ahora lo que su marido vale para ella; cómo la protege ¡pobre muchacha! Ahora debe ver las cosas bajo un aspecto más claro. Vaya usted a verla, yo no quiero aparecer todavía en este asunto, y demuéstrele usted lo necesario que es que se divorcie...
    —Es obstinada —dijo Mwres en tono de duda.
    —¡Imaginación! Es una excelente niña ¡una excelente niña!
    —Se negará.
    —Naturalmente; pero déjela usted reflexionar, dele usted el medio de decidirse, y un día... en su cuartucho asfixiante, con esa vida repugnante y penosa, infaliblemente... reñirán, y entonces...
    Mwres meditó sobre el asunto, e hizo lo que el otro le decía.
    Entonces Bindon, como lo había convenido con su consejero espiritual, se fue a un retiro. El lugar de retiro de la Secta Huysmanita estaba situado en un paraje soberbio, donde se respiraba el aire más puro de Londres, alumbrado por la luz natural del sol y con prados rectangulares de verdadero césped al aire libre; lugar en que el hombre de placer que iba en penitencia podía a la vez gozar de todas las delicias del far niente y de todas las satisfacciones de tina austeridad distinguida. Salvo su participación en el régimen sencillo y sano de la casa y en ciertos cantos magníficos, Bindon pasaba el tiempo en meditar acerca de Elisabeth y sobre la extrema purificación que su alma había experimentado desde que vio a la joven por primera vez: se preguntaba, si no obstante el pecado próximo de su divorcio, podría obtener del, sacerdote experimentado y simpático, una dispensa para casarse con ella, y entonces...
    Bindon se recostaba en un pilar y se sumía en divagaciones sobre la superioridad del amor virtuoso con respecto a toda otra forma de indulgencia. Una curiosa sensación en la espalda y en el pecho, procuraba llamarle la atención: era una predisposición a calores bruscos y a escalofríos; una impresión general de malestar y de trastornos subcutáneos que él hacía cuanto podía por no conocer, perteneciente todo al otro hombre de que se despojaba.
    Cuando hubo concluido su retiro, fue inmediatamente a ver a Mwres para pedirle noticias de Elisabeth. Mwres tenía la completa convicción de ser un padre ejemplar, cuyo corazón estaba profundamente afectado por el infortunio de su hija.
    —Estaba pálida—dijo, con viva emoción estaba pálida.
    Cuando le pedí que se viniera conmigo, que dejara al otro y fuera feliz, puso los codos en la mesa y lloró.
    —Mwres resopló. Su agitación era tan grande que no pudo continuar.
    —¡Ah! —dijo Bindon, respetuoso de ese varonil dolor. —¡Oh! —exclamó en seguida, llevándose bruscamente la mano al costado.
    Mwres se estremeció, levantó prontamente los ojos desde el fondo de sus dolores.
    —¿Qué tiene usted? —dijo, visiblemente inquieto.
    —¡Un dolor muy violento, dispense usted! Me hablaba usted de Elisabeth...
    Y Mwres, después de algunas palabras de cortés solicitud por los sufrimientos de Bindon, continuó el relato de su diligencia. Esta permitía, en resumen, una esperanza imprevista.
    Elisabeth, después de su primera emoción, al descubrir que su padre no la había abandonado absolutamente, le había comunicado con franqueza sus penas y sus repugnancias.
    —Sí—dijo Bindon, radiante:—¡mía será!
    En ese momento sintió una nueva punzada dolorosa.
    Para esos dolores interiores el sacerdote era relativamente ineficaz, inclinado como estaba a considerarlos, lo mismo que al cuerpo, como ilusiones mentales que disponían a la contemplación; de modo que Bindon se vio reducido a dar cuenta de su sufrimiento a un miembro de una clase aborrecida por él, a un médico de una reputación y de una descortesía extraordinarias.
    —Vamos al examen —dijo el médico.
    —Y se entregó a esta operación con la más repugnante brutalidad.
    —¿Ha tenido usted algún hijo? —dijo, entre otras preguntas impertinentes, aquel grosero materialista.
    —No, que yo sepa —contestó Bindon, demasiado desconcertado para encerrarse dentro de su dignidad.
    —¡Ah!—dijo el médico; y continuó la auscultación.
    La ciencia médica, en esos tiempos, alcanzaba los comienzos de la precisión.
    —Lo mejor para usted sería partir—dijo el médico, —y resignarse a la Eutanasia. Cuanto antes mejor.
    Bindon abrió convulsivamente la boca. Había procurado no comprender las explicaciones técnicas y las previsiones a las cuales había dado expresión el médico.
    —Pero —dijo acaso... quiere usted decir que... su ciencia...
    —Nada puede en este caso —concluyó el medico. Algunos calmantes... Hasta cierto punto, usted lo sabe, usted mismo ha sido el artesano de su mal.
    —Crueles tentaciones me rodeaban en mi juventud.
    —No es eso solamente: usted procede de un mal tronco. Aun cuando hubiera tomado usted precauciones, habría pasado usted feos cuartos de hora. El error de usted fue nacer... La indiscreción de los padres... Y usted se ha abstenido de los ejercicios... y de lo demás.
    —No tenía a nadie que me aconsejara.
    —Para eso son los médicos.
    —Yo era un joven lleno de vigor.
    —No discutamos: ahora el mal está hecho. Usted ha terminado su vida: nosotros no podemos lanzarlo de nuevo a la circulación. Nunca debió usted ser lanzado. Francamente... la Eutanasia...
    Bindon, experimentó, por un instante un sentimiento de violento odio por aquel hombre. Cada palabra del brutal perito hería desagradablemente sus ideas refinadas. ¡Era tan grosero, tan refractario a todas las expansiones más sutiles de la vida! Pero de nada habría servido a Bindon el reñir con un doctor.
    —Mis creencias religiosas... —dijo. —Yo desapruebo el suicidio.
    —¡Cuando se ha suicidado usted durante toda su vida!
    —Pero... con todo... ahora he llegado... a tomar la vida en serio.
    —Forzosamente tendrá usted que hacerlo, si continúa viviendo.
    Empeorará usted; pues desde, el punto de vista práctico es algo tarde... Sin embargo, si tiene usted esa intención, quizá será mejor para usted que le dé una pequeña mixtura. El mal va a agravarse rápidamente. Esas pequeñas punzadas...
    —¡Las punzadas!
    —No son más que advertencias preliminares.
    —¿Cuánto tiempo puedo tener todavía la esperanza?... Quiero decir... ¿antes de empeorar... seriamente?
    —Bien pronto va a comenzar la batalla en usted. Puede ser que dentro de dos días. Bindon trató de discutir para obtener una prorroga; pero en medio de su alegato, se quedó bruscamente con la boca abierta y se llevó la mano al costado. De golpe, la extraordinaria emoción del existir acudió intensa y clara a su mente.
    —Es duro —dijo, — infernalmente duro. No he sido enemigo de nadie más que de mí mismo. Con todo el mundo me he portado siempre lealmente.
    El médico lo contempló con fijeza durante algunos segundos, sin la menor simpatía. Se decía mentalmente que era una felicidad que no hubiera Bindoncitos que perpetuaran ese género de emoción, pensamiento que le hizo ver el caso con optimismo. En seguida se volvió a su teléfono y prescribió una receta a la Farmacia Central. Una exclamación detrás de él le interrumpió.
    —¡Pardiez! —decía Bindon. —¡A pesar de todo, será mía!
    El médico observó, por encima del hombro, la expresión de la cara de Bindon, y modificó su receta.
    Tan pronto hubo terminado esta penosa entrevista, Bindon dio libre curso a su ira.
    Decidió que ese médico era no solamente un animal odioso y exento de las más elementales maneras sociales, sino además en absoluto incompetente, y fue a ver sucesivamente a otros cuatro doctores, con el objeto de confirmar esta opinión. No obstante, para ponerse en salvo contra las sorpresas, conservó en el bolsillo la receta del primero. Al hablar con cada uno de los otros cuatro médicos, empezó por expresar sus graves dudas acerca de la inteligencia de aquél, sobre su honradez, sus conocimientos profesionales, y después expuso sus síntomas, contentándose con suprimir cada vez algunos hechos materiales. Desde luego, esas omisiones fueron cada vez descubiertas por el médico. A pesar del agrado que les causaba la crítica contra un competidor, ninguno de esos eminentes especialistas quiso dar a Bindon la esperanza de que se escaparía de la angustiosa e irremediable suerte que le amenazaba tan de cerca. Al último con quien habló, lo descargó el fardo de asco por la ciencia médica que so había acumulado en su mente.
    —¡Al cabo de siglos y de siglos —exclamó violentamente, —nada podéis hacer, sino admitir vuestra impotencia! Yo os digo: salvadme, y no sois capaces de nada.
    —Sin duda, eso es muy duro para usted—dijo el doctor, —pero usted debió tomar, precauciones.
    —Pero ¿cómo podía yo saberlo?
    —No nos tocaba a nosotros correr tras de usted —contestó el doctor, sacudiéndose un poco de polvo que tenía en la manga de su traje purpúreo. —¿Por qué habríamos de salvarle a usted, especialmente a usted? ¿Comprende usted? Bajo cierto punto de vista, las personas que tienen una imaginación y pasiones como las de usted, deben desaparecer, deben partir.
    —¿Partir? —Morir... extinguirse... la vida es un reflujo.
    Ese doctor era un joven, de rostro tranquilo. Sonrió a Bindon.
    —Nosotros continuamos nuestros estudios ¿comprende usted? damos consejos a la gente que tiene el buen sentido de venir a pedírnoslo, y esperamos el momento propicio. ¡El momento propicio! ...
    —Todavía no somos bastante fuertes para asumir la entera dirección, como usted comprenderá.
    —¿La dirección?
    —¡Oh! No tema usted: la ciencia es todavía joven; para desarrollarse necesita algunas generaciones más. Nosotros sabemos actualmente lo suficiente para estar seguros de que aun no sabemos lo bastante... Pero, de todos modos el momento se acerca. Usted no lo verá. Aquí para internos, vosotros los hombres ricos y personajes influyentes, con vuestra comedia de pasión, de patriotismo, de religión y de todo lo demás... habéis conseguido por último embrollar malamente las cosas ¿no es verdad?... ¡Esas Vías Inferiores!... ¡Y todos esos antros populosos!...
    —No pocos de los nuestros se figuran que con el tiempo llegaremos a saber lo bastante para exigir un poco más que ventilaciones y cloacas. Los conocimientos adquiridos se amontonan todos los días ¿comprende usted? No cesan de crecer. No hay necesidad alguna de darse prisa todavía durante una o dos generaciones. Algún día... los hombres vivirán de manera diferente... pero algunos morirán antes de que llegue ese día —concluyó, observando a Bindon con ojos pensativos.
    Bindon trató de hacer comprender a ese joven cuán estúpido o inconveniente era expresarse en tales términos delante de un hombre enfermo como él, y cuán impertinente el impolítico era para con él, hombre de edad, que ocupaba en los círculos oficiales una posición extraordinariamente poderosa o influyente. Insistió en el hecho de que un médico recibía la paga para curar a la gente, apoyó fuertemente la voz en la palabra paga, y que no tenía por qué ocuparse, ni incidentalmente, de esas otras cuestiones.
    —Puede ser—dijo el joven;—pero sin embargo nos ocupamos de ellas.
    Y volvió al tema, lo que hizo perder la paciencia a Bindon.
    Su indignación lo hizo regresar a casa. ¡Que esos importunos ignorantes, incapaces de salvar la vida a un hombre influyente como él, se atrevieran a soñar con desposeer algún día a los legítimos poseedores del dominio social, con infligir al inundo quién sabe qué tiranía! ¡Al diablo la ciencia!...
    Durante un rato se desató contra esa perspectiva intolerable, pero después reapareció su dolor y le hizo acordarse de la medicina del primer doctor. Felizmente la había guardado en el bolsillo, e inmediatamente tomó una dosis.
    Esa poción lo calmó, lo apaciguó mucho. Pudo sentarse en un sillón más cómodo, al lado de su biblioteca de aparatos fonográficos, y reflexionar sobre el nuevo aspecto de las cosas. Su indignación pasó, su cólera y su furor se derrumbaron bajo el efecto sutil de la poción: un sentimentalismo tierno gobernó sus ideas. Contemplaba en su derredor su departamento magnífico y voluptuosamente arreglado, sus estatuas y sus cuadros discretamente velados, y todos los testimonios de una perversidad elegante y cultivada; tocó un botón y los melancólicos acentos de la flauta del pastor de Tristán e Isolda llenaron el cuarto. Sus ojos vagaban de un objeto a otro. Todo aquello le había costado caro; esos chiches eran lujosos y de mal gusto, pero eran suyos. Representaban en una forma concreta su ideal, sus concepciones de la belleza, su idea de todo lo que es precioso en la vida.
    Ahora, como cualquier hombre común, tenía que dejar todo eso. Sentía la impresión de que era una llama delicada y tenue que se extinguía. Toda vida debía consumirse y extinguirse así, pensaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
    —El pensamiento repentino de que estaba solo le asaltó.
    ¡Nadie se preocupaba de él! Podía, un momento a otro, empezar a agonizar.
    Aun en el caso de que se pusiera a gritar y rugir, nadie acudiría. Según todos los doctores, había excelentes razones para creer que dentro de un día o dos estaría en la agonía. Se acordó de lo que su consejero espiritual le había dicho de la declinación de la fe y de la fidelidad, de la degeneración de la época. Se consideró como una prueba conmovedora de esa decadencia: él, el sutil, el capaz, el importante, el voluptuoso, el cínico, el complejo Bindon, rugiendo de angustia, y ni una sola criatura en el mundo entero lloraría por simpatía hacia su persona. Ni una alma sencilla y fiel que estuviera allí... ¡ningún pastor que tocara tonadas enternecedoras! ¿Todas las criaturas fieles y sencillas habían desaparecido de esta tierra insensible y ruda? Se preguntó si la muchedumbre horrible y vulgar que recorría perpetuamente la ciudad podía saber lo que él pensaba de ella: si lo sabía, estaba seguro de que algunos de entre el gran número querrían hacerle tener una opinión mejor. Ciertamente, el mundo iba de mal en peor: ya era imposible para los Bindon vivir en él. Tal vez algún día... Estaba persuadido de que la única cosa que le había faltado en la vida era una simpatía. Por un momento sintió no dejar escritos sonetos, no dejar cuadros enigmáticos o algo de ese género que perpetuara su memoria hasta que por fin apareciera el espíritu capaz de comprenderle...
    No podía creer que lo que se acercaba era la extinción.
    Sin embargo, su simpático guía espiritual había hablado sobre ese punto en forma enojosamente vaga y simbólica. ¡Al diablo la ciencia! Ella había socavado toda fe, toda esperanza.
    ¡Marcharse!... Desaparecer del teatro y de la calle, de sus ocupaciones y de los lugares de placer, desaparecer de los ojos adorados de las mujeres ¡y no ser llorado! En resumen, dejar el mundo más feliz.
    Pensó que nunca había tenido el corazón en la mano. Al fin y al cabo ¿no había sido demasiado antipático? Pocas personas podían sospechar cuán profundamente sutil era bajo la máscara de su alegría cínica. No querían comprender qué pérdida sufrían. Elisabeth, por ejemplo, no había sospechado...
    Había reservado este tema. Sus pensamientos, cuando hubieron llegado a Elisabeth, gravitaron en torno de ella algún tiempo. ¡Cuán poco lo había comprendido Elisabeth!
    Este pensamiento se le hizo intolerable. Ante todo, necesitaba terminar por ese lado. Se dio cuenta de que todavía tenía algo que hacer en la vida: su lucha contra Elisabeth no había concluido aún. Ya no podría jamás vencerla como lo habla esperado y deseado tanto; pero, podía todavía producirle una impresión indeleble.
    Se complació en esa idea. Podría, impresionarla profundamente, de suerte que conservara por siempre el sentimiento de haberle tratado mal. Aquello de que había que convencerla primero era su magnanimidad. ¡Su magnanimidad!
    Sí, la había amado con una grandeza de alma pasmosa.
    Hasta entonces no se había dado cuenta clara de ello. Cierto: iba a legarle cuanto le pertenecía. Comprendió esto de golpe, como una cosa decidida e inevitable. Ella pensaría en lo muy bueno, en lo ampliamente generoso que había sido él; rodeada, gracias a él, de todo lo que hace soportable la vida, se acordaría con un pesar infinito, de su desprecio y de su frialdad. Y cuando quisiera expresar esa pena, tropezaría con una puerta cerrada, contra una inmovilidad desdeñosa, contra un rostro frío y lívido. Cerró los ojos, y se quedó un rato imaginándose cómo sería con un rostro frío y lívido.
    De allí pasó a otros aspectos del tema; pero su decisión estaba tomada. Meditó laboriosamente antes de obrar, pues la droga que había absorbido lo inclinaba a una melancolía letárgica y llena de dignidad. En ciertos respecto, modificó los pormenores. Si dejaba todos sus bienes a Elisabeth, el legado comprendería la sala voluptuosamente amueblada, lo que él, por muchas razones, no quería. Por otra parte, era necesario legarla a alguien. En esas condiciones embarazosas, se sintió en extremo fastidiado.
    Por fin decidió dejarla al simpático intérprete del culto religioso de moda, cuya conversación lo había agradado tanto en los tiempos pasa, dos.
    —Por lo menos él comprenderá — dijo Bindon, lanzando un suspiro sentimental. —El sabe lo que el mal significa; concibe lo que es la Prodigiosa Fascinación de la Esfinge del Pecado. Sí, él comprenderá.
    Con esta frase, se complació Bindon en decorar ciertas faltas de conducta., funestas e indignas, a las cuales lo habían conducido una vanidad mal guiada y una, curiosidad mal dominada. Se quedó un instante pensando en todo lo herético, italiano, nerónico y otras cosas por ese estilo que había sido en su vida. En ese mismo momento... ¿no podría tratar de componer un soneto, una voz penetrante que repercutiría, través de las edades, sensual, perversa y triste? Se olvidó hasta de Elisabeth. En media hora echó a perder tres cilindros fonográficos, tuvo dolor de cabeza, tomó una segunda dosis del remedio para calmarse, y volvió a su magnanimidad y a su primer designio. Por último, abordó el desagradable problema de Denton. Toda su nueva magnanimidad le fue necesaria antes de poder resolverse a aceptarlo; pero por fin aquel hombre tan grandemente incomprendido, ayudado por su poción. sedativa y la cercanía de la muerte, cumplió hasta ese sacrificio. Si excluía en algo a Denton, si atestiguaba la menor desconfianza, si trataba de apartar a aquel joven, Elisabeth podría interpretarle mal. ¡Sí! Le dejaría su Denton.
    Su magnanimidad debía ir aún hasta allí, y sobre este punto procuró no pensar más que en Elisabeth.
    Se levantó exhalando un suspiro y se dirigió con paso inseguro al teléfono para ponerse en comunicación con su abogado. En diez minutos se hallaba en el estudio de éste, a tres millas de allí, un testamento debidamente redactado y revestido con la marca del pulgar de Bindon por firma.
    Después, durante un rato, Bindon se quedó sentado, inmóvil.
    De improviso se despertó de un vago ensueño, y con mano investigadora se palpó el costado.
    Se paró de un salto, y se precipitó al teléfono. Rara vez había sido llamada la Compañía Eutanasia por un parroquiano que tuviera tanta prisa.
    De esta manera fue como Denton y Elisabeth salieron, sin haber sido separados, de la servidumbre penosa en que habían caído. Elisabeth abandonó el antro subterráneo de las laminadoras, de metales, y todas las sórdidas necesidades que llevaba consigo el uniforme azul, como se sale de una pesadilla. La fortuna los volvió a llevar hacia el sol: tan pronto como supieron la noticia de aquella herencia, el solo pensamiento de un nuevo día de labor les fue intolerable.
    Por ascensores y escaleras interminables, subieron a los pisos que no habían vuelto a ver desde los días de su desastre.
    La primera impresión de Elisabeth fue una embriaguez de libertad. El recuerdo de las Vías Inferiores era para ella un sufrimiento, y sólo al cabo de muchos meses pudo recordar con alguna simpatía a las pobres mujeres degradadas que se habían quedado en las profundidades, contándose escándalos o recuerdos de sus locuras, y gastando sus días en el continuo martilleo.
    La elección de la morada que ocuparon en adelante se resintió del gozo vehemente de su liberación. Era un departamento situado en el extremo mismo de la ciudad, y que tenía, sobre la pared exterior, un terrado y un balcón abiertos al viento y al sol, y que dejaban ver el campo y el cielo.
    En ese balcón se desarrolla la última escena de esta historia.
    Es la hora de la puesta del sol, en verano, y las colinas de Surrey están muy azules y muy claras. Denton, de codos en el antepecho, mira a lo lejos; Elisabeth está sentada a su lado. El panorama se extiende amplio y espacioso a sus ojos, pues el balcón está a quinientos pies sobre el nivel del suelo.
    Los terrenos de la Compañía de la Alimentación, quebrados aquí y allá por las ruinas de los antiguos arrabales y cortados por los brillantes canales de desagüe, desaparecen en los matices lejanos al pie de las colinas. Allí era donde en otros tiempos acamparon los hijos de Uyah. En aquellas pendientes lejanas, unas máquinas raras, cuyo uso les era desconocido, trabajaban lentamente y la cresta de la colina estaba coronada de ruedas de ventiladores en reposo. A lo largo del gran camino del Sur, los siervos de la Compañía del Trabajo, en inmensos vehículos mecánicos, volvían aprisa hacia su lugar de descanso, una vez ejecutada su labor cotidiana. En el aire, una docena de pequeños aerópilos privados descendían hacia la ciudad. Si era familiar ese espectáculo a los ojos de Denton y de Elisabeth, habría llenado de un increíble asombro la mente de sus antepasados. Los pensamientos de Denton iban hacia el porvenir, en un vano esfuerzo por imaginarse lo que aquel escenario podría presentar al cabo de otros dos siglos; después, retrocediendo mentalmente, se volvió hacia el pasado.
    Dejando a un lado la ciencia creciente de la época, podía figurarse el siglo XIX con sus pequeñas ciudades humosas y sucias, sus estrechos caminos formados sólo con la tierra, sus grandes espacios vacíos, sus suburbios mal organizados y mal construidos; luego, la antigua campiña del tiempo de los Estuardos, sus aldehuelas y su Londres minúsculo; la Inglaterra de los monasterios, la Inglaterra más antigua aún, de la dominación romana, y antes que eso, una comarca salvaje y en ella, de trecho en trecho, las chozas de algunas tribus guerreras. Esas chozas debieron ser construidas y reconstruidas durante un espacio de tiempo que hacía parecer co—mo de ayer el campo romano y la casa romana, y antes de ese tiempo, aun antes de las chozas, había habido hombres en el valle. Aun entonces tan reciente era todo eso cuando se lo valuaba según las épocas geológicas, ese valle se encontraba allí, y a lo lejos, esas colinas, más altas quizá y nevadas, habían ocupado ese lugar, y el Támesis bajaba de los Costwolds hacia el mar. Pero los hombres no habían sido más que formas humanas, criaturas de tinieblas y de ignorancia, víctimas de las fieras y de las inundaciones, de las tempestades y de las pestes, y del hambre perpetua, y se habían mantenido, inciertos, en medio de los osos y de los leones y de toda la monstruosa violencia del pasado la algunos, por lo menos, de esos enemigos, habían sido domados...
    Denton siguió por un rato los pensamientos hacia los cuales lo arrastraba aquella visión especiosa, tratando, conforme a su instinto, de encontrar su lugar y su proporción en el conjunto.
    —Fue la casualidad —dijo; —fue la suerte. Hemos salido; sucede que hemos salido, y en, ninguna manera por nuestras propias fuerzas... y sin embargo,.. no, no sé...
    Guardó silencio por un largo rato antes de, proseguir:
    —Al fin y al cabo... todavía hay edades... Apenas ha habido hombres durante veinte mil años, y la vida existe desde hace veinte millones de años... ¿Qué son las generaciones?... ¿Qué son? Enormes, y nosotros somos poca cosa. No obstante, sabemos... sentimos... no somos átomos mudos... formamos parte de la vida... formamos parte de ella dentro de los límites de nuestras fuerzas y de nuestra voluntad. Hasta el morir forma parte de la vida... Que muramos es que existamos, pertenecemos a la vida... A medida que los tiempos vengan... puede ser... los hombres serán más sabios... ¿Más sabios? ¿Comprenderán alguna vez?
    Se calló de nuevo. Elisabeth nada contestaba a esas cosas, pero contemplaba la cara soñadora de Denton, con un afecto infinito. Esa tarde, su mente no estaba muy activa.
    Un gran contento se había apoderado de ella. Posó su pequeña mano en la de su marido. Denton se la acarició suavemente con los ojos siempre fijos en el extenso espacio dorado. Así se quedaron, mientras el sol descendía. A poco, Elisabeth se estremeció.
    Denton se despertó bruscamente de las vastas profundidades de sus divagaciones, y fue a buscarle un chal.

    El cono

    La noche era en extremo calurosa; el cielo se bordaba de rojo en occidente con la prolongada puesta, de un sol de pleno estío. Estaban sentados junto a la ventana abierta, tratando de imaginarse que el aire era allí más fresco. Los árboles y arbustos del jardín aparecían tiesos y obscuros; más allá, en el camino, la luz amarillenta de un farol de gas brillaba contra el nebuloso azul del cielo. Y, algo más lejos, las tres luces del poste de señales del ferrocarril se destacaban también sobre el sombrío firmamento. El hombre y la mujer se hablaban en voz baja.
    —¿No sospecha él nada? —había preguntado el hombre, un tanto nerviosamente.
    —No —le contestó ella de mal humor, como si eso la irritara sobremanera. —No piensa en nada, sino, en los talleres y en el precio del combustible. No tiene imaginación, ni poesía, ni hada.
    —Todos esos hombres de hierro son así observó él sentenciosamente.
    —No tienen corazón.
    —No tienen corazón —repitió ella, y volvió su cara disgustada hacia la ventana.
    El lejano rumor de un fragoroso jadear y rechinar se fue aproximando y aumentando en volumen; la casa se estremecía; se oía ya el chirrido metálico del convoy. Al pasar el tren apareció un resplandor encima del socavón y un impetuoso torbellino de humo; uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho obscuros cuadrilongos, ocho vagones, atravesaron el gris confuso del terraplén, y desaparecieron repentinamente unos tras otros en la garganta del túnel, que, al perderse el último, pareció tragarse el tren, el humo y el ruido en una monstruosa boqueada.
    —Estos parajes fueron en un tiempo frescos y hermosos dijo el hombre, —y ahora... son el Gehena. Por ese camino abajo, nada sino bocas de hoyas y chimeneas que vomitan fuego, polvo a la faz del cielo Pero, ¿qué nos ¡importa? El fin se aproxima, el término de toda esta crueldad Mañana —y pronunció esta última palabra como un murmullo.
    —Mañana... —repitió la mujer, también como un murmullo, y mirando siempre por la ventana.
    —¡Amor mío! —exclamó él, poniendo su mano en las de ella.
    Esta se volvió, estremeciéndose, y sus ojos —buscaron los del joven, y, al encontrarlos, se suavizaron.
    —¡Amor mío! —murmuró ella. —Me parece tan extraño que hayas venido a atravesarte así en mi vida para revelarme... —E hizo una pausa.
    —¿Para revelarte?...
    —Este mundo maravilloso... —y la joven vaciló otra vez, para proseguir con acento aun más suave; —¡este mundo de amor para mí!...
    En este instante rechinó la puerta al cerrarse lentamente.
    Ambos volvieron sorprendidos la cabeza, y el joven se echó para atrás violentamente.
    En medio del aposento obscuro aparecía una figura grande, sombría... silenciosa. Le vieron confusamente la cara a la media luz, con parches negros, inexpresivos, debajo de los arcos de sus cejas. Hasta. el último músculo vibró repentinamente en el cuerpo de Raúl. ¿Cuando se habría abierto la puerta? ¿Qué habría oído él? ¿Lo habría oído todo? ¿Qué habría visto?... Fue un tumulto de preguntas.
    La voz del recién llegado se hizo oír al fin, después de una pausa que pareció interminable.
    —Bueno... —dijo.
    —Estaba temiendo no encontrarme. con usted, Horrocks—dijo el joven, asiéndose con mano crispada al borde de la ventana; su voz era insegura.
    La tosca figura de Horrocks se adelantó saliendo de entre las sombras. No dio respuesta alguna a la observación de Raúl. Por un momento permaneció de pie junto a ellos.
    La mujer sentía el corazón helado.
    —Le dije al señor Raúl que era probable que tú volvieses murmuró, con voz entera.
    Horrocks, siempre en silencio, se sentó bruscamente en la silla junto a la mesa de costura. Tenía las manos cruzadas, y entonces se veía el fuego de sus ojos bajo la sombra de las cejas. Se esforzaba por recobrar el aliento. Sus ojos fueron de la mujer en quien había confiado, al amigo en quien también habían confiado, y se volvieron otra vez a la mujer.
    Entonces, y por un instante, los tres se comprendieron a medias unos a otros. Pero nadie se atrevió a decir una palabra para aliviar la reprimida angustia que los ahogaba.
    La voz del marido fue la que rompió al fin el silencio.
    —¿Necesitaba usted verme? —le preguntó a Raúl.
    Raúl se estremeció al contestar.
    —He venido para eso —le dijo, resuelto a mentir hasta lo último.
    —Así es —murmuró Horrocks.
    —Usted me había prometido —continuó Raúl —Mostrarme algunos hermosos efectos de luna y humo.
    —Le había prometido mostrarle algunos hermosos efectos de luna y humo —repitió Horrocks con voz monótona.
    —Y pensé que podría encontrarle a usted esta noche antes de que se, fuera a los talleres —prosiguió Raúl, —para irme con usted.
    Se hizo otra pausa. ¿ Se proponía el hombre tomar las cosas fríamente? ¿ Sabía algo, después de todo? ¿Por cuánto tiempo había estado allí en la pieza?... Sin embargo, en el momento en que sonó la puerta, la actividad de ambos...
    Horrocks dirigió una mirada al perfil de su mujer, sombríamente pálido a la media luz. Luego miró a Raúl y pareció reponerse repentinamente,.
    —Por supuesto—dijo, —lo había prometido mostrarle a usted los talleres en las dramáticas condiciones que le son propias. Es extraño que me haya podido olvidar de eso.
    —Si le causo alguna molestia... —comenzó Raffi.
    Horrocks se estremeció. Una luz nueva apareció de pronto en la sofocante lobreguez de sus ojos.
    —De ninguna manera —¡interrumpió.
    —¿Le has estado contando al señor Raúl todos esos contrastes de llamas y sombras que encuentras tan espléndidos?
    —le preguntó la mujer, volviéndose entonces por primera vez a su marido; la confianza empezaba a volverle; su voz vibraba justamente un medio tono más alta.
    —¿Esa terrible teoría tuya de que las maquinarias son hermosas, y todo lo demás en el mundo feo y miserable?
    Bien me imaginé que no dejaría de atraparlo a usted, señor Raúl. Es esa su gran teoría, su descubrimiento propio en materia de arte.
    —No soy muy pronto para hacer descubrimientos—dijo Horrocks en un tono de aspereza que enfrió instantáneamente a su mujer. –Pero lo que yo descubro... —Y se detuvo.
    —¿Qué? —le preguntó ella.
    —Contestó, y se puso en pie brusca, nada —le comente.
    —Le he prometido a usted mostrarle los talleres —le dijo a Raúl, poniendo su mano gruesa y pesada en el hombro de su amigo. ¿Está usted dispuesto?
    —Enteramente dispuesto —le contestó Raúl, y se puso de pie también.
    Se hizo otra pausa. Cada uno acechaba a los otros dos a través de la vaguedad de las sombras. La mano de Horrocks descansaba aún sobre el hombro de Raúl. Este, medio se imaginaba todavía que el incidente era trivial, después de todo.
    Pero la mujer de Horrocks conocía mejor a su marido, conocía esa tranquilidad áspera de su voz y su confusión mental tomó las formas vagas de un sufrimiento físico.
    —Muy bien—dijo Horrocks, y dejando caer el brazo, se volvió hacia la puerta.
    —¿Mi sombrero? —y Raúl echó una mirada por la pieza.
    —Ese es mi costurero—dijo la mujer de Horrocks en un acceso de risa histérica. Las manos de ambos se encontraron en el respaldo de la silla.
    —Aquí está —exclamó la joven.
    Ella se sintió impulsada a prevenirle algo en voz baja, pero no pudo articular una palabra. «¡No vaya!» y «¡Desconfía de él!» luchaban en su mente, pero el breve instante propicio se pasó.
    —¿Lo encontró? —preguntó Horrocks con la puerta entreabierta.
    Raúl se adelantó hacia él.
    —Mejor será que se despida de la señora —dijo Horrocks en un tono más ásperamente tranquilo aún que antes.
    El joven se estremeció y se dio vuelta.
    —Buenas noches, señora—le dijo, y las manos de ambos se tocaron.
    Horrocks sostenía la puerta entreabierta con una cortesía ceremoniosa que no le era habitual tratándose de hombres.
    Raúl salió, y entonces, después de una mirada en silencio a su mujer, Horrocks le siguió. Ella se quedaba inmóvil mientras las suaves pisadas de Raúl y los pesados pasos de su marido sonaban juntos, como bajo y tiple, al atravesar el corredor. La puerta de la calle se cerró de un golpe. Entonces se fue a la ventana, andando lentamente, y allí se estuvo observando, inclinada hacia adelante. Los dos hombres aparecieron por un momento en la puerta de la calle, pasaron debajo del farol y se perdieron detrás de las negras masas de arbustos. La luz del farol se reflejó por un instante de sus rostros, mostrando en ellos solamente manchas pálidas e inexpresivas, sin revelar nada de lo que ella seguía temiendo, y dudando y ansiando en vano conocer.
    Entonces se dejó caer sentada en el sillón de brazos con el cuerpo encogido y los ojos enteramente abiertos, mirando sin verlas las chispas rojizas de los hornos, que cruzaban brillantes hacia el cielo. Pasó a una hora, y ella permanecía allí todavía, en esa misma actitud.
    La opresiva calma de la noche pesaba sobre Raúl penosamente.
    Uno al lado del otro bajaron en silencio el camino, y en silencio torcieron por el desviado sendero cubierto de cisco que a poco andar les abrió la perspectiva, del valle.
    Una nube azulada, mitad polvo, mitad niebla, daba al largo valle un tinte de misterio. Allá a lo lejos estaban Hanley y Etruria, masas grises y obscuras, débilmente perfilados por los. puntos dorados dé los faroles, y aquí y allá se veía una ventana iluminada, o el resplandor amarillento de alguna fábrica de trabajo nocturno o de algún concurrido establecimiento público. Fuera de las masas, destacándose claras y delgadas sobre el cielo, se elevaba una multitud de altas chimeneas, la mayor parte humeantes, unas pocas inactivas en un intervalo de descanso. Aquí y allá un parche pálido y unas masas fantásticas en forma de columnas achaparradas señalaban el lugar donde estaba la boca dé una hoya; o una rueda, negra y netamente perfilada contra el cielo bao y sofocante, indicaba alguna forma, de donde se extraía el irisado carbón de la comarca. Más cerca, a mano casi, se ex—tendía el, ancho camino de hierro, y trenes medio invisibles iban y venían haciendo cambios de vía; era un constante resoplar jadeante y un resonar sordo y prolongado, y a cada convoy, una concusión vibrante y una rítmica serie de choques, y un pasaje de intermitentes bocanadas de vapor blanco por sobre el horizonte. Y a la izquierda, entre el ferrocarril y las negras masas de la colina baja que se veía —más allá, dominando toda la escena, colosales, negros como tinta y coronados de humo y de fantásticas llamas estaban los grandes cilindros de la Compañía. de Fundiciones de Jeddah, los edificios centrales de los vastos talleres de que era director Horrocks. Allí estaban, duros y amenazantes, llenos de un incesante tumulto de llamas y de bullente hierro fundido, y al pie de ellos rechinaban los laminadores, y el martillo de vapor caía pesadamente, esparciendo a todos lados las blancas chispas del hierro. En esos momentos metían dentro de uno de los gigantes una carga de combustible, y rojas llamas resplandecieron y una confusión de humo y de polvo negro se alzó en torbellino hacia el cielo.
    —Indudablemente consigue usted algunos hermosos efectos de color con sus hornos—le dijo Raúl, rompiendo un silencio que se había hecho ya aprensivo.
    Horrocks gruñó. Estaba con las manos metidas en los bolsillos, mirando ceñudamente el confuso hervidero del camino de hierro y los activos talleres más lejanos, gravemente preocupado, como sí estuviera considerando algún intrincado problema. Raúl lo miró y desvió otra vez los ojos.
    —Esta noche su efecto de luna no se presenta en buenas condiciones—continuó, levantando la vista:—la luna está velada todavía por los vestigios de la luz del día.
    Horrocks se volvió a él y le miró con la expresión de un hombre que se ha despertado de pronto.
    —¿Vestigios de la luz del día?... por supuesto, por supuesto, —y miró también la luna, pálida aún en el cielo estival.
    —Venga—le dijo de repente, y asiendo a Raúl del brazo con su mano de acero, hizo ademán de dirigirse al sendero que bajaba de ese sitio hacia el ferrocarril, Raúl se echó para atrás.
    Sus ojos descubrieron y vieron en un momento mil cosas que Sus labios estuvieron a punto de decir. La mano de Horrocks apretó más fuerte, luego aflojó. Dejó hacer. Y antes de que Raúl se diera cuenta de ello, estaban los dos del brazo, y empezaban a bajar, uno de ellos bastante a pesar suyo, por el sendero.
    —Vea usted el hermoso efecto de las señales del ferrocarril hacia Burslem —le decía Horrocks, que rompió de pronto en una locuacidad extraña, andando con pasos rápidos y estrechando entretanto el apretón de su brazo. –Pequeñas las luces verdes, y luces rojas y blancas, todas contra la niebla. Usted tiene ojos para apreciar ,estos efectos, Raúl.
    ¡Es un hermoso efecto! Y vea usted mis hornos... ¡cómo se levantan sobre nosotros a medida que bajamos la colina! Ese de la derecha es mi favorito... tiene setenta pies. Yo mismo lo cargué, y ha estado hirviendo alegremente con hierro en su estómago por cinco largos años. Siento un cariño particular por él. Esa, línea roja allí... usted, Raúl, la llamaría preciosa cinta de color naranja... esos son los hornos de refinación, y allí, en la luz viva, tres figuras obscuras ... ¿Ve usted las chispas blancas del martinete? ... esos son los laminadores.
    ¡Adelante! ¡Cómo resuenan, rechinan, y se deslizan chirriando por el suelo! Láminas de hojalata, Raúl... ¡qué sorprendente material! No hay espejo que se le compare cuando sale del laminador. Y... ¡zas!... ahí cae otra vez el martinete. ¡Adelante!
    Tuvo que dejar de hablar para recobrar él aliento. Su brazo oprimía el de Raúl con tal fuerza que se lo helaba.
    Había bajado a grandes pasos el obscuro sendero, como si fuera un poseído. Raúl no habla, hablado una palabra; se había limitado a echarse para atrás, resistiéndose al arrastre con todas sus fuerzas.
    —Pero, hombre! —exclamó Raúl entonces, riéndose nerviosamente, pero con una vibración de enojo, en la voz; —¿por qué demonios me tuerce así el brazo, Horrocks, y me arrastra de esta manera?
    Al fin Horrocks le soltó. Sus maneras cambiaron otra vez.
    —¿Que le tuerzo el brazo? —exclamó, lo siento mucho.
    Pero de usted es de quien he tomado precisamente la costumbre de caminar de esa manera amistosa.
    —Todavía no ha aprendido usted los refinamientos, entonces —le contestó Raúl, riéndose forzadamente otra vez. —¡Caramba! estoy todo amoratado.
    Horrocks no le pidió disculpa. Estaban ya cerca de la base de la colina, junto a la cerca que resguardaba el camino de hierro. Los talleres se habían ensanchado y extendido a su aproximación. Veían entonces arriba, no ya debajo, los hornos de la fundición; con su descenso hablase perdido de vista el lejano paisaje de Etruria y Hanley. Delante de ellos, junto a la cerca, se levantaba un tablero en el que se destacaban, confusamente visibles, las palabras: ¡cuidado con los trenes!
    medio cubiertas por salpicaduras de barro carbonoso.
    —Hermosos efectos—dijo Horrocks extendiendo el brazo.
    —Ahí viene un tren. Las bocanadas de humo, el resplandor anaranjado del centelleante ojo cíclope al frente, el melodioso rechinamiento. ¡Hermosos efectos! Pero mis hornos eran más hermosos aún antes de que les metiéramos esos conos en la garganta para ahorrar el gas.
    —¿Cómo? —preguntó Raúl. —¿Conos?
    —Conos, hombre, conos. Le mostraré uno desde cerca.
    Las llamas salían entonces de las gargantas abiertas; grandes...
    ¿cómo se llaman?... columnas de humo durante el día, de humo rojo y negro, y columnas de fuego por la noche.
    Ahora sacamos de allí el humo en tubos y lo quemamos para calentar el soplete, por lo que la cima está cubierta por un cono. Le va a interesar a usted ese cono.
    —Pero de tiempo en tiempo —observó Raúl —brotan de ahí bocanadas de fuego y humo.
    —El cono no está fijo: cuelga al extremo de una cadena que pasa por una rueda, Y tiene en el otro extremo un contrapeso.
    Lo era usted desde cerca, Porque es claro que, de otro modo, no habría sido posible echar combustible dentro del horno. De tiempo en tiempo el cono baja, y entonces salen afuera las llamaradas.
    —Ya entiendo—dijo Raúl, y miró por sobre su hombro.
    —La luna se pone más brillante, —observó.
    —¡Adelante! —dijo Horrocks bruscamente, asiéndole a través del hombro y empujándolo de pronto a través de las —vías. Y entonces se produjo uno de esos rápidos Incidentes, vívidos, pero tan rápidos que le dejan a uno dudando y desconcertado.
    A mitad del camino, la mano de Horrocks se aferró de repente a él como una garra, y lo echó violentamente para atrás haciéndole dar media vuelta, de modo que pudo ver la línea férrea. Y entonces hirieron sus ojos una sucesión de ventanillas iluminadas que se deslizaban rápidamente unas tras otras, y las luces rojas y amarillentas de una locomotora, cada vez más grande al acercarse ruidosamente a ellos. Al comprender lo que esto significaba, volvió la cabeza a Horrocks, y tiró con todas sus fuerzas para desprenderse del brazo que lo retenía sobre los rieles. La lucha no duró ni un segundo. Si era cierto que Horrocks le había retenido allí, también era cierto que él mismo le había arrebatado violentamente al peligro.
    Ya estamos fuera—le dijo Horrocks con cierta ansiedad, mientras el tren pasaba rechinando junto a ellos, inmóviles, jadeantes, a la entrada del recinto de los talleres.
    —No lo vi venir—dijo Raúl, tratando todavía, a pesar de sus sospechas de mantener las apariencias de una situación corriente.
    Horrocks le contestó con un gruñido.
    —El cono... —dijo, y luego, como quien vuelve en sí de pronto, agregó:—Pensé que usted no lo había sentido.
    —Así es; no lo sentí—dijo Raúl.
    —Por nada en el mundo habría dejado que lo destrozaran allí—murmuró Horrocks.
    —Perdí la cabeza por un momento —dijo Raúl.
    Horrocks permaneció inmóvil un breve instante; luego se volvió bruscamente hacia los talleres.
    —¡Vea usted cuán hermosas son de noche estas inmensas pilas, estas montañas de escoria! ¡Esas zorras allá lejos, allá arriba! Suben hasta allí y vuelcan la escoria. Vea el material rojo, palpitante, que se desliza por la pendiente. A medida que nos aproximamos, las pilas se alzan y nos ocultan los hornos. Sienta la trepidación allá, encima del más grande... ¡Por ahí no! Por aquí, por entre las pilas. Por allí se va a los hornos de refinación. Quiero mostrarle antes el canal.
    Se acercó y tomó a Raúl por el codo, y así echaron a andar uno al lado del otro. Raúl le contestó a Horrocks vagamente.
    ¿Qué había sucedido realmente en la vía del tren?... se preguntaba; ¿se estaba engañando con sus propias ilusiones, o efectivamente le había retenido Horrocks en la vía? ¿Había estado, en realidad, a punto de ser asesinado?
    Por un par de minutos Raúl temió de veras por su vida; pero esta impresión pasó cuando empezó a razonar consigo mismo. ¿Si, por ejemplo, este monstruo adusto y sombrío no supiera?... Después de todo, tal vez no había oído nada.
    Fuera como fuese, lo cierto es que lo había librado, a tiempo, de ser despedazado por el tren.
    Horrocks hablaba entonces de las montañas de ceniza y del canal.
    —¿Eh, qué le parece? —preguntó de pronto al joven.
    —¿Cómo?... ¿qué? —dijo éste —¡Ah, sí! La niebla a la luz de la luna. ¡Lindo efecto!
    —Nuestro canal —prosiguió Horrocks, deteniendo de pronto la marcha. —Nuestro canal a la luz de la luna y a la luz del fuego hace un efecto inmenso. ¿No lo ha visto usted nunca? ¡Quién lo diría! ¡Usted que se ha pasado tantas noches enamorando gente allá en Newcastle! Le aseguro que, para efectos realmente brillantes... Pero ya lo verá. Agua hirviendo...
    Al salir del laberinto de montones de escoria y de pilas de carbón y de mineral, los ruidos de los laminadores hirieron de pronto sus oídos, haciéndose sentir fuerte, próxima y claramente. Tres sombríos obreros pasaban junto a ellos y se tocaron las gorras saludando a Horrocks. Sus rostros eran vagos en la semiobscuridad. Raúl sintió un impulso de dirigirse a ellos, pero antes de que pudiera articular una palabra habían desaparecido. Horrocks señalaba entonces el canal que tenían delante: parecía aquél un antro de brujos a la luz sangrienta de los hornos. El agua caliente que refrescaba los conductos entraba en él, unas cincuenta varas más arriba, como un afluente tumultuoso, bullente, y el vapor se levantaba del agua en haces blancos y silenciosos, que se enrollaban enlazándose unos con otros, como una incesante sucesión de fantasmas surgidos de los remolinos negros y rojos; era, un torbellino que causaba vértigos. La reluciente torre obscura del más grande de los hornos se elevaba saliendo de la neblina, y su tumultuoso desorden llenaba los oídos. Raúl se mantenía alejado de la orilla del canal, y observando a Horrocks.
    —Aquí el vapor está rojo —le decía éste;—rojo de sangre, tan rojo y ardiente corno el pecado; pero más allá, donde la luz de la luna cae sobre él al cruzar por encima de los montones de escoria, es tan blanco como la muerte.
    Raúl desvió sus miradas por un instante, y volvió otra vez la cabeza apresuradamente para seguir observando a Horrocks.
    —Vámonos a los laminadores—dijo éste.
    La presión amenazadora de su mano no era tan notable en esos momentos, y Raúl se tranquilizó un tanto. Pero, de todos modos, ¿qué quería decir Horrocks con su «blanco como la muerte» y «rojo como el pecado»? Una coincidencia quizá?...
    Fueron a ponerse detrás de los hornos de refinación durante un rato, y luego entre los laminadores, donde, en medio de un incesante ruido ensordecedor, el pausado martillo de vapor le extraía a golpes el zumo al suculento hierro, y los obreros, titanes negros, medio desnudos, hacían correr las barras plásticas, como lacre caliente, por entre las ruedas.
    —Vamos —le gritó Horrocks a Raúl en el oído, y se fueron a atisbar por un pequeño agujero cubierto por un vidrio detrás de los conductos, y vieron el fuego que se desplomaba, retorciéndose, en el pozo del horno de fundición, Les dejó los ojos ciegos por un rato. Luego, mientras veían danzar delante de ellos en la obscuridad puntos verdes y azules, se fueron al ascensor que servía para subir las zorras de carbón y de mineral y de cal hasta la cima del más grande de los cilindros.
    Y una vez sobre el estrecho andamio que circundaba el horno, las dudas asaltaron a Raúl de nuevo. ¿Era prudente estarse allí? ¡Si Horrocks lo supiera todo!... Por más que hizo no pudo reprimir un violento estremecimiento. Directamente debajo de él había un abismo de setenta pies de hondura. Era un sitio peligroso. Horrocks movió a un lado la zorra cargada de combustible, y así llegaron hasta la baranda que resguardaba el andamio. El hálito del horno, un vapor sulfuroso, saturado de penetrante hediondez, parecía hacer estremecer la distante colina Hanley. La luna empezaba a remontarse entonces saliendo de entre un montón de nubes, a medio camino hacia el cenit encima de los ondulados perfiles boscosos de Newcastle. El canal humeante se deslizaba por debajo de un confuso puente e iba a perderse entre la incierta niebla de los campos llanos hacia Burslem.
    —Este es el cono de que le he hablado —le gritó Horrocks, —y debajo de él, sesenta pies de fuego y de metal fundido, y el aire del soplete haciendo burbujas a través de la masa como el gas en la soda.
    Raúl se asió nerviosamente al pasamanos, y echó una mirada al cono. El calor era intensísimo. El hervor del hierro y el rumor del soplete hacían un acompañamiento atronador a la; voz de Horrocks. Pero entonces era menester, ir hasta el fin. Quizá, después de todo...
    —En el centro —le gritaba Horrocks, —la temperatura es de cerca de mil grados. Si usted cayera dentro... sería un chisporroteo en una llama, una pulgarada de pólvora en la luz de una bujía. Extienda la mano y sienta el calor. ¡Como que aquí he visto desaparecer en las zorras, convertidas en vapor, el agua de lluvia! Y vea usted ese cono. Es una asadera demasiado caliente, por cierto, para tostar bollos. Ahí, en la cima, donde se prende la cadena, la temperatura es de trescientos grados.
    —¡Trescientos grados! —exclamó Raúl.
    —Trescientos grados centígrados, advierta —continuó Horrocks, —Le hará borbotar a usted la sangre en menos de un segundo.
    —¿Eh? —dijo Raúl, y se dio vuelta.
    —Le hará borbotar a usted la sangre... ¡No, no se irá!...
    —¡Déjeme! —aulló Raúl. Suélteme el brazo!
    Estaba prendido con una mano a la baranda luego se asió con las dos. Por un momento los dos hombres lucharon.
    Pero, de repente, con un tirón violento, Horrocks le arrancó de su asidero. Pretendió agarrarse a Horrocks, y sus manos erraron la presa. Sus pies se agitaron en el vacío, en mitad del trayecto encogió el cuerpo, y fue a dar con la cara, el hombro y la rodilla contra el cono.
    Se asió a la cadena de que pendía el cono, y el aparato bajó un punto imperceptible al sentir el peso. Un círculo de deslumbrante rojo apareció debajo alrededor, y una llamarada escapada del caos interno subió hasta él lamiendo—. lo, sintió un dolor intenso en las rodillas y percibió el olor de sus manos chamuscadas. Se puso de pie, y trató de trepar por la cadena; entonces algo le golpeó la cabeza. Negra y reluciente a la luz de la luna, la garganta del horno se presentó a sus ojos.
    Vio a Horrocks encima de él, sobre la baranda, junto a una zorra de combustible, Su figura se destacaba blanca y brillante, gesticulando y gritando:
    —¡Tuéstate, canalla! ¡Tuéstate, ladrón de honras! ¡Perro de sangre caliente! ¡Hierve, hierve, hierve!
    Y cogiendo de pronto un puñado de carbón de la zorra, empezó a tirarle a Raúl, pausadamente, pedazo tras pedazo.
    —¡Horrocks! —gritaba el infeliz. Horrocks!
    Lanzaba terribles alaridos colgado de la cadena, haciendo esfuerzos siempre para trepar por ella a fin de escapar al cono candente. Cada proyectil de Horrocks daba en el blanco.
    Sus ropas ardían y se carbonizaban, y mientras se debatía allí, el cono bajó y una ráfaga de gas inflamado y sofocante borbotó afuera y lo envolvió en una rápida y rojiza llamarada.
    Perdió el aspecto humano. Cuando el rojizo fulgor se hubo extinguido, Horrocks vio una figura carbonizada, ennegrecida, la cabeza con rayas de sangre, agitándose prendida todavía de la cadena, retorciéndose en la agonía... un ente monstruoso, inhumano, que seguía lanzando chiflidos intermitentes.
    Al ver esto, de repente, el furor de Horrocks se desvaneció.
    Lo asaltó una angustia mortal. El fuerte olor a carne quemada subió hasta sus narices. Recobró el juicio.
    —¡Dios tenga piedad de mí! —exclamó. —¿Qué es lo que he hecho?
    Comprendió que lo que estaba allí debajo, aunque se movía y se quejaba, era ya un cadáver... que la sangre del desgraciado debía estarle hirviendo en las venas. Se dio intensa cuenta de esa agonía, y entonces la compasión se sobrepuso a todo otro sentimiento. Por un momento, se quedó indeciso; luego, volviéndose a la zorra, volcó precipitadamente su contenido sobre la palpitante masa que en otro tiempo fuera un hombre. La carga cayó con estruendo, centelleando sobre el cono. Junto con el estruendo cesaron los chillidos, y una tumultuosa confusión de humo, polvo y llamas subió hacia él rugiente, de la garganta del horno.
    Cuando se disipó, vio el cono otra vez libre.
    Entonces se echó para atrás horrorizado, y se quedó temblando, asido a la baranda con ambas manos. Sus labios se agitaron, pero no subió hasta ellos palabra alguna.
    Allá abajo se sentía un rumor de voces y carreras precipitadas.
    El estridente chirrido de los laminadores cesó de pronto.


    El tesoro en la selva

    La canoa iba aproximándose a tierra. La bahía se ensanchaba, y un boquete en la blanca resaca ¿el arrecife marcaba el sitio donde el arroyo entraba en el mar. La frondosidad más densa y más profunda de la selva virgen aparecía sobre la falda de la bolina distante. La selva llegaba casi hasta la playa. Más lejos, confusas y casi nebulosas, se elevaban las montañas como olas gigantescas instantáneamente heladas.
    El mar estaba tranquilo; apenas se agitaba con una imperceptible ondulación. El cielo resplandecía.
    El hombre que manejaba el remo labrado se detuvo.
    Debe ser por aquí—dijo; embarcó el remo y extendió los brazos hacia adelante.
    El otro hombre estaba en la proa y examinaba atentamente la isla. Tenla sobre las rodillas una hoja de papel amarillento.
    —Venga, vea esto, Hooker—le dijo al del remo.
    Ambos hablaban en voz baja; tenían los labios duros y secos.
    El que se llamaba Hooker atravesó balanceándose la canoa y se acercó hasta que pudo ver por sobre el hombro de su compañero.
    El papel parecía ser un mapa toscamente dibujado. A fuerza de doblarlo y desdoblarlo le habían gastado los pliegues hasta el extremo de cortarlos, y el hombre trataba de unir los descoloridos fragmentos por donde se habían separado.
    Podía verse en él confusamente, con rasgos de lápiz casi borrados, el perfil de la bahía.
    —Aquí decía el hombre del mapa, —está el arrecife, y aquí está el boquete, —y hacía correr la uña del pulgar por encima del dibujo. —Esta línea encorvada y torcida es el arroyo... ¡al fin podré beber agua! ... y esta estrella es el sitio. Vea esta línea de puntos. Es una línea recta, y va desde el boquete del arrecife hasta el arroyo, cruzando por entre un grupo de palmeras. La estrella está precisamente en el punto donde esa línea corta el arroyo. Tenemos que examinar el terreno cuando entremos en la laguna.
    —¡Qué extraño! —observó Hooker después de una pausa, —¿para qué habrán puesto estas seriales aquí abajo? Parecen el plano de una casa o cosa así. Pero lo que no puedo entender son todas estas rayitas que van de aquí para allá. ¿Y en qué está la escritura?
    —En chino —le contestó el hombre del mapa.
    —¡Es claro! El era chino—dijo Hooker.
    —Todos eran chinos —observó el otro.
    —Los dos permanecieron sentados algunos minutos, contemplando la isla, mientras la canoa derivaba lentamente.
    Luego Hooker dirigió una mirada al remo.
    —Ahora le toca a usted, Evans — le dijo a su compañero.
    Este dobló prolijamente el mapa, se lo guardó en el bolsillo, cruzó con precaución por delante de Hooker y se puso a remar. Sus movimientos eran lánguidos, como si sus fuerzas estuvieran extenuadas.
    Hooker continuó sentado, observando con los ojos medio cerrados la espumosa rompiente del banco de coral que se aproximaba más y más.
    El cielo era un horno en esos momentos, pues el sol llegaba ya al cenit. Aun cuando se encontraba al fin cerca del tesoro, no sentía la ansiedad que habla creído iba a experimentar entonces. La intensa excitación provocada por la lucha para apoderarse del plano y el largo viaje de toda la noche desde la tierra firme en la canoa sin provisiones, lo habían sacado de quicio... para usar sus mismas palabras. Trató de animarse dirigiendo su pensamiento a los lingotes de que había hablado el chino, pero el pensamiento no quería permanecer fijo en eso: retrocedía bruscamente para considerar el escarceo del agua dulce del arroyo y la sequedad casi insoportable de sus labios y garganta. El rítmico flujo y reflujo del mar contra el arrecife se dejaba sentir ya e impresionaba agradablemente sus oídos; el agua pasaba bañando el costado de la canoa, y el remo chorreaba entre un golpe y otro. En seguida empezó a dormitar.
    Se daba todavía confusa cuenta de la isla, pero la trama de un sueño extraño tejía unas con otras sus sensaciones.
    Era de noche otra vez, la noche en que él y Evans hablan sorprendido el secreto del chino; veía los árboles bañados por la luna, la reducida fogata que ardía, y las negras figuras de los tres chinos, plateadas de un lado por la luz de la luna y rojizas del otro por el fuego, y los oía hablarse unos a otros en inglés chapurrado, pues los tres procedían de diferentes provincias. Evans había sido el primero que había cogido el hilo de la conversación, y le había hecho señas a él para que escuchara. Varios fragmentos de la conversación no llegaban a sus oídos, otros eran incomprensibles.
    Un galeón español, oriundo de las Filipinas, encallado sin esperanzas de salvación, y su tesoro enterrado para ser recogido después, yacían en el fondo de la historia; una tripulación náufraga diezmada por las enfermedades, —por una riña o cosa así, y por las exigencias de la disciplina, y al fin, su reembarco en los botes para no volverse a saber más de ellos. Después Chang-hi, hacía apenas un año, vagando por la isla, dio por casualidad con los lingotes escondidos durante doscientos años, y desertando del junco en que estaba, contratado, había vuelto a enterrarlos en medio de penurias infinitas, completamente solo, pero con la mayor seguridad.
    Insistía mucho en esa seguridad... era un secreto suyo. Pero necesitaba ayuda para volver allá y exhumar el tesoro. El planito apareció entonces y las voces se hicieron más bajas.
    ¡Linda historia para que la oyeran dos canallas ingleses, arrojados por el mar en esas costas! El sueño de Hooker cambió de dirección y pasó al momento en que éste asía la coleta de Chang-hi en su mano. La vida de un chino no es por lo, regular sagrada como la de un europeo. La cara astuta de Chang-hi, primero viva y furiosa como la de una serpiente sorprendida, y luego amedrentada, traicionera y lastimosa, se destacaba prominentemente en el sueño. Por último Chang-hi había hecho un gesto, una mueca de las más incomprensibles y espantosas. De repente las cosas tomaron un giro muy desagradable, como sucede a veces en los sueños. Chang-hi gritaba en su jerigonza y lo amenazaba.
    Hooker veía montones y montones de oro, y Chang-hi, que intervenía y luchaba por no dejarle acercarse al tesoro. Cogió a Chang-hi por la coleta... ¡cuán grande era ese bruto amarillo, y cómo luchaba y gesticulaba! Cada vez iba haciéndose más grande. Luego, los brillantes montones de oro se convirtieron en un horno rugiente, y un demonio enorme, de una semejanza sorprendente con Chang-hi, pero con una inmensa cola negra, empezó a, hacerle comer carbones.
    Estos le quemaban la boca horriblemente. Otro demonio lo llamaba a gritos por su nombre: «¡Hooker, Hooker, estúpido dormilón!...» ¿Era un demonio o era Evans?
    Se despertó. Estaban en la entrada de la laguna.
    —Allí están las tres palmeras. Tenemos que verlas en línea recta con este boquete —le decía su compañero. —Observe eso. Si vamos hasta las palmeras y cortamos por entre la espesura, siempre en línea recta desde aquí, daremos con el sitio cuando encontremos el arroyo.
    Podían ver ya la desembocadura del arroyo. Al descubrirla, Hooker revivió.
    —¡Apúrese, hombre! —le dijo a Evans. —O... ¡mal rayo me parta!... tendré que beber agua salada.
    Se puso a morderse una mano y a contemplar la superficie plateada entre las rocas y la verde maraña. De pronto se volvió casi ferozmente contra Evans.
    —Deme el remo—le dijo.
    Así llegaron a la boca del arroyo. Un poco más arriba Hooker tomó agua en el hueco de la mano, la probó y la escupió en seguida. Algo más lejos probó otra vez.
    —Esto es otra cosa—dijo y los dos empezaron a beber ansiosamente.
    —¡Al diablo! —exclamó Evans. —Esto es demasiado lento.
    E inclinándose peligrosamente sobre el costado de la canoa, se puso a sorber el agua con los labios.
    Acabaron de beber y, llevando la canoa a una pequeña caleta, estuvieron a punto de desembarcar entre la densa vegetación que colgaba sobre el agua.
    —Vamos a tener que arrastrarnos por entre esto hasta la laguna para llegar a las palmeras y encontrar la línea recta hacia el sitio —observó Evans.
    —Mejor será entonces que volvamos por agua —propuso Hooker.
    De modo que se metieron otra vez en el arroyo y remaron corriente abajo hasta la laguna, y por junto a la costa hasta el lugar donde se levantaba el grupo de palmeras. Desembarcaron allí, arrastraron la liviana canoa a bastante distancia tierra adentro, y luego echaron a andar hacia el límite de la espesura hasta que pudieron ver el boquete del arrecife y las palmeras en línea recta. Evans había sacado de la canoa una herramienta indígena. Tenía la forma de una ele mayúscula, y la pieza transversal estaba armada en la punta con una piedra alisada. Hooker llevaba el remo.
    —Ahora, todo derecho en esta dirección—dijo Evans. —Tenemos que cortar a través de esto hasta que encontremos el arroyo. Entonces habrá que reconocer el terreno.
    Se metieron por entre una revuelta maraña de cañaveras, matas frondosas y arbustos, que al principio hizo la marea a muy penosa; pero muy pronto los árboles empezaron a espaciarse y el terreno debajo de ellos se hacía también más liviano. Una lobreguez helada iba reemplazando gradual e insensiblemente la claridad del día. Los árboles aparecieron al fin como vastos pilares que se elevaban basta una bóveda de verde follaje a gran altura. Flores de turbia blancura pendían de sus troncos y viscosas trepadoras se sostenían entrelazadas de árbol en árbol. La sombra se hacia más densa.
    En el suelo pululaba una clase de hongos moteados y unas costras de color rojizo obscuro.
    Evans se estremeció de pronto.
    —Esto aquí parece casi frío después del sol que hemos soportado.
    —Supongo que no nos habremos desviado de la línea recta—dijo Hooker.
    Un momento después divisaron, muy lejos y en línea recta, un portillo en la sombría obscuridad, a través del cual blancos y cálidos rayos de sol penetraban en la selva. Allí reaparecían los matorrales de un verde brillante y las flores de color. En seguida oyeron el rumor del agua.
    —Ahí está el arroyo. Pronto llegaremos a él—dijo Hooker.
    La vegetación era espesa en la orilla del arroyo. Grandes matas, plantas hasta hoy sin nombre, crecían entre las raíces de los corpulentos árboles y se elevaban como inmensos abanicos verdes hacia el jirón de cielo. Muchas flores y trepadoras de reluciente follaje se adherían a los escuetos troncos. En la superficie del ancho y tranquilo estanque que los buscadores del tesoro dominaban entonces, flotaban enormes hojas ovaladas y una flor lustrosa blancorrojiza, parecida al lirio acuático. Más lejos, donde el río torcía alejándose de ellos, el agua hacía espuma bruscamente y se precipitaba rumorosa en un rápido.
    —¿Y?... —dijo Hooker.
    —Nos hemos apartado un poco de la línea recta —le contestó Evans. —Eso era de esperar.
    Dio media vuelta y dirigió una mirada a las confusas y frías sombras de la selva silenciosa que habían dejado atrás.
    —Si recorriéramos un poco la orilla del arroyo de arriba abajo, algo encontraríamos.
    —Usted... dijo —empezó Hooker.
    —El dijo que había un montón de piedras —le interrumpió Evans.
    Los dos hombres se miraron uno al otro por un momento.
    —Primero probemos un poco siguiendo la corriente —propuso Evans.
    Avanzaron con lentitud, examinando detenidamente el terreno a su alrededor. De repente Evans se detuvo.
    —¿Qué demonios es eso? —exclamó.
    Hooker siguió la dirección de su índice.
    —Alguna cosa azul—dijo.
    Esta había saltado a sus ojos al coronar una suave elevación del terreno. Hooker empezó en seguida a distinguir lo que era. Se adelantó de pronto con pasos apresurados y asiendo, nerviosamente el remo, hasta que el cuerpo al que pertenecía la mano descarnada y el brazo se presentó a su vista. El cuerpo era el de un chino, de cara contra el suelo.
    El abandono de la postura era inequívoco.
    Los dos se acercaron pegados uno al otro se quedaron contemplando en silencio el ominoso cadáver. Estaba en un espacio descubierto entre los árboles. A su lado había una azada de modelo chino, y algo más allá se veía un derrumbado montón de piedras junto a un pozo recientemente cavado.
    —Alguien ha estado aquí antes —dijo Hooker, componiendo el pecho.
    Y entonces Evans empezó de pronto a maldecir y a enfurecerse y a patear el suelo.
    Hooker se puso lívido, pero no dijo nada. Se acercó más al cadáver. Vio que tenía el cuello hinchado y las manos y los tobillos también hinchados.
    —¡Uf! —dijo, y se apartó bruscamente y se fue hacia la excavación.
    Al llegar lanzó un grito de sorpresa. Lo llamó a Evans que lo seguía lentamente.
    —¡Ven acá, imbécil! Todo marcha perfectamente. Aquí está todavía. —Y se dio vuelta y miró el cadáver del chino, y luego otra vez el pozo.
    Evans se acercó rápidamente: medio desenterradas ya por el desdichado pobre diablo, yacían dentro del pozo una cantidad de grandes barras amarillas. Se agachó, y limpiando la abertura con las manos, sacó afuera ansiosamente una de las pesadas barras. Al hacer esto, una espina le pinchó la mano. Se arrancó la diminuta púa con los dedos y levantó el lingote.
    —Sólo el oro o el plomo podrían pesar tanto dijo en un transporte de júbilo.
    Hooker seguía contemplando el cadáver del chino. Estaba intrigado.
    —Les ha jugado una mala pasada a sus amigos—dijo al fin.
    —Se vino aquí solo, y alguna serpiente Ponzoñosa lo ha picado...
    No me explico cómo ha podido dar con el sitio.
    Evans continuaba con el lingote en sus manos. ¿Qué importaba el cadáver de un chino?
    —Tendremos que llevar todo esto en pedazos a tierra firme y enterrarlo allí por un tiempo. ¿Cómo lo transportaremos todo a la canoa?
    Se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo, y puso sobre ella dos o tres —lingotes. Entonces notó que otra espina le había pinchado la piel.
    —Esto es lo más que podemos llevar—dijo, y de repente, en un extraño arrebato de ira, exclamó:—¿Qué demonios está usted mirando, Hooker?
    Hooker se volvió hacia él.
    —No puedo... verlo—dijo, y le indicó con la cabeza el cadáver.
    —Se parece tanto...
    —¡Valiente inmundicia! —le interrumpió Evans. —Todos los chinos se parecen.
    Hooker lo miró a la cara.
    —Voy a enterrarlo, de todos modos, antes de ocuparme de esto.
    —No sea estúpido, Hooker —le dijo Evans. —Esa porquería puede esperar.
    Hooker vaciló; luego los ojos examinaron cuidadosamente el obscuro terreno a su alrededor.
    —No sé por qué estoy alarmado —murmuró.
    —Lo que hay que ver—dijo Evans, —es qué hacernos con estos lingotes. ¿Los enterramos otra vez aquí, en alguna parte, o los llevamos al otro lado del estrecho, en la canoa?
    —Hooker pensaba. Sus miradas inquietas vagaban por entre leo, altos troncos de los árboles, Y subían hasta el verde follaje que el sol iluminaba allá arriba, muy arriba de su cabeza. Se estremeció otra vez cuando sus ojos cayeron de nuevo sobre la azulada masa del cadáver. Miró sobresaltado las profundidades grises entre leer árboles, tratando de sondear las sombras.
    —¿Qué le pasa, Hooker? —le preguntó Evans, —¿Se ha vuelto loco?
    —Saquemos el oro de este sitio, de cualquier manera —murmuró Hooker.
    Cogió el cuello de la chaqueta con las dos manos, y Evans los extremos opuestos, y levantaron la carga.
    —¿Por dónde vamos? —dijo Evans. —¿Hacia la canoa?
    —Es extraño —dijo, apenas hubieron dado unos cuantos pasos; —todavía me duelen los brazos a causa del dichoso remo.
    —¡Maldición! —exclamó poco después.
    —¡Cómo me duelen! Tengo que descansar un poco.
    Asentaron la carga en el suelo. El rostro de Evans estaba lívido, y pequeñas gotas de sudor bañaban su frente.
    —Es un poco sofocante el aire de esta selva dijo.
    Luego, haciendo una brusca transición, exclamó con rabia inexplicable:
    —¿Para qué demonios vamos a estamos—esperando aquí todo el día? Ayude un poco, amigo. Usted no parece sino un lunático idiota desde que vio al chino muerto.
    Hooker miraba fijamente la cara de su compañero. Le ayudó a levantar la carga, y siguieron andando en silencio como más de cien. yardas. Evans empezaba a respirar penosamente.
    —¿No puede usted hablar algo, decir cualquier estupidez? —le dijo de pronto Hooker en tono irritado.
    —Pero ¿qué diablos le pasa? —le preguntó éste.
    Evans tropezó, y lanzando una maldición dejó caer de pronto al suelo la chaqueta. Se quedó mirando por un momento a Hooker, y luego gruñó sordamente y se llevó las manos a la garganta.
    —No se acerque a mí —le dijo, —y bamboleándose fue a apoyarse contra un árbol.
    Agregó en seguida con voz más firme:
    —Esto pasará pronto.
    Pero sus brazos empezaron a resbalarse del tronco, y se abatió lentamente al suelo basta que no fue más que una masa acurrucada al pie del árbol. Sus manos se crispaban convulsivamente.
    La cara se le contraía de dolor. Hooker se aproximó.
    —¡No me toque! ¡no me toque gritó Evans con voz ahogada.
    —Ponga otra vez las barras en la chaqueta.
    —¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó Hooker.
    —Ponga otra vez las barras en la chaqueta. Al asir los lingotes Hooker, sintió un pequeño pinchazo en la base del pulgar. Se miró la Mano y vio una delgada espina, como de dos pulgadas de largo. .
    En ese instante Evans lanzó un grito inarticulado y rodó por el suelo.
    Hooker abrió la boca. Miró un momento la espina con los ojos dilatados. Se volvió hacia Evans que se revolcaba en el suelo; la espalda se le encorvaba y se le enderezaba espasmódicamente.
    Luego miró por entre los pilares de los árboles y las randas de las trepadoras, hacia donde aparecía, confusamente visible todavía, entre las sombras grises, el cuerpo vestido de azul del chino. Recordó las pequeñas rayitas en un ángulo del mapa, e instantáneamente lo comprendió todo.
    —¡Dios me ampare! —exclamó.
    Porque las espinas eran iguales a esas que los naturales de Borneo envenenan y usan para sus cerbatanas. Comprendió entonces lo que significaba la insistencia de Chang-hi sobre la seguridad de su tesoro. Comprendió entonces su horrorosa mueca.
    —¡Evans! –gritó.
    —Pero Evans no gruñía ni se movía ya, salvo que una u otra horrible sacudida de sus miembros. Un silencio profundo envolvía la selva. Entonces Hooker se puso a chuparse furiosamente el pequeño punto rojizo en la base del pulgar... a chupárselo para salvar la vida. En seguida empezó a notar una extraña impresión dolorosa en los brazos y en los hombros, Y advirtió que no podía encoger los dedos sin dificultad.
    Se dio cuenta de que el chuparse de nada le servía.
    Se quedó inmóvil, y sentándose junto a los lingotes, y apoyando la barba en las manos y los codos en las rodillas, se puso a contemplar el cuerpo retorcido y convulso todavía de su compañero. La mueca de Chang-hi le volvió otra vez a la memoria. El dolor le subió hasta la garganta, aumentando poco a poco en intensidad. Allá arriba, muy arriba de su cabeza, una débil brisa hacía estremecer el verde follaje, y los blancos pétalos de una flor desconocida bajaban flotando lentamente entre las sombras.

    Los piratas del mar

    I
    Antes de que ocurriera el extraordinario accidente de Sidmouth, la ciencia no conocía la especie particular del Haploteuthis ferox, sino de una manera genérica, gracias a un tentáculo medio digerido que se encontró cerca de las Azores, y a un cuerpo putrefacto, picoteado por las aves y roído por los peces, descubierto a principios de 1896 por Mr. Jennings cerca de Lands End, en la extremidad sudeste de la Gran Bretaña.
    A la verdad, en ningún ramo de la ciencia zoológica estamos tan atrasados como en el que se refiere a los cefalópodos del fondo del mar. Una simple casualidad fue, por ejemplo, lo que al Príncipe de Mónaco lo llevó a. descubrir cerca de una docena de nuevos tipos en el verano de 1895, entre los que se hallaba el tentáculo antes mencionado. Un cachalote que había sido herido cerca de la Terceira por unos cazadores de ballenas, embistió en las convulsiones de su agonía contra el yate del Príncipe, erró el golpe, salió rodando y fue a morir como a veinte varas de la popa. Y en su agonía echó al aire una cantidad de cosas abultadas que el Príncipe, excitado por su aspecto extraño, y al parecer, importante, trató de hacer recoger antes de que se hundieran.
    Lo consiguió gracias a un acertado expediente: mandó poner en movimiento las hélices, y haciéndolas girar constantemente en el remolino provocado de esa manera, dio tiempo a que se descolgara un bote. Esos especímenes eran cefalópodos enteros y fragmentos de cefalópodos, algunos de proporciones gigantescas y casi todos desconocidos para la ciencia.
    Podría creerse, en verdad, que esos seres enormes y ágiles que viven en las profundidades intermedias del mar están destinados, en su mayor parte, a sernos desconocidos para siempre, desde que dentro del agua son demasiado vivos para caer en las redes, y sólo por accidentes tan raros e imprevistos como el relatado se puede conseguir muestras de ellos. En lo que se refiere al Haploteuthis ferox, por ejemplo, estamos todavía en la más completa ignorancia respecto a sus costumbres, tan a obscuras como respecto a los viveros de arenques o las rutas marinas del salmón. Y los zoólogos no han atinado a explicar todavía su repentina aparición en nuestras costas. Tal vez no fue sino una emigración por hambre lo que los llevó hasta allí arrancándolos de las profundidades del mar. Pero será mejor que evitemos toda discusión al respecto, que por fuerza sería poco concluyente, y que entremos una vez en materia.
    El primer ser humano que haya puesto sus ojos en un Haploteuthis ferox vivo, es decir, el primer ser humano que sobrevive a eso, por que no cabe ya duda de que a ese terrible monstruo se debió la ola de accidentes fatales en los balnearios y en el tráfico de cabotaje que barrió la costa de Cornwall y Devon en los primeros días de mayo, es un comerciante en tés, ya retirado, de apellido Fison, que se alojaba en una casa de huéspedes de Sidmouth. El hecho ocurrió una tarde en que este señor, subía el abrupto camino que lleva de Sidmouth a la bahía Ladram. El acantilado de la costa es muy alto en esa parte, pero en cierto lugar se ha cavado en él, sobre su frente rojizo, una larga escalinata por la que puede bajarse al mar. Mr. Fison. se hallaba cerca de ésta cuando le llamó la atención algo que, en el primer momento, tomó por una bandada de pájaros disputándose una presa caída entre un grupo de peñascos y que, herida por la luz del sol, brilló con un color blanco rosado. La marea estaba completamente baja, y ese objeto no sólo aparecía muy lejos desde la altura en que él se hallaba, sino también muy apartado de la costa, a la orilla de una vasta y desolada extensión de rocas a flor de agua, cubiertas de plantas marinas de color obscuro y salpicadas de charcos de agua plateados.
    Un segundo después, como continuara mirando, comprendió que se había equivocado en su juicio. Porque los pájaros, en su mayor parte cornejas y unas cuantas gaviotas cuyas alas brillaban con destellos deslumbrantes cuando el sol las hería, no se asentaban sobre su presa, que parecía una enorme masa obscura y agitada, con ese punto rosado en el centro se mantenían revoloteando, formando un remolina sobre ella. Y es probable que a Mr. Fison le haya excitado más fuertemente aún la curiosidad el hecho de que esas, sus primeras conjeturas, le resultaran tan poco satisfactorias.
    Como al dirigirse a la bahía Ladram no se había propuesto más que, emplear su tiempo en algo, resolvió hacer de este incidente fuera lo que fuese, el motivo de su paseo, pensando que quizá se tratara de algún gran pescado de rara especie, que, arrastrado a la costa por algún accidente, se debatía pugnando por volver otra vez al agua. De modo que empezó a bajar por la larga serie de escalones, deteniéndose a intervalos de diez varas más o menos para cobrar fuerzas y observar ese extraño objeto.
    Cuando llegó al pie del acantilado se encontró, por supuesto, más cerca de él que antes, pero, en cambio, entonces se presentaba contra el cielo incandescente, bajo los rayos del sol, y aparecía bajo y confuso. Todo lo que tenía de rosado lo ocultaba un islote de peñascos cubiertos de hierba, pero descubrió que el resto lo constituían siete cuerpos redondos y semejantes, ligados entro sí o ni dependientes, y que los pájaros se mantenían revoloteando siempre encima de él, graznando y chillando, pero, al parecer, con miedo de aproximarse demasiado.
    Mr. Fison, aguijoneado cada vez más por la curiosidad, echó a andar tanteando el camino sobre las rocas pulidas por el mar, y corno advirtiera que la vegetación húmeda que las cubría las hacía resbaladizas en extremo, resolvió quitarse las botas y los calcetines, y arremangarse los pantalones hasta la rodilla. Naturalmente, con esto sólo se proponía evitar una caída en los charcos que lo rodeaban, y quizá también al hacerlo había sentido cierta voluptuosidad, como la sienten todos, en aprovechar un pretexto para renovar, siquiera por un momento, las sensaciones de la niñez. Fuera como fuese, lo cierto es que eso fue precisamente lo que a Mr. Fison le salvó la vida.
    Fue aproximándose al sitio con toda la confianza que inspira a sus habitantes la absoluta seguridad de este país en lo que se refiere a peligros de la vida animal. Los cuerpos redondos continuaban moviéndose de un lado para otro, y sólo cuando subió al islote de peñascos ya mencionado, pudo darse cuenta de la horrible naturaleza de su descubrimiento.
    Esta saltó a sus ojos con cierta brusquedad.
    Los cuerpos redondos se apartaron de improviso al verlo aparecer sobre la cresta del arrecife, y Mr. Fison pudo notar entonces que el objeto rosado era el cuerpo, devorado en parte, de un ser humano, pero no pudo precisar si era un hombre o una mujer. Y esos cuerpos redondos eran animales desconocidos y fantásticos, .algo semejantes al pulpo por sus formas, y con tentáculos gruesos, muy largos y flexibles que en gran cantidad se agitaban junto a ellos; su piel tenía un brillo que repugnaba a la vista; era como de cuero charolado.
    La encorvadura hacia abajo de su boca rodeada de tentáculos, la singular excrecencia de esa —encorvadura, los mismos tentáculos, que parecían barbas, y sus grandes ojos inteligentes, daban a esos seres el aspecto grotesco de una cara. Eran del volumen de un cerdo de buen tamaño, y los tentáculos parecían de muchos pies de largo. En esos momentos había allí, a juicio de Mr. Fison, siete ú ocho de esos animales, por lo menos. Y como veinte varas más lejos, entre la resaca de la marea que empezaba ya a subir, vio aparecer de pronto otros dos más.
    Sus cuerpos permanecían inmóviles, aplastados sobre las rocas, tenían los tentáculos encogidos, y sus grandes ojos miraban a Mr. Fison con repugnante fijeza. Y no parece que éste se haya sobresaltado entonces, ni imaginado siquiera que pudiera correr allí algún peligro. Probablemente lo que le inspiraba confianza era la actitud torpe en que yacían. Pero estaba horrorizado, por supuesto, e intensamente sobreexcitado e indignado ante esos repugnantes seres que devoraban carne humana, el cadáver tal vez de algún ahogado.
    Empezó, pues, a gritar, con la idea de ahuyentarlos, y viendo que no se movían, echó una mirada a su alrededor, y levantó un gran guijarro redondeado y lo lanzó contra uno de ellos.
    Y al ver esto, desarrollando lentamente sus tentáculos y haciéndose unos a otros una especie de ronco susurro, todos empezaron a moverse en dirección a él. Entonces fue cuando mister Fison comprendió que estaba en peligro.
    Gritó otra vez, les tiró una tras otra sus dos botas, y dando un salto, echó a correr sobre la costa. A los pocos pasos se detuvo y dio vuelta a la cabeza, pensando que era un disparate huir de animales tan torpes, y... ¡juzguen ustedes su terror!... a veinte pasos de él, los tentáculos del que venía a la cabeza asaltaban ya la cresta del islote desde donde había estado observándolos un momento antes.
    Entonces gritó otra vez; pero esta vez no fue para amedrentarlos, fue un grito de angustia. Y reanudó su carrera, a grandes zancadas, saltando para trepar eminencias, dejándose caer por las pendientes, chapoteando el agua y la arena al través del quebrado terreno que lo separaba de la costa. El alto y rojizo acantilado le pareció de pronto a una distancia inmensa, y vio, como si fueran gentes de otro mundo, dos diminutos obreros ocupados en la tarea de hacer reparaciones en la escalinata, muy ajenos, por cierto, a la horrible persecución que acababa de empezar debajo de ellos. En una ocasión mister Fison perdió el pié y sintió que los monstruos se aplastaban contra los charcos a unas cuantas varas apenas detrás de él.
    Lo persiguieron hasta la misma base del acantilado, y se volvieron rápidamente hacia el mar cuando vieron que los obreros, alarmados por los gritos de Mr. Fison, se unían a él al pie de la escalinata. Una vez Juntos, los tres se pusieron a tirarles piedras por un rato y después treparon apresuradamente hasta la cima del acantilado y echaron a correr por el camino hacia Sidmouth con el propósito de pedir auxilio y conseguir un bote, a fin de ir a arrancar el profanado cadáver de las garras de esos abominables monstruos.

    II
    Y como si no hubiera desafiado ya bastantes peligros ese día, Mr. Fison se embarcó también en el bote para indicar el sitio exacto de su aventura.
    La marea estaba baja todavía, y fue necesario dar un rodeo considerable para llegar al sitio, y cuando al fin se encontraron frente a la escalinata, el cadáver destrozado había desaparecido.
    El mar continuaba subiendo, y cubría primero un peñasco viscoso y luego otro. Los cuatro hombres del bote: esto es, los dos obreros, el batelero y —Mr. Fison, desviaron sus miradas de la costa para fijarlas en el agua, debajo de ellos. Al principio no pudieron ver sino muy poco nada más que una maraña de laminarlas, de la que salía uno que otro pez de vez en cuando. Como se habían excitado en el camino con la perspectiva de tina aventura, los contrarió en gran manera esa calma absoluta.
    Pero no pasó mucho tiempo sin que vieran también salir de allí vino de los monstruos, que se dirigía mar adentro nadando por debajo del agua con un curioso movimiento de rotación que Mr. Fison compara con el de un globo cautivo.
    Casi en seguida las oscilantes fajas de las laminarías, se agitaron, extraordinariamente convulsionadas, se apartaron por un momento y en el fondo aparecieron tres de los monstruos perfectamente visibles; se disputaban algo que parecía ser un pedazo del cuerpo del ahogado. Un segundo después el compacto tejido de cintas verde aceituna volvía a su posición y ocultaba otra vez al grupo.
    Entonces los cuatro hombres, intensamente excitados, se pusieron a golpear el agua con los remos y a gritar desaforadamente, y en seguida advirtieron un movimiento tumultuoso entre las laminarias. Suspendieron los golpes a fin de observar a través del agua, y en cuanto ésta se sereno,. vieron, según les pareció, que todo el fondo del mar entre las plantas estaba sembrado de ojos.
    —¡Qué cosa horrible! —exclamó uno de los hombres. —¡Y aparecen por docenas!...
    Y en seguida los monstruos empezaron a elevarse a la superficie. Mr. Fison le ha detallado al escritor esta sorprendente erupción de entre el prado de agitadas laminarias. Para él el movimiento pareció durar un tiempo considerable, pero es probable que, en realidad, sólo fuera asunto de unos cuantos segundos. Por un tiempo no se vieron más que ojos, ojos por todas partes, y luego tentáculos que se encogían y se alargaban y apartaban la fronda de la vegetación a un lado y otro. Después los monstruos fueron haciéndose cada vez más grandes hasta que al fin el fondo quedó totalmente cubierto por sus formas entrelazadas, y los puntos de sus tentáculos se irguieron por todas partes alrededor del bote, agitándose en el aire encima de las ondulaciones del agua.
    Uno de ellos se acercó audazmente al costado del bote, y asiéndose a él con tres de sus tentáculos chupadores, lanzó otros cuatro por sobre la borda como si se propusiera voltear el bote o trepar sobre él. Mr. Fison cogió inmediatamente el bichero y asestando furiosos golpes a los blandos tentáculos, obligó al animal a retirarse. Sintió entonces un choque en la espalda que casi lo lanzó al mar de cabeza; era el botero que, armado de un remo, rechazaba un ataque análogo en el otro costado del bote. Pero, a uno y otro lado, los tentáculos soltaron su presa al mismo tiempo, se deslizaron por la borda y desaparecieron chapoteando el agua al caer sobre ella.
    —Mejor será que salgamos de aquí —propuso Mr. Fison, que temblaba convulsivamente.
    Y se fue hacia el timón, mientras el botero y uno de los obreros se sentaban y empezaban a remar. El otro obrero se quedó de pie en la parte delantera de la embarcación, con el bichero en la mano pronto para apalear cuantos tentáculos volvieran a aparecer.
    Parece que no se habló ni una palabra más. Mr. Fison había expresado el pensamiento dominante con precisión completa. Absolutamente callados e intimidados, nerviosos y azorados, se pusieron a la obra de tratar de salir del atolladero en que tan inconsideradamente se habían metido.
    Pero apenas cayeron al agua los remos, cuando se asieron a ellos una cantidad de gruesas trenzas obscuras, serpentinas, de extremidades aguzadas, que también hicieron presa del timón; y trepando por los costados del bote con un movimiento ondulatorio, aparecieron otra vez los tentáculos chupadores. Los hombres se aferraron a sus remos y empujaron, pero era como si intentaran mover un bote entre una maraña de plantas entrelazadas.
    —¡Socorro! —gritó de pronto el botero, y mister Fison corrió a ayudar a tirar del remo.
    Entonces el hombre del bichero, cuyo nombre era Ewan o Ewen, dio un salto profiriendo una imprecación, y empezó a asestar golpes por sobre la borda, tan lejos corno podía alcanzar, contra el banco de tentáculos que se amontonaban en la proa del bote. Y al mismo tiempo, los dos remeros se incorporaron a fin de luchar en mejores condiciones por el rescate de sus remos. El botero dejó el suyo en manos de Mr. Fison, que tiraba de él desesperadamente, y abriendo una gran navaja, se inclinó sobre el costado del bote y empezó a tajar las trenzas que se asían en espiral a la caña del remo.
    Mr. Fison, que se tambaleaba a causa del incesante balanceo del bote, con los dientes apretados, la respiración jadeante y las venas de las manos a punto de reventar con la tensión del esfuerzo, levantó de pronto los ojos y miró al mar. Y vio entonces, a menos de cincuenta varas de distancia, cortando las largas olas de la marea montante, un gran bote que se dirigía hacia ellos, con tres mujeres y un niño a su bordo. El botero remaba, y un hombre pequeño con sombrero de paja y traje blanco aparecía de pie en la popa dando voces. Por un momento Mr. Fison estuvo a punto, como es natural, de pedirles auxilio; pero pensó también en la criatura. Soltó entonces su remo, y levantando los brazos en un ademán frenético, empezó a gritarles a los del bote que «por amor de Dios» se alejaran. Esto habla muy alto en favor de los sentimientos y del coraje de Mr. Fison, aunque éste parezca no darse cuenta de que tuvo algo de heroico su proceder en esas circunstancias. El remo que había abandonado se hundió en seguida, y poco después reapareció flotando corno a veinte varas de distancia.
    En el mismo instante Mr. Fison sintió que el bote se inclinaba bruscamente sobre su costado, ido, un prolongado grito de hoy un ronco horror de Hill, el batelero, le hizo olvidar por completo a los excursionistas. Se dio vuelta y vio a Hill, echado sobre el banco del remo delantero, con la cara desencajada de terror y el brazo derecho sobre la borda y rígidamente estirado hacia abajo. Había empezado a dar una serie de gritos cortos y agudos: «¡Ay! ... ¡ay!... ¡ah!... ¡ay!...
    Mr. Fison cree que al querer tirar tajos a los tentáculos debajo del agua, éstos se prendieron a su brazo; pero, por supuesto, es completamente imposible saber de una manera positiva qué fue lo que sucedió. El bote se inclinaba cada vez más, y la borda estaba ya a menos de un pie del agua, pues tanto Ewan como el otro batelero se habían puesto a asestar golpes a los monstruos, con el remo y el bichero, a ambos lados del brazo de Hill. Mr. Fison se colocó instintivamente de manera que su cuerpo sirviera de contrapeso.
    Entonces Hill, que era un hombre robusto, poderoso, hizo un esfuerzo titánico y se levantó, casi hasta ponerse de pie, sacando el brazo completamente fuera del agua. Colgando de él aparecía un inextricable enredo de trenzas obscuras, y los ojos de uno de los monstruos que habían hecho presa de él, se mostraron momentáneamente, con una mirada firme y resuelta, en la superficie. El bote se inclinaba y se inclinaba, y el agua verdinegra entraba a saltos por el costado.
    De pronto Hill se resbaló y cayó de bruces sobre la borda, y su brazo y la masa de tentáculos que lo rodeaban se hundieron otra vez haciendo saltar el agua. Se le fue el cuerpo; una de sus botas golpeó a M. Fison en la rodilla cuando éste se echó hacia adelante para agarrarlo, Y un segundo después nuevos tentáculos le enlazaban el cuello y la cintura, y después de una lucha breve y convulsiva, en que casi se volcó el bote, el cuerpo de Hill se hundió en el agua. El bote se enderezó con un vaivén violento que lanzó a todos sobre el otro costado y el resto de la escena se ocultó a sus ojos.
    Mr. Fison se tambaleó por un momento para conservar el equilibrio, y entretanto pudo notar que los movimientos de la lucha y la marea montante habían llevado al bote junto a las rocas musgosas de la orilla. A menos de cuatro varas la meseta de un peñasco subía y bajaba todavía, con movimientos rítmicos, sobre el agua. Y sin perder tiempo, Mr. Fison le arrebató a Ewan el remo, lo colocó en su sitio, dio con él un golpe vigoroso, y en seguida, soltándolo, corrió a la proa y saltó. Sintió que los pies se lo resbalaban sobre la roca, y haciendo un esfuerzo supremo, saltó de allí sobre otro peñasco, próximo. Cayó de bruces sobre éste, se irguió sobre sus rodillas y se levantó.
    —¡Guarda! —le gritó alguien, y un ancho cuerpo gris, oscuro choco contra el. –Al saltar también, uno de los obreros lo precipitó en un charco. En ese momento oyó unos gritos ahogados, cortados, que entonces creyó provinieran de Hill, aunque le extrañó su agudez y variedad de tono; parecían chillidos de mujer más bien que de hombre. Una oleada de agua espumosa le cayó encima, y pasó. Valiéndose de los pies y manos, consiguió ponerse en pie, completamente empapado, y sin volver la cabeza, echó a correr hacia la costa con todas las fuerzas que su terror le infundía. Delante de él, por sobre la extensión de rocas a flor de agua, corrían a tropezones los dos obreros, uno a unas diez varas más allá del otro.
    Aventuró una mirada de reojo, y viendo que no era perseguido, se detuvo y miró hacia el mar. Se quedó estupefacto.
    Desde el momento en que surgieron del agua los cefalópodos hasta entonces, había estado en una actividad tan febril e incesante, que no habla podido darse perfecta cuenta de sus impresiones. Le pareció que acababa de salir bruscamente de una terrible pesadilla.
    Porque allí no se veía más que el cielo, sin nubes y deslumbrante con el sol de la tarde, el mar agitado bajo sus implacables rayos, la suave espuma blanca de las rompientes, y las bajas, largas, y obscuras crestas de las rocas. El bote, enderezado ya, flotaba subiendo y bajando gentilmente sobre el oleaje como a unas diez varas de la costa. El botero y los monstruos, todo el esfuerzo y el tumulto de esa frenética lucha por la vida se habían desvanecido como si no hubiesen existido nunca.
    El corazón de Mr. Fison latía violentamente, le palpitaban hasta la punta de los dedos, y la respiración se le hacía pesada.
    Algo faltaba allí. Por algunos segundos no pudo darse cuenta exacta de qué podría ser lo que faltaba. Sol, cielo, mar, rocas... ¿qué era? Recordó de pronto el bote de los excursionistas.
    Había desaparecido. Se preguntó si ese bote no habría sido mera fantasía de su imaginación exaltada. Se dio vuelta y vio a los dos obreros, uno al lado del otro, al pie ¡de las prominentes. masas del alto y, rojizo acantilado. Titubeó entre si haría o no la última tentativa por salvar a Hill. Pero su sobreexcitación física pareció abandonarlo de repente, dejándolo indeciso e impotente. Al fin se dirigió hacia la costa tropezando y chapoteando agua, para reunirse a sus compañeros.
    Miró otra vez hacia el mar y entonces vio dos botes flotando. Y el que estaba más lejos se balanceaba torpemente, con la quilla hacia arriba.

    III
    Así fue cómo el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de Devonshire. Hasta hoy, esa ha sido su agresión más seria. El relato de Mr. Fison, considerado junto con la ola de accidentes balnearios y marítimos de que se ha hecho mención ya, indican claramente que una horda de esos monstruos voraces del mar profundo se ha arrastrado entonces lentamente por la parte de esa costa que cubre la alta marea.
    Se ha dicho, es cierto, que una emigración por hambre podía ser la causa de su presencia allí; pero, por mi parte, prefiero creer en la teoría de Hemsley. Este sostiene que una horda de esos monstruos, aficionados a la carne humana después del naufragio de algún buque entre ellos, han salido a vagar en busca de su codiciada presa fuera de su zona acostumbrada, asechando y siguiendo buques al principio, llegando al fin a nuestras costas por la ruta del tráfico trasatlántico. Pero estaría fuera de lugar discutir aquí los poderosos y bien sentados argumentos de Hemsley.
    La costa entre Seaton y Budleigh Salterton fue recorrida esa tarde y toda esa noche por cuatro lanchas del servicio de guardacostas, cuyos hombres estaban armados de arpones y machetes, y al entrar la noche cierto número de expediciones equipadas de una manera más o menos análoga y organizadas por particulares se agregaron a aquéllas. Mr. Fison no tomó parte en ninguna.
    Como a media noche se oyeron de pronto gritos desesperados que provenían de un bote como a un par de millas más adentro al sudoeste de Sidmouth, y se veía una linterna que se balanceaba de una manera extraña, de aquí para allá y de arriba abajo. Los botes más próximos se dirigieron inmediatamente hacia el lugar de la alarma. Los osados tripulantes del bote: un marinero, un eclesiástico y dos estudiantes, acababan de ver pasar los monstruos por debajo de su embarcación.
    Según parece, esos animales, como la mayor parte de los organismos del fondo del mar, son fosforescentes. Habían pasado flotando, a cinco brazas más o menos de la superficie, como fantasmas luminosos en medio de la obscuridad del agua, con sus tentáculos encogidos, rodando y rodando, y dirigiéndose lentamente, agrupados en forma de cuña, a lo largo de la costa hacia el Sudeste.
    Esos tripulantes contaban el caso en frases entrecortadas y gesticulando cuando los primeros botes llegaron junto a ellos. Al fin se reunió allí una pequeña escuadrilla de ocho o nueve embarcaciones, unas al lado de las otras, y de en medio de ellas surgía como la vocinglería de un mercado, un tumulto que turbaba el tranquilo silencio de la noche.
    Había poca disposición, ninguna mejor dicho, para perseguir a los monstruos, pues la gente no tenía ni las armas ni la experiencia que son menester para una caza tan arriesgada, y en seguida, hasta con cierto alivio quizá, los botes dirigieron sus proas a la costa y emprendieron el regreso.
    Ahora sólo nos falta consignar aquí lo que es tal vez el hecho más extraño de esta sorprendente irrupción. No tenemos el más mínimo conocimiento de los subsiguientes movimientos de la horda, aun cuando toda la costa sudeste estuvo alerta para descubrirlos.
    Sólo se sabe, y esto es quizá un hecho significativo, que un cachalote, completamente destrozado, apareció sobre la costa cerca de Sark, el día 3 de junio. Que el 15 de ese mes un Haploteuthis ferox muerto, casi intacto, subió a la playa cerca de Torquay, y pocos días después una lancha de la estación biológica naval, que se ocupaba en rastrear el fondo del mar, levantó un espécimen putrefacto, profundamente herido, al parecer, por el filo de una navaja. Y que el último día de ese mismo mes, Mr. Egbert Baisse, un artista que se bañaba cerca de Newlyn, alzó de pronto los brazos, gritó y se sumergió para no volver a aparecer nunca; un amigo que se bañaba con él no hizo tentativa alguna para salvarlo: se le vio dirigirse inmediatamente a nado hacia la playa.
    Por fin, dos semanas y tres días después del caso de Sidmouth, apareció en la costa arenosa de Calais un Haploteuthis ferox vivo; vivía aún por cuanto varios testigos vieron desde lejos que sus tentáculos se agitaban de una manera convulsiva, y uno de ellos, un tal Pouchet, consiguió un fusil y lo mató. Esa fue la última aparición de un Haploteuthis ferox vivo; hasta hoy no se ha visto ningún otro en la costa francesa ni en la inglesa. Si se trata o no realmente, del último de esos horrendos monstruos, esto es algo que, hoy todavía, sería prematuro afirmar. Pero se cree, y en verdad es de esperar, que todos se han vuelto ya, y más vale así, a as sombrías profundidades del mar, de donde una vez salieran tan extraña y misteriosamente.

    En el abismo

    El teniente continuaba de pie delante de la esfera de acero, y roía una astilla de pino.
    —¿Y qué piensa usted de esto, Steevens? —le preguntó a su compañero.
    —Es una idea —contestó el interpelado en el tono del que reserva su juicio.
    —Creo que se hará pedazos... que se aplastará—dijo el teniente.
    —Parece que el hombre lo ha calculado perfectamente todo —observó Steevens, siempre imparcial.
    —Pero tenga usted en cuenta la presión —arguyó el teniente.
    —En la superficie del agua es de catorce libras por pulgada; treinta pies más abajo es ya el doble, a los sesenta es triple; a los noventa es cuádruple; a los novecientos es cuarenta veces mayor; a los cinco mil trescientos pies, esto es, a una milla, es doscientas cuarenta veces las catorce libras, es decir... veamos un poco... unos treinta quintales, una tonelada y media, Steevens... una tonelada y media de presión por pulgada cuadrada. Y el .océano en que Elstead se va a meter tiene cien millas de profundidad... lo que quiere decir, siete y media toneladas...
    —Respetable suma —interrumpió Steevens pero el acero es de un grosor espléndido.
    El teniente no contestó, y se dedicó otra vez a su astilla.
    El objeto de la conversación era una enorme bola de acero, de un diámetro exterior de nueve pies quizá. Parecía ser la bala de alguna titánica, pieza de artillería. Estaba cuidadosamente alojada dentro de un monstruoso armazón de madera construido en el maderamen del buque, y las gigantescas vigas que iban a levantarla y a pasarla por arriba de la borda daban a la popa del buque un aspecto que había excitado la curiosidad de cuanto marinero entendido las habla visto, desde la hoya de Londres hasta el trópico de Capricornio.
    En dos partes, el acero hacía lugar a un par de ventanillas circulares, una encima de la otra, de vidrio extraordinariamente grueso, y uno de estos vidrios, encajados en un bastidor de acero de extremada solidez, estaba entonces destornillado en parte. Los dos hombres habían visto aquella mañana, por primera vez, el interior de la esfera: aparecía completamente forrado de cojines de aire, con pequeñas llaves hundidas entre las hinchadas almohadas, y que servían para manejar el sencillo mecanismo del aparato.
    Todo estaba prolijamente forrado de cojines, hasta el generador de Myers que iba a absorber el ácido carbónico y a renovar el oxígeno aspirado por el viajero, cuando éste se metiera adentro, trepando por el boquete de la ventanilla, y quedase encerrado al entornillarse ésta. Tan prolijamente acolchada estaba la esfera, que un hombre habría podido ser disparado dentro de ella, por un cañón, sin el peligro más mínimo. Y así tenía que ser, porque un hombre iba a meterse en ella por el agujero abierto, a quedar encerrado allí con firmes tornillos, a ser lanzado al agua y a hundirse en el mar completamente, unas cinco millas, tal como lo había dicho el teniente. El aparato se había asido con firmes garras a la imaginación de éste, lo había hecho aparecer como un insigne majadero en la mesa. y el hombre había acabado por encontrar en Steevens, recién llegado a bordo, un enviado del cielo con quien podía conversar sobre eso, una vez, y otra vez, e interminablemente.
    —En mi opinión—dijo el teniente, —ese vidrio va a ceder con la mayor facilidad; va a saltar en pedazos con una presión semejante. Daubrée ha hecho derretir rocas, como si fueran de hielo, bajo enormes presiones... y acuérdese de lo que le digo...
    —¿Y si el vidrio se rompiera —preguntó Steevens, —qué sucedería?
    —El agua se precipitaría adentro como un torrente de hierro fundido. ¿Ha sentido usted alguna vez un chorro de agua sometida a alta presión? Lo habría golpeado tan rudamente como un balazo. Lo hará añicos a Elstead, lo aplastará con la mayor facilidad. Le destrozará la garganta, y también los pulmones; le hará saltar los oídos...
    —¡Qué imaginación tan minuciosa tiene usted! —protestó Steevens, que veía las cosas con demasiada viveza.
    —Es una simple exposición de lo que considero inevitable —declaró el teniente.
    —¿Y el globo?
    —Dejará escapar unas cuantas burbujitas y se asentará cómodamente, hasta el día del juicio, entre el cieno y el légamo del fondo... con el pobre Elstead despachurrado sobre sus cojines reventados... como si dijéramos pan con manteca.
    Y repitió este símil como si lo gustara particularmente.
    —Lo mismo que pan con manteca—dijo.
    —¿Echándole un vistazo al bailarín, eh? —exclamó una voz, y Elstead apareció detrás de ellos, flamante con su traje blanco; tenía entre los labios un cigarrillo, y sus ojos brillaban en la penumbra de las anchas alas del sombrero.
    —¿Qué es eso de pan con manteca, Weybridge? ¿Refunfuñando, como siempre, contra la mezquina paga de los oficiales de marina?... Ya no falta más que un día para que emprenda mi viaje. Hoy vamos a tener listos los cordiales.
    Este cielo despejado y este oleaje suave, es justamente lo que se necesita para sacar afuera una docena de toneladas de plomo y hierro, ¿no les parece?
    —¿No le molestará demasiado la cosa? —le preguntó Weybridge.
    —No. A setenta ú ochenta pies de profundidad (estaré a esa distancia en doce segundos no se mueve una partícula, aunque el viento brame furioso arriba y el mar se levante hasta las nubes. No. Allá abajo...
    Echó a andar hacia el costado del buque, y los otros lo siguieron. Los tres inclinaron el cuerpo hacia adelante, de codos sobre la borda, y contemplaron el agua verdeamarillenta.
    —Paz profunda —exclamó Elstead, concluyendo en voz alta su pensamiento.
    —¿Está usted absolutamente seguro de que el mecanismo funcionará a tiempo? —le preguntó entonces Weybridge.
    —Ha funcionado treinta y cinco veces —le contestó Elstead;—no tiene más remedio que funcionar.
    —Pero... ¿y si no funciona?
    —¿Y por qué no habría de funcionar?
    —Lo que es yo no bajaría en ese maldito aparato —exclamó al fin Weybridge, —ni por veinte mil libras contantes y sonantes.
    —Es usted un mozo divertido—dijo Elstead, y escupió jovialmente a una burbuja que bailaba debajo de ellos, en la superficie del agua.
    —Todavía no comprendo cómo va a manejarse usted en este asunto —declaró Steevens.
    —En primer lugar, me encerrarán con tornillos dentro de la esfera —comenzó Elstead –y cuando yo haya encendido y apagado tres veces la luz eléctrica para hacer ver que estoy bien, me descolgarán a popa por medio de ese pescante, junto con todos esos enormes pesos de plomo que quedarán colgando debajo de mí. El peso de más arriba tiene un rodillo en el que se enrolla una cuerda gruesa de unas cien brazas de largo, y esta cuerda es lo único que liga los pesos a la esfera, excepto los cordeles provisionales que se cortarán cuando el aparato se sumerja. Hemos preferido la cuerda al alambre porque la cuerda es más fácil de cortar y más boyante... cuestión esencial, como lo verán ustedes. Cada uno de esos pesos tiene en el centro un agujero por el que atraviesa una barra de hierro corrediza que sobresale unos seis pies hacia abajo. Cuando esta barra se corre hacia arriba, al chocar contra algo en su parte inferior, golpea una palanca y pone en movimiento el mecanismo que está junto al rodillo en que se enrolla la cuerda. Perfectamente. Todo el aparato baja, suavemente hasta el nivel del agua, y se cortan los cordeles que sostienen los pesos.
    La esfera flota, porque el aire que contiene la hace más ligera que el agua, pero los pesos se hunden directamente y la cuerda se desarrolla. Y, cuando esta cuerda se ha desarrollado por completo, la esfera se hunde a su vez, arrastrada por los pesos.
    —¿Y para qué la cuerda? —preguntó Steevens se sujetan los pesos directas. —¿Por qué no mente a la esfera?
    —Porque hay que evitar el choque abajo.
    Así, pues, todo el aparato se precipitará hacía abajo, milla tras milla, con velocidad cada vez mayor. Saltaría en mil pedazos en el fondo sino fuera por la cuerda. Pero los pesos tocarán el fondo o inmediatamente que esto suceda entrará en juego la flotabilidad de la esfera. Seguirá hundiéndose, cada vez más lentamente, se detendrá al fin, y en seguida empezará a subir hasta que la cuerda se estire otra vez y la detenga. Entonces es cuando comenzará a funcionar el mecanismo.
    Así que los pesos hayan chocado contra el fondo del mar, la barra se correrá hacia arriba y pondrá en movimiento el mecanismo; la cuerda empezará a enrollarse en el rodillo, y me verá arrastrado nuevamente hacia el fondo.
    Una vez en él, la esfera se quedará inmóvil por media hora y con la luz eléctrica encendida examinaré las cosas a mi alrededor.
    Al cabo de media hora el mecanismo soltará el resorte de una afilada cuchilla, la cuerda se cortará y entonces completamente libre, la esfera se precipitará hacia arriba, otra vez, como una burbuja en un líquido gaseoso —¿Y si al subir da contra un buque? —observó Weybridge.
    Será tal que —La velocidad de mi ascensión me abriré paso a través de él —contestó Elstead, —como una bala de cañón. No tenga usted cuidado.
    Y supóngase que algún ágil crustáceo se le metiera en el mecanismo...
    —Eso sería una especie de invitación urgente para que me detuviera en el camino —contestó Elstead, y, volviendo la espalda al agua, se puso a contemplar la esfera.

    * * *

    Habían pasado a Elstead por sobre la borda a las once de la mañana. El día era perfectamente brillante y sereno y el horizonte se perdía en la niebla. Una fulguración eléctrica brilló vivamente tres veces seguidas en el interior de la esfera.
    Entonces bajaron poco a poco el aparato hasta la superficie del agua, mientras un marinero, colgado de las cadenas a popa, estaba pronto ya para cortar los cordeles que retenían los pesos junto a la esfera. Esta, que tan grande parecía sobre cubierta, es ahora un objeto diminuto bajo la popa del buque. Se balancea un poco, y sus dos negras ventanillas, que flotan en la parte superior, parecen ojos vueltos hacia arriba que miran con asombro a la gente apiñada en la baranda. Una voz pregunta qué efecto le causará a Elstead el balanceo de la esfera.
    —¿Están listos? —grita el comandante.
    —Sí, señor.
    —¡Suéltenla, entonces!
    El cordel que retiene los pesos se estira junto a la cuchilla y se corta, y un golpe de agua cae sobre la esfera de una manera grotescamente desconcertada. Uno agita un pañuelo, otro trata de articular un saludo inútil, un cadete cuenta pausadamente: «¡ocho, nueve, diez! » La esfera se balancea otra vez, y de pronto, con una sacudida y un chapuzón, el aparato se endereza.
    Parece quedarse inmóvil por un momento, va haciéndose rápidamente más y más pequeño, y lo cubre el agua en seguida, pero se le puede ver todavía, agrandado por la refracción y confuso debajo de la superficie. Tres segundos después ha desaparecido. Se distingue un rayo indeciso, de luz blanca, allá abajo, dentro del agua, que va reduciéndose a un punto y que al fin se extingue. Entonces ya no percibe la vista más que la profundidad del agua, cada vez más obscura, y por la cual cruza de pronto un tiburón.
    La hélice del crucero empieza a girar, el agua sufre una convulsión, desaparece el tiburón bajo la agitada superficie, y un torrente de espuma empaña la limpidez cristalina del abismo que ,acaba de tragarse a Elstead.
    —¿Adónde vamos? —pregunta un fornido marinero a otro.
    —Vamos a fondear a un par de millas de aquí, no sea que el hombre choque contra nosotros cuando vuelva a la superficie —le explica su camarada.
    El buque empezó a navegar lentamente dirigiéndose a su nueva posición. A su bordo, como todos los que estaban desocupados se quedaron contemplando el oleaje palpitante en que se había hundido la esfera. Durante media hora difícilmente se habló una palabra que no se refiera directa o indirectamente a Elstead. El sol de diciembre estaba ya alto, y el calor era extremado.
    —Ha de hacer bastante fresco allá abajo—dijo Weybridge.
    —Dicen que más allá de cierta profundidad el agua del mar siempre esta casi helada.
    —¿Por dónde va a salir? —preguntó Steevens. —He perdido el rumbo.
    —Aquél es el sitio—dijo el comandante, que se jactaba de su omnisciencia, y extendió su índice rígido hacia el Sudeste.
    —Y me parece que éste es, precisamente, el momento —agregó. Han pasado ya treinta y cinco minutos.
    —¿Cuánto tiempo hace falta para llegar al fondo del Océano? —preguntó Steevens.
    —Dada una profundidad de cinco millas, y calculando, como hemos calculado, un aumento de velocidad, de dos pies por segundo, en ambos sentidos, se requieren como tres cuartos de minuto.
    —Entonces está atrasado —exclamó Weybridge.
    —Un poco —observó el comandante. —Creo que son menester algunos minutos para que se enrolle la cuerda y se corte.
    —Me había olvidado de eso —dijo Weybridge, evidentemente aliviado.
    —Y en seguida empezó la expectativa. Transcurrió lentamente un minuto, y no s nada turbó ninguna esfera. Lo siguió otro, y la suave Y tranquila ondulación del mar. Los marinero se explicaban unos a otros el pequeño detalle de la cuerda que tenía que enrollarse. La arboladura estaba sembrada, de caras ansiosas.
    Arriba, Elstead gritó impaciente un viejo lobo, de pecho velludo, y los otros levantaron el grito y vociferaron como si estuvieran en un teatro esperando que se levantase el telón.
    El comandante los miró con expresión irritada.
    —Por supuesto, si la velocidad ha resultado ser menor de dos pies por segundo—dijo, —tanto más tiempo tardará en subir. No estamos absolutamente seguros de que esa sea la cifra exacta. Por lo que hace a mí, no soy de los que creen ciegamente en los cálculos.
    Steevens convino lacónicamente en ello. Ninguno de los que se hallaban en el puente dijo una palabra durante dos minutos. Entonces el reloj de Steevens hizo oír su débil campaneo.
    Veintiún minutos después, cuando el sol llegaba al cenit, todavía estaban allí esperando que el globo apareciese y ninguno se había atrevido a susurrar al compañero que toda esperanza había muerto.
    Weybridge fue el primero que dio expresión a este sentimiento.
    Hablaba todavía criando vibró en el aire el rumor de ocho campanadas. —Siempre desconfié de esa ventanilla dijo casi repentinamente a Steevens.
    —¡Santo Dios! —exclamó éste. —¿Cree usted que?...
    —Sí —le contestó Weybridge, y dejó el resto a su imaginación.
    —No creo gran cosa en los cálculos —observó el comandante con aire de duda; —de modo que todavía no he perdido la esperanza.
    Y al caer la noche el crucero se puso a andar lentamente en espiral alrededor del sitio donde se habla hundido la esfera, y el haz blanquecino de la luz eléctrica se extendía hacia adelante y se fijaba y barría contrariado la extensión de las aguas fosforescentes bajo las diminutas estrellas.
    —Si la ventanilla no ha reventado y lo ha aplastado—dijo Weybridge, —entonces la cosa es mil veces peor; porque el mecanismo habrá funcionado mal, y él estará ahora vivo, enjaulado en su pequeña burbuja, a cinco millas debajo de nosotros, allá en la obscuridad y el frío, donde no la brillado nunca un rayo de luz ni ha vivido un ser humano desde que las aguas se juntaron. Allá estará hambriento, sediento y aterrorizado; preguntándose si va a ser su destino morirse de hambre o de asfixia. ¿Cuál de estas cosas puede suceder? El aparato de Myers estará en actividad, supongo. ¿Cuánto, tiempo dura?...
    —¡Dios mío! —exclamó después de una breve pausa, —¡qué seres tan insignificantes somos! ¡Qué demonios tan insignificantes y tan atrevidos! Allá abajo, millas y millas de agua... agua, y nada más que agua... y aquí toda esta extensión desolada y este cielo encima de nosotros. ¡Abismos! ...
    Extendió los brazos, y, al hacer esto una delgada raya blanca se dibujó en el horizonte, cruzando en silencio hacia arriba, fue ascendiendo cada vez más despacio, se detuvo, y por un instante pareció un punto inmóvil, una nueva estrella que hubiera caído en el cielo. Luego se —precipitó otra vez hacia abajo y se perdió entre los reflejos de las estrellas y la bruma del mar fosforescente.
    Cuando vio esto se quedó rígido, con las brazos extendidos y la boca abierta. Cerró la boca, la abrió otra vez y movió los brazos con ademán impaciente Después se dio vuelta y gritó con voz estentórea al vigía más próximo:
    —¡El-stead-ahó-ahó-a es-tri-bor!...
    —Y se fue de una carrera hasta donde estaba Lindley con el foco eléctrico.
    —Lo he visto—le dijo;—allí, a estribor. Tiene la luz encendida y acaba de saltar del agua. Dirija hacia allá el foco. Tenemos que verlo a flote en cuanto suba a la superficie.
    Pero no pudieron recoger al explorador hasta que empezó a clarear el día. Entonces tuvieron que correr tras de la esfera para darle caza. Se hizo girar el pescante, y unos cuantos marineros bajaron en un bote y engancharon la cadena al aparato. En cuanto lo hubieron embarcado destornillaron la ventanilla y miraron adentro, tratando de sondear la obscuridad, porque la cámara de la luz eléctrica estaba dispuesta de manera que iluminaba el agua alrededor de la esfera, sin dirigir al interior ni un solo rayo.
    Dentro de la esfera el aire estaba muy caliente, y la goma elástica que rodeaba la orilla del boquete se había derretido.
    No obtuvieron respuesta alguna las ansiosas preguntas que se hicieron por allí; ni se oyó adentro el más mínimo rumor.
    Elstead estaba exánime, acurrucado en el fondo de la esfera.
    El médico de a bordo se metió dentro, lo levantó en sus brazos y lo pasó por el boquete a los que esperaban fuera.
    Por un momento no se pudo saber si vivía o no. Su rostro, iluminado por la luz amarillenta de los faroles, brillaba de sudor. Lo llevaron a su camarote. Vieron entonces que no estaba muerto, sino sumido en una completa postración nerviosa, y además, cruelmente magullado.
    Durante algunos días tuvo que permanecer in móvil, y transcurrió una semana antes de que pudiera contar las cosas.
    Sus primeras palabras fueron casi para decir que iba a bajar otra vez al fondo del mar. El mecanismo tenía que ser modificado, dijo, de modo que le fuera posible soltar la cuerda él mismo, en caso necesario; nada más. Su aventura había sido de las más maravillosas. —Ustedes creían que no iba a encontrar más que barro —dijo. —Se reían de mi proyecto.
    Bueno. He descubierto un nuevo mundo.
    Y contó su historia en fragmentos sueltos, empezando casi siempre por donde debía concluir, de modo que es imposible transcribirla aquí con sus mismas palabras. Pero lo que sigue es el relato fiel de su aventura.
    —La cosa empezó de un modo atroz—dijo. Antes de que la cuerda se desarrollara del todo, el aparato se mantuvo en un balanceo continuo. Y se sintió, por esto, como podría sentirse una rana dentro de una pelota. No podía ver nada más que el pescante y el cielo sobre su cabeza, y de tiempo en tiempo tenía una que otra rápida vislumbre de la gente que estaba en la borda del buque. No podía prever absolutamente de qué lado iba a inclinarse el aparato cuando se quedaba por un momento inmóvil. De pronto se encontraba con que los pies se le levantaban; intentaba caminar, y salía rodando de cabeza sobre los cojines. Cualquier otra forma hubiera sido más cómoda que la esférica, pero no se podía confiar sino en ésta, dada la enorme presión del agua en el abismo.
    De pronto cesó el balanceo, el globo se enderezó, y cuando Elstead consiguió levantarse, se vio completamente rodeado de agua verdeazulada —, una luz tenue se filtraba de arriba, y un cardumen de peces pequeños pasó rápidamente por junto a él, en dirección a esa claridad, según le pareció, y mientras miraba, la penumbra fue haciéndose cada vez más densa, hasta que el agua se hizo, encima de su cabeza, tan obscura como el cielo de media noche, aunque con un ligero matiz verdoso, y debajo de él, completamente negra. Pequeñas cosas transparentes desarrollaban en el agua una tenue luminosidad, y pasaban rápidamente junto a la esfera dejando surcos de color verde pálido.
    ¡Y la sensación de la caída! Era precisamente como si bajara en un ascensor—dijo; —sólo que no había un momento de tregua. ¡Uno no puede imaginarse todo lo que significa eso de bajar y bajar siempre! De todos los momentos de su terrible experiencia, éste fue el que le hizo arrepentirse a Elstead de su temeridad. Vio las probabilidades en su contra bajo una luz completamente nueva. Pensó en las enormes jibias que habitan, según se cree, las zonas intermedias; en esa clase de seres que se encuentra a veces medio digeridos en el estómago de las ballenas, o flotando, muertos y putrefactos y roídos por los peces. Supóngase que uno de ellos hiciera presa de la esfera y no la dejara ir... Y el mecanismo, por otra parte, ¿habría sido probado, efectivamente, de una manera suficiente? Pero que Elstead quisiera seguir adelante y volver atrás, ésta era una cuestión que en aquellos momentos no tenía la más mínima importancia.
    A los cincuenta segundos todas las cosas se habían hecho negras como la noche, excepto allí donde un rayo de luz eléctrica atravesaba las aguas y revelaba de tiempo en tiempo algún pez o algún fragmento de materia sumergible. Estas cosas pasaban demasiado rápidamente para que Elstead pudiera definir lo que eran. En una ocasión creyó ver un tiburón.
    Luego la esfera empezó a calentarse a causa del roce del agua. Parece que no se había tenido en cuenta esta contingencia.
    Lo primero que notó entonces fue que estaba sudando; después oyó una especie de silbido que iba haciéndose más y más fuerte debajo de sus pies, y vio en el agua, a su alrededor, una porción de burbujas pequeñas, muy pequeñas, que se precipitaban hacia arriba abriéndose en forma de abanico.
    ¡Era vapor! Palpó la ventanilla y la sintió caliente. Encendió la diminuta lámpara que iluminaba el interior de la esfera, consultó el reloj colocado entre almohadillas junto a las llaves y vio que hacía ya dos minutos que viajaba. Se le ocurrió que el vidrio de la ventanilla podía estallar a causa del cambio violento de temperatura, desde que en el fondo del mar el agua siempre está casi helada.
    Luego sintió de pronto que el suelo de la esfera parecía apretarse contra sus pies; vio que el torrente de burbujas del lado exterior se hacía más y más lento, y que el silbido se amortiguaba. La esfera se balanceó un poco. El vidrio no había estallado; nada, había cedido a la presión, y entonces se dio cuenta de que los peligros del descenso por lo menos, estaban conjurados.
    Un minuto más, y se encontraría en el fondo del abismo.
    Dice que pensó en Steevens y en Weybridge y en los demás, que estaban entonces a cinco millas sobre su cabeza, más arriba de lo que están las más altas nubes que hayan flotado alguna vez sobre la tierra, y que en aquellos momentos navegaban lentamente y escudriñaban el agua y se preguntaban qué habría sido de él.
    Se puso a atisbar por la ventana. No había ya burbujas y el silbido se había extinguido por completo. Reinaba afuera la más negra obscuridad, tan negra como si fuera de terciopelo, salvo en los sitios donde la luz eléctrica penetraba en el agua desierta y mostraba, su color verdeamarillento.
    Entonces tres seres que parecían lenguas de fuego se presentaron a su vista, siguiéndose uno al otro a través del agua. Si eran pequeños y estaban cerca, o si eran enormes y estaban lejos, esto era cosa que no podía asegurar. Los tres se destacaban con una luz azulada y brillante, que parecía producir grandes cantidades de humo; a lo largo de sus costados se velan manchas que eran como las troneras de un buque. Su fosforescencia pareció desvanecerse cuando entraron en el radio de luz de la esfera, y entonces vio que eran unos pececillos de extraña especie, con cabezas enormes, ojos desmesurados y cuerpo que iba adelgazándose hasta rematar en la cola. Tenían los ojos fijos en la esfera, y a Elstead le pareció que iban siguiéndola, atraídos por el brillo de la luz. Inmediatamente otros de la misma especie se unieron a los primeros.
    A medida que bajaba, Elstead advirtió que el agua, iba tomando un color pálido, y que dentro del haz luminoso centelleaban manchas pequeñas, como partículas de polvo en un rayo de sol. Esto era causado probablemente por las nubes de cieno y légamo que el choque de los pesos de plomo había levantado del fondo del mar. Por todo el tiempo que duró la atracción de los pesos, o mejor—dicho, la de la cuerda que se acortaba al enrollarse, Elstead estuvo en medio de una densa niebla blancuzca que la luz de la esfera no podía penetrar más allá de unas cuantas yardas, y transcurrieron algunos minutos antes de que las partículas flotantes se asentaran un poco.
    Luego, gracias a la luz de la esfera y a las fugaces fosforescencias de un cardumen de peces algo distante, pudo ver debajo, a través de la intensa obscuridad del agua que lo rodeaba una extensión ondulada de cieno blanquecino, interrumpida aquí y allá por enmarañadas matas de una vegetación en la que predominaban los crinóideos que agitaban en el agua sus tentáculos hambrientos. Más lejos divisaba los contornos graciosos, translúcidos, de un grupo de esponjas gigantescas. En el suelo, junto a éstas, se esparcía una cantidad de ramilletes erizados y aplastados, de hermoso color púrpura y negro, que supuso fueran individuos de alguna especie de equino o erizo de mar, y unos seres pequeños, de grandes ojos o sin ellos, que se parecían particularmente, unos a las cucarachas y otros, a las langostas, se arrastraban perezosamente por el rayo de luz o iban a perderse otra vez en la obscuridad, dejando profundos surcos detrás de ellos.
    De pronto el remolineante enjambre de los pececillos viró de bordo y se dirigió hacia él, como podría hacerlo una bandada de estorninos. Pasaron por encima como copos de nieve fosforescente, y detrás de ellos vio en seguida un animal más grande, que también avanzaba hacia la esfera.
    Al principio no pudo distinguirlo sino confusamente: era una figura de movimientos suaves que sugería vagamente la de un hombre en marcha. Pronto entró en el radio de luz de la esfera. Cuando el resplandor de ésta lo hirió y cerró los ojos deslumbrados, se detuvo, y se pintó en su cara una intensa expresión de asombro.
    Era un extraño animal, del género de los vertebrados.
    Su cabeza, de color púrpura obscuro, se asemejaba un tanto a la del camaleón; pero tenía una frente tan elevada y un cráneo tan desarrollado como no los ha presentado hasta hoy ningún reptil; el corte vertical de su cara le daba la más extraordinaria semejanza con la de un ser humano.
    Dos grandes ojos saltones sobresalían de sus cuencas como los del camaleón, y tenía una ancha boca de reptil con labios callosos debajo de las ventanas de la nariz, más bien pequeñas. En el sitio de las orejas mostraba dos enormes membranas cartilaginosas, y de éstas brotaba un árbol ramoso de filamentos coralinos, casi como las agallas arborescentes que se ven en las rayas y tiburones muy jóvenes.
    Pero el aspecto humano de la cara no era el detalle más extraordinario de ese animal. Era bípedo también; su cuerpo casi globular se erguía sobre un trípode de dos piernas como de rana y una cola larga y gruesa; sus miembros delanteros, con manos que eran una caricatura grotesca de la mano del hombre, eran también por el estilo de los de la rana; sostenía en una de estas manos un largo dardo de hueso con punta de cobre. El animal era de varios colores: la cabeza, manos y piernas eran de color púrpura; pero la piel, que parecía colgarle de los hombros, como si fuera una capa, era gris fosforescente.
    Y allí estaba todavía, cegado por la luz.
    Al fin, este ser desconocido del abismo entreabrió los ojos, y haciéndose sombra con la mano que tenía libre abrió la boca y dejó escapar un fuerte sonido, articulado casi como una palabra, que traspasó el casco de acero y el forro .de cojines de la esfera. En cuanto a la posibilidad de proferir un grito sin pulmones, ésta es cosa que Elstead no ha intentado explicar. El ser extraño se hizo entonces a un lado, pasando del espacio luminoso a las sombras misteriosas que lo limitaban, y Elstead presintió más bien que vio, que se dirigía hacia él ¡Pensando que la luz lo hubiera atraído, hizo girar la llave que interrumpía la corriente. Un segundo después alguien palpó con mano suave el casco de acero, y la esfera se balanceó.
    Entonces oyó otra vez más cerca de él, el grito, y le pareció que un eco distante lo contestaba. El manoseo se repitió, y la esfera se balanceó de nuevo y chocó contra el rodillo donde se enrollaba la cuerda. Elstead continuó, siempre a obscuras, sondeando por la ventanilla la noche eterna del abismo. Y vio en seguida, muy tenues y lejanas, otras figuras fosforescentes, casi humanas, que se dirigían rápidamente hacia la esfera.
    Sin darse cuenta tal vez de lo que hacía, tanteó las paredes de su cárcel movediza buscando la llave de la luz exterior, y tropezó por accidente con la de su pequeña lámpara.
    La esfera dio un vuelco repentino, y lo derribó de espaldas; en ese momento oyó gritos que le parecieron de sorpresa, y cuando logró ponerse de pie, vio dos pares de ojos cautelosos que atisbaban cortina de las ventanillas, examinando el interior de la esfera iluminada.
    Un segundo después sintió manos que se asentaban con fuerza sobre el casco de acero, Y oyó un ruido bien horrible para la situación en que estaba corno si alguien se hubiera puesto a martillar vigorosamente la cubierta metálica del mecanismo. Esto le hizo subir el corazón a la boca; porque, si esos seres extraños llegaban a interrumpir la función del aparato, lo dejarían sepultado allí por toda la eternidad.
    Apenas había pensado esto cuando sintió que la esfera se balanceaba violentamente y que el fondo se apretaba con fuerza contra sus pies. Apagó la lámpara que iluminaba el interior, y lanzó los rayos del foco exterior a través del agua.
    El fondo del mar y los seres de aspecto humano habían desaparecido, y un par de pescados, que se daban caza el uno al otro, cruzaron rápidamente hacia abajo, junto a la ventanilla.
    Inmediatamente supuso que esos extraños moradores del mar profundo habían cortado la cuerda, y que, gracias a esto, se les había escapado. Subía y subía cada vez más velozmente, pero de pronto la esfera se detuvo con un impulso violento que lo hizo dar de espaldas contra el techo forrado de su cárcel. Por medio minuto quizá, estuvo demasiado aturdido para pensar en cosa alguna.
    Luego sintió que la esfera giraba lentamente sobre sí misma y se meneaba de un lado a otro, y le pareció que lo arrastraban a través del agua. Agazapándose junto a la ventanilla, se arregló de manera que, haciendo efectivo su peso, llevó hacia abajo esa parte de la esfera; pero no pudo ver nada más que el pálido rayo de la luz eléctrica que se internaba infructuosamente en las sombras. Pensó que tal vez vería mejor si apagaba la lámpara y dejaba que sus ojos se acostumbraran a la obscuridad.
    Fue un recurso acertado. Al cabo de pocos minutos la lobreguez aterciopelada se convirtió en sombra transparente, y entonces, allá abajo, a lo lejos, y tan tenues como la luz zodiacal de una noche de verano en Inglaterra, vio figuras que se movían. Dedujo de esto que esos seres extraños hablan desatado la cuerda y lo estaban remolcando por sobre el fondo del mar.
    Y después vio, algo débil y lejano, a través de las ondulaciones de la llanura submarina, un vasto horizonte de luminosidad pálida que se extendía a un lado y a otro hasta donde alcanzaba el campo visual de su ventanilla. Hacia allá lo remolcaban, como un globo aerostático podría ser arrastrado por los hombres desde el campo abierto hasta la ciudad.
    Iba aproximándose muy lentamente, y, muy lentamente también, la confusa irradiación se fue condensando en formas más definidas.
    Eran cerca de las cinco cuando la esfera se encontró encima de aquella área luminosa, y entonces Elstead pudo des—cubrir una alineación que sugería la idea de calles y casas agrupadas alrededor de un vasto edificio sin techo que parecía la caricatura de una ruinosa abadía. Se extendía como un mapa debajo de él. Las casas eran todas recintos sin techo, cercados de pared, y como el material de que estaban hechas era, según lo vio después, de huesos fosforescentes, esto daba al lugar la apariencia de un claro de luna anegado.
    En los huecos interiores del lugar se balanceaban árboles de la familia de los crinóideos, con sus tentáculos entrelazados, y esponjas altas, sutiles, vítreas, como brillantes minaretes, y lirios de luz opaca, se destacaban sobre la claridad general del paisaje. Y en los espacios abiertos pudo ver un movimiento agitado, como de multitudes de individuos; pero estaba a demasiadas brazas de altura par a poder distinguir qué clase de individuos eran éstos.
    Entonces sintió que se ponían a tirarlo lentamente hacia abajo, y desde este momento los detalles de la escena empezaron a subir y a penetrar, lentamente también, en su conocimiento.
    Vio que las calles de los edificios nebulosos estaban señaladas con hileras de objetos redondos, y después descubrió que en varios puntos en anchos espacios abiertos, yacían objetos confusos con forma de buques.
    Lenta y firmemente lo tiraban hacia abajo, y las formas iban haciéndose cada vez más brillantes, más claras, más distintas. Lo atraían, según pudo ver, hacia el gran edificio situado en el centro de la ciudad, y de vez en cuando tenía una vislumbre de las innumerables figuras que tiraban de la cuerda. Se asombró al ver que el aparejo de uno de los buques, que constituían un detalle tan particular en aquella es—cena, estaba poblado de una multitud de figuras que gesticulaban y lo miraban; luego, las paredes, del gran edificio se elevaron a su alrededor silenciosamente y ocultaron la ciudad, sus ojos.
    Y aquellas paredes era de madera petrificada por el agua, de cuerdas de alambre, de barras de hierro y de cobre, y de huesos y calaveras humanas. Las calaveras formaban líneas quebradas, espirales y curvas fantásticas sobre el edificio, y dentro y fuera de las cuencas de esas calaveras, y en toda la superficie del lugar, se emboscaban y jugaban multitud de plateados pececillos.
    De repente le llenó los oídos una ronca gritería, y un ruido como si soplaran en cuernos estridentes, y a esto siguió un canto fantástico. La esfera se hundió, más abajo de las enormes ventanas puntiagudas por las cuales vio vagamente una muchedumbre de esa gente extraña, espectral, que lo miraba, y al fin fue a asentarse sobre una especie de altar que estaba en el centro del recinto.
    Al nivel a que se encontró entonces pudo ver claramente una vez más a esos seres extraños del abismo. Notó con gran, asombro que todos se postraban ante él; todos menos uno, vestido al parecer con un traje de escamas placoides y coronado con una diadema luminosa, que estaba allí abriendo y cerrando alternativamente su boca de reptil, como si dirigiera el canto de los adoradores.
    Un impulso extraño movió a Elstead a encender otra vez su lamparita, y de este modo se hizo visible a los ojos de esos seres del abismo, aunque el resplandor los sumió a ellos en las sombras. Al aparecer Elstead de esta manera repentina, el canto cedió su lugar a un tumulto de gritos triunfales, y Elstead, deseoso de observar —la escena, apagó otra vez la luz y desapareció ante los ojos de sus secuestradores. Pero por un tiempo estuvo deslumbrado y no pudo saber qué estaban haciendo; cuando al fin logró distinguirlos los vio otra vez arrodillados. Y así continuaron adorándolo, sin descanso ni interrupción, por el espacio de tres horas.
    Muy detallado fue el relato de Elstead sobre aquella maravillosa ciudad y su pueblo, aquel pueblo de la noche eterna que nunca ha visto ni sol, ni luna, ni estrellas, ni vegetación verde, ni seres que respiren aire, y que nada saben del fuego ni conocen más luz que la luz fosforescente, tan familiar para ellos.
    Por extraordinario que sea este relato, más extraordinario es aún que hombres de ciencia, de tanta celebridad como Adams y Jenkins, no encuentren en él nada increíble. Me dicen que no ven razón alguna para que seres inteligentes —vertebrados, que respiran por agallas o cosa así, habituados a una baja temperatura y a una presión enorme, y de tan pesada estructura que ni vivos ni muertos salgan a flor de agua, —no puedan vivir en el fondo del mar profundo, casi insospechados para nosotros, y descendientes, como nosotros, de la gran Teriomorfa de la era neolítica de la Edad de Piedra.
    En cambio, ellos deben conocernos a nosotros como seres extraños, meteóricos, que tenemos la costumbre de presentarnos a su vista de una manera siempre desastrosa, precipitándonos de la misteriosa lobreguez de su cielo líquido.
    Y no solamente nosotros, sino también nuestros buques, nuestros metales, nuestros instrumentos, caen sobre ellos como llovidos de la noche. A veces las cosas que se sumergen les caerán encima y los aplastarán, como si allá, arriba de sus cabezas, hubiera un juez invisible y omnipotente y, a veces, llegarán hasta ellos objetos de la mayor rareza o utilidad, o de formas que les serán sugerentes. Se puede comprender cuál habrá sido, poco más o menos, su actitud al ver bajar hasta ellos un hombre con vida, si se piensa en lo que liaría un pueblo bárbaro al que le cayera del cielo, de repente, un ser con aureola, resplandeciente.
    Es probable que en alguna otra ocasión Elstead haya contado a los oficiales del Ptarmigan todos los detalles de su maravillosa estadía de tres horas en el abismo. Lo cierto es que se proponía sentarlas por escrito, aunque nunca lo hizo.
    Desgraciadamente, pues, tenemos que atenernos a los recuerdos del comandante Simmons, y a los de Weybridge, Steevens, Lindley y otros.
    Vemos las cosas confusamente, como por ráfagas momentáneas.
    El enorme y fantástico edificio, el pueblo que canta y se prosterna, con sus cabezas de camaleón obscuras y sus vestidos tenuemente luminosos, y vemos a Elstead, con su luz que se enciende otra vez, tratando en vano de hacerles comprender que deben cortar la cuerda que sujeta la esfera. Los minutos se deslizan, y Elstead, mirando su reloj, se horroriza al notar que ya no tiene oxígeno más que para cuatro horas. Pero el canto en su honor continúa, tan sin remordimientos como si fuera la marcha fúnebre de su próxima muerte.
    No comprendo cómo pudo Elstead al fin quedar libre; pero, a juzgar por el estado en que se hallaba el extremo de la cuerda que colgaba de la esfera, se podría creer que el cable se cortó a causa de su roce continuo contra el borde del altar. El hecho es que la esfera se balanceó de pronto bruscamente, y que Elstead se elevó sobre el mundo de sus adoradores, tal como un ser etéreo, envuelto en el vacío, se elevaría otra vez, cruzando nuestra atmósfera, hacia su éter nativo. Debe haberse substraído a vista de ellos tal como una burbuja de hidrógeno que se precipita hacia arriba en el aire. Y ésta ha de haber sido para ellos una ascensión bien extraña, por cierto.
    La esfera se precipitó, pues, hacia arriba con velocidad más grande aún que cuando, arrastrada por los pesos de plomo, se había hundido. Y se calentó excesivamente. Subía con las ventanillas hacia arriba, y Elstead recuerda que un torrente de burbujas hacía espuma sobre los vidrios. A cada momento esperaba verlos saltar. Después, le pareció que se soltaba una enorme rueda en su cabeza, que el compartimento acolchado empezaba a girar, y perdió el sentido. Sus primeros recuerdos, después de esto, se refieren a su camarote y a la voz del médico que lo atendía.
    Sólo queda por decir que el 2 de febrero de 1896 Elstead hizo, cerca de Río de Janeiro, su segundo descenso al abismo del Océano, en condiciones mucho más ventajosas esta vez, porque habla aprovechado bien su primera experiencia, introduciendo en su aparato todas las mejoras que aquélla le había sugerido. Lo que fue de él, jamás lo sabremos.
    No volvió nunca. El Ptarmigan estuvo navegando alrededor del sitio de su inmersión, esperándolo en vano durante trece días, y regresó después a Río de Janeiro, desde donde se telegrafió la triste noticia a sus amigos. En esto ha quedado hasta hoy el asunto. Pero no es muy difícil que se haga alguna vez una tentativa seria para verificar el extraño relato de Elstead sobre esas maravillosas ciudades del mar profundo.

    El caso de Plattner

    Si la historia de Godofredo Plattner debe o no ser creída, esto es cuestión de conciencia, y una linda cuestión en materia de pruebas. Por un lado tenemos siete testigos (para ser enteramente exactos diremos que son seis y medio pares de ojos) y un hecho innegable, y por el otro tenemos... ¿qué nombre darle?... las prevenciones, el sentido común, la inercia de la opinión. Nunca hubo tal vez siete testigos de aspecto más honrado; nunca hubo seguramente un hecho más, innegable que la inversión de la estructura anatómica de Godofredo Plattner, y... nunca hubo tampoco una historia más trabucada que la que todos ellos cuentan. La parte más obscura del asunto es la respetable contribución que Godofredo Plattner aporta al caso (porque cuento a éste entre los siete), ¡Líbreme Dios de que la pasión de la imparcialidad pueda llevarme al extremo de prestar apoyo a la superstición!
    Francamente, creo que hay algo que está torcido en este asunto de Godofredo Plattner; pero declararé con la misma, franqueza que no sé cuál pueda ser ese factor torcido.
    Y diré también que me ha causado sorpresa el saber que en los círculos más inesperados y autorizados se ha dado entero crédito a la historia. Pero lo mejor será, para el lector, que la cuente ya, sin más preámbulos.
    Godofredo Plattner es, a pesar de su nombre, un inglés libre. Su padre fue un alsaciano que vino a Inglaterra allá por el año 60, que se casó con una respetable niña inglesa de antecedentes irreprochables, y que murió en 1887 después de una existencia sana y sosegada (consagrada principalmente, según entiendo, a la colocación de pisos de tabla). La edad de Plattner es de veintisiete años. Por razón de su herencia de tres lenguas es profesor de idiomas modernos en una pequeña escuela particular del sur de Inglaterra. Para un observador accidental Plattner no es, ni más ni menos, que uno de tantos profesores de idiomas en cualquier pequeña escuela particular. Su traje no es ni muy costoso ni muy de moda; pero, por otra parte, tampoco es ni en extremo barato ni en extremo usado. Su complexión, así como su estatura y su porte, no eran nada conspicuos. Se advertirá tal vez que, como la mayor parte de las caras, la suya no es absolutamente simétrica: el ojo izquierdo es un poco más chico que el derecho, y la mandíbula la tiene un tanto más caída de este último lado. Y si algún observador común, sin Prevenciones, le desnudara el pecho y aplicara el oído al corazón, probablemente diría que ese corazón es como cualquier otro. Pero en esto discreparía, pues el observador experimentado llegaría a la conclusión contraria. Y una vez que se les indicase a ustedes el detalle, ustedes también notarían muy fácilmente la peculiaridad que presenta este órgano.
    Esta peculiaridad consiste en que a Plattner el corazón le late en el costado derecho.
    Ahora bien: ésta no es la única singularidad que ofrece el organismo de Plattner, sí bien es cierto que es la única que puede saltar a los ojos de una inteligencia no experimentada.
    Al sondear cuidadosamente la disposición interna de Plattner, un conocido cirujano ha señalado, según parece, el hecho de que todas las demás partes simétricas de su cuerpo están también fuera de, su sitio. El lóbulo derecho del hígado está a la izquierda, y el izquierdo a la derecha; mientras que los pulmones aparecen invertidos de igual manera. Lo más singular, sin embargo, es esto: a menos que Plattner sea un consumado comediante, tenemos que creer que su mano derecha ha pasado a ser bruscamente la izquierda. Desde que ocurrieron los sucesos que nos proponemos considerar aquí (tan imparcialmente como sea posible), Plattner ha tropezado con las mayorías dificultades para escribir, salvo que lo haga al revés, esto es, de la derecha a la izquierda del papel, y con la mano izquierda; no puede arrojar nada con la mano derecha, y en el momento de la comida se encuentra siempre perplejo entre si debe tomar con la izquierda o con la derecha el tenedor o el cuchillo. Además, sus ideas sobre si debe arrimarse a la derecha o a la izquierda al andar por la calle (es biciclista), se confunden peligrosamente. Y no hay la más mínima prueba de que, antes de aquellos sucesos, Plattner fuera zurdo.
    Todavía hay otro hecho asombroso en este trastocado asunto. Plattner exhibe tres fotografías suyas. Pueden verlo ustedes a la edad de cinco o seis años, con las cejas fruncidas y estirando sus piernas gordas debajo de un traje de tela escocesa; en esta fotografía su ojo izquierdo es un poco más grande que el derecho, y la mandíbula la tiene un poco más caída del lado izquierdo; lo que resulta en contradicción completa con su condición actual. La fotografía de Plattner a los catorce años parece contradecir a la primera; pero esto se explica porque esta última es una de esas fotografías ordinarias tomadas directamente sobre metal, que invierten las figuras como lo hace un espejo. La tercera fotografía lo presenta a los veintiún años, y confirma enteramente las anteriores.
    Esto parece ser, pues, una prueba, la prueba más evidente que pueda pedirse, de que Plattner ha cambiado en alguna ocasión el lado izquierdo de su cuerpo por el lado derecho. Ahora bien: el cómo puede modificarse así un ser humano, a menos que sea en virtud de un milagro fantástico y obtuso, es cosa en extremo difícil de adivinar.
    Por supuesto, estos hechos pueden explicarse en un sentido: suponiendo que Plattner ha emprendido la tarea de realizar una mistificación prolija basada en el trastrocamiento de su corazón. Las fotografías pueden ser una superchería, y la zurdez un fingimiento. Pero el carácter de Plattner no se presta para dar pie a una teoría semejante: es un hombre tranquilo, práctico, discreto, y completamente sano en el sentido que Max Nordau da al término. Le gusta la cerveza y fuma con moderación; hace su caminata diaria por vía de ejercicio, y tiene en una alta estimación, muy saludable, el valor de su enseñanza. Posee una buena voz de tenor, aunque no educada, y se entretiene en cantar aires populares y alegres. Tiene pasión por la lectura, pero no una pasión enfermiza (en sus libros predomina la novela impregnada de vago optimismo religioso); duerme bien y sueña muy raras veces. Es, en resumen, la persona más absolutamente incapaz de urdir una fábula, fantástica como es ésta.
    Por el contrario, lejos de apresurarse a lanzar al mundo su historia, se ha mostrado singularmente reticente al respecto.
    Recibir a los investigadores que lo asedian con un simpático... bochorno sería casi el término, que desarma a los más desconfiados. Parece sinceramente avergonzado de que un hecho tan extraordinario le haya ocurrido a él precisamente.
    Es de sentir que la declarada aversión de, Plattner a la autopsia venga a postergar, indefinidamente tal vez, la prueba positiva de que la parte izquierda y la derecha de su cuerpo están transpuestas; pues hay que advertir que de este hecho depende principalmente la verosimilitud de su historia.
    No hay medio, no hay forma alguna, de tornar un hombre y moverlo en el espacio, en lo que el común de las gentes entiende por espacio, de tal modo que pueda resultar la transposición de sus costados. Hágasele lo que se le haga, su lado derecho continuará siendo el derecho en relación al frente, y su lado izquierdo el izquierdo. Pero, por supuesto, con un objeto perfectamente delgado y chato, esto puede conseguirse. Si se recorta en —un papel una figura cualquiera, que tenga un lado derecho y otro izquierdo, con sólo levantarla y volverla del revés los lados quedarán cambiados. Pero con un sólido esto es imposible . Los teoristas matemáticos nos dicen que el único medio de conseguir que un cuerpo sólido, presente así sus partes contrapuestas sería el de sacar a este cuerpo del espacio, esto es, del espacio tal como lo conocemos (lo que equivale a retirarlo de la existencia ordinaria), y darlo vuelta en algún punto del espacio exterior.
    Esto es un poco abstruso, sin duda alguna, pero cualquiera que conozca algo de teoría matemática podrá asegurar al lector su exactitud. Para poner la cuestión en términos técnicos, diré que la curiosa inversión de los costados de Plattner prueba que éste ha salido de nuestro espacio, pasando a lo que se llama la Cuarta Dimensión, y que después ha entrado otra vez en nuestro mundo. A menos que prefiramos considerarnos víctimas de una mentira extraordinariamente prolija y sin objeto, estamos casi obligados a creer que eso es precisamente lo que ha ocurrido.
    He concluido, por lo que se refiere a los hechos tangibles.

    * * *

    Entro ahora a relatar el fenómeno que concurrió al hecho de la desaparición momentánea de Plattner de nuestro mundo. Parece que en la Escuela de Propietarios de Sussexville no solamente desempeñaba Plattner el cargo de profesor de idiomas modernos sino que enseñaba también la química, la geografía comercial, la teneduría de libros, la taquigrafía, el dibujo y otras materias adicionales a las que llegara a aplicarse la voluble fantasía de los padres de los alumnos. Plattner sabía poco, o nada, de esas diversas asignaturas; pero en las escuelas secundarias, superiores a las elementales o primarias, el saber en el maestro no es, por supuesto, de ninguna manera tan necesario como un elevado carácter moral y una exterioridad ejemplarmente culta.
    En química era en particular deficiente, pues, según dice, no sabía nada fuera de los Tres Gases (sabe Dios qué tres gases serán éstos). Sin embargo, como sus discípulos empezaban ignorándolo absolutamente todo y recibían de él todas sus informaciones, esta falta de conocimientos no le causaba a Plattner (como no le causaría a ningún otro) gran molestia durante varios períodos de la enseñanza. Sucedió que andando el tiempo entró en la escuela un niñito llamado Whibble que habla sido educado (quizá) por algún perverso pariente en el arte de ser un investigador insoportable. Esta criatura seguía las lecciones de Plattner con marcado y constante interés, y a fin de revelar su celo en la materia le traía a su maestro de tiempo en tiempo substancias para que se las analizara. Plattner, halagado por esta prueba de su habilidad para despertar interés, y confiando en la ignorancia del niño, las analizaba, y hasta llegaba a hacer declaraciones generales respecto a la composición de esas materias. A la verdad, lo estimuló tanto el proceder de su discípulo que se —proporcionó una obra sobre química analítica, y la leía mientras vigilaba a sus alumnos a la hora del estudio nocturno. Se sorprendió al encontrarse pon que la química era un tema realmente interesante.
    Hasta este punto la cosa no puede ser más vulgar. Pero ahora entra en escena el polvo verde. El origen de este polvo verde parece haberse perdido, desgraciadamente. El señorito Whibble cuenta una tortuosa historia de que lo encontró, preparado ya dentro de un paquete, en una calera abandonada, cerca de las colinas. Hubiera sido una cosa excelente para Plattner, y probablemente para la familia del señorito Whibble también, que se le hubiera arrimado un fósforo a ese polvito allí donde se le encontró. Lo cierto es que el señorito Whibble no lo trajo a la escuela en un paquete sino en un frasco de medicina ordinario, de ocho onzas, tapado con un tarugo de papel de diario mascado. Se lo dio a Plattner a la tarde, al terminar las clases. Cuatro niños habían sido retenidos ese día en la, escuela después de las oraciones a fin de que hicieran ciertos deberes que habían descuidado, y Plattner los vigilaba en la pequeña clase en que dictaba su curso de química. Los aparatos para la enseñanza práctica de la química en la Escuela de Propietarios de Sussexville, como en la mayor parte de las escuelas de este país, se caracterizan por su extrema sencillez. Allí se guardan en un aparador que está metido en un nicho, y cuya capacidad es casi la misma de un baúl de viaje ordinario. Plattner, que se fastidiaba con su pasiva superintendencia Parece que recibió la intervención de Whibble con su Polvo verde como una distracción agradable, Y abriendo el aparador en seguida a hacer sus experimentos de análisis. Whibble se sentó, felizmente para una distancia prudencial a fin de observar a Plattner. Los Otros cuatro pícaros, simulando estar Profundamente absortos en sus tareas, lo Observaban también furtivamente con el más vivo interés. Porque, aun dentro de los límites de los Tres Gases, la química Práctica de Plattner era, según tengo entendido, temeraria.
    Todos están perfectamente de acuerdo en relato de los Procedimientos de Plattner. Primeramente echó un poco del polvo en una probeta, y trató la substancia con agua, con ácido clorhídrico, con ácido nítrico y con ácido sulfúrico, sucesivamente. No consiguiendo resultado, derramó otro poco, la mitad del contenido del frasco casi, sobre una. pizarra y le acercó un fósforo mientras conservaba el frasco en la mano izquierda. La substancia empezó a humear y a disolverse, instantáneamente hizo explosión con una violencia estruendosa y un relámpago deslumbrador.
    Los cinco muchachos, al ver el relámpago, y preparados como estaban siempre para una catástrofe, se zambulleron debajo de sus bancos, y ninguno sufrió heridas graves. La ventana voló al patio de recreo, y el pizarrón y su caballete saltaron patas arriba; la pizarra se convirtió en átomos, y un poco de yeso se cayó del cielo raso. Este fue todo el daño que sufrieron el edificio de la escuela y los aparatos. Al no ver a Plattner, los muchachos se imaginaron en el primer momento que la explosión lo hubiera derribado al suelo, detrás de los bancos de la clase. Todos salieron de donde estaban para ir en su socorro, y se asombraron al no encontrar nada en el piso. Aturdidos todavía por la repentina violencia de la explosión, corrieron hacia la salida, bajo la impresión de que su maestro debía estar herido y tal vez se hubiera precipitado fuera de la pieza. Pero Carson, que iba más adelante, casi se estrelló en la puerta contra el principal, Mr. Lidgett.
    Mr. Lidgett es un hombre corpulento e irritable, y con un solo ojo. Los muchachos dicen que cayó en la clase como una bomba, vociferando algunos de esos moderados expletivos que los maestros de escuela irritables acostumbran usar... cuando no apelan a recursos peores.
    —¡Estúpidos papanatas! —exclamó. —¿ Dónde está Mr.
    Plattner?
    Todos los muchachos resultan de acuerdo en que esas fueron sus palabras. Bullebulle, mocoso y papanatas están, según parece, entre los términos que constituyen el cambio menudo de Mr. Lidgett en su comercio escolar.
    ¿Dónde está Mr. Plattner? Esta fue una pregunta que iba a repetirse muchas veces durante varios días seguidos.
    Realmente no parecía sino que aquella furiosa hipérbole de no quedó ni el polvo se hubiera realizado esta vez. No se encontró, en efecto, ni una partícula de Plattner, ni una gota de sangre, ni un hilo de su ropa. La prueba de su absoluta desaparición, como consecuencia de aquel accidente, es indudable.
    No hay para qué extenderse ahora en detalles sobre la conmoción que este acontecimiento causó en la Escuela de Propietarios de Sussexville, y en Sussexville y en otros puntos. Es muy posible, en verdad, que algunos de los lectores de estas páginas recuerden haber oído una que otra versión, remota ya y moribunda, de esa agitación, en alguna de sus excursiones dominicales del verano último. Según pare—ce, mister Lidgett hizo cuanto pudo para suprimir el hecho o para aminorar su importancia, por lo Menos. Entre otras cosas estableció una pena de veinticinco líneas por cada vez que se citara el nombre de Plattner entre los alumnos, y declaró en la clase que conocía perfectamente el paradero de su ayudante. Mr. Lidgett explica que temía que llegara a perjudicar la reputación de la escuela —el confesar la probabilidad de que pudiera haber ocurrido allí una explosión, no obstante las prolijas precauciones tomadas para limitar la enseñanza práctica de la, química, y que esta reputación corría el mismo riesgo si admitía que tuviera algún carácter misterioso la brusca desaparición de Plattner. Lo cierto es, repito, que hizo cuanto estuvo en sus manos para presentar el accidente en la forma más vulgar posible; en particular examinó a los cinco testigos oculares tan minuciosamente que éstos empezaron a dudar de la prueba palmaria que les habían dado sus sentidos. Pero, a pesar de todos los esfuerzos, el cuento, transmitido en una forma exagerada y desnaturalizada, fue durante nueve días la admiración de todo el distrito, y varios padres retiraron a sus hijos con especiosos pretextos. Y no es, por cierto, un detalle de poca importancia en el asunto, el hecho de que un gran número de personas de la vecindad haya soñado de una manera singularmente vívida con Plattner durante el período de agitación que precedió a su regreso, y que esos sueños hayan presentado todos una curiosa uniformidad. En casi todos ellos se veía a Plattner, unas veces solo, otras en compañía, vagando de un lado a otro a través de una brillante irisación; en todos los casos su rostro era pálido y angustiado, y algunas veces gesticulaba dirigiéndose al que dormía. Uno, o dos de los muchachos, evidentemente bajo la acción de una pesadilla, veían que Plattner se acercaba a ellos con rapidez notable y que parecía mirarlos en los ojos con una extraña fijeza. Otros huían con Plattner de la persecución de vagos y extraordinarios seres de forma globular. Pero todas estas fantasías dejaron de ser materia de investigaciones y deducciones cuando, el miércoles de la semana siguiente a la del lunes de la explosión, volvió Plattner.
    Las circunstancias de su regreso fueron tan singulares como las de su partida. Por lo que resulta del bosquejo un tanto irritado de mister Lidgett, complementado por las declaraciones vacilantes de Plattner, parece que el miércoles a la tarde, en el momento de ponerse el sol, Mr. Lidgett, después de haber despachado a sus alumnos, estaba muy atareado en su jardín, cogiendo fresas y comiéndoselas, pues tiene una afición desmedida a esa fruta. Diré, ante todo, que este jardín es grande, y que se substrae a las miradas de los curiosos porque lo rodea una pared alta de ladrillo rojo, cubierto de hiedra. Pues bien: justamente en el momento en que Mr. Lidgett estaba agachado sobre una de las matas, particularmente prolífica, fulguró un relámpago en el aire y se oyó un sordo retumbo, y antes de que pudiera mirar a su alrededor, un cuerpo pesado vino a golpearlo violentamente en la parte posterior. Cayó de cabeza hacia adelante, despachurrando las fresas que tenía en la mano, y tal fue la violencia de la caída que la galera de pelo (pues Mr. Lidgett se aferra a las ideas antiguas sobre indumentaria escolástica) se le ladeó bruscamente sobre la frente, tapándole casi el único ojo que tiene disponible. Ese proyectil colosal, que resbaló sobre el costado de su cuerpo y se desplomó sentado entre las matas de fresa, resultó ser nuestro Godofredo Plattner, por tanto tiempo perdido, que volvía en un estado de completo desaliño lo tenía ni cuello ni sombrero, su ropa estaba sucia y sus manos ensangrentadas. Mr. Lidgett experimentó tal indignación y tal sorpresa, que se quedó en cuatro pies, y con la galera hundida sobre el ojo, mientras reprochaba vehementemente a Plattner su conducta irrespetuosa e inexplicable.
    Esta escena poco idílica completa lo que llamaré la versión exterior de la historia de Plattner....el aspecto exotérico de ella. Es completamente innecesario entrar aquí en los detalles de la expulsión de que lo hizo víctima Mr. Lidgett.
    Estos detalles, con todos los nombres, fechas y referencias, se pueden ver en la amplia relación que se hizo de estos sucesos ante la Sociedad de Investigaciones de Fenómenos Anormales. La singular transposición de los costados derecho e izquierdo de Plattner pasó casi inadvertida para él los primeros días, y la primera vez que la observó fue en momentos en que se disponía a escribir de derecha a izquierda en el pizarrón. Y entonces Plattner trató de ocultar, muy bien que de hacer visible, esta curiosa circunstancia confirmatoria, pues consideraba que ella afectaría desfavorablemente a sus probabilidades de hallar un nuevo empleo. El cambio de lugar del corazón fue descubierto varios meses después, en ocasión en que se hacía extraer una muela, previa la inyección anestésica del caso. Entonces permitió, de muy mala gana, que se le hiciera un examen quirúrgico, como antecedente para un breve informe que se publicaría en el Journal of Anatomy. Y con esto concluye la exposición de los hechos materiales; entraremos, pues, ahora, a considerar el relato que hace Plattner. Pero antes séame permitido establecer claramente la. diferencia que existe entre la parte precedente de esta historia y la que va a seguir. Todo lo que he escrito hasta aquí está demostrado con pruebas tales, que hasta un abogado criminal las aceptaría. Todos los testigos viven todavía; el lector, si quiere y tiene tiempo, puede atrapar mañana mismo a los muchachos, o desafiar los furores del formidable Mr. Lidgett,y examinar y acechar y poner a prueba lo que contiene el pecho de éste; el mismo Godofredo, Plattner, y su corazón al revés y sus tres fotografías, pueden ponerse en cualquier momento de manifiesto. Debe considerarse como probado que éste desapareció por nueve días como resultado de una explosión; que volvió casi tan violentamente como se había ido, en circunstancias de naturaleza particularmente desagradables para Mr. Lidgett (sean cuales fueren los detalles de esas circunstancias), y que volvió invertido, justamente corno, al reflejarla, invierte el espejo una figura. De esta última circunstancia, corno lo he dicho antes, se sigue casi inevitablemente que durante esos nueve días, Plattner debe haber permanecido en un ambiente enteramente fuera del espacio. La certidumbre manifiesta de estos hechos es, por cierto, mucho más patente que la de esos por los cuales se ahorca algunas veces a los asesinos.
    Pero con respecto al relato particular de Plattner sobre el lugar en donde ha estado, a sus con fusas explicaciones y a sus detalles hasta cierto punto contradictorios entre sí, no tenemos más prueba que la palabra del caballero Godofredo Plattner. No es mi intención desacreditar su relato; pero me considero en el deber de prevenir a los lectores (cosa que tantos escritores sobre obscuros fenómenos psíquicos dejan de hacer), que vamos a pasar ahora, de lo prácticamente innegable, a esa clase de cosas que todo hombre razonable está autorizado para creer o para rechazar según mejor le parezca. Los hechos que han precedido a esas cosas las hacen probables; la discordancia con la experiencia común las hacen más bien increíbles. Prefiero no tocar el astil de la balanza del juicio público, y limitarme a consignar la historia tal como me la contó Plattner.
    Debo hacer presente también que éste me hizo su relato en mi casa de Chislehurst, y que tan pronto como se despidió de mí aquella noche, me fui a mi estudio y senté todo por escrito, tal como lo recordaba. Después Plattner tuvo la amabilidad de leer una copia que le hice hacer con máquina de escribir; de modo que, en substancia, la corrección de este relato es incontestable.

    * * *

    Plattner declara que en el momento de la explosión se sintió levantado sobre sus pies arrastrado violentamente hacia atrás. Es un hecho curioso para los psicólogos, el de que en esas circunstancias, mientras se precipitaba de espaldas, Plattner haya podido pensar lucidamente, tan lúcidamente que llegó a preguntarse si iría a dar contra el aparador que guardaba los aparatos o contra el caballete del pizarrón. Al fin sus pies tocaron tierra, y se tambaleó y cayó pesadamente sobre un objeto blando pero firme. Por un momento permaneció aturdido. En seguida sintió un olor penetrante a pelo quemado, y le pareció oír la voz de Mr. Lidgett que preguntaba por él. Comprenderán ustedes que, por un tiempo, su mente no debió hallarse en gran confusión.
    Al principio sintió la impresión clara y distinta de que se hallaba todavía en la clase. Vio con precisos detalles la sorpresa de los muchachos y la entrada de Mr. Lidgett. No oyó las palabras de Mr. Lidgett, pero esto lo ha atribuido a la sordera momentánea que le causó el experimento. Los objetos, que lo rodeaban le parecían, cosa singular, obscuros y tenues; pero también se explica esto pensando lógicamente, pero erróneamente, que la explosión había originado una enorme masa. de humo denso. A través de esa opacidad, veía pues, que las figuras de Mr. Lidgett y de los muchachos se movían borrosas y silenciosas como fantasmas. Sentía que el rostro le ardía todavía a causa del calor intenso de la llamarada.
    Poco a poco sus percepciones fueron haciéndose más y más claras, y de pronto, se sorprendió al ver en lugar de los viejos bancos que le eran familiares unos bultos grises, confusos, inciertos. Entonces sucedió una cosa que le hizo dar un grito de sorpresa, y que puso en instantánea actividad sus facultades embotadas. Dos de los muchachos, gesticulando, pasaron caminando, uno detrás del otro, a través de él. Ni siquiera manifestaron la más mínima sensación de haber tropezado con su cuerpo. Difícil es imaginar la impresión que Plattner sintió entonces. «Vinieron a dar contra mí, dice, con tanta fuerza como si hubieran sido una ráfaga de niebla.» El primer pensamiento de Plattner después de esto fue que estaba muerto. Lo habían llevado a esta conclusión todas las observaciones perfectamente reales; de modo que se sorprendió un poco al ver que su cuerpo estaba con él todavía.
    Su segundo pensamiento, entonces, fue que no era él el muerto sino los otros; que la explosión había destruido la Escuela de Propietarios de Sussexville y a cuantos había en ella, excepto a él. Pero esto era, también, poco satisfactorio.
    Tuvo que volver de nuevo a sus sorprendentes observaciones.
    Todo lo que lo rodeaba aparecía extraordinariamente obscuro, tan negro como el ébano.
    El firmamento, sobre su cabeza, estaba negro. El único toque de luz en la escena era un débil resplandor verdusco en el confín del cielo, en cierta dirección, que hacía resaltar un horizonte de onduladas colinas negras. A medida que sus ojos fueron acostumbrándose a la obscuridad, empezó a distinguir un débil matiz verdusco que se destacaba en el ambiente de la noche. Sobre este fondo obscuro los muebles y los ocupantes de la clase parecían perfilarse como espectros fosforescentes, tenues e impalpables. Extendió la mano, y la introdujo sin ninguna dificultad en la pared de la pieza, junto a la estufa. Por sus declaraciones parece que en aquellos momentos Plattner empezó a hacer grandes esfuerzos por atraer la atención. Llamaba a gritos a Mr. Lidgett, e intentaba atrapar a los muchachos que andaban de un lado a otro. Declara también que la sensación de estar en el mundo sin formar parte de él le era extraordinariamente desagradable.
    Comparaba sus impresiones, y no desacertadamente, con las que sentiría un gato que observara a un ratón a través del cristal de una ventana. Siempre que hacía un movimiento para comunicarse con el mundo confuso pero conocido que lo rodeaba, encontraba una barrera invisible, inexplicable, que le impedía. la comunicación.
    Volvió entonces a dirigir su atención a las cosas más sólidas que veía a su alrededor. Se encontró con que tenía todavía en la mano el frasco de medicina, intacto y con el resto del polvo verde. Se lo metió en el bolsillo y empezó a palpar las cosas junto a él. Estaba sentado, al parecer, sobre un pedazo de roca cubierto por un musgo afelpado. No podía ver el paisaje obscuro que rodeaba el cuadro de la clase, tenue, nebuloso , porque se lo ocultaba; pero sentía la impresión, debida quizá al viento frío que soplaba de abajo arriba, de que estaba cerca de la cumbre de una colina, y le pareció que a sus pies se extendía un profundo valle. El resplandor verdusco en el confín del cielo parecía ir aumentando en extensión y en intensidad. Se puso de pie y se frotó los ojos.
    Según parece, dio unos cuantos pasos, precipitándose bruscamente cuesta abajo, y tropezó y estuvo a punto de caerse, y volvió a sentarse sobre una áspera roca y se puso a observar el alba. Y entonces notó que el mundo que lo rodeaba era absolutamente silencioso, tan silencioso como obscuro; porque, aunque soplaba un viento frío, sobre esa parte de la colina no se oía el menor rumor en el césped, ni el más mínimo zumbido entre las ramas. Pero, si no podía oír, podía ver que el lado de la colina en que estaba era peñascoso y desolado. El resplandor verde iba haciéndose por momentos más brillante, y entretanto una coloración rojiza, tenue, transparente, se mezclaba, pero no la mitigaba, con la profunda obscuridad del cielo sobre su cabeza y con la desolación del paisaje a su alrededor. Teniendo presente lo que siguió a esto, me inclino a pensar que esa coloración rojiza debe haber sido un efecto de óptica producido por el contraste.
    Un objeto negro pareció revolotear momentáneamente contra el lívido resplandor amarillo verdusco del horizonte, y entonces el sonido agudo y penetrante de una campana surgió del abismo tenebroso que se abría a sus pies. La ansiedad opresiva que sentía Plattner, en aquellos momentos crecía a la par de la luz.
    Es probable que haya permanecido sentado allí una hora, o más, mientras la extraña luz verde iba esparciéndose lentamente, como un abanico luminoso, hacía el cenit. A medida que esta luz aumentaba, la visión espectral de nuestro mundo iba haciéndose relativa o absolutamente opaca.
    Una y otra cosa, probablemente, porque el momento debe haber correspondido poco más o menos al de nuestra puesta del sol. Por la visión que podía tener entonces de nuestro mundo, Plattner advirtió que, al dar esos pocos pasos cuesta abajo, había atravesado el piso de la clase y se hallaba entonces, al parecer, sentado en el aire, entre el techo y el piso de la sala de estudios en la parte baja del edificio. Vio distintamente a los pupilos, pero mucho más confusamente de lo que había visto a Mr. Lidgett. Todos se ocupaban en preparar sus deberes, y advirtió con sorpresa que varios ha—cían fraude resolviendo con una clave por delante las dificultades del texto adicional de su Euclides, clave cuya existencia no había sospechado nunca. A medida que pasaba el tiempo, las figuras iban desvaneciéndose progresivamente, y en relación inversa con la intensidad, cada vez mayor, de la luz auroral verdusca.
    Mirando hacia abajo vio en el valle que la luz se había adelantado ya mucho, bajando por sus costados peñascosos, y que la profunda tenebrosidad del abismo estaba rota entonces por un pequeñísimo resplandor, también verdusco, singularmente parecido al de la, luciérnaga. Y casi inmediatamente el limbo de un inmenso cuerpo celeste, de un color verde fulgurante, se elevó sobre las ondulaciones basálticas de las colinas distantes, y estas monstruosas masas prominentes surgieron escuálidas y desoladas, entre luz verdusca y las profundas sombras pardorrojizas. Plattner vio también un vasto número de objetos de forma esférica que se deslizaban como semilla de cardo por la superficie. Los más cercanos a él estaban sobre el lado opuesto del barranco. La campana tañía abajo desapaciblemente y cada vez con más rapidez, con una especie de insistencia impaciente, y varias luces se movían de un lado a otro. Los muchachos que trabajaban en sus bancos eran ya casi imperceptibles.
    La extinción de nuestro mundo cuando surge el sol verde de ese. Otro Mundo es un punto curioso sobre el que Plattner insiste particularmente. Durante la noche, en el Otro Mundo es difícil moverse a causa de la viveza con que se hacen visibles las cosas de este mundo. Y es pretender resolver un enigma el querer explicar por qué, si esto es así, nosotros no vemos nada de lo que pasa en el otro. Esto se debe, quizá, a la luminosidad relativamente vívida del mundo nuestro. Plattner describe el mediodía en el Otro Mundo, en su momento más brillante, como menos luminoso aún que una noche de lima llena entre nosotros, y dice que la noche allá es impenetrable. Por lo tanto, la más mínima luz, aun la muy poca que puede haber en tina pieza a obscuras, es suficiente para hacer invisibles las cosas del Otro Mundo, por la misma razón que una tenue fosforescencia sólo es visible en la más profunda obscuridad. Desde que Plattner me contó su historia he tratado de ver algo del Otro Mundo permaneciendo sentado por largas horas durante la noche en la cámara obscura de un fotógrafo. He visto positivamente de una manera confusa, algo de declives y de rocas verduscas; pero, debo confesarlo, sólo de una manera muy confusa, Tal vez el lector tenga más éxito. Plattner me dice que, desde su regreso, ha estado soñando con el Otro mundo, y ha visto y reconocido paisajes de él; pero eso hay que atribuirlo quizá a sus recuerdos de esas escenas. Lo que parece bastante probable es que las personas dotadas de una vista excepcionalmente penetrante han de estar en mejores condiciones que nadie para tener de vez en cuando una vislumbre del extraño mundo que nos rodea.
    Pero dejaré a un lado las digresiones. Al elevarse en el horizonte el sol verde, una larga calle de edificios negros se hizo perceptible en el barranco, aunque sólo de un modo sombrío y confuso, y después de un momento de vacilación, Plattner empezó a deslizarse por la empinada pendiente que llevaba hacia esos edificios. —El descenso fue largo y excesivamente fatigoso, no sólo por la extraordinaria brusquedad de la pendiente sino también a causa de la poca consistencia de los peñascos de que estaba sembrada toda aquella parte de la colina. El ruido que hacía al bajar (de vez en cuando sus talones hacían saltar chispas, de las rocas), parecía ser entonces el único ruido en el Universo, pues el tañido de la campana había cesado. Al aproximarse notó que aquellos edificios se asemejaban de una manera extraña a las tumbas, los mausoleos y los túmulos, salvo que todos eran uniformemente negros, y no blancos como son la mayor parte de los sepulcros. Y entonces vio, saliendo en masa del más grande de ellos, casi de la misma manera corno se amontona la gente al salir de una iglesia, una multitud de figuras pálidas, verduscas y redondeadas, que se dispersaban en todas direcciones por la ancha calle del lugar; unas se iban por las callejuelas y volvían a aparecer sobre la escarpa de la colina, otras entraban en algunos de los edificios negros que orillaban el camino.
    Al ver a estos seres que se dirigían hacia él, Plattner se detuvo, atónito. Estos seres no caminaban, pues carecían absolutamente de miembros; tenían el aspecto de una cabeza humana, de la que colgaba, balanceándose, un cuerpo come de renacuajo. Plattner estaba entonces demasiado asombrado ante la singularidad de lo que veía, demasiado estupefacto, en verdad, para que esos seres lo alarmaran seriamente.
    Estos seguían andando en dirección a él, llevados por el viento helado que soplaba de abajo arriba por la colina, tal como las burbujas de jabón se mueven arrastradas por una corriente de aire. Y al mirar al más cercano de los que se aproximaban, vio que era en efecto tina cabeza humana, aunque con ojos extraordinariamente grandes, y su cara tenia una expresión tal de abatimiento y de angustia como no la había visto nunca en el rostro de un mortal. Lo sorprendió el notar que este ser no se volvía la para él, sino que parecía observar y seguí mirarlo cosa invisible que alguna se moviera. Por un momento lo intrigó esto; luego se le ocurrió la idea de qué aquel ser extraño estaría observando con sus enormes ojos algo que sucediera en el mundo que él acababa de dejar. El se aproximaba y se aproximaba, y Plattner seguía tan asombrado que no dio el menor grito. Oyó que hacia un débil rumor tina especie de gemido, cuando llegó justo a él. Luego, el ser chocó suavemente contra su cara (el contacto le causó una impresión de frío intenso), y pasó al otro lado, siguiendo siempre hacia arriba en dirección a la cumbre de la colina.
    A Plattner le cruzó entonces por la mente la extraordinaria convicción de que esa cabeza tenia un gran parecido con la de Mr. Lidgett. Luego volvió a prestar su atención a las otras cabezas que se veían entonces en apretado enjambre sobre la cuesta de la colina. Una o dos de éstas se acercaron a él y quisieron seguir el ejemplo de la primera, pero Plattner se hizo a un lado convulsivamente. En la mayor parte de ellas notó la misma expresión de irremediable pesar que había visto en la primera, y oyó en todas los mismos débiles gemidos de padecimiento. Una o dos lloraban, y otra que se adelantaba rápidamente cuesta arriba, tenía tina expresión de furor satánico. Pero las demás parecían tranquilas, y varias tenían en los ojos una mirada de satisfecho interés. Una, por lo menos, se mostraba casi en un éxtasis de felicidad. Plattner no recuerda haber encontrado en las que vio entonces otras semejanzas con conocidos suyos.
    Durante muchas horas, tal vez, Plattner permaneció observando a esos seres extraños a medida que se dispersaban por las colinas, y no prosiguió su descenso hacia el fondo del barranco sino mucho después de haber visto que ya Do salía ninguno de ellos del grupo que formaban los edificios negros. La obscuridad que lo rodeaba iba haciéndose tan densa que le era muy difícil asentar los pies con acierto. Sobre su cabeza el cielo presentaba en aquellos momentos un brillante color verde pálido. Entonces no sentía ni sed ni hambre. Más tarde, cuando necesitó agua, bebió en una corriente helada que se deslizaba por el centro del barranco, y cuando lo apuré el hambre se decidió al fin a probar el raro musgo que crecía en las rocas, y lo encontró bueno.
    Empezó a andar a tientas por entre las tumbas alineadas a lo largo del barranco, buscando en vano la clave de aquellas cosas inexplicables. Después de mucho andar llegó a la entrada del gran edificio, con aspecto de mausoleo, de donde habían salido las cabezas. Allí vio un grupo de luces verdes que ardían sobre una especie de altar hecho de basalto, y en el centro del recinto una cuerda que colgaba, al parecer, de un campanario. Cubría todo el contorno formado por las paredes un letrero de fuego de caracteres que le eran desconocidos.
    Estaba allí, maravillado todavía ante lo que podrían significar aquellas cosas, cuando oyó un rumor lejano de fuertes pisadas que repercutían a gran distancia calle abajo.
    Salió corriendo, para encontrarse otra vez en medio de las tinieblas, y w pudo ver nada. Se le ocurrió por un momento hacer son a la campana, pero al fin optó por seguir los pasos que continuaba oyendo. Pero, aunque corrió muy lejos, no los alcanzó nunca, y fue inútil que gritara.
    El barranco parecía extenderse interminablemente. Era tan obscuro en toda su longitud como un paisaje terrestre iluminado por las estrellas, y a lo largo de los altísimos bordes de sus escarpas brillaba la fantástica luz verdusca del día.
    Allí abajo no había entonces ni una sola de las cabezas; todas estaban activamente ocupadas, al parecer, en recorrer las cuestas de la superficie. Mirando hacia arriba las vio andando de aquí para allá; unas daban vueltas alrededor del mismo punto, otras cruzaban rápidamente el aire. Me hacían el efecto, dice Plattner, de grandes copos de nieve, salvo que éstos eran en parte negros, en parte verde pálidos. Persiguiendo esas pisadas firmes y constantes, introduciéndose a tientas en nuevas regiones de aquel endemoniado canal sin término, trepando a alturas despiadadas y precipitándose de ellas, vagando por las cumbres y observando las cabezas flotantes, pasó Plattner, según dice, la mayor parte de los siete ú ocho días que siguieron al de la explosión; no llevó la cuenta exacta. Aunque durante este tiempo pudo ver una que otra vez ojos humanos que lo observaban, no cambió palabra alguna con alma viviente. Dormía entre las rocas de la falda de la colina. En el barranco las cosas de la tierra eran absolutamente invisibles, y esto se explica por cuanto desde el punto de vista nuestro, diré, el barranco resultaba estar profundamente enterrado en el subsuelo. En las alturas, en cuanto el día empezaba en la tierra nuestro mundo se hacía visible para él. Hubo ocasiones en que le cerraban el camino grandes peñas verde obscuras, o tenía que detenerse al borde de un precipicio, mientras a su alrededor se balanceaban las verdes ramas de los árboles que orillan las calles de Sussexville, o en otros casos, le parecía estar caminando por esas calles u observando sin qué lo vieran, los astutos privados de alguna casa. Y fue entonces cuando descubrió que, si para cada ser humano en nuestro mundo, correspondía uno de aquellos seres flotantes; que todos en el mundo son observados sin tregua por esas impotentes cabezas sin cuerpo.
    ¿Quiénes son estos... Guardianes de los vivos? Plattner nunca lo supo. Pero dos de ellos, que lo encontraron a él y que se pusieron a seguirlo inmediatamente, le parecieron que reproducían sus vagos recuerdos de niño respecto a su padre y a su madre. De vez en cuando, otras caras dirigían a él sus ojos, ojos que eran como los de ciertas personas, muertas hacia ya tiempo, que lo habían gobernado, agraviado o ayudado en su juventud y en la edad viril. Toda vez que lo miraban, Plattner se sentía abrumado por un extraño sentimiento de responsabilidad. Se aventuró a hablar a la madre, pero ésta no le contestó; lo miró en los ojos tristemente, con firmeza y con ternura, y con un poco de reproche también, según parece.
    Plattner cuenta simplemente su historia; no trata de explicarla.
    Nos deja amplia libertad para que conjeturemos quiénes pueden ser esos Guardianes de los Vivos; o si ellos son, efectivamente, nuestros muertos, por qué razón observan tan estrecha y apasionadamente el mundo que han dejado para siempre. Puede ser (a mí por lo menos, me parece así), que, cuando nuestra vida ha terminado, cuando el mal y el bien no son ya materia de elección para nosotros, tenemos que seguir siendo testigos del tren de consecuencias que hemos dejado en la vida. Si las almas humanas sobreviven a la muerte, entonces, seguramente, los intereses humanos continúan también después de ella. Pero esto es simplemente mi juicio particular sobre el significado de esas cosas.
    Plattner no suministra interpretación alguna, porque ninguna le fue dada. Y es bueno que el lector entienda esto claramente.
    Día tras día, Plattner anduvo vagando de un lado a otro por ese mundo extrañamente iluminado, con la cabeza hecha un torbellino, extenuado, y en los últimos días, escuálido y hambriento. Durante el día (durante nuestro día solar, quiero decir), la fantástica visión de nuestro viejo y familiar escenario de Sussexville, que se extendía a su alrededor, lo fastidiaba y lo atormentaba. No podía ver dónde ponía los pies, y con frecuencia uno de esos Guardianes de los Vivos iba a dar suavemente contra su cara, causándole un escalofrío.
    Y, al obscurecer, la multitud que lo rodeaba y su intensa angustia confundían de una manera indecible su cerebro. Lo consumía una viva ansiedad por volver a la vida terrestre que tan cerca tenía y que tan lejos estaba, sin embargo. El aspecto sobrenatural de las cosas que veía a su alrededor acabó por causarle un trastorno mental en extremo penoso, y se sintió torturado hasta no poder más por la incesante vigilancia (le sus guardianes particulares. En vano era que les pidiese a gritos que dejaran de mirarlo, que se irritase contra ellos, que huyera; ellos se mantenían siempre mudos y absortos en su tarea. Y corriera cuanto corriese por el terreno desigual y escabroso, ellos lo seguían implacablemente.
    El noveno día, como al caer la noche, Plattner oyó otra vez, muy lejos, en el fondo del barranco, las pisadas misteriosas que parecían aproximarse. Se hallaba vagando entonces por la vasta cumbre de la colina en que había caído a su entrada en ese Otro Mundo que describe. Se dio vuelta para meterse en seguida en el barranco tanteando el camino precipitadamente, pero se detuvo al ver la escena que se desarrollaba entonces en una de las piezas de una casa situada en una calle extraviada, cerca de la Escuela de Propietarios. A las dos personas que había en aquella pieza las conocía de vista. Las ventanas estaban abiertas, las cortinas levantadas, y la luz del sol poniente entraba profusamente en la habitación, a tal punto que en el primer momento ésta saltó a sus ojos como un espacio oblongo, vívidamente iluminado, que se asentara, del mismo modo que la luz proyectada por una linterna mágica, sobre el negro paisaje y sobre el lívido resplandor verdusco de la aurora. A pesar de la luz del sol, acababan de encender en esa pieza una bujía.
    En la cama yacía un hombre demacrado, con su cara fantástica, pálida y aterrorizada, hundida en los almohadones, y las manos cruzadas sobre la cabeza. Junto al lecho había una mesita en la que se veían unos cuantos frascos de medicina, unas rebanadas de pan tostado, una jarra con agua y un vaso vacío. De tiempo en tiempo el hombre entreabría los labios para decir una palabra que no podía articular; pero la mujer no advertía que el moribundo pedía algo porque estaba ocupada en revisar unos papeles que sacaba de un escritorio anticuado colocado en un rincón de la pieza. Al principio, como he dicho antes, la escena se presentó muy vívidamente a los ojos de Plattner; pero, a medida que la verdusca luz del alba aumentaba en intensidad a sus espaldas, el cuadro iba haciéndose en cambio más tenue y transparente.
    Entretanto, Plattner sentía cada vez más cerca esas pisadas, que tan fuertes resuenan en el Otro Mundo y que tan silenciosas son, por consiguiente, en el nuestro, y notó de pronto que lo rodeaba una enorme multitud de confusas caras que iban saliendo de la obscuridad para congregarse allí y observar a las dos personas que había en el cuarto. Plattner declara que nunca había visto, hasta entonces, una multitud tan grande de Guardianes de los Vivos. Parte de esta multitud sólo tenía ojos para el moribundo, y la otra parte observaba con expresión de infinita angustia, a la mujer que continuaba buscando ansiosamente algo que no podía encontrar.
    Todos se amontonaban alrededor de Plattner, y algunos fueron a ponerse delante de él, y al pasar le rozaron la cara; el ambiente estaba lleno del murmullo de sus gemidos de pesar irremediable. Desde aquel momento Plattner no pudo ver claramente la escena que se desarrollaba en la, pieza sino de tiempo en tiempo; en ocasiones el cuadro parecía estremecerse con tenues ondulaciones, a causa del velo de reflejos verduscos que proyectaba sobre él la multitud con sus movimientos.
    En la pieza la atmósfera toda debe haber estado en calina, pues dice Plattner que la luz de la bujía despedía una lí—nea de humo perfectamente vertical; pero en sus oídos cada pisada y sus ecos resonaban como si fueran truenos.
    ¡Y los rostros!... Había dos que se aproximaban particularmente al de la mujer: uno de ellos era mujer también, blanco y de facciones regulares, y parecía haber sido en otra ocasión frío y duro, pero estaba suavizado entonces por un toque de sabiduría extraña en el mundo; el otro debe haber sido el del padre de la mujer.
    Ambos estaban evidentemente absortos en la contemplación de algún acto de odioso significado, según parecía, del que no podían ya defenderse o que no podían impedir.
    Más atrás había otros: consejeros tal vez, que habían enseñado el mal, amigos cuya influencia había fracasado. Y alrededor del hombre, también... una multitud, pero ninguno parecía ser entre ellos el padre o el maestro. Rostros que una vez debieron ser rudos parecían purificados ahora a la fuerza por el dolor. Y en primera fila se veía un rostro de criatura, ni irritado ni entristecido por los remordimientos, sino paciente y fatigado, y, según le pareció a Plattner, ansioso de consuelo. Las facultades descriptivas de Plattner fracasan completamente al recuerdo de aquella multitud de fantásticas fisonomías. Dice que todas se congregaron al golpe de la campana, y que las vio reunirse en el espacio de un segundo.
    Es probable que, en aquel momento, trabajado como estaba por tan terrible excitación, sus dedos inquietos hayan asido involuntariamente el frasco de polvo verde, y que, sin darse cuenta de lo que hacía, lo haya sacado del bolsillo conservándolo siempre en la mano. Pero Plattner no recuerda nada de esto.
    De pronto las pisadas cesaron. Plattner se quedó esperando sentirlas otra vez, pero no oyó nada. Y entonces, cortando de repente el brusco silencio como una cuchilla aguda y delgada, llegó hasta él la primera campanada. Al oírla la multitud se balanceó a un lado y a otro, y prorrumpió en un lamento ensordecedor. La mujer parecía no oír nada; en aquel momento estaba quemando un papel en la llama de la bujía. A la segunda campanada todo se hizo más confuso, y una ráfaga de viento glacial atravesó la hueste de Guardianes de los Vivos; todos se arremolinaron en derredor de Plattner como un torbellino de hojas secas. Y a la tercera campanada, algo se extendió, cruzando por en medio de ellos en dirección a la cama. Los lectores saben lo que es un rayo de luz; pues bien: esto que como un rayo de obscuridad. Mirándolo detenidamente, Plattner vio que era un brazo y una mano tenebrosos.
    El astro verde surgía ya sobre la sombría desolación del horizonte, y la visión de la pieza era muy débil. Plattner pudo notar, sin embargo, que las sábanas del lecho se agitaban convulsivamente y que la mujer daba vuelta la cabeza para ver eso, y se estremecía.
    La nube de Guardianes de los Vivos se levantó en el aire como un remolino de polvo verdusco impulsado por el viento, y se corrió rápidamente hacia abajo, en dirección al templo del fondo del barranco. Entonces Plattner comprendió de repente el significado del fatídico brazo negro que se había extendido por sobre su hombro para ir a asir su presa, y no se atrevió a volver la cabeza para ver la sombra que debía estar al extremo de este brazo. Haciendo un vio—lento esfuerzo y tapándose los ojos echó a correr, y no habría dado quizá veinte zancadas cuando resbaló sobre una roca y cayó. Cavó hacia adelante, sobre las manos, y el frasco del polvo verde se quebró y estalló al tocar el suelo.
    Un segundo después Plattner se encontraba, aturdido y ensangrentado, sentado frente a Mister Lidgett en el Jardín que está detrás de la escuela.
    Aquí termina la historia de Plattner. En el curso del relato he contrariado, creo que satisfactoriamente, la natural tendencia de todo escritor de novelas a revestir de interés novelesco los incidentes. He contado las cosas hasta donde me ha sido posible, en el orden en que Plattner me las contó a mí. He tratado de evitar cuidadosamente toda tentativa de pulir el estilo, de cuidar el efecto o de mejorar la construcción.
    Fácil hubiera sido, por ejemplo, haber construido la escena del hecho mortuorio como una especie de complot en el que Plattner estuviera envuelto. Pero, aparte de que podría habérseme reprochado justamente que falsificara así una de las más extraordinarias historias verdaderas que se hayan contado alguna vez, ésta ú otras tretas socorridas habrían echado a perder, a mi juicio, el efecto particular de ese mundo tenebroso, con su lívida iluminación y sus flotantes Guardianes de los Vivos, que, invisible e inabordable para nosotros, se extiende, sin embargo, en torno nuestro.
    Falta agregar que, por lo que ha podido probarse, en el mismo momento del regreso de Plattner ocurrió un fallecimiento en el terrado de Vincent, situado justamente detrás del jardín de la escuela. El muerto había sido cobrador de impuestos y agente de seguros. Su viuda, que era mucho más joven que él, se casó, el mes pasado con Mr. Whymper, cirujano veterinario de Allbeeding. Como una parte de la historia que se consigna aquí, ha circulado oralmente en Sussexville en varias formas, la señora Whymper me ha permitido que haga uso de su nombre a condición de que declare de una manera perentoria que desautoriza enérgicamente todos los detalles del relato de Plattner sobre los últimos momentos de su marido. Ella no quemó tal testamento, dice, aunque Plattner no la haya acusado nunca de semejante cosa; su marido, agrega, no hizo más que un testamento, y éste, pocos días después de su matrimonio. Lo cierto es que, si se tiene presente que Plattner no había visto nunca aquella pieza, los detalles que da sobre los muebles que ella contenía y sobre su disposición especial resultan maravillosamente acertados.
    Sobre otra cosa tengo que insistir, aun a riesgo de incurrir en una repetición fastidiosa; no sea que se me tache de querer favorecer las tendencias de la opinión supersticiosa y crédula. La ausencia de Plattner de este mundo durante nuevo días está plenamente probada, me parece; pero esto no prueba a su vez el relato que hace, y es posible que, aun fuera del espacio, las alucinaciones sean posibles. Esto, por lo menos, debe tenerlo el lector muy presente.

    FIN

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