Publicado en
enero 21, 2010
Robin Cook Nacido en Nueva York en Iggo, Robin Cook se licenció en medicina en la Universidad de Columbia. La vida del joven médico cambió para siempre cuando puso en práctica una idea que había ido gestando durante años. Tras devorar infinidad de best sellers en su afán por determinar los gustos y predilecciones de los lectores, se atrevió con su propia fórmula. Desde entonces, Robin Cook se ha convertido en la figura de referencia de la novela médica de misterio. Su premisa es simple: “Podría escribir artículos sobre temas de medicina, pero la mayoría sólo tomará conciencia de estos problemas si se los presentan como una novela”.
El doctor Jason Howard contemplaba absorto el cadáver de Cedric Harring, el miedo mortal reflejado en su rostro.
Cedric era el tercer hombre que fallecía en un mes, poco después de pasar un chequeo médico satisfactorio que nada parecía indicar tan fatal desenlace. La inexplicable muerte de un eminente genetista molecular pondrá a Jason sobre la pista de una compleja trama en torno a un asombroso experimento científico.
Para mi hermano mayor Lee y mi hermana menor Laurie.
Nunca he estado flanqueado por personas más agradables.
AGRADECIMIENTOS
Este libro no podría haberse escrito sin el apoyo y el aliento de los amigos que me han ayudado en momentos difíciles. A ellos, mi agradecimiento más sincero.
PRÓLOGO
Miércoles 11 de octubre, por la tarde
La repentina aparición de proteínas extrañas fue el equivalente molecular de la peste negra: fue una condena a muerte sin posibilidad de conmutación, y Cedric Harring no tenía la menor idea de que un drama estaba a punto de producirse en el interior de su cuerpo.
En cambio, las células del cuerpo de Cedric Harring sabían con toda exactitud las consecuencias desastrosas que les aguardaban. Las nuevas y misteriosas proteínas que se colaban por entre sus membranas eran devastadoras, y las pequeñas cantidades de enzimas capaces de hacer frente a las invasoras resultaban del todo inadecuadas. Dentro de la hipófisis de Cedric, las nuevas y letales proteínas podían acoplarse a las represoras que bloqueaban los genes de la hormona de la muerte. A partir de ese momento, con los genes fatales liberados, el resultado era inevitable: la hormona de la muerte comenzó a ser sintetizada en cantidades sin precedentes y, al ingresar en el torrente sanguíneo, inició su recorrido por el cuerpo de Cedric. Ninguna célula era inmune. El fin era sólo cuestión de tiempo. Cedric Harring estaba a punto de desintegrarse en sus elementos estelares.
1
El dolor era como un cuchillo al rojo vivo clavado en el pecho y se irradiaba velozmente hacia arriba en paroxismos cegadores que le paralizaban la mandíbula y el brazo izquierdo. Inmediatamente Cedric fue presa del terror que acompaña al miedo a la muerte. Cedric Harring jamás había sentido nada semejante.
En un acto reflejo se aferró con más fuerza al volante del automóvil y de alguna manera se las ingenió para evitar que el vehículo continuase zigzagueando mientras jadeaba tratando de respirar. Acababa de enfilar Storrow Drive por la calle Berkeley, en el centro de la ciudad, y había acelerado en dirección oeste, mezclándose con el enloquecido tráfico de Boston. Las imágenes flotaban ante él y retrocedían, como si circulara por un largo túnel.
Apelando a toda su fuerza de voluntad, Cedric venció la oscuridad que amenazaba con devorarlo. Poco a poco su visión comenzó a aclararse. Aún estaba vivo. En lugar de detener el coche, su instinto le indicó que, si quería sobrevivir, debía dirigirse cuanto antes a un hospital. Por afortunada coincidencia, el Centro Médico del Plan de Buena Salud no se encontraba demasiado lejos. Aguanta un poco más, se dijo.
Tras el dolor apareció una profusa transpiración que primero le bañó la frente y pronto se extendió por el resto de su cuerpo. El sudor le producía escozor en los ojos, pero Cedric no se atrevió a soltar el volante para secárselo. Se internó en Fenway, conjunto residencial ajardinado de Boston, y el dolor le asaltó de nuevo, oprimiéndole el pecho como una cincha de acero. Más adelante, los coches disminuían la marcha ante la luz roja de un semáforo. Pero él no podía detenerse. No había tiempo. Así pues, se inclinó, tocó el claxon y pasó como una exhalación por el cruce. Los automóviles que circulaban por la otra calle lograron esquivarlo por milímetros. Cedric alcanzó a ver los rostros de los conductores, perplejos y furiosos. Se hallaba en Park Drive, con los Back Bay Fens y los jardines de la Victoria a su izquierda. El dolor se había vuelto intenso y abrumador. Casi no podía respirar.
La clínica se encontraba cerca, a la derecha, donde antes se alzaba un edificio de la firma Sears. Un poco más. Por favor... Ante él apareció un gran cartel blanco con una flecha y letras rojas: URGENCIAS.
Cedric se las ingenió para enfilar directamente hacia la plataforma que conducía a la sala de urgencias, no frenó y se estrelló contra el contrafuerte de cemento. Cayó hacia delante, haciendo sonar el claxon, tratando desesperadamente de respirar.
La primera persona que se aproximó a su automóvil fue el guardia de seguridad, quien abrió la portezuela de par en par y, después de observar la alarmante palidez de Cedric, pidió ayuda a voz en grito. Cedric apenas si logró murmurar:
- Dolor en el pecho.
La jefa de enfermeras, Hilary Barton, acudió en aquel instante y solicitó una camilla. Cuando las enfermeras y el guardia de seguridad consiguieron sacar a Cedric del vehículo, apareció un médico de guardia que ayudó a colocarlo sobre la camilla. Se llamaba Emil Frank y era residente desde hacía sólo cuatro meses; unos pocos años antes habría sido considerado interno. Al instante notó la palidez del rostro de Cedric y la profusa transpiración.
- Diaforesis - dijo con tono autoritario -. Probablemente se trata de un infarto.
Hilary puso los ojos en blanco; por supuesto que era un infarto. Mientras avanzaban permaneció junto al paciente, sin prestar atención al doctor Frank, quien se había colocado ya el estetoscopio e intentaba auscultar a Cedric.
En cuanto llegaron a la sala, Hilary pidió oxígeno y una exploración electrocardiográfica, y sugirió a Emil que se administraran al paciente cuatro miligramos de morfina.
A medida que el dolor remitía, la mente de Cedric se aclaró. Aunque nadie se lo hubiera dicho, sabía que había sufrido un infarto y que había estado muy próximo a la muerte. Aun en ese momento, mientras observaba la máscara de oxígeno, el frasco de suero conectado a su brazo y el electrocardiógrafo que vomitaba papel al suelo, Cedric se sintió más vulnerable que nunca.
- Vamos a trasladarlo a la unidad coronaria - informó Hilary -. Todo saldrá bien. -
La enfermera le dio una palmada en la mano, y Cedric trató de sonreír -. Ya hemos avisado a su esposa.
En lo que a Cedric concernía, la unidad coronaria era muy similar a la sala de urgencias, e igualmente aterradora. Estaba llena de aparatos esotéricos y ultramodernos. Oía los latidos de su corazón magnificados por un bip mecánico y, cuando volvía la cabeza, alcanzaba a ver un trazado fosforescente que atravesaba un monitor esférico.
Si bien los aparatos y máquinas le provocaban pavor, resultaba tranquilizador saber que la clínica contaba con semejante tecnología. Aún más tranquilizador le resultó que su médico, que había sido llamado poco después de la llegada de Cedric, entrara en ese momento en la unidad coronaria.
Cedric era paciente del doctor Jason Howard desde hacía cinco años, cuando su empresa, el Boston National Bank, insistió en que sus ejecutivos de alto rango se sometieran a chequeos anuales. Y cuando el doctor Howard, unos años antes y de forma intempestiva, había abandonado la práctica privada de la medicina para entrar a formar parte del cuerpo médico del Plan de Buena Salud (PBS), Cedric lo siguió. Eso significó pasar de la Cruz Azul a un seguro médico privado, pero lo que le impulsó a hacerlo no fue el PBS, sino su confianza en el doctor Howard, lo que Cedric manifestó al médico con toda claridad.
- ¿Cómo vamos? - preguntó Jason, tomando el brazo de Cedric mientras observaba la pantalla del ECG.
- No muy bien - contestó con voz áspera Cedric, quien necesitó inspirar varias veces para pronunciar esas tres palabras.
- Quiero que trate de relajarse.
Cedric cerró los ojos. ¡Relajarse! Vaya broma.
- ¿Tiene mucho dolor?
Cedric asintió. Por las mejillas le rodaban lágrimas.
- Otra dosis de morfina - ordenó Jason.
Minutos después de la segunda dosis, el dolor se hizo más tolerable. El doctor Howard hablaba con el residente para asegurarse de que le habían tomado todas las muestras de sangre necesarias y le pidió un catéter especial. Cedric lo miraba, mucho más tranquilo al ver el perfil apuesto y algo aguileño de Howard e intuir la seguridad y autoridad de ese hombre. Mejor aún, percibía la compasión del doctor Howard, su preocupación. Al doctor Howard le importaba.
- Tenemos que hacerle un pequeño reconocimiento - le explicó Jason -. Queremos insertarle un catéter SwanGanz para ver qué sucede en el interior de su cuerpo.
Emplearemos anestesia local, de modo que no le dolerá. ¿De acuerdo?
Cedric asintió. Por lo que a él respectaba, el doctor Howard tenía carta blanca para hacer lo que juzgara oportuno. Le gustaba la actitud del doctor Howard - jamás hablaba con altivez a sus pacientes -, a pesar de que tres semanas atrás, al realizarle un chequeo, el médico había censurado su dieta excesivamente rica en colesterol, su hábito de fumar dos cajetillas de cigarrillos diarios y su sedentarismo. Ojalá lo hubiera escuchado, pensó Cedric. Sin embargo, pese a la visión pesimista del doctor Howard respecto al estilo de vida de Cedric, aquel había reconocido que los resultados de la revisión eran satisfactorios. El índice de colesterol no era demasiado elevado, y su electrocardiograma era perfecto. Ya más tranquilo, Cedric había abandonado todo intento de dejar de fumar y empezar a hacer ejercicio como le habían aconsejado.
Menos de una semana después, Cedric tuvo la sensación de que estaba a punto de contraer la gripe. Eso fue solo el comienzo. Su aparato digestivo comenzó a hacerse sentir, y le atacó una terrible artritis. Incluso su visión pareció deteriorarse.
Recordaba haber comentado a su esposa que se sentía como si de pronto hubiese envejecido treinta años. Presentaba todos los síntomas que su padre había tenido durante sus últimos meses de vida en la clínica geriátrica. En algunas ocasiones, cuando se miraba de reojo en el espejo, era como si estuviera viendo el fantasma de su padre.
Pese a la morfina, Cedric sintió de pronto una puñalada de dolor intolerable y abrasador. Tal como le había ocurrido en el coche, tuvo la impresión de que se alejaba por un túnel oscuro. Todavía veía al doctor Howard, pero cada vez más distante, y apenas si oía su voz. Entonces el túnel empezó a llenarse de agua. Cedric se ahogaba e intentaba nadar. Comenzó a bracear y manotear con desesperación, pero no encontró ninguna resistencia.
Más tarde, tras unos instantes de agonía, Cedric recobró el conocimiento. Mientras luchaba por regresar al estado consciente, experimentó una presión intermitente en el pecho y algo en la garganta. Alguien estaba de rodillas junto a él y le oprimía el tórax con las manos. Cedric lanzó un grito cuando en su pecho se produjo una explosión y la oscuridad se abatió sobre él como un manto oscuro.
La muerte siempre había sido el peor enemigo del doctor Jason Howard. Cuando era residente del Hospital General de Massachusetts se había mantenido fiel a esa creencia, llegando incluso al extremo de no darse por vencido ante un paro cardíaco hasta que un superior le ordenaba que desistiera de su intento por reanimar al paciente.
Se negaba a creer que ese hombre de cincuenta y seis años a quien había examinado sólo tres semanas antes y declarado sano en líneas generales, estuviera a punto de morir. Lo consideraba una afrenta personal.
Después de observar el monitor, que todavía mostraba una actividad ECG normal, Jason tocó el cuello de Cedric y no sintió el pulso.
- Dadme una aguja para inyección cardíaca - pidió -. Y que alguien le tome la presión arterial.
Le colocaron en la mano una enorme aguja cardíaca mientras él palpaba el pecho de Cedric para localizar el borde del esternón.
- No hay presión arterial - informó Philip Barnes, un anestesista que había acudido a la llamada general que se había difundido por los altavoces tan pronto como Cedric sufrió el paro cardíaco. Había colocado al paciente un tubo endotraqueal y lo ventilaba con oxígeno mediante la compresión de una bolsa Ambu.
Para Jason el diagnóstico era obvio: ruptura cardíaca. Puesto que el electrocardiógrafo todavía funcionaba y no existía, sin embargo, ninguna acción de bombeo del corazón, dedujo que se trataba de una disociación electromecánica. Eso solo podía significar una cosa: la porción de corazón privada de suministro de sangre de pronto se había abierto en dos como una uva apretada entre los dedos. Para corroborar la veracidad de ese espantoso diagnóstico, Jason hundió la aguja cardíaca en el pecho de Cedric, atravesando la cubierta del corazón, el pericardio. Cuando tiró del émbolo, la jeringa se llenó de sangre. No cabía duda; a Cedric se le había reventado el corazón dentro del pecho.
- Llevémoslo a cirugía - exclamó Jason, situándose al pie de la cama de su paciente.
Philip hizo una seña a Judith Reinhart, la jefa de enfermeras de la unidad coronaria. Ambos sabían que era inútil. En el mejor de los casos conseguirían conectar a Cedric a la máquina del corazón - pulmón. Y después, ¿qué?
Philip dejó de suministrar oxígeno al paciente y, en lugar de ayudar a empujar la camilla, se acercó a Jason, le puso una mano en el hombro y lo detuvo.
- Tiene que ser una ruptura cardíaca. Tú y yo lo sabemos. Lo hemos perdido, Jason.
El doctor hizo un gesto de protesta, y Philip lo aferró con más fuerza. Jason miró entonces el rostro ambarino de Cedric. Sabía que Philip tenía razón. Por más que detestara tener que reconocerlo, había perdido al paciente.
- Tienes razón - admitió y de mala gana permitió que Philip y Judith lo alejaran de la unidad coronaria, dejando en manos de las enfermeras la tarea de preparar el cuerpo de Cedric.
Cuando caminaban hacia el vestíbulo central, Jason cayó en la cuenta de que Cedric era el tercer paciente que moría pocas semanas después de someterse a un chequeo con resultados satisfactorios. El primero había fallecido también de un paro cardíaco, y el otro de derrame cerebral.
- Tal vez debería contemplar la posibilidad de cambiar de profesión - dijo Jason, medio en serio -. Ni siquiera mis pacientes internados en la clínica evolucionan como deberían.
- Es solo una mala racha - repuso Philip, dándole una palmada en el hombro -.
Tenemos malas épocas. Las cosas mejorarán.
- Sí, claro - concedió Jason.
Philip lo abandonó para dirigirse a cirugía.
Jason encontró un sillón vacío y se dejó caer pesadamente en él. Tenía que prepararse para enfrentarse a la esposa de Cedric, que llegaría a la clínica en cualquier momento. Se sentía agotado.
- Cualquiera pensaría que a estas alturas debería haberme acostumbrado más a la muerte - murmuró.
- Precisamente eso lo convierte en un buen médico - replicó Judith mientras se ocupaba del papeleo correspondiente.
Jason aceptó el cumplido, pero sabía que su actitud hacia la muerte iba mucho más allá de su vida profesional. Hacía apenas dos años la muerte había destruido todo cuanto Jason más quería y valoraba. Todavía recordaba el timbrazo del teléfono a las doce y cuarto de una noche oscura de noviembre. Había quedado dormido en su despacho mientras trataba de ponerse al día en la lectura de las publicaciones médicas. Pensó que sería Danielle, su esposa, que llamaba desde el Hospital Infantil para avisarle que se retrasaría un poco. Ella era pediatra, y le habían pedido que acudiera esa noche para asistir a un seminario sobre trastornos respiratorios. En cambio la llamada era de la policía de tráfico, para informarle de que un vehículo procedente de Albany, con una carga de planchas de aluminio, había rebasado la división central de la autopista y embestido de frente el automóvil de su esposa. Ella no tuvo la menor posibilidad de salvarse.
Jason recordaba la voz del policía como si todo hubiera ocurrido el día anterior. Tras la conmoción y la incredulidad iniciales, se había apoderado de él la furia, seguida de un abrumador sentimiento de culpabilidad. Si al menos hubiera acompañado a Danielle como tantas veces había hecho, para esperarla leyendo en la Biblioteca Médica Countway, o si al menos hubiera insistido en que se quedara a dormir en el hospital...
Pocos meses después vendió la casa en que rondaba la presencia de Danielle, abandonó la práctica privada de la medicina y vendió el consultorio. Fue entonces cuando se incorporó al cuerpo médico del Plan de Buena Salud. Hizo todo cuanto Patrick Quillan, un psiquiatra amigo, le había aconsejado. Pero el dolor seguía allí, y también la furia.
- Perdón, doctor Howard...
Jason levantó la vista hacia la cara de Kay, la secretaria de la unidad.
- La señora Harring está en la sala de espera - informó Kay -. Le he dicho que usted hablaría con ella.
- Dios - exclamó Jason, frotándose los ojos. Hablar con los familiares de un paciente fallecido era una tarea difícil para cualquier médico, pero desde la muerte de Danielle Jason sentía como propio el dolor de esas personas.
Junto a la unidad coronaria había una pequeña sala de ancha de espera con revistas viejas, sillas y plantas de plástico. La señora Harring miraba fijamente por la ventana que daba hacia el norte, en dirección a Fenway Park y el río Charles. Era una mujer menuda de pelo cano. Cuando Jason entró, ella dio media vuelta y lo miró con ojos enrojecidos y aterrados.
- Soy el doctor Howard - se presentó Jason, indicándole que tomara asiento.
Ella se sentó en el borde de la silla.
- Así pues, es grave... - comenzó a decir ella con un hilo de voz.
- Me temo que son muy malas noticias. El señor Harring ha fallecido. Hemos hecho todo lo posible por salvarlo. Al menos no ha sufrido.
Jason se odió por tener que decir esas mentiras que todo el mundo esperaba oír.
Sabía que Cedric había sufrido; había visto el miedo mortal reflejado en su rostro. La muerte siempre era una lucha, rara vez esa disminución pacífica de la vida que muestran las películas.
El color desapareció del rostro de la señora Harring, y por un momento Jason temió que se desmayara. Por fin la mujer habló:
- No puedo creerlo.
Jason asintió.
- Ya lo sé. - Desde luego que lo sabía.
- No lo entiendo - declaró ella. Miró a Jason con expresión desafiante, el rostro demudado -. Usted le dijo que su salud era muy buena. Le hizo una revisión general y dijo que los resultados eran normales. ¿Por qué no detectó nada en ese chequeo?
Podría haber evitado este desenlance.
Jason reconoció la rabia, ese precursor tan familiar de la congoja. Sintió una enorme compasión por ella.
- No dije exactamente que su salud fuera perfecta - replicó muy suavemente -. Los análisis de laboratorio eran satisfactorios, pero le previne, como siempre, con respecto a su tabaquismo y su dieta. Y le recordé que su padre había muerto de un infarto. La suma de todos esos factores le convertía en una persona con un alto riesgo de sufrir problemas cardíacos, pese a los resultados de las pruebas.
- ¡Pero su padre tenía setenta y cuatro años cuando murió! ¡Y Cedric solo cincuenta y seis! ¿Qué sentido tiene someterse a un chequeo si uno fallece tres semanas después?
- Lo lamento - dijo Jason con ternura -. Nuestra capacidad de predecir el futuro es limitada. Sólo nos queda hacer todo lo que podemos por el enfermo.
La señora Harring suspiró y dejó salir todo el aire de sus pulmones. Sus estrechos hombros se encorvaron hacia delante. Jason advirtió que la furia de la mujer se desvanecía para ser reemplazada por una pena angustiosa. Cuando habló, lo hizo con voz temblorosa:
- Sé que ha hecho todo cuanto ha podido. Lo lamento.
Jason se inclinó para ponerle la mano en el hombro. Debajo de su vestido de seda, la sintió muy frágil.
- Sé lo difícil que es esto para usted.
- ¿Puedo verlo? - preguntó ella, llorando.
- Desde luego. - Jason se puso en pie y le ofreció la mano.
- ¿Sabía que Cedric había concertado una cita para verlo? - inquirió la señora Harring cuando caminaban por el pasillo. Se secó los ojos con un pañuelo de papel que había extraído del bolso.
- No; no lo sabía - reconoció Jason.
- La semana próxima; la única hora libre que había. Cedric no se encontraba bien.
Jason sintió que dentro de él bullía una preocupación defensiva. Aunque estaba seguro de no haber cometido ninguna negligencia profesional, nada le garantizaba que no sería demandado.
- Cuando llamó, ¿dijo que tenía un dolor en el pecho? - preguntó Jason. Se detuvo junto a la señora Harring frente a la puerta de la unidad coronaria.
- No, no. Presentaba diversos síntomas y, sobre todo, un gran agotamiento.
Jason lanzó un suspiro de alivio.
- Le dolían las articulaciones - prosiguió la señora Harring -, y le escocían los ojos.
Le costaba un gran esfuerzo conducir de noche.
¿Le costaba conducir de noche? Aunque no era un síntoma relacionado con un infarto, encendió una señal de alarma en la mente de Jason.
- Y la piel se le puso muy seca. Además, había perdido mucho pelo...
- El pelo se reemplaza de forma natural - dijo Jason, mecánicamente.
Era evidente que esa letanía de quejas no tenía nada que ver con el infarto agudo sufrido por su marido. Abrió la pesada puerta de la unidad e indicó a la señora Harring que lo siguiera. Después la guió al compartimento por la sala.
Cedric estaba cubierto con una sábana blanca y limpia. La señora Harring colocó su mano, delgada y huesuda, sobre la cabeza de su esposo.
- ¿Le gustaría verle la cara? - preguntó Jason.
La señora Harring asintió, y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, que le rodaron por las mejillas. Jason echó hacia atrás la sábana y retrocedió un paso.
- ¡Dios mío! - exclamó ella -. ¡Está igual que su padre antes de morir! - Miró hacia otro lado y murmuro -: Nunca había sospechado hasta qué punto envejece la muerte a una persona.
“Por lo general no es así”, pensó Jason. Ahora que ya no estaba concentrado en el corazón de Cedric, reparó en los cambios que había sufrido su rostro. Había perdido mucho pelo, tenía los ojos más hundidos y su cara presentaba un aspecto macilento y enjuto muy distinto de la apariencia que Jason recordaba de Cedric tres semanas antes, cuando le había efectuado el chequeo. Jason volvió a cubrirle con la sábana y condujo a la señora Harring hacia la pequeña sala de espera. La obligó a sentarse y tomó asiento frente a ella.
- Sé que no es un buen momento para abordar este tema - dijo Jason -, pero nos gustaría que nos diera permiso para examinar el cuerpo de su marido. Gracias a eso tal vez aprendamos algo que resulte beneficioso para otra persona en el futuro.
- Supongo que si puede ayudar a otros...
La señora Harring se mordió el labio. Le costaba mucho pensar, y mucho más tomar una decisión...
- Sí, será de gran ayuda. Y realmente apreciamos su generosidad. Si aguarda aquí un minuto, pediré que le traigan los formularios.
- Muy bien - concedió la señora Harring con resignación.
- Lo lamento - repitió Jason -. Por favor, llámeme si puedo hacer algo por usted.
Jason comunicó a Judith que la señora Harring había consentido en que se realizara la autopsia.
- Hemos telefoneado a la oficina del forense y hablado con la doctora Danforth. Nos ha dicho que le interesa el caso - informó Judith.
- Bueno, entonces asegúrate de que nos envíen todos los resultados - dijo Jason.
Tras vacilar un instante, añadió -: ¿Notaste algo raro en el señor Harring? ¿No tenía un aspecto demasiado envejecido para un hombre de cincuenta y seis años?
- No noté nada - respondió Judith antes de alejarse presurosa. En una unidad con once pacientes, ya la reclamaban para atender otra crisis.
Jason era consciente de que el caso de Cedric estaba desbaratándole los compromisos del día, pero la muerte inesperada de su paciente seguía perturbándolo.
Después de tomar una decisión llamó a la doctora Danforth, que tenía una voz grave y sonora, y la convenció de que les permitiera realizar la autopsia en la clínica con el argumento de que el paciente procedía de una familia con tendencia a padecer enfermedades coronarias, y que quería comparar la patología cardíaca con las ergometrías que le había practicado con anterioridad. La forense dejó el caso en sus manos.
Antes de abandonar la unidad coronaria, Jason aprovechó la oportunidad para ver a otro de sus pacientes que no se encontraba muy bien.
Brian Lennox, de sesenta y un años, también había sufrido un infarto. Llevaba tres días internado en la clínica, y si bien en un principio el tratamiento había dado buen resultado, el curso de su enfermedad había tomado un repentino giro negativo. Esa mañana, antes de realizar su recorrido de visitas diario, Jason planeaba sacar a Lennox de la unidad coronaria, hasta que descubrió que el hombre estaba a punto de sufrir una insuficiencia cardíaca congestiva. Supuso una enorme decepción para él tener que incorporar a Brian Lennox a la lista de pacientes internados en la clínica que en los últimos tiempos habían empeorado. En lugar de trasladar al paciente, Jason había ordenado un tratamiento intensivo para evitar la insuficiencia cardíaca.
Cualquier esperanza de que el señor Lennox se recuperara desapareció en cuanto Jason lo vio. Sentado en la cama, respiraba de forma rápida y superficial detrás de una máscara de oxígeno. Su rostro había adquirido una tonalidad grisácea que Jason había aprendido a temer. La enfermera que lo atendía se enderezó después de controlar el goteo intravenoso y condujo al doctor fuera del compartimento, hasta el centro de la sala. El nombre que lucía en el uniforme era “señorita Levay, ED”.
- Nada parece surtir efecto - explicó, preocupada -. A pesar de todo, la presión en la vena pulmonar ha aumentado. Se le han administrado diuréticos, Hidralazina y Nitropruside. No sé qué hacer.
Jason miró por encima del hombro a la señorita Levay en dirección al cubículo donde se encontraba su paciente. El señor Lennox respiraba como una locomotora en miniatura. La única solución que se le ocurrió fue un trasplante, lo que por otro lado resultaba imposible, pues el hombre era un gran fumador y sin duda tenía un enfisema además del problema cardíaco. De todos modos el señor Lennox debería haber respondido a la medicación. Jason sospechó que tal vez el área del corazón afectada por el infarto estaba ampliándose.
- Citemos al equipo de cardiología - propuso Jason -. Tal vez ellos conseguirán detectar si las coronarias están más deterioradas. Es lo único que se me ocurre. Quizá sea candidato a un bypass.
- Bueno, al menos es algo - replicó la señorita Levay, quien sin vacilar se dirigió al escritorio central para convocar la consulta.
Jason regresó junto a Brian Lennox para brindarle un poco de compasión. Deseó tener algo más para darle, pero no podía hacer más por él; se suponía que el diurético debía reducir los líquidos, mientras que los medicamentos disminuían la precarga y poscarga sobre el corazón. Todo esto tenía como finalidad aminorar el esfuerzo que se le exigía al corazón para que bombeara la sangre y así permitir que este cicatrizara después del infarto. Sin embargo el tratamiento no funcionaba. Lennox empeoraba pese a todos los esfuerzos. Tenía los ojos hundidos y vidriosos.
Jason posó la mano sobre la frente sudorosa de Brian y le apartó el cabello. Para su sorpresa, algunos pelos quedaron en su mano. Los observó con perplejidad y luego, con mucho cuidado, tiró de otros, que salieron casi sin resistencia. Al mirar la almohada, encontró más pelo. Se preguntó si algún medicamento de los que le había administrado tendría como efecto secundario potencial la caída del cabello. Decidió que estudiaría el asunto por la tarde. En ese momento la caída del cabello carecía de importancia, pero le recordó el comentario de la señora Harring. ¡Extraño!
Después de ordenar que le avisaran una vez efectuada la consulta del equipo de cardiología, y tras echar una última mirada masoquista al cuerpo de Cedric Harring cubierto con una sábana, Jason abandonó la sala de unidad coronaria y subió en el ascensor hasta el segundo piso, que conectaba la clínica con el edificio de consultorios externos. El Centro Médico PBS constituía el imponente núcleo central del importante plan de medicina privada; contaba con una clínica de cuatrocientas camas con un centro de cirugía ambulatoria, un departamento separado de consultorios externos, una pequeña ala dedicada a la investigación y toda una planta de oficinas. El bloque principal, originalmente diseñado como edificio de oficinas de los almacenes Sears, tenía ciertas reminiscencias de art déco y había sido totalmente reformado para albergar la clínica y las oficinas de administración. El destinado a consultorios externos e investigación era nuevo, pero había sido construido imitando la vieja estructura del principal. Estaba edificado sobre pilares, con un aparcamiento en el subterráneo. El consultorio de Jason se encontraba en el tercer piso, junto con el resto del departamento de Medicina Interna.
En el Centro PBS había dieciséis médicos internos. La mayoría eran especialistas, y unos pocos, como Jason, se dedicaban a la medicina clínica. Jason siempre había pensado que lo que le interesaba realmente era toda la variedad de enfermedades humanas, no tan sólo algunos órganos o sistemas específicos.
Las oficinas y consultorios estaban distribuidos alrededor del perímetro de una sala de espera con asientos confortables y un escritorio central. Los gabinetes de examen se hallaban entre los consultorios, y en un extremo había pequeñas salas de tratamiento.
Había un equipo de personal de apoyo que en teoría debía trabajar por turnos con los diversos médicos, pero en la práctica las enfermeras y secretarias tendían a colaborar de forma casi exclusiva con uno de ellos. Tal situación estimulaba la eficacia, puesto que permitía cierta adaptación a las excentricidades de cada doctor. Una enfermera llamada Sally Baunan y una secretaria llamada Claudia Mockelberg se habían alineado junto a Jason, quien se llevaba bien con ambas mujeres, y en particular con Claudia, quien se tomaba un gran interés por el bienestar del médico. Había perdido a su único hijo en Vietnam y sostenía que Jason se le parecía muchísimo pese a la diferencia de edad entre ambos.
Al ver llegar a Jason las dos mujeres lo siguieron a su consultorio. Sally llevaba en los brazos una pila de carpetas con las historias clínicas de los pacientes que esperaban ser atendidos. Era una mujer compulsiva, y el retraso de Jason había perturbado su rutina, cuidadosamente planeada. Estaba impaciente porque “empezara la función”, pero Claudia la detuvo y le pidió que saliera del consultorio.
- ¿Ha ido tan mal como su aspecto da a entender? - preguntó Claudia.
- ¿Tanto se me nota? - replicó Jason mientras se lavaba las manos en la pila ubicada en un rincón del consultorio. Ella asintió.
- Parece un hombre que acaba de ser arrollado por un tren emocional.
- Cedric Harring ha muerto - explicó él -. ¿Lo recuerda?
- Vagamente - reconoció Claudia -. Después de que lo llamaran a urgencias, busqué el historial clínico del paciente. Está sobre su escritorio.
Jason bajó la vista hacia la carpeta. En ocasiones la eficiencia de Claudia era apabullante.
- ¿Por qué no se sienta un momento? - sugirió la secretaria. Nadie como ella en el PBS conocía la reacción de Jason ante la muerte. Claudia era una de las dos únicas personas del centro a quienes Jason había confiado todo lo relativo al fatal accidente de su esposa.
- Ya vamos muy retrasados con los pacientes - dijo Jason -. Sally comenzará a impacientarse.
- Al demonio con Sally. - Claudia rodeó el escritorio y con mucha suavidad lo obligó a sentarse -. Sally puede esperar algunos minutos más.
Jason sonrió a su pesar e, inclinándose, hojeó el historial clínico de Cedric Harring.
- ¿Recuerda que, el mes pasado, otros dos pacientes murieron poco después de someterse a un chequeo completo?
- Briggs y Connoly - dijo Claudia sin vacilar.
- ¿Qué tal si busca sus historiales clínicos? No me gusta nada lo que está pasando.
- Sólo si me promete que no... - Claudia se interrumpió para buscar la palabra adecuada - se preocupará en exceso por eso. La gente muere. Desgraciadamente ocurre. Es un hecho asociado de manera inevitable a esta profesión. ¿Comprende? ¿Por qué no toma una taza de café?
- Los historiales clínicos - repitió Jason.
- Muy bien, muy bien - concedió Claudia antes de retirarse.
Jason abrió la carpeta de Cedric Harring y comenzó a leer el historial clínico y los resultados del chequeo. Aparte de sus hábitos de vida nada saludables, no había ningún otro dato preocupante. Estudió el electrocardiograma y la ergometría en busca de alguna señal de desastre inminente. No encontró nada, ni aun contando con la ventaja que le proporcionaba saber cómo había evolucionado el caso.
Claudia entró en el consultorio sin llamar. Jason alcanzó a oír las súplicas de Sally:
“Claudia... por favor”, pero ésta le cerró la puerta en las narices, se acercó al escritorio y dejó caer sobre él las carpetas de Briggs y Connoly.
- Los nativos están muy inquietos - dijo antes de marcharse.
Jason procedió a examinar los historiales. Briggs había fallecido de un infarto masivo similar, probablemente, al de Harring. La autopsia había mostrado una oclusión extendida en toda la zona coronaria, pese a que el electrocardiograma realizado cuatro semanas antes de su muerte, en el chequeo, ofrecía un aspecto tan normal como el de Harring, y lo mismo ocurría con la ergometría. Jason meneó la cabeza, desalentado. Se suponía que la ergometría, aún más que el electrocardiograma, debía detectar cualquier señal que preludiara un desenlace fatal.
Todo parecía indicar que el chequeo para ejecutivos resultaba totalmente inútil; no sólo no detectaba los problemas serios, sino que proporcionaba una falsa sensación de seguridad a los pacientes, quienes, puesto que los resultados de la revisión eran normales, ya no se sentían motivados para cambiar su estilo de vida poco saludable.
Briggs, al igual que Harring, rondaba los sesenta, fumaba mucho y jamás hacía ejercicio.
El segundo paciente, Rupert Connoly, había muerto de un ataque cerebrovascular masivo. Como en los otros casos, había transcurrido poco tiempo desde que fuera sometido a un chequeo para ejecutivos, que tampoco reveló anormalidades alarmantes.
Además de un estilo de vida poco saludable, Connoly había sido un gran bebedor, aunque sin llegar a ser alcohólico. Jason se disponía a cerrar la carpeta cuando advirtió un detalle que había pasado por alto. En el informe de la autopsia forense había registrado un desarrollo significativo de cataratas. Jason no recordaba con exactitud la edad del paciente, de modo que buscó la página correspondiente a los datos personales. Connoly sólo contaba cincuenta y ocho años. Si bien la existencia de cataratas a esa edad no era desconocida, se trataba de un hecho poco común. Jason estudió la hoja correspondiente al examen físico para ver si había detectado la presencia de cataratas en el chequeo. Se sintió inquieto al descubrir que no las había incluido; según su informe, los ojos, los oídos, la nariz y la garganta se hallaban dentro de límites normales. Jason se preguntó si quizá con la edad estaba volviéndose descuidado. Luego leyó que en su informe constaba que el estado de las retinas era normal. Al visualizar las retinas, forzosamente tendría que haber notado la existencia de cataratas. De todos modos, como no era oftalmólogo, conocía sus limitaciones en tal sentido. Se preguntó si alguna clase de cataratas impedían el paso de la luz más que otras. Agregó esa pregunta a su lista mental de asuntos que debía investigar.
Jason apiló las carpetas. Tres hombres aparentemente sanos habían fallecido un mes después de un chequeo completo. “Dios santo - pensó -. Por lo general la gente teme acudir a los hospitales y clínicas. Si esto llega a divulgarse, es posible que se nieguen a someterse a chequeos clínicos.” Jason tomó las tres carpetas y salió de su consultorio. Observó que en el escritorio central Sally se ponía en pie y lo miraba con expresión interrogante. Jason formó silenciosamente con los labios las palabras “dos minutos” mientras recorría la sala. Pasó junto a varios pacientes suyos, a quienes saludó sonriente con una inclinación de la cabeza, y se internó en el vestíbulo que conducía al consultorio de Roger Wanamaker, un interno especialista en cardiología cuya opinión le merecía gran respeto. Lo encontró en el momento en que salía de un gabinete de examen. Era un hombre obeso con cara de sabueso, llena de carnosidades y piel sobrante.
- ¿Dispones de unos minutos para una breve consulta? - preguntó Jason.
- Te costará bastante - bromeó Roger -. ¿De qué se trata?
Jason siguió al hombre a su desordenado consultorio.
- Por desgracia, de algunos datos bastante alarmantes. - Jason abrió las carpetas de sus tres pacientes fallecidos, buscó los electrocardiogramas y los colocó delante de Roger -. He de reconocer que me da bastante vergüenza explicarlo, pero lo cierto es que tres de mis pacientes, de mediana edad, murieron poco después de que sus exhaustivos chequeos para ejecutivos demostraran que gozaban de buena salud. Uno de ellos ha muerto hoy; ruptura cardíaca después de un infarto masivo de miocardio. Yo mismo le realicé un examen clínico hace tres semanas. Es este. Aun conociendo el desenlace, no logro encontrar ningún problema en los trazados. ¿Qué opinas tú?
Se produjo un silencio mientras Roger examinaba los electrocardiogramas.
- Bienvenido al club - dijo finalmente.
- ¿Al club?
- Estos electros no revelan ningún problema - afirmó Roger -. Todos hemos pasado por lo mismo. En los últimos meses he tenido dos casos así. Y creo que, si se atrevieran, todos reconocerían que han tenido por lo menos un par de casos semejantes.
- ¿Y por qué no ha salido el tema a relucir?
- Contesta tú a esa pregunta - replicó Roger con una sonrisa irónica -. Tampoco tú has divulgado lo que te ha sucedido, ¿verdad? Es ropa sucia. Todos preferimos no llamar la atención sobre el asunto. Pero tú eres el jefe del servicio. ¿Por qué no convocas una reunión?
Jason asintió con una expresión apenada. Ser jefe del servicio no era un cargo deseable. Cada año lo asumía un interno distinto, y dos meses antes le había correspondido a Jason.
- Supongo que es lo más conveniente - admitió Jason mientras recogía las carpetas del escritorio de Roger -, aunque sólo sea para que los médicos que han tenido la misma experiencia sepan que no están solos.
- De acuerdo - convino Roger poniéndose en pie -. Pero no esperes que todos sean tan sinceros como tú.
Jason regresó al escritorio central e indicó con una seña a Sally que hiciera pasar al primer paciente. La enfermera se levantó al instante. Luego Jason se dirigió a Claudia.
- Claudia, necesito que me haga un favor. Confeccione una lista de todos los chequeos que he realizado el último año, busque las carpetas de los historiales clínicos e infórmese de cuál es el estado de salud de esos pacientes. Quiero asegurarme de que no hay otro episodio similar a los que se han presentado.
- Será una lista muy larga - advirtió Claudia.
Jason lo sabía. En su deseo de promocionar la medicina preventiva, el PBS había llevado a cabo una gran campaña a favor de los chequeos anuales y había modernizado el proceso para abarcar al mayor número posible de personas. Jason sabía que, como promedio, realizaba más de cinco revisiones a la semana.
Durante las horas que siguieron se dedicó a atender a sus pacientes, quienes le brindaron una interminable letanía de problemas y lamentos. Sally se mostró inexorable en su tarea de hacer pasar al siguiente paciente en cuanto el anterior salía.
Saltándose el almuerzo, Jason logró visitar a todos los enfermos que habían concertado cita.
A media tarde, cuando regresaba a un gabinete de tratamiento donde había realizado una sigmoidoscopia a un paciente con cilitis ulcerosa recurrente, Claudia le hizo señas de que se dirigiera al escritorio central. Al acercarse Jason advirtió que la mujer exhibía una sonrisa petulante, lo cual le indicó que sucedía algo.
- Tiene una visita muy importante - anunció Claudia con voz engolada, imitando a un personaje de televisión.
- ¿Quién? - preguntó Jason, escrutando con la mirada la sala de espera.
- Está en su consultorio - dijo Claudia. Jason miró hacia allí. La puerta estaba cerrada. No era propio de Claudia hacer entrar a alguien en su ausencia. Volvió a mirar a su secretaria.
- Claudia, ¿cómo ha permitido que alguien me espere en mi consultorio?
- Insistió en que así fuera - contestó Claudia -, y ¿quién soy yo para impedírselo?
Era evidente que, quienquiera que fuese, esa persona la había ofendido. Jason, que la conocía bien, lo adivinó. Y sin duda la persona en cuestión tenía cierta autoridad en el PBS. En cualquier caso Jason comenzaba a hartarse del juego.
- ¿Me dirá de quién se trata, o es una sorpresa?
- Es el doctor Alvin Hayes - respondió Claudia, parpadeando y haciendo un gesto despreciativo.
Agnes, la secretaria de Roger, rió entre dientes.
Jason se encaminó hacia su consultorio. Recibir la visita del doctor Alvin Hayes constituía un hecho insólito, pues era nada menos que el investigador estrella del PBS, que lo había contratado para mejorar su imagen. Se había tratado de una operación semejante a la de la Corporación Humana, cuando se contrató al doctor William DeVries, el cardiocirujano de fama internacional. Si bien el PBS, como Organización de Mantenimiento de la Salud, no apoyaba la investigación, había contratado a Hayes con un sueldo fabuloso con el fin de aumentar su prestigio, especialmente entre la comunidad académica de Boston. Al fin y al cabo, el doctor Alvin Hayes, un biólogo molecular de fama internacional, había aparecido en la portada de la revista Time después de haber desarrollado un método para producir la hormona del crecimiento humano con tecnología de ADN recombinante. La hormona de crecimiento que había creado era idéntica a la variedad humana. Los primeros intentos habían dado como resultado una hormona similar, pero no idéntica. Por ese motivo su descubrimiento se consideró de enorme importancia.
Jason abrió la puerta de su consultorio. No lograba intuir el motivo de la visita de Hayes, quien prácticamente no le había prestado la menor atención desde el día en que se incorporó al centro, hacía ya un año, pese al hecho de que ambos habían estudiado juntos en la Facultad de Medicina de Harvard. Después de la graduación cada uno había tomado un camino distinto. Cuando Alvin Hayes entró a formar parte del PBS, Jason lo buscó para darle la bienvenida. Sin embargo aquel se había mantenido distante, sin duda impresionado por su propia celebridad, y era evidente que despreciaba la decisión de Jason de seguir practicando la medicina clínica. Aparte de algunos encuentros casuales, ambos doctores se ignoraban. De hecho Hayes prescindía por completo de todos los demás integrantes del PBS y se había convertido en lo que la gente suele llamar un “científico loco”. Había llegado incluso al extremo de descuidar su aspecto personal; vestía ropa holgada, sin planchar, y llevaba el pelo muy largo, lo que le daba la apariencia de un nostálgico de la turbulenta década de los sesenta. Si bien la gente murmuraba - Hayes tenía pocos amigos -, todos lo respetaban. Trabajaba muchísimas horas durante el día y elaboraba un número increíble de estudios y artículos científicos.
Alvin Hayes estaba arrellanado en uno de los sillones situados frente al escritorio.
De aproximadamente la misma estatura que Jason, el cabello desgreñado le caía al rededor del rostro, juvenil y regordete, que aparecía más amarillento que nunca.
Siempre había exhibido esa peculiar palidez que caracteriza a los científicos que pasan gran parte de su tiempo en el laboratorio, pero el ojo clínico de Jason percibió un incremento en esa tonalidad, así como una laxitud que hacía que Hayes pareciera enfermo y evidentemente agotado. Jason se preguntó si se trataba de una visita profesional.
- Lamento molestarte - dijo Hayes, poniéndose en pie con bastante esfuerzo -. Sé que estás ocupado.
- En absoluto - mintió Jason, quien rodeó el escritorio para tomar asiento. Se quitó el estetoscopio que le colgaba del cuello -. ¿Qué puedo hacer por ti?
Hayes se mostraba nervioso y fatigado, como si no hubiera dormido en varios días.
- Necesito hablar contigo - dijo inclinándose y adoptando un tono de conspiración.
Jason se echó hacia atrás. El aliento de Hayes era fétido, y sus ojos tenían un aspecto vidrioso, lo que le otorgaba una apariencia de alucinado. Llevaba la bata blanca de laboratorio, arrugada y manchada, arremangada por encima de los codos. Su reloj de pulsera estaba tan suelto que a Jason le extrañó que no lo hubiera perdido.
- ¿Cuál es el problema?
Hayes se inclinó aún más, los nudillos apoyados sobre el escritorio de Jason.
- Aquí no - murmuró -. Quiero hablar contigo esta noche, fuera del PBS.
Se produjo un silencio tenso.
El comportamiento de Hayes era a todas luces anormal, y Jason se preguntó si no resultaría más conveniente tratar de convencerle de que visitara a su amigo Patrick Quillan, pensando que tal vez un psiquiatra le serviría de más ayuda. Si Hayes quería conversar fuera de la clínica, sin duda el asunto no tenía nada que ver con su salud.
- Es importante - agregó Hayes, golpeando con impaciencia el escritorio de Jason.
- De acuerdo - se apresuró a decir Jason, temeroso de que Hayes armara un escándalo -. ¿Qué tal si cenamos juntos? - Prefería citarse con él en un lugar público.
- Muy bien. ¿Dónde?
- No importa dónde - respondió Jason, encogiéndose de hombros -. ¿Qué te parece el North End, para saborear especialidades italianas?
- De acuerdo. ¿Cuándo y dónde?
Jason repasó mentalmente la lista de restaurantes que conocía en el North End de Boston, un barrio populoso formado por calles serpenteantes donde el visitante tiene la extraña impresión de que ha sido transportado a la Italia meridional.
- ¿Qué te parece el Carbonara? - sugirió -. Está en la plaza Rachel Revere, frente a la Paul Rever House.
- Lo conozco - dijo Hayes -. ¿A qué hora?
- ¿A las ocho?
- Perfecto. - Hayes dio media vuelta y caminó tambaleándose hacia la puerta -. Y no invites a nadie más. Quiero hablar contigo a solas.
Y sin aguardar respuesta, cerró la puerta tras de sí. Jason meneó la cabeza y se dispuso a atender a los pacientes que lo esperaban.
Al cabo de pocos minutos se encontraba ya enfrascado en su tarea, y el extraño episodio con Hayes había desaparecido de su mente. La tarde transcurrió sin ninguna sorpresa desagradable. Al menos sus pacientes externos parecían encontrarse bien y responder de manera positiva a los diversos tratamientos que les había recetado. Eso reforzó su confianza y lo compensó del malestar que le había provocado la muerte de Harring. Cuando sólo le quedaban dos pacientes por atender, cruzó la sala de espera después de haber realizado una intervención quirúrgica menor en un gabinete de tratamiento. Antes de entrar en su consultorio para extender una receta, reparó en que Shirley Montgomery estaba apoyada contra el escritorio central, conversando con las secretarias. En ese ambiente, Shirley se destacaba tanto como Cenicienta en el baile. En contraste con las demás mujeres, que usaban faldas y blusas blancas o conjuntos de chaqueta y pantalón blancos, Shirley lucía un vestido de seda de corte clásico que intentaba - sin conseguirlo - ocultar su atractiva figura. Aunque pocas personas lo adivinarían al verla, Shirley era la ejecutiva encargada de la organización del PBS. Además de ser tan atractiva como una modelo, se había doctorado en administración hospitalaria en la Universidad de Columbia y había realizado un curso de posgrado en la Escuela de Comercio de la Universidad de Harvard. En lugar de intimidar a los demás con su belleza y su inteligencia, Shirley se mostraba expansiva y simpática y como resultado se llevaba bien con todo el mundo; con el personal de mantenimiento, las secretarias, las enfermeras e incluso los cirujanos. Shirley Montgomery bien podía atribuirse el mérito de contribuir a la cohesión y el perfecto funcionamiento del PBS.
Cuando vio a Jason, se excusó con las secretarias y se acercó a él con la gracilidad de una bailarina. Se peinaba la castaña cabellera hacia un lado, dejando descubierta la frente.
El maquillaje estaba aplicado con manos tan expertas que parecía inexistente. Sus enormes ojos azules exhibían un brillo de inteligencia.
- Perdóneme, doctor Howard - dijo, formalmente, mientras en las comisuras de su boca aparecía el esbozo de una sonrisa. Aunque el personal lo ignoraba, Shirley y Jason se veían fuera de la clínica desde hacía varios meses. Todo había comenzado durante una de las reuniones semestrales del cuerpo médico, donde charlaron mientras bebían un cóctel. Cuando Jason se enteró de que el marido de Shirley había muerto hacía poco de cáncer, se sintió inmediatamente ligado a ella.
Durante la cena que siguió, ella le contó que cierta mañana, tres años antes, su marido había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Pocos meses después moría de un tumor cerebral que no respondió a ningún tratamiento. Por esa época ambos trabajaban en la Corporación Hospitalaria Humana. Después, al igual que Jason, Shirley había sentido el impulso de mudarse y se había trasladado a Boston. Su historia afectó tanto a Jason que este se obligó a romper su muro de silencio. Así pues, esa misma noche le confió la angustia que le habían provocado el accidente y la muerte de su esposa.
El hecho de compartir semejante experiencia emocional unió a Jason y Shirley, que iniciaron una relación entre el romance y la amistad. Los dos sabían que, emocionalmente, el otro estaba demasiado afectado para apresurarse. Jason estaba perplejo. Shirley jamás lo había abordado de esa manera. Como de costumbre, él apenas comprendía qué pasaba por la mente de Shirley. En muchos sentidos era la mujer más complicada que había conocido jamás.
- ¿En qué puedo servirla? - preguntó Jason, tratando de adivinar qué se proponía.
- Supongo que estará muy ocupado - contestó ella -, pero me preguntaba si estaría libre esta noche. - Shirley bajó la voz y dio la espalda a Claudia, quien tenía la vista clavada en ella -. Esta noche celebraré en mi casa una cena con varios conocidos de la Harvard Business School y me gustaría que asistiera. ¿Lo hará?
Al punto Jason lamentó haberse citado con Alvin Hayes. Ojalá hubieran quedado sólo para tomar unas copas...
- Sé que la invitación es muy precipitada - dijo Shirley al percibir la vacilación de Jason.
- Ese no es el problema. He prometido a Alvin Hayes que cenaría con él.
- ¿A nuestro doctor Hayes? - preguntó Shirley con evidente sorpresa.
- El mismo. Sé que resulta extraño, pero lo noté bastante alterado. Y aunque jamás se ha mostrado muy cordial conmigo, sentí lástima por él. La idea de reunirnos partió de él.
- ¡Caramba, qué pena! - exclamó Shirley -. Sé que habría disfrutado de la compañía de este grupo de amigos. Bueno, otra vez será...
- Le tomo la palabra - dijo Jason. Shirley se disponía a alejarse cuando él recordó su conversación con Roger Wanamaker -. Creo que es mi deber informarle de que he decidido convocar una reunión del cuerpo médico. Una serie de pacientes han muerto de enfermedades coronarias que nuestros chequeos no detectaron. Como jefe del servicio debo investigar el asunto. Fallecer repentinamente un mes después de que aseguráramos al paciente que su salud era satisfactoria no constituye una buena propaganda para el PBS.
- ¡Santo Dios! - exclamó Shirley -. ¡No se le ocurra propagar rumores de esa naturaleza!
- Bueno, resulta un tanto desalentador ver que alguien a quien uno ha examinado a fondo y declarado sano muere a las pocas semanas. La finalidad del chequeo para ejecutivos consiste en evitar que eso suceda. Opino que deberíamos tratar de incrementar la sensibilidad de las ergometrías.
- Una finalidad muy loable - convino Shirley -. Sólo le pido que no divulgue demasiado esos casos. Nuestros chequeos para ejecutivos desempeñan un papel primordial en la campaña para atraer a empleados de las corporaciones más importantes de esta zona. Así pues, mantengamos la información dentro de los límites de nuestra organización.
- Por supuesto - concedió Jason -. Lamento lo de esta noche.
- También yo - dijo Shirley. Luego, en voz baja, añadió -: Pensaba que el doctor Hayes era una persona poco sociable a quien no le gustaba salir. ¿Qué le ocurre?
- Lo ignoro - reconoció Jason -, pero en cuanto me entere se lo comunicaré.
- Por favor - dijo Shirley -. Al fin y al cabo, fui yo quien insistió en contratar a Hayes. Por ese motivo me siento responsable. Nos mantendremos en contacto - dijo antes de alejarse, sonriendo a los pacientes que esperaban.
Jason la observó hasta que advirtió la mirada penetrante de Claudia, quien enseguida bajó la vista y se enfrascó en su trabajo. Jason se preguntó si había descubierto el secreto de su relación con Shirley. Encogiéndose de hombros, entró en su consultorio para atender a los dos últimos pacientes.
A Jason le encantaba el final del otoño en Boston, a pesar del invierno frío que anunciaba. Con su sombrero de fieltro de ala ancha al estilo Indiana Jones y su cómodo impermeable Burberry, estaba bien protegido contra la fría noche de octubre.
Ráfagas de viento hacían remolinear las hojas amarillentas de un olmo alrededor de los pies de Jason a medida que avanzaba por la calle Mt. Vernon. Después de cruzar el paseo del Government Center, rodeó el Faneuil Hall Meketplace, lleno de artistas callejeros, y se internó en el North End, la “pequeña Italia” de Boston. Había gente por todas partes; hombres que hablaban animadamente en las esquinas, mujeres que, asomadas a las ventanas, chismorreaban con sus amigas del otro lado de la calle. Se percibían los aromas a café molido y a tartas y pasteles con sabor a almendra. Como la misma Italia, el vecindario era un deleite para los sentidos.
Después de caminar dos manzanas por la calle Hannover, Jason dobló hacia la derecha y enseguida divisó la modesta casa de madera de Paul Revere. La plaza empedrada quedaba delimitada por una pesada cadena náutica negra enlazada en postes metálicos. Frente a la casa de Paul Revere se hallaba Carbonara, uno de los restaurantes favoritos de Jason. En la manzana había otros dos más, pero ninguno era tan bueno como el Carbonara. Jason ascendió por dos escalones y fue recibido por el maître, quien lo condujo a su mesa junto al ventanal frontal, que le proporcionaba una vista de la pintoresca plaza. Al igual que muchos rincones de Boston, el lugar tenía cierto aire de irrealidad.
Jason pidió una botella de vino blanco Gavi y se entretuvo saboreando una fuente de antipasto mientras aguardaba la llegada de Hayes. Al cabo de diez minutos un taxi se detuvo ante la puerta del restaurante, y Hayes se apeó. Cuando el automóvil se hubo alejado, Hayes permaneció unos segundos en la acera, mirando hacia la calle North, en la dirección por donde había venido. Jason lo observó, y preguntándose a qué esperaba para entrar. Un momento después Hayes dio media vuelta y cruzó el umbral del Carbonara.
Mientras el maître lo acompañaba a la mesa, Jason notó cuánto desentonaba Hayes en ese ambiente sofisticado y entre los comensales vestidos con gran elegancia. En lugar de su manchada bata de laboratorio, Hayes llevaba una holgada chaqueta de tweed con un parche descosido en el codo. Caminaba con tal dificultad que Jason se preguntó si había estado bebiendo.
Ignorando la presencia de Jason, Hayes se desplomó en la silla vacía y miró por el ventanal hacia la calle North. Apareció una pareja cogida del brazo y Hayes la contempló hasta que desapareció de su vista hacia la calle Prince. Los ojos del investigador todavía tenían un aspecto vidrioso, y Jason advirtió que sobre su nariz se había diseminado una nueva red de capilares. Su tez ofrecía un color ambarino, no muy distinto del que Harring exhibía cuando Jason lo había visto en la unidad coronaria. Todo apuntaba a que Hayes no se encontraba bien de salud.
Hayes hurgó en un bolsillo de su chaqueta de tweed y extrajo una cajetilla arrugada de Camel sin filtro. Sus ojos centelleaban. Tras encender un cigarrillo con manos temblorosas, anunció:
- Alguien está siguiéndome.
Jason no sabía cómo reaccionar.
- ¿Estás seguro?
- Sin la menor duda - respondió Hayes antes de dar una larga calada. Un trozo de ceniza humeante cayó sobre el mantel blanco -. Un individuo moreno, agradable, bien vestido. Un extranjero - agregó con tono ponzoñoso.
- ¿Eso te preocupa? - preguntó Jason, tratando de jugar al psiquiatra. Además de otras cosas, Hayes era un paranoico.
- ¡Cielos, sí! - exclamó Hayes. Algunas cabezas se volvieron hacia él, y Hayes bajó la voz -: ¿Tú no estarías preocupado si alguien quisiera matarte?
- ¿Matarte? - dijo Jason como un eco, convencido ya de que Hayes había perdido el juicio.
- En efecto. Y también a mi hijo.
- Ignoraba que tenías un hijo - admitió Jason.
De hecho ni siquiera sabía que Hayes estuviera casado. En la clínica se rumoreaba que el hombre frecuentaba discotecas en las escasas ocasiones en que deseaba divertirse.
Hayes aplastó el cigarrillo en el cenicero, maldijo entre dientes y, encendiendo otro, lanzó el humo en bocanadas cortas y nerviosas. Jason comprendió que se hallaba muy alterado y que sería preciso tratarlo con mucho tacto.
- Me gustaría poder ayudarte - declaró Jason -. Supongo que por eso querías hablar conmigo. Francamente, Alvin, no tienes buen aspecto.
Hayes apoyó el codo sobre la mesa y descansó la frente sobre la mano. El cigarrillo encendido se encontraba peligrosamente cerca de su despeinado cabello. Jason sintió la tentación de apartar la melena o el pitillo; no quería que el hombre se prendiera fuego como una pira. Sin embargo, temeroso de la reacción de Hayes, no hizo ninguna de las dos cosas.
- ¿Quieren pedir la cena? - preguntó un camarero que sigilosamente se había acercado a la mesa.
- ¡Por el amor de Dios! - exclamó con desprecio Hayes, levantando de pronto la cabeza -. ¿No ve que estamos conversando?
- Disculpe, señor - dijo el camarero que, tras una inclinación, desapareció.
Después de una profunda calada, Hayes centró su atención en Jason.
- ¿De modo que no tengo buen aspecto?
- No. No tienes buen color, y pareces agotado además de muy alterado.
- Ah, el clínico clarividente - replicó Hayes con tono sarcástico. Luego agregó -: Lo siento, no quise ser agresivo. Tienes razón. No me encuentro bien. En realidad, me siento terriblemente mal.
- ¿Cuál es el problema?
- Tengo todos los males. Artritis, trastornos gastrointestinales, visión borrosa.
Incluso sequedad en la piel. Los tobillos me pican tanto que están volviéndome loco.
Literalmente, siento que mi cuerpo se desintegra.
- Tal vez deberías habérmelo explicado en mi consultorio - dijo Jason -. Así podría haberte hecho una revisión a fondo.
- Quizá más adelante... En todo caso no era por esto por lo que quería verte. De todos modos posiblemente ya es demasiado tarde para mí, pero si pudieras salvar a mi hijo... - A Hayes se le quebró la voz. De pronto señaló por el ventanal hacia la calle, exclamando -: ¡Allí está! Girando en su asiento, Jason logró apenas divisar una figura que desaparecía en dirección a la calle North. Entonces se volvió y preguntó:
- ¿Por qué estás tan seguro de que era él?
- Me ha seguido desde que salí del PBS. Creo que se propone matarme.
Jason observó a su colega, incapaz de distinguir si se trataba de una amenaza real o un delirio. Lo cierto era que Hayes exhibía una conducta extraña, y de pronto en el cerebro de Jason resonó aquel viejo tópico: “Hasta los paranoicos tienen enemigos”. Tal vez era cierto que alguien lo seguía. Jason cogió la botella de Gavi del cubo con hielo y llenó las copas.
- Creo que ha llegado el momento de que me cuentes qué sucede.
Después de apurar el vino de un trago como si se tratara de aguardiente, Hayes se secó la boca con el dorso de la mano.
- Es una historia tan increíble... ¿qué tal si me sirves un poco más de vino?
Jason volvió a llenarle la copa, y Hayes inició su relato.
- Supongo que no sabes mucho acerca de mis investigaciones...
- Tengo alguna idea.
- El crecimiento y el desarrollo - explicó Hayes -, de qué manera se activan y desactivan los genes. Por ejemplo, qué activa los genes apropiados en la pubertad.
Resolver ese problema representaría un logro muy importante, ya que no sólo nos permitiría potencialmente influir en el crecimiento y el desarrollo, sino también probablemente “desactivar” el cáncer o, después de un infarto, estimular la división celular para crear un nuevo músculo cardíaco. En términos simplificados, la activación y desactivación de los genes del crecimiento y el desarrollo ha constituido uno de mis principales intereses. Con todo, como sucede con tanta frecuencia en el campo de la investigación, la casualidad ha desempeñado un papel importante. Hace aproximadamente cuatro meses, en el curso de mi investigación, di con un descubrimiento inesperado, algo irónico, pero sorprendente. Me refiero a un descubrimiento científico trascendental. Créeme, merece un premio Nobel.
Jason estaba dispuesto a suspender su incredulidad, si bien se preguntaba si Hayes no mostraba síntomas de delirio de grandeza, además de su paranoia.
- ¿En qué consistió tu descubrimiento?
- Un momento - dijo Hayes. Colocó el cigarrillo en el cenicero y se apretó el pecho con la mano derecha.
- ¿Te sientes bien? - preguntó Jason.
El rostro de Hayes había adquirido un tono grisáceo, y sobre su frente aparecieron gotas de transpiración.
- Estoy bien - aseguró Hayes, dejando caer la mano sobre la mesa -. No informé de este descubrimiento porque comprendí que era el primer paso hacia un hallazgo todavía más importante. Me refiero a algo de la trascendencia de los antibióticos o la estructura helicoidal del ADN. Tal posibilidad me entusiasmó tanto que trabajaba las veinticuatro horas del día. Pero cierto día sospeché que mi hallazgo ya no era un secreto, que alguien más lo utilizaba. Cuando esa sospecha quedó confirmada, yo... -
Hayes se interrumpió y se quedó mirando a Jason con una expresión de confusión que muy pronto se trocó en miedo.
- Alvin, ¿qué te ocurre?
Hayes no respondió. Una vez más se apretó el pecho con la mano derecha. De sus labios brotó un gemido, y acto seguido sus brazos se extendieron y sus manos se aferraron al mantel y tiraron de él. Las copas de vino se volcaron. Hayes trató en vano de ponerse en pie. En un acceso de violenta tos, expulsó una bocanada de sangre sobre la mesa, empapando el mantel y rociando a Jason, quien al saltar hacia atrás arrojó su silla al suelo. La sangre siguió manando en sucesivas efusiones mientras los comensales más cercanos empezaban a gritar.
Como médico, Jason sabía de qué se trataba. La sangre, de color escarlata, era literalmente bombeada por la boca de Hayes, lo que indicaba que procedía directamente del corazón. En los instantes que siguieron Hayes permaneció muy erguido en su silla, mientras en sus ojos el miedo daba paso a la perplejidad y el dolor.
Jason rodeó la mesa y lo tomó por los hombros. Lamentablemente no había manera de detener ese flujo de sangre; Hayes se desangraría o ahogaría. Así pues, solo cabía sostenerle hasta que la vida se le escapara.
Cuando el cuerpo de Hayes quedó flácido, Jason lo soltó y dejó que se desplomara.
Aunque el cuerpo humano contiene alrededor de seis litros de sangre, la cantidad diseminada en la mesa y el suelo parecía considerablemente mayor. Jason se acercó a una mesa vecina que había sido desocupada y tomó una servilleta para limpiarse las manos.
Por primera vez desde el inicio del episodio, Jason tomó conciencia de cuanto lo rodeaba. Los demás clientes del restaurante se habían levantando de las sillas y apartado de las mesas para apiñarse en el extremo más alejado de la sala. Por desgracia varias personas se habían descompuesto.
Hasta el maître se balanceaba, muy pálido.
- He pedido una ambulancia - consiguió decir bajo la mano apretada contra la boca.
Jason bajó la vista hacia Hayes. Sin un quirófano provisto de una máquina corazón
- pulmón, no existía la menor posibilidad de salvarlo. Una ambulancia resultaría inútil, pero al menos serviría para retirar el cadáver. Después de echar otra ojeada al cuerpo inmóvil, Jason decidió que Hayes debía de padecer de cáncer de pulmón. El tumor había carcomido sin duda la aorta y provocado la hemorragia. Irónicamente, el cigarrillo de Hayes continuaba encendido sobre el cenicero, ahora repleto de sangre espumosa. Un hilo de humo ascendía con languidez hacia el techo.
Jason alcanzó a oír la sirena de una ambulancia que se acercaba. Antes de que llegara, un coche patrulla de la policía con su destellante azul aparcó ante el restaurante, y dos agentes uniformados entraron en el local. Ambos se detuvieron en seco al contemplar la sangrienta escena. El más joven, Peter Carbo, un muchacho rubio que aparentaba unos diecinueve años, se puso verde. Su compañero, Jeff Mario, le ordenó que interrogara a los clientes. Jeff Mario debía tener aproximadamente la misma edad que Jason.
- ¿Qué demonios ha ocurrido? - preguntó, pasmado por la visión de ese río de sangre.
- Soy médico - dijo Jason, adelantándose -. Este hombre está muerto. Se ha desangrado. No pudo hacerse nada para impedirlo.
Después de acuclillarse junto a Hayes, Jeff Mario le tomó el pulso con mucho cuidado. Satisfecho, se puso en pie y concentró su atención en Jason.
- ¿Es usted amigo de este hombre?
- En realidad soy más un colega que un amigo - respondió Jason -. Los dos trabajamos para el Plan de Buena Salud.
- ¿Él también era médico? - preguntó Jeff Mario, señalando a Hayes con el pulgar.
Jason asintió.
- ¿Estaba enfermo?
- No lo sé con certeza - contestó Jason -. Sospecho que tenía cáncer, pero no podría asegurarlo.
Jeff Mario extrajo una libreta y un lápiz.
- ¿Cómo se llama el hombre?
- Alvin Hayes.
- ¿El señor Hayes tiene familia?
- Supongo que sí. A decir verdad, no sé mucho acerca de su vida privada. Mencionó a un hijo, de modo que deduzco que tiene familia.
- ¿Conoce su domicilio particular?
- No.
El oficial Mario miró a Jason un momento, luego se inclinó y hurgó en los bolsillos de Hayes hasta encontrar una billetera. La extrajo y revisó las tarjetas que contenía.
- Este tipo no tiene permiso de conducir - dijo Jeff Mario, mirando a Jason en busca de confirmación.
- Ignoro si lo tenía - manifestó Jason, que empezó a temblar. El horror del episodio vivido comenzaba a ejercer su efecto sobre él.
La sirena de la ambulancia, que había aumentado de volumen de forma progresiva, se desvaneció al otro lado del ventanal, donde apareció una destellante luz roja junto a la azul. Al cabo de un minuto dos hombres vestidos de blanco, uno de los cuales llevaba un maletín de metal, entraron en el local y se dirigieron directamente a Hayes.
- Este hombre es médico - explicó Jeff Mario, apuntando a Jason con el lápiz -. Dice que el tipo se desangró porque tenía cáncer.
- No estoy seguro de eso - aclaró Jason, en voz más alta de lo que habría deseado.
Entrelazó las manos para disimular los temblores.
Los hombres de la ambulancia examinaron brevemente a Hayes y luego se incorporaron. El que llevaba el maletín indicó al otro que fuera a buscar la camilla.
- Bien, aquí está su dirección - anunció Jeff Mario, quien seguía revisando la billetera de Hayes. Mostró una tarjeta -. Vive cerca del Hospital Municipal de Boston -
añadió, y la escribió en la libreta.
Mientras tanto, el policía más joven anotaba el nombre y domicilio de los presentes, Jason incluido.
Cuando los policías se disponían a partir, Jason preguntó si podía acompañar el cuerpo de su colega; no le parecía bien enviar a Hayes solo al depósito de cadáveres.
Los agentes dijeron que no tenían inconveniente. Cuando salieron a la calle, Jason advirtió que se había congregado un gran gentío. En el North End las noticias corrían como un reguero de pólvora. La muchedumbre guardaba silencio, asustada por la presencia de la muerte.
Jason reparó en un hombre elegantemente vestido que de pronto retrocedió hasta fundirse en la multitud. Parecía un hombre de negocios - más latinoamericano o español que italiano, sobre todo por su manera de vestir - y por un instante Jason se preguntó por qué se había fijado especialmente en él.
En ese momento uno de los hombres de la ambulancia inquirió:
- ¿Quiere que lo llevemos con su amigo?
Jason asintió, subió a la parte posterior del vehículo y se sentó a los pies de Hayes, mientras que el otro hombre se situaba cerca de la cabeza. La ambulancia se puso en marcha. Y por la ventanilla trasera Jason observó cómo el restaurante y la gente se alejaban. Cuando doblaron hacia la calle Hannover, tuvo que agarrarse para no caer.
La sirena no estaba encendida pero sí la luz destellante, que Jason vio reflejada en los escaparates de los comercios.
El viaje fue corto, alrededor de cinco minutos. El otro individuo trató de entablar una conversación intrascendente, pero Jason se ocupó de que se notara que estaba preocupado. Sin apartar la vista del cuerpo cubierto de Hayes, Jason trató de asimilar lo ocurrido. No podía dejar de pensar que la muerte le rondaba y, de un modo extraño, se sentía responsable de lo sucedido, como si el pobre hombre hubiera podido seguir con vida de no haber tenido la mala suerte de concertar una cita con él. Jason tenía plena conciencia de que, desde el punto de vista racional, tales pensamientos eran ridículos. Sin embargo los sentimientos no siempre se basan en la sensatez y la racionalidad.
Después de un viraje cerrado hacia la izquierda, la ambulancia retrocedió y se detuvo. Cuando la puerta posterior se abrió, Jason reconoció el patio del Hospital General de Massachusetts, un lugar familiar para él, pues tres años antes había trabajado allí de médico interno. Los dos hombres de la ambulancia bajaron a Hayes, y las ruedas se desplegaron debajo de la camilla. En silencio empujaron el cuerpo hacia la zona de urgencias, donde una enfermera los condujo a una sala de traumatología vacía.
Pese a ser médico, Jason ignoraba cuáles eran los trámites necesarios en una situación semejante. Le sorprendió que hubieran llevado a Hayes a la zona de urgencias, ya que no podía hacerse nada por él. Enseguida comprendió que era necesario que certificaran su muerte. Recordó entonces haberlo hecho cuando pertenecía al cuerpo médico de ese hospital.
La sala de traumatología contaba con una gran variedad de equipos preparados para su uso inmediato. En un rincón había un lavabo, donde Jason se limpió las manos de sangre. El pequeño espejo ubicado sobre la pila reveló que también en la cara tenía salpicaduras de sangre, ya secas. Después de lavarse el rostro, se secó con toallas de papel. Tenía asimismo manchados la chaqueta, la pechera de la camisa y los pantalones, pero por el momento no había manera de solucionar eso.
De pronto un residente del hospital entró en la estancia como una exhalación, portando en la mano una tablilla. Con actitud muy poco ceremoniosa, retiró la sábana que cubría a Hayes. Bajo la luz del fluorescente el rostro de Hayes presentaba una palidez espectral.
- ¿Es usted un familiar? - preguntó el residente mientras auscultaba el pecho de Hayes.
Cuando se hubo quitado el estetoscopio de los oídos, Jason contestó:
- No, soy un colega. Los dos trabajábamos juntos en el PBS.
- ¿Usted es médico? - inquirió el otro con un tono más deferente.
Jason asintió.
- ¿Qué le ha ocurrido a su amigo? - preguntó mientras enfocaba una linterna de bolsillo en los ojos de Hayes.
- Se desangró sobre la mesa del restaurante - explicó Jason, deliberadamente brusco y bastante ofendido por la actitud del individuo.
- ¿En serio? ¡Qué barbaridad! Bien, no cabe duda de que está muerto - afirmó, cubriendo de nuevo el cuerpo de Hayes con la sábana.
Jason tuvo que hacer acopio de autocontrol para no decir al residente qué pensaba de su insensibilidad, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Salió al vestíbulo y al observar la frenética actividad que se desarrollaba en la sala de urgencias recordó sus días como residente; parecía haber transcurrido una eternidad, pero en realidad nada había cambiado.
Treinta minutos después el cadáver de Hayes fue trasladado nuevamente a la ambulancia. Jason lo siguió y vio cómo lo introducían en el vehículo.
- ¿Les importa si les acompaño? - preguntó, sin saber muy bien por qué, consciente de que con toda probabilidad actuaba así como consecuencia de la conmoción.
- Sólo vamos al depósito de cadáveres - explicó el conductor -. Por supuesto, puede venir con nosotros.
Al alejarse del patio del hospital, a Jason le sorprendió ver al hombre de negocios bien vestido que había divisado fuera del restaurante. Se encogió de hombros. Era una coincidencia demasiado grande. Qué extraño, pensó.
Jason nunca había estado en el depósito de cadáveres municipal. Mientras los hombres empujaban la camilla con el cuerpo de Hayes por puertas batientes, Jason deseó no haber acudido allí. El ambiente era tan desagradable como había sospechado.
La sala del depósito era amplia, con el piso revestido de baldosas viejas, manchadas y resquebrajadas. En dos paredes opuestas se alineaba una serie de puertas cuadradas, como de neveras, que alguna vez fueron blancas. Había varias camillas, algunas ocupadas por cuerpos cubiertos con sábanas, varias de las cuales exhibían manchas de sangre. El aire apestaba a antiséptico, y flotaba un olor similar al de pescado que hizo que Jason no tuviera muchas ganas de respirar. Un hombre corpulento y rubicundo, con delantal y guantes de goma, se acercó a Hayes y ayudó a colocar el cadáver en una de las viejas y manchadas camillas. Luego todos desaparecieron para ocuparse del papeleo necesario.
Por unos instantes Jason permaneció de pie en el depósito de cadáveres, reflexionando sobre el repentino fin de la distinguida vida de Hayes. Luego, acosado por el vivo recuerdo de su viaje al hospital después de la muerte de Danielle, decidió seguir a los hombres de la ambulancia. Cuando, cincuenta años atrás, se construyó el depósito de cadáveres municipal de la ciudad de Boston, fue considerado una joya en su estilo. Mientras ascendía por los amplios peldaños que conducían a las oficinas del piso superior, Jason advirtió ciertos detalles arquitectónicos con motivos del antiguo Egipto. Sin embargo el edificio se había visto afectado por el paso del tiempo; ahora era oscuro, sucio e inadecuado. Jason no lograba siquiera imaginar los horrores que ese vetusto edificio había contemplado.
En una oficina destartalada y descuidada encontró a los dos hombres de la ambulancia y el rubicundo empleado del depósito. Habían terminado con el papeleo y reían, completamente ajenos a la opresiva atmósfera de muerte que se respiraba en el lugar.
Jason interrumpió la conversación para preguntar si se encontraba en el edificio algún forense.
- Sí - contestó el empleado -. La doctora Danforth está terminando un caso urgente en la sala de autopsias.
- ¿Hay algún lugar donde pueda esperarla? - inquirió Jason, quien no se sentía en condiciones de entrar en dicha sala.
- Arriba hay un salón biblioteca - explicó el empleado -, al lado de la oficina de la doctora Danforth.
La biblioteca era un recinto oscuro y con olor a moho, con enormes tomos encuadernados de informes de autopsia que se remontaban al siglo XVIII. En el centro de la habitación había una enorme mesa de roble con seis sillas y, más importante aún, un teléfono. Después de vacilar un instante, Jason decidió llamar a Shirley. Sabía que celebraba una reunión en su casa, pero consideró que debía enterarse de lo ocurrido.
- ¡Jason! - exclamó ella -. ¿Vas a venir?
- Lamentablemente, no. Hay problemas.
- ¿Problemas?
- Te prevengo que lo que voy a decirte te causará una fuerte impresión - avisó Jason
-, de modo que espero que estés sentada.
- Supongo que se trata de una broma - dijo Shirley con una nota de preocupación en la voz.
- Alvin Hayes ha muerto.
Se produjo un silencio. Al otro lado de la línea Jason oyó murmullos y risas, muy poco adecuados para la situación.
- ¿Qué ha sucedido?
- No estoy seguro - respondió Jason, negándose a explicar los sórdidos detalles de lo ocurrido.
- ¿Un infarto?
- Algo así - respondió Jason, evasivo.
- ¡Por Dios! Pobre hombre.
- ¿Sabes algo acerca de su familia? Me han preguntado por ella, pero no sé nada al respecto.
- Tampoco yo. Sé que está divorciado y tiene hijos, que al parecer se hallan bajo la custodia de la esposa. Creo que vive cerca de Manhattan. Eso es todo. Hayes era muy reservado con su vida privada.
- Siento molestarte en este momento.
- No seas tonto. ¿Dónde estás?
- En el depósito de cadáveres.
- ¿Cómo llegaste allí?
- En la ambulancia, con el cuerpo de Hayes.
- Iré a buscarte.
- No hace falta - replicó Jason -. Después de hablar con la forense tomaré un taxi.
- ¿Cómo te encuentras? - preguntó Shirley -. Debió ser una experiencia espantosa.
- Bueno, las he tenido mejores - reconoció Jason.
- Entonces no discutas. Iré a buscarte.
- ¿Y tus invitados? - protestó Jason sin demasiada convicción. Se sentía culpable por haberle estropeado la fiesta, pero no tanto como para rehusar su ofrecimiento. Sabía que no estaba en condiciones de permanecer solo con el recuerdo de lo sucedido esa noche.
- Ya se las arreglarán solos - repuso Shirley -. ¿Dónde estás exactamente?
Jason le dio la dirección y colgó el auricular. Hundió la cabeza en las manos y cerró los ojos.
- Perdón - dijo una voz grave, con un leve acento irlandés -, ¿es usted el doctor Jason Howard?
- En efecto - respondió Jason, enderezándose al instante. Una figura corpulenta entró en la biblioteca. El hombre tenía la cara amplia, los párpados hinchados, nariz ancha y dientes cuadrados. Su cabello era oscuro con reflejos rojizos.
- Soy el detective Michael Curran, de Homicidios - se presentó, tendiendo una mano grande y callosa.
Jason la estrechó, nervioso por la súbita aparición del policía vestido de civil.
Advirtió que los ojos del detective lo escrutaban de pies a cabeza.
- El oficial Mario informó de que usted se encontraba en el lugar de los hechos con la víctima - dijo el detective Curran mientras tomaba asiento.
- ¿Usted investiga la muerte de Hayes?
- Se trata de un procedimimento rutinario. Por lo que relató Mario, debió de ser una escena bastante dramática. Y no quiero que mi superior me reprenda si más adelante surgen problemas.
- Por supuesto, lo entiendo - dijo Jason.
De hecho la llegada del detective Curran le hizo recordar la insistencia con que Hayes aseguraba que alguien se proponía matarlo. Si bien su muerte parecía natural, Jason cayó en la cuenta de que, en parte, había sido el miedo de Hayes lo que le había impulsado a acudir al depósito de cadáveres para averiguar la causa del fallecimiento de su colega.
- De todos modos - dijo el detective Curran -, he de formular las preguntas de rutina. En su opinión, ¿cabía esperar la muerte del doctor Hayes? En otras palabras, ¿estaba enfermo?
- No, que yo sepa - contestó Jason -, aunque cuando lo vi esta tarde y luego esta noche, tuve la sensación de que no se encontraba bien.
Los pesados párpados del detective Curran se elevaron un poco.
- ¿Qué quiere decir?
- Que tenía un aspecto lamentable. Y cuando se lo mencioné, reconoció que no se sentía bien.
- ¿Cuáles eran los síntomas? - preguntó el detective, sacando una pequeña libreta.
- Fatiga, trastornos gástricos, dolor en las articulaciones. Se me ocurrió que podría tratarse de alguna fiebre, pero no estaba seguro.
- ¿Qué pensó cuando le habló de esos síntomas?
- Me preocuparon - reconoció Jason -. Le dije que tal vez habría sido mejor que nos encontráramos en mi consultorio para hacerle algunas pruebas. Pero él había insistido en que nos viéramos fuera del hospital.
- ¿Por qué?
- No estoy seguro - respondió Jason, quien procedió a describir la paranoia de Hayes y sus afirmaciones acerca de su gran descubrimiento.
Después de anotar lo relatado por Jason, Curran levantó la vista. Parecía más alerta.
- ¿Qué quiere decir con eso de “paranoia”?
- Aseguró que alguien lo seguía y que quería matar a él y a su hijo.
- ¿Explicó quién era esa persona?
- No. Si quiere que le sea franco, en ese momento pensé que se trataba de un delirio.
Se comportaba de manera muy extraña. Tuve la sensación de que estaba a punto de sufrir una descompensación.
- ¿Una descompensación?
- Un colapso nervioso - aclaró Jason.
- Ya. - Curran se concentró en su libreta, y Jason lo miró escribir. Tenía el curioso hábito de mojar continuamente la punta del lápiz con la lengua.
En ese momento entró en la sala otra figura que rodeó la mesa en dirección a Jason.
Tanto este como el detective se pusieron inmediatamente en pie. La recién llegada era una mujer menuda, de apenas un metro cincuenta de estatura, que se presentó como la doctora Margaret Danforth. En contraste con su tamaño, su voz resonó con fuerza en la pequeña habitación.
- Siéntense - ordenó mientras sonreía a Curran, a quien ya conocía.
Jason calculó que la mujer tendría unos cuarenta años. Sus facciones eran delicadas, y sus cejas arqueadas le conferían un aspecto ingenuo. Llevaba el cabello rizado y muy corto. Lucía un sobrio vestido oscuro, con cuello de encaje. A Jason le costó bastante conciliar el aspecto de esa mujer con su cargo de forense de la ciudad de Boston.
- ¿Cuál es el problema? - preguntó, yendo directamente al grano. En su rostro se advertían ojeras, y Jason supuso que llevaba muchas horas trabajando.
El detective Curran inclinó su silla hacia atrás y empezó a balancearse.
- Muerte súbita de North End. Al parecer un médico en un restaurante vomitó una cantidad considerable de sangre...
- Creo que sería más apropiado decir que la tosió - interrumpió Jason.
- ¿Por qué? - preguntó el detective Curran, lanzándose bruscamente hacia delante.
Mojó la punta del lápiz con la lengua antes de realizar sus anotaciones.
- Describirlo como vómito implicaría que la sangre provenía del tracto digestivo -
explicó Jason -. Pero era evidente que esa sangre brotaba de los pulmones; era de un color escarlata vivo y espumosa.
- ¡Espumosa! Me gusta esa palabra - declaró Curran inclinándose sobre la libreta para apuntar el dato.
- Presumo que era sangre arterial - intervino Danforth.
- Así lo creo - dijo Jason.
- ¿Y eso qué significa? - preguntó Curran.
- Probablemente una ruptura de la aorta - contestó la doctora Danforth. Tenía las manos cruzadas sobre el regazo, como si se hallara en una reunión para tomar el té -.
La aorta es la principal arteria que parte del corazón - explicó al detective -. Y lleva sangre oxigenada a todo el cuerpo.
- Gracias - dijo Curran.
- Todo apunta a la existencia de un cáncer de pulmón o un aneurisma - añadió la doctora Danforth -. Un aneurisma consiste en la dilatación patológica de un vaso sanguíneo por alteración en sus paredes.
- Gracias de nuevo - dijo Curran -. Me es de gran ayuda que la gente sepa que soy ignorante.
Por la mente de Jason cruzó como un relámpago la imagen de Peter Falk representando el papel del detective Colombo. Estaba seguro de que Curran no era en absoluto un ignorante.
- ¿Está usted de acuerdo, doctor? - preguntó Danforth, mirando a Jason.
- Yo me inclino por el cáncer de pulmón. Hayes era un fumador empedernido.
- Eso incrementa las probabilidades.
- ¿Alguna posibilidad de juego sucio? - preguntó Curran, mirando a la doctora Danforth por entre sus pesados párpados.
La forense lanzó una carcajada.
- Si el diagnóstico es el que supongo, el único juego sucio habría estado a cargo del Hacedor o la industria tabacalera.
- Eso mismo pensaba yo - dijo Curran; cerró su libreta y se metió el lápiz en el bolsillo.
- ¿Efectuará la autopsia ahora? - preguntó Jason.
- Cielos, no - respondió la doctora Danforth -. Podríamos hacerla si existiera alguna premura, pero no es así. Nos pondremos manos a la obra a primera hora de la mañana.
Supongo que tendremos algunas respuestas alrededor de las diez y media; si quiere, llame entonces y le informaremos.
Curran apoyó las manos sobre la mesa como si estuviera a punto de ponerse en pie.
En lugar de eso, dijo:
- El doctor Howard ha comentado que la víctima sospechaba que alguien intentaba matarlo. ¿Estoy en lo cierto, doctor?
Jason asintió.
- De modo que... - prosiguió Curran -, ¿podría tener eso en cuenta cuando realice la autopsia?
- Por supuesto - respondió la doctora Danforth -. En todos los casos que se nos presentan tenemos en cuenta todas las posibilidades. Es nuestro trabajo. Ahora, si me disculpan, quisiera irme a casa. Aún no he cenado.
Jason sintió náuseas. Se preguntó cómo era posible que Margaret Danforth tuviera apetito después de haber pasado el día abriendo cadáveres. Curran comentó lo mismo mien tras él y Jason descendían a la planta baja. Ofreció a este acompañarlo a casa, pero el médico le dijo que esperaba a una amiga. Acababa de decirlo cuando se abrió la puerta principal y apareció Shirley.
- Menuda amiga - murmuró Curran, guiñando el ojo a Jason.
Una vez más Shirley brillaba allí como un espejismo. Llevaba un vestido de seda roja, ceñido con un cinturón ancho de cuero. Irradiaba tal fuerza y vitalidad que su presencia constituía un fuerte contraste en ese sucio depósito de cadáveres. Jason sintió la imperiosa necesidad de sacarla de allí lo antes posible, no fuera que alguna fuerza malévola la rozara. Sin embargo ella se mostró renuente a apresurarse. Le había rodeado el cuello con los brazos y apretado la cabeza de él contra la suya, en una auténtica muestra de afecto. Jason empezó a temblar y se sorprendió de su propia reacción. De pronto descubrió que luchaba por no llorar, como un adolescente. La situación resultaba embarazosa.
Ella se echó hacia atrás y lo miró a los ojos. Jason se esforzó por esbozar una sonrisa torcida.
- Vaya día - dijo.
- ¡Desde luego! - replicó ella -. ¿Hay alguna razón por la que debas quedarte aquí?
Jason negó con la cabeza.
- Vamos, te llevaré a casa - sugirió Shirley, conduciéndolo hacia su BMW, que tenía mal aparcado. Subieron al coche, que arrancó con un rugido.
- ¿Te encuentras bien? - preguntó Shirley cuando enfilaron la avenida Massachusetts.
- Ahora estoy mucho mejor - contestó Jason, mirando el perfil de Shirley, que las luces de la ciudad iluminaban de forma intermitente -. Lo que ocurre es que todas estas muertes me abruman. Tengo la sensación de que debería hacer algo.
- Eres demasiado severo contigo mismo. No puedes asumir la responsabilidad de todo. Además, Hayes no era paciente tuyo.
- Ya lo sé. Permanecieron un rato en silencio. Al cabo Shirley habló:
- Lo de Hayes es una tragedia. Era un genio, y no creo que tuviera más de cuarenta y cinco años.
- Tenía mi edad - explicó Jason -. Estudiamos juntos en la Facultad de Medicina.
- No lo sabía. Parecía mucho mayor.
- Sobre todo en los últimos tiempos - comentó Jason.
Pasaron junto al Symphony Hall, donde sin duda se había celebrado un concierto de gala, pues un grupo de hombres de etiqueta descendía por la escalinata principal.
- ¿Qué dijo la forense? - preguntó Shirley.
- Que probablemente padecía cáncer. Realizarán la autopsia mañana a primera hora.
- ¿Autopsia? ¿Quién dio la autorización para hacerla?
- No se precisa si el forense alberga dudas sobre la causa de la muerte.
- ¿Qué dudas? Dijiste que Hayes había sufrido un infarto.
- No dije que fuera un infarto, sino que lo parecía. En todo caso realizar una autopsia es un proceso rutinario cuando se trata de una muerte inesperada. Hasta me interrogó un detective.
- Pues en mi opinión eso es malgastar el dinero de los contribuyentes - afirmó Shirley cuando giraron a la izquierda en la calle Beacon.
- ¿Adónde vamos? - preguntó de pronto Jason.
- Te llevo a mi casa. Mis invitados todavía estarán allí. Te hará bien.
- De ningún modo - replicó Jason -. No estoy de ánimo para reuniones.
- ¿Seguro? No quiero que te enfrasques en cavilaciones morbosas.
- Por favor - suplicó Jason -. Ni siquiera tengo fuerzas para discutir. Sólo necesito dormir. Además, mírame, voy hecho un desastre.
- Como quieras - concedió Shirley. Giró en la siguiente manzana hacia la izquierda y luego una vez más en la misma dirección, hacia la avenida Commonwealth, para enfi lar Beacon Hill. Tras una pausa añadió -: Temo que la muerte de Hayes suponga un gran golpe para el PBS. Contábamos con que él realizara hallazgos importantes. Será particularmente duro para mí, porque fui yo quien propuso que fuera contratado.
- Entonces permíteme que repita tu propio consejo; no eres responsable de su estado físico.
- Ya lo sé. Pero trata de convencer a los miembros del equipo directivo.
- En ese caso, supongo que no tengo más remedio que explicarte algo; son más malas noticias - dijo Jason -. Hayes creía haber hecho un descubrimiento científico de gran magnitud. Algo extraordinario. ¿Sabes algo al respecto?
- No, nada - contestó Shirley, alarmada -. ¿Te contó de qué se trataba?
- Lamentablemente, no. Y reconozco que no sabía si creerle. Actuaba de manera muy extraña y aseguraba que alguien quería matarlo.
- ¿Crees que estaba sufriendo un colapso nervioso?
- En algún momento lo pensé.
- Pobre hombre. Si realmente realizó un gran descubrimiento su desaparición representará una pérdida por partida doble para el PBS.
- Si hubiera hecho un descubrimiento espectacular, ¿podrías averiguar algo al respecto?
- Por lo visto no conocías bien al doctor Hayes - repuso Shirley -. Era un hombre muy reservado, tanto en lo personal como en lo profesional. La mitad de lo que sabía lo llevaba en la cabeza.
Rodearon el Boston Garden y tomaron el carril lateral para entrar en Beacon Hill, un barrio residencial de casas de ladrillo en el centro de Boston; transitar por sus calles, de una sola dirección, constituía una pesadilla.
Después de cruzar la calle Charles, Shirley enfiló la Mt. Vernon para doblar en Louisburg Square. Cuando Jason decidió mudarse de las afueras al centro de la ciudad, tuvo la suerte de encontrar un apartamento de un dormitorio que daba a la plaza. El edificio era una gran casona cuyo propietario rara vez aparecía por allí. Era un lugar perfecto para Jason, ya que el apartamento contaba con una ventaja adicional, un garaje para guardar el coche.
Jason se bajó del automóvil y se inclinó hacia la ventanilla abierta.
- Gracias por recogerme. Ha sido muy importante para mí. - Extendió el brazo hacia el interior del vehículo y apretó el hombro de Shirley.
De pronto ella se asomó y agarró la corbata de Jason para obligarle a bajar la cabeza. Tras darle un beso apasionado, encendió el motor y partió.
Jason permaneció unos instantes en la acera, bañado por la luz de una farola, observando cómo el coche desaparecía por la calle Pinckney. Luego dio media vuelta y buscó las llaves en el bolsillo. Se alegraba de que Shirley hubiera aparecido en su vida y por primera vez consideró la posibilidad de entablar con ella una relación más seria.
Jason no pasó una buena noche. Cada vez que cerraba los ojos veía la expresión de Hayes en el instante anterior a la catástrofe y de nuevo experimentaba la espantosa sensación de impotencia al ver cómo la sangre se le escapaba de la boca junto con la vida.
La imagen continuaba acosándolo mientras conducía hacia su trabajo; de pronto recordó algo que había olvidado comentar a Curran y Shirley. Hayes había afirmado que su descubrimiento no era un secreto, que alguien lo usaba. Pese a ignorar el significado de esas palabras, Jason decidió que telefonearía al detective en cuanto llegara al PBS.
Sin embargo, no bien hubo cruzado la puerta del edificio, cuando lo llamaron por los altavoces para que se dirigiera sin tardanza a la unidad coronaria. Brian Lennox había empeorado. Después de un rápido examen, Jason comprendió que apenas podía hacer nada por él. Los integrantes del equipo de cardiología cuya opinión había solicitado el día anterior tampoco se mostraron optimistas, si bien uno de ellos, Harry Sarnoff, había ordenado que se realizara un estudio coronario de urgencia esa mañana, pues la única esperanza que quedaba consistía en comprobar si una operación lograría salvar al paciente.
Fuera del compartimiento de Brian, la enfermera preguntó:
- Si el paciente sufriera un paro cardíaco, ¿deberíamos practicarle técnicas de reanimación? Hasta sus riñones parecen deteriorados.
Jason detestaba tomar esa clase de decisiones, pero se mostró firme en que el paciente fuera mantenido con vida a cualquier precio, por lo menos hasta que tuvieran los resultados de la cardiografía.
El resto de la ronda contribuyó a deprimirle aún más. Los casos de diabetes no evolucionaban como cabía esperar. Dos pacientes habían sufrido una insuficiencia renal y el tercero amenazaba con padecerla. Lo más desalentador era que esas personas no habían ingresado en la clínica por ese motivo; la insuficiencia renal se había presentado mientras eran tratados por otros problemas.
Tampoco los dos enfermos de leucemia respondían al tratamiento. Ambos habían desarrollado cardiopatías significativas aunque habían sido internados por problemas respiratorios. Y los dos enfermos de sida empeoraban notablemente. Los únicos pacientes que mejoraban eran dos muchachas con hepatitis. El último paciente de la ronda de Jason era un hombre de treinta y cinco años aquejado de fiebre reumática en su infancia, que había acudido a la clínica para someterse a una evaluación de las válvulas cardíacas. Gracias a Dios su estado permanecía estacionario.
Al llegar al consultorio Jason tuvo que mostrarse severo con Claudia. La noticia de la muerte de Hayes ya se había difundido por todo el PBS, y Claudia exhibió una curiosidad descontrolada. Jason manifestó que no pensaba hablar del tema. Ella insistió. El doctor le ordenó que saliera del consultorio. Más tarde Jason se disculpó y le relató sucintamente los hechos. A las diez y media recibió una llamada de Henry Sarnoff con noticias deprimentes. Las arterias coronarias de Brian Lennox estaban mucho peor, pero sin bloqueo focal. En otras palabras, la arteriosclerosis se extendía a un ritmo veloz, y no había ninguna posibilidad de realizar una intervención quirúrgica. Sarnoff aseguró no haber visto jamás un desarrollo tan rápido de ateromas y le pidió permiso para utilizar ese caso en un trabajo suyo, a lo que Jason accedió.
Después de la llamada de Sarnoff, Jason se encerró en su consultorio durante unos minutos. Cuando se sintió emocionalmente preparado, telefoneó a la unidad coronaria para hablar con la enfermera a cargo de Brian Lennox. Tras comentarle los resultados de la cardiografia, le indicó que no practicaran al paciente técnicas de reanimación.
Puesto que no había esperanzas para él, era mejor abreviar su sufrimiento. La enfermera estuvo de acuerdo. Después de colgar, Jason se quedó con la vista clavada en el teléfono. En momentos como ese solía preguntarse qué le había impulsado a estudiar medicina.
Cuando llegó la hora de la comida, Jason decidió informarse de los resultados de la autopsia de Hayes. Con luz diurna, el depósito de cadáveres no resultaba un lugar tan tétrico; tan sólo era uno de los muchos edificios vetustos, deteriorados y no demasiado limpios de la ciudad. Incluso los detalles arquitectónicos egipcios resultaban más cómicos que imponentes. De todos modos evitó la sala de depósito de cadáveres y se dirigió directamente a la estrecha oficina de Margaret Danforth, situada junto a la biblioteca. La doctora estaba inclinada sobre su escritorio, comiendo una gran hamburguesa. Lo saludó con la mano y sonrió.
- Bienvenido.
- No quisiera molestarla - dijo Jason tomando asiento. Una vez más se maravilló de lo menuda y femenina que parecía para ese trabajo.
- No es ninguna molestia. Esta mañana he practicado la autopsia al doctor Hayes. -
Se recostó en la silla, que crujió un poco -. Reconozco que quedé bastante sorprendida.
No era cáncer.
- ¿Qué era, entonces?
- Un aneurisma. Un aneurisma aórtico que estalló dentro del árbol traqueobronquial. ¿Padeció Hayes alguna vez la sífilis?
Jason meneó la cabeza.
- No, que yo sepa. Lo dudo bastante.
- Lo cierto es que tenía un aspecto extraño - afirmó Margaret -. ¿Le importa que siga comiendo? Debo realizar otra autopsia dentro de unos minutos.
- En absoluto - contestó Jason, asombrado de que la mujer pudiera comer en ese lugar. De hecho él se notaba el estómago revuelto. De todo el edificio emanaba un leve olor a pescado -. ¿Qué tenía un aspecto extraño?
Margaret masticó y tragó.
- La aorta poseía una consistencia terrosa, al igual que la tráquea. Nunca he visto nada parecido, salvo en un individuo de ciento catorce años cuya autopsia realicé. ¿Se imagina? Su historia salió publicada en The Globe. Tenía cuarenta y cuatro años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Sorprendente.
- ¿Cuándo tendrá el informe microscópico?
- Dentro de dos semanas - respondió Margaret -. No contamos con financiación suficiente para disponer de personal de apoyo adecuado. Y las placas se retrasan bastante.
- Si pudiera darme algunas muestras, me encargaría de que nuestro Departamento de Patología las procesara.
- Debemos procesarlas nosotros. Estoy segura de que usted lo comprende.
- No propongo que ustedes no lo hagan, sino que también nosotros podríamos hacerlo. Eso nos permitiría ganar un poco de tiempo.
- No veo por qué no - concedió Margaret.
Se puso en pie y, tras dar otro bocado a la hamburguesa, indicó a Jason que la siguiera. Ambos subieron por la escalera a la sala de autopsias.
Era un recinto largo y rectangular, con cuatro mesas de acero inoxidables. El olor a formaldehído y a otros fluidos era abrumador. Dos de las mesas se encontraban ocupadas, y las otras dos eran limpiadas en ese momento. Margaret, perfectamente cómoda en ese medio, seguía masticando el último resto de su almuerzo mientras conducía a Jason hasta una especie de tina. Después de revisar numerosos frascos con tapa de plástico, separó algunos. Luego extrajo el contenido de cada recipiente, lo colocó sobre una tabla de corte y separó un trozo con una cuchilla. A continuación tomó unos frascos vacíos, les puso un etiqueta, vertió formaldehído en ellos e introdujo las respectivas muestras. Cuando hubo acabado, metió los frascos en una bolsa de papel vegetal y se la entregó a Jason. La operación fue realizada con notable eficiencia.
De regreso en el PBS, Jason se dirigió al Departamento de Patología, donde encontró al doctor Jackson Madsen absorto sobre su microscopio. El doctor Madsen era un hombre alto y enjuto que, a los sesenta años, todavía se jactaba de participar en maratones. Al ver a Jason manifestó cuánto lo compadecía por haber tenido que presenciar la muerte de Hayes.
- Por lo visto aquí no hay secretos - dijo Jason un tanto molesto.
- Por supuesto que no - replicó Jackson -. Un centro médico es como un pequeño pueblo; vive de los chismes. - Al ver la bolsa de papel vegetal, añadió -: ¿Tienes algo para mí?
- En cierto modo, sí - respondió Jason, que comenzó a explicarle la procedencia de las muestras. A continuación le preguntó si, puesto que en el laboratorio municipal tardarían dos semanas en procesar las placas, le importaría realizar esa tarea en los laboratorios del PBS.
- Lo haré con mucho gusto - contestó Jackson y tomó la bolsa -. Ya que estás aquí, ¿deseas que te dé los resultados del caso Harring?
Jason tragó saliva.
- Por supuesto. Adelante.
- Ruptura cardíaca. El primer caso que he visto en años. El ventrículo izquierdo se abrió en dos. Cuando seccioné el corazón tuve la impresión de que todas las arterias coronarias estaban afectadas. Ese hombre tenía la peor enfermedad coronaria que he visto en mucho tiempo.
“Menudo golpe para nuestro maravilloso plan de prevención”, pensó Jason. Un poco a la defensiva, explicó a Jackson que había vuelto a estudiar el historial clínico de Harring, sin encontrar en el electrocardiograma realizado apenas un mes antes nada que preludiara lo que había de desencadenarse y terminar con la vida del paciente.
- Tal vez deberías revisar tus electrocardiógrafos - sugirió Jackson -. Te aseguro que el corazón de ese hombre se hallaba en un estado calamitoso. Mañana contaremos ya con las secciones microscópicas.
Después de salir del Departamento de Patología, Jason reflexionó sobre el consejo de Jackson. En ningún momento había contemplado la posibilidad de que existiera un electrocardiógrafo defectuoso. Cuando llegó a su consultorio la descartó por completo, pues si esas máquinas funcionaran mal, ya se habrían percatado de ello. Además se usaban dos electrocardiógrafos distintos para la prueba de reposo y la ergometría. De pronto recordó algo. Sin duda Hayes había sido sometido a un chequeo completo al entrar a formar parte del PBS, como todos los nuevos empleados.
Después de que Claudia le informara de los mensajes telefónicos que había recibido, Jason le pidió que averiguara si existía un historial clínico del doctor Alvin Hayes y, en caso afirmativo, que lo consiguiera. Evitando a Sally, se dirigió a Radiología. Con la ayuda de una secretaria del departamento localizó la carpeta de Alvin Hayes. Tal como suponía, contenía una radiografía de tórax realizada seis meses antes. La estudió brevemente. Luego, armado con la placa, buscó a uno de los cuatro cardiólogos del cuerpo médico. Se acercó al doctor Milton Perlman, que en ese momento salía de una sala, le describió la muerte de Hayes y los resultados de la autopsia, y le entregó la radiografía. Milton se llevó la placa a su consultorio, la calzó sobre un negatoscopio y encendió la luz. Observó atentamente la radiografía antes de volverse hacia Jason.
- Aquí no se aprecia ningún aneurisma - afirmó, con su típico acento virginiano -. La aorta presenta un aspecto normal, sin calcificaciones.
- ¿Es posible eso? - preguntó Jason.
- Tiene que serlo - respondió Milton, fijándose en el nombre y el número de la placa
-. Supongo que siempre existe la posibilidad de un error en la identificación de la radiografía, pero lo dudo. Si este hombre murió de un aneurisma, lo desarrolló en el curso del último mes.
- No sabía que eso pudiera ocurrir.
- ¿Qué quieres que te diga? - replicó Milton, alzando las manos.
Jason regresó a su consultorio meditando la cuestión. Un aneurisma podía formarse de manera vertiginosa, sobre todo si la víctima padecía de una combinación de enfermedad arterial e hipertensión. Sin embargo al revisar los estudios clínicos realizados a Hayes descubrió que, tal como sospechaba, tanto su presión arterial como sus sonidos cardíacos eran normales. Ante la inexistencia de trastornos vasculares, solo cabía aguardar el análisis de las secciones microscópicas. Tal vez Hayes había contraído una extraña enfermedad infecciosa que había afectado a sus arterias, incluida la aorta. Por primera vez Jason se preguntó si acaso estaban presenciando el nacimiento de una nueva y terrible enfermedad.
Después de cambiarse la chaqueta por una bata blanca, salió de su consultorio y se topó con Sally.
- ¡Está muy retrasado con sus pacientes! - regañó ella.
- ¿Alguna otra novedad? - replicó Jason, echando a andar hacia el gabinete de exámenes A.
Gracias a una combinación de trabajo duro y buena suerte, Jason logró ponerse al día con el plan de visitas. La suerte consistió en que ese día no acudieran pacientes nuevos a quienes debía dedicar más tiempo, ni pacientes antiguos con problemas nuevos. A las tres de la tarde disfrutó de un momento de descanso cuando un paciente canceló su visita.
Jason no consiguió apartar de su mente lo ocurrido con Hayes en toda la tarde. Y, puesto que disponía de un poco de tiempo libre, se dirigió al sexto piso, donde se hallaba el laboratorio del doctor Alvin Hayes, pensando que quizá la asistente de este sabría si el gran descubrimiento a que había aludido el difunto tenía alguna base real.
En cuanto salió del ascensor, Jason tuvo la sensación de estar en otro mundo. Uno de los incentivos que la PBS había brindado a Hayes para que aceptara su oferta había consistido en la construcción de un nuevo laboratorio que ocupaba gran parte del sexto piso.
La zona adyacente al ascensor estaba amueblada con cómodos sillones de cuero, alfombras mullidas y hasta una enorme librería con puertas de vidrio que contenía las últimas publicaciones acerca de biología molecular. Más allá de esa sala de recepción había una habitación estéril donde los visitantes debían colocarse delantales blancos y cubiertas protectoras en los zapatos. Jason accionó el picaporte de la puerta y, al encontrarla abierta, entró.
Se puso el delantal y los protectores de zapatos e intentó abrir la puerta interior.
Como suponía, estaba cerrada. Junto a ella había un timbre; lo pulsó y aguardó. Sobre el dintel parpadeó una pequeña luz roja perteneciente a una cámara de televisión de circuito cerrado. A continuación la puerta se abrió con un zumbido, y Jason entró.
El laboratorio estaba dividido en dos secciones principales. La primera, de fórmica y azulejos blancos, incluía una gran sala central con varias oficinas contiguas. Los tubos fluorescentes del techo arrojaban una luz deslumbradora. El recinto albergaba un gran número de equipos sofisticados, la mayoría de los cuales Jason no logró reconocer. Una puerta de acero cerrada separaba la primera sección de la segunda, y junto a ella un letrero rezaba: SALA DE ANIMALES E INCUBADORA DE BACTERIAS.
PROHIBIDA LA ENTRADA.
Sentada en uno de los largos bancos de laboratorio de la primera sección se hallaba una mujer muy rubia que Jason había visto en varias ocasiones en la cafetería del PBS. De facciones afiladas, nariz levemente aguileña, llevaba el cabello peinado hacia atrás y sujeto con una especie de rodete. Jason notó que tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
- Disculpe, soy el doctor Jason Howard - dijo, tendiendo la mano.
Ella la estrechó. Tenía la piel muy fría.
- Helene Brennquivist - dijo, con leve acento escandinavo.
- ¿Tiene un momento?
Helene no respondió, limitándose a cerrar el cuaderno de anotaciones y apartar una cápsula de cajas de Petri.
- Me gustaría formularle unas preguntas - prosiguió Jason. Observó que la mujer poseía la extraña habilidad de mantener una expresión absolutamente impasible en el rostro -. ¿Este es, o fue, el laboratorio del doctor Hayes? - añadió, describiendo con la mano un círculo que abarcaba todo el recinto.
Ella asintió.
- Y supongo que usted trabajaba con el doctor Hayes.
Otro asentimiento con la cabeza, menos perceptible que el primero. Jason advirtió que, por algún motivo, la mujer había adoptado una actitud defensiva.
- Presumo que está enterada de la mala noticia concerniente al doctor Hayes.
Esta vez ella parpadeó, y Jason creyó percibir un brillo de lágrimas en sus ojos.
- Yo estaba con el doctor Hayes cuando murió - explicó Jason, mirando a Helene fijamente. Salvo por ese atisbo de lágrimas en los ojos, su rostro no reflejaba ningún sentimiento o emoción, lo cual hizo que él se preguntara si esa no sería una forma de aflicción -. Poco antes de morir Hayes me aseguró que había hecho un descubrimiento trascendental...
Jason dejó que su comentario flotara en el aire, con la esperanza de recibir una respuesta. Pero no obtuvo ninguna. Helene se limitó a observarle.
- ¿Y bien? ¿Se produjo o no un descubrimiento importante? - preguntó Jason, inclinándose.
- No sabía si había usted terminado de hablar - declaró Helene -. De hecho no había formulado ninguna pregunta.
- Es cierto - reconoció Jason -, pero esperaba que usted me respondiera. Confío en que sepa a qué se refería el doctor Hayes.
- Me temo que no. Otras personas de la administración del centro han venido para plantearme la misma cuestión. Lamentablemente no tengo ni idea de a qué se refería el doctor Hayes.
Jason supuso que Shirley se había entrevistado con Helene a primera hora de la mañana.
- Además del doctor Hayes, ¿es usted la única persona que trabaja en este laboratorio?
- En efecto - contestó Helene -. Solíamos tener una secretaria, pero el doctor Hayes la despidió hace tres meses. Opinaba que hablaba demasiado.
- ¿De qué temía que hablara?
- De cualquier cosa. El doctor Hayes era un hombre muy reservado, sobre todo respecto a su trabajo.
- Comprendo - dijo Jason. Su impresión inicial de que Hayes se había vuelto paranoico parecía tener algún fundamento -. ¿En qué consiste su tarea aquí, señorita Brennquivist?
- Soy bióloga molecular, como el doctor Hayes, aunque carezco de su habilidad.
Utilizo técnicas recombinantes de ADN para modificar bacterias coli y producir así diversas proteínas que interesaban al doctor Hayes.
Jason asintió como si entendiera. Había oído el término “técnicas recombinantes de ADN”, pero apenas si tenía una noción muy vaga de lo que significaba. Desde que había abandonado la Facultad de Medicina se habían producido grandes avances en ese campo. En todo caso sí recordaba el temor de que los estudios relativos a la recombinación de ADN pudieran crear bacterias capaces de provocar enfermedades nuevas y desconocidas.
Pensando precisamente en la súbita muerte de Hayes, Jason inquirió:
- ¿Había descubierto usted algunas cepas nuevas y potencialmente peligrosas?
- No - respondió Helene sin vacilar.
- ¿Cómo puede estar tan segura?
- Por dos motivos. En primer lugar, era yo quien realizaba el trabajo de recombinación bacteriana, no el doctor Hayes. En segundo lugar, usamos una cepa de bacterias coli de la clase E que no puede desarrollarse fuera del laboratorio.
- Claro - dijo Jason para alentarla a seguir hablando.
- Las investigaciones del doctor Hayes se centraban en el crecimiento y el desarrollo. Dedicaba la mayor parte del tiempo a aislar los factores de crecimiento del eje hipotálamo - hipófisis responsable de la pubertad y el desarrollo sexual. Las proteínas son factores de crecimiento. Estoy segura de que usted no lo ignora.
- Desde luego - replicó Jason.
“Qué mujer tan extraña”, pensó. Al principio la conversación había resultado difícil y había tenido que extraerle las palabras con sacacorchos. Ahora que se encontraba en terreno científico, se mostraba muy locuaz.
- El doctor Hayes solía darme una proteína, y yo trataba de producirla con técnicas recombinantes de ADN. Esa es mi tarea aquí. - Se volvió hacia la pila de cápsulas de Petri, cogió una y retiró la tapa. Después se la entregó a Jason. Sobre la superficie descansaban grupos blancuzcos de colonias bacterianas.
Helene volvió a colocar la cápsula en su lugar.
- Al doctor Hayes le fascinaban la activación y desactivación de genes, el equilibrio entre represión y expresión, el papel de las proteínas represoras y el lugar en que se acoplan con el ADN. Ha usado el gen de la hormona del crecimiento como prototipo.
¿Le gustaría ver su último mapa del cromosoma 17?
- Por supuesto - respondió Jason, obligándose a sonreír. En el laboratorio sonó un timbre que ahogó momentáneamente el leve zumbido de los equipos electrónicos. Una pantalla frente a Helene mostró a cuatro personas y un perro que se hallaban en el vestíbulo. Jason reconoció enseguida a Shirley Montgomery y el detective Michael Curran. Las otras dos personas le resultaron desconocidas.
- Dios - exclamó Helene mientras extendía el brazo para pulsar el botón que abría la puerta.
Jason se puso en pie cuando los recién llegados empezaron a entrar en la habitación. En el rostro de Shirley apareció una fugaz expresión de sorpresa al ver a Jason, pero se mostró muy tranquila cuando presentó al detective Curran a Helene.
Cuando el policía comenzó a interrogarla, Shirley tomó a Jason del brazo y lo condujo a la oficina más próxima, que el hombre supuso era la de Hayes. Las paredes estaban cubiertas de fotografías progresivamente ampliadas de genitales humanos, que abarcaban la evolución anatómica de la pubertad. Las copias estaban colocadas en marcos de acero inoxidable.
- Qué decoración tan curiosa - comentó Jason con ironía. Shirley actuó como si ni siquiera hubiera visto las fotografías. Su rostro, habitualmente sereno, exhibía una expresión de preocupación y fastidio.
- Este asunto se nos está yendo de las manos.
- ¿Qué quieres decir? - preguntó Jason.
- Al parecer anoche la policía recibió una llamada anónima que aseguraba que el doctor Alvin Hayes era traficante de drogas. Registraron su apartamento y encontraron una cantidad considerable de heroína, cocaína y dinero. Ahora tienen una orden de registro para revisar su laboratorio.
- ¡Santo Cielo! - exclamó Jason, entendiendo de pronto el porqué de la presencia del perro.
- Y por si eso fuera poco, descubrieron que vivía con una mujer llamada Carol Donner.
- Ese nombre me resulta conocido - dijo Jason.
- Pues no debía - replicó Shirley con tono severo -. Carol Donner es una bailarina exótica del Club Cabaré en la Combat Zone.
- ¡Ja! - exclamó Jason, riendo entre dientes.
- ¡Jason! No es para reírse.
- No estoy riendo - protestó él -. Sencillamente estoy asombrado.
- Si tú estás asombrado, ¿qué supones que dirán los miembros del equipo directivo?
Y pensar que yo insistí en contratar a Hayes. Bastantes inconvenientes nos ha causado ya su muerte. Me temo que esto se convertirá en una pesadilla.
- ¿Qué piensas hacer? - preguntó Jason.
- No tengo la menor idea - reconoció Shirley -. Por el momento mi intuición me dice que, cuanto menos hagamos, mejor.
- ¿Qué opinas del supuesto descubrimiento de Hayes?
- Creo que ese hombre deliraba - afirmó Shirley -. ¡No debemos olvidar que estaba implicado en asuntos de drogas y liado con una bailarina exótica! ¡Por el amor de Dios!
Exasperada, Shirley regresó a la parte principal del laboratorio, donde el detective Curran todavía conversaba con Helene, mientras los otros dos hombres y el perro registraban minuciosamente el laboratorio. Jason los observó largo rato y luego se excusó aduciendo que debía cumplir con sus obligaciones. Aún debía atender a unos pacientes externos y visitar a algunos internados.
Aunque estaba más convencido que nunca de que Hayes había sufrido un colapso nervioso y en realidad no había realizado ningún descubrimiento trascendental, antes de partir hacia su casa Jason se detuvo en la biblioteca para coger un delgado volumen titulado Recombinantes de ADN: Una introducción para legos.
El tráfico en la hora punta era tan denso como de costumbre, y cuando detuvo el automóvil en el aparcamiento frente a su casa y le colocó el freno de mano, Jason sintió el habitual alivio por el hecho de haber llegado ileso. Subió a su apartamento y colocó el maletín sobre el escritorio del pequeño despacho que daba a la plaza. Los olmos sin hojas semejaban esqueletos contra el cielo nocturno. Ya estaba bastante oscuro aunque sólo eran las siete menos cuarto de la tarde. Después de ponerse el chándal bajó y comenzó a correr por la calle Mt. Vernon, cruzó el Storrow Drive por el puente Arthur Fiedler y avanzó a lo largo del Charles hasta el puente Boston University antes de girar. A diferencia de en verano, vio a pocas personas practicar deporte. De regreso a casa se detuvo en el Mercado De Luca y compró pescado fresco, lo necesario para preparar una ensalada y una botella de Chardonnay California.
Le gustaba cocinar, de modo que después de ducharse preparó el pescado a la parrilla con un poco de ajo y aceite de oliva. Aderezó la ensalada, sacó el vino del congelador, donde lo había colocado para que estuviera más frappé, y se sirvió una copa. Cuando todo estuvo listo, llevó la cena al despacho en una bandeja. Sólo entonces abrió el pequeño libro que había sacado de la biblioteca y se dispuso a disfrutar de la noche.
La primera parte le sirvió de repaso. Jason sabía bien que el ácido desoxirribonucleico, más conocido como ADN, era una molécula que tenía forma de doble hélice. Estaba constituido por subunidades repetitivas llamadas “bases”, que tenían la propiedad de acoplarse entre sí de maneras muy específicas. Algunas zonas particulares del ADN se denominaban “genes”, y cada gen participaba en la producción de una proteína específica.
Jason se sintió alentado y tomó un sorbo de vino. El libro estaba bien escrito, y su lectura resultaba amena al tiempo que didáctica. Le gustaba aprender nuevos datos, como que cada célula humana poseía cuatro mil millones pares base. El apartado siguiente versaba sobre las bacterias y la facilidad y rapidez con que se reproducían.
Trillones de células idénticas podían formarse a partir de una inicial en cuestión de días. Esto era importante, porque en ingeniería genética las bacterias servían como recipientes de pequeños fragmentos de ADN. Este elemento extraño era incorporado al ADN de cada bacteria y luego, cuando la célula se dividía, generaba los fragmentos originales. La bacteria con el recién incorporado ADN se denominaba “cepa recombinante”, y la nueva molécula de ADN se llamaba “ADN recombinante”. Hasta ahí todo bien.
Jason comió un poco de pescado y ensalada y tomó un buen sorbo de vino. El siguiente capítulo del libro resultó un poco más complicado. Trataba de cómo conseguían los genes producir, dentro de la molécula de ADN, sus respectivas proteínas. La primera parte del proceso consistía en realizar una copia del segmento de ADN con una molécula llamada “mensajera ARN”. Esta dirigía entonces la producción de la proteína en un proceso denominado “transcripción”. Jason bebió un poco más de vino. La última parte del capítulo se le antojó particularmente interesante, pues explicaba los elaborados mecanismos que activaban y desactivaban los genes.
Jason se puso en pie y se dirigió a la cocina. Abrió la nevera y se sirvió otra copa de vino. De nuevo en su despacho, miró por la ventana, observando las luces del convento St. Margaret, al otro lado de la plaza. Encontraba divertido que hubiera un convento en la manzana residencial más buscada de Boston. ¡Renuncia a los bienes materiales, hazte monje y múdate a Louisburg! Sonrió y bajó la vista hacia el libro sobre ADN recombinante. Tomó asiento y releyó la sección relativa al timing de la expresión genética. Le resultó complicada y fascinante a la vez. Al parecer se había descubierto un sinnúmero de proteínas que actuaban como inhibidoras de la función genética.
Dichas proteínas se adherían al ADN o hacían que este se enroscara para proteger los genes afectados.
Jason cerró el libro. Era suficiente para una noche. Además, el apartado sobre el control de la función genética era lo que inconscientemente había estado buscando. Al leer el capítulo había recordado el comentario de Hayes respecto a que su principal interés era conocer “cómo los genes se activaban y desactivaban”. Helene también había aludido a ello.
Bebiendo un trago de vino se dirigió a la sala de estar, donde reflexionó mientras con aire ausente tocaba los candelabros colocados sobre la repisa de la chimenea. ¿Qué había querido decir Hayes al afirmar que había hecho un descubrimiento científico trascendental? Por el momento Jason descartó la idea de que Hayes tuviera delirios de grandeza. Al fin y al cabo era un investigador de primera línea y fama internacional que dedicaba a su trabajo las veinticuatro horas del día. Así pues, existía la posibilidad de que hubiera dicho la verdad. Si había realizado un gran hallazgo, sería sin duda en el campo de la activación y desactivación de genes, y probablemente guardaría relación con el crecimiento y el desarrollo. Por un momento la mente de Jason se vio invadida por las imágenes de las fotografías de genitales que había en la oficina de Hayes.
El sonido del teléfono le sacó de sus pensamientos. Era la jefa de enfermeras de la unidad coronaria.
- Brian Lennox acaba de morir. Tuvo un episodio terminal de arritmia ventricular que evolucionó hasta convertirse en una asistolia.
- Voy para allá - dijo Jason.
Colgó el auricular y caviló sobre la jerga científica utilizada por la enfermera, que supuso constituía una suerte de defensa emocional. Una vez más la sombra de la muerte se cernía sobre él como una nube perniciosa.
El radiodespertador hizo que Jason saltara de la cama. Le había aumentado el volumen antes de acostarse por miedo a no oírlo ya que había pasado gran parte de la noche consolando a la esposa de Brian Lennox. Recogió el periódico de la puerta de entrada, se afeitó y duchó mientras la cafetera eléctrica realizaba su habitual milagro matutino. Cuando estuvo vestido, en el apartamento flotaba el aroma de café recién hecho. Con una taza en la mano, se dirigió al despacho y retiró la cubierta plástica del Boston Globe.
Pese a su intención de leer primero la sección deportiva, un titular de primera página le llamó la atención: MÉDICO, DROGAS Y UNA BAILARINA. No era precisamente un panegírico del doctor Alvin Hayes. Describía la impresionante muerte de Hayes asociándola, injustamente, con las drogas encontradas en su apartamento, e incluso llegaba a vincularse su relación con la bailarina con el caso en que se había visto envuelto un profesor de la Escuela de Medicina, Tufts, convicto por el asesinato de una prostituta. El artículo estaba ilustrado con dos fotografías; la de Hayes que había aparecido en la portada de Time y otra de una mujer que entraba en el Club Cabaré, con el siguiente pie: “Carol Donner entrando en el lugar donde hace negocios”.
Jason trató de ver cómo era Carol Donner, lo que le resultó imposible porque la muchacha se tapaba la cara con la mano. En segundo plano se veía un cartel que rezaba: “Chicas universitarias en topless”. “Sí, claro”, pensó Jason con una sonrisa.
Leyó el resto del artículo, compadeciéndose de Shirley. La policía aseguraba haber encontrado una cantidad importante de heroína y cocaína en el apartamento del South End que Hayes compartía con Carol Donner.
Jason se dirigió a la clínica y encontró a sus pacientes internados en un estado nada satisfactorio. Matthew Cowen, a quien el día anterior se le había practicado un cateterismo cardíaco, presentaba unos síntomas extraños que se parecían de forma alarmante a los del desaparecido Cedric Harring: artritis, estreñimiento y sequedad de la piel. En otras circunstancias ninguno de esos síntomas le habría preocupado demasiado, pero, dados los últimos acontecimientos, lo intranquilizaron, pues una vez más parecían atraer el aspecto de una enfermedad infecciosa nueva y desconocida que escapaba a su control. E intuyó que el curso de la enfermedad de Matthew estaba a punto de dar un giro negativo.
Después de solicitar un examen dermatológico para Cowen, Jason, muy abatido, bajó a su consultorio, donde Claudia le informó de que había conseguido la lista de personas a quienes había realizado los chequeos para ejecutivos y telefoneado hasta la letra P; sólo dos afirmaban tener problemas de salud.
Jason tomó las carpetas de esos dos pacientes y las abrió. La primera pertenecía a Holly Jennings, la otra a Paul Klingler. Ambos se habían sometido a una revisión hacía menos de un mes.
- Llámelos de nuevo - ordenó Jason - y pídales que vengan lo antes posible, pero sin alarmarlos.
- Eso va a ser difícil. ¿Qué excusa podría darles?
- Dígales que queremos repetir algunos estudios. Utilice su imaginación.
Más tarde Jason decidió que intentaría recurrir a todo su encanto para sonsacar a la técnica de laboratorio más información sobre Hayes; sin embargo en cuanto vio a Helene comprendió que no estaba dispuesta a dejarse seducir.
- ¿Ha descubierto algo la policía? - preguntó Jason, sabiendo de antemano que la respuesta sería negativa. Shirley lo había telefoneado después de que se marcharan los agentes para comunicarle la noticia con un elocuente y aliviado “gracias a Dios”.
Helene negó con la cabeza.
- Sé que está ocupada, pero ¿no podría dedicarme un minuto? Quisiera formularle algunas preguntas más.
Ella interrumpió su tarea y lo miró.
- Gracias - dijo él con una sonrisa. El rostro de Helene se mantuvo imperturbable; no era desagradable, sino sencillamente neutra -. Detesto insistir en el tema -
prosiguió -, pero no puedo dejar de pensar en lo que el doctor Hayes comentó acerca de su descubrimiento. ¿Seguro que no tiene idea de qué se trata? Sería trágico que un auténtico descubrimiento médico se perdiera.
- Ya le expliqué todo lo que sé - afirmó Helene -. Podría mostrarle el último mapa del cromosoma 17 que realizó. ¿Serviría de algo?
- Ya veremos.
Helene le condujo a la oficina de Hayes y no prestó atención a las fotografías que cubrían las paredes, actitud que Jason no pudo compartir. Se preguntó qué clase de hombre era capaz de trabajar en semejante medio. Helene desplegó una enorme hoja de papel cubierta con escritura diminuta que contenía la secuencia de pares base de la molécula ADN que abarcaban una porción del cromosoma 17. Había una cantidad asombrosa de pares base, cientos y cientos de miles.
- El área de investigación del doctor Hayes es ésta - explicó Helene y señalando una gran sección donde los pares estaban coloreados de rojo -. Estos son los genes asociados con la hormona de crecimiento. Es muy complejo.
- En eso tiene razón - dijo Jason. Debía leer mucho más para conseguir encontrar sentido a lo que tenía delante -. ¿Existe alguna posibilidad de que este mapa haya conducido a un hallazgo científico de suma importancia?
Helene reflexionó un momento y luego meneó la cabeza.
- Esta técnica se conoce desde hace algún tiempo.
- ¿Qué me dice del cáncer? - preguntó Jason -. ¿Sería posible que el doctor Hayes hubiera descubierto algo relacionado con el cáncer?
- No investigamos esa enfermedad.
- Pero si el doctor estudiaba la división y maduración celular, cabe la posibilidad de que hubiera descubierto algo relacionado con el cáncer, sobre todo teniendo en cuenta su interés por la activación y desactivación de los genes.
- Supongo que es posible - respondió Helene sin entusiasmo.
Jason estaba convencido de que Helene se negaba a cooperar. Como asistente de Hayes, era lógico suponer que conocía bien el trabajo de este. Sin embargo no había manera de obligarla a hablar del tema.
- ¿Qué me dice de sus cuadernos de laboratorio?
- Sí, había algunos - reconoció Helene -, pero el doctor Hayes siempre los llevaba consigo, sobre todo en los últimos tres meses. De todos modos la mayor parte de la información la archivaba en la cabeza. Poseía una memoria fabulosa, especialmente para las cifras...
Por un instante Jason advirtió un fulgor en los ojos de Helene y pensó que la muchacha se sinceraría con él, pero se equivocó.
Helene se sumió en el silencio. Tomó el libro de datos que Jason había cogido y lo devolvió al cajón.
- Permítame que le formule una pregunta más - pidió Jason, tratando de encontrar las palabras adecuadas -. ¿Le pareció a usted que en las últimas semanas la conducta del doctor Hayes era normal? Cuando yo lo vi, lo encontré muy ansioso y agotado. -
Deliberadamente minimizó el verdadero estado de su colega.
- A mí me pareció normal - aseguró Helene, categórica. “Dios mío”, pensó Jason. Esa afirmación acabó de convencerle de que Helene mentía. Después de darle las gracias, salió del laboratorio de Hayes. Bajó en el ascensor, eludió a Sally, cruzó el edificio principal y se dirigió a Patología.
Encontró a Jackson Madsen en el laboratorio de química, donde había surgido un problema con una máquina. Dos mecánicos de la compañía estaban allí, y Jackson se alegró de regresar a su oficina con Jason para mostrarle las placas del corazón de Harring.
- Espera a ver esto - dijo mientras colocaba una debajo del microscopio.
Miró por el visor al tiempo que movía hábilmente el portaobjetos con el pulgar y el índice. Luego se apartó para que Jason observara por el microscopio.
- ¿Ves esa arteria? - preguntó. Jason asintió -. Fíjate que el vaso está casi obliterado. Creo que es la peor arteriosclerosis que he visto en mi vida. Esa cosa rosada parece amiloideo. Es sorprendente, sobre todo si, como dices, su electrocardiograma no revelaba nada extraño. Permite que te muestre algo más -
agregó Jackson cambiando la placa -. Mira.
Jason obedeció.
- ¿Qué se supone que debo ver?
- Los núcleos aparecen hinchados - explicó Jackson -. Y eso rosado sí es amiloideo.
- ¿Qué significa?
- Es como si el corazón de este tipo hubiera estado bloqueado, sometido a un asedio.
Fíjate en las células inflamatorias.
Desacostumbrado a observar secciones microscópicas, Jason no había reparado en ello en un primer momento, pero ahora las veía con toda claridad.
- ¿Qué te sugiere? - preguntó.
- No estoy seguro. ¿Qué edad has dicho que tenía este hombre?
- Cincuenta y seis - respondió Jason, enderezándose -. En tu opinión, ¿crees que estamos frente a una nueva enfermedad infecciosa?
Jackson meditó un momento y luego cabeceó.
- No lo creo. Todo lo que puedo decir es que más bien parece un trastorno metabólico. Ah, otra cosa - agregó, colocando otra placa bajo el microscopio. Mientras enfocaba, comentó -: Esto es parte del núcleo rojo del cerebro. Dime qué ves.
Jason miró por el visor y vio una neurona con un núcleo prominente y una zona granular de tinte oscuro. La describió.
- Eso es lipofuscina - dijo Jackson, y extrajo la placa. Jason se incorporó.
- ¿Qué significa todo esto?
- Ojalá lo supiera - contestó Jackson -. Lo cierto es que tu señor Harring estaba realmente enfermo. Estas placas podrían haber pertenecido a mi abuelo.
- Es la segunda vez que oigo un comentario parecido - murmuró Jason -. ¿No puedes darme algún dato más concreto?
- Lo lamento. Me gustaría poder ser de más ayuda. Efectuaré algunas pruebas para asegurarme de que estos depósitos en el corazón y otras partes del cuerpo son amiloideo. Te mantendré informado.
- Gracias. ¿Y qué me dices de las placas de Hayes?
- Todavía no están listas - contestó Jackson.
Jason regresó al segundo piso y se dirigió al consultorio. Como médico siempre se había cuestionado la eficacia de ciertos diagnósticos, procedimientos y drogas, pero jamás había tenido motivos para dudar de su competencia profesional. De hecho en la mayoría de situaciones había considerado que estaba por encima del nivel medio de sus colegas. Sin embargo comenzaba a albergar ciertas dudas al respecto. Tales recelos le resultaban perturbadores, sobre todo porque desde la muerte de Danielle el trabajo se había convertido en su mayor fuente de confianza en sí mismo.
- ¿Dónde se había metido? - inquirió Sally, que había abordado a Jason cuando este trataba de deslizarse subrepticiamente en su despacho.
Minutos después lo abrumó con un sinfín de problemas menores que, por suerte, acapararon su atención. Cuando por fin recuperó el aliento, eran pasadas las doce.
Atendió a su último paciente, quien le pidió consejos y vacunas para emprender un viaje a la India, y luego quedó libre. Claudia intentó convencerle de que almorzara con ella y otras secretarias, pero Jason declinó la invitación. Se encerró en su consultorio para meditar. Experimentaba una sensación de impotencia, intuía que algo iba francamente mal, pero no sabía qué era ni qué hacer al respecto. Sobre él se abatió una soledad profunda.
- Maldita sea - masculló, dando una palmada sobre el escritorio con tal fuerza que algunas hojas salieron volando. Debía evitar caer en una depresión. Tenía que actuar.
Se cambió la bata blanca por la chaqueta, tomó su radiotransmisor y se encaminó hacia su automóvil. Condujo por el Fenway, pasando ante el museo Gardner y el de Bellas Artes. Más adelante tomó la autopista Storrow en dirección sur y la abandonó en Arlington. Su destino era el cuartel central de la policía de Boston.
Una vez allí un agente le indicó que se dirigiera al quinto piso. No bien bajó del ascensor, vio a Curran, que se acercaba por el vestíbulo con una taza de café en la mano. El detective no llevaba chaqueta, tenía desabrochado el botón del cuello de la camisa y el nudo de la corbata flojo. No recordó a Jason hasta que este le recordó que se habían encontrado en el depósito de cadáveres y el PBS.
- Sí, claro - dijo Curran -. El asunto Alvin Hayes.
Invitó a Jason a su oficina, que era rigurosamente funcional, pues solo contenía un escritorio y un fichero metálico. De la pared colgaba un calendario con el programa de encuentros de baloncesto de los Celtics.
- ¿Un café? - sugirió Curran, depositando su taza sobre el escritorio.
- No, gracias - respondió Jason.
- Es usted muy sabio. Me consta que todo el mundo se queja del café institucional; le aseguro que este brebaje es letal. - Apartó una silla metálica de la pared e indicó a Jason que se sentara -. ¿Qué puedo hacer por usted, doctor?
- No estoy muy seguro. Este asunto de Hayes me perturba. ¿Recuerda que le comenté que el doctor Hayes aseguraba haber realizado un descubrimiento de importancia? Pues bien, ahora creo que existen muchas probabilidades de que así fuera. Después de todo, era un investigador de fama mundial y trabajaba en un campo que ofrece un gran potencial.
- Aguarde un minuto. ¿No me dijo usted también que pensaba que Hayes padecía un colapso nervioso?
- En ese momento consideré que se conducía de forma extraña - declaró Jason -. Me pareció un paranoico que deliraba. Ahora no estoy tan seguro. ¿Y si, efectivamente, hubiera hecho un descubrimiento trascendental y no quisiera revelarlo porque todavía estaba perfeccionándolo? Supongamos que alguien se hubiera enterado y, por algún motivo, hubiera decidido detenerle...
- ¿Matándolo? - interrumpió Curran con aire condescendiente -. Doctor, olvida usted un hecho básico; se trató de una muerte natural. No hubo ni orificios de bala en la cabeza, ni cuchilladas en la espalda. Además, era un narcotraficante. Encontramos heroína, cocaína y dinero en su apartamento. Con razón actuaba como un paranoico.
El mundo de las drogas es muy peligroso.
- ¿Esa llamada anónima no le resultó extraña? - preguntó Jason, movido por la curiosidad.
- Sucede todos los días. Alguien está enojado por algún motivo y nos telefonea para vengarse.
Jason miró fijamente al detective. En su opinión la conexión con las drogas estaba fuera de lugar, pero no sabía por qué. Entonces recordó que Hayes vivía con una bailarina. Después de todo tal vez no estaba tan fuera de lugar. Como si hubiera leído los pensamiento de Jason, Curran dijo:
- Escuche, doctor, valoro que se haya tomado la molestia de venir aquí, pero los hechos son los hechos. Ignoro si ese individuo hizo algún descubrimiento, pero le diré una cosa; si era traficante, entonces también tomaba drogas. Siempre ocurre así. Pedí al Departamento de Narcóticos que buscara su nombre en los archivos. El resultado fue negativo, pero eso solo significa que aún no lo habían atrapado. Tuvo suerte de morir por causas naturales. En cualquier caso no puedo malgastar mi tiempo con esta clase de muertes.
- Creo que hay algo más en todo este asunto.
Curran sacudió la cabeza.
- El doctor Hayes trató de contarme algo - insistió Jason -. Creo que necesitaba ayuda.
- Seguro. Con toda probabilidad pretendía convencerle de que ingresara en el círculo de las drogas. Escuche, doctor, siga mi consejo; olvídese de este asunto. -
Curran se puso en pie, dando por zanjada la entrevista.
Jason salió del edificio y, una vez en la calle, retiró del limpiaparabrisas la multa por mal aparcamiento. Sentado ante el volante, repasó su conversación con el detective Curran. Si bien este se había mostrado cordial, era evidente que no daba mucho crédito a las sospechas e intuiciones de Jason. Al poner en marcha el coche, se acordó de otro comentario de Hayes sobre su descubrimiento; había afirmado que era “una ironía”. ¡Qué forma tan extraña de referirse a un descubrimiento científico trascendental!
De nuevo en el PBS, Jason se dedicó de lleno a sus pacientes, yendo de habitación en habitación, escuchando, tocando, pronunciando palabras cariñosas y comprensivas, aconsejando. Era el aspecto que más le gustaba de la medicina. La gente se abría a él, tanto en sentido literal como figurado. Jason recuperó un poco la confianza en sí mismo.
Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se aproximó al gabinete de examen C y tomó la carpeta con el historial clínico de la persona que debía visitar. Reconoció el nombre, Paul Klingler, el individuo a quien había realizado un chequeo poco tiempo atrás. Leyó rápidamente el resultado de las pruebas, que revelaban que se trataba de una persona sana, con un índice bajo de colesterol y triglicéridos en sangre, y un electrocardiograma normal. Jason entró en el cubículo.
Klingler era un hombre delgado, de pelo rubio, que poseía el sereno aplomo de un viejo yanqui adinerado.
- ¿Qué problema hay con mi revisión? - preguntó con tono preocupado.
- En realidad, ninguno.
- Pero su secretaria afirmó que usted quería repetir algunos análisis y me pidió que viniera.
- Lamento que se haya alarmado, pues no hay ningún motivo para ello. Al enterarse de que usted no se encontraba bien, juzgó conveniente que lo examináramos.
- Estoy recuperándome de una gripe - explicó Paul - que mis chicos contrajeron en el colegio. Pero estoy mucho mejor. El único inconveniente es que me impidió hacer ejercicio durante más de una semana.
La gripe no asustaba a Jason. La gente sana no muere de eso. De todos modos examinó a Paul Klingler con mucha atención y repitió varias pruebas cardíacas. Por último le anunció que se pondría en contacto con él si los análisis de sangre revelaban algo anormal.
Después de recibir a dos pacientes más, Jason se enfrentó a Holly Jennings, una ejecutiva de cincuenta y cuatro años que trabajaba en una de las empresas de publicidad más importantes de Nueva York. Estaba muy molesta por haber tenido que acudir a la clínica y no se abstuvo de manifestarlo. Y había fumado en el gabinete de exámenes mientras aguardaba.
- ¿Qué demonios ocurre? - preguntó a Jason no bien lo vio. El chequeo a que se había sometido había revelado un mes antes que su estado de salud era bueno; de todos modos Jason le aconsejó que dejara de fumar y perdiera los quince kilos que había aumentado en los últimos cinco años.
- Me enteré de que no se encontraba bien - explicó Jason. Observó que la mujer parecía cansada y tenía ojeras.
- ¿Solo eso? La secretaria me dijo que usted quería repetir algunos análisis. ¿Cuál es el problema?
- Ninguno. Solo queríamos hacer un seguimiento. Hábleme de su salud.
- ¡Por Dios! Después de haberme perdido dos presentaciones muy importantes para venir aquí, muerta de miedo, resulta que sólo desean conversar conmigo. ¿No podrían haberlo hecho por teléfono?
- Bueno, puesto que está aquí, ¿por qué no me explica cómo se siente últimamente?
- Cansada.
- ¿Alguna otra cosa?
- En general me noto muy decaída. Duermo mal, apenas tengo apetito. Nada concreto... no; no es cierto. Los ojos me causan molestias y he de usar gafas frecuencia, incluso en la oficina.
- ¿Nada más? - preguntó Jason con cierta aprensión. Holly se encogió de hombros.
- No sé por qué maldita razón se me ha empezado a caer el pelo.
Jason examinó a la mujer detenidamente. Tenía la presión arterial muy alta, lo que bien podía achacarse al estrés. Su piel estaba seca, sobre todo en las extremidades. En el nuevo electrocardiograma que realizó detectó leves alteraciones en el segmento ST que indicaban una reducción de oxígeno en el corazón. Cuando le sugirió hacer otra ergometría, ella rehusó.
- ¿No podría volver otro día para eso?
- Preferiría hacérsela ahora - declaró Jason -. De hecho, ¿accedería a quedarse en la clínica durante un par de días?
- ¿Bromea usted? No tengo tiempo. Además, no me siento tan mal. ¿Por qué me lo propone?
- Me gustaría realizar diversas pruebas, y también querría que la viera un cardiólogo y un oftalmólogo.
- La semana que viene. El lunes o el martes. Tengo trabajos urgentes que entregar.
Jason permitió de mala gana que Holly abandonara la clínica después de efectuar una extracción de sangre. No podía obligarla a internarse y tampoco tenía ninguna razón concreta para convencerla de que corría peligro. Se trataba tan sólo de una corazonada, una mala corazonada.
Siguiendo su rutina habitual, después de regresar a casa, Jason salió a correr un rato. Se detuvo en el Mercado De Luca, donde compró un pollo, volvió al apartamento, puso la comida en el horno, se duchó y se dirigió a su despacho con una cerveza helada.
Acomodándose, reanudó la lectura del libro sobre el ADN. Comenzó a comprender de qué manera lograba Hayes aislar genes específicos. Una vez localizada la colonia bacteriana apropiada, se la cultivaba para producir trillones de bacterias. Luego, utilizando enzimas, las bacterias ADN eran separadas y fragmentadas, y el gen deseado era aislado y purificado. Después se unía de nuevo a diferentes bacterias en regiones del ADN que podían ser activadas por el investigador. De esa manera la cepa recombinante de bacterias actuaba como una fábrica en miniatura para generar la proteína para la cual estaba codificado ese gen. Con ese método Hayes había conseguido producir la hormona del crecimiento humano. Había empezado con un trozo de ADN humano, el gen producía la hormona del crecimiento, lo reprodujo con la ayuda de bacterias, luego incorporó el producto resultante a las bacterias ADN en un área controlada por un gen responsable de digerir lactosa. Al agregar lactosa al cultivo, la cepa recombinante de bacterias se había activado para producir la hormona del crecimiento humano.
Jason apuró la cerveza y fue a la cocina para buscar otra. Estaba abrumado por lo que había aprendido. Con razón los científicos como Hayes tenían fama de raros.
Sabían que poseían el poder de manipular la vida. Este descubrimiento fascinó a Jason y al mismo tiempo lo perturbó. Los trabajos con ADN ofrecían un pasmoso potencial para el bien y para el mal.
Armado con esta información, se sintió todavía más inclinado a creer que Hayes, si bien bajo el peso de una gran tensión, había dicho la verdad... al menos en lo referente al descubrimiento científico. En cambio albergaba ciertas dudas respecto a su afirmación de que alguien quería matarlo. Deseó haber pasado más tiempo con su colega, saber más de él.
Jason abrió el horno y observó el pollo que comenzaba a dorarse y ofrecía un aspecto delicioso. Puso agua a hervir para cocer el arroz y regresó al despacho. Apoyó los pies sobre el escritorio, se arrellanó en el sillón y comenzó a leer el siguiente capítulo, que versaba sobre las técnicas de la ingeniería genética. La primera parte estaba dedicada a los métodos para fragmentar las moléculas de ADN mediante el uso de enzimas.
Jason debió leer esa sección varias veces debido a su dificultad.
El sonido del detector de humo hizo que Jason - que se había quedado dormido -
diera un salto y se precipitara hacia la cocina. El agua del arroz se había evaporado, y la cacerola echaba humo. La colocó debajo de un chorro de agua fría, lo cual provocó salpicaduras y sonidos sibilantes. Al poner en funcionamiento el extractor y abrir una ventana de la sala, el humo desapareció poco a poco de la cocina. Jason se alegró de que el dueño del edificio estuviera fuera de la ciudad, como de costumbre.
Cuando la cena estuvo lista, aunque sin arroz, la llevó al despacho en una bandeja que dejó sobre el escritorio, después de haber apartado papeles y libros. Al empezar a comer se descubrió mirando el titular del Boston Globe, “Médico, drogas y bailarina”.
Tomó el diario con la mano izquierda y observó de nuevo a Carol Donner. Le asombraba que Hayes hubiera vivido con esa mujer. Se preguntó si su compañero habría sido víctima de esa fantasía tan típica de los hombres maduros; tratar de rescatar a la prostituta, que, pese a su forma de ganarse la vida, tenía un corazón de oro. Sin embargo, puesto que Hayes era su colega, con un pasado similar al suyo, que incluía la misma facultad de medicina, tal posibilidad se le antojó descabellada. Con todo, como bien había dicho Curran, los hechos son los hechos. Era obvio que Hayes había vivido con la muchacha. Jason apartó el periódico.
Después de leer todo lo que encontró acerca de la sequedad de la piel, que no era mucho, por cierto, llevó a la cocina los platos sucios y los fregó. La imagen de Carol Donner cubriéndose el rostro con la mano lo acosaba. Consultó su reloj. Eran las diez y media de la noche.
- ¿Por qué no? - murmuró.
Al fin y al cabo, si Hayes había convivido con esa mujer, tal vez ella supiera algo que le diera un indicio sobre el descubrimiento de su colega. De todos modos no tenía nada que perder. Jason se puso un jersey y una chaqueta de tweed y abandonó el apartamento.
El trayecto de Beacon Hill a Combat Zone suponía un paseo de sólo quince minutos.
Pero esos quince minutos representaban al mismo tiempo una enorme distancia social.
Beacon Hill era el epítome del bienestar económico y el decoro, con sus calles empedradas y sus farolas de gas. Combat Zone, en cambio, era su sórdido opuesto.
Jason bordeó Boston hasta llegar a la calle Washington, plagada de bares, donde los transeúntes se mezclaban, no sin cierta inquietud, con los grupos de vocingleros estudiantes y obreros de Dorchester con cazadoras de cuero. El Club Cabaré se hallaba en la mitad de la manzana, entre un cine de películas pornográficas y una librería para adultos, en cuyo escaparate exhibía una variedad de supuestos aditamentos sexuales. El cartel CHICAS UNIVERSITARIAS EN “TOPLESS” fulguraba con pintura fluorescente.
Jason se acercó a la puerta y entró en el local, una sala larga y oscura, iluminada en el centro por un foco que alumbraba la pasarela de madera. Detrás había pequeños reservados, y una música estridente salía de unos grandes altavoces que flanqueaban la escalera que conducía a la pasarela desde el piso superior.
El aire estaba cargado de humo de cigarrillo y ese particular aroma químico de desodorante barato. El lugar estaba prácticamente ocupado por hombres inclinados sobre sus bebidas. Resultaba difícil ver qué ocurría en el interior de los reservados, pero, mientras avanzaba, Jason alcanzó a distinguir a numerosas mujeres que lucían escotes pronunciados y faldas compuestas por delgadas tiras de tela. Encontró un taburete libre en el bar. Una camarera de camisa blanca y pantalones cortos negros muy ajustados le tomó nota casi al instante.
Mientras la mujer colocaba ante él una cerveza y un vaso, una bailarina semidesnuda bajó por la escalera y se pavoneó por la pasarela. Jason levantó la vista y la observó, y por un instante las miradas de ambos se cruzaron. La mujer exhibía una expresión de aburrimiento, estaba muy maquillada, y su cabello, rubio platino, tenía la consistencia de la paja. Jason calculó que contaría más de treinta años y, por consiguiente, no era en absoluto una estudiante.
Al echar una ojeada por el recinto, notó expresiones parecidas de aburrimiento en los rostros de los hombres que seguían con la mirada los movimientos de la bailarina sobre la pasarela. Jason bebió la cerveza directamente de la botella; en un antro semejante no se le ocurriría posar sus labios sobre un vaso.
Cuando el rock and roll terminó, la bailarina actuó como si de pronto se hubiera quedado sin recursos. Con cierta timidez, desplazó el peso del cuerpo de un tacón de diez centímetros al otro, esperando que se iniciara el próximo número. Jason advirtió que tenía un corazón tatuado en el muslo derecho.
Al sonar un fuerte redoble de tambores, la rubia comenzó a bailar de nuevo y se quitó su escueta camiseta. Quedó con sólo un tanga y los zapatos. No obstante, los hombres ubicados en el bar parecían tallados en piedra y los únicos movimientos que realizaban eran los necesarios para acercarse los vasos o los cigarrillos a los labios; por lo menos hasta que la bailarina empezó a avanzar por la pasarela. Entonces algunos le tendieron billetes de un dólar.
Jason contempló un rato el espectáculo y luego volvió a recorrer el recinto con la mirada. A unos seis metros había un reservado ocupado por un hombre de traje oscuro que fumaba un cigarrillo y parecía leer un libro a través de sus gafas oscuras. Jason no acertó a comprender cómo era capaz de ver algo en la penumbra; supuso que era el gerente. Apostados, a cada lado del reservado varios tipos con pinta de culturistas, camisetas blancas y, los brazos cruzados, volvían la cabeza una y otra vez, inspeccionando el local.
Cuando la música cesó, la mujer rubia recogió sus prendas y subió presurosa por las escaleras entre unos pocos aplausos. La música volvió a sonar, y otra bailarina descendió por los peldaños y evolucionó sobre la pasarela. Vestida con un colorido y voluminoso traje de gitana, bien podría haber sido hermana de la primera... su hermana mayor.
Jason no tardó en comprender cuál era la estructura del espectáculo; aparecía una chica con una vestimenta rara, empezaba a bailar y se quitaba la ropa. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, y Jason se preguntó si Carol Donner se presentaría esa noche. Se lo preguntó a una camarera.
- Es la próxima. ¿Quiere otra ronda, señor?
Jason negó con la cabeza. Le bastaba con una cerveza. Al pasear la mirada advirtió que varias bailarinas habían regresado al salón y, tras hablar con el hombre de gafas os curas, deambulaban por el recinto, conversando con los parroquianos. Jason trató de imaginar a Hayes, el reputado biólogo nuclear, allí en el bar. No pudo.
La música cesó, y la luz de la pasarela se hizo menos intensa. Por primera vez en la velada un sistema de altavoces anunció a la siguiente bailarina: la famosa Carol Donner. Los aburridos clientes apoyados en la barra parecieron despertar de pronto.
Se oyeron algunos silbidos.
La música cambió de ritmo; ahora sonaba un rock más suave, y una figura apareció en la pasarela. Cuando las luces se intensificaron, Jason quedó asombrado. Para su sorpresa, Carol Donner era una joven muy hermosa. Su piel ofrecía un aspecto lozano, y sus ojos refulgían. Lucía un body, una cinta para el cabello y calentadores, como si asistiera a una clase de aeróbic. Estaba descalza. Se desplazó por la pasarela con gracilidad, y Jason notó que su sonrisa denotaba una alegría auténtica.
A medida que su número avanzaba, se quitó los calentadores, una cinta de seda que le ceñía la cintura, por último el body. El público la aplaudió cuando bailó en topless en dirección a la escalera. No bien hubo desaparecido, los parroquianos volvieron a sumirse en la indiferencia. Jason aguardó a que Carol regresara al salón, como las otras muchachas, pero al cabo de veinte minutos temió que tal vez no lo hiciera. Se bajó del taburete y se acercó al hombre de las gafas oscuras. Al ver que se aproximaba un guardaespaldas descruzó los brazos.
- Perdón - dijo Jason -. ¿Podría hablar con Carol Donner?
El hombre se quitó el cigarro de los labios.
- ¿Quién diablos es usted?
Jason se mostró renuente a dar su verdadero nombre, y ante su vacilación el hombre de las gafas oscuras hizo una seña a uno de los matones. Jason sintió que un par de manazas aferraban su brazo y lo empujaban hacia la puerta.
- Yo solo quería...
Cogiéndolo de la chaqueta lo condujeron a través del local hacia el otro lado de unas cortinas, mientras sus pies apenas si rozaban el piso. Con una gran dosis de humillación, se encontró arrojado a la calle.
Después de que el radiodespertador le arrancara de un sueño profundo, Jason tuvo que permanecer varios minutos debajo de la ducha, hasta que se sintió capaz de enfrentarse a una nueva jornada de trabajo. La noche anterior, al regresar de la desagradable visita al Club Cabaré, lo habían llamado de la clínica para informarle de que uno de sus pacientes de sida, un hombre llamado Harvey Rachman, había sufrido un paro cardíaco. Cuando llegó al hospital, habían estado practicándole técnicas de reanimación durante quince minutos. Siguieron dos horas más antes de darse por vencidos. El comentario de la jefa de enfermeras en el sentido de que por lo menos el pobre hombre ya no sufriría más no sirvió de consuelo a Jason. Para él, todo parecía indicar que la muerte estaba ganándole la partida.
El único aspecto positivo de las visitas que realizó más tarde a sus pacientes internados fue el alta a una enferma de hepatitis. Jason lamentó que la muchacha partiera, pues ya sólo le quedaba un paciente en vías de recuperación.
En la unidad coronaria, el estado de Matthew Cowen distaba mucho de ser satisfactorio. Además de los otros trastornos que padecía, ahora tenía problemas con la vista.
El síntoma preocupaba a Jason, pues Harring y Lennox también se habían quejado de que veían mal durante las semanas previas a su muerte; una vez más cruzó por su mente la posibilidad de que se tratara de una nueva enfermedad multisistémica. Pidió una consulta oftalmológica. Cuando terminó su ronda, se dirigió a Patología para averiguar si ya estaban listas las placas de la autopsia de Hayes. Quizá ayudarían a explicar por qué tantas personas que en apariencia gozaban de buena salud padecían de pronto un colapso cardiovascular.
Aguardó mientras Jackson informaba al quirófano de una biopsia por congelación; era de mama, y positiva.
- Eso siempre me hace sentir terriblemente mal - dijo Jackson mientras colgaba el auricular. Luego, con voz más animada, agregó -: Apuesto a que quieres ver las placas de Hayes. - Buscó sobre su escritorio hasta encontrar la carpeta adecuada. La abrió, extrajo una placa y, después de colocarla bajo el microscopio, la enfocó para Jason -.
Espera a ver esto.
“Esta es la aorta de Alvin Hayes - explicó Jackson mientras su colega observaba por el visor. La muerte y la desorganización celulares eran evidentes aun para su mirada poco experta -. Con razón estalló - prosiguió Jackson -. Jamás he visto un deterioro semejante en alguien de menos de setenta años, excepto en los que sufren de enfermedad aórtica declarada. Y deja que te muestre otra cosa. - Cambió la placa -.
Este es el corazón de Hayes. Observa las arterias coronarias. Presentan el mismo estado que las de Cedric Harring. Todas están casi cerradas. Si la aorta de Hayes no hubiera estallado, habría muerto de un infarto. El hombre era una bomba ambulante.
Y no solo eso; tenía una inflamación en la tiroides, como Harring. De hecho, existen tantas coincidencias entre ambos casos que decidí examinar la aorta de Harring. ¿Y sabes qué? También su aorta estaba a punto de estallar.
- ¿Qué significa eso? - preguntó Jason. Jackson tendió las manos.
- No lo sé. Existen grandes similitudes entre estos dos casos. La inflamación extendida... aunque no creo que sea infecciosa. Me inclino a pensar que se trata de algo relativo a la autoinmunidad, como si su sistema inmunológico hubiera empezado a atacar sus propios órganos.
- ¿Te refieres a algo como un lupus?
- Sí, algo así. De todas formas, el estado de Alvin Hayes era terrible; todos sus órganos estaban deteriorados.
- Dijo que no se sentía muy bien - comentó Jason.
- ¡Ja! - exclamó Jackson -. ¡Eso sí es minimizar las cosas!
Jason abandonó la sección de Patología reflexionando sobre la información que su colega le había facilitado. Una vez más barajó la posibilidad de la existencia de una enfermedad infecciosa desconocida, pese a la opinión de Jackson en sentido contrario.
Después de todo, ¿qué clase de enfermedad inmunológica era capaz de desarrollarse con semejante rapidez? Ninguna.
Antes de empezar a atender a los pacientes externos, Jason decidió pasar por el laboratorio de Hayes, no porque esperara que Helene se mostrara dispuesta a cooperar, sino por que pensó que tal vez le interesaría saber que el doctor había estado muy enfermo durante las últimas semanas de su vida. Advirtió sorprendido que la mujer había estado llorando.
- ¿Qué le ocurre?
- Nada - respondió Helene meneando la cabeza.
- ¿No trabaja?
- Estoy a punto de terminar.
Jason cayó en la cuenta de que, sin las instrucciones de Hayes, la muchacha estaba perdida. Por lo visto ignoraba qué tareas debía realizar, de modo que Jason sospechó que probablemente desconocía el descubrimiento de Hayes, si realmente había existido.
- ¿Le importa si conversamos un momento? - preguntó él.
- No - contestó Helene con su habitual actitud lacónica, y le indicó la oficina de Hayes, donde Jason entró. De nuevo se sintió turbado por las fotografías de genitales.
- Acabo de estar en Patología - explicó él cuando ambos se sentaron -. Al parecer el doctor Hayes estaba muy enfermo. ¿Seguro que no comentó que se encontraba mal?
- Sí lo hizo - reconoció Helene, contradiciendo su anterior afirmación -. Repetía una y otra vez que se sentía débil.
Jason la miró con fijeza; la mujer se mostraba más accesible y abierta. Observó que, a diferencia de las otras veces en que se había entrevistado con ella, llevaba el cabello suelto, que le llegaba hasta los hombros.
- La última vez que hablamos usted aseguró que su conducta no había cambiado -
dijo él.
- Y así fue. Pero decía que se sentía muy mal.
Frustrado por esa distinción, Jason se convenció una vez más de que la mujer le ocultaba algo. Se preguntó por qué.
- Señorita Brennquivist - dijo Jason con gran paciencia -, se lo preguntaré una vez más; ¿está absolutamente segura de que no tiene idea acerca de a qué se refería el doctor Hayes al afirmar que acababa de hacer un descubrimiento científico trascendental?
Ella negó con la cabeza.
- De veras que no lo sé. Lo cierto es que las cosas no andaban muy bien en el laboratorio. Hace tres meses las ratas a las que se les habían inoculado los factores que liberan la hormona del crecimiento comenzaron a morir misteriosamente.
- ¿De dónde provenían esos factores?
- El doctor Hayes los extraía del cerebro de las ratas, sobre todo del hipotálamo.
Luego yo los producía con técnicas recombinantes de ADN.
- ¿De modo que los experimentos fueron un fracaso?
- Un fracaso total - confirmó Helene -. No obstante, como buen investigador, el doctor Hayes no se amedrentó. Al contrario, empezó a trabajar con más ahínco. Probó con diferentes proteínas, pero lamentablemente con idénticos resultados fatales.
- ¿Cree usted que el doctor Hayes mentía cuando me comentó que había realizado un gran descubrimiento?
- El doctor Hayes no mentía jamás - declaró Helene con tono indignado.
- Entonces ¿cómo explica usted su afirmación? Al principio pensé que Hayes estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. Ahora no estoy tan seguro. ¿Qué opina usted?
- El doctor Hayes no sufría un colapso nervioso - aseguró Helene, poniéndose en pie para dejar bien claro que la entrevista había terminado. Jason había tocado un punto sensible, y ella no estaba dispuesta a tolerar que nadie calumniara a quien había sido su jefe.
Sintiendo una gran frustración, Jason bajó a su consultorio, donde Sally ya tenía a dos pacientes listos para que les sometiera a un examen clínico. Entre uno y otro, Jason logró eludir a la enfermera el tiempo suficiente para verificar los análisis de laboratorio de Holly Jennings. El único cambio significativo con respecto a los análisis anteriores era un aumento en la gammaglobulina; ante tales resultados de nuevo consideró la posibilidad de una epidemia, que involucraba el sistema autoinmunológico, no relacionada con el sida. A diferencia de este, la supuesta nueva enfermedad lo activaba hasta convertirlo en algo destructivo.
A media mañana Jason recibió una llamada de Margaret Danforth, quien sin preámbulo anunció:
- Creo que debería saber que la orina del doctor Hayes reveló niveles moderados de cocaína.
De modo que Curran estaba en lo cierto, pensó Jason después de colgar el auricular.
Hayes consumía drogas. Con todo resultaba imposible precisar si eso guardaba relación con su afirmación de haber realizado un gran descubrimiento, su temor de ser atacado o su muerte.
Jason no tuvo más remedio que relegar sus especulaciones para atender a sus pacientes. La tensión se vio aumentada cuando le telefoneó Shirley, quien se había enterado de su visita a Helene.
- Jason - dijo con cierta irritación -, por favor, no remuevas el avispero. Deja que el asunto Hayes se calme.
- Me parece que Helene sabe más de lo que dice - aseguró Jason.
- ¿De qué lado estás? - preguntó Shirley.
- Muy bien, muy bien - dijo, y no muy cortésmente interrumpió la comunicación al entrar en el consultorio Madeline Krammer, una antigua paciente a quien se intercaló entre dos turnos por tratarse de una emergencia. Hasta hacía muy poco su cardiopatía se encontraba estabilizada, pero de repente presentaba los tobillos hinchados y estertores.
Pese a la fuerte medicación recetada, su cardiopatía congestiva se había vuelto más severa, hasta el punto en que Jason insistió en la necesidad de internarla en la clínica.
- Este fin de semana no, por favor - protestó Madeline -. Mi hijo viene de California con su nuevo bebé. Todavía no conozco a mi nietecita. ¡Por favor!
Madeline era una mujer alegre de más de sesenta años y cabello cano. Jason le profesaba gran afecto porque rara vez se quejaba y siempre se mostraba muy agradecida por la forma en que la atendía.
- Madeline, lo siento. No se lo propondría si no lo juzgara imprescindible. Sólo podremos establecer la dosis justa de su medicación sometiéndola a un seguimiento continuo.
Madeline aceptó resignada. Jason le dijo que la vería más tarde y la dejó en las manos expertas de Claudia. A las cuatro de la tarde, Jason había logrado ponerse al día con su agenda. Al salir de su consultorio se topó con Roger Wanamaker, cuyo corpachón bloqueó por completo el estrecho pasillo.
- Ahora me toca a mí - dijo Roger -. ¿Dispones de unos minutos?
- Por supuesto - contestó Jason, quien nunca decía “no” a un colega.
Se dirigieron a su consultorio. Una vez allí, Roger dejó caer una carpeta sobre el escritorio.
- Para que no te sientas tan solo - declaró -. Aquí tienes el historial clínico de un ejecutivo de Data General, de cincuenta y tres años, que acaba de entrar en la sala de urgencias, muerto. Le hice un chequeo completo para ejecutivos hace menos de tres semanas.
Jason abrió la carpeta y leyó los resultados de los estudios, incluyendo el electrocardiograma y los análisis de laboratorio. El índice de colesterol era alto, pero no alarmante.
- ¿Otro infarto? - preguntó mientras miraba el informe de la radiografía de tórax.
Era normal.
- No - contestó Roger -. Un ataque cerebral masivo. Le sobrevino en medio de una reunión de directivos. Su esposa está hecha una furia y me ha lanzado un sinfín de reproches. Aseguró que su marido se sentía mal desde que se sometió al chequeo.
- ¿Qué síntomas presentaba?
- Nada específico - respondió Roger -. Sobre todo insomnio y tensión, algo de lo que los ejecutivos se quejan siempre.
- ¿Qué demonios está ocurriendo?
- Ni idea - contestó Roger -. Pero esto no me gusta nada. Tengo la sensación de que nos enfrentamos a una epidemia o algo parecido.
- Estuve en Patología y hablé con Madsen. Le pregunté si podría tratarse de una enfermedad infecciosa desconocida. Dijo que no, que era algo metabólico, tal vez relacionado con el sistema autoinmunológico.
- Creo que deberíamos hacer algo. ¿Qué hay de la reunión que sugeriste?
- Todavía no la he convocado - reconoció Jason -. He pedido a Claudia que revise todos los chequeos que he realizado en el último año y averigüe cómo se encuentran los pacientes. Tal vez tú deberías hacer otro tanto.
- Buena idea.
- ¿Qué hay de la autopsia de este caso? - preguntó Jason, devolviéndole la carpeta.
- Aún no la han practicado.
- Comunícame lo que encuentren.
Cuando Roger partió, Jason decidió que convocaría la reunión a principios de la semana próxima. Aunque habría preferido no enterarse de hasta qué punto se había generalizado el problema, sabía que no podía permanecer de brazos cruzados mientras pacientes cuyos chequeos habían dado resultados aparentemente satisfactorios terminaban en el depósito de cadáveres.
Cuando se disponía a atender a su último paciente, se sorprendió pensando una vez más en Carol Donner. De pronto se le ocurrió una idea y regresó a la sala en busca de Claudia. Le pidió que acudiera a la sección de personal y tratara de conseguir la dirección particular de Alvin Hayes. Estaba convencido de que, si alguien era capaz de conseguirla, esa persona era Claudia.
Mientras volvía hacia donde se encontraba su último paciente externo, Jason se preguntó por qué no había pensado antes en obtener la dirección de Hayes. Si Carol Donner había vivido con él, resultaría mucho más fácil hablar con ella en su apartamento que en el Club Cabaré, donde por lo visto la tenían muy bien protegida.
Quizá ella sabía algo acerca del descubrimiento de Hayes o, por lo menos, de su estado de salud. Cuando Jason terminó de atender al paciente, Claudia ya tenía la dirección.
Era en el South End.
Libre ya de la obligación de atender a los pacientes externos, y después de dictar la correspondencia necesaria, Jason se dirigió al ascensor principal para iniciar sus visitas a los pacientes internados. Vio a Madeline Krammer en primer lugar.
Presentaba mejor aspecto. Una dosis mayor de diuréticos había disminuido considerablemente el edema de sus pies y manos. Sin embargo después de examinarla se sintió desconcertado al descubrir que sus pupilas estaban muy dilatadas y no reaccionaban a la luz. Tras hacer una anotación en su historial clínico prosiguió con las visitas.
Antes de entrar en la habitación de Matthew Cowen, leyó su historial para conocer la opinión del oftalmólogo respecto a su problema de visión. Quedó consternado al leer; “Leve formación de cataratas en ambos ojos. Examinar nuevamente dentro de seis meses”. Jason no podía creerlo. ¿Cataratas a los treinta y cinco años? Recordó que la autopsia de Connoly había revelado la existencia de cataratas. También recordó las pupilas dilatadas de Madeline Krammer. ¿A qué demonios se enfrentaban? Su confusión aumentó aún más cuando vio a Matthew.
- ¿Están administrándome alguna droga rara? - inquirió no bien entró Jason.
- No. ¿Por qué lo pregunta?
- Porque se me cae el pelo. - Y para demostrarlo, tiró de algunos, que se le quedaron en la mano.
Jason tomó uno y lo hizo rodar lentamente entre el pulgar y el índice. Parecía normal excepto por cierta tonalidad grisácea en la raíz. Acto seguido examinó el cuero cabelludo de Matthew. También lo encontró normal, sin inflamación ni puntos sensibles.
- ¿Desde cuándo le ocurre esto? - preguntó, acordándose de Brian Lennox, que también había padecido el mismo problema, y del comentario de la señora Harring acerca de que su marido perdía pelo.
- Hoy se ha acentuado - contestó Matthew -. No quisiera parecer paranoico, pero tengo la impresión de que me pasa algo grave.
- Es sólo una coincidencia - dijo Jason, en un intento por tranquilizar tanto a Matthew como a sí mismo -. Pediré al dermatólogo que le examine de nuevo. Tal vez está asociado con la sequedad de la piel. ¿Ha mejorado eso un poco?
- Todo lo contrario. No debería haber venido a esta clínica.
Jason le dio la razón para sus adentros, sobre todo considerando que muchos pacientes empeoraban después del ingreso. Cuando por fin terminó la ronda, estaba agotado. Casi había olvidado que algunos amigos bienintencionados habían insistido en que asistiera a una cena esa noche para presentarle a una atractiva abogada de treinta y cuatro años llamada Penny Lambert. Como apenas si disponía de una hora, decidió que no valía la pena regresar a casa, de modo que fue a buscar el mapa de Boston que guardaba en su automóvil y localizó la calle Springfield, donde se hallaba el apartamento de Hayes. Quedaba cerca de la calle Washington. Pensó que sería una buena hora para encontrar a Carol Donner, de manera que determinó dirigirse allí en su coche. Al enfilar hacia el sur, en la avenida Massachusetts, se encontró en medio de un embotellamiento terrible. Con mucha paciencia llegó a la calle Washington, dobló a la izquierda y nuevamente a la izquierda para entrar en Springfield. Localizó el edificio de Hayes y un lugar para aparcar.
En el vecindario se mezclaban edificios restaurados y decrépitos. El de Hayes pertenecía a esta última categoría. En la escalinata de entrada aparecían numerosas pintadas. Jason entró en el vestíbulo y advirtió que varios buzones estaban rotos, al igual que la cerradura de la puerta. El apartamento de Hayes se encontraba en el tercer piso. Jason comenzó a ascender por la escalera tenuemente iluminada. Olía a moho y humedad.
El edificio era grande, con un apartamento por piso. En el tercero, Jason tropezó con varios ejemplares del Boston Globe con su correspondiente envoltorio de plástico.
Como no había timbre, golpeó la puerta con los nudillos. Al no obtener respuesta, llamó un poco más fuerte. La puerta se abrió un par de centímetros con un chirrido. Al bajar la vista, se percató de que la cerradura había sido forzada hacía poco y que faltaba parte del marco. Entonces, con gran cautela, empujó la puerta con el índice.
Volvió a chirriar como si gimiera de dolor.
- Hola - exclamó. Nadie respondió. Entró en el apartamento -. Hola. - No se oía ningún sonido, salvo el del agua del depósito del baño. Cerró la puerta tras de sí y atravesó el oscuro vestíbulo en dirección a una puerta entornada. Echó una ojeada y a punto estuvo de salir huyendo. La sala de estar, antaño decorada con bonitas antigüedades y reproducciones, había sido arrasada. Todos los cajones del escritorio y el aparador habían sido sacados y vaciados en el suelo. Los cojines del sofá estaban rajados, y el contenido de una enorme librería diseminado por el piso. Caminando con precaución entre ese caos, Jason inspeccionó un pequeño dormitorio, que se encontraba en el mismo estado que la sala, y luego se dirigió al vestíbulo en dirección a lo que supuso sería el dormitorio principal. También había sido destrozado; los cajones y la ropa del armario yacían en el suelo. Jason observó que todos eran trajes de hombre.
De pronto oyó que la puerta del frente rechinaba, y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Arrojó las prendas al suelo. Pensó en preguntar: “¿Hay alguien aquí?”, esperando que fuera Carol Donner, pero estaba demasiado asustado.
Permaneció inmóvil, aguzando el oído para captar algún sonido. Tal vez una corriente de aire había movido la puerta... Luego oyó un golpe seco, como el de un pie al chocar contra un libro o un cajón. Decididamente había alguien en el apartamento, y Jason tuvo la sensación de que quienquiera que fuese sabía que él se hallaba allí. La frente se le llenó de gotas de sudor que empezaron a deslizarse por su nariz. La advertencia del detective Curran respecto a que el mundo de la droga era peligroso cruzó como un relámpago por su mente. Se preguntó si habría manera de escabullirse de allí, pero observó que se encontraba al final de un largo pasillo.
De repente una figura corpulenta llenó el vano de la puerta. Aun en la oscuridad Jason supo que empuñaba un arma.
Presa de un pánico atroz, el corazón le galopó en el pecho. Siguió clavado en su lugar. Una segunda figura, más pequeña, se unió a la primera, y juntas entraron en la habitación. Luego avanzaron hacia Jason lentamente. Durante lo que le pareció una eternidad, Jason tuvo ganas de gritar o echar a correr.
Jason creyó morir cuando se produjo un destello. Enseguida se percató de que no había sido el disparo de un arma, sino una lámpara que se encendió sobre su cabeza.
Todavía estaba vivo. Dos policías de uniforme se hallaban junto a él. Jason sintió tal alivio que casi tuvo ganas de abrazarlos.
- Cuánto me alegro de veros, muchachos - exclamó.
- Dé media vuelta - ordenó el agente más corpulento, ignorando el comentario de Jason.
- Puedo explicarles... - empezó a decir el doctor, pero le acallaron con la orden de que cerrara la boca y colocara las manos contra la pared, con los pies bien separados.
El segundo agente le cacheó y le quitó la cartera. Cuando finalmente se convencieron de que no portaba armas, le apartaron los brazos de la pared y lo esposaron. Luego le hicieron atravesar el apartamento, bajar por las escaleras y salir a la calle. Cuando lo obligaron a instalarse en el asiento trasero de un automóvil, algunos transeúntes se detuvieron a observar.
Los policías permanecieron en silencio durante el trayecto hasta la comisaría, y Jason decidió que no tenía sentido explicar nada hasta llegar a destino. Sintiéndose más tranquilo, comenzó a reflexionar sobre cómo debería actuar. Supuso que le permitirían efectuar una llamada telefónica, y dudó entre comunicarse con Shirley o el abogado que había contratado cuando vendió su casa y su consultorio privado.
Cuando llegaron a la comisaría de policía, los agentes lo condujeron a una pequeña habitación desnuda. Se oyó un ruido en la cerradura después de que los hombres salieran, y Jason comprendió que le habían encerrado. Nunca antes había estado en la cárcel, y la sensación era muy desagradable.
A medida que los minutos transcurrían Jason comprendió la gravedad de su situación. Recordó la petición de Shirley de no remover el avispero. Solo Dios sabía qué efecto causaría su arresto en la clínica si se hacía público.
Finalmente la puerta de la habitación se abrió, y entró el detective Michael Curran, seguido del policía más menudo. Jason se alegró de ver a Curran, pero enseguida se percató de que este no se sentía muy complacido, pues su semblante se tornó más adusto que nunca.
- Quítele las esposas - dijo Curran sin sonreír.
Jason permaneció de pie mientras el agente uniformado le liberaba las manos.
Observó el rostro de Curran en un intento por descifrar sus pensamientos, pero su expresión era impenetrable.
- Quiero hablar con él a solas - indicó Curran al policía, quien asintió y se retiró -.
Aquí tiene su maldita cartera - dijo el detective, golpeando con ella la palma de la mano de Jason -. Por lo visto usted no hace caso de los consejos. ¿Qué he de hacer para convencerle de que el mundo de la droga entraña muchos peligros?
- Sólo pretendía hablar con Carol Donner...
- Estupendo. De modo que no se le ocurre otra cosa que acudir al apartamento y frustrar nuestros planes.
- ¿Qué planes? - preguntó Jason, que empezaba a irritarse.
- Los del Departamento de Narcóticos vigilan el apartamento de Hayes desde que nos enteramos de que lo habían registrado. Esperábamos atrapar a alguien más interesante que usted.
- Lo lamento.
Curran meneó la cabeza, pesaroso.
- Bueno, podría haber sido peor. Usted podría haber resultado herido. ¿Por qué no se dedica a atender a sus enfermos?
- ¿Puedo marcharme? - inquirió Jason con incredulidad.
- Sí - contestó Curran, encaminándose hacia la puerta -. No presentaré ningún cargo contra usted. No tiene sentido que perdamos nuestro tiempo en eso.
Jason abandonó la comisaría y tomó un taxi hasta la calle Springfield, donde subió a su automóvil. Observó el edificio donde solía habitar Hayes y se estremeció. Había vivido una experiencia aterradora.
Con suficiente adrenalina en el organismo como para correr un kilómetro y medio en cuatro minutos, Jason se alegró de tener una cita esa noche. Sus amigos, los Alic, habían invitado a un grupo animado de personas, y la comida y el vino eran excelentes. La muchacha que querían que él conociera, Penny Lambert, parecía una yuppie; vestía un clásico traje sastre azul y una voluminosa corbata de seda. Por suerte era divertida, y su charla consiguió llenar el silencio de Jason, incapaz de dejar de pensar en el apartamento de Hayes y su propósito de entrevistarse con Carol Donner.
Después de beber café y coñac, a Jason se le ocurrió una idea. Si se ofrecía a llevar a Penny a su casa, tal vez lograría convencerla de pasar por el club de Carol. Era evidente que esta ya no vivía en el apartamento de Hayes, y supuso que tendría mayores oportunidades de hablar con ella si se presentaba acompañado de una mujer.
Penny aceptó encantada su ofrecimiento, y cuando se encontraban en el coche él le preguntó si le apetecía vivir una aventura.
- ¿A qué te refieres? - preguntó ella con cautela.
- Pensé que tal vez te gustaría conocer un aspecto distinto de Boston.
- ¿Una discoteca?
- Algo parecido - respondió. Con cierta perversidad, Jason pensó que la experiencia vendría bien a Penny. Era una mujer agradable, pero quizá demasiado predecible.
Ella se relajó y no dejó de sonreír y charlar hasta que aparcaron frente al Club Cabaré.
- ¿Estás seguro de que es una buena idea? - preguntó.
- Vamos - apremió Jason.
En el trayecto le había explicado que quería ver a la muchacha con quien Hayes había estado liado. A Penny, que conocía la historia por los periódicos, el plan no le entusiasmó demasiado, pero después de unas lisonjas Jason logró persuadirla de que entrara en el local.
Era obvio que la del viernes era una noche importante. Cogiendo a Penny de la mano, Jason se abrió camino por el estrecho recinto, esperando no encontrar al hombre de las gafas oscuras y sus dos hercúleos guardaespaldas. Con la ayuda de un billete de cinco dólares, consiguió que una camarera los instalara en un reservado situado a cierta altura del suelo, lo que les permitía ver la pasarela y, al mismo tiempo, permanecer parcialmente ocultos de las bailarinas tras las siluetas oscuras de los hombres apoyados en la barra del bar.
Habían entrado entre dos números, y acababan de pedir las bebidas cuando los altavoces comenzaron a rugir. A pesar de que los ojos de Jason se habían adaptado ya a la oscuridad, apenas si alcanzaba a distinguir el rostro de Penny. Sólo le veía el blanco de los ojos. Y ella casi ni pestañeaba.
Una bailarina apareció en medio de un remolino de gasa diáfana. Se oyeron algunos silbidos. Penny permaneció en silencio. Al pagar la cuenta, Jason preguntó a la camarera si Carol Donner bailaba esa noche. La joven contestó que ofrecería su primera actuación a las once de la noche. Jason se sintió aliviado; por lo menos no la habían liquidado.
Cuando la camarera se alejó, Jason observó que la bailarina solo lucía unas bragas y que Penny apretaba los labios.
- Esto es repugnante - declaró ella.
- Bueno, no es la Sinfónica de Boston - convino Jason.
- Si hasta tiene celulitis.
Jason observó a la bailarina más detenidamente cuando ascendió por las escaleras.
Sí, no cabía duda de que la parte posterior de sus muslos exhibía la clásica piel de naranja de la celulitis. Jason sonrió. ¡Qué curioso! ¡En qué cosas se fijan las mujeres!
- ¿Todos estos hombres realmente se divierten? - preguntó Penny con desagrado.
- Buena pregunta. No lo sé. La mayoría de ellos parecen aburridos.
Sin embargo nadie se aburrió cuando apareció Carol. Como había sucedido la noche anterior, el público se animó cuando ella inició su número.
- ¿Qué opinas? - preguntó Jason.
- Es una buena bailarina, pero me cuesta creer que tu amigo estuviera liado con ella.
- Eso mismo pensé yo - dijo Jason, que, no obstante, tras ver a la joven había cambiado de opinión. Carol Donner era muy distinta de como la había imaginado.
Carol terminó su espectáculo, y al ver que tampoco esa vez se bajaba para alternar con los parroquianos, Jason decidió abandonar el local. Penny estaba impaciente por marcharse. Él supuso que el Club Cabaré no le había causado una buena impresión.
Cuando la dejó en la puerta de su casa, ni siquiera se molestó en decirle que la llamaría por teléfono. Sabía que los Alic se sentirían decepcionados, pero pensó que deberían haber tenido más tino al escoger una mujer para él.
Ya en su apartamento, Jason se desvistió y tomó del despacho el libro sobre el ADN.
Se metió en la cama y empezó a leer. Al recordar su agotamiento de esa tarde, creyó que el sueño pronto lo vencería. Sin embargo se equivocaba. Leyó acerca de los bacteriófagos, las partículas virales que infectan las bacterias, y cómo eran usados en la ingeniería genética. Luego estudió un capítulo sobre los plásmidos, de que jamás había oído hablar; eran pequeñas moléculas circulares de ADN que existían en las bacterias y se reproducían junto con estas. Además desempeñaban una función de enorme importancia como vehículos para la introducción de segmentos de ADN en las bacterias.
Todavía bien despejado, Jason consultó la hora. Eran más de las dos de la mañana.
Se levantó, fue a la sala de estar y por la ventana contempló Louisburg Square. Un automóvil aparcó junto a la acera. Era su vecino de la planta baja, cuyo apartamento daba al jardín. También era médico, y si bien ambos mantenían un trato cordial Jason sabía muy poco acerca de él, salvo que salía con muchas mujeres hermosas. Jason se preguntó dónde las encontraría. Fiel a su fama, el individuo se apeó del coche con una atractiva rubia, y entre risas discretas la pareja entró en el portal. Volvió a reinar el silencio. Jason no podía quitarse de la cabeza a Carol Donner y deseaba fervientemente hablar con ella. Al mirar el reloj sobre la repisa de la chimenea, se le ocurrió una idea. Volvió al dormitorio, se vistió y salió en busca de su coche.
Albergando ciertos temores sobre las posibles consecuencias de su decisión, Jason condujo hacia Combat Zone. En contraste con el resto de la ciudad, allí todavía se advertía gran actividad. Pasó frente al Club Cabaré, luego dio un rodeo, enfiló una calle lateral, aparcó y apagó el motor. En los portales y a ambos lados de la calle había algunos tipos desagradables que le resultaron sospechosos, de modo que se aseguró de que las puertas del vehículo estuvieran bien cerradas.
Aproximadamente un cuarto de hora después de su llegada, un nutrido grupo de personas emergió del club y se dispersó. Unos diez minutos más tarde salieron unas pocas bailarinas que, después de charlar un momento ante el club, se separaron. Carol no estaba entre ellas. Cuando Jason comenzaba a temer que ya se hubiera marchado, Carol apareció con un corpulento guardaespaldas, que llevaba una cazadora de cuero sin abrochar sobre la camiseta. Doblaron hacia la derecha y caminaron por la calle Washington en dirección a Filene’s.
Jason puso en marcha el coche, sin saber bien qué pensaba hacer. Por suerte había bastante movimiento, tanto de automóviles como de peatones. Para no perder de vista a Carol, enfiló a la izquierda en la calle Bolyston, entraron en un aparcamiento descubierto y subieron a un aerodinámico Cadillac negro.
“Bien, no creo que me resulte difícil seguirlo”, pensó Jason. Sin embargo, descubrió que no era tan fácil como había supuesto, sobre todo si quería evitar que lo vieran. El Cadillac tomó dirección norte por la calle Charles, luego giró a la izquierda en Beacon, pasando la Hampshire House. Varias manzanas más adelante se detuvo y estacionó en doble fila. Esa zona de la ciudad, llamada Back Bay, estaba formada por enormes y antiguos edificios de ladrillos, la mayoría de los cuales albergaba en la actualidad apartamentos. Jason adelantó al Cadillac en el momento en que Carol se apeaba.
Aminoró la marcha y por el espejo retrovisor la observó ascender por la escalinata de un edificio con ventanas saledizas. Jason giró a la izquierda en Exter y luego circuló por Marlborough. Después de aguardar alrededor de cinco minutos, completó la vuelta a la manzana. De nuevo en la calle Beacon, buscó con la mirada el Cadillac negro.
Había desaparecido.
Jason estacionó frente a una boca de incendio a media manzana del edificio de Carol. A las tres de la madrugada, en Back Bay reinaba la calma; no había peatones y solo de vez en cuando un automóvil pasaba por allí. Mientras caminaba, observó el edificio de seis pisos y no vio luz en ninguna de las ventanas. Al entrar en el vestíbulo revisó los nombres anotados junto a los timbres. Eran catorce. Para su gran desilusión, no figuraba el apellido Donner.
Jason volvió a salir, y preguntándose qué hacer a continuación. Recordando que había un callejón entre Beacon y Marlborough, rodeó la manzana y contó los edificios hasta localizar el de Carol. En una ventana del cuarto piso vio una luz encendida.
Dedujo que aquel sería el apartamento de Carol, porque juzgó poco probable que hubiera otra persona despierta a esa hora.
Con el propósito de regresar a la entrada del edificio y pulsar el timbre adecuado, Jason dio media vuelta y echó a andar hacia el otro extremo del callejón. Enseguida vio una figura solitaria, pero siguió caminando, con la esperanza de que se tratara de un simple transeúnte. A medida que la distancia entre ambos hombres se acortaba, Jason aflojó el paso hasta que finalmente se detuvo, atónito al observar que el otro era el culturista del club. Llevaba desabrochada la cazadora de cuero, lo que le permitía lucir una camiseta blanca ajustada sobre su musculoso torso. Era el mismo individuo que lo había arrojado a la calle la noche anterior, en el Club Cabaré.
El hombre seguía avanzando hacia él, flexionando los dedos como si anticipara el ataque. Jason calculó que contaría más de veinte años, y su rostro redondo hacía sospechar que consumía esteroides. Se había metido en un buen lío, la esperanza de que el tipo no lo reconociera se esfumó cuando el guardaespaldas gruñó:
- ¿Qué mierda haces aquí?
Jason giró sobre sus talones y echó a correr hacia el otro extremo del callejón.
Lamentablemente sus zapatos con suela de cuero no podían competir con las zapatillas Nike del culturista.
- ¡Asqueroso degenerado! - exclamó el sujeto mientras aferraba a Jason.
Este esquivó un gancho de izquierda y se agarró al muslo del individuo con la intención de hacerle perder el equilibrio y derribarlo. Pero fue como aferrarse a la pata de un piano. El individuo, en cambio, lanzó a Jason por el aire. Ante evidente desigualdad de los contrincantes, Jason optó por tratar de establecer una especie de diálogo con su agresor.
- ¿Por qué no te buscas a alguien de tu tamaño? - vociferó, exasperado.
- Porque no me gustan los degenerados - contestó el gigante, levantándolo en vilo.
Contorsionándose hacia uno y otro lado, Jason consiguió desprenderse de su chaqueta y salió como un rayo del callejón, volcando un cubo de basura en su huida.
- ¡Ya te enseñaré a no rondar a Carol! - exclamó el gorila, que tras dar una patada al cubo de basura echó a correr en pos de Jason.
Los años que este había dedicado al deporte rindieron sus frutos. Y si bien el culturista era bastante veloz pese a su tamaño, Jason oía cómo su respiración se volvía cada vez más pesada. Se encontraba ya casi al final del callejón cuando resbaló en unos guijarros y perdió el equilibrio. Jason se puso inmediatamente en pie, y en ese preciso instante una manaza cayó sobre su hombro y lo hizo volverse.
- ¡Deténganse! ¡Policía! - exclamó una voz que quebró el silencio de la noche. Jason y el guardaespaldas quedaron inmóviles. Un coche de policía sin identificación estacionó junto a la boca del callejón y las portezuelas se abrieron de repente para dar salida a tres agentes de civil -. Contra la pared. Las piernas bien abiertas.
Jason obedeció, y el gorila se volvió hacia él y gruñó: - Menuda suerte tienes, hijo de puta. - Luego se apoyó contra la pared.
- ¡Silencio! - vociferó un policía.
Jason y su perseguidor fueron cacheados, después les ordenaron que se volvieran y pusieran las manos detrás de la cabeza. Un agente extrajo una linterna y comprobó sus documentos de identidad.
- ¿Bruno DeMarco? - preguntó, enfocando al culturista. Bruno asintió. La luz alumbró a Jason -. ¿El doctor Jason Howard?
- En efecto.
- ¿Qué pasa aquí? - inquirió el policía.
- Este degenerado estaba tratando de molestar a mi chica - informó Bruno, furioso -.
La siguió.
El policía miró alternativamente a Jason y Bruno antes de echar a andar hacia el coche, abrir la portezuela y sacar algo del asiento trasero. Cuando regresó, tendió la cartera a Bruno y le dijo que se fuera a dormir a casa. Por un momento Bruno se comportó como si no hubiera entendido, pero luego cogió la cartera.
- ¡Recordaré tu rostro, degenerado! - exclamó a Jason mientras desaparecía por la calle Beacon.
- Usted - dijo el policía, señalando a Jason -. ¡Suba al coche!
Jason estaba atónito; no podía creer que hubieran dejado marchar al gorila y a él lo retuvieran. Estaba a punto de protestar cuando el policía lo aferró del brazo y lo obligó a sentarse en el asiento trasero.
- Se ha convertido usted en un verdadero estorbo - declaró el detective Curran, que se encontraba allí, fumando -. Debería haber dejado que ese energúmeno le diera una paliza.
Jason no supo qué decir.
- Espero que sea consciente - prosiguió Curran - de los problemas que está creando.
Primero irrumpe en el apartamento de Hayes y desbarata nuestros planes. Ahora que estábamos vigilando a Carol Donner, vuelve usted a aparecer y lo estropea todo. Más vale que archivemos este caso. A estas alturas dudo de que consigamos enterarnos de algo por medio de ella. ¿Dónde demonios ha dejado el coche? Porque supongo que habrá venido en coche, ¿verdad?
- A la vuelta de la esquina - contestó Jason, con mansedumbre.
- Le sugiero que entre en él y se marche a casa - murmuró Curran - y le aconsejo que se ocupe de sus pacientes y nos deje a nosotros la investigación. Está entorpeciendo nuestra tarea.
- Lo lamento - dijo Jason -. No pensé...
- ¡Váyase de una vez! - interrumpió Curran con un gesto de despedida.
Jason se apeó del automóvil sintiéndose bastante estúpido. Era lógico que vigilaran a Carol. Puesto que había vivido con Hayes, probablemente también estaba implicada en el asunto de drogas. Al subir a su automóvil Jason se percató de que no llevaba la chaqueta; en lugar de ir a recogerla se dirigió a su casa.
Eran las tres y media de la madrugada cuando ascendió cansinamente por la escalera que conducía a su apartamento y llamó a su servicio telefónico. No había llevado consigo el mensáfono cuando salió con la intención de seguir a Carol Donner y deseaba que no hubiera ningún mensaje. Se sentía demasiado agotado para atender una emergencia. Del hospital no había novedades, pero Shirley había dejado recado de que la llamara en cuanto regresara, fuera la hora que fuese. El operador de la recepción de mensajes le comunicó que era urgente.
Perplejo, Jason marcó el número. Shirley contestó de inmediato.
- ¿Dónde demonios has estado?
- Es una historia demasiado larga.
- Quiero que me hagas un favor. Ven ahora mismo.
- Son las tres y media de la madrugada - objetó Jason.
- No te lo pediría si no fuera importante.
Jason se puso una chaqueta, volvió a su coche y condujo hasta Brookline, preguntándose qué sería ese asunto tan urgente. Sólo tenía la certeza de que se trataba de algo relacionado con Hayes.
Shirley vivía en la calle Lee, que ascendía serpenteante hacia un área residencial de magníficas mansiones antiguas. Al enfilar el sendero adoquinado, Jason advirtió que todas las luces de la casa estaban encendidas. Cuando aparcó cerca de la entrada y se bajó del coche, Shirley ya había abierto la puerta.
- Gracias por venir - dijo, abrazándolo.
Vestía un jersey de cachemir blanco y tejanos desteñidos y, por primera vez desde que Jason la conocía, tenía el aspecto de estar totalmente alterada.
Lo condujo hasta una espaciosa sala y le presentó a dos ejecutivos del PBS, quienes también estaban visiblemente trastornados. Jason estrechó primero la mano de Bob Walthrow, un hombre pequeño y calvo, y luego la de Fred Ingelnook, muy parecido a Robert Redford.
- ¿Quieres un cóctel? - preguntó Shirley -. Pareces necesitarlo.
- No, gracias. Solo un poco de agua - respondió Jason -. Estoy rendido. ¿Qué ocurre?
- Más problemas. Recibí una llamada de los de seguridad. Esta noche alguien entró en el laboratorio de Hayes y prácticamente lo destrozó.
- ¿Vandalismo?
- No estamos seguros.
- No lo creo - opinó Bob Walthrow -. Fue registrado a fondo.
- ¿Se llevaron algo? - preguntó Jason.
- Todavía no lo sabemos - respondió Shirley -. Pero ese no es el problema. No queremos que este asunto trascienda a los medios de comunicación. No estamos en condiciones de soportar más publicidad negativa. Dos importantes corporaciones están a punto de convertirse en clientes de nuestro Plan de Buena Salud. Si llegaran a enterarse de que la policía sospecha que lo que esa gente buscaba en el laboratorio de Hayes era droga, probablemente se echarían atrás.
- Es posible - dijo Jason -. La forense me informó de que encontró cocaína en la orina de Hayes.
- ¡Mierda! - exclamó Walthrow -. Esperemos que los de la prensa no se enteren de eso.
- ¡Debemos procurar que todo esto no nos perjudique demasiado! - dijo Shirley.
- ¿Y cómo te propones conseguirlo? - preguntó Jason, que no acababa de comprender por qué había insistido en que acudiera a esa reunión.
- Los integrantes del equipo directivo quieren que mantengamos en secreto este último incidente.
- Tal vez no resulte muy fácil - replicó Jason después de beber un sorbo de agua -.
Con toda probabilidad los periódicos obtendrán esa información de los registros policiales.
- Esa es la cuestión - dijo Shirley -. Hemos decidido no dar parte a la policía. Pero queríamos conocer tu opinión.
- ¿Mi opinión? - inquirió Jason, sorprendido.
- Bueno - respondió Shirley -, nos interesa la opinión del cuerpo médico, y tú eres el jefe. Creemos que podrías averiguar discretamente qué piensan los otros.
- Sí, supongo que sí - concedió Jason, preguntándose cómo podría sondear a los demás médicos internos y, al mismo tiempo, mantener el asunto en secreto -. Pero si les interesa mi opinión personal, les diré que no me parece en absoluto una buena idea. Además, les resultará imposible cobrar el seguro a menos que informen a la policía.
- En eso tiene razón - intervino Fred Ingelnook.
- Es cierto - dijo Shirley -, pero se trata de un problema menor en comparación con la publicidad negativa. Por ahora no presentaremos la denuncia. De momento consultaremos a la compañía aseguradora y recabaremos la opinión de los jefes de departamento.
- Estoy de acuerdo - dijo Fred Ingelnook.
- Perfecto - dijo Bob Walthrow.
La conversación fue decayendo, y Shirley envió a sus respectivas casas a los dos ejecutivos. Cuando Jason intentó seguirlos, ella lo retuvo un momento y le sugirió que se encontraran a las ocho de la mañana.
- He pedido a Helene que vaya temprano. Tal vez entre los tres lograremos desentrañar qué está ocurriendo.
Jason asintió y se preguntó una vez más por qué Shirley no le había comunicado todo eso por teléfono. Después de darle un beso en la mejilla, se encaminó tambaleándose hacia su coche, pensando en las dos o tres horas de sueño que tenía por delante.
El sábado, a las ocho de la mañana, Jason entró con aspecto cansado en la oficina de Shirley. El revestimiento de las paredes era de caoba oscura, la alfombra, verde, y los adornos y pomos de las puertas, de bronce; parecía más el despacho de un banquero que el de un alto ejecutivo de un plan de medicina privada. Shirley hablaba por teléfono con un inspector de seguros, de modo que Jason tomó asiento y aguardó.
Después de cortar la comunicación, la mujer dijo:
- Tenías razón con respecto al seguro. Se niegan a pagar a menos que denunciemos lo ocurrido a la policía.
- Entonces hazlo.
- Primero hemos de averiguar a cuánto ascienden los daños y si falta algo.
Se dirigieron al edificio de consultorios externos y subieron en el ascensor hasta el sexto piso. Un guardia de seguridad los esperaba y abrió con su llave la puerta interior. Decidieron no colocarse el delantal blanco ni los protectores de zapatos.
Al igual que el apartamento de Hayes, el laboratorio era un caos. Todos los cajones y armarios habían sido vaciados, y su contenido yacía diseminado en el suelo; el equipo de alta tecnología, en cambio, se encontraba intacto, por lo que ambos dedujeron que se había tratado más de un registro que de una visita con fines destructivos. Jason miró en dirección a la oficina de Hayes; también allí el contenido del escritorio y varios archivos estaba esparcido por el suelo.
Helene Brennquivist apareció en el umbral de la puerta que daba a la sala de los animales, pálida y demacrada. Llevaba nuevamente el cabello peinado hacia atrás y, sin su habitual bata blanca, Jason observó que tenía una figura atractiva.
- ¿Falta algo? - preguntó Shirley.
- Bueno, no encuentro mi cuaderno de datos - respondió Helene -. Y algunos cultivos de bacilos coli han desaparecido. Pero lo peor es lo que les ha ocurrido a los animales.
- ¿Qué pasa con ellos? - preguntó Jason, advirtiendo que el rostro de la joven, casi siempre imperturbable e inexpresivo, temblaba de miedo.
- Creo que será mejor que los vean. ¡Los han matado a todos!
Jason rodeó a Helene y traspuso la puerta metálica que comunicaba con el área destinada a los animales. Enseguida percibió un hedor intenso, como de zoológico.
Encendió la luz. Era una sala bastante amplia, de aproximadamente quince metros de largo por nueve de ancho. Las jaulas estaban dispuestas en hileras, algunas de hasta seis niveles.
Jason echó a andar por el pasillo y observó las jaulas individuales. Helene no exageraba; todos los animales que vio estaban muertos, horriblemente enroscados en posiciones extrañas, a menudo con las lenguas ensangrentadas, como si se las hubieran mordido en el momento de la agonía final.
De pronto se detuvo en seco. Al mirar un grupo de jaulas grandes, vio algo que le revolvió el estómago; unas ratas enormes, casi del tamaño de cerdos, cuyos rabos, pelados y con forma de látigo, eran tan gruesos como sus muñecas; sus dientes eran de diez centímetros de largo. Siguió avanzando, observando conejos de idénticas dimensiones y ratones blancos del tamaño de perros pequeños.
Ese aspecto de la ingeniería genética espantó a Jason. Aunque tenía miedo de lo que podía llegar a ver, una curiosidad morbosa lo impulsó a continuar adelante.
Lentamente contempló el interior de otras jaulas y descubrió animales con deformaciones que le provocaron náuseas; conejos con varias cabezas y ratones con innumerables extremidades y varios pares de ojos. Para Jason la manipulación genética de bacterias primitivas era una cosa, y la alteración de mamíferos otra muy distinta.
Regresó a la zona central del laboratorio, donde Shirley y Helene habían estado comprobando el estado de los cultivos.
- ¿Has visto los animales? - preguntó Jason a Shirley con repugnancia.
- Lamentablemente, sí; cuando Curran estuvo aquí. No me lo recuerdes.
- ¿El PBS autorizó estos experimentos? - inquirió Jason.
- No - contestó Shirley -. Jamás interrogamos a Hayes. No lo juzgamos necesario.
- El poder que otorga la celebridad - sentenció Jason con cinismo.
- Los animales formaban parte del trabajo del doctor Hayes sobre la hormona del crecimiento - explicó Helene con actitud defensiva.
- Ya no importa - replicó Jason. No le interesaba iniciar una discusión ética con Helene -. De todos modos están todos muertos.
- ¿Todos? - preguntó Shirley -. Qué extraño. ¿Qué crees que ocurrió?
- Veneno - respondió Jason -. En cualquier caso no concibo por qué alguien que buscaba drogas se dedicó a matar a los animales del laboratorio.
- ¿Tiene alguna explicación para todo esto? - preguntó Shirley enojada dirigiéndose a Helene.
La muchacha negó con la cabeza al tiempo que recorría nerviosamente con la vista el recinto.
Shirley miró fijamente a Helene, quien desplazó el peso del cuerpo de un pie al otro, evidentemente incómoda. Jason se limitó a observar, intrigado por la repentina agresividad de Shirley.
- Le conviene cooperar con nosotros - prosiguió esta -, o se meterá en un buen lío. El doctor Howard está convencido de que oculta algo. Si llegamos a descubrir que es cierto, no necesito explicarle qué significaría eso para su carrera.
El rostro de Helene manifestó ansiedad.
- Yo sólo seguía las indicaciones del doctor Hayes - declaró con voz entrecortada.
- ¿Qué indicaciones? - preguntó Shirley con tono amenazador.
- Bueno, realizábamos también experimentos que nada tenían que ver con el PBS...
- ¿Qué clase de experimentos?
- El doctor Hayes trabajaba para una compañía llamada Gene Inc. Desarrollamos una cepa recombinante de bacilos E coli para producir una hormona.
- ¿Sabía usted que el contrato del doctor Hayes prohibía específicamente que trabajara para otra compañía?
- Él me lo comentó - reconoció Helene.
Shirley la fulminó con la mirada antes de decir:
- No quiero que mencione esto a nadie. Además, deseo que confeccione una lista detallada en que consten los animales y objetos que falten o hayan resultado dañados y me la entregue personalmente. ¿Entendido?
Helene asintió.
Jason salió del laboratorio detrás de Shirley. Era evidente que ella había tenido éxito donde él había fracasado, es decir, en sonsacar a Helene. Estaba claro que él no había formulado las preguntas adecuadas.
- ¿Por qué no la presionaste para que hablara del descubrimiento de Hayes? -
preguntó a Shirley cuando ambos llegaron al ascensor. Ella pulsó repetidamente el botón de bajada, a todas luces furiosa.
- No se me ocurrió. Cada vez que creo que el problema Hayes está bajo control, surge algo nuevo. Me ocupé personalmente de que en su contrato figurara una cláusula que le prohibiera trabajar para otros.
- Bueno, no creo que eso importe mucho ya - repuso Jason, entrando en el ascensor detrás de Shirley -. El pobre está muerto.
Ella lanzó un suspiro.
- Tienes razón. Creo que mi reacción es exagerada. Ojalá todo este maldito asunto estuviera solucionado y olvidado.
- Todavía sospecho que Helene sabe más de lo que dice.
- Volveré a hablar con ella.
- Después de ver esos animales, ¿no crees que deberías llamar a la policía?
- La policía nunca llega sola. Detrás de ella acuden los periodistas - recordó Shirley
-. Y los periodistas acarrean problemas. Creo que, aparte de los animales, nada más ha resultado dañado.
Jason decidió callar; la denuncia del episodio de vandalismo era una decisión administrativa. En realidad lo que más le interesaba era descubrir en qué consistía el hallazgo de Hayes, y sabía que la policía y los periodistas no le ayudarían a averiguarlo. Se preguntó si el descubrimiento guardaba relación con esos animales monstruosos. La mera idea lo hizo estremecerse.
Jason inició su ronda visitando a Matthew Cowen. Lamentablemente se habían producido novedades negativas. A sus otros problemas, se había sumado en las últimas horas una conducta extraña. Apenas unos minutos antes las enfermeras habían encontrado a Matthew deambulando por los pasillos y farfullando cosas sin sentido. Cuando Jason entró en la habitación, el paciente, que se hallaba en la cama, lo miró como si fuera un desconocido. Era evidente que sufría una gran desorientación temporal, espacial y personal, lo que solo podía significar una cosa: algunos émbolos, probablemente coágulos sanguíneos, se habían desprendido de las válvulas cardíacas enfermas y se habían desplazado hacia el cerebro. En otras palabras, había sufrido uno o tal vez múltiples ataques cerebrales.
Sin tardanza, Jason solicitó una consulta neurológica. También convocó al cardiocirujano que conocía el caso. Si bien en un primer momento decidió recetarle una anticoagulante, finalmente optó por aguardar la opinión del neurólogo. En el ínterin le administró aspirinas y Persantin para reducir la adhesividad plaquetaria.
Jason llevó a cabo el resto de su ronda con rapidez y estaba a punto de marchar a casa para gozar del sueño que tanto necesitaba, cuando por los altavoces le pidieron que acudiera a la sala de urgencias para atender a un paciente. Maldiciendo por lo bajo, descendió presuroso por las escaleras y deseó que el problema tuviera fácil solución. Lamentablemente no habría de ser así.
Cuando llegó, sin aliento, a la sala, vio que un grupo de residentes realizaban masajes cardíacos externos a un paciente comatoso. Una rápida mirada al monitor le informó de que no existía ninguna actividad cardíaca.
Jason se acercó a Judith Reinhart, quien le comunicó que el marido de la enferma la había encontrado inconsciente al despertar por la mañana.
- ¿Los enfermeros de la ambulancia no detectaron ninguna actividad cardíaca o respiratoria?
- No, ninguna - respondió Judith -. De hecho su cuerpo está frío.
Jason tocó la pierna de la mujer, tenía la cara vuelta hacia el otro lado, y comprobó que la enfermera tenía razón.
- ¿Cómo se llama la paciente? - preguntó Jason, preparándose instintivamente para recibir un golpe.
- Holly Jennings.
Fue como si le hubieran tómago.
- ¡Dios mío! - murmuró.
- ¿Te sientes bien? - preguntó Judith.
Jason asintió y ordenó que las técnicas de reanimación cardíaca se prolongaran mucho más de lo razonable. Al ver a Holly el jueves había intuido que se presentarían problemas, pero no de esa gravedad. Se negaba a aceptar el hecho de que, al igual que Cedric Harring, Holly muriera menos de un mes después de que su completísimo chequeo demostrara que su salud era buena, y apenas dos días después de que él la hubiera examinado.
Impresionado, Jason telefoneó a Margaret Danforth.
- ¿De modo que, una vez más, no hay antecedentes de problemas coronarios? -
preguntó Margaret, - En efecto.
- ¿Qué piensan hacer? - preguntó Margaret.
Jason no contestó. Deseaba que Margaret se apartara del caso para que la autopsia fuera practicada en el PBS.
- Realizaremos la autopsia hoy mismo - respondió por fin -. Usted recibirá el informe a principios de la semana próxima.
- Lo lamento - dijo la forense -. Existen algunos interrogantes, y considero que por ley estoy obligada a practicarla.
- Comprendo. Pero supongo que no le importaría proporcionarnos algunas muestras para que también nosotros podamos procesarlas.
- Supongo que es posible - replicó Margaret sin mucho entusiasmo -. Si quiere que le diga la verdad, desconozco el aspecto legal, pero me informaré al respecto. Prefiero no esperar dos semanas para enterarme de los resultados microscópicos.
Ya en su apartamento, Jason se desplomó en la cama. Durmió cuatro horas seguidas, hasta que lo despertó el timbrazo del teléfono. El neurólogo le llamaba para informarle de que quería administrar un anticoagulante a Matthew y realizarle una tomografia axial computarizada. Jason le suplicó que hiciera lo que juzgara oportuno.
Jason trató de conciliar el sueño de nuevo, pero le resultó imposible. Se sentía muy intranquilo. Se levantó. Era un día gris de fines de otoño, y una leve llovizna confería a la ciudad de Boston un aspecto lúgubre. Para no ceder a la depresión, empezó a caminar por el apartamento, buscando algo en que ocupar la mente. Incapaz de permanecer allí, se vistió con ropa informal y se dirigió a su automóvil. Pese a que era consciente de que con toda probabilidad acabaría metiéndose en líos, condujo hacia la calle Beacon y aparcó frente a la residencia de Carol.
Diez minutos más tarde, como si Dios finalmente hubiera decidido ayudarle, Carol salió. Ataviada con un par de tejanos, un jersey de cuello alto, y la abundante melena castaña recogida en una cola de caballo, tenía todo el aspecto de la estudiante universitaria que el Club Cabaré anunciaba. Al sentir la fina llovizna, abrió un paraguas de tela estampada con flores y echó a andar por la acera, pasando a unos centímetros de Jason, quien se acurrucó en el asiento del automóvil, absurdamente temeroso de que lo reconociera.
Después de darle tiempo para que se adelantara lo suficiente, Jason se apeó, dispuesto a seguirla a pie. La perdió de vista en la calle Dartmouth y volvió a localizarla en la avenida Commonwealth. Mientras la perseguía, se mantenía alerta a la posible aparición de Bruno o Curran. En la esquina de Dartmouth y Boylston, Jason se detuvo en un quiosco y comenzó a hojear un periódico. Carol pasó junto a él, esperó la luz verde del semáforo y luego cruzó Boylston. El doctor observó con atención a la gente y los vehículos, atento a cualquier cosa que le resultara sospechosa. Pero no vio nada que le indicara que Carol no estaba sola.
La joven pasó ante la biblioteca pública de Boston, y Jason supuso que se dirigía al Copley Plaza Shopping Mall. Después de comprar la publicación que estaba hojeando, el New Yorker, Jason reanudó su persecución. Al ver que la muchacha cerraba el paraguas y entraba en el Copley Plaza, Jason apuró el paso. El edificio, de enormes dimensiones, albergaba un centro comercial y un hotel, y sabía que podía perderla con toda facilidad.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Jason simuló mirar escaparates, leer el New Yorker y observar a la multitud. Mientas tanto, Carol visitó diversos comercios. En un momento determinado Jason tuvo la impresión de que alguien más la seguía, pero después resultó que el individuo en cuestión sólo trataba de ligar con ella. Carol rechazó su galanteo, y el tipo no tardó en desaparecer.
Poco después de las tres y media la joven, cargada con las bolsas y el paraguas, se refugió en Au Bon Pain. Jason se situó tras ella en la cola para pedir la comida y aprovechó la oportunidad para admirar su rostro ovalado y atractivo, su piel tersa y atezada, sus ojos oscuros y brillantes. Era una muchacha muy hermosa. Jason calculó que tendría unos veinticuatro años.
- Es un día ideal para un buen café - dijo él con la esperanza de entablar conversación.
- Yo prefiero una taza de té.
Jason sonrió con timidez. Le resultaba difícil dirigirse a desconocidos o iniciar una charla intrascendente.
- El té también es bueno - dijo.
Tras pedir sopa, té y un croisant, Carol llevó su bandeja a una de las largas mesas.
Jason pidió un cortado y, fingiendo no encontrar un lugar para sentarse, se acercó a la mesa de Carol.
- ¿Les importa? - preguntó, apartando una silla.
Varias de las personas sentadas allí levantaron la vista, incluida la muchacha. Un hombre desplazó sus paquetes. Jason tomó asiento y dedicó una sonrisa a los presentes.
- Qué coincidencia - dijo a Carol -, volvemos a encontrarnos.
La joven miró por encima de la taza de té. No dijo nada, pero tampoco resultaba necesario; su expresión reflejaba la irritación que sentía.
Jason se percató enseguida de que su actitud podía ser mal interpretada y de que Carol estaba a punto de mandarlo a paseo.
- Discúlpeme - dijo -. No quisiera importunarla. Soy el doctor Jason Howard. Fui colega del doctor Alvin Hayes. Sé que usted es Carol Donner, y me gustaría mucho que conversáramos unos minutos.
- ¿Trabaja usted en el PBS? - preguntó Carol con recelo.
- En este momento soy el jefe del cuerpo médico. - Era la primera vez que mencionaba su cargo. En otra clase de hospital poseía gran importancia, pero en el PBS representaba más bien una molestia.
- ¿Cómo puedo estar segura de que no miente?
- Puedo mostrarle el carné.
- De acuerdo.
Jason extendió el brazo hacia atrás para sacar la billetera del bolsillo trasero del pantalón, pero Carol le detuvo.
- No importa. Le creo. Alvin solía hablar de usted. Aseguraba que era el mejor médico de ese centro.
- Me halaga - dijo Jason.
La noticia le sorprendía, considerando el escaso contacto que había mantenido con Hayes.
- Siento mostrarme tan desconfiada - declaró Carol -, pero suelen molestarme bastante, sobre todo en los últimos días. ¿De qué quiere hablar conmigo?
- Del doctor Hayes - respondió Jason -. En primer lugar, deseo decirle que su muerte fue una verdadera pérdida para nosotros. Reciba usted mis condolencias.
Carol se encogió de hombros.
Jason no supo cómo interpretar ese gesto.
- Todavía me cuesta creer que el doctor Hayes estuviera implicado en un asunto de drogas. ¿Lo sabía usted? - preguntó.
- Sí. De todos modos los periódicos tergiversan todo. Alvin consumía muy pocas drogas, por lo general marihuana y, de vez en cuando, también cocaína. Jamás tomó heroína.
- ¿No era traficante?
- Desde luego que no. Créame. Yo lo habría sabido.
- Pero lo cierto es que encontraron muchas drogas y dinero en efectivo en su apartamento.
- La única explicación que se me ocurre es que fue la policía la que los dejó allí.
Alvin siempre andaba escaso de las dos cosas. Si alguna vez le sobraba el dinero, se lo mandaba a su familia.
- ¿Se refiere a su ex esposa?
- Sí. Ella tiene la custodia de los hijos.
- ¿Y por qué la policía habría de hacer una cosa así? - preguntó Jason, convencido de que la confirmación de la muchacha revelaba una paranoia similar a la de Hayes.
- En realidad, lo ignoro, pero no se me ocurre de qué otra forma pudieron llegar las drogas allí. Le aseguro que no las tenía a las nueve de la noche, cuando yo me fui.
Jason se inclinó y susurró:
- Poco antes de morir, el doctor Hayes me explicó que había hecho un descubrimiento trascendental. ¿Le comentó a usted algo al respecto?
- Sí, mencionó algo hace unos tres meses.
Por un momento Jason sintió cierta dosis de optimismo; hasta que Carol le afirmó que ignoraba en qué consistía el descubrimiento.
- ¿No confiaba en usted?
- Últimamente, no. Nos habíamos distanciado un poco.
- Pero vivían juntos, ¿no? ¿O acaso los periódicos también mintieron en eso?
- Vivíamos juntos - reconoció Carol -, pero en los últimos tiempos sólo como compañeros de apartamento. Nuestra relación se había deteriorado. Alvin había cambiado mucho. No se trataba solo de que se sintiera físicamente mal; su carácter también se volvió diferente. Se mostraba retraído, casi paranoico. Insistía en que debía hablar con usted, y yo le animé a que lo visitara.
- ¿De verdad no sabe nada de su descubrimiento?
- Lo lamento - contestó Carol, alzando las manos en un gesto de disculpa -. Sólo recuerdo que comentó que el descubrimiento le resultaba una ironía. No lo he olvidado porque me pareció una manera extraña de describir su éxito.
- A mí me dijo lo mismo.
- Por lo menos se mostró coherente. Añadió que, si todo salía bien, yo lo apreciaría porque sería hermosa. Esas fueron sus palabras exactas.
- ¿No se extendió más sobre el asunto?
- Eso fue todo cuanto dijo.
Jason tomó un sorbo de cortado y observó el rostro de Carol. ¿De qué manera un descubrimiento irónico podría influir en su belleza? Trató de reconciliar ese comentario con su suposición de que el hallazgo de Hayes guardaba relación con una cura contra el cáncer. Sin embargo no encontró ningún nexo de unión.
Cuando terminó su té, Carol se puso en pie.
- Me alegro de haberlo conocido - dijo, tendiéndole la mano.
Jason se levantó con cierta torpeza y tuvo que coger la silla para impedir que cayera. Estaba perplejo por la súbita partida de Carol.
- No quisiera ser descortés - dijo ella -, pero tengo una cita. Espero que logre resolver el misterio. Alvin trabajó con ahínco. Sería una tragedia que hubiera realizado un descubrimiento importante y se perdiera.
- Soy de la misma opinión - declaró Jason -. ¿No podríamos encontrarnos de nuevo?
Hay muchos temas de que quisiera hablar con usted.
- Supongo que sí. Pero estoy muy atareada. ¿Qué día propone usted?
- ¿Qué tal mañana? - sugirió Jason con ansiedad -. Podríamos tomar un almuerzo dominical.
- Tendría que ser bastante tarde. Yo trabajo por las noches, y la del sábado es la más agotadora.
A Jason no le costó creerla.
- Por favor - suplicó -, podría ser importante.
- De acuerdo. Quedemos a las dos de la tarde. ¿Dónde?
- ¿En Hamphsire House?
- Muy bien - respondió Carol, mientras tomaba las bolsas y el paraguas. Y con una última sonrisa abandonó el bar.
Después de consultar su reloj, Carol apuró el paso. El mesperado encuentro con Jason no figuraba en su apretada agenda y no quería llegar tarde a la reunión con su tutor de doctorado. Había pasado la última parte de la noche y las primeras horas de la mañana puliendo el tercer capítulo de su tesis y estaba ansiosa por oír los comentarios del profesor. Mientras bajaba por la escalera mecánica hasta la calle, reflexionó sobre su conversación con el doctor Howard.
Había representado una sorpresa conocerlo después de haber oído hablar de él durante tanto tiempo. Alvin le había explicado que Jason había perdido a su esposa y reaccionado a esa tragedia cambiando de entorno y enfrascándose en su trabajo. A Carol la historia le resultó fascinante porque su tesis versaba precisamente sobre la psicología del duelo. Todo parecía indicar que el doctor Jason Howard era un perfecto caso de estudio.
El portero del hotel Weston hizo sonar su silbato con una estridencia que lastimó los oídos de Carol. Mientras un taxi se acercaba a ella, hubo de reconocer que su interés por el doctor Jason Howard rebasaba el ámbito puramente profesional. Lo encontraba insólitamente atractivo, a lo cual sin duda se sumaba el hecho de que ella estuviera al tanto de su vulnerabilidad, y hasta su torpeza resultaba encantadora.
- Harvard Square - indicó Carol al conductor cuando ascendió al taxi. Y descubrió que la cita con Howard al día siguiente le resultaba una perspectiva muy agradable.
Sentado aún ante el cortado, que comenzaba a enfriarse, Jason reconoció que le habían sorprendido la inesperada inteligencia y el encanto de Carol. Había esperado encontrarse con una muchacha burda, carente de sofisticación, a quien de alguna manera habían logrado apartar de sus estudios con dinero o drogas. En cambio era una mujer hermosa, madura y muy capaz de defender su posición en cualquier conversación. ¡Qué tragedia que una persona con sus virtudes y capacidad se moviera en ese mundo tan sórdido...!
El insistente sonido del mensáfono le obligó a regresar a la realidad. Desconectó la alarma sonora y miró la pequeña pantalla de cristal líquido. La palabra “urgente”
apareció dos veces, seguida de un número telefónico que Jason no reconoció. Después de ver su identificación médica, el gerente del Au Bon Pain le permitió usar el teléfono ubicado detrás de la caja registradora.
- Gracias por llamar, doctor Howard. Soy la señora Farr. Mi marido, Gerald Farr, tiene dolores muy fuertes en el pecho, y le cuesta mucho respirar.
- Llame a una ambulancia - indicó Jason -. Que lo lleven a la sala de urgencias del PBS. ¿El señor Farr es paciente mío? - El nombre le resultaba familiar, pero no lo asociaba a ningún rostro.
- Sí - respondió la señora Farr -. Usted le hizo un chequeo clínico hace dos semanas.
Es el vicepresidente de la Boston Banking Company.
“Oh, no - pensó Jason cuando colgó el auricular -. Está sucediendo de nuevo.”
Después de decidir dejar su automóvil en la calle Beacon, salió corriendo del bar en dirección al sector del hotel del complejo Copley Plaza, y subió a un taxi. Jason llegó a la sala de urgencias del PBS antes que el matrimonio Farr. Comunicó a Judith que esperaba un paciente e incluso solicitó un anestesista; quedó muy aliviado al enterarse de que Philip Barnes estaba de guardia.
En cuanto vio a Gerald Farr, sus peores temores quedaron confirmados. El individuo sufría dolores terribles, estaba pálido como la leche y tenía la frente llena de gotas de sudor.
El electrocardiograma inicial mostró que una zona bastante amplia del corazón se hallaba deteriorada. No sería un caso fácil. La morfina y el oxígeno ayudaron a calmarle el dolor, y también se le administró lidocaína como profilaxis contra los latidos irregulares. Pese a todo, Farr no respondía. Al estudiar el siguiente electrocardiograma, Jason tuvo la sensación de que la zona dañada del corazón se extendía.
Desesperado, intentó todo, pero fue inútil. A las cuatro menos cinco el corazón de Farr dejó de latir.
Negándose a darse por vencido, Jason ordenó que se le aplicaran técnicas de reanimación. En varias ocasiones consiguieron que el corazón comenzara a latir, pero a los pocos minutos volvía a detenerse.
Farr no recobró el conocimiento en ningún momento. A las seis y cuarto Jason declaró muerto al paciente.
- ¡Mierda! - exclamó Jason, furioso consigo mismo y con la vida en general.
No acostumbraba maldecir ni pronunciar palabras soeces, de modo que su exabrupto no pasó inadvertido a Judith Reinhart, quien apoyó la frente contra su hombro y le rodeó el cuello con el brazo.
- Jason, has hecho todo lo que has podido - murmuró -. Pero nuestro poder es limitado.
- Sólo tenía cincuenta y ocho años - dijo Jason, tragándose las lágrimas de impotencia.
Judith hizo salir de la sala a las demás enfermeras y los residentes. Regresó junto a Jason y le puso una mano en el hombro.
- ¡Mírame, Jason!
De mala gana Jason volvió la cabeza hacia la enfermera. Una lágrima se deslizaba por su mejilla. Con dulzura y firmeza a la vez Judith le recomendó que no tomara esas tragedias de forma tan personal.
- Sé que dos casos en un mismo día representan una carga enorme - agregó -. Pero no es culpa tuya.
Jason sabía que tenía razón, pero emocionalmente no terminaba de aceptarlo.
Además, Judith ignoraba que los pacientes internados evolucionaban muy mal, sobre todo Matthew Cowen, y a Jason le daba vergüenza decírselo. Por primera vez consideró seriamente la posibilidad de abandonar la práctica de la medicina.
Lamentablemente no se le ocurría a qué otra cosa podría dedicarse, ya que su formación y sus estudios se limitaban a la medicina.
Después de asegurar a Judith que se encontraba mejor, Jason salió para hablar con la señora Farr, endureciéndose y preparándose para la furia de la mujer. Sin embargo la señora Farr, sumida en la congoja, había decidido asumir todo el peso de la culpa.
Explicó que hacía una semana que su marido se quejaba de que se sentía mal, pero ella había ignorado sus lamentos porque siempre había sido un poco hipocondríaco.
Jason trató de consolarla como Judith le había confortado a él, y tuvo idéntico éxito.
Convencido de que la forense se encargaría del caso, Jason no pidió a la señora Farr autorización para realizar la autopsia. La ley establecía que el forense no la necesitaba en caso de muerte sospechosa. De todos modos, para asegurarse, telefoneó a Margaret Danforth. La respuesta fue la esperada; decididamente quería el caso, y aprovechó la ocasión para hablarle de Holly Jennings.
- Me retracto del comentario sarcástico que le hice esta mañana - dijo Margaret -. Al parecer tienen ustedes una racha de mala suerte. Jennings se encontraba en un estado tan lamentable como Cedric Harring. Todas las arterias estaban deterioradas, además del corazón.
- No es una noticia muy alentadora - replicó Jason -. Pocas semanas atrás le había realizado un chequeo clínico que demostró que no existía ningún problema. El jueves le hice un Holter, que solo mostró cambios mínimos.
- ¿En serio? Espere a ver las secciones. Las coronarias estaban ocluidas en un 60%.
La cirugía no habría solucionado nada. Ah, me han informado de que no hay inconveniente en que les proporcionemos algunas muestras de Jennings, pero necesito una solicitud por escrito.
- De acuerdo. ¿Lo mismo para Farr?
- Sí, claro.
Jason tomó un taxi hasta la calle donde había dejado el coche y condujo hacia su casa. Pese a la niebla y la lluvia, salió a correr un rato. El hecho de quedar empapado y cubierto de barro ejerció cierto efecto catártico, y después de ducharse se sintió un tanto aliviado de su depresión y sus sentimientos de culpa. Cuando estaba pensando en prepararse algo para comer, Shirley lo telefoneó para invitarle a cenar. En un primer momento declinó la invitación, pero después reconoció que se sentía demasiado deprimido para estar solo y aceptó. Tras cambiarse de ropa, bajó a la calle y condujo hacia el oeste, en dirección a Brooklin.
El avión que realizaba el vuelo directo de Miami a Boston viró abruptamente antes de ponerse en línea para la aproximación final. Aterrizó a las 7:37, en el momento en que Juan Díaz cerraba su revista para contemplar los edificios de Boston, envueltos en la niebla. Era su segundo viaje a esa ciudad, y no se sentía demasiado complacido. Se preguntó por qué alguien elegiría vivir en un lugar con un clima tan espantoso.
Durante su última estancia en la ciudad, algunos días antes, no había dejado de llover.
Al observar los charcos de agua de la pista, sintió nostalgia de Miami, donde el otoño acababa de poner fin al abrasador calor del verano.
Al extraer el bolso de debajo del asiento que tenía delante, Juan se preguntó cuánto tiempo debería permanecer en Boston. Recordó que la vez anterior se había quedado sólo dos días, y ni siquiera había tenido que hacer nada. Dudó que en esta ocasión tuviera tanta suerte; al fin y al cabo había cobrado cinco mil dólares.
El avión avanzó hacia el edificio de la terminal aérea. Juan paseó la vista por el compartimento con una sensación de orgullo. Deseó que su familia, allá en Cuba, pudiera verlo. ¡Cómo se sorprendería! Allí estaba él, volando en primera clase.
Después de haber sido condenado a cadena perpetua por el gobierno de Castro, al cabo de sólo ocho meses lo habían soltado y enviado primero a Mariel y después, para su asombro, a Estados Unidos. Tras haber sido declarado culpable de asesinato y varias violaciones, ese era su castigo; ¡vivir en Estados Unidos! En ese país sí le resultaba fácil dedicarse a su especialidad. Juan sintió unos enormes deseos de estrechar la mano al dueño de una plantación de cacahuete ubicada en el estado de Georgia.
Después de una última sacudida el avión se detuvo. Juan se puso en pie y se estiró.
Cogiendo el bolso de mano se dirigió a la sección de equipajes. Tras recoger su maleta tomó un taxi hasta el hotel Royal Sonesta, donde se registró como Carlos Hernández, de Los Ángeles. Hasta tenía una tarjeta de crédito extendida a ese nombre, con un número que había copiado de un recibo que encontró en el centro comercial Bal Harbour de Miami.
En cuanto estuvo cómodamente instalado en su habitación, con su segundo traje de seda colgado ya en el armario, se sentó ante el escritorio y marcó el número de teléfono que le habían dado en Miami. Cuando le contestaron, dijo que necesitaba un revólver preferentemente del calibre 22. A continuación leyó el nombre y la dirección de su víctima y localizó su domicilio en el plano de la ciudad que le había facilitado el hotel.
No quedaba demasiado lejos.
La velada con Shirley fue un éxito. La cena consistió en pollo asado, alcachofas y arroz de la India. Después bebieron Grand Marnier en la sala, frente a la chimenea, y conversaron. Jason se enteró de que el padre de Shirley había sido médico y que ella se había planteado alguna vez la posibilidad de seguir sus pasos.
- Pero mi padre me convenció de que no lo hiciera - comentó ella -. Afirmó que la medicina se hallaba en un proceso de cambio.
- En eso tenía razón.
- Aseguró que los hospitales serían absorbidos por grandes compañías que, por tanto, necesitarían contratar personas preparadas para desempeñar cargos directivos.
Así pues, estudié dirección de empresa, y creo que mi elección fue acertada.
- Yo también lo creo - coincidió Jason, pensando en cómo habían aumentado en los últimos años el papeleo, los trámites y los juicios por negligencia profesional. Era evidente que la medicina había cambiado. El hecho de que él estuviera en esos momentos trabajando para una corporación constituía una prueba fehaciente de ese cambio. Cuando estudiaba en la facultad se imaginaba en su consultorio privado. Eso formaba parte del atractivo de la profesión. Hacia el final de la velada se produjo un momento de cierta tensión. Cuando Jason dijo que había llegado el momento de marcharse, Shirley le propuso que se quedara a dormir.
- ¿Te parece una buena idea? - preguntó él. Ella asintió.
Jason, que no estaba tan seguro, adujo que debía madrugar al día siguiente y no quería molestarla. Shirley insistió en que siempre se levantaba a las siete y media, incluso los domingos.
Se miraron fijamente un momento, y la luz del fuego arreboló las mejillas de Shirley.
- No hay obligación de nada - declaró ella -. Sé que los dos debemos ser cautos.
Limitémonos a estar juntos. Ambos hemos estado sometidos a una gran tensión.
- De acuerdo - dijo Jason, reconociendo que no tenía el coraje suficiente para oponer resistencia. Además, le halagaba la insistencia de Shirley. Empezaba a convencerse de que no sólo podía amar a otra persona, sino también de que otra persona podía amarle a él.
Jason no consiguió dormir en toda la noche. A las tres y media de la madrugada sintió una mano sobre su hombro y se incorporó en la cama, sin saber por un momento dónde se encontraba. En la penumbra alcanzó a distinguir el rostro de Shirley.
- Lamento molestarte, pero te llaman por teléfono - dijo ella con suavidad, tendiéndole el auricular.
Jason lo tomó y le dio las gracias. No había oído el timbrazo del teléfono. Apoyado sobre un codo, se acercó el auricular. Estaba seguro de que serían malas noticias, y no se equivocaba. Matthew Cowen había fallecido, al parecer víctima de un ataque cerebral masivo.
- ¿Se ha avisado ya a la familia? - preguntó Jason.
- Sí - contestó la enfermera -. Viven en Mineápolis. Dijeron que llegarían por la mañana.
- Gracias - musitó Jason y maquinalmente entregó el auricular a Shirley.
- ¿Algún problema? - inquirió ella mientras lo colgaba.
Jason asintió. Los problemas eran lo habitual en los últimos días.
- Ha muerto un paciente de treinta y pico años. Padecía de una cardiopatía reumática. Estábamos examinándolo para someterlo a una intervención quirúrgica.
- ¿Se trataba de una cardiopatía grave?
- En efecto - respondió Jason, recordando el rostro de Matthew cuando ingresó en la clínica -. Tres de las cuatro válvulas se encontraban afectadas. Habría sido necesario reemplazarlas todas.
- De modo que no había garantías de éxito - observó Shirley, - No había garantías - repitió Jason -. Sustituir tres válvulas entraña cierto peligro.
El paciente sufrió insuficiencia cardíaca congestiva durante mucho tiempo, lo que sin duda le afectó el corazón, los pulmones, los riñones y el hígado. Se habrían presentado problemas, pero tenía la edad a su favor.
- Tal vez lo ocurrido sea lo mejor - sugirió Shirley -, pues el paciente se ha evitado una gran dosis de sufrimiento. Todo parece indicar que habría pasado el resto de su vida entrando y saliendo de la clínica.
- Es posible - concedió Jason sin convicción. Sabía que Shirley trataba de animarlo y apreciaba su intención. Tras darle una palmada en el muslo cubierto por la fina tela de su camisón, añadió -: Gracias por tu apoyo.
La noche era muy fría cuando Jason salió corriendo hacia su coche. La lluvia había arreciado. Encendió la calefacción del vehículo y se frotó los muslos para activar la circulación. Por lo menos no había tráfico; a las cuatro de la madrugada de un domingo, la ciudad estaba desierta. Shirley había intentado convencerlo de que se quedara en su casa, aduciendo que si el hombre había muerto y su familia todavía no había llegado, carecía de sentido que acudiera a la clínica. Sin embargo, Jason sentía una obligación hacia su paciente. Además, sabía que no podría conciliar el sueño con otra muerte en su conciencia.
El aparcamiento del PBS estaba casi vacío, de modo que dejó el coche cerca de la entrada de la clínica, en lugar de al lado del edificio destinado a consultorios externos, como acostumbraba. Al bajarse del vehículo, preocupado por el fallecimiento de Matthew Cowen, no reparó en la presencia de una figura sombría agachada a un costado de la puerta de la clínica. La figura rodeó el automóvil y abordó a Jason, quien, sorprendido, lanzó un grito. Por fortuna se trataba de uno de los borrachos que frecuentaban la sala de urgencias para pedir limosna. Con mano temblorosa, Jason le dio un dólar, con la esperanza de que se comprara algo de comer.
Shirley había estado en lo cierto. No había nada que Jason pudiera hacer, excepto una anotación final en el historial clínico de Matthew Cowen. Fue a ver el cadáver. El rostro del hombre tenía una expresión serena; como Shirley había afirmado, ya no sufriría más. En silencio Jason pidió disculpas al muerto.
Ordenó llamaran al residente por los altavoces y le dijo que solicitara a la familia la autorización para realizar la autopsia. Jason explicó que tal vez no sería fácil localizarla de inmediato. Luego, sintiéndose tan impotente como siempre que se producía una de esas muertes, abandonó el hospital y regresó a su apartamento.
Permaneció un buen rato tendido en la cama, mirando el techo, incapaz de dormir, reflexionando sobre los empleos que ofrecía la industria farmacéutica.
Cedric Harring, Brian Lennox, Holly Jennings, Gerald Farr y ahora Matthew Cowen. Jason jamás había perdido tantos pacientes en tan poco tiempo. Durante toda la noche el desfile de sus rostros había interrumpido sus sueños, y cuando despertó, alrededor de las once de la mañana, se sentía tan agotado como si no hubiera dormido en absoluto. Se obligó a correr los habituales diez kilómetros de los domingos, luego se duchó y se vistió con una camisa amarilla con cuello y puños blancos, pantalones marrón oscuro y una chaqueta de cuadros marrón claro. Se alegraba de tener la cita con Carol; así se distraería un poco.
El Hampshire House se hallaba en la calle Beacon, frente a los jardines Públicos de Boston. En contraste con la lluvia del sábado, el cielo estaba despejado, brillaba el sol y sólo había algunas nubes que se desplazaban velozmente. La bandera norteamericana colocada a la entrada del Hampshire ondeaba con la brisa de finales de otoño. Jason llegó temprano y pidió una mesa en la sala de la planta baja. En el hogar chisporroteaba un agradable fuego, y un pianista ejecutaba una selección de antiguas y conocidas melodías.
Jason observó a la gente que lo rodeaba. Todos vestían con elegancia y conversaban animadamente, ajenos a la tragedia médica que se abatía sobre su ciudad... Jason decidió no permitir que su imaginación se descontrolara. Media docena de muertes no representaban una epidemia. Además, ni siquiera sabía con certeza si se trataba de una enfermedad infecciosa. Sin embargo no podía apartar de sus pensamientos esas fatalidades.
Carol llegó a las dos y cinco de la tarde. Jason se puso en pie y le hizo señas para llamar su atención. Estaba elegantemente vestida con una blusa de seda blanca y pantalones de lana negra. Su aspecto fresco, joven e inocente fuera del club siempre sorprendía a Jason. Al verlo, la muchacha sonrió y empezó a abrirse camino hacia la mesa. Parecía algo agitada.
- Siento llegar tarde - se disculpó mientras depositaba en una silla una chaqueta de ante, un bolso lleno de papeles y una cartera, sin dejar de mirar hacia la entrada.
- ¿Espera a alguien? - preguntó Jason.
- Creo que no, pero tengo un jefe medio chiflado que insiste en mostrarse excesivamente protector, sobre todo después de la muerte de Alvin. Ha ordenado que me sigan, su puestamente para protegerme. Por la noche no me importa, pero durante el día me resulta bastante molesto. El señor Músculo se presentó en mi casa esta mañana, pero lo mandé a paseo. Sin embargo es posible que me haya seguido.
Jason se planteó si debía mencionar que ya conocía a Bruno, pero decidió que no.
Sólo después de que les hubieran servido la comida sin que el corpachón de Bruno apareciera, los dos comenzaron a sentirse más cómodos y tranquilos.
- Quizá debería sentirme agradecida a mi jefe - dijo Carol -. Se ha portado muy bien conmigo. En este momento vivo en un apartamento de su propiedad en la calle Beacon.
Y ni siquiera pago alquiler.
Jason prefirió no pensar en todos los motivos que podría tener el jefe de Carol para cederle un bonito apartamento. Cohibido, centró su atención en la omelette.
- Y bien... - dijo Carol, blandiendo el tenedor -, ¿de qué desea hablar conmigo? - Y se llevó un trozo de torrija a la boca.
- ¿Ha recordado algo más acerca del descubrimiento de Alvin Hayes?
- No - contestó Carol y tragó -. Por otra parte, cuando me hablaba de su trabajo, me resultaba difícil comprenderle. Siempre olvidaba que no todos somos físicos nucleares.
- Echó a reír, y sus ojos centellearon.
- Me comentaron que Alvin trabajaba de forma independiente para una compañía de bioingeniería - explicó Jason -. ¿Estaba usted enterada?
- Supongo que se refiere a Gene Inc. - Carol hizo una pausa, y su sonrisa se desvaneció -. Se suponía que era algo muy secreto. - Ladeó un poco la cabeza -. Pero ahora que Alvin ya no está, supongo que no importa. Trabajó para ellos alrededor de un año.
- ¿Sabe qué hacía para ellos?
- En realidad, no. Algo relacionado con la hormona del crecimiento. No hace mucho discutieron, por cuestiones económicas, creo. No conozco los detalles...
Jason comprendió que no se había equivocado con respecto a Helene; esta ocultaba información. Si Hayes había tenido problemas con Gene Inc ., ella debía saberlo.
- ¿Qué sabe acerca de Helene Brennquivist?
- Es una persona agradable. - Carol colocó el tenedor en el plato -. No; en realidad no pienso eso de ella. Quizá es una buena persona, pero si quiere que le diga la verdad, ella es la responsable de que Alvin y yo dejáramos de ser amantes. Como trabajaban tanto tiempo juntos, ella empezó a venir al apartamento. Después me enteré de que habían tenido una aventura. No pude soportarlo. Me molestaba que ella se hubiera acostado con Alvin en mi propia casa.
Jason quedó anonadado. Había adivinado que Helene retenía información, pero jamás le había pasado por la cabeza que se hubiera acostado con Hayes. Jason observó el rostro de Carol. Notó que mencionar ese asunto le había provocado sentimientos desagradables. Se preguntó si Carol se habría enojado con Hayes tanto como con Helene.
- ¿Y qué me dice de la familia de Hayes? - inquirió para cambiar de tema.
- No sé mucho. Un par de veces hablé por teléfono con su ex esposa, pero jamás la he visto. Hacía aproximadamente cinco años que estaban divorciados.
- ¿Hayes tenía un hijo?
- Tres. Dos varones y una niña.
- ¿Sabe dónde viven?
- En un pequeño pueblo de Nueva Jersey. Creo que se llama Leonia, o algo así. Pero recuerdo bien la calle: Park Avenue. La recuerdo porque me pareció un nombre pretencioso.
- ¿Alguna vez le comentó Hayes que uno de sus hijos estaba enfermo?
Carol negó con la cabeza e hizo una seña a la camarera para pedir más café.
Permanecieron un rato en silencio, disfrutando de la comida.
Cuando sonó el contestador de Jason, ambos se sobresaltaron. Por fortuna sólo pretendían informarle de que la familia Cowen había llegado por fin de Mineápolis y esperaba reunirse con él en la clínica alrededor de las cuatro de la tarde.
Al regresar del teléfono Jason sugirió a Carol que, puesto que hacía un hermoso día, pasearan un rato por el parque... Después de cruzar la calle Beacon, ella lo cogió del brazo, lo que representó una agradable sorpresa para Jason. Pese a la profesión algo cuestionable de Carol, el doctor hubo de reconocer que le encantaba su compañía.
Aparte de su aspecto atractivo, la muchacha poseía una vitalidad contagiosa.
Bordearon el estanque, pasaron junto a la estatua ecuestre en bronce de Washington y luego cruzaron el puente sobre el estrecho canal. Un rato después, sentados en un banco debajo de un sauce, Jason desvió de nuevo la conversación hacia Hayes.
- ¿Hizo algo extraño en los últimos tres meses? ¿Algo insólito... impropio de él?
Carol recogió una piedrecilla y la arrojó al agua.
- Es una pregunta difícil. Una de las características que más me gustaban de Alvin era su impulsividad. Solíamos hacer muchas cosas sin planearlas previamente, como, por ejemplo, viajar.
- ¿Había viajado mucho últimamente?
- Sí - contestó Carol, mientras buscaba otra piedrecilla -. En mayo estuvo en Australia.
- ¿Usted lo acompañó?
- No. No me llevó. Afirmó que se trataba de un asunto estrictamente de negocios... y que necesitaba la ayuda de Helene para realizar algunos estudios. Por esa época; como una tonta, lo creí.
- ¿Llegó a averiguar a qué clase de negocios se refería?
- Algo relacionado con ratones australianos. Recuerdo que comentó que tenían hábitos peculiares; es todo cuanto sé. Tenía muchos ratones y cobayas en su laboratorio.
- Ya lo sé - dijo Jason, visualizando la nauseabunda imagen de los animales muertos. Había preguntado a Carol si Hayes había mostrado una conducta extraña; un súbito viaje a Australia podría considerarse raro, pero necesitaba conocer qué estudios llevaba a cabo en ese momento. Tendría que conversar sobre ello con Helene -.
¿Algún otro viaje?
- Tuve que ir a Seattle.
- ¿Cuándo?
- A mediados de julio. Al parecer la buena de Helene no se encontraba muy bien, y Alvin necesitaba un chófer.
- ¿Un chófer?
- Esa era otra cosa rara de Alvin. No sabía conducir. Dijo que nunca había aprendido y que jamás lo haría.
Jason recordó entonces que la noche de la muerte de Hayes la policía había comentado que no tenía carné de conducir.
- ¿Qué ocurrió en Seattle?
- No mucho. Visitamos la Universidad de Washington. Después enfilamos hacia las Cascades, una zona hermosísima, pero si usted opina que en Boston llueve mucho, espere a visitar la costa noroeste del Pacífico. ¿La conoce?
- No - respondió Jason, un poco abstraído. Trataba de imaginar qué clase de descubrimiento implicaría viajes a Seattle y a Australia -. ¿Cuánto tiempo estuvieron fuera?
- ¿En cuál de los dos viajes?
- ¿Realizaron más de uno?
- Dos - respondió Carol -. El primero duró cinco días. Visitamos la Universidad de Washington y los lugares turísticos. En el segundo, varias semanas más tarde, sólo nos quedamos dos noches.
- ¿Hicieron las mismas cosas en ambas oportunidades?
Carol negó con la cabeza.
- En el segundo viaje pasamos por alto Seattle y nos dirigimos directamente a las Cascades.
- ¿Qué diablos hicieron allí?
- Pasear, descansar. Nos alojamos en un hotel maravilloso.
- ¿Y Alvin? ¿Qué hizo él?
- Se mostró interesado por la ecología; ya sabe, siempre sale a la superficie el científico.
- ¿De modo que se trató de una especie de vacaciones? - preguntó Jason, absolutamente perplejo.
- Supongo que sí - contestó Carol, arrojando otra piedrecilla.
- ¿Qué hizo Alvin en la Universidad de Washington?
- Visitó a un viejo amigo. No recuerdo su nombre. Habían estudiado en Columbia.
- ¿Un especialista en genética molecular como Alvin?
- Creo que sí. No estuvimos mucho tiempo allí. Yo visité el Departamento de Psicología, mientras ellos conversaban.
- Eso debió ser muy interesante - comentó Jason con una sonrisa, pensando en lo mucho que habría gustado a los del Departamento de Psicología poner sus académicas manos sobre el cuerpo de Carol Donner.
- Maldición - dijo ella de pronto, al consultar el reloj -. Debo irme enseguida. Tengo otro compromiso.
Jason se puso en pie y le estrechó la mano, impresionado por la delicadeza con que Carol aludía a su trabajo. “Un compromiso” sonaba tan profesional. Caminaron juntos hasta la salida del parque.
Carol rehusó que Jason la llevara en el coche, se despidió y echó a andar por la calle Beacon. Él la observó alejarse. La muchacha parecía tan despreocupada y feliz. Qué tragedia, pensó él. El tiempo, que su mente joven aún no tiene en cuenta, muy pronto hará estragos en ella. ¿Qué clase de vida llevaba una bailarina topless? No le gustaba pensar en eso. Jason caminó en dirección opuesta y se dirigió al Mercado de Luca para comprar los ingredientes necesarios para preparar una cena simple; pollo asado y verdura. Mientras realizaba las compras, analizaba su conversación con Carol. Había obtenido bastante información, que sin embargo sugería más preguntas que conclusiones. En todo caso, dos hechos resultaban evidentes; en primer lugar, Hayes sí había realizado un descubrimiento, y en segundo lugar, la clave de todo la tenía Helene Brennquivist.
Juan había trazado su plan en menos de veinticuatro horas. Puesto que no debía parecer un golpe tradicional, este caso requería mayor preparación previa. El método habitual consistía en acorralar a la víctima en medio de una multitud, apoyarle el cañón de una pistola de bajo calibre en la cabeza, y en un segundo todo había terminado; esa clase de operación no precisaba excesiva planificación, pues sólo se trataba de encontrar la circunstancia apropiada. El éxito radicaba en la peculiar reacción de la muchedumbre. Después de un acontecimiento sorpresivo y sangriento, todo el mundo se centraba tanto en la víctima que el que perpetraba el crimen podía desaparecer sin que nadie reparara en él o incluso simular ser uno de los curiosos mirones. Lo único que debía hacer era dejar caer el arma.
Sin embargo para ese trabajo había recibido instrucciones diferentes. Era necesario preparar todo para que pareciera una violación, la especialidad de Juan. Sonrió para sí, maravillado de que le pagaran por algo que él solía hacer por placer. Estados Unidos era un país extraño y fabuloso, en que con frecuencia la ley brindaba más consideración al criminal que a la víctima.
Juan comprendió que debía abordar a su víctima a solas. Eso convertía su trabajo en un desafío y al mismo tiempo en algo divertido, porque sin testigos podía hacer cuanto se le antojara a la mujer, siempre y cuando estuviera muerta cuando él la dejara.
Juan decidió seguir a la víctima y aproximarse a ella en el vestíbulo del edificio en que vivía. La amenaza de un inmediato daño físico, pronunciada en voz baja y razonable, bastaría para persuadirla de que lo llevara a su apartamento. Una vez allí, todo sería diversión y juego.
Siguió a la víctima en una breve excursión de compras en Harvard Square. Ella adquirió una revista en el quiosco de la esquina y luego se dirigió a un almacén llamado Sages. Juan paseó por la calle y contempló el escaparate de una librería, sorprendido de que estuviera abierta en domingo. La víctima salió del almacén con una bolsa de plástico, cruzó la calle en diagonal y desapareció en un ban Juan la siguió; el café estaba bueno, aunque fuera del estilo norteamericano. Él prefería el café cubano, que era espeso, dulce y sabroso.
Mientras sorbía el líquido, observó cuidadosamente a su víctima. No daba crédito a su buena suerte; la mujer era realmente hermosa, de poco más de veinte años. Qué bicoca, pensó. Ya empezaba a tener una erección. Esta vez no necesitaría simularla.
Media hora más tarde la joven apuró el café, pagó y salió a la calle. Juan dejó un billete de diez dólares sobre la mesa; se sentía generoso. Al fin y al cabo, recibiría cinco mil dólares cuando regresara a Miami.
Para su deleite, la mujer siguió caminando por la calle Brattle. Juan disminuyó la marcha, sin perderla de vista. Cuando ella dobló hacia Concord, él apuró el paso, consciente de que se hallaba cerca de la casa de la muchacha. Cuando esta llegó al complejo de apartamentos Craigie Arms, Juan se encontraba detrás de ella. Una rápida ojeada hacia ambos lados de la avenida Concord le indicó que el momento elegido era perfecto. Todo dependía solo de lo que ocurriera en el interior del edificio.
Juan esperó el tiempo suficiente para asegurarse de que la puerta interior había sido abierta. Entonces se acercó a la entrada y habló:
- ¿Señorita Brennquivist?
Sorprendida, Helene miró el rostro moreno, apuesto y de rasgos hispanos.
- Ja - contestó ella con acento escandinavo, pensando que se trataba de algún vecino.
- Deseaba conocerla. Me llamo Carlos.
Helene se detuvo un momento, con las llaves todavía en la mano.
- ¿Vive aquí? - preguntó.
- Por supuesto - respondió Juan con ensayada naturalidad -. En el segundo piso. ¿Y usted?
- En el tercero - dijo Helene, que cruzó la puerta, seguida de Juan -. Un placer conocerlo - agregó ella, dudando entre subir por la escalera o utilizar el ascensor. La presencia de Juan le despertaba cierto recelo.
- Esperaba que tuviéramos la oportunidad de conversar un rato - declaró Juan, situándose a su lado -. ¿Qué tal si me invita a tomar un trago?
- No creo que... - Helene vio el revólver y quedó sin aliento.
- Por favor, no haga que me enoje, señorita - dijo Juan con voz tranquilizadora -.
Cuando me enfado hago cosas que después lamento.
Juan pulsó el botón del ascensor. Las puertas se abrieron. Indicó a Helene que entrara antes de hacerlo él. Todo estaba saliendo a las mil maravillas.
Mientras el ascensor subía entre sacudidas y chirridos, Juan esbozó una sonrisa cordial. Convenía mantener una actitud calmosa y serena.
Helene estaba paralizada por el pánico. No sabía qué hacer. El individuo la aterrorizaba. Bien vestido, parecía un hombre de negocios con éxito. Tal vez trabajaba en Gene Inc. y solo se proponía registrar el apartamento. Pensó fugazmente en gritar o tratar de huir, pero entonces recordó el revólver.
La puerta del ascensor se abrió en el tercer piso. Juan le hizo señas de que bajara primero. Con las llaves en la temblorosa mano, ella caminó hacia la puerta y la abrió.
Juan se apresuró a colocar un pie entre el marco y la puerta. Una vez en el interior, la cerró, echó la llave y corrió los tres cerrojos. Helene permaneció en el pequeño vestíbulo, incapaz de moverse.
- Por favor - dijo Juan, y con un gesto cortés le indicó que entrara en la sala.
Para su gran sorpresa, en un sillón estaba sentada una rubia rolliza. Le habían asegurado que Helene vivía sola. No importa, pensó. Esta fiesta resultaría el doble de divertida.
Blandiendo el arma, obligó a Helene a sentarse frente a su compañera. Ambas mujeres intercambiaron miradas asustadas. Entonces Juan arrancó el cable telefónico de la pared, se acercó al equipo estéreo y lo encendió. La radio estaba sintonizada en una emisora que emitía música clásica. Manipulando los controles digitales, cambió a otra donde ponían música heavy rock y aumentó el volumen.
- ¿Qué clase de fiesta sería esta sin un poco de música? - exclamó mientras extraía una cuerda fina de su bolsillo.
El lunes por la mañana Jason llegó a la clínica muy temprano y sufrió al realizar las rondas. Ninguno de sus pacientes había mejorado. Ya en su consultorio, telefoneó a Helene cada vez que disponía de unos momentos libres, pero ella no contestaba. A media mañana subió al laboratorio del sexto piso y lo encontró desierto y a oscuras.
Volvió a su consultorio muy irritado. Tenía la sensación de que Helene había ocultado datos desde el principio, y ahora su ausencia complicaba más el problema.
Llamó a la oficina de personal para pedir la dirección y el número de teléfono particular de Helene. Lo marcó enseguida. Después de diez timbrazos colgó el auricular con un golpe, furioso. A continuación volvió a llamar a la oficina de personal para hablar con Jean Clarkson, la directora. Cuando esta lo atendió, Jason le formuló algunas preguntas sobre Helene Brennquivist.
- ¿Ha llamado para avisar que está enferma? He tratado de localizarla varias veces.
- Eso me sorprende mucho - replicó la señorita Clarkson -, pues no hemos tenido noticias suyas. Y eso es raro, porque siempre ha sido muy responsable. Creo que no ha faltado ni un día en el año y medio que lleva trabajando aquí.
- Supongo que si estuviera enferma, llamaría para avisar, ¿verdad? - comentó Jason.
- Por supuesto.
Jason cortó la comunicación. Su irritación se trocó en inquietud. Tenía un mal presentimiento con respecto a la ausencia de Helene.
La puerta de su consultorio se abrió, y asomó la cabeza de Claudia.
- La doctora Danforth está en la línea dos. ¿Quiere hablar con ella?
Jason asintió.
- ¿Necesita alguna carpeta con historiales clínicos? - preguntó Claudia.
- No, gracias - respondió Jason, descolgando el auricular. Desde el otro extremo de la línea resonó la voz de la doctora Danforth:
- Me parece que el Plan de Buena Salud debería empezar a seleccionar a sus clientes. Nunca había visto cadáveres en un estado tan deplorable. Gerald Farr estaba tan mal como los demás. ¡Todos sus órganos parecían pertenecer a un hombre de más de cien años!
Jason no contestó.
- ¿Hola? - dijo Margaret.
- Estoy aquí - respondió Jason. Una vez más le dio vergüenza explicar que hacía menos de un mes había sometido a un chequeo clínico a Farr sin encontrar ningún problema, salvo su estilo de vida poco saludable.
- Me sorprende que no sufriera un ataque cerebral hace varios años - afirmó Margaret -. Todas sus arterias presentaban ateromas. Y las carótidas también estaban dañadas.
- ¿Y qué me dice del paciente de Roger Wanamaker? - preguntó Jason.
- ¿Cómo se llamaba?
- No lo sé. El hombre falleció el viernes de un derrame cerebral. Roger me comentó que usted se encargaría del caso.
- Ah, sí. También él presentaba una degeneración casi total. Siempre pensé que los planes de salud se ocupaban primordialmente de la medicina preventiva, pero no creo que ganen mucho dinero si buscan clientes tan enfermos. - Margaret se echó a reír -.
Bromas aparte, se trata de otro caso en que muchos sistemas están afectados.
- ¿Ustedes efectúan exámenes toxicológicos? - inquirió Jason.
- Desde luego. Sobre todo hoy en día. Realizamos pruebas para detectar la presencia de cocaína u otras sustancias.
- ¿Qué tal si practican esas pruebas a Gerald Farr? ¿Sería factible?
- Creo que todavía nos quedan un poco de sangre y orina - dijo Margaret -. ¿Qué desea que busquemos?
- De todo un poco. Es sólo un presentimiento; de hecho no tengo una idea muy precisa de hacia dónde orientar la investigación.
- Llevaré a cabo esas pruebas con mucho gusto - dijo Margaret -, pero Gerald Farr no fue envenenado, puedo asegurárselo. Simplemente expiró su plazo. Es como si hubiera tenido treinta años más de su verdadera edad. Sé que esta afirmación no resulta muy científica, pero refleja la realidad.
- De todos modos le agradecería que realizara esas pruebas de toxicología.
- Así lo haremos - repuso Margaret -. Además les enviaremos algunas muestras para que las procesen en la clínica. Lamento que nuestros exámenes microscópicos tarden tanto.
Jason colgó el auricular y volvió a concentrarse en su trabajo. Por un lado empezaba a dudar de su capacidad profesional; por otro experimentaba la sensación de que estaba ocurriendo algo que escapaba a su comprensión. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, marcaba el número del laboratorio de Hayes, pero seguía sin obtener respuesta. Volvió a hablar con Jean Clarkson, quien le aseguró que le avisaría si tenía noticias de la señorita Brennquivist y le pidió que, por favor, dejara de importunarla.
Jason colgó furibundo y recordó con nostalgia las épocas en que inspiraba más respeto al personal de la clínica.
Después de atender al último paciente de la mañana, se sentó al escritorio y empezó a tamborilear los dedos nerviosamente. De pronto tuvo la certeza de que la ausencia de Helene no sólo era extraña, sino también un hecho muy grave; tan grave que decidió informar enseguida a la policía.
Cambiándose la bata blanca por la chaqueta del traje, se dirigió a su automóvil.
Consideró que lo mejor sería ver al detective Curran. Después de su último encuentro con él, no creía que Curran tomara demasiado en serio sus palabras si lo llamaba por teléfono.
Enseguida localizó la oficina de Curran y, echando una ojeada a aquella austera habitación, vio al detective ocupado en la tarea de llenar un formulario sobre su escritorio metálico.
- Curran - dijo Jason, con la esperanza de que el hombre estuviera de mejor talante que la última vez que se vieron.
El detective levantó la vista con fastidio.
- ¡Oh, no! - exclamó, arrojando el lápiz sobre el formulario -: ¡Mi médico favorito! -
Tras hacer un gesto de exasperación, le indicó que entrara.
Jason acercó una silla con respaldo metálico al escritorio. El detective lo miró con evidente recelo.
- Se han producido novedades - anunció Jason -. Pensé que debía conocerlas.
- Tenía entendido que usted volvería a dedicarse exclusivamente a la medicina.
Pasando por alto el comentario sarcástico, Jason prosiguió:
- Helene Brennquivist no ha aparecido por la clínica en todo el día.
- Tal vez está enferma. O cansada. O quizá se ha hartado de los interrogatorios a que usted la somete.
Jason trató de conservar la calma.
- En la oficina de personal aseguran que es muy cumplidora y que jamás se le ocurriría tomarse un día libre sin avisar. Y cuando traté de comunicarme con ella en su apartamento, nadie atendió las llamadas.
El detective Curran le miró con desdén.
- ¿Ha considerado la posibilidad de que esa jovencita atractiva haya decidido pasar un largo fin de semana con algún amigo?
- No lo creo. Me he enterado de que había tenido una aventura con Hayes.
Curran se irguió en su asiento y por primera vez prestó atención a las palabras de Jason.
- Siempre tuve la impresión de que estaba protegiendo a Hayes - añadió el doctor -.
Ahora sé por qué. Y sospecho que conoce perfectamente el trabajo que realizaba Hayes y la razón por la que registraron su apartamento. Estoy convencido de que Hayes hizo un descubrimiento muy importante y que alguien trata de apoderarse de sus cuadernos de notas.
- Si realmente se produjo tal descubrimiento.
- Estoy seguro de que sí - replicó Jason -. Y eso aumenta mi desconfianza con respecto a la muerte de Hayes. Fue una desaparición demasiado conveniente.
- Saca usted conclusiones apresuradas.
- Hayes me comentó que alguien intentaba matarlo - afirmó Jason -. Creo que realizó un descubrimiento trascendental y que por eso fue asesinado.
- ¡Un momento! - exclamó Curran, descargando el puño contra el escritorio -. La forense determinó que el doctor Alvin Hayes había muerto por causas naturales.
- Un aneurisma, para ser exacto. Pero eso no significa que no estuvieran siguiéndolo.
- Creía que lo seguían - corrigió Curran, cuya voz denotaba cada vez mayor irritación.
- Yo también lo creo - repuso Jason con vehemencia -. Eso explicaría por qué saquearon su apartamento y su...
- Sabemos por qué registraron su apartamento - interrumpió Curran -. ¡Sólo que nosotros encontramos las drogas y el dinero primero!
- Es posible que Hayes consumiera cocaína - exclamó Jason -, ¡pero no era un narcotraficante! Y estoy convencido de que esas drogas fueron colocadas allí con el fin de comprometerlo y... - Estuvo a punto de mencionar su conversación con Carol, pero se contuvo. No juzgaba conveniente reconocer que había visto a la bailarina -. Sea como fuere - agregó algo más calmado -, opino que el laboratorio fue destrozado porque alguien buscaba sus cuadernos de notas.
- ¿Qué ocurrió en el laboratorio? - Los ojos de Curran se abrieron de par en par, y su rostro se encendió.
Jason tragó saliva.
- ¡Maldito sea! - vociferó Curran -. ¿De modo que el laboratorio de Hayes fue registrado y destrozado, y nadie me informó? ¿Qué creen ustedes que están haciendo?
- A la clínica le preocupaban las consecuencias de una publicidad negativa - admitió Jason, obligado a defender una decisión que no compartía.
- ¿Cuándo sucedió eso?
- El viernes por la noche.
- ¿Qué se llevaron?
- Varios cuadernos de datos y algunos cultivos de bacterias, pero ningún equipo valioso. - Jason escrutó el rostro de sabueso de Curran en busca de algún indicio de que su preocupación por Helene estaba justificada.
- ¿Algún daño o acto vandálico? - inquirió el detective.
- Bien, el laboratorio quedó convertido en un caos. Y mataron a los animales.
- Espléndido. Esos monstruos merecían ser destruidos. Me producían náuseas.
¿Cómo los mataron?
- Probablemente los envenenaron. El Departamento de Patología está comprobándolo.
El detective Curran se mesó su escasa cabellera pelirroja.
- ¿Sabe una cosa? Después de la cooperación que he recibido de ustedes, los intelectuales, me alegro de haber trasladado el caso al Departamento de Narcóticos y Prostitución. Que ellos se las arreglen. Tal vez desee usted atravesar el vestíbulo y charlar un rato con ellos. Quizá saquen alguna conclusión de la historia de ese científico chiflado que copulaba con su asistenta de laboratorio, además de con esa bailarina exótica...
- Hayes y la bailarina ya no eran amantes.
- ¿Ah, no? - preguntó Curran tras una carcajada breve y hueca que se transformó en eructo -. ¿Por qué no se larga de una vez y me deja en paz, doctor? Ya tengo demasiados homicidios auténticos entre las manos.
Curran tomó el lápiz y volvió a enfrascarse en el formulario. Furioso, Jason regresó a la planta baja, mostró su pase de visitante y se encaminó hacia su coche. Sólo empezó a tranquilizarse mientras circulaba junto al río Charles, que fluía perezosamente a la derecha de la autopista. Seguía convencido de que algo malo le había ocurrido a Helene, pero decidió que, si a la policía no le preocupaba, él no podía hacer nada al respecto.
Entró en el aparcamiento del PBS y regresó a su consultorio. Claudia y Sally todavía no habían vuelto de almorzar, y ya aguardaban algunos pacientes. Jason se puso la bata blanca y telefoneó para informarse del resultado de la consulta cardiológica de Madeline Krammer. Harry Sarnoff había coincidido con el diagnóstico de Jason, y en ese momento realizaban una angiografía a la mujer.
En cuanto Sally regresó, Jason empezó a atender a los pacientes citados. Estaba con el tercero de la tarde cuando Claudia asomó la cabeza en el gabinete de examen.
- Tiene una visita - anunció.
- ¿Quién? - preguntó Jason mientras arrancaba una receta del talonario.
- Nuestra intrépida directora. Y considero oportuno advertirle que está furiosa.
Jason entregó la receta al paciente, se quitó el estetoscopio del cuello y echó a andar por el pasillo hacia su oficina. Shirley estaba de pie junto a la ventana. En cuanto oyó que Jason se acercaba, se volvió hacia él. No cabía duda de que estaba furiosa.
- Espero que tengas una buena explicación que ofrecerme, doctor Howard. Acabo de recibir una llamada de la policía. Viene hacia aquí para preguntarnos por qué no denunciamos el asalto al laboratorio de Hayes. Afirmaron que se enteraron por ti y nos acusan de obstruir la labor de la justicia.
- Lo siento. Fue un error. Acudí a la comisaría. No pensaba mencionarlo...
- ¿Y se puede saber qué demonios hacías allí?
- Quería ver a Curran - respondió Jason con tono contrito.
- ¿Para qué?
- Había cierta información que consideré debía conocer.
- ¿Acerca del asalto?
- No - contestó Jason, dejando caer los brazos -. Helene Brennquivist no se ha presentado en todo el día. Me enteré de que ella y Hayes habían estado liados, y supongo que me apresuré a sacar conclusiones. Lo del laboratorio se me escapó.
- Creo que deberías limitarte a la práctica de la medicina - afirmó Shirley, menos agresiva.
- Eso mismo me dijo Curran - explicó Jason tras un suspiro.
- Bien - dijo Shirley, y cogiéndolo del brazo -, al menos no lo hiciste a propósito. Por un momento me pregunté de qué lado estabas. Te aseguro que este asunto de Hayes tiene vida propia. Cada vez que creo que el problema está controlado, surge una nueva complicación.
- Lo lamento - dijo Jason con sinceridad -. No pretendía empeorar la situación.
- Está bien. Recuerda que la muerte de Hayes ya ha perjudicado bastante a esta institución; no compliquemos las cosas. - Le apretó la mano y se dirigió a la puerta.
Jason volvió a dedicarse a sus pacientes, decidido a dejar la investigación en manos de la policía. Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando Claudia volvió a interrumpirlo.
- Tiene una llamada - susurró.
- ¿Quién es? - preguntó Jason con cierto nerviosismo. Lo habitual era que Claudia tomara los recados para que él devolviera las llamadas al final del día, a menos, desde luego, que se tratara de una emergencia. Pero cuando una de estas surgía, Claudia no hablaba en voz baja.
- Carol Donner - respondió la secretaria.
Jason vaciló un momento antes de decir que atendería la llamada en su oficina.
Claudia lo siguió y le preguntó en un susurro:
- ¿Es esa Carol Donner?
- ¿Quién es esa Carol Donner?
- La bailarina de la Combat Zone - respondió Claudia.
- No sabría decirlo - replicó Jason. Entró en su oficina, cerró la puerta a Claudia en las narices y descolgó el auricular -. Habla el doctor Howard.
- Jason, soy Carol Donner. Siento molestarte.
- No es ninguna molestia. - La voz de Carol le evocó la agradable imagen de la joven sentada en Hampshire House. Oyó un clic -. Un momento, por favor, Carol.
Colocó el auricular sobre la mesa, abrió la puerta y miró hacia donde se encontraba Claudia. Con expresión de enojo, le hizo señas de que colgara el auricular.
- Lo lamento - dijo Jason cuando regresó junto al teléfono.
- No te llamaría si no pensara que puede ser importante - dijo Carol -. En el armario del lugar en que trabajo he encontrado un paquete. De paso te informo de que bailo en el Club Cabaré...
- Ajá.
- Hoy tenía que ir al club y lo encontré. Alvin me había pedido que lo guardara en mi armario hace varias semanas, y me había olvidado por completo del asunto.
- ¿Qué contiene?
- Cuadernos de notas, papeles y correspondencia. No había drogas, por si te lo preguntabas.
- No, no me preguntaba eso. Me alegro de que hayas llamado. Los cuadernos pueden ser importantes. Me gustaría verlos.
- Muy bien - dijo Carol -, estaré en el club esta noche. Tendré que pensar en la manera de hacértelos llegar. Mi jefe me crea muchos problemas en su afán por protegerme. Está sucediendo algo raro que se niegan a explicarme, pero lo cierto es que estoy harta de ese estúpido que no me deja ni a sol ni a sombra. Y no quisiera mezclarte en eso.
- ¿No podría ir a buscarte?
- No. No me parece una buena idea. Te diré qué haremos; si me das tu número de teléfono, te llamaré cuando regrese a casa esta noche.
Jason se lo dio.
- Algo más - agregó Carol -. Anoche me di cuenta de que había olvidado comentarte algo. Hace aproximadamente un mes Alvin anunció que pensaba romper con Helene.
Aseguró que quería que ella se concentrara en el trabajo que hacían juntos.
- ¿Crees que se lo dijo?
- No tengo la menor idea.
- Helene no ha venido a trabajar en todo el día.
- ¿En serio? Qué extraño. Por lo que sé de ella, siempre ha cumplido con sus obligaciones laborales. Quizá ella es el motivo por el que mi jefe actúa de manera tan extraña.
- ¿Acaso tu jefe sabe algo acerca de Helene Brennquivist?
- Tiene una red de información impresionante. Se entera de todo cuanto ocurre en la ciudad.
Después de colgar Jason reflexionó sobre las incongruencias entre el trabajo de Carol y su capacidad intelectual. “Red de información” era un término perteneciente al ámbito de los ordenadores... y le sorprendía que lo utilizara una bailarina de danzas exóticas.
Cuando volvió a dedicarse a atender a sus pacientes, procuró evitar la mirada intrigada de Claudia.
Hacia el final de la tarde el doctor Jerome Washington, un musculoso médico negro especializado en trastornos gastrointestinales, interrumpió a Jason para solicitarle una consulta rápida.
- Por supuesto - accedió este, invitándole a pasar a su consultorio.
- Roger Wanamaker me sugirió que conversara contigo sobre este caso. - Dejó sobre el escritorio una gruesa carpeta que llevaba bajo el brazo -. Si se me presentan más casos como este, juro que buscaré un empleo en la industria del aluminio.
Jason abrió la carpeta. El paciente era de sexo masculino y tenía sesenta años.
- Realicé un chequeo al señor Lamborn hace veintitrés días - explicó Jerome -. El tipo tenía algunos kilos de más, nada preocupante. Por lo demás estaba muy bien, y así se lo dije. Hace unas semanas se presentó aquí con cara de muerto y diez kilos menos. Decidí internarlo enseguida, temiendo que tuviera un tumor maligno que no había detectado. Le hice todos los análisis y pruebas que figuran en los libros. Nada.
Hace tres días murió. Presioné a la familia para que nos permitiera practicarle la autopsia. ¿A que no sabes cuál fue el resultado?
- Ningún tumor maligno.
- Correcto - dijo Jerome -. Ningún tumor maligno... En cambio todos los órganos se encontraban completamente deteriorados. Se lo comenté a Roger, quien me aconsejó que hablara contigo porque tú comprenderías la situación.
- Bien, he tenido algunos problemas similares - admitió Jason -. Y también Roger.
Para serte franco, me preocupa la posibilidad de que nos enfrentemos a una epidemia desconocida.
- ¿Qué piensas hacer? - preguntó Jerome -. No me creo capaz de soportar esta clase de tensión emocional.
- Tampoco yo. Después de que varios de mis pacientes hayan fallecido, yo también me he planteado cambiar de profesión. No entiendo por qué no detectamos ningún síntoma en los chequeos clínicos. Comuniqué a Roger que convocaría una reunión la semana próxima, pero ahora considero que no podemos permitirnos el lujo de esperar tanto. - La imagen de la sangre de Hayes brotando a borbotones y cubriendo la mesa donde cenaban pasó fugazmente por la mente de Jason -. Reunámonos mañana por la tarde. Pediré a Claudia que lo organice todo, ordenaré a las secretarias que confeccionen una lista de todos los chequeos que hemos efectuado en el último año y averiguaremos qué ha sido de los pacientes.
- Me parece una buena idea - dijo Jerome -. Casos como estos no contribuyen a afianzar la confianza de un médico.
Después de que Jerome se hubiera marchado, Jason se dirigió al escritorio central para planear la reunión del cuerpo médico. Sabía que para algunas personas representaría más horas de trabajo, y agradeció a la Providencia la existencia de ordenadores. Hubo algunas protestas cuando explicó lo que se proponía, pues la reunión exigía que se cambiara la hora de visita a todos los pacientes externos de la tarde. Por fortuna Claudia asumió el papel de organizadora, lo que aseguró a Jason que todo estaría listo en su momento. A las cinco y media, después de atender a su último paciente, Jason marcó el número telefónico particular de Helene; tampoco esta vez respondieron a la llamada. Movido por un impulso, decidió pasar por el apartamento de la joven camino de su casa. Leyó la dirección que había obtenido del Departamento de Personal y advirtió que Helene vivía en Cambridge, en la avenida Concord. Entonces reconoció la dirección; era el edificio Craigie Arms.
“Qué coincidencia”, pensó. Antes de conocer a Danielle había salido un tiempo con una muchacha que vivía precisamente allí.
Subió a su coche y condujo hacia Cambridge. Había un tráfico endiablado, pero gracias a su familiaridad con esa zona no tuvo ningún problema en localizar la dirección. Aparcó y se dirigió a la entrada del edificio. Después de recorrer con la vista la lista de nombres, encontró el de Brennquivist y pulsó el botón. Cabía la posibilidad de que Helene hubiera decidido no contestar al teléfono, pero sí el timbre del portero electrónico. No obtuvo respuesta. Jason examinó la lista de los inquilinos; el nombre de Lucy Hagen, su antigua novia, ya no figuraba. Al fin y al cabo habían transcurrido quince años.
Decidió buscar el timbre del encargado y pulsarlo. Del interfono brotó la voz ronca del señor Gratz:
- No se permite la entrada a los vendedores ni a los pedigüeños.
Jason se identificó, dando por sentado que el señor Gratz no le recordaría después de tanto tiempo. Le explicó que estaba preocupado por una colega suya que era inquilina de uno de los apartamentos. El señor Gratz no contestó, pero se oyó el zumbido de la puerta de la calle al abrirse. Una vez dentro, Jason volvió a percibir algo que se le había quedado grabado quince años atrás; el olor inequívoco a cebolla frita.
En el vestíbulo se abrió una puerta metálica, y apareció el señor Gratz luciendo, como siempre, una camiseta, un par de tejanos sucios y una barba de dos días. Observó el rostro de Jason y, tras preguntarle de nuevo su nombre, inquirió:
- ¿No salía usted con la chica Hagen del segundo J?
Jason quedó impresionado. Sin duda el individuo jamás ganaría un concurso de belleza, pero era evidente que poseía una memoria prodigiosa. Jason lo había conocido porque Lucy siempre tenía problemas con el desagüe del fregadero, y Larry Gratz pasaba los días entrando y saliendo de su apartamento.
- ¿En qué puedo servirle?
Jason le explicó que Helene Brennquivist no se había presentado en el trabajo y que tampoco contestaba el teléfono, y comentó que eso le preocupaba.
- Yo no puedo permitirle entrar en su apartamento.
- Por supuesto - dijo Jason -. Sólo quisiera asegurarme de que todo está bien.
Gratz se quedó mirándolo un momento, lanzó un gruñido y luego se echó a andar hacia el ascensor. Extrajo de un bolsillo un aro con tantas llaves que sin duda podrían franquearle la entrada a la mitad de los apartamentos de Cambridge. Subieron en el ascensor en silencio.
El apartamento de Helene se hallaba al final de un largo pasillo. Aun antes de llegar a la puerta, oyeron con toda claridad música rock a todo volumen.
- Parece que está de fiesta - comentó Gratz. Pulsó el timbre durante un minuto entero, pero no recibió respuesta. Gratz apoyó la oreja contra la puerta y volvió a llamar -. Ni siquiera oye el timbre. Qué raro que nadie se haya quejado del volumen de la música.
Levantó un puño peludo y comenzó a golpear la puerta. Por último seleccionó una llave y la hizo girar en la cerradura.
- Mierda - exclamó Gratz. Luego exclamó -: ¡Hola! Nadie contestó.
En el pequeño vestíbulo, con una arcada a la izquierda, Jason reconoció el inequívoco olor a muerte. Se disponía a hablar cuando Gratz exclamó:
- Será mejor que espere aquí. - Y avanzó en dirección a la sala -. ¡Dios Santo! - aulló un segundo después.
Sus ojos se abrieron de par en par, y su rostro se deformó en una mueca de horror.
Jason miró a través de la arcada; la habitación era una pesadilla.
El encargado corrió hacia la cocina, cubriéndose la boca con las manos. Jason, pese a su experiencia médica, también sintió náuseas. Helene y otra mujer estaban en el sofá, una al lado de la otra, desnudas, con las manos atadas a la espalda. Sus cuerpos habían sido mutilados de forma indescriptible. En la mesa había clavado un enorme cuchillo de cocina, manchado de sangre.
Jason volvió la cabeza y miró hacia la cocina. Larry estaba inclinado sobre el fregadero, vomitando. La primera reacción de Jason fue ir a ayudarle, pero lo pensó mejor y decidió abrir la puerta para que se disipara el hedor. Algunos minutos después Larry se acercó a él tambaleándose.
- ¿Por qué no llama a la policía? - sugirió Jason, permitiendo que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Agradecido por tener algo que hacer, Larry bajó corriendo por las escaleras. Jason se apoyó contra la pared, tembloroso, tratando de no pensar.
Dos policías llegaron poco después. Eran jóvenes y palidecieron cuando miraron hacia la sala. Cerraron herméticamente la habitación y procedieron a interrogar a Jason y Gratz. Procuraron no tocar nada, pero sí desconectaron la cadena musical. Al cabo de unos minutos acudieron más agentes uniformados y algunos detectives de civil. Jason sugirió que tal vez al detective Curran le interesaría el caso, y alguien le telefoneó. Se presentó un fotógrafo de la policía que se enfrascó en su tarea, y poco después apareció el médico forense.
Jason se encontraba en el vestíbulo cuando Curran irrumpió en el apartamento de Helene.
Al ver a Jason, se detuvo un momento y vociferó:
- ¿Qué demonios hace usted aquí?
Jason se abstuvo de contestar, y Curran se dirigió al agente apostado junto a la puerta.
- ¿Dónde está el detective encargado del caso? - inquirió, mostrándole su insignia.
El policía movió el pulgar en dirección a la sala. Curran entró, dejando a Jason en el vestíbulo.
Más tarde se presentaron los miembros de la prensa, con su habitual cargamento de cámaras y cuadernos. Trataron de entrar en el apartamento de Helene, pero el agente uniformado apostado a la puerta se lo impidió. Así pues, se conformaron con entrevistar al primero que encontraban, Jason incluido.
Este afirmó que no sabía nada sobre lo ocurrido y lo dejaron en paz.
Al cabo de un momento reapareció Curran. Incluso él presentaba un leve color verdoso en la cara. Se acercó a Jason, extrajo un cigarrillo de una cajetilla arrugada y durante un rato buscó las cerillas. Por último miró al doctor.
- No me diga “Ya se lo advertí”.
- No ha sido solo un crimen con violación, ¿verdad? - preguntó Jason en un susurro.
- Yo no soy quién para dictaminarlo. Pero sí, hubo violación. ¿Qué le hace pensar que existió algo más?
- La mutilación fue llevada a cabo después de la muerte.
- ¿Ah, sí? ¿Por qué lo sabe, doctor?
- Ausencia de sangre. Si las mujeres hubieran estado con vida habría mucha sangre.
- Me impresiona usted. Y he de reconocer que no creo que el autor fuera un chiflado cualquiera. Hay pruebas. No me está permitido dar más detalles, pero parece el trabajo de un profesional. Se utilizó un arma de calibre pequeño.
- Entonces estará de acuerdo conmigo en que la muerte de Helene está relacionada con la de Hayes.
- Es posible - dijo Curran -. Me han informado de que fue usted quien encontró los cuerpos.
- Con la ayuda del encargado.
- ¿Qué le impulsó a venir aquí, doctor?
Jason reflexionó unos segundos antes de contestar:
- No estoy seguro. Como le expliqué, al enterarme de que Helene no había acudido a la clínica tuve un desagradable presentimiento.
Rascándose la cabeza, Curran recorrió con la vista el vestíbulo, dio una larga calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz. Se había congregado una multitud de policías, periodistas e inquilinos curiosos. Contra la pared había dos camillas, preparadas para retirar los cuerpos de las mujeres.
- Tal vez no pasaré el caso al Departamento de Narcóticos - declaró por fin y se alejó.
Jason se acercó al agente que montaba guardia junto a la puerta del apartamento.
- ¿Puedo marcharme ya?
- ¡Eh, Rosati! - exclamó el policía. El detective encargado del caso, un hombre delgado, de cara macilenta y cabello oscuro despeinado, apareció casi de inmediato -.
Quiere irse - dijo el agente, señalando a Jason.
- ¿Tenemos su nombre y dirección? - preguntó Rosati.
- Nombre, dirección, teléfono, número de cuenta bancaria, de permiso de conducir...
todo.
- Entonces supongo que no hay problema - dijo Rosati-. Nos mantendremos en contacto.
Jason asintió y echó a andar por el pasillo con piernas temblorosas. Cuando salió a la avenida Concord, le sorprendió observar que ya había oscurecido. El fresco aire de la tarde estaba impregnado de gases de los tubos de escape de los automóviles. Encontró una multa debajo del limpiaparabrisas. Irritado, la arrancó al comprender que había aparcado en una zona que requería tener en el parabrisas una pegatina que indicara que se residía en el barrio.
Tardó mucho más en regresar al PBS de lo que le había costado llegar al apartamento de Helene. Había un atasco en la salida a Fenway, de modo que ya eran las siete y media de la tarde cuando finalmente logró aparcar y entrar en el edificio. Ya en su consultorio, encontró en el escritorio un enorme listado de computadora con todas las personas que se habían sometido a un chequeo en el curso del último año, junto con una anotación acerca del estado físico actual de cada una de ellas. Las secretarias han hecho un buen trabajo, pensó Jason mientras guardaba el material en el maletín.
Luego subió al piso de los pacientes internados para efectuar su ronda. Una enfermera le entregó los resultados de la arteriografía de Madeline Krammer. Las arterias coronarias mostraban una invasión difusa, no focalizada. Al comparar los resultados con un estudio similar realizado seis meses antes, detectó un deterioro significativo. Harry Sarnoff, el cardiólogo consultado, opinaba que la paciente no era candidata a una intervención quirúrgica y, dados los bajos índices de colesterol y ácidos grasos, era poco lo que podía sugerir en cuanto al tratamiento. Para estar absolutamente seguro Jason solicitó una consulta cardioquirúrgica antes de entrar en la habitación de la mujer.
Como de costumbre, Madeline estaba de muy buen humor y concedía poca importancia a sus síntomas. Jason le comunicó que había pedido que la examinara un cirujano y prometió visitarla al día siguiente. Tenía la espantosa sensación de que esa mujer no duraría mucho en el mundo de los vivos. Cuando le examinó los tobillos para ver si había edema, notó algunas escoriaciones.
- ¿Ha estado rascándose? - preguntó.
- Un poco - reconoció Madeline, tirando de la sábana como si se sintiera avergonzada.
- ¿Le pican los tobillos?
- Creo que es por el calor que hace aquí dentro. Es un calor muy seco.
Jason no compartía su opinión. El sistema de aire acondicionado de la clínica mantenía la humedad a un nivel constante.
Con una horrible sensación de haber vivido antes esa misma situación, regresó al puesto de enfermeras y ordenó una consulta dermatológica, así como unos análisis que incluían alrededor de cuarenta pruebas. Sin duda había pasado algo por alto.
El resto de su recorrido resultó igualmente deprimente. Todos sus pacientes habían empeorado. Cuando abandonó la clínica decidió visitar a Shirley. Necesitaba conversar, y ella había manifestado que disfrutaba de su compañía.
Pensó además que debía comunicarle la novedad del asesinato de Helene antes de que se enterara por los periódicos u otros medios de comunicación. Era consciente de que la noticia tendría sobre ella un efecto devastador.
Veinte minutos después enfilaba el sendero de grava que conducía a la casa. Se alegró al observar que las luces estaban encendidas.
- ¡Jason! ¡Qué sorpresa más agradable! - exclamó Shirley al abrir la puerta. Llevaba unas mallas negras y una cinta blanca alrededor de la cabeza -. En este momento salía para asistir a mi sesión de aeróbic.
- Debería haberte telefoneado para avisarte.
- Tonterías - replicó Shirley y, cogiéndolo de la mano, le obligó a entrar -. Siempre busco alguna excusa para no hacer gimnasia.
Lo condujo a la cocina, cuya mesa estaba cubierta por una montaña de informes y memorandos. Al verla Jason recordó el enorme trabajo que implicaba dirigir una organización como el PBS.
Después de que ella le sirviera una copa, Jason le preguntó si estaba al tanto de las novedades.
- No lo sé - respondió Shirley, que se quitó la cinta y sacudió su abundante cabellera
-. ¿A qué novedades te refieres?
- A Helene Brennquivist - murmuró Jason.
- ¿Son buenas noticias? - inquirió Shirley mientras levantaba la copa.
- No. Ella y su compañera de apartamento han sido asesinadas.
Shirley dejó caer la copa en el sillón y luego, mecánicamente, se dedicó a limpiar los estragos causados por la bebida.
- ¿Cómo ocurrió? - le preguntó tras un largo silencio.
- Fue un asesinato con violación. Por lo menos, todo parecía indicarlo. - Jason sintió repugnancia al recordar la escena.
- Qué espanto - dijo Shirley, llevándose la mano al pecho.
- Fue horrible.
- Es la pesadilla más truculenta que nos atormenta a las mujeres. ¿Cuándo sucedió?
- Suponen que anoche.
La mirada de Shirley se perdió a lo lejos.
- Más vale que avise a Bob Walthrow. Este problema se suma a los que ya tenemos.
Poniéndose en pie se encaminó vacilante hacia el teléfono. Jason percibió la emoción en su voz mientras explicaba a Walthrow lo sucedido.
- No envidio tu tarea - dijo cuando ella cortó la comunicación. Los ojos de Shirley brillaban por las lágrimas que no había vertido.
- Ni yo la tuya. Cada vez que te veo después de la muerte de un paciente, me alegro de no haber elegido la carrera de medicina.
Aunque no tenían demasiado apetito, se prepararon un plato de espaguetis. Shirley trató de convencerle de que pasara la noche con ella, pero Jason rechazó la invitación.
Si bien la compañía de su amiga le había hecho mucho bien y lo había ayudado a soportar el horror de la muerte de Helene, debía regresar a su apartamento para recibir la llamada de Carol. Alegando que tenía mucho trabajo, subió al coche y regresó a su casa.
Después de la carrera y la ducha habituales, Jason se instaló ante el escritorio con los listados de todos los pacientes que se habían sometido a un chequeo en el último año. Con los pies sobre la mesa repasó la lista con atención y observó que las revisiones estaban repartidas por igual entre todos los médicos internos. Puesto que la lista estaba impresa en orden alfabético, no cronológico, tardó un buen rato en caer en la cuenta de que los errores en los resultados eran mucho más frecuentes en los últimos seis meses que a comienzos de año. De hecho, aun sin realizar los gráficos con los datos, era obvio que en los últimos meses se había producido un considerable aumento de muertes inesperadas.
Jason cogió un lápiz y comenzó a anotar los fallecimientos recientes. La cifra resultante le alarmó. Entonces llamó a la operadora central del PBS para pedir que le pusiera en comunicación con la sección de registros. Cuando estuvo al habla con una secretaria, le dio el número de cada uno de esos casos y solicitó que le dejaran las carpetas con los historiales clínicos en su escritorio. La secretaria dijo que no había ningún problema.
Después de devolver el listado al maletín, tomó el Manual de endocrinología de Williams y buscó el capítulo dedicado a la hormona del crecimiento. Tal y como le sucedía con muchos otros temas, cuanto más leía, menos entendía. La relación de esta hormona con el crecimiento y la maduración sexual era algo sumamente complicado.
Tan complicado que quedó dormido, con el pesado volumen apoyado sobre el abdomen.
El sonido del teléfono le despertó de pronto. Sobresaltado, el libro le cayó al suelo, y descolgó el auricular. Tardó unos instantes en comprender que quien llamaba era Carol Donner. Jason consultó su reloj; eran las tres menos diez de la madrugada.
- Espero no haberte despertado.
- ¡Nada de eso! - mintió Jason. Tenía las piernas acalambradas después de haberlas tenido tanto tiempo apoyadas sobre el escritorio -. Estaba esperando tu llamada.
¿Dónde estás?
- En casa.
- ¿Puedo ir a buscar el paquete?
- No está aquí - contestó Carol -. Para evitar problemas, se lo he entregado a una compañera de trabajo. Se llama Melody Andrews y vive en la calle Revere 9, en Beacon Hill - explicó Carol, que a continuación le dio el número de teléfono -. Debe de estar a punto de llegar a su casa. Ya me contarás qué te ha parecido el material y, si surge algún problema, llámame - dijo ella antes de darle su número.
- Gracias - dijo Jason tras tomar nota. Para su sorpresa, se sintió decepcionado por no poder verla.
- Cuídate - dijo Carol a modo de despedida.
Jason permaneció ante el escritorio, tratando de despejarse. De pronto se dio cuenta de que no había mencionado a Carol la muerte de Helene. Bueno, tal vez sea una excusa para llamarla, se dijo mientras marcaba el número de la amiga.
Melody Andrews contestó al teléfono. Con un marcado acento del sur de Boston, le dijo que tenía el paquete y que podía ir a buscarlo cuando quisiera. Le aclaró que dentro de media hora se acostaría.
Jason se puso un jersey y una cazadora, salió de su casa y caminó por la calle Pinckney y a lo largo de West Cedar, hasta Revere. El edificio de Melody se hallaba a la izquierda. Pulsó el timbre, y ella apareció en la puerta con los rulos puestos. Su rostro, tenso, denotaba cansancio.
Jason se presentó. Melody se limitó a asentir y entregarle un paquete envuelto en papel vegetal y atado con cordón. Pesaba aproximadamente medio kilo. Cuando Jason le dio las gracias, ella se encogió de hombros y dijo “De nada”.
De nuevo en su casa, Jason se quitó la cazadora y el jersey. Mirando con ansiedad el paquete, buscó una tijera en la cocina y cortó el cordón. Luego lo llevó al despacho y lo depositó sobre el escritorio. En el interior encontró dos cuadernos de tapa dura llenos de instrucciones, diagramas y datos de experimentos todos manuscritos. Uno de ellos llevaba impreso en la tapa Propiedad de Gene Inc .; el otro, simplemente Cuaderno de Anotaciones.
Además, el paquete contenía un gran sobre de papel, manila lleno de correspondencia.
En las primeras cartas que Jason leyó remitidas por Gene Inc ., se exigía a Hayes que cumpliera con los acuerdos concertados con ellos y devolviera el protocolo de Somatomedín y la cepa de bacilos coli del tipo E que se había llevado ilegalmente del laboratorio de la empresa. Jason no tardó en deducir que Hayes había discrepado con esa compañía en lo relativo a la propiedad del procedimiento y la cepa, y de que tramitaba la patente.
Encontró además una serie de cartas de un abogado llamado Samuel Schwartz, la mitad de las cuales se referían a la solicitud de patente del Somatomedín productor de baci los coli del tipo E; el resto tenía que ver con la creación de una corporación. Todo parecía indicar que Alvin Hayes poseía el 51 % de las acciones, mientras que sus hijos compartían el otro 49 % con Samuel Schwartz.
Tras introducir las cartas en el sobre de papel manila, Jason cogió los cuadernos. El que llevaba la inscripción “Gene Inc.” en la tapa parecía contener el protocolo a que se aludía en la correspondencia. A medida que lo hojeaba, cayó en la cuenta de que detallaba la creación de la cepa recombinante de bacterias para producir la hormona Somatomedín. Por lo que había leído, sabía que esas hormonas eran factores de desarrollo producidos por las células hepáticas en respuesta a la hormona del crecimiento.
Jason colocó a un lado el primer cuaderno y tomó el segundo. La descripción de los experimentos era incompleta pero resultaba evidente que guardaban relación con la producción de un anticuerpo monoclonal para una proteína específica; no se precisaba de qué proteína se trataba pero Jason encontró un diagrama de su secuencia de aminoácidos. La mayor parte del material escapaba a su comprensión, pero a juzgar por las numerosas tachaduras y las múltiples anotaciones en los márgenes, dedujo que la investigación no progresaba de forma satisfactoria y que, en el momento de incluir la última nota, Hayes aún no había logrado producir el anticuerpo deseado.
Jason se estiró y se puso en pie. Se sentía decepcionado. Había esperado que el paquete de Carol ofreciera un cuadro más cabal del descubrimiento de Hayes, pero, salvo por la documentación de la controversia entre Hayes y Gene Inc ., apenas había descubierto nada interesante. En todo caso tenía el protocolo para la producción de la cepa Somatomedín de bacilos coli del tipo E, lo que difícilmente constituía un hallazgo trascendental, y las anotaciones no aclaraban nada sobre el asunto.
Agotado, apagó las luces y se acostó. Había sido un día largo y terrible.
Las pesadillas que reproducían la truculenta escena en el apartamento de Helene hicieron que Jason se levantara antes de amanecer. Encendió la cafetera eléctrica y, mientras esperaba que el agua se filtrara, cogió el diario del suelo y empezó a leer la noticia acerca del doble asesinato; no revelaba nada nuevo. Tal como suponía, se hacía hincapié en la violación. Jason guardó la carpeta de Gene Inc. en el maletín y salió hacia la clínica.
A esa hora había poco tránsito y, ya en el PBS, eligió el lugar que quiso en el aparcamiento. Ni siquiera habían llegado todavía los cirujanos, que solían estar en la clínica a horas cruelmente tempranas.
Cuando entró en el edificio, se dirigió directamente a su consultorio. Tal como había solicitado, sobre el escritorio descansaban numerosas carpetas con historiales clínicos.
Se quitó la chaqueta y comenzó a revisarlas. Teniendo en cuenta que se trataba de pacientes que habían fallecido poco después de recibir un informe positivo por parte de los médicos que habían llevado a cabo los estudios más completos que ofrecía el PBS, Jason buscó puntos en común, sin encontrar ninguno. Comparó los electrocardiogramas y los índices de colesterol, ácidos grasos e inmunoglobulinas.
Ningún grupo común de compuestos, elementos o enzimas revelaba nada anormal. El único rasgo que compartían aquellos casos era que la muerte de la mayoría de los pacientes se había producido en el mes en que se había realizado el chequeo. Lo que resultaba aún más alarmante era que en los últimos tres meses el número de fallecimientos se había incrementado de manera espectacular.
Al leer el historial clínico número 26, a Jason se le ocurrió una correlación posible.
Si bien los pacientes no compartían los síntomas físicos, sus historias reflejaban un predominio de hábitos de alto riesgo. Estaban obesos, fumaban en exceso, consumían drogas, bebían demasiado o no realizaban ejercicio, o bien combinaban todas o algunas de esas prácticas poco sanas; en definitiva, eran hombres y mujeres destinados con el tiempo a presentar graves problemas médicos. Sin embargo resultaba pavoroso que su organismo se hubiera deteriorado tan rápidamente. ¿Y por qué ese repentino incremento en las muertes? No se le ocurría ninguna explicación satisfactoria. Jason no era experto en estadísticas, de modo que decidió pedir a alguien que dominara las matemáticas que revisara las cifras.
Cuando consideró que sus pacientes ya estarían despiertos, salió del consultorio para iniciar su ronda. No se habían producido novedades. De vuelta en su consultorio, y antes de recibir al primer paciente citado, llamó a Patología para preguntar por los animales muertos del laboratorio de Hayes. Aguardó unos minutos mientras la técnica buscaba el informe.
- Aquí está - dijo la mujer -. Todos murieron por envenenamiento con estricnina.
A continuación telefoneó al depósito de cadáveres para hablar con Margaret Danforth. Le atendió una secretaria que le comunicó que Margaret estaba ocupada realizando una autopsia. Jason preguntó si los estudios toxicológicos de Gerald Farr habían revelado algo de interés.
- La toxicología fue negativa - respondió la mujer.
- Una pregunta más. De haber habido estricnina, ¿habría aparecido?
- Un momento. Jason alcanzó a oír cómo la mujer se lo preguntaba a gritos a la forense -. La doctora Danforth dice que sí, que, si hubiera habido estricnina, habría aparecido.
- Muchas gracias.
Colgó el auricular y se puso en pie. Miró por la ventana y observó cómo se despertaba el día. Vislumbró un embotellamiento en el Riverway. El cielo estaba cubierto en parte. Acababa de empezar noviembre, un mes no muy agradable en Boston. Jason se sentía inquieto, ansioso y desconsolado. Recordó el paquete de Carol y se preguntó si debería entregarlo a Curran. Pero ¿con qué finalidad? Ni siquiera investigaban a Hayes, salvo como narcotraficante.
Se acercó al escritorio para coger la guía telefónica y buscar el número de Gene Inc.
Descubrió que la compañía tenía su sede en la calle Pioneer, en el sector este de Cambridge, junto al campus de la MIT. Atendió la llamada una recepcionista con acento británico. Jason pidió hablar con el directivo máximo de la compañía.
- ¿Se refiere al doctor Leonard Dawen, el presidente?
- Sí, el doctor Dawen - dijo Jason.
Al cabo de unos segundos una secretaria dijo:
- Oficina del doctor Dawen.
- Quisiera hablar con el doctor Dawen.
- ¿Quién desea hablar con él?
- El doctor Jason Howard.
- ¿Puedo preguntarle de qué asunto se trata?
- Tengo un cuaderno de laboratorio en mi poder. Dígale al doctor Dawen que pertenezco al PBS y fui amigo del difunto Alvin Hayes.
- Un momento, por favor - dijo la secretaria con una voz que parecía una grabación.
Jason abrió un cajón del escritorio y comenzó a juguetear con la colección de lápices.
Se oyó un clic en la línea telefónica, seguida de una voz potente:
- ¡Leonard Dawen al habla!
Jason se presentó y luego describió el cuaderno de laboratorio.
- ¿Puedo preguntarle cómo llegó a su poder, señor?
- No creo que eso sea importante. Lo cierto es que lo tengo. - Jason no estaba dispuesto a implicar a Carol.
- Ese cuaderno es de nuestra propiedad - afirmó el doctor Dawen. Su voz era tranquila, pero en ella se adivinaba cierto matiz autoritario y amenazador.
- Tendré mucho gusto en entregárselo a cambio de cierta información acerca del doctor Hayes. ¿Podríamos entrevistarnos?
- ¿Cuándo?
- Tan pronto como sea posible - respondió Jason -. Podría reunirme con usted antes del mediodía.
- ¿Traerá el cuaderno?
- Por supuesto.
Durante el resto de la mañana a Jason le costó concentrarse en la atención a sus pacientes. Se alegró de que Sally no hubiera concertado citas para el mediodía. En cuanto hubo terminado el último examen físico, se dirigió deprisa a su automóvil.
Al llegar a Cambridge, circuló ante el MIT y por entre los nuevos rascacielos de East Cambridge, algunos con un estilo arquitectónico espectacularmente moderno que contrastaba con las construcciones de ladrillo más antiguas y tradicionales de Nueva Inglaterra. Después de enfilar la calle Pioneer, detuvo el coche cerca de la sede de Gene Inc., instalada en un edificio muy moderno de granito negro pulido. Sus ventanas eran rendijas estrechas que se alternaban con círculos de cristal espejado. Ofrecía un aspecto sólido y poderoso, como un castillo de una película de ciencia ficción.
Jason se apeó del vehículo con el maletín y observó la imponente fachada del edificio. Después de haber leído tanto acerca del ADN recombinante y haber visto el monstruoso zoológico de Hayes, temía estar a punto de internarse en un lugar de pesadilla. La entrada principal era circular, definida por ejes radiales de granito, que creaban la ilusión de un ojo gigante, en que las puertas negras constituían la pupila.
El vestíbulo también era de granito negro, tanto las paredes como el suelo y el techo.
En el centro del sector de recepción se alzaba una escultura moderna iluminada que representaba la doble hélice de una molécula de ADN que se abría como una cremallera.
Jason se acercó a la atractiva mujer coreana sentada detrás de un panel de cristal, y ante un tablero de control que parecía pertenecer a una aeronave espacial. Llevaba puesto un diminuto auricular con un pequeño micrófono suspendido ante los labios.
Saludó a Jason y le comunicó que lo esperaban en la sala de reuniones del cuarto piso; a través del micrófono, su voz poseía un matiz metálico. Acto seguido un panel de granito se abrió para dejar a la vista un ascensor. Mientras le daba las gracias, Jason pensó por un momento que la muchacha actuaba como un robot humano. Sonriendo, entró en el ascensor y buscó el tablero de botones, pero no lo encontró. La puerta se cerró a sus espaldas y el ascensor comenzó a subir.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, Jason se encontró en un vestíbulo. Supuso que todo el edificio estaba controlado desde un único lugar, tal vez por la recepcionista de la planta baja. A su izquierda se abrió un panel de granito, y apareció un hombre de rasgos toscos, impecablemente vestido con un traje oscuro de rayas finas, camisa blanca y corbata de lana roja.
- Doctor Howard, soy Leonard Dawen - dijo el hombre, indicándole que entrara en la sala.
No le tendió la mano. Su voz tenía el mismo tono autoritario que Jason recordaba de la conversación telefónica. Comparada con la austeridad casi sepulcral del edificio, la sala de reuniones semejaba una biblioteca con revestimiento de madera y resultaba muy acogedora hasta que la vista se topaba con una pared de vidrio que daba a lo que semejaba un amplio laboratorio ultramoderno. En la sala había otro hombre, un oriental, ataviado con un mono blanco con cremallera. Dawen se lo presentó como el señor Hong, un ingeniero de Gene Inc. Cuando todos estuvieron sentados alrededor de una pequeña mesa, Dawen dijo:
- Doy por sentado que usted tiene el cuaderno de laboratorio...
Jason abrió el maletín y entregó el cuaderno a Dawen, quien lo pasó a Hong. El ingeniero lo examinó página por página.
Un pesado silencio se instaló en el recinto.
Jason miró alternativamente a ambos hombres. Había esperado que el encuentro se desarrollara de forma más cordial. Al fin y al cabo, estaba haciéndoles un favor.
Volvió la cabeza hacia la pared de cristal. El piso de la habitación contigua estaba en un nivel más bajo. Gran parte de la estancia albergaba depósitos de acero inoxidables, lo que le recordó una visita que había realizado a una fábrica de cerveza.
Supuso que se trataba de incubadoras para el cultivo de bacterias recombinantes.
También había otros aparatos modernos y complicadas tuberías. Gente vestida con monos con capucha deambulaban de un lado a otro verificando manómetros y efectuando ajustes.
Hong cerró el cuaderno de laboratorio con un chasquido.
- Parece completo.
- Qué sorpresa más agradable - dijo el doctor Dawen. Volviéndose hacia Jason, añadió -: Espero que comprenda que el contenido de este cuaderno es confidencial.
- No se preocupe - replicó Jason, obligándose a sonreír -. Yo no entiendo mucho de eso. Solo me interesa el doctor Hayes. Antes de morir me explicó que había hecho un descubrimiento de gran importancia, y siento curiosidad por saber si lo que se describe en esas páginas puede ser considerado en esos términos.
Dawen y Hong intercambiaron miradas.
- En realidad diría que se trata más bien de un hallazgo de tipo comercial - afirmó Hong -. No hay aquí ninguna tecnología nueva.
- Es lo que sospechaba. Hayes estaba tan perturbado que dudaba de la veracidad de sus palabras. Sin embargo, si realmente realizó un descubrimiento trascendental, sería una tragedia que la Humanidad no pudiera aprovecharlo.
Por primera vez desde la llegada de Jason, las facciones toscas de Dawen se suavizaron.
Dirigiéndose al ingeniero, Jason preguntó:
- ¿Tiene alguna idea acerca de a qué se refería Hayes?
- Lamentablemente, no. Era un individuo muy reservado. - Entrelazó las manos sobre la mesa y miró a Jason directamente a los ojos -. Temíamos que usted nos chantajeara con este material... que nos obligara a pagarle para que nos lo devolviera -
dijo, tocando la tapa del cuaderno de laboratorio -. No sé si sabe que, en los últimos tiempos, el doctor Hayes nos estaba dando mucho trabajo.
- ¿Cuál era la misión del doctor Hayes aquí? - preguntó Jason.
- Lo contratamos para que produjera una cepa de bacterias recombinantes - explicó Dawen -. Deseábamos producir cierto factor de crecimiento en cantidades suficientes para su comercialización.
Jason supuso que eso era el Somatomedín.
- Convinimos en pagarle una suma global por el proyecto, además de facilitarle las instalaciones de Gene Inc. para sus investigaciones privadas. Disponemos de equipos muy sofisticados.
- ¿Saben en qué consistían sus investigaciones privadas? - preguntó Jason.
- Pasaba gran parte del tiempo aislando proteínas relacionadas con el factor de crecimiento - respondió Hong -. Algunas de ellas existen en cantidades tan ínfimas que se requieren equipos muy sofisticados para lograr aislarlas.
- ¿El aislamiento de uno de esos factores de crecimiento podría ser considerado un importante descubrimiento científico? - inquirió Jason.
- No lo creo - contestó Hong -. Si bien nunca se ha conseguido aislarlos, conocemos sus efectos.
“Otro callejón sin salida”, pensó Jason, abatido.
- Recuerdo algo que podría ser significativo - agregó Hong mientras se pellizcaba el puente de la nariz -. Hace aproximadamente tres meses, Hayes se sintió muy excitado por un efecto secundario que había encontrado. Comentó que era algo así como una ironía.
Jason se irguió, sorprendido. Otra vez esa dichosa palabra.
- ¿Tiene idea de qué le provocó esa excitación?
Hong meneó la cabeza.
- No; después de eso no lo vimos durante un tiempo. Cuando reapareció, dijo que había estado en la costa. A continuación se dedicó a elaborar un complejo proceso de extracción sobre algún material que había traído consigo. No sé si la cosa funcionó, pero lo cierto es que de repente centró su trabajo en la tecnología monoclonal de los anticuerpos. Para entonces su excitación se había desvanecido.
Las palabras “anticuerpo monoclonal” recordaron a Jason el segundo cuaderno de laboratorio, y se preguntó si habría sido acertado llevarlo también. Tal vez el señor Hong habría sacado algo en limpio de las anotaciones.
- ¿El doctor Hayes dejó aquí algún otro material de investigación? - preguntó Jason.
- Nada relevante - respondió Leonard Dawen -. Y hemos verificado todo con mucha atención, porque Hayes se había trasladado a otro departamento con nuestro cuaderno de laboratorio y los cultivos. De hecho, le habíamos demandado. Nunca supusimos que él litigaría alegando que las cepas que nosotros le habíamos encargado producir eran de su propiedad.
- ¿Lograron recuperar los cultivos? - inquirió Jason.
- Así es.
- ¿Dónde los encontraron?
- Digamos que buscamos en el lugar adecuado - dijo evasivamente Dawen -. Aunque tengamos las cepas, igualmente apreciamos haber recuperado el protocolo. Quisiera expresarle mi agradecimiento en nombre de la compañía. Espero que le hayamos ayudado en alguna medida.
- Es posible - dijo Jason con cierta vaguedad.
Se le ocurrió que de forma accidental había descubierto a los autores del registro del laboratorio y el apartamento de Hayes. Pero ¿qué motivo tendrían los científicos de Gene Inc. para matar a los animales? Tal vez esos animales monstruosos habían sido tratados con Somatomedín, de Gene Inc.
- Gracias por el tiempo que me han dedicado - dijo a Dawen -. Las instalaciones de la empresa son realmente imponentes.
- Gracias. Las cosas marchan bien. Esperamos tener muy pronto cepas recombinantes de animales de granja.
- ¿Se refiere a cerdos y vacas?
- Correcto. Genéticamente podemos crear cerdos con menos grasa, vacas que produzcan más leche y pollos que tengan más proteínas, sólo por ponerle algunos ejemplos.
- Fascinante - dijo Jason sin mucho entusiasmo.
¿Cuánto tardaría la ingeniería genética en centrar sus investigaciones en los humanos? Volvió a estremecerse al recordar las ratas y ratones gigantescos, sobre todo aquellos que tenían ojos suplementarios.
De vuelta en el coche, Jason consultó su reloj. Todavía disponía de media hora antes de la reunión del cuerpo médico para examinar las muertes recientes, de modo que decidió visitar a Samuel Schwartz, el abogado de Hayes.
Encendió el motor del coche, salió del aparcamiento de Gene Inc. y se dirigió al Memorial Drive. Cruzó el río Charles y se detuvo ante una farmacia donde entró para buscar en el listín telefónico la dirección de Schwartz. Diez minutos más tarde se encontraba en la sala de espera del despacho del abogado, hojeando un ejemplar viejo del Newsweek.
Samuel Schwartz era un individuo obeso y calvo. Indicó a Jason que entrara en su oficina como si estuviera dirigiendo el tráfico. Después de instalarse en el sillón y colocarse las gafas de montura metálica, observó con atención a su visitante, que se había sentado ante el imponente escritorio de caoba.
- De modo que usted es amigo del difunto Alvin Hayes...
- Más que amigos, éramos colegas.
- Da lo mismo - replicó Schwartz, haciendo un gesto con su regordeta mano -. ¿En qué puedo servirle?
Jason relató de nuevo la historia del supuesto hallazgo científico de Hayes. Explicó que trataba de averiguar cuál era la línea de investigación de Hayes, y había encontrado correspondencia entre él y Samuel Schwartz.
- Era cliente mío. ¿Qué hay de malo?
- No tiene por qué ponerse a la defensiva.
- No me pongo a la defensiva; estoy fastidiado. Trabajé mucho para ese pobre diablo y ahora resulta que todo fue en balde.
- ¿No le pagó?
- Jamás. Me embaucó. Me convenció de que me pagaría con acciones de su nueva compañía.
- ¿Acciones?
Samuel Schwartz lanzó una risotada burlona.
- Lamentablemente, ahora que Hayes está muerto, las acciones carecen de valor.
Tal vez habría ocurrido lo mismo aunque siguiera vivo. Debería hacer que me examinaran la cabeza por dentro.
- ¿La compañía de Hayes pensaba vender un servicio o un producto?
- Un producto. Hayes afirmó que estaba a punto de desarrollar el producto más valioso para la salud conocido hasta ahora. Y yo le creí. Supuse que un tipo que había aparecido en la portada de Time debía tener algo en la cabeza.
- ¿Tiene alguna idea de en qué consistía ese producto? - preguntó Jason, intentando que su voz no delatara la excitación que sentía.
- Ni la menor idea. Hayes no quiso decírmelo.
- ¿Sabe si tenía que ver con anticuerpos monoclonales? - preguntó Jason, decidido a no darse por vencido. Schwartz volvió a lanzar una carcajada.
- No reconocería un anticuerpo monoclonal aunque tropezara con uno.
- ¿O tumores malignos? - Jason formulaba preguntas al azar con intención de refrescar la memoria al abogado -. ¿El producto podía estar relacionado con un tratamiento para curar el cáncer?
Schwartz se encogió de hombros.
- No lo sé. Es posible.
- Hayes comentó a alguien que su descubrimiento contribuiría a realzar la belleza de la persona. ¿Le sugiere algo?
- Escuche, doctor Howard, Hayes no me dijo nada sobre el producto. Mi misión consistía únicamente en formar la sociedad anónima.
- También solicitaba una patente.
- La patente no tenía nada que ver con la sociedad. Debía estar a nombre de Hayes.
El sonido del mensáfono de Jason sorprendió a los dos hombres. El doctor observó la pequeña pantalla, en que apareció dos veces, de forma intermitente, la palabra
“urgente”, seguida de un número de la clínica PBS.
- ¿Podría usar su teléfono? - preguntó.
Schwartz se lo acercó desde el otro lado del escritorio.
- Adelante, es todo suyo, doctor.
La llamada procedía de la planta donde estaba internada Madeline Krammer. La mujer había sufrido un paro cardíaco, y estaban aplicándole técnicas de reanimación.
Jason anunció que partiría hacia allí al instante. Después de dar las gracias a Samuel Schwartz, salió deprisa de la oficina del abogado y aguardó con impaciencia la llegada del ascensor.
Cuando entró en la habitación de Madeline, encontró una escena que ya se había vuelto familiar. La paciente no respondía al tratamiento, su corazón no reaccionaba ante ningún estímulo, incluyendo un marcapasos externo. Jason insistió en que la mantuvieran con vida, mientras se esforzaba por recordar diversas drogas y tratamientos, pero al cabo de una hora de frenética actividad se vio obligado a darse por vencido y ordenó que cesaran las técnicas de reanimación.
Jason permaneció junto al lecho de Madeline después de que todos se hubieran marchado de la habitación. Era una vieja amiga, una de las primeras pacientes que había tenido en su consultorio privado. Una enfermera le había cubierto el rostro con una sábana, y la nariz levantaba la tela y la hacía parecer una montaña en miniatura con un pico nevado. Con infinito cuidado, Jason apartó la sábana. Aunque Madeline contaba poco más de sesenta años, quedó impresionado por lo vieja que parecía en ese momento.
Desde su ingreso en la clínica, su rostro había perdido su alegre aspecto regordete y adquirido el aspecto esquelético de quienes están próximos a la muerte.
Como necesitaba un rato de soledad, Jason se recluyó en su consultorio eludiendo a Claudia y Sally, quienes tenían numerosas preguntas que formularle acerca de la reunión que estaba a punto de celebrarse y los problemas que implicaba el cambio de turno de tantos pacientes. Cerrando con llave la puerta, Jason se sentó a su escritorio.
Puesto que se trataba de una paciente tan antigua, la muerte de Madeline fue como si le seccionaran un vínculo más con su vida anterior. Se sintió lastimosamente solo y angustiado, pero al mismo tiempo aliviado porque el recuerdo de Danielle comenzaba a desvanecerse.
Sonó el teléfono, pero no lo atendió. Observó el escritorio, cubierto por una pila de carpetas con historiales clínicos de pacientes fallecidos, incluida la de Hayes. De forma involuntaria sus pensamientos volvieron a centrarse en su colega. Había representado una gran frustración que el paquete que le había entregado Carol, y en el que había depositado tantas esperanzas, hubiera aportado tan poca información. Sólo daba cierto crédito a su afirmación de que había hecho un hallazgo que por lo menos él consideraba prodigioso. Jason maldijo la reserva de Hayes.
Arrellanado en el sillón, entrelazó las manos detrás de la nuca y clavó la vista en el techo. Ya no se le ocurrían más ideas para desentrañar el misterio de Hayes, hasta que recordó el comentario del ingeniero oriental sobre el material que Hayes había portado consigo de su viaje a la costa, presumiblemente a Seattle. Debía ser una muestra o algo por el estilo, porque Hayes lo había sometido a un complicado proceso de extracción. De los comentarios de Hong dedujo que probablemente Hayes había aislado alguna clase de factor que estimulara el crecimiento, la diferenciación, la maduración o las tres cosas a la vez.
Jason se irguió en su asiento. Al recordar que Carol había afirmado que Hayes había visitado a un colega en la Universidad de Washington, concluyó que tal vez aquel había obtenido la muestra de manos de ese individuo.
De repente decidió que viajaría a Seattle, por supuesto siempre y cuando Carol pudiera acompañarlo. Tal vez la joven accedería. Después de todo sólo ella podría ayudarle a localizar a ese amigo. Además, la perspectiva de alejarse por unos días de la clínica se le antojó una medida sumamente terapéutica. Puesto que faltaba muy poco tiempo para la reunión con el cuerpo médico, decidió entrevistarse con Shirley.
La secretaria de Shirley insistió en que su jefa estaba demasiado ocupada para atenderlo, pero él la convenció de que al menos lo anunciara. Un momento después, lo hicieron pasar. Shirley estaba hablando por teléfono. Jason tomó asiento y poco a poco se enteró de qué trataba la conversación. Ella hablaba con un dirigente sindical y manejaba la situación con impresionante serenidad. Con aire ausente, Shirley se mesó el cabello, un gesto maravillosamente femenino que recordó a Jason que, bajo esa fachada profesional, había una mujer muy atractiva, complicada, pero hermosa.
Shirley cortó la comunicación y sonrió.
- Qué sorpresa más agradable. Últimamente estás lleno de sorpresas, Jason.
Supongo que has venido para disculparte por no haber pasado más tiempo conmigo anoche.
Jason se echó a reír. La actitud directa de Shirley siempre lo desarmaba.
- Tal vez, pero hay algo más. Estoy planteándome pedir unos días de permiso. Esta mañana he perdido a otro paciente y creo que necesito alejarme de aquí.
Shirley chasqueó la lengua.
- ¿Esperabas que eso ocurriera?
- Supongo que sí, dados los últimos acontecimientos. De todos modos cuando la interné en la clínica no tenía la menor idea de que era una paciente terminal.
Shirley lanzó un suspiro.
- No sé cómo te las arreglas para asimilar esa clase de hechos.
- No resulta fácil - convino Jason -, y mucho menos aceptar que muertes como esa se producen con demasiada frecuencia últimamente.
Sonó el teléfono, pero Shirley pulsó la tecla del intercomunicador para que su secretaria tomara el mensaje.
- Sea como fuere - añadió Jason -, he decidido tomarme algunos días de vacaciones.
- Me parece una buena idea - dijo Shirley -. A mí no me vendría mal hacer otro tanto cuando estas malditas negociaciones con el sindicato lleguen a su fin. ¿Adónde planeas ir?
- No estoy seguro - mintió Jason.
El viaje a Seattle representaba una posibilidad tan remota de descubrir algo que le dio vergüenza mencionarlo.
- Unos amigos míos poseen una casa en las islas Vírgenes. Podría llamarlos por teléfono - ofreció Shirley.
- No, gracias. No me gusta el sol. ¿Qué ocurrió con respecto a la tragedia de Brennquivist? ¿Muchos problemas?
- No me lo recuerdes - dijo Shirley -. Si quieres que te diga la verdad, no me sentí en condiciones de afrontar ese asunto, de modo que Bob Walthrow se ocupa de ello.
- Yo he tenido pesadillas toda la noche - reconoció Jason.
- No me sorprende.
- Bueno, he de acudir a la reunión - dijo Jason, y se puso en pie.
- ¿Quieres que cenemos juntos esta noche? - preguntó Shirley -. Tal vez podamos levantarnos el ánimo mutuamente.
- Por supuesto. ¿A qué hora?
- Digamos que alrededor de las ocho.
- A las ocho, entonces - dijo Jason y echó a andar hacia la puerta.
Cuando estaba a punto de cruzarla Shirley habló:
- De verdad siento lo de tu paciente.
En la reunión del cuerpo médico hubo más asistencia de la que Jason esperaba, dada la poca antelación con que se había organizado. Catorce de los dieciséis médicos internos se hallaban presentes, varios de ellos acompañados de sus enfermeras. Era evidente que todos reconocían la gravedad del problema.
Jason inició la reunión presentando las estadísticas extraídas del listado de todos los pacientes muertos al poco de haberse sometido a un chequeo clínico completo.
Señaló que el número de fallecimientos se había incrementado en los últimos tres meses y anunció que estaba tratando de comprobar el estado de salud de todos los clientes del PBS que se habían realizado un chequeo en los últimos sesenta días.
- ¿Los chequeos estaban distribuidos por igual entre todos nosotros? - preguntó Roger Wanamaker.
Jason asintió.
Varios médicos manifestaron su temor de que se tratara del brote de una epidemia que podía extenderse por todo el país. Nadie lograba entender qué relación existía entre las muertes y los chequeos y por qué no era posible preverlas. La jefa del Departamento de Cardiología, la doctora Judith Rolander, trató de asumir parte de la responsabilidad al reconocer que, en muchos de los casos revisados por ella, el electrocardiograma realizado durante el chequeo no había revelado problemas inminentes, ni siquiera con la ventaja que suponía poseer una visión retrospectiva de los hechos.
La conversación derivó hacia las pruebas de esfuerzo o ergometrías como elemento clave para predecir problemas cardíacos. Se presentaron varias opciones, y todas fueron analizadas con detenimiento. Se decidió crear una comisión que estudiara modificaciones específicas de las pruebas de esfuerzos con la esperanza de incrementar el valor de su diagnóstico.
A continuación tomó la palabra Jerome Washington, quien se puso pesadamente de pie y declaró:
- Creo que estamos pasando por alto la importancia de un estilo de vida poco saludable. Se trata de un factor que todos los pacientes implicados parecían compartir.
Hubo algunas bromas acerca de la obesidad de Jerome y su adicción al tabaco.
- Está bien, muchachos - replicó este -. Todos sabemos que los pacientes han de hacer lo que les decimos, no lo que nosotros hacemos. - Este comentario provocó risas en todos los presentes -. Bromas aparte - añadió -, conocemos bien los peligros que entrañan una dieta inadecuada, el tabaquismo, el exceso de alcohol y la falta de ejercicio. Tales factores poseen un valor predictivo mucho mayor que una leve anormalidad en el electrocardiograma.
- Jerome tiene razón - intervino Jason -. Los hábitos poco saludables fueron el único elemento negativo en común que pude encontrar.
Mediante una votación se decidió crear una segunda comisión cuya tarea consistiría en investigar la influencia de los factores de riesgo en el problema a que se enfrentaban en ese momento y presentar luego recomendaciones específicas.
Harry Sarnoff, el cardiólogo consultor de ese mes, levantó la mano, y Jason le dio la palabra. Poniéndose en pie, afirmó haber advertido un aumento en la morbilidad y mortalidad de sus pacientes internados. Jason lo interrumpió:
- Perdóname, Harry; entiendo tu preocupación y reconozco que he tenido una experiencia similar a la tuya. Sin embargo, esta reunión tiene como objeto el análisis del problema planteado con los chequeos para ejecutivos y demás pacientes externos.
Si el cuerpo médico así lo desea, programaremos otra reunión para estudiar cualquier problema potencial con los pacientes internados. Es posible que ambos temas presenten alguna relación.
Harry levantó los brazos en un gesto de impotencia y volvió a tomar asiento con expresión ceñuda.
A continuación Jason aconsejó a los médicos que realizaran la autopsia a cualquier paciente que falleciera de forma inesperada, aunque el forense no lo exigiera. Luego les informó de que los resultados provenientes del despacho de la forense sugerían que las personas muertas recientemente habían padecido una enfermedad en que muchos sistemas resultaban afectados y que incluía problemas cardiovasculares extendidos.
Desde luego, ese dato no hacía más que aumentar la preocupación respecto al hecho de que trastornos de semejante naturaleza no hubieran sido detectados en los electrocardiogramas. Jason agregó que el Departamento de Patología sospechaba que existía un elemento relacionado con la autoinmunidad.
Una vez finalizada la reunión, los médicos se congregaron en grupos más reducidos para seguir charlando del problema. Jason tomó los listados y buscó a Roger Wanamaker, a quien encontró en animada conversación con Jerome.
- ¿Puedo interrumpir? - preguntó. Los dos hombres se separaron para permitir que Jason se instalara junto a ellos -. He decidido tomarme un par de días de vacaciones.
Roger y Jerome intercambiaron miradas.
- No me parece un buen momento - opinó Roger.
- Las necesito - aseguró Jason sin entrar en detalles -. El caso es que tengo cinco pacientes internados. ¿Alguno de vosotros dos estaría dispuesto a reemplazarme? Debo reconocer que están bastante enfermos.
- No te preocupes - contestó Roger -. Estoy aquí día y noche tratando de mantener vivos a mis seis pacientes internados. Te sustituiré con mucho gusto.
Solucionado ese problema, Jason fue a su consultorio y telefoneó a Carol Donner, pensando que en las últimas horas de la tarde podría encontrarla. El teléfono sonó un buen rato, y Jason estaba a punto de colgar cuando ella contestó, casi sin aliento, y le dijo que estaba bañándose.
- Me gustaría que nos viéramos esta noche - dijo Jason.
- Oh. - Carol vaciló un momento -. Tal vez no me resulte posible. - Luego agregó con enojo -: ¿Por qué no me comentaste anoche lo de Helen Brennquivist? Leí en el diario que fuiste tú quien encontró los cuerpos.
- Lo lamento - replicó Jason, un poco a la defensiva -. Si quieres que te diga la verdad, cuando me llamaste anoche estaba profundamente dormido y sólo pensaba en conseguir el paquete.
- ¿Lo recogiste? - preguntó Carol, menos enfadada.
- Sí. Muchísimas gracias.
- ¿Y ..?
- El material no era tan esclarecedor como suponía.
- Me sorprende - afirmó Carol -. Los cuadernos debían ser importantes porque de lo contrario Alvin no me habría pedido que se los guardara. Pero esa es otra cuestión.
¡Qué horror lo de Helene! Mi jefe quedó tan impresionado con la noticia que ahora no me deja ir a ninguna parte sin que me acompañe un matón del club. Ahora mismo está a la puerta del edificio.
- Necesito verte a solas - dijo Jason.
- No sé si eso será posible. Este gorila recibe órdenes de mi jefe, no de mí. Y no quiero meterme en líos.
- Bueno, entonces llámame en cuanto regreses a casa - pidió Jason -. ¡Prométeme que lo harás! Ya se nos ocurrirá alguna triquiñuela.
- Esta noche también volveré tarde - le advirtió Carol.
- No te preocupes. Es importante.
- De acuerdo - convino Carol.
Jason telefoneó a continuación a la United Airlines para averiguar qué vuelos había de Boston a Seattle. Le informaron de que había uno diario a las cuatro de la tarde.
Cogiendo el estetoscopio, salió de su consultorio y se dirigió al sector de enfermos internados para realizar sus rondas. Tenía que poner al día las carpetas e historiales clínicos para el momento en que Roger le reemplazara. Ninguno de sus pacientes evolucionaba bien, y Jason se sintió preocupado al descubrir que otro enfermo había desarrollado cataratas, razón por la cual solicitó una consulta oftalmológica. Esta vez estaba seguro de que el problema no existía cuando el paciente había ingresado.
¿Cómo era posible que las cataratas hubieran progresado tanto en tan poco tiempo?
Una vez en casa, se vistió con el chándal y salió a correr durante una hora, tratando de poner sus ideas en orden. Cuando volvió, se duchó y cambió de ropa. Unos minutos después, mientras conducía hacia la casa de Shirley, ya se sentía más animado.
Shirley se esmeró con la cena, y Jason empezó a pensar que se merecía figurar en la categoría de supermujer. Después de haber trabajado todo el día dirigiendo una gran empresa y presidiendo negociaciones sindicales de importancia crucial, había preparado un festín fabuloso a base de pato asado con alcachofas. Además, lucía un vestido holgado de seda negra que habría sido apropiado para asistir a la ópera. Jason se sintió avergonzado de su atuendo; un par de tejanos y una camiseta de rugby sobre un jersey de cuello alto.
- Te has vestido como te apetecía, igual que yo - le tranquilizó Shirley sonriendo.
Le dio un Kir Royale y le pidió que lavara la lechuga para la ensalada. Abrió el horno para comprobar la cocción del pato y anunció que ya estaba casi listo. A Jason le pareció que olía de maravilla.
Cenaron en el comedor, sentados frente a frente en la mesa larga, con seis sillas vacías a cada lado. Cada vez que servía más vino a Shirley, Jason tenía que ponerse en pie y caminar un trecho. A ella le resultaba muy divertido.
Mientras comían, Jason relató lo sucedido en la reunión del cuerpo médico y agregó que todos los profesionales se proponían aumentar la calidad de las ergometrías. La decisión complació a Shirley, que le recordó que el chequeo para ejecutivos constituía una parte importante de la promoción del PBS para atraer a las grandes corporaciones. Afirmó que debía hacerse especial hincapié en la medicina preventiva para ejecutivos.
Más tarde, ante sendas tazas de café, ella comentó:
- Michel Curran vino a verme esta tarde.
- ¿Ah, sí? Estoy seguro de que no fue una visita agradable. ¿Qué quería?
- Información sobre Helene Brennquivist. Por supuesto, se la facilitamos. Llegó incluso a entrevistarse con la secretaria del Departamento de Personal que la había contratado.
- ¿Mencionó si tenía algún sospechoso?
- No - contestó Shirley -. Espero que toda esta pesadilla haya acabado.
- No sabes cómo desearía haber tenido la oportunidad de hablar nuevamente con Helene. Sigo convencido de que ocultaba la verdad para proteger a Hayes.
- ¿Todavía crees que realmente descubrió algo?
- Decididamente sí - afirmó Jason, que procedió a describir los cuadernos de laboratorio y su visita a Gene Inc. y Samuel Schwartz. Explicó que este había asesorado a Hayes en la creación de una sociedad anónima cuya finalidad consistía en lanzar al mercado el nuevo descubrimiento.
- ¿El abogado no sabía de qué producto se trataba?
- No. Al parecer Hayes no confiaba en nadie.
- Pero sin duda Hayes necesitaba un capital inicial y para conseguirlo tendría que confiar en alguien.
- Es posible - reconoció Jason -. Pero no he encontrado a nadie en quien confiar...
por lo menos de momento. Lamentablemente, Helene era mi apuesta más segura.
- ¿Sigues investigando?
- Supongo que sí - admitió Jason -. ¿Te parece una decisión estúpida?
- No, estúpida no. Un poco inquietante. Aunque realmente sería una tragedia que un hallazgo importante se perdiera, considero que deberíamos olvidar todo este asunto de Hayes. Quiero creer que has decidido tomarte unos días libres para descansar, no para continuar con esa empresa quimérica.
- ¿Por qué se te ha ocurrido semejante idea? - preguntó Jason, asombrado de que ella hubiera adivinado sus intenciones.
- Porque te conozco y sé que no te das por vencido con facilidad. - Shirley se acercó y le puso una mano en el hombro -. ¿Por qué no te vas al Caribe? Quizá pueda reunirme contigo el fin de semana...
Jason experimentó una excitación que no sentía desde la muerte de Danielle.
Disfrutar del sol y el agua fresca y transparente le resultaba una perspectiva maravillosa, so bre todo si Shirley le acompañaba. Sin embargo vaciló. No sabía si estaba preparado para asumir el compromiso emocional que eso entrañaría. Y, más importante aún, se había prometido viajar a Seattle.
- Quiero ir a la Costa Oeste - dijo -. Un viejo amigo vive allí, y me gustaría visitarle.
- Suena bastante inocente. De todos modos el Caribe me resulta mucho más tentador.
- Tal vez muy pronto - dijo Jason, apretándole el brazo -. ¿Qué tal si tomamos un coñac?
Shirley se puso en pie para buscar la botella de Courvoisier, y Jason la observó.
Cuando Carol telefoneó a las dos y media de la madrugada, Jason estaba totalmente despierto. Le preocupaba tanto la posibilidad de que ella olvidara llamarlo que le resultó imposible conciliar el sueño.
- Estoy exhausta, Jason - anunció Carol, en lugar de decir “Hola”.
- Lo lamento, pero debo verte. Puedo estar allí en diez minutos.
- No creo que sea una buena idea. Como te expliqué esta tarde, no estoy sola. Hay alguien apostado a la puerta de mi edificio. ¿Por qué necesitas verme esta noche? Tal vez mañana podamos encontrar la manera de reunirnos.
Jason se planteó la idea de pedirle por teléfono que lo acompañara a Seattle, pero decidió que tendría más posibilidades de convencerla si lo hacía personalmente. No era muy ortodoxo que un hombre pidiera a una joven que viajara con él después de solo dos encuentros.
- ¿Tu guardaespaldas está solo?
- Sí. ¿Y qué importa eso? Parece un gorila.
- Hay un callejón en la parte posterior de tu edificio. Podría subir por la escalera de incendios.
- ¡La escalera de incendios! ¡Qué locura! ¿Qué demonios es eso tan urgente que no puede esperar a mañana?
- Si te lo dijera, no necesitaría verte.
- Bueno, reconozco que no me entusiasma la idea de que un hombre venga a mi apartamento a estas horas.
“Sí, claro”, pensó Jason.
- Mira, te diré algo. He tratado de averiguar qué descubrió Hayes y me encuentro ante la última posibilidad que se me ocurre. Pero necesito tu ayuda.
- Vaya frase, doctor Jason Howard.
- Es verdad. Tú eres la única que puede ayudarme.
Carol echó a reír.
- Dicho de esa forma, ¿quién podría rehusar? Está bien, ven a casa. Pero atente a las consecuencias. Debo advertirte que no tengo demasiado control sobre el Mr. Atlas apostado en la calle.
- Tengo un seguro por incapacidad.
- Vivo en...
- Ya sé dónde vives - interrumpió Jason -. En realidad ya he tenido un encontronazo con Bruno, si ese es el encantador individuo que monta guardia ante tu puerta.
- ¿Conoces a Bruno? - preguntó Carol con incredulidad.
- Un hombre muy cordial.
- Entonces déjame que te diga que ha sido Bruno quien me ha acompañado a casa esta noche.
- Por suerte resulta fácil localizarlo. Vigila la ventana trasera. No quisiera quedar atrapado en la escalera de incendios.
- Esto es una locura - afirmó Carol.
Jason se cambió de ropa y se puso pantalones y jersey negros; ya sería demasiado visible en la escalera de incendios sin usar colores claros. Se calzó las zapatillas de goma y se dirigió al coche. Al pasar por la calle Beacon, se mantuvo alerta para localizar a Bruno. Dobló a la izquierda en la calle Gloucester y nuevamente a la izquierda en Commonwealth. Al cruzar Marlborough, redujo la marcha. Sabía que no tendría posibilidad de encontrar un lugar para aparcar, de modo que lo hizo ante la primera boca de incendios que halló. Dejó las puertas abiertas, para que, caso de necesidad, los bomberos pudieran pasar las mangueras por el interior del coche.
Al apearse del automóvil, Jason escrutó el callejón que comunicaba las calles Beacon y Marlborough. Luces intermitentes formaban manchones de claridad. Había muchas zonas oscuras, y los árboles arrojaban sombras que semejaban telarañas.
Jason recordó cómo le había perseguido Bruno a lo largo de ese mismo callejón.
Haciendo acopio de coraje, echó a andar hacia el callejón, tan tenso como un atleta a la espera de la señal de salida. Al percibir un súbito movimiento a su izquierda quedó sin aliento; se trataba de una rata del tamaño de un gato pequeño, y Jason sintió un escalofrío. Siguió caminando, feliz de no ver ni rastro de Bruno. El silencio era tan absoluto que oía su propia respiración.
Al llegar al edificio de Carol, echó un vistazo hacia la luz en la ventana de la cuarta planta antes de observar con atención la escalera de incendios. Por desgracia se iniciaba en el primer piso. Miró los alrededores en busca de algo para alcanzar el primer peldaño. Sólo encontró un cubo de basura, lo que significaba darle la vuelta y vaciarlo. Pese a que eso implicaría hacer bastante ruido, comprendió que no le quedaba otra alternativa. Se estremeció cuando el metal chocó contra el pavimento y un montón de latas de cerveza rodó ruidosamente por la calle.
Conteniendo la respiración miró hacia arriba. No se había encendido ninguna luz.
Satisfecho, se encaramó al cubo de basura y asió el primer peldaño.
- ¡Eh! - exclamó alguien.
Jason volvió la cabeza y vio que una corpulenta figura familiar corría por el callejón, moviendo los brazos y bufando como una locomotora.
- ¡Mierda! - masculló Jason.
Se izó sobre la escalera, aun temiendo que cediera bajo su peso. Por suerte eso no ocurrió. Agarrándose a los peldaños logró ascender hasta colocar un pie en el primero.
- ¡Eh, maldito degenerado! - vociferaba Bruno -. ¡Baje de ahí!
Jason vaciló. Si el tipo intentaba subir, podía disuadirlo pisándole los dedos de la mano, pero eso no lograría ponerlo en contacto con Carol. Y si armaban alboroto, alguien avisaría a la policía. Jason decidió correr el riesgo. Subió deprisa por los siguientes dos tramos de la escalera de incendios y llegó a la ventana de Carol. Esta estaba mirando hacia fuera y en cuanto lo vio abrió la ventana. Jason dijo entre jadeos:
- Tu neonazi está en camino. ¿Crees que está armado?
Jason se encontró en el interior de una amplia cocina.
- No lo sé.
- Se presentará en cualquier momento - dijo Jason, bajando la hoja de la ventana con un golpe y echando el cerrojo. Eso lograría retener a Bruno sólo unos diez segundos.
- Tal vez debería hablar con él - sugirió Carol.
- ¿Crees que te escuchará?
- No estoy segura. Es bastante obstinado...
- Sí, ya me he dado cuenta - dijo Jason -. Y sé que no me tiene simpatía. Creo que necesito un bate de béisbol.
- No puedes golpearlo, Jason.
- No quiero hacerlo, pero dudo que Bruno esté dispuesto a sentarse y solucionar este asunto con una conversación amigable. Necesito algo con que amenazarlo para que se mantenga lejos de mí.
- Tengo un atizador.
- Tráelo.
Jason apagó la luz de la cocina. Apretando la nariz contra el vidrio, alcanzó a ver a Bruno luchando por izarse hasta el primer tramo de la escalera. Carol regresó con el atizador. Jason lo sopesó. Con un poco de suerte tal vez lograría convencer al tipo de que lo escuchara.
- Sabía que no saldría bien - dijo Carol.
Jason paseó la mirada por la habitación y observó que el suelo era de linóleo anticuado. Miró la puerta que separaba la cocina del resto del apartamento; era gruesa y sólida, con cerradura y llave. En el pasado esa estancia había sido otra cosa, no una cocina.
- Carol, ¿te enfadarías si ensuciara esto un poco? Desde luego, me encargaré de pagar después para que lo limpien.
- ¿Qué pretendes hacer?
- ¿Tienes por casualidad una lata grande de aceite vegetal?
- Supongo que sí.
- ¿Puedes dármela?
Perpleja, Carol abrió la puerta de la alacena y extrajo una lata de cuatro litros de aceite de oliva importado de Italia.
- Perfecto. - Después de mirar una vez más por la ventana, Jason sacó de la cocina las dos sillas y la mesa. Carol lo observaba con creciente desconcierto -. Muy bien, ahora sal de aquí - ordenó.
Carol se dirigió al vestíbulo.
Jason abrió la lata de aceite de oliva y empezó a verter su contenido sobre el piso. Al cerrar la puerta tras de sí y echar la llave, oyó golpes en la ventana de la cocina, seguidos de ruido de vidrios rotos.
Jason apoyó la mesa contra la puerta.
- Ven - dijo, tomando a Carol de la mano. En la otra todavía empuñaba el atizador.
La condujo hasta la puerta de entrada del apartamento, adecuadamente asegurada con dobles cerrojos y un pasador. Oyeron un tremendo estrépito en la cocina. Bruno había caído por primera vez.
- Eso sí ha sido ingenioso - dijo Carol tras una carcajada. - Cuando uno sólo pesa setenta y dos kilos, debe encontrar la manera de compensar la falta de fuerza física -
dijo Jason, cuyo corazón aún galopaba en el pecho -. De todos modos, no sabemos cuánto tiempo seguirá Bruno entretenido en la cocina, de manera que esta conversación deberá ser rápida. Te necesito. Mi última oportunidad de conocer el descubrimiento de Alvin Hayes consiste en viajar a Seattle y tratar de averiguar qué hizo allí. Al parecer, él... Se oyó otro estruendo seguido de una ristra de maldiciones, algunas pronunciadas en italiano.
- Se pondrá de muy mal humor - dijo Jason mientras descorría los cerrojos de la puerta.
- De modo que quieres que vaya a Seattle contigo. ¿Es eso?
- Sabía que lo entenderías. Hayes trajo de allí una muestra biológica que procesó en Gene Inc. Tengo que averiguar de qué se trataba. Creo que el individuo a quien visitó en la Universidad de Washington nos dará alguna pista.
- No recuerdo el nombre de ese tipo.
- Pero lo viste. ¿Lo reconocerías?
- Es probable.
- Sé que es una insolencia que te pida que me acompañes - declaró Jason -, pero estoy seguro de que Hayes hizo un descubrimiento, y considerando sus antecedentes podría ser algo muy importante.
- ¿Y de verdad crees que viajando a Seattle conseguirás solucionar ese misterio?
- Se trata sólo de una posibilidad muy remota, pero es la única.
La puerta de la cocina se sacudió cuando Bruno comenzó a aporrearla sin piedad.
- Creo que ya he permanecido aquí demasiado tiempo - dijo Jason -. Bruno no te hará daño, ¿verdad?
- Cielos, no. Mi jefe lo desollaría vivo. Por eso está tan furioso. Cree que corro peligro.
- Carol, ¿vendrás conmigo a Seattle? - preguntó Jason mientras descorría el pasador.
- ¿Cuándo tienes pensado partir? - inquirió Carol, dubitativa.
- Hoy mismo, más tarde. No nos quedaremos mucho tiempo. ¿Podrías pedir permiso en tu trabajo con tan poca antelación?
- Lo he hecho otras veces. No tengo más que decir que quiero visitar a mi familia.
Además, después del asesinato de Helene, tal vez sea un alivio para mi jefe que yo abandone la ciudad.
- Entonces, ¿vendrás?
- De acuerdo - respondió Carol, brindándole una cálida sonrisa -. ¿Por qué no?
- Hay un vuelo hacia Seattle a las cuatro de la tarde. Nos encontraremos en la puerta de embarque. Yo compraré los pasajes. ¿Cómo te parece todo eso?
- Una locura - contestó Carol -, pero divertida.
- Nos veremos en el aeropuerto.
Jason bajó corriendo las escaleras y se encaminó hacia su automóvil, temeroso de que Bruno hubiera decidido salir por la ventana.
Jason despertó temprano y llamó a Roger para informarse del estado de sus pacientes porque no pensaba ir a la clínica ese día. Había decidido emprender otro viaje antes de encontrarse con Carol para tomar el avión de las cuatro de la tarde hacia Seattle. Preparó su bolso deprisa, sin olvidar llevar ropa especial para el tiempo frío y lluvioso, y pidió por teléfono un taxi que lo llevó al aeropuerto. Una vez allí, dejó su equipaje en consigna y embarcó en el vuelo de las diez de la mañana desde Eastern hasta La Guardia, donde alquiló un automóvil y se dirigió a Leonia, Nueva Jersey.
Quería hablar con la ex esposa de Hayes, aunque probablemente esta no aportaría ningún dato interesante. No estaba dispuesto a pasar por alto ningún detalle.
Leonia era un pueblo pequeño y tranquilo. Diez minutos después de cruzar el puente George Washington, Jason circulaba por Broad Avenue, una calle ancha bordeada de comercios ante los cuales se podía aparcar en batería. Había una farmacia, una ferretería, una panadería e incluso un pequeño restaurante. Parecía un decorado cinematográfico de la década de los cincuenta. Jason entró en el restaurante, pidió un batido de vainilla y consultó el listín telefónico. Había una Louise Hayes en Park Avenue. Mientras bebía el batido, dudó entre llamar por teléfono o presentarse directamente. Optó por lo segundo.
Park Avenue dividía Broad Avenue en dos y ascendía por la colina que bordeaba Leonia por el este. Pasado el Pauline Boulevard, describía un arco hacia el norte. En ese lugar Jason encontró la casa de Louise Hayes, una construcción modesta de color marrón oscuro, con tejado de madera que pedía a gritos una reparación. El césped del jardín de la entrada estaba tan crecido que había producido semilla. Jason pulsó el timbre. Abrió la puerta una mujer sonriente, de mediana edad y cabello castaño que vestía una bata roja desteñida a la que se asía una niña de cinco o seis años con el pulgar metido en la boca.
- ¿La señora Hayes? - preguntó Jason.
La mujer que se hallaba ante él no se parecía nada a las dos amantes de Hayes.
- Sí.
- Soy el doctor Jason Howard, colega de su difunto esposo. - Jason no había preparado lo que iba a decir.
- ¿Sí? - repitió la señora Hayes, empujando a la pequeña detrás de ella.
- Me gustaría hablar con usted, si dispone de unos minutos. Jason extrajo su cartera y mostró a la mujer su permiso de conducir con su fotografía y un carné que lo acreditaba como integrante del cuerpo médico del PBS -. Estudié en la Facultad de Medicina con su marido - agregó.
Louise examinó los documentos y se los devolvió.
- ¿Quiere pasar?
- Gracias.
El interior de la casa también daba la impresión de necesitar arreglos. Los muebles eran viejos, y la alfombra estaba raída. Había juguetes diseminados por el suelo.
Louise despejó un sillón e indicó a Jason que se sentara.
- ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Café, té?
- Un café me sentaría muy bien - dijo.
La mujer se mostraba nerviosa, y Jason pensó que un poco de actividad contribuiría a serenarla. La señora Hayes desapareció tras la puerta de la cocina, y enseguida se oyó un ruido de agua que corría. La pequeña, que se había quedado en la salita, miraba al recién llegado con sus enormes ojos castaños. Cuando Jason le sonrió, la chica se precipitó hacia la cocina.
Jason paseó la mirada por la estancia. Era oscura y triste. Louise regresó seguida de su hija. Tendió a Jason una taza de café y colocó recipientes con azúcar y leche sobre una pequeña mesa frente al sillón.
Jason se sirvió ambas cosas. Louise se acomodó frente a él.
- Lamento no haberme mostrado muy hospitalaria al principio - dijo -. No suele venir mucha gente para preguntarme por Alvin.
- Comprendo. - Jason la miró con más atención. Bajo su aspecto descuidado, se advertía la sombra de una mujer atractiva. Hayes tenía buen gusto, no cabía duda -.
Siento haberme presentado sin avisar. El caso es que Alvin me había hablado de usted, y como pasaba por esta zona decidí visitarla. - Jason consideró que unas mentiras piadosas no vendrían mal.
- ¿Conque le habló de mí? - preguntó Louise con indiferencia.
Jason decidió proceder con cautela. No estaba allí para avivar sentimientos desagradables.
- El motivo por el que quería conversar con usted es que su marido me comentó que había realizado un importante descubrimiento científico.
Explicó las circunstancias de la muerte de Alvin Hayes y cómo él había asumido una suerte de cruzada personal para tratar de averiguar si realmente existía ese hallazgo científico trascendental. Aseguró que sería una tragedia que Alvin hubiera descubierto algo que representara una ayuda para la humanidad y que se perdiera.
Louise asintió. Cuando Jason le preguntó si conocía la naturaleza del descubrimiento, ella respondió que no.
- Usted y Alvin no hablaban mucho, ¿verdad?
- No. Solo acerca de los niños y cuestiones económicas.
- ¿Cómo están sus hijos? - preguntó Jason al recordar la preocupación de Hayes con respecto a su vástago.
- Los dos están muy bien, gracias.
- ¿Los dos?
- Sí - respondió Louise -. Lucy, que es esta - dijo, acariciando la cabeza de la niña -, y John, que está en la escuela.
- Creí que tenían tres hijos.
Jason advirtió que los ojos de la mujer se nublaban. Tras un incómodo silencio ella reconoció:
- Bueno... sí, hay otro. Alvin junior. Es subnormal profundo y está internado en un colegio de Boston.
- Lo lamento.
- Está bien. A estas alturas no tendría que afectarme tanto, pero creo que nunca me acostumbraré. Supongo que ese fue el motivo por el que Alvin y yo nos divorciamos; porque me sentí incapaz de hacer frente a ese problema.
- ¿Dónde está Alvin junior exactamente? - preguntó Jason, consciente de estar hurgando en un punto doloroso.
- En el instituto Hartford.
- ¿Y cómo le va?
Jason conocía el instituto Hartford, un establecimiento adquirido por el PBS cuando la corporación compró un hospital privado para enfermos agudos. También sabía que el instituto se hallaba en venta, ya que producía pérdidas.
- Supongo que bien - respondió Louise -. No suelo visitarle porque se me parte el corazón.
- Lo comprendo - dijo Jason, mientras se preguntaba si Hayes se había referido a ese hijo la noche en que murió -. ¿Podríamos telefonear para preguntar cómo se encuentra el muchachito?
- Supongo que sí - contestó Louise, sin mostrar sorpresa por la insólita pregunta. Se puso en pie y, todavía con su hija agarrada a la bata, se acercó al teléfono, llamó al instituto y preguntó cómo estaba su hijo. Después de colgar, dijo -: Opinan que su estado es más o menos el que cabe esperar. El único problema nuevo que se ha presentado es un poco de artritis, que ha dificultado la fisioterapia.
- ¿Hace mucho que está internado allí?
- Desde que Alvin comenzó a trabajar para el PBS. La posibilidad de internar a Alvin Junior en Hartford fue una de las razones que le animaron a aceptar el puesto.
- ¿Y su otro hijo? Usted dice que está muy bien.
- No podría estar mejor - afirmó Louise con evidente orgullo -. Cursa tercero, y le consideran uno de los alumnos más brillantes de la clase.
- Eso es estupendo - dijo Jason, tratando de recordar la noche en que murió Hayes.
Este había asegurado que alguien deseaba su muerte y la de su hijo, que era demasiado tarde para él, pero tal vez no para su hijo. ¿Qué diablos significaba eso?
Jason había dado por sentado que algún chico padecía una enfermedad física, pero por lo visto no era así.
- ¿Más café? - preguntó Louise.
- No, gracias - respondió Jason -. Quisiera preguntarle solo una última cosa. Antes de fallecer, Alvin tramitaba la formación de una sociedad anónima, cuyos accionistas serían sus hijos. ¿Estaba usted al corriente?
- No.
- Bien - dijo Jason -, muchísimas gracias por el café. Si hay algo que pueda hacer por usted en Boston, como por ejemplo visitar a Alvin junior, no dude en llamarme.
Cuando él se puso en pie, la chiquilla escondió la cabeza tras la falda de Louise.
- Espero que Alvin no sufriera mucho.
- No; no sufrió - mintió Jason, recordando la expresión de dolor y tormento en el rostro del hombre.
Se encaminaban hacia la puerta cuando Louise dijo: - Ahora recuerdo que después de la muerte de Alvin alguien entró en esta casa por la fuerza. Por suerte habíamos salido.
- ¿Se llevaron algo? - preguntó Jason, pensando que podría ser obra de Gene Inc.
- No - respondió Louise -. Probablemente al ver el desorden reinante decidieran robar en otra casa. - Sonrió -. Pero lo que sí hicieron fue registrar todo, incluso la biblioteca de los niños.
Mientras conducía en dirección al puente George Washington, Jason reflexionaba sobre su entrevista con Louise Hayes. Pensó que debía sentirse más descorazonado de lo que estaba. Al fin y al cabo no había averiguado nada de importancia que justificara el viaje. Sin embargo había otro elemento que había influido en su decisión de visitar a la mujer; una genuina curiosidad con respecto a la esposa de Hayes. Después de haber perdido a su esposa de manera tan trágica, a Jason le costaba entender por qué alguien como Hayes había decidido separarse de la suya. En todo caso él no había vivido la experiencia de tener un hijo subnormal.
Jason logró embarcar en el vuelo de las dos de la tarde con destino a Boston. En el avión intentó leer, pero le resultaba imposible concentrarse. Empezó a preocuparle la idea de que Carol no pudiera reunirse con él en el aeropuerto de Boston o, peor aún, que se presentara con Bruno.
Lamentablemente su vuelo, que debía aterrizar en Boston a las dos cuarenta, despegó de La Guardia a las dos y media. Así pues, cuando finalmente Jason descendió del avión, ya eran las tres y cuarto. Retirando su equipaje de la consigna, corrió de la terminal de Eastern a la de United. Había una larga cola ante la ventanilla de venta de pasajes; Jason no entendía por qué ese trámite era tan largo y complicado. Ya eran las cuatro menos veinte, y ni rastro de Carol Donner.
Por fin llegó el turno a Jason, quien entregó su tarjeta de American Express y pidió dos pasajes de ida y vuelta a Seattle para el vuelo que partía a las cuatro, con fecha abierta de regreso.
El empleado se mostró eficiente. En menos de tres minutos, Jason ya había conseguido los pasajes y las tarjetas de embarque y corría hacia la puerta 19. Eran las cuatro menos cinco. Una vez allí inquirió si alguien había preguntado por él. Cuando la muchacha situada detrás del mostrador contestó que no, Jason describió someramente a Carol y preguntó al empleado de la compañía aérea si la había visto.
- Es muy atractiva - agregó.
- Estoy seguro de que lo es - replicó el hombre, sonriendo -. Por desgracia, no la he visto. Pero si se propone ir a Seattle, más vale que suba al avión.
Jason observó cómo el minutero recorría la totalidad del cuadrante del reloj de pared ubicado detrás del mostrador de control.
El empleado estaba atareado contando los pasajes. Otro empleado anunció que el avión con rumbo a Seattle pronto partiría. Faltaban dos minutos para las cuatro.
Con el bolso colgado del hombro, Jason dirigió la mirada hacia la entrada de la terminal. Cuando ya casi había perdido toda esperanza, la vio. Corría hacia él. Jason debería haberse sentido encantado. El único problema era que, unos pasos detrás de ella, atisbó el imponente corpachón de Bruno. Un poco más allá, junto al lugar donde un equipo de detección por rayos X registraba las maletas, estaba apostado un policía.
Jason se dijo que se encaminaría hacia allí si era preciso huir.
A Carol le costaba correr con el bolso colgado del hombro, y Bruno no hacía nada por ayudarla. La joven se acercó a Jason, quien vio cómo la expresión de Bruno pasaba de la sorpresa a la confusión y la furia.
- ¿He llegado a tiempo? - preguntó ella, jadeando.
El empleado se había situado junto a la puerta que comunicaba con el avión para retirar el tope que la mantenía abierta.
- ¿Qué demonios hace usted aquí, degenerado? - exclamó Bruno al tiempo que observaba el cartel que anunciaba el destino del vuelo. Luego miró a Carol con gesto acusador -. Me dijiste que ibas a tu casa, Carol.
- Vamos -urgió la muchacha, tomando del brazo a Jason y empujándolo hacia la puerta de embarque.
Jason se tambaleó, la mirada fija en el rostro regordete de Bruno, que de pronto había adquirido un tono morado nada atractivo; las venas de sus sienes tenían ya el tamaño de cigarrillos.
- ¡Un momento, por favor! - exclamó Carol al empleado, quien asintió y vociferó algo en dirección a la manga. Jason siguió observando a Bruno hasta el último instante y lo vio correr hacia un teléfono público.
- Al parecer ustedes disfrutan llegando en el último momento - dijo el empleado, desgarrando la mitad de cada tarjeta de embarque.
Jason volvió por fin la cabeza, convencido de que Bruno había decidido no armar un escándalo. Carol seguía asiéndole del brazo mientras avanzaban por los accesos.
Tuvieron que esperar a que el operador de la manga golpeara el costado del avión para que el asistente que estaba en el interior del aparato volviera a abrir la puerta.
Una vez sentados, Carol se disculpó por el retraso.
- Estoy furiosa - declaró mientras colocaba el bolso debajo del asiento que tenía delante -. Agradezco que Arthur se preocupe por mi bienestar, pero esto es ridículo.
- ¿Quién es Arthur?
- Mi jefe - respondió Carol, enfadada -. Amenazó con despedirme si me marchaba.
Creo que cuando vuelva dejaré el trabajo.
- ¿Podrías hacerlo? - preguntó Jason, curioso con respecto a qué más implicaría el empleo de Carol, además de bailar. Por lo que él sabía, las mujeres como ella perdían el control de sus vidas.
- De todas formas pensaba hacerlo muy pronto - aseguró la joven.
El avión dio una sacudida al ser remolcado hacia atrás en dirección a la pista.
- ¿Sabes en qué consiste mi trabajo? - preguntó Carol.
- Sí, más o menos.
- Nunca lo has mencionado - dijo Carol -. Casi todo el mundo saca a relucir el tema.
- Creo que no es asunto mío - afirmó Jason -. ¿Quién soy para juzgarte?
- Eres un poco raro. Adorable, pero raro.
- Siempre creí ser bastante normal - replicó.
- ¡Ja! - exclamó Carol con aire juguetón.
Había mucho movimiento de aviones, de modo que tardaron unos veinte minutos en despegar.
- Creí que nunca lo lograríamos - dijo Jason, quien finalmente comenzaba a relajarse.
- Lo siento. Traté de desembarazarme de Bruno, pero se pegó a mí como una lapa.
No quería que se enterara de que no viajaba a Indiana. En fin, ¿qué podía hacer yo?
- No tiene importancia - repuso Jason, aunque en el fondo le inquietaba un poco que alguien además de Shirley supiera cuál era su destino. Había planeado mantenerlo en secreto. De todos modos, pensó, ¿qué más daba que lo supiera otra persona?
Tomando notas en un bloc amarillo, interrogó a Carol con respecto a los movimientos de Hayes en cada uno de sus dos viajes a Seattle. La primera visita era la más interesante. Se habían alojado en el hotel Mayfair y, entre otros lugares, habían visitado un club llamado Tótem, similar al Cabaré de Boston. Jason preguntó qué tal era.
- Bueno - respondió ella -, pero nada del otro mundo. Carecía de la excitación que flota en el Club Cabaré. Me parece que Seattle es una ciudad bastante conservadora.
Jason asintió intrigado por el hecho de que Hayes hubiera acudido a un lugar semejante cuando viajaba con Carol.
- ¿Alvin habló con alguien allí? - preguntó.
- Sí. Arthur le concertó una cita con el dueño del local.
- ¿Tu jefe hizo eso? Entonces, ¿Alvin conocía a tu jefe?
- Eran amigos. Así fue como conocí a Alvin.
Jason recordó los rumores acerca de la afición de Alvin por las discotecas y lugares afines. Al parecer, eran ciertos. No obstante la mera idea de que un biólogo molecular de fama internacional fuera amigo de un hombre que regentaba un bar topless le resultaba absurda.
- ¿Sabes de qué habló Alvin con ese hombre?
- No - respondió Carol -. No conversaron mucho tiempo. Yo estaba concentrada observando a las bailarinas. Eran bastante buenas.
- Y también visitasteis la Universidad de Washington.
- Así es. El primer día.
- ¿Crees que reconocerás al hombre con quien Alvin se entrevistó allí?
- Creo que sí. Era un tipo alto y bien parecido.
- Y después, ¿qué hicisteis?
- Fuimos a las montañas.
- ¿Era época de vacaciones?
- Supongo que sí.
- ¿Alvin se encontró con alguien allí?
- No, con nadie en particular, pero habló con mucha gente.
Jason se arrellanó en el asiento después de que le sirvieran un cóctel. Reflexionó sobre lo que Carol le había contado y decidió que el hecho más crucial era la visita a la Universidad de Washington. De todos modos la visita al club era extraña y merecía algunas pesquisas.
- Otra cosa - dijo Carol -. En el segundo viaje perdimos bastante tiempo buscando hielo seco.
- ¿Hielo seco? ¿Para qué?
- No me lo dijo. Alvin tenía una nevera y quería llenarla de hielo seco.
Tal vez para transportar el espécimen, pensó Jason. Cuando aterrizaron en Seattle, cambiaron la hora de sus relojes a la de la costa del Pacífico. Jason miró por la ventanilla del avión. Como cabía esperar, llovía. Alcanzaba a ver los charcos de agua en la pista. Pronto aparecieron rastros de humedad en el cristal.
Alquilaron un coche y, una vez lejos del tráfico del aeropuerto, Jason dijo:
- He pensado que será mejor que nos alojemos en el mismo hotel en que os hospedasteis la última vez, por si eso contribuye a refrescarte la memoria. En habitaciones separadas, por supuesto.
Carol volvió la cabeza para mirarlo en la penumbra del automóvil. Jason quería que quedara bien claro que ese viaje era exclusivamente de negocios.
Dos coches detrás del de Jason y Carol avanzaba un Ford Taunus azul oscuro. Al volante iba un hombre de edad mediana, vestido con jersey de cuello alto, cazadora de ante y pantalones de cuadros. Aproximadamente cinco horas antes había recibido una llamada para ordenarle que estuviera en el aeropuerto en el momento en que aterrizara el avión de la United procedente de Boston. Debía localizar a un médico de alrededor de cuarenta y cinco años que llegaría con una hermosa joven. Los apellidos eran Howard y Donner. Debía vigilar a la pareja. La operación había sido más sencilla de lo que suponía. Había confirmado su identidad colocándose detrás de ellos en el mostrador de Avis.
Ahora debía evitar perderlos de vista. Supuestamente, contactaría con él alguien proveniente de Miami. Por ese trabajo le pagarían los habituales cincuenta dólares por hora más gastos. Se preguntó si se trataría de algún asunto de carácter doméstico.
El hotel era elegante. Teniendo en cuenta el habitual desaliño de Hayes, a Jason le sorprendió que hubiera tenido gustos tan caros. Consiguieron habitaciones separadas pero contiguas, y Carol insistió en que abrieran la puerta de comunicación.
- No seamos mojigatos - declaró, y Jason no supo cómo reaccionar.
Puesto que apenas habían probado la comida del avión, Jason sugirió que cenaran antes de ir al Tótem Club. Carol se cambió de ropa y, al entrar en el comedor del hotel, Jason quedó complacido por su aspecto juvenil y atractivo. Incluso el maître quiso ver su documento de identidad cuando Jason pidió una botella Chardonnay California. El episodio divirtió muchísimo a Carol.
A las diez de la noche, una de la madrugada hora de la Costa Este, se disponían a partir hacia el Tótem Club. Jason ya comenzaba a tener sueño, pero Carol estaba muy animada. Para evitar cualquier posible problema de aparcamiento, dejaron el coche alquilado en el hotel y tomaron un taxi. Carol reconoció que cuando estuvo con Hayes le había costado bastante localizar el lugar.
El Tótem Club se hallaba en las afueras de Seattle, en el límite de un agradable barrio residencial. No existía allí la sordidez propia de la Combat Zone de Boston. El club estaba rodeado de un amplio aparcamiento asfaltado, donde no había basura ni mendigos. Tenía el aspecto de cualquier restaurante o bar, excepto por varios falsos tótems que flanqueaban la entrada. Cuando Jason bajó del taxi, oyó compases de rock.
Ambos corrieron bajo la lluvia hacia la entrada.
El local parecía mucho más conservador que el Cabaré. Lo primero en que Jason reparó fue en que el público estaba compuesto en su mayoría por parejas, no por los bebedores que se instalaban junto a la pasarela en Boston. Había incluso una pequeña pista de baile. La única similitud evidente entre ambos establecimientos era la disposición de la sala, con una pasarela en el centro para las bailarinas.
- Aquí no hay chicas en topless - susurró Carol.
Ambos fueron conducidos a un reservado en el primer nivel, lejos del bar. Había otro nivel detrás de ellos. Una camarera colocó dos posavasos de cartón en la mesa y preguntó qué deseaban tomar.
Después de que les hubieran servido las bebidas, Jason preguntó a Carol si había localizado al propietario del lugar. Al principio no lo veía, pero al cabo de un cuarto de hora cogió a Jason del brazo y se inclinó sobre la mesa.
- Allí está - dijo, señalando a un hombre joven, de poco más de treinta años, vestido con esmoquin, corbata roja y faja ancha del mismo color. Su tez era morena, y su cabello oscuro.
- ¿Recuerdas cómo se llama?
Ella negó con la cabeza.
Jason se puso en pie y caminó hacia el propietario, que tenía un rostro afable y juvenil. Cuando Jason se acercó, el individuo reía y daba palmadas en la espalda de un hombre sentado a la barra.
- Disculpe - dijo Jason -, soy el doctor Jason Howard, de Boston.
El hombre volvió la cabeza y lo miró. Su sonrisa parecía de plástico.
- Yo soy Sebastián Frahn - dijo el propietario -. Bienvenido al Tótem.
- ¿Podría hablar un momento con usted?
La sonrisa se desvaneció del rostro del hombre.
- ¿Cuál es el problema?
- Le agradecería que me concediera un par de minutos.
- Estoy muy ocupado. Tal vez más tarde.
Sorprendido por el desaire, Jason observó cómo Frahn avanzaba entre los parroquianos. Su sonrisa había reaparecido.
- ¿Has tenido suerte? - preguntó Carol cuando Jason volvió al reservado y se sentó.
- No. Después de haber recorrido casi cinco mil kilómetros, el tipo se niega a hablar conmigo.
- En este negocio hay que actuar con cautela. Lo intentaré yo.
Sin esperar la respuesta de Jason, salió del reservado. Él la observó avanzar con soltura y garbo hacia donde se hallaba el dueño del local. Le rozó el brazo e intercambió unas palabras con él. Jason lo vio asentir y luego mirar hacia dónde él estaba. El hombre volvió a asentir y se alejó. Carol regresó.
- Vendrá enseguida.
- ¿Qué le has dicho?
- Me recordaba - dijo simplemente Carol. Jason se preguntó qué significaba eso.
- ¿Recordaba también a Hayes?
- Sí, claro.
Diez minutos más tarde, Sebastián Frahn recorrió el local y se detuvo junto a la mesa que ocupaba la pareja.
- Lamento haberme mostrado tan rudo. Ignoraba que ustedes eran amigos.
- No importa - dijo Jason. No sabía exactamente qué quería decir el hombre, pero se mostraba cordial.
- ¿En qué puedo servirle?
- Carol me ha comentado que usted recuerda al doctor Hayes.
Sebastián miró a la joven.
- ¿Se refiere al hombre con quien estuvo usted aquí la última vez?
Carol asintió con la cabeza.
- Por supuesto que lo recuerdo. Era amigo de Arthur Koehler.
- ¿Tendría inconveniente en explicarme de qué hablaron? Puede ser importante.
- Jason trabajaba con Alvin - precisó Carol.
- No tengo ningún inconveniente en decirle de qué hablamos. Él quería ir a pescar salmones.
- ¡A pescar! - exclamó Jason.
- En efecto. Afirmó que deseaba conseguir algunos ejemplares grandes sin necesidad de ir muy lejos. Le aconsejé que fuera a Cedar Falls.
- ¿Eso fue todo? - preguntó Jason, desanimado.
- También charlamos un poco sobre los Seattle Supersonics.
- Gracias - dijo Jason - por el tiempo que me ha dedicado.
- De nada - replicó Sebastián con una sonrisa -. Bien, debo atender a mis clientes. -
Se puso en pie, les estrechó la mano y le invitó a volver. Luego se alejó.
- No puedo creerlo - masculló Jason -. Cada vez que creo tener una pista, termina por ser una tontería. ¡Pescar!
A petición de Carol, permanecieron otra media hora para presenciar el espectáculo.
Cuando regresaron al hotel, Jason se sentía agotado. En la Costa Este eran las cuatro de la mañana del jueves. Jason se acostó con una sensación de alivio. El resultado de su visita al Tótem Club le había decepcionado, pero todavía le quedaba la Universidad de Washington. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando oyó un golpe suave en la puerta de comunicación. Era Carol. Dijo que estaba muerta de hambre y que no podía dormir, y preguntó si podían pedir que les subieran algo a la habitación. Sintiéndose obligado a mostrarse cortés, Jason asintió. Pidieron champán y un plato de salmón ahumado.
Envuelta en un albornoz, Carol se sentó en el borde de la cama de Jason, y comió salmón y galletas. Describió su niñez en las afueras de Bloomington, Indiana. Jason nunca la había oído hablar tanto. Había vivido en una granja, donde ordeñaba las vacas antes de ir a la escuela por la mañana. Jason la imaginó haciéndolo. La joven poseía la frescura que sugería esa clase de vida. Lo que le costó más fue vincular esa vida con la que la muchacha llevaba en la actualidad. Deseaba saber por qué su existencia había dado ese giro equivocado, pero temía preguntar. Además, el cansancio lo venció, y por mucho que lo intentó no consiguió mantener los ojos abiertos. Quedó dormido, y Carol, después de arroparlo, regresó a su propia habitación.
Jason despertó y consultó su reloj; eran las cinco de la mañana, es decir, las ocho en Boston, hora en que por lo general partía hacia la clínica. Descorrió las cortinas y observó que el día era radiante. A lo lejos, un transbordador navegaba por Puget Sound en dirección a Seattle, dejando una estela refulgente.
Después de ducharse, llamó a la puerta que comunicaba con la habitación de Carol.
No hubo respuesta. Volvió a golpear. Finalmente la entreabrió, y un rayo de sol iluminó la habitación fresca y en penumbras. La muchacha estaba profundamente dormida, abrazada a la almohada. Jason la contempló un momento. La belleza de Carol era angelical. Cerró la puerta sigilosamente para no despertarla. Sentándose en la cama, telefoneó al servicio de habitaciones para pedir zumo de naranja fresco, café y cruasanes para dos. Luego llamó al PBS para hablar con Roger Wanamaker.
- ¿Todo bien? - le preguntó.
- No del todo - reconoció Roger -. Marge Todd sufrió una embolia anoche. Entró en coma y murió; paro respiratorio.
- Dios mío - exclamó Jason.
- Siento comunicarte tan malas noticias - dijo Roger -. Procura divertirte.
- Te llamaré dentro de un par de días - anunció Jason.
Otra muerte. Jason comenzaba a pensar que, excepto en el caso de la joven con hepatitis, la única forma en que sus pacientes podían abandonar la clínica era con los pies por delante. Se planteó regresar a Boston en el primer vuelo. Sin embargo, no había nada que él pudiera hacer, de modo que valía más que siguiera con su investigación, aunque las perspectivas no eran muy halagüeñas.
Dos horas más tarde, Carol llamó a la puerta y entró con el cabello todavía mojado tras la ducha.
- Hacía tiempo que no dormía tan bien - aseguró con tono jovial.
Jason pidió más café.
- Parece que tenemos suerte - dijo, señalando el sol que entraba por la ventana.
- No estés tan seguro. Aquí el clima cambia bruscamente.
Mientras Carol desayunaba, Jason bebió una taza de café.
- Espero que no te aburriera con mi charla - dijo Carol.
- No seas tonta. Lamento haberme quedado dormido.
- ¿Y qué me explica de usted, doctor? - preguntó Carol mientras untaba de mermelada un cruasán -. No me has contado mucho sobre ti. - No mencionó, por cierto, que Hayes sí le había hablado mucho de él.
- No hay mucho que decir.
Carol enarcó las cejas. Jason esbozó una sonrisa, y entonces ella echó a reír.
- Por un instante creí que hablabas en serio.
Jason le relató su infancia en Los Ángeles, sus estudios en Berkeley y la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard y su primer trabajo en el Hospital General de Massachusetts. Sin proponérselo, se encontró describiendo a Danielle y aquella espantosa noche de noviembre en que murió. Nunca nadie había logrado lo que Carol estaba consiguiendo; que Jason se sintiera cómodo hablando de su vida y sus sentimientos. Ni siquiera había experimentado esa sensación con Patrick, el psiquiatra a quien había visitado después de la muerte de Danielle. Llegó incluso a confiarle lo deprimido que se sentía por la creciente mortalidad de sus pacientes y la noticia que Roger le había comunicado esa misma mañana acerca del fallecimiento de Marge Todd.
- Me halaga que me hayas contado todo esto - dijo Carol con total sinceridad -. Has estado sometido a una fuerte tensión emocional.
- La vida es así - afirmó Jason con un suspiro -. No sé por qué te he aburrido con todo esto.
- No ha sido aburrido - repuso Carol -. Creo que ya te has recuperado del golpe sufrido. Opino que fue muy difícil, pero muy positivo para ti, tras la muerte de tu esposa, cambiar de trabajo y entorno.
- ¿Lo dices en serio? - preguntó Jason.
No recordaba haber mencionado eso. No había esperado entablar una conversación tan personal con Carol, pero tras haberlo hecho se sentía mucho mejor.
Disfrutando de cada minuto que pasaban juntos, sólo a las diez y media salieron por fin de sus respectivas habitaciones. Jason pidió al botones que llevara su coche a la entrada principal del hotel, y ambos bajaron al vestíbulo en el ascensor. Como había anunciado Carol, cuando salieron a la calle el cielo se había oscurecido y llovía.
Con la ayuda de un mapa proporcionado por Avis y la memoria de Carol, se dirigieron a la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington. Carol señaló el edificio que Hayes había visitado. Entraron por la puerta principal, y enseguida les detuvo un agente uniformado porque no llevaban identificaciones de la universidad.
- Soy médico de Boston - dijo Jason, mientras extraía su billetera para mostrarle su documento de identidad.
- No me importa de dónde es usted. Sin identificación, no pueden pasar. Es así de simple. Si quieren entrar, tienen que ir primero a la administración central.
Al comprender que de nada servía discutir se encaminaron hacia la administración central, y Jason preguntó a Carol cómo había solucionado Hayes el asunto de la seguridad.
- Llamó a su amigo antes - explicó Carol - y nos encontramos con él antes de entrar.
La mujer de la administración central se mostró tan amable y servicial que incluso enseñó a Carol un libro con fotografías de los profesores de la facultad para ver si reconocía al amigo de Hayes. Sin embargo la joven no logró identificarle. Pertrechados ya con los distintivos de seguridad, regresaron al edificio de investigaciones.
Carol condujo a Jason al quinto piso. El pasillo estaba atestado de equipos de repuesto, y las paredes necesitaban una mano de pintura. Se percibía un olor penetrante muy similar al del formaldehído.
- Aquí está el laboratorio - anunció Carol, deteniéndose ante una puerta abierta.
En un rótulo figuraban los nombres de los doctores Duncan Scheler y Rhett Shannon. El departamento era, como ya había adivinado Jason, el de genética molecular.
- ¿Cuál de los dos nombres es? - preguntó Jason.
- No lo sé. Tal vez esté en la sala de animales.
La puerta de dicha sala tenía un gran panel de vidrio. En el interior dos hombres con batas blancas extraían sangre de un mono.
- Es el alto de pelo gris - dijo Carol, señalándolo. Jason se acercó al cristal. El hombre indicado por Carol era apuesto, de complexión atlética y aproximadamente de la misma edad que Jason. El cabello plateado le confería un aire distinguido. En cambio el otro doctor era prácticamente calvo y peinaba el escaso cabello que le quedaba en un vano intento por disimularlo.
- ¿Crees que te recordará?
- Es posible. Sólo estuvimos un momento juntos, y luego yo me fui al Departamento de Psicología.
Esperaron a que los médicos terminaran su tarea y salieran de la sala de animales.
El hombre alto y de cabello cano llevaba un frasquito con sangre.
- Perdón - dijo Jason -, ¿podría concederme unos minutos?
El hombre miró la identificación que Jason llevaba en la solapa.
- ¿Pertenece usted a un laboratorio farmacológico?
- Cielos, no - respondió Jason con una sonrisa -. Soy el doctor Jason Howard, y esta es la señorita Carol Donner.
- ¿Qué puedo hacer por ustedes?
- Te veré dentro de un rato, Duncan - interrumpió el hombre calvo.
- De acuerdo - dijo Duncan -. Yo haré la prueba con esta sangre. - Luego, volviéndose hacia Jason, añadió -: Lo siento.
- No importa. Quería hablar con usted de un viejo amigo.
- ¿Quién?
- Alvin Hayes. ¿Recuerda que le visitó?
- Por supuesto - contestó Duncan. Miró a Carol y preguntó -: ¿Usted no estaba con él?
Carol asintió.
- Tiene usted buena memoria.
- Quedé muy impresionado al enterarme de su muerte. Fue una gran pérdida.
- Carol me comentó que Hayes vino para preguntarle algo importante - explicó Jason -. ¿Podría decirme de qué se trataba?
Duncan se mostró molesto y miró nerviosamente a los técnicos.
- No estoy seguro de querer hablar de eso.
- Lo lamento muchísimo. ¿Se trataba de un negocio o una cuestión personal?
- Será mejor que vayamos a mi despacho.
A Jason le costó contener su excitación. Por fin parecía haber dado con algo importante.
Una vez en el despacho, Duncan cerró la puerta. Había dos sillas con respaldo metálico. El hombre quitó las pilas de publicaciones que descansaban sobre ellas e indicó a Jason y Carol que tomaran asiento.
- Contestaré ahora a su pregunta - dijo -. Hayes me visitó por un asunto personal, no por negocios.
- Hemos recorrido casi cinco mil kilómetros sólo para hablar con usted - dijo Jason.
No estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto, aunque la situación no parecía alentadora.
- Si me hubiera telefoneando, podría haberse ahorrado el viaje. - Parte de la cordialidad de Duncan había desaparecido de su voz.
- Tal vez debería explicarle por qué nos interesa tanto su respuesta. - Jason relató el misterio del posible descubrimiento de Hayes y sus propios e inútiles intentos por averiguar de qué se trataba.
- ¿Y usted cree que Hayes acudió aquí para que le ayudara en su investigación? -
informó Duncan.
- Eso esperaba.
El hombre lanzó una carcajada Miró a Jason con el rabillo del ojo.
- No será drogadicto, ¿verdad?
Jason quedó perplejo.
- Muy bien, le contaré qué quería Hayes; un lugar para comprar marihuana.
Comentó que le aterraba la idea de llevar la droga en un vuelo y que, por consiguiente, no tenía nada. Como favor especial, le arreglé un encuentro con un muchacho de la universidad.
Jason estaba pasmado. Su excitación desapareció como el aire que escapa de un globo.
- Lamento haberle hecho perder el tiempo...
- No se preocupe.
Carol y Jason abandonaron el edificio de investigación y entregaron las identificaciones al guarda de seguridad. La joven sonreía con expresión burlona.
- No es nada gracioso - aseguró Jason cuando subían al coche.
- Sí lo es - replicó Carol -. Lo que sucede es que ahora no te das cuenta.
- Más vale que regresemos.
- ¡Ah, no! Me convenciste de que viniera, y no pienso irme hasta que hayas visto las montañas.
- Ya lo pensaré - repuso Jason malhumorado.
Carol ganó la partida. Regresaron al hotel, recogieron sus pertenencias y, antes de que Jason se diera cuenta, circulaban por una autopista, alejándose de la ciudad. Ella insistió en conducir. Muy pronto los suburbios dieron paso a un bosque verde y brumoso, y las colinas se transformaron en montañas. La lluvia cesó, y Jason divisó a lo lejos picos nevados. El paisaje era tan hermoso que olvidó su decepción.
- Será aún más hermoso - vaticinó Carol cuando salieron de la autopista en dirección a Cedar Falls.
Recordaba bien el camino y, alegre, señaló los puntos más pintorescos. Enfiló un estrecho camino que corría junto al río Cedar.
Era como un escenario de cuento de hadas, con vastos bosques, rocas escarpadas, montañas distantes y ríos caudalosos. Cuando empezó a oscurecer, Carol viró, salió del camino, se internó en un sendero de guijarros y por último detuvo el coche ante una pintoresca posada de montaña, construida a semejanza de una cabaña de troncos, pero de cinco pisos. Una gran chimenea de piedra expulsaba con pereza un hilo de humo.
Un letrero en el porche rezaba: SALMÓN INN.
- ¿Tú y Alvin os hospedasteis aquí? - preguntó Jason, mirando por el parabrisas del amplio porche, con muebles rústicos de pino.
- Sí - respondió Carol, volviéndose para coger su bolso del asiento trasero.
Descendieron del automóvil. El aire era fresco y llevaba un penetrante olor a leña ardiendo. Jason oyó el sonido distante del agua que corría.
- El río está al otro lado de la posada - explicó Carol mientras ascendía por los peldaños -. Un poco más allá hay una hermosa cascada. La veremos mañana.
Jason la siguió, preguntándose de pronto qué demonios hacía allí. El viaje había sido un tremendo error; debería haberse quedado en Boston, junto a sus pacientes. Y sin embargo allí estaba, en las Cascades Mountains, con una chica a quien no debería admirar tanto.
El interior de la posada era tan encantador como su aspecto exterior. El salón central, espacioso, de dos pisos, estaba dominado por un hogar gigantesco, y decorado con tapices, cabezas de animales y pieles de oso. Varias personas leían ante el fuego, y una familia jugaba al Scrabble. Algunas cabezas se volvieron cuando Jason y Carol se acercaron al mostrador de recepción.
- ¿Han hecho reserva? - inquirió el recepcionista.
Jason se preguntó si el hombre bromeaba. El establecimiento era muy grande, se encontraba perdido en el bosque, se hallaban a principios de noviembre y ni siquiera era fin de semana. Sospechaba, pues, que la demanda de habitaciones no sería muy alta.
- No; no hemos hecho reserva - respondió -. ¿Es eso un problema?
- Esperen un momento - pidió el hombre, volviéndose para consultar el libro.
- ¿Cuántas habitaciones tiene el hotel? - preguntó Jason, todavía pensativo.
- Cuarenta y dos y seis suites - contestó el recepcionista sin levantar la vista.
- ¿Se celebra alguna convención en el pueblo?
El hombre se echó a reír.
- La posada siempre está completa en esta época del año. Es la temporada del salmón.
Jason había oído hablar de los salmones del Pacífico y cómo misteriosamente regresaban a las aguas frescas de donde procedían. Sin embargo siempre había creído que ese fenómeno tenía lugar en primavera.
- Tienen suerte - dijo el recepcionista -. Disponemos de una habitación, pero es posible que mañana hayan de cambiarse a otra. ¿Cuántas noches piensan quedarse?
Carol miró a Jason. Este se mostraba preocupado; ¡sólo una habitación! Sin saber qué decir, empezó a tartamudear.
- Tres noches - contestó Carol.
- Muy bien. ¿Y cómo pagarán la cuenta?
Se produjo un silencio.
- Con tarjeta de crédito - respondió Jason, buscando con torpeza su cartera. No podía creer lo que estaba sucediendo.
Mientras seguían al botones por el pasillo del segundo piso, Jason se preguntó cómo se había metido en semejante apuro. Contaba en que al menos la habitación contara con dos camas. Por mucho que admirara el físico de Carol, no estaba preparado para tener una aventura con una bailarina exótica que sólo Dios sabía a qué otras actividades paralelas se dedicaba.
- Gozarán de una vista maravillosa - anunció el botones.
Jason entró en la habitación, pero lo primero en que se fijó no fue en las ventanas; quedó muy aliviado al observar que había dos camas separadas.
Cuando el hombre se hubo retirado, Jason se acercó a la ventana para admirar la espectacular panorámica. El río Cedar, que en ese punto se ensanchaba y formaba lo que semejaba un pequeño lago, estaba bordeado de enormes coníferas que reflejaban el color púrpura del atardecer. Bajo los árboles se extendía un césped que descendía hasta la ribera. En la orilla aparecían diversos embarcaderos que albergaban entre veinte y treinta botes de remo. Fuera del agua había una serie de canoas. Cuatro grandes botes de goma con motores fuera borda estaban amarrados al extremo de un embarcadero. Jason advirtió la fuerza de la corriente pese al aspecto plácido del río, pues los cuatro botes de goma tenían las amarras muy tirantes.
- Bien, ¿qué te parece? - preguntó Carol, dando una palmada -. ¿No es un lugar acogedor?
La habitación estaba empapelada con un diseño floral. El piso era de tablas gruesas de pino con algunas alfombras diseminadas. Las camas lucían cobertores estampados.
- Es una maravilla - reconoció Jason, mirando hacia el cuarto de baño con la esperanza de que hubiera batas -. Tú pareces un guía turístico. ¿Qué hacemos ahora?
- Propongo que cenemos enseguida. Estoy muerta de hambre. Y creo que la cena se sirve sólo hasta las siete. Aquí la gente se acuesta muy temprano.
El restaurante tenía una pared curva con ventanales que daban al río. Y en el centro se alzaban puertas dobles que conducían a un amplio porche. Jason conjeturó que en verano la cena se serviría allí. Varios escalones comunicaban el porche con el césped, y en los embarcaderos brillaban luces que iluminaban el agua.
Unas veinte mesas estaban ocupadas. La mayoría de la gente ya estaba tomando el café. Jason tuvo la sensación de que todos habían dejado de hablar en cuanto ellos aparecieron en el comedor.
- ¿Por qué tengo la impresión de estar en un escaparate? - susurró Jason.
- Porque te preocupa compartir la habitación con una mujer joven a quien apenas conoces - murmuró Carol -. Estás a la defensiva y te sientes un poco culpable e inseguro con respecto a lo que se espera de ti.
Jason quedó boquiabierto. Escudriñó los ojos de Carol para captar qué reflejaban.
Sabía que se había ruborizado. ¿Cómo era posible que una muchacha que bailaba casi desnuda se mostrara tan perspicaz? Jason siempre se había jactado de su capacidad para evaluar a la gente; al fin y al cabo era su trabajo. Como médico, debía intuir qué les ocurría a sus pacientes. Entonces ¿por qué tenía la impresión de que había algo que no encajaba?
Al ver el rostro encendido de Jason, la joven se echó a reír.
- ¿Por qué no te relajas y disfrutas? Abandona tus reservas, doctor... No pienso morderte.
- Muy bien. Lo haré.
Estudiaron la carta que ofrecía una sorprendente variedad de platos de salmón.
Después de largas deliberaciones, decidieron pedir salmón al horno cubierto con una fina capa de hojaldre. Para completar el festín, bebieron un Chardonnay Washington State que Jason encontró delicioso. Enseguida se sorprendió riendo feliz. Hacía mucho que no se sentía tan libre. De pronto ambos se percataron de que se hallaban solos en el comedor.
Más tarde, tendido ya en la cama, la mirada fija en el techo, Jason se sintió confuso.
La ceremonia previa a acostarse había resultado casi cómica, haciendo malabarismos con las toallas para cubrirse, tirando una moneda al aire para decidir quién usaba el cuarto de baño primero. Jason no recordaba haberse sentido nunca tan consciente de su propio cuerpo. Se tumbó de lado. En la oscuridad, apenas si distinguía la silueta de Carol, que también estaba echada de costado. Oía el suave sonido de su respiración sobre el ruido de la cascada distante. Era obvio que Carol dormía. Jason envidió su sincera aceptación de sí misma y su facilidad para conciliar el sueño. Sin embargo lo que le desconcertaba no era tanto la impredecible personalidad de la muchacha como lo mucho que él se divertía. Y Carol era la responsable de ello.
Siguieron teniendo suerte con la climatología. Cuando por la mañana descorrieron las cortinas, el río refulgió con el brillo de un millón de piedras preciosas. No bien terminaron de desayunar, Carol anunció que saldrían a caminar.
Con el almuerzo preparado y guardado en cajas por el hotel, anduvieron junto al río Cedar por un sendero bien demarcado, lleno de aves y otros pequeños animales. A unos cuatrocientos metros de la posada encontraron la cascada mencionada por Carol.
Consistía en una serie de salientes rocosos, cada una de aproximadamente un metro y medio de alto. Se reunieron con otros turistas en un mirador de madera y contemplaron en un silencio reverencial el impresionante salto del agua. Debajo de ellos, un magnífico pez iridiscente, de alrededor de un metro de largo, surgió de las turbulentas aguas y, desafiando la gravedad, dio un salto hasta el primer saliente. En pocos segundos saltó nuevamente, superando con creces el segundo.
- Dios mío - exclamó Jason.
Recordaba haber leído que los salmones eran capaces de nadar contra la corriente en los rápidos, pero ignoraba que pudieran vencer el obstáculo que representaban cascadas de tanta altura. Jason y Carol permanecieron allí, como hipnotizados, mientras otros salmones repetían la hazaña del primero. Jason se maravilló de la energía física de esos peces. La necesidad genética de procrear era una fuerza poderosa.
- Es increíble - dijo, cuando un pez particularmente grande comenzó a realizar su prodigioso recorrido.
- También Alvin quedó fascinado - explicó Carol.
A Jason no le sorprendió, sobre todo dado el interés de Hayes por las hormonas del desarrollo y el crecimiento.
- Vamos - dijo Carol, tomando de la mano a Jason -. Hay más todavía.
Siguieron recorriendo el sendero, que se alejó de la orilla del río para internarse en un bosque y luego volvió a acercarse al Cedar, que en ese tramo se había ensanchado y formaba un pequeño lago similar al que se extendía frente a la Salmón Inn. De unos cuatrocientos metros de ancho y mil seiscientos de largo, bajo su superficie se percibía el reflejo de multitud de peces que aquí y allá saltaban fuera del agua.
Una cabaña que parecía una réplica en miniatura de la Salmón Inn aparecía cobijada entre enormes pinos. Ante ella, en la ribera, había un pequeño muelle con media docena de botes de remo. Carol condujo a Jason por el sendero que desembocaba en la casa, y ambos traspusieron la puerta.
La cabaña albergaba un concesionario de pesca administrado por la Salmón Inn. A la derecha había un largo mostrador de vidrio atendido por un hombre de espesa barba y vestido con camisa de lana de cuadros rojos, tirantes del mismo color, pantalones desteñidos y botas. Jason calculó que contaría poco más de sesenta años y pensó que habría podido encarnar a la perfección a Papá Noel en un gran almacén. Detrás de él, apoyadas contra la pared, había una gran variedad de cañas de pescar. El hombre se llamaba Stooky Griffiths, y Carol se lo presentó a Jason, comentando que Alvin había disfrutado de su charla con el viejo.
- Oye - exclamó Carol de pronto -, ¿qué te parecería si intentáramos pescar?
- Eso no es para mí - dijo Jason.
La caza y la pesca jamás le habían interesado.
- Creo que yo probaré.
- Muy bien - concedió.
- De acuerdo - replicó ella. Se dirigió a Stooky, alquiló una caña y compró un poco de carnada. Luego trató una vez más de convencer a Jason de que la acompañara, pero él negó con la cabeza.
- ¿Es aquí donde tú y Alvis estuvisteis pescando? - preguntó él mirando hacia el río a través de la ventana.
- No - contestó Carol mientras cogía el equipo de pesca -. Alvin era como tú. No quiso acompañarme. Pero yo pesqué un ejemplar grande.
- ¿Alvin no pescó? - inquirió Jason, sorprendido.
- No - respondió Carol -. Se limitaba a observar a los peces.
- Creí entender que Alvin había dicho a Sebastián Frahn que deseaba pescar.
- ¿Qué quieres que te diga? Cuando llegamos aquí, Alvin se contentó con pasear y contemplar el paisaje. Ya sabes cómo son los científicos.
Perplejo, Jason meneó la cabeza.
- Estaré en el muelle - dijo Carol con voz animada -. Si cambias de opinión, ven a buscarme. Te aseguro que es muy divertido.
La observó correr por el sendero de grava, intrigado por el hecho de que Alvin hubiera pedido que le recomendaran un lugar donde pescar, para después ni siquiera arrojar el sedal.
Era extraño.
Dos hombres entraron en la cabaña, donde alquilaron el equipo, carnada y un bote.
Jason salió al porche. Había varias mecedoras. Stooky había colgado del alero un comedero para pájaros, y una multitud de estos volaba en círculos alrededor. Jason los contempló un momento antes de echar a andar para reunirse con Carol. El agua era tan transparente que se vislumbraban las rocas y hojas depositadas en el fondo. De pronto un gran salmón surgió del verde esmeralda de las aguas más profundas y saltó debajo del muelle, dirigiéndose a una zona más sombreada, a unos quince metros de distancia.
Observándolo con atención, Jason notó algo en la superficie del río. Curioso, siguió caminando por la orilla.
Cuando se acercó lo suficiente, vio que un imponente salmón yacía de lado a pocos centímetros del agua, moviendo la cola débilmente. Jason intentó empujarlo con un palo a aguas más profundas, pero no lo consiguió. Era obvio que el pez estaba enfermo.
Un poco más allá divisó otro salmón inmóvil, apenas cubierto por el agua y, más cerca de la orilla, un pez muerto que era comido por un ave.
Regresó al sendero de grava. Stooky había salido de la cabaña y estaba sentado en una mecedora con una pipa entre los dientes. Jason le preguntó por los peces enfermos, aventurando la teoría de que tal vez río arriba había algún problema de contaminación.
- No - respondió Stooky y dio varias chupadas a su pipa -. Aquí no hay contaminación. Esos peces acaban de procrear y ahora les ha llegado el momento de morir.
- Sí, claro - dijo Jason, recordando de pronto lo que había leído acerca del ciclo vital de los salmones.
Los peces reunían todas sus energías para regresar a su lugar de origen y una vez habían desovado y fertilizado los huevos, morían. Nadie sabía el motivo. Varias teorías se apuntaban a los problemas fisiológicos que entrañaba pasar del agua salada al agua dulce, pero nadie tenía certeza de la verdadera razón. Constituía uno de los misterios de la naturaleza.
Jason buscó a Carol con la mirada. Estaba atareada tratando de arrojar el sedal desde el muelle. Jason miró a Stooky y preguntó:
- ¿Recuerda por casualidad haber hablado con un médico llamado Alvin Hayes?
- No.
- Era más o menos de mi misma estatura - describió Jason -. Cabello largo y piel muy blanca.
- Veo mucha gente aquí.
- Desde luego - replicó Jason -. El hombre a quien me refiero vino con esa chica -
añadió señalando a Carol. Jason se percató de que Stooky no solía ver demasiadas mujeres como Carol Donner.
- ¿La que está en el muelle?
- Sí. Es muy bonita.
De la boca de Stooky brotaron varias bocanadas cortas de humo... Entrecerró los ojos.
- ¿El tipo de que me habla venía de Boston?
Jason asintió.
- Lo recuerdo - afirmó Stooky -. Pero no tenía pinta de médico.
- Se dedicaba a la investigación.
- Tal vez eso lo explique todo. Era muy raro. Me pagó cien dólares para que le consiguiera veinticinco cabezas de salmón.
- ¿Sólo las cabezas?
- Sí. Me dio su número de teléfono de Boston y me pidió que lo llamara a cobro revertido cuando las tuviera.
- ¿Y volvió para recogerlas? - inquirió Jason, recordando que Hayes y Carol habían realizado dos viajes a Seattle.
- Sí. Me ordenó que las limpiara bien y las cubriera con hielo.
- ¿Por qué tardó tanto tiempo en conseguirlas? - preguntó Jason. Dada la cantidad de peces disponibles, consideraba que las veinticinco cabezas se podían reunir en una sola tarde.
- Sólo le interesaban determinados salmones - explicó Stooky -; aquellos que hubieran acabado de procrear... y en ese momento los salmones no comen carnada.
Hay que atraparlos con una red. Aquella gente de allí está pescando truchas.
- ¿Alguna especie particular de salmón?
- No. La única condición es que hubiera procreado.
- ¿Le comentó para qué necesitaba esas cabezas?
- No, y yo tampoco se lo pregunté - contestó Stooky -. Me pagaba bien y decidí que no sería asunto mío.
- Y solamente cabezas de peces... nada más.
- Sólo las cabezas.
Jason abandonó el porche, perplejo. Que Hayes hubiera recorrido unos cinco mil kilómetros para conseguir cabezas de salmón y marihuana le resultaba absurdo.
Carol lo divisó desde el extremo del muelle y agitó los brazos para indicarle que se acercara.
- Tienes que ver esto, Jason. He estado a punto de pescar un salmón.
- Los salmones no pican aquí - replicó Jason -. Debía de ser una trucha.
Carol se mostró decepcionada.
Jason contempló su hermoso rostro, de pómulos altos. Si la premisa original era correcta, las cabezas de salmones debían estar relacionadas con el intento de crear un anticuerpo monoclonal. Pero ¿de qué manera podía contribuir eso a la belleza de Carol, como Hayes había afirmado? Carecía de sentido.
- Supongo que no importa que fuera una trucha o un salmón - dijo Carol, concentrándose de nuevo en la pesca -. Estoy divirtiéndome mucho.
Un halcón que volaba en círculos se precipitó hacia la zona de aguas menos profundas y trató de atrapar con sus garras a un salmón agonizante, pero este era demasiado grande y el ave no tuvo más remedio que soltarlo y remontarse nuevamente hacia el cielo.
Mientras Jason lo observaba, el salmón dejó de estremecerse en el agua y murió.
- ¡Tengo uno! - exclamó Carol mientras su caña se arqueaba.
El entusiasmo contribuyó a que Jason saliera de sus cavilaciones. Ayudó a Carol a sacar del agua una trucha de buen tamaño; un hermoso pez de acerados ojos negros.
Jason sintió lástima por el animal y, después de quitarle el anzuelo de la boca, convenció a Carol de que lo arrojara al río. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Caminaron por la orilla hasta un promontorio rocoso, donde comieron, contemplando no sólo el río, sino también los picos nevados de las Cascades Mountains. Era un espectáculo impresionante.
Ya era bien entrada la tarde cuando iniciaron el regreso a la Salmón Inn. Al pasar junto a la cabaña vieron otro enorme pez en los estertores de la muerte. Yacía de lado, con su vientre blanco y brillante bien visible.
- Qué triste - dijo Carol, aferrándose al brazo de Jason -. ¿Por qué han de morir?
Jason no tenía respuesta a esa pregunta. Por su mente cruzó el viejo aforismo de “la naturaleza es así”, pero no lo dijo. Observaron al que había sido un magnífico salmón y cómo varios peces más pequeños nadaban hacia él para alimentarse de su carne todavía viva.
- ¡Qué espanto! - exclamó Carol, tirando del brazo a Jason.
Siguieron caminando. Para cambiar de tema, Carol empezó a hablar de otra diversión que ofrecía el hotel; navegar en balsa por el agua espumosa de los rápidos.
Pero Jason no le prestó atención. La horripilante imagen de los diminutos depredadores que se alimentaban de la carne de ese pez agonizante había hecho surgir en la mente de Jason el germen de una idea. De pronto, como una revelación, intuyó lo que Hayes había descubierto. No era algo irónico; era aterrador. El color desapareció de su rostro, y se detuvo en seco.
- ¿Qué ocurre? - preguntó Carol.
Jason tragó saliva. Tenía los ojos abiertos de par en par y no pestañeaba.
- Jason, ¿qué te ocurre?
- Hemos de regresar a Boston - anunció con tono apremiante. Reanudó la caminata a paso vivo, casi arrastrando a Carol tras de sí.
- ¿De qué estás hablando? - protestó ella. Él no le respondió.
- ¡Jason! ¿Qué pasa? - preguntó, deteniéndole.
- Lo siento - dijo él, como si estuviera en trance -. De pronto he tenido un atisbo de lo que pudo haber descubierto Alvin. Debemos regresar.
- ¿Qué quieres decir? ¿Esta misma noche?
- Ahora mismo.
- Aguarda un minuto. Esta noche no hay vuelos hacia Boston. Recuerda que hay tres horas de diferencia. Podemos quedarnos esta noche y partir a primera hora de la mañana.
Jason no contestó.
- Por lo menos podríamos cenar - agregó Carol con irritación.
Jason esperó a que la joven se calmara. “Al fin y al cabo tal vez estoy equivocado.
¿Quién puede saberlo?”, pensó. Carol quería hablar del asunto, pero Jason afirmó que ella no lo entendería.
- No me gustan esos aires de superioridad.
- Lo siento. Te explicaré de qué se trata cuando lo sepa con certeza.
Cuando se hubieron duchado y vestido, Jason comprendió que Carol tenía razón. Si se hubieran dirigido en coche a Seattle, habrían llegado al aeropuerto alrededor de medianoche hora de Boston. Y no había ningún vuelo hasta la mañana.
Cuando bajaron al comedor, les condujeron a una mesa ubicada frente a las puertas que conducían al porche. Jason insistió en que Carol se sentara frente a ellas alegando que se merecía gozar de la estupenda vista. Después de que les hubieran entregado la carta, se disculpó por su comportamiento y reconoció que ella había tenido razón en lo referente a no partir enseguida.
- Me impresiona que estés dispuesto a admitirlo - dijo Carol.
Para variar, pidieron trucha en lugar del salmón y, en lugar de vino de Washington, bebieron un Chardonnay Napa Valley. En el exterior comenzaba a anochecer, y las luces se encendieron en los muelles.
A Jason le costó concentrarse en la comida. Empezaba a tomar conciencia de que, si su teoría era correcta, Hayes había sido asesinado, y Helene no había sido elegida como víctima por casualidad. Y si Hayes había estado en lo cierto respecto a que alguien utilizaba su accidental y aterrador descubrimiento, el resultado podía ser mucho más grave que una epidemia.
Mientras Jason cavilaba, Carol llevaba todo el peso de la conversación. Al percatarse de que él estaba distraído, le cogió del brazo y dijo; - Ni siquiera has probado bocado.
Jason miró con expresión ausente la mano de Carol sobre su brazo, el plato de comida y luego a la muchacha.
- Estoy preocupado. Lo siento.
- No importa. Si no tienes apetito, tal vez deberíamos informarnos de los vuelos que parten hacia Boston por la mañana.
- Podemos esperar a que termines de cenar - dijo Jason. Carol arrojó la servilleta sobre la mesa.
- He comido más que suficiente, gracias.
Jason paseó la mirada por el comedor en busca del camarero y de pronto la posó en un hombre que acababa de entrar en el recinto y se hallaba junto al atril del maître. El individuo observaba la sala, mesa por mesa. Llevaba un traje azul oscuro con una camisa blanca. A pesar de la distancia, Jason distinguió que el hombre lucía en el cuello una gruesa cadena de oro que brillaba con las luces del techo.
Jason escrutó al recién llegado, que le resultaba familiar, aunque no acertaba a identificarlo. Era de raza hispana, cabello negro y tez muy morena. Tenía la apariencia de un hombre de negocios con éxito. De pronto Jason lo recordó. Había visto esa cara la espantosa noche de la muerte de Hayes. Ese individuo se encontraba en la acera del restaurante y luego en el exterior de la sala de urgencias del Hospital General de Massachusetts.
En ese preciso instante el hombre vio a Jason, que sintió un escalofrío. Era obvio que el tipo lo había reconocido, porque inmediatamente echó a andar, con la mano derecha hundida en el bolsillo de la chaqueta. Caminaba con una meta fija, acortando la distancia con rapidez. Como acababa de evocar el asesinato de Helene Brennquivist, Jason quedó paralizado de pánico. Su intuición le anunció lo que estaba a punto de ocurrir, pero le resultaba imposible moverse. Lo único que podía hacer era mirar a Carol. Habría deseado gritar, decirle que huyera, pero no podía; había enmudecido.
Con el rabillo del ojo vio que el hombre rodeaba una mesa próxima.
- ¿Jason? - preguntó Carol, ladeando la cabeza.
El hombre se hallaba a solo unos pasos de distancia. Jason vio cómo su mano emergía del bolsillo y también el brillo del metal. La visión del revólver finalmente galvanizó a Jason y le permitió entrar en acción. Con un rápido movimiento arrancó el mantel de la mesa, arrojando al suelo platos, copas y fuentes. Carol se puso en pie de un salto y profirió un grito.
Jason arremetió contra el hombre, lanzándole el mantel sobre la cabeza, luego lo empujó de espaldas contra una mesa vecina, que cayó en un estruendo de porcelana y cristal. La gente sentada a ella chilló y trató de huir, pero algunas personas quedaron atrapadas en el laberinto de sillas volcadas.
Aprovechando la conmoción, Jason tomó a Carol de la mano y de un tirón la hizo cruzar las puertas que daban al porche. Después de haber logrado desprenderse de la parálisis provocada por el pánico, Jason era ahora un torrente de acción. Sabía quién era ese individuo hispano con aspecto de hombre de negocios; era el tipo que, según Hayes había afirmado, lo perseguía para matarlo. No le cabía ya ninguna duda de que sus próximos objetivos eran Carol y él mismo.
Arrastró a la joven por los escalones que conducían al césped con la intención de rodear el hotel y correr hacia el aparcamiento, pero comprendió que nunca lo lograrían.
Tendrían más posibilidades si se dirigían a uno de los botes amarrados en el muelle.
- ¡Jason! - exclamó Carol cuando él cambió de dirección y la condujo por el césped -.
¿Qué demonios te pasa?
A sus espaldas, Jason oyó cómo se abrían las puertas del comedor y dio por sentado que los perseguían.
Cuando llegaron al muelle, Carol trató de detenerse.
- ¡Vamos, maldita sea! - masculló Jason. Al mirar hacia la posada, vio una figura correr por el porche y luego bajar por los escalones.
Carol trató de liberarse, pero Jason la sujetó con más fuerza y tiró de ella hacia delante.
- ¡Quiere matarnos! - exclamó él.
Dando tumbos, corrieron hacia el extremo del muelle, dejando atrás los botes de remo. Jason pidió a Carol que le ayudara a soltar tres botes de goma y empujarlos al río. Estos avanzaban ya corriente abajo cuando su perseguidor llegó al amarradero.
Jason ayudó a Carol a subir al cuarto bote y saltó a él, apartándolo del muelle con el pie. Se desplazaron río abajo, lentamente al principio, para luego adquirir más velocidad. Jason obligó a Carol a tumbarse y cubrió el cuerpo de la muchacha con el suyo.
Un inocente “pop” fue seguido de un fuerte golpe sordo en alguna parte del bote.
Casi al mismo tiempo se oyó el sonido de aire que escapaba. Jason gruñó. El hombre disparaba contra ellos con un arma con silenciador. A continuación sonó un ruido metálico cuando la bala rebotó contra el motor fuera borda, y otra golpeó el agua.
Jason observó aliviado que el bote de goma estaba dividido en compartimentos estancos. Aunque una bala hubiera desinflado una sección, el bote no se hundiría.
Algunos tiros más se quedaron cortos. Al oír un golpe contra la madera del embarcadero, Jason levantó la cabeza con precaución y miró hacia atrás. El individuo había bajado una de las canoas del soporte y la empujaba hacia el agua.
El miedo volvió a apoderarse de él; ese hombre podía remar mucho más rápido de lo que la corriente los hacía avanzar a ellos. Su única posibilidad de escapar consistía en encender el motor, un antiguo fuera borda con cuerda de arranque. Jason colocó la palanca en posición de “encendido” y tiró de la cuerda. Nada. El asesino ya había subido a la canoa y empezaba a avanzar hacia ellos. Jason volvió a tirar de la cuerda con el mismo resultado. Carol alzó la cabeza y dijo con tono nervioso:
- Está acercándose.
Durante los siguientes quince segundos Jason tiró frenéticamente de la cuerda una y otra vez. Alcanzaba a distinguir la silueta de la canoa que se desplazaba silenciosamente por el agua. Tras cerciorarse de que la palanca se hallaba en posición de “encendido”, realizó un nuevo intento, sin éxito. Su mirada se posó en el depósito de combustible, que rogó estuviera lleno. Como la tapa negra parecía estar suelta, la ajustó. A un costado vio un botón que supuso servía para incrementar la presión en el depósito. Lo pulsó una media docena de veces y notó que cada vez ofrecía más resistencia. Levantó de nuevo la vista y observó que la canoa ya estaba muy cerca de ellos.
Tomando una vez más la cuerda de arranque, tiró de ella con todas sus fuerzas. El motor se puso en marcha con un gruñido. Entonces colocó la palanca en posición de marcha atrás, pues la corriente los arrastraba río abajo. Empujó a fondo el acelerador y volvió a tenderse en el bote, sosteniendo a Carol para que no se levantara. Tal como esperaba, se produjeron varios disparos, dos de los cuales impactaron en la goma.
Cuando Jason se atrevió a mirar de nuevo, la distancia había aumentado. En la oscuridad apenas divisaba la canoa.
- Quédate quieta - ordenó a Carol, mientras revisaba el alcance de los daños sufridos por el bote.
Un sector del lado derecho de la proa estaba deshinchado, al igual que una porción del costado izquierdo. Por lo demás, el bote estaba intacto. Acercándose al motor fuera borda lo puso en “marcha hacia delante” y a continuación colocó en ángulo la caña del timón para enfilar la embarcación hacia el centro del río y así evitar chocar contra las rocas.
- Muy bien - exclamó a Carol -. Ya puedes incorporarte.
La muchacha emergió con cautela del fondo del bote y se mesó el cabello.
- No puedo creer lo que está ocurriendo - vociferó por encima del rugido del motor -.
¿Qué demonios vamos a hacer?
- Seguiremos río abajo hasta que veamos luces. Tiene que haber muchos sitios habitados por esta zona.
Mientras continuaban avanzando, Jason se cuestionó si sería seguro detenerse en otro muelle. Después de todo, el perseguidor podría subir a su automóvil y bordear el río. “Tal vez haya una luz en la otra orilla”, pensó.
Por la silueta de los árboles que flanqueaban el río, Jason calculó la velocidad a que navegaban. Aproximadamente la que se adquiría caminando a paso vivo. Tenía la sensación de que el río se estrechaba gradualmente. Al cabo de media hora todavía no se divisaba ninguna luz, solo un bosque tupido y oscuro bajo un cielo salpicado de estrellas pero sin luna.
- No veo nada - exclamó Carol.
- Todo va bien - tranquilizó Jason.
Al cabo de un cuarto de hora los árboles que bordeaban el río se cerraron de forma abrupta sobre él indicando que la zona ancha como un lago llegaba a su fin. Cuando tuvo los árboles más cerca, Jason comprobó que había calculado mal la velocidad; avanzaban más deprisa de lo que había supuesto. Extendió el brazo hacia atrás para soltar el acelerador. El pequeño motor fuera borda lanzó un gemido, y en cuanto su ruido cesó Jason oyó otro sonido mucho más ominoso; el profundo rugido del agua revuelta y espumosa.
- ¡Cielo santo! - exclamó, recordando las cascadas.
Tras hacer girar el bote, empujó el acelerador a fondo. Para su sorpresa y consternación, la velocidad disminuyó, pero no logró detener el apresurado avance río abajo. A continuación intentó dirigir la balsa hacia la orilla; lentamente, se desplazó hacia allí. Pero de pronto de desató un verdadero infierno; el río se estrechó hasta convertirse en una garganta rocosa que absorbió a Jason y Carol.
Alrededor de la borda había una soga fijada por una serie de ojales. Jason se aferró a la cuerda a ambos lados del bote, abarcando la totalidad de la embarcación con sus brazos extendidos. Ordenó a Carol que hiciera lo mismo. Ella no lo oyó por el rugido del agua, pero al verlo intentó imitarlo. Por desgracia, no lo logró; agarrándose a un lado, trabó una pierna debajo de los asientos de madera. En ese momento encontraron la primera turbulencia real, y la balsa fue arrojada al aire como si se tratase de un corcho. El agua entró a raudales. Jason apenas podía ver; la oscuridad y el agua en los ojos se lo impedían. Sintió que el cuerpo de Carol golpeaba contra el suyo y trató de sujetarla con la pierna. El bote chocó contra una roca y empezó a girar en dirección inversa a las agujas del reloj. Durante todo ese tiempo de violenta actividad Jason seguía teniendo en mente la imagen de los saltos de agua, consciente de que en cualquier momento podían precipitarse hacia la muerte.
Jason y Carol continuaron aferrados a las sogas. El bote daba giros vertiginosos, golpeando contra las rocas, completamente a merced de la corriente. La pareja temía que la embarcación volcase.
Después de lo que les pareció una eternidad en el infierno, el agua se tranquilizó.
La balsa seguía girando y tambaleándose río abajo, pero ya sin las violentas sacudidas.
Jason miró hacia fuera. Vio rocas a ambos lados y supo que el tormento no había terminado.
Con un tremendo salto de la balsa, ingresaron de nuevo en el infierno. A Jason empezaron a dolerle los dedos, entumecidos por el frío y la tensión. Aferrado a las sogas, trató de sujetar mejor a Carol con las piernas. El dolor en las manos era tan intenso que por un instante creyó que no tendría más remedio que soltar la cuerda.
Luego, con la misma celeridad con que se había iniciado, la pesadilla terminó.
Todavía girando, el bote avanzaba por aguas relativamente serenas. El atronador ruido de los rápidos disminuyó. Las márgenes del río se abrieron y permitieron observar un cielo estrellado. Dentro del bote comprobó que el motor funcionaba como si nada hubiese ocurrido.
Con manos temblorosas, enderezó el bote y detuvo su desagradable rotación. Sus dedos rozaron un botón en el yugo de popa. Se arriesgó pulsando y el agua del interior comenzó a descender lentamente.
Observó las siluetas de los árboles de la orilla. Más adelante, el río describía una curva cerrada hacia la izquierda, y al virar divisaron luces. Por fin Jason dirigió la balsa hacia la orilla.
A medida que se acercaban, vio varios edificios muy iluminados, muelles y una serie de botes de goma como el suyo. Todavía temía que el asesino hubiera decidido interceptarlos en su automóvil, pero era preciso que desembarcaran. Llevó el bote junto al segundo muelle y detuvo el motor.
- ¡Vaya forma de entretener a una chica! - exclamó Carol mientras los dientes le castañeteaban.
- Me alegro de que conserves tu sentido del humor - replicó Jason.
- No confíes en que me dure demasiado. Quiero saber qué está sucediendo.
Jason se incorporó con dificultad, ayudó a Carol a salir del bote, luego lo hizo él y ató la soga a un pilar. De uno de los edificios llegaba el sonido de música country.
- Debe de ser un bar - dijo Jason, tomando a Carol de la mano -. Tenemos que calentarnos un poco si no queremos pillar una pulmonía.
Jason echó a andar por el sendero de grava y, en lugar de entrar en el edificio, se dirigió al aparcamiento y empezó a mirar dentro de los vehículos.
- Un momento - dijo Carol irritada -, ¿qué estás haciendo?
- Busco llaves - respondió Jason -. Necesitamos un coche.
- No puedo creerlo - exclamó Carol, levantando los brazos en un gesto de impotencia
-. Pensé que queríamos entrar en calor. No sé qué harás tú, pero yo pienso entrar en ese local.
Sin esperar una respuesta, se encaminó hacia la puerta. Jason corrió tras ella y la cogió del brazo.
- Temo que el hombre que nos disparó esté dentro.
- Entonces llamaremos a la policía - sugirió Carol, soltándose de Jason para entrar en el establecimiento.
El hispano no se hallaba en el restaurante, de modo que, siguiendo la propuesta de Carol, telefonearon a la policía. El sheriff local anunció que acudiría enseguida. El propietario del restaurante se negó a creer que Jason y Carol hubieran navegado por la Garganta del Diablo en la oscuridad.
- Nadie ha hecho eso antes - sentenció.
Buscó esmóquines de los camareros y pantalones de cuadros blancos y negros para que se cambiaran. Insistió además en que bebieran un ron caliente, con lo que finalmente logró que dejaran de temblar.
- Jason, tienes que explicarme qué está ocurriendo - pidió Carol mientras esperaban al sheriff sentados a una mesa bastante alejada de un tocadiscos automático donde sonaba música de los cincuenta.
- No estoy muy seguro - dijo Jason -. El caso es que el hombre que nos disparó estaba en la acera del restaurante cuando Alvin murió. Mi teoría es que Alvin fue víctima de su propio descubrimiento y que, si no hubiese muerto esa noche, ese tipo lo habría matado. Así pues, decía la verdad cuando aseguró que alguien quería acabar con él.
- Parece increíble - repuso Carol, tratando de alisarse el cabello, que al secarse formaba rizos enredados.
- Ya lo sé. Lo mismo ocurre con casi todas las conspiraciones.
- ¿Y qué me dices del descubrimiento de Hayes?
- No estoy seguro, pero me temo que es algo terrible. Por eso quiero regresar a Boston.
En ese momento se abrió la puerta, y entró el sheriff, Marvin Arnold, un hombre alto y corpulento, ataviado con un arrugado uniforme caqui con más hebillas y correas de las que Jason había visto jamás. Sin embargo lo que más impresionó a este fue el Magnum 357 junto al robusto muslo. Esa era la clase de arma que habría deseado tener en la Salmón Inn.
Marvin ya se había enterado del incidente ocurrido en la Salmón Inn y había acudido allí. En cambio desconocía la existencia de un hombre armado, puesto que nadie había oído ningún disparo. Mientras describía lo sucedido, Jason notó que Marvin lo observaba con bastante escepticismo. No obstante el sheriff quedó sorprendido e impresionado cuando le informó de que él y Carol habían descendido por la Garganta del Diablo en plena noche.
- Me temo que poca gente lo creerá - dijo, sacudiendo la cabeza con admiración.
Marvin los llevó a la Salmón Inn donde Jason descubrió asombrado que habían presentado varios cargos contra él, pues le responsabilizaban de los daños producidos en el comedor. Nadie había visto armas y, aún más sorprendente, nadie recordaba a un hombre de rostro atezado y traje azul oscuro. Sin embargo la gerencia de la posada decidió finalmente retirar los cargos, aduciendo que dejarían que el seguro se hiciera cargo de los daños. Solucionado ese problema, Marvin se tocó la gorra y se dispuso a partir.
- ¿Y qué me dice de nuestra protección? - preguntó Jason.
- ¿Protección contra qué? - preguntó a su vez Marvin -. ¿No le extraña que nadie haya confirmado su historia? Mire, creo que ustedes ya han armado bastante alboroto esta noche, de modo que será mejor que suban a su habitación y duerman como es debido.
- Necesitamos protección - insistió Jason, tratando de adoptar un tono autoritario -.
¿Qué haremos si el asesino vuelve?
- Mire, amigo, no puedo quedarme aquí toda la noche, sentado a su lado. Soy el único policía de servicio y he de vigilar todo el maldito condado. Enciérrese en su habitación y duerma un rato.
Con una inclinación de la cabeza dirigida al gerente, Marvin salió de la posada.
El gerente dedicó a Jason una sonrisa condescendiente y se encaminó hacia su oficina.
- Parece mentira - dijo Jason con una mezcla de miedo e irritación -. No puedo creer que nadie se fijara en el hispano.
Avanzó hacia la cabina del teléfono y buscó en el listín la sección de agencias de detectives privados. Encontró varias en Seattle, pero cuando marcó los números sólo le respondieron contestadores automáticos. Dejó su nombre y el número del hotel, aunque había perdido la esperanza de contactar con alguno esa misma noche.
Cuando salió de la cabina, anunció a Carol que partirían inmediatamente. Ella lo siguió por la escalera.
- Son las nueve y media de la noche - protestó ella al entrar en el dormitorio.
- No me importa. Nos marcharemos tan pronto como podamos. Guarda tus cosas.
- ¿Yo no tengo derecho a opinar?
- No. Tú decidiste que nos quedáramos esta noche y también que llamáramos a la policía local. Ahora me toca a mí. Nos vamos de aquí ahora mismo.
Carol permaneció inmóvil en el centro de la habitación, observando cómo Jason introducía sus pertenencias en el bolso, finalmente decidió que tal vez tenía razón.
Diez minutos más tarde, vestidos ya con sus propias ropas, bajaron el equipaje y fueron a pagar la cuenta.
- Tengo que cobrarles esta noche - les informó el conserje. Jason no se molestó en discutir. En cambio le pidió que por favor dejara su coche ante la entrada principal y le entregó cinco dólares de propina, de manera que el empleado aceptó gustoso.
Una vez en el automóvil, Jason supuso que se sentiría menos ansioso y vulnerable.
Se equivocaba. Al enfilar el oscuro camino de montaña comprendió cuán aislados estaban. Quince minutos más tarde vio un par de faros reflejados en el espejo retrovisor. Al principio trató de separarlos, hasta que se percató de que el vehículo se acercaba cada vez más, pese a que él también aceleraba.
- Alguien nos sigue - anunció Jason.
Carol volvió la cabeza hacia atrás. Al tomar una curva los faros desaparecieron, pero en la siguiente recta volvieron a aparecer. Se hallaban más cerca. Carol miró hacia delante.
- Te dije que deberíamos habernos quedado en la posada.
- ¡Vaya ayuda! - exclamó Jason con sarcasmo.
Pisó a fondo el acelerador. Circulaban a noventa y cinco kilómetros por hora en un camino lleno de curvas. Jason aferró con fuerza el volante y miró por el espejo retrovisor. El otro automóvil estaba cerca, y sus faros semejaban los ojos de un monstruo. Trató de pensar qué podía hacer, pero no se le ocurrió otra cosa que intentar avanzar más deprisa que el coche que los seguía. Llegaron a otra curva. Jason hizo girar el volante. Vio que la boca de Carol se abría en un grito silencioso. Al notar que perdía el control, frenó y el coche patinó hacia un lado, y luego hacia el otro. Carol se sujetó al salpicadero, y Jason sintió que el cinturón de seguridad se le incrustaba en el pecho.
Luchando por recuperar el control del vehículo, Jason consiguió mantenerlo sobre el camino. Detrás de él, el coche que los perseguía acortó la distancia que los separaba.
Se hallaba muy cerca, y la luz de sus faros llenaba el coche de la pareja de una luz espectral. Preso del pánico, Jason pisó el acelerador a fondo, y descendieron a toda velocidad por una pequeña colina. Sin embargo el otro vehículo continuaba la persecución.
De pronto, para sorpresa de Jason y Carol, el coche quedó inundado de una luz roja intermitente. Tardaron unos segundos en darse cuenta de que la luz provenía del techo del otro automóvil. Cuando Jason reconoció lo que era, aminoró la marcha sin dejar de mirar por el espejo retrovisor. El otro conductor hizo lo mismo. Un poco más adelante, en una salida del camino, Jason se arrimó al arcén. Tenía la frente cubierta de sudor, y los brazos le temblaban por la fuerza con que se había aferrado al volante.
El otro automóvil también se detuvo, y la luz destellante alumbró los árboles. Por el espejo retrovisor Jason vio que la portezuela se abría y bajaba Marvin Arnold, quien había retirado la correa de seguridad a la Magnum 3 57.
- Bueno, menuda sorpresa - dijo, cuando enfocó con la linterna la cara de Jason -. Si no es otro que nuestro pobre perseguido.
Furioso, Jason exclamó:
- ¿Por qué no encendió la luz destellante al principio?
- Quería atrapar a uno de esos locos que conducen a toda velocidad por los caminos -
replicó Marvin y echó a reír -. No sabía que estaba persiguiendo a mi lunático favorito.
Después del consabido sermón y una multa por exceso de velocidad, permitió que Jason y Carol prosiguieran su camino. Jason estaba demasiado enojado para hablar, de modo que avanzaron en silencio en dirección a la autopista. Por fin Jason habló:
- Creo que deberíamos seguir con el coche hasta Portland. Solo Dios sabe quién puede estar esperándonos en el aeropuerto de Seattle.
- Yo no tengo inconveniente - declaró Carol, demasiado cansada para discutir.
Se detuvieron en un motel cercano a Portland para dormir un par de horas y, con las primeras luces del amanecer, se dirigieron al aeropuerto, donde tomaron un vuelo hacia Chicago. De Chicago partieron hacia Boston, donde aterrizaron poco después de las cinco y media de la tarde del sábado.
En el taxi, ya frente al apartamento de Carol, Jason se echó a reír de repente.
- Ni siquiera sé cómo disculparme por lo que te he hecho pasar.
Carol cogió su bolso.
- Bueno, por lo menos no me he aburrido. Mira, Jason, no quisiera incordiarte pero, por favor, dime qué está pasando.
- Te lo explicaré cuando esté seguro - afirmó Jason -. Te lo prometo, en serio. Sólo te pido un favor; no salgas de casa esta noche ni hables con nadie. Supongo que nadie sabe que hemos vuelto, pero puede desatarse un verdadero infierno cuando lo descubran.
- Te juro que no saldré, doctor - aseguró Carol con un suspiro -. Ya he tenido más que suficiente.
Jason ni siquiera fue a su apartamento. En cuanto Carol se hubo marchado, indicó al taxista que lo llevara donde tenía aparcado el coche y luego se dirigió al PBS, donde entró en el edificio de consultorios externos. Eran las siete de la tarde, y la amplia sala de espera se encontraba desierta. Jason se encaminó hacia su consultorio, se quitó la chaqueta y se sentó frente al ordenador. El PBS había invertido una fortuna en el sistema informático y se enorgullecía de él. Cada aparato tenía acceso al amplio banco de datos de todos los pacientes. Si bien las carpetas individuales aún constituían la mejor fuente de información sobre estos, gran parte del material podría obtenerse mediante el ordenador. La ventaja residía en que ese instrumental sofisticado podía registrar la totalidad del banco de datos de pacientes del PBS y presentar gráficamente los datos en la pantalla, analizado desde numerosas perspectivas.
Jason pidió primero las curvas de supervivencia actuales. El gráfico que trazó la computadora tenía la forma de la ladera escarpada de una montaña, que empezaba en lo alto, luego adquiría una forma redondeada y finalmente descendía. El gráfico comparaba la tasa de supervivencia de los clientes del PBS por edades. Como cabía esperar, a los de mayor edad les correspondía la tasa menor de supervivencia. En los últimos años, si bien la población de mediana edad del PBS había aumentado de forma gradual, las curvas de supervivencia permanecían estables.
A continuación Jason pidió al ordenador que imprimiera los gráficos correspondientes al último semestre. Como temía, el índice de mortalidad se incrementaba en los pacientes de edades comprendidas entre los cincuenta y cinco y sesenta y cinco años, en especial en los últimos meses.
Un repentino estrépito le sobresaltó. Al mirar hacia la sala de espera vio que se trataba del personal de limpieza. Aliviado, Jason volvió a concentrarse en su tarea.
Deseó poder separar los datos de los pacientes que se habían sometido a un chequeo para ejecutivos, pero no sabía hacerlo, de manera que se contentó con estudiar las tasas de mortalidad. Los gráficos comparaban los porcentajes de fallecimientos con cada edad. Esta vez, la curva tomaba una dirección opuesta; la línea empezaba en la parte inferior y a medida que aumentaba la edad, también se incrementaba el número de muertes. Jason pidió al ordenador que imprimera los gráficos de los últimos meses.
Los resultados fueron asombrosos; el índice de mortalidad ascendía claramente a partir de los cincuenta años.
Jason permaneció sentado otra media hora más, intentando que el ordenador separara a los pacientes a quienes se había realizado un chequeo para ejecutivos.
Esperaba encontrar un marcado incremento de la tasa de mortalidad en las personas de más de cincuenta que presentaban factores de alto riesgo como tabaquismo, consumo excesivo de alcohol, dietas inapropiadas y sedentarismo. Sin embargo esos datos no estaban disponibles, pues no se había programado a las computadoras para proporcionarlos. Jason tendría que haber tomado cada nombre y obtener los datos él mismo, pero no disponía de tiempo. Además, las curvas del índice de mortalidad bastaban para corroborar sus sospechas. Ahora sabía que estaba en lo cierto. Pero había otra manera de probarlo. Con gran desasosiego abandonó el consultorio y regresó a su coche.
Condujo por Riverway en dirección a Roslindale. A medida que se acercaba, su nerviosismo iba en aumento. Ignoraba a qué se enfrentaría, aunque sospechaba que no sería nada agradable. Su destino era el Instituto Hartford, para niños subnormales, dependiente del PBS. Si Alvin Hayes había acertado con respecto a su propio estado, sin duda no se había equivocado acerca del de su hijo.
El Instituto Hartford se encontraba detrás del Arnold Arboretum, un lugar idílico con colinas boscosas, campos y estanques. Jason apareció a unos quince metros de la entrada principal. El atractivo edificio de estilo colonial ofrecía un aspecto engañosamente sereno que contradecía las tragedias familiares y personales que en él tenían lugar. El retraso mental severo era una cuestión difícil de abordar, incluso para los profesionales. Jason conservaba vivo el recuerdo de cuando había examinado a algunos de los chicos en visitas previas al instituto. Muchos estaban físicamente bien formados, lo que contribuía a que su bajo coeficiente intelectual resultara mucho más perturbador.
La puerta principal estaba cerrada con llave, de modo que pulsó el timbre y aguardó. Abrió un obeso guardia de seguridad vestido con un sucio uniforme azul.
- ¿En qué puedo servirle? - preguntó con un tono de voz que dejaba bien claro que no tenía ningún deseo de hacerlo.
- Soy médico - explicó Jason y trató de apartar de su camino al guardia, pero este le cerró el paso.
- Lo siento. No se reciben visitas después de las seis, doctor.
- No soy una visita - replicó Jason. Extrajo su cartera y sacó de ella su tarjeta de identificación del PBS.
El guardia ni se molestó en mirarla.
- No se aceptan visitas después de las seis - repitió -. No hay excepciones.
- Pero yo... Jason se interrumpió, pues la expresión del hombre le indicó que toda discusión sería inútil.
- Vuelva por la mañana, señor - dijo el guardia antes de cerrarle la puerta en las narices.
Jason descendió por los escalones y levantó la vista para observar el edificio de cinco pisos. No estaba dispuesto a darse por vencido. Suponiendo que el guardia estaría vigilándolo, regresó a su coche y tomó el sendero de salida. Unos cien metros más adelante, estacionó a un lado. Se apeó y, con cierta dificultad, se abrió camino por el Arboretum de regreso al instituto.
Rodeó el edificio, procurando ocultarse entre las sombras. En todos los costados, excepto en la fachada, había escaleras de incendio que ascendían hasta la azotea.
Lamentablemente, al igual que en el edificio de Carol, ninguna llegaba hasta el suelo, y no logró encontrar nada en que subirse para alcanzar el primer peldaño.
En el ala derecha del edificio divisó un tramo de escaleras que descendían hacia una puerta cerrada con llave. Cuando la palpó en la oscuridad, descubrió que tenía un panel central de vidrio. Subió por los peldaños y buscó en el suelo hasta hallar una piedra del tamaño de una pelota de tenis.
Conteniendo el aliento, regresó junto a la puerta y golpeó el vidrio con la piedra. En el silencio de la noche el ruido le pareció lo suficientemente estrepitoso para despertar a los muertos. Corrió hacia los árboles cercanos y se escondió, sin perder de vista el edificio. Al cabo de quince minutos, al ver que no aparecía nadie, se animó y se dirigió una vez más hacia la puerta. Con mucha cautela introdujo la mano en el hueco y descorrió el cerrojo. No sonó ninguna alarma.
Durante la siguiente media hora avanzó a tientas por el amplio sótano. Encontró una escalera de mano y consideró la posibilidad de sacarla y usarla para alcanzar la de incendio, pero, desechándola, siguió tanteando en busca de una luz. Sus manos finalmente tocaron un interruptor que accionó.
Se hallaba en una sala de mantenimiento llena de cortadoras de césped, palas y otras herramientas. Junto al interruptor de la luz había una puerta. La abrió despacio.
Comunicaba con una habitación mucho más grande, con una luz mortecina, que resultó ser la sala de calderas. Moviéndose con rapidez, la atravesó y ascendió por una empinada escalera de acero. Abrió la puerta que había en la parte superior y enseguida se percató de que se encontraba en el vestíbulo de entrada. Por sus visitas sabía que las escaleras que conducían a las salas se hallaban a la derecha. A su izquierda había una oficina donde una mujer de edad mediana, con uniforme blanco, leía sentada a un escritorio. Al mirar hacia la entrada principal, alcanzó a ver los pies del guardia apoyados sobre una silla. La cara del hombre estaba fuera de su campo de visión.
Con sumo sigilo cruzó la puerta del sótano y volvió a cerrarla. Por un momento quedó expuesto a que lo viera la mujer que estaba en la oficina, pero esta no levantó la vista del libro. Lentamente atravesó el vestíbulo en dirección a la escalera. Lanzó un suspiro de alivio cuando se halló completamente fuera de la vista de la mujer y el guardia. Subió de puntillas hasta el tercer piso, donde se alojaban los varones de entre cuatro y doce años.
La escalera era de mármol, de modo que, por mucho que se esforzara por evitarlo, sus pisadas resonaban en ese espacio vacío y cavernoso. Sobre su cabeza había una claraboya que en ese momento parecía un ónice negro incrustado en el techo.
Ya en la tercera planta, abrió con mucho cuidado la puerta que daba al pasillo al final del cual, recordó, a la derecha, había un puesto de enfermeras acristalado.
Vislumbró que este aún permanecía iluminado. Un enfermero estaba, como la mujer del vestíbulo, absorto en la lectura de un libro. Al otro lado se alzaba la puerta que comunicaba con la sala de internación; advirtió que tenía un panel central de vidrio bastante grande, protegido por tela metálica. Después de mirar una vez más hacia donde estaba el enfermero, Jason avanzó de puntillas hacia la sala. Enseguida percibió el olor a moho. Después de aguardar un momento para asegurarse de que el enfermero no lo había visto, empezó a buscar el interruptor. Para confirmar sus sospechas necesitaba encender la luz aunque eso implicara que lo descubrieran. El recinto en tinieblas de pronto se vio inundado por una descarnada luz fluorescente. De unos quince metros de largo, había una hilera de camas bajas de hierro a ambos lados de un estrecho pasillo. Las ventanas se hallaban muy altas, cerca del techo. En el otro extremo de la sala había instalaciones sanitarias azulejadas, con una manguera enrollada para la limpieza y una puerta con cerrojo que daba a la escalera de incendio.
Jason caminó por el pasillo central mirando las placas con apellidos sujetas a los pies de las camas: Harrison, Lyons, Gessner... Los chicos, perturbados por la luz, empezaron a incorporarse y mirar al intruso con los ojos muy abiertos e inexpresivos.
Jason se detuvo, presa de una espantosa sensación de repulsión y terror. Era mucho peor de lo que había supuesto. Su mirada recorría el rostro lastimero de esos seres no queridos. En lugar de tener el aspecto de las criaturas que eran, todos parecían centenarios ancianos en miniatura, con ojos pequeños como cuentas, piel seca y arrugada, pelo cano y ralo, debajo del cual se adivinaba un cuero cabelludo escamoso.
Jason encontró la placa con el apellido Hayes. Como los otros, el pequeño había envejecido prematuramente. Había perdido casi todas las pestañas, y los párpados inferiores le caían. En sus pupilas aparecía el reflejo blancuzco y vidrioso de las cataratas. Salvo por cierta percepción de la luz, el niño estaba ciego.
Algunos chicos se levantaron del lecho y se tambalearon sobre sus flacas extremidades. Luego, para espanto de Jason, comenzaron a avanzar hacia él. Uno de ellos murmuraba “por favor” una y otra vez, con voz aguda y áspera. Muy pronto los demás se le unieron en un coro aterrado y patético.
Jason retrocedió, temeroso de que lo tocaran. El hijo de Hayes se levantó de la cama y echó a andar mientras con los brazos, delgados y huesudos, describía círculos en el aire sin coordinación alguna.
Los chicos acorralaron a Jason contra la puerta de la sala y empezaron a tirarle de la ropa. Asustado y asqueado, abrió la puerta para salir del vestíbulo. Después de que la hubo cerrado, los muchachos apretaron sus caras de momia contra el vidrio, pronunciando todavía las palabras “por favor”.
- ¡Eh, usted! - exclamó una voz estridente detrás de Jason. Volvió la cabeza y vio al enfermero de pie, fuera de la oficina, blandiendo el libro abierto con expresión perpleja.
- ¿Qué ocurre aquí? - vociferó el hombre.
Jason corrió por el vestíbulo en dirección a la escalera. Sólo había descendido por algunos peldaños cuando una segunda voz preguntó desde abajo:
- ¿Kevin? ¿Qué sucede?
Al asomarse sobre el pasamanos, Jason vio al guardia en el rellano del primer piso.
- Maldito sea - masculló el guardia, precipitándose escaleras arriba con el bastón en la mano.
Jason tomó la dirección contraria y volvió al tercer piso donde el enfermero permanecía junto a la puerta de la oficina, al parecer demasiado atónito para moverse.
Atravesó el vestíbulo y volvió a entrar en la sala donde algunos chicos deambulaban mientras otros se habían tendido de nuevo en sus respectivas camas. Jason abrió la puerta, y cuando el enfermero y el guardia aparecieron fueron rodeados por un enjambre de muchachos.
Los dos individuos trataron de abrirse paso, pero las criaturas les agarraban, repitiendo su espectral y monótono “por favor”.
Al llegar a la puerta de emergencia en el otro extremo de la sala, Jason bajó la palanca que, por razones de seguridad, estaba colocada a un metro ochenta del suelo.
Al principio la puerta no se abrió; era obvio que no había sido usada en años, pues la pintura la había sellado. Dando un golpe con el hombro, por fin consiguió abrirla. Salió entonces a la oscura noche y empujó a varios chicos que pretendían seguirle antes de cerrar la pesada puerta.
Bajó presuroso por la escalera de incendio. Ya no era necesario que actuara con sigilo. Se hallaba en el segundo piso cuando la puerta del tercero se abrió. Una vez más oyó los gritos de los chicos y luego el ruido de botas pesadas sobre la escalera de incendio.
Al retirar un pasador, el último tramo de la escalera descendió y con un golpe seco se apoyó sobre el asfalto aparcamiento. Esa pequeña demora permitió que el guardia que perseguía a Jason acortara la distancia que los separa Una vez abajo, sin embargo, la agilidad de Jason hizo que el guardia quedara muy rezagado, y cuando llegó a automóvil tuvo tiempo suficiente de arrancar y alejarse.
Por el espejo retrovisor vio cómo el hombre llegaba al borde del camino y agitaba el puño a la luz de una farola. Jason apenas si podía controlar su furia y su repugnancia por lo que acababa de ver. Se dirigió directamente Departamento de Policía de Boston y, con todo descaro dejó su coche en una zona de estacionamiento prohibido ante el edificio.
- Quiero ver al detective Curran - dijo al oficial de guardia antes de identificarse.
Tras consultar su reloj el hombre llamó a Homicidios. Habló un minuto y luego cubrió el auricular con la mano.
- ¿No podría ser otra persona?
- No. Necesito entrevistarme con Curran. Y ahora mismo, por favor.
El policía habló por teléfono unos minutos más y luego colgó.
- El detective Curran no está disponible.
- Creo que hablará conmigo aunque no esté de servicio.
- Ese no es el problema - replicó el agente -. El detective Curran está en Revere por un doble homicidio. Llamará dentro de aproximadamente una hora. Si quiere, puede esperar o dejar su número de teléfono. Como usted prefiera, señor.
Jason reflexionó un momento. Había estado levantado casi toda la noche, tenía los nervios destrozados, y la perspectiva de tomar una ducha, cambiarse de ropa y comer algo le resultaba muy atractiva. Además, en cuanto se pusiera en contacto con Curran, estaría ocupado algún tiempo. Así pues decidió dejar su número y pidió que Curran lo llamara lo antes posible.
El vuelo de la United procedente de Seattle llegó con considerable retraso, de modo que, cuando finalmente aterrizó en Logan, Juan Díaz estaba de muy mal humor. Esta era la primera vez que fallaba desde que en una ocasión mató a un hombre que no era la víctima indicada, en Nueva York. Aquel fracaso era excusable, pero este no. Había estado a punto de liquidar al médico, y esa puta de cabaré, cuando Jason, un aficionado, actuó con más astucia que él y le ganó la partida. Juan no tenía excusas y así se lo había dicho a su contacto. Sabía que debía subsanar ese fracaso y esperaba con impaciencia el momento de hacerlo, pues de lo contrario... En cuanto bajó del avión buscó un teléfono. Enseguida atendieron la llamada.
Jason condujo el corto trayecto que separaba la comisaría de Louisburg Square tratando de borrar de su mente la imagen de las criaturas prematuramente envejecidas del instituto. No quería pensar en Hayes y su descubrimiento hasta haber hablado con Curran.
Cuando llegó a su edificio, rodeó varias veces la manzana para asegurarse de que nadie lo vigilaba. Por último, después de convencerse de que el guardia del instituto ni siquiera había mirado su tarjeta y, por consiguiente, ignoraba su identidad, aparcó, subió el equipaje a su apartamento y encendió las luces. Observó aliviado que el lugar estaba exactamente como lo había dejado. A continuación miró hacia la plaza por la ventana: todo parecía estar tranquilo.
Estaba a punto de ducharse cuando recordó que además del detective, había otra persona con quien debía hablar. Marcó el número de Shirley, quien contestó a la octava llamada. Jason oyó voces de fondo.
- ¡Jason! - exclamó ella -. ¿Cuándo has regresado de tus vacaciones?
- Esta noche.
- ¿Te ocurre algo? - preguntó ella, detectando el cansancio y la preocupación en su voz.
- Hay problemas serios. Creo haber averiguado no sólo en qué consiste el descubrimiento de Hayes, sino también de qué manera ha sido utilizado. El PBS está implicado.
- Cuéntame todo.
- No por teléfono.
- Entonces ven aquí enseguida. Tengo visitas, pero las ingeniaré para librarme de ellas.
- Estoy esperando hablar con Curran, de Homicidios.
- Bien... ¿ya te has puesto en contacto con él?
- No. Ha salido para atender un caso, pero me llamará en cualquier momento.
- Entonces iré yo a tu apartamento. Me has dado un buen susto.
- Bienvenida al club - dijo Jason tras una carcajada de amargura -. Más vale que vengas. Creo que deberías estar presente cuando hable con Curran.
- Voy para allá.
- Ah, otra cosa. ¿Recuerdas quién es el director médico del Instituto Hartford?
- Creo que el doctor Peterson - contestó Shirley -. Mañana lo comprobaré.
- ¿Peterson tuvo algo que ver con los estudios clínicos de Hayes? - preguntó Jason, recordando de pronto que Peterson era el médico que había realizado el chequeo a Hayes
- Creo que sí. ¿Es importante?
- No estoy seguro - respondió Jason -. Ven cuanto antes. Curran llamará en cualquier momento.
Jason colgó y, cuando se disponía a ducharse, cayó en la cuenta de que también Carol podía correr peligro. Descolgó el auricular y marcó su número.
- Quería asegurarme de que estabas en casa - dijo en cuanto ella contestó -. No bromeo. No abras si alguien llama a tu puerta. Y no salgas.
- ¿Y ahora qué sucede?
- La conspiración Hayes es mucho peor de lo que puedas sospechar.
- Pareces muy ansioso, Jason.
Este sonrió a su pesar. A veces Carol actuaba como un psiquiatra.
- No estoy ansioso, sino muerto de miedo. Dentro de poco hablaré con la policía.
- ¿Me explicarás entonces qué ocurre?
- Te lo prometo.
Jason cortó la comunicación y finalmente entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha.
Cuando sonó el timbre, Jason bajó presuroso por la escalera y vio a Shirley sonreír, a través del panel lateral de vidrio de la puerta de la calle. Se apartó para dejarla pasar y admiró su impecable atuendo; esa noche vestía minifalda de cuero negro y una chaqueta roja de ante.
- ¿Curran ha llamado ya? - preguntó ella mientras subían por la escalera.
- Todavía no - respondió Jason, al tiempo que hacía girar la llave en la cerradura de la puerta de su apartamento.
- Ahora cuéntame todo - pidió Shirley, quitándose la chaqueta.
Debajo llevaba un jersey de cachemir. Se sentó en el borde del sofá, con las manos entrelazadas sobre el regazo, y aguardó.
- Esto no te gustará nada - avisó Jason, tomando asiento junto a ella.
- He tratado de venir preparada para lo peor. Habla.
- Primero quiero ponerte en antecedentes. Si no conoces las investigaciones actuales sobre el envejecimiento, lo que voy a explicarte carecerá de sentido para ti.
“En los últimos años, algunos científicos como Hayes se han dedicado a tratar de encontrar la forma de retrasar el proceso de envejecimiento. Gran parte de sus investigaciones se ha centrado en cultivos celulares, aunque también se ha trabajado con ratas y cobayas. La mayoría de los científicos ha llegado a la conclusión de que el envejecimiento es un proceso natural con base genética, regulado por factores neuroendocrinos, inmunológicos y humorales.
- Ya me he perdido - reconoció Shirley, levantando las manos.
- Entonces ¿qué tal si tomamos un trago? - sugirió Jason poniéndose en pie.
- ¿Qué tomarás tú?
- Una cerveza. Además tengo lo que quieras.
- Prefiero una cerveza también.
Jason fue a la cocina, abrió la nevera y sacó dos latas Coors frías.
- Los médicos sois todos iguales - se quejó Shirley mien tras bebía un sorbo -. Hacéis que todo parezca complicado.
- Es complicado - aseguró Jason, arrellanándose en el sofá -. La investigación en este campo es un poco alarmante, no solo porque es posible que los científicos creen por error una bacteria o un virus mortal. Y aun cuando las cosas salgan bien, el resultado puede ser pavoroso, porque juegan con la vida misma. La tragedia de Hayes no se produjo porque fracasara, sino porque tuvo éxito.
- ¿Qué descubrió?
- Te lo explicaré dentro de un momento - dijo Jason. Tomó un largo trago de cerveza y se secó los labios con mano -. Te lo contaré de otra manera. Todos alcanzamos la pubertad más o menos a la misma edad y, si no interviene ninguna enfermedad o accidente, envejecemos y morimos en un lapso similar.
Shirley asintió con la cabeza.
- Muy bien - prosiguió Jason, inclinándose hacia ella -. Esto ocurre porque nuestros cuerpos siguen un programa genético interno. A medida que nos desarrollamos, diferentes genes comienzan a funcionar, al tiempo que otros dejan de hacerlo. Esto fascinó a Hayes. Había estudiado la forma en que las señales hormonales del cerebro controlan el crecimiento y la maduración sexual. Al aislar las proteínas humorales, descubrió qué efecto ejercían sobre los tejidos periféricos. Confiaba en descubrir también qué provocaba que las células comenzaran a dividirse o dejaran de hacerlo.
- Hasta ahí entiendo - dijo Shirley -. Una de las razones por las que lo contratamos fue que esperábamos que realizara un descubrimiento importante en el tratamiento del cáncer.
- Ahora permíteme una digresión - dijo Jason -. Otro investigador llamado Denckla investigó la forma de retrasar el proceso de envejecimiento. Extrajo las hipófisis a unas ratas y, después de reemplazar las hormonas necesarias, descubrió que los animales gozaban de una vida más larga.
Jason se interrumpió y miró a Shirley con expresión expectante.
- ¿Se supone que debo decir algo? - preguntó ella.
- ¿El experimento de Denckla no te sugiere nada?
- No.
- Denckla dedujo que la hipófisis no solo segrega hormonas para el crecimiento y la pubertad, sino también la del envejecimiento. La denominó “hormona de la muerte”.
Shirley rió nerviosamente.
- Qué descubrimiento más alentador.
- Bien, lo cierto es que creo que, mientras investigaba los factores de crecimiento, Hayes encontró lo que Denckla llamó “hormona de la muerte” - explicó Jason -. Por eso afirmó que había algo irónico en su descubrimiento; había hallado la hormona que acelera el envejecimiento y produce la muerte.
- ¿Qué sucedería si se administrara esa hormona a alguien? - preguntó Shirley.
- Probablemente no mucho si la recibiera de forma aislada. Quizá el sujeto experimentaría algunos síntomas de envejecimiento, pero también es probable que la hormona fuera metabolizada y su efecto resultara limitado. El caso es que Hayes no estudiaba esa hormona de forma aislada. Comprendió que, de la misma manera en que se activa la secreción de la hormona sexual y del crecimiento, debía existir un factor liberador de la hormona de la muerte. Inmediatamente se interesó por el ciclo vital del salmón, que muere horas después de procrear. Consiguió varias cabezas de salmón y aisló el factor liberador de la hormona de muerte que se encontraba en sus cerebros.
En esto consistió el trabajo que realizó para Gene Inc. Una vez aisla ese factor, Helene lo reprodujo en grandes cantidades mediante técnicas recombinantes de ADN en el laboratorio del PBS.
- ¿Por qué quería Hayes producirlo?
- Creo que esperaba desarrollar un anticuerpo monoclonal capaz de impedir la secreción de la hormona de la muerte y detener así el proceso de envejecimiento. - En ese momento Jason comprendió el significado de la afirmación que Hayes había hecho a Carol acerca de que su descubrimiento contribuiría a la belleza.
- ¿Qué ocurriría si se inoculara a alguien el factor liberador?
- El gen de la muerte se activaría, liberando la hormona del envejecimiento, tal como sucede en el salmón y casi con el mismo resultado. El sujeto envejecería y fallecería cabo de tres o cuatro semanas. Y nadie sabría por qué.
“Y ahora viene lo peor de todo. Creo que alguien obtuvo la hormona producida artificialmente por Helene nuestro laboratorio y empezó a administrarla a nuestros pacientes. No cabe duda de que quienquiera que lo hiciera es un loco. Hayes lo averiguó probablemente cuando visitó a su hijo y entonces él también recibió el factor liberador. Sospecho que, si no hubiese muerto esa noche, lo habrían matado de alguna otra forma - aseguró Jason con un estremecimiento.
- ¿Cómo has descubierto todo eso? - preguntó Shirley en un susurro.
- Seguí el rastro de Hayes. Cuando Helene fue asesinada, supuse que él había dicho la verdad acerca de su descubrimiento y estaba en lo cierto al pensar que querían matarlo.
- Pero Helene fue violada por un desconocido.
- Sí, claro. Lo hicieron de ese modo, para despistar a la policía sobre el móvil del asesinato. Siempre tuve la sensación de que ella ocultaba datos con respecto al trabajo de Hayes. Cuando me enteré de que había tenido una aventura con él, mis dudas se disiparon.
- Pero ¿quién querría matar a nuestros pacientes? - preguntó Shirley con desesperación.
- Un psicópata. La misma clase de chiflado capaz de introducir cianuro en el Tylenol. Esta noche he conseguido mediante el ordenador diversos gráficos de los índices de supervivencia y mortalidad. Los resultados fueron increíbles. Se ha producido un incremento significativo de la tasa de mortalidad en pacientes de más de cincuenta años con enfermedades crónicas o un estilo de vida de alto riesgo. - De pronto Jason se interrumpió -. ¡Maldición!
- ¿Qué pasa? - inquirió Shirley, mirando nerviosamente en todas direcciones, como si el peligro se ocultara en algún rincón, - Olvidé algo. Hice imprimir los gráficos de todos los meses, pero no se me ocurrió obtenerla de cada médico por separado.
- ¿Crees que un médico está detrás de esto? - preguntó Shirley con incredulidad.
- Seguramente. Un médico o una enfermera. El factor liberador sería un polipéptido, que tendría que ser inyectado, porque, si fuera administrado por vía oral, los jugos gástricos lo degradarían.
- Dios Santo - exclamó Shirley, hundiendo la cabeza en las manos -. Y yo pensaba que teníamos graves problemas antes de esto. - Tomó aliento y levantó la vista -. ¿No hay ninguna posibilidad de que estés equivocado, Jason? Tal vez la computadora cometió un error. Los procesadores de datos fallan con bastante frecuencia.
Jason le puso una mano en el hombro. Sabía que el imperio que a ella tanto le había costado construir estaba a punto de derrumbarse estrepitosamente.
- No estoy equivocado - afirmó con mucha suavidad -. Esta noche hice algo más. Fui a ver al hijo de Hayes en Hartford.
- ¿Y...?
- Horroroso. Sin duda todos los chicos de su sala han recibido el factor liberador. Al parecer actúa con mayor lentitud en sujetos prepubescentes, de modo que todavía están vivos. Seguramente existe alguna clase de competencia entre el factor liberador y la hormona del crecimiento. Pero todos parecen centenarios.
Shirley se estremeció.
- Por eso quería conocer el nombre del director médico del centro - añadió Jason.
- ¿Crees que Peterson es responsable de eso?
- Opino que es el principal sospechoso.
- Quizá deberíamos ir a la clínica y comprobar el funcionamiento de la computadora.
También podríamos imprimir los gráficos de supervivencia de cada médico.
Antes de que Jason pudiera replicar, el timbre de la puerta quebró el silencio, y ambos se sobresaltaron. Jason se puso en pie; el corazón le latía deprisa.
Shirley depositó su copa sobre la mesa.
- ¿Quién será?
- No lo sé. - Jason había recomendado a Carol que no saliera de su apartamento, y Curran habría telefoneado antes de presentarse.
- ¿Qué vamos a hacer? - preguntó Shirley, asustada.
- Bajaré para echar un vistazo.
- ¿Te parece buena idea?
- ¿Se te ocurre otra mejor? Shirley negó con la cabeza. - Pero no abras la puerta.
- ¿Crees que estoy loco? Ah, he olvidado contarte otra cosa. Alguien trató de matarme.
- ¡No! ¿Dónde?
- En un lugar remoto, al este de Seattle.
Jason abrió la puerta del apartamento.
- Tal vez no deberías bajar - se apresuró a decir Shirley.
- Tengo que averiguar quién es.
Jason salió al rellano de la escalera, se apoyó sobre el pasamanos y miró en dirección a la puerta de la calle. A través de los paneles se adivinaba una silueta.
- Ten cuidado - insistió Shirley.
Jason comenzó a bajar por los peldaños. A medida que se acercaba, aumentaba la figura en el vestíbulo. Quien quiera que fuera miraba los nombres junto a los timbres y pulsaba con furia uno. De pronto se volvió y apretó la cara contra el vidrio. Por un momento los rostros de Jason y el desconocido se hallaron a escasos centímetros de distancia. Al ver aquella cara enorme y aquellos ojos diminutos Jason reconoció a su visitante; era Bruno, el culturista. Dando media vuelta, subió corriendo por la escalera mientras el otro golpeaba la puerta con furia.
- ¿Quién es?
- Un matón gigante que conozco - respondió Jason, mientras echaba la llave -, y la única persona que sabía que me dirigía a Seattle. - Esta última idea acababa de surgir en su mente con fuerza aterradora. Fue a su despacho y levantó el auricular del teléfono -. ¡Maldición! - masculló al cabo de un minuto. Colgó y probó con el teléfono del dormitorio -. La línea telefónica está cortada - anunció con incredulidad a Shirley, que lo había seguido al percibir su pánico.
- ¿Qué vamos a hacer?
- Marcharnos. No pienso quedar atrapado aquí.
Jason hurgó en el armario del vestíbulo en busca de la llave de la reja que separaba su edificio del estrecho callejón que desembocaba en la calle Cedar Oeste. Abrió la ventana del dormitorio, saltó a la escalera de incendios y ayudó a Shirley a hacer otro tanto. Descendieron al pequeño jardín donde los abedules se erguían como fantasmas en la oscuridad. Una vez en el callejón, corrieron hacia la reja, donde Jason introdujo la llave en la cerradura. La angosta calle estaba en calma y desierta, y la penumbra apenas rota por la suave luz de las farolas de gas de Beacon Hill. No se veía a nadie.
- ¡Vamos! - indicó Jason, echando a andar por Cedar Oeste hacia Charles.
- Tengo el coche en Louisbourg Square - dijo Shirley, jadeando, esforzándose por seguir el paso de Jason.
- Yo también. Pero es evidente que no podemos volver allí. Tengo un amigo cuyo coche puedo usar.
En la calle Charles había algunas personas a la pue del 7 - Eleven. Jason pensó en llamar a la policía desde tienda, pero ahora que se hallaba fuera del apartamento sentía menos atrapado. Además, quería comprobar que la computadora del PBS funcionaba correctamente antes de hablar con Curran.
Caminaron por la calle Chesnut, flanqueada por viejo edificios. Varias personas paseaban con sus perros, y Jaso se sintió más seguro. Antes de llegar a la calle Brimmer, Jason entró en un garaje, dio al empleado diez dólares y pidió que le entregaran un coche que pertenecía a un amigo. Por, suerte el hombre lo reconoció y acercó un BMW azul.
- Creo que deberíamos ir a mi casa - propuso Shirley mientras se acomodaba en el asiento al lado del conductor -. Desde allí podrás llamar a Curran y decirle dónde estás.
- Primero quiero regresar a la clínica.
Como casi no había tráfico, llegaron al centro médico en menos de diez minutos.
- Tardaré solo un momento - anunció Jason -. ¿Quieres entrar o me esperas aquí?
- No seas tonto - replicó Shirley abriendo la portezuela -. Yo también quiero ver esos gráficos.
Mostraron sus tarjetas de identificación al guardia de seguridad y tomaron el ascensor, aunque tan sólo tenían que subir un piso.
El servicio de limpieza había dejado la clínica en un orden impecable; las revistas se hallaban en su lugar, las papeleras vacías, y el piso reluciente con cera fresca. Jason fue directamente a su consultorio, se sentó al escritorio y conectó el ordenador.
- Yo llamaré a Curran - anunció Shirley encaminándose hacia el puesto de secretarias.
Jason hizo un gesto con la mano para indicarle que lo había oído. Introdujo los datos en el ordenador y pidió el número de identificación de los diversos médicos. Le interesaba especialmente el de Peterson. Cuando hubo obtenido todos los números, indicó a la computadora que separara los pacientes del PBS por médico y luego presentara los gráficos de mortalidad de cada grupo de los últimos dos meses que era cuando se habían producido los cambios más significativos. Esperaba que el índice de mortalidad de los pacientes de Peterson difiriera de algún modo de los demás.
Shirley regresó al consultorio y lo observó trabajar.
- Tu amigo Curran no ha regresado todavía - explicó -. Llamó a la comisaría para avisar que probablemente el caso le retendría un par de horas más.
Jason asintió, atento a los datos que facilitaba el ordenador. Tardó unos quince minutos en conseguir todos los gráficos. Separó las hojas continuas y las alineó.
- Todos son similares - dijo Shirley, mirando por encima del hombro de Jason.
- Así es - reconoció él -, incluso el de Peterson. Esto no descarta su participación en los hechos, pero tampoco nos ayuda. - Jason clavó la vista en la computadora, mientras pensaba en qué otro dato podría resultarle útil. No se le ocurrió nada -. Bien, se me han agotado las ideas. A partir de ahora el asunto queda en manos de la policía.
- Entonces vámonos - propuso Shirley -. Pareces agotado.
- Lo estoy - admitió Jason. Tan solo levantarse del asiento le supuso un gran esfuerzo.
- ¿Estos son los gráficos que conseguiste antes? - preguntó Shirley, señalando la pila de hojas.
Jason asintió.
- ¿Qué te parece si nos los llevamos? Me gustaría que me explicaras su contenido.
Jason introdujo los papeles en un sobre de papel vegetal.
- Di mi número de teléfono a la policía - dijo Shirley -. Esperaremos la llamada de Curran en mi casa. ¿Has cenado algo?
- Esa espantosa comida del avión, pero parece que ha pasado siglos desde entonces.
- Yo tengo unas sobras de pollo frío.
- Estupendo.
Cuando llegaron al coche, Jason preguntó a Shirley si le importaba conducir para que él pudiera relajarse y reflexionar un poco.
- En absoluto - contestó ella cogiendo las llaves.
Jason se acomodó y arrojó el sobre al asiento trasero; Se ajustó el cinturón de seguridad, se recostó en el asiento y cerró los ojos, meditando sobre las distintas formas en que los pacientes podrían haber recibido el factor liberador. Puesto que no era posible administrarlo por vía orar debía averiguar de qué manera el asesino se las había ingeniado para inyectarlo en las personas que se sometían a chequeos clínicos.
Desde luego, se les extraía sangre para los análisis pero las jeringuillas desechables no permitían que se inyectara ninguna sustancia. Distinto era el caso de los pacientes internados, pues era normal que se les pusieran inyecciones.
Cuando Shirley detuvo el coche frente a su casa, aún no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Jason se tambaleó y casi cayó al suelo cuando bajó del vehículo. Ese corto descanso había incrementado su fatiga. Estiró el brazo hacia atrás en busca del sobre.
- Ponte cómodo - dijo Shirley, acompañándole al salón.
- Primero comprueba si Curran ha llamado.
- Ahora mismo conectaré el contestador automático. ¿Por qué no te preparas una copa mientras preparo el pollo?
Demasiado cansado para discutir, Jason se dirigió al bar, se sirvió un poco de Dewar con hielo y por último se acomodó en el sofá. Mientras aguardaba a Shirley, volvió a reflexionar sobre las formas en que podía haber sido administrado el factor liberador. Las posibilidades no eran muchas. Si no era inyectado, debía administrarse en supositorios rectales o mediante otro contacto con una membrana mucosa. A la mayoría de los pacientes que se sometían a un chequeo para ejecutivos se le aplicaba un enema de bario, y Jason se planteó si esa era la respuesta al interrogante.
Acababa de beber un trago de whisky cuando Shirley apareció con el pollo frío y una ensalada.
- ¿Te preparo una copa? - ofreció Jason. Shirley depositó la bandeja sobre la mesita.
- Yo me la serviré. No te muevas.
Al observar cómo la mujer agregaba una gota de vermut al vodka, recordó las gotas para los ojos. A todos los pacientes que se sometían a chequeos para ejecutivos se les realizaba un examen oftalmológico completo en el que se utilizaban colirios para dilatar las pupilas. Si alguien deseaba introducir el factor liberador del gen de la muerte, la membrana mucosa del ojo lo absorbería perfectamente. Este método presentaba la ventaja de que, puesto que el factor liberador podía mezclarse furtivamente con el colirio, cualquier médico o enfermera podría administrar las gotas fatales sin saberlo.
Jason sintió que la cabeza estaba a punto de estallarle. Hallar una explicación plausible a aquel misterio transformó en algo muy real la posibilidad de un asesinato en masa llevado a cabo por un psicópata. Jason decidió no revelar por el momento sus sospechas.
- ¿Algún mensaje de Curran? - preguntó.
- Todavía no - contestó Shirley, mirándolo con expresión extraña. Por un momento Jason se preguntó si le había leído el pensamiento -. Tengo una pregunta - añadió ella con cierta vacilación -. Ese supuesto factor liberador de la hormona de la muerte, ¿no forma parte de un proceso natural?
- Sí - respondió Jason -. Por eso el Departamento de Patología no sirvió de mucha ayuda. Todas las víctimas, incluido Hayes, murieron de lo que suele denominarse
“causas naturales”. Lo único que hace el factor liberador es tomar el gen activado en la pubertad y potenciarlo.
- ¿Quieres decir que comenzamos a envejecer en la pubertad? - preguntó Shirley.
- Esa es la teoría actual. De todos modos es evidente que se trata de un proceso gradual que solo incrementa su velocidad en el último tramo de la vida, a medida que los niveles de la hormona del crecimiento y la hormona sexual disminuyen. Al parecer el factor liberador estimula de forma inmediata al gen de la hormona de la muerte, lo que en un adulto, que carece de grandes cantidades de la hormona del crecimiento para contrarrestarlo, provoca un rápido envejecimiento, como en el caso del salmón.
Calculo que el proceso dura aproximadamente tres semanas. Afecta en primer lugar al sistema cardiovascular, pero podrían verse perjudicados otros sistemas.
- Pero el envejecimiento es un proceso natural - repitió ella.
- El envejecimiento forma parte de la vida - convino Jason -. En un sentido evolutivo, es tan importante como el crecimiento. Sí, es un proceso natural. - Jason lanzó una amarga carcajada -. Hayes tenía razón al calificar de “irónico” su descubrimiento. Después de tantos esfuerzos por encontrar la forma de retardar el envejecimiento, resulta que halló la manera de acelerarlo.
- Si el envejecimiento y la muerte tienen un valor evolutivo - replicó Shirley -, es posible que también posean un valor social.
Jason la miró un tanto alarmado. Deseó no sentirse tan cansado. Su cerebro le enviaba señales de peligro que el agotamiento le impedía descodificar. Interpretando su silencio como un asentimiento, Shirley prosiguió:
- Lo expresaré de otra forma. La medicina en general se enfrenta al desafío de brindar atención a los pacientes con un bajo costo. Sin embargo, debido al aumento de la longevidad, los hospitales están atestados de una población de ancianos que se mantienen con vida a un precio enorme, que no sólo agota sus recursos económicos sino también la energía del personal médico. El PBS, por ejemplo, funcionaba muy bien en sus comienzos porque la mayoría de sus clientes eran jóvenes sanos. Ahora, veinte años más tarde, son más viejos y por tanto requieren mayor atención médica. Si en determinadas circunstancias se acelerara el proceso de envejecimiento, tal vez tanto los pacientes como las clínicas resultarían beneficiados.
“Lo importante - enfatizó Shirley - es que los ancianos y los enfermos mueran con rapidez con el fin de evitar el sufrimiento y un costo excesivo para el hospital.
Cuando su cerebro adormecido comenzó a comprender el razonamiento de Shirley, Jason quedó paralizado de terror. Aunque deseaba declarar que lo que ella sugería representaba un asesinato legalizado, permaneció sentado en el borde del sofá, como un pájaro hipnotizado por una serpiente venenosa y atenazado por el pánico.
- Jason, ¿tienes idea de cuánto cuesta a una clínica mantener vivo a un enfermo terminal? - preguntó Shirley y, una vez más, interpretó su silencio como señal de aquiescencia -. ¿Lo sabes? Si la medicina no gastara tanto en los que agonizan, podría hacer mucho más por los otros. Si el PBS no estuviera atestado de pacientes de mediana edad condenados a enfermar debido a un estilo de vida poco saludable, piensa en lo que podríamos hacer por los jóvenes. Y, por otra parte, ¿no consideras que los pacientes que no se cuidan, como los fumadores y bebedores, o los que consumen drogas, están acelerando voluntariamente su propio fin? ¿Es tan censurable apresurar su muerte para que no se conviertan en un lastre para el resto de la sociedad?
Jason finalmente abrió la boca para expresar una protesta, pero no acertó a encontrar las palabras apropiadas para refutar a Shirley. Se limitó simplemente a menear la cabeza con incredulidad.
- Me cuesta creer que no aceptes el hecho de que la medicina no puede sobrevivir bajo el peso abrumador de los problemas crónicos de unas personas físicamente deterioradas tras haber pasado treinta o cuarenta años abusando de los cuerpos que Dios les ha dado.
- Ni tú ni yo somos quiénes para decidirlo - exclamó por fin Jason.
- ¿Ni siquiera si el proceso de envejecimiento se acelera por medio de una sustancia natural?
- ¡Eso es un asesinato! - vociferó Jason, levantándose trabajosamente.
También Shirley se puso en pie y avanzó presurosa hacia las puertas dobles que conducían al comedor.
- Ya puede entrar, señor Díaz - dijo, abriéndolas de par en par -. Yo ya he hecho todo cuanto estaba en mi mano.
A Jason se le secó la boca cuando, al volver la cabeza, se topó con el hombre que había visto por última vez en Salmón Inn. En el rostro oscuro y apuesto de Juan se advertía cierto entusiasmo. Empuñaba una automática pequeña de fabricación alemana, con un silenciador del tamaño de un puro.
Jason retrocedió tambaleándose hasta que su espalda dio contra la pared. Su mirada pasó del arma al atractivo rostro del asesino y luego al de Shirley, quien lo observaba con la misma calma con que solía presidir las reuniones la junta directiva.
- Esta vez no hay mantel - dijo Díaz, exhibiendo la perfecta sonrisa de dientes blanquísimos de una estrella cine. Se acercó y colocó el cañón de la pistola a quince centímetros de la cabeza de Jason -. Adiós - dijo con un cordial movimiento de la cabeza.
- Señor Díaz - dijo Shirley.
- Sí - contestó Juan, sin dejar de mirar a Jason.
- No le dispare a menos que él le obligue a hacerlo. Creo que será mejor que terminemos con él de la misma manera en que eliminamos al señor Hayes. Mañana traeré el material de la clínica.
Jason exhaló. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
La sonrisa desapareció de los labios de Juan; estaba decepcionado y furioso.
- Creo que sería mucho más seguro que lo matara ahora mismo, señorita Montgomery.
- No me interesa su opinión... y no olvide que soy yo quien le pago. Le llevaremos al sótano. Y nada de violencia; sé lo que hago.
Juan adelantó la pistola para que el frío metal rozara la sien de Jason. Este sabía que el hombre esperaba la menor excusa para disparar, de modo que se mantuvo inmóvil, paralizado por el miedo.
- ¡Vamos! - exclamó Shirley desde el vestíbulo.
- ¡Adelante! ¡Camine! - ordenó Juan, apartando el arma de la cabeza de Jason.
Con los brazos pegados a los costados, Jason avanzó lentamente, seguido por Juan, que de vez en cuando le rozaba la espalda con el cañón del arma.
Shirley abrió una puerta situada debajo de la escalera que había frente a la entrada principal. Jason alcanzó a ver unos peldaños que conducían al sótano.
Cuando se acercó a la mujer, Jason trató de atraer su mirada, pero ella se apartó.
Él traspuso la puerta y comenzó a bajar, seguido de cerca por Juan.
- Los médicos me sorprenden - afirmó Shirley mientras encendía la luz y cerraba la puerta tras de sí -. Creen que la medicina consiste sólo en ayudar a los enfermos. Lo cierto es que, a menos que hagamos algo con aquellos que padecen enfermedades crónicas, no habrá dinero ni potencial humano suficiente para ayudar a quienes sí tienen posibilidades de recuperarse.
Al mirar ese rostro sereno y hermoso, esa ropa perfecta, Jason no pudo creer que se tratara de la misma mujer a quien él siempre había admirado.
Shirley condujo a Juan por un pasillo largo y angosto que desembocaba en una pesada puerta de madera de roble. Caminando junto a Juan y Jason, la abrió y encendió la luz, que alumbró una habitación amplia y cuadrada. Empujaron a Jason al interior, donde vio un pasillo a la izquierda, un banco de trabajo y otra puerta cerrada a la derecha. Por último, la luz se apagó, la puerta se cerró con un golpe, y una oscuridad total lo cercó.
Jason permaneció inmóvil, paralizado por la impresión y la imposibilidad de ver.
Oía sonidos casi imperceptibles; el agua que corría por las cañerías, el sistema de calefacción que se encendía, y pasos por encima de su cabeza. La oscuridad era absoluta, hasta el punto de que no notaba diferencia alguna cuando abría o cerraba los ojos.
Finalmente se acercó a la puerta por la que había entrado. Tiró de ella sin lograr abrirla. No cabía duda de que estaba sellada con un cerrojo. Deslizó las manos por el marco, buscando las bisagras. Desistió de su intento al recordar que la puerta se abría hacia el otro lado.
A continuación empezó a avanzar lentamente deslizando las manos con mucha cautela por la pared. Al llegar a un rincón continuó desplazándose con pasos cortos hasta alcanzar la arcada del pasillo. Palpó la pared en busca de un interruptor de luz.
A la izquierda, aproximadamente a la altura del pecho, encontró uno. Lo accionó, pero no ocurrió nada.
Avanzó por el pasillo, palpando las paredes, para tratar de calcular sus dimensiones. Sus dedos rozaron un objeto metálico con un vidrio en la parte delantera.
Siguió lentamente hasta que a la altura de la cintura tocó un lavabo. Hacia la derecha había un inodoro. El tamaño del cuarto era de apenas un metro y medio por dos.
Después de regresar a la habitación principal, prosiguió su lento recorrido. Un poco más allá del lavabo, encontró otro pequeño cubículo con la puerta cerrada. Cuando la abrió, su olfato le indicó que era un armario de cedro. Contenía varias bolsas llenas de ropa.
De nuevo en la habitación principal, llegó a otro rincón. Continuó avanzando hasta chocar contra el banco de trabajo, que sobresalía casi un metro de la pared. Jason se agachó para palpar debajo y encontró armarios. Calculó que el banco tendría entre tres y cuatro metros de largo. Lo dejó atrás y volvió a desplazarse junto a la pared, donde había unos estantes con lo que parecían latas de pintura. Después había otro rincón.
En la mitad de la cuarta pared, se alzaba otra puerta firmemente cerrada y asegurada. Halló una cerradura, pero sin llave. Y no tenía bisagras. Reanudando su recorrido, llegó al cuarto rincón. Al cabo de unos minutos, se encontraba de nuevo en el punto de partida.
Jason se agachó y palpó el suelo. Era de cemento. Se puso en pie y trató de pensar en qué más podía hacer. No se le ocurría ninguna idea. De pronto experimentó una sensación abrumadora de miedo y le pareció que se asfixiaba. Nunca había sufrido de claustrofobia, pero de pronto le desesperaba estar encerrado.
- ¡Socorro! - exclamó, y el eco le devolvió su lamento. Avanzó a tientas hasta la puerta por donde había entrado y comenzó a aporrearla con los puños.
- ¡Por favor! - vociferó.
Golpeó y golpeó hasta que sintió un intenso dolor en las manos. Se detuvo de forma abrupta con una mueca de dolor lastimera y apretó las manos contra el pecho. Luego se inclinó y apoyó la frente contra la pared. Entonces llegaron las lágrimas.
Jason no recordaba haber llorado desde que era niño. Ni siquiera lo hizo después de la muerte de Danielle. Y después de tantos años reprimiendo sus emociones, las lágrimas brotaron. En la tiniebla del sótano de Shirley, perdió por completo el control y se desplomó, acurrucándose frente a la puerta como un perro prisionero, casi ahogado por sus propias lágrimas.
La intensidad de su reacción lo sorprendió. Al cabo de diez minutos recuperó la calma. Se avergonzó de sí mismo, pues siempre había creído poseer más autocontrol.
Por último se incorporó y se sentó con la espalda apoyada contra la puerta. En la oscuridad se secó las lágrimas de las mejillas.
Para evitar sumirse en la desesperación, comenzó a analizar el lugar donde se encontraba. Trató de calcular las dimensiones y de representar mentalmente la ubicación de los diversos elementos que había hallado en su recorrido. Se preguntó si habría más interruptores de la luz. Poniéndose en pie, caminó despacio hacia la puerta cerrada que había a su derecha y palpó las paredes a ambos lados, pero no encontró ninguno.
Se dirigió entonces al lavabo. Accionó el interruptor que había allí varias veces, sin ningún resultado. Descorazonado, regresó a la habitación principal. Profirió un grito cuando chocó contra una columna y se golpeó la nariz contra una superficie metálica de unos quince centímetros de diámetro. Momentáneamente aturdido, sintió que su nariz comenzaba a hincharse. Se la tocó y descubrió un bulto óseo hacia la derecha; se la había roto. Una vez más las lágrimas acudieron a sus ojos, pero esta vez a causa del dolor, no de la emoción. Cuando se sintió suficientemente recuperado para seguir adelante, se percató de que estaba desorientado. De nuevo anduvo con pasos cortos hasta encontrar una pared. Solo entonces logró localizar el banco de trabajo.
Jason se agachó para abrir los armarios y palpar su interior. Cada uno tenía un metro veinte de ancho y contenía un único estante. Encontró más latas que suponía de pintura, pero ninguna herramienta. Poniéndose de pie, se inclinó sobre el banco de trabajo y deslizó las manos por la pared. A la derecha había unos pequeños estantes con frascos y cajas. Se desplazó hacia la parte central y volvió a palpar la pared con la esperanza de hallar un tablero o algo semejante con destornilladores, martillos y formones. En cambio tocó un recipiente cóncavo de vidrio. Sintió curiosidad por saber de qué se trataba y, al rodearlo con la mano, advirtió que estaba fijado a una caja metálica en la que entraban una serie de cables. Jason comprendió entonces que era el contador de electricidad.
Se dirigió al extremo izquierdo del banco de trabajo y volvió a palpar la pared.
Había más estantes con recipientes de plástico y cerámica, pero ninguna herramienta.
Desalentado, se preguntó qué más podía hacer. Se le ocurrió buscar algo a que encaramarse para explorar las paredes cerca del techo, por si hubiera alguna ventana tapiada. Luego sus pensamientos derivaron hacia el contador de electricidad. Subió al banco, lo localizó y siguió los cables hasta tocar otra caja metálica rectangular.
Recorrió la superficie con los dedos y enseguida encontró una perilla. Con un pequeño tirón, la caja se abrió.
En el interior se hallaba el panel de interruptores de la casa. Durante los siguientes cinco minutos Jason meditó sobre la mejor manera de aprovechar ese descubrimiento.
Saltó del banco de trabajo, abrió la puerta del armario que había debajo y lo vació de su contenido, que colocó en los dos contiguos. Luego retiró el estante y se introdujo en el armario; era lo bastante amplio para alojarlo.
Salió, volvió a encaramarse al banco de trabajo y, uno tras otro, accionó los interruptores. A continuación cerró la tapa de la caja metálica, bajó y se metió en el armario vacío, cerró la puerta y rezó. Si ya se habían acostado, no repararían en la falta de corriente eléctrica.
Al cabo de unos cinco minutos, oyó que una puerta se abría. Luego oyó voces, y por una rendija del armario vio una línea de luz titilante. Luego percibió el sonido de una llave que giraba en la cerradura de la puerta de entrada y que esta se abría de par en par. Con el ojo pegado a la rendija, atisbó dos figuras. Una sostenía una linterna con que lentamente enfocaba el recinto.
- Está escondido - dijo Juan.
- ¡Qué descubrimiento! - replicó Shirley con irritación.
- ¿Dónde está la caja con los fusibles? - preguntó Juan. El haz de luz se dirigió a la pared encima del banco de trabajo.
- Usted quédese aquí - indicó Juan, quien entró en la habitación y se interpuso entre Jason y la luz de la linterna que Shirley sostenía.
Jason sospechó que Juan empuñaba un arma. Apoyándose contra la pared posterior del armario, levantó los pies. En cuanto oyó el ruido que indicaba que los interruptores de la luz habían sido accionados pateó las puertas con toda sus fuerzas. Esa acción pilló desprevenido a Juan, y las puertas le golpearon la entrepierna. Gritó de dolor y se tambaleó hacia atrás, hasta chocar contra el armario de cedro.
Jason salió de su escondite y echó a correr hacia la puerta de la habitación, que logró agarrar antes de que Shirley tuviera tiempo de cerrarla. La empujó con todas sus fuerzas, tropezó con Shirley, y ambos cayeron al suelo. La mujer lanzó un grito de dolor cuando se golpeó la cabeza contra el piso de cemento y la linterna rodó de sus manos.
Jason se puso en pie de un salto, corrió por el pasillo hacia la escalera, agradecido de que esa parte de la casa estuviera iluminada. Se aferró al pasamanos con la intención de impulsarse para subir los primeros peldaños. En ese momento oyó un chasquido seco, sintió una punzada de dolor en el muslo, y su pierna derecha cedió bajo su peso. Logró ponerse en pie y subir el resto de la escalera. Ya casi había llegado al vestíbulo; no podía darse por vencido. Arrastrando la pierna derecha, avanzó trabajosamente hacia la puerta de la casa. Oyó que alguien empezaba a ascender por la escalera del sótano.
Descorrió el pestillo y salió tambaleándose hacia la cruda noche de noviembre.
Sabía que le habían herido. La sangre le resbalaba por la pierna y se le introducía en el zapato.
Había recorrido la mitad del sendero cuando Juan le alcanzó y lo derribó golpeándole con la culata de la pistola. Jason cayó de bruces. Antes de que tuviera tiempo de incorporarse, Juan le propinó patadas hasta conseguir que quedara tendido de espaldas. Una vez más el arma apuntaba directamente a la cabeza de Jason.
De pronto los dos hombres quedaron bañados por una luz cegadora. Sin dejar de apuntar a Jason, Juan trató de protegerse los ojos del resplandor de dos potentes reflectores. Un instante después se oyó el sonido de portezuelas de automóvil que se abrían seguido del ominoso chasquido de armas de fuego al ser amartilladas. Juan retrocedió varios pasos como un animal acorralado.
- Quieto, Díaz - exclamó una voz desconocida para Jason, con fuerte acento del sur de Boston -. No haga ninguna tontería. No queremos problemas con usted ni con Miami. Lo único que tiene que hacer es caminar muy despacio hasta su coche y marcharse. ¿Puede hacerlo?
Juan asintió mientras con la mano izquierda trataba en vano de protegerse los ojos de la luz.
- ¡Entonces hágalo! - ordenó la voz.
Después de retroceder un poco con paso vacilante, Juan giró sobre sus talones y echó a correr hacia su automóvil. Puso en marchar el motor, aceleró y salió a toda velocidad por el sendero.
Jason rodó y quedó boca abajo. En cuanto Juan hubo partido, Carol Donner emergió corriendo del círculo de luz y se arrodilló junto a él.
- ¡Por Dios! ¡Estás herido! - exclamó. En el muslo de Jason aparecía una enorme mancha de sangre.
- Supongo que sí - dijo vagamente Jason. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo -. Pero no me duele mucho - agregó.
Del resplandor surgió otra figura; Bruno, con un fusil Winchester.
- ¡Oh, no! - exclamó Jason, intentando incorporarse.
- No te preocupes - dijo Carol -. Ahora sabe que eres un amigo.
En ese momento Shirley apareció en el porche con la ropa destrozada y el cabello erizado como una punk. Enseguida comprendió qué sucedía. Entró en la casa y cerró dando un portazo. Se oyó el ruido de cerrojos que se corrían.
- Tenemos que llevarlo a un hospital - dijo Carol, señalando a Jason.
Apareció otro culturista, y con gran cuidado los dos hombres levantaron a Jason.
- No puedo creerlo - dijo este.
Lo trasladaron en andas hacia el resplandor de luces. El vehículo era un larguísimo Lincoln blanco con una antena de televisión en forma de “V” en la parte posterior. Los dos hombres musculosos colocaron a Jason en el asiento trasero, donde aguardaba otro individuo con gafas oscuras, cabello negro peinado hacia atrás y un cigarro apagado en los labios; era Arthur Koehler, el jefe de Carol. Carol entró en el coche y le realizó las presentaciones. Los gorilas se instalaron en el asiento delantero y pusieron en marcha la limusina.
- ¡Cuánto me alegro de veras! - exclamó Jason -. Pero ¿se puede saber qué diablos os trajo hasta aquí? - preguntó, y en su rostro apareció una mueca de dolor cuando el automóvil dio una sacudida al salir del sendero.
- Tu voz - explicó Carol -. La última vez que llamaste tuve la certeza de que estabas otra vez en peligro.
- Pero ¿cómo supiste que estaba aquí, en Brooklin?
- Bruno te siguió - contestó Carol -. Después de hablar contigo, me puse en contacto con mi querido jefe - dijo Carol, dando una palmada en la pierna de Arthur.
- ¡Basta de tonterías! - espetó este. Esa era la voz que había aterrorizado a Juan Díaz.
- Pedí a Arthur que te protegiera, y él accedió con una condición; continuaré en el club otros dos meses más o hasta que encuentre una bailarina que me reemplace.
- Es cierto, pero ella regateó hasta que convinimos en que fuera sólo un mes -
matizó Arthur.
- Estoy muy agradecido - dijo Jason -. ¿De veras piensas dejar de bailar, Carol?
- Es una muchacha sensacional - afirmó Arthur.
- Estoy maravillado - dijo Jason -. No creí que las muchachas como tú pudieran dejar su actividad cuando quisieran.
- ¿De qué estás hablando? - preguntó Carol, indignada.
- Yo te lo explicaré - terció Arthur divertido, dando una palmada en el muslo de Carol -. Cree que eres una prostituta. - Prorrumpió en carcajadas que terminaron en un acceso de tos. Carol tuvo que golpearle la espalda varias veces para que el ataque cesara -. Solía tener muchos accesos como este cada vez que encendía una de estas cosas - dijo Arthur, blandiendo el cigarro -. ¿Cree que la habría dejado ir a Seattle si fuera una prostituta? Sea razonable.
- Lo lamento - dijo Jason -. Pensé que...
- Pensaste que, como bailaba en el club, era una puta - interrumpió Carol, un poco menos indignada -. Bueno, supongo que no es demasiado disparatado. Algunas lo son, pero no la mayoría. Para mí representaba una gran oportunidad. Mi apellido no es Donner, sino Kikonen. Mi familia es finlandesa y siempre hemos tenido una actitud más sana y natural hacia la desnudez que vosotros, los norteamericanos.
- Y es la hermana de mi esposa - explicó Arthur -. Por eso le ofrecí trabajo.
- ¿Vosotros dos sois parientes? - preguntó Jason, sorprendido.
- No nos gusta reconocerlo - dijo Arthur y echó a reír nuevamente.
- Oh, vamos - repuso Carol.
- No nos gusta que uno de los nuestros estudie en Harvard - afirmó Arthur -.
Destruye nuestra imagen.
- ¿Tú estudias en Harvard? - informó Jason volviéndose hacia Carol.
- Estoy haciendo el doctorado. Gracias al baile pago la matrícula y los gastos de estudio.
- Supongo que debería haber adivinado que Alvin no habría vivido jamás con una bailarina común y corriente - dijo Jason -. Sea como fuere, estoy muy agradecido a ambos. Sólo Dios sabe qué habría ocurrido si no hubieseis aparecido. Sé que la policía se ocupará de Shirley Montgomery; pero desearía que no hubieseis dejado escapar a Juan.
- No se preocupe - replicó Arthur, moviendo el cigarro -. Carol me contó lo ocurrido en Seattle. A Juan no le queda mucho tiempo de libertad. Además, no quiero problemas con mi gente de Miami. Si lo desea le proporcionaré información sobre él para que se la dé a la policía de Miami y lo arresten. Créame, tendrá cargos más que suficientes para ponerlo entre rejas.
Jason miró a Carol.
- No sé qué hacer para compensarte por haber pensado mal de ti.
- Yo tengo alguna idea - repuso ella con picardía. Arthur tuvo otro ataque de risa.
Cuando finalmente se le pasó, Bruno bajó el vidrio que separaba la parte posterior del compartimento delantero.
- Eh, degenerado - dijo riendo entre dientes -, ¿adónde quiere que lo llevemos? ¿Al PBS?
- Diablos, no - contestó Jason -. Me temo que tengo un poco de alergia a la medicina privada. Llévenme al Hospital General.
EPÍLOGO
A Jason nunca le había gustado estar enfermo, pero en ese momento le encantaba.
Llevaba tres días internado en el hospital; le habían sometido a una operación para extraer la bala de la pierna. El dolor había disminuido considerablemente, y las enfermeras del Hospital General eran muy competentes y serviciales. Incluso varias le recordaban de la época en que había trabajado allí.
Pero lo mejor era que Carol pasaba casi todo el día a su lado leyendo en voz alta, contando anécdotas divertidas o simplemente sentada haciéndole compañía en silencio.
- Cuando te hayas recuperado - dijo ella el segundo día, mientras arreglaba las flores enviadas por Claudia y Sally -, deberíamos volver a Salmón Inn.
- ¿Para qué? - preguntó Jason. Después de la experiencia vivida, no le apetecía regresar a ese lugar.
- Me gustaría navegar de nuevo por la Garganta del Diablo - contestó Carol con tono divertido -, pero esta vez, de día.
- ¡Bromeas!
- En serio. Seguro que es mucho más fácil cuando brilla el sol.
Al oír una discreta tosecita ambos miraron hacia la puerta. El corpachón del detective Curran parecía completamente fuera de lugar en ese hospital. Sus enormes manos sostenían un sombrero caqui impermeable que parecía haber sido aplastado por un camión.
- Espero no molestar, doctor Howard - dijo con insólita cortesía.
Jason supuso que Curran se sentía tan intimidado en el ambiente hospitalario como él en la comisaría.
- En absoluto - replicó Jason, incorporándose en el lecho -. Entre y tome asiento.
Carol cogió una silla situada junto a la pared y la colocó al lado de la cama. Curran se sentó sin soltar el sombrero.
- ¿Cómo va la pierna? - preguntó.
- Muy bien - contestó Jason -. La lesión es en gran parte muscular. No me traerá ningún problema.
- Me alegro.
- ¿Un bombón? - preguntó Carol, tendiendo una caja enviada por las secretarias del PBS.
Curran los examinó detenidamente, eligió un cerisette cubierto de chocolate y se lo introdujo entero en la boca. Después de tragarlo, dijo:
- Pensé que le gustaría saber cómo se desarrolla el caso.
- Por supuesto.
Carol rodeó la cama y se sentó en el borde.
- En primer lugar en Miami arrestaron a Juan. Se han presentado contra él numerosos cargos. Es uno de los regalos de Castro a Estados Unidos. Pediremos que lo extraditen a Massachusetts por los asesinatos de Brennquivist y Lund, pero no será fácil que nos lo concedan. Por lo visto otros cuatro o cinco estados, Florida entre ellos, quieren a ese crápula por travesuras similares.
- No puedo decir que me inspire mucha lástima - afirmó Jason.
- El tipo es un psicópata - convino Curran.
- ¿Y qué me dice del PBS? - preguntó Jason -. ¿Ha conseguido comprobar si el factor liberador de la hormona de la muerte había sido mezclado en el colirio usado en el consultorio de oftalmología?
- Estamos trabajando en eso en estrecha colaboración con la oficina del fiscal de distrito - explicó Curran -. Realmente se trata de una historia espectacular.
- ¿Cuánto de ella cree que se hará público?
- Todavía no estamos seguros. Algo tendrá que salir a la luz. El Instituto Hartford está cerrado, y los padres de esos chicos no son ciegos. Además, como señala el fiscal de distrito, muchas familias locales piensan demandar al PBS. Shirley y sus secuaces están listos.
- Shirley... - dijo Jason con añoranza -. ¿Sabe una cosa? Hubo una época en que, si no hubiera conocido a Carol, tal vez me habría liado con esa señora.
Carol lo amenazó en broma con el puño.
- Supongo que le debo una disculpa, doctor - dijo Curran -. Al principio creí que era un majadero, pero ahora resulta que gracias a usted se ha desenmascarado la conspiración más siniestra que he conocido en mi vida.
- Fue sobre todo una cuestión de suerte. Si no hubiera estado con Hayes la noche en que murió, nosotros, los médicos, habríamos sospechado que nos enfrentábamos a una nueva epidemia.
- Ese Hayes debió de ser un tipo muy listo - comentó Curran.
- Un genio - aseguró Carol.
- ¿Sabe qué me preocupa? - dijo Curran -. Hayes estaba convencido de trabajar en un descubrimiento que sería beneficioso para la Humanidad. Probablemente se consideraba una especie de héroe, como Salk, un candidato a premio Nobel, el salvador del mundo. No soy un científico, pero me parece que el campo de investigación de Hayes es bastante alarmante y siniestro. ¿Entiende lo que quiero decir?
- Perfectamente - respondió Jason -. La medicina siempre ha dado por sentado que sus investigaciones lograrán salvar vidas y disminuir el sufrimiento humano. Sin embar go en la actualidad esta ciencia tiene un potencial aterrador. Y las cosas pueden escapar a nuestro control en el momento menos pensado.
- Por lo que sé - dijo Curran -, Hayes descubrió una droga que hace que la gente envejezca y muera en un par de semanas... Y ni siquiera era eso lo que buscaba. Este asunto me lleva a pensar que ustedes, los intelectuales, han perdido el control de sus investigaciones ¿Me equivoco?
- Estoy de acuerdo - contestó Jason -. Es probable que estemos empleando nuestra inteligencia para nuestro propio mal. Es como volver a comer de la fruta prohibida.
- Sí, y terminaremos por ser expulsados del paraíso - agregó Curran -. Por cierto, ¿el tío Sam no tiene sabuesos para vigilar a los tipos como Hayes?
- Hay demasiados intereses en juego. Además, tanto los médicos como los legos tienden a creer que toda investigación médica es naturalmente buena y positiva.
- Fantástico - dijo Curran -. Es como un automóvil lanzado a ciento sesenta kilómetros por hora en una autopista, sin conductor.
- Creo que esa es la mejor comparación que he oído jamás.
- Oh, bueno. - El detective se encogió de hombros -. Por lo menos podremos ajustar las cuentas al PBS. Los autos de acusación se presentarán muy pronto. Por supuesto, en este momento todos están en libertad bajo fianza. Pero, ahora que el caso ha salido a la luz, los ejecutivos se dedican a apuñalar a sus compañeros por la espalda e intentan hacer un trato con la justicia. Parece que nuestro amigo Hayes originalmente se puso en contacto con un individuo de apellido Ingelbrook.
- Ingelbrook. Es uno de los vicepresidentes del PBS - explicó Jason -. Creo que está al frente de las finanzas.
- Sí - confirmó Curran -. Al parecer Hayes se entrevistó con él con el fin de conseguir capital para formar una compañía.
- Ya lo sé - dijo Jason.
El detective lo miró fijamente.
- ¿De modo que lo sabía? ¿Y cómo se enteró, doctor Howard?
- No tiene importancia. Siga.
- Sea como fuere, Hayes debió de decir a Ingelbrook que estaba a punto de descubrir una suerte de elixir de la juventud.
- Es decir, un anticuerpo del factor liberador de la hormona de la muerte - añadió Jason.
- Un momento. Me parece que es usted quien debería explicarme a mí de qué se trata, y no al revés.
- Lo lamento - dijo Jason -. Por fin todas las piezas comienzan a encajar. Por favor...
continúe.
- Y al parecer a Ingelbrook le resultó más atractiva la hormona de la muerte que el elixir de la juventud - prosiguió Curran -. Hacía tiempo que se devanaba los sesos para encontrar la forma de reducir los gastos del PBS. De momento sólo seis personas están implicadas en la conspiración, pero tal vez haya más. Son responsables de haber eliminado a muchos pacientes que, en su opinión, representaban un gasto adicional y un lastre para la institución. Bonita forma de pensar, ¿no le parece?
- Así pues, los mataron - intervino Carol, horrorizada.
- Bueno, se engañaban diciéndose que se trataba de un proceso natural - dijo Curran.
- Una buena excusa para el asesinato; al fin y al cabo todos hemos de morir -
comentó Jason con rencor. Por su mente desfilaron los rostros de sus pacientes recientemente fallecidos.
- Sea como fuere, es el fin del PBS - afirmó Curran -. Aparte de los cargos criminales, se enfrentan a infinidad de juicios por negligencia profesional. Así pues, creo que debería empezar a buscar trabajo en otra parte.
- Sí, tiene razón. - Luego, mirando a Carol, Jason añadió -: Carol está a punto de terminar sus estudios de psicología clínica. Nos planteamos la posibilidad de abrir juntos un consultorio. Creo que me apetece volver a la práctica privada de la medicina.
Basta de corporaciones por un tiempo.
- Buena idea - replicó Curran -. Así podré hacer que me arreglen la cabeza y el corazón en el mismo lugar.
- Puede ser nuestro primer paciente.
FIN