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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Cherish Youre Day - Instrumental - Einarmk - 3:33
  • 10. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 11. España - Mantovani - 3:22
  • 12. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 13. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Drons - An Jon - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 25. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 26. Travel The World - Del - 3:56
  • 27. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 28. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 29. Afternoon Stream - 30:12
  • 30. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 31. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 32. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 33. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 34. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 35. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 36. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 37. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 38. Evening Thunder - 30:01
  • 39. Exotische Reise - 30:30
  • 40. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 41. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 42. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 43. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 44. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 45. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 46. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 47. Morning Rain - 30:11
  • 48. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 49. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 50. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 51. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 52. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 53. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 54. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 55. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 56. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 57. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 58. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 59. Vertraumter Bach - 30:29
  • 60. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 61. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 62. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 63. Concerning Hobbits - 2:55
  • 64. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 65. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 66. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 67. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 68. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 69. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 70. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 71. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 72. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 73. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 74. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 75. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 76. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 77. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 78. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 79. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 80. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 81. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 82. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 83. Acecho - 4:34
  • 84. Alone With The Darkness - 5:06
  • 85. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 86. Awoke - 0:54
  • 87. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 88. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 89. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 90. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 91. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 92. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 93. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 94. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 95. Darkest Hour - 4:00
  • 96. Dead Home - 0:36
  • 97. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 98. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 99. Geisterstimmen - 1:39
  • 100. Halloween Background Music - 1:01
  • 101. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 102. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 103. Halloween Time - 0:57
  • 104. Horrible - 1:36
  • 105. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 106. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 107. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 108. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 109. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 110. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 111. Long Thriller Theme - 8:00
  • 112. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 113. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 114. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 115. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 116. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 117. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 118. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 119. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 120. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 121. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 122. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 123. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 124. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 125. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 126. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 127. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 128. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 129. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 130. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 131. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 132. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 133. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 134. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 135. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 136. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 137. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 138. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 139. Mysterious Celesta - 1:04
  • 140. Nightmare - 2:32
  • 141. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 142. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 143. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 144. Pandoras Music Box - 3:07
  • 145. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 146. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 147. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 148. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 149. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 150. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 151. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 152. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 153. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 165. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 166. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 168. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 169. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 170. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 171. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 172. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 173. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 174. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 175. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 176. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 177. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 178. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 179. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 180. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 181. Tense Cinematic - 3:14
  • 182. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 183. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 184. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 185. Trailer Agresivo - 0:49
  • 186. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 187. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 188. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 189. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 190. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 191. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 192. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 193. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 194. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 195. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 196. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 197. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 198. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 199. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 200. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 201. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 202. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 203. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 204. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 205. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 206. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 207. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 208. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 209. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 210. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 211. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 212. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 213. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 214. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 215. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 216. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 217. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 218. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 219. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 220. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 221. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 222. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 224. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 225. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 227. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 228. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 229. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 231. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 232. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 233. Noche De Paz - 3:40
  • 234. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 235. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 236. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 237. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 240. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 241. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 242. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 243. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para dar Zoom o Fijar,
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


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    LA SABIDURÍA DEL YO SUPERIOR (Paul Brunton)

    Publicado en enero 21, 2010

    TEXTO DE LA CONTRAPORTADA


    Paul Brunton insiste en desarrollar aquí un tema apasionante en el que ratifica su indiscutido talento. Humildemente pretende no escribir como si estuviera usando la toga del maestro —y mucho menos su vara— sino compartiendo tan sólo las penurias del estudiante.

    Es que él conoce muy bien las dificultades y oscuridades, los errores y las caídas que miden cada milla de esta búsqueda.

    Pero también conoce visitas supraterrenas y comuniones celestiales, y por sobre todo, una exigencia interior de dejar su testimonio antes de alejarse de esta tierra.

    Así, el amigo directo del Maharajá de Mysore (considerado por Gandhi el "Rey Sabio" esboza -sus doctrinas con absoluta independencia de juicio, sin adherir a escuela o gurú determinado. Lo suyo es netamente esencia de experiencias personales, logradas por sí, viajando de un punto a otro para compulsar maestros o sistemas filosóficos trascendentes, que modifican su manera de pensar a medida que vislumbra nuevos horizontes que amplían la realidad interior antes lograda.

    Así es posible obtener una información veraz, de primera mano, sobre el significado del mentalismo, el nacimiento del universo, los estudios acerca de los sueños, la metafísica del dormir, el secreto del "Yo", el escorpión de la muerte, el Yo Superior inmortal, las sombras del mal y del sufrimiento, la guerra y el mundo, la mente universal, la revelación de la realidad, la iniciación de la experiencia mística, el Yoga de la mente discernidora, el fenómeno místico de la meditación, y algunos frutos de la filosofía.

    En síntesis: LA SABIDURÍA DEL YO SUPERIOR, como las demás obras de este autor eminente, ayudará al lector a conseguir por sí mismo el conocimiento del Yo, ese vigía silencioso, esa existencia única y fija que podemos considerar real en el siempre cambiante y contradictorio mundo que nos rodea...


    INDICE


    CAPITULO I
    ● A MODO DE INTRODUCCION

    CAPITULO II
    ● SIGNIFICADO DEL MENTALISMO
    ● LA RELATIVIDAD DEL MUNDO
    ● ¿PUEDEN LAS COSAS SER PENSAMIENTOS?

    CAPITULO III
    ● EL NACIMIENTO DEL UNIVERSO
    ● EL NACIMIENTO DE LAS INDIVIDUALIDADES
    ● EL MUNDO COMO IDEA NUESTRA

    CAPITULO IV
    ● ESTUDIOS ACERCA DE LOS SUEÑOS
    ● COMO ES POSIBLE COMPARAR EL SUEÑO CON LA VIGILIA
    ● DIMENSIONES SUPERIORES DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO

    CAPITULO V
    ● LA METAFISICA DEL DORMIR
    ● DE LO CONSCIENTE A LO INCONSCIENTE
    ● LA FUENTE DE LA INTUICION Y DE LA INSPIRACION
    ● EL CUARTO ESTADO DE LA CONCIENCIA

    CAPITULO VI
    ● EL SECRETO DEL YO
    ● LA MARAVILLA DEL ESTADO CONSCIENTE
    ● EL OBSERVADOR OCULTO

    CAPITULO VII
    ● EL ESCORPION DE LA MUERTE
    ● EN EL MUNDO ESPIRITUAL
    ● EL ESPECTACULO DEL CAMBIO
    ● RENACIMIENTO

    CAPITULO VIII
    ● EL INMORTAL YO SUPERIOR
    ● EL OCULTO ASPECTO DEL EGOISMO

    CAPITULO IX
    ● LAS SOMBRAS DEL MAL Y DEL SUFRIMIENTO
    ● EL TRIUNFO DEL BIEN
    ● LA LIBERTAD Y EL DESTINO DEL HOMBRE
    ● EL MILAGRO DE LA GRACIA

    CAPITULO X
    ● LA GUERRA Y EL MUNDO
    ● LA CRISIS SOCIAL
    ● LA CRISIS PERSONAL

    CAPITULO XI
    ● LA MENTE UNIVERSAL
    ● UN ENFOQUE FILOSOFICO DEL CULTO RELIGIOSO
    ● DIOS EN EL UNIVERSO
    ● EL QUE TODO LO CONOCE

    CAPITULO XII
    ● LA REVELACION DE LA REALIDAD
    ● EL CUARTO EVANGELIO
    ● EL MISTERIOSO VACIO
    ● EL MUNDO VERDADERO

    CAPITULO XIII
    ● INICIACION EN LA EXPERIENCIA MISTICA
    ● LAS TRES ETAPAS DE LA MEDITACION
    ● EL DESARROLLO DE LA INTUICION

    CAPITULO XIV
    ● EL YOGA DE LA MENTE DISCERNIDORA


    CAPITULO XV
    ● EL FENOMENO MISTICO DE LA MEDITACION
    ● DE LA VISION A LA VISION INTERIOR
    ● EL YOGA DE LO NO CONTRADICTORIO


    CAPITULO XVI
    ● ALGUNOS FRUTOS DE LA FILOSOFIA
    ● LA VIDA EN RENUNCIA



    CAPITULO I
    A MODO DE INTRODUCCION


    Este libro ha sido escrito en cumplimiento de la promesa hecha en LA OCULTA ENSEÑANZA MÁS ALLÁ DEL YOGA, obra que, en realidad, se proponía iniciar un sendero intelectual para estas abstrusas y abstractas doctrinas.

    El campesino indio que ha acumulado su dinero, monedas, oro o joyas —puesto que todavía no ha adquirido el hábito de llevarlos al banco o de invertirlos—, entierra su valioso tesoro, a mucha profundidad, de modo que sólo trabajosamente pueda extraérselo. También yo he ubicado muy profundamente mis verdades más venerables en la obra que por fin ofrezco a un público perteneciente a los cuatro confines del mundo civilizado. En consecuencia, he diseminado aquí y allá, en el primer volumen algunas simples sugestiones, de modo que hasta el momento en que el lector tuviera en sus manos la doctrina total, no pudiera sacar conclusiones exactas, y por tanto, no estuviera sujeto a falsas interpretaciones.

    Era natural que surgieran críticas apresuradas, a la aparición de mi obra LA OCULTA ENSEÑANZA MÁS ALLÁ DEL YOGA, como era natural que se sintieran defraudados aquellos lectores que buscarán páginas agradables, antes bien que verdaderas. Sin embargo, si he ofendido, fue sólo porque yo buscaba salvaguardar el misticismo de sus peores enemigos, que no sólo están fuera de sus fronteras, sino también dentro de ellas.

    Las mentalidades estrechas, mezquinas e intolerantes, jamás comprenderán la doble índole interpretativa y creativa, de la tarea que aquí emprendo. Por lo tanto, hago extensivas a mis críticos —y especialmente a aquéllos, tan numerosos, que se han apresurado a emitir juicios rápidos de mala interpretación—, mi simpatía intelectual y mi humilde buena voluntad. Algún día comprenderemos suficientemente a nuestro prójimo. Pero ello no ocurrirá en este mundo en el que se juzga todas las cosas y todos los individuos, según sus apariencias. Yo me conformo con esperar.

    Los dos volúmenes entregados ahora a la consideración de los lectores, constituyen una enseñanza que se propone dar a conocer a nuestra época, el sentido fundamental de la existencia, y que es la primera vez que se escribe en idioma occidental, de manera tan completa. No existía, hasta este momento, una exposición tan ultramoderna. Los lectores que pacientemente soportaron el primer volumen, y que supieron esperar —hasta poder recibir la impresión total—, la manifestación integral de la enseñanza oculta, en lugar de quejarse diciendo que se los confundía, puesto que no podían ver a qué fin conducía todo esto; los que se negaron a denunciar contradicciones donde en realidad no había ninguna, podrán ahora comprobar que no se los deja sin recompensa.

    Podrán comprender mejor por qué el primer volumen tenía que dilucidar el primer plano intelectual, manteniendo oculto en segundo plano, el verdadero objetivo de todo este esfuerzo: el Yo superior. Podrán percibir la necesidad de preparar antes sus mentes, para la enseñanza de lo que este libro se ocupa específicamente, y por qué era necesario que aquel primer volumen proporcionara a los aspirantes anteojos mentales que los ayudaran a ver, a través de la niebla ideológica que generalmente los rodea, de modo que ya no tuvieran que oscilar como péndulos de piadosa credulidad, entre doctrinas opuestas y creencias litigantes. Podrán también entender, por qué es necesario inyectar lentamente el suero del mentalismo, con el objeto de contrarrestar el veneno del materialismo, que por lo general infecta no sólo a la mayor parte del pensamiento racional, sino también, aunque más sutilmente, a gran parte del pensamiento religioso, y a algunos aspectos del místico. El mentalismo aspira a que la gente comprenda la diferencia entre mente y cerebro, entre esencia intangible y cosa tangible, entre un principio invisible y una visible masa de carne, recubierta por huesos. A quienes lamenten la gran amplitud de espacio concedido a este tema, debemos decirles que no sólo hay que probar una verdad poco conocida y difícil de creer, de modo que la acepten las mentes cultas del mundo moderno, sino que también existe la profunda necesidad de grabar en la conciencia de aquellos que buscan el Yo superior, la tremenda importancia de comprender racionalmente esta audaz doctrina.

    Toda esta tarea no sólo era preliminar, sino también fundamental en un sentido diferente. Porque al mismo tiempo que abría un sendero a las revelaciones más sutiles de este segundo volumen, erigía además, una visión del universo que podía resultar radicalmente nueva para la mayoría de los lectores. E incluso quienes no tuvieran ni tiempo ni vocación para la fatiga intelectual a la que obligan las cuestiones metafísicas, podían, por lo menos, beneficiarse observando los hallazgos de quienes tienen tiempo y vocación.

    Bien pudiera suceder que estas páginas sólo atrajeran a los que tienen la perseverancia de superar su primer temor frente a formas de pensamiento no familiares, y a los que están preparados para abrirse camino, si bien lentamente, a través de una metafísica sutil hasta llegar a la verdad, más sutil aún, respecto de este universo soñado por Dios, y que esa metafísica busca expresar; puesto que el estudio intelectual del camino hacia lo que trasciende la experiencia intelectual, no puede ser una tarea sencilla. Pero no se depriman quienes no logren captar esta doctrina en su totalidad; existen en ella, profundidades difíciles de alcanzar, lo admitimos, pero es una doctrina que también posee superficies simples al alcance de todos. Ocupémonos, pues, de estas últimas, y dejemos el resto, sin preocuparnos, librado a la futura evolución personal, ya sea que se cumpla en nuestra actual encarnación o en otra venidera. La fe y el interés bastan para producir buenos frutos. Quienes juzguen que no poseen condiciones externas ni inclinación interna para emprender esta búsqueda, también pueden sentirse alentados simplemente al saber que el Yo superior existe, que la vida tiene sentido, que el mundo constituye una totalidad racional, y que vale la pena mantener una conducta recta.

    Para escribir este libro he procurado examinar las fuentes más recónditas del material utilizado. En el transcurso de mis búsquedas descubrí que la enseñanza de la doctrina oculista no constituía un sistema perfectamente unitario, sino que se hallaba diseminada en fragmentos sueltos, repartidos entre los distintos herederos actuales de la cultura asiática, muchos de los cuales no eran indios. Y aunque en el primer volumen hemos mencionado el hecho de que los textos eran sánscritos —puesto que éste fue, en una época, el idioma sagrado del Turquestán oriental, el Tibet y la China—, no debe suponerse que todos estos textos fueran necesariamente indios. Por otra parte, no todos han sobrevivido hasta nuestra época, en su idioma original, ya que muchos se conservan, por ejemplo, en traducciones tekhari, chinas y tibetanas. La desaparición de estos textos, de la India, puede por sí misma explicar el por qué muchos críticos indios no iniciados encuentran que ciertos rasgos de esta enseñanza les son desconocidos.

    He examinado cientos de textos, en el esfuerzo por rastrear y comparar las ideas básicas. El desacuerdo entre expertos venerables y dignos, acerca de muchos puntos fundamentales, echaba sombras oscuras sobre dichos textos, pero me impuse la necesidad ineludible de desembarazarme de cualquier autoridad. Mi proceder contrariaba las nociones y tradiciones asiáticas, pero no podía eludirlo si quería mantenerme fiel al ideal que había vislumbrado.

    Por consiguiente, si bien comencé estos estudios en base a textos indios, abandoné bien pronto mi convicción primera de que la doctrina completa y pura podía encontrarse sólo en ellos, y tuve que ampliar mis investigaciones hasta que dicha doctrina se convirtió nuevamente, en una doctrina de toda Asia. El hilo de Ariadna que me condujo finalmente a través de este laberinto metafísico, fue puesto en mis manos mientras visitaba la Cambodia china, donde encontré, en medio de los desiertos santuarios del majestuoso Anjkor, a otro visitante que resultó ser un filósofo asiático. De él recibí una instrucción esotérica personal inolvidable, cuya justificación final, desgraciadamente tuvo que esperar un poco más de tiempo, y cuya inspiradora demostración del valor que tiene un guía humano, para abrir un claro a través de esa espesa selva oscura y misteriosa, resultó memorable.

    Todo esto no es más que un preámbulo a la afirmación de que en estos volúmenes ofrecemos una doctrina que, en sus principios esenciales, no es una tradición local de la India, sino una tradición de toda el Asia. Según el testimonio de aquel filósofo que personalmente me inició en la escuela metafísica Yaka-kulgan (mongólica), que estudia un aspecto particular de esta doctrina, podemos afirmar, en lo referente a la India, que dicha doctrina se difundió allí desde su centro originario ubicado en Asia central. Pero puesto que no me incumbe aquí la historia desaparecida, no agregaremos más nada.

    Hubiera resultado mucho más sencillo asumir la actitud académica de simple repetición de lo que ya los hombres hubieran dicho o escrito, de la misma manera que hubiera satisfecho más a mi vanidad, el ostentar los alcances de mi erudición, salpicando a ambos volúmenes con unas mil citas de nombres o palabras sánscritas, tibetanas y chinas. Pero la vida actual nos apunta con espada desafiante. Demasiado sensible al espíritu iconoclasta de nuestra época; demasiado enamorado de la austera imagen de la verdad, como para valorar sus despreciables ropajes; demasiado perturbado por lo que físicamente he visto y personalmente he experimentado, en esta época tan chocante, no podía conformarme algo que no fuera una inédita reconstrucción vital.

    Por estos motivos, no he titubeado en utilizar fuentes desconocidas en la antigüedad, ni tampoco, en volver a escribir todo lo aprendido, en la forma plasmada por la experiencia científica y el conocimiento metafísico de Occidente. No se trataba de que yo —que me considero a igual nivel que un estudiante— buscara arrogantemente, mejorar la doctrina antigua, ya que por cierto sus esencias básicas son inexpugnables, y permanecerán inmutables por toda la eternidad; se trataba más bien, de que yo deseaba mejorar la presentación contemporánea de dicha doctrina antigua, y hacer un empleo humano de lo que a menudo se presentaba ante la visión occidental como una metafísica deshumanizada. A pesar de nuestras incursiones por los reinos celestiales, nosotros todavía deseamos —y está bien que así sea—, permanecer incorregiblemente humanos. Por lo tanto, aunque este libro fue escrito en forma intelectual, para satisfacer los requerimientos de nuestra época, se equivocará quien lo suponga inspirado sólo en conceptos puramente lógicos, o quien crea que únicamente es una reinterpretación modernizada de enmohecidos documentos antiguos y de textos de pergamino devorados por las hormigas. Para aliento de los aspirantes, digamos categóricamente, que muchos de los conceptos de esta obra son el resultado, no sólo de tales reinterpretaciones, sino también de una auténtica experiencia viva.

    Aunque estas fueran las únicas razones, por sí mismas hubieran justificado, sin embargo, innovaciones heréticas, pues lo que anima estas páginas es el simple anhelo de ayudar al prójimo, por encima de los diferentes estilos de vida, al logro de sus más altos propósitos. Y para complementar este anhelo de manera más eficaz, he buscado ayudar, creativa no imitativamente, a que un conjunto muy disperso de gentes de nuestra época, pueda lograr su propia comprensión interna de la existencia, y desarrollar su propia potencia cultural. Lo que hoy se necesita no es antiguos dogmas sino dinamismos nuevos. Nuestro siglo debe hablar por sí mismo. Debemos hacer que el pasado nos instruya pero sin esclavizarnos. Sólo así pueden estas difíciles doctrinas presentarse al hombre de mentalidad moderna, en forma tan clara como el agua de un lago suizo. Por consiguiente, ofreceremos esta doctrina por sí misma, y no, según el valor de cualquier tradición que pueda subyacer en su fondo, y la ofreceremos a mentalidades libres, no a mentalidades esclavas. Finalmente, baste decir que en el esfuerzo por dar forma sistemática y presentación científica, a estas ideas; en el deseo de ayudar a los estudiantes a deducir progresivamente una verdad de otra, ordenada y coherentemente, en la aspiración de expresar estas doctrinas en un modo comprensible a los contemporáneos, y en la necesidad de fundamentar el todo en hechos verificables, más bien que en dogmas aceptados, he tenido por cierto, que reconstruir esta antigua pirámide de revelación externa, adaptándola a las líneas modernas, desde la base hasta la cúspide. Digamos entonces, que lo que aquí presentamos es una fresca reencarnación y no un cadáver resucitado.

    La cultura se está volviendo cosmopolita. En la actualidad, ninguna idea puede ser sólo un patrimonio nacional. Los valores tienden a salvar las fronteras. Y después de todo, la mejor respuesta que puede darse a los críticos orientales, es afirmar que la luz interior está presente en todos los hombres, occidentales y orientales; que la vislumbre de la percepción interior de la verdad puede descender sobre los hombres de cualquier parte del mundo; y que el descubrimiento de lo real no está condicionado por los límites geográficos sino por las fronteras individuales. La filosofía, en el sentido integral que aquí doy a este término, ha dejado de ser una fuerza vital en el Oriente actual, si bien la metafísica continúa una existencia hasta cierto punto precaria, y el misticismo, una vida en gran parte anémica. Concebir al Asia de hoy a través de estos textos sánscritos, que tienen de dos a siete mil años de antigüedad, y que son los restos recuperables de esta enseñanza —como lo afirman los entusiastas que dicen que Oriente es espiritual y que Occidente es materialista, y como yo mismo lo sostenía durante mi inexperta juventud—, es tan románticamente erróneo como imaginar la Europa actual a través de los libros latinos de los escolásticos medievales. Dichos entusiastas están ofuscados en el presente por aquello que Oriente fue en un pasado desaparecido.

    Actualmente camino en completa libertad de pensamiento y, como Emerson, "sin escuela ni maestro". Mi vida ha sido una búsqueda de la verdad, y si alguna vez he pasado de una afirmación a su contraria, la diosa que me ha hechizado también debe compartir la vergüenza, si es que puede hablarse de motivo de vergüenza.

    Durante largos años me he comprometido en el examen y comparación, dentro de mis propios medios —y también de acuerdo con la experiencia observada de otros muchos hombres —de un conjunto de ideas y ejercicios exóticos considerados pretendidamente como los medios que ofrecían los caminos teóricos o prácticos hacia diversos ámbitos ocultos y sagrados de las místicas tierras yogis prometidas. No es culpa mía que los resultados no siempre hayan sido convenientes y compatibles.

    Ya lo hemos dicho, pero debemos insistir en ello una vez más, que no escribo como si estuviera usando la toga de maestro —ni mucho menos como un maestro blandiendo su vara— sino solamente como quien comparte las penurias de un estudiante. Conozco muy bien las dificultades y las oscuridades, los errores y caídas que miden cada milla de esta búsqueda. Pero también conozco visitas supraterrenas y comuniones celestiales, y algo que no tolera negativas me pide que deje un testimonio antes de alejarme de esta tierra. Cualquier otro rango diferente a éste de estudiante entre estudiantes, es aquí rechazado, pero no necesariamente esto disminuye la importancia de lo que aquí se dice.

    La letra de este intento es admisiblemente, una letra audaz, pero el espíritu detrás de la misma es sólo un humilde espíritu. Es posible que sea una gran temeridad el escribir estos pensamientos, pero sería mucho mayor la timidez de rehusar decirlas en una época como la actual. En medio de las confusiones y desesperaciones de una época desolada, en la que la estructura de la sociedad tiembla sobre nuestras cabezas como una casa construida con delgados naipes, quien sepa que existe una esperanza superior para la humanidad tiene el deber ineludible de pronunciar la palabra olvidada, para salvación de quienes quieran oírla. Por consiguiente, quienes entre nosotros se preocupan por la verdadera salvación de la humanidad deben dar a conocer dichas ideas, deben encender lámparas piadosas no sólo para ellos sino también para los otros, ya que los hombres viven de acuerdo con sus ideas dominantes por falsas o verdaderas que ellas puedan ser.

    Escribo para los pocos que, alertados por la guerra mundial han comprendido que, ni el muerto materialismo ni el misticismo ciego, pueden por sí solos bastar; que han sentido que muchas preguntas les subían a los labios, y que por tanto buscan una verdad superior que incluye aquello que tiene valor en ambos enfoques y que además trasciende sus respectivos defectos. Los hombres deben llegar y golpear a las puertas de dicha escuela desde su propio impulso interior, desde sus severas reflexiones personales acerca del sentido de las aflicciones y alegrías de la vida, desde su propio deseo de no sufrir ya más a ciegas. Deben llegar el estado descrito por Virgilio: "cansado de todo excepto del comprender". Y no pocos hombres, a causa de las terribles experiencias de esta era mutilada por la guerra y con sus horrores vivos y sus esperanzas muertas, estarán cerca de dicho estado de ánimo.

    Si estos pensamientos estuvieran, en realidad, demasiado lejos del mundo como para alcanzar a quienes pertenecen, desesperadamente, a dicho mundo, no tendrían derecho a levantar una pluma y remover tinta. Pero, puesto que la mente es la base implícita de toda existencia, el conocimiento de la verdad acerca de la mente no puede producir otro efecto que el de proporcionar un mejor apoyo a dicha existencia. Que esto es así; que las más venerables verdades sobre la realidad y sus sombras pueden integrarse a los intereses prácticos de la vida personal y nacional, es algo que resultará suficientemente claro a quien tenga la paciencia necesaria como para estudiar la doctrina en su totalidad.

    Estas páginas son echadas a volar por la ventana sin ilusiones adolescentes respecto de la acogida que reciban; si acaso unas pocas de ellas caen para descansar un instante junto a uno o dos amigos, recordándoles su origen y destino divinos, esto sólo, sin duda, será suficiente.


    CAPITULO II
    SIGNIFICADO DEL MENTALISMO


    Debemos comenzar a filosofar a partir de los concretos hechos de la experiencia, no desde presupuestos no comprobados de la fantasía. El conocimiento que no parte de la experiencia solamente habitará en el reino de la conjetura, sin alcanzar jamás la certidumbre.

    Pero, ¡cuidado! porque este primer hecho es delicado en extremo. La verdadera experiencia no es lo que aparenta ser. Los sugestivos estudios del primer volumen, referentes a la relatividad del tiempo y el espacio; las sobrecogedoras vislumbres de los instantes mágicos que las ilusiones pueden hacer descender sobre nosotros; los reveladores descubrimientos de la naturaleza mental de todas las cosas, no menos que los análisis semánticos de los significados y de las palabras que los revisten, se han mancomunado para ponernos en guardia respecto de los engaños de los sentidos y de las trampas de la conciencia; en resumen, para volvernos prudentes sobre eso que se llama experiencia.

    El hombre adapta sus experiencias al esquema de las ideas que posee. Rara vez sospecha que su esquema es tan equivocado y tan limitado que sólo apartándose de él podría descubrir el auténtico significado de su experiencia. Kant en forma especulativa y Einstein con lenguaje científico, nos han dicho y enseñado que la percepción humana común se limita a las meras apariencias; que, en realidad, jamás alcanza la esencia última de este mundo, pues está condenada a contemplar al Dios de la Realidad a través de estatuas. Conocemos únicamente lo que nos dicen nuestros sentidos. Nuestra experiencia está supeditada a ellos. Por consiguiente, nunca alcanzamos la absoluta verdad de las cosas sino solamente por medio del efecto que producen en nuestros sentidos.

    Analicemos un simple ejemplo. Sabemos que nuestros ojos están estructurados como pequeñas cámaras fotográficas. Ahora bien, si en cambio la Naturaleza los hubiera construido —como hubiera podido muy bien hacerlo— como pequeños microscopios, podríamos ver cada día un mundo sorprendentemente diferente del que realmente vemos, mientras que si los hubiera plasmado como pequeños telescopios contemplaríamos un cielo asombrosamente distinto cada noche. La Naturaleza hubiera podido alterar los alcances vibratorios de nuestros oídos de modo que éstos pudieran percibir numerosos sonidos claros donde, actualmente, sólo captamos silencio inerte. Más aún, la Naturaleza pudo ir mucho más allá. Poseemos cinco clases de experiencia sensorial pero muy fácilmente la Naturaleza pudo habernos provisto de cinco sentidos extra, agregado que nos hubiera transformado, mágicamente, en seres sobrehumanos. ¿Quién afirmará que estas cosas no pueden ocurrir todavía, si bien acordes con la lentitud evolucionista; que no puede suceder que la Naturaleza decida, un buen día, alterar sus planes en este sentido?

    Insistamos pues, en afirmar que el ojo ve una superficie lisa cuando contempla la superficie lustrada de una mesa, mientras que, por medio de un poderoso microscopio esa misma superficie se le presentaría rugosa y constituida por diminutas colinas y valles. ¿Daremos crédito al simple ojo o al microscopio? Esta es una analogía muy exacta. Pues la mayoría ignorante de las cuestiones filosóficas profetiza superficialmente. No sospechan, estos profetas de las superficies, que la relatividad gobierna toda existencia, incluso la de ellos. De modo que todas las cosas tienen un doble carácter o aspecto que nos obliga a un doble enfoque. ¿Tendremos en cuenta sólo el punto de vista práctico o atenderemos también al filosófico?

    Toda cosa percibida a través de los sentidos resulta captada de manera sólo parcial e incompleta. Cuando exaltamos las representaciones de ojos, oídos, manos, lengua y nariz, es decir, cuando consideramos que la experiencia humana realmente es lo que parece ser, no somos otra cosa que videntes superficiales. Los objetos de nuestra experiencia en realidad, guardan, con los objetos mismos, una relación similar a la que existe entre un sombrero, un saco, una camisa, un par de pantalones y unos zapatos usados por alguien, y la esencia misma de ese hombre. Los sentidos nos ayudan a conocer ciertas cosas sólo porque excluyen muchas más, de nuestro campo de percepción.

    Por consiguiente, para conocer el mundo tal como es, tendríamos que ampliar los alcances de nuestra conciencia a una dimensión superior.

    Cuando dos trenes corren en la misma dirección y a igual velocidad, un pasajero sentado junto a la ventanilla de uno de ellos no percibirá movimiento alguno en el viajero del otro tren. En rigor, cada uno contemplará al otro con la sensación de que el tren está detenido, si sólo contara con la evidencia de su vista como información. Esta es una común experiencia de todos los días válida tanto para ejemplificar el significado de la relatividad cuanto el sentido de la ilusión. No podemos confiar en la exactitud de todo aquello que experimentamos, de la misma manera que tampoco debemos confiar en que toda experiencia exacta no sea meramente relativa. Tener conciencia de algo es tener conciencia de sus relaciones con las demás cosas y con la persona que observa. Por consiguiente, sólo existe el conocimiento basado en las relaciones, es decir, el conocimiento que siempre es relativo. El filósofo debe dividir el conocimiento en dos formas: a) el estado de las cosas tal como se presenta a nuestros sentidos, b) el estado de las cosas tal como éstas son, realmente, en su índole esencial. La primera forma de conocimiento produce un enfoque basado en las apariencias, mientras que la segunda determina una visión más verdadera. En sí mismo, el punto de vista práctico necesariamente tiene que llegar a la conclusión de que la verdad es inalcanzable, pero considerado como indicador de la necesidad de un modelo absoluto de referencia, desempeña su papel en la búsqueda de la verdad. La apelación a los criterios prácticos puede silenciar nuestras dudas acerca de la realidad de lo que nos llega como experiencia material pero no puede resolverlas. Puesto que para comprender la realidad primero debemos comprender lo irreal.

    No es tan sencillo decir qué es "una cosa" como puede suponerlo quien jamás se haya detenido a reflexionar sobre la cuestión. Ya que, orientado por las irrefutables impresiones que obtiene mediante sus ojos y dedos, este hombre presupone que la cosa observada es obviamente inerte y permanece siempre la misma, cuando, en realidad, hay por ejemplo, una circulación tan continua de sus íntimos elementos, un juego tan cambiante de sus electrones, que la cosa, en sí misma, se desliza a través de los dedos intelectuales hasta resultar inaprensible. Esto parece extraño y suena a absurdo, y, sin embargo, científicamente consideradas, las cosas son, en su última instancia, verdaderos campos de energías electrónicas y protónicas girando a velocidades prodigiosas. Estrictamente hablando, no existe, en este vasto universo, un estado tal de absoluto reposo. Toda vez que creemos que algo está quieto, simplemente estamos dando crédito a una ilusión. Pues el reposo de ese algo es sólo relativo. Es, como lo ha señalado Einstein, únicamente una apariencia de reposo. En rigor de verdad, incluso las partículas de una piedra que presumiblemente yace inerte al costado del camino, bullen en incesante movimiento.

    ¿Qué encontraremos si penetramos en la oculta estructura del microscópico mundo de los átomos? Sus electrones giran constantemente; sus protones vibran incesantemente. Si contemplamos el interior de la conciencia humana la descubriremos entregada al movimiento en constante vórtice de pensamientos y sensaciones. ¿Hay acaso algún pensamiento que dure un poco más que un brevísimo momento? Cuando analizamos nuestra conciencia descubrimos que los pensamientos son demasiado numerosos como para permitirnos un cómputo de su cantidad. Se suceden unos a otros incesantemente. Nacen en un instante pero mueren al momento siguiente.

    El mentalismo demuestra que nuestra experiencia de la totalidad del mundo no es otra cosa que nuestros pensamientos acerca de dicho mundo. Dichos pensamientos, como lo explicaremos en detallé, no tienen existencia continua, y se desvanecen sólo para ser sustituidos por otros similares (pero no idénticos), y es por esto que tenemos la ilusión de una continuidad pareja. Por lo tanto, el mundo que conocemos está en estado de continua transformación más bien que en estado fijo. Así, una ley de movimiento rige toda cosa material y mental. Ahora bien, el movimiento implica traslación, el paso desde una anterior posición de una cosa o pensamiento hacia una nueva posición, y esto involucra cambio. Lo cual hace que el universo sea antes bien que una estructura, una corriente. La realidad del mundo estriba en su movimiento constante. La ostentosa estabilidad y solidez que los sentidos colocan delante de nosotros son meras apariencias: tal es el veredicto de la razón. Por tanto es ésta la falacia ilusoria de la forma que adquiere la experiencia humana.

    Cierto mecanismo utilizado para señales nocturnas de advertencia, ilustra adecuadamente este punto. Si dos pequeñas cajas adyacentes son equipadas con válvulas eléctricas que por medio de un mecanismo adecuado se encienden alternadamente, en cualquier momento determinado una de las válvulas se iluminará o estará apagada. Y sin embargo, quién las observe contemplará una continua luz brillando de izquierda a derecha o viceversa. Aún en el momento en que la retina no registre ninguna válvula encendida, aun cuando no exista en realidad, ninguna luz, ¡los ojos registran lo contrario! Aquí debemos recordar nuestros primeros estudios, que demostraron que el proceso mental incluido en la captación de ilusiones sensoriales, y el proceso mental comprendido en la aprehensión de las cosas materiales así llamadas, son similares.

    Proporcionando calor suficiente, no hay sustancia alguna e incluso ni siquiera el más duro de los metales, que no pueda fundirse y luego transformarse en vapor gaseoso. Y por medio de investigaciones microscópicas suficientemente poderosas aplicadas al estudio de un gas, éste se revela como una sustancia compuesta por centelleantes puntos de luz en perpetuo movimiento. Y a pesar de esto, normalmente los sentidos nada nos anuncian acerca de que la luz constituye, desde el punto de vista científico, la materia última del universo, como tampoco nos dicen que el movimiento sea el estado último del universo.

    Jamás hay un instante en que se detenga la perpetua vibración del mundo, nunca existe una fracción de segundo en que la oscilación de la energía atómica se aquiete. Nada permanece. Puesto que la ciencia tiende a una mayor exactitud, recientemente ha comenzado a considerar, en sus descripciones, a la Naturaleza como constituida no por cosas, sino más bien por un tejido de acontecimientos, una serie continua de sucesos, es decir, como un proceso.

    No podemos confiar en nuestros ojos, oídos y manos, en esta cuestión, pues el campo de acción de los mismos es demasiado reducido como para mostrarnos el verdadero estado de la Naturaleza. Actualmente, únicamente el lego y el ignorante persisten en la creencia caduca de que el mundo es sólido, estable y estacionario, más aún de lo que parece. Porque ellos toman las experiencias comunes cotidianas como esquemas de comprensión. ¡La de ellos es la "filosofía de superficie" que convierte lo tactado por los dedos, en criterio de la realidad última! Esta concepción común del mundo es, por supuesto, esencial para la vida práctica, pues ésta posee una verdad propia limitada, pero cuando nos elevamos al enfoque filosófico, descubrimos que dicha verdad no resiste el análisis. Si bien resulta perfectamente correcta en su plano, aquí se vuelve una visión equivocada. Puesto que no agota todas las posibilidades del universo.

    Así, la razón contradice el juicio de los sentidos, y la filosofía silencia la voz de la opinión. "La cultura invierte las concepciones vulgares sobre la Naturaleza... Es cierto que los niños creen en el mundo externo. La creencia de que dicho mundo sólo es apariencia, es una concepción que surge más tarde", fue el sabio comentario de Emerson en su obra Ensayo sobre la Naturaleza.

    Lo que la ciencia ha descubierto con la ayuda de agudos instrumentos, los antiguos sabios lo descubrieron hace más de dos mil años, con la sola ayuda del pensamiento concentrado. "El hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río", afirmó el griego Heráclito. "Para quien percibe la verdad y sabiduría de que todas las cosas de este mundo son transitorias, no hay en este mundo 'Es' ", declaró el indio Buddha, quien también señaló que nada permanece idéntico a sí mismo en dos momentos consecutivos.

    Pero todavía es más antigua que la sabiduría de estos dos hombres, esta doctrina enseñada por antiquísimos sabios del Asia en el este hasta Norteamérica en el oeste. Ellos predicaron, exactamente como lo hacen los científicos modernos, que el universo total está en constante movimiento, y que dicho movimiento asume una forma circular, rotativa. Y todavía fueron más allá, afirmando que en el punto donde comienza originariamente un círculo, no es posible señalar un comienzo o un final, de modo que tampoco se pueden indicar los puntos del espacio o del tiempo donde originariamente comienza o termina el cosmos. Éste es, en verdad, totalmente inconmensurable. Por consiguiente, dichos puntos representan tanto la forma como se origina el mundo cuanto la inconmensurable corriente de las cosas de ese mundo, por medio del símbolo ilustrativo de la Swástíka, que es otra forma de la rueda. Sus rayos cruzados representan el eje polar atravesado por la línea ecuatorial mientras que su actividad rotativa representa el hecho de que la tierra es una "materia" dinámica y no inerte.

    La ciencia ha dado vuelta la materia sólida de adentro hacia afuera y descubrió que ésta estaba prácticamente vacía. El vacío de la sustancia material es desproporcionada y fantásticamente inmenso cuando se lo compara con la pequeñez diminuta de los electrones incesantemente moviéndose dentro de ella. Esto significa que el mismo suelo por el que caminamos es casi totalmente espacio vacío. Pero nuestros sentidos del tacto lo vuelven firme, compacto, inmóvil e impenetrable. Este sentido particular del tacto nos proporciona, en verdad, una experiencia ilusoria, debida, por supuesto, al limitado campo en el que puede operar. No es por consiguiente sorprendente que, ya que se han revelado hechos aún más importantes, algunos científicos prominentes hayan comenzado a dar su confirmación desganada al descubrimiento tardío de que el materialismo, la doctrina que afirma que todas las cosas que se presentan a la experiencia sensorial física constituyen la realidad última, la creencia basada en que el concepto denominado "materia" representa algo que constituye la sustancia existente básica correspondiente a dicha experiencia, la concepción de que el universo está constituido solamente por esta materia en movimiento, es una teoría insostenible.

    La antigua ciencia afirmaba que el mundo físico es una simple masa cambiante compuesta por trozos de fría materia inerte, por indivisibles partículas llamadas átomos. Pero cuando se le preguntaba por la índole de esta sustancia llamada materia, daba razones incoherentes. No podía dar una explicación válida sin admitir que su respuesta implicaba vastos misterios sin solución. Y finalmente, los recientes acontecimientos del siglo XX, que fueron descubiertos a partir del aparente vacío de un tubo vacío, y que más tarde se desarrollaron a través de la investigación experimental en el terreno subatómico, obligaron a una liquidación total de la antigua ciencia. Con ella desapareció la creencia en una materia primordial existente en el espacio, que cambia con el tiempo y que determina la fundación del universo.

    La ciencia actual afirma abiertamente, que los átomos no son la última palabra, y que tampoco la materia es la sustancia última. Los átomos han sido divididos y se descubrió que son "ondas". ¿Ondas de qué? nos preguntamos. Y la ciencia responde, ondas no por cierto de materia sino de energía. Un sinnúmero de procesos dinámicos ha reemplazado al almacenamiento antiguo de sus-tancias inertes. Pero posteriormente a los descubrimientos realizados por la investigación de la actividad del radio, se produjo la revolución de la teoría relativista que todavía pudo avanzar más gracias a la física cuántica. Así, se reemplazó la vieja estructura del mundo concebida como sustancia inerte, por una serie de sucesos dinámicos. La sustancia del mundo no es un algo estable sino un proceso de acontecimientos. El universo es una "transformación", no una cosa, y menos una cosa material. El elemento fundamental del universo no es una masa inerte sino una serie de sucesos cambiantes. En resumen, vivimos en un mundo en donde la realidad primera y final no es una cosa estática, sino una fuerza activa que, sorprendente pero verdaderamente aparece como si fuera una cosa.

    De modo que los científicos que han rechazado la concepción de la materia aún creen en la energía. Ésta se ha convertido en lo que ellos consideran la "materia" última. Pero resulta que la energía de la que ellos hacen derivar el mundo es tan incierta como la materia. Ya que cuando preguntamos en qué consiste esa producción, sólo obtenemos criterios acerca de supuestas "transformaciones", es decir, sonido, calor, luz, etc. No hallamos una energía pura en sí misma. ¿Por qué? Porque se trata de una creación conceptual solamente útil para propósitos prácticos. Los científicos nunca han percibido esta verdad. Lo único que ellos perciben de esa energía, son sus apariencias de sonido, luz, calor, etc., pero jamás han podido captar la energía misma aislada. Como realidad concebible, es todavía más inalcanzable que la materia. Como teoría matemática para fines prácticos, y como símbolo calculador para propósitos técnicos, desempeña un papel útil, pero es aún una suposición. Se la supone como algo que actúa detrás del movimiento universal, pero todavía no se ha hecho presente a la contemplación.

    Finalmente, la justificación última del materialista no es la razón, porque si bien piensa con ahínco, solamente cree. Puesto que es sólo por un acto de simple fe que él acepta el testimonio de la experiencia sensorial. La ciencia del siglo XIX alardeaba de ser la única que manejaba el mundo real. La ciencia relativista del siglo XX ha comenzado a admitir tristemente, que sólo puede manejar un mundo de abstracciones. Porque ha descubierto que sólo manipula con algunas características particulares de la realidad —nada más que esto— y por cierto acepta que no maneja la cosa misma. Esta ciencia se mueve constantemente en una dirección particular que la obligará —y esta predicción se cumplirá en el término de este mismo siglo— finalmente a reconocer, a través de sus propios hechos y propios razonamientos, que el elemento primordial del mundo es de igual naturaleza que el que produce nuestras ideas. Se verá entonces que la energía no es la raíz primaria del universo, que, siendo la realidad última de naturaleza mental, no puede limitarse a esa energía, y que es uno de los principales aspectos de esta realidad y no un poder independiente en sí mismo. La mente es de por sí la fuente de la energía que la ciencia quiere considerar como elemento primordial del universo. En resumen, se descubrirá que la energía es un atributo de la mente, algo que la mente posee de la misma manera que el hombre posee el poder de hablar. No consiste por supuesto, en esa cosa débil que generalmente los humanos entendemos por mente, y que no es sino una sombra; es la realidad que proyecta la sombra, la Mente universal que está detrás de todas nuestras pequeñas mentes.

    La ciencia moderna comenzó estudiando y descubriendo las propiedades de las cosas; no podrá menos que terminar descubriendo la sustancia primordial de esas cosas; pero, para lograr este fin se ve lentamente forzada, por la revolucionaria importancia de sus propios descubrimientos, a dar un salto mortal que la hará aterrizar en la metafísica. En el proceso final, sus últimas conclusiones deberán fusionarse con las concepciones metafísicas que han revelado que la materia no es otra cosa que una invención verbal y que la energía no es más que la actividad de la mente.

    Podrán muy bien los científicos decirnos, después de una profunda investigación, que toda sustancia física es un movimiento incesante, y que sus átomos son cúmulos de energías que giran en torbellinos, pero nosotros lo mismo veremos, realmente, cosas sólidas y fijas. No hay argumento que pueda desplazar el hecho simple de esta experiencia cotidiana. Nos hallamos ante una asombrosa paradoja. ¿Cómo se resolverá? ¿Podemos aceptar conjuntamente dos conceptos tan opuestos? La respuesta es, sí. Un rayo de sol, al atravesar un prisma, se convierte en algo contrario a lo que parece ser, ya que se quiebra en siete colores. Un diamante centellea a la luz, y sin embargo tiene la misma constitución química de un trozo de carbón negro. Por lo tanto, lo que surge a primera vista no es necesariamente lo verdadero. Los sentidos pueden decirnos algo respecto de las cosas, tal como ellas parecen ser, pero muy poco, respecto de lo que las cosas son en realidad. Y si retrocedemos al primer tomo de esta obra, comprenderemos mediante la investigación de las ilusiones, que es posible ver diferentes formas y figuras, que no tienen otra existencia que la existencia mental.

    Si vemos una cosa en estado de absoluta quietud, y la ciencia nos afirma que en realidad está en estado de perpetua inquietud, tenemos todo el derecho de pensar que la anomalía se debe a las limitaciones de nuestras propias percepciones, que en última instancia son sólo nuestra propia conciencia. La estabilidad que nosotros vemos no puede ser otra cosa que una construcción mental. Nos asiste el derecho de relegar la actualidad de la cosa al reino al que siempre debió pertenecer, es decir, a la mente. Es ésta la significación fundamental de todos los cambios de la forma, ya que es la explicación fundamental de toda relatividad. La paradoja se vuelve racionalmente comprensible, y de este modo desaparece, en cuanto aceptamos que, cuando nuestra experiencia del mundo material espacio-temporal es rastreada hasta su origen oculto, se revela como una construcción mental.

    El pensar y el sentir construyen el mundo que conocemos, ya que toda sensación es pensada o sentida como tal. ¿En qué consiste este mundo, aparte de ser el completo cúmulo de ideas y emociones? Nada hay fuera de esto. No existe mundo físico en el sentido en que lo concibe el hombre ignorante. Sólo hay una continua serie de pensamientos que se manifiestan constantemente excepto cuando dormimos sin tener sueños. La percepción y el pensamiento no son sino fases de la actividad mental en la cual la primera depende del segundo. Nosotros pensamos y el mundo aparece. Nosotros dejamos de pensar, y el mundo desaparece. La conclusión de que la mente y el mundo están inextricablemente entrelazados es ineludible. Cuando hacemos un último análisis del mundo total, descubrimos que éste es de un material totalmente distinto del que parece ser. Puesto que todo objeto material determinado, desde una sólida roca hasta una nube tenue, se resuelve en un fragmento mental, es decir, en una idea. La inmensa cantidad de dichos fragmentos, cuya totalidad constituye el universo, no es otra cosa que las modificaciones diversas de un único elemento original: la Mente. Debemos procurar una vislumbre de esta gran verdad de que la Mente, como esencia inmaterial, es el ser último a partir del cual han surgido tanto la materia cuanto la energía.


    LA RELATIVIDAD DEL MUNDO


    El mentalismo deriva su nombre de su principio fundamental que establece que la mente es la única realidad, la única sustancia, la única existencia; y que las cosas son nuestras ideas, y que las ideas están sustentadas por nuestra mente. El Mentalismo, en resumen, es la doctrina que afirma que, en última instancia, no hay nada más que Mente.

    Ciertamente, la experiencia parece ubicar las cosas fuera de la mente, pero el análisis mentalista revela que ellas son productos mentales, y por consiguiente, que no podemos, en realidad, permanecer fuera de ellas, porque no podemos salir de nuestra mente. Se ha demostrado en el primer tomo de esta obra, al analizar la enigmática existencia del mundo, y al enfocar la luz del examen científico sobre el funcionamiento de nuestros cinco sentidos, que los objetos que ellos captan están ubicados solamente en la mente, y que el mundo total está mentalmente construido. No era posible, sin embargo, en un libro tan elemental, proporcionar una explicación adecuada y una prueba final de esta doctrina del Mentalismo —que parece tan sorprendente e increíble cuando se la menciona por primera vez— como tampoco era posible aclarar algunas dificultades inevitables y efectuar una exploración completa de sus significados más profundos. Esta obra puede ayudar a cubrir aquella brecha.

    Cuando contemplamos más profundamente el mundo físico, ya sea a través de la experiencia común, ya sea según una revaluación científica de dicha experiencia, descubrimos que este mundo es realmente lo que nos dicen nuestros sentidos. Nuestros sentidos solamente pueden hablarnos del color, tamaño, volumen, peso, forma, dureza, temperatura y otras propiedades de una cosa; no pueden decirnos que hay también una sustancia o "materia" separada que ostenta estas propiedades. Cuando afirmamos que existe dicha sustancia, estamos simplemente afirmando una opinión, no un fragmento de pensamiento. Porque cuando observamos más profundamente lo que nos dicen los sentidos, descubrimos que es lo mismo que nos dicen nuestras mentes.

    Cualquiera considera que nosotros tenemos conciencia de que hay cosas en el mundo, solamente en el sentido de que nuestros sentidos captan las propiedades de esas cosas. Pero el mero contacto físico de los sentidos y su contorno no es suficiente para producir dicho conocimiento. Se necesita algo más. Únicamente en la medida en que somos mentalmente concientes de lo que nos revelan los sentidos, somos concientes del mundo en general. Por más que nos esforcemos, por más que hagamos lo que querramos, siempre será imposible evadirnos de esta "mentalidad" del único mundo sobre el cual tenemos derecho a hablar. Ni siquiera los materialistas pueden eludirlo. Ni siquiera ellos pueden mostrarnos un mundo totalmente liberado de esa "mentalidad".

    El término "mentalismo", tal como se lo usa aquí, no significa la forma inmadura que, bajo el nombre de "idealismo objetivo", algunos de sus sostenedores elementales han concebido respecto de las doctrinas de cierta cantidad de metafísicos occidentales e indios, que apenas han superado a medias las tendencias materialistas de su concepción. Ellos distinguen entre cosas mentales y cosas materiales, y afirman que si bien sólo podemos conocer las primeras, la coexistencia de sus contrapartes externas materiales deben ser admitidas. Por mentalismo queremos significar más precisamente lo siguiente: que todas las cosas de la experiencia humana, sin ninguna excepción, son absoluta y enteramente, cosas mentales, y no, simples copias mentales de cosas materiales; que todo este panorama de la existencia universal no es otra cosa que una experiencia mental, y no simplemente una representación mental de una existencia material separada; que podemos lograr estas conclusiones, no sólo por medio de una correcta consecuencia del pensamiento razonable, sino también a través de una reorientación de la conciencia durante la meditación mística superior.

    Pero el materialista, a su vez, puede a la altura de lo que decimos, poner un reparo atendible, alegando que el mentalismo anularía teóricamente, toda la existencia del universo, antes que éste pudiera aparecer frente a una mente perceptiva, ya que, cuando el planeta estaba inhabitado, es decir, durante larguísimos períodos de esa era geológica, no había ningún ser humano que pudiera pensarlo, no había idea alguna que lo representara. ¡Por lo tanto, quedaba anulada su propia existencia! También a esta altura, el crítico religioso ortodoxo puede objetar que ningún observador humano pudo jamás haber visto el acontecimiento de la divina creación, así como tampoco, el período de la preparación planetaria que le siguió —ya que los seres humanos no habían sido creados todavía por Dios— y en consecuencia, ninguna mente humana pudo haber conocido personalmente ningún hecho perteneciente a esta época; así, no pudo haber surgido ninguna idea.

    Es necesario dar algunos conceptos previos antes de refutar estas críticas. Si bien en la actualidad vemos el mundo presente, que es percibido por los sentidos, como una realidad constituida por tantas ideas separadas en la conciencia, si bien podemos también concebirlo como numerosas apariencias separadas para un observador, no podemos concebirlo como algo totalmente solo y aislado en una existencia autodependiente. Hay algo que une todos estos elementos cambiantes de la experiencia, algo que liga estos hechos externos y diversos. Cuando analizamos el significado de los mismos, descubrimos que el hilo que los mantiene unidos es la mente que los capta. Es necesario que siempre esté presente una mente que los capte, en el momento en que ellos aparecen, porque ellos están en esa mente y le pertenecen. La secuencia de las experiencias obtiene su continuidad de la continuidad de la propia mente que experimenta. No existe realidad autosustentada, no hay existencia independiente en el mundo conocido —que es el único que podemos aceptar inteligentemente— aparte de nuestra mente. Todo cuanto es pensado, sentido u observado, se relaciona de algún modo con una mente que piensa, siente u observa.

    Creer que las ideas pueden existir separadamente de un pensamiento que las sustente o produzca, es aceptar el absurdo. Obtenemos el conocimiento de la existencia del mundo a través de los cinco sentidos, y sólo de esta manera, porque también adquirimos el conocimiento de nuestra propia existencia. Las ideas no pueden estar suspendidas en el vacío. Deben estar apoyadas en algo. Este suelo sobre el que las ideas descansan está siempre allí, ya sea que sustente pensamientos o que no sostenga pensamiento alguno. Es este principio mental el que nos permite dudar del valor de las apariencias materiales, porque la existencia misma de dichas apariencias se refiere a ese principio. Pensar en el mundo presupone la simultánea existencia de una mente pensante.

    Ahora bien, el ser pensante está rodeado por el no-ser, es decir, por todas las cosas exteriores a su cuerpo. Todo cuanto está incluido dentro de esta esfera externa se denomina mundo. No es posible separar ambas instancias. La sola idea de un ser implica que su existencia se distingue de lo que no es el ser, es decir, lo que resulta externo a él. Por consiguiente, el uno supone la existencia del otro. El ser existe a través de su mundo y su mundo existe a través del ser; ambos son interdependientes. Ya que, si bien estas instancias se sienten en la experiencia, como separadas y opuestas, ellas son conocidas, por el análisis, como unidas y juntas. Siempre aparecen ligadas, siempre existen juntas y siempre se desvanecen unidas. La realidad ni siquiera nos permite separar esta relación entre ambas. Siempre aparecen juntas a la conciencia común, jamás nuestra experiencia ordinaria es la del mero ser solamente.

    Gran parte del materialismo que se declara incapaz de comprender el mentalismo, porque está onnubilado por lo que siente como sorprendente contraste de las cosas exteriores frente a los pensamientos interiores, se debe al descuido de no advertir que esas dos instancias son sólo diferenciables pero no separables del ser cognoscente. Estos dos elementos aparecen, a cualquier tipo de experiencia –el ser cognoscente y el conocido no-ser- siempre como contrarios, pero este hecho no les impide constituir una unión indisoluble ante cualquier acto de captación de dicha experiencia. Puede parecer que están apartados en el espacio, pero no están separados en la conciencia misma. Una cosa no puede desconectarse de la conciencia cognoscente, y nuestros estudios acerca de la ilusión han demostrado que no es necesario que esta “mentalidad” impida que se la capte como algo externo del cuerpo.

    Así, cualquier cosa que nosotros captemos va siempre ligada al ser captador, o, para decirlo con las palabras más técnicas de Einstein, el observador penetra en toda observación. Por consiguiente, ambos están inseparablemente acoplados en cada momento indivisible de la captación individual. La creencia de que la concepción del mundo puede existir sin ser presente a una conciencia determinada, es absurda.

    Una vez hecha esta aclaración, podemos retomar nuevamente las objeciones de nuestros críticos. La nebulosa que descendió penetrando el sistema solar, depositó sus estratos y levantó sus extensiones montañosas, de la misma manera que se afirma que nos han precedido en el tiempo, dinosaurios gigantes y manadas inmensas de animales desaparecidos. Las ciencias de la geología, astronomía y biología, han dibujado un cuadro fascinante de nuestro pasado prehistórico. Pero todavía es sólo un cuadro. ¿Y qué otra cosa aparte de la captación consciente puede ahora resultar existente para nosotros? Olvidamos que después de todo, dichas concepciones científicas son solamente nuestras reconstrucciones mentales, es decir, nuestras imaginaciones. Todo cuanto sabemos acerca de la Edad de Piedra en Europa, por ejemplo, ha sido plasmado por nuestra imaginación. La describimos imaginativamente como si alguien la hubiera visto de golpe. El hecho de existir una imaginación indica más allá de sí mismo la existencia de una mente; el hecho de una apariencia señala la existencia de un observador de esta apariencia. No puede tenerse en cuenta imaginación alguna o apariencia alguna a menos que sea posible rastrearlas hasta una conciencia determinada.

    Si el principio de la relatividad, cuando se lo comprende cabalmente, ha revelado que cada cosa es una apariencia, esto implica la existencia de algún ser pensante ante quien aquélla aparece. Cuanto se dice respecto de las primeras manifestaciones de vida en el mundo por medio de las ciencias físicas y biológicas, por ejemplo, no puede afirmarse a menos que se acepte la presencia de un ser inconscientemente vivo capaz de pensar esa realidad. Ya que, ¿cómo pueden concebirse las rocas marrones y los azules mares, sin suponer que ellos son pensados como si fueran vistos? Y ¿cómo es posible ver algo si ello no es visto por la conciencia de alguien? Ambas cosas —escena y visión, lo existente y lo conocido— viven en una unión casi mística. ¡A quiénes pudo la naturaleza haber unido sin que haya habido un hombre separado! ¿Acaso no ha revelado la lección de la relatividad que, consciente o inconscientemente, el observador está siempre allí, en cualquier acto de percepción, así como también en cualquier acto de descripción?Resultará ahora claro que en las objeciones postuladas tanto por los críticos materialistas cuanto por los críticos religiosos, está presente un observador no reconocido, pues aun cuando piensan en las épocas en que el planeta estaba deshabitado, solamente lo conciben en términos de una cierta percepción mental de dichas épocas; no les es posible hacerlo de otra manera. Sencillamente, ni puede existir ni existe un planeta aparte de dicha percepción. ¡Por clara necesidad, ellos se ubican inconscientemente, o colocan algún otro observador viviente imaginario, en relación perceptiva con el planeta deshabitado, y luego solamente hablan acerca de él! Piensan en la no-existencia que no es más que existencia no conocida. ¡Han eliminado convenientemente, del escenario del mundo en el que creen, un observador, presuponiendo al aceptar la existencia misma de ese escenario, la coexistencia con dicho observador! Quienquiera que acepte mencionar o describir un mundo deshabitado o un escenario desconocido, se ve forzado a aceptar, como base misma de su referencia, la presencia de alguien que capte ese mundo o escenario.

    ¡Es un completo malentendido de la posición del mentalismo, el suponer que éste afirma que el mundo no existe cuando no lo pensamos, o que una montaña desaparece cuando ningún hombre la observa, pero que resurge nuevamente ante la presencia de alguien! Esto sólo es la afirmación del crítico respecto de su equivocada concepción de la índole del mentalismo. Lo que el mentalismo realmente sostiene es que la existencia del mundo en sí mismo sin una mente cognoscente no puede jamás establecerse. Todo materialista, inconscientemente acepta la presencia de dicha mente, no bien acepta que el mundo puede existir independientemente. Todavía no ha podido encontrarse un mundo que no sea objeto de una conciencia. Aun cuando el materialista piensa el mundo aparte de sí mismo, y tontamente cree que aquél está todavía presente, con independencia absoluta de una mente captadora, no ha comprendido el hecho de que él está aceptando un espectador invisible ante el cual debe aparecer ese mundo como mundo. Obliguémoslo a que procure hablarnos de un escenario planetario desaparecido o de una región polar desconocida sin hacerlo en términos de una percepción humana, y comprobaremos que no puede realizar semejante proeza.

    Si finalmente se objeta que el mundo no desaparece en realidad, cuando dejamos de pensar en él, como sucede por ejemplo durante el sueño profundo, la respuesta es que, si al decir esto el crítico quiere significar que el mundo no desaparece para el hombre durmiente, entonces la objeción resulta totalmente inadmisible, pero si lo que él quiere decir es que ese mundo continúa existiendo para quienes están despiertos, el mentalista estará totalmente de acuerdo con él. Lo que el crítico no tiene en cuenta, en el primer caso, es que la tesis aún subsiste, porque nuevamente ha pensado, de manera inconsciente, en un espectador imaginario, convirtiéndolo en el observador despierto del mundo, que ahora existe en la mente de este contemplador imaginado.

    Finalmente, no olvidemos una irreversible ley de toda experiencia del mundo: la completa suspensión de la actividad mental produce el sueño o el coma, en la vigilia se produce la total recepción. Por consiguiente debemos deducir que la actividad mental, es decir, el pensar, está indisolublemente relacionada con la experiencia del mundo que surge en el estado de vigilia. En rigor, es esta misma actividad la que da nacimiento a dicha experiencia. Ya que la mente y nada más que ella, proporciona todos los elementos de su propia experiencia. Y esto es todo cuanto proclama el mentalismo que el conocimiento y la existencia coinciden, y que desafían los esfuerzos de la más aguda inteligencia para separarlos.

    Si realmente procuramos pensar en un mundo sin mente, hallamos que la hazaña es imposible. Puesto que la existencia presupone algún tipo de vida, y la vida presupone alguna clase de inteligencia, también. Y la inteligencia denota, por supuesto, la presencia de la mente. En consecuencia, si excluimos la mente del mundo, nos vemos forzados a descartar el mundo mismo. Se produce entonces, sólo un total vacío. Si captamos esta verdad, resulta que la cuestión respecto de qué le sucede al mundo durante los intervalos interperceptuales, entre los períodos de real captación de la presencia de ese mundo, y la cuestión relacionada con esto, acerca de cómo un planeta deshabitado prehistórico pudo haber sido observado, se convierten en preguntas imposibles y en consecuencia, sin respuesta. Lo que sucede es que dichas preguntas han sido erróneamente formuladas: presuponen algo que no podemos admitir, y por consiguiente, no es posible respuesta alguna. Un paisaje no observado ciertamente, deja de existir para nosotros, en el momento en que nos excluimos y dejamos de contemplarlo pero una idea similar puede continuar con existencia independiente, en otras mentes contempladoras. Sin embargo, el problema correspondiente puede ser reestructurado expresándolo en otros términos: ¿qué tipo de mente comprenden estos casos?

    Después de todo, este mundo en el cual vivimos, nos movemos y desarrollamos nuestros seres en todo momento y a toda hora, se nos vuelve presente sólo porque nuestro cuerpo es sensible a él en cinco formas diferentes, ya que sentimos, vemos, oímos, olemos y gustamos ese mundo. Por ejemplo, sus colores, formas y distancias, existen para nosotros únicamente porque existen para nuestros ojos. Son experiencias visibles; son impresiones sensoriales. Pero esas impresiones sensoriales carecen en sí mismas de sentido, si no están sustentadas por una mente individual que las posea. Si la realidad del mundo conocido depende de las impresiones sensoriales, entonces, la realidad de dichas impresiones depende de una mente viva. En consecuencia, el individuo subyace detrás del mundo, aunque paradójicamente, está comprendido también dentro de ese mundo.

    Debemos aclarar esta paradoja. Ya que, si consideramos que la mente de un individuo es la única fuente de su experiencia, caemos entonces en la irónica situación de convertirlo en el solo creador y gobernante de este vasto y variado cosmos de proyectadas estrellas y planetas que giran. Pero esto es un absurdo. Su mente puede disponer un decreto, pero el árbol se negará a meterse en un río a una orden suya. Tercamente persistirá en su condición de árbol. Por lo tanto, resulta claro que debe haber algún otro factor por debajo de la experiencia individual del mundo, un factor creador y contribuyente que esté más allá del control del hombre y más allá de su conciencia. Lo que debemos observar es la actividad conjunta de estos dos elementos —lo individual y lo superindividual desconocido— para hallar una explicación inteligible de la existencia y estructura del mundo experimentado. Así, si bien partimos de las impresiones sensoriales para nuestra primera captación de lo real, en el mundo experimentado, nos sentimos obligados a aceptar un factor mental superindividual como captación última de lo real.

    En el volumen primero de esta obra, no hemos hecho más que señalar que el antiguo mundo deshabitado debió ser un objeto de la conciencia de alguna mente tal como lo es hoy el mundo habitado. Ha llegado el momento de completar la explicación de aquella simple señalación. La afirmación hecha en el capítulo undécimo de aquel volumen debe ser ampliada para que el lector alcance la posición superior que ahora descubriremos.Hemos llegado a la conclusión de que nuestras impresiones sensoriales no surgen de un mundo material externo y separado. Deben surgir, en consecuencia, de un poder creador de nuestras propias mentes, que funciona independientemente de nuestra voluntad, y por encima de nuestro ser consciente. Pero, aunque sabemos que nuestras propias mentes juegan un papel subconsciente en la plasmación de la experiencia, así como también en su extracción del capital de experiencias previas, no podemos reducir el nacimiento de las cosas solamente, a nuestras mentes finitas y limitadas, no podemos hacer lo que deberíamos hacer; ningún ser humano es, personal y voluntariamente, responsable del mundo que lo rodea. Y sin embargo, nos enfrentamos al hecho comprobado de que dichas cosas y dicho mundo no son sino estructuras del pensamiento y que sus nacimientos deben ser producto de alguna mente. Ha de haber alguna causa desconocida que dé razones de la constante sucesión de formas mentales que se nos presenta como experiencia. Esta causa existe y debe ser tenida en cuenta. Las formas mentales que penetran en la conciencia individual deben ser, en consecuencia, los correlatos mentales de una mente superindividual, que posee el poder de darles formas y de imponerlas a la mente individual.

    ¿Por qué, entonces, no pensar que ellas provengan de una mente más ilimitada que la nuestra, y a la cual incluso ahora, pertenecemos sin saberlo? ¿Por qué habríamos de limitar la posibilidad men-tal al pequeño círculo de experiencia de un solo hombre? ¿Por qué no concebimos la totalidad de las cosas, los seres y el mundo, como producto del pensamiento originario de una mente superhumana que existe en íntima relación con la nuestra? Ya que no tenemos derecho alguno de concebir el mundo como objeto de conciencia solamente para un ser que posee los cinco sentidos, es decir, sólo para un ser humano o animal. Esto sería un antropomorfismo de la experiencia, una concepción ilegítima de una experiencia limitada como si ella fuera la forma más alta posible de toda experiencia.

    La existencia no puede limitarse únicamente, a aquello ofrecido a las sensaciones humanas, a los espectáculos de lo que se ofrece a los cinco órganos sensoriales. Es un error limitar la existencia a la mera satisfacción de la conciencia humana limitada. Incluso la más precaria investigación demuestra cuan absurdamente limitada es esta conciencia, ya que ni siquiera puede ver los millones de seres inferiores al hombre, que bajo la forma de microbios pueblan el aire. La inteligencia debe aceptar que haya un lugar, en este variado universo, para un ser superior al hombre. El hombre no puede ser la última palabra de la Naturaleza.

    El universo es una cosa triste, por cierto, si no tiene nada mejor que la forma presente de la conciencia humana, para ofrecer como resultado de todo su esfuerzo incansable, todos sus tremendos dolores. Es irrazonable creer que mientras existen miríadas de diferentes formas de vida en el universo, inferiores al hombre en la escala de la evolución, no hay en cambio algunas otras formas superiores a él, es decir, que no pueda haber también alguna forma última de inteligencia suprema que posea una visión cósmica de las cosas. Sería por consiguiente, una impertinencia imponer a dicha inteligencia superior, sólo los sentidos desarrollados por la experiencia parcial del hombre, cuando bien podría esa inteligencia superior tener conciencia del mundo según su propia índole superior.

    Es necesario aceptar la existencia de una mente universalmente difundida o de lo contrario, ella no podría asumir la conciencia de las miríadas de cosas y seres del mundo. Debe ser una mente prístina, eterna y autosuficiente, o de lo contrario, no podría abarcar todos los cambios y vicisitudes que incesantemente se producen dentro de la continua duración del mundo. Ha de estar siempre enlazada al universo, o de lo contrario, no podría ser un observador del universo. Sería esta mente libre el indispensable observador de un mundo deshabitado o de un lugar desconocido. Y esto no resulta corolario meramente basado en un razonamiento justo, ya que surge además, sobre la base de la percepción interior ultramística, bases ambas que apoyan la confirmación de la enseñanza oculta respecto de la existencia de dicha Mente suprema.No somos simplemente, testigos que autoabsorben nuestras propias impresiones, sino también, los copartícipes de una experiencia común. A pesar de la relatividad de los detalles de todas las observaciones realizadas en el tiempo o el espacio, una colina no es una colina para una persona y un río para otra. Su identidad general como colina resulta un hecho para todos los observadores.

    Las sensaciones de millones de hombres están conectadas entre sí, o por lo menos son superficialmente semejantes, ya que el mismo universo físico se ofrece a todos. Esta conexión indica que todos ellos tienen una tierra común. El hecho de que existan para los otros percepciones del mundo externo, similares a las nuestras; demuestra que todos nosotros estamos contenidos en una sola e igual super-mente externa, que constantemente percibe.

    Un paisaje que aparezca durante la vigilia y también durante el sueño, parecerá en ambos casos que está ubicado en el espacio externo. Pero mientras el primero puede ser contemplado al mismo tiempo, por otras criaturas con ojos, que por casualidad se encuentren también allí, el segundo, es decir, el paisaje del sueño, solamente puede ser contemplado por una única persona. Y esto se debe a que la primera escena surge independientemente de nuestro pensamiento individual, en cambio la segunda, nace sólo de nuestro pensamiento personal. Esta diferencia es tan importante como lo es la semejanza de que ambos paisajes son puramente mentales. Y la misma se produce porque todos vivimos en un universo de ideas, y porque el primer paisaje no deja de existir debido a que su original pensador es la mente cósmica que todo lo incluye.

    La misma respuesta servirá para refutar la siguiente objeción de que la existencia del mundo no depende de nuestro pensar voluntario, es decir, que no es el producto del deseo personal de cada mente particular y aislada, sino que se impone a los sentidos individuales, lo quieran o no. Incluso quienes pueden comprender que la mente sea al mismo tiempo el actor y el espectador de este drama universal de luces, colores, sonidos, olores y captaciones táctiles; quienes pueden entender que el acto mismo del pensar es creativo en la medida en que plasma su propio tiempo y espacio; quienes pueden apreciar que el cosmos sea, en su totalidad, una forma humana de pensamiento, y que nada pueda penetrar la experiencia humana si no es bajo el aspecto de pensamiento, no pueden sin embargo, comprender cómo, cuando no tienen la intención deliberada de crear un mundo, su pensamiento puede hacerlo, y pese a ello, permanecer totalmente inadvertido de los procesos internos del mecanismo mental en el momento en que éste se produce. La imagen del mundo no surge a la vida respondiendo a su deseo arbitrario; es algo dado a ellos. Es cierto que lo experimentan en su interior, pero saben que no lo han originado.

    La doctrina de un pensador cósmico, actuando subconscientemente por detrás de la mente individual, de una manera tan fugaz que casi no puede explicarse, podrá llenar esta brecha de su comprensión. Ellos deberán reconocer aquí, la obra de otra Mente sobre la propia. Si el individuo y su mundo espacio-temporal están indisolublemente unidos; si es la conciencia individual la que, por su misma índole, incluye el mundo; y si, por consiguiente, la conciencia es la realidad de ambos; esto es así porque ambos no son otra cosa que manifestaciones de una tercera entidad que los trasciende, y que por lo tanto, tiene que ser una forma superior de la conciencia. Si debemos tener en cuenta la similitud de las sensaciones, esto se debe a que la conciencia superior que estimula en todas las mentes individuales la actividad de la percepción sensorial, es una y la misma cosa: una Mente común universal.

    El mundo que se despliega ante nuestra contemplación es, por tanto, un indicio de la presencia de la Mente omnipresente que imprime ese mundo en nuestros sentidos, como si fuera originado desde dentro. Así, todo objeto no sólo es una idea de una mente individual, sino también una idea de la Mente universal. Ya que esta última no es un creador arbitrario ni tampoco algo separado e independiente del individuo. Ambos contribuyen a la plasmación del mundo individual. Cómo sucede todo esto, y el proceso psicológico mediante el cual la mente individual recibe estas ideas, es el tema del próximo capítulo.

    ¿Cómo es que el mundo continúa existiendo durante los numerosos intervalos, tales como el que se produce durante el sueño, cuando se convierte en algo que ha dejado de existir para las sensaciones de muchos individuos? ¿Cómo es que los muebles de una habitación cerrada continúan existiendo, cuando no hay persona alguna dentro de ella que pueda percibir esa habitación? ¿Cómo, por cierto, el cosmos total existió antes de que existiera en las sensaciones de criaturas vivas, y cómo es posible que esta conciencia persista después que todas aquellas criaturas han perecido? La única respuesta plausible a estas preguntas consiste en afirmar que debemos aceptar una relación no sólo entre el mundo y el individuo, sino también entre el mundo y una mente universal. Más aún, nos vemos obligados a reconocer que las funciones mentales de todos los hombres se relacionan finalmente, entre sí, y ésta es la razón por la que todos ven el mismo mundo en igual orden espacio-temporal.

    ¿En qué consiste esta relación? Es nada menos que su propia existencia múltiple dentro de una Mente única, más amplia, de la misma manera que miles de células viven en un cuerpo único y de mayor tamaño. Aquello que determina la experiencia del mundo en un hombre sólo como experiencia interior, también determina la de otros hombres. Hay en verdad, una oculta unidad que abarca a todas las mentes humanas de la misma manera que un círculo mayor incluye muchos otros círculos concéntricos más pequeños. Así, si una región polar desconocida es tierra ignorada e inimaginable para alguien, por lo menos es conocida y pensada por la Mente universal. Su existencia prístina no ha sido conferida por el pensamiento humano sino por el pensamiento divino. Una cosa no es solamente una idea de una conciencia individual, aunque sea una idea propia de esta conciencia. En consecuencia, el mentalista no necesita negar la existencia de todas estas cosas que no han penetrado, en un momento determinado, en su campo de experiencia.

    ¿Cómo llamaremos a esta Mente suprema? Es necesario definir primero un término tan vago como lo es la palabra Dios, antes de poder utilizarla adecuadamente. Pero resulta que ya ha adquirido tantos significados diferentes, en pensamientos de tal diversidad, que resulta difícil dar una definición satisfactoria para todos, y tal vez sea imposible lograrla. De modo que estamos justificados si simplemente empleamos un término al cual daremos nuestra propia explicación. Dicho término —La Mente universal— será empleado, de aquí en adelante, y a lo largo de todo este libro, para indicar dicha Inteligencia universal. Diciéndolo en términos poéticos, la Mente universal es el Alma de la Naturaleza.


    ¿PUEDEN LAS COSAS SER PENSAMIENTOS?


    Pero la experiencia asume una forma doble. No sólo están las cosas que se presentan a nuestra atención como medio ambiente circundante, sino también los pensamientos que surgen ante nosotros introspectivamente. ¿Cómo es posible que ubiquemos el mundo externo, que resulta obviamente el mismo para todos nosotros, en un mismo plano con el mundo interno de nuestras fantasías personales y arbitrarias? ¿Cómo es que su forma rígida e inflexible, relativamente quieta e inmutable, puede equipararse al plástico mundo interior del pensar, que vibra como un fluido? Las cosas están en estado fijo, pero los pensamientos respecto de ellas, cambian constantemente. Las imágenes y las ideas aparecen o desaparecen, más o menos de acuerdo con nuestro deseo y se forman respondiendo a nuestra voluntad, mientras que por el contrario las impresiones sensoriales son más o menos independientes de nuestra voluntad o deseo. Además, el mundo físico se nos impone independientemente de nuestro control, mientras que las fantasías acerca de ese mundo físico, están sometidas a nuestro control. ¿Cómo es posible entonces, colocar en una única y misma categoría una idea tal como la del recuerdo de un árbol, que representa el proceso interno del conocer dicho árbol y el árbol real? Nadie siente que se presenten como la misma cosa de su experiencia, las imágenes de la fantasía individual y los objetos de la percepción sensorial, pero nadie tampoco, advierte una diferencia demasiado marcada entre ambos.

    Esta es tal vez, una de las barreras de mayor bulto que se presentan en el camino de la mayoría de los estudiosos de esta doctrina. En realidad, es este contraste chocante el que obliga al hombre a aceptar que los objetos circundantes, que constituyen su medio ambiente terrenal, son reales y materiales, al mismo tiempo que acepta que los pensamientos, ideas, recuerdos, fantasías e imágenes mentales, son comparativamente irreales e inmateriales. ¿Cómo pues, pueden ambos, ser una misma y única cosa en sustancia?

    La respuesta es que dicha distinción es ciertamente genuina, pero que es una diferencia de grado y no de naturaleza; es una distinción sin una diferencia; no destruye el carácter fundamentalmente mental del mundo exterior. Lo que generalmente se llama cosa es una creación —como lo demostraremos más adelante—, una creación primigenia de la mente cósmica. Lo que generalmente se conoce con el nombre de pensamiento es la creación sola de la mente humana. Pero las ideas se diferencian por la fuerza, la intensidad y la vivacidad con que surgen a la conciencia. Con todo, siguen siendo ideas. Si bien únicamente los mentalistas aceptan que la experiencia física de los objetos es un conjunto de estados mentales, todo el mundo sin vaci-laciones acepta los criterios acerca de esos estados mentales como tales. Ahora bien: los pensamientos surgen solamente para el individuo que los produce, mientras que las cosas existen para todos por igual. Es ésta la segunda diferencia importante entre ambos.

    ¿Por qué existe una diferencia tan obvia entre las dos categorías de la experiencia, si ambas tienen una misma índole mental? ¿Por qué tenemos una certidumbre tan definida acerca de nuestra experiencia de las cosas? La respuesta es que percibimos la una bajo un sistema de condiciones diferente del de la otra, aun cuando ambos sistemas sean puramente mentales. La diferencia entre las cosas materiales y los pensamientos, del tipo de los recuerdos acumulados, es exactamente la misma que distingue las experiencias de la vigilia y las del sueño, es decir, que las primeras son comunes a todos pero las segundas son totalmente privadas. La fuerza con la cual se impone a nosotros una impresión sensorial, deriva de su origen cósmico, y la debilidad con que surge en nuestro interior una fantasía, proviene de su origen humano. De tal modo que cualquiera puede reconstruir las sensaciones físicas utilizando imágenes nemónicas, pero las sensaciones reconstruidas carecen de la agudeza, fuerza y vivacidad que poseen las originales.

    Comúnmente, no captamos el hecho de que estamos aquí tratando con una diferencia sólo de calidad de nuestra concientización ya que cometemos el error de suponer que se trata de una absoluta diferencia de índole. La razón de esto estriba no sólo en el hecho del origen cósmico de nuestro contorno, sino también en la circunstancia de que nuestra mente, cuando se vuelve hacia el exterior, está enfocada de una manera aguda y continua, mientras que lo hace de manera vaga y dispersa cuando enfoca el mundo interior. El resultado de la actividad primera es la experiencia física externa, y el de la segunda, la experiencia imaginativa interna, pero ambas tienen la misma sustancialidad última mental. Así, en determinados momentos de intensidad mayor, incluso las formas mentales del segundo grupo asumen la misma presencia compulsiva del primer grupo. Estos momentos son los que siente, por ejemplo, el amante separado de su amada, el poeta, pintor y novelista, en los momentos supremos de sus respectivos modos creadores, y el místico evolucionado, en el instante en que se sumerge en la profunda contemplación devota de su santo ideal. No es necesario que neguemos que las cosas externas parezcan completamente diferentes de los pensamientos internos, pero sí lo que debemos negar enfáticamente, es que — por rotundas, sólidas que ellas sean— dichas cosas puedan existir fuera de la experiencia de nuestra propia mente. La comparativa debilidad de las fantasías privadas, la comparativa fuerza de las impresiones sensoriales, y la innegable diferencia de intensidad, inmediatez y presencia, entre estos dos tipos de pensamiento, nos engañan impidiéndonos reconocer su similitud oculta, la fundamental unidad de sustancia de la cual surgen. Esto también explica que la mente deba dividirse de esa manera, para que un tipo de experiencia resulte público y general, mientras el otro deba restringirse a la visión privada y peculiar del hombre singular, a su carácter y sentimiento. La Mente Universal tiene el poder de emitir sus fantasías, de proyectar sus construcciones mentales, y de llenar su propio vacío aparente con innumerables pensamientos de cosas, de un modo tal que sean captadas por toda la humanidad. Cada individuo recibe espontáneamente estas ideas a través de sus propios mecanismos mentales. La persistencia tenaz de la idea del mundo, la similitud de la impresión total que ésta produce en infinitas mentes; la vivacidad y concretez con que la misma es sensorialmente captada, son realmente impuestos a nosotros poderosa y magnéticamente. Nuestros pensamientos y fantasías son relativamente débiles y difusos esfuer-zos. La idea del mundo es mantenida frente a nuestra contemplación y experiencia por efecto del pensar de la Mente universal, que nos la impone como si fuera fija, inmutable, y como tal reflejada en nuestras mentes individuales. Decimos "como si" intencionadamente, puesto que incluso esta inmutabilidad y fijeza del mundo exterior existen sólo en concordancia con nuestros esquemas de la época actual. ¡Lo que nuestra mente registra como fijo durante un millón de años, puede fácilmente equivaler, en el pensar de la Mente Universal, a un solo segundo! Puesto que el tiempo es una cuestión puramente relativa.

    Todas estas preguntas se irán contestando, sin embargo, a medida que desarrollemos este ensayo. Ellas surgen en la mente de personas que han comenzado, consciente o inconscientemente, por aceptar la existencia de la materia como entidad en sí misma. En realidad, ellas han imaginado la materialidad del mundo sin discusión, y consecuentemente, resultan víctimas de lo que ellas mismas han creado. ¡Puesto que la vida los ha plantado en un universo de pensamientos que ellos han tomado por universo de materia!

    ¿Cuál es pues, la diferencia esencial entre la idea de un episodio recordado, que surge voluntariamente en la mente, y que muy pronto se desvanece, y la idea de una montaña altísima que aparece involuntariamente frente a la mente y que perdura a lo largo de muchas vidas humanas? Ambas ideas son inevitable y finalmente, efímeras, aunque la primera pueda durar sólo unos pocos instantes y la segunda, algunos pocos cientos de miles de años. La diferencia sentida entre ambos tipos de ideas nos ciega frente al hecho de que no solamente el acto por medio del cual resulta conocido mentalmente un objeto, sino también el objeto mismo es mental. Todo cuanto percibimos fuera de nosotros está por cierto, fuera del cuerpo y en el lugar exacto en el cual lo percibimos. Pero de la misma manera que el cuerpo, y el objeto percibido en ese espacio en el que ambos existen, son en sí mismos elaboraciones comprobadas de la mente, la visión última puede ser sólo la de que toda la cosa es una apariencia en la conciencia.

    Únicamente conocemos nuestros estados mentales, aunque algunos de ellos aparezcan como "cosas". Solo vemos nuestras imágenes mentales, aun cuando algunas de ellas aparezcan como exteriores. El hombre que habita el mundo recibe un choque, que produce risa en la mayoría de los casos, pero que provoca terror en algunos pocos, cuando se le dice que si permaneciera aparte de su experiencia, desprendido de ella, entonces todo el desfile de criaturas en movimiento, todas las largas líneas de calles y casas que lo rodean, se convertirían en meras formas asumidas por su mente. Puesto que ese hombre cree que lo que le decimos contradice cada momento de su experiencia, y pone en crisis sus más queridas nociones. Por lo tanto se niega a dar el salto mortal intelectual burlándose inmediatamente de tonterías tan evidentes. La doctrina de la "mentalidad" de toda cosa parece, por cierto, a primera vista, implicar una reversión tan honda de sus modos habituales de pensamiento, que se siente seguro de su absurdidad.

    Ese hombre tiene que desvirtuar la obra de vastos períodos de tiempo, de épocas de evolución prolongada, que abarcaron infinitos renacimientos, durante las cuales la necesidad de entendérselas con un contorno externo, dominaba imperiosamente por encima de la necesidad de reflexión interior acerca de ese contorno y acerca de sí mismo. Así surgió el hábito de mirar hacia afuera por medio de los cinco sentidos, la costumbre de considerar a la materia como una entidad real, en lugar de considerarla como pensamiento, de malentender su propia experiencia y de volverse incrédulo ante el hecho de que esa experiencia es solamente una forma de la conciencia.

    ¿Pero por qué el criterio del sentido común de absurdidad debería ser considerado como principio último y terminante? ¡Resulta una ironía de la ignorancia humana que quienes ruidosamente afirman que el mentalista está engañado, estén ubicados ellos mismos, en el engaño! Ya que, la esencia del error de estas personas consiste en aceptar que cuando el mentalista niega la existencia de la materia, también niega la existencia de las cosas y los seres, o bien, que los convierte en meros fantasmas de su ser anterior. Por el contrario, el mentalista afirma que los seres y las cosas están realmente allí. Y admite que están presentes no sólo dentro de nuestras cabezas sino fuera de ellas. Únicamente hace la advertencia de que son elaboraciones mentales. No niega la existencia de los sólidos, los líquidos y los gases. Únicamente señala que éstos poseen existencia mental. Acepta el sentimiento de resistencia y la sensación de presión, como indicadores de la presencia de un cuerpo sólido, pero declara que esas sensaciones son en realidad, sensaciones de la mente misma.

    Así como una sola semilla puede, a medida que crece y madura, manifestarse de diversas maneras, ya sea como tallo, hoja, flor y fruto, todas las cuales son diferentes para nuestra experiencia, así también la mente se revela a través de una diversidad de modalidades, como sustancia, fantasía, forma terrosa, acuosa y gaseosa, que resultan evidentemente distintas, pero que no quita que nuestras experiencias de las mismas persistan en su origen mental. De igual manera que los sentidos de la vista, el tacto y el gusto, nos advierten que la fluida leche, la blanda manteca, el espeso queso y la sólida baquelita, son completamente distintos entre sí, mientras que la razón nos dice que todos ellos son formas sucesivas de una misma sustancia esencial, los sentidos nos presentan muchos tipos diferentes de experiencias, y sin embargo, la razón declara que son únicamente experiencias de una conciencia, no de diferentes clases de materia. La mente es como la tierra única a partir de la cual crecen variados pastos, plantas, árboles, hortalizas, frutos y cereales. Todo cuanto vemos es producido por la mente. Por más variados que puedan ser sus aspectos.

    De esta manera captamos firmemente, por fin, el hecho fundamental de que el mundo se externaliza en y por medio de la mente. Todas las diferencias que existen entre los diversos elementos tales como agua, tierra y aire, no invalidan esta afirmación, ya que se trata, positivamente, de diferencias propias de la experiencia mental. La mente puede colocarse miles de disfraces tan ampliamente diversos como la piedra y el gas, pero es nuestro deber descubrir detrás de ellos, al actor oculto. Tanto la piedra cuanto el gas existen únicamente a través de y para nuestra mente.

    Tampoco el mentalista niega la existencia de todas aquellas cosas como electrones y protones utilizados por la ciencia para explicar la sustancia del mundo, sino que simplemente sostiene que esos elementos son, en última instancia, ideas. Su máquina de escribir no cambia su naturaleza de objeto simplemente porque él la perciba como una forma mental, en su índole final. La máquina de escribir continúa siendo lo que siempre fue y él continúa oprimiendo sus teclas como antes. Sabe que su experiencia del mundo, que incluye sus percepciones tangibles de la máquina, aunque no son productos directos de su propia conciencia, son, no obstante, variaciones de dicha conciencia. Sabe también, que los acontecimientos de esa experiencia no le suceden desde el exterior, sino más bien, desde dentro de su campo de percepción.

    En consecuencia, sería un grave error confundir el mentalismo con la doctrina de la no existencia del mundo. La simple afirmación de que el mundo es una forma del pensamiento, implica definitivamente, que como pensamiento —pero no como entidad material independiente— ese mundo necesariamente existe. El estudioso debe entender clara y exactamente, que cuando se dice que la materia como tal no existe y carece de sentido, ello no implica afirmar al mismo tiempo, que la forma de experiencia que se presenta como externa, no existe y carece de sentido.

    Quien pueda captar la verdad de estas afirmaciones además debe captar sus consecuencias sorprendentes. Quien crea que las formas innumerables del mundo material, y las fases incontables de la existencia, son en última instancia algo más que formas mentales, cree en el materialismo, aunque haya leído El Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, y todas las obras de los místicos antiguos y modernos. Cuando se libera a la conocidísima doctrina india de "maya", de las exuberantes floraciones mistificadoras que la envuelven, esta doctrina simplemente significa que la materia es una ilusión de la mente.

    ¿En qué ha consistido, por fin, el progreso mentalista? No, en ir de una realidad inferior a otra superior, sino en trasladarse de un concepto de la realidad inferior a uno superior; es decir, de la materia a la conciencia misma. ¡Y sin embargo, el crítico rechazaría tontamente descartándola de la existencia, esta cosa única que es la que hace parecer real a la existencia, este principió que precisamente la experiencia, la comprensión acertada, presupone!

    Debemos encarar el problema reconocidamente difícil, de la existencia del mundo de dos maneras: o bien lo descartamos o bien lo resolvemos. La teoría materialista lo coloca detrás de una "materia" desconocida e imposible de conocer, y así, simplemente- lo descarta, mientras que la teoría mentalista realmente lo resuelve.

    Quitad el pensamiento y quitaréis las cosas; anulad la mente y anularéis la materia.

    Cuando un hombre oye hablar por primera vez de mentalismo, inmediatamente se opone a esta teoría, en parte, debido a su desacostumbrada índole paradógica, y en parte, porque esa persona tiene el prejuicio profundamente arraigado, a favor del materialismo. No le agrada esta doctrina del mentalismo porque conmueve su sentido de la realidad como un terremoto. Y sin embargo, apenas ha comenzado su estudio, este prejuicio comienza a desvanecerse, y el hombre se reconcilia con la idea de su posibilidad. Cuando la ha estudiado profundamente, y cuando ha percibido la mentalidad del mundo por medio de la contemplación yoga, o en momentos de honda aflicción, la incuestionable grandeza de esta doctrina liberadora se posesiona por completo de su corazón y de su mente. Incluso quien sostiene o defiende el materialismo, quien dice: "Este es el universo tal como yo lo defino y lo observo", al decirlo así, interpreta el universo y simplemente, sostiene o defiende su idea respecto de él. Si pudiera comprender qué es lo que está haciendo, comprendería que está dando su afirmación al mentalismo. ¡En verdad, ese hombre es un mentalista —aunque el hecho no pueda ser distinguido por él mismo—, un mentalista que todavía no ha ascendido al plano de la autoconciencia reflexiva!

    La afirmación fundamental de todos los mentalistas actuales, es de que la ciencia ha dado el primer paso hacia el descubrimiento de esta verdad. Distinguidos hombres, como Jeans y Eddington, han erigido un monumento mentalista al pensamiento científico y en consecuencia, merecen nuestro más alto elogio. Esto es así y debe ser así, porque la mente humana no puede descansar en el materialismo. Se ve impulsada, por su propia evolución necesaria, a transitar las sucesivas etapas que culminan en la verdad del mentalismo, para llegar, desde aquí, a la captación de la finalidad majestuosa de lo real genuino. A despecho de lo que la ciencia haya sido en el pasado, a despecho de lo que ella sea en el presente, debemos hacer la afirmación categórica de que dicha ciencia no podrá ser, al final, otra cosa que mentalista. Se verá obligada a sostener, par-tiendo de su propia sabiduría práctica, lo que un sabio asiático escribió miles de años atrás, como resultado de su inmediata vislumbre interior, en el Maitri Upanishade: "El mundo es apenas el pensamiento propio".


    CAPITULO III
    EL NACIMIENTO DEL UNIVERSO


    A esta altura, algunos pensamientos le sobrevendrán naturalmente al estudioso. Si consideramos un panorama histórico del universo, nos enfrentaremos con tres preguntas relacionadas, que han surgido y que se han confundido en las mentes de toda raza cultural de la antigüedad, del período medieval y de la época moderna. Son ellas: ¿Cuándo comenzó el mundo? ¿De dónde provino? ¿Cómo surgió?

    La cosmología de la enseñanza oculta comienza a contestar estas preguntas explicando que el universo es una cuestión infinita. No hay momento alguno en el cual no haya existido, en estado latente o activo, y en consecuencia, no habrá momento alguno en el que deje de existir, o latente o activamente. Esto es así, porque el mundo no surgió como consecuencia de un acto repentino de la creación, sino a causa de un gradual proceso de manifestación. Puesto que se trata de un vasto pensamiento y no de una cosa vasta, ha ido surgiendo de la mente universal misma, de su propia "sustancia" mental, y no, de una sustancia exterior tal como conciben la materia los materialistas: científicos, religiosos o metafísicos. No necesitó la Mente universal sacar manos metafóricas, en un momento específico, para comenzar a modelar la materia, como un ceramista que moldea su barro, para darle la forma de un cosmos.

    Siendo el cosmos una formación mental, jamás puede desaparecer realmente, así como no puede efectivamente desaparecer una idea humana, cuando se la descarta de la atención. Nos será posible comprender mejor este punto analizando cómo se producen los pensamientos en la mente humana. ¿Qué les sucede cuando se desvanecen? ¿De dónde provienen cuando aparecen? En cualquier momento el hombre puede concitarlos nuevamente, aunque durante el intervalo hayan dejado de existir en apariencia. Las ideas del hombre son manifestaciones de su propia mente, no, creaciones a partir de alguna sustancia externa. De igual modo, la Mente universal manifiesta algo propio en el cosmos. Y siendo su propio ser, como lo demostraremos más adelante, unitariamente eterno e inmortal, resulta inevitable que las ideas del mundo nacidas de ese ser sean también eternas e inmortales.

    De esta manera, no existe ningún momento particular, de la larga historia del universo, en el cual pueda decirse que ha sido creado por primera vez. No ha tenido jamás un comienzo y consecuentemente, jamás tendrá fin. Puesto que nunca ha comenzado, tampoco puede terminar jamás. Es eterno porque la sustancia última no es otra cosa que la Mente, para la cual no existe comienzo concebible ni fin concebible. La Mente es lo que ha sido desde el incalculable pasado sin comienzo; como lo afirma Buddha: "No nacido, increado, no originado”. No hay en él ni primero ni último momento.

    Este principio se ilustra generalmente, en la enseñanza oculta, pidiéndole al estudiante que dibuje un círculo. El punto en el cual comienza a dibujar señala su comienzo, y el punto en el que deja de dibujar, su final. El estudiante debe pensar en este círculo como en un prototipo, válido para todos los círculos que jamás hayan existido. Le será entonces imposible señalar cualquier punto particular como verdadero principio o fin de dicho círculo. Los puntos previamente dibujados eran sólo temporarios. Entonces, el círculo es comprendido en su real índole de figura sin principio ni fin. Aun cuando se diga que el universo fue especialmente creado en una época histórica determinada —como se sienten impulsados a sostenerlo los fundadores de religiones, toda vez que ellos consideran que las masas son algo absoluto y fijo, ignorando la verdadera naturaleza mentalista del tiempo—, esta época señalada sólo puede ser, en su mejor acepción, una señalación temporal. Es como la marca temporal del círculo de nuestro estudiante, pues no hubo momento en que la Mente no fuera. Las manifestaciones de la Mente han tenido siempre, por tanto, existencia abstracta o concreta; la rueda svástica del universo gira siempre.

    Es un principio científicamente aceptado, que los planetas, estrellas y nebulosas, que iluminan el firmamento, tienen edades distintas. Algunos son jóvenes y otros son viejos; algunos, casi recién nacidos, pero otros están agonizando. En consecuencia, la creencia de que cierta vez Dios creó repentinamente el mundo —lo que haría que estos cuerpos astrales tuvieran actualmente la misma edad— resulta inaceptable. Es más razonable creer, de acuerdo con la enseñanza oculta, que el universo no ha tenido jamás un principio, y que nunca concluirá, que es eterno y autosuficiente porque es el cuerpo de Dios —si queremos utilizar este término tantas veces mal empleado— el cual es eterno y autosuficiente, y que una evolución perpetua de todo el universo y de sus criaturas está produciéndose constantemente.

    Quien pueda captar esto estará habilitado para percibir también su corolario: que la causalidad es solamente una verdad temporaria, una simple marca como la que se hace para comenzar a dibujar un círculo, y que, en última instancia, no existe causa primera real alguna, así como no hay ningún efecto último real, en ningún lugar de esta serie de acontecimientos que jamás se detienen. Nada existe por sí mismo, y todas las cosas existen actualmente como efectos indirectos de innumerables causas que se ligan como una cadena infinita, desde el pasado sin comienzo. Quien pueda concebir que todo suceso está de alguna manera relacionado con otros infinitos sucesos, que un tejido de interdependencia cubre todas las cosas sin excepción, puede también, comprender que no hay ninguna cosa manifestada que pueda ser autosuficiente o autoexistente en el amplio sentido de la palabra, o que no provenga de alguna causa o de algún efecto.

    Naturalmente, olvidamos que aquello que por lo general consideramos como causa obvia de un suceso, es solamente un momento final y sobresaliente, dentro de una multitud de cambios anteriores irreconocibles que convergen y se unen en aquel suceso. También pasamos por alto el hecho de que comúnmente pensamos que la creación de una nueva cosa es sólo el último fruto de la indirecta cooperación de innumerables cosas viejas. En tales condiciones de infinita regresión de causas que son sólo pseudo-causas y de efectos que son sólo pseudo-efectos, la pregunta respecto de cuándo fue creado el mundo, no es una pregunta adecuada, porque el problema se ha planteado inicialmente de manera equivocada. Hay ciertos presupuestos erróneos en estas palabras interrogatorias. Esa pregunta no puede por consiguiente, contestarse, no porque la filosofía sea ignorante, sino porque la pregunta misma ha sido mal formulada.

    Por lo tanto, el universo es tan antiguo o tan eterno como la Mente universal misma. Es una idea, pero sin embargo, una idea eterna. La creación no comienza ni termina en parte alguna o en momento alguno. No hay lugar ni momento de dicha creación que pueda determinarse con certidumbre como causa primera o efecto final. ¿Cómo entonces puede definirse el punto inicial de todo el proceso creador? ¿Cómo pues, podemos hacer una selección que no sea necesariamente arbitraria, de esta serie interminable de acontecimientos interrelacionados? Cualquiera de ellos que se elija será el principio de la creación, únicamente desde un punto de vista muy superficial. ¡Qué vagarosa es la concepción del universo que se toma la libertad de asignar una "fecha" para la creación! Toda fecha de ese tipo variará según el simple capricho del "autor" de la misma; elegirá una teoría de la creación que le convenga. Esta dependerá del temperamento o del gusto humano.

    El mundo es un complejo de cantidades infinitas de sucesos relacionados. Por consiguiente, ninguna causa absoluta puede ser estrictamente considerada como causa de un suceso determinado. Del hecho de que, por lejos que intentemos retroceder para rastrear una primer causa del universo, descubrimos que cada una de esas supuestas causas primeras tienen su origen en una causa precedente, y que la última es a su vez, el efecto producido por una causa anterior, resulta razonable y exacto inferir que no hay comienzo en el universo y, consecuentemente, que no puede haber fin. Esto significa que el proceso de constante transformación es eterno, y que constituye la ley misma del propio ser del universo. Porque no hay ninguna cosa particular que sea sólo causa o sólo efecto, ya que siempre debe ser ambas cosas al mismo tiempo.

    Esta situación anula la verdad metafísica de la antigua noción de causalidad, si bien deja en pie sus fines prácticos. Revoca la verdad última de la ley de causa y efecto que gobierna todos los fenómenos universales, aunque deja intacta su verdad inmediata. Cuando comprendemos que la cadena de eslabones recíprocamente dependientes, que constituye una causa, no tiene principio ni fin, tenemos que descartar la causalidad como principio metafísico. Esto no debe interpretarse incorrectamente. No estamos aquí hablando del enfoque científico y práctico, sino del filosófico. Estamos simplemente afirmando que una causa adecuada no puede ser hallada por la inteligencia finita del hombre, la cual sólo puede captar algunos de los factores que contribuyen a esa causa. Es imposible avanzar más allá. Siempre habrá otros factores que no han sido percibidos. Para decirlo con palabras teológicas, sólo Dios lo sabe todo.

    Si, filosóficamente, la noción de una primera creación repentina es un concepto insostenible, la idea afín de la posibilidad de la creación de algo a partir de la nada, resulta igualmente inaceptable. Pero los creyentes en una Deidad concebida como imagen magnificada del hombre, atribuyen el génesis del universo a un acto de este tipo.

    Contemplado desde fuera, el universo surge de la nada y corre hacia la nada. Pero contemplado desde dentro, siempre ha habido una realidad oculta y eterna en su trasfondo. Esta realidad es la Mente. El mundo es sólo su manifestación. Ya que, si cada efecto está previamente contenido en su causa, y aquélla nuevamente está contenida en lo que la precede, la cadena retrocede y retrocede y únicamente se detiene cuando también lo hace la fuente de todas las ideas: la Mente. Así, la Mente abarca todas las cosas pero en sí misma no es abarcada por ninguna. En consecuencia, el mentalismo enseña que el universo tiene el mismo origen de cualquier idea, es decir, que nace en y por una mente; por ende, la correcta manera de referirse a la relación entre el universo y su originador, consiste en verla como algo similar a la relación entre cualquier idea humana y la Mente de la que surge. La Mente universal no necesita "crear" el universo a partir de la nada, cuando puede hacerlo surgir desde su propio ser. Y puesto que se trata de un principio mental lo hace proyectando el mundo como su idea. El mundo es su auto proyección.

    ¿Cómo ha llegado el universo a asumir el carácter que posee? La doctrina del mentalismo ha dado respuesta a esta pregunta. La Mente, o más bien la Mente Universal, es inmanente a través de todo el universo. El universo ha surgido de su meditación constructiva, pero ha aparecido bajo la forma ordenadamente autodeterminada, plasmada por medio de sus propias impresiones mentales recordadas respecto a un estado anterior de existencia activa. La incesante procesión de imágenes que dibujan soles y estrellas, tierras y mares, y todas las cosas visibles, emana de la Mente Universal por una ley kármica misteriosa, inmutable, divina, como agua surgiente de una fuente inagotable.

    Karma es una ley doble, con un aspecto general y otro especial. El primero es esencial, y se aplica a toda cosa del universo, ya que se trata simplemente de la ley de continuidad de toda entidad particular. Ya se trate de un planeta o de un protoplasma, esta entidad particular debe heredar las características de su propia existencia anterior, y así añadir el efecto a la causa. El segundo aspecto es inmediato, y solamente aplicable á las entidades que hayan adquirido autoconciencia, de modo que su funcionamiento comienza con las entidades humanas. Esto hace que el individuo sea responsable de los pensamientos y de los hechos derivados de sus pensamientos.

    Es a través de procesos kármicos de mutua influencia, que este universo se vuelve posible. La Mente Universal hace surgir sus imágenes del mundo no a partir de algún fiat arbitrario, sino a partir de su continuidad natural, como las consecuencias de todas aquellas que existieron previamente. Ellas son una continuación de todas las imágenes del mundo recordadas, que habían aparecido anteriormente, pero modificadas y desarrolladas por sus propias interacciones mutuas y por su mutua evolución, no por el decreto caprichoso de un Dios humanizado. La Mente Universal plasma el universo pensándolo constructivamente. Pero no piensa arbitrariamente. Los pensamientos surgen por sí mismos de acuerdo con una estricta ley kármica y evolucionaría. Debe insistirse en que, en esta visión el universo constituye un sistema autoanimado, si bien es necesario comprender, además, que el sistema mismo depende de la Mente Universal para su propia existencia continuada y para su actividad continua. Todas las energías y formas de pensamiento kármicos sustentan sus actividades mutuas, se interrelacionan, se interinfluencian y abarcan sus propios acuerdos en presencia de la Mente Universal, tal como las plantas crecen desarrollando sus propias armonías en presencia de la luz solar. Pero es a esa presencia que ellas deben su propio sustento y existencia.

    Todo lo aquí afirmado presupone una existencia previa del universo en el cual fue plasmado su karma general presente. Hemos visto ya que el cosmos mismo es continuo, y que su pasado no tiene comienzo. Pero intervalos de no existencia interrumpen periódicamente su historia. Sin embargo, son sólo temporarios. No hay verdadera quiebra en su existencia, sino aparentes lapsos de desaparición que en realidad son sus momentos de latencia. Ya que este Universo gira en forma de fases cambiantes. Cada apariencia sucesiva del universo remanifestado, acontece inevitablemente, después que el aspecto surgido previamente cae en estado latente. Cuando los karmas acumulados de todos los individuos y todos los centros planetarios se agotan, un ciclo de la historia del mundo se cierra. El universo manifestado se retrae y la Mente Universal descansa de su trabajo. Pero la mañana sigue a la noche, y la aurora cósmica atestigua la reimaginación de todas las cosas que se produce una vez más. Cuando los mismos karmas comienzan nuevamente a germinar y a producirse, un nuevo ciclo se abre y el mundo visible comienza a ser nuevamente, como herencia de todas las existencias que podían hallarse en el ciclo previo. Las características de un cosmos anterior determinan la naturaleza del que le sucede.

    Esta antítesis de trabajo y descanso, de Comenzar a Ser y de Ser, de un ritmo curiosamente parecido al de inhalación y exhalación de las criaturas vivas, inmediatamente se nos aparece cuando procuramos entender la relación de la Mente Universal con el universo. El universo actual no es el primero que se haya manifestado ni será el último. Cada sistema universal separado —como el actual— es simplemente una unidad de una serie sin principio ni fin. En este solo sentido es el universo indestructible. Cada sistema es una herencia del que existió anteriormente, una precipitación de karmas que han logrado manifestar su propia realización.

    La historia de la existencia universal es, por lo tanto, la historia de una infinita cadena de alternancias entre el ser potencial y el actual llegar a ser. Así, el universo está cumpliendo una evolución que se realiza de acuerdo con la ley kármica estricta, y no por mera casualidad, como lo creen los materialistas, ni por arbitrarias disposiciones de un creador personal, como lo imaginan los religiosos. La actual noción científica de la evolución es solamente una verdad a medias. El proceso real consiste en un ritmo de desarrollo y declinación, evolución y disolución, cumpliéndose cada una con inevitable secuencia. Es la combinación de estas dos fases la que determina un movimiento universal que no conoce término final. Si la nebulosa cósmica desarrolla sistemas solares, éstos a su vez se disolverán nuevamente en la nebulosa cósmica. El universo de las formas retorna siempre a su punto inicial: éste no conoce principio y no tendrá fin; he aquí la razón por la cual está sujeto a nacimiento y muerte, degeneración y renovación, es decir, a cambio. Es como una rueda en eterna rotación moviéndose por medio de estos alternantes de actividad y descanso. Por consiguiente, los maestros antiguos representaban esta verdad por medio de la figura de una rueda esvástica giratoria.

    El misterioso funcionamiento de karma, esta energía que plasma las condiciones de cada centro del ser a partir de la célula protoplasmática hasta el vasto cosmos, debe ser revelado a continuación. Si el mundo fuera nada más que un conjunto de objetos materiales, karma nunca podría actuar. Pero debido a que es, como lo afirma el mentalismo, un conjunto de formaciones mentales, y puesto que existe una Mente Universal, como elemento unitario que conecta todas estas formaciones, existe la posibilidad de karma como energía operativa. Ya que karma carecería de sentido si no hubiera una suerte de continuidad ordenada entre el pasado, el presente y el futuro, de todas aquellas cosas y criaturas que constituyen la existencia universal. Pero esto implica que la Naturaleza debe poseer y conservar una especie de memoria durante sus secretos recesos.

    Si cada individuo conserva un registro de su propia historia, ¿por qué podría resultar fantástico que la Mente Universal conservara un registro de su propia historia? Y puesto que su existencia es inseparable del cosmos manifestado, al conservar esta memoria, la Mente Universal, conserva un registro completo también de la historia propia del universo. No hay pensamiento, suceso, objeto, escena o figura, que alguna vez se haya perdido totalmente. Esto significa que los recuerdos de planetas y estrellas y nebulosas completamente remotos en el espacio y en el tiempo, todavía se conservan. Pero la imaginación humana debe mantenerse aparte de las consecuencias im-previsibles de esta verdad, pues sus limitaciones finitas derrotan aquí a su propia actividad. Y puesto que la memoria no es un objeto que los sentidos puedan captar, sino algo totalmente inmaterial, dicha memoria a su vez implica la existencia de algo mental. Un principio mental que pueda ser cósmico en su recorrido espacial, y permanente en su contención del tiempo, es y no puede ser otra cosa que Mente Universal misma. De esta manera, el fundamento de todo funcionamiento kármico puede rastrearse hasta la Mente Universal. El surgimiento, permanencia y disolución de karma es, por cierto, una función paralela a la de su concepción.

    Hemos aprendido que al final, toda cosa debe retornar a su fuente divina, si no, por obra de su propia evolución, entonces, por cierto, al final de un ciclo cósmico, gracias al universal movimiento disolvente rítmico que entonces alcanza su climax. Si retrocedemos imaginativamente hasta aquella época en que el universo no tenía existencia visible, época en que, por así decirlo, la Mente Universal había retenido su respiración, hallamos un misterioso estado de vacío que, sin embargo, no es un vacío. La Mente sola es; únicamente reina un gran Vacío; es como si no existiera vida alguna. Sin embargo, las posibilidades de nacimiento de todas las cosas, todos los pensamientos y criaturas, existen de alguna manera. Así como las formas sonoras se conservan potencialmente en los surcos de la superficie de un disco grabado, así también las formas mentales son acumulada en estado latente por karma, durante un período de reposo universal dentro de la Mente Universal. Y puesto que todas las cosas del universo son, sin excepción, una forma o conjunto de formas tales, resulta que toda cosa tendrá entonces, una existencia todavía potencial. De la misma manera que un macizo roble tuvo alguna vez una existencia invisible, intangible, en la bellota, y el delicado perfume de una flor blanca, alguna vez tuvo una vida inodora en la diminuta semilla, así también la tierra y las estrellas y el sol, que vemos a nuestro alrededor en la actualidad, antes tuvieron una existencia inmaterial en la forma germinal que sus propios karmas habían acumulado dentro de la memoria de la Mente Universal. Todo cuerpo estelar del firmamento, con sus particulares características propias, y toda criatura que habita bajo dicho firmamento, con sus propios deseos, tendencias y capacidades, fueron recordados por los poderes maravillosos de la Mente Universal. De acuerdo con lo afirmado, vemos que la memoria ha desempeñado un papel vigoroso en la creación del mundo del cual tenemos conciencia. Durante estos períodos de su propia supresión, por lo tanto, el universo aún existía como una posibilidad germinal.

    La Mente Universal lo contiene todo. Desde el pasado sin comienzo, ha acumulado estos recuerdos cósmicos. Los esquemas de todo lo que va a constituir un universo, existieron previamente en ella, y bajo esta forma potencial. El arquetipo de toda cosa de la Naturaleza existió en primer lugar, en este ilimitado yacimiento. Así como los registros silenciosos de un disco grabado se convierten, bajo condiciones adecuadas, en vividas palabras oídas, así también los invisibles registros de la Mente Universal se convirtieron, en el momento kármico maduro, en cosas vívidamente experimentadas. De igual manera que los gritos lanzados en un angosto desfiladero montañoso producen sonidos de eco, las impresiones kármicas acumuladas durante una noche cósmica se repitieron en el mundo espacio-temporal, a medida que se convertían en actualidades, y así surgieron nuevamente en forma visible y tangible.

    No debemos hacer que el materialista se equivoque refiriéndose a esta Mente Universal como si fuera una especie de caja en la que las formas mentales innumerables, que constituyen un universo, estuvieran acumuladas. Los pensamientos pre-existen originariamente en esa mente, no de manera concreta, sino en el sentido abstracto en que las ideas de un determinado efecto pre-existen en la mente de un músico. Dicha preexistencia de las ideas del mundo solamente es posible a través de la mediación de karma. Si nuestra mente humana finita puede acumular potencialmente, tantas y tan diferentes ideas, en un solo y mismo momento, ¿por qué no sería posible a la infinita Mente Universal contener las innumerables unidades que sumadas constituyen la total idea del mundo?

    No debemos interpretar erróneamente el sentido de esta kármica forma germinal. Debido a que cada cosa es realmente algo mental, debido a que es una formación del pensamiento, el recuerdo que de ella tiene la Mente Universal no es una segunda sustancia separada, sino la esencia misma o alma de la cosa misma. Si comparamos la Mente Universal con un trozo de cera, entonces, la impresión producida en ella por un sello mental, representa el mundo recordado, no manifestado, y la energía o presión aplicada al sello, representa karma. Y así como la figura plasmada no se distingue de la cera misma, así tampoco las impresiones kármicas innumerables, que conforman la imagen recordada del universo total, que no es sino un gran pensamiento, no son distintas de la Mente Universal.

    El hombre olvida su propia vida y el mundo externo durante el sueño profundo, pero los recuerda completamente a la mañana siguiente. Si todas sus ideas se conservan latente y misteriosamente durante el estado del sueño a pesar de su aparente anulación, tenemos entonces un dato natural que nos ayuda a comprender cómo es posible que todas las ideas de la Mente Universal estén latente y misteriosamente preservadas, aun cuando no se hallen actualizadas durante la noche cósmica. Tal como sucede en el caso de una sola forma mental que jamás se pierde realmente en la mente individual durante el sueño, ni una sola forma mental desaparece de la Mente Universal, cuando se cierra un período cósmico y todas las cosas desaparecen en el aparente vacío, ya que todo retorna a su unidad original de donde procedió primariamente.

    Las impresiones kármicas son tan sutiles y tan abstractas desde el punto de vista humano, que daremos un ejemplo más para ayudar a aclarar su sentido. Un poeta, que no es para nosotros un simple versificador, que se dispone a escribir un poema imaginativo, no sabrá al principio las oraciones exactas y las palabras justas que su poema contendrá, como tampoco, el desarrollo total y la forma final que éste asumirá. Es más probable que sienta algunas intuiciones vagarosas e inspiraciones indeterminadas que hacen presión sobre él buscando ser expresadas. Y sólo a medida que avanza en su creación, encontrando formas verbales definidas de esas intuiciones, comienza a ver más claramente su camino. ¿Qué es lo que sucede? La real y espontánea composición, y el desarrollo progresivo del poema, han traído a la luz dentro de este mundo espacio-temporal de formas visibles, algo que previamente existía en la mente inconsciente del poeta, sólo como una posibilidad mental. De la misma manera, el universo, en su estado potencial, es una posibilidad mental que existe en la Mente Universal, una posibilidad que no posee existencia aprehensible hasta que aparece actualizada como forma visible. Toda formación mental —lo cual significa toda cosa— que existe en este mundo, nace de su correspondiente impresión en el mundo informe. La cantidad y variedad de los aspectos del mundo surgen de las impresiones que estaban en la cadena ininterrumpida de las transformaciones continuas de la Mente Universal, desde el pasado sin comienzo. Toda actividad, toda existencia, deja su impronta en la Mente Universal, y el resultado acumulativo de todas estas impresiones combinadas, se despliega eventualmente, como universo.

    Así, los recuerdos kármicos generales del mundo no manifestado, como las imágenes invisibles de una película fotográfica sensible, que esperan su oportunidad de volverse visibles, reposan en la Mente Universal, esperando que les llegue el momento de manifestarse. Entonces, sus energías son liberadas, y producen el surgimiento de la vida a una manifestación cósmica nueva. Cuando la necesaria hora cíclica suena, las potenciales formas mentales planetarias y cósmicas, plasmadas dentro de la Mente Universal, desde el incalculable pasado, se vuelven autoactivas, de la misma manera como, cuando el necesario viento o la influencia lunar son propicios, el océano pone de manifiesto sus olas potenciales. La suma total de todas las impresiones que de esta manera se actualizan, la herencia de todas las formas y vidas, constituye un cosmos.

    Para aclarar aún más el próximo punto, volvamos a nuestro primer estudio elemental, acerca de la manera como nos llega el conocimiento de las cosas externas. La vibración que se desplaza desde el sentido superficial a lo largo del trayecto de un nervio, hasta las células de la corteza cerebral, se refiere solamente a sensaciones separadas. Cuando éstas se asocian, se coordinan, e irrumpen en la conciencia como sensaciones de ver, oír, etc., la experiencia sensorial se convierte en una percepción. Cuando dicha percepción es conservada en la mente, y más tarde recordada o reproducida, entonces entra en juego la facultad de la memoria. Una breve reflexión demostrará que esta facultad es sólo una forma particular asumida por el poder plasmador de imágenes de la mente. Si la mente humana recuerda, gracias al empleo de su imaginación, entonces, también la Mente Universal utiliza esta misma facultad, de un modo mucho más amplio. Si entendemos este punto será más fácil captar el siguiente, es decir, el que afirma que karma, como memoria dinámica de la Naturaleza, va necesariamente acompañado del poder imaginativo de la Naturaleza.

    Así, es a partir de estos recuerdos acumulados, o sea, imaginaciones de formas innumerables que la Mente Universal recuerda, construye y abarca todas las cosas. Los recuerdos germinales de la idea del mundo, acumulados y trasmitidos desde un ciclo anterior, reviven, reaparecen y se despliegan, gracias a los poderes misteriosos de la memoria e imaginación de la Mente Universal. Pero ésta no los pone en movimiento de una manera caótica o arbitraria. Por el contrario, hay una secuencia ordenada en el proceso, porque cada una de las miríadas de formas de pensamiento sustentadas en la idea del mundo, es, en cada etapa de su historia, una herencia de aquélla que le precedió.

    Todas las formas de pensamiento potenciales no surgen a la actividad simultáneamente. De la incalculable multitud disponible, un proceso selectivo inherente a la inteligencia de la Mente Universal, y que en todo momento actúa acorde con la múltiple ley kármica, acepta, asocia y reúne sólo aquéllas que favorecen un gradual desenvolvimiento en el tiempo y un ordenado despliegue en el espacio. No surgen conjunta sino sucesivamente. Es por esto que el universo nun-ca aparece como algo acabado sino que se presenta como una evolución gradual.

    Mediante su facultad de imaginación constructiva, que constituye su primera característica, la Mente Universal da vida al cosmos. Puede emanar cualquier cosa porque la imaginación, el más flexible de todos los elementos, constituye su actividad central. No hay límites para las metamorfosis de las formas que la imaginación puede adoptar. Consecuentemente, la evolución de las formas que contemplamos en nuestro universo circundante, no tiene límites. Así resulta fácilmente explicable la fecundidad de imágenes presentadas por la Mente Universal. Si la imaginación finita del hombre puede plasmar una maravillosa diversidad de formas y esquemas en arte y habilidades, ¿cómo no le resultaría más factible a la imaginación infinita de la Mente Universal producir, bajo la ley kármica, por supuesto, la incontable multiplicidad de formas y esquemas que pueblan el universo? De aquí surge la certidumbre de que existen inmensurables sistemas solares diferentes en el cosmos, aparte del nuestro, que incluyen todo tipo de criaturas vivientes y en una variedad que supera a la más fantástica imaginación del hombre.

    La historia del progresivo desarrollo del panorama universal no es, en consecuencia, otra cosa que una historia de las transformaciones proteicas de las múltiples imágenes que subsisten en la Mente Universal. La creación es, desde este punto de vista, el simple poder proteico de la Mente de asumir cualquiera y todas las formas que ella elige; es esencialmente un proceso de creación. Pero, en última instancia, no interesa determinar si decimos que la Mente Universal está imaginando, o deseando, o pensando, o construyendo, o soñando, el universo, pues todas estas actividades son necesariamente una sola y la misma cosa. Más bien comprenderemos mejor este punto preguntándonos: ¿hay alguna diferencia psicológica entre los estados del novelista, absorbido plenamente en el rapto más alto de la creación que puede sentirse seducido por las aventuras de su héroe, entre el éxtasis místico religioso de la perfecta contemplación de los sufrimientos de la Cruz al punto de que le aparecen al místico los estigmas de Cristo, y el soñador tan intensamente hechizado por una pesadilla sumamente vivida que despierta temblando de miedo? Todos estos estados necesariamente, incluyen y sintetizan voluntad, pensamiento, imaginación, creación y sueño.

    Bajo una infinita diversidad de formas, la Menté Universal está eternamente manifestándose. Tal como sucede en el caso de la creación onírica, en la cual la multiplicidad de las imágenes encubre la singularidad y la unidad de la mente soñadora, así también por debajo de la misma multiplicidad de las cosas del mundo en vigilia, está oculto el hecho de que ellas son todas manifestaciones de una única y misma Mente. Y así como la separación del mundo del soñador existe sólo en la superficie, y está secretamente conectada con él, así la separación del mundo de la vigilia únicamente es cierta como impresión superficial. En el fondo, hay realmente una unidad.


    EL NACIMIENTO DE LAS INDIVIDUALIDADES


    De la misma manera que los incontables pensamientos almacenados coexisten en las profundidades de la mente individual, aun cuando surgen a la conciencia de a uno por vez, las innumerables mentes individuales conservadas desde universos anteriores, coexisten en las profundidades de la Mente Universal para surgir a la aurora de la manifestación cósmica, en diferentes clases de conciencia. Una única y misma luz se refracta en millones de fotografías, cada una diferente a las demás, una única y misma Mente Universal se refleja en millones de entidades, cada una diferente al resto. Y así como los objetos del universo irrumpen a la vida por el poder de karma, así lo hacen también los individuos. La nueva criatura nace a la existencia universal de una manera muy semejante a como lo hace la nueva cosa, es decir, a través de una actualización de la serie de sus impresiones kármicas antiguas que son en sí mismas, la resultante de una existencia todavía más antigua. El individuo y el mundo aparecen juntos al mismo tiempo, surgiendo del pasado que pre-existe detrás de ambos. Sus karmas se relacionan con los de la existencia universal, y consecuentemente, no emanan separadamente. El uno se pone en actividad sincrónicamente con la animación del otro. Cuando la energía de la Mente Universal se revela, adopta un carácter doble, y el mundo y los individuos surgen al mismo tiempo. Ni el universo se manifiesta primero ni tampoco lo hacen los individuos, sino que nacen conjuntamente. Para decirlo con otras palabras, a medida que las ondas de karma fluyen sobre el lago de la Mente Universal, atraviesan al mismo tiempo el universo y el individuo, y, funcionalmente, de la misma manera.

    Para comprender el advenimiento de los seres vivos a partir de un aparente vacío, debemos entender que la quiebra de la continuidad de la vida individual, que se produce durante el sueño profundo, y de un modo más definitivo, entre las reencarnaciones, se produce solamente en la superficie y no en las profundidades. La Mente Universal actúa como un receptáculo en el que están depositados todos los olvidados eslabones de la memoria, y todas las energías mentales descartadas. Así, ninguna criatura desaparece por completo, aunque parezca lo contrario. Las actividades del pensamiento, la emoción y la voluntad se ligan en un hilo "personal" y luego caen en la memoria de la Mente Universal como semillas sobre la tierra arada. La memoria de la Mente Universal hace posible la actividad individual, la sustenta y mantiene sutilmente. De este modo, cuando un período del mundo está maduro para su manifestación externa, todas las impresiones germinales de incontables individuos, conservadas de una manera misteriosa pero latente, y a la espera de este momento, son concitadas e invitadas a buscar su nacimiento en un ambiente apropiado. Toda existencia individual es así el resumen de infinitas existencias previas.

    El mundo y los individuos que lo habitan no son únicamente reencarnaciones de fuerzas existentes con anterioridad, sino que también continúan evolucionando e incluyéndose mutuamente. Esta interacción se produce de la siguiente manera. De las experiencias de vidas acumuladas ciertas impresiones tienden a repetirse, tan fuertemente que asumen un carácter estructural, es decir, se convierten en complejos energéticos. Del mismo modo como una corriente de agua naturalmente corre por el sitio que le ofrece menor resistencia, y fluye montaña abajo, estas impresiones tienen la tendencia primera a unirse, debido a la repetición habitual, y más tarde lo siguen haciendo por las asociaciones y afinidades que se establecen de esa manera. Por consiguiente, las impresiones no se combinan indiscriminadamente, sino de acuerdo a un natural proceso de evolución. Estos complejos pueden adoptar las más diversas formas. Incluso los cinco sentidos de la vista, el oído, etc., son complejos de este tipo que actúan de un modo funcional. Ya que la vista y el oído son primariamente actividades de la conciencia. Hemos visto que la Na-turaleza es simplemente otra denominación del trabajo de la Mente Universal, un trabajo al cual nosotros contribuimos voluntaria e involuntariamente, porque todo objeto de la Naturaleza es conocido únicamente como un aspecto de nuestra propia conciencia. La instigación de las impresiones kármicas dentro de la Mente Universal se refleja en la mente individual como un panorama general del mundo. El individuo tiene que captarlo en el mismo centro de su propia conciencia, y esto sólo puede hacerlo por medio de un acto propio. Es decir, el panorama del mundo ha de estar tan asimilado que el hombre llegue a sentir que lo ha creado él por medio de la experiencia.

    Si bien la Mente Universal emana conjuntamente al individuo y al mundo al mismo tiempo, el individuo es el centro en torno al cual gira el mundo. Esto se debe en parte, a que únicamente cuando la imagen del mundo es captada por el hombre como propia experiencia consciente, puede ese mundo asumir realidad para él, y en parte, porque el individuo puede llamarse a sí mismo "Yo" y existir como un ser independiente, sólo gracias al establecimiento de un contorno objetivo.

    Ya veremos, cuando estos estudios hayan avanzado suficientemente, que el oculto punto de encuentro de la Mente Universal con cada ser consciente tiene una especial existencia propia, y debe por consiguiente, denominárselo con un término especial. La palabra que a partir de este momento utilizaremos es Yo superior. Consecuentemente, es a partir de su propio Yo superior, que cada individuo recibe el panorama del mundo. Hemos señalado en anteriores obras, que el Yo superior tiene su residencia humana en el corazón. Aunque por supuesto se relaciona con el cuerpo total, su más íntima relación se refiere al corazón. Así como el decreto de un rey puede extenderse a todo el reino, y sin embargo puede también afirmarse que se concentra definitivamente en el palacio donde el rey vive, así también, el Yo superior baña a todo el cuerpo y sin embargo, se concentra definitivamente en el corazón. Es por esto que el corazón es el punto central en donde la Mente Universal, por medio de su intermediario, el Yo superior, afecta a la personalidad. Las energías kármicas se ponen en actividad dentro del corazón y de allí irrumpen a la existencia espacio-temporal. Como fotografías luminosas de una película sensible, son como diminutas semillas de forma mental. Esta es la matriz del mundo —que está a punto— de ser. Si permaneciera allí, entonces el individuo la sentiría únicamente bajo la forma de un sueño. En realidad, en un período anterior de la evolución cósmica, ésta fue la extraña manera en que la inmadura raza humana surgió.

    Con el objeto de proporcionar las condiciones para una experiencia más plenamente exteriorizada y consciente, se requiere la cooperación del cerebro y de los sentidos. Dicha cooperación funciona hasta cierto punto, de la misma manera que un transformador aumenta el voltaje de una corriente eléctrica, y en otro sentido lo hace como un microscopio que aumenta la visibilidad de un objeto. A menos que la imagen del mundo sea captada por el cerebro, la conciencia permanecerá en el plano onírico, y la experiencia física resultará imposible. Por consiguiente, la forma de pensarniento se transmite a un centro amplificador de imágenes en la capa más exterior del cerebro, mediante procesos analógicamente similares a los utilizados en la transmisión inalámbrica de la fotografía de un periódico (que reduce la fotografía a numerosos puntos de energía eléctrica para luego reconstruirla a partir de impulsos eléctricos transmitidos), y a los centros sensibles especiales de la vista, el oído, el tacto, del gusto y del olfato. Aquí el cerebro vuelve a transformar las vibraciones recibidas en una figura muy agrandada que el individuo comienza a captar, como sucede con las ondas eléctricas de sonidos en serie, transformadas por un aparato de radio, que a su vez ha amplificado enormemente. Una vez que se ha cumplido todo este proceso, el individuo adquiere plena conciencia del panorama del mundo transformado y magnificado, que ahora la mente proyecta como si éste fuera algo exterior.

    Es necesario advertir que las funciones del cerebro, nervios y cinco sentidos, aunque han sido correctamente descriptas por los psicólogos, todavía son procesos tan internos de la esfera mental como lo es la imagen del mundo que ellos manejan. Pero esta última "exterioridad" provoca la equivocada noción de que el mundo está formado por sustancia material. Es honesta la ciencia cuando afirma que el pensamiento es la concomitante de los movimientos moleculares del cerebro, pero se deja influenciar por la imaginación, cuando sostiene que el pensamiento es producto de movimientos moleculares del cerebro. Su conocimiento de la superficie del mundo es tremendo, pero resulta rudimentario su conocimiento del alma del mundo. Sólo un análisis más profundo revelará que el mundo externo no se refleja en la mente como un objeto en un espejo. El Mentalismo demuestra que el poder que creadoramente construye las percepciones sensoriales de un mundo externo, es la mente misma.

    Así como el corazón funciona como difusor de sangre para todo el cuerpo, así también, el centro del Yo superior en el corazón, actúa como transmisor de conciencia para el cerebro. Mientras dure una transmisión del panorama germinal del corazón a la cabeza, la conciencia despierta del mundo permanecerá. Comúnmente, esto significa, por consiguiente, que tanto su transmisión y amplificación por el "transformador" de cerebro-más-sentidos, son continuos e incesantes a lo largo del día. La alternancia de sueño y vigilia se regula externamente por medio de otro centro situado por debajo de la corteza cerebral. Este centro se pone en actividad cuando se despierta y cuando, con el receso interno de la corriente del Yo superior en el corazón, el estado de vigilia no puede prolongarse, aquel centro permanece pasivo durante el sueño.

    Esta transmisión interior se produce constantemente, y el cerebro está incesantemente ampliando las impresiones originariamente kármicas en la forma de impresiones sensoriales físicas. Así, las sensaciones individuales emergen realmente dentro del individuo mismo. Los materialistas que descubren que todas las actividades sensoriales están relacionadas con ciertos centros cerebrales, y que por ende, consideran que el cerebro es la fuente de nuestras plasmaciones sensibles, no están equivocados a este respecto, lo que sucede es que no avanzan más allá. No han podido definir todas las funciones del cerebro. Las imágenes sensibles se plasman por cierto, en y por medio del cerebro de cada individuo. Pero dicho cerebro las elabora a partir del material proporcionado desde dentro, desde una fuente desconocida e insospechada por quienes toman la sensibilidad de las yemas de sus dedos como única prueba de la realidad. La función creadora que da nacimiento a la experiencia del mundo para cada individuo, procede, en última instancia, de su propio Yo superior.

    El lector debe prestar cuidadosa atención a lo que sigue. Al principio resulta difícil comprenderlo pero es una cuestión sencilla una vez que se la ha captado. Es sólo pensamiento superficial lo que nos hace creer que experimentamos una cosa que está aquí y ahora, debemos olvidar que en el hecho real estos elementos no están aislados delante de nosotros, sin ninguna contribución por parte de nosotros para constituir su naturaleza. Pero el pensamiento profundo nos demuestra que hay algo dentro de nuestras mentes que pone orden a nuestras sensaciones de esa cosa, obligándolas a contribuir conjuntamente para la percepción unitaria del objeto en cuestión. Cuando observamos una cosa particular, ésta produce un grupo complejo de determinadas sensaciones de color y forma dentro de nosotros, pero no obtenemos nuestra experiencia consciente del objeto en pequeñas partes, sino que adquirimos una totalidad unitaria. Es decir, no captamos la cosa en la forma de sensaciones separadas entre sí, aisladas, como una estrella solitaria en el espacio. Aunque la necesidad metafísica que nos impulsa a analizar los diferentes elementos integrantes de la experiencia, nos obliga en un primer momento a abstraerlas intelectualmente, separándolas de dicha experiencia, no debemos olvidar que en el hecho real estos elementos no están aislados. Siempre están combinados.

    Las partes constitutivas de la conciencia no pueden separarse entre sí. Cuando vemos una cosa no lo hacemos por trozos o fragmentos. Contemplamos toda la figura o no la vemos de ninguna manera. La desconocida actividad de la mente liga todas las sensaciones de vista, sonido, sabor, tacto y olfato. Las diferentes sensaciones plasmadas para componer una percepción son como diferentes elementos químicos que concurren a la formación de un compuesto. No vemos el sodio y el cloro como entidades separadas cuando observamos un grano de sal de mesa. Similarmente, no vemos el color rojo, la superficie dura y la forma redonda de una lapicera, como entidades aisladas. La zona mental a la que concurren las sensaciones y donde éstas se reúnen en forma de una percepción completa, está asimismo, fuera de la conciencia del individuo. Es sólo la percepción, la imagen última y acabada lo que se ofrece a su atención.

    Además, las impresiones sensoriales de un objeto no nos dan por sí mismas el reconocimiento de ese objeto. Para que esto se produzca, deben entrar en juego determinadas facultades de la mente individual. En primer lugar, la memoria nos dirá qué es lo que ella sabe acerca del objeto y así, lo clasificará; en segundo lugar, la razón lo analizará y valorizará. Pero primariamente, es la facultad hacedora de imágenes la que maneja las sensaciones, completa el trabajo, y nos ofrece un objeto externo acabado que proporciona a dicho objeto existencia independiente y continua. Esta actividad imaginativa de la mente es la base de toda nuestra experiencia sensorial, no, una sustancia material separada como se la supone generalmente. Sin embargo, no debe entenderse que la total operación gracias a la cual suceden estos hechos, se desarrolla mediante etapas sucesivas en el tiempo, aunque nosotros hayamos hecho precisamente esto para poder analizarlo intelectualmente, sino que debe ser entendida como algo que sucede al mismo tiempo. El acto perceptivo no posee una correspondencia material desligada, diferente del acto mismo.

    Pero antes de que esta experiencia ocurra, antes de que las sensaciones puedan convertirse en un objeto reconocible, deben establecerse ciertas relaciones tanto entre las sensaciones mismas cuanto entre nosotros y ellas. Por ejemplo, puede un hombre viajar en un tren desde la costa oriental a la occidental de todo un continente, pero si está dormido durante el viaje, no se dará cuenta del hecho. Metafísicamente, este ejemplo significa qué la ignorancia del hombre puede desaparecer únicamente cuando éste adquiere conciencia de la distancia de su viaje y de su duración en el tiempo. Para decirlo con otras palabras, mediante el acto mismo de observar una cosa, el observador la externaliza inconscientemente, y al mismo tiempo le impone sus propias condiciones de espacio-tiempo. El yo superficial debe conocer las cosas como entidades separadas entre sí, lo que quiere decir que debe ubicarlas en el espacio. Conocerá los sucesos como acontecéres pasados o futuros entre sí, es decir, los ubicará en el tiempo. Ningún objeto podría presentarse si no lo hiciera en el espacio, del mismo modo que no podría suceder acontecimiento alguno que no transcurriera en el tiempo. Ya que los objetos están cerca o lejos los unos de los otros, y los sucesos se producen antes o después los unos de los otros. Por tanto, toda vez que observamos alguna cosa o suceso externo, nos vemos apremiados a ubicarlos dentro de un tipo particular de dimensión espacio-temporal. No se trata de que la cosa o el acontecimiento, en sí mismo esté ubicado en un orden de ese tipo, sino de que el proceso humano de observación actúa de este modo particular. Y a menos que podamos observar el mundo de esta manera, no lo podremos ver, lo cual significa, que no lo experimentamos.

    Nuestra mente está constituida de tal manera que nos sentimos obligados ineludiblemente, a percibir el mundo de la manera como lo hacemos. Sin nuestro conocimiento consciente, y en proceso instantáneo, la mente piensa sus sensaciones, las interpreta en términos de este ordenamiento particular de espacio-tiempo, y luego empuja hasta nuestro campo consciente la resultante forma de pensamiento que pasa por ser nuestra experiencia personal propia.

    Antes de poder concebir una idea de algo como tal, debemos pensar dicha cosa como algo aparte de nosotros mismos. Esto a su vez significa que poseemos la facultad fundamental de pensarla como si estuviera ubicada a una distancia determinada de nuestro cuerpo. Consecuentemente, la mente debe ser capaz de espacializar sus creaciones, lo que incluye a los sentidos mismos. Sus ideas deben estar extendidas en el espacio para ser percibidas. Lo mismo se aplica a los sucesos temporales; nuestra mente debe también ser capaz, a priori, de presentar sus creaciones en forma de series sucesivas.

    Para dar la impresión kármica de un objeto como cosa actualizada, la mente debe proporcionarle relaciones de extensión, tamaño, distancia y dirección, creando al mismo tiempo, el espacio. De esta manera, las formas de pensamiento de toda cosa proyectada por la Mente Universal aparecen como fuera de la forma de pensamiento del cuerpo y, por lo tanto, todas las cosas existen en el espacio constituyendo el sistema total que denominamos Naturaleza. El cuerpo mismo es una formación de pensamiento especial que se mantiene aparte de todas las demás y que, sin embargo, continúa siendo mental, tal como una red de pesca en un río se mantiene aparte del agua y sin embargo está totalmente inmersa en él.

    Sólo después de un análisis profundo podemos descubrir que el mundo que se presenta a nuestros sentidos, se ofrece realmente a nuestra mente, pues los sentidos mismos son formas de conciencia. La cosa está fuera de nosotros, pero es solamente la idea que nos hemos formado de esa cosa en nuestra mente. La una parece exterior a nosotros y la otra, interior, pero en última instancia, la esencia de ambas es mental. La mente positivamente crea lo que experimenta, y experimenta, en realidad, lo que crea. La mente sensible crea la experiencia desde sí misma de una manera tal que la ilusión de recibir la experiencia desde una fuente externa se mantiene como dominante.

    Un artista bosqueja un paisaje montañoso y un valle. Por medio de adecuadas sombras y perspectivas, nos hace ver el paisaje en relieve, aunque el artista no hace verdaderas elevaciones o depresiones en el papel. De manera similar, cuando se reúnen las impresiones kármicas revividas, nos dibujan un mundo exterior, pero en rigor de verdad, no lo colocan fuera de la mente, aunque sentimos como si eso ocurriera. El llamado mundo material es simplemente lo que parece exterior a los pensamientos. La conciencia es únicamente lo que parece interior a los pensamientos. Pero el mundo material es sólo la forma que adopta la conciencia cuando se proyecta a través de los cinco sentidos y retiene sus ideas como algo diferente a ella misma. El mundo que parece presentarse desde fuera de los sentidos es en realidad, proyectado desde dentro, por la mente. Es así como la doctrina del mentalismo encuentra su justificación.

    El ordenamiento espacio-temporal determina los límites de nuestra existencia, dibuja las líneas exteriores de nuestro universo experimental; los límites impuestos a nuestras percepciones por el espacio y el tiempo son ineludibles, resultan el precio pagado por haber sido capacitados para percibir un mundo en nuestro derredor. Como lo hemos visto anteriormente, la preexistencia kármica de las ideas del mundo es como la existencia abstracta de las ideas de un efecto musical pensado por la mente de un compositor. Las potencialidades kármicas están fuera del espacio y del tiempo, mientras que las cosas actualizadas se hallan ubicadas, por supuesto, en ese espacio-tiempo impuesto sobre ellas por sus observadores. La actualización de las mismas es necesaria sólo para las cosas actualizadas en el espacio-tiempo, como nuestra propia índole humana finita, y no para la Mente Universal misma. Es por esto que la existencia de las cosas es necesariamente relativa. También es por esto que la experiencia humana resulta incuestionablemente relativa.

    En el volumen anterior explicamos que toda la obra constructiva y unificadora que transforma las sensaciones en una percepción consciente, era la obra de la propia mente. No era aconsejable profundizar mucho más este principio en ese momento, ya que no existe conciencia superficial de dicha obra. Todos estos procesos se producen por debajo del umbral de nuestra conciencia, de modo que no nos damos cuenta de que es toda una misma mente la que los plasma. Ahora es posible ver que también la Mente Universal como Yo superior actúa en nosotros. Llamar a esto último "subconsciente" significa positivamente degradarlo. Es más correcto denominarlo "co-consciente" y mucho más exacto todavía "superconsciente". Sin embargo, desde el ángulo de la común comprensión científica, nos vemos obligados a continuar utilizando este término inadecuado.

    También habíamos señalado en aquel primer volumen, que la ciencia, siguiendo el enfoque materialista que considera al objeto externo como previo a la idea consciente del mismo, no puede establecer la relación conjunta de ambos y así, se ve forzada a dejar una brecha abierta en la relación. Por el contrario el mentalismo establece la relación dando prioridad a la idea, hasta cierto punto. Nos resulta ahora posible comprender por qué surge dicha prioridad. Porque el proceso de la experiencia personal consiste en elaborar una idea de la idea de la Mente Universal, y al mismo tiempo, percibirla como una cosa objetiva. El hecho de que la Mente Universal conozca la idea de sí misma le confiere existencia previa. Así, el pensamiento rector de la Mente Universal es por cierto anterior a la cosa que nosotros elaboramos humanamente y percibimos humanamente. Pero siendo ambas ideas, es igualmente correcto sostener que un objeto material, aparte de la idea de dicho objeto, jamás existe, en ningún momento.

    De este modo, nosotros construimos nuestra propia imagen espacio-temporal del contorno, a partir de esta forma de pensamiento proporcionada subconscientemente a la manera de una semilla. La forma espacio-temporal que plasma la percepción es una contribución de la mente individual, mientras que el material que adopta aquella forma es proporcionado por la Mente Universal. La mente misma del individuo anticipa subconscientemente cómo se producirá su experiencia, es decir, que ella se dará extendida en un ordenamiento espacial determinado, y variable según series temporales determinadas, mientras que la Mente Universal determina qué experimentará el hombre.

    La relación entre las experiencias de cada ser consciente y la Mente Universal está ejemplificada por la relación entre las figuras que aparecen en una película fotográfica y la luz que hace posible dichas figuras. He aquí el misterio; que lo que nosotros entendemos como conciencia se vuelva posible sólo a través de la proyección ampliada de la mente finita en un tiempo y un espacio de su propia captación. Aparece como un hecho continuo (pese al cotidiano testimonio de la experiencia que demuestra cómo puede ser éste interrumpido irregularmente por un daño, enfermedad o drogas, y por el sueño, de manera normal), pero esto no es así; las impresiones sensoriales se suceden tan rápidamente que producen la ilusión de una experiencia múltiple, así como una antorcha que gira produce la ilusión de un círculo fijo de luz brillante. Es un constante movimiento de vislumbres momentáneas, un prolongado hilo de momentánea concientización. En rigor de verdad, tan pronto como surge pasa y se desvanece un momento de pensamiento, otro ocupa su lugar de inmediato, no azarosamente, por supuesto, sino necesariamente originado a partir del pensamiento que apareció antes. El concepto convencional considera que los pensamientos transcurren sobre un fondo de conciencia del mundo, pero este concepto es equivocado. Es el pensamiento mismo el que nos proporciona la clase determinada de conciencia espacial y temporal a la que estamos tan familiarizados. Por debajo de dos instantes de pensamientos sucesivos, existe una Mente, ese oculto eslabón que los ordena posibilitando su captación consciente.

    Esto concuerda con la afirmación del mentalismo de que el mundo físico, en lugar de ser una cosa estable tal como surge ante la vista y el tacto, en verdad está transcurriendo a lo largo de un proceso de cambio incesante, momento a momento. Ya que nuestras ideas del mundo no tienen una existencia continua sino una vida desunida. Aparecen sólo para desvanecerse de inmediato. La ilusión de una existencia parejamente continua experimentada por nosotros se explica por el hecho de que cada idea que desaparece es seguida por otra similar pero no realmente idéntica. Así, una regular sucesión de pensamientos en continuo transcurso distingue cada ser consciente, un perpetuo proceso de combustión de materia mental sucede en todo momento. Por consiguiente, cada pensamiento es siempre uno nuevo: no hay nunca dos pensamientos idénticos, aunque por lo general son similares.

    Los pensamientos, abstractos o plásticos, se producen en la napa más profunda de la mente, no como una corriente fluyente de agua saliendo de una canilla, sino como series continuas de balas independientes que salieran de una ametralladora. La conciencia de las cosas externas surge en cuanto aparecen los pensamientos, y éstos emergen con la regularidad de los movimientos de retroceso y avance de un pistón de locomotora a vapor, o como el rítmico chuf-chuf de una locomotora eléctrica. Es simplemente un incesante fluir de movimientos de ideación con un estacato como el del ruido del tren, una sucesión de momentos como los destellos de un faro atravesando la noche, lo que determina nuestro conocimiento del mundo. El proceso es tan rápido que no podemos advertirlo.

    Todas las ideas constituyen por lo tanto, miembros momentáneos de una serie ininterrumpida. Cada una aparece sólo para ser desplazada por otra. Nuestra actual forma física de conciencia no es otra cosa que una rápida sucesión de cambiantes momentos de pensamiento, en la cual cada miembro de la serie es individualmente consciente, y el total produce la ilusión de una sola corriente de concientización integral. La rapidez con que se suceden estos momentos conscientes no resulta imposible si recordamos la rapidez científicamente aceptada de las oscilaciones del movimiento de la electricidad, que se suceden a razón varios billones de oscilaciones por segundo. Los antiguos psicólogos asiáticos han proclamado incluso que ellos han podido medir la duración de este momento fugaz de pensamiento hasta la fracción tremendamente diminuta de un fragmento comprendido por un segundo. No importa realmente que aceptemos o no la cifra por ellos dada —una billonésima parte del tiempo que dura el castañeteo de dos dedos— ya que nuestro intelecto humano finito no puede captar estas cifras infinitesimales. La cuestión que interesa es la de establecer que nuestra forma especial de experiencia sensorial consciente en él espacio y en el tiempo, vive todo el tiempo que vive el pensamiento, y cesa tan pronto como el pensamiento se detiene. Pero puesto que el próximo pensamiento se produce prácticamente enseguida, la intermitencia jamás es advertida.

    En su siempre fugaz, siempre cambiante, y sin embargo, siempre continua índole, el mundo es realmente como una película cinematográfica en proyección, cuyas escenas fulguran tan vívidamente ante nuestros ojos, y cuyas figuras hablan a nuestros oídos con idioma tan convincente. Pero si quitamos la película de celuloide del proyector cinematográfico, descubrimos que está constituida por miles de cuadros separados "todavía". La sensación de realidad es trans-mitida por dicha película cuando se logra que los cuadros separados se muevan suave y continuamente. De igual manera, la pareja multiplicación contínua de incontables miles de cuadros mentales del mundo, semejantes entre sí pero nunca idénticos, se fusionan y crean la impresión de un mundo estable. La totalidad de todas estas construcciones mentales sucesivas, de esta serie siempre fluyente de percepciones conscientes, determina nuestra experiencia del mundo. Sin embargo, dejamos que su apariencia de estabilidad pareja nos engañe. No comprendemos que esa experiencia corresponde en realidad, a un flujo mental, y así estamos literalmente obsesionados por nuestra creencia en una materia estática.

    Lo anterior ha sido un enfoque científico de la situación. Explica por qué todas las cosas son realmente momentáneas, y por qué el universo entero es en realidad un eterno comenzar. Filosóficamente hablando, sin embargo, esta instantaneidad de la conciencia se aplica sólo al ser privado, no al Yo superior. Aquí, como lo revelarán nuestros estudios posteriores, hay una continuidad ininterrumpida de la conciencia. Aquí, nada está realmente fuera de nosotros, y todos los acontecimientos constituyen un absoluto Ahora duradero. Este incesante movimiento desde un momento consciente a otro, nos proporciona los materiales de la experiencia del mundo, pero también quiebra nuestra concientización integral, y da entrada a una sensación de tránsito del pasado al presente y una anticipación del futuro determinando así nuestro sentido del tiempo. En lugar de comprender con el Yo superior que la vida siempre "es" un continuo presente en un eterno Ahora, sentimos que ella "fue" o "será". Incidentalmente, si pudiéramos captar la implicación de nuestras experiencias en el tiempo y el espacio, vislumbraríamos la idea de que algo en nosotros, algo inconmensurablemente sagrado se mantiene fuera del tiempo y trasciende el espacio. Estudiaremos más adelante estos puntos.


    EL MUNDO COMO IDEA NUESTRA


    Pero nuestra mente no crea la cosa por mediación de otro: sólo la crea desde sí misma. Es posible que nuestras sensaciones se parezcan a las de otro hombre, pero este hecho no las vuelve idénticas entre sí. Hay en este caso dos conjuntos de sensaciones, no uno solo. Por tanto nuestras sensaciones no pueden ser idénticas a las de ese hombre aun cuando ambos escuchemos la misma música, porqué las sensaciones son nuestras, producidas por nuestra mente, mientras que las de él se producen en su mente. Nuestras sensaciones de esos sonidos musicales se desvanecen en el momento en que nos tapamos las orejas con algodón, pero las de él perduran porque pertenecen a un conjunto diferente. Lo que podemos decir correctamente es que nuestras sensaciones son parecidas a las de él, que los sonidos que oímos son semejantes a los sonidos que ese hombre percibe.

    De este modo, la experiencia del mundo se convierte en la de cada individuo, totalmente independiente, aunque bastante similar a la experiencia de otros individuos. Un ejemplo aclarará este punto. Cada ojo del cuerpo humano ve la misma escena desde un ángulo diferente, y en consecuencia formula un cuadro diferente. Sin embargo, ambos cuadros coadyuvan a uno solo que es el que realmente penetra en la conciencia. Analógicamente, la idea de la Mente Universal puede ser considerada como aquella que proporciona el ojo derecho, y la imagen subconsciente del individuo, como la que da el ojo izquierdo; pero la que el individuo en verdad capta resulta el final de la fusión de ambas. Cada centro de la vida concierte tiene su propia versión del contorno, a la cual no solamente registra sino que también interpreta.

    Así como mil lagos diferentes reflejan los rayos y fulgores de un mismo sol, así también miles de seres conscientes diversos reflejan una sola misma idea del mundo como experiencia común a todos. Tomamos conciencia de lo que a grandes rasgos es un único y mismo universo porque cada aparato de sensaciones es en líneas generales, similar. Sin embargo, así como cada onda de la superficie de cada lago apresa y refleja los mismos rayos solares, separadamente, según su propia manera individual, determinada por su tamaño, fuerza y forma, así también, cada criatura toma y refleja la imagen del mundo según propias modificaciones.

    Tal como sucede con dos cámaras diferentes que no pueden al mismo tiempo ocupar un punto único en el espacio y en el tiempo y en consecuencia, no pueden simultáneamente fotografiar una escena de manera exactamente igual, así tampoco un ser consciente puede percibir el mundo de modo estrictamente igual a otro. Cada uno experimenta la idea del mundo según su propia modalidad única, y lo adapta a la forma de su propio intelecto. Adquiere sus propias características espacio-temporales y consecuentemente, concibe su propio mundo experimentado.

    Pero nuestra mente no está sola y aislada. Detrás de ella está la Mente Universal. Por detrás de nuestra forma de pensamiento de una cosa está la base: el estímulo de la Mente Universal que la incita a vivir. De aquí resulta que el carácter de nuestra facultad creativa es sólo independiente a medias. La Mente Universal piensa sus ideas dentro de nuestra mente. Es el pensamiento de la Mente Universal el primer responsable del mundo. Es cierto que nosotros compartimos las ideas, participando en las imágenes sensoriales así evocadas, pero no proyectamos su estímulo original. Existe dentro de nosotros una actividad cósmica. El mundo es originariamente un producto de la Mente Universal, y sólo producto de nuestra mente por un proceso de reflejo secundario. Y dicho reflejo es perfectamente posible porque cada pequeño círculo de una mente singular está contenido en el círculo de mayor tamaño de la Mente Universal, que lo contiene todo. El individuo recrea en su propia conciencia, la idea reflejada en ella por la Mente Universal. Asimilamos en nuestras mentes individuales los frutos de la siembra de la Mente Universal.

    Como resultado, no podemos decir que el hombre esté confinado a sus propias creaciones ni admitir que sea solamente el recipiente pasivo de las creaciones de otra mente preexistente. La verdad influye ambos enfoques pero no se agota en ellos. La mente humana no es totalmente pasiva a la recepción de las ideas de la Mente Universal, sino que es activa en un sentido y pasiva en otro al mismo tiempo. La causa de sus ideas estriba en parte en sí misma, y en parte en la Menté Universal. La Mente Universal es la oculta causa que provoca la existencia de nuestra imagen del mundo, pero la actualización de la misma nos pertenece. Somos co-conscientes con la Mente Universal, del mundo que nos rodea; éste no constituye una posesión exclusivamente personal. Las rectoras percepciones de la Mente Universal son compartidas y compartibles por las mentes finitas singulares, siempre dentro de los límites de sus posibilidades.

    Cada uno de nosotros contempla a través de su pequeña ventana abierta al escenario universal, según sus límites propios, mientras que la Mente Universal, actuando a través de nosotros, capta su idea del universo de una manera ilimitada.

    Si este elemento de la Mente Universal no estuviera presente en nuestras mentes individuales, no podríamos responder a su estímulo ni percibiríamos que las cosas están en el espacio y se mueven en el tiempo. Es este parentesco el que hace posible nuestra concientización del mundo externo. Sin la actividad constructiva del individuo, el mundo no podría asumir la forma bajo la cual lo captamos. Sin la co-presencia de la Mente Universal nada continuo y significativo podría penetrar dicha forma. Todas las experiencias que recogemos a través de los cinco sentidos, todas nuestras sensaciones de un mundo exterior, derivan en última instancia, de esta comunicación misteriosa del ser, semejante a las radiales, y que constituye la conciencia y actividad procedente de la Mente Universal. Somos nosotros quienes pensamos el mundo externo dentro de una forma de existencia espacio-temporal determinada, pero es la Mente Universal quien nos obliga a hacerlo así. Sin esta íntima relación, el universo total se desvanecería de la percepción mental de todos los seres conscientes, y ellos mismos desaparecerían con el universo. Si esta mente suprema interrumpiera su actividad ideativa por un momento, entonces, los seres conscientes quedarían restringidos a las fuentes de sus sensaciones. Así como se puede decir que los pensamientos de un hombre existen mientras el hombre continúa pensándolos, así también el pensamiento del mundo existe únicamente mientras la Mente Universal sigue pensando en él. Si en un instante ésta dejara de trabajar imaginativamente, el mundo, para decirlo con las palabras de Shakespeare, "se disolvería sin dejar rastro alguno".

    Alguien ha dicho también: "Las cosas son porque Dios las ve".

    Aquí podemos aprehender una significación más honda de nuestros anteriores estudios sobre la ilusión y la alucinación. El mundo que experimentamos es una actualización de la mente individual respecto de las ideas rectoras que se producen en la Mente Universal, una plasmación conceptual impuesta, como un fantasma ilusorio se impone al viajero temeroso que observa un arbusto en sombras. Una alucinación no tiene por base alguna tendencia independiente o separada de cierta innata presuposición inconsciente del temperamento del que la sufre. Si consideráramos esta tendencia como un equivalente simbólico de la impresión cósmica, descubriríamos que ésta tiene una relación similar a la de la visión alucinatoria misma, ya que produce esta impresión a la idea actualizada.

    El universo es por cierto, una región hechizada por obra de la Mente Universal. Estamos todos incluidos en este escenario levantado por ella, pero el mismo escenario es una creación del pensa-miento, de ese poder que nos hace sentir su realidad como algo mental y por el cual hasta los sentidos totalmente hechizados son formas de conciencia. ¡La acción de lo cósmico sobre la Mente Universal es nada menos que magia! Quienes se burlan de la posibilidad de que la mente cósmica pueda ofrecer a la contemplación y mantener ante la experiencia de su inmensa progenie de mentes individuales esta gran panoplia del universo, deberían tener en cuenta los casos comprobados de transferencia del pensamiento, acción telepática, visiones místicas, fenómenos de magia yoga y de hipnosis. ¿Si tales cosas son posibles dentro del campo de las mentes individuales finitas, cuánto más posible le resultará a la mente cósmica transferirnos su propia idea del mundo? Así, si analizamos nuestra propia vida humana reducida, descubriremos en ella una revelación de la más amplia vida universal.

    Los hechos del hipnotismo verificados y confirmados científicamente constituyen un importante grupo de confirmaciones de determinados aspectos del mentalismo. Puesto que cuando el hipnotizador hace que su sujeto vea un naipe coloreado cuando sólo le presenta un trozo de papel negro, lo está obligando a ver lo que, obviamente, existe sólo como figura mental, un pensamiento. Y cuando se le dice al sujeto, que está parado junto a un horno y entonces comienza éste a transpirar, queda así demostrado que es perfectamente posible que un pensamiento se imponga al sistema nervioso, a los sentidos y al cerebro, de una manera tal que el creyente pro-fano cree sólo posible por medio de experiencia físicas. Y cuando se le impone al sujeto, por sugestión, que vea una pared inexistente frente a él, ¿qué otra cosa es este fenómeno sino una vivida demostración del hecho de que las elaboraciones mentales pueden captarse fuera del cuerpo, es decir, espacialmente? Por lo tanto, fenómenos hipnóticos e ilusorios, revelan la verdad mentalista y formulan muchas preguntas al observador profundo. En la medida en que dichos fenómenos demuestran que las sugestiones, es decir, los pensamientos, pueden provocar la aparición tangible de objetos dentro de la experiencia de un hombre, están demostrando que el mentalismo es cierto. Las comprobaciones del hipnotismo atestiguan sobradamente esta posibilidad de que surja delante de nuestros ojos un mundo exterior, aunque éste sea nada más que una forma de conciencia. Diciéndolo de otra manera, el universo es creado desde el interior de la mente de un hombre y no desde fuera. La facultad que lo produce es subconsciente al hombre, pero está allí. Es en parte, la Mente Universal y en parte, su propio pasado oculto. Y la fuerza de su irrupción corresponde a la energía del hechizo soportado por el hombre. Puesto que la Mente Universal está presente en todo momento y en todo lugar, puede perpetuamente sustentar la existencia del universo en las percepciones de las innumerables criaturas que lo habitan.

    Pero, cualquiera sea el origen de nuestra experiencia, subsiste el hecho de que sólo somos conscientes de nuestras propias ideas, y de que nuestras percepciones de las cosas deben incuestionablemente ser solamente figuras mentales. Vemos nuestras propias elaboraciones en cuanta cosa percibimos. La Naturaleza es una idea nuestra. Si la cosa que existe fuera de nosotros corresponde o no a estas figuraciones mentales, no es un hecho que debe tenerse en cuenta, porque de todas maneras, esa cosa de ninguna manera existiría para nosotros si no nos formáramos una idea de ella. Por más que lo deseemos no podremos introducir la existencia externa de la materia en ningún punto de nuestra experiencia. Estas ideas no son sólo las únicas cosas que realmente experimentamos, no sólo son nuestras nociones de objetos materiales independientes, totalmente ilusorias, sino que más fundamentalmente, esos objetos no poseen existencia actualizada, independiente de nuestras propias mentes. Es éste el motivo por el cual los antiguos videntes asiáticos denominaron al universo, "maya", término que por lo general se traduce, inadecuada y precariamente, como ilusión.

    La Mente Universal no trabaja como un arquitecto, no tiene que proyectar primero una idea del mundo para luego ponerle a trabajar plasmándola en la materia. El universo no es producto de la artesanía de un Creador humanizado, que da forma a una cantidad de materia amorfa, ni es ésta resultado del juego de inconscientes y azarosas energías ciegas. Ya que nosotros debemos pensar que las ideas del mundo son fuerzas latentes de la Mente Universal e inseparables de ellas. Y puesto que son inherentes a su naturaleza, constituyen un sistema autoactivo. Toda impresión de este tipo se actualiza simultáneamente por el mero hecho de ser pensada en términos espacio-temporales: es, entonces, el objeto llamado material. Resulta imposible separar la idea recogida por la Mente Universal de la cosa recreada: la idea se presenta inmediatamente como una cosa debido al simple hecho de que ha sido re-pensado y re-sustentado en la conciencia de la Mente Universal.

    Cuando comprendemos el verdadero papel desempeñado por la mente en cada sensación, entendemos que todo nuestro conocimiento no es otra cosa que la transmutación de la conciencia en el mundo. Toda nuestra experiencia se sintetiza en la afirmación de que pensamos ese mundo. ¡Qué materialista puede ir más allá de esta posición, como no sea por la imaginación o la fe, que son experiencias mentales! La mente no puede realizar ninguna actividad que no sea afín con su propia naturaleza, es decir, mental. Quien capta esto y extrae su corolario, o sea, que el vasto conjunto de cosas que constituyen su mundo circundante es algo necesariamente mental, ha desenterrado la Piedra Roseta que le permitirá, a partir de ese momento, descifrar el jeroglífico de su existencia y de la del mundo. Hasta el materialista admite que nos formamos una idea de cada objeto, pero la diferencia con el mentalista estriba en su defensa de la materialidad del objeto, al que considera independiente y separado de la idea misma. También el mentalista acepta la existencia del objeto pero niega su materialidad, independencia o separación de la idea. Afirma que ese objeto es sólo la idea de él. Aun cuando la cosa externa fuera realmente algo totalmente distinto del pensamiento de esa cosa, entonces algunas veces conoceríamos la cosa y otras veces, la idea. Pero esto jamás sucede. Por tanto, cosa y pensamiento son uno e indivisible.

    Si aspiramos a captar estas verdades de manera justa, debemos entonces ascender desde la carne corporal hasta la Idea celestial, desde la burda y desacreditada noción de la materia, hasta el refinado y seguro concepto de la Mente, desde el ser guiados por los sentimientos inferiores, hasta el aceptar la conducción de la existencia superior. Las innumerables estrellas que pueblan la Vía Láctea existen sólo mentalmente, hasta donde podemos saber y hasta, donde sabremos en todo tiempo. La impresionante multitud de mundos sobre otros mundos, que se oprimen mutuamente en el espacio, no son más que ideas cultivadas dentro de nuestra mente.

    La mente es su propio observador y espectáculo, ser y no ser, experimentador y cosa experimentada. Es única pero posee muchas funciones que la capacitan para ofrecerse infinitas manifestaciones distintas de sí misma ante diferentes y múltiples "seres". Estos últimos consideran, en su ignorancia, que el mundo presentado, debido a su "exterioridad", no es de naturaleza mental, y así no pueden ver que su separación es sólo superficial. Ese mundo está verdaderamente fuera del cuerpo pero no fuera de la mente. Así, aquello que es esencialmente una actividad mental es tomado como sustancia material.

    En esto consiste la visión interior: en comprender que nada hay en el mundo que no sea Mente. Tal es el sentido del mentalismo.

    Llegará la hora en que la ciencia avance lo suficiente como para declarar que ha llegado a la conclusión de que la materia no es sino un mito, que surge de la equivocada interpretación del papel desempeñado por los cinco sentidos; afirmará entonces, que toda sensación es absolutamente mental, y que por tanto, jamás tomamos conocimiento de un mundo material sino sólo de un mundo mental. La materia, en resumen, no es algo que nos parezca percibir en la Naturaleza, ya que es, en verdad, una característica de nuestro modo de pensar la Naturaleza. Las leyes de la Naturaleza material pueden ser sólo, en última instancia, las leyes que gobiernan las apariencias y cambios de las formas de la Mente Universal, Este drama largamente desarrollado en el cosmos es absolutamente puesto en escena dentro de la mente y sólo allí.


    CAPÍTULO IV
    ESTUDIOS ACERCA DE LOS SUEÑOS


    Hemos oído más de un argumento a favor del mentalismo, dicen algunos lectores escépticos, "pero todavía no nos convencen. Porque tanto nuestro sentir innato cuanto nuestro heredado pensar, se sienten muy ofendidos por una doctrina tan sorprendente y tan forzada. Es imposible que alguna vez pueda demostrársela".

    La objeción es, bastante comprensible. Ya la misma Naturaleza la había previsto. Ella ha proporcionado los medios para ayudar a que la humanidad compruebe dentro de su propia experiencia, que a pesar de parecer absurdo, el hecho del mentalismo es realmente casi una experiencia cotidiana. Pues en el sueño que con tanta frecuencia adviene con la noche, hay, tanto un ejemplo claro del significado del mentalismo cuanto un índice preñado de sus posibilidades.

    Corresponde a la experiencia de la generación que en estos momentos está superando su edad media, y por cierto a mi propia experiencia, que se les enseña a los estudiantes inclinados a los pies de sus maestros, que sólo los pueblos primitivos y las mentes infantiles prestan alguna atención a la vida onírica. Se les dice, en resumen, que se trata de un asunto propio sólo de los supersticiosos, ignorantes y bárbaros. Así la ciencia se aparta de ella burlonamente.

    Desde aquellas épocas se ha producido algún cambio en el panorama, educativo. La psicología, colocándose un respetable traje de calle, ha tomado asiento entre los huéspedes aceptados en la asamblea. Bajo ese traje sin embargo, hay un tierno niño de dudoso carácter y de credenciales poco válidos. Pero una vez en la reunión, la psicología se impone con pie tan firme y agita tan vigorosamente su mano, que finalmente se le permite quedarse. Y su nombre es psicoanálisis.

    La enseñanza de Freud que considera a los sueños como cumplimiento inconsciente de deseos, deseos frustrados que buscan satisfacción compensadora, y que sostuvo que la mentalidad inconsciente de la humanidad está fundamentalmente ocupada por la insaciable sexualidad, pudo estar en lo cierto, aun en la aceptación sin garantías de su total exactitud, sólo en casos particulares, pero cae en el absurdo al pretender aplicar su enfoque a todos los casos. Pero si bien Freud ha sido severamente acusado y al mismo tiempo calurosamente defendido por su obsesión sexual, ha prestado sin embargo un servicio indudablemente útil al obligar al pensamiento médico a ventilar un asunto desagradable pero importante, que desde entonces se tiene en cuenta. Freud además afirma que la influencia y acontecimientos que rodean la primera infancia, proporcionan las principales tendencias de la vida adulta. Sentimos la tentación de citar muchos casos sorprendentes, en los cuales el temperamento surgido en la vida adulta es totalmente opuesto a los esquemas fijados sobre la mente durante la primera edad. La verdad es que los hábitos y tendencias no son sólo heredados de las actitudes paternas, las circunstancias de la infancia, y las influencias raciales, como lo afirma Freud acertadamente, sino que mucho más esencialmente provienen de fuentes menos evidentes todavía, es decir, de existencias anteriores sobre la tierra. Las teorías de Freud tendrán que ser sustancialmente expurgadas antes de poder soportar la prueba del tiempo. Pero el mejor servicio prestado por este científico consistió en concentrar la atención de la ciencia sobre el análisis de las regiones inconscientes de la mente, y sobre el problema atormentador de los sueños.

    Ya que el sueño es la entrada a la primer región de la mente.

    El sueño es en general algo más que un mero hecho psicológico y fisiológico. Cuando se comprende cabalmente su profundo significado, resulta la contraseña de la comprensión superior de la verdad. Un estado cuya continua carencia provocaría normalmente, la locura o la muerte, y en el que empleamos casi una tercera parte de nuestra vida, no puede ser considerado como asunto sin importancia. Es probable que un hombre de sesenta años de edad haya dedicado casi veinte años al sueño y al profundo reposo. Esas fantasías de la noche, a las que llamamos sueños, y esos vacíos de la mente que denominamos lagunas mentales, necesariamente deben ocupar un lugar importante en el panorama de la Naturaleza.

    La experiencia humana no se limita sólo al estado de vigilia, sino que se prolonga a lo largo de estos dos estados también. Consiguientemente, un enfoque profundamente científico y filosófico de la existencia humana, debe ocuparse de estos tres estados, pues de lo contrario resultará incompleto e imperfecto.

    Estos tres estados comprenden todos los aspectos variados y todos los hechos posibles de tal existencia, y cuando se afirma que la metafísica procura fundamentar sus reflexiones en todos los datos obtenibles, y no solamente en algún reducido grupo de hechos, que es lo que generalmente hacen las ciencias, artes y culturas humanas, se quiere decir que tanto la experiencia mística cuanto la experiencia del sueño, y no sólo la experiencia física y la del hombre despierto, también deben ser tenidas en cuenta para valorarlas críticamente, en su verdadero sentido.

    Esta parcialidad a favor del estado de vigilia se justifica, tanto en el terreno práctico cuanto, como lo veremos más adelante, en el campo filosófico, pero ello no debe obnubilarnos también respecto del valor y significado de aquellos otros dos estados. La ciencia y la metafísica deben ampliar el campo de sus respectivos análisis; deben incluir en sus estudios los hechos oníricos y los fenómenos del estado del dormir, así como lo hacen, tan detalladamente, respecto de los hechos de la vigilia.

    La vida de la vigilia representa sólo la cúspide del iceberg que irrumpe a la superficie. Debemos estudiar ese iceberg como una totalidad, si es que pretendemos comprender adecuadamente, su sentido. Observando los mecanismos de nuestra propia mente en sus tres estados del dormir, el soñar y el estar despierto, y no limitando nuestra investigación al último estado, podremos lograr una mejor comprensión de los problemas más profundos de la mente.

    Existen grandes cambios de la condición física que separan la vida del sueño de la vida de la vigilia, en dos clases diferentes. Cuando un hombre reposa en el estrecho ámbito de su lecho, y el sueño desciende sobre su cuerpo, el pulso de ese hombre decae, su corriente sanguínea se aquieta y también lo hacen todas las funciones orgánicas. Sin embargo, no mueren las energías y movimientos del estado de vigilia. El corazón late, los pulmones respiran, y una obra reparadora se cumple en los tejidos. Normalmente, a medida que se desvanecen las sensaciones del contorno, la atención comienza a vagar, y ese hombre empieza a relajar el control voluntario y la inteligencia crítica que funcionan durante su vida plenamente consciente. La cantidad de pensamientos disminuye más y más, a medida que se acerca el sueño. Finalmente, la habitación se disuelve y desaparece en la nada, a medida que su conciencia se aisla, misteriosa y totalmente, del mundo físico; nada ve ese hombre, nada oye, nada huele, nada siente ni nada gusta: entonces, un sueño penetra en él.

    El proceso del soñar fascina por igual al salvaje y al sabio. Posee misterio y magia propios. ¿Cómo se originan estos extraños despliegues nocturnos que a menudo son representados por muchos actores, pero que jamás es presenciado por una audiencia más numerosa que ese solo hombre? El soñar ha sido una tierra de feliz cacería para el fanático intelectual, el primitivo supersticioso, y la medicina visionaria. ¡Ninguna teoría sobre el origen del soñar tiene aplicación universal. Por tanto, sólo aceptaremos aquí, un enfoque ampliamente comprensivo. Esto es así porque no hay un solo mecanismo que ponga en marcha una imagen onírica, sino que por el contrario, uno o varios mecanismos diferentes son responsables de dicha imagen. Este asunto es complicado y sólo puede simplificárselo sacrificando lo verdad científica. Es más fácil explicar el dormir profundo, aun cuando se trata de un estado más hondo que la condición del soñar. Ya que si bien algunos sueños son simbólicos y permiten una interpretación, muchos otros no lo son, y no significan nada más que lo que su superficie representa; si algunos de ellos revelan deseos sexuales reprimidos, la mayoría de los otros son vergonzosamente inocentes; y si los hay plasmados en base a los materiales proporcionados por la experiencia del estado de vigilia, los hay también que son creaciones totalmente nuevas. De esta manera, quienes, como los visionarios psicoanalistas y los adivinos, interpreten seriamente cada sueño sin excepción alguna, de acuerdo con reglas determinadas, simplemente pierden su talento y su tiempo. Además, la facultad representativa de la conciencia soñadora, es tan sorprendentemente sensible y expansiva, que resulta inútil interpretar los sueños según métodos empíricos, libros estereotipados o teorías psicoanalíticas, exclusivamente.

    Cuando los sueños se vuelven grotesca y burdamente exagerados, proporcionan una útil vislumbre de los mecanismos de los sueños normales, de la misma manera como las ilusiones proveen una captación útil del mecanismo en la sensación normal. Una observación cuidadosa y atenta demostrará que esto se debe principalmente, a que ello ocurre cuando una experiencia física externa es el verdadero punto de partida de un sueño. Estos sueños pertenecen al ser instintivo del hombre, y en este sentido, los seres humanos comparten esta clase particular de sueños, con los animales superiores. Un estímulo recibido en la superficie del cuerpo, cuando éste yace recogido en el lecho, una perturbación funcional del cuerpo mismo, una mínima presión sobre la piel de un agente inusitado: todos éstos son rápidamente incorporados por la fantasía onírica, y convertidos en sucesos tremendamente desproporcionados. ¿Quién no se ha despertado alguna vez por efecto de una pesadilla en la que era sofocado por un monstruo grotesco, sintiendo que el peso de las ropas de la cama; demasiado pesadas, era la causa? ¿Quién no ha sobrellevado una agotadora lucha con un animal salvaje, sólo para darse cuenta al despertar que la culpa se debía a una sopa indigesta? Un golpe en la puerta del dormitorio puede ser transformado por el soñador en un derrumbe de truenos, así como las campanas de un reloj dando las horas pueden magnificarse en escenas de un regimiento que desfilan a los acordes de una marcha militar. Esta tendencia a magnificar las cosas mucho más allá de los límites razonables, y a exagerar los acontecimientos más allá de la relación razonable con su causa original, también se produce en muchos drogadictos quienes, cuando están bajo los influjos de una droga, verán, por ejemplo, un inmenso mar donde sólo hay un charco de agua.

    ¿Por qué estas impresiones sensoriales se vuelven completamente anormales cuando se reflejan en la mente del soñador? Ya hemos explicado que las energías kármicas semejantes a semillas, que contribuyen a la formación de la imagen del mundo, se transmiten desde el habitáculo del Yo superior en el corazón, hasta penetrar en la cabeza. Aquí, en un centro sensible dentro de la capa exterior del cerebro, se desarrolla una tremenda magnificación que irrumpe, a través de los otros centros cerebrales especializados, en la conciencia individual, en la forma de impresiones sensoriales de esa conciencia, es decir, impresiones de la experiencia exterior del mundo. La situación que acontece en la mente del soñador y del drogadicto, consiste en que la impresión física originaria, o la perturbación física, se dramatiza estrafalariamente, convirtiéndose en algo fantásticamente remoto y sin relación alguna con aquellas, y ese engendro flota en la conciencia soñadora durante un tiempo mucho más prolongado que el que requeriría la conciencia despierta, antes de desvanecerse. Así, el peso de cobijas desusadamente apretadas, se convierte por medio de la fantasía, en un episodio aterrador de una aventura con un oso salvaje abrazando apretadamente al sonador, con el propósito de matarlo. En semejante situación, la mente soñadora crea escenas y acontecimientos que no son otra cosa que una reconstrucción sumamente imaginativa, de la primera excitación física. Esto es así, porque las tendencias dramatizadoras y simbolizadoras constituyen una parte natural de la facultad imaginativa, en los estados desem-brazados y libres del arrobamiento onírico y de la visión mística.

    Ahora bien, hemos visto anteriormente, que la imaginación es la primera característica de la Mente Universal. Por lo tanto, es también la primera característica de los seres conscientes que constituyen la progenie de esa Mente. Esta maravillosa capacidad de creación de imágenes es patrimonio natural de la mente. La facultad de formar imágenes es tan innata de la mente individual como de la mente cósmica. Es perfectamente normal que la mente libre produzca imágenes. Es la misma facultad gracias a la cual el hombre "crea" inconscientemente, la forma de su mundo durante las horas de vigilia, pero entonces lo hace bajo el estímulo de la imagen del mundo proporcionada por las potencias kármicas de la Mente Universal. Sin embargo, en la situación que ahora describimos, el soñador no recibe la imagen completa, sino sólo aquel fragmento diminuto representado por la perturbación física determinada que provocó su sueño. En consecuencia, la facultad de producción de imágenes es completamente libre de seguir su propio curso, y de acuerdo con esto, disfruta de dicha libertad, como lo demuestran los mismos resultados tan tremendamente dramatizados. Claro está, que no puede desarrollarse en la más absoluta libertad, ya que debe crear sus imágenes sobre la base fundamental de la perturbación física que da origen al sueño, con la cual debe permanecer relacionada aunque sea muy remotamente, y por más distorsionada y confusa que pueda ser dicha relación.

    Además de esto, la memoria también contribuirá frecuentemente con su aporte, reproduciendo fragmentos de experiencias anteriores, que son entonces incorporadas al mismo sueño; en tanto que, el proceso amplificador, desarrollado en la capa más externa del cerebro, también se libera y despliega, por medio de una acción puramente mecánica, las impresiones transmitidas, ya sea recordadas o derivadas de los sentidos, mucho más allá de sus barreras habituales, como un automóvil sin control, que corriera a una velocidad superior a la deseada por su conductor: El centro cerebral se entrega a una actividad automática por cuenta propia, porque su función está parcialmente dislocada. Así, un golpe en la puerta del dormitorio se resuelve en un ruido atronador. Otra consecuencia caótica y extraña de estos aflojamientos, consiste en que se suceden mezcladas experiencias fragmentarias, sin secuencia lógica, y que finalmente constituyen el tejido de esos sueños.

    Al analizar en seguida, la amplia clase de sueños comunes que no tienen por origen ninguna perturbación física, debemos advertir en primer lugar, que la mente no pasa directamente a la condición del soñar, porque la acción mecánica del centro cerebral todavía funciona, en cierto sentido, irregularmente. Su principio consciente de imaginación fluctúa con vida intermitente.

    ¿Por qué es que el orden racional y la unidad natural parecen desaparecer tan frecuentemente en estos variados sueños? Los personajes y acontecimientos aparecen y desaparecen arbitrariamente, sin guardar relación lógica. Este desorden y confusión se explican cuando nuevamente recordamos, que la recepción cerebral se ha liberado, parcial y temporariamente, de la transmisión del corazón, de modo que la facultad elaboradora de imágenes trabaja mecánicamente, en gran medida dependiendo de sí misma.

    Cuando el centro amplificador permanece en orden, mientras sólo la facultad creadora de imágenes se libera, el sueño es entonces desordenado, pero no, exagerado. Toma su material, en parte, de las contribuciones mnemónicas, y en parte, de la simple exuberancia de la fantasía. La inclusión de las primeras proporciona, a determinados elementos del sueño, una racionalidad intermitente pero la inclusión de la segunda, es decir, de la fantasía, determina que los otros elementos parezcan totalmente desconectados y grotescamente arbitrarios.

    La fuerza de las sugestiones, extraídas de la memoria de experiencias de la vigilia, es el origen de muchos de estos sueños. Los episodios son abonados ya sea por pensamientos, emociones, pasiones y acciones previos, cuando tanto la escena cuanto la circunstancia, pueden fácilmente rastrearse hasta algo dicho, pensado, sentido o realizado, durante las veinticuatro horas previas, o bien, la fantasía creadora evoca impresiones pasadas, que ya han sido olvidadas pero que se conservaban muy bien, construyendo así la fantasía sus edificios soñados. Sin embargo, pueden estas impresiones reaparecer total y fantásticamente distorsionadas, porque la influencia moderadora de las facultades superiores del intelecto, es decir, de la razón, la reflexión crítica y el juicio valorativo, resultan superadas por la facultad libre de la elaboración de imágenes. Se produce entonces, una parcial falla en la discriminación y clasificación de las imágenes. Pero aunque las facultades intelectuales superiores del juicio racional, la discriminación adecuada, y la clasificación exacta, quedan postergadas o anuladas durante el sueño, no desparecen totalmente. Ejercen un cierto grado de control que no es siempre uniforme ya que por lo general están debilitadas.

    Generalmente, las horas del soñador se entregan a la libre y desembarazada acción de una pintoresca fantasía. El freno de la razón y de la voluntad se afloja, y las tendencias representativas y simbolizantes se entregan a una actividad libre. Se asocian mecánicamente, ideas similares o imágenes opuestas, que sin embargo no pueden generalmente reconocerse porque están deficientemente ligadas. El resultado final es un sueño cuyos desasidos y rolos hilos contrastan con el orden prolijo y la continuidad racional de la experiencia de la vigilia.

    Por lo general, la ligazón más fuerte entre dos ideas estriba en su esencial semejanza, y de esta manera, la imaginación une fácilmente ideas, aunque sólo conserven éstas una débil similitud. Los sueños obtienen una pseudorracionalidad de fragmentos rolos, por medio de esta asociación de ideas que se produce a partir de un estímulo original. Sin embargo, no debemos olvidar que este análisis parte del punto de vista del estado de vigilia, ya que estos trozos disasociados de recuerdos revividos, y estas chispas coloridas de imaginación onírica, guardan entre sí una relación que, en cierto sentido, resulta coherente para el soñador, por más absurda e ilógica que le parezca a ese mismo individuo, cuando despierta. Las personas más incongruentes y los sucesos más deshilvanados, son reunidos en una larga serie que, cuando se la recuerda al despertar, con sentido crítico, parece ridícula, pero que cuando es percibida durante el sueño, aparece como una armonía estructuralmente natural. Ya que, por grotescos que sean, los sueños aún en ese caso, responden al esquema general de la experiencia de la vigilia, en tanto responden a la ineludible necesidad de presentar sus imágenes en el espacio, sus acontecimientos en la secuencia temporal, y sus personajes humanos de acuerdo con actitudes comprensibles.

    Resulta bien claro que la mayoría de los sueños son inútiles y no reportan beneficio alguno. Pero si bien es justo considerar a esos sueños como carentes de importancia, es igualmente cierto que hay una curiosa y poco común clase de sueños que poseen significado especial. Por tanto, es necesario establecer en nuestro análisis, una clara discriminación. La explicación puramente materialista de los sueños no tendrá en cuenta ninguno de ellos. Tampoco es justo afirmar, como lo hacen algunas antiguas escuelas indias, y algunas teorías psicoanalíticas occidentales, que nuestros sueños extraen su material exclusivamente de la experiencia de la vigilia, pasada o presente, olvidada o recordada. Ya que la mente no sólo reproduce hechos de la existencia, sino que es además, creadora; no sólo puede reproducir personajes y cosas ya conocidos, de nuestra vida de la vigilia, sino que también crea personajes y objetos jamás conocidos por nuestra experiencia; no sólo puede reproducir impresiones acumuladas del pasado, sino que además, le es posible prever, o incluso crear, impresiones del futuro. Muchos sueños representan una simple continuación de un pensamiento de la mente despierta, de una experiencia física, o de respuestas físicas mecánicas, pero algunas veces, los sueños no guardan conexión alguna con nuestra vida previa o con una perturbación física presente.

    Cuando un sueño se vuelve realmente significativo, ello se debe a que la conciencia se ha replegado completamente en el centro del corazón, se ha liberado de la contribución cerebral, y está nuevamente funcionando en completa armonía con la rectora imagen del mundo que halla dentro del corazón. Un sueño de ese tipo tiene por lo menos, tanta validez como una experiencia definida de la vida común, pero corresponde a un tipo de experiencia distinta. Y su valor y significado superiores deben captarse intuitivamente al despertar.

    ¡Qué absurda y supersticiosa, a la luz de lo que acabamos de decir, resulta la ciencia del adivino que pretende darnos una interpretación profética de todos los sueños! Sin embargo sabemos, si no a partir de nuestra experiencia personal, por testimonios demasiado auténticos como para discutirlos, que dicho adivino no carece de una cierta base legítima cuando aplica su ciencia a una sola clase de sueños. Un sueño puede ser una percepción exacta de algún acontecimiento que sucede a gran distancia en el espacio o en el tiempo. Es decir, puede ser una auténtica visión clarividente en el mejor sentido de este ambiguo término. ¿Cómo es, entonces, que algunos sueños pueden así dar forma a acontecimientos futuros?

    Hablamos de instantes de la serie temporal que ocurren antes o después los unos de los otros, de modo que aquellos que eran futuros se vuelven pasados. Pero es sólo la intensidad compulsiva de la atención la que nos capacita para alzar una barrera entre estos dos "tiempos", intensidad que nos hace percibir el presente como real, y los otros instantes, como ilusorios. Si esto no fuera así, tendríamos que manejar un tiempo que sería una sola dilatación. Así como el mentalismo, cuando se lo comprende bien, refuta al materialismo que adjudica los límites de los cinco sentidos físicos, con sus concomitancias de tiempo horario y calendario, a la experiencia y conocimiento humanos, así también refuta la creencia paralela de que el tiempo pasado es un tiempo muerto, que el futuro no existe, y que el tiempo presente es un tiempo vivo. La consecuencia de esta creencia errónea consiste en que el pasado y el futuro parecen ilusorios, mientras que sólo el presente parece real.

    Esta doctrina señala que incluso desde un enfoque tan superficial como el señalado, el tiempo debe ser una sola continuidad; es, o todo real, o todo ilusión, pero no puede ser ambas cosas fragmentadas. Sin embargo, un enfoque más profundo sostiene que un intento de clasificar la materia esquiva del tiempo, sólo podrá desilusionar a quien procura hacerlo; ya que el tiempo, como quedó demostrado en la obra La Oculta Enseñanza del Yoga, no es más real ni menos ilusorio que las ideas, puesto que es un producto mental. Por consiguiente, veremos que el problema de la predicción no puede resolverse adecuadamente, sin antes resolver los misterios superiores de la mente. Es esto lo que procuraremos explicar más adelante. Mientras tanto, reparemos en que el hecho de que la vista, olfato, gusto, tacto y oído, funcionan en los dos estados del estar despiertos y del soñar, debería por sí solo demostrar suficientemente que dichos sentidos son verdaderamente, estructuras mentales, dentro de la más amplia estructura mental del cuerpo mismo. Ahora bien, ya que la sensación del tiempo es en sí misma de la misma índole que una idea; ya que, la misma serie temporal que rige la vida de la vigilia no rige la vida del sueño, y puesto que la experiencia sensorial física es en esencia mental, resulta posible, bajo determinadas condiciones que resultan más fáciles para la mayoría por medio del sueño que a través del estar despiertos, que la mente capte el futuro con bastante exactitud, y se proyecte a él algunas veces, adelantándose a los acontecimientos físicos en los que está envuelto el cuerpo.

    Esta es la explicación racional de la mayoría de los sueños proféticos.

    Puede suceder que soñemos cosas y pensamientos, personas y sucesos, que no podamos adscribir a percepciones previas de la experiencia. Dichos sueños producen imágenes de recuerdo muy vivido, cuando el sueño ya ha pasado, y resulta muy difícil liberarse de ese recuerdo, aún después de varios años. En verdad, pueden ejercer una insospechada y profunda influencia en alguna actitud de nuestra vida consciente. La sensación de familiaridad que a veces sentimos frente a lugares desconocidos o personas cuyo trato no nos resulta habitual, sensaciones que se producen en raras ocasiones, pueden tener origen en algún sueño de este tipo. Dichos sueños surgen de nuestro karma, y son, o bien transcripciones reales, o bien reminiscencias vagarosas de sucesos anteriores. Estas raíces se hunden profundamente en encarnaciones previas, y reviven acontecimientos sucedidos entonces.

    Así pues, existen algunos extraños sueños que son más importantes, porque se originan en un plano de la mente muy superior al de la parte animal de nuestro ser. El hombre que no presta atención al sublime llamado de su Yo superior, durante sus horas de vigilia, responderá más fácilmente a dicho llamado, durante las horas del sueño, cuando el velo es más fino, en parte, porque su voluntad egoísta está más relajada, y en parte, porque realmente ese hombre se halla más cerca de la fuente de la conciencia. Son los sueños de este tipo superior y espiritual, los que proporcionan buenos frutos después que el hombre despierta.

    Afines con éstos, pero también muy raros, son aquellos sueños medio recordados, en los que alguien acostumbrado a vivir en el Yo superior se presenta a un amigo, estudiante o partidario, para darle ánimo, hacerle una advertencia, o guiarlo, durante una época crítica, y que invariablemente se presentan en forma de visión muy clara, en los momentos previos a la muerte.

    Quien haya logrado un completo e informado control de las impresiones sensoriales de su estado de vigilia, también habrá conseguido igual control de las impresiones sensoriales de su estado de durmiente. En consecuencia, su vida onírica será ordenada, coherente y racional, y por lo tanto, totalmente distinta a la de los soñadores comunes.


    COMO ES POSIBLE COMPARAR EL SUEÑO CON LA VIGILIA


    Si queremos avanzar desde el estado de comprensión psicológica hasta la etapa superior de significado metafísico del sueño, es necesario determinar en qué se diferencia de la vigilia, y que características poseen ambos estados en común.

    Lo primero que debemos señalar es que las experiencias oníricas no son normalmente bastante vividas como para elevarlas al plano de las experiencias de la vigilia. Las imágenes e ideas que pueblan la mente del soñador son, por cierto, vividas, pero no se puede afirmar que lo sean en el grado de claridad que poseen esas mismas imágenes e ideas cuando está despierto. Hay una diferencia, que sólo desaparece en el caso de sueños muy excepcionales, ya sea del tipo inferior de las pesadillas, ya sea de la clase superior de las experiencias estéticas o espirituales. La diferencia de vigor y claridad entre los dos estados, se debe primordialmente al hecho de que la vida de la vigilia concentra la mente en un foco más estrecho, en una tensión más centralizada, y en una intensidad más aguda de la experiencia. La vida onírica, por el contrario, posee un foco más amplio, una atención más difusa, y una intensidad de experiencia más débil. Consecuentemente, sufrimos más cuando estamos despiertos que cuando soñamos, así como nuestro placer es más intenso en la vida de la vigilia. La conciencia despierta está más cristalizada y, de esta manera, más concentrada que la conciencia del soñar. Esto explica la comparativa vaguedad de las impresiones oníricas, y sus lincamientos algo borrosos.

    Sin embargo, ha habido hombres de reconocida inteligencia que insistieron en desacreditar esta diferencia. Así, Descartes dice: "Las visiones de un sueño y las experiencias de mi estado de vigilia son tan parecidas que me siento totalmente desorientado, sin saber en este momento si estoy soñando o estoy despierto". Y Chuang Tzu, el místico chino, se quejaba después de haber tenido un curioso sueño en el que se vio convertido en una mariposa, de no saber si, al despertar, era una mariposa que se imaginaba a sí mismo como hombre, o un hombre que había soñado ser una mariposa. Resulta obvio que estas actitudes representan una exageración por parte de estos distinguidos personajes, ya que ciertas diferencias existen por lo común, entre ambos estados. El estado del soñar debe ser juzgado por sus manifestaciones universales, y no por excepciones de este tipo.

    Tanto el autor francés como el chino incurrieron en el error frecuente en algunos metafísicos y místicos, bastante común en la India, que consiste en llegar hasta el extremo de pensar que si consideramos que el estado del soñar es una ilusión, al juzgarlo en base al estado de vigilia, existe el mismo derecho de concebir que este último, a su vez, puede ser juzgado desde el punto de vista del estado del soñar.

    En resumen, ambos autores consideran que la vida onírica es absolutamente igual, en todos sus detalles, a la vida de la vigilia. Declaran que no hay ninguna distinción entre ambos estados.

    Los psiquiatras explicarán fácilmente, que es posible llegar a conclusiones de este tipo cuando se insiste constantemente en un solo tema, excluyendo todos los otros, hasta llegar a insospechadas exageraciones a las que conduce la mente cuando llega a una suerte de desequilibrio. Pero dichos metafísicos y místicos están en lo cierto al considerar que, mientras un sueño dura, tiene el mismo valor que el estado de vigilia. Pero el sueño queda abolido por el mero tacto del despertar, mientras que la vida de la vigilia se continúa uniformemente día tras día. Hay una continuidad que liga un día con otro, pero no encontramos esa misma continuidad entre un sueño y otro; las cosas físicas aparecen continuamente a lo largo de toda una vida, dentro de nuestro campo de observación, pero las fantasías oníricas en torno a dichos objetos reales, o sus recuerdos, revolotean demasiado fugazmente, y demasiado deshilvanadamente, como para que podamos compararlas con los objetos mismos; y finalmente, mientras regresamos a un contorno igual cada vez que despertamos, por lo común no regresamos al mismo mundo soñado, toda vez que dormimos. Para la experiencia, el mundo de la vigilia del día actual es el mismo del de ayer, pero el mundo soñado esta noche no es igual al de la noche anterior. Explicaremos en seguida la razón científica de esta diferencia tan importante.

    Repitamos pues, que es sólo durante el auténtico estar despiertos, que cobramos conciencia de la posibilidad de estos dos estados, mientras que durante el dormir, no sabemos siquiera que es posible la existencia del estado de vigilia. Es únicamente al despertar que nos damos cuenta de que puede haber un estado soñado, pero mientras soñamos, no nos enteramos de que puede existir un mundo de la vigilia. Esto es así, porque la conciencia se ha replegado hacia adentro, casi totalmente, durante el sueño, desconociendo ahora todo lo que queda fuera de su propia esfera, mientras que durante el estado de vigilia alcanza la cumbre de su propia evolución. El estado más amplio incluye pues, naturalmente, al más reducido, de la misma manera que un círculo concéntrico de mayor tamaño incluye a uno más pequeño. La autoconciencia, está entonces marcadamente menos desarrollada en el sueño que en el estado de vigilia.

    Al estudiar nuestra propia conciencia podemos distinguir tres modalidades de su existencia. En la primera, el estado de vigilia, se expande plenamente; cuando duerme, su tercera modalidad se contrae por completo; y en la segunda modalidad, cuando sueña, está a mitad de camino entre las otras dos, es decir, está dilatada a medias. Así, cuando el yo está despierto posee un vigor peculiar desconocido por lo general, pero los críticos que, recordando la provocativa pregunta de Descartes y el exquisito dilema de Chuang Tzu, lo igualan al yo soñador. Y sin embargo se trata de una diferencia importante, puesto que apunta al hecho de que ese sueño señala la primera etapa de un retorno a la mente de la conciencia individual proyectada desde ella, así como el dormir constituye la segunda etapa. En el próximo capítulo quedará suficientemente aclarado el por qué no debería igualarse el término "mente", a medida que estos estudios avancen, con el término "conciencia". Si comparamos la mente con una lámpara, y la luz de ella con la conciencia, resultará entonces que la iluminación del mundo onírico es más débil que la del mundo real. El estar despierto, el soñar y el dormir, son simplemente tres grados progresivos de despliegue mental. Desde el punto de vista mentalista, la mente es algo más que la conciencia y tiene primacía sobre ella.

    La conciencia no es otra cosa que un aspecto de la mente. Se expande o contrae por etapas. Así, se encuentra en un estado nocturno durante el dormir profundo, en un estado crepuscular durante el sueño, y en un estado de pleno resplandor de mediodía, durante el estado de vigilia. Cuando la conciencia está despierta abre sus ojos totalmente, cuando sueña tiene los párpados entrecerrados, y cuando duerme los cierra por completo. Este gradual aumento de la apertura de la conciencia explica por qué al estar despiertos sabemos que también existen los otros dos estados, mientras que cuando soñamos ignoramos la existencia del estar despiertos. Ya que un margen de vibración más amplio incluye uno de menor amplitud, pero éste no puede abarcar al de mayor extensión.

    Ya hemos advertido que el imaginar es la actividad básica del universo, y que por tanto, es la primera característica del hombre mismo. Para un enfoque evolucionario, en la condición del soñar, el hombre recorre la mitad del camino de regreso a su ser original, pues su facultad elaboradora de imágenes trabaja de manera más libre, más plena y menos restringida. Por ello resulta natural durante el sueño la fluida producción de fantasías.

    Cuando nos hallamos inmersos en mitad de un sueño, no pensamos que las cosas vistas en dicho sueño son fantasías, sino que las consideramos como genuinamente reales. ¿Por qué entonces, alteramos nuestra visión al despertar? ¿Por qué no nos sucede lo contrario, y trasladamos al sueño los mismos juicios que caracterizan nuestra valoración de las cosas que vemos despiertos? La respuesta es, primero, que ambas experiencias pertenecen, en varios sentidos, a diferentes niveles, aunque son similares en otras de sus características. En realidad, el mundo real posee un valor superior del que tiene el mundo onírico. Ya que permite que la mente tenga una función consciente más clara y plena. Esta es la diferencia fundamental entre ambos estados, si bien resultan idénticos en el hecho de que los dos no son otra cosa que construcciones mentales.

    El estar despiertos nos resulta el más consciente de todos los estados, el más importante. Éstos son factores innegables, que justifican plenamente el preferente énfasis que la vida práctica, la ciencia y la metafísica, han concedido a dichos factores, pero no justifican la total despreocupación por los estados del soñar y el dormir, resultante de aquel énfasis exagerado.

    El soñar es un estado diferente del de la vigilia, que sólo es posible igualar con éste, por una distorsión no científica de los hechos. Aquellos orientales que afirman que ambos estados son totalmente parecidos, cometen una licencia poética, pero no están haciendo una afirmación científica. Si ambos estados fueran idénticos, tendríamos todo el derecho de preguntar por qué la Naturaleza se tomó el trabajo de crearlos cuando un solo estado hubiera bastado para su propósito. Y así descubrimos que la Naturaleza persiguió un propósito todavía más profundo que los hasta aquí señalados, cuando estableció una diferenciación de los dos estados. Si la existencia humana transcurriera siempre en un estado de vigilia prolongado y sin solución de continuidad, si la conciencia humana estuviera siempre reducida al círculo de captación de todo cuanto la penetra, con los ojos totalmente abiertos; entonces sería como una existencia en un mundo de un solo color en el que cada objeto sería blanco, y en el que jamás podrían surgir los colores rojo, amarillo y verde. En consecuencia, la Naturaleza nos ha dotado de cinco sentidos que tienen que limitar, para concentrarse, nuestra captación del mundo. Desgraciadamente, al ignorar esta situación erigimos estas limitaciones perceptivas —que se obtienen por medio de la exclusión de todas las otras impresiones—, en la plenitud de toda experiencia posible.

    Sin embargo, los sueños vienen a señalarnos nuestro error. La Naturaleza divide aún más las modalidades humanas de la vida mental, en los tres grados de inconsciencia, semiconciencia y conciencia (que corresponden al dormir profundo, al sueño y al estado de vigilia), y así le hace posible al hombre la captación de ciertas verdades inmensas. El hombre se halla tan poderosamente hechizado por la creencia en la materialidad del mundo, tan fuertemente encadenado durante su condición de la vida de la vigilia, a la sola autoidentificación con su cuerpo, que la Naturaleza tiene que capacitarlo para desprenderse periódicamente de sus ataduras, por medio de una periódica ruptura de su estado de vigilia y de su vida terrenal. Y lo logra interrumpiendo la primera con el dormir y la otra con la muerte. La asimilación subconsciente de las lecciones de semejantes experiencias determina en el hombre, después de un largo período, tres intuiciones que se manifiestan como creencias innatas de índole religiosa, mística o filosófica. Dichas creencias asumen diferentes formas, de acuerdo con el contexto contemporáneo de la raza, país, época y cultura personal de ese hombre, pero la esencia de las mismas se sintetiza, en lenguaje popular, en la seguridad de que Dios existe, de que el hombre es inmortal, y de que le es posible lograr una comunión con Dios.

    Al principio, el hombre capta estas verdades fundamentales bastante confusamente, pero, aun entonces, con la suficiente claridad como para convencerlo de que existe un Poder superior al cual debe alzar sus ojos. Esta es la etapa del devoto religioso. A medida que evoluciona gradualmente, desarrolla intuiciones más claras, que lo obligan a contemplarse en su interior, y a percibir parte de esa inmutable paz que inseparablemente está ligada al Poder superior (etapa del místico), o a formular ciertas preguntas que conmueven su razón, pero a las cuales, finalmente halla una respuesta racional (etapa del metajísico). Pero no hay religión ni mística a prueba de tontos. Es por esto que, más tarde, la Naturaleza se esfuerza por equilibrar la evolución interna del individuo con resultados exteriores, y por desplegar aquella segura y reiterada visión que trasciende toda razón e intuición. Así el hombre ingresa a su etapa de filósofo. Así, también, aquel primer instinto oscuro alcanza ahora claridad y certidumbre.

    De todo lo dicho puede entonces comprenderse por qué los místicos, siguiendo el curso de sus trances extáticos, afirman a menudo que el mundo no es otra cosa que un sueño, mientras que los filósofos, dejándose guiar por el curso de sus visiones serenas, dicen, solamente, que el mundo se parece a un sueño. Con esto queremos establecer que ambos poseen características mentalistas. Y los filósofos añadirán que todavía sería más cierto decir que el mundo es un sueño que evoluciona hacia la madurez.

    Sir Henry Holland, un prestigioso médico inglés del siglo pasado observó, de acuerdo con su experiencia profesional con pacientes de edad, que las personas que viven hasta edad muy avanzada, comienzan a percibir sus propias vidas como un sueño. Esto implica un definitivo avance respecto del punto de vista común y convencional. Un avance que mucho se acerca al enfoque místico. Pero no es la verdad última. Puesto que, desde el punto de vista filosófico, ambos estados son expresiones de una misma y única realidad, que es, en verdad, la oculta base de toda experiencia humana. No cometamos el error de decir que la vida terrenal es un sueño, porque no lo es. Todo cuanto correctamente podemos afirmar es que la vida se parece, en algunos aspectos, y se diferencia en otros, de un sueño.

    Por consiguiente, el filósofo no encuentra excusa para entregarse a la inacción en su comprensión de la existencia terrenal. Es aquí, en este mundo físico que el asceta desprecia, el materialista sobrevalora y el místico subestima, donde el hombre tiene que cumplir su destino espiritual y su realización individual superior, y no en alguna otra parte. Porque es sólo a través de la madurez de la conciencia y por medio de su suprema contribución, que el hombre puede, gradualmente, tomar conciencia de su Yo superior.

    La segunda cuestión que debe observarse respecto de los dos estados, es que el mundo de la vigilia es común a todos, pues lo comparten muchos hombres, mientras que el mundo del sueño es individual. El teatro en el que se representa el drama de la vigilia, es público; pero el teatro de cada drama onírico es privado. Cada conciencia elabora maravillosamente sus propias fantasías. Cada sueño es propiedad aristocrática de cada soñador. Nadie más que él mismo interviene en su elaboración. Claro que le es posible al individuo percibir a otras personas en su sueño, pero es cierto que por lo común esas otras personas no lo captan a él, simultáneamente, en sus propios sueños, mientras que, estando despiertos, nos percibimos mutuamente.

    El quieto rostro de un soñador nada revela de las perturbadoras aventuras, los raptos alegres o las amargas experiencias, por las que puede su conciencia estar pasando en ese momento. El mundo al cual ingresa es secreto del propio soñador; ni siquiera puede entrar a dicho mundo el compañero de lecho, ya sea despierto o dormido. Cada nocturna impostura particular del sueño es impuesta por la mente, a un hombre solo y a nadie más.

    La explicación científica de la continuidad del mundo de la vigilia en contraste con la discontinuidad del mundo de los sueños consiste, por supuesto, en el hecho de que el primero toma su existencia, primordialmente, de la imagen rectora permanente de la Mente universal, mientras que el segundo surge sólo de las visiones efímeras de la mente individual.

    Es posible extraer un sentido profundo del hecho de que el mundo de cada soñador sólo le pertenezca a él, mientras que el mundo de la vigilia es común a toda la humanidad. Aquí la Naturaleza brinda a cada hombre, en su propia experiencia personal, una clave del misterio de la creación del mundo. En el hecho de que el individuo puede crear la propia imagen de su paisaje onírico, el hombre puede comprender cómo le es posible recibir y reproducir su propia imagen del mundo de la vigilia surgida de la Mente universal.

    La mayoría de las personas no sabe que este ser más vasto existe dentro de ellas; incluso quienes lo saben, ignoran la enorme importancia de este elemento en la plasmación de sus propias experiencias terrenales; mientras que, quienes reconocen su importancia, saben poco, de todas maneras, acerca de su funcionamiento. A este respecto, digamos que, a través del poder creador de imágenes, del yo finito, se nos ofrece una sugestiva vislumbre del poder hacedor de imágenes, el yo infinito.

    Hay unas pocas limitaciones a la imaginación del soñador y ninguna a la Mente universal. El hombre libremente elabora su propio mundo onírico que puede ser lo más opuesto al de otro soña-dor. El hombre halla en sí mismo una prueba, por así decirlo, de su libertad absoluta y mágico poder. La poderosa y original obra de la imaginación durante el sueño, incluso en quienes son personas poco imaginativas cuando están despiertas, revela que la imaginación es una de las propiedades más maravillosas y más profundamente intrínsecas.

    ¿Qué hace el genio sino soñar sus sueños? Sumido en su obra creadora, asciende, en sus más inspirados momentos, a un tipo superior de estado onírico. Todo auténtico artista que no sea un simple autor mercenario, atestiguará la verdad de esta afirmación. La facultad imaginativa puede crear novelas completas durante la vigilia, como lo hace para un novelista; ¿cómo no habría de poder crearlas durante el sueño, con mayor facilidad, puesto que puede expresarlas directamente en forma de pensamiento, y no indirectamente, a través de las limitaciones de un medio artístico? Es ésta la razón por la cual la persona más común puede desplegar una gran creatividad imaginativa cuando duerme, siéndole en cambio imposible demostrar igual poder creador cuando está despierta.

    Cualquiera sea el origen de un sueño particular, todos los sueños nacen, necesariamente, de esta energía imaginativa de la mente. La revelación del sueño es, por tanto, una revelación de este poder innato. La Naturaleza enseña al hombre, a través de sus sueños, que él posee, en pequeño, la misma cantidad creadora de la Mente universal. Cuando el hombre se pregunta cómo es posible que la Mente universal imponga a las mentes individuales, la imagen del mundo, la Naturaleza le brinda a ese hombre la oportunidad de hallar una respuesta, ofreciéndole la experiencia onírica, en la cual resulta evidente que el soñador, al crear sus propias fantasías, puede imponerse a sí mismo una imagen privada del mundo. Después de todo, en el sueño el hombre contempla sólo lo que su propia mente produce, aunque, en ese momento, no tenga conciencia del proceso.


    DIMENSIONES SUPERIORES DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO


    La tercera cuestión sorprendente respecto de los dos estados que analizamos, se refiere a su dominio.

    Recordamos nuestros sueños en fragmentos desunidos y en forma de súbitas revelaciones. Muy rara vez los recordamos como totalidades perfectas. Además el proceso es por lo general rápido e inesperado. Los sueños se esfuman de inmediato al despertar, y sólo conservamos algunos difusos recuerdos truncos de las últimas escenas. A menudo reprochamos a los sueños esta veloz fugacidad que nos hace recordarlos sólo como empobrecidos fragmentos.

    La mayor parte de los recuerdos de la experiencia onírica corresponden a los momentos previos al despertar, y son recogidos en ese estado de duermevela de la conciencia, entre el sueño profundo y el pleno estado de vigilia; esos recuerdos son sólo impresiones semidespiertas de lo que soñamos. El sueño jamás irrumpe en el despertar —excepto bajo la forma de estos fragmentos de confuso recuerdo, que señala la frontera de la pre-vigilia—. Estos recuerdos son vislumbres captadas cuando la puerta del sueño queda momentáneamente entreabierta. Sin embargo, pronto la puerta se cierra totalmente, y nosotros quedamos en un estado absoluto de vibración de conciencia más lenta. E incluso esas vislumbres, puesto que provienen de un enfoque en el cual un estado pasa por encima del otro, necesariamente, no son recuerdos puros, sino una mezcla de observaciones, distorsiones e interpretaciones, resultantes de la diferencia de enfoque entre el yo soñante y el yo que está a punto de despertar.

    La dificultad estriba en que el tiempo válido durante el sueño es tan extremadamente rápido, que cualquier intento por traer la experiencia onírica a la conciencia despierta es exactamente igual al intento de hacer encajar dos ruedas dentadas cuando una de ellas se mueve a gran velocidad mientras la otra lo hace lentamente. El intento resulta infructuoso pues el primer diente no puede hacerse coincidir con el segundo.

    De la misma manera, la experiencia onírica es demasiado rápida como para poder coincidir con el movimiento de la conciencia despierta. La mente no puede comúnmente funcionar al mismo tiem-po en dos mundos tan cabalmente como puede hacerlo alternadamente.

    Si son suficientes cinco minutos de tiempo onírico para ligar una serie de episodios e incidentes que requieran cinco días del tiempo de la vigilia, resulta claro que la mente soñadora trabaja a una velocidad que resulta completamente increíble para la mente despierta. Ha habido quien incluso recordó haber soñado con un viaje alrededor del mundo, sueño que se produjo después que se apagó la vela al costado de la cama, pero... ¡antes de que ésta hubiera dejado de humear! Debemos pues aceptar el hecho de que todos los sueños pertenecen a un orden temporal completamente diferente del de la vida de la vigilia.

    Nos resulta difícil descubrir esto, porque debemos analizar y estudiar nuestra experiencia diurna como algo que ocurre en tiempo presente, pero sólo podemos analizar y estudiar nuestra experiencia onírica como algo que ha ocurrido en el pasado. Sin embargo, es posible descubrirlo tomando por caso, por ejemplo, el tipo de sueños producidos por una perturbación física o un cambio de las circunstancias ambientales. Puede, entonces, verificarse que, a menudo, el sueño no ha insumido más que el segundo o dos segundos que duró el estímulo, ya que esta clase de sueños generalmente culminan en un efectivo despertar.

    Es sabido que en estos casos puede bastar una fracción de segundo para producir un largo sueño con acontecimientos que hubieran necesitado varias horas del tiempo de la vigilia para alcanzar su total cumplimiento. Podemos volar de Londres a Calcuta en menos tiempo-onírico que el que nos tomaría recorrer la calle principal de Londres en tiempo-vigilia.

    Un súbito golpe en la puerta del dormitorio incitó a cierto durmiente a soñar una serie de vividas escenas referentes a una tormenta de rayos en la que él resultaba víctima de dichos rayos. La tormenta duró una media hora en la experiencia del soñador, pero todo el acntecimiento no insumió más tiempo que el que dura el comienzo y el final de un golpe en la puerta. Un francés fue golpeado cierta vez en el cuello por una varilla desprendida del lecho, mientras dormía, y entre los dos o tres segundos que tardó en despertar completamente, alcanzó a soñar una serie de episodios históricos que culminaron con su juicio y su muerte en la guillotina, durante la Revolución francesa.

    Si nos tomamos el trabajo de analizar debajo de la superficie de estos dos incidentes, descubriremos que la medida mecánica del tiempo del reloj no es igual a la medida consciente del tiempo de la experiencia. Lo que realmente marca el tiempo para nosotros es la velocidad con la que se suceden en la mente, las sucesivas percepciones, no, la velocidad con la que se mueven dos manecillas en torno a la esfera de un reloj. Lo que, debido a la gran cantidad de imágenes sucesivamente implicadas, requeriría mucho tiempo a la experiencia del estado de vigilia, insumirá, por lo común, un simple fragmento de ese mismo período, a la experiencia del estado del soñar. El tiempo se mide realmente, por la velocidad de movimiento de la secuencia de imágenes e ideas de la mente, y no, por las ruedas que giren dentro de un reloj. Los giros en espiral de esta tierra sobre su eje y alrededor del sol indican el tiempo pero no lo crea. E incluso en este caso, miden sólo una de las formas posibles del tiempo para nosotros. No podemos medir el tiempo onírico por los relojes del tiempo de vigilia. Un sueño que dura una hora según la experiencia, puede durar sólo un minuto en ese tipo de relojes. También puede ocurrir lo contrario. Los drogadictos están acostumbrados a sentir que un simple acto, como el de levantar un pie, puede parecer que les insume una hora entera de su sentido temporal alterado momentáneamente. Esto demuestra no solamente cuan inestable es el tiempo, sino también cuan mental es. Si no existiera otra prueba capaz de demostrar que el tiempo es totalmente mental y completamente variable, la experiencia onírica bastaría como tal.

    Percibimos al tiempo como la medida del movimiento fluyente de la mente en nosotros mismos, pero lo imaginamos como algo exterior a nosotros. Su índole, velocidad y realidad, son sólo su índole, velocidad y realidad, para nosotros. Se trata simplemente de uno de los modos en que la mente trabaja, y debido a que la acción mental puede producirse en cualquier punto entre los límites de vibración más bajos y más elevados, puede correspondientemente computarse su medida temporal. Cuando estamos aburridos los minutos se convierten en horas. Cuando estamos fascinados las horas se convierten en minutos. ¿Qué significa esto? Significa que no somos nosotros quienes nos movemos en el tiempo, sino el tiempo el que se mueve en nosotros, "Hombre, ¿acaso no sabes que la mañana, la tarde y la noche, sólo existen dentro de ti?", preguntaba el místico sufista Baba Fared.

    Aun cuando el valor del tiempo de la vigilia para la vida cotidiana no disminuye, sin embargo, el tiempo, como un objeto, es una invención humana, útil para los fines matemáticos y prácticos, pero prescindible para los filosóficos. Es una forma de conciencia, no un objeto fijo, porque no puede ser percibido ni concebido por nadie. Puede variar indefinidamente, ya que es relativo al individuo. Aquello que un hombre, caminando a pasos largos puede considerar como una hora, puede ser, para una hormiga, cinco horas, pues ella se arrastra sobre sus diminutos pies. Por consiguiente, no es necesario que seamos matemáticos para descubrir la relatividad del tiempo.

    Un segundo después de haber retornado al estado de vigilia, estamos en condiciones de declarar que el sueño no ha sido otra cosa, que una elaboración mental. Si ampliamos esta visión retrospectiva, tenemos también que declarar que todo lo que nos ha sucedido en la vida de la vigilia del día de ayer, no es en este momento otra cosa que recuerdos, es decir, acontecimientos y escenas mentalmente reconstruidas. El filósofo no se detiene aquí, sino que extiende aún más su enfoque. Convierte a la experiencia presente también en una idea, ya que dicho presente es asimismo una cosa mentalmente elaborada. Cuando recordamos que los antiguos estudios demostraban que el instante presente no era susceptible de ser medido debido a su inmediata transformación en pasado; que el intento de atrapar incluso un solo lapso de tiempo, supone siempre un fracaso, y que por consiguiente, el momento actual debe ser mentalmente construido, comenzamos a comprender que es la constante repetición de esta idea de eterno movimiento de un momento presente real, lo que experimentamos como tiempo.

    Inconscientemente, damos por sentado, durante un sueño, que dicho sueño no posee comienzo y no tendrá un final, pero al despertar, descubrimos que esta aparente eternidad del tiempo onírico era, después de todo, sólo imaginación nuestra. En resumen, el tiempo es únicamente una idea cambiante, pero una idea que el ser consciente, ya sea encarnado en un cuerpo físico o en un cuerpo onírico, no puede dejar de tener.

    El cuarto aspecto importante acerca del estado de vigilia y del estado onírico, se refiere a la dimensión espacial. La tremenda rapidez del tiempo onírico, concuerda con el casi simultáneo aquí y allá, del espacio onírico. El sentido común y el enfoque convencional del estado de vigilia, casi naturalmente establecen ese aquí y ese allá, porque las cosas se encuentran en relaciones de posición, tamaño y distancia, entre sí, y respecto de nuestro cuerpo físico, es decir, que los objetos están extendidos fuera de nosotros. El enfoque del sentido común llega a esta conclusión, porque ubica a la mente en algún lugar dentro de la cabeza y consecuentemente, identifica dicha mente con el cuerpo físico mismo. Considera que el espacio está constituido por puntos que, unidos, determinan la extensión. El total de todos esos puntos constituye el espacio, al que por consiguiente, se lo considera como una especie de recipiente en el que todas las cosas están colocadas, porque tienen que ubicarse en algún lugar. En resumen, se supone que el espacio se halla en torno y fuera de la mente.

    Analicemos el mismo tema desde el punto de vista del sueño. Un soñador se encuentra caminando las amplias calles de una ciudad metropolitana como Buenos Aires. Camina unas doce millas a lo largo de sus magníficos bulevares. Luego se despierta y se pregunta: ¿dónde está esta gran ciudad y esas largas distancias? ¿Puede él localizarlos? Resulta obvio que la Buenos Aires de sus sueños puede ser sólo ubicada en su mente, de la que ha surgido como una planta fructífera de una semilla. Y sin embargo, esa Buenos Aires tiene longitud, anchura y altura. Existe en el espacio. Por tanto, se deduce que el espacio mismo debe ubicarse en la mente, no la mente en el espacio como es usual e incorrecto hacerlo. Las dimensiones espaciales son por lo tanto, simplemente, la coexistencia de ideas dentro de la mente, no, de cosas fuera de ella. Sin embargo, esta cuestión puede sólo comprenderse si se recuerda la distinción anteriormente mencionada, entre mente y conciencia. La mente es la raíz oculta de la conciencia. En el siguiente capítulo explicaremos en forma completa, la índole de esta diferencia entre mente y conciencia.

    La escala espacio temporal por la cual medimos cosas y acontecimientos de la vida de la vigilia, es totalmente distinta de la empleada durante el sueño. No perdemos las percepciones espacio temporales, durante el sueño, pero nos formamos nuevas ideas de dichas percepciones. El orden espacial cambia, el margen de la sucesión se altera. Quiere decir que el espacio y el tiempo están todavía allí, pero que varían respecto de la experiencia común y habitual que de ellos tenemos.

    No es difícil comprender que el mundo onírico no existe para nosotros sino como una serie de ideas sobre las cuales se fija nuestra atención, y que por lo tanto no constituye un lugar sino un estado de la atención. Su espacialidad es simbólica y deriva de que le prestamos atención. ¿No podemos avanzar un poco más, y llegar a comprender la difícil cuestión de que incluso el mundo de la vigilia pertenece al mismo simbolismo espacial y que posee su extensión y distancia debido a que reparamos en él? ¿Cómo podemos asumir, acertadamente, dos actitudes contradictorias respecto de una misma y única experiencia mental? En un análisis más profundo, descubriremos que nuestro conocimiento de la experiencia del mundo, corre siempre parejo con nuestra atención de ese mundo; que el prestar atención a las cosas es el pre-requisito esencial de la capacitación de los objetos; y que el grado de atención otorgado es exactamente proporcional a la intensidad de la conciencia evidenciada. En resumen, el espacio se encuentra dentro de la mente, y no, como generalmente se cree, fuera de ella. Quienes consideran que la doctrina mentalista es fantástica, pueden aprender de este hecho innegable, pero por lo general omitido o no percibido, del espacio onírico, cuan acorde con la naturaleza es en realidad dicha doctrina. "Antes de despertar, no comprendemos que cuanto vemos en sueños no existe exteriormente", dice el Wei Shihershih Lun, un antiguo resumen chino del mentalismo, que por tanto señala la moraleja de que tampoco comprendemos que aquello que contemplamos durante la vigilia, no existe exteriormente, sino sólo como imagen mental. Sin embargo, la verdad de que el mundo particular de cada hombre es su propia imaginación exteriorizada, resulta difícil de aceptar para el hombre despierto, como lo es, al que duerme, el creer que su mundo onírico es su propia imaginación exteriorizada.

    La conciencia posee la misteriosa capacidad de asumir cualquier forma de cualquier tamaño. Podemos construir la imagen mental de un aeroplano, un gato, un alfiler, una montaña, o un hombre, con la misma facilidad. No sólo es esto verdad, sino que puede extenderse en cualquier dirección, sin verse sometido a limitaciones de distancia. Nos es posible pensar en la habitación en que nos hallamos sentados, tan fácilmente como en Australia, que puede hallarse a quince mil millas de distancia. La distancia no impide que exista cualquier objeto como idea, ya sea durante el estado de vigilia o durante el sueño. Reparamos en el sol, que está a millones de millas de distancia, con la misma facilidad con que captamos nuestro dedo, que está a pocos centímetros. Nuestra conciencia abarca, a un mismo nivel espacio-temporal, tantas cosas cuantas contiene el vasto, variado y dilatado universo. Si el mundo estuviera realmente, fuera de la mente que lo percibe, sólo un milagro hubiera podido lograr que dicho mundo se internalizara.

    La quinta cuestión acerca de los dos estados se refiere a la similitud de sus experiencias sensoriales. Los cinco sentidos funcionan por igual durante el sueño y durante el estado de vigilia. En el mundo onírico poseemos ojos, oídos, nariz, lengua y piel. Podemos oler la subyugante fragancia de las flores soñadas, escuchar el repique musical de campanas soñadas, sentir el filo hiriente de una espada soñada, decir palabras cariñosas a un amigo soñado, y saborear la "apetitosa dulzura de una bebida soñada". Y todos estos objetos son captados a través de los sentidos, aunque, una vez despiertos descubramos que tanto los objetos sensibles cuanto los sentidos mismos, eran sólo pensamientos.

    Cuando comprendemos que el dorado sol y las plateadas estrellas brillan en el cielo onírico de la misma manera que lo hacen en el cielo que contemplamos cuando estamos despiertos; que el océano onírico levanta sus aguas azules en ondulantes olas, y que los bosques oníricos son tan frescos y umbríos, evidenciando idénticas modalidades y cualidades que el océano y bosques de nuestro mundo de la vigilia; cuando comprendemos que lloramos por un dolor soñado, y reímos por un sueño alegre, tenemos que admitir que ambos mundos comparten nuestras sensaciones hasta un extremo sorprendente. Existe un duplicado onírico de todo cuanto podemos ver en el espacio o experimentar en el tiempo, cuando estamos despiertos, aun cuando el parecido rara vez es perfecto.

    Cuando la mente percibe interiormente y persigue fantasías originales para su vida nocturna, encuentra cada deseo intensificado por un sentido de realidad, cada imagen surge en forma palpable, tangible y visible; cada sonido es audible y cada olor percibible descubre pensamientos que pueden ser efectivamente utilizados como si fueran objetos sólidos. Y ¡cuán pavoroso resulta el espectáculo de los sentidos oníricos apresados por su propia puesta en escena de imágenes de horror y pánico, durante una pesadilla!

    El correcto análisis de la sensación y la percepción, del primer volumen de esta obra —análisis que dio prioridad a la idea de la cosa, considerándola además, como sustitutiva de todo objeto material en sí—, puede ahora confirmarse con una referencia al sueño. Ya que durante la vigilia, tenemos el privilegio de estar fuera de la situación onírica y por consiguiente, de comprender su funcionamiento interno desde una situación ventajosa superior. Durante el sueño recibimos sensaciones de los objetos externos y las captamos como percepciones. Sin embargo, dichas percepciones surgen sin la presencia de ninguna cosa material, De modo que la idea aparece entonces en nosotros, como si se tratara del objeto material experimentado. Pero al despertar descubrimos que ese objeto era sólo una idea.

    Por lo tanto, la afirmación que pareció tan increíble al principio, se vuelve admisible cuando la aplicamos al ejemplo del funcionamiento de las sensaciones oníricas. Las experiencias de la vigilia y del sueño son dos diferentes enfoques desde los cuales una misma y única mente contempla sus imágenes proyectadas, como si fueran exteriores a ella. Sólo hay una diferencia: en el primer caso esas imágenes son los ecos reinventados de la propia Mente universal que piensa a través de la mente individual, y en el segundo caso, las imágenes son enteramente creaciones originales de la mente individual.

    El sexto punto de nuestra investigación se refiere a la sustancia de que están hechos ambos mundos. Podemos, en sueños, esculpir una estatua de sólido mármol. En su momento, creemos firmemente en la existencia de una estatua creada en sueños, como creemos en la realidad de una estatua esculpida en estado de vigilia. Pero la sustancia de nuestro sueño es puramente mental. La materia de nuestra estatua onírica depende únicamente, de nuestra fe en ella. La moraleja que puede deducirse de esto es que aquello que la imaginación, vigorizada por la intensa fe, imprime en nuestra conciencia, es aceptado por nosotros, mientras dura la experiencia, como algo absoluta-mente real.

    De esta manera, la Naturaleza nos brinda, a través del sueño, una inapreciable lección que nos enseña que los objetos pueden existir sólo como ideas, y sin embargo, tener la apariencia de que están constituidos de materia sólida. La Naturaleza nos advierte que, así como el soñador jamás duda de la materialidad de sus imágenes oníricas; jamás se da cuenta de que ellas no tienen ninguna equivalencia física externa; jamás sospecha que el calor que lo abruma y el frío que lo hace temblar no son otra cosa que pensamientos; así también nosotros podemos estar incurriendo en el mismo error de no poner nunca en duda la materialidad de nuestras imágenes de la vigilia. Es natural que nos resulte bastante increíble la afirmación mentalista de que la silla en la que estamos sentados es, en esencia y en última instancia, de la misma materia de nuestras propias mentes, aun cuando la ciencia física insiste en convencernos de lo ilusoria que es la fe común en la consistencia de la materia. Podrán luego los metafísicos liberarnos, con sus argumentos, de esta falsa creencia, y, con todo, en el fondo de nuestros sentimientos, por más que nuestra mente ceda venciendo resistencias, conservamos nuestras dudas sobre la cuestión. Es por esto que la Naturaleza está bondadosamente dispuesta a ayudarnos, ofreciéndonos un ejemplo práctico en cada sueño, para demostrarnos cómo esa aparente imposibilidad se cumple, real y frecuentemente, en la experiencia personal de todos los hombres.

    He aquí una importante lección para los críticos materialistas quienes, casi siempre toman por criterio de realidad, los palos de madera y las pesadas piedras. El materialista jamás puede ofrecer —como lo hace el mentalista—, una explicación irrefutable de situaciones psicológicas tales como los sueños, en los que los objetos son captados y vistos como cosas materiales aunque no están físicamente presentes. En este específico punto, la materia onírica es, en verdad, exactamente igual a la materia de la vigilia, si bien esta última es vivida en un período más largo. Pero en ningún momento vemos o percibimos materia alguna. Vemos o percibimos solamente, objetos particulares. Creemos que dichos objetos están constituidos por materia, porque parecen ubicados en el espacio y porque ofrecen resistencia al tacto. Pero que espacialidad y resistencia pueden no ser otra cosa que ideas inventadas, queda demostrado por la experiencia onírica.

    Si aceptamos la realidad de la materia, tenemos que aceptar, en consecuencia, la índole absolutamente fija del espacio y el tiempo, ya que la materia se extiende en el primero y cambia en el segundo. Pero muchos hechos de la experiencia onírica revelan que el espacio y el tiempo no poseen existencia fija propia, y que ambas dimensiones son puramente mentales; en consecuencia, la materia —que únicamente surge según las condiciones determinadas por espacio y tiempo—, también debe carecer de existencia fija, y también ha de ser puramente mental. Sin embargo, el mentalismo considera que la materia es una entidad absolutamente fija. Si no lo fuera, dejaría de ser materia. Pero la mente responde perfectamente a este criterio. Por consiguiente, la materia es, en verdad, la mente.

    Sabemos, sin lugar a dudas, que es la mente misma la que funciona en este sentido, durante el sueño. No podemos afirmar, respecto del soñador, que hay dos entidades presentes: su mente y alguna sustancia fuera de ella. De modo que, si bien esta duplicidad existe aparentemente, debemos entenderla sólo como una idea. Si le es posible a la mente bifurcarse de esta manera, durante el sueño, entonces, también le es posible bifurcarse durante la vigilia. He aquí lo que ocurre realmente: cuando el hombre está despierto, el campo de su experiencia también se divide en objetos exteriores y fantasías interiores; la principal diferencia estriba en que el contraste entre las ideas externas e internas es mucho más fuerte durante la vigilia. ¿Por qué se produce dicha diferencia? Ya hemos explicado que el proceso del dormir es un proceso centrípeto de internalización, en el cual nuestra mente abandona su tendencia externalizadora, plasmadora y espacializadora. Se trata de un proceso que en su última consecuencia culmina en el dormir profundo. Sin embargo, cuando comenzamos a despertar, la mente revierte su funcionamiento, y de nuevo externaliza sus imágenes del mundo, como si éstas estuvieran realmente en el exterior. El soñar es una etapa intermedia durante la cual las imágenes mentales no están tan concentradamente enfocadas por la mente, ni resultan tan vividas ni tan aparentemente reales, como durante el estado de vigilia. Cuando despertamos completamente, aumenta la apertura de la conciencia, y así, ésta alcanza su punto máximo de proyección y su grado de intensidad supremo. De esta esclarecedora comparación podemos extraer la consecuencia siguiente: la clara y forzosa materialidad de nuestro mundo depende del grado de concentración e intensidad con que lo enfoquemos. De modo que dicha materialidad está en la mente, no, en el mundo. La materia es sólo un concepto.

    Sin embargo, esta diferencia entre ambos estados es lo suficientemente poderosa como para esclavizar al hombre en la creencia de que es una diferencia de índole y no de grado, y de que la duplicidad es propia de la materia misma y no de la apariencia. Así el hombre se engaña creyendo que el mundo de la vigilia es realmente material, y que sólo el mundo onírico es mental. El soñador cree que su conciencia se extrovierte, pero una vez que ha roto el círculo encantado de su mundo privado, y despierta, se da cuenta de que su creencia era una falsa interpretación, y que su conciencia estaba, en realidad, funcionando en sentido totalmente contrario, es decir, que se había introvertido. Pero si el hombre al despertar, descubre que el paisaje onírico era una fantasía interna que sin embargo, se presentaba, en su momento, como realidad externa, ¿acaso no demuestra esto cuán fácil le resulta a la conciencia equivocar sus propias experiencias?

    Resulta claro que un oculto poder actúa durante el estado onírico, convirtiendo mágicamente, los pensamientos en cosas, y las ideas en formas, para la mente que percibe. Pero si la mente crea su propio mundo onírico de ciudades y granjas, con gentes que tienen vida propia —criaturas que se mueven y que hablan—, ¿por qué esa mente no habría de crear también, su propio mundo de la vigilia? Cuando recordamos la enorme variedad de experiencias que la mente plasma durante el sueño, cabe que nos preguntemos por qué no le ha de ser posible inventar, asimismo, la experiencia universal del estado de vigilia.

    Si fuéramos más francos con nosotros mismos, deberíamos llamar a este tipo de experiencia onírica, a esta instantánea creación de diversas personas que se mueven y viven, surgidas de una sola persona, a este oír por casualidad largas conversaciones en medio del vacío silencioso: revelación del poder mágico de la mente. Pero si percibir nuestras propias imágenes es percibirlas como objetos externos; si podemos conjurar todo un mundo nuevo con sus habitantes; si nuestros propios pensamientos nos hechizan hasta tal punto que vivimos absolutamente dominados por ellos, durante el sueño; si, en resumen, una total experiencia universal puede imponerse por sí misma, a través de la mente de un individuo, ¿acaso no sería mucho más factible que una total experiencia universal se le impusiera a ese hombre, a través de esta misma mente mágica funcio-nando en colaboración con la más poderosa mente cósmica, durante la vigilia? En realidad, la Mente universal presenta un mundo de formas externas y figuras visibles durante el estado de vigilia de su progenie, así como ésta se presenta a sí misma sus propios universos privados de formas externas y figuras visibles, durante el sueño. Pero, mientras la Mente universal conserva absoluta conciencia respecto de la índole mental de su creación, sus coparticipantes humanos se engañan a sí mismos adjudicando índole material a sus experiencias, de la misma manera que sus sentidos los engañan al mostrarle que el sol recorre el cielo. Este segundo error puede sólo rectificarse por medio de la razón, en tanto que el primero únicamente puede corregirse mediante una combinación de la razón y de la experiencia mística.

    Para la mente reflexiva, el sueño es un fenómeno que resultaría inexplicablemente milagroso, en caso de que la pobre doctrina del "materialismo" fuera la verdad última. Captar lo que el universo realmente es, deviene captar lo que nosotros somos en realidad, lo cual culmina en el logro del ser verdadero. Sin embargo, dicho conocimiento sólo sobreviene por etapas, y la primera consiste en liberarnos de nuestro prejuicio anti-mentalista, y de nuestra obsesión respecto de la explicación materialista de los objetos visibles y tangibles.

    Guando comprendemos, gracias a nuestra aceptación de la doctrina mentalista, que el poder que mágicamente conjura, para nosotros, este misterioso mundo onírico, forma parte del mismo poder que conjura el familiar mundo de la vigilia, comenzamos a entender un poco, las extraordinarias posibilidades de la mente. Hemos mencionado brevemente, en el capítulo del libro La Enseñanza Oculta Más Allá del Yoga, dedicado al análisis del karma, la influencia creadora del pensamiento sobre el medio ambiente. Aquí añadiremos que, mientras las creaciones mentales del yo soñador, se objetivan inmediatamente delante de dicho yo, las creaciones del yo despierto funcionan en una diferente escala temporal, y necesariamente, su objetivación frente a la experiencia de dicho yo, insume más tiempo: a menudo se produce en una nueva reencarnación. Pero sigue siendo una verdad práctica fundamental.

    No se crea, sin embargo, que la reducción de los fenómenos del mundo a la condición de fenómenos mentales, los convierte en meras ilusiones, tenues fantasmas o, incluso, objetos inexistentes, como lo creen muchos metafísicos logicistas, muchos místicos indios, y la mayoría de los críticos occidentales que niegan, sin conocer, la doctrina mentalista. La idiosincrasia india ha sido siempre particularmente proclive a creer en esta exageración, muy difundida en literatura inglesa por George Borrow —famoso autor del siglo pasado— en estos términos: "'¡Ojalá nunca hubiera nacido!', me decía a mí mismo: y entonces, por momentos, me asaltaba una idea: ¿acaso había yo nacido?, ¿acaso no es todo cuanto veo, una mentira: una falaz ilusión?, ¿existen acaso el mundo, la tierra, el cielo?...

    La cuestión aquí pertinente es, en esencia, la que se refiere al sentido de la realidad. El crítico que adelanta la objeción de que el mentalismo presenta al mundo como un algo fríamente irreal, no hace más que decir lo que es absurdo para cualquiera, como lo es para el mentalista que sabe perfectamente que ese mundo es tan real como el acto de pensar a través del cual surge ese mundo. Es necesario hallar un término más apropiado que el de "irreal". La verdadera índole del mundo se manifiesta como si estuviera cubierta por un velo que, en la percepción ordinaria, la oculta a nuestros ojos. Pero este hecho no convierte al mundo en algo inexistente, nulo, vacío y ficticio, conceptos que resultan algunas de las desafortunadas sugerencias que el término "irreal" provoca en quienes no han analizado su sentido, es decir, el noventa y nueve por ciento de las personas. Debemos pedirles, a quienes así piensen, que nos expliquen qué quieren decirnos cuando afirman que el mundo es real y que los sueños son irreales. Analizar el significado de esta palabra es dar el primer paso hacia una idea más profunda respecto del sentido último de la vida. Ya que, si bien hemos admitido que el estado de vigilia tiene derechos superiores sobre nosotros, por diversas razones, con todo, ni el mundo de la vigilia, ni el de la experiencia onírica pueden reclamar su derecho a ser considerados como el mundo esencialmente real, puesto que ambos son relativos al sistema espacio-temporal correspondiente al funcionamiento de la mente en cada uno de esos dos niveles particulares. Cada uno de esos mundos no es otra cosa que un estado mental. Cada uno revela, además, que la índole de la conciencia es quedar aprisionada por sus creaciones. Ningún soñador, mientras sueña, sospecha que es un engaño su percepción de objetos y seres, cualquiera sea su opinión al respecto, cuando despierta.

    He aquí algo que merece ser tenido en cuenta: que la vida que un individuo ha aceptado siempre como algo real, al mismo tiempo, pudiera ser considerada, por ese mismo hombre, como algo ilusorio, en cuanto pudiera cambiar su punto de vista. El sentido de realidad está, reconocidamente, en su máxima potencia durante la vigilia, pero, sin embargo, es durante el sueño, todavía lo suficientemente fuerte como para llenarnos de miedo cuando se nos aparece una bestia salvaje, y de alegría cuando encontramos a un ser querido. Ni en el mundo de la vigilia ni en el onírico, nos abandona el sentido de la realidad. Resulta evidente que tal sentido debe provenir, en ambos casos, de la misma fuente. ¿Cuál es esta fuente? Debemos contestar a esta pregunta formulándonos otra. ¿Qué es lo que, en la vigilia y en el sueño, se presenta como "materia" esencial de ambos? Ahora ya sabemos que es la mente. Por lo tanto, la sensación de realidad que tiene toda experiencia surge del hecho de que algo real hay, por cierto, en dicha experiencia, y ello no es otra cosa que la mente. Cuyo paradójico funcionamiento es tal que, aunque ofrece sólo sus propios pensamientos, durante el sueño, éstos asumen, en ese momento, el aspecto de objetos reales y personas reales que están fuera de la mente, y que tienen una naturaleza aparentemente distinta de ella, ¡mientras que los objetos y personas que la mente ha captado en estado de vigilia, ya no parecen reales cuando vuelven a presentarse en sueños, porque entonces se convierten en seres y cosas imaginados, es decir, en pensamientos!

    La doctrina ocultista afirma, sin embargo, que lo que otorga validez tanto a las experiencias oníricas como a las de la vigilia, es una misma y única cosa. La misma y única mente debe funcionar en estos dos aspectos, y que debido a que ambos son transitorios y relativos entre sí, esta mente en-sí-misma es, por comparación, permanente y absoluta, y, en consecuencia, la verdadera esencia de dichos estados. Esa esencia, constituye la realidad oculta de la experiencia onírica y de la vigilia.

    Si contemplamos el mundo como algo real por derecho propio; como una estructura material autosuficiente, y nada más que como tal, entonces, hemos caído en un abismo de ilusión. Si, por el contrario, consideramos que el mundo —como estructura mental—, es real sólo porque se manifiesta en él el principio mental, nuestra percepción es correcta.

    De esta manera, la experiencia onírica nos brinda un agudo ejemplo de uno de los temas superiores del mentalismo avanzado. Nos proporciona espectáculos plasmados mentalmente, cuyas escenas no son otra cosa que Apariencia y cuyo trasfondo mental es Realidad. Si nos depuramos de los prejuicios materialistas, y contemplamos la experiencia de la vigilia desde un mismo punto de vista objetivo e impersonal, comprenderemos que también esta experiencia nos ofrece espectáculos mentalmente creados, cuyas escenas son la Apariencia y cuyo trasfondo es la Realidad.

    E1 séptimo y último punto de estos estudios es sencillo. Cuando un sueño transcurre serenamente y nos presenta imágenes agradables, por lo general, continuamos durmiendo. Pero cuando resulta desagradable, como en el caso de una pesadilla, el impacto del miedo nos despierta bruscamente. Sucede lo mismo en el estado de vigilia. En momentos de paz, placer y abundancia estamos satisfechos dejándonos deslizar jovialmente por la superficie de los acontecimientos, y declinando en otros la responsabilidad de preocuparse por el sentido de la vida. Mas la triste pérdida de un ser querido, el doloroso despojamiento de nuestras posesiones; el espectáculo o la experiencia personal de alguna violencia brutal, o la angustiosa tragedia de los inolvidables horrores de la guerra, nos impactan despertándonos bruscamente. Sólo entonces la cuestión del significado de la vida recibe atención adecuada. Cuando la presión de los sufrimientos es débil, permanecemos hechizados por la mera apariencia de las cosas, pero frente a un dolor agudo, buscamos un poco de consuelo en la religión, el misticismo o la filosofía.

    Cuando despertamos de la vida onírica, tomamos conciencia de lo que, en el mejor de los casos, no es otra cosa que una continuación del mismo relato, concentrado en sí mismo, de los goces efímeros y de los pasajeros sufrimientos. Ambos tipos de experiencia, en este sentido, sé cumplen en la misma dimensión. Pero si nos comprometemos en la aventura de despertar de la propia vida de la vigilia, podremos, en caso de triunfar, pasar de la Apariencia a la Realidad, y de este modo, penetrar en una dimensión inconmesurablemente más elevada y gloriosamente superior. Es tarea de la filosofía explicarnos las posibilidades de dicha aventura, y guiar nuestros pasos titubeantes hacia esa sublime meta.


    CAPITULO V
    LA METAFISICA DEL DORMIR


    No hemos agotado, aún, el sentido metafísico total del sueño como uno de los estados mentales. Para la existencia humana común, es una cuestión triple, y su conciencia, un fenómeno intermitente. Un hombre puede quedar inconsciente por efecto de un golpe o de una caída accidental. Psicológicamente, cae en el mismo estado que la Naturaleza le provoca durante el sueño o un desmayo. No sólo la mente se manifiesta en los dos estados de vigilia y sueño, sino también, en un tercer estado durante el cual el sueño alcanza su más honda intensidad, desvaneciéndose la conciencia por completo. Es ésta, por consiguiente, la situación que analizaremos en seguida.

    Por conveniencia literaria, designaremos en adelante, a este estado de profundo sueño, sin imágenes oníricas, con el simple término de "dormir". El lector lo diferenciará así, de los otros dos aspectos de la vida; vigilia y sueño (estado onírico).

    Comúnmente se piensa que el profundo letargo de la mente, la completa inactividad de los músculos, y la total calma de los cinco sentidos, que caracterizan el dormir, no tienen otro significado que el de una interrupción, dictaminada por la Naturaleza, de las actividades diurnas, con el objeto de permitir la reconstitución de los tejidos desgastados, sin otro sentido superior que el de recuperación de las energías perdidas, y de oportuno descanso de las cansadas facultades mentales. Es poco conocido, en cambio, el hecho de que el estudio de este estado, no menos que el del onírico, puede aumentar el conocimiento valedero; resulta un concepto extraño para nosotros el que afirma que el rasgo más característico del dormir profundo —que es el completo letargo en el cual la conciencia se hunde— brinda un filón de oro a las mentes inquisidoras.

    Pero la metafísica —ya lo hemos dicho en otra parte—, debe basarse en los hechos de la experiencia. Hay tres principales aspectos de la experiencia humana: el de la vigilia, el del sueño y el del dormir. Puede variar la experiencia en estos tres diferentes estados, pero perdura el hecho de que se trata siempre de una experiencia mental. Un hombre sumido en completo letargo es una expresión de humana existencia, no menos que el hombre entregado a las actividades de la vigilia; por consiguiente, no tener en cuenta dicha experiencia supone correr el riesgo de perder la totalidad de la verdad.

    Puede parecer extraño describir como un ámbito de experiencia, este estado de supuesto vacío mental, esta completa pérdida de conciencia. ¿Pero es realmente así? Aparentemente, perdemos la conciencia durante el dormir, y, sin embargo, recordamos el hecho de haber dormido. Es imposible recordar algo, a menos que lo hayamos conocido previamente. Por lo tanto, algo, en nosotros mismos, debió saber que estábamos durmiendo. Esta conciencia, sin embargo, tiene otro carácter. El dormir es algo que entra y sale de la existencia humana. ¿Cómo podríamos siquiera recordar que hemos dormido, si no hubiera, en ese momento, una especie de subterránea conciencia de tal hecho? Si declaramos que no nos hemos dado cuenta de nada durante el dormir, algo en nosotros, debe haber captado, paradójicamente, esta negativa conciencia, o de lo contrario, ¡jamás podríamos haber relacionado el dormir con el despertar, y así, en ningún momento hubiéramos sabido que estábamos dormidos!

    Si el dormir fuera realmente, una total ausencia de todo tipo de conciencia, ¿cómo podríamos, a posteriori, recordar su refrescante goce y hablar de ese dormir con satisfacción? Algún tipo de conciencia debió estar presente, para transmitirnos, más tarde, la idea de su agrado. Insistamos: ¿cómo podríamos, todas las mañanas, rememorar los sucesos del día anterior, y relacionarlos, en ordenada secuencia, con los acontecimientos del día presente, a menos que admitamos que la mente estaba presente, de alguna manera, aún durante el intervalo del dormir?

    Que el estado del dormir no anula, realmente, todas las facultades mentales, queda revelado por el hecho de que el sentido de la identidad individual, el núcleo completo de los pensamientos, deseos y características que plasman la personalidad, surgen florecientes en el instante de resurrección, de todas las mañanas, de nuestra conciencia que despierta. Si no existiera algún tipo de continuidad de la personalidad consciente, en la mente, nos dormiríamos pensando que somos un determinado individuo, y, al despertar, creeríamos que somos otro individuo. Por consiguiente, no podemos admitir que la conciencia onírica y la conciencia de la vigilia agotan la continuidad de la existencia mental. Resulta claro que la inconsciencia es, en realidad, una descripción errónea de su aspecto más misterioso.

    ¿Qué es lo que realmente deja de funcionar durante el dormir? No es la mente misma, sino sólo una forma particular de su funcionamiento. Quienes duden de esta posibilidad, o la nieguen, deberían estudiar los curiosos anales médicos que registran casos de sonambulismo. En tales casos, el sonámbulo ve sin emplear sus ojos. Se ha comprobado que las pupilas del sonámbulo no reaccionan a la luz. En este estado, el hombre puede transitar incólume los más peligrosos lugares, caminar en perfecta línea recta a lo largo del parapeto de un techo, sin caer, o puede realizar alguna tarea, con absoluta perfección, sin despertar. En verdad, hay sonámbulos que manifiestan un grado mayor de capacidad mental cuando están dormidos que el que poseen normalmente durante la vigilia; sus poderes de razonamiento, imaginación, memoria, voluntad y control físico mejoran notablemente.

    Ahora bien: es digno de atención el hecho de que, mientras el hombre, tanto el que sueña cuanto el que está despierto, puede recordar experiencias previas, el sonámbulo nada puede recordar de lo que ha sucedido durante la noche. En cualquier momento que se lo despierte, le será imposible recordar qué le ha sucedido un minuto antes. Mientras que en la vigilia, y aun durante un sueño el hombre tiene conciencia de sus actos, y los cinco sentidos funcionan concientemente, el sonámbulo no sabe qué hace ni recibe impresiones sensoriales. Es esta, la particular característica del sonambulismo. Sin captar lo que está sucediendo, con todo, una cierta inteligencia orienta perfectamente los movimientos de su cuerpo y lo controla adecuadamente. Sin un conocimiento personal de sus circunstancias exteriores, y sin la menor preocupación por su bienestar; sin embargo, retorna a salvo a su lecho, después de sus aventuras a veces muy peligrosas.

    ¿No es esto bastante sorprendente? ¿Qué significa? Aun cuando nada significara, nos advierte, en primer lugar, que la mente puede actuar en dos sentidos: el uno, consciente y aparentemente, normal; el otro inconsciente y, según parece, anormal.

    En segundo lugar, que sería más exacto decir que la mente está incomunicada, durante el dormir, que afirmar que está en estado inconsciente. En tercer lugar, que la mente no agota sus posibilidades en la simple condición de la conciencia que distinguimos como una actividad del pensamiento, continua y laboriosa. Y, en cuarto lugar, que la conciencia del estrato más profundo de la mente no depende de los cinco sentidos corporales. En resumen, esto significa que ahora estamos comenzando, dificultosamente, a darnos cuenta del tremendo misterio que se oculta en nuestra propia mente. Sin duda alguna, estamos frente a una situación en la que existe algún tipo de conciencia. Pero que no es el que corresponde a las experiencias del sueño o de la vigilia.

    Incluso la historia registra problemas científicos, matemáticos, literarios, personales y filosóficos, que fueron resueltos por la magia de la mente en estado de dormir o soñar. No hay límites para la índole de los problemas que pueden solucionarse de esta manera. Las más profundas inspiraciones, las más brillantes soluciones, y las más sabias intuiciones acerca de la conducta a seguir frente a una dificultad o situación intrincada, han surgido del dormir.

    ¿Cuántas veces, quienes pertenecen a la hermandad del garabateo, se han despertado una mañana, sintiendo que les atravesaba la mente extrañas ideas, y han saltado de la cama para trasladar nerviosamente al papel esos errabundos pensamientos? Cuando recordamos que muchas líneas del poema Abou Ben Adhem, se plasmaron en la mente dormida del poeta Coleridge; que muchos problemas que inquietaban a numerosos hombres, antes de entregarse al descanso, se resolvieron súbita y espontáneamente, cuando despertaron a la mañana siguiente, cuando ya ellos consideraban que eran problemas insolubles; y que nombres olvidados e irrecuperables fueron recordados después de dormir, la única y obvia conclusión es que, de alguna manera misteriosa, la mente desarrolla una actividad subterránea, durante la noche, que le permite ofrecer a la conciencia, al día siguiente, un resultado acabado. Es este estrato más profundo de la mente, que actúa por debajo del umbral del pensamiento consciente, la secreta fuente de todas esas gloriosas inspiraciones artísticas, de todos esos recuperados eslabones perdidos del conocimiento, y de todas aquellas decisiones intuitivas que triunfan por encima de los momentos de duda. "Dios entrega la verdad a su amado hijo, cuando éste duerme", dice el salmista bíblico. Por lo tanto, afirmar, frente a una comprobada actividad mental durante el dormir, que este estado es una total caída en la inconsciencia, significa tomar en cuenta sólo el valor superficial de dicha experiencia ignorando todo cuanto hay detrás de la misma.

    Lo que ahora debemos comprender es que existe una parte de la mente que nos parece inconsciente, pero que, en realidad, posee una extraordinaria y maravillosa conciencia de sí misma. Hay, en verdad, una conciencia secundaria que actúa por debajo de nuestra conciencia ordinaria y familiar. Por consiguiente, una metafísica correcta no puede limitar el uso del término "mente" sólo a este particular aspecto pensante de la "conciencia". La mente es algo más que la conciencia tal como la conocemos. Debemos reconocer y admitir que son posibles dos tipos de conciencia: una corresponde a la clase cotidiana con la que estamos familiarizados, pero la otra es recóndita, misteriosa y completamente desconocida. Este desconocimiento no nos acredita que incurramos en el error superficial y materialista de considerar que el primer tipo es el único que existe, y que es, precisamente, lo que la mayoría de los no filósofos hace.

    Un caballo que corra a una velocidad que no puede captar una cámara fotográfica, no puede ser fotografiado con éxito. La fotografía resultante será borrosa o velada. La incapacidad de nuestra conciencia ordinaria para comprender el estado de la mente durante el dormir profundo, es similar a la incapacidad de la cámara para fotografiar al caballo galopante.

    Está comprobado que las vibraciones de la luz, por ejemplo, se extienden hasta límites donde los fenómenos que producen no son captados por nuestra visión. Indudablemente, también la conciencia desarrolla actividades que escapan a los limitados alcances de nuestro intelecto pensante. Las hazañas de los sonámbulos de ojos abiertos, las inspiraciones e intuiciones de los durmientes de ojos cerrados, revelan que existe un plano en el que la vibración mental es tan rápida que las facultades pensantes ordinarias dejan de funcionar totalmente. Aquí la mente trabaja espontáneamente, de una manera absolutamente incomprensible, pero trabaja. El pensar sería, en realidad, una limitación para ella. No necesita pensar, en el sentido discursivo y lógico que habitualmente damos a este término.

    Por medio de esta analogía de los diferentes alcances de la vibración de la luz podemos además comprender por qué las intuiciones surgidas durante el dormir pueden cubrir la amplia brecha entre los antecedentes y la conclusión, mientras que la facultad pensante tiene que recorrer el fatigoso camino de una larga serie de razonamiento para llegar a la misma conclusión. Ya que dicha intuición es el resultado de la mente cuando funciona dentro de un alcance de vibración que va más allá de lo que habitualmente se experimenta durante el sueño o la vigilia. En resumen: la mente, durante el dormir tiene un tipo propio de conciencia, si bien, puesto que no se mueve de una idea a otra, no es conciencia intelectual. Así pues, nuestro próximo paso será aprender algo más sobre la conciencia. Además, si —como el mentalismo lo afirma—, el mundo es una apariencia en la conciencia, cabe preguntar: ¿Qué es la conciencia?


    DE LO CONSCIENTE A LO INCONSCIENTE


    ¿Qué es lo que en nosotros es consciente de ver, de oír y de pensar? ¿Está en el cerebro? ¡Tonterías!... una masa de simple carne no muy diferente de la que podemos comprar en una carnicería. El concepto de que la conciencia es una emanación alojada en las células de la corteza cerebral es erróneo. La mayoría de nuestras concepciones metafísicas proceden de esta noción superficial. Desgraciadamente, los hombres anexan sus propias ideas contradictorias a estos términos, de modo que es necesario, en primer lugar, despejar el camino definiendo el uso que de tales términos haremos aquí.

    Por cerebro entendemos esa porción tangible y visible del cuerpo humano cubierta por la caja craneana y surcada por sinuosas circunvalaciones de materia gris y blanca que se estudia en el gabinete de disecciones. Por conciencia damos a entender la suma total de la variada serie de impresiones sensoriales, percepciones, pensamientos, sentimientos, imágenes, intuiciones, ideas y recuerdos, que reconocemos directamente como propios, y que no se pueden descubrir por medio de ningún tipo de disección con bisturí. Sin embargo, para ser exactos, digamos que todos los intentos por definir la conciencia giran en un mismo círculo, pues ella va implícita en toda defi-nición. Más adecuadamente podemos decir que se trata de "un conocimiento".

    Resulta bastante claro que el cerebro es, hasta cierto punto, un mecanismo. Igualmente obvio es que, de ninguna manera la conciencia es un mecanismo. Quienes igualan cerebro y conciencia realizan un verdadero milagro desconocido en los anales de la Naturaleza. Pues no existe mecanismo alguno que pueda actuar de la maravillosa manera que lo hacen los procesos mentales superiores, tales como el razonar, imaginar, recordar, inferir, juzgar y elegir.

    La fantástica suposición del materialismo de que la conciencia es sólo una secreción del cerebro no explica cómo es posible la existencia de la conciencia. Sólo quien piense superficialmente puede creer que la materia la produce, ya que no ve que ya está presente entre los mismos hechos sobre los cuales él ha comenzado a plasmar un argumento aceptable, por el cual va a declarar que la conciencia ha sido creada por la materia. Pero cuando su entendimiento se aclara, comprende que no puede dejar de contar con la conciencia como presente desde el momento en que comienza a razonar, así como no podría comenzar a caminar sin utilizar sus piernas.

    Nadie puede analizar la conciencia de la misma manera que analiza cualquier otra cosa. Ya que todas sus observaciones sobre cualquier cosa requieren la presencia de la conciencia. Quien —como lo hacen el psicólogo "behaviorista" y el científico materialista—, habita en el crepúsculo metafísico, y emplea su tiempo observando sólo ciertos contenidos de conciencia, para luego exclamar triunfalmente, que no puede hallar la conciencia en parte alguna, y que, por tanto, ésta no existe como cosa independiente, es tan iluso como la mujer que busca un collar sin darse cuenta de que ya lo lleva al cuello. Sus observaciones resultan cómicas, antes bien que convincentes.

    Sólo la doctrina racional del mentalismo responde satisfactoriamente a la pregunta: ¿cómo es posible la conciencia? Puesto que ella explica que la conciencia es, en sí misma, sólo un aspecto de un principio inmaterial: la mente; que comenzamos por el falso final cuando creemos que la conciencia es una función del cerebro; y que empezamos por el final acertado, cuando descubrimos que es la luz del cerebro. La mente es comparativamente, como la luz, ya que ambas son únicas y tienen una posición privilegiada en la trama de las cosas. La luz hace visible toda cosa, pero, paradójicamente, es invisible en sí misma. Lo que consideramos un haz de luz, por ejemplo, es una ilusión de los sentidos. En realidad se trata de un haz de partículas de polvo. La luz revela la presencia de una alta montaña pero no, su propia presencia. Nos permite ver un cuarto lleno de diferentes formas, pero, en sí, es totalmente invisible pues carece de forma. De la misma manera, la mente nos hace conscientes de toda cosa que no sea ella misma. No la percibimos detrás de nuestras diversas experiencias, porque ella es, en sí, invariable.

    Vemos todas las cosas en la mente como en un espejo. Pero puesto que está más allá del alcance de nuestros sentidos, observamos las imágenes pero no podemos contemplar el espejo que las refleja. En consecuencia, otorgamos realidad sólo a las cosas y decimos que es irreal la mente misma. No puede ser materialista, el hombre que posee suficiente agudeza de inteligencia como para comprender lo que la mente es en realidad, cómo se forman las ideas, y cómo se produce nuestra captación del mundo exterior. Pues comprenderá que su experiencia del mundo, cuando se la rastrea hasta sus orígenes, se arraiga como una idea en la conciencia, y que sólo la previa existencia de la mente hace posible la conciencia de la idea corporal.

    Creer que la conciencia no es nada aparte del cerebro físico, simplemente porque no es captada dentro de los limitados alcances de los sentidos corporales, y convertirla en el habitante parroquial de un sitio pequeño dentro de una pequeña cabeza, es no comprender, que por la ley misma de su ser, tiene forzosamente que estar fuera del alcance de la percepción sensorial. Este error determina problemas innecesarios y atan a los hombres a un ingenuo materialismo del que no pueden desligarse hasta que una adecuada discriminación, lograda por reflexiones metafísicas, experiencia mística o gracia divina, les permite ascender hacia la verdad. Una época más sabia, con un ámbito intelectual menos limitado, no buscará ya más el imposible, dejará de explicar la existencia de un único principio como la mente, de la cual la conciencia ordinaria es sólo un aspecto, en términos de otra cosa que no sea la mente misma.

    Siendo la conciencia lo que es, únicamente pueden dudar de su existencia inmaterial, quienes son incapaces de ahondar en su propio interior. Ya que, tanto lo que la afirma cuanto lo que niega a la conciencia es el principio inmaterial mismo. Incluso, antes de que el escéptico —que se supone respeta la primacía de la razón, pero que en el fondo, no lo hace—, pueda pronunciar una palabra o concebir un pensamiento negando su existencia, ¡ese principio negado debe estar presente para hacer posible la negación! Por supuesto, el mentalismo va aún más allá. Pues cuando el escéptico ve, oye, saborea, toca o huele una cosa, entonces, y sólo entonces, en virtud de esos mismos actos, está confirmando la existencia de la conciencia, que es precisamente la que desea negar. Cuando se rastrea la esencia última de sus actos sensoriales, se descubre que son actos mentales. Su aceptación de la existencia de las cosas se basa, absolutamente, en el reconocimiento de su propia existencia mental, pues nadie puede salir de su condición mental. Por más que el escéptico procure evadirse de su propia conciencia, dondequiera se ubique ¡se hallará siempre dentro de ella! Es la única cosa que no podrá discutir.

    Nadie concibe noción alguna fuera de su conciencia. Nadie puede captar objeto alguno sin penetrar su propio pensamiento, es decir, a menos que ese objeto sea comprendido, primero, como una idea. Sin embargo, cuando reducimos las cosas a su última esencia, o sea, cuando descubrimos que son construcciones mentales, ¡el resultado parece tan diferente de nuestro sentido de lo que la Naturaleza es, que pocos son los que aceptan esta verdad! Nada es tan auto-evidente como la primacía y realidad de la conciencia, ¡pero, desgraciadamente, nada resulta menos convincente en el momento de afirmarlo! Pero legítimamente no podemos dudar de su existencia aunque dudemos de otras cosas. Podemos urdir ideas ilusorias sobre ella, pero hasta nuestras ilusiones dependen de nuestra toma de conciencia de las mismas. Así, cuando alcanzamos la madurez de nuestro raciocinio, debemos finalmente admitir que la conciencia es la única cosa de cuya realidad estamos más ciertos, y de cuya existencia menos dudamos.

    ¡Es ésta la antiquísima y melancólica paradoja de la existencia del hombre! Que aquello que está absolutamente fuera del alcance de su comprensión, sea, en sí mismo, todo el fundamento de aquella comprensión. ¡Ya que es sólo por medio de la conciencia inmaterial, que el hombre afirma su incapacidad para conocer la conciencia! Si pudiera captar adecuadamente esta cuestión, el hombre vería que, debido a la experiencia misma de ser consciente, debido a la experiencia de la memoria, debido a la capacidad de reflexión metafísica abstracta, debido a su propia creatividad artística, y debido a la habilidad para descubrir leyes universales, se halla, por cierto, en presencia de un principio superfísico.

    El científico actual ha logrado investigar miles de fenómenos y cosas, desde la naturaleza de las nubes hasta el origen de las montañas graníticas, pero no ha podido descubrir el misterio de los principios de su propia conciencia. Ello es debido a que tiene que iniciar el estudio de esos orígenes sólo después que su propia conciencia ha sido ya creada, y no antes. Es, por tanto, demasiado tarde para resolver el problema de dicho origen. Cuando piense o haga respecto de esa investigación implica la incontrovertible presuposición de la conciencia, y debe pensarlo o realizarlo a la luz de tal conciencia. Ni siquiera puede analizar directamente su conciencia, pues no puede convertirla en objeto de su propia captación, así como ningún hombre puede objetivar su rostro, como no sea a través de un espejo. También el científico puede hacer sus observaciones en el espejo de los pensamientos, ya que la acumulación de éstos es lo que plasma su conciencia despierta, pero se trata, solamente, de un proceso indirecto, porque la conciencia de pensamientos no es la conciencia del puro pensamiento mismo. No le es posible captar la existencia de esta última aparte de y sin las ideas en imágenes que ella produce. Y es esto lo que aquí denominamos "mente".

    Nadie puede decir qué forma tiene la conciencia, ni su color, ni el aroma que emana, ni su sonido. Por ejemplo, una imagen no aparece en la conciencia como la alfombra azul de una habitación. Ya que la alfombra guarda relaciones espaciales de tamaño y ubicación bien definidas respecto del cuarto, mientras que el principio de la conciencia misma no puede visualizarse, y por lo tanto, no puede incluir tales relaciones. En resumen, es algo que los sentidos no captan porque es absolutamente inmaterial. Y sin embargo, nuestra experiencia nos dice que ese algo existe.

    El grave error de todo materialismo —ya sea el ingenuo del ignorante, o de la ciencia natural, o de la religión no mística— es el de confundir la mente con la conciencia. Como consecuencia de considerarlas como términos intercambiables, sin establecer una cuidadosa diferenciación entre ambas, se afirma que la mente es el resultado de actividades materiales y no, un principio previo a dichas actividades. Así pues, el mentalismo no sólo explica el origen de las doctrinas materialistas sino que, además, las incorpora.

    La conciencia sería, por supuesto, un término carente de sentido para los hombres si no hubiera pensamientos e imágenes de los cuales tomar conciencia. En ningún momento la conciencia está vacía. Normalmente, siempre piensa en algo. Pero no debemos cometer el error común de creer que la vida mental se agota completamente en una sola forma particular de vida consciente, y que desaparece, totalmente cuando no hay imágenes ni pensamientos. Ya que este tipo de conciencia es sólo un estado de la mente que, como cualquier otro estado o condición, necesariamente incluye la posibilidad de disiparse. Una interrupción de la condición como el dormir sugiere la existencia de algún principio subyacente más profundo. No debe confundirse, por tanto, con dicho principio, que es la mente pura misma.

    Una útil analogía que nos puede ayudar a comprender esta situación —pero que, como todas las analogías, no debe llevarse muy lejos—, es la que nos proporciona el cinematógrafo. La pantalla blanca es, en sí misma, invisible, cuando está cubierta por las contrastantes luces y sombras de la proyección de la película, pues ésta absorbe toda nuestra atención. De la misma manera, el espectáculo mental del mundo retiene toda nuestra atención durante el estado de vigilia, y aquí, su conciencia corresponde a la de la proyección cinematográfica. ¿Qué representa la pantalla invisible? Ella es lo que está presente en nosotros durante el profundo sopor sin imágenes oníricas, y de la cual surgen la conciencia de la vigilia y la de los sueños; es la esencia o sustancia de todos los pensamientos, imágenes e ideas conscientes; es el subyacente principio de la mente. Sin embargo, los materialistas siempre confunden la conciencia de la vigilia con la pantalla. Los procesos mentales están íntimamente relacionados con los procesos físicos del cerebro, y es a raíz de esta conexión que surge la falacia materialista.

    La mente es la materia prima de todos nuestros pensamientos particulares. Todos los pensamientos son virtuales en la mente y actuales en la conciencia. Todo pensamiento consciente hace una tácita referencia a lo que está más allá de la conciencia. Conocemos la siempre presente mente sólo a través de los pensamientos que son sus productos, y a través de la conciencia que la mente lanza atravesando su propio oscuro vacío aparente.

    Cuando llegamos al umbral de la mente, ésta parece —porque oculta detrás su funcionamiento parcialmente paralelo al del cerebro—, tan desconocida e impenetrable como una espesa bruma abismal. ¿Debemos por tanto pensar que nos hallamos frente a un vacío virtual? La respuesta es que podemos saber que está presente por el efecto que produce, por su resultado manifiesto y por su innegable actividad. El primer efecto es la autoconciencia; el primer resultado es la conciencia del mundo, y la primera actividad es el pensar. Sólo estos tres bastan para demostrar que no puede ser un total vacío. ¿Cómo es posible que aquello a través de lo cual conocemos nuestra existencia, la de los otros y la del mundo, no exista en sí mismo? En realidad, para decirlo con la frase de Fichte: "es todo y es nada". Es debido a que la mente es anterior a la conciencia espacio-temporal individual, que dicha mente permanece desconocida.

    No nos damos cuenta de las ondas mecánicamente producidas de una transmisión radial, que pueden existir en el momento en que nos encontramos en una habitación determinada. Un giro de la perilla del aparato de radio puede captar y convertir dichas ondas en sonidos de una música melodiosa. Sin embargo, las ondas están allí, aun cuando la habitación esté en silencio, y si están presentes, son reales. El hecho de que nuestros ojos, oídos y dedos no puedan registrarlas, que su existencia no resulte patente para nosotros, no disminuye su realidad. De la misma manera, la mente como esencia de la conciencia, realmente existe, verdaderamente posee realidad, pero elude ser captada por el pensamiento y las percepciones sensoriales. Si preferimos hablar en términos de grados de realidad, tendremos que aceptar que es aún más real que nuestra particular forma de conciencia espacio-temporal, pues esta última surge y se funda en aquélla. Por tanto, la mente es única, original, y nada hay en el mundo entero que podamos comparar con ella.

    Analizaremos a continuación, los significados de la memoria, que por lo general son objeto de descuidada atención. Obnubilados por lo que nos resulta habitual y muy conocido, no comprendemos su inmensa importancia metafísica, su sublime valor inmaterial. Cuando reflexionamos profundamente en esta maravillosa facultad, empezamos a captar su mensaje sobre nuestra inmortalidad. Ya que existe sólo porque la propia existencia de la mente es continua e ininterrumpida.

    ¿Qué son los recuerdos? Son imágenes mentales de recuperadas formas de pensamiento pasadas; representaciones que vuelven a surgir en la conciencia. ¿De dónde proceden? Sólo de nosotros mismos. Resulta obvio que dentro de nosotros ha de haber algo que sirva como medio para unir las ideas pasadas a las del presente. Debe existir algún sutil elemento que las reúna, conservándolas como en una especie de depósito. De lo contrario, estarían tan separadas entre sí que nos resultaría totalmente imposible recordar los pensamientos desvanecidos. El simple hecho de que podamos recordar acontecimientos del pasado; el acto mismo de reconocer algo que hemos visto anteriormente, indica la presencia de un eslabón de conexión entre los estados conscientes actuales y los pasados.

    Pues bien, ¿qué otra cosa podría ser ese eslabón, que la propia mente? Y puesto que los estados pasados pueden permanecer olvidados por la conciencia durante varios años, debe existir un estrato de esta compleja mente, oculto profundamente debajo de la conciencia común. El hecho de que tales imágenes e ideas puedan volver a surgir desde su aparente desaparición, demuestra que de alguna manera se conservaban en este estrato. También demuestra que el misterioso vacío de la mente no es lo mismo que su inexistencia. Revela que no perdemos contacto con el pasado porque hay en nosotros este elemento permanente. Y ya hemos demostrado como el recuerdo de nuestra propia identidad personal, en el momento de despertar del dormir profundo, y el subsecuente reconocimiento de los seres y lugares familiares, resulta imposible, a menos que la mente exista incluso más allá del ámbito de lo que, visto desde nuestra perspectiva, parece ser sus estados conscientes. Tal existencia debe ser, necesariamente, secreta.

    En consecuencia, comenzamos a comprender la mente, sólo cuando empezamos a admitir una división psicológica dentro de ella. Sus raíces están ocultas más allá de nuestra conciencia, pero sus frutos son visibles en la conciencia. Sería un grave error o la mayor ignorancia reconocer impotencia a este respecto, sólo porque nosotros no somos conscientes de sus mecanismos.

    Esta subterránea conciencia ha sido, paradójica y equivocadamente, denominada lo inconsciente. Todo joven graduado sabe, en la actualidad, que poseemos una "mente inconsciente" (en parte gracias a los esfuerzos de nuestros colegas freudianos). Se la considera como aquella conciencia más amplia de la que la conciencia ordinaria es sólo una parte. Difícilmente podemos llamar inconsciente a lo que contiene en sí todas las potencialidades de la conciencia. Lo que realmente ocurre es que la conciencia que la mente posee, en rigor supera los límites inferiores y superiores de la conciencia cerebral. Pues es la compleja mente inexcrutable la que proyecta esta limitada conciencia en la vigilia y la retira en el dormir. No se piense, con todo, que hay un par de mentes, la una consciente y la otra inconsciente. Sólo existe una única mente, pero, desde nuestra perspectiva, es consciente solamente en un sentido humano finito. Nuestro tipo de conciencia es un estado, no, una clase diferente y separada de mente. La mente está, pues, presente, incluso antes de que haya comenzado la actividad del pensar consciente. Es la desconocida conciencia interior.

    Nos sentimos obligados a afirmar la presencia de esta mente superior aun cuando no podemos penetrar en sus misteriosos procesos. Cualquier definición del hombre que no tenga en cuenta esto carece de valor.

    Así, la conclusión es que no podemos decir que la mente sólo funciona a la plena luz del día. No podemos negar que esté en actividad incluso cuando nuestra conciencia no la acompaña en su actividad. Toda experiencia del mundo debe primero someterse a ciertas formas limitadas de espacio y tiempo, antes de poder ser captada por la individual conciencia de los seres humanos en su actual grado de evolución. Fuera de estas especiales formas, los humanos nada conocen. ¿Por qué habríamos pues de establecer la norma de que nuestra particular conciencia espacio-temporal debe marchar, necesaria e inevitablemente, a compás de todas las actividades de la mente? Puesto que separando dicha conciencia de la mente, no anulamos su propia existencia.

    En consecuencia, es obvio que debemos bifurcar la vida del hombre. Pero no vamos a engañarnos pensando que su parte oculta es menos real o menos consciente que la manifiesta. Está fuera del alcance del pensamiento humano, pero el hecho de su existencia no va más allá de las conclusiones del pensamiento humano. Y éste es el mejor servicio que puede prestar él pensamiento metafísico: convencernos de que existe, capacitarnos para comprender que debe existir, y para entender que es la fuente secreta de nuestra vida superficial.


    LA FUENTE DE LA INTUICION Y DE LA INSPIRACION


    Ahora ya está claro que cuando alguien menciona la mente inconsciente, ambos términos se contradicen, y que lo que realmente quiere nombrar es ¡la mente incomunicable! Pero ¿es la región sublimal realmente tan silenciosa como para no comunicarse jamás con nosotros? Henri Poincaré, famoso matemático francés, resolvió más de un difícil problema de su ciencia, abandonándolo y olvidándolo por completo, después de haberse concentrado conscientemente en él, durante un rato. Más tarde, preocupado por otras cuestiones, la correcta solución surgía repentinamente en su mente. ¿Quién no ha tenido una experiencia similar, sintiendo, por ejemplo, que no puede recordar algo, pero que, después de abandonar la búsqueda, durante unos instantes de reposo, de distraída indiferencia o de cambio de atención, el suceso olvidado emerge al umbral de la con-ciencia? Lo que el esfuerzo consciente no pudo hacer fue realizado por el misterioso movimiento del estrato más profundo de la mente, llegando entonces, a conocimiento del hombre, el resultado final de sus mecanismos.

    Aunque el yo en estado de vigilia ignora hasta tal punto las actividades de la mente más profunda que le es normalmente inaccesible, sin embargo, ese yo recibe resultados similares bajo la forma de repentinas intuiciones o espontáneas inspiraciones.

    Locke ha dado un testimonio superior y certero cuando dijo que "los pensamientos que a menudo desaparecen, como si se hundieran en la mente, son, muchas veces, los más valiosos que pudiéramos concebir". La intuición ofrece en un solo destello categórico, lo que el intelecto descubre sólo como resultado final de muchas prolongadas reflexiones continuas y de numerosas experiencias físicas diversas. Cuando la razón no halla la correcta solución de un enigma, la intuición puede lograrlo mediante una inmediata presentación de la misma. El razonamiento es autoconsciente, activo e indagador, mientras qué la intuición es espontánea, receptiva y pasiva. Una intuición no necesita guardar relación con un pensamiento anterior. Así, puede revelar un horizonte totalmente nuevo sobre ese particular tema. Ahora estamos en condiciones de comprenderlo fácilmente, porque ya hemos admitido que la mente tiene el poder de actuar según su propia manera misteriosa, que le permite prescindir del pensamiento, y sin embargo, enviar sus resultados a la conciencia superficial.

    Resulta interesante y aleccionador notar que la intuición despliega sus máximas potencias cuando toma una dirección negativa. Principalmente se presenta para prohibirnos un determinado acto, no, para recomendar actitud alguna. Su voz es generalmente una advertencia. Tenemos el testimonio de dos notables genios, quienes, a más de dos mil años de diferencia entre sus respectivas vidas, formularon sus más elevadas conclusiones en términos sorprendentemente similares. Nos referimos al griego Sócrates y al norteamericano Emerson.

    Podemos empezar a intuir correctamente una determinada cuestión, pero puede suceder que nuestras emociones, prejuicios o deseos relacionados con ese asunto, sean tan fuertes que irrumpan agresivamente, abrumando a la naciente intuición la cual, entonces, rápidamente se hunde, ignorada y olvidada. Sólo después de un tiempo puede reaparecer, para revelarnos nuevamente su sabiduría, o también, cuando, después de sufrir las consecuencias del error de haber seguido los impulsos de nuestros sentimientos personales, recordamos, arrepentidos, la aceitada indicación que una vez nos asaltó tan rápidamente como una estrella errante en la noche. Pero a Sócrates no le hacía falta esta lección; tenía completa fe en la conducción intuitiva, su daimon o divino guía como la llamó con todo acierto. Por lo tanto, jamás dejó de obedecerla.

    La mayoría de los ciudadanos atenienses intervenía en el juego de la política, al alcanzar la edad madura; en rigor, dicho juego los obsesionaba. Sin embargo, obedeciendo a su intuición, Sócrates fue el caso único de abstención de la carrera política. Cuán sabia había sido la advertencia intuitiva, de cuántas dificultades lo salvó, resultó evidente por el destino que le sobrevino más tarde. Ya que, si como filósofo o profeta, sus ideas resultaron tan odiosas a sus compatriotas, como para ser finalmente sentenciado a muerte, ¡cuánto más intolerables hubieran sido tales ideas en el campo mucho más tumultoso de la política! La franqueza con que hubiera desollado a los frívolos hipócritas y a los vanidosos farsantes, le habría valido una multitud de enemigos. Si hubiera desoído a su intuición, interviniendo en política, la consecuencia habría sido un conflicto con las autoridades muchos años antes, y una muerte más prematura.

    La descripción que el propio Sócrates hace del modo como funcionaba su intuición, que figura en el proceso durante el cual fue condenado a muerte, posee un valor patético y filosófico al mismo tiempo. Vale la pena repetir sus inolvidables palabras: "A menudo me habéis oído hablar de un oráculo o señal que llegaba hasta mí. Desde que era niño siempre he percibido tal señal. Es una voz que se me acerca y que siempre me prohíbe hacer algo que estoy a punto de realizar. Hasta ahora, este familiar oráculo de mi interior, ha tenido constantemente la costumbre de oponérseme incluso respecto de pequeñeces, cuando yo estaba a punto de cometer un desliz o errar acerca de algo; y ahora, como lo veis, me ha sucedido lo que puede muy bien considerarse como el último y peor mal. Pero el oráculo no hace señal alguna de oposición, ya sea que deje mi casa para salir por la mañana, ya sea que me presente ante el tribunal, o cuando hablo sobre cualquier cosa; y sin embargo, he sido a menudo interrumpido en mitad de un discurso, pero ahora mi oráculo no se opone a nada de lo que diga o haga respecto de este asunto. ¿Qué explicación puedo dar de esto? Os lo diré. Lo considero una prueba para mí, de que digo verdad en lo que estoy afirmando, pues mi oráculo seguramente se hubiera opuesto en el caso de que estuviera yendo yo hacia el mal y no hacia el bien."

    Recorramos los siglos y comparemos este notable testimonio con el igualmente lúcido de Emerson: "No pretendo afirmar ningún mandato o jactanciosa revelación. Pero toda vez que urdo un plan, me propongo un viaje o una determinada conducta, a veces hallo un silencioso obstáculo en mi mente que no puedo explicar. Muy bien: no lo tomo en cuenta, pensando que va a desaparecer; si no se desvanece, me rindo a él, le obedezco".

    Una importante característica de la intuición es que no surge deliberadamente, sino en forma espontánea, no voluntaria, sino involuntariamente. Es una inesperada voz, que por lo general sobreviene en el preciso instante en que hace falta, y no simplemente cuando se la requiere. A veces irrumpe para guiar, en ocasiones, para pedirnos una renuncia, a veces para rogarnos que nos alegremos, en otras oportunidades produce una súbita alteración de enfoque, opinión, criterio o decisión.

    Existe un tipo de intuición que posee la humanidad entera. Sólo que no se manifiesta de ningún modo extraordinario, y que no es necesario provocar por medio de métodos desacostumbrados. Es la facultad auténtica, si bien pocas veces se presenta en forma pura; casi siempre lo hace asociada a deseos, emociones y egoísmos que confunden sus contornos. Es lo que comúnmente se llama conciencia, la voz interior. Es la destilación de muchas experiencias vitales acumuladas que asume no sólo la forma de conciencia moral, sino también la de juicio crítico y sentido artístico. Todos éstos son los efectos de la experiencia lograda no solamente en la actual encarnación en la tierra sino además, en muchas anteriores. Estas experiencias están enterradas en los estratos más profundos de la memoria, pero dejan como herencia aquellas intuiciones.

    ¿Qué otra cosa es el misterio de la intuición poética o inspiración artística, sino el misterio de la oculta actividad de esta mente más profunda? Todos aquellos temas y variaciones de un tema que se forman por lentos procesos o repentinos relámpagos mientras se desarrolla la obra, pueden ser y lo son a menudo, puramente intuitivos. Algunos signos de inspiración son: la suprema fantasía que entra en juego, o la natural facilidad con que fluye la obra, o la fuerte energía que el artista le imprime, o el ardor creativo que bulle en su interior, o la innata certidumbre que lo persigue en ese momento, si todos estos síntomas exceden el nivel habitual. El artista, el poeta, el inventor pueden dar vida imaginaria a su obra por una sola percepción lúcida, para lo cual —es muy importante destacarlo— no es necesario que intervenga el razonamiento hasta después, y, entonces, sólo para elaborar, criticar u ordenar la obra creada.

    Cuán auténtica es esta guía interior queda demostrado por la forma como altera el plan de una producción artística a partir de las líneas diseñadas por el pensamiento consciente, determinando un desarrollo algo distinto del que se pretendió en una primera intención, así como también, por la manera como, muchas veces, se hace cargo de la obra conduciendo al artista por un camino cuyo final éste no puede anticipar. También es prueba de su exactitud el fenómeno de una producción compuesta de vacilantes brotes de innumerables fragmentos pequeños, que primero se presentan de un modo desordenado e incoherente. En este caso se manifiesta una luz y una energía que no son las normales del artista. Sólo cuando la obra ha alcanzado un cierto volumen, aparece la estructura que unirá los anárquicos fragmentos. Pero hasta tanto eso ocurra, el esfuerzo será similar al de fabricación de diferentes trozos de un evasivo esquema. ¡Por cierto que hay poetas que han confesado haber recibido los últimos versos de sus poemas, al principio!

    Todos los artistas merecedores de este nombre pueden emplear sus técnicas únicamente como una red que deben recoger y arrojar sobre las intuiciones que afloran súbitamente desde la misteriosa conciencia de la mente más profunda, subiendo hasta la superficie de la conciencia cotidiana en el lapso de unos pocos momentos sublimes, antes de volver a desaparecer.


    EL CUARTO ESTADO DE LA CONCIENCIA


    Hemos avanzado tan lejos en estas consideraciones que, muy probablemente hayamos olvidado que ellas surgieron originariamente, de nuestro análisis del estado del dormir. La forzada o incluso voluntaria prolongación del estado de vigilia a lo largo de varios días, sin interrupción para dormir, por lo general provoca terribles alucinaciones y pavorosas visiones, en el hombre que no está preparado, pero en el individuo evolucionado puede producir una mayor iluminación. El suspenso de un centro cerebral subcortical señala el retorno a la condición del dormir. No se trata de que el centro mismo se fatigue. Su actividad continua simplemente mide la continuación del estado de vigilia, pero no lo crea. El dormir surge cuando el Yo superior reúne todas las fuerzas de su personalidad proyectada, y las pone a descansar en el centro del corazón, de modo que también se interrumpe la facultad individual de producir imágenes, y las sensaciones dejan de aparecer. Consecuentemente, la imagen del mundo con toda su diversidad queda fuera del alcance de su percepción.

    Si casualmente pudiéramos desprendernos de nuestro enfoque basado en el cuerpo físico, que nos convierte en víctimas de ilusiones materialistas, comprenderíamos que en el dormir se nos ofrece una prueba más de que el mundo es una creación mental. Porque cuando aparece el pensamiento, cuando la conciencia funciona, el mundo de la vigilia y el de los sueños existen para nosotros. Nuestros pensamientos nacen al comenzar la vigilia y mueren cuando comienza el dormir. Para nosotros, también la existencia del mundo comienza y termina con nuestros pensamientos. Si vemos el mundo en sueños, es porque, siendo el mundo nada más que un pensamiento, nuestros pensamientos están todavía en actividad. Si no logramos contemplar el mundo durante el sopor profundo es debido a que nuestros pensamientos han dejado de trabajar, y siendo el mundo un pensamiento, no puede, por consiguiente, existir para nosotros. Así queda pues explicada la creación del mundo por la actividad mental. El individuo piensa la existencia de sus cinco especies diferentes de sensaciones, y de este modo, experimenta un mundo externo al estar despierto, y un mundo interno al soñar; pero cuando deja de producir pensamientos, se sumerge en el estado inconsciente del dormir, donde, por lo tanto, al no haber sensaciones, el mundo desaparece para ese individuo.

    Y es necesario que podamos olvidar el mundo. Hay momentos en que todas las sensaciones son un tormento. El dormir es una necesidad natural de todas las criaturas. Conocemos muy bien el descanso y frescura, la revitalización y fuerza, que extraemos de esas nocturnas horas de retiro. Hasta los animales se ocultan en un rincón cuando se sienten enfermos, y allí se entregan al restaurador dormir. Cuando el sufrimiento físico alcanza su más doloroso clímax, el herido cae en una total inconsciencia, es decir, involuntariamente se hunde en el estado del dormir, como último refugio.

    El dormir brinda al hombre la oportunidad de olvidar no sólo sus males físicos, sino también, sus sufrimientos mentales. ¿Apreciamos debidamente la preciosa calidad de este extraño don que nos regalan las piadosas manos de la Naturaleza? Pueden las dificultades de la vigilia ser casi insoportables, pero podemos estar ciertos de que, desde el instante en que caigamos en el benigno sopor, desaparecerán como si jamás hubieran existido. ¿Tienen razón, entonces, los escépticos que afirman que la Naturaleza es siempre despiadada, que siempre tiene "sus dientes y garras ensangrentados"?

    Hay muchos que consideran las horas del dormir como interrupciones forzosas de sus trajinadas horas de vigilia y que por consiguiente, reniegan de ellas. No es exagerado afirmar que para estas personas el natural dormir es una pérdida de tiempo, como si se hubieran desmayado a causa de un golpe, o se los hubiera anestesiado con una droga. Tales individuos escucharán, primero con una gran resistencia intelectual, y luego, con una sonrisa escéptica, la afirmación de que el dormir, a través de sus efectos recuperativos, no existe simplemente con el fin de hacer posible la vida de la vigilia, sino que existe mucho más como cosa con un valor y fin en sí mismos. Y sin embargo, es esto lo que sostiene la doctrina ocultista, y lo que aclararemos a continuación. El dormir es primordialmente, la consecuencia del reclamo que temporariamente hace el divino padre al ser individual. Su principal valor estriba en el restablecimiento espiritual que así se produce.

    Siempre afloramos de sus profundidades refrescados y en paz. Su resplandor crepuscular es un vago bienestar, una serena satisfacción. Recibimos una huella indirecta de la intensa felicidad de este estado al despertar, pues entonces sentimos una deliciosa serenidad desprendida del mundo. Es notorio que durante este sopor siempre se interrumpe el movimiento discursivo de la mente que va de un pensamiento a otro. Deducimos entonces, que estas cualidades son propias de la naturaleza misma de la mente libre de pensamientos. En la medida en que determina una benigna frescura, una inmensa suavización, y una serena indiferencia hacia las penosas preocupaciones, el estado del dormir nos es también ofrecido por la Naturaleza, como lección objetiva de lo mucho que vale la pena despreocuparnos de la tiranía de nuestros incansables pensamientos.

    Lo que sucede cuando nos dormimos es, además, que penetramos en esa mente que es el verdadero origen de nuestra conciencia. Tanto la idea del cuerpo cuanto la idea del mundo que como cadenas de hierro esclavizan nuestra conciencia, son suprimidas en ese momento.

    Analizaremos ahora el extraño hecho de que cuando prestamos toda nuestra atención al libro que estamos leyendo, simultáneamente dejamos de reparar en la silla en que nos hallamos sentados. Como consecuencia, nuestra lectura es perfectamente concentrada cuando la silla deja de existir para nosotros. Lo que no se percibe no se conoce. Este hecho es común a nuestra experiencia cotidiana pero por lo general, se lo pasa por alto. Nuestros anteriores estudios acerca de las ilusiones han demostrado su enorme importancia. Ahora profundizaremos aún más en esta cuestión. A lo largo del día prestamos atención al mundo exterior, y simultáneamente cobramos conciencia del mismo, mientras que durante el dormir, dejamos totalmente de hacer aquel esfuerzo, y, por tanto, el mundo desaparece para nosotros. Hay algo que confiere realidad —si bien temporaria—, al mundo, por el simple acto de hacer que percibamos dicho mundo. Ese algo es la mente.

    Si el mundo es una creación mental que obtiene su realidad de la mente misma, entonces, puesto que el dormir es un estado en el que desaparecen todas las creaciones mentales, un estado en el que se desvanece toda experiencia objetiva y se esfuman todas las ideas, cabe deducir que en dicha situación la mente se ha acercado más a su propia esencia, a su propia índole prístina.

    Ya hemos comprendido que la mente es aquel principio que realmente ve, oye, gusta, palpa y piensa; que estas actividades son únicamente sus modos de revelación para la conciencia de la vigilia y la de los sueños, pero que de ninguna manera, estas modalidades agotan la totalidad de la mente. Tenemos que esforzarnos por comprender que esta misma mente está todavía presente en el dormir, aun cuando no lo están los otros tipos de conciencia. El yo despierto, el que sueña, y el que duerme, no son en realidad tres individualidades separadas por naturaleza. Cuando se manifiesta uno de esos yo, su mismo surgimiento oculta a los otros dos, mas esto no altera el hecho de que es una y la misma mente expresándose de acuerdo con tres distintos sistemas de condiciones. Precisamente debido a que esa mente está siempre presente, debido a que no existe quiebra alguna en la continuidad de la mente misma, al despertar del dormir, experimentamos naturalmente el sentido de la realidad. ¡Qué importante y apreciado debería ser pues, para nosotros!

    Al entregarnos al dormir, nos sumergimos más hondamente, por así decirlo, en el fondo último de la esencia de la mente. Nos acercamos más a su realidad interna. Así, desde esta perspectiva metafísica, el tercer estado de la mente es el más valioso, aunque, para un enfoque prosaico y práctico, resulte el de menor valor. ¿De qué vale ser millonario si en ese momento no se tiene conciencia de serlo? El dormir nos libera de los temores y pesares que ensombrecen la vida, pero también nos aparta de todas las esperanzas y alegría que la iluminan. Es por esto que el hombre deja de limitarse a la sola conciencia de la carne. Pero además, deja de tener conciencia de todas las cosas. Resulta claro que tal conciencia no puede ser una condición satisfactoria en último término. Millones de hombres se hunden todas las noches en dicho sopor, mas, filosóficamente, no despiertan con un grado mayor de sabiduría al día siguiente, cuando, además, pierden la paz conquistada en el dormir y se esfuerzan por renovar sus habituales ansiedades.

    ¿Es el dormir el estado supremo abierto a la humanidad? Su carácter transitorio nos obliga a buscar en otra parte. A este respecto la doctrina ocultista explica que la Naturaleza ha dado al hombre este acercamiento a la realidad de la mente, pero que, puesto que él no ha ganado el derecho a dicha aproximación por su propio esfuerzo, la Naturaleza nuevamente se lo quita. El hombre se ha dormido conservando las profundas impresiones básicas mentales de los deseos terrenales, las fuertes tendencias emocionales que lo atan a la vida física, y las poderosas cadenas egoístas, que no pueden coexistir con la libertad e integridad de la índole pura de la mente. Puesto que no ha conquistado por el esfuerzo propio, el derecho a desprenderse de dichas ataduras, la Naturaleza no le permite gozar de la conciencia de su liberación de todo pensamiento durante el dormir, y sólo le concede un suave resplandor crepuscular durante los fugaces instantes que siguen al despertar. En cierto sentido, podría decirse que la Naturaleza se burla de él, convirtiéndola siempre en una experiencia pasada, y diciéndole, silenciosamente, que si desea que tal experiencia sea para él un presente, debe afanarse por merecerlo.

    ¿No es acaso ésta una llamada de alerta para el hombre, que le advierte que, si deliberadamente pudiera disminuir al máximo su pensamiento, asimilando así, todo lo posible, el estado mental de su vigilia al del dormir, y que si pudiera lograr esto en pleno dominio de la comprensión intelectual necesaria para captar todo lo que esta aventura implica, ese hombre podría experimentar conscientemente aquella misma condición de venturosa calma? Es esta la explicación racional que está en la base de los ejercicios yoga superiores, dados al final de este libro. Es un hecho incuestionable demostrado por la experiencia y por el mentalismo, que muchos de los problemas e ilusiones del hombre son creados por su pensamiento. Por consiguiente, puede librarse de la tiranía de esas dificultades e ilusiones, en la medida en que logre desembarazarse del despotismo de sus pensamientos, siempre que lo haga a través de una adecuada e inteligente comprensión. En esa quietud mental se hallan a paz, la salud y la libertad.

    Dicha quietud mental superior no debe confundirse con el tipo común —tan popular entre los neófitos del yoga—, que puede lograrse con métodos ordinarios. Sin duda que tales métodos brindan al hombre tranquilidad mental, pero también dejan al idiota en plena posesión de su idiotez, y al que se autoengaña en el total dominio de sus ilusiones. El estado que busca y obtiene el estudiante de filosofía, quien no sólo conoce su exterior y su interior, sino que además sabe que sabe y cómo, es muchísimo más eficaz. Es a experiencia mística que ha madurado y que ha alcanzado una comprensión de sí misma y del mundo, al mismo tiempo. Se relaciona, como quedará demostrado hacia el final de este libro, con la común beatitud mental alcanzada en la meditación, como se relaciona el hombre maduro con su propia índole cuando era un niño ignorante. En verdad, es éste el cuarto estado misterioso que trasciende los estados de vigilia, del soñar y el dormir, el cual la doctrina ocultista presenta a los aspirantes como meta digna de alcanzar. Lo que ahora experimentan inconscientemente durante el dormir, podrán captarlo conscientemente durante la vida de la vigilia. Todos los hombres pueden conseguir dicho estado, si bien, por el mero hecho de que son pocos quienes lo buscan, son también pocos los que lo logran. Está libre de todas las interrupciones y cambios de los otros tres estados; se lo puede obtener en cualquier momento y lugar, ya sea despiertos, o soñando o durmiendo; y puesto que supera la inconsciencia del dormir puede muy bien llamarse: estado trascendente. Se trata de un estado paradójico fuera del alcance de la comprensión ordinaria porque es una mezcla de profundo dormir y de plena conciencia.

    Los tres estados estudiados anteriormente, no bastan. La humanidad tiene la posibilidad de avanzar más lejos, conquistando de la celosa custodia de la Naturaleza, un cuarto estado que superará a los otros tres. Su inexplicable beatitud está allí, esperando como siempre lo ha hecho, a los pocos aventureros que resultarán pioneros de toda la raza humana. Es a través de la meditación sobre la profunda importancia de aquellos tres estados, que casualmente descubrimos el valor del misterioso cuarto estado. Está siempre allí, profundamente enraizado en nuestro interior, y en realidad, en ningún momento lo hemos abandonado, ni siquiera cuando desplegamos nuestra actividad de la vigilia o cuando nos sumergimos en la total inconsciencia, al dormirnos. Y ahora veremos por qué perdemos la conciencia al dormir. Esto sucede porque el innato estado mental al que regresamos posee un radio de vibración mucho más amplio que el del intelecto despierto. Este es periódicamente arrastrado por una poderosa fuerza magnética hacia esta parte más profunda de su ser, pero no puede ensanchar su radio de percepción para captar la conciencia más vasta del cuarto estado. Por consiguiente, desfallece y se duerme. Como su propia vida limitada se ha extinguido durante el dormir, naturalmente, niega, más tarde, que en el dormir haya existido algún tipo de conciencia.

    Exaltamos nuestra conciencia finita como lo esencial de la mente, cuando en verdad no es más que una burbuja de sus profundidades, que sube a la superficie, un eco y vislumbre remota de su esencia pura.

    "Lo consciente no puede derivar de lo inconsciente. El hombre es divino", escribió aquel astuto político, Lord Beaconsfield. Sólo aquí la mente regresa a su índole primordial, a esa auténtica unidad sin resquebrajaduras frente a la cual la pseudounidad del dormir parece sólo una transitoria y sugestiva señal. En el cuarto estado, la mente está, pero no es nada en particular, ni esto ni aquello. El cuarto estado es la imperturbable e indestructible conciencia de la esencia mental.

    Tal vez ahora resulte un poco más claro el por qué hemos dicho en el capítulo anterior, que la humanidad logrará su plena realización espiritual, sólo cuando tome cabal conciencia de este mundo físico, es decir, solamente en estado de vigilia. Cuanto más se concentra la atención, más vividas son las imágenes mentales que surgen. Dicha concentración alcanza su intensidad mayor durante la vigilia, y es esta una de las razones de que la vida terrenal nos parezca más real que cualquier otra. Tal es la inmensa importancia de dicha vida terrenal, que muchos místicos absurdamente niegan considerándola una ilusión, y muchos ascetas desprecian tontamente como un mal, que es en ella donde se vuelve posible el logro de nuestro destino superior. Ya que es aquí donde la conciencia intelectual racional puede desarrollar sus máximas potencias, mientras que ni siquiera puede comenzar a funcionar durante el dormir profundo. Nuestra íntima relación con la oculta realidad de la mente, nuestro conocimiento de su eterna presencia, puede aquí presentarse, por así decirlo, a la luz plena del día. El mundo físico es lo primordial. Debemos vivenciar la verdad sobre la vida mientras todavía estamos encarnados, si lo que buscamos es la verdad y no un sustituto de ella: he aquí la razón por la cual no bastan ni el soñar ni el dormir, para proporcionar las condiciones adecuadas a tal comprensión. El Espíritu celestial ha de descender a la tierra y entrar por la puerta del cuerpo físico, convirtiéndose en un huésped bien recibido, mientras estamos totalmente despiertos, no cuando dormimos o soñamos.

    Es de esta manera como la trascendental cuarta visión incluye en su vasto panorama, a los otros tres estados, abarcando así, la totalidad de la vida. Sólo quien pueda lograr esto adecuadamente, merece el nombre de filósofo. Pero no debe confundirse esa visión con un enfoque meramente intelectual; por el contrario, se trata de una visión interior profundamente mística.


    CAPITULO VI
    EL SECRETO DEL "YO"


    A pesar de lo que ya se ha dicho sobre ellos, la importancia metafísica de los estados del soñar y el dormir no ha quedado agotada. Es fácil —aún después de haber comenzado a creer en la verdad del mentalismo—, cometer el error de considerar al mundo como una forma de conciencia —e incluso el de considerar a los otros hombres también como formas de conciencia—, olvidando referirnos a nuestra personalidad en los mismos términos. Una reflexión más profunda sobre los sueños, puede ayudarnos a corregir este error sutil. Analicemos el caso de un hombre que sueña que una terrible tragedia ha caído sobre su familia, y que llora inconsolablemente desesperado, frente a los horrorosos sufrimientos. Pero cuando despierta por la mañana, todo el episodio se desvanece. La casa de ladrillos que parecía tan sólida, la esposa y los hijos abrumados por el dolor, de manera tan convincente, se convierten ahora en fantasmas vagarosos. El hombre descubre entonces, que aquellos acontecimientos no eran otra cosa que creaciones mentales.

    Debemos entonces formularnos la siguiente pregunta: ¿quién era el lloroso hombre de este sueño? No pudo haber sido exactamente el mismo que el individuo despierto, a menos que sus facultades mentales estuvieran alteradas, y también a causa de que aquel hombre que soñaba, no poseía el cuerpo físico que descansa inmóvil en el lecho. No solamente los incidentes constituían una serie de pensamientos, no sólo los distintos miembros de su familia eran también una serie de pensamientos, sino que además, quien lloraba por ellos debió haber sido una creación mental, pues también desapareció con aquel sueño.

    Además el sueño demuestra cómo un harapiento mendigo puede imaginarse a sí mismo como rey enjoyado, y cómo un rey puede imaginarse como mendigo. Mas al llegar al estado de vigilia, ambos comprenden que su ser que aparecía en el sueño no era otra cosa que una idea, que al despertar se convierte en un recuerdo, es decir, una idea también. Si aplicamos esta lección, podemos además convertir la totalidad de nuestro yo pasado en estado de vigilia, con todas sus experiencias, en un recuerdo. Mas un recuerdo de la vigilia no es menos una estructura de pensamiento, que un sueño, por más vívido que resulte. Por consiguiente, también el yo de la vigilia ha de ser una estructura de pensamiento. Ya que, si echamos una mirada retrospectiva al dilatado período de nuestra propia vida, a los años de infancia, adolescencia y madurez, que el incansable tiempo ha enterrado en el pasado, a todos aquellos años cuyos abigarrados episodios son únicamente recuperables como recuerdos, cuanto nos ha sucedido nos parecerá ahora sucesos de un prolongado y vívido sueño. Parece mentira tener que llegar a creer que esos sucesos que parecían tan sólidos, tan evidentes y reales, cuando sucedían, sean sólo iguales a la materia del sueño. ¿Pero acaso dicha convicción extrema las cosas hasta tal punto? Los años que vivimos tan ardiente e intensamente, durante los cuales experimentamos las exaltaciones más altas y las emociones más agudas, esos años en que sentimos las pasiones más fuertes y soportamos los pesares más amargos... ¿dónde están ahora? ¿A dónde han ido? ¡Son sólo rememoraciones del pasado y se han hundido en las profundidades de la memoria! ¿Qué son esos recuerdos? Son simplemente una serie de cuadros mentales, es decir, no son otra cosa que pensamientos dentro de y para la mente.

    Si la totalidad de nuestra experiencia personal pasada, a lo largo de los años —no importa que sean cinco o sesenta—, al final se convierten en una serie de ideas transitorias, ¿qué podemos decir de nueslra vida futura? ¿Más aún, qué, del vívido presente en el que estamos viviendo en tal situación de cercanía? ¿No resultará que cuando los analicemos vendrán a ser lo mismo, porque ineludiblemente el presente se convertirá en pasado, y el futuro, fatalmente, devendrá presente? Resultará entonces, que ni poseen la misma realidad ni el mismo valor que tienen ahora. Sin embargo, el día de hoy, este minuto, este mismo instante por el que estamos pasando, ha de poseer, verdaderamente, las mismas características precisas que han tenido antes o después. Es ésta una curiosa situación, pero la reflexión demostrará que sus consecuencias son, todavía, más curiosas.

    Ya que el pasado, el presente y el futuro, constituyen la totalidad de la existencia humana ¿qué otra cosa demuestra este hecho, aparte de que nuestra propia existencia de la vigilia es, en sí misma, sólo una serie de pensamientos, y que nuestra experiencia personal es un asunto creado mentalmente?

    Si el hombre se detuviera a reflexionar, se daría cuenta hasta qué punto su propia vida verifica absolutamente, esta verdad. Refirámonos, por ejemplo, a un fuerte enamoramiento que le ha suce-dido unos cuantos años atrás, y que le hacía ver a la amada como una adorable alma gemela, para cuyo amor él hubiera nacido, enamoramiento que sin embargo, concluyó en un desentendimiento y una final separación. ¿Qué sentimiento despierta en este hombre este episodio, en sus circunstancias actuales? ¡Aquella mujer le parecerá una figura nebulosa de un pasado remoto! ¿Por qué? Porque ahora ella es contemplada como lo que era también entonces: como una idea.

    Así, descubrimos en el ejemplo dado por nuestros diversos yo cambiantes durante el sueño, algunas luminosas señales acerca de la índole mentalista de nuestro yo de la vigilia, así como descubrimos la misma verdad, a través de la rigurosa reflexión metafísica sobre el variado curso del tiempo. Sin embargo, la única cosa de la que todo hombre está seguro, el único hecho sobre el que jamás pierde el tiempo en dudas, es la naturaleza inalterable de su propia identidad. "Yo soy" es una proposición que siente como cosa segura más allá de cualquier tipo de refutación. El hombre sostiene que la identidad y continuidad de su propia personalidad, sin duda ha de ser tan cierta para el metafísico como siempre lo es para el hombre común. Desgraciadamente, el análisis metafísico no conduce a la confirmación de estas afirmaciones. Pues ellas se establecen desde la perspectiva de la experiencia de la vigilia, exclusivamente. ¿Qué pasa con la vida onírica? Aquí, su personalidad se vuelve algo borrosa, y puede cambiar totalmente, como cuando un mendigo con un bastón de madera sueña que se ha convertido en un rey con un centro de oro. Y luego, ¿qué sucede con el dormir profundo? Aquí el hombre ni siquiera tiene conciencia alguna de "yo soy", ninguna sensación o sentido de su identidad personal.

    El concepto de que las características de su propia existencia como individuo particular (no, por supuesto, de la existencia misma), puedan posiblemente ser puestas en duda, resulta al hombre común, un absurdo. Pero el metafísico, simplemente porque busca llegar a sus conclusiones después de acumular todos los hechos posibles, y no solamente una parte de ellos, no puede dejar de lado las perspectivas del soñar y del dormir, que el hombre común ignora tranquilamente. Y a través de la totalidad de estas tres perspectivas, ya hemos comprobado cómo el metafísico se ve obligado a deducir que la creencia en el ego, en su completa y final coherencia, como personalidad definida, es refutada por los hechos. Puesto que podemos afirmar que una cosa continúa como tal, cuando permanece idéntica a sí misma, y cuando resulta fundamentalmente permanente. Ambas características no se presentan en la personalidad. Es tal vez perdonable que el "yo" acepte la transitoriedad del mundo entero, olvidando incluirse, que advierte el perpetuo cambio y flujo de la experiencia externa, sin prestar atención a su propio transcurrir y a su propia evanescencia. ¿Porque qué es lo que realmente el hombre capta? El tiene conciencia de una serie de sensaciones físicas, estados mentales separados y cambiantes, y estados de ánimo emocionales fluctuantes, que se suceden a lo largo de la vida de la vigilia. Pero normalmente, no tiene conciencia de un yo aparte de la totalidad de esta serie. Como persona él es, en última instancia, lo que las otras cosas son: un pensamiento.

    Con todo, es posible afirmar que, sobre todo, el hombre tiene conciencia del cuerpo, de que el cuerpo es un "yo" siempre presente y siempre idéntico a sí mismo. Procuremos analizar esta auto-identificación con el cuerpo, un poco más profundamente. Es a través de los sentimientos que cobramos conciencia de nuestros propios cuerpos, de manera igual a nuestro modo de captar el mundo externo. Pero hemos visto anteriormente, que si estudiamos la base de toda la actividad sensorial, descubriremos que se trata de nuestra propia conciencia. El hombre que no haya analizado qué sucede cuando se sienta en una silla, o cuando contempla un árbol, ingenuamente supone que está experimentando algo fuera de sí mismo. Pero en rigor de verdad, está percibiendo algo dentro de sus propios órganos sensoriales. Y dichos órganos, a su vez, pueden transmitir su captación de un objeto, sólo en virtud de la cualidad de la conciencia misma, una cualidad que trasciende por completo su propia capacidad. Por lo tanto, los sentidos mismos constituyen una parte de la mente exactamente como el "yo". Pero se sabe que los sentidos son elementos del cuerpo físico. En consecuencia, inclusive todo el cuerpo humano, como fragmento del mundo exterior, aunque se trate de la parte con la que más íntimamente estamos relacionados, de un modo único, es algo visto, sentido y conocido, y por lo tanto, algo que se asocia con nuestra conciencia (como lo están todos los otros objetos), como una de sus ideas, no importa que se trate de la idea más íntima y real.

    Llegamos a esta conclusión: que nuestras sensaciones corporales son en verdad, actividades de la mente. Vista, oído, gusto y olfato, son simples localizaciones de dichas actividades. Los sentidos son las condiciones definidoras y limitadoras, bajo las cuales la mente trabaja cuando proyecta nuestra conciencia espacio-temporal. Ellos simplemente canalizan el poder de la mente, creador de imágenes, y de ninguna manera esos sentidos crean las imágenes. Las cinco formas de la experiencia sensorial son como rayos que parten de un solo centro común; una sola conciencia está detrás de ellos. Esta conciencia está implícita en el ver, oír, gustar, palpar y oler; conciencia que reúne todas las impresiones aisladas en una totalidad estructurada. Por consiguiente, es también el fundamento de nuestros cuerpos. Lo que entendemos por cuerpo es, en rigor de verdad, algo perteneciente a la mente.

    El materialista desestima totalmente el importante papel desempeñado por su pensamiento en su captación experimental de la vida. Pasa por alto el hecho de que tiene que pensar al cuerpo dentro de su conciencia, antes de poder siquiera darse cuenta de que éste existe. La mente debe presentar el cuerpo del hombre como una ida, y sólo entonces se tiene conciencia de dicho cuerpo. El cerebro es en sí mismo un producto mental en un mundo mentalmente creado. Es la mente, como el principio intangible e invisible de la conciencia, la que nos permite captar la existencia del cerebro, de modo que, ¿cómo podría el cerebro ser el origen de esta función? En resumen: la mente del hombre que acepta el materialismo ha olvidado analizarse a sí mismo.

    La conciencia de las impresiones sensoriales no es propiedad del cuerpo, porque éste no es otra cosa que un objeto para la conciencia, como cualquier otra idea, ya que el cuerpo entra y sale de la conciencia como sucede, por ejemplo, durante el dormir. ¿Cómo entonces podría ser una función del cerebro lo que solamente es una parte del cuerpo? La conciencia por cierto, es una propiedad que pertenece a la mente.

    El problema de la relación entre la mente y el cuerpo desaparece cuando captamos estas grandes verdades, que nos dicen que el cuerpo es solamente una experiencia de la conciencia, y que tal experiencia puede ser externa durante la vigilia, o interna durante el sueño, pero que es en ambos casos un pensamiento de poderosa fuerza, como lo es el espacio exterior creado para contener al cuerpo y al mundo. El cuerpo no tiene realidad aparte de la conciencia de él. Todas las largas controversias y diversas teorías sobre las relaciones existentes entre ambos, resultan vacías y equivocadas. Ya que no hay dos esencias separadas y separables —materia y mente—, sino una sola. El cuerpo de un hombre es un pensamiento, tanto como lo es el mundo exterior. En el cuerpo, la mente toma conciencia de sí misma como "cuerpo". En el razonamiento, sentimiento y memoria, la mente es otra vez consciente de sí misma, pero esta vez, como intelecto pensante. Toda la vida mental es un continuo fluir y una película sin solución de continuidad, de pensamientos pasajeros. Aquellos que en un momento determinado, concentran al máximo la atención, constituyen el yo, en ese momento. El pensamiento del cuerpo es sólo una parte de ese yo. El pensamiento del "yo", que normalmente el hombre asocia a su cuerpo, desaparece durante el dormir, junto con los demás pensamientos. Así pues, el sentido de la personalidad no puede ser un sentido carnal *, aunque incluye por intervalos al cuerpo, y ha de ser un sentido mental. En resumen, son las ideas del hombre sobre sí mismo, que por supuesto incluyen sus ideas acerca de su cuerpo, lo que constituye su personalidad. Si este mundo extendido en el espacio y que cambia con el tiempo, es en realidad una estructura de pensamiento, y si la persona constituye una parte del mundo, entonces resulta lógico deducir que también él es una estructura de pensamiento. Cuando el mentalismo reduce el mundo a una idea, inevitablemente reduce todas las cosas y todos los seres contenidos en él, a una idea. La idea del mundo surge de la misma raíz que la idea de la persona, pero ambas florecen en colores contrastantes.

    (*Que el sentido del "yo" no reside, en última instancia en el cuerpo físico, ha sido suficientemente demostrado, aunque de diferente manera, en El oculto sendero, y en La búsqueda del yo superior, de modo que no insistiremos aquí, n dicho tema.)

    El primero de nuestros pensamientos es "yo". Todos los otros pensamientos surgen a partir de esta idea. No aparece sola ya que, instantáneamente, se asocia con el siguiente pensamiento. Y éste es el pensamiento del cuerpo. Desgraciadamente, termina por limitarse a ese cuerpo, que de ninguna manera hubiera podido aparecer por sí mismo. De tal modo, esta asociación ha degenerado en una atadura del "yo", ligado a la idea del cuerpo. La única esencia en la que cree el hombre actual, es su cuerpo. En consecuencia, el pensamiento original del "yo" se ha convertido en "yo soy el cuerpo". A partir de esto surge el pensamiento del mundo. El "yo" inconscientemente proporciona las características espacio temporales particulares, a través de las cuales debe pasar el mundo antes de llegar a ser un algo consciente para el hombre. Por lo tanto, ese "yo" cree que le son propios tanto su propia idea del cuerpo cuanto la del mundo exterior. Pero puesto que comienza por engañarse sobre su propia relación con el cuerpo, puesto que toma al cuerpo por lo que no es, termina por engañarse respecto de las cosas exteriores que rodean a ese cuerpo, y las toma por lo que ellas no son. De aquí surge un triple error: el mundo, el cuerpo y el "yo", son considerados como entidades no mentales.

    Sin duda que el "yo" que cada hombre conoce, es por cierto su esencia, pero no es su esencia última. Cuando descubre que su propia existencia personal no es otra cosa que una creación del pensamiento, exactamente como las cosas físicas que lo rodean, cuando comprende que todo, incluyéndolo a él, tiene una vida imaginaria, se acerca muchísimo al pórtico de la iniciación que se abre ante un mundo superior de entendimiento. Quien presencia los acontecimientos de un sueño, quien los protagoniza, y quien los inventa, son una sola y misma entidad. Puesto que el proceso que da vida al yo de la vigilia, es tan inconsciente e involuntario como el proceso que crea al yo del sueño, nadie advierte, en su momento, que ambos son creaciones del pensamiento. Así como el hombre que ha soñado que era un poderoso rey, descubre al despertar de su sueño, que en reali-dad es un pobre campesino, y que sus maravillosos palacios, sus respetuosos súbditos y vastas comarcas, no eran más que ideas: así también se descubre, en plenitud de conciencia, que la personalidad de la vigilia es también una idea, y este despertar constituye la primera etapa crucial de la liberación del hombre respecto de su ignorancia. Jesucristo dijo a sus discípulos que el conocimiento de la Verdad los libraría. Puesto que ya eran físicamente libres, La liberación a la que Él se refería sólo podía ser la mental. Gautama fue llamado "Buda", que significa "el despierto", porque había despertado del engaño de su propia persona, que era tan equivocada como la atadura del campesino a su imagen onírica de rey. En aquella época como ahora, la masa de la humanidad está todavía completamente hundida en su esencia elaborada mentalmente, y tan adherida a ella que la considera su esencia final.


    LA MARAVILLA DEL ESTADO CONSCIENTE


    Hemos visto que la persona está constituida por pensamientos y sensaciones. ¿Pero constituye la persona la totalidad del "yo"? ¿Podemos separar el yo de las ideas, percepciones y recuerdos, que ella tiene? Sabemos que existe un "yo" porque son nuestros propios pensamientos los que surgen, y no los pensamientos de otra persona. Un pensamiento es siempre pensamiento de alguien. Posee un fondo personal. Además, la expresión "yo" es única porque se trata del único término de todo idioma humano que no puede ser aplicado literalmente a un grupo o clase. Así, el significado de términos como "caballo" y "casa", pueden referirse a miles de caballos o de casas, mientras que el significado de "yo", siempre alude a un individuo particular. Quien se dirige a un interlocutor dice, hablando de sí mismo, "yo", pero el interlocutor no puede emplear este término para referirse a la persona que le habla. Por lo tanto, quien quiera use este término no lo hace de la misma manera que otra persona.

    Si bien el "yo" cambia continuamente, sentimos, en cierta medida, que ese "yo" se conoce a sí mismo, de manera indirecta, a través de sus pensamientos, actos y experiencias, y que a lo largo de todos estos cambios, algo permanece constante y estable. Si, en cierta medida, hay continuidad entre lo que alguna vez fuimos y lo que ahora somos, entonces, este persistente núcleo ha de ser un centro mental profundamente arraigado. ¿Qué es este misterioso núcleo? ¿Puede el "yo" conocerse a sí mismo de un modo directo?

    El metafísico Hume hurgó las profundidades del flujo de sus multitudinarias sensaciones, en la esperanza de encontrar un centro definido y constante, pero confesó su fracaso. Sólo halló sus propios pensamientos, cambiantes a cada momento, pero nada que mereciera el nombre de esencia. ¿Cómo podría haber obtenido lo que buscaba? Ya que no tuvo en cuenta aquello que podría haber posibilitado su búsqueda, aquello que precisamente daba nacimiento a sus sensaciones, y en base a lo cual, es decir, en base a su existencia oculta, Hume plasmaba inconscientemente la idea de existencia- posible de un ser. El hecho mismo de que él podía examinar sus propios pensamientos estaba demostrado de que había en él algo más profundo que esos pensamientos, porque no podía ser simultáneamente el dueño de los pensamientos y los pensamientos mismos, o sea, el observador y lo observado. ¿Qué es este "algo"? Es, debe ser, un "yo" todavía más profundo, el cual, aunque por lo general permanece desconocido, es origen de todos los otros yo. Y este núcleo, cuando se lo logra aislar de las confusiones convencionales y de los procesos inconscientes que habitualmente lo rodean, no es otra cosa que aquel principio intangible de conciencia despierta, cuya existencia misma hace posible la de todos los momentos de conciencia.

    La ciencia puede ofrecer una descripción aceptable de cómo capta el cuerpo al mundo exterior, a través de los sentidos y el cerebro. Puede demostrar cómo cada sensación corresponde a una determinada actividad física dentro del cerebro, pero aún no ha logrado explicar —ni nunca podrá hacerlo—, aquella actividad cerebral que corresponde a ese elemento único de conciencia despierta, que conoce y siente todas estas sensaciones, es decir, la ciencia no podrá dar razones de la conciencia que reacciona por atención o desatención a esa experiencia sensorial.

    Quienes explican este principio como si fuera una especie de espuma formada sobre la superficie de la materia, que lo definen en términos del cerebro físico, únicamente, y que adjudican a un pequeño fragmento de carne encerrada entre huesos, la total maravilla de la conciencia, imaginación, razón, memoria y juicio, deberían recordar la advertencia de Bacon de que la Naturaleza debe ser interrogada pero no interpretada. "Hoc deficit orbis" ("Aquí termina el mundo"), era la inscripción que los antiguos geógrafos colocaban en sus mapas en las Columnas de Hércules, situadas a la entrada occidental del Mar Mediterráneo. "Aquí termina la mente", dice el moderno materialista señalando con dedo seguro su cerebro.

    Recordémosle que esos raros pero auténticos casos de los anales de la cirugía, en los que grandes porciones del cerebro son extraídas por operación o reducidas a pulpa informe por una herida, o devoradas por la enfermedad —porciones que contienen aquellos centros nerviosos que conoce todo estudiante de fisiología como orígenes y controles de las funciones psicológicas del pensamiento, la sensación y la memoria—, y sin embargo los pacientes han continuado pensando, sintiendo y recordando como seres humanos nórmales, no son fantasías, sino hechos comprobados. Expliquémosle también por qué cuando la maravillosa estructura del ojo de un cadáver continúa percibiendo imágenes en su retina, de las cosas que están frente a dicho ojo, y cuando, en consecuencia, según su teoría materialista, debería producirse una excitación del cerebro, no hay conciencia ninguna de las cosas captadas por ese ojo.

    La doctrina ocultista afirma que la conciencia despierta es en sí misma un principio separado. Parte de ese principio actúa sobre el cuerpo, principalmente a través del corazón y del cerebro. Guarda ciertas relaciones y correspondencias con los centros cerebrales. La parte que así actúa es aquélla que se proyecta en una forma particular de espacio-tiempo, y que a partir de ello se imagina como ser absolutamente completo y autosuficiente. Es esto lo que conocemos por persona. Es esta fracción proyectada de conciencia despierta lo que normalmente denominados conciencia, o sea, la suma de todas nuestras sensaciones, pensamientos y sentimientos personales. Es esta conciencia fraccionada —y no la mente que la origina— la que tiene su sede en el cuerpo particular con el que tan íntimamente está asociada, una sede fundamentalmente localizada en el cerebro y por ende, de ello deriva el paralelo funcionamiento de ambos, tal como lo advierten los fisiólogos. Pero incluso este limitado campo de la conciencia despierta no puede limitarse solamente al cerebro con el cual se relaciona, ni mucho menos aplicarse como frontera de la mente más amplia de la cual deriva. Tampoco se limita a su cuerpo físico asociado ya que, desde esta perspectiva física, se expande vastamente en el espacio. El área de dicha expansión varía con los diferentes individuos, pero en el caso de un ser humano normal, esta emanación se extiende a una distancia de casi un par de yardas. Una persona sensible que se ponga en contacto o se acerque a otra, puede sentir efectivamente esta emanación o aura, cargada de pensamiento y sentimiento, simplemente poniéndose frente a ella. Pero, hasta quienes no son particularmente sensibles, cuando sus características mentales y emocionales son lo suficientemente parecidas, captarán ideas y sentimientos de unos a otros, si se ponen bastante cerca como para entremezclar sus auras. El orador político que conquista a una gran audiencia, le debe mucho a este fenómeno, más de lo que él supone, así como las pasiones que unen a una dispersa multitud obtienen también de este fenómeno, gran parte de la fuerza que la une.

    ¿Gracias a qué facultad sueña el hombre con lejanos continentes, durante la noche, y gracias a qué facultad se los imagina durante el día? ¿No es acaso con la mente, y no demuestra esto que esa mente puede abarcar los lugares más distantes? ¿En qué punto del universo se atreverá ese hombre a afirmar que un objeto, por distante que se encuentra, está fuera de su mente? Precisamente porque es capaz de pensar el universo total, de abarcar la más lejana estrella dentro de su conocimiento, tenemos el derecho de afirmar que la mente está en todas partes. Es como el espacio del que nadie puede decir dónde termina. El espacio es en verdad, la forma que la mente asume. Mas esto equivale a sostener que la mente es informe. La mente no ocupa un lugar definido en el espacio, por la simple razón de que el espacio mismo es creado por ella. Si bien todos los pensamientos que han aparecido en nuestra mente y que todavía están allí en estado latente, son inconmensurables, sabemos que podemos utilizar la frase "en nuestra mente" solo en un sentido metafórico. ¡Si los pensamientos hubieran estado allí en un sentido espacial, se habría necesitado un espacio enorme para acomodarlos! ¿Qué significa esto? Un pensamiento no tiene longitud ni anchura y por lo tanto, no hay longitud ni anchura para la mente que lo concibe. Aunque teóricamente debemos aceptar algunas cosas, a los fines del análisis y comunicación intelectuales, esto no quiere decir que debamos realmente separar a la mente de sus pensamientos. Ambos constituyen una sola cosa. Los pensamientos son sólo aspectos de la conciencia. La conciencia es sólo un aspecto de la mente. La mente trasciende los límites de cualquier espacio particular. No tiene ataduras físicas, pero sí la posee nuestra creencia en la mente.

    Si la mente estuviera realmente en el espacio, sería entonces posible afirmar que alguna parte de ella está arriba, o a la izquierda, o a la derecha, de cualquier otra parte de esa mente. Pero tales afirmaciones son absurdas, porque la mente no es una estructura de partes divisibles que ocupan una posición y que guardan alguna distancia; por tanto, la mente no está en el espacio. Por las mismas razones tampoco está en el tiempo. No podemos creer que alguna parte de nuestra mente está antes o después de otra. Lo único que podemos hacer es concebir que sus pensamientos manifestados nos parecen a nosotros acontecimientos temporales: lo cual es un asunto muy distinto. Lo que el materialista considera como su mente no es otra cosa que su imaginación de ella. Es por lo tanto incorrecto limitar la mente al espacio que sólo corresponde a la porción del cuerpo llamada cerebro. Por el contrario, precisamente debido a esta facilidad con que la mente asume una forma y se extiende en el espacio, debido a que no podemos limitar su extensión, sería mejor decir que el cerebro existe dentro de la mente. Pero, en última instancia, no es tampoco así, en los hechos mismos, o sea, no hay que concebir una distribución geográfica de la mente, es decir, no podemos localizarla, ni sostener que posee un interior y un exterior. Nadie puede deter-minar dónde se hallan las fronteras del reino mental. En consecuencia, carece absolutamente de sentido buscar su ubicación, en la cabeza o en cualquier otra parte. Es absurdo investigar la ubicación de la mente porque carece de ubicación. No se aloja en parte alguna. Puede aparecer misteriosamente en cualquier parte. Su infinitud no puede ser apretada en una pequeña caja de huesos craneanos. El materialista procura comprimir su mente en su cráneo, pero fracasa. El mentalista trata de colocar su cabeza en la mente y triunfa.

    Es necesario que volvamos a repetir que resulta completamente absurdo degradar la maravillosa doctrina del mentalismo a la afirmación insensata de que dicho mentalismo procura demostrar que la tierra, las montañas, el sol y las estrellas, están todos contenidos en el reducido espacio del cráneo humano. Sólo podemos reír ante semejante tontería, y repetir que el cerebro no es la mente. Es un puñado de materia nerviosa, la esencia de esta doctrina es que todas las cosas son, en última instancia, conocidas por la mente, que son conocidas sólo como percepciones mentales, y que por lo tanto, sólo pueden existir dentro de ese principio consciente, inmaterial e intangible, de conciencia despierta, que es la mente humana. Podrá la ciencia devanarse los sesos pero jamás descubrirá un principio fisiológico de esta conciencia despierta —aunque puede fácilmente descubrir un escape fisiológico de ella— y consecuentemente, no puede hallar otro camino para un avance mayor en esta cuestión, que la indagación metafísica o mística sobre el ser. Ni los órganos sensoriales del cuerpo ni el cerebro físico, ni siquiera ambos en conjunto, logran la verda-dera percepción unificada de un objeto. Esta maravillosa síntesis sólo puede ser obtenida por la conciencia, que observa e interpreta la reacción conjunta de los órganos sensoriales y del cerebro. De nada sirve hablar en términos de cambios cerebrales, pues al indagar sobre este principio de conciencia despierta, nos apartamos de toda cosa física para penetrar en un mundo absolutamente inédito, el mundo de la mente pura. Las sensaciones mismas son sólo los objetos de la atención consciente del hombre. ¿Qué sucede con la existencia de ese observador?

    En la primera página de este capítulo hemos descripto el caso de un hombre que lloraba durante el sueño por el supuesto sufrimiento de su familia. ¿Cuál era la verdadera relación, durante el sueño mismo, entre el hombre despierto, y esta proyectada fracción de conciencia que constituía su sueño? Era la de un mero espectador pero, debido a su temporaria identificación con el sueño mismo, esta relación quedaba oculta para ese hombre, en el transcurso del sueño. Hay pues dos aspectos del mismo y único hombre: la personalidad activa proyectada en el sueño de la cual se tenía conciencia, y su espectador, de quien esta personalidad misma no tenía en ese momento conciencia alguna.

    Ahora bien: el hecho de que pueda existir durante el sueño semejante naturaleza doble, debería hacernos comprender de que puede muy bien existir esa misma doble naturaleza durante la vigilia, y que la personalidad despierta puede, no menos que la que aparece en sueños, ser asimismo, una creación mental; que puede haber un espectador detrás del cual —a causa de nuestra temporaria identificación con este hombre despierto— no hay conciencia alguna; y que esta relación puede asimismo, aparecer en forma oculta.

    Ya hemos visto a través de nuestros estudios sobre el soñar y el dormir, que ambos estados no agotan la total existencia de la mente. No son sólo sus únicos posibles estados. El dormir profundo, a pesar de su inconsciencia, apunta a la existencia de un extracto mental todavía más profundo, dentro del "yo", pero debajo de la personalidad. El misterio del ser puede, en consecuencia, revelar su más íntimo secreto, únicamente cuando el hombre se vuelve también consciente de lo que él es en esta parte más profunda de su ser.

    Cuando pensamos en el mundo de la vigilia, no es abarcado en su totalidad, porque, como objeto de nuestra presente atención, está separado en el pensamiento de nosotros mismos, y ubicado precisamente frente a nosotros. Cuando pensamos en el mundo del sueño, no lo hacemos como la personalidad despierta que contempla a la personalidad del sueño, sino como la mente despojada en forma total, de su personalidad. Así, la comprensión de la simple experiencia expresada por las palabras "yo soñé", nos eleva al nivel de testigos, y nos aclara la cuestión de la personalidad. El ser despierto se colocó a sí mismo como criterio de existencia, y por tanto, habla y piensa como si hubiera dormido y soñado por sí mismo. Pero lo que produjo el soñar y el dormir queda totalmente fuera de su control y conciencia. Si la personalidad individual, tal como se la conoce habitualmente en la vigilia, no fue el origen del soñar y del dormir, entonces, otra "mente" debe haberlo hecho, y esta segunda "mente" ha de estar relacionada con aquélla de alguna manera. Es ésta la mente más profunda que nosotros buscamos y que, no siendo lo que sueña o duerme o está despierto, observa la creación de estos fenómenos en su vástago: la persona.

    La ausencia de pensamientos durante el dormir no demuestra la ausencia de pensador. Por el contrario, ya hemos advertido que el desconocimiento de la ausencia de pensamientos indica la presencia de un elemento observador que toma conciencia del surgimiento y desaparición de esos pensamientos. Es una pena, por supuesto, que no nos demos cuenta de esta actividad observadora, hasta que ya ha pasado, lo cual significa que la conocemos sólo como recuerdo, es decir, de segunda mano. Pero siendo lo que son el dormir, la mente, la conciencia y el ser humano, las cosas no pueden ser de otra manera. El estado de vigilia es simplemente el resultado natural de la mente proyectando un fragmento de sí misma, en la forma de conciencia personal, y con la máxima energía. El estado onírico es el resultado de esa misma mente proyectando a la persona con fuerza regular. El estado del dormir es el resultado de la mente arrojando la disminuida conciencia onírica hacia su propia esencia, y cerrando totalmente la apertura personal. Entonces el ser individual pierde su conciencia despierta. Pero no sucede lo mismo con la mente, que tiene su propio tipo particular de captación. El "yo" familiar deja de existir con este retorno brusco a la mente, porque no puede absorber aquello que va más allá de sus pensamientos, y debe en cambio resignarse a ser absorbida. El dormir es un signo de esta completa absorción, así como el soñar es un signo de que la personalidad ha sido absorbida a medias.

    Esta pérdida de conciencia personal durante el dormir resulta inevitable, porque la persona misma es un núcleo de estructuras de pensamientos temporariamente vivas, junto con el pensamiento del mundo, pero ambos se disuelven cuando el principio de atenta percepción que los ha determinado, desaparece. Sin embargo, ya sea que la persona esté dormida o despierta, la mente no cambia según los variables estados de su ser superficial, porque la mente es el principio puro que hace posible todos aquellos innumerables actos de captación despierta que constituye la experiencia de los otros estados. Al dormirnos, el ser de la vigilia o el ser soñante, se sumerge nuevamente en este principio más profundo, y por lo tanto ya no está presente como para tomar conciencia de cosa alguna. Desde este punto de vista limitado, estamos en lo cierto al describir el dormir como un estado inconsciente. Pero de acuerdo con un enfoque más amplio del principio de la mente que lo está observando, es más correcto describir el dormir como un estado en el que existe un tipo de conciencia que resulta francamente incomprensible, porque trasciende nuestros límites finitos. Mas no por ello debemos negar la existencia de ese tipo de conciencia.

    En verdad se hace imposible avanzar en este estudio metafísico, a menos que se desarrolle la capacidad de separar analíticamente dos conceptos opuestos: el ser del no ser, el observador de la cosa observada. El primer paso para avanzar en el conocimiento filosófico, consiste en esta capacidad de separar, en el conocimiento, aquello que es observado del sujeto que observa la cosa. Mientras estos dos polos se confundan entre sí —como lo hacen en las mentes no instruidas—, la metafísica superior continuará siendo un libro sellado. Esta discriminación resulta fácil en lo que se refiere a los objetos físicos, pues toda experiencia consciente es doble, y necesariamente implica un conocedor y una cosa conocida, un ser y un "objeto", pero cuando se refiere a ideas abstractas, se hace necesario un sentido más sutil. Procuraremos entonces aguzar al máximo nuestro pensamiento para comprender lo que sigue.

    Este examen del ser de la vigilia nos ha demostrado que apunta, más allá de la cosa en sí a un principio de conciencia despierta que hace posible todas las experiencias —y en consecuencia, la del "yo" personal— pero que en sí mismo permanece profundamente oculta bajo el umbral de la conciencia, ¿Por qué no percibimos la existencia de este principio de conciencia? En primer lugar, porque es universal. No se la puede captar de la misma manera familiar en que son experimentadas las cosas particulares, ya que lo limitado no puede ser soporte de lo ilimitado. Podemos lograr, metafísicamente, la plena convicción intelectual de que ese principio existe, pero no podemos tener la conciencia ordinaria de ese principio que hace posible, precisamente, nuestra conciencia. En segundo lugar, porque siendo el principió que está detrás de la conciencia, no puede volverse para verse a sí mismo. Nos vemos obligados a aceptar que existe, pero, como sujeto, no puede al mismo tiempo ser objeto de nuestra conciencia. Este observador oculto elude nuestra más aguda introspección porque se halla totalmente por encima de la conciencia introspectiva. Normalmente no la percibimos, no porque no exista sino porque trasciende al "yo" familiar mismo.

    Cuando creemos que tenemos conciencia de nosotros mismos en realidad somos concientes de un pesado disfraz, del poderoso complejo de pensamientos que constituyen el "yo" conciente, y que el desconocido yo superior se pone y se quita. Este yo más profundo está por supuesto allí, debajo del disfraz, pero jamás lo conocemos sin máscara. Así como no vemos un gas invisible en el laboratorio químico, pero podemos percibir su presencia por su olor, así también desconocemos al observador oculto, pero podemos determinar su presencia comprendiendo que algo hay que nos permite tomar conciencia de los estados fluctuantes del "yo" superficial. El pensar, si bien es parte del campo de nuestra observación, desgraciadamente no puede penetrar en la conciencia del observador que trasciende dicho campo. La conciencia que sabe no puede en sí misma incluirse en aquello que es conocido. No puede conocerse sino como idea consciente, lo que equivale a conocer a un hombre únicamente a través de una fotografía. Ya que no pueden conocerse las idas y venidas del "yo", excepto a través de algún testigo menos limitado, que pudiera precederlo y ser su dueño final. El "yo" es por cierto un símbolo de algo inconmensurablemente superior.

    Nuevamente, el yo personal cambia gradualmente a través de los años, pero el principio mental que lo sustenta y que nos permite captar los estados cambiantes de la conciencia y el cuerpo, no se ve afectado por este proceso, y permanece siempre el mismo. Este principio es, el elemento relativamente permanente dentro de nosotros, y la base última de todos nuestros caleidoscópicos estados de conciencia. Para llegar a tener conciencia del surgimiento y desaparición de todos aquellos pensamientos que constituyen la totalidad del yo en estado de vigilia, el testigo de dichos pensamientos debe ser relativamente permanente, porque sólo el contraste chocante entre ambos puede permitir la captación de dicha transitoriedad. La constante sucesión de sensaciones, los innumerables cambios de percepción y captación, sólo podrían resultar evidentes a algún observador de permanencia y unidad mental, ya que de otra manera no podría percibir los hechos de la sucesión y el cambio. La conciencia que posee el observador oculto no puede ser vacilante. Puesto que es el principio mismo de la conciencia,- capaz en cualquier momento de brillar a través de sus proyecciones —el yo de la vigilia y el yo onírico—, por fuerza ha de ser una conciencia unitaria e infalible.


    EL OBSERVADOR OCULTO


    Podemos ver las cosas una detrás de otra, y los sucesos como si acontecieran sucesivamente, sólo porque hay en nosotros un principio, que no está en el espacio ni en el tiempo. La conciencia de los sucesos no sería posible si la mente observadora estuviera incluida en esas mismas series temporales. Ya que el proceso de conocer dichos acontecimientos implica el proceso de conectarlos en el pensamiento. Esto a su vez incluye el trabajo de una mente que no puede ser igual a los pensamientos que une. Esta mente por lo tanto debe trascender aquello que experimenta, y permanecer fuera de la corriente de nuestro tiempo. Es sólo porque la conciencia propuesta en la experiencia es más amplia que los sucesos, que nosotros podemos captarlos. El hecho de ser conscientes de los cambios que constituyen la materia del tiempo, es posible únicamente porque hay algo oculto en nosotros que supera todo cambio y que está más allá del tiempo.

    Dentro del movimiento de nuestro pensamiento a medida que éste descubre las posibilidades de tal situación, no podemos pensar que los cambios ocurren dentro de este observador oculto. Pero aunque lo intentemos hacer, la inexorable lógica de la conciencia nos perseguirá para desafiarnos. Ya que, aun cuando ocurrieran dichos cambios, necesitaríamos de otro observador inmutable, ¡para revelar el hecho mismo de estos cambios! El primer observador podría ser una experiencia cambiante sólo al integrar el campo más amplio de conciencia del nuevo observador. Y el último debe ser inmutable, porque si así no fuera debería surgir otro nuevo observador detrás de él, capaz de advertir sus cambios, un observador que fuera majestuosamente invariable como para captar el contraste. Y si todavía este último demostrara no ser invariable, tendría que surgir aún otro observador, en cuyo campo de observación existiera el anterior y por medio del cual pudieran captarse los cambios de ese observador.

    Teóricamente, podríamos continuar así eternamente, construyendo una máquina psicológica en la que cada yo girara como una rueda en el interior de otro yo que a su vez estuviera incluido en un tercero, pero inevitablemente, en estas series retroactivas de observadores nos veríamos obligados por la necesidad, a completar el mecanismo introduciendo un observador final invariable. Por más lejos que nos fuera posible viajar hacia adentro, rastreando una serie de duplicaciones del yo, por mucho que el horizonte quimérico retroceda en nuestro viaje místico, siempre al final llegaremos a la misma situación de la que partimos, es decir, a la conclusión de que debe existir un límite para dicha serie. Y este límite consistiría en un último elemento inalterable de la mente, poseedor real aunque oculto, de todos los observadores precedentes. Nada puede poner fin a este elemento, ya que es la esencia misma de la mente. Siempre estará presente y siempre será el mismo.

    Tampoco podría, dicha situación psicológica, culminar en una cosa diferente. Siempre debe repetirse, ya que ningún acontecimiento variable podía ser objeto de observación de una mente si esta última no fuera relativamente estable. Lo mutable sólo es reconocido por un observador completamente inmutable. La mente que hace posible que el primer ego de esta serie observe, ha de estar presente también para permitir que el último yo observador de esa serie establezca su experiencia. Y aunque la conciencia de todos los observadores anteriores debe hallarse en éstos como su poseedor final, jamás puede en sí misma pertenecer a la conciencia.

    Pero podría preguntarse, ¿por qué este último observador ha de permanecer aristocráticamente fuera de la conciencia ordinaria? La respuesta es que tan pronto como intentamos percibir al yo cognoscente de la serie, nos proponemos un imposible. En el momento en que pudiéramos conocerlo, se convertiría en la idea conocida, la experiencia observada, y dejaría de ser el conocedor, el observador. Todo nuevo intento repetiría dicha situación. Atengámonos, por lo tanto, a nuestro observador original. Y no olvidemos que todos estos diferentes observadores pueden ser sólo distintos estados manifestados por una única y misma mente, cuya esencia permanece serenamente invariable.

    Es en verdad, la base presupuesta y permanente de toda nuestra experiencia consciente, porque sus productos se presentan como dicha experiencia. Pero el mismo hecho de que debe ser presupuesto para explicar la experiencia, demuestra que no puede en sí mismo, ser conocido en dicha experiencia. En consecuencia, resulta esencial que tengamos siempre en cuenta esta diferencia entre los pensamientos particulares que se suceden continuamente en forma de corriente fluida, y el principio general del pensamiento que secretamente nos permite captar aquellos pensamientos. Si percibe, entonces no puede ser percibido, de la misma manera que los ojos que ven no pueden verse a sí mismos. Es ésta la razón por la cual nunca captamos el puro pensamiento, sino sólo pensamientos individuales, ideas gráficas o imágenes sensoriales. Todos éstos se manifiestan únicamente gracias a aquel pensamiento, mientras que éste es evidencia incuestionable de su propia existencia oculta.

    Puesto que es imposible concebir esta materia mental con forma particular, debemos deducir que todo aquello que asuma una forma, es decir, todo cuanto puede verse, ha de ser sólo un producto mental y no la mente misma. Y esto mismo puede aplicarse a los llamados objetos materiales que se presentan a los cinco sentidos como cosas obviamente mentales, cual episodios del recordado pasado. Por consiguiente, si las construcciones mentales están condenadas a la transitoriedad, el principio mentalismo debe permanecer inalterable a través de estas transformaciones. Debemos, por tanto, tener mucho cuidado de no confundir cualquier elemento de los pensamientos particulares separados, con nuestro concepto de este puro pensamiento en sí mismo, que aquí llamamos Mente.

    En el último capítulo dimos definiciones de los términos "cerebro" y "conciencia". En la obra La Oculta Enseñanza Más Allá del Yoga aparece una probable definición del término "mente": "aquello que nos permite pensar y captar cualquier cosa". Ahora añadiremos a esta definición: "y que nos revela su existencia en todo pensamiento, pero que nos resulta desconocido aparte de dicha manifestación".

    Así retornamos a nuestro primer observador haciendo la salvedad de que debe ser también el último. Si bien no podemos traerlo a nuestro campo de observación con todo, de una manera misteriosa, ha de contener, dentro de su propio campo, nuestra experiencia del mundo exterior y nuestra experiencia personal interna. Es muy importante que descubramos la relación que existe entre estos dos yo. La importancia del yo recóndito puede deducirse del hecho de que mientras la persona puede ver el mundo desde fuera, pero no puede adoptar el mismo punto de vista respecto de sí misma, el observador oculto puede permanecer fuera de la persona "yo", y de este modo le es posible lograr un panorama más exacto y amplio de sus posibilidades y actividades características. El conocimiento total del yo último debe ser más completo en cuanto a cantidad y de calidad superior al yo superficial. Por lo menos, debe tener menos limitaciones que las que soporta el ego familiar, y ninguna de sus mutaciones. Jamás entra en el campo de observación personal, mientras que la persona está siempre incluida en su campo. ¿No es acaso una sorprendente observación sobre la ignorancia humana este hecho de que por lo general el "yo" personal desconozca la existencia de este "yo" testigo?

    De todo lo dicho se deduce que el yo consciente es como la isla de Tenerife que es el pico de una montaña sumergida, asomando sobre el nivel del mar, o como la décima parte visible de un iceberg cuya monstruosa mole flota invisible bajo la superficie del océano. También es posible sacar en conclusión que cuando empleamos el término "yo" pensando sólo en el cuerpo, decimos una tontería, semejante a la del hombre que, señalando una parte ínfima de su ser, un dedo del pie, le llamara "yo". Así pues, el simple término que generalmente usamos encierra verdades inconmensurablemente más hondas. La mente se divide en dos partes: aquella de la que continua-mente tenemos conciencia como persona observada, y la parte que nos permite captar que hay una persona que es la mente observadora.

    Una vez comprendida esta situación, es posible hallar respuesta a preguntas del tipo: ¿Por qué si la persona es poseída y no dueña última, parece poseer el yo?; y, ¿por qué produce la sensación de ser, sustancialmente, nuestro verdadero yo? La respuesta es que el yo testigo está presente en forma de oculta asociación, o inmanencia mística, en el yo personal y refleja en ese yo, la sensación de su propia existencia real. Su presencia en cada uno de nosotros explica así, por qué poseemos el sentido de la identidad personal. Pero esto no justifica la ilusión materialista que sustituye la personalidad por aquello que la apoya y sustenta.

    Hemos pues aprendido que es inútil buscar al yo total, sólo en el estado de vigilia, ignorando por completo las otras dos cuentas de su rosario. Ya que el estado del dormir y el del soñar no le pertenecen menos que el estado de vigilia. ¿Es acaso útil tomar en cuenta sólo un fragmento de la experiencia, esperando que de esto surja una respuesta completa a la pregunta "qué soy yo"? Mas el avance que hemos logrado en cuanto al punto de vista permite también un progreso mayor del resultado obtenido. Así resulta que el yo es un poco menos complejo de lo que comúnmente se cree. Su índole es triple: a) el cuerpo físico, b) la conciencia personal, constituida por sensaciones, pensamientos, deseos, imágenes y tendencias kármicas, c) el observador impersonal cuya presencia se revela de la misma manera misteriosa como se revela el magnetismo a través de limaduras de hierro. Todos estos tres elementos se combinan para constituir el "yo" total. Quien equipare su "yo" a uno solo de dichos elementos o los confunda con dos de estos factores, comete un serio error y no se conoce realmente. El cuerpo físico sólo da respuestas mecánicas a su medio ambiente; su conducta no puede abarcar todo cuanto experimentamos al pronunciar la palabra "yo". Y las emociones y pensamientos personales son sólo aspectos efímeros del yo. Por ejemplo, no estamos enojados todo el tiempo, ni siempre pensamos sólo en la metafísica, como tampoco estamos constantemente buscando placeres; es decir, por turno, nuestros estados personales son diferentes. En resumen, nuestra conducta mental y emocional es demasiado contradictoria como para ser considerada el yo verdadero. Tanto la sólida carne cuanto el caprichoso sentimiento pertenecen al yo verdadero. Pero ni la carne ni el sentimiento incluyen aquel sentido de invariable identidad de la "yo"-idad que como un hilo corre a través de ambos.

    El cuerpo físico, los pensamientos y sentimientos personales son sólo contenidos del yo, no, su carácter verdadero. El sentido de conciencia acompaña todo acto, todo sentimiento y todo pensamiento. Constituye su factor común. Los actos, sentimientos y pensamientos, lenta o rápidamente, cambian su aspecto, hasta llegar a veces a ser completamente contradictorios, pero la pura conciencia de éstos permanece invariable a través de todas estas mutaciones infinitas. No debemos pues, cometer el común error de tomarlos en su conjunto como el yo verdadero, dejando de lado el sentido interno esencial que los mantiene unidos. El enfoque corriente tiene que ser evidentemente corregido. Si el "yo" no fuera otra cosa que esta serie de pensamientos cambiantes y vacilantes sentimientos, no podría tomar conciencia de sí mismo como algo individual. Dicha conciencia revela la existencia, en su ser, de un principio más profundo. Puede deducirse la presencia de tal principio, aunque no puede experimentársela en forma separada, de su reflejarse en cada imagen de pensamiento y en cada percepción como la sustancia misma de la toma de conciencia de dichas imágenes y percepciones.

    Hemos avanzado, así, desde el estrecho "yo" personal, hasta el más amplio, más atractivo y más alentador "yo". El último y más importante miembro de la familia "yo" es este desconocido y oculto pariente. Es el sujeto del cual los otros son el objeto. Es el silencioso espectador de un drama en el cual los otros son actores. Es la mística quinta esencia del "yo". El "yo" corriente es un pensamiento; el "yo" superior es puro pensamiento.

    Resultará ahora claro que esta conciencia debe ser idéntica al cuarto estado de conciencia del que ya hemos dicho que trasciende el dormir. Es el observador fundamental que advierte las idas y venidas de los otros tres estados porque puede permanecer fuera de ellos, en medio de una inquebrantable beatitud. Es nuestro más profundo yo verdadero, porque es el único que sobrevive, inmutable, al yo superficial de la personalidad cambiante.

    Así pues, el yo-testigo atraviesa el mundo de incógnito. Sólo los pocos que reciben el favor de la filosofía lo encuentran y reconocen por su verdadero nombre. El resto lo observa bajo el limitado aspecto de una personalidad particular. Cuando emplean la palabra "yo", por lo general no se refieren a nada más allá de este ser físico que se halla frente a ellos en carne y hueso, con su pequeña colección psicológica de recuerdos dulces y amargos, y sus cambios constantes de humor, sus ardientes deseos y fríos temores. Es dentro de tales límites reducidos que ellos confinan el significado de dicho término. Pero el hombre que ha alcanzado el auténtico conocimiento del yo sabe perfectamente qué hay por encima de este individuo encarnado; por tanto, adoptará la significativa expresión "yo superior" cuando se refiera a ese algo trascendente. Es probable que los teólogos se refieran a esto mismo cuando hablan del "alma". Pero puesto que nuestro concepto es tan radicalmente diferente del de ellos en algunos aspectos así como también muy similar en otros, y puesto que particularmente no es éste un tema teológico para nosotros, preferimos llamarlo Yo Superior. La persona es sólo una proyección del Yo Superior, así como una imagen onírica es una proyección de la mente del soñador. Es sólo una criatura dependiente que ha olvidado sus orígenes y que ahora se imagina que es el "yo" verdadero.

    Debemos aclarar ahora una dificultad que perturba al estudiante de mentalismo tarde o temprano. Es un punto que no podría haber sido tratado anteriormente, de manera eficaz. Hemos visto que cada individuo crea su propio mundo exterior a partir de sus propias profundidades subconscientes, y que si él cree que el mundo es externo a su conciencia, sufre los efectos de una ilusión. Esto implica que todos los demás individuos, siendo partes de la totalidad del mundo, sólo existen en razón de la existencia de sus pensamientos. Por tanto cualquier individuo puede decirse: "pero si todos los seres humanos son solamente sensaciones de mi propia conciencia, entonces la humanidad entera se convierte en parte de mi existencia y mi tráfico mental con la humanidad es sólo un mero soliloquio. No hay nadie pues con quien yo pueda hablar o a quien pueda escribir. ¡Me veo obligado a llegar a la conclusión de que yo solo existo! Pero esto es reducir la existencia social a la nada y la comunicación social al absurdo. Además, otras personas tienen exactamente el mismo derecho de reclamar que solo ellos existen como yo lo hago ahora, y la única manera de resolver este conflicto sería la de aislarse de cada uno en sí mismo, eludiendo a los demás. Tal parece ser la conclusión lógica de la doctrina mentalista".

    Este egoísta error tiene dos implicancias muy graves. En primer lugar el afirmar que nada existe excepto los propios pensamientos. En segundo lugar, que cualquier otro individuo es producto de la propia creación. La consecuencia de esto es que no sólo el propio cuerpo sino también la propia mente no es menos una creación de la mente de otro hombre que la propia mente una creación de uno mismo. Si esto fuera cierto aterrizaríamos en la locura del más árido egoísmo pero, lo peor es que en el total absurdo del puro nihilismo, esta sería la doctrina de que nada existe.

    Los estudiantes deben cuidarse de no saltar de la sartén del materialismo al fuego del egoísmo. Sería fácil confundir el mentalismo como la doctrina de que el mundo que conocemos es pura imaginación de la mente individual, y que no posee existencia fuera de nuestro pequeño ego. Hemos dicho en el primer volumen que el mundo de las sensaciones es el único mundo que el hombre conoce. Aunque la afirmación es psicológicamente correcta, no va mucho más allá. No debe entenderse que nada fuera de la sensación personal existe. Es cierto que cada uno de nosotros vive en un círculo cerrado que deduce la existencia de los otros gracias a las impresiones sensoriales que nos producen sus movimientos. Pero debe tenerse en cuenta que la experiencia del mundo de dos personas diferentes puede ser tema de conversación entre ellas, como si esa expe-riencia resultara la misma para ambas. Es por cierto un signo la posibilidad de esta comprensión mutua. Si el hombre no conoce otra cosa que sus sensaciones, sin embargo debe existir algo —aunque sea desconocido para él— que produzca estas sensaciones. Un hombre absorbido en la contemplación de una película cinematográfica sólo percibe los sonidos e imágenes chispeantes que le llegan desde la pantalla, impactando dos de sus sentidos; pero hay también una máquina proyectora que es la causa oculta e imperceptible de dichas sensaciones. La existencia de objetos materiales como causa de las sensaciones, ha sido rechazada. La existencia de la' similitud de sen-saciones en diferentes individuos ha sido atribuida a la existencia de la imagen directriz de la Mente Universal. Cada mente está por cierto confinada a su propio mundo sensorial, pero cada mundo sensorial tiene sus raíces en una común tierra mental. Por tanto, aproximadamente el mismo mundo es experimentado por varias mentes. El hecho de que dos individuos puedan hablar comprensivamente acerca de la misma cosa externa, se explica igualmente porque ese objeto ha sido creado mentalmente, y porque hay una conciencia común subyacente a todas las conciencias individuales. Es esta conciencia la que reúne a los diferentes seres y provoca en ellos sensaciones similares del mundo y, debido a nuestra comunicación y comprensión mutua, nos capacita para afirmar la existencia de otras personas aparte de nosotros, si bien es totalmente imposible percibir la conciencia de ellos de la misma manera como percibimos la propia.

    Tenemos que pensar en el mundo independientemente de nuestros deseos, por la simple razón de que esta mente superior está pensándolo a través de nuestra propia mente, está proyectando y conociendo el mundo exterior a través de la mente individual. Cada objeto del universo está contenido en la infinita conciencia superior, ya sea que lo piense o no la conciencia finita de cualquier ser humano.

    La Mente Universal no crea directamente el mundo pero su presencia hace posible que tanto nuestro yo cuanto el mundo surjan kármicamente desde sí mismos a la realidad. Lógicamente la Mente Universal ha de ser anterior a sus ideas, o sea, a la idea del mundo y a la idea del ego. La persona y el mundo están en estado latente dentro de la mente, la cual los une y aun trasciende, porque constituye su realidad oculta. La persona y el mundo siempre se relacionan mutuamente y jamás están separados. Sin embargo, esta relación y ellos mismos junto con ésta, se disuelven en una unidad superior. Porque ambos no son más que expresiones de una única mente que todo lo abarca.

    De esta manera, el mentalismo quiebra los círculos del egoísmo y del nihilismo con su teoría de una mente que es cósmica en su campo operativo. Sin embargo, la conclusión egoísta, por absurda que parezca, no está tan lejos de la verdad. Porque está inconscientemente luchando por expresar una profunda verdad. Su error principal estriba en confundir el "yo" al que se refiere. No sólo la persona pertenece a algo que la trasciende, al observador oculto, sino que también descubriremos, al finalizar esta cuestión, que el oculto observador establece la relación entre esa persona y todas las demás. Tiene que incluírselo en un ser superior, en el que todos son uno y uno es todos. Por cierto, si se considerara a este "yo" como la limitada personalidad, la conclusión resultaría equivocada, pero si se lo toma por un "yo" universal, una individualidad superior, entonces resulta metafísicamente correcto. Por consiguiente, al pronunciar la frase "yo sólo existe", debemos primero trascender el nivel de la existencia personal para alcanzar un nivel superior.

    El conocido "yo" es simplemente el tipo de persona que un hombre imagina ser, imaginación que cambia de tiempo en tiempo a lo largo de la vida. Aparte de nosotros existen otras personas, pero, igual que lo que sucede con nuestra personalidad, existen sólo como pensamientos. Sólo cuando nosotros o ellos encontramos la verdad detrás de la personalidad, ellos o nosotros alcanzamos una existencia superior a la de meros pensamientos. Ya que la persona a la que nos adherimos tan tenazmente no es otra cosa, después de todo, que una mera sombra arrojada por el Yo Superior, un pálido reflejo de su ser trascendente. Ahora resultará un poco más claro, el por qué el enfoque egoísta nos impide alcanzar la verdad, y por consiguiente, el por qué la disciplina filosófica exige el dominio de la persona. Ya que el surgimiento de objetos como ideas permanecerá incomprensible y misterioso mientras continuemos pensando que la experiencia del mundo es solamente nuestra propia experiencia. El egoísta ignora la existencia de la Mente Universal que contiene su diminuta mente, y no percibe que la suya es una percepción semiindependiente. La experiencia humana es el residuo final de un proceso de interacción, un tejido elaborado por una mente común en la que todos los seres humanos viven y piensan, y que a su vez vive y piensa a través de ellos. El mundo es el resultado de una imaginación cósmica e individual combinada.

    Resulta de esto, que hay, en última instancia, sólo un simple observador, la Mente Universal, y sólo una única gran imagen del mundo, y que nosotros como personas estamos contenidos en la realidad mayor. Si deseamos una comparación, podemos pensar en la Mente Universal como un soñador, la imagen del mundo como su sueño, y las innumerables criaturas dentro de él, como las diversas figuras que tienen un papel activo en aquel sueño. Para ajustar aún más la comparación deberíamos añadir un nuevo factor que por lo general no aparece en los sueños comunes: aquí el soñador tiene plena conciencia de que está soñando. Cada figura onírica está imaginando sus contornos y sin embargo contempla más o menos el mismo mundo. Esto sucede por dos motivos: primero, hay en última instancia sólo una única imagen directriz de sus contornos, los cuales inconsciente e involuntariamente su propio pensamiento tiene que crear; segundo, hay en último término un único observador actuando dentro de los innumerables observadores individuales que ya existe dentro del sueño. Éste es, por supuesto, el soñador mismo.

    Pero recordemos que esto es sólo una analogía. Que tiene el único propósito de ayudarnos a comprender lo que por su misma naturaleza es muy difícil de captar. No estamos aquí afirmando que el mundo no es otra cosa que un sueño, y que todos nosotros estamos destinados a ser anulados tan pronto como Dios despierte de Su sueño del mundo. Afirmamos simplemente que el mundo es parecido a un sueño y que la actividad de la Mente Universales parecida al soñar. Al final estos estudios revelarán que la verdad detrás del mundo es su realidad esencial permanente, y que la verdad detrás del yo es nuestra propia divinidad perdurable. De qué manera el uno es real y el otro divino, es algo que debe indagarse por medio de trabajo arduo. La comparación a la que hemos echado mano resulta útil para aclarar el tipo de tarea que nos espera, pero no puede resultar sustituto de la misma. Repitamos por consiguiente, que debido a que somos lo que realmente somos, la anulación no es nuestro destino. Más adelante descubriremos de que no existe el tal sueño, que la vida no es estática sino que está caracterizada por la acción, porque su realidad es incomensurablemente más maravillosa que la ilusión de cualquier sueño.


    CAPITULO VII
    EL ESCORPION DE LA MUERTE


    Cuando Kee-Loo le dijo a su maestro: "¿Me atreveré a preguntar acerca de la muerte?", Kung-Foo-Tze repitió: "Mientras no comprendas la vida, ¿cómo podrás comprender la muerte?"

    Tal es también la actitud filosófica hacia esta materia, y es esta la razón por la cual en todos nuestros escritos anteriores nos hemos retraído de tocar el tema con demasiada libertad. Es sólo ahora, cuando hemos arrojado un mínimo de luz sobre la naturaleza de la existencia, que ha llegado el momento apropiado para quebrar esta reserva. De otra manera, ¿por qué se interesaría alguien por las aventuras del hombre en las oscuras esferas más allá de la muerte, cuando todavía no comprende qué es lo que ha sucedido antes de llegar allí? El problema del mundo espiritual que los hombres no conocen, puede ser resuelto satisfactoriamente sólo después que hayan solucionado el problema del mundo terrenal, al que sí conocen. Quienes aceptan cualquiera de los diversos acontecimientos de la vida en el estadio próximo, cuando no han comprendido la etapa actual, muy fácilmente se engañan.

    Sin embargo, cuando sabemos algo respecto a la verdadera antigüedad de este mundo, algo acerca del destino final de las titilantes estrellas y circulantes planetas, y especialmente, algo referente a nuestro carácter humano, sin duda estamos mejor equipados para enfrentar dichos problemas con un poco más de inteligencia y un poco menos de ciega fe, de las que generalmente se manifiesta respecto de estos asuntos. Pues así como el mentalismo ha ayudado a encontrar una clave para la correcta comprensión de este mundo, así también nos puede ayudar a lograr una correcta y racional comprensión del mundo del más allá.

    Todos sabemos qué efectos produce la muerte en el cuerpo de un hombre. ¿Pero cuáles son sus efectos sobre su personalidad pensante y sensible? ¿Se convierte en un "espíritu"? La respuesta es tan importante para todos los hombres que exige y merece un extenso tratamiento. En primer lugar, digamos que el desagradable proceso del morir y sus inmediatas consecuencias son acontecimientos sobre los que las más avanzadas experiencias de un cierto camino yoga pueden arrojar una pequeña luz. Pues una de dichas experiencias, que sucede en algunos casos pero no en todos, es un importante estado de trance parecido a la muerte. A través de los relatos de quienes han tenido dichas experiencias, a través de las descripciones clásicas de los antiguos textos místicos, y de acuerdo al hecho de haber atravesado personalmente algunas de estas etapas, es posible obtener unos pocos hitos acerca de qué ocurre durante y después de esta transición momentánea.

    En lo restante vamos a echar mano de una tradición definida acerca de la muerte propuesta por la enseñanza ocultista que puede explicarse de una manera sólo comprensible por la razón.

    El dolor que a menudo se asocia con la muerte surge, ya sea de cambios físicos bruscos y violentos, ya sea de cambios mentales de igual violencia y brusquedad, o de la interacción de ambos. Cuando, como generalmente ocurre en el caso del ignorante, el pensamiento se adhiere obstinadamente al cuerpo, y los sentimientos tenazmente se prenden de los deseos; cuando se produce un exagerado rechazo a marcharse, y un exacerbado temor respecto de lo que sobrevendrá, el dolor físico aumenta innecesariamente debido a las reacciones nerviosas. Pero cuando el agonizante tiene la suficiente claridad mental como para saber que su cuerpo es la idea que él tiene de éste, y como para controlar sus deseos personales, naturalmente estará preparado para este gran cambio. Así como un fruto completamente maduro se desprende más fácilmente del árbol, así también dicho hombre partirá más fácilmente de su cuerpo. En el caso de un yogi muy evolucionado que ha convertido la meditación en parte de su vida, y por supuesto, en el caso de un sabio que sabe que su verdadero ser existe aparte de su cuerpo, el tránsito hacia la otra vida será totalmente sereno.

    El morir en sí mismo —y aquí no hablamos de la muerte accidental o violenta— puede muy bien compararse con el exprimir un fruto saturado para extraerle el jugo. La persona agonizante siente una intensa presión que comienza en los pies y que lentamente va invadiendo todo su cuerpo, produciéndole una gran pesantez de los miembros, frío y entumecimiento. Esto a su vez afecta la respiración, la circulación de la sangre, y los sentidos de la vista y del oído. Cuando, en la crisis final, se completa el proceso de presión, el corazón no puede expandirse adecuadamente. La sensación de estar íntimamente identificado con todo el cuerpo desaparece entonces, y se concentra en el corazón mismo.

    Si un fuerte pensamiento emocional de alguna otra persona domina la mente en este instante, como a menudo ocurre cuando el agonizante está lejos de alguien que ama, este pensamiento se comunicará automáticamente en forma telepática. La persona en la que el agonizante piensa, experimentará una sensación de gran desasosiego, un sentimiento de que algo malo ocurre. Si tiene un temperamento receptivo, comprenderá intuitivamente que la otra persona está muriendo. Si su imaginación es lo bastante impresionable, podrá inclusive ver, clarividentemente, una aparición del agonizante, frente a ella. Cuando esto sucede, también el que agoniza ve al mismo tiempo a la persona viva. En otros casos, se oirá la voz del que está en trance de morir, llamando al otro, aunque nadie de los presentes, excepto la persona invocada, pueda oír esa voz. Todos estos fenómenos son en realidad mentales, e indican que el agonizante tiene su mente fija en la persona viva, y que su angustia, amor o deseo, son capaces, cuando tienen la suficiente fuerza de transferirse telepáticamente a una mente suficientemente ligada a él, o con la suficiente capacidad receptiva, la cual recibe el estímulo y conjura en su interior la imagen o voz de la persona en trance de muerte. Es la intensa concentración poniendo en movimiento el pensamiento o emoción originales, lo que actúa en estos casos, evocando una imagen dentro de la segunda persona, es decir, la visión o voz es en última instancia el resultado de la propia actividad mental inconsciente de la persona viva. Este poder mental es todo lo maravilloso que el común de la gente piensa respecto de la clarividencia.

    Un sentimiento de total desamparo abruma luego al agonizante. Puede ser que haya sido uno de los más poderosos potentados de la tierra durante su vida. Sin embargo, ahora se siente tan desamparado como un niño desnudo. Siente que irresistibles fuerzas naturales se han apoderado de él y que lo están arrastrando, como a través de un largo y tenebroso túnel angosto, sin que él sepa a dónde, lejos de todo lo que le es familiar y querido, para introducirlo en un oscuro territorio desconocido, o tal vez en la anulación total. Se desespera por expresar sus sentimientos a quienes lo rodean, pero descubre que ha perdido el poder de la palabra. Una terrible soledad trepa dolorosamente sobre él. Este momento de la muerte desciende sobre su naturaleza llena de deseos, ambiciosa de posesiones, como una lluvia de agua helada. Pero el hombre que ha aprendido el arte de dejarse ir, que comprende el significado profundo de las palabras de Jesús: "Bienaventurados sean los pobres de espíritu"... con este hombre todo irá bien. En esta hora fatal, también el discípulo de un adepto del yoga o de un sabio, contemplará ansiosamente la forma familiar, y sentirá la consoladora presencia de su maestro, cuya imagen siempre aparece en este instante, para facilitarle el tránsito. Los pensamientos últimos del agonizante contribuyen al complejo grupo de factores que determina qué forma adoptará en su próxima encarnación.

    La desaparición de la conciencia, que culmina en el paroxismo de la muerte, proporciona al hombre una oportunidad que tal vez no haya tenido en toda su vida terrenal, de percibir aquello que hasta ese momento no podía captar. Puesto que, desde el momento en que desaparecen los dolores, y especialmente después del último latido del corazón, el hombre "muerto" entra en un estado de visión clarividente que puede parecerle a él que dura unos días, pero que realmente es un período más corto, debido a los diferentes nódulos de nuestro tiempo terrenal. Entonces comienza para él el descubrimiento de que una capa misteriosa y más profunda de su mente ha conservado un registro secreto de toda la multiplicidad de sus experiencias desde la infancia hasta la vejez. Nada se ha perdido, sino que todo existe todavía allí, en forma de cuadro. Recibirá vislumbres esporádicos de la mayoría de los episodios y de muchos detalles, particularmente los más intensos, de su propia vida pasada. Las personas que accidentalmente han caído a tierra desde una gran altura, o que han sufrido las angustias de ahogarse, pero que han escapado a la muerte, a menudo cuentan que han visto fragmentos confusos de una experiencia similar, y que por lo general pueden recordar tiempo después.

    El pasado retorna completamente en forma de tejido desplegado de cuadros impresionantemente brillantes, y que se le presentan como externos a él. No se trata de que los reviva de la misma ma-nera en que los protagonizó cuando estaba encarnado. Porque en aquel momento el tiempo corría hacia adelante; en cambio ahora corre hacia atrás. Es decir, que el comienza con los últimos acon-tecimientos anteriores a la muerte y recorre hacia atrás, paso a paso, toda su vida, hasta alcanzar los años primeros. De este modo su pasado se revierte. Repitamos: cuando estaba encarnado, el tiempo corría según la velocidad marcada por el giro diario de la tierra de acuerdo con la luz solar. Ahora el tiempo corre con una rapidez hasta ahora desconocida e increíble. Y todo esto sucede porque él sale del cuerpo todavía apegado a la vida, con su rostro vuelto hacia la existencia terrenal, deseándola y aún envuelto en ella. Este imaginativo retorno, este regreso a la vida a través de episodios pasados y antiguos acontecimientos, no es meramente un recuerdo, sino algo mucho más vivido.

    Lo que entonces sucede es que un ser viviente, aunque el agonizante no lo sepa, ya ha observado imperturbablemente la muerte de su ser corporal; un oculto "yo" el cual siempre ha observado al superficial "yo", algo dentro de él y sin embargo, algo que hasta ahora no ha reconocido como algo propio, tocará ahora su conciencia. Este ser no es otra cosa que su propio Yo Superior majestuoso. A través de sus ojos el hombre que ha muerto contemplará toda su vida en una impresión renovada y no sólo detalles episódicos. A través de los ojos reveladores de este ser, el hombre se convertirá en su propio juez incorruptible. El enfoque puramente egoísta, puramente personal, lo abandonará súbitamente. Tal vez por primera vez se contempla a sí mismo no sólo como los otros lo ven, sino también como es frente al poder impersonal del karma. Durante este período, se enfrentará cara a cara con las consecuencias que sus actos terrenales ejercen sobre otras personas, consecuencias que a menudo no percibió o de las que, egoístamente, no hizo caso. En estos momentos percibe que muchas de sus propias desgracias —tan vívidamente conjuradas en este sorprendente panorama— fueron definitivamente provocadas y merecidas por su propia conducta. A causa de esta luz divina de una conciencia ampliada miles de veces, siente que cuanto le sucedió era un justo resultado de sus acciones, es decir, que podía rastrearse en su propio carácter y en sus propias actitudes. Se siente entonces abrumado por un gran remordimiento. Deja de lado la pasión y contempla a este superficial "yo" como el observador anteriormente oculto lo contemplaba, desprovisto de la propia fatuidad y de la autocompasión inconsciente. Ve errores, pecados y males en algunos de sus actos en los que, anteriormente apenas sospechaba que dichos pecados existieran. También contempla a quienes tuvieron relación íntima con él, tal como realmente son, y no como pretendían aparecer ante sus ojos, o como él creía que eran, y de esta manera descubre cómo había vivido en un mundo ficticio creado por él. Finalmente, se siente obligado a formularse la siguiente pregunta: ¿qué he hecho con este don de la vida?

    La segunda experiencia no dura mucho, y es continuada por una tercera en la que la marea descendiente de la conciencia transforma toda la existencia en lo que ahora se ofrece a sus ojos como oportunidad de comprender que aquella ha sido la textura de un sueño. Todos estos episodios y personas de su pasada vida terrenal comienzan a parecerle curiosamente remotos e irreales. La existencia universal se convierte en algo misterioso y fantasmal. Puede en este momento percibir la fundamental calidad ilusoria de la materialidad del mundo. Si puede comprender esto —y pocos lo hacen porque esta comprensión requiere el rechazo de los deseos personales y una fuerte voluntad de logro— y si puede contemplar esta revelación hasta el mismo fin, entonces definitivamente ganará un beneficio espiritual que se pondrá de manifiesto en la encarnación siguiente. Debe realmente liberarse de todo ese pasado cuya contemplación ha concluido. Desgraciadamente, el hombre generalmente pasa por esta experiencia sin un conocimiento cabal de su enorme valor potencial, es decir, que aunque su existencia terrenal le parezca ahora un sueño, no la contempla como si siempre fuera semejante a un sueño.

    Cuando terminan estas revelaciones, el hombre se sume en un dormir desprovisto de imágenes oníricas, en un completo descanso de todo su ser, dentro de la inconsciencia simple.

    Sólo ahora se ha completado realmente la transición de la muerte. Ha concluido una época de la vida individual. La carne ha concluido su tarea de proporcionar a través de los sentidos las necesarias condiciones gracias a las cuales la conciencia podía contemplar y actuar en un mundo exterior, logrando así contactos con objetos externos, ubicados en un tipo especial de espacio, y moviéndose en un particular nivel temporal. Sólo de esta manera podía el pequeño centro de la conciencia finita que constituye el "yo" acopiar experiencia, experiencia que algún día se transformará en el sublime descubrimiento de la realidad.


    EN EL MUNDO ESPIRITUAL


    Quienes de manera pesimista creen o enseñan que la muerte es el desagradable fin de todo para el hombre, han concentrado toda su atención en el cuerpo humano, y simplemente exhiben su ignorancia respecto de la mente humana, cómo actúa y qué curso, su destino evolutivo tomará naturalmente. Acertarían en comparar la muerte, como a menudo lo hacen, con el cambio que soporta una máquina cuando sus ruedas girantes se detienen, si no fuera que a la máquina le falta la conciencia unificadora que posee el hombre. Cuando una máquina deja de moverse no podemos considerar que se deba a la pérdida de su conciencia, pero sí debemos pensar esto cuando es un hombre quien deja de vivir. ¿Por qué, si el cuerpo fuera su verdadero yo, no insisten los materialistas en que continúa vivo, en lugar de lamentarse de que no lo esté el día en que lo toca el frío contacto de la muerte? Refresquemos sus confusas mentes.

    Quienes, sin embargo, han sostenido tales creencias materialistas considerando que el cuerpo es una forma íntima de conciencia a la que el "yo" está completamente ligado, pero al que jamás es idéntico, no se sorprenderán tanto como otros del próximo paso de esta enseñanza. Ya que, conociendo la verdadera relación que existe entre la mente y el cuerpo, no caerán en la melancólica aceptación de la creencia materialista en la mortalidad humana. Pueden comprender a través de la enseñanza mentalista, que la mente ha creado un cerebro de la misma manera que ha creado los sentidos, para cumplir con sus necesidades evolutivas, y que los cinco sentidos se ponen en actividad por requerimiento de la mente, y no está obligada por los sentidos. Los poderes sensoriales son mentales como ampliamente lo demuestra la experiencia onírica. El cuerpo simplemente reúne en un grupo simple nuestros cinco tipos de sensaciones. ¿Pero qué son las sensaciones en sí mismas? Son experiencias de la mente. Por lo tanto, la totalidad de estas, que denominamos cuerpo, es algo que esencialmente pertenece al contenido de la conciencia. Cada cuerpo físico debe ser una forma particular de y dentro de la conciencia; existe como un pensamiento íntimamente sostenido por una mente, y así podemos felizmente comprender la siguiente verdad, es decir, que la muerte puede no ser otra cosa que la separación de este conjunto de sensaciones de la mente misma. Su desaparición no implica la desaparición de aquello que contuvo el conjunto de sensaciones, así como el corte de una parte no puede destruir el todo.

    No es absolutamente necesario que muera la mente cuando un grupo de sus sensaciones, un objeto de su conciencia, como lo es el cuerpo, deja de existir.

    Hay algo que los materialistas han pasado por alto: ¿a dónde van a parar estas ideas sobre la vida y el sueño? Van a parar a la mente. ¿Dónde aparecen y dónde se desvanecerán? Aparecen y se desvanecen en la mente. Por consiguiente, debe haber algo que no puede perderse, es decir, la mente misma. Es el testigo del nacimiento y muerte de dichas ideas. Incluso si desaparece la idea de la vida, por lo menos lo hará dentro de la mente y estará contenida allí. Incluso la idea universal desaparece en el ser. ¿Por qué habríamos entonces de temer a la muerte?

    El hombre irreflexivo puede engañarse cuando cree que el mundo es exterior a su conciencia, y que cuando éste desaparece a su muerte, pierde toda posibilidad de futura existencia humana. Pero el filósofo sabe que el mundo existe dentro de su conciencia y en consecuencia, que no se pierde a su muerte, o sea, que volverá a producirse otra nueva manifestación espacial cuando la conciencia retome su actividad. En este sentido su conocimiento triunfa sobre la muerte. Además, la mente misma —como cosa aparte de su contenido— no está en el tiempo, no se limita a la sucesión del "antes" y "después", ya que estas instancias están dentro de ella y existen sólo gracias a ella. Así pues, nacimiento y muerte, que son ideas que dependen del tiempo, no pueden adjudicarse a la mente. En este sentido, ésta no sufre las limitaciones impuestas por el tiempo, es así, inmortal. Sólo en las ilusiones de los materialistas puede la mente desaparecer como una llama extinguida.

    Advirtamos también que la mente debió existir antes del nacimiento del cuerpo, para recibir aquellas sensaciones cuya conversión en vista, oído y otras percepciones, constituye el cuerpo. Ningún hombre que haya comprendido en forma cabal la doctrina de la idealidad del cuerpo podrá volver a suscribirse a la errónea noción materialista de que con la muerte todo termina. Algo concluye, pero deja intocada a la mente, la verdadera esencia humana.

    Si analizamos nuevamente la experiencia del morir, descubriremos que cuando concluye el breve período del vacío post mortem, la conciencia lentamente revive —tan lentamente que el proceso es comparable a la gestación en el vientre— hasta que el hombre vuelve a retomar su anterior naturaleza. El enfoque superior desaparece: sólo queda el punto de vista personal. Otra vez el hombre es una criatura que vive concentrada en sí misma, rodeada por un mundo exterior. Sin embargo, debemos entender que lo que para él es externo, es en realidad, absolutamente interno. Ya que, como lo hemos demostrado someramente, su nuevo contorno surge exactamente de la misma manera como se produjeron sus anteriores imágenes oníricas. El espacio en que vive no es físico sino mental.

    La pregunta: ¿a dónde vamos después de muertos?, es equivocada y debiera reformularse así: ¿qué somos después de la muerte? El espíritu del hombre recién muerto no alcanza éste otro mundo a través de ninguna sensación de viaje geográfico o movimiento espacial. Lo alcanza por un cambio de conciencia. Sobre todo la doctrina del mentalismo permite comprender fácilmente qué sucede al hombre después de la muerte. Demuestra que la vida física no es otra cosa que un estado mental especial; cuando se produce el tránsito, la mente todavía permanece y da nacimiento a un nuevo estado distinto. Demuestra claramente que si este mundo terrenal es una forma de conciencia, el llamado mundo del más allá, al que entramos después de morir también ha de ser una forma de conciencia y no un lugar. Esta doctrina explica que es ésta la maravilla de la mente: la de que puede crear su propio mundo gracias a sus propios poderes constructivos. Si existen otros mundos, sólo pueden ser mentales, formas de conciencia también. Estos mundos sutiles del ser no son ubicaciones de otra dimensión o "espacios" geográficos, sino sólo estados del ser, condiciones psicológicas. Esto es tan cierto respecto de los mundos del más allá de la muerte como lo es en lo que se refiere a las "esferas" que se experimentan místicamente. Todos los diferentes estados de conciencia, con sus diversos órdenes de tiempo y espacio, constituyen diferentes universos del ser para las mentes individuales, es decir, para los "espíritus" que los habitan.

    El espíritu que acaba de despertar primero, toma conciencia de una sucesión de pensamientos, para luego hacerse consciente del tiempo. Sólo más tarde capta el espacio y aquellas sensaciones de lo que puede llamarse el cuerpo espiritual, y luego, la conciencia de otras formas, de otras criaturas y objetos, entra en su campo. Pero el llamado cuerpo espiritual no es de ninguna manera un cuerpo como lo imaginamos habitualmente. No es en realidad diferente del cuerpo usado anteriormente en la tierra durante los sueños. Se trata de un estado psicológico. Imaginarlo de la manera torpe con que a veces imaginamos los "cuerpos" resulta engañoso. Debemos repetir que todo esto es una construcción mental. No existe algo así como una "materia astral", en última instancia, de la misma manera que no hay una materia terrenal, ya que ambos son formas adoptadas por la conciencia. Quienes han dominado el mentalismo comprenderán por qué las cosas son así. Pero el espíritu que penetra en el mundo del más allá, encerrado en la ignorancia materialista, desgraciadamente tan común en la vida humana, naturalmente llevará consigo sus viejas creencias, e imaginará que está captando un tipo de materia, como antes lo hizo en la tierra.

    Por lo común no es posible que el hombre pueda analizar la condición de la muerte desde dentro, por así decirlo, comprender por su propia experiencia qué ha sucedido y retornar a la vida. Pero la Naturaleza ha hecho posible que todos los hombres alcancen hitos sugestivos acerca del estado llamado muerte, permitiéndoles pasar por los dos estados del soñar y el dormir. Los tres aspectos de la existencia del hombre están íntimamente ligados entre sí. Alabamos la sabiduría y exactitud de Shakespeare cuando dijo, respecto de la muerte: "Y en aquel dormir, ¿qué sueños se tendrán?" No es necesario recurrir a intermediarios para obtener de segunda mano una vislumbre sobre qué nos sucederá después de la muerte. ¡Lo tenemos en cualquier momento al alcance de la mano cuando soñamos por la noche, como también en cualquier momento, cuando nos sumimos en el más profundo dormir! La experiencia psicológica que entonces obtenemos, es hasta cierto punto, la misma de la muerte, pero su tema difiere en ciertos aspectos. Si podemos colocarnos en la posición extraordinaria de un hombre que soñara que se apodera de él la muerte, y que todavía en la noche siguiente sueña que aún vive, podremos comprender la situación del hombre cuyo cuerpo terrenal realmente ha muerto, pero cuya mente revive más tarde en un nuevo cuerpo terrenal. El parecido entre la muerte y el soñar es tan grande que así como el soñador crea inconscientemente escenas, acontecimientos, personas y paisajes, así también el espíritu inconsciente e involuntariamente construye su propio pequeño mundo. Cada movimiento de su pensamiento se resuelve simultáneamente en un movimiento de su contorno. El poder inconsciente e involuntario de atención selectiva hace y deshace su nueva experiencia.

    Aunque el estado espiritual se parece a del soñador, hay sin embargo algunas diferencias importantes. En primer lugar, es mucho más prolongado. De acuerdo con el módulo temporal en el que ahora vive dicho espíritu, los años desaparecen rápidamente. En segundo lugar, el absurdo, incoherente e ilógico desorden que caracteriza la mayoría de los sueño no se repite aquí. Todo se presenta al espíritu de una manera ordenadamente correcta y lógica. Mientras el soñador no puede controlar sus fantasías, y generalmente experimenta un desordenado conjunto de episodios incoherentes, y figuras incongruentes, el espíritu, por el contrario, encuentra que su existencia es lógica y consecuente.

    Quienes han captado las implicaciones fundamentales del mentalismo sabrán que el mundo en el que el espíritu desencarnado se halla, aunque es imaginado, es, sin embargo, tan real y vívido, para dicho espíritu, como el mundo que acaba de dejar. Con todo, el nuevo mundo en el que ahora se encuentra, no es como sucede en el caso de la existencia terrenal, un bien compartido con todos los otros seres humanos. Por el contrario, es único y reservado. Sólo pertenece a ese espíritu. Igual que el mundo onírico el espiritual es un universo privado. Todas las metas concluyen en Dios. El espíritu ha comenzado su viaje de retorno a la Soledad de Dios, y esta primera etapa es una especie de precipitación en la soledad de su propia individualidad. Pero estar solo no es lo mismo que ser solitario. Está solo únicamente en el sentido en que realmente lo está un soñador con sus propias fantasías plásticas y figuras humanas, soñador que las vive como absolutamente verdaderas ya que le proporcionan horas de experiencia plena. Podemos así comprender cómo el espíritu ya no vive en un mundo público y común como aquel de la tierra. Se equivocan quienes consideran al mundo espiritual simplemente como una segunda edición glorificada del mundo físico.

    Los recuerdos que sobrevienen en el estado de vigilia, la vida onírica, la fantasía artística y la experiencia espiritual, todos ellos pertenecen a una misma y única especie general de existencia. Esta vida de después de la muerte es realmente un tipo de intenso recuerdo, en el cual el espíritu contempla sus propias visiones como si le fueran externas, visiones de gente y de imágenes y escenarios construidos subconscientemente por las ideas, sentimientos, tendencias y asociaciones de su vida física anterior. La misma experiencia humana sensorial de grandes multitudes sobre la tierra durante la vida, corresponde a una similar experiencia espiritual también de grandes masas. Sin embargo, esto no significa que todos los seres desencarnados experimenten un contorno espiritual común a todos ellos, sino que cada uno de ellos utiliza y reproduce comunes materiales, para la construcción de sus contornos privados.

    Ahora veremos que tanto la excepcional felicidad cuanto el sufrimiento excepcional sólo sobrevienen, en este mundo espiritual, a las almas excepcionales. La mayoría no es una excepción ni en el vicio ni en la virtud. En consecuencia, podemos afirmar que su vida espiritual no implicará una experiencia temible o, por el otro lado, una experiencia demasiado deslumbrante. Todo individuo corriente es una tibia mezcla del bien y del mal, y por lo tanto, no tiene por qué esperar ningún tipo de experiencia exagerada después de la muerte. Los "infiernos" de los débiles y los "cielos" de los virtuosos son por cierto muy populares. El viajero de este mundo espiritual muy probablemente se sumirá en un estado tal vez muy distinto del de un durmiente inquieto, un estado en que predomina la inconsciencia, pero interrumpido por espasmódicos fragmentos de conciencia semejante a la onírica. Durante estos prolongados períodos de conciencia, recobra gran parte de los mismos deseos, emociones y pensamientos personales que antes poseyó. No se produce en él ningún cambio sorprendente. Regresa a él su recuerdo del pasado. Le resulta difícil comprender que ha muerto. Porque, así como sus amigos habituales, su trabajo y sus placeres colman sus sueños comunes durante su vida terrenal, también estas circunstancias colmarán este prolongado y extraordinario sueño que es la existencia espiritual.

    Pero para quienes han sido especialmente virtuosos o particularmente depravados, hay seis estados totalmente conscientes en uno de los cuales el espíritu se ubicará, por un proceso de gravitación natural y de afinidad mental; tres de ellos son horribles, oscuros y desdichados, y los otros tres son buenos, brillantes y agradables. El séptimo estado intermediario se encuentra entre estas dos divisiones. Es aquel ya descripto y al cual la mayoría de la gente va cuando muere. Cada estado mide una diferente intensidad del carácter moral. Así, el estado inferior es una esfera de odio y debilidad, es decir, un repulsivo infierno, mientras que el estado superior es bienaventurado, es decir, un cielo piadoso. Las fuerzas de la atracción moral y de la repulsión moral determinan el carácter de las experiencias del contorno espiritual, y de sus contactos con otros seres.

    La cantidad de mentes ilustradas de Oriente o de Occidente que aceptan literalmente la creencia en horribles infiernos y pulidos paraísos, disminuye con cada década. La mayoría de nosotros prefiere cómodos sillones en nuestro actual escritorio que cómodos sillones en un cielo hipotético. Sin embargo, aunque no haya que tomar literalmente la verdad de estas historias sobre gloriosos paraísos y dolorosos infiernos, no por ello deben despreciarse. Por lo general se los considera verdaderos de manera simbólica, una vez que se los ha depurado de las fanáticas exageraciones que expresan las masas, y de las explotaciones piadosas con las cuales los ministros de la iglesia intentan adquirir poder sobre los ignorantes. ¿Qué verdades encierran dichas historias? La respuesta es que en los estados inferiores los espíritus se convierten en víctimas de sus propios egoísmos extremos y vicios exagerados; estados que evocan con el mismo poder dramatizador que posee la mente soñadora, una variedad de formas, figuras y episodios continuos de carácter aterrorizador. Viven rodeados por las esferas divinas, a las cuales pueden ascender con un simple cambio de pensamiento, y sin embargo, ignorando esto, esos espíritus permanecen hechizados en sus propias creaciones viciosas. Estas ilusiones, que los espíritus acogen cuando resultan momentáneamente atractivas, pero de las cuales procuran alejarse atemorizados cuando poco después se vuelven temibles, siempre comienzan con la promesa del cumplimiento de un deseo, pero luego concluyen con el tormento de negar este cumplimiento. La imaginación del espíritu se desgasta con estas luchas contra sus propios fantasmas, hasta que finalmente percibe la verdad de que el infierno es sólo el hambre de sus propias pasiones insatisfechas, y comprendiéndolo así renuncia a esas fantasías. Este acto le enseña a contener su agresividad y lo libera para lograr un estado superior. La primera y última lección es que el nuevo mundo no es un lugar geográfico sino una prolongada experiencia mental muy vivida. Y que igual que todas las experiencias mentales, contiene dentro de ella lugares geográficos. Y que como toda experiencia vivida mental, es real mientras dura. La verdad es que ni el cielo ni el infierno son realmente lugares, sino tan solo estados de la mente humana; que no se los puede ubicar en sitio alguno, y que todas las existencias posteriores a la muerte son puramente mentales en el sentido en que lo son las experiencias oníricas. Por ejemplo, la multitud de jóvenes y convencidos nazis que murieron, en la guerra —fanáticamente inflamados con las pasiones de crueldad, envidia y odio— fueron instruidos de la manera más eficaz. Se los sumió en una verdadera pesadilla en la que experimentan en forma prolongada las imágenes vivientes de las agonías que produ-jeron en otros. Se han convertido en las víctimas de sus propios pensamientos viles.

    Los cuadros del infierno que lo presentan como un reino sulfuroso de sombras no estaban por lo tanto fuera de su alcance para mantener a las multitudes ignorantes dentro de ataduras decentes. Los vívidos detalles de tortura y tormento de ese infierno, indican que las mentes de los clérigos que los pintaron comprendieron muy bien el poder inhibitorio de estas sugestiones presentadas a los ojos impresionables del populacho, particularmente la sugestión de que todo acto malo produce una retribución dolorosa. Quienes denunciaron la doctrina del purgatorio como mera superstición, sólo en parte tienen razón, porque han pasado por alto la necesidad mental de dicha sugestión, pero se han equivocado desde el punto de vista de quienes tienen a su cargo la instrucción moral de la humanidad. Debemos también recordar que dicho purgatorio, tal coma lo describimos aquí, es después de todo, sólo una condición temporaria. Si la gente que cree en la temible doctrina de la pena eterna tuviera el coraje o la capacidad para analizar su creencia metafísicamente, dejaría de prestarle fe.

    En los tres estados espirituales psicológicos que tienen afinidad con lo más puro y refinado del hombre, hallaremos la realidad del mejor aspecto de aquellos paraísos que la religión ortodoxa promete a sus devotos. Realmente ningún pensamiento vil ni ningún sufrimiento agudo pueden penetrar las bienaventuradas visiones piadosas de estas regiones, que colman las aspiraciones idealistas del hombre de una manera que pocas veces satisfizo la vida terrenal. Aquí los espíritus se encontrarán con sus seres amados, parientes o amigos. Si hay allí realmente amor los seres volverán a estar reunidos. Sin embargo, esto sucederá, desde nuestro punto de vista terrenal, sólo en el sentido en que dos personas que se aman se reúnen en un sueño. El uno penetra en el sueño espiritual del otro. En ambos casos, la segunda persona será real pero inconscientemente reconstruida por el espíritu para su gozo. Sin embargo, esto resultará tan vívidamente placentero para el espíritu, y el reconocimiento de los dos seres será tan gloriosamente espontáneo como en la vida terrenal. El espíritu en cualquiera de los siete estados se reunirá con otras personas y entrará en relación con ellas, pero esta gente son en realidad seres ideales y las relaciones son urdimbres mentales. Sin embargo, estos encuentros en los tres celestiales estados superiores son muy satisfactorios sentimentalmente.

    La fragancia de estas comuniones afectivas, de estos hermosos intercambios de pensamiento y sentimiento, duran mucho en esta maravillosa región. Ya que aquí, el tiempo se alarga en períodos dichosamente vividos, compensando así de alguna manera las miserias de las limitaciones que afligen la vida terrenal. Todos aquellos seres personal, cultural y éticamente superiores que no llegaron a ver realizadas sus esperanzas, hallan que en estas regiones espirituales dichas esperanzas se realizan. El secreto de esta gloriosa existencia nos resulta ahora conocido: es la creatividad del pensamiento trabajando en un nivel en el que no hay trabas.

    Lo que le acontece al espíritu a través de cualquiera de los estados del más allá está en gran medida determinado por la tendencia general o energía habitual de aquello que pensó, creyó y deseó durante su vida terrenal. No hay razón para que cualquiera pueda dejar de gozar, si lo desea, de sus gloriosos picnics en el paraíso. Un soñador puede llegar a conocer esos cielos bienaventurados, ¿por qué no podrá lograrlo el espíritu desencarnado? El estado de después de la muerte permite al hombre cumplir, por un tiempo limitado, su deseo dominante. Sus pensamientos y afectos inevitablemente gravitarán sobre la esfera mental más de acuerdo con ellos. Los filósofos asiáticos han afirmado que si las vacas poseen un cielo, éste será sin duda un prado de verde césped, y que el cielo de los perros estará cubierto de blancos huesos. Comprendemos esto cuando captamos que el mundo de la muerte es un mundo subjetivo y que se origina en la imaginación del propio individuo. Por lo tanto el devoto mahometano que espera hallar en el cielo todos los placeres prometidos en el Corán, sin duda encontrará dichos placeres, pero no por una eternidad como errónea-mente cree. Porque así como tiene que despertar cada mañana de los sueños de la noche, así llegará fatalmente la hora en que tenga que despertar de los sueños paradisíacos. Será cuando comprenda que toda esa experiencia, por duradera que haya sido, fue creada por su mente. Siempre hay un final para los sueños de la vida terrenal, y de la misma manera en algún momento culmina la actividad soñadora de la vida espiritual. Aun cuando se encuentre con sus seres amados en el estado de después de la muerte, será para tener que volver a separarse en un segundo momento. La naturaleza es inexorable. Por consiguiente es prudente conquistar la comprensión de que la unión duradera con otros seres existe solamente cuando se encuentra al ser duradero.

    El pasaje de este estado intermedio al estado siguiente, que es el del puro dormir sin sueños, está caracterizado por un desfallecimiento similar al que se produce en el momento de tránsito de la vida física al mundo espiritual. El espíritu penetra entonces y habita en una condición equivalente a la que conoció durante el sopor del dormir. Aquí halla un piadoso descanso del peso de la conciencia personal, una completa obnubilación de los recuerdos concentrados en el yo, alegrías y dolores que inevitablemente lo han acompañado hasta ese momento durante la existencia terrenal y no terrenal. La paz y alivio que el hombre encuentra intermitentemente durante unas pocas horas de su vida física en la noche, duran aquí ininterrumpidamente a lo largo de un extenso período.

    La etapa post mortem puede dividirse en tres períodos. El primero es un lapso en el que la vida onírica se sume en el lado oscuro de la existencia personal y los deseos innobles; la segunda sumerge la vida onírica en el lado más noble y superior de dicha existencia; la tercera constituye un descanso inconsciente y sin imágenes oníricas. Así el espíritu atraviesa sucesivamente las fases de la miseria, la felicidad y aquella que trasciende a ambos. La mayoría de los individuos pasan por alto la primera etapa y comienzan su carrera espiritual en un estado de conciencia intermitente dentro de una zona neutral indiferente.

    Una cuestión generalmente formulada se refiere a la posibilidad de comunicarse los espíritus a través de sesiones hogareñas o a través de médiums profesionales. La respuesta es que bajo condiciones anormales puede tenerse éxito en dicha operación. Pero en la mayoría de los casos es muy improbable que los espíritus conjurados resulten los de aquellos que se esperan. Los médiums en general ignoran el funcionamiento de las capas más profundas de sus propias mentes, ignorancia que a menudo les hace adscribir al espíritu palabras y visiones emanadas de ellos mismos.

    Ya hemos explicado que la Naturaleza conserva un registro perfecto de todo cuanto sucede en su vasto dominio. Si el médium es un genuino sensible como para transmitir telepáticamente emanaciones, puede captar fragmentos de identidad personal, descripción e historia del registro mental cósmico, y luego transmitirlos a sus clientes con toda sinceridad como definitivo mensaje de un espíritu, cuando realmente no se trata de eso. Repitamos que aunque se logre un verdadero contacto con un espíritu, el mensaje necesariamente será interpretado por el médium en términos de sus percepciones físicas comunes espacio-temporales, de modo que la seguridad respecto de que efectivamente se está produciendo la comunicación, es falsa.

    Pero el más serio inconveniente estriba en el hecho de que existe una especie de tierra de nadie, un cinturón psicológicamente criminal que rodea a la tierra y que contiene las criaturas más degradadas, desprovistas de conciencia y de verdad. Extrañas entidades perversas transitan estas fronteras de la muerte. La Naturaleza con mucha sensatez ha puesto una cortina entre nosotros y el mundo del más allá, y quien imprudentemente la atraviesa corre enormes peligros. Estos malignos espíritus realmente existen detrás de esta cortina, hecho que reconocen incluso los espiritualistas. Cualquier intento de mirar detrás de la cortina es intento de buscar dificultades.

    El moderno espiritualismo ha prestado un gran servicio a la humanidad convenciendo a la gente acerca de la verdad de la supervivencia, y consolando así a los afligidos, pero el público estaría más a salvo estudiando la literatura correspondiente, ya que el aspecto práctico no es aconsejable a todos, por ser un campo de investigación que debería reservarse a unos pocos médiums cuidadosamente elegidos, unos pocos investigadores prudentes suficientemente entrenados en los métodos científicos y en la técnica yoga, como para trabajar competentemente y sin peligros en semejante campo engañador y peligroso. Han existido en el pasado unos pocos espiritualistas honestos y devotos que han roto la dura cáscara del materialismo a favor de mucha gente, y que merecen el mejor crédito por haberlo hecho, y hay actualmente unos pocos espiritualistas a los que personalmente estimamos por las mismas razones, pero su número se pierde en la multitud de los que simplemente han sustituido una forma más sutil de materialismo, o que torpemente han abierto puertas por las que pasan los espíritus falsos, saliendo de sus perversos lugares, o que se han engañado atribuyendo a fuentes exteriores ciertas manifestaciones que solo correspondían a la capa más profunda de su propia conciencia.

    Por la gracia del Yo Superior o por la fuerza de un gran amor, a veces se produce una genuina comunicación a través de un médium que provoca un enorme alivio a la persona afligida. Pero quien se sienta tan desconsolado como para sentir la abruma-dora necesidad de entrar en esa comunicación, a pesar de las advertencias que hacemos aquí, debería recordar que el único método aconsejable es el de penetrar en ese mundo por los propios medios. Es además el único satisfactorio porque implica la propia experiencia personal, y no algo obtenido de segunda mano. Y esto puede lograrse únicamente en la quietud de la tranquilidad mental, o en la visión de un sueño. Lo primero requiere cierto adelanto en la meditación, mientras que lo segundo exige la práctica de un determinado ejercicio que debe realizarse antes de dormir, y que describimos en el capítulo XIV, "La Quinta Meditación". Un amor puro o una poderosa afinidad espiritual entre una persona desencarnada y otra viva, puede abrirse paso a través del mundo espiritual o viceversa. Verdaderamente un profundo afecto noble entre dos personas conquista el abismo que separa la vida de la muerte, y no sólo proporciona pensamientos cariñosos de aquel espíritu desencarnado hacia la persona viva, no sólo la sensación de su personal presencia frente a la mente sensible, sino que también en momentos de peligro puede provocar una reacción espontánea, un gesto protector que puede eficazmente salvar a la persona viva de dicho peligro. No es útil decir que el amor conquista todas las cosas, porque en la base misma del universo está este maravilloso poder unificador. Pero dicha comunicación sólo es posible, por la naturaleza de las cosas, durante un período limitado. Cualquier intento de convertirlo en una práctica que dure toda la vida, es pedir demasiado a la Naturaleza, y puede conducir a consecuencias indeseables.

    El recién llegado espíritu verá su vieja casa, su pueblo y su familia, pero no sabrá que se trata de figuras y escenas creadas por su propia mente. No serán las verdaderas figuras y escenas del mundo físico. Porque la comunicación con ese mundo real es para el espíritu tan antinatural y desusado como lo era en la vida terrenal comunicarse con el reino de la muerte. Así pues, un cambio en el nivel espacio temporal elegido, transforma todo el universo del ser. Así como los hombres vivos no captan comúnmente a los muertos, así también éstos no tienen conciencia de las personas vivas. Pero de la misma manera que un vivo puede algunas veces ver una auténtica aparición de un muerto, o intuir una genuina comunicación de este tipo, de igual modo puede ocurrir lo contrario.

    Señalamos en La Oculta Enseñanza Más Allá del Yoga, que los sentidos del tiempo y del espacio están expandiéndose en el hombre. Pero esta es sólo la mitad de la historia. Porque tales sentidos están además contrayéndose. El hombre está explorando universos diminutos que son tan increíblemente pequeños como increíblemente vastos son los mundos macro cósmicos. Tiene que medir la rapidez del movimiento de la luz y calcular la inconmensurable edad del universo. Su mente tiene que subir y bajar recorriendo toda la escala cuando trata de comprender su contorno, a tal extremo que toda su concepción del tiempo y del espacio tiene que adquirir igual elasticidad. Podemos así deducir fácilmente que existen innumerables estratos posibles de la existencia mental, todos los cuales han de ser relativamente reales para los seres conscientes que los habitan. Por consiguiente si nuestra idea del "aquí" y el "ahora" cambian, también tiene que cambiar necesariamente el mundo particular que depende de esos conceptos. El tiempo y el espacio son elásticos. Difieren para los diferentes seres en distintos planos. No existen espacio y tiempo fijos. Jamás tenemos conciencia de ellos sino sólo de nuestras percepciones espaciales o temporales que son variables. La teoría matemática de la relatividad ha demostrado que son concebibles diferentes tipos de espacio, pero la teoría mentalista de la relatividad demuestra por qué son concebibles. En consecuencia, quienes enseñan que los innumerables huéspedes de los espíritus están en continuo contacto y observan el mundo físico, enseñan algo que no puede ocurrir en el esquema de la naturaleza. Pues cuando dejamos de ser crédulos, y comprendemos el mentalismo, también entendemos que el tiempo y el espacio son las formas bajo las cuales percibimos el mundo. Los diferentes tipos de criaturas vivas tienen diferentes tipos de percepciones espacio-temporales. Si tales diferencias existen entre las criaturas vivas limitadas a nuestro mundo físico, ¿cuánta mayor diferencia existirá entre las criaturas muertas en la percepción de un mundo totalmente diferente? Cada criatura sólo puede poseer una experiencia en relación con su propio nivel particular de percepción espacio-temporal. Afirmar que todos los millones de habitantes del mundo espiritual coparticipan conscientemente con nosotros en este mundo físico, equivale a afirmar lo que metafísicamente es imposible. Creer que miles de ojos fantasmales están constantemente espiando la vida privada de los vivos, puede ser una creencia feliz para una persona ingenua, pero resulta repugnante para un hombre refinado.

    Todas las descripciones del mundo del más allá que producen la impresión contraria son inexactas simplemente porque han sido hechas desde fuera. El espíritu por lo general no comprende que su mundo es onírico. Cada espíritu tendrá su propio mundo privado como cada soñador posee el propio. En consecuencia, ha de haber tantos millones de mundos espirituales como almas hay en el otro mundo. Por lo tanto sólo podemos describir con cierta exactitud la condición psicológica del espíritu, no su contorno particular. Quien haya seguido cuidadosamente estas explicaciones comprenderá por qué es imposible hacer un informe científicamente auténtico de todo cuanto ocurre a un espíritu individual. No podemos hacerlo, como también nos es imposible atravesar la silenciosa playa del dormir pretendiendo describir luego los sueños que otras personas tienen. Todo cuanto podemos hacer aquí es proporcionar un esquema general de la condición psicológica en que se halla el espíritu, y el destino general que enfrentan lodos los espíritus al final de un período determinado.

    La clave principal para comprender la experiencia psicológica del morir, consiste en recordar siempre su parecido con la experiencia onírica o con el dormir. La mente es inmortal. Permanece intocada a pesar de la disolución del físico. No tenemos más razones para temer su muerte cuando es destruido el cuerpo, que las que poseemos para temer la extinción de dicha mente cuando nos retiramos a dormir por la noche. El dormir afecta al cuerpo pero deja a la mente en plena actividad cuando hay experiencia onírica o en actividad potencial durante el profundo dormir. La muerte actúa sobre el ser humano de una manera bastante parecida, y las experiencias que sobrevienen al alma después que la carne ha concluido con su existencia viviente, no son otra cosa que prolongados sueños vividos, o un profundo dormir inconsciente. Si podemos tocar y ver cosas y gentes sin la ayuda de la carne durante un sueño ciertamente podremos hacerlo también durante la llamada muerte. Y si podemos tener un descanso benigno, que nos aleje de la agitación y angustia de la existencia personal, en una etapa posterior y más profunda del dormir, por cierto podremos gozar del mismo descanso en una etapa posterior y más profunda de la muerte. Aquello que en nosotros sobreviene en el sueño y en el dormir durante la vida terrenal, sobrevivirá asimismo en el otro mundo. ¿Por qué habríamos entonces de temer? Si, con todo, insistimos en creer que hemos de perecer, lo que significa que insistimos en identificarnos con el pensamiento del cuerpo antes bien que con su Pensador, entonces debemos aceptar el temor y los sufrimientos que derivan de las concepciones equivocadas.


    EL ESPECTÁCULO DEL CAMBIO


    Así es la humana experiencia que sigue a la muerte física. ¿Cuál es su significado metafísico? Sobre todo, prima la circunstancia de que tanto el diminuto hombre cuanto el vasto universo que lo rodea, están sujetos a constante transformación. Su propio cuerpo es testigo mudo de este hecho irrefutable. El niño de espalda erguida, suave piel, rosadas mejillas y oscuro pelo, visto por alguien que regresara después de dos generaciones, se habrá convertido en un anciano encorvado, de piel arrugada, y rostro lívido. Su vida ha sido un relato de energías, funciones y aspectos que luego de alcanzar el cénit de sus encantos, han decaído hasta su nadir desprovisto de gracia. Cuando todos los cambios físicos culminan en una crisis final, sobreviene lo que llamamos muerte. ¿Pero qué otra cosa son aquellos cambios anteriores sino pequeñas muertes menores? ¿Acaso no muere el infante para convertirse en niño, y con la desaparición de éste no nace el hombre? ¿Acaso no prueba la fisiología que cada siete años el cuerpo se transforma totalmente, renovándose por un proceso de evolución celular? Incluso mientras la ciencia revela que la alteración química del cuerpo físico es incesante, la propia experiencia revela al hombre que los cambios de su pensamiento son paralelos al cambio físico. Si lo primero no fuera cierto, los tejidos y los huesos no mostrarían ese lento endurecimiento e imperceptible espesamiento que sobrevienen con la edad, mientras que si lo segundo fuera falso, el hombre no se preguntaría, a propósito de su propio ser, lo que pareciera un resultado final de años anteriores: "¿Cómo pude llegar a ser tan diferente? ¡Parezco un extraño!".

    Podemos ver a través del microscopio cómo la célula sanguínea individual tiene una vida de alrededor de un mes, y luego muere en el bazo. Así el hombre vive gracias a la muerte de sus propios glóbulos sanguíneos: éstos deben morir para que el campo sobreviva. Todo fragmento de tejido muscular, cada filamento nervioso y toda fibra muscular están gradualmente muriendo a diario, pero no nos detenemos a observar estas muertes menores que afligen al cuerpo; sólo relativamente la muerte final es más importante que estas muertes anteriores. Todo esto constituye una serie ininterrum-pida de transformaciones que son inevitables y naturales. El desgaste de nuestro cuerpo se produce por un proceso férreo de la Naturaleza, contra el que nada pueden nuestro deseo o voluntad.

    La juventud desaparece, como la luz de un cielo oscuro, y sobre nuestros cuerpos físicos cae la vejez como copos de nieve. La mano de la muerte toca sin piedad todas las cosas. ¿Quiénes o qué cosas han escapado de ella? La pequeña planta que deviene un robusto árbol no puede evitar el lento decaimiento o la postrera destrucción. La flor muestra su hermoso rostro perfumado sólo para marchitarse miserablemente. Si recordamos los innumerables millones de animales y seres humanos que han vivido y muerto, bien podemos pensar que nuestro planeta es un gigantesco cementerio. Y, sin embargo ¿cuántas personas, entre estos millones de seres que se fatigaron tras una vida apasionada se detuvieron a pensar que la muerte les seguía los pasos? Puesto que sólo el hombre que dedica algunos momentos de su vida a la reflexión, despierta frente a la triste inestabilidad y deprimente transitoriedad que penetra la sustancia de toda existencia humana. Casi todos los seres conscientes están sumidos en el temible flujo del tiempo, que les proporciona una ficticia sensación de que la muerte es algo remoto. Tan fuerte es la ilusión arraigada en sus mentes, que insensatamente consideran permanente lo que sólo puede existir durante un período limitado y no cambian de punto de vista, aunque la Naturaleza está todos los días marchitando todas las cosas y llevándose a las criaturas, ante sus mismos ojos.

    En todas partes ocurre el mismo proceso. Innumerables ríos se pierden todos los días en los grandes océanos y éstos a su vez constantemente mueren en el vapor atmosférico. Los cuerpos de plantas y animales establecen círculos de intercambios de carbono y nitrógeno durante su crecimiento y decadencia. Todas las formas vivas del planeta están comprometidas en una corriente perenne de transformación que abarca la rueda giratoria de la vida y la muerte. Los fósiles son las únicas formas orgánicas que duran cientos de miles de año, pero incluso ellos deben morir cuando les llega su tiempo. Hasta las partículas de la silla en que nos sentamos, y que parece inerte, están minuto a minuto transformándose, pues de lo contrario no podría mostrar la vejez que la acosa después de algunas centurias, como se observa en los objetos conservados como reliquias históricas, pero el proceso de cambio de esta silla es tan lento que resulta imperceptible a nuestros sentidos. Es un proceso que el velo del tiempo oculta a nuestros ojos, porque las transformaciones de las partículas de la silla, no se manifiestan de inmediato a nuestros ojos. ¿Hay algún momento, por lo tanto, en que pueda decirse que la materia de la silla es estable? Si así fuera, no podríamos siquiera determinar su duración, pues el presente se diluye constantemente en el pasado. Tan pronto algo es, está dejando de ser. Su desaparición es el surgimiento de un instante nuevo e igualmente incalculable. El tiempo mismo ejemplifica así, el fluir universal, el constante movimiento cósmico, la caducidad omnipresente, que no son más que otros nombres de la muerte.

    La vida de toda forma sobre la tierra fluye permanentemente, es un fenómeno pasajero tan frágil como un fino cristal, y tan efímero como el polvo que levanta el viento. El oscuro sello de la mortalidad está estampado en todos los cuerpos, ya sea el de un gusano insignificante, ya sea el de un gran potentado. Desde los altos Himalayas, hasta el lecho de los océanos; desde la célula protozoaria hasta el vanidoso hombre, todos están sujetos al proceso interminable, ordenado por la divinidad, del nacimiento, desgaste, disolución y muerte. No hay escapatoria a dicho flujo, que es la primera y última característica de toda existencia. Ya se trate de una raza humana o de una cadena de montañas, toda cosa con forma propia surge tan sólo para caer víctima de esta férrea ley de su propia apariencia. Este mismo planeta que insta a sus dimi-nutos habitantes a construir los altos edificios de grandes civilizaciones, deberá, algún día, como la ciencia lo sospecha, declinar y disolverse en la nebulosa cósmica.

    En un grupo de ruinas tumbadas a pocos kilómetros de Lahore, en la India, y en medio de un cúmulo de rojas piedras levantado en un patio de mármol, hay un sarcófago destruido. Ostenta una breve inscripción: "Aquí yace Jehangir, Conquistador del mundo". ¿Dónde están ahora tus conquistas, oh, Jehangir? ¿Dónde estás tú mismo? ¿Acaso esto no ejemplifica los versos del persa Ornar?

    Pensamos en esta destruida posada, cuyas puertas fueron franqueadas día y noche, y que un sultán tras otro, con toda su pompa, habitó durante una o dos horas para luego marcharse.

    Sólo la música, reina de todas las artes, puede expresar mejor que las palabras, esta patética concepción de la triste mutabilidad de la existencia terrenal. Los sobrenaturales acordes mágicos de la Cuarta y Quinta Sinfonía de Tchaikovsky expresan esta verdad. ¡El cambio es la única cosa cierta que no cambia! Es asimismo la suprema característica de todas las formas vivas, por muchos que sean los placeres que disimulen su transitoriedad, y por más que desaparezcan las antiguas doctrinas de Heráclito y de Buda. Este incesante movimiento del universo bien puede hacernos sospechar que el Cambio en sí mismo sea la suprema realidad.

    ¿Cuál es la ley que sustenta estos efímeros espectáculos, estos interminables cambios? Para hallar una respuesta, preguntemos ¿cuántos cientos de gusanos son comidos por un pájaro durante su vida, convirtiéndose así en partes mismas del propio cuerpo del ave? ¿Cuántos cientos de pájaros muertos han sido devorados a su vez por insectos que así han asimilado esos cuerpos para integrarlos a los propios? ¿Y cuántos gusanos, pájaros e insectos se han desintegrado en la tierra para fertilizarla, servir de alimento a nuevas plantas y grandes árboles, cuyas formas han absorbido la sustancia de aquellos gusanos, pájaros o insectos? Pensemos también que el tren que confortablemente nos lleva de una ciudad a otra, consume carbón que es el residuo de árboles muertos hace millones de años, los cuales reviven así en forma de energía que pone en movimiento la locomotora. Este incesante intercambio de partículas, no sólo de un mismo cuerpo, sino también entre diferentes cuerpos significa que nada puede realmente reclamar como propia ni la más simple partícula del cuerpo que sustenta su nombre. Por el contrario, cada partícula pertenece al Todo. ¿Dónde está, físicamente, la verdadera muerte, en este proceso de constante destrucción seguida de continuo renacimiento? ¿No es más bien un incesante movimiento de vida? ¿Acaso la muerte no es, en última instancia un proceso de cambio crítico, gracias al cual la vida pasa de una forma a otra? ¿Acaso todo cuerpo que muere no renace de alguna manera en alguna parte, bajo una distinta forma?

    Así pues, el curso de la Naturaleza gira infinitamente. Si destruye es porque necesita crear cosas nuevas. Esto es cierto respecto de cualquier parte de su dominio, ya se trate de la vida y destino humanos, o de las tierras y aguas del globo; ya sea de las co-rrientes cíclicas de la historia humana, o bien se trate de la alta o baja marea de la historia animal. La destrucción y la muerte no son sino elementos de su juego; en última instancia son sólo ilusiones, si bien muy a menudo, dolorosas ilusiones para quienes las soportan. Siendo el universo lo que es, la muerte no puede separarse de la vida, ni la destrucción de la creación. Las convulsiones de la Naturaleza, que arrollan todo un continente con mareas monstruosas o lo hunden con un terremoto, son parte de la obra de la Mente Universal no menos que el poder creador de la Naturaleza, la cual hace florecer millones de magníficas flores. Así la Mente Universal crea, sustenta y destruye el universo, en un sentido materialista, aunque ahora comprendemos que estos tres procesos no son otra cosa que apariencias, en un sentido mentalista.

    "Nada en el mundo desaparece, y la muerte no es la destrucción sino sólo el cambio y transformación de las cosas", son las irrefutables palabras inscriptas en un antiguo papiro egipcio. Que la muerte existe es sólo una verdad a medias. Ya que adquiere sentido únicamente gracias a la presencia de la vida. Y también la vida carece de significado a menos que se la considere unida a su gemela la muerte.

    "El rudimentario universo esperó a que apareciera la vida", clamaban los pensadores científicos del siglo pasado. Imaginaban un planeta girando en torno a su encendida órbita a través del espacio vacío, durante millones de años, hasta que apareció la primera entidad viviente, en forma de gelatina, nacida en las calientes arenas de costas oceánicas, bajo torvas nubes que perpetuamente cubrían el violento cielo.

    "¡Pero jamás hubo un universo muerto!", afirman muchos de los científicos de nuestro siglo, a la luz más cierta de sus conocimientos más exactos.

    Así nos acuna un gran misterio y somos cremados en uno mayor. Ya que las largas y admirables explicaciones de la ciencia son explicaciones de los procesos físico-mecánicos que acompañan al bien recibido nacimiento y culminan en la mal recibida muerte; ni siquiera tocan el borde del evasivo traje de la vida misma: el elemento único que ha pasado de cuerpo a cuerpo, de ascendiente a heredero, de padres a hijos, como pasa el fuego de antorcha a antorcha en los antiguos juegos Olímpicos de Grecia.

    La actividad del universo cumple un ciclo perpetuo porque tal es el fundamental significado de la manifestación. Cuando nos asomamos al espectáculo del proceso universal, de la manera como lo estamos haciendo aquí, surge con preeminencia incuestionable el hecho de que se trata de un proceso viviente. Su realidad permanente estriba, no tanto en la sorprendente multitud de formas que van y vienen cuanto en el hecho de que están vivas. La carne es siempre símbolo de algo más que la carne. Si la muerte es sólo una transformación y no una anulación, si la corriente de la vida fluye sin detenerse a través de miles de formas distintas, todo esto apunta a la permanencia de la corriente misma. Podrán disgregarse innumerables cuerpos físicos y reducirse a polvo hasta desaparecer de nuestra vista, pero los nuevos cuerpos que ellos fertilizan antes y después de la muerte, representan un tipo de continuidad de la corriente vital. Llegamos así a la concepción de que la vida propia de todos estos cuerpos ha de ser por fuerza algo aparte, autosuficiente, y, además, permanente.

    ¿Podemos adjudicar algún principio o fin a esta corriente de vida universal? No podemos hacerlo. Pues aunque rastreemos la más remota y primitiva forma concebible, comprendemos que ésta debió haber heredado su existencia de otra forma precedente. La cual a su vez, debió originarse en una anterior. Manteniendo una constante actitud crítica, siempre retrocederemos un poco más, a través de series de cuerpos interrelacionados, pero sin poder llegar en momento alguno a un final aceptable. La chispa vital que arde a través de todas estas series no tiene comienzo ni fin. El principio vital es más vasto que las formas que adopta. No muere con ellas, de la misma manera que un río arrastra ininterrumpidamente muchas cosas sobre su superficie, sin que ello signifique una interrupción de su propia existencia. Es el factor común de todas las innumerables y pequeñas vidas individuales, que cumplen con su pequeña vida; es el principio único y estable implícito dentro de esas vidas y que las sobrevive. Es su oculta fuerza impulsora. Sin embargo, es tan absolutamente evasiva, que no podemos captarla con nuestra capacidad física o mental, porque es tan misteriosa como una algebraica X: símbolo de una desconocida cantidad que en realidad existe pero que aún no ha sido descubierta. La esencia de la vida nos esquiva porque es infinita e incondicionada. Aunque está presente en todos los átomos, y en todos los individuos, no es en sí, atómica o individualizada. Está presente en el ojo, por ejemplo, y sin embargo, ningún ojo finito podrá jamás percibirla.

    Cuando tenemos en cuenta las innumerables épocas que dieron nacimiento a seres conscientes; cuando recordamos las infinitas series de diversas existencias por las que hemos debido pasar; y cuando finalmente consideramos la inconcebible infinitud de la corriente vital, nos vemos forzados a sacar la conclusión de que dicha corriente vital es la única realidad, la única eternidad verdadera. Pero la vida es melliza de la mente; siempre hallaremos un proceso de inteligencia junto a ella. Vida y mente son inseparables. Así pues, la mente es igualmente real y eterna. Si toda criatura encarnada está sometida a la muerte que eventualmente sigue al nacimiento, y sin embargo posee una esencia vital que no está sujeta a la limitación de dicha muerte, entonces se vuelve inteligible nuestra experiencia de un fluir constante de transformaciones. Ya que nosotros sabemos que se trata de cambios sólo a través del contraste subconsciente producido por esa experiencia de cambio aunada a la existencia del inmutable observador oculto, que está siempre presente. Y lo que no cambia no muere. Así, la idea misma de la inmortalidad surge en nosotros porque verdaderamente existe un principio inmortal dentro de nosotros mismos.

    ¿Existe algún ejemplo que nos ayude a comprender estos puntos tan difíciles? Veamos una analogía muy aclaratoria. La ciencia afirma que nada hay en el universo que no esté sometido al movimiento constante, desde el inmenso sol cuyo movimiento es duplicado por la Tierra, hasta la infinitesimal partícula de polvo, que apenas puede mostrar el microscopio pero cuyos protones giran a velocidades increíbles. El movimiento es, pues, la herencia de toda existencia. Y el movimiento significa que algo pasa de un determinado punto del espacio a otro punto, en un lapso de tiempo. De esta manera nos vemos obligados a reconocer, con Einstein, que Espacio, Tiempo y Movimiento, son inseparables. Por lo tanto, todo lo que se mueve lo hace en un espacio —ya sea una diminuta molécula, ya sea un vasto sistema solar—. Y como su trayectoria es finita, no puede, al final, eludir su punto inicial, al cual debe regresar, de modo que todo movimiento es de ida y vuelta. Toda cosa en movimiento vibra hacia atrás y hacia adelante, no interesa que dicho balanceo dure segundos o siglos. En la actividad de un océano agitado por el viento hallamos un ejemplo de lo que realmente significa esta vibración. Ola tras ola navega hacia adelante, y cada una de ellas parece una masa de agua separada, al subir hasta una cresta para luego caer en una depresión. Pero la física nos dice que nuestros ojos se engañan y que en todo momento es la vibración la que pasa de una ola a otra. Cada ola individual está constantemente muriendo y volviendo a surgir. Lo único que existe en forma constante y continua es el océano como totalidad. La vida universal, vista a través de sus innumerables formas manifiestas, está constantemente penetrándolas y abandonándolas, como el agua en las olas, pero contemplada desde su idiosincrasia real, ella es, en sí misma eternamente constante y homogénea como el océano. Esto es sólo un ejemplo, por supuesto, y no debe tomarse al pie de la letra.

    Los antiguos comentaristas de la doctrina ocultista, de Asia, Africa y América, simbolizaron la fundamental verdad respecto de la original unidad y eterna renovación de la vida por medio de la representación gráfica y la leyenda de una serpiente enroscada. Porque cuando esta criatura se desprende periódicamente de su vieja piel, recupera su vigor cubriéndose de una nueva. Este símbolo tan exacto nos habla de la repetida reencarnación de todas las cosas vivientes individuales, así como también de la constante transformación que sufre la misma Naturaleza inanimada. Cuando una serpiente descansa en su guarida subterránea, por lo general se enrosca sobre sí misma en forma de círculo. Ahora bien: no es posible señalar dónde comienza y termina un círculo, como tampoco sería posible señalar cuándo comienza la eternidad ni dónde empieza y termina el espacio. No sólo la vida regresa al punto donde surgió; también el movimiento universal entero es circular. La Tierra gira sobre su eje, y cuando contemplamos el firmamento vemos cómo los cuerpos celestes giran en torno a sus respectivas órbitas. Es por esto que los antiguos maestros emplearon la giratoria svástica para simbolizar el eterno movimiento vibratorio del cosmos, y la serpiente que devora su propia cola, como sugestivo emblema de la autorrenovación del cosmos, al mismo tiempo que utilizaron ambos símbolos como expresión de su eternidad y su infinitud.

    Si la vida es una presencia universal, no podemos restringirla a las formas que aparecen ante nosotros —formas que sólo captamos a través de nuestras limitadas percepciones—. Por lo tanto, no sólo tienen vida aquellos seres que ostentan un aspecto vital. El universo no puede producir cosas muertas, aunque un mineral o un metal parezcan inertes. La división química de las formas en cuerpos estructurados y sustancias inorgánicas; la clasificación biológica de la Naturaleza en materia animada y materia inanimada, e incluso, como lo estamos demostrando, la división psicológica de la mente en consciente e inconsciente, sólo pueden ser aceptadas con fines prácticos, pero no corresponden a una verdad científica. Tarde o temprano, tales clasificaciones serán consideradas como totalmente arbitrarias, y ello acontecerá cuando las más recientes investigaciones hayan sacado todas las conclusiones pertinentes. El incesante movimiento inter-atómico bastaría para demostrar que toda sustancia es sustancia viva, que no hay nada en el universo que esté muerto, cualquiera, sea su aspecto. Hasta las grandes rocas crecen o decaen con el tiempo, como muy bien lo demuestran los fósiles conservados en su seno, demostrando que el mundo cumple un proceso vital y que la Tierra no es un cúmulo de materia muerta.

    Desde el punto de vista del mundo como sucesión de potencialidades kármicas que surgen determinándose mutuamente en interminables series, es fácil entender que dicho mundo es un proceso continuo y no algo fijo. El universo está vivo y vibra eternamente. La muerte sólo roza su superficie y es la entrada a un nuevo nacimiento. El Cambio no es en sí mismo, otra cosa que una manifestación de lo Inmutable. Tal es el significado de la procesión de constantes cambios que nos rodean. Y puesto que el principio de la vida es un poder que pertenece al principio de la mente, cuya esencia es inmortal, incluso nuestro individual desconocimiento de tal existencia no nos priva de nuestra cuota de inmortalidad. Si la muerte, en su sentido individual e inmediato nos rodea por todos lados, no es exagerado afirmar que la muerte, en su sentido último y general, es una noción totalmente ajena al hombre que tenazmente busca el sentido del universo, y que valientemente enfrenta las dudas que surgen en este camino.

    Toda forma existente, es decir, que pueda percibirse a través de tres de nuestros sentidos corporales, por su misma índole debe diferenciarse de toda otra forma, pues de lo contrario no tiene existencia real. Tiene que estar separada. Debe soportar una forma determinada. Y necesariamente, posee largo, ancho y profundidad, es decir, forma espacial. Pero en toda experiencia el espacio incluye el tiempo y viceversa. Cada idea es parte de un todo que la incluye y que puede expresar una categoría espacio-temporal. Espacio y tiempo son inseparables. Y es el proceso del cambio el que nos brinda la idea del tiempo. Por tanto, toda forma está incluida también en el tiempo. De aquí podemos arribar a la conclusión de que todo aquello que asuma una forma representable en la mente, y todo aquello que exista en una serie temporal —ya sea nuestro cuerpo o los objetos que lo rodean—, se convierten, finalmente, en víctima de este proceso de eterno cambio. Lo cual significa que dicha forma es por fuerza efímera y transitoria. Tal es la permanente ley de la Naturaleza. La muerte —como la forma de cambio más crítica— es el pesado, pero imprescindible precio que todo ser encarnado debe pagar por vivir en este mundo espacio-temporal. Pero no es la muerte la que tiene la última palabra. Pues la verdad doble de toda esta cuestión es que lo que no tiene forma ni dura en el tiempo, lo que “Es” más bien que lo que “Está Siendo”, también es inmortal.

    ¿Qué soy yo? es, consecuentemente, una pregunta cuya respuesta está ligada a la fundamental distinción entre el ser humano tal como lo entendemos habitualmente y su última esencia oculta. Hay ciertos aspectos de su ser obviamente transitorios, a los cuales podemos agrupar bajo la común denominación de persona, pero aquello que surge de dichos aspectos, va más allá de nuestra comprensión común. Aquí hallamos la mayor dificultad, porque la vida ordinaria y la educación convencional no proporcionan ninguna base para el concepto de una existencia que trascienda la relatividad y la personalidad. Es también debido a esta incapacidad para ampliar el horizonte mental que permitiría captar este concepto, que los hombres terminan generalmente degradándolo; a ello se debe su ansia por perpetuar la vida personal después de la muerte, sin comprender que todos sus defectos y limitaciones por fuerza los acompañarán también en la otra vida.

    Estos estudios demostrarán, más adelante, que la meta final de la vida es la plenitud colectiva y no personal. Quienes aspiran a lo contrario están condenados a la desilusión. Ello no significa que estemos condenados a la miseria. Puesto que el hombre posee una fuerte personalidad, también en la realización del Yo Superior exis-te una satisfacción elevada, si bien menos estimulante. Todas las satisfacciones personales, son, por su misma índole, transitorias, mientras que la que surge de este Yo Superior es, de acuerdo con su propia naturaleza, la única permanente. "No alimentéis el irracional deseo de que lo cambiante se vuelva inmutable", reza el sabio consejo de un texto chino, “La enseñanza desde la plataforma”.

    A la pregunta: "¿Es esta vida inmortal, libre del tiempo y de la forma, algo más que un mero concepto teórico? ¿Es acaso una realidad?", la Filosofía contesta con voz firme: "Sí. Realmente existe. Es la realidad. Este principio universal existe en todo hombre, y constituye su individualidad superior". Porque posee el poder de manifestarse como algo cambiante sin cambiar en sí mismo, debemos darle el nombre de principio y no de persona. Es por cierto el principio de toda nuestra vida y de toda nuestra conciencia. En ninguna parte del cosmos se presentan vida y conciencia separadas. La una no existe sin la otra. Todo cuanto vive, ya sea una planta o un animal, tiene su propio campo de conciencia.

    Ello es así porque no es la vida la que produce la mente, como afirman los materialistas, sino la mente la que origina la vida. La mente está en la base de todas las cosas. La vida no es más que su aspecto dinámico y, por consiguiente, la mente es indestructible. Los metafísicos de Oriente y de Occidente han perdido mucho tiempo, creando muchos problemas ficticios e innecesarios, al diferenciar las cosas de sus propiedades, al separar la sustancia de sus atributos, estableciendo así divisiones que jamás existieron. Esto ha desembocado en el error de creer que la energía puede tener algún significado fuera del de ser una abstracción teórica; se la consideró aparte de la mente, como si ésta pudiera existir separada de su particular idiosincrasia activa. El mundo no es sólo una idea: es también una actividad. Y lo es porque la mente posee su propia energía.

    El mentalismo afirma que es el pensamiento el origen de la cosa física. Y puesto que todo pensamiento es un constante fluir, por ser una sucesión de momentos conscientes, todas las cosas son captadas como si fueran un constante fluir de vida. ¿Pues, cuál es la primera característica de cualquier pensamiento? ¿No está acaso siempre y sin excepción, condenado a morir y a desvanecerse tan fatalmente como surgió? Puede vivir unos pocos segundos como una fantasía interna, o unos años como objeto exterior, pero sin duda morirá. Toda cosa plasmada no escapa a esta relatividad perpetuamente marcada sobre toda existencia terrenal, y esta relatividad es sólo explicable sobre la base de su índole mental. Todo pensamiento que desaparece contradice su propio primer surgimiento. Además, la estabilidad de las cosas materiales es contradecida por el descubrimiento de que son construcciones mentales. Ni en las cosas ni en los pensamientos existe finalidad alguna. Ya que la forma de las cosas desaparece, y su realidad interna escapa a la percepción mental.

    El mentalismo nos asegura que tanto los pensamientos experimentados como externos, es decir, las impresiones sensoriales, cuanto los que se perciben como internos, a saber, lo que todos están de acuerdo en considerar como pensamientos, por lo tanto, las imágenes que se presentan a la mente como cosas físicas, y las que aparecen como propias fantasías, son creaciones de nuestra actividad mental. Las primeras parecen permanentes y las segundas, efímeras, pero tales diferencias surgen más bien de la captación engañosa de la conciencia que de cualquier otro factor. Ya que es una mera diferencia temporal, y el tiempo es simplemente una forma de la conciencia. Las imágenes exteriores y las interiores son sólo dos distintas formas de una sola actividad básica. Este misterioso principio mental que permite la aparición de tales imágenes no sólo no es contradecido por tales apariencias, sino que además debe ser, relativamente, base permanente de tales imágenes. Así, ni es contradecido por los cambios de su propia naturaleza, ni por ningún tipo de cambio posterior de la experiencia humana. Por consiguiente, todas las formas materiales, y todas las creaciones mentales, puesto que están sometidas a la muerte, reciben el nombre de "lo contradictorio", en esta escuela de pensamiento, que, por contraste denomina "lo no-contradictorio" a la mente que es la esencia perenne de "lo contradictorio". Esto demuestra que dicha doctrina da una definición de la mente sin referencia material. Por debajo de los cambios hay algo que jamás cambia, algo que incluye en su seno esos cambios. Lo que se expande a nuestro alrededor en forma de mundo físico, y aquello percibido como mundo interno ideal, o mundo del pensamiento, constituyen una unidad. Esta posición parece implicar una curiosa dualidad. Intelectualmente, esto es necesariamente así, pero la conciencia filosófica no lo acepta de la misma manera. Porque ésta descubre la visión ultramística que realmente unifica toda experiencia. Para esta visión desaparece toda contradicción entre apariencia y realidad. Por eso se dice que es el goce del "yoga de lo no contradictorio", el precio inmortal de aquellos avanzados métodos del yoga que procuran penetrar la captación de esta sublime unidad.


    RENACIMIENTO


    Pero he aquí una voz de protesta: "¿Qué significan para nosotros todas estas abstracciones impersonales? Mientras la muerte entona su triste melopea sobre el planeta, destruyendo con su canto miles de destrozadas bestias, ¿dónde está la esperanza dé la humanidad? ¿Radica ésta en el todo universal, en la nada personal? ¿Es la criatura inmolada por siempre en el altar de la especie, de la raza? ¿Debemos aceptar las consecuencias de esta escalofriante verdad que tanto ofende nuestros sentimientos humanos?" Son razonables estos lamentos, pero recordemos que si la vida está signada por la transitoriedad, también lo está la muerte. La una es siempre un prefacio de la otra. Si bien todo pasa y cambia, esto sólo acontece porque se transforma en otra cosa.

    Advirtamos también lo que pocas veces se toma en cuenta: que si la criatura es inmolada en aras de la evolución universal, el universo mismo es inmolado a favor de la evolución de la criatura. El universo no es inútil. Las experiencias que proporciona al individuo hacen que éste se pregunte un día: "¿Por qué? ¿De dónde? ¿Hacia dónde?". Cuando después de mucho tiempo la criatura encuentra las respuestas a estas preguntas, se encuentra a sí misma, halla a su verdadero ser. Quienes piden la supervivencia personal después de la muerte, durante una interminable eternidad, están pidiendo, imprudentemente, la perenne supervivencia de todos sus vicios y defectos morales, de todas sus incapacidades y limitaciones mentales. Esto a su vez implica que están pidiendo la fijación del error y la estabilización de la ignorancia y del mal. ¿Acaso no sería preferible clamar por el progresivo cambio de la personalidad, por la evolución desde lo peor hacia lo mejor, aunque ello signifique el gradual desprendimiento de las características y rasgos imperfectos de una personalidad particular, y su gradual transformación en un ser más sublime y superior? No hay que temer este pasaje desde nuestra personalidad inferior hasta una individualidad superior. No es un retroceso hacia un grado inferior al que ya poseemos, es decir, hacia la anulación, sino un avance hacia un grado más elevado que el que actualmente poseemos, o sea, hacia la verdadera autorrealización. La conciencia individual no se pierde. Se expande, se amplía, crece.

    Todo este renovado proceso, esta universal afirmación de que la vida es un Recomenzar siempre activo obliga a la criatura a preguntarse lo siguiente: ¿Existe en alguna parte una existencia inmutable? Y si así fuera, ¿puede la humanidad abrigar la esperanza de liberarse de la esclavitud de esta rueda en constante movimiento para participar de esa realidad inmutable? La presión del cambio constante nos fuerza a buscar lo inmutable. Las tristezas de las penosas enfermedades obligan a la criatura a suspirar por lo Indestructible. La agonía de la pérdida inesperada le hacen desear lo Pacífico. El contacto con la helada muerte lo llevan a contemplar lo Inmortal. Y finalmente, hasta las confusiones provocadas por la propia ignorancia le mueven a buscar la Verdad. Todos estos caminos confluyen en un mismo final que consiste en el descubrimiento consciente del principio misterioso que vibra dentro de sí mismo y que es eterno y universal.

    Pero aún así, estos lamentos se justifican sólo desde cierto punto de vista. Ya que la conciencia liberada sólo parcialmente se libera gracias a la crítica transición de la muerte. Las múltiples impresiones que se han acumulado durante su encarnación han implantado profundos deseos y hábitos. Estas tendencias se apegan completamente a la conciencia. Al no haber comprendido que en el tránsito de la muerte debe buscarse un propósito impersonal y superior, la conciencia se interesa demasiado por sus experiencias terrenales. Ha formado ligazones apasionadas respecto de las expe-riencias placenteras y rechazos igualmente fuertes hacia las desagradables. Así como también, en su contacto con otras personas ha amado a muchas y ha odiado a otras tantas.

    Todas estas son ataduras mentales, y mientras existen, el "yo" necesariamente persiste en su necesidad del cuerpo físico que le permitió tener tales experiencias. Y puesto que el pensamiento es creador, se ve impulsado, por sus propias fuerzas, es decir, por su propio karma, a regresar a la Tierra, tarde o temprano. Todas estas ataduras necesitan de una nueva reencarnación para su despliegue y ajuste. Ningún mundo se vuelve real para nosotros hasta que lo experimentamos, es decir, hasta que pensamos en él. Por consiguiente, ese mundo es totalmente absorbido en nuestro ser. No se vuelve real hasta no convertirse en parte de nuestra conciencia. Así pues, el espíritu se ve interiormente compulsado a pensar las características espacio-temporales que harán retornar la tierra a dicha conciencia. Sin embargo, antes de que esto suceda, la Naturaleza fuerza a la materia a atravesar el período intermediario del sueño en el que las experiencias terrenales recientemente formadas son, en primer lugar, digeridas mentalmente. Este intervalo es seguido de otro período en el cual el ser total descansa y se recupera, en un dormir profundo, preparándose así para su próximo retorno a la tierra.

    La corriente mental del individuo fluye en una continua circulación a través de las encarnaciones, ninguna de las cuales la agota. Fuimos y seremos. Ninguna vida se termina: debemos continuar en algún lugar o en algún tiempo. Así pues, el nacimiento de todo niño no es nunca un accidente biológico, sino una necesidad psicológica. La unión sexual reúne dos células, que se funden en un solo germen que crece, pero que no crea nueva vida.

    Sólo crea las condiciones en las que una vieja vida puede expresarse. Karma liga un acto a sus consecuencias, pero no tanto por la ley de la recompensa y el castigo, cuanto por los hechos más profundos de que la mente es continua y de que todas las cosas son mentales. Si actúa a través de una sucesión de personas aparentemente diferentes, ello se debe a que todos están ligados a dicha continuidad.

    Los acontecimientos placenteros y los errores amargos de la vida surgen naturalmente. Difieren las mentalidades y las perspectivas de vida de los hombres porque la amplitud de las segundas depende de la calidad de las primeras. En último análisis, mentalidad y perspectiva son resultados obtenidos en nacimientos previos. Ninguna experiencia se pierde. Todos los innumerables recuerdos de innumerables vidas se han asimilado subconcientemente, transmutándose en sabiduría, en conciencia, en tendencias y en intuiciones que surgen en el hombre sin que éste pueda determinar su origen, pero que influyen en su vida y en su carácter. Sin embargo, este proceso es largo y lento. No podemos saltar las vallas que nos separan del final de la carrera. ¿Quién sabe cuántas repeticiones de la misma agria experiencia, cuántos regresos a la titubeante carne, se necesitan antes de completar estas metas de manera total y efectiva? La dirección esencial es la correcta. No hay detención posible. Debemos evolucionar o degenerar.

    No hay un intervalo fijo entre dos reencarnaciones. El karma individual, modificado por el karma evolutivo del planeta, decide en cada caso su duración. En consecuencia un hombre puede renacer después de un año o después de miles de años. Pero no será posible tomar un nuevo cuerpo hasta que la carne del anterior no se haya convertido en polvo. Es una sabia medida higiénica la que aconseja la cremación antes bien que el entierro de los cuerpos.

    La posibilidad de renacimiento es curiosamente demostrada por el dormir. Al dormir nos sumimos en una vida onírica o en la inconsciencia. Lo mismo sucede al morir. Cada mañana renacemos de la aparente nada, conservando intactos nuestro carácter y tendencias particulares. La maravilla del renacimiento no es así diferente de la maravilla del despertar cada mañana con nuestra propia identidad. El dogma de la iglesia católica que afirma: "Creo en la resurrección de la carne", resulta inexplicable a menos que se refiera a una renovada aparición sobre la tierra en el sentido que le hemos dado aquí.

    Quienes vivimos actualmente en el escenario mundial somos testimonios inconscientes de la derrota de la muerte. Quienes comprenden la inevitabilidad de las repetidas reencarnaciones humanas sobre la tierra, no necesitan temer a la muerte. Aquí, pueden encontrar, en el renacimiento, si lo desean, el consuelo de la personalidad, así como otros encontrarán en el Yo superior la aspiración a una individualidad más elevada. También podrán hallar aquí, una vez más, a sus seres queridos. Así, pues, en la historia del cuerpo humano hemos asumido un nuevo ropaje carnal, no una sino muchas veces. La relación entre estos diferentes nacimientos puede entenderse mejor comprendiendo la conexión entre los diversos aspectos de un ser humano a las edades de dos, veinte, cuarenta y setenta años respectivamente. Si bien no podemos afirmar que es exacta-mente la misma persona en cada edad, y si bien hay que admitir que cada uno de esos momentos es heredero de los anteriores, así también la reencarnación siguiente no es precisamente la misma que la anterior, sino sólo su heredera. En cada reencarnación se suman las previas existencias, o sea, todos los esfuerzos anteriores de la Naturaleza, orientados en una determinada dirección.

    El camino que se recorre es largo pero no infinito. Con la última lección de esta tierra, y el primer principio del ser, bien asimilados, concluimos con la cansadora rueda de las reencarnaciones. Luego, de acuerdo con el temperamento y las tendencias éticas desarrolladas, continuaremos transitando alguno de los siguientes tres caminos. Primero podemos elegir el sumergirnos para siempre en la mente universal, abandonando el lastre del pequeño yo que se perderá en el vasto espacio. En segundo lugar, podemos dejar este planeta para habitar una estrella más elevada, donde las formas y grados de existencia sean más sutiles y etéreos. Hay otras esferas celestes habitadas, algunas inferiores y otras superiores a la tierra, en la escala evolutiva. Todo ser humano de gran desarrollo espiritual, que haya superado las posibilidades de nuestro planeta, gana el derecho de reencarnarse en un cuerpo celeste habitado por seres más evolucionados que los humanos. Pero esto sucede muy raras veces. En tercer lugar, nos es posible, adoptando una actitud de conmovedora piedad, asumir el terrible sacrificio de rechazar las recompensas ganadas con toda justicia, para reencarnar nuevamente en la tierra con el objeto de ayudar a los que se debaten en medio de la oscuridad de la ignorancia y la desesperación. En este último caso, destinado por autodeterminación a descender al plano terrenal una y otra vez, en medio de la sufriente humanidad, ese ser jamás será comprendido y muchas veces deberá sufrir el desagradecimiento de quienes ha venido a socorrer. Así como es el deseo fuertemente arraigado el que obliga al hombre común a repetir sus humanas existencias, así también es la compasión fuertemente sentida, la que somete al sabio al retorno a nuestro planeta.

    A veces sucede que un ser divino de otro planeta se reencarna deliberadamente para ayudar a la ignorante humanidad, durante o después de un período histórico crítico; esto sucede, principalmente, cuando el carácter humano naufraga en el profundo materialismo, y tiene que soportar los consiguientes sufrimientos. Tal suceso necesariamente está cubierto por un manto de misterio. Representa un tremendo sacrificio, una verdadera crucifixión de la conciencia. Si Jesús fue un "hombre del dolor", no lo fue por lo que los hombres hicieron a su cuerpo, sino por lo que ellos pensaron de su presencia.

    Para los mortales que en menor número tienen que volver a reencarnarse de grado o por fuerza, existe siempre la oportunidad de mezclar un poco de altruismo a los deseos que nos regresan a la carne tentadora. El ángel de servir a la humanidad puede así jugar su papel en la modificación del karma, y en la determinación del carácter de la próxima encarnación. La joven mística del siglo XIX, Santa Teresa, expresó, mientras yacía en el lecho de muerte, una poderosa intuición de la existencia de este camino, interpretado en un sentido restringido y no físico. "La beatitud del cielo no me atrae", exclamó, "deseo hacer un cielo del regreso a la tierra para ayudar a los demás. Mi aspiración es volver a trabajar aquí". A la objeción ortodoxa de su hermana: "¿Nos mirarás desde el cielo?", la maravillosa y bendita mujer contestó: "No, volveré. ¿Acaso Dios me daría este deseo duradero de hacer el bien en la tierra después de mi muerte, si no pensara satisfacerlo?".

    Ya explicamos en el capítulo V por qué la humanidad puede alcanzar su plenitud espiritual sólo en el estado de vigilia del mundo físico. Esto es así porque las regiones de después de la muerte, que aquí describimos, son los equivalentes de los estados del soñar y el dormir. El espíritu imperfecto necesita regresar nuevamente a la tierra, porque sólo aquí puede hallar las condiciones adecuadas para su progreso. Tal es la justificación final del Renacimiento.

    Es obligación de la filosofía, no impedir la muerte, ya que le es imposible contradecir algo tan inherente a la naturaleza misma de las cosas, sino proporcionarnos una comprensión más clara del significado de la muerte, un coraje más profundo para enfrentar la aventura final con mayor calma, gracias a lo cual podamos contemplar lo que pocos pueden dejar de hacer. La filosofía nos revela que la muerte no es otra cosa que un cambio de traje, lo cual hemos hecho muchas veces, en circunstancias previas, y es muy probable que continuemos haciéndolo otras tantas veces más. Nos enseña que debemos abandonar la actitud convencional, basada en la ignorancia, para comprender que nacimiento y muerte son partes del proceso de educación de la humanidad. Cuando identificamos el pensamiento del "yo", que siempre surge primero, sólo con el pensamiento del cuerpo, que siempre aparece en segundo término, trastrocamos la escala de los valores limitando el factor más amplio al menor. A través de este error inicial, no sólo aumentamos nuestros dolores y nuestras penas, sino que además llenamos nuestros corazones con temores innecesarios. Pero cuando nos damos cuenta de que somos conscientes, y de que esta experiencia es la más directa de todas, alcanzamos el punto clave de la comprensión que nos permite establecer la diferencia entre ambos pensamientos. La filosofía nos coloca en el justo camino para lograr este milagro.

    ¿No es acaso mejor pensar que la muerte es la amiga eterna del hombre, y no su peor enemiga? ¿Que llega a la existencia del hombre desde una fuente benefactora y no desde un lugar perverso? ¿Que lo detiene para que no continúe errando por caminos equivocados? ¿No es acaso mejor pensar con Platón que "la mera preservación y continuidad de la vida no es la cosa más honorable que pueda sucederle a los hombres, como lo cree el pueblo, sino la continuidad de la vida mejor mientras vivimos?" La muerte recuerda al hombre que el solo bienestar físico no es suficiente, al liberarlo cuando las cargas físicas demuestran ser demasiados pesadas. Si bien es cierto que pone fin a sus queridas esperanzas, también es cierto que termina con sus peores enfermedades y sus dolores crónicos. Cuando la esposa del místico chino Chuang Tzu murió, éste dijo a uno de sus discípulos: "Si alguien está cansado, no lo perseguimos con gritos y chillidos. La mujer que he perdido, se ha tendido a dormir por un momento. Interrumpir su descanso con el ruido de los lamentos, sólo demostrará que nada sé acerca de la divina ley de la Naturaleza".

    Después de la palabra "amor" la palabra "muerte" es la menos comprendida y más proclive a los errores, de todas cuantas existen en el lenguaje. El hombre se alarma enormemente cuando el cuerpo interrumpe sus actividades, pero nunca derrama una sola lágrima sobre los miles de seres que ya están espiritualmente muertos. Su alarma es innecesaria. Cuando haya descubierto el acertijo de su ser viviente, habrá descubierto también el enigma de su ser muerto. Ya que entonces descubrirá la magna verdad de que él es infinitamente superior de lo que parece. Los pensamientos y las cosas desaparecerán, pero jamás se evaporará su propia esencia. Está hecho de la misma materia que la realidad. Cuando haya comprendido en qué consiste su propio estado, no tendrá miedo de alcanzar el triste final de las cosas terrenales. Podrán los hombres enlutados arrojar su montículo de huesos y carne a una caja de madera, pero no podrán introducirlo a él dentro del ataúd. No se ha cavado tumba alguna para el hombre; la fosa sólo contiene su carne deteriorada, y nada más. Todavía espera ser fabricado el bisturí que pueda practicarle la disección.

    Cuando nuestra vida alcanza su resplandor nocturnal, no podemos nutrirnos de la idea de la total anulación. El instinto animal y la reflexión humana nos advierten que el viaje de la cuna al crematorio, no puede culminar en la nada. No prestemos atención a este melancólico postulado. Mucho menos atenderemos a estas tristes razones, cuando comprendamos que el principio de la vida está presente en todas partes, y que ella asume una infinita variedad de formas de espacio temporales que superan nuestra actual percepción. Es sólo nuestra parte inferior la que puede desaparecer; la superior sobrevive eternamente. La anulación no es nuestro destino. Por tanto, es mejor creer que la muerte es tan necesaria como su hermano gemelo, el nacimiento, y tan piadosa como el descanso del sueño familiar. Es más acertado creer que se trata de un episodio de la vida, y no de un final de ésta, es decir, un instante entre la eternidad, y un accidente en medio de una serie. Es un prolongado sueño y un dormir todavía más largo. Aquel cuyo cuerpo es devorado por los gusanos, o quemado por el fuego, permanece intocable e incólume. Su personalidad regresa tan ciertamente como el sol de mañana, mientras que su esencia, ni ha partido ni retorna: ¡es!. Y nosotros escribimos estas palabras, no sobre la base de una esperanza teológica, sino apoyados en una sólida certidumbre. Ya que sobre este punto, ciencia, misticismo y metafísica, se combinan para hablar con la misma voz. Esto no es algo verdadero hoy, ya que será siempre una verdad, porque trasciende las condiciones históricas y geográficas. El tiempo jamás puede deteriorar una verdad semejante.

    En verdad, sobreviviremos al agudo aguijón del escorpión de la muerte, porque el "yo" nada debe al cuerpo para su propia existencia, sino que por el contrario, extrae su vida de aquella individualidad superior que está por encima de la personalidad, manteniéndose indiferente y permanente, sin ser afectado por el nacimiento y la muerte: el Yo superior.


    CAPÍTULO VIII
    EL INMORTAL YO SUPERIOR


    Así como ha sido necesario purificar nuestras ideas respecto del significado del "yo"; así como será más tarde indispensable purificarlas acerca del significado de Dios; así es ahora necesario aclarar nuestras ideas sobre qué entendemos por inmortalidad. No negamos al "yo". No negaremos a Dios. No estamos ahora negando la inmortalidad. Pero debemos liberarnos de las concepciones equivocadas.

    Ya hemos aprendido que la personalidad es una serie cambiante de pensamientos, un ciclo móvil de estados de conciencia, y no un estado permanente y fijo. De la misma manera que el cuerpo es un complejo de partes integrantes, el "yo" es un complejo de pensamientos interrelacionados, sensaciones, percepciones y recuerdos ligados entre sí. De igual modo que los pensamientos fluyen consecutivamente a lo largo de una serie, también puede la personalidad durar, pero cuando la corriente deja de fluir, entonces la personalidad no puede subsistir. Comprobamos esto incluso durante la vida, ya que en el dormir profundo no se producen pensamientos, y por lo tanto, perdemos nuestro sentido del "yo".

    El "yo" no es sino un cúmulo de inconstantes esperanzas y temores transitorios, un pequeño haz de insatisfacciones que cambian a medida que pasan los años. Ninguno de ellos es imperecedero incluso a lo largo de nuestra vida terrenal actual; ¿cómo podrán pues ser inmortales para toda la eternidad? Creer que existe un ego personal que sobrevive permanentemente en estado fijo, es prolongar la ilusión que nos enceguece para contemplar la verdad; a menos por supuesto, que consideremos a la serie de continuas reencarnaciones, como un tipo de inmortalidad, lo cual, en cierto sentido, es así. Pero esta concepción no satisfará a quienes exigen que la continuidad ininterrumpida sea la característica de su inmortalidad. Existiremos más allá de la muerte, ya sea en la etapa onírica que caracteriza el primer momento de la muerte, ya sea en la forma de un dormir profundo, que finaliza el proceso del morir, o bien, en una nueva reencarnación que completa el ciclo total de la personalidad. Sin embargo, en ninguna de estas etapas, habremos hecho otra cosa que lograr una mera supervivencia. Que ello sirva para satisfacer a quienes así lo deseen, pero no es lo mismo que la verdadera eternidad, la cual sólo puede obtenerse superando la personalidad transitoria.

    Es aquí donde nuevamente adquieren importancia nuestros descubrimientos acerca de la naturaleza mental del tiempo. Ya que la cuestión de la inmortalidad se relaciona con el problema del tiempo. En su forma común, se supone ingenuamente que es una continuación perpetua del mismo yo personal, en la eternidad. Pero esto es metafísicamente imposible. El simple hecho de que una persona aparece de pronto en el tiempo, vuelve a esa persona ineludiblemente mortal. Puesto que lo que ha tenido un comienzo debe tener un fin. Es ésta una ley inexorable de la naturaleza. Sin embargo, la noción de la existencia eterna de la misma persona, en un mundo sometido a eternos cambios, noción que constituye el concepto ortodoxo de la inmortalidad, es una de las más queridas equivocaciones del hombre.

    Esta noción popular, basada en la poderosa esperanza de prolongar la existencia personal en el tiempo, no es la misma que sostiene la metafísica. La inmortalidad no es una prolongación de una serie temporal, lo cual es sólo una medida cuantitativa, sino un modo de conciencia, lo cual es cualitativo. Su valor radica en nosotros, no en el tiempo. Podemos vivir un millón de años como gusanos, o un breve día como hombres. ¿Es acaso la inmortalidad del gusano preferible a la mortalidad del hombre?

    Los hombres por lo general aman sus esclavizadas existencias más que cualquier otra cosa. En consecuencia, su noción de un estado valioso posterior a la muerte, equivale a la idea de continuar la misma esclavitud de la vida superficial a la que estaban someti-dos en la tierra, de la misma manera que su noción de una meta valiosa de la evolución humana, es aquella que sostiene que podrán gozar personalmente de una felicidad perpetua. No comprenden que se trata de una etapa que va más allá del enfoque materialista, el cual considera que el hombre no es otra cosa que un mono evolucionado, y que limita su experiencia sólo a aquello que se manifiesta ante los sentidos corporales. No comprenden que si consideran que después de la muerte sobreviene una prolongación de la experiencia existencial egoísta, tendrá que incluir todos los sufrimientos y desilusiones que caracterizan a la existencia egoísta antes de la muerte. No existe la posibilidad de liberación del sufrimiento en ninguna parte del universo, mientras no se produzca la liberación del ego. Así pues, quienes creen y esperan ardientemente que se cumpla esa supervivencia personal, como continuación infinita de las limitaciones miserables y defectos de sus vidas terrenales, tendrán incluso que despertar algún día para buscar al Yo superior. Puesto que el reclamo de la vida interior no puede jamás eludirse si bien a menudo puede posponerse. Es el propósito final de la existencia humana. Por tanto, hasta las personas que piensan como lo hemos dicho anteriormente, buscarán algún día escapar del tiempo para penetrar en la eternidad. Podemos mitigar la aparente crueldad de esta doctrina, para ayudar a los hombres que no pueden soportar su plena luz, de la misma manera que los teólogos y sacerdotes la han mitigado, favoreciendo la teoría de un alma personal permanente, que arbitrariamente se vuelve estática en una determinada edad de un determinado cuerpo terrenal, pero si así lo hacemos, será a costa de la verdad misma.

    Una prolongación infinita de la existencia personal, con todos sus intereses estrechos y su restringida experiencia, resultaría al final tan insoportable como una infinita prolongación de la vida de la vigilia que no fuera interrumpida por el dormir. Y sin embargo, incluso en esta difundida añoranza por una continuidad personal, podemos rastrear los comienzos de lo que algún día se convertirá en una más noble añoranza por vivir para siempre en estado de verdadera inmortalidad. Ya que se trata de una percepción inconsciente del hecho de que la existencia humana ciertamente posee algo de sí misma que resulta incólume a los acontecimientos del tiempo y que por lo tanto es auténticamente eterno, algo que permanece aparte de todas las miserables mutaciones de la carne y del "yo". Se trata, en efecto, de una intuición n0 expresada, la cual, oculta en medio de los elementos perecederos de la personalidad, afirma que existe un principio imperecedero que n0 puede agotarse cuando perece el cuerpo. El error popular que transfiere aquello que sabe, es decir, las características del cuerpo físico, a aquello que no conoce, es decir, a la mente para la cual dicho cuerpo no es más que un cúmulo de ideas, debe corregirse, Cuando así se hace, el deseo que aspira a una continuidad infinita de un "yo" basado en el cuerpo físico, naturalmente pasa a un segundo plano. Cuando se reconoce que la esencia mental es el verdadero cimiento sobre el que se ha construido la estructura total de este "yo", se reconocerá asimismo, que esa esencia es algo que jamás ha nacido y en consecuencia, algo que jamás muere, como algo que es y será. También podrá verse que si todos nuestros recuerdos implican tiempo, ellos implican además, como un trasfondo, la existencia de algo que está fuera del tiempo. Este enfoque de la inmortalidad como algo perteneciente a la individualidad superior del yo más elevado, más bien que a la personalidad inferior, reemplazará al concepto anterior, destinado en última instancia, a sufrir la angustia del deseo frustrado, en tanto el enfoque verdadero sumerge al hombre en una paz que va en aumento a medida que mejor comprende esta verdad. Cuando el hombre persiste firme e infatigablemente, en una identificación de sí mismo con este pensamiento, es decir, con su individualidad superior, con toda naturalidad va compartiendo la correspondiente actitud. Y de esta actitud, la creencia "moriré" está totalmente ausente. Imaginar es crear. El hombre se convierte en aquello que piensa. De tal modo que creyéndose inmortal, el hombre alcanza la inmortalidad.

    La común concepción de la inmortalidad produciría una prolongación indefinida de la existencia personal. La concepción mística determinaría una prolongación indefinida de la felicidad persona. Sin embargo, el concepto filosófico supera ambas nociones, porque rechaza la vida personal reemplazándola por su raíz no egoísta, el Yo superior individual. Las dos concepciones primeras permanecen aún en la serie temporal, aunque no se trate del tipo de tiempo que conocemos habitualmente en la tierra, mientras que la tercera va más allá de toda posible consideración temporal o sucesión. ES. Esta verdadera inmortalidad puede alcanzarse sólo a través del Yo superior, porque éste no deriva su vida, como sucede con el cuerpo, de otro principio. Tiene vida propia. Por lo tanto, el cuerpo tiene que entregar al morir, aquello que previamente recibió, pero el Yo superior, puesto que nada se le ha agregado, nada tiene que entregar. No puede dejar de ser inmortal, porque es parte de la Mente universal, y lo que es cierto sobre ésta debe ser también cierto respecto del Yo superior.

    Aquello que eternamente está unido a la Mente universal, está en sí mismo eternamente liberado de un cambio tal como la muerte.

    Qué es lo que queremos significar cuando se afirma que el Yo superior es la individualidad más elevada del hombre, será el tema que trataremos en seguida. Sabemos que la Mente universal debe estar en todas partes, aunque en verdad no está en ninguna, puesto que no es ningún lugar ubicable en la conciencia personal. Debe existir un instante en la percepción espacio temporal, un punto, en el que la conciencia personal se reúna con la Mente universal. Para la mayor parte de las experiencias místicas, dicho punto es percibido primeramente dentro del corazón. Pero la Mente universal no puede confinarse dentro de una percepción tan limitada. La experiencia mística posteriormente supera este centro dentro del corazón, para terminar separando a la conciencia de cualquier implicancia espacio-temporal. Sin embargo, el yo finito nunca puede captar en su plenitud a la Mente universal, dentro de este tipo de experiencia, por la simple causa de que la finitud surgiría y se desvanecería mientras se tratara de lograr aquella captación. Este místico punto de encuentro, el Yo superior, representa la máxima posibilidad de que el yo finito pueda conscientemente compartir la existencia última. Es aquel fragmento de Dios que habita en todo hombre, y que sin embargo, está fuera de él; un fragmento que tiene todas las cualidades y grandiosidad de Dios, pero no toda la amplitud y poder de Dios. La diferencia entre la Mente universal y el Yo superior es sólo una diferencia de alcances y de grado, no de índole, porque ambos están constituidos esencialmente de la misma "sustancia". Podemos ascender hasta la máxima altura de este Yo, pero no más allá. De esta manera, nuestra vida personal es una fase de la vida del Yo superior. A su vez, la existencia de este último es una fase de la existencia de la Mente universal. A través de esta cadena de relaciones, el yo inferior tiene un eterno parentesco con el cósmico. El hombre puede tener conciencia, a través de la filosofía, de dicho parentesco, pero no puede trascender la relación misma.

    La Mente universal aparentemente se quiebra y divide en multitud infinita de seres superiores, pero después de haberlo hecho, paradójicamente, permanece ilimitada y tan alejada, tan plena en su propio ser, como siempre. La noción de que la existencia infinita se ha dividido en esas unidades, es correcta sólo si comprendemos primero, que tal división no implica ninguna reducción de su esencial, y segundo, que no significa ninguna real separación de dichas unidades de la Existencia infinita. Podemos comprender mejor esto recordando qué sucede con nuestra propia actividad mental. Nuestras innumerables ideas constituyen una suerte de división de la mente, pero realmente esa división no agota a la mente misma, porque las ideas no sólo surgen sino que también deben volver a desvanecerse en dicha mente. Aunque la mente perpetuamente se vacía en forma de pensamientos, nunca es menos que sí misma, nunca es menos que su propia presencia única. Tampoco los pensamientos se separan en algún momento de la mente. De la misma manera —excepto en el hecho de que no se ve afectado por la transitoriedad que signa a los pensamientos—, el Yo superior no se separa de la Mente universal. Todo Yo superior existe en la Mente universal, de la misma manera que los diferentes pensamientos existen en una misma y única mente humana. La conciencia de la Mente universal puede multiplicarse o dividirse millones de veces, pero su sustancia es realmente indivisible; sólo su apariencia ofrece este aspecto dividido.

    Se habrá notado que el término Yo superior se utiliza siempre aquí sólo en singular. Sin embargo, si no es la Mente universal misma, más únicamente un fragmento refractado de ella, una chispa de su llama, ¿acaso no estaría bien utilizar este término en plural? La respuesta es que si así lo hiciéramos podríamos producir la impresión errónea de que el Yo superior de un hombre está, real y eternamente, tan separado y aislado del de otro hombre, como una reencarnación está separada y aislada de otra. Si es verdad que podría surgir alguna mínima confusión técnica en el empleo del número singular solamente, mayores confusiones se producirían utilizando el plural, en caso de que pudiera demostrarse este lamentable error de que existe alguna diferencia radical del Yo superior de los hombres. El Yo superior de cada hombre es históricamente distinto del de su semejante, pero sólo en el sentido de que cada uno ha animado una serie distinta de personas reencarnadas, y preside diferentes destinos. Así como no existe diferencia intrínseca entre los rayos individuales del sol, no hay tampoco diferencia intrínseca entre un Yo superior y otro, pero, de la misma manera que cada rayo tendrá una especial relación con los objetos que encuentra, también cada Yo superior guardará una relación particular con los ciclos de personalidades reencarnadas. De la misma manera que un solo rayo ilumina una persona determinada, el Yo superior se refiere a un hombre particular, mientras que la Mente universal, igual que el sol, brilla al mismo tiempo sobre todos. Cada Yo superior es en sí mismo exactamente igual a otro Yo superior. En otras palabras, la diferencia es sólo una diferencia de relación y no de índole. No hay por cierto la misma separación que existe entre dos personas, pero tampoco se trata de la misma similitud que puede darse entre dos objetos idénticos.

    La experiencia que un hombre tiene cuando alcanza la conciencia del Yo superior, es absolutamente idéntica a la de todos los hombres que lleguen a esa misma experiencia. No hay diferencia en ningún detalle. Las contradicciones que se observan en los testimonios de la experiencia mística, se deben a errores, ilusiones y falsas interpretaciones, de los místicos que carecen de aprendizaje filosófico o a la falta de una auténtica experiencia del Yo superior. Lo veremos claramente en el próximo tema de este curso. Con todo, el contenido mnemónico conservado en forma latente en un Yo superior, es absolutamente diferente en cada caso, porque necesariamente son distintas las series de personalidades proyectadas desde dicho Yo superior. Este contenido mnemónico no puede abolirse; está allí, y desde el punto de vista espacio temporal, debe reconocerse que ello determina el derecho que tiene toda individualidad de formar parte de un Yo superior. Por eso es que decimos que el Yo superior posee un tipo superior de individualidad, pero no tiene personalidad. El Yo superior es un hombre, es distinto del Yo superior de otro pero no se separa de él; es uno con él, pero no idéntico. De esta manera, si dos hombres que se odiaban profundamente alcanzan de pronto la realización de su Yo superior, inmediatamente se amarán. Si logran esta máxima evolución, entonces se producirá entre ellos una perfecta y permanente simpatía, que reemplazará la rivalidad que anteriormente los ligaba. El Yo superior es conscientemente divino y jamás puede perder su auténtica naturaleza universal, como no puede perder un rayo de sol su índole lumínica, por más que se lo divida en miles de partículas. No podemos imponerle limitaciones personalistas, como no puede una sola célula del cuerpo de un animal vertebrado —que puede ser una entre millones de células iguales—, imponer sus limitaciones particulares a la conciencia central del animal mismo. Desde el punto de vista humano, el Yo superior es la rapa más profunda de la mente, en la cual el hombre puede adquirir conciencia de Dios. Es la inmanencia sin tiempo y sin espacio, del ser universal en un particular centro.

    ¿Por qué yo soy yo y no otro cualquiera? Es ésta una pregunta importante que sólo puede obtener su respuesta final cuando podemos penetrar en la conciencia del Yo superior que proyecta este particular "yo" en la encarnación, puesto que toda una maraña de necesidad evolutiva y de historia kármica, necesitaría ser desentrañada. Mientras tanto, digamos que el Yo superior se proyecta en una serie de seres separados, pero que en lugar de conservar la luz conservan las sombras de ese Yo superior. Aunque el Yo superior es sólo un segmento de la única Mente universal, cada una de sus expresiones durante la manifestación cósmica, es decir, las personali-dades, poseen rasgos propios que las diferencian entre sí. Estas son las diferencias transitorias que dividen a los innumerables seres vivientes, pero ellos viven en un nivel inferior al del Yo superior que eternamente los unifica. De esta manera, así como las figuras de una mente soñadora viven una existencia característica propia en una suerte de independencia, así también las personalidades proyectadas por el Yo superior, en gran medida continúan su propio curso, una vez ubicadas en su punto de partida. El Yo superior dentro de la persona es siempre el mismo, y tiene siempre conciencia de su relación con aquella, aunque la persona ignore esta relación. La memoria de las características esenciales de todas las encarnaciones anteriormente relacionadas, se registra y conserva dentro del Yo superior, aunque no necesita asentarse sobre este conocimiento, el cual permanece en estado latente.

    Este ser superior no evoluciona a través de la experiencia progresiva, como lo hace el ser personal, que es enviado a la tierra para probar el fruto del Árbol del bien y del mal. Cada "yo" reen-carnado puede imaginarse simbólicamente como un punto ubicado en la eterna experiencia infinita del ser superior. El cuerpo proporciona el campo de la experiencia, el pensamiento y el sentimiento brindan los medios de la experiencia, mientras que el ser superior es el supremo ser experimental del hombre, el místico "Verbo hecho carne". Es la norma interior de la personalidad ignorante, el agente divino de la vida profana. Está relacionado con las sucesivas personas reencarnadas, como lo está el sol con los planetas que lo circundan. En este sentido, o sea en el de que existe detrás y por encima de su ser pensante, sensible y emocional, como un hilo central gracias al cual se unen todas las innumerables reencarnaciones, podemos llamarlo el ser real de un hombre. Y si bien, como observador oculto pertenece al ego, esto no debe entenderse en el sentido de pertenencia personal. Es tan indiferente e imparcial hacia esta sombra reflejada de su propio ser, como hacia todas las demás. La explicación de por qué la división involucrada en semejante auto-fragmentación, es la única manera por la que cualquier "yo" puede surgir, es una explicación altamente metafísica, y en consecuencia, sumamente sutil. Podemos comprenderla mejor entendiendo en qué consiste el cotidiano acto de ver. Si sólo viéramos blanco en todos lados y en cualquier cosa; si no pudiéramos ver el rojo o el azul, o incluso un débil gris; si no conociéramos en ningún momento y en ninguna circunstancia, otro color que el blanco, ¿veríamos algo? Ya que sin la experiencia de contraste tampoco podríamos tener conciencia del blanco como tal. En el caso de que siempre viéramos blanco, no sólo nos faltaría la captación de otros posibles colores y variaciones cromáticas, sino que tampoco tendríamos conciencia del blanco como blanco. Ya que la negrura del carbón carecería de sentido sin, digamos, la blancura de la nieve, con la que puede contrastarse.

    La conciencia original del Yo superior es única e indiferenciada. Esto significa que sólo existe su sola conciencia, pero no, la de la existencia personal. Es consciente, pero no es autoconsciente en el espacio y en el tiempo. Pero sucede que dicha conciencia equivale, hasta cierto punto, a la carencia absoluta de conciencia. Ya que la experiencia sólo puede sobrevenir cuando comenzamos a distinguir entre algo que es, ya sea nuestro propio yo o un objeto y algo que no es. Conocemos algo, nuestro yo o un objeto, cuando podemos oponerlo a una segunda cosa. Por lo tanto, una única conciencia indiferenciada equivale, por supuesto desde el simple punto de vista humano, a no tener conciencia.

    De esta manera, la auto-conciencia surge sólo cuando existe conciencia de un contraste entre dos cosas. Notamos la existencia de algo, cuando captamos aquello que al mismo tiempo no es. Sin esta distinción nada distinguimos. La primera de estas contraposiciones será necesariamente aquella que existe entre el yo y lo que está fuera de él. Es decir, la oposición entre la idea de "no yo" debe aparecer en la mente para que ésta cobre conciencia de la idea de "yo". Sin una segunda cosa no podría captarse la existencia de "yo". La existencia de "yo" implica la necesidad imperativa de un coexistente y contrastante no "yo". La auto-conciencia debe limitarse por medio del no "yo", para llegar a ser. Lo uno presupone siempre lo otro. Ya que conocer algo significa dibujar un claro círculo, dentro del cual permanezca encerrada la conciencia, y fuera del cual simultáneamente se hallen las cosas conocidas como contrarias al yo. El conocimiento ha de ser conocimiento de algo opuesto al conocedor. De modo que la idea misma del ser implica su separación y diferenciación de lo que no es ese ser, o sea de lo que está fuera de él.

    Ahora bien: si es necesario que el Yo superior establezca la separación con "otro" diferenciado de él mismo, su primer paso será necesariamente una parte de sí mismo, contrayéndose y reduciendo un fragmento de su propia infinitud y libertad. El segundo paso consistirá en una concentración estrecha e intensiva, sobre aquello que ahora resulta aparentemente independiente y separado. Cada concentración de la energía mental implica un olvido de sí mismo, proporcionado a la intensidad con que la atención es absorbida en el pensamiento de aquello que le resulta externo. El tercer paso será el de proporcionar a este ego limitado, un campo de experiencia que lo complemente y complete, un campo captable conscientemente como algo fuera de sí mismo.

    Así pues, la persona proyectada surge a la existencia. Existe a través de lo que es externo a ella, y esto último existe gracias a la persona; ambos están interrelacionados. En cada momento de la conciencia individual, las dos instancias de persona y mundo están inseparablemente unidas. De modo que cuando surge la experiencia del mundo en una persona, surge al mismo tiempo la autoconciencia, así como la corriente eléctrica que choca con el obstáculo de un trozo de carbón durante su curso hacia adelante, procura superar esta resistencia, y a través de esto genera luz. Esta resistencia que requiere el "yo", es proporcionada a través de la limitación de sus percepciones espacio-temporales y sus actividades sensoriales. En el caso del hombre el conjunto de los cinco sentidos produce la externalización de sus percepciones, y por lo tanto, de su experiencia, creando de esta manera objetos para su conciencia y "materia" para su creencia. Sin embargo, no debemos caer en el fácil error de olvidar que esta oposición no garantiza la independencia de la conciencia respecto del mundo. Ya hemos demostrado que el "yo" y el mundo surgen de una fuente común: la mente oculta. Su oposición es sólo exteriormente aparente, y no, interiormente irreconciliable. Están todavía relacionados y no aislados. La experiencia los siente como separados y opuestos, pero la reflexión analítica sabe que están inseparablemente unidos.

    La auto-conciencia no se compra al alto precio de una enemistad semejante. Quienes preguntan por qué el ego no tiene desde el principio, conciencia del Yo superior, no saben qué están preguntando. Sólo puede surgir a costa de que aparezca alguna existencia vecina, en referencia con la cual podría alcanzar significado de entidad distinta, como por ejemplo un yo personal, y del que pudiera diferenciarse. Ya que conciencia personal y personalidad son ambos modos que limitan el puro ser del ilimitado Yo superior. El ego puede adquirir la experiencia de su identidad perdiendo la conciencia del principio único y universal que subyace su propia existencia. Podemos saber que existimos únicamente sabiendo que alguna cosa o algún pensamiento diferente de nosotros mismos existe también. Esta ley suprema envuelve toda inteligencia, ya sea la del más diminuto jején, ya sea la del Yo superior. Esta es la razón por la cual el Yo superior infinito debe delimitar su horizonte, debe descender de su propia Unidad trascendente, en forma de seres separados, reduciéndose para establecer relaciones con dichos seres. Por consiguiente, cuando el infinito y universal Yo superior se limita y diferencia para adquirir auto-conciencia, la parte de sí mismo así limitada y vuelta finita, olvida su índole infinita. Al revelar al "otro", oculta una parte de sí mismo; al crear un objeto para la experiencia, también tiene que crear un sujeto reducido y empequeñecido. Es por esta razón que casi todas las criaturas de este mundo espacio temporal han olvidado su origen divino.

    Sin embargo, nunca debemos olvidar que la infinita Mente universal, habita, a través de su intermediario el Yo superior, en cada uno de sus innumerables centros finitos, así como ellos habitan en dicha Mente universal. Las raíces de toda criatura están plantadas en la tierra de un ser universal, cuya vida le es común. Nadie puede separar la imagen reflejada de la luz misma. En última instancia, le debe al Yo superior su propia vida, y jamás ha estado ni podrá estar separado de dicho Yo superior.


    EL OCULTO ASPECTO DEL EGOISMO


    El Yo superior es una imagen eterna de la Mente universal. Sin embargo, la Biblia dice que Dios hizo al hombre a su propia semejanza. No puede referirse esta afirmación al aspecto inferior del hombre, o sea, a la insignificante criatura que se encoleriza y se enoja, a lo largo de su vida. La frase se refiere al aspecto inconmensurablemente superior de esta bifronte especie. El hecho de que los hombres hayan dado vuelta la cara negando su persona, incluso sacrificándola, indica la presencia entre ellos de algo diferente de la persona, señala sin duda al Yo superior. Todo hombre por lo tanto tiene dos rostros. Uno se inclina hacia la tierra, pero el otro contempla hacia arriba la Mente universal. El primero es la "persona", el segundo es el “Yo superior”.

    ¿Por qué sentimos tan patéticamente nuestras entumecedoras limitaciones, nuestra vergonzosa debilidad, nuestra triste mortalidad, nuestra grotesca finitud? Es sólo porque inconscientemente, poseemos un punto de vista que trasciende nuestro común enfoque de las cosas, y que nos permite ver cuán limitados y pequeños somos. Es porque estamos subterráneamente ligados a lo infinito, que sabemos que somos seres finitos. Es sólo porque existe algo en nosotros que va más allá de nosotros, sin perder su ligazón con nosotros, que tenemos anhelos. En resumen, es sólo porque el Yo superior está presente detrás de su limitada expresión, la persona, que esta última puede comprender cuán limitada es. La rápida satisfacción que extraemos de las cosas materiales, la prolongada ausencia de que algún día moriremos inevitablemente, incluso la misma realidad que le atribuimos al mundo exterior: todo esto, cuando se lo comprende exactamente, resultan promesas simbólicas, y reflexiones remotas, de la satisfacción más sublime, la auténtica inmortalidad, y la intuida realidad, que provoca en nosotros, inconscientemente, la presencia del Yo superior. Estos hechos no sólo nos hablan de lo que secretamente somos, sino también, de lo que llegaremos a ser abiertamente.

    Todo individuo es necesariamente incompleto, debido a su finitud. Todos sus esfuerzos, cualquiera sea la dirección que tomen, son expresiones de su inconsciente reclamo de plenitud, de su repetida búsqueda de auto-satisfacción. Así pues, todas sus características guardan un ilusorio parecido con aquellas propias del Yo superior, y esto es necesariamente así porque la persona, inconsciente y a menudo equivocadamente, procura expresar lo que le pertenece.

    Cuando comenzamos a considerar las limitaciones del Yo superficial, como efímeras, abrimos el pórtico de la correcta comprensión de la oculta infinitud de la mente. Las diversas distinciones que surgen dentro de esta mente, las infinitas normas de pensamiento que perpetuamente nacen allí, no la disminuyen ni agotan. Es útil considerar a cada encarnación humana como una diminuta ola sobre la superficie de un mar ilimitado. Cada ola tiene su forma individual y única, pero todas se forman dentro de un único y mismo mar. Cada una de ellas puede pensar que sólo es una ola diminuta, o puede considerarse no sólo como tal, sino también como un ser no diferente del mar mismo. De igual manera, cada criatura encarnada se limita innecesariamente, cuando se niega a comprender que no existe en verdad diferencia esencial, entre su ser y el Yo superior. Cada uno es potencialmente mayor de lo que se cree. Si el hombre está aprendiendo lentamente la difícil lección de que una vida humana es una ola del océano del ser, que tarde o temprano ha de alcanzar nuevamente su propio nivel, nos queda aún el agua que compone la ola. Esta idea puede referirse a la muerte eterna, y por tanto indeseable desde el limitado punto de vista de la persona, pero es vida eterna desde el enfoque más amplio de quienes han analizado a la persona, encontrando que ella es como una sombra temblorosa que aparece y desaparece con el ascenso y descenso del sol.

    Nos ayudará a comprender esto, una lección metafísica extraída del estado onírico. ¿Cuál es la verdadera situación de las personas que claramente se ven durante ese estado, que hablan con clara voz, que mantienen conversaciones, y que sostienen diferentes puntos de vista en las discusiones, pero que se desvanecen cuando el soñador despierta? Este descubre, en ese momento que se trataba de personas creadas por su propia mente y que constituyen, por tanto, la misma sustancia mental única. Sabe, también, que la mente en ningún momento se dividió en todas esas personas, sino que parecía hacerlo; de modo que su propia continuidad y existencia independiente permanece incólume en todo ese aparente proceso de división. De la misma manera, el Yo superior ha sido siempre el ser único del cual han surgido muchas reencarnaciones; la sublime unidad que siempre elude la condena que sufren estas múltiples y perecederas personalidades, cuya separación es una ilusión tan superficial como lo es la división de las figuras que surgen en un sueño. Esta es su verdadera naturaleza perdurable. Este Yo superior contiene la forma más elevada de inmortalidad. Insistamos: puesto que la separación se desvanece durante el dormir, también desaparecen la lucha egoísta y el mal nacimiento. La paz que entonces embarga al hombre, atestiguada por los prolongados ecos que colorean los primeros instantes del despertar, podría también pertenecerle durante la vigilia, si el hombre subordinara, deliberada y conscientemente, esta separación.

    Hemos señalado anteriormente, que todas las cosas del universo están por siempre sometidas al movimiento eterno y al eterno fluir. ¿Pero qué significan dichos cambios, sino que toda cosa está eternamente transformándose, es decir, modificando su propia identidad? Y en el caso de los seres humanos —aún dejando de lado los cambios corporales, que son igualmente definidos, si bien menos perceptibles—, cuyos pensamientos y sentimientos cambian tan rápidamente, que el ser consciente de unos pocos minutos antes, no es exactamente el mismo en este instante, el cambio de identidad no sólo es ineludible sino también, irreparable. El estado mental o el estado emocional que ha desaparecido no puede volver a ser el mismo en ningún otro momento. No nos es posible conservar una inquebrantable identidad, ya que estamos sometidos al cambio perpetuo. Continuamente nos vemos forzados a abandonar al "yo". ¿Entonces por qué no admitir el sometimiento a la Naturaleza? ¿Por qué correr vanamente tras algo que jamás alcanzaremos? Captar esta ley universal, aceptar su inflexible lección, dejar adherirse sólo a la identidad transitoria de la personalidad, en resumen, negarse a permitir que el pensamiento del "yo" domine a su propio pensador: es éste el indispensable preludio de la apertura del pórtico, que obstruye nuestro camino al descubrimiento de lo que está más allá del "yo". Es por esta razón que los místicos religiosos y los maestros filósofos han pregonado en toda época la necesidad de esta auto-renuncia.

    Puede objetarse que percibimos a la personalidad como la base de toda nuestra existencia consciente; que para ser conscientes debemos pagar el precio de la finitud, y que por más que lo intentemos no podemos divorciar la conciencia de la personalidad. ¿Cómo habremos entonces de anularla, a menos que anulemos completamente nuestra propia existencia? La respuesta es que el hombre, en primer lugar, está llamado a comprender que el mundo que habita está integrado por diversos niveles del ser, cada uno de los cuales proporciona, a través de las formas que adopta, una sugestión continua espacio-temporal, a la criatura de ese mundo. El hombre no está obligado a negar su propio ser personal, sino sólo a negar su falso concepto de dicho ser, o sea, a reconocer que ése es su ser inferior. Ni siquiera se le pide que afirme que dicho yo inferior no existe, sino únicamente, que esa existencia es una creación del pensamiento. Se le reclama que admita que su actual comprensión del "yo" es incompleta y debe ser perfeccionada. Procediendo correctamente, el hombre no puede rechazar el "yo" porque es éste el que le ha proporcionado su nacimiento, pero puede negar las ilusiones que lo mantienen prisionero, los conceptos erróneos en torno de dicho "yo", y que lo arrastran al pecado y al sufrimiento.

    Por más que lo procure, el hombre no puede separarse de sus deseos, porque su existencia terrenal depende de ellos, pero sí le es posible, cuando se convierte en testigo de la personalidad, desentenderse de su encadenamiento habitual a esos deseos. Se le pide que habite una y otra vez en este extraño nuevo mundo del pensamiento hasta que se convierta en una costumbre tan íntima y familiar como lo es su yo cotidiano.

    Si asume esta actitud, por medio de la comprobación metafísica, y a través de la práctica ultramística, el hombre descubre al final, que el "yo" no radica en el cuerpo sino que éste pertenece al "yo"; si comprende que el "yo" personal, así como todas las cosas de su experiencia ordinaria, es en realidad una creación del pensamiento, que aparenta poseer una entidad fina y permanente; si penetra profundamente en este "yo" y descubre su oculta esencia mental, ¿qué ha logrado? Se habrá librado de una idea equivocada —por más poderosa, hipnótica y confiada que haya sido su creencia anterior—, y la habrá sustituido con la idea contraria de su más elevada individualidad, el Yo superior que nunca puede anularse, que permanece por siempre tal como era, semejante en calidad pero distinto en cuanto a sus características, de la Mente universal. La conciencia personal que ha desarrollado después de tantas encarnaciones, con tanto esfuerzo y trabajo, no se pierde. Permanece. Sólo que, dicha conciencia personal ocupa ahora el lugar secundario que le corresponde. Se subordina al Yo superior. Ambos pertenecen a la misma zona de conciencia. El hombre conserva este sentido de su propia transitoriedad personal al mismo tiempo que el sentido de una sublime y eterna pertenencia al Yo superior.

    Por consiguiente, si bien aparentemente se le exige separarse de lo personal, en realidad se le pide que acepte conscientemente esa existencia libre y llena de paz que es su origen. Si aparentemente se le fuerza a renunciar al Todo, en realidad se le pide que tome plena posesión de lo Uno, que está en la base de su ser. Si en apariencia se lo incita a negar toda experiencia, en verdad se le exige aceptar el principio último que permite la posibilidad de dicha experiencia. Si se lo fuerza a negar los productos y creaciones de la mente es sólo para que pueda afirmar a la pura mente misma. Si se le solicita que no asigne un valor exagerado a un yo que por naturaleza es transitorio, es para que pueda percibir el valor único asignado a una individualidad que es eterna y real. De modo que, todo aquello que parece perder, se le devuelve desprovisto de sus sombras efímeras.

    La totalidad supersensual no es menos que su parte sensual. ¿Por qué entonces habríamos de temerle?

    Si se nos pregunta cómo es posible que un hombre pueda desempeñar su papel en el mundo cumpliendo sus obligaciones con la sociedad, sin tener sólidamente los pies apoyados en su propia personalidad, la respuesta es que quien haya desarrollado la vislumbre a la que nos referimos, no altera la existencia actual. Por razones prácticas, ese hombre es el mismo que antes, y cumple la misma función en la sociedad; muy probablemente desempeñe mejor dicho papel. No se le priva de la menor capacidad para la acción útil, sino que por el contrario, su descubrimiento influye benéficamente en sus módulos éticos, y mejora su vida exterior. No se le exige que su-prima la personalidad, sino que renuncie a aquella ciega infatuación que es fuente de tantos errores prácticos, pecados morales e injusticias sociales; no se trata de que ahogue las necesidades del yo, sino que debe ahogar la satisfacción de dichas necesidades a costa de un daño para los otros. ¿Qué es lo que al final ha perdido ese hombre? Su personalidad no es destruida sino sólo purificada; su conciencia no se ha paralizado, por el contrario, se ha disciplinado para comprenderla mejor; no ha abandonado sus responsabilidades sino más bien las cumple de una manera más conciente; no se han diseminado sus posesiones, sino que se las ha convertido en artículos y ganancias que se usarán prudentemente.

    Pero, ¿es realmente posible asumir semejante actitud filosófica respecto del propio ego? ¿Realmente la proeza de observar sus actividades de un modo totalmente imparcial será siempre un logro teórico y nunca práctico? Podemos descubrir la respuesta por nosotros mismos. Cuando nos interesamos intensamente por una exquisita pieza musical, ¿qué nos sucede durante los momentos más profundos de dicha atención concentrada? ¿Acaso no nos desprendemos totalmente de nuestros recuerdos, ambiciones y ansiedades, esperanzas o temores personales, liberándonos temporariamente de ellos? ¿Acaso no es éste un logro práctico, si bien involuntario y pasajero, de aquella actitud filosófica?

    Admitimos que nadie desee abandonar el sentido de la "yoidad": este poderoso instinto que es la fuerza impulsora de toda la Naturaleza animada. Todavía está por verse que un solo caso de quienes anuncian que el ego es una ficción, negando su existencia, actúe de acuerdo con esta afirmación. Desde el insignificante gusano hasta el mamífero más perfecto, todos aman su propia existencia. ¿Por qué no? ¿Por qué habríamos de pretender ser distintos de lo que somos; por qué vamos a alardear del deseo de perder nuestro propio yo, o charlar acerca de su irrealidad y no existencia, si no podemos librarnos de esa existencia aunque lo deseemos? Toda cosa viviente, por mínima que sea la conciencia que posea, siente este profundo anhelo: "Deseo existir. Deseo vivir". Pero el error que comete estriba en no comprender que para satisfacer este intenso deseo, no es necesario adherirse sólo a la forma limitada y fragmentaria del yo al cual está apegado, ya que puede recibir satisfacción plena, cuando deja que este yo desaparezca, permitiendo que surja el ser perfecto que constituye su esencia primordial. Si pensamos con suficiente profundidad, veremos que incluso el deseo de abandonar el egoísmo es impulsado por un egoísmo más sutil, por un egoísmo más noble. No podemos desembarazarnos del "yo". Sin embargo, podemos ampliar su circunferencia. También podemos profundizar su centro.

    La personalidad es por cierto el "yo", pero no es el "yo" último. ¡No somos tan egoístas! El problema no estriba en que el yo sea meramente una ilusión como lo afirman algunos, sino en que nuestro actual conocimiento de ese yo, es únicamente un fragmento quebrado, que todavía debe ser completado. Es más prudente tener una fe sólida en los infinitos recursos que hay detrás del yo, que desperdiciar el tiempo proclamando que su vida actual es puramente fantasmagórica. Ningún hombre es acusado por actuar según sus propios intereses. Esto es natural. No se lo criticará porque no vea que está asumiendo un exclusivo punto de vista superficial. Tal como sucede con las numerosas ruedas pequeñas de una gran máquina, las cuales no tienen conciencia de la dirección general en la que se mueve la máquina misma, tampoco las grandes multitudes tienen conciencia de la dirección general de todo este movimiento cósmico, en el cual cada encarnación es una evolución que va de lo inferior a lo superior, una etapa menor en la búsqueda superior del hombre hacia el Yo último.

    Sólo conocemos nuestro yo; tomamos un fragmento muy superficial del mismo y quedamos contentos. No vivimos sino que meramente permanecemos vivos. Alcanzamos nuestro propio yo únicamente cuando penetramos en este ser superior. Puesto que el Yo superior es el agente de Dios para nosotros; debería constituir nuestro supremo valor, aquel que más valiera la pena en la vida. La lealtad hacia este ser superior, no es mero sentimentalismo sino sabiduría práctica. El egoísmo es simplemente la oposición ignorante de la personalidad limitada, a este superior ser. Si tenemos el coraje de apartar las raíces de esta oposición, de nuestra naturaleza, sin esperar a que lo haga por nosotros la experiencia kármica, avanzaremos hacia la etapa próxima superior. El "yo" que reconoce esta verdad y se somete a ella, el "yo" al cual se le enseña a mantener su lugar adecuado sin aspirar a otro más elevado, el ego que comprende que aunque su vida es distinta, no es una vida separada, la personalidad ansiosa por ser alimentada y sostenida por el ser impersonal del Yo superior, se purificará de sus mezquindades. Gracias a ello, el individuo participará de una sagrada unión con la voluntad cósmica.

    Ahora bien: puesto que la Mente universal está en todas partes, toda entidad individual participa de dicha Mente a través del rayo del Yo superior, por reducida que sea su intensidad. Nadie está separado interiormente de la Mente universal, si bien se diferencia exteriormente de ella. Habitamos en ella en forma de una mística unión, en forma de secreta continuidad. El reconocimiento de nuestras íntimas relaciones con la Mente universal, brinda nuevo interés a la vida opaca, y proporciona un estímulo renovado a la más afligida de las existencias. La esencia mental última de todas las multitudes de seres humanos, a despecho de sus diferencias, resulta, a través del Yo superior, una existencia compartida. Desde este punto de vista de la vida se transforma en un intercambio de rica significación, ya que nos convertimos en felices socios de la Deidad, y no meramente en muñecos autómatas de dicha Deidad. Este es un pensamiento que eleva al hombre.

    Por consiguiente, es por sí mismo que el hombre puede alcanzar el grado de filósofo, convirtiendo sus intereses sociales en una relación consciente y en lugar de la inconsciente y atrofiada relación que ahora lo caracteriza. Cuando comprendemos qué es lo que la vida se propone lograr en nosotros, el universo dejará de oprimirnos, volviéndose más aceptable. Un importante valor de semejante mensaje, consiste en la paz que ofrece esta perspectiva más amplia de la vida, al dar, al punto de vista humano, su proporción exacta. Mientras el yo superficial se atormente con deseos insatisfechos e insaciables, pensando que la muerte es el final de tales deseos y su peor frustración; mientras oscile ansiosamente en el tiempo, hasta que, irónicamente, el tiempo le marque su final definitivo; ignorará su verdadera relación con su oculta fuente. Cuando ascendemos hasta esta perspectiva superior, la rebeldía contra la vida, desaparece. Aprendemos la maravilla —aunque no sea más que esto— de la total aceptación de la existencia, aumentando de este modo la paz que ya nos pertenece. Y al participar de la actividad de la Mente universal, participamos también, hasta cierto punto, de sus maravillosas posibilidades. No se trata de que el rayo pueda llegar a ser más de lo que es, es decir, un representante del sol en la tierra, sino que puede traernos, de aquella fuente que lo nutre, la afirmación de su cualidad divina.

    No sólo necesitamos un propósito en la vida; sino que además debe ser un propósito satisfactorio, y ¿qué otra cosa podría ser más satisfactoria que esta divina participación?

    Cuando nos damos cuenta de que la Mente universal está en la base de toda existencia; cuando comprendemos que es el principio sustentador y unificador de nuestro propio yo, así como del de todos los otros seres, entonces nuestros ruegos y nuestros esfuerzos estarán encaminados a la felicidad de todas las criaturas, no sólo a la nuestra. Pues sabremos que en el bien universal, nuestro bien personal estará incluido, mientras que, si por el contrario, buscamos egoístamente nuestro solo bien personal, la consecuencia irónica es que jamás lo lograremos. Nuestro deber es considerarnos, no únicamente, como una parte que vive para su propia realización, sino, además, como una parte viviente, a favor de la Totalidad. Dicho en lenguaje más corriente, esto significa, sencillamente, que si los hombres tuvieran en cuenta la felicidad de Todos, tanto como la propia (pues no están excluidos del Todo), avanzarían mucho en esta actitud que proporciona más dicha. Los hombres practican el egoísmo, porque honestamente creen que es este el camino de la satisfacción. Desdeñan tener en cuenta la felicidad común porque honestamente creen que es éste el camino que conduce a la pérdida de la felicidad; pero cuando se libran de su ignorancia, descubren que la satisfacción no arraiga en la sola persona, sino más bien que es el centro donde se pueden encontrar todos los seres humanos. Ya que de este modo todos comparten la vida superior de Dios, presente en cada uno de ellos como una unidad, y no como algo que se ha dividido en trozos pequeños. El interés de la humanidad incluye los propios intereses, así como el círculo mayor incluye a los menores.

    El contraste entre el "yo" y el "tú", las diferencias entre los hombres, resultan claras y simples; en consecuencia es natural que ambos acepten la razonable conclusión de que son dos entidades separadas. Lo que ambos no ven, sin embargo, es que la misma poderosa incomprensión, la misma fuerza sugestiva que les impide captar conscientemente la realidad última, detrás de las multiformes apariencias del mundo, también les impide adquirir conciencia de la unidad última que subyace entre la separación de todos ellos.

    Cuando se capta la inter-conexión y la inter-dependencia de todas las existencias, resulta ilusoria la búsqueda de una salvación puramente individual. Seré salvado no sólo por mí mismo, sino porque todos serán salvados: ésta es la actitud adecuada que debemos adoptar. Podemos ahora comprender lo que quiso decir Jesús cuando afirmó: "Quien salve su vida la perderá". Porque el ser más elevado de Jesús, su Cristo, es el secreto hilo que ata a los hombres entre sí. También ofrece la base científica del mandamiento de Jesús que reza: "Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Vive en el "yo", como éste vive en el cuerpo. También podemos ahora comprender el sentido de la sentencia mística de San Pablo: "Yo vivo, sin embargo, no yo sino Cristo vive en mí". El Yo superior es, en verdad, el Cristo cósmico al cual estamos silenciosamente llamados a dedicar nuestra existencia inferior.


    CAPITULO IX
    LA SOMBRA DEL MAL Y DEL SUFRIMIENTO


    ¿Por qué permite el Yo superior que existan el pecado y el mal moral en su vástago, la persona? ¿Por qué la Mente universal consiente que el sufrimiento del dolor físico dañe su universo? Son éstas preguntas que siempre surgen. ¿Qué hombre de los que actualmente viven, en una época en que el Dolor, como un viento lúgubre, ha soplado sobre la tierra después de las embestidas de las victorias nazis, ha podido mantenerse apartado, sin siquiera experimentar personalmente, los horrores de la violencia, el desastre o los accidentes; apartado de las aflicciones provocadas por hombres deshonestos, brutales o depravados; de las miserias derivadas de la pobreza, las privaciones y la degradación social; y de las agonías de los débiles, enfermos o deformados? Nadie, por supuesto. La mayoría de las criaturas nace en medio de los dolores de sus madres; la ansiedad lacerante, de alguna manera se convierte en herencia intermitente para todos; y por fin, nuevamente el dolor a menudo los atiende cuando parten del escenario de la vida.

    Estos funestos espectáculos, estas penosas experiencias, levantan dudas acerca de la benevolencia divina, en las mentes de las personas devotas, si no son demasiado cobardes como para cuestionar las palabras del sacerdote y de las Santas Escrituras; esos terrores sangrientos incluso pueden perturbar el ánimo tranquilamente contemplativo del místico, si es que no está demasiado enamorado de sus goces espirituales como para observar lo que sucede a su alrededor; y, por supuesto, dificultarán los pensamientos del metafísico racional, si realmente es esto y no un simple repetidor de lo que ha oído o leído.

    Cuando el ser reflexivo analiza el estrago y miseria que sin descanso han despojado a la vida actual de la humanidad de la necesaria piedad y común bondad, entonces el desaliento, si no, la más trágica desesperación, se apodera de los corazones más fuertes. Es entonces cuando sube a los labios de este siglo XX, la antigua queja de Job. "¿Qué significan todos mis sufrimientos, de qué sirven? ¿Por qué el virtuoso soporta inmerecidas angustias? ¿Por qué prosperan los débiles?", son los amargos reclamos que parten de sus bocas. La aparente inutilidad y error chocante de tanto sufrimiento humano, bien puede hacernos criticar la divina sabiduría. A quienes no pueden reconciliar la contradicción entre la existencia del mal y el sufrimiento, y la presencia de un Dios benigno y pacífico, nada puede reprochárseles. La mayoría de nosotros siente que si los dioses que han creado el universo nos hubiesen consultado, hubiéramos eliminado estos dos espantajos de la raza humana, y por tanto, creado un universo mejor. No es exagerado afirmar que estos dos paralelos problemas del mal y el sufrimiento, son tal vez los más antiguos en la preocupación de los hombres. Sin embargo, son tan difíciles y fundamentales, que parecen abarcar la mayoría de las respuestas, pues de otro modo, la humanidad no se los formularía una y otra vez, en la época actual igual que hace cinco mil años.

    A los fines de la conveniencia literaria, analizaremos problemas como si se tratara del mismo tema. Las contradicciones que lo caracterizan sólo pueden desvanecerse a la luz de un modo de pensar más sutil. Debemos hallar este punto de vista. Descendamos a ejemplos particulares para comprender su sentido. Imaginemos que el cuerpo humano se ha reducido al de una diminuta mosca, y que cómodamente nos ubicamos en un lindo parche de una pared enyesada. Allí nos entregamos a la agradable y entretenida actividad de nuestra pequeña trompetilla. De pronto se produce una corrida rápida como la luz, y aparece sobre nosotros la grotesca y maligna cabeza de un lagarto que nos devora, y entonces, la última experiencia que tenemos es la caída mortal en la inconsciencia. Ese lagarto representa para nosotros, en nuestra calidad de moscas, no sólo la causa de nuestro sufrimiento, sino también el principio de toda maldad del universo, Satanás, si así preferimos llamarla.

    Luego imaginemos que nuevamente somos un ser humano con un cuerpo mucho mayor que el de una mosca. Habitamos una región tropical. Día y noche tenemos que defendernos de los mosqui-tos, esa plaga zumbadora de los países cálidos. Nos atormentan cuando trabajamos y nos atacan en momentos en que jugamos: ni siquiera nos dejarán dormir, a menos que nos encerremos entre mosquiteros. Pero esto no es todo. Puesto que algunos de estos mosquitos transmiten la malaria, un simple pinchazo puede sumirnos en semanas de fiebre que se repetirán intermitentemente a lo largo de toda nuestra vida.

    Ahora bien: las mismas especies de lagartos que en Occidente atacan y tragan moscas, atacarán vorazmente a los mosquitos de Oriente. Por consiguiente, para el mosquito, un lagarto es definitivamente una cosa mala, una fuente de sufrimientos, un pozo de perversidad. Pero para nosotros, seres humanos, el lagarto es auténticamente beneficioso, una genuina bendición, porque nos ayuda a exterminar a los agentes de la malaria. Surge entonces la siguiente pregunta: ¿Qué punto de vista es el correcto: el de la mosca, el del mosquito, el del lagarto o el del hombre? Afirmar que lo es uno solo de ellos equivale a adoptar una posición racionalmente insostenible, aunque pueda justificarse emocionalmente. Lo que es fuente de placer para una criatura produce miseria a otra. Lo deseable en cierta situación se convierte en su contrario dadas diferentes circunstancias. Quien imparcialmente analice los hechos, no tiene otra alternativa que la de admitir el principio de la relatividad, afirmando que, en última instancia, el bien y el mal son relativos al punto de vista mental que se adopte, el cual debe necesariamente variar. Esto equivale a decir que el bien y el mal son sólo concepciones mentales relativas, y que, desde una perspectiva universal, o sea, desde el punto de vista de la Mente universal, nada hay inútil o innecesario.

    Por consiguiente, procuremos dejar de lado el enfoque común y convencional por un momento para ver qué beneficios nos trae un enfoque universal. Primero, reconozcamos francamente que hay, en este diverso cosmos, muchas cosas de las que los humanos debemos estar agradecidos, muchas cosas realmente buenas, hermosas y útiles, en la Naturaleza, la vida y el hombre. La afirmación de que la vida es puro sufrimiento resulta exagerada. Porque no podemos formarnos una idea acerca del sufrimiento, si no es a través de su opuesto, la felicidad; por tanto, ambos han de existir simultáneamente. Y la experiencia confirma que ambos andan juntos en la Vida, la misma existencia de las alegrías implica el fatal corolario de la existencia de su contrario, de la misma manera que la luz implica la sombra. El niño que aún no ha nacido vive beatíficamente, inmerso en el fluido del vientre de su madre, mientras que un adulto sometido a iguales condiciones, perecería. Cuando el niño nace, respira por primera vez, y demuestra, con su llanto, que el respirar es doloroso.

    El ritmo de aspirar y espirar el aire simboliza el ritmo del placer y el dolor, que marcará la vida humana hasta el final. Ésta nunca es toda dolor ni toda placer. Además, siempre las condiciones podrían empeorar, aunque éste parezca un frío consuelo. Toda concepción de la felicidad es relativa. Casi todo el mundo quisiera estar en los zapatos de su prójimo. Los árabes dicen: "Yo no tenía zapatos y protestaba, hasta que encontré un hombre que no tenía pies".

    En segundo lugar, aunque podamos culpar al hombre mismo por algunos de los males y sufrimientos del mundo, resulta obvio que hay muchos de estos males no provocados por los seres humanos, como sucede por ejemplo, con el daño que se hacen entre sí las bestias de la selva, que jamás han estado en contacto con el hombre. ¿A quién vamos a adjudicar, pues, la responsabilidad final, si no es a la Mente Universal misma? Cuando comprendemos que todo este mundo y no sólo una parte de él —la parte que nos gusta— es una divina manifestación, entendemos que Dios también debe estar en el bandido. Lo que sucede es que el bandido ha orientado perversamente su voluntad por ignorancia, desaprovechando sus oportunidades por desilusión, y ha interpretado erróneamente la vida debido a su codicia, pero todo esto no hace que su fuerza más profunda sea menos divina. Debemos enfrentar los hechos con valentía, para darnos cuenta de que la voluntad divina alienta en todo el universo, y que, por ende, también está presente detrás del error, la agonía y la perversión.

    No se trata de que estas cosas hayan sido creadas deliberadamente, sino de que su aparición se ha vuelto indirectamente inevitable, por necesidad interior, es decir, por la continuidad kármica del universo, que ha hecho que el infinito Yo Superior emitiera fuera de él, una sucesión de vidas encarnadas finitas. La "caída del hombre", fue la caída en la separación, la multiplicidad y la limitación. La lucha y sus consecuentes sufrimientos fueron inherentes y propios de esa división del ser. Siendo el universo un esfuerzo por manifestar la mente infinita en centros mentales finitos, la limitación del ser que ello implica, inevitablemente determina una limitación de la perspectiva moral, que a su vez culmina en el surgimiento y existencia de lo que llamamos pecado. Éste provoca sufrimientos en los demás y también en el propio pecador. La lucha es propia del mundo, por la diversidad, porque la vida ha sido dividida en innumerables criaturas que ciegamente rivalizan en el esfuerzo por llenar alguna necesidad. Desde el momento mismo en que nacen, adquieren una actitud posesiva. Por tanto, desde el momento en que llegan al mundo miríadas de centros finitos separados puede predecirse su futuro guerrero. Su lucha es el tremendo precio pagado por el nacimiento. Ya que, cuando, en el curso de su natural evolución, el ser consciente comienza a distinguirse de los demás, reconociendo su separación, se despierta el poder de la libre elección, con lo que se introduce la posibilidad de discordia con otros seres. Este momento señala una tremenda crisis de la conciencia. Su karma individual comienza a surgir. Así leemos en el Génesis: "Y Dios dijo, ved, he aquí al hombre... que conocerá el bien y el mal". A cada ser humano se le otorga un cierto margen de libertad dentro del escenario del mundo. Nadie puede quedar restringido a un plan de movimiento totalmente predeterminado. El Yo Superior tiene que dejarnos libres para perseguir metas perversas más bien que obligarnos a buscar los caminos del bien. Estos últimos han sido alterados por el sufrimiento, convirtiéndose en profunda bondad, mientras que las sendas del mal sólo pueden producir una bondad superficial y efímera. Un universo de innumerables criaturas, no simples robots, sino entidades libres, inevitablemente se ha convertido en un universo de criaturas en pugna. La evolución cósmica no podía ser tan fija y pre-ordenada, como para que no cupiera en ella la iniciativa personal.

    El ego no puede, en un primer momento, mirar más allá de sus intereses egoístas. Esta incapacidad conduce a una situación en la que se establece, entre un ego y otro de visión igualmente limitada, una melancólica fatalidad de lucha. De este sentido de separación, lentamente surge un conflicto que culmina en el pecado y, por lo tanto, en el dolor consecuente. Ciegamente busca su felicidad a expensas de la de los demás, introduciendo el sufrimiento en aquellas vidas, y después, por la retribución kármica, en la propia vida. El proceder equivocado es el precio de su libertad. Es parte de una manifestación divina, y puesto que es libre dentro de ciertos límites, también ha gozado de la libertad de deformar esta manifestación, que es lo que todos hacemos alguna vez. Además, la tensión entre la actual imperfección de cada individuo y la innata posibilidad, y la necesidad inconsciente, aunque imperiosa, de realizar esta posibilidad divina, culmina en una lucha que produce placer y dolor al mismo tiempo. Su vida se ve desgarrada por la tensión entre lo que ésta realmente es, y el sentimiento de lo que debería ser. Esta tensión es la fatal consecuencia de su doble naturaleza. Ya que es personal y finita por un lado, pero universal e infinita por el otro. En su oscuro afán por realizarse, la vida individual prueba cientos de caminos diferentes, la mayoría de los cuales son, al principio, antisociales y egoístas.

    Pero las agudas espinas van mezcladas a las rosas más delicadas. Si cierto es que podemos convertirnos en villanos, también es verdad que podemos llegar a ser hombres virtuosos. Las flores éticas y los retoños intelectuales son, al final, nuestra recompensa por los dolores sufridos. Más aún: las espinas pasan; las flores permanecen. La permanencia del ego en el mundo extraerá, en el curso de una gradual evolución, todas las posibilidades latentes ocultas en la vida. Aquello que la vida no posee termina por revelar al ego lo que la vida guarda en su interior. Y cuando el ego alcanza su autocomprensión, y siente su prístina unidad con los demás, la lucha finaliza. Si bien los sufrimientos surgen de los actos perversos de los hombres, la evolución cósmica purificará y ennoblecerá a toda la humanidad, a través de la enseñanza kármica y los continuos nacimientos, aunque el proceso requiera millones de años. Ya que el ego comete errores respecto de sí mismo y de los demás, sólo porque su autoconocimiento es muy limitado, y su comprensión del mundo, lamentablemente incompleta. Su pecado consiste en esto: en que aplica erróneamente sus energías, en que orienta mal sus sentimientos, y en que pervierte su voluntad, debido a ignorancia. El corazón humano está acertado al obedecer el instinto que lo empuja a asegurarse la felicidad. Pero no puede descansar sólo en las satisfacciones exteriores. Sucesivamente, las limitaciones e insuficiencias de las cosas exteriores, lo llevarán a las búsquedas religiosas, místicas y filosóficas. Por consiguiente, no llegará al reconocimiento de sus propios valores hasta tanto no reconozca aquello que está por debajo de su yo.

    Si es cierto que en el momento en que el hombre se separa del Yo Superior, nace el mal, entonces la única cura radical provendrá de su reintegración a esa fuente eterna. La divina apetencia por librarse de esta disociación se manifiesta en los apetitos de un plano inferior, que tan pálida e innoblemente reflejan aquella ansia. Generalmente el hombre no sabe que en todo anhelo por divertirse para olvidar sus preocupaciones y miserias, lo que en realidad busca es olvidarse de sí mismo, o sea, trascenderse. Corre agitadamente de aquí para allá buscando dones materiales, sólo porque siente la necesidad de llenar su vacío interior. En cada placer tras el que corre, está buscando la satisfacción que al final, únicamente en el Yo Superior encontrará. En cada esfuerzo por asirse a sus posesiones transitorias, está buscando la inmutable realidad última. En cada encarnación manifiesta a través de sus actos, u oculta detrás de sus pensamientos, la terrible verdad de que está tristemente desarraigado de la armonía con sus verdaderas metas vitales, que está patéticamente alienado de sí mismo. Persigue riquezas, busca el amor, y procura subir a la efímera cumbre de la fama, cuando todo el tiempo lo que realmente busca es lo Real. Ya que la conquista de la Realidad concede riquezas que jamás pueden perderse, y un amor que dura por siempre jamás.

    Cuando comprendemos que somos todos hijos del Padre infinito, que nuestro amor hacia Él es tan natural como el amor que el niño recién nacido siente hacia sus padres terrenales, comenzamos a entender que el amor entraña un gran misterio. No cabe duda de que el amor de los mortales en algunos raros momentos —especialmente en sus comienzos— está despojado de la mera carne, y que toca algo que trasciende su condición terrenal. Durante unos breves interlu-dios, es una actividad del Espíritu, el ansia sagrada de dos mortales solitarios, cada una de los cuales busca en el otro al Yo Superior, un abrazo de Dios con un ropaje inferior. Muchos poetas lo han percibido así. Stephen Phillips ha escrito:

    No sólo por esto te amo; sino porque en ti se cobija lo Infinito.

    Pero ¡cuidado! lo que el hombre busca y espera encontrar en la mujer, lo que ella a su vez ansia hallar en el hombre, sólo puede encontrarse, en la tierra, sujeto a las limitaciones de tiempo y espacio, es decir, sometido a la pérdida de la libertad, a la cancelación de la muerte, a la corrupción del desgaste y la enfermedad, y a todos aquellos males que ensombrecen los estados emocionales. De modo que esta noción del amor es tristemente limitada. Al dedicarlo sólo a una esposa o hijo, a una novia o hermana, se espera la retribución correspondiente. El hombre descubre, con el tiempo, que sus esperanzas de un amor retribuido no bastan. El amor no puede detenerse allí. Busca crecer más allá del cálculo restringido de unos pocos amigos y parientes. La vida misma empuja al hombre a trascender ese tipo de amor. Y esto lo logra el hombre, superando primero, el engaño de la tristemente efímera carne, y luego, transformando el amor en algo más especial y noble: compasión. En la auto entrega de esta maravillosa cualidad, y en su expansión hasta que toda la humanidad es tocada, el amor alcanza su culminación.

    Pero no se sube fácilmente a esta altísima torre. Sólo cuando ha visto marchitarse y morir sus más queridas esperanzas; sólo cuando ha sentido vívidamente, la espantosa transitoriedad de la existencia externa; y sólo cuando ha previsto, por anticipado, el pinchazo de agudas espinas, por debajo de toda tentadora rosa, cobra conciencia de su propio ser. Entonces comprende cuán equivocadamente ha orientado sus esfuerzos, y al así entenderlo, su vida alcanza su crisis más crucial, lo cual significa que un alma más ha comenzado a buscar al Yo Superior. Y cuando más insista en esta búsqueda, mayor será la paz que descienda sobre su atormentada alma, como el rocío que cubre la tierra a cada amanecer. Cuando, después de mucho tiempo, el ego amplía su conocimiento, y perfecciona su comprensión, entonces, esta misma criatura que antes había sido un centro viviente de maldad parcial, se transforma en centro vivo de la benevolencia. No hay momento más importante y grandioso de su vida, que este momento en que empieza a asomar el reconocimiento de sí mismo. Ello brinda a los otros, igual que a la propia persona, gran felicidad y ningún dolor. Las dos fuerzas en lucha en el universo, las llamadas fuerzas del bien y del mal, no son, como a menudo se cree, aquéllas que empujan al hombre hacia la materia, y aquéllas que lo separan de ésta, sino las fuerzas que generan y estimulan la actitud egoísta personal, y las que crean y estimulan una actitud impersonal altruista.

    Cada ego se esfuerza por completarse, por agrandarse, en un proceso adquisitivo, buscando inconscientemente su oculta unidad con el prójimo. Sigue así una evolución que eventualmente se despliega en una triple corriente, durante su largo curso: un movimiento que se manifiesta como lo físico, lo intelectual, y lo que por el momento podemos llamar espiritual. En lo físico actúa hacia fuera, y toca los peldaños más oscuros de la ignorancia y el mal, perdiéndose, por un tiempo, en la ilusión de la llamada materia. Éste es el llamado descenso del Espíritu en la Materia. Pero toda materia, ya sea la sustancia fundamental de los hindúes o la materia eléctrica de los científicos, no es, en última instancia, sino la apariencia de un pensamiento particular, tal como se presenta a un pensador particular, o del pensamiento cósmico del pensador cósmico. Es el Pensamiento contemplándose a sí mismo, bajo un disfraz, o a través de una ventana pintada, por así decirlo. No es una segunda sustancia separada.

    Los deseos aumentan hasta el máximo en esta primera etapa pero disminuyen en la tercera. La evolución intelectual proporciona el curso más prolongado y las mayores luchas. Ya que en el primer estado el yo es meramente posesivo, pero en el segundo añade a este poder adquisitivo la cualidad de la investigación. Primero está sólo ávido de gozar la vida; luego siente curiosidad por ella. De la unión de ambas cualidades, todavía pueden surgir grandes males, los sutiles e insidiosos males creados por la sagacidad humana. Sin embargo, de estos dos planos, después de mucho sufrimiento y dolor, surgen los primeros descontentos con la vida y consigo mismo, es decir, el descubrimiento de que la superación de esos sufrimientos debe partir de la auto-superación. Así el hombre alcanza y supera el momento crítico de su larga evolución, el momento en que desenvolviendo y empleando su propia inteligencia, vuelve la cabeza y comienza su regreso al hogar. En la evolución espiritual, el ego marcha hacia adentro y finalmente provoca la búsqueda de la unidad cuando regresa con plena conciencia del Yo Superior.

    Si no se ponen límites al ego, si su voluntad se despliega libremente, lanzará todas las cosas a la más completa confusión y culminará con la auto-destrucción. Pero si por el contrario su destino se controla absolutamente, si no puede desarrollar la menor libertad de su voluntad, entonces se convertirá en un autómata, en un muñeco que concluirá por estar muerto en vida. Aquí podemos captar la infinita inteligencia que hizo de nuestro universo lo que es, un cosmos, un sistema ordenado. Toda separación, todo mal, toda lucha, todo egoísmo y toda ignorancia, surgen durante este movimiento objetivador externo de la mente. Toda unidad, todo bien, toda armonía y toda sabiduría surgen durante el movimiento hacia adentro y de retorno. El conflicto entre ambas fuerzas, entre separación y unidad, es continuo, pero en determinados períodos críticos de transición del karma evolutivo se vuelve un conflicto abierto, de grave importancia histórica. Un período crítico de este tipo es el que nuestra propia generación ha visto a través de los sufrimientos de gran parte de la humanidad. La guerra mundial señala una tremenda crisis evolutiva para millones de seres humanos.

    Estos hechos —casi siempre desconocidos o pasados por alto— nos advierten que la superficie de la vida no muestra su verdadera realidad. Cuando leemos el libro de la experiencia a la luz de tales hechos, cuando relacionamos los acontecimientos diarios de la existencia, con la búsqueda de esta lejana meta divina, entonces dicha experiencia y dichos acontecimientos resultarán completamente alterados por nuestra escala de valores.


    EL TRIUNFO DEL BIEN


    Si la inteligencia infinita sabía que el constante juego de las fuerzas antagónicas se convertiría en inevitable rasgo de la vida manifestada; si tuvo que permitir lo que los humanos consideramos que perjudica y daña a la existencia; y si el universo iba a permitirse existir como sistema de auto-actuación y auto-desarrollo controlado kármicamente, también sabía que el proceso evolutivo arrastraría a estas criaturas sufrientes y pecadoras a un punto en el que se desprenderían de su pecado para convertirse en cooperadoras auto-sacrificadas del orden cósmico, de modo que la desaparición de las causas kármicas del sufrimiento determinarían la desaparición del sufrimiento mismo. Si un proceso terrenal necesariamente implica separación, y la separación, en algunas de sus etapas significa egoísmo, y éste, a su vez, implica mal y dolor, también resultaría cierto que en las primeras y en las últimas etapas de este proceso, no estaría presente el egoísmo, desapareciendo consecuentemente el mal y el dolor. Serían fases provisorias de la existencia y no eternos estados.

    Por lo tanto, podemos estar seguros de que la Mente Universal ha puesto límites a estos dos espantajos. El mal es efímero. Al final resulta derrotado. Sólo tiene una vida negativa. Representa la ceguera de lo que es, la no realización de la armonía, la no comprensión de la verdad. El mal es, en resumen, una falta de comprensión adecuada, un alejamiento demasiado distante del verdadero ser, una inadecuada captación de la vida. Cuando se consigue la visión interior, y son corregidas tales deficiencias, deja de actuar y se desvanece. El místico que penetra en el profundo corazón del ser no encuentra allí mal alguno. En esta problemática época, la filosofía nos brinda su mensaje de paz, y nos pide que tengamos la convicción de que todo mal encierra el cáncer de su propia auto-destrucción última. El mal está presente, pero no para siempre; se transformará, no nos quepa la menor duda. Estamos demasiado preocupados por nosotros mismos como para comprender que si el dolor y el mal desempeñan un papel preponderante en nuestro planeta, existen otros cuerpos celestes en los que el mal y el dolor son completamente desconocidos.

    Pero ¿por qué, si el mal es realmente efímero, parece que ha estado inseparablemente adherido a la historia del universo? Hay una doble respuesta para esta pregunta. En primer lugar, la tierra proporciona un escenario a las actividades evolutivas, y así, en última instancia, al hombre, y dicha evolución constituye el desarrollo ordenado de posibilidades latentes. Pero el relato científico de la evolución desde una humanidad primitivamente salvaje, es sólo parcialmente cierto. No es totalmente correcta la doctrina de una evolución histórica humana desde el antiguo barbarismo hasta la actual superioridad. Puesto que los seres de todo nivel, desde los más bajos a los más elevados, han aparecido sobre la tierra al mismo tiempo, y quienes provocan el mal para evolucionar más tarde desprendiéndose totalmente de estas inclinaciones al mal, no desaparecen completamente como tipo humano. Son reemplazados por otros seres que surgen a la manifestación más tarde. Con todo, esto sólo vale para un período determinado, ya que llegará el momento en que cesará el ascenso de los tipos inferiores, en este planeta particular, y la evolución de los otros se apresurará. En esta hora se marchitará el mal y desaparecerá de nuestra vista.

    La existencia cósmica se renueva en sucesivas reencarnaciones, por así decirlo. Es eterna e infinita en sí misma, pero dichos ciclos recurrentes son necesariamente finitos y temporales, por más inconcebibles que sean sus períodos y por más inimaginables que sus límites sean. De este modo, jamás ha habido un punto de partida del mismo grado para todos los seres, por la simple razón de que jamás hubo una creación de la nada, sino que siempre existió la proyección de la Mente en un universo en serie que se repite a sí mismo, sin comienzo ni fin. No existe algo así como un suave progreso ininterrumpido, ascendente y puramente mecánico. El mal en el hombre es lo suficientemente fuerte para impedirlo. Pero el ascenso y progreso en sí mismos son hechos reales. Sólo que la evolución tiene una estructura en espiral. No es una recta escalera. La vida no se inició en este planeta con un grupo simple, solamente, ni terminará de esa forma. Por consiguiente, debido a la acción cíclica de repetidas reencarnaciones, no sólo de seres vivos sino de todo el sistema planetario, jamás hubo una época en la cual la primitiva humanidad era sólo un conglomerado de salvajes individuos. Por el contrario, cultura y civilización, desarrollo intelectual y aspiración ética, ciencia metafísica y arte, fueron desarrollados en todo grupo de gran población, durante las épocas prehistóricas, y existieron junto a condiciones muy primitivas. Los mitos religiosos y las tradiciones legendarias, que nos han llegado como testimonios de épocas antiguas traen ecos distorsionados de la memoria de tales hechos. Tampoco ha habido pues una época en la que los grupos sociales fueran totalmente malos o completamente buenos. La humanidad ha sido siempre un conglomerado particularmente mezclado. Aquellos que disciplinaron su yo impidiéndose hacer el mal han sido equilibrados por almas más jóvenes que tuvieron que comer, a su vez, el amargo y dulce fruto del Árbol del Conocimiento del bien y del mal. Sucede así, que los llamados salvajes tuvieron que compartir siempre el planeta, con los hombres civilizados. Así se cumple también una situación semejante a la que existió en las épocas históricas, cuando sucedió que los recién llegados comenzaron a leer el relato seriado de la vida humana en algún punto de su parte media, lo cual resulta un proceso particularmente difícil para ellos, como perturbador para los que ya lo están leyendo.

    Ya hemos visto que cuando la Existencia única produjo una miríada de existencias menores, surgió naturalmente el mal como relación temporaria entre dichas existencias. Cuando la amorfa Mente se reflejó a sí misma en innumerables y contrastantes formas transitorias, sobrevino el egoísmo —con su melancólico lastre de pecados y penas— como una fatalidad temporaria. Mas debemos advertir que el mal forma parte de la experiencia que el ego tiene del mundo, no porque sea inherente al mundo mismo, sino porque está en las ilusiones que los contrastes y limitaciones del mundo producen en el ego; en resumen, el mal está en la persona no en su contorno. Cuando la persona lo supera en sí misma, ascendiendo a mundos superiores, más adecuados a sus elevadas percepciones espacio-temporales, se produce necesariamente un predominio de aquéllos en los que el mal arraiga todavía con mucha fuerza. Este predominio se acentúa con el natural aumento de población, en proporción geométrica, con la lamentable consecuencia de que también aumenta la masa cuantitativa del mal, debido a la multiplicación de quienes están dominados por el egoísmo.

    En segundo lugar, aunque el bien triunfa al final sobre el mal, cuando concluye el viaje del ego a través del tercer camino espiritual, no vemos este triunfo último de los procesos naturales de evolución, pues éste se produce en un reino que está fuera del alcance de nuestros ojos. Ya que no puede cumplirse plenamente mientras todavía permanecemos en este mundo inferior espacio-temporal. Se nos ofrecen los frutos de la victoria sólo a nivel de la percepción superior. Las duras pruebas de la vida terrenal son compensadas al final, en una existencia superterrena. La creencia de que mientras está sujeto a la carne finita, puede el hombre alcanzar la absoluta perfección, cuando debe someterse a las limitaciones sensuales de dicha carne, no es atestiguada ni por la historia de los hechos pasados, ni por la actual observación, así como tampoco afirman esto las enseñanzas ocultistas. Le es posible, ciertamente, librarse de determinadas limitaciones y acercarse mucho a la perfección, a lo largo de determinadas sendas, pero ir más allá le resulta imposible, pues la naturaleza misma de nuestro pobre planeta se lo impide. Las desagradables luchas y tremendos sufrimientos de la vida sobre la tierra no encuentran parangón en ningún otro cuerpo celeste. Y en última instancia, luchas y sufrimientos surgen porque nuestras percepciones son tan pobres, tan finitas y circunscriptas; en resumen, porque somos tan ignorantes. Todo lo finito, lo cual incluye cuanta cosa se forma a nuestro particular nivel espacio-temporal, es necesariamente imperfecto. De modo que el hombre puede alcanzar la libertad de toda limitación, cuando lo merece, y sólo desprovisto del actual cuerpo terrenal, lo cual le permite adquirir conciencia de una vida supersensual inmutable. Ya que sólo entonces el hombre se vuelve completamente libre de las consideraciones espaciales y temporales. Sólo cuando ha resuelto el misterio del tiempo, que esencialmente pertenece a su vida terrenal, se le permitirá resolver el misterio de la Duración infinita, que esencialmente pertenece a su vida no terrenal.

    Estamos siempre contemplando el universo en pequeños fragmentos y trozos quebrados, mientras que la Mente Universal lo contempla como una sola Totalidad. En lenguaje popular, sólo Dios lo sabe todo. El proceso cósmico tiene un significado integral, que nuestros ojos siempre pasan por alto, debido a su concentración sobre las partes fragmentarias. El universo aparece completo e instantáneo en la conciencia de la Mente Universal. La historia del hombre es el intento de realizar en el tiempo y el espacio lo que ya existe como unidad armoniosa, en la conciencia de la Mente Universal. El mal y su extinción existen simultáneamente en dicha Mente, y si pudiéramos compartir esa inimaginable conciencia, podríamos justificar los oscuros designios de Dios, ante los desesperados hombres. En esta conciencia ocurre el increíble Todo-tiempo, donde todas las cosas están aconteciendo en el mismo momento, sin deslizarse hacia el antes y el después. Cuando comprendemos qué significa el tiempo, cuando advertimos que pasado, presente y futuro, son términos que tienen una validez práctica antes bien que filosófica, que son imágenes grabadas, cuyo culto nos hace olvidar la realidad intemporal que está debajo de ellas, comenzamos a liberar la mente de la antigua ilusión. También comenzamos a comprender, que creer que el universo apareció de golpe en un determinado momento, saliendo de la nada, de ninguna manera puede ser exacto.

    La existencia del universo en el tiempo, debe ser considerada como la unidad de un eterno Ahora, Entonces y Siempre; y su existencia en el espacio, como la unidad de un indisoluble Aquí, Allá y Dondequiera. No hay, para su historia, un principio y un final reales. Un universo sin comienzo ni final es, por el hecho mismo de su naturaleza, no una cosa estable creada en el tiempo, sino un proceso activo que actúa simultáneamente en el tiempo: un acto eterno de la Mente Universal. Y puesto que realmente es un proceso mental activo, y no, una estructura material fija, todas las cosas y seres incluidos en él, sin excepción, ya sea en completa inconsciencia o absolutamente conscientes, se esfuerzan por alcanzar su realidad interior, afán que habrá de llevarlos, necesariamente, más allá de esta esfera terrenal de limitadas percepciones espacio-temporales.

    Si la Mente Universal contempla el fin junto con el principio; la actividad y al mismo tiempo, su realización; la meta alcanzada junto con la lucha temporal, no caigamos en el error de considerarnos meros autómatas. Somos lo que somos: seres super-sensibles, transitoriamente fascinados por nuestras propias percepciones sensibles espacio-temporales. La Mente es la única realidad. Todas las ideas humanas regresan, al final, a la mente particular que las generó. Así también, todos los seres humanos deben retornar al final, a la Mente Universal, cuyas ideas son ellos, a su vez. El universo no es otra cosa que la eterna actividad de la Mente en sus ideas finitas. La vida humana no es sino el afán de tales ideas por alcanzar su infinita Fuente y realizarse en ella. Los sabios chinos llaman "retorno al hogar" a esta tercera etapa espiritual de la evolución del ego.

    Puesto que el Yo Superior es puro y benigno por naturaleza, ¿cómo es que surgen estos pensamientos del mal? No percibimos las tremendas complicaciones que encierra esta pregunta ingenuamente sencilla. Ya que estamos ligados a la perspectiva relativista del simple orden espacio-temporal semicomprendido, propio de la experiencia de la vigilia, y sin embargo, exigimos una explicación perfecta y total de misterios tales como el sufrimiento y el mal, cuyas relaciones plenas no podemos percibir porque superan todos los órdenes posibles de la relatividad. La única respuesta comprensible para la mente humana es que los pensamientos malos surgen únicamente en la superficie de la Mente, sólo en las innumerables formas y apariencias absolutamente transitorias, que aquélla asume. La naturaleza celestial misma de la Mente permanece inmutable, limpia e intacta. A ella no llegan tales pensamientos. Es como un inmenso océano, cuya superficie es el campo de acción de miles y miles de olas que ruedan furiosamente de aquí para allá, pero que no rozan su vasto cuerpo quieto e inmóvil. Así como la índole del cielo es siempre la misma por más nubes oscuras que lo atraviesen, así también, la original pureza del Yo Superior no es jamás perturbada por los pensamientos humanos, sus emociones y pasiones, que conmueven a su proyección: la personalidad.

    Después de todo, ¿qué importa que el ego implique la aparente auto-limitación de algún fragmento del infinito Yo Superior? Sólo imaginamos que existe una limitación semejante en ese exaltado ser. Así debemos ver las cosas, desde nuestro punto de vista humano inferior, pero no es éste el punto de vista del Yo Superior. Para obtener una mejor perspectiva del asunto debemos analizar el ejemplo del soñar desde dos enfoques distintos. Según el primero, el soñador queda envuelto en sus propias fantasías, se mezcla a ellas y se engaña creyendo en su aparente realidad. Desde un segundo enfoque, en ningún momento del sueño, el soñador cambia su propia naturaleza intrínseca, pues ésta constituye su base subyacente. Lo primero es cierto, pero pasajero, mientras que lo segundo es también verdad, pero de un orden permanente. Debemos aplicar este análisis a -nuestro tema del Yo Superior. Alguna parte del Yo se ha separado, empequeñeciéndolo en apariencia, pero esta limitación imaginaria constituye un solo ser humano. Este fragmento humano queda hechizado por su propia proyección del universo que constituye un fondo de las actividades de la personalidad. Pero en un segundo enfoque, debemos recordar que en todo esto el Yo Superior está todavía experimentándose a sí mismo cuando experimenta el mundo, y que aún está contemplándose a sí mismo cuando contempla sus múltiples vidas personales.

    En medio de los horrores y vulgaridades de la vida en este planeta, tenemos que tener siempre presente, repitiéndonos una y otra vez, que todas esas características duran lo que las hojas de un árbol; debemos pensar que la mente ha caído en el error, equivocando su propia experiencia. Sufrimientos y males, lucha y oposición, aparecen sólo a nivel de la forma, la separación y la ilusión. No están presentes en el ser perfecto del Yo Superior. El Yo más elevado habita en una región de unidad ideal, en la que nunca pueden penetrar discordias y conflictos. De manera que el hombre puede superarlos dentro de sí mismo, elevándose al nivel sublime del Yo Superior. Debemos insistir en la idea de que existe, detrás del velo de nuestras actuales percepciones espacio-temporales, un inmaculado mundo del ser, en el que no existen las más mínimas sombras. Hay, en verdad, un secreto reino celestial, en el cual nuestras más hermosas y claras esperanzas lograrán su auténtica realización. Inexorable, si bien imperceptiblemente, la fluyente marea de la evolución nos está llevando a todos hacia esta magna meta; nos está perfeccionando a través de los mismos errores y sufrimientos que temporariamente son inseparables de una determinada etapa de la vida. Éste es nuestro glorioso destino, y nada inferior a él nos arrastrará en el momento final de nuestra evolución. La salvación tocará a todos, porque no es atributo de unos pocos.

    Cuando reparamos en los tremendos sufrimientos de nuestro siglo, puede resultarnos difícil creer que hay un Dios, pero todavía es más difícil creer que este universo fue creado y que el poder plasmador (más bien que creador) que le dio vida haya dejado de animar a dicho universo, porque ha perdido interés en él. La Mente que visualizó este universo, sin duda percibe los gritos de pena, los pecados de los perversos y las luchas de los virtuosos. Y si esta Mente, como lo proclama todo vidente, es caritativa, sin duda debe estar ansiosa por prestar ayuda y luz donde éstas sean necesarias. ¿No pondrá remedio pues, en algún momento, a todos los errores, corrigiendo los defectos? Sin embargo, nos impacientamos y enojamos, al no comprender sus inexcrutables designios, su infinita paciencia, Sabe que si su propia diferenciación en innumerables centros finitos, produjo la discordia entre ellos, por un tiempo limitado, el retorno evolutivo de esos centros a la Mente Universal, hará que vuelva a reinar la armonía entre dichos seres. ¿Por qué nos impacientamos por alcanzar la perfección? El calendario de la Naturaleza tiene mucho tiempo. Ella misma no parece estar apurada. Ocupó millones de años simplemente para dar vida al ser humano; ¿cuánto más tiempo empleará para perfeccionar el carácter y la mente humanos? El tiempo nos envejece y madura. La vida necesita mucho tiempo para llevar a cabo sus más altos pero ocultos propósitos. Por consiguiente, necesita de muchas reencarnaciones para hacer del hombre lo que éste debe llegar a ser. El abismo entre el hombre paleolítico golpeando pedernales, e Immanuel Kant plasmando la historia metafísica, es tremendo y sólo comprendible a la luz de constantes reencarnaciones. La perfectibilidad del hombre queda asegu-rada a través de esta larga serie de experiencias renovadas, pero por esta misma razón debe el hombre contar con una gran libertad para introducir su propio mal, su propio dolor. Si se lo hubiera despojado de esta libertad, este hecho habría frustrado el valor interno de todo el proceso.

    El vino de la vida continúa fluyendo gota a gota, las hojas de la vida continúan cayendo una a una.

    Escribió el antiguo poeta filósofo Omar Khayyám. Cuando volvemos los ojos hacia nuestro pasado, si hemos vivido mucho y sentido profundamente, es decir, si hemos pecado mucho y sufrido hondamente, volvemos a recordar el eco de los conocidos versos de Gray:

    Y sin embargo. .. ¡ah! ¿Por qué habrían de conocer su destino? Puesto que la Pena jamás llega demasiado tarde, la felicidad también huye rápidamente.

    ¡Tantos años de nuestra vida han pasado! Tal vez una tercera parte, la mitad o quizás las tres cuartas partes de ella está enterrada en el olvido. ¿Podemos mostrar alguna prueba de que hemos progresado interiormente en ese tiempo transcurrido? Por lo menos, hagamos algo con los días que nos quedan, de modo que podamos recordarlos como una época que nos dejó algún valor permanente.


    LA LIBERTAD Y EL DESTINO DEL HOMBRE


    Cuando analizamos más específicamente el problema del mal y el sufrimiento humanos, lo hallamos excesivamente complejo y plagado de agudas dificultades. Pero nos podemos ayudar echando mano del método que ya hemos utilizado en conexión con los ejemplos del lagarto y el mosquito, ese mismo método que Einstein empleó para explicar eficazmente el problema de la velocidad de la tierra en sus viajes por el espacio. Método que consiste en la explicación de una forma de la teoría de la relatividad.

    Si observamos una avenida de árboles, los más alejados parecen estar más juntos entre sí. Sin embargo, si contemplamos el mismo paisaje desde un avión que lo sobrevuele, veremos, con la ayuda de un par de binoculares, que los árboles están en realidad equidistantes entre sí. Hemos corregido la ilusión al cambiar de punto de vista. Podemos analizar nuestro problema desde una perspectiva más amplia y producir, así, un cambio de punto de vista similar. Percibiremos entonces que el mal puede compensarse con un bien equivalente. En consecuencia modificaremos enormemente nuestra actitud hacia dicho mal. Colocamos el dolor en la lista de los males y procuramos desembarazarnos de ese dolor. Pero es necesario considerar al sufrimiento no sólo desde un punto de vista parcial, sino también, desde el enfoque de la totalidad, desde donde veremos que la instrucción moral y metafísica que el dolor impone al sufrimiento constituye su mitad observable. Nuevamente debemos modificar nuestra actitud. Desde el difícil pero elevado punto de vista metafísico, que rehusa aceptar al materialismo, nuestra estimación de un suceso desgraciado o de una persona desagradable, como males, corresponde a nuestro modo humano y limitado de ver hechos y personas en el tiempo; es, en resumen, una idea de la mente.

    Nuestros padres nos proporcionan gran parte de la forma y la fuerza, la salud y la enfermedad, de nuestros cuerpos, al entregarnos, en los genes, los gérmenes hereditarios. Así, desde el comienzo mismo, nuestra vida física está destinada, para mejor o para peor, a seguir un curso predeterminado, y el tiempo simplemente desarrolla o a menudo, despiadadamente, no desarrolla, nuestra historia individual. Somos pues, simples espectadores desventurados que escuchan un relato. ¿Qué oportunidad tienen los que nacieron sólo para ser, tarde o temprano, abatidos por enfermedades producidas por los defectuosos organismos con que fueron lanzados a la vida? ¿Qué esperanza existe, en este espantoso final, para las víctimas de genes imperfectos?

    La respuesta deprimirá a algunos y exaltará a otros. Si, a pesar de los mejores esfuerzos, nuestro organismo no cura de sus enfermedades; si nuestra vida está deteriorada hasta tal punto, podemos volvernos al consuelo de la fe religiosa, o de la experiencia mística, o de las ideas metafísicas, que amplían nuestro horizonte pero disminuyen nuestra personalidad centrada en sí misma. Nuestra penosa experiencia no será así inútil. Aprenderemos, a través de ella, alguna lección ética o filosófica. "Sabed que el dolor, como medio para convencer al hombre de la necesidad de la vida interior, es un maestro espiritual", afirma el texto tibetano, Rosario de Gemas. Quienes han sufrido profundamente, quienes han sentido que el corazón se les partía y que sus esperanzas se marchitaban, escucharán el mensaje espiritual más rápidamente que quienes no hayan sufrido, aunque éstos últimos sean más inteligentes e intelectualmente superiores. La mayoría de nosotros generalmente debe atravesar las miserias de deseos mundanales frustrados, antes de alcanzar los éxtasis de deseos satisfechos. Nos vemos forzados a revisar nuestros valores sólo cuando los sentidos han perdido algo de su sabor.

    Todo mal aparente no es un mal verdadero. ¿Quién no conoce a alguna persona que se ha apartado del camino equivocado gracias a la enfermedad? La misma pena que debilita la virtud de un hombre, fortifica la de otro. No siempre las lágrimas nos dicen la verdad. Tenemos que preguntarnos, por ejemplo, imparcialmente, cómo los cañones y la amarga opresión sirven como instrumentos antropológicos para templar las almas de los hombres, y como medios para la evolución suprafísica. Debemos comenzar a admitir, con Eckhart, aunque de mala voluntad, que "el sufrimiento es el caballo que más rápidamente nos conduce a la perfección". ¡Un hombre puede sufrir por aquello que lo beneficia, llorando como si eso fuera malo! Demasiada buena suerte ha arruinado a muchos hombres valiosos. Toda experiencia tiende a educar la inteligencia y a disciplinar las emociones. Por consiguiente, si el sufrimiento vuelve a los hombres hacia la vida piadosa que trasciende dicho sufrimiento, entonces, aunque más no fuera por esta razón, la presencia del dolor se justifica.

    Hemos dicho anteriormente que el universo no hubiera podido manifestarse sin manifestar los pares de opuestos, como luz y oscuridad, o vida y muerte. Esta dualidad es inevitablemente inherente a su misma estructura. En consecuencia acompaña inevitablemente nuestra propia existencia. En el cuerpo físico, las reacciones nerviosas placenteras nos inducen a comer y a mantenerlo vivo, pero también tenemos reacciones dolorosas que nos impiden beber pócimas venenosas, por ejemplo. Es inútil, por lo tanto, esperar, de un cuerpo hecho de tensiones opuestas, que sólo nos proporcione las reacciones agradables, durante toda la vida. La misma dualidad se aplica a nuestra vida emocional y mental, como lo revela una mínima reflexión. Buscar imposibles perfecciones unilaterales es dar entrada a la desilusión. Así como las fuerzas del invierno marchitan las hojas de los árboles, sin ser necesariamente, fuerzas malas, así también, el elemento destructivo de la Naturaleza marchita a los individuos, las naciones y las civilizaciones y los continentes, cuando ya han prestado su utilidad y llega el momento apropiado para la desintegración. Esto no debe ser tomado como triunfo de las fuerzas del mal, sino como manifestación de uno de los elementos del par de opuestos. Sería absurdo pedir un mundo libre de sufrimientos. Imaginamos por un instante qué le sucedería a la mano que, puesta sobre el fuego, careciera del sistema nervioso que advierte al poseedor de esa mano la presencia del peligro gracias a una señal de dolor. Quedaría totalmente destruida e inservible para siempre. Aquí, el dolor de la quemadura, por fuerte que fuera, estaría actuando como un amigo disfrazado, al persuadir al hombre a que retire su mano del fuego. Mientras el dolor proteja la vida física, tiene un lugar justificable en el esquema universal. ¿Qué sucede entonces respecto de la protección de la vida moral? El dolor ocupa un puesto a menudo más útil que el placer, en la actual etapa evolutiva de nuestra existencia ética. Pero nuestro egoísmo cierra los ojos frente a este hecho. Si tan sólo nos provocara el estupor de la comprensión, el dolor, ya con esto sólo, habría logrado algo que vale la pena. Platón llega a afirmar que es una desgracia que el hombre que merece un castigo logre eludirlo. Después de todo, el castigo le haría tomar conciencia sobre sus errores, purificando así su carácter. Insistimos: es a través del dolor que la crueldad, el orgullo y la codicia, pueden ser mejor destruidos, pues estos vicios son poco susceptibles de ser corregidos por medio de palabras. El dolor infligido a un "yo" inflado de orgullo, por obra compensatoria del karma, no es, por ejemplo, un verdadero castigo, en el sentido en que tampoco lo es el dolor que provoca un cirujano al abrir un absceso. Las espirales de karma que se enroscan en torno del equivocado hombre, están allí, primordialmente, como consecuencia natural de los propios actos de ese hombre, no como un mandato de castigo. El tiempo está educando y desarrollando a ese hombre para que éste llegue a percibir la verdad. Cuando tiene la humildad de enfrentar la responsabilidad de sus propios errores pasados, se da cuenta de que muchos de sus problemas surgieron por merecimiento propio. Si no puede hallar la causa de sus males en la vida presente, es necesario que crea que los mismos derivan de vidas anteriores.

    A nadie le gusta someterse a una disciplina, y es por esto que todos deben someterse a la disciplina impuesta por karma. De modo que el dolor y el sufrimiento son principalmente obra de karma. Sus semillas pueden haberse sembrado durante la vida actual, y no necesariamente en alguna existencia previa. El primer error que la mayoría comete al aceptar la doctrina de karma, es el de posponer su acción a futuras encarnaciones. La verdad es que las consecuencias de nuestros actos sobrevienen, si es posible, no bien hemos realizado esos actos. Estamos equivocados si pensamos que karma es algo cuyos frutos se recogen en alguna existencia futura. En todo momentos estamos plasmando la historia del próximo instante, cada mes estamos determinando la forma que tendrá el mes venidero. Ningún día está solo y aislado. Karma es un proceso continuo y no actúa de acuerdo con postergamientos. ¡Es totalmente inexacto considerarlo como una especie de juez post-mortem! Pero a menudo no es posible referir sus consecuencias a nuestro presente nacimiento. En tales casos —y sólo en ellos— sufrimos las consecuencias en posteriores nacimientos.

    Incluso quienes aceptan las doctrinas paralelas de la reencarnación y del karma que surge por sí mismo, que son las doctrinas más razonables de todas cuantas reclaman su derecho a explicar las principales vicisitudes del destino humano, a menudo se sienten confusos respecto de la adecuada actitud práctica que deben adoptar de acuerdo con esta creencia. Es necesario que comprendan, ante todo, que, aunque mientras el mal se soporta, debemos aceptar su existencia como precio por la auto-limitación de una emanación de lo Infinito en lo finito, no por ello necesitamos tolerar complacientemente su acción. Puesto que creemos que karma actúa para apro-ximar o adecuar la justicia, al final de todo el proceso, por consiguiente no debemos, por ejemplo, convertir un indolente apartamiento de los errores agresivos, en pasiva confianza de que karma actúa lo mismo sin intervención nuestra. Karma necesita emplear instrumentos y sus efectos no surgen milagrosamente del aire. No debemos pues retacearnos si se nos llama para cooperar con su acción educativa, para trabajar con sus intuidos funcionamientos, implantando aquellas causas a través de las cuales se producirán les reacciones kármicas.

    El segundo punto de la comprensión de esta doctrina, se refiere al lugar que corresponde al libre albedrío en la aplicación práctica de dicha doctrina. Nos debilitamos y perjudicamos a la verdad, si creemos que todos los acontecimientos están inalterablemente fijos, que nuestras vidas exteriores están preordenadas, y que dicho orden no puede cambiarse, y si pensamos que nada podemos hacer para mejorar la situación en la que nos hallamos. Es cierto que estamos obligados a movernos dentro de las circunstancias que hemos creado en el pasado, y dentro de las condiciones que hemos heredado, pero también es cierto que estamos en completa libertad para cambiarlas. La libertad radica en el corazón del hombre, es decir, en su Yo Superior. El destino existe en la vida superficial del hombre, o sea, en su personalidad. Y puesto que el hombre es un compuesto de ambos seres ni el fatalismo absoluto ni la posición que sólo acepte el libre albedrío son totalmente correctos, pues la vida externa del hombre también es una mezcla de libertad y fatalidad. Por evolucionado que un hombre sea, no tiene el control absoluto sobre su vida, pero tampoco está totalmente esclavizado. Ninguna acción es libre o fatal en su totalidad; en todos los casos hallaremos este entrecruzamiento de doble carácter. El estudioso de mecánica que descubre un paralelogramo de fuerzas puede llegar a la resultante que surge del ensamblamiento de la totalidad de esas fuerzas. Del mismo modo, todos aquellos elementos de la herencia, educación, experiencia, karma (colectiva y personal), libre voluntad y circunstancias, conspiran para plasmar tanto la forma exterior cuanto la textura interior de la vida que tenemos que vivir. Tejemos el tapiz de nuestro propio destino, pero el hilo que empleamos es del tipo, color y calidad, que nos imponen nuestros propios actos y pensamientos pasados. En resumen: nuestra existencia tiene un carácter semi-independiente, semi-predestinado.

    Los materialistas pintan un terrible cuadro del universo como vasta prisión donde el destino, pensamientos y acciones del hombre, están totalmente determinados por sus circunstancias físicas. Entre los orientales, los ignorantes viven en un mundo bloqueado, en el cual el hombre deambula desesperadamente de un lado a otro: un prisionero de la divina predestinación. Karma refuta ambos argumentos melancólicos, y concede al hombre la suficiente libertad como para plasmar su ser y sus circunstancias. Merced a su propia evolución, el individuo afecta o enriquece sus circunstancias, ayuda u obstaculiza a la Naturaleza, y también es cierto el reverso de estas afirmaciones. Karma no dice que debemos permanecer como harapientos mendigos ante la puerta del destino. Nuestra libre voluntad pasada es fuente de nuestro actual destino, así como nuestra libre voluntad presente será a su vez la base de nuestro destino futuro. En consecuencia, nuestra propia voluntad es, de los dos, el factor más poderoso. Por consiguiente, aquí no caben ni el fatalismo brumoso, ni la confianza exagerada. Ningún hombre puede delegar en otro su propia responsabilidad en esta cuestión de plasmar su enfoque interno y sus circunstancias exteriores. Todo aquél que esté luchando con obstáculos debería beber una copa del vino de la inspiración, alargada por la mano de Beethoven: maestro de la música. El que buscaba oír los traviesos acentos de la música, fue totalmente sordo. Él, que dedicó totalmente su vida a la composición musical, escribiéndolas para entregarlas a los demás, un día no pudo siquiera escuchar sus propias composiciones. Esto lo desilusionó pero no lo desanimó. Enfrentando este problema con aguerrido corazón, declaró: "Lucharé con el destino; ¡jamás me vencerá!" Continuó trabajando y todavía nos entregó obras más grandiosas, pues lo que aprendió en el sufrimiento lo brindó en forma de música.

    Todo hombre debería estudiar los errores que comete, buscando la causa en sí mismo. Debería admitir, por lo menos, su parcial responsabilidad, y procurando corregir todos los errores posibles. Esto resulta doloroso, pero es mejor que continuar abrigando ilusiones que más tarde lo hagan caer a tierra, cuando lo despierten severas confrontaciones o reiterados fracasos. Porque una vez que se afirma fuertemente una serie de pensamientos, o un conjunto de acciones, sus resultados kármicos son tan inevitables como la imagen de una película fotográfica. Cuando la fuerza kármica alcanza un ímpetu determinado, su proyección hacia adelante ya no puede detenerse, aunque es posible modificarla. Esta es la razón por la cual existe una máxima filosófica que aconseja podar los brotes indeseables, extinguiendo así las energías kármicas, antes de que se vuelvan inexorablemente decisivas. Un pensamiento que no ha alcanzado una cierta plenitud de desarrollo y suficiente fuerza, no producirá consecuencias kármicas. Así, pues, lo acertado es extirpar los pensamientos equivocados, en el momento mismo en que surgen! La manera de cortar con una mala tendencia en nosotros mismos o en un pueblo, es reprimirla en las etapas iniciales antes de que cobre fuerza. Pues es más fácil frustrarlas cuando son aún relativamente débiles, que luego, cuando ya son relativamente fuertes.

    Sin embargo, el estudiante de filosofía debe entender que si algunas veces podría resistir tenazmente los designios kármicos, también es cierto, que en otros momentos debería inclinarse resignadamente aceptando dichos designios. Puesto que no ha aprendido la lección de dejarse estar cuando esto es necesario, entonces cada movimiento equivocado de uno solo de sus dedos, con el objeto de contrariar aquellos designios, únicamente le producirán más dolor innecesario. No debería rebelarse ciegamente contra los decretos kármicos. Cómo comprender cuál es el mejor camino a tomar, es algo que sólo puede deducir analizándose a sí mismo. Ningún libro puede darle la respuesta, pero su intuición comprobada por la razón, o su razón iluminada por la intuición, sí pueden darle.

    Esa intuición debe diferenciarse cuidadosamente de la pseudo- intuición, que es un mero eco de sus propios complejos emocionales, prejuicios innatos, o ávida elucubración. Aquella intuición valedera es un auténtico llamado de su Yo Superior. El sempiterno Yo Superior conserva todos los innumerables recuerdos de sus diversas personalidades relacionadas, en solución, por así decirlo, de modo que están todavía allí. El Yo Superior únicamente desea lo que el hombre ha ganado kármicamente durante sus sucesivas vidas, y que siempre es lo que compensará a ese hombre con justicia, por las características que ha puesto de manifiesto a través de sus actos. Y debido a que el Yo superior es la fuente de este ajuste kármico, bien puede afirmarse que cada hombre es, verdaderamente, su propio juez. Jamás debiera olvidarse que, fundamentalmente el Yo superior es su propio ser central: no es algo apartado o remoto al hombre. No se capta la real naturaleza de karma si se lo considera un poder externo al ser, dictando sin piedad sus decretos a nuestra desesperanzada sumisión. Por el contrario, en virtud del hecho de que todo el mundo es mental, se trata de un poder que actúa en toda cosa y en todo ser. Esto implica que cuanto sucede al hombre le ocurre por voluntad secreta de su ser más íntimo. Desde esta perspectiva, los sufrimientos que debe soportar, no son males en última instancia, sino sólo un sentido inmediato, y cuanto parece una ciega y despiadada fuerza, resulta ser, realmente, una fuerza consciente interna y purificadora. Más tarde o más temprano, el mal desafía al hombre a destruirlo, lo provoca para que lo supere, como el dolor lo provoca a buscar la paz. Así el hombre se vuelve hacia la búsqueda del Yo superior. Es bueno recordar que, al final, el mal es, en la vida de un hombre solo una fase inestable e insegura.

    Es seguro que morirá, pues lleva en sí mismo la semilla de su propia destrucción. A través de los constantes ajustes que determina karma, el yo superficial inevitablemente abarca inteligencia y sus energías, hasta hacerlas armonizar con lo divino.

    Desde este punto de vista más amplio, la mejor recompensa kármica por las buenas acciones es la elevación del carácter que resulta consecuencia de ese correcto proceder, así como el peor castigo kármico por los actos equivocados es la consiguiente degradación del carácter. El Mentalismo considera que los pensamientos son los más importantes. Ya que karma posee un doble carácter. Cada acción crea tanto su reacción física cuanto la tendencia psicológica a repetir esa acción.

    Hemos dicho en el volumen anterior de esta obra, que el pensamiento tiende a ser creativo, y que tarde o temprano produce frutos kármicos en las circunstancias generales de la vida del hombre. Esto también se aplica a su vida moral. En este terreno, no siempre es necesario que los pensamientos del hombre se conviertan en acciones, antes de que esos pensamientos tengan consecuencias kármicas. Si tienen suficiente intensidad, y si se prolongan durante el necesario período, producirán resultados apropiados, incluso en las circunstancias externas. Un ejemplo aclarará este concepto. Si un hombre odia intensamente a una persona, al punto de desear ardientemente su muerte, pero no tiene el coraje suficiente como para matarla, por temor a las consecuencias, algún día sus pensamientos asesinos se volverán sobre él. Puede suceder, entonces, que sufra una muerte violenta, o que resulte víctima de un accidente, o que llegue a sufrir de una enfermedad tan corrosiva para su cuerpo como lo es el odio que siente, para su carácter. De este modo, aunque no es realmente culpable de homicidio, sobrelleva un castigo físico por haber pensado en matar.

    Por razones similares, los hábitos enfermos del pensamiento pueden manifestarse en forma de enfermedades del cuerpo. El médico advertirá inmediatamente las causas físicas de esa condición, pero no verá las causas mentales últimas, las cuales pueden ser: excesiva cólera, odio morboso, miedo abrumador, codicia exagerada, o resentimiento constante. No debemos, por supuesto, sacar la ilógica conclusión de que todo enfermo ha estado pensando negativamente en el pasado o en el presente. El cuerpo tiene sus propias leyes higiénicas, que no pueden transgredirse impunemente, si bien casi todas las transgresiones se cometen por ignorancia.

    Todo esto es posible porque toda la base de la existencia es mentalista. El factor creativo del proceso kármico es la mente misma. En consecuencia, se necesita un cambio mental si hay que alterar radical o favorablemente sus efectos sobre nosotros. Quienes consideren que esto es inconcebible, deberían recordar que muchas veces el pelo de las mujeres emotivas encanece de golpe al oír noticias inesperadamente funestas, o al enfrentar situaciones particularmente aterradoras. El cambio mismo es puramente físico, porque pelo, piel, músculo y sangre, están formados de una raíz común, mientras que la causa del cambio es puramente mental, porque todo cuanto sucede ante la mente es la entrada de una nueva idea en la conciencia. También deberían tener en cuenta los raros pero bien comprobados casos de las místicas católicas cuyas intensas meditaciones en los sufrimientos de Jesucristo sobre la cruz, les producen estigmas: la reproducción en manos y pies de las sangrantes heridas de los clavos. Todavía puede parecer más fantástica la demostración del poder mental extendido a los animales superiores, y sin embargo, una investigación entre campesinos indios revelaría que esto es cierto. Cuando una vaca ve una cobra que por accidente le ha tocado una ubre, pero que no la ha lastimado, el miedo la afecta tan profundamente, que nunca más esa vaca producirá leche.

    El hombre actúa de acuerdo con su conocimiento. Si se nos dijera que muchos intelectuales deshonran su conocimiento por sus actos, replicaríamos que lo que poseen es teoría, y no, conocimiento. Por lo tanto, cuando las enseñanzas que recibe satisfacen plenamente la racional necesidad de conocimiento, y la emocional necesidad de justicia; cuando esta idea alcanza un cierto grado de fuerza hondamente sentida, y de claridad intelectual; cuando su innata verdad es reconocida como cierta, y su imparcialidad resulta consoladora; y cuando se convierte en energía dinámica de la perspectiva del mundo que ese hombre logra no sólo comienza entonces a ejercer influencia en su vida exterior sino que, mucho más que esto, esa influencia no puede detenerse. Cuando esto no sucede, entonces, o bien la aceptación es meramente superficial y de labios para afuera, o bien, el carácter subconsciente está influido por el egoísmo y las pasiones indisciplinadas. En el primer caso, la doctrina se ha recogido de oídas, o a través de una tradición decadente, como tantas veces sucede en Oriente. Una aceptación convencional jamás se convierte en profunda convicción, porque dicha enseñanza ha perdido casi todos sus valores de disciplina ética. En el segundo caso, los complejos actúan sin conciencia del hombre, impidiéndolo reflexionar cabalmente en esa doctrina. Resulta pues obvio que el hombre tiende a hacer, en última instancia, aquello que le dictan su pensamiento y sus sentimientos.

    Al comprender adecuadamente el significado de sus sufrimientos, y la necesidad de reajustar sus procederes, al desarrollar plenamente su carácter y su inteligencia, el hombre buscará y conservará aquel equilibrio mental que asegura la paz interior. Adueñándose de estas verdades, podrá enfrentar con ánimo templado, los infortunios de la vida, y la fatalidad de la muerte con serenidad. Puede así aprender a desplazarse con corazón impertérrito en medio de los problemas terrenales, y con mente serena, en medio de las alegrías de la tierra, no porque quiera, esconder la cabeza como el avestruz, para olvidar las dificultades, ni porque pretenda rechazar los placeres, sino porque, como el sabio, busca entender los aspectos buenos y malos de la vida. Dice al respecto un texto mongólico: "Quien serenamente soporta penas y alegrías, es un ser espiritual, por más que parezca una persona mundana".

    Sería fácil confundir esta serenidad con mera presunción o superficial optimismo. No puede ser lo primero, porque es demasiado consciente de los defectos de su dueño y de las miserias de la humanidad. No puede ser lo segundo, porque dicha serenidad proviene de la verdad, no de la decepción emocional. Es una cualidad que surge después de una larga práctica filosófica. Sonríe únicamente porque comprende, no porque se calienta sentimentalmente a los rayos de la temporaria buena suerte. Todas las flores ostentan una serenidad semejante, porque toda flor es un filósofo. Cuando nace se encuentra enterrada en la oscura tierra, con sombras a su alrededor, y obstáculos que la cercan. Sin embargo lucha valientemente por abrirse paso hacia arriba. Tiene una natural fe, un instinto interior (como lo poseen todos los verdaderos filósofos), de que en alguna parte, sobre su cabeza, hay luz bienhechora y aire fresco. Y tiene paciencia. Mientras va creciendo se mantiene a la espera. Y así, un buen día, esa flor añade su cuota de vivido color, su medida de belleza arrobadora, a los comunes bienes de la tierra. Si en cambio fuera un materialista, mirando continuamente hacia abajo y creyendo sólo en las sombras que la rodean, la flor nunca llegaría a vivir para ver la luz del sol. Todo hombre que adopta una actitud materialista, se coloca en esa posición. Ha nacido para ver y recibir la Luz., el Bien, la Belleza, pero tercamente permanece en la oscuridad que lo envuelve. Ha nacido para cooperar con la Naturaleza, para trabajar a su lado, asegurándole gran cantidad de dones latentes, sin embargo se opone a ella, soportando interminables sufrimientos provocados por este divorcio. Hay momentos en que algo dentro de él le advierte que cuanto existe tiene una versión aún mejor, que siempre hay una tierra prometida, aunque él se halle en el peor lugar, y que lo mejor de todo es intangible e invisible. Sin embargo, el hombre niega esta voz, porque no puede ver inmediatamente el Bien, y no puede llevar a cabo la Promesa de manera inmediata. Mientras persista en esta actitud de no escuchar esa voz interior prefiriendo prestar oídos a otros hombres tan ignorantes y ciegos como él, por fuerza se verá más tiempo agitado por las penas de hoy y las alegrías futuras, y continuará alejado de la serenidad de una vida bienaventurada.


    EL MILAGRO DE LA GRACIA


    El oscuro karma del pecado y el sufrimiento, que la mayoría de nosotros soporta, es demasiado pesado para sobrellevarlo solos. Pero ¡cuidado! debemos enfrentarnos tal como somos, no en nuestra serena esencia, sino en nuestra amarga realidad: somos criaturas débiles, ignorantes, caprichosas y desilusionadas. Somos incapaces de alejar las dudas intelectuales, superar las tentaciones morales, o resolver las dificultades prácticas. No pueden crecernos alas de ángel de la noche a la mañana. Es necesario que emprendamos una lucha: una lucha primero dirigida contra nuestros reconocidos vicios, pero luego, ¡contra lo que alguna vez consideramos nuestras virtudes! Este conflicto es inevitable porque la persona no dejará a su presa de buena gana. Por consiguiente, necesitamos apoyarnos en algo que nos ayude, hasta que llegue el momento en que nos sintamos lo suficientemente fuertes como para tolerar nuestras propias cargas. Necesitamos ayuda. La mayoría da nosotros somos como ranas en un estanque sin agua, de modo que debemos implorar que algo de fuera venga a rescatarnos y nos saque de nuestro desamparado estado. Los constantes problemas y los repetidos fracasos tienden a quebrar los tobillos de nuestra confianza en nosotros mismos, y así dejamos de sentirnos capaces de caminar por nuestros propios medios. Tenemos entonces que buscar en otra parte, antes bien que en nuestros recursos interiores, apoyo para nuestra marcha. Debemos buscar ayuda efectiva en un poder superior. Algo más elevado que nuestro ser cotidiano debe meter mano en este complicado juego de la vida.

    Esto se aplica a casi todos los seres humanos. Pero aquellos de nosotros que han comenzado a buscar al Yo superior, y que ardientemente ansían un divino ensanchamiento de la experiencia, tienen aún razones más poderosas para sentirse melancólicos. Muchos de nosotros no somos suficientemente fuertes ni para disciplinarnos ni para mortificarnos; la herencia de las desventajas kármicas cuelga como un lastre de nuestras espaldas, y tiende a sofocar el anhelo de mejorar el carácter. Apoyo y simpatía son necesidades humanas. Así pues, depender sólo de uno mismo puede llegar a dar pocas satisfacciones. Además, nuestra inteligencia es por lo general demasiado pobre para captar las sutiles verdades metafísicas que esta cuestión suscita.

    Por todas estas razones, hay lugar en la vida no sólo para el propio esfuerzo, sino también para el afán divino, es decir, para la gracia. Si bien la empresa de lograr la visión interior debe comenzarla el hombre, no puede ser terminada por él. Así, llega el día en que el hombre, en determinada etapa, debe pedir ayuda al Yo superior. Esa asistencia se manifiesta como gracia.

    Algunos intelectuales pedantes juzgan que la doctrina de la gracia puede ser emocionalmente atractiva, pero que carece de valor metafísico. Los racionalistas se ríen de ella y los ateos le hacen burlas. Ambos están en un error. Existe la posibilidad de recibir dicha ayuda porque hay un elemento universal en el cual todos vivimos. La gracia existe como bien lo saben quienes han experimentado sus efectos.

    ¿Qué es la gracia? Es un descenso del Yo superior a la zona de conciencia del yo inferior. Es una visitación de poder tan inexplicable e imprevisible como venturoso y gratificador. Es una mano invisible extendida a través de las sombras en medio de las cuales andamos a tientas con pie seguro. Es la voz del Yo superior que nos habla de pronto desde su silencio cósmico en el que estamos envueltos. Es como un glorioso arco iris de esperanza que aparece de súbito, cuando todo parecía perdido.

    Con más exactitud: la gracia es una energía mística, un principio activo perteneciente al Yo superior, que puede producir resultados en el terreno del pensamiento, el sentimiento, y el físico, humano, por un lado, o en las circunstancias y relaciones del karma humano, por el otro lado. Es la voluntad cósmica, no meramente un piadoso deseo o un amable pensamiento; voluntad cósmica que puede producir auténticos milagros de acuerdo con sus desconocidas leyes. Tan grande es su potencia dinámica que puede provocar la visión interior de la realidad última, tan fácilmente como puede hacer que se levante un muerto de su tumba, o restituir el uso de sus miembros a un lisiado.

    Puesto que el Yo superior existe en todo hombre, la gracia también está presente, en estado potencial, en todos los hombres. Cuando su poder despierta en el hombre, éste inmediatamente percibe un tremendo cambio en la particular orientación que asume, ya sea un cambio mental o físico, emocional o circunstancial. Tan grande es por cierto la fuerza de la gracia, que en los planos emocional o intelectual, su toque a menudo sobreexcita al hombre y puede afectar temporariamente su equilibrio.

    El Yo superior no está muy lejos, en realidad, no más lejos que el propio corazón del hombre, y tan cerca como la vida que sustenta sus días y sus noches. Si el hombre lo siente muy lejos es por mera ilusión. Debe curarse de tal falacia por medio del estudio metafísico y la práctica mística. La afirmación de que Dios habita en el corazón del hombre, no es sólo una metáfora poética, sino una verdad científica. La clara intuición de Shakespeare bien lo comprendió así, de modo que pudo hablar abiertamente de "aquella Deidad dentro de mi pecho", en su obra más mística, LA TEMPESTAD. Así, pues, el surgimiento de la gracia se siente primero en el corazón, no en la cabeza, porque el corazón es el más íntimo habitáculo del cuerpo humano.

    La gracia se manifiesta de dos maneras: primero, como un sentido de disconformidad respecto de la sola vida exterior: segundo, como anhelo de una realidad interior. El surgimiento de la gracia comienza como una suave introyección de la atención hacia el pecho. Esta fuerza trabaja con movimiento centrípeto, que atrae la atención del hombre hacia dentro, apartándola de la vida exterior y de las circunstancias físicas. En medida que éste responda obedientemente a esta influencia centrípeta, concentrando su atención, cada vez más intensamente en su yo interior, hallará su recompensa. Empieza por sentir que algo se oculta dentro de él, y que debe adueñarse conscientemente de ese algo, y que si no lo logra, sufrirá las desdichas de la privación y la frustración. Qué es ese "algo” no es una idea clara que se forme en su mente, pero el hombre siente e intuye que se trata de un elemento sagrado: el alma divina.

    El último efecto es de cauterizar primero el pensamiento del "yo" en el corazón del hombre, para, después, brindarle a ese ser adecuadamente preparado, una visión interior de la realidad última. El primer resultado se logra por etapas, que pueden durar varios años, pero el segundo se obtiene siempre instantáneamente.

    El hombre debe comprender que se está produciendo la primera acción de la gracia en su interior, debido a las agonías que le han causado los anhelos espirituales y las aspiraciones que espontáneamente han surgido en su corazón. Esos anhelos espirituales van precedidos por angustia y lágrimas. La gracia sobreviene a menudo como culminación de una lucha emocional. En algunos casos se manifiesta originariamente como una visión de luz mística. Sin embargo, la visión es momentánea y puede no volver a repetirse. En el sublime momento en que un poder superior toma posesión del ego, el hombre comprende que le ha sido concedida la gracia. Debe aceptar totalmente esta divina guía. Pero si bien la vislumbre dura sólo un instante, sus consecuencias se prolongan durante las siguientes semanas y meses, y a veces, sus efectos duran años enteros. Una vez que la gracia ha sido concedida, el camino del aspirante se orienta hacia el bien. Se abren entonces para él oportunidades que hasta ese instante le eran negadas.

    Es tal vez en el plano moral donde primero se siente este memorable contacto con la gracia, con una fuerza repentina semejante a un arranque revolucionario. Los psicoanalistas consideran a la mente inconsciente del hombre como un abismo sin fondo, donde sólo medran sombras de lujuria*. Sin embargo, estos científicos tienen aún que aprender que el hombre posee además, un infinito fondo de bondad, verdad y belleza, que los abrumaría con su grandeza, en caso de que pudieran tener conciencia de ello. Ellos han dado gran importancia a los tormentos que el hombre siente por sus deseos sexuales frustrados. ¿Conocen los sufrimientos de sus anhelos inconscientemente sofocados, de una vida superior, de una realidad interior? ¿Saben acaso que hay un "inconsciente" todavía más profundo y magnífico que el que ellos conocen, y que está a la espera de su reconocimiento?

    * Hay que exceptuar de esto al psicoanálisis analítico creado por el insigne Dr. Cari Gustav Jung. He escuchado con placer, durante charlas mantenidas con este talentoso hombre en Zurich, que se apartó de los enfoques materialistas de su maestro Freud, llegando a establecer un concepto del hombre que toma en cuenta el aspecto místico humano.

    Incluso en el corazón del peor pecador del mundo existe este oculto núcleo, puro, intachable, prístino: el alma que siempre está a salvo y que silenciosamente incita al pecador a marchar tras el bien y la sabiduría. De modo que la gracia vale mucho más para aquellos a quienes un mundo virtuoso desprecia, y una sociedad formal y fría rechaza. La flor brinda su fragancia a todos los que se acercan a ella. No niega a nadie este don. El Yo superior no es menos noble que la flor y no apartará su gracia del hombre por la sola razón de que éste no pueda obtener un certificado de buena conducta de sus despreciativos semejantes. Gracias al toque místico, el recuerdo de los pasados pecados se evapora, desaparece el más amargo resentimiento, y las heridas producidas por los deseos frustrados se desintegran en el aire. El débil recibe apoyo, el afligido, consuelo.

    Todas nuestras mejores facultades y cualidades más nobles, todas nuestras más elevadas funciones del pensamiento, imaginación y sentimiento, forman un eslabón con este eslabón que existe entre el hombre y Dios, con este intermediario que puede compartir la vida con la persona y al mismo tiempo con la Mente universal, uniendo así lo transitorio a lo eterno. Para el hombre constituye una meta hacia la que sus esfuerzos intelectuales pueden orientarse por sí mismos, un foco de sus aspiraciones éticas, una luz en su sendero cotidiano, y una inspiración que lo alzará por encima de sus aspectos animales. Lo impulsa a practicar la virtud, y lo incita a apreciar la belleza. Es un ojo de cerradura a través del cual el hombre puede lograr una vislumbre de la realidad. Es el ser central del hombre, al cual debe hallar si es que desea realmente saber quién es él y qué es Dios. Es también el guía interior al que aluden muchos místicos.

    Detrás de todos los esfuerzos humanos, seguida o negada totalmente, siempre está allí esta invisible luz, y de este mudo reclamo del Yo superior. Todas las cosas, inconscientemente tienden a realizar su divinidad inherente, a progresar alcanzando su ser ideal, a llevar a cabo, dándole realidad, aquello que ya son de una manera potencial como principio oculto y posibilidad última. ¿Por qué la existencia del Yo superior garantiza que el hombre algún día regresará para postrarse a sus pies como humilde suplicante? Porque cuando, como el hijo pródigo, haya comido las cáscaras del desvío divino, experimentará una reacción. Como esclavo o como rey, una divina nostalgia soplará en su corazón. Podrán impulsarlo, o bien la añoranza del hogar, o las frustraciones y nauseabundos vicios de la vida, y así volverá su rostro hacia la última pero mejor esperanza que le queda. Todo ser finito es imperceptible e inconscientemente empujado hacia adelante, y como es atraída la polilla por la luz de la lámpara, así es atraído todo ser finito por el infinito ser del Yo superior. No existe verdadera felicidad, auténtica paz, ni satisfacciones duraderas, mientras no se alcance esta meta. No podríamos anhelar lo divino si no estuviera ya presente en nuestro interior, para insuflarnos esa aspiración. No sentiríamos la lacerante nostalgia por la vida beatífica, si ésta realmente no existiera. Aquí pues, radica la garantía de que todo ego volverá algún día su rostro hacia la luz, y la seguridad de que será salvado, en última instancia, y de que será redimido al final.

    Sin embargo, el Yo superior no siempre desempeña el papel de un testigo. Por quieto que permanezca, paradójicamente su presencia hace posibles los movimientos y actividades del hombre. En un sentido amplio, no es sólo el oculto observador sino también, en virtud de ser una función de la Mente Universal, la regla interior de la persona. Así establece el karma de la siguiente encarnación, antes del nacimiento, puesto que contiene todas las posibilidades kármicas del pasado, constituyendo así, el secreto agente actualizador que traslada esas posibilidades al tiempo y el espacio, para que se produzca su evolución. En momentos críticos de la vida personal, puede intervenir repentina y dramáticamente, produciendo inesperados acontecimientos, o provocando en el hombre una urgente necesidad de tomar determinada decisión. Esto también es un acto de la gracia. Como resultado el hombre es guiado superracionalmente o milagrosamente protegido.

    Quien se someta al Yo superior y reciba su gracia, se sacudirá el letargo moral o mental, y sentirá, por un tiempo o para siempre, un notable cambio en su carácter. No sólo su corazón sino también su cabeza se verán afectados, no sólo sus sentimientos sino, además, sus pensamientos, no sólo sus deseos, sino también su voluntad. El Yo superior es la conciencia más elevada de todo ser humano, porque verdaderamente es su ángel guardián que lo observa desde lo alto. El grado de evolución de la conciencia cognoscente del hombre revela el grado en que puede oír esta voz. Cuando se recorre un camino moral que perjudica al yo o a otras personas, muchas veces el Yo superior interviene en la vida personal con una clara e inequívoca advertencia. Durante unos instantes eleva a la persona hasta su propia perspectiva exaltada, y le deja ver la oculta verdad con maravillosa certidumbre. Un sentido de rara exaltación acompaña a dicha experiencia, que puede ser tan intensa como para asumir el carácter de un profundo arrobamiento. Pero dicha visión pronto se esfuma, y el hombre vuelve, a menudo a adoptar su anterior punto de vista, con su fuerza artificial, de modo que el hombre continúa engañándose. Puede éste justificarse por medio de un proceso de racionalización, no comprendiendo que la pasión, emoción, intereses creados, apariencias o estrechez de miras, pueden estar ocultándole el verdadero estado de cosas. Es pues preciso saber reconocer esas excepcionales oportunidades, y valorarlas como el puro oro que ellas son. Deberíamos reflexionar a conciencia y muchas veces, acerca de estas raras visitaciones de nuestro yo divino, pues si no les prestamos oídos, el Yo superior nos hablará luego con voz más dura: la del declarado sufrimiento kármico. Podemos esperar una ayuda en nuestras dificultades —y a veces, de carácter milagroso—- proveniente del Yo superior, si seguimos el mejor camino que éste siempre nos señala, pero difícilmente obtengamos tal ayuda si hacemos lo contrario. Quien no preste atención al Yo superior, pronto verá que la gris madrugada interrumpe sus rosados sueños de la noche.

    Si la resistencia egoísta del hombre es tenaz, o si está excesivamente preocupado por el trabajo o el placer, de modo que su mente no se relaja por un solo momento durante la vigilia; si muestra mala voluntad para olvidar por un instante la contemplación de sus propios asuntos, con el objeto de contemplar al contemplador mismo; si el falso prestigio de su personalidad impide la aceptación del Yo superior, éste puede entregar su mensaje o advertencia durante las horas del sueño. En tal caso, el hombre recibirá la comunicación en su mente consciente, a veces, durante un sueño, que puede o no ser simbólico, pero más frecuentemente, en el momento que sigue al despertar de un profundo dormir sin sueños. Por lo tanto, es muy importante reparar cuidadosamente en las ideas que surgen durante cualquier momento de exaltación mental, procurando no perder su profundo significado. Pues es posible que estemos negando la entrada a un ángel, y que sólo mucho después lo lamentemos.

    El Yo superior trabaja de un modo tranquilo y seguro, y transforma la vida en forma poco teatral. Pone su mano sobre el hombre sin hacer ostentosas advertencias del hecho; todas las otras conversiones son sólo perturbaciones emocionales. El ser divino trabaja mucho más profundamente. Fluye silenciosamente dentro del hombre, y serenamente lo va llevando hacia sus más altas metas, a través de una inexplicable concatenación de circunstancias. ¿Por qué el Yo superior no demuestra su poder; por qué no interfiere dramáticamente en la vida del hombre actual obligándolo a convertirse en su consciente cauce? La respuesta es que, precisamente porque conoce su propia inmortalidad y la transitoriedad de la persona, puede esperar, con maravillosa paciencia, el crecimiento, maduración y decadencia de la fuerza y presunción del hombre. Esto explica que no podemos forzar el advenimiento de la gracia. Aparece en su momento preciso, no cuando nosotros lo queremos. So-breviene de pronto, inesperadamente. Es un regalo. No podemos obtenerla haciendo planes o luchando por conseguirla. Sin embargo, podemos prepararnos para su llegada y así recoger mejores frutos de su visitación.

    El toque de la gracia puede sentirse de manera inequívoca, pero sólo después que el hombre se ha humillado y purificado. Cuando descubre que los resultados netos de los propios esfuerzos, en este camino secreto, tienen a menudo escaso valor, e incluso producen resultados peligrosos por haber equivocado la senda; cuan-do descubre su propia debilidad después de muchos esfuerzos inútiles por destruir sus malos hábitos, o para iluminar la oscuridad de su tránsito por la vida; en resumen: cuando siente que ya no puede ayudarse a sí mismo, ha llegado el momento de buscar esa ayuda en una fuente exterior. La graciosa corriente de un poder más fuerte que el propio debe introducirse en su vida interior. Pero sólo puede penetrarla si el hombre solicita ese poder, si aspira a él y si devotamente se somete a esa fuerza. La base de atracción entre el que busca y el que da, es el amor y la fe. En todo el recorrido, desde el sueño primero del aspirante, hasta su final logro, el hombre debe, con absoluta seguridad, resolverse a aceptar o negar su fe de que este Yo superior realmente existe, y de que su realización es el oculto fin de su encarnación.

    Debemos alterar nuestra actitud habituándonos a volver la cabeza hacia el Yo superior, con amor. Debemos serle devotos y adictos como no lo somos a nada en el mundo. Este poder que mueve la vida universal puede también mover nuestra vida personal, siempre que le permitamos pensar, sentir y actuar a través de nosotros; si aprendemos a consentir en que: "Hágase Tu voluntad". El hecho es que la gracia cae desde los cielos igual que el rocío, pero los hombres se niegan a recibirla.

    Nada excepto la más total humildad hacia este ser superior, levantará la pesada barrera que se nos pone por delante, a la entrada de la Cámara del Rey, en la Pirámide, lugar donde ese ser superior habita. La derrota de la arrogante voluntad propia, del ignorante deseo personal, y de las ciegas motivaciones egoístas, son el prerrequisito y la consecuencia del desarrollo de esta vida superior. Son prerrequisitos, porque cuando la gracia comienza a actuar, automática o intermitentemente, damos algunas muestras exteriores de esas derrotas; son consecuencia, porque cuando la gracia ha avanzado más, con toda naturalidad asumimos una perspectiva más impersonal.

    La gracia es obra absoluta del Yo superior, pero el hombre puede ayudar a que advenga con sus anhelos y rezos, procurando frecuentemente volver los ojos hacia ese ser más elevado, dejando de contemplar su pequeña persona en todo momento. Por lo tanto, ningún llamado persistente y sincero, provocado por una crisis, y que parece caer en el aparente vacío, deja de ser escuchado por el Yo superior. Pero debe ser sincero en el sentido de que surja no sólo de los pensamientos del hombre, sino también de sus actos. Y debe ser persistente, en el sentido de que ha de ser una aspiración constante, y no sólo expresión de un estado de ánimo pasajero. Quien sinceramente invoque el poder de la voluntad superior, no lo hará en vano, si bien la respuesta puede asumir una forma inesperada, muchas veces no adecuada al deseo inmediato del hombre, otras veces, superando las más queridas esperanzas, pero siempre esta respuesta resultará realmente beneficiosa. A menudo es una pérdida de tiempo rogar por favores inmerecidos, pero a veces no lo es. Lo cierto es que es sabiduría práctica y sinceridad ética asumir de corazón esta verdad: arrepentíos y seréis redimidos.

    En última instancia, todos nuestros buenos y malos valores son relativos. Son nuestras progresistas pero transitorias ideas. Pero en el Yo superior hallamos el valor supremo y absoluto, porque trasciende el plano de la ideación misma. El Yo superior no puede separarse del karma cósmico, pero no está sujeto a la acción de la causalidad personal, porque no está sometido a la personalidad, el cambio, la relatividad; está más allá de estas ideas que aparecen dentro de él. Cuando examinemos la naturaleza de la realidad última comprenderemos por qué esto es así. El karma personal no puede actuar en esa esfera de lo absoluto, por más rígida e inflexiblemente que lo haga en el mundo espacio-temporal de la existencia relativa. El hecho de que la causalidad personal no rija en el plano más profundo de la existencia ofrece una gran esperanza a la humanidad. Ya que posibilita la introducción, en la vida humana y sus vicisitudes, de este factor totalmente nuevo e insospechado de la gracia. Es una suerte de cinturón de seguridad con el que todos los mortales desesperados pueden atarse. El peor pecador puede recibir lo que no ha merecido, siempre que se arrepienta sinceramente, enmendándose todo lo posible, y volviendo su rostro a su alrededor, con sublime fe. A despecho de lo que su vida pasada haya sido, cambiando de proceder y de pensamiento, puede lograr hacer oír su voz en aquella región superior, porque siempre es posible que descienda sobre él este don de la gracia. Aquello que algunas veces los místicos sienten en la profundidad de su éxtasis, como presencia del amor inconmensurable, no existe únicamente para ellos. Brilla sobre todos los seres. Por consiguiente, la salvación es para todos. La doctrina de Jesús, del perdón de los pecados es una simple expresión de esta verdad, puesta en términos de moralidad, y traducida al lenguaje sencillo para que la comprendan las mentes no preparadas. Los actuales principios de la mecánica quántica, y la formulación de la ley de la indeterminación, son expresiones científicas de la misma verdad en términos físicos, pero sólo comprensibles para los técnicos. Sin embargo no hay que confundir estos principios. No anulan las fuerzas kármicas impersonales que gobiernan el universo, que hacen que éste se manifieste primordialmente y que disuelven dicho organismo en la no-entidad última. Dichas fuerzas kármicas impersonales continúan tan poderosas y dominantes como siempre. Sólo que debemos completar el círculo, comprendiendo que la verdad acerca de la vida humana, tiene lugar suficiente como para incluir las ataduras de karma y la libertad de aquello que da origen al karma mismo. Lo cual significa afirmar, por último, que no logramos nuestros fines, ya sea físicos o espirituales, por méritos propios solamente, o únicamente por la gracia divina, sino por ambos. Los méritos propios nos preparan para recibir la gracia de Dios.

    Por consiguiente nadie puede omitir la gracia de su esquema Vital. En consecuencia, nadie puede omitir tampoco el anhelo de esa gracia. Nadie necesita ser demasiado orgulloso como para rezar. Esto nos trae la cuestión de la necesidad y utilidad de la plegaria.

    Nadie debe burlarse de ella. Disminuimos el poder del Yo superior, si no aceptamos esta afirmación. En la medida en que somos imperfectos tenemos necesidad de rezar. En la medida en que nos falta algo, tenemos que rogar. Sólo el sabio que está integrado y que carece de deseos no necesita rezar, aunque pueda rogar por los otros en su propia forma misteriosa e inconvencional. Tampoco podemos afirmar que sea siempre erróneo pedir cosas físicas: muchas veces puede ser acertado. Pero un rezo que simplemente sea el pedido a un Ser sobrenatural, de que quite las aflicciones del peticionante, y que no ruege por nada más, no puede producir otro resultado que el alivio psicológico correspondiente. Por supuesto que no cambiará un simple detalle de la carga kármica que se esté sufriendo. Simplemente será un sonido en el aire. En vano protestará contra el destino. Pero un rezo que combine el esfuerzo del arrepentido para alterar el defectuoso carácter que produjo esas aflicciones, y que resulte complemento de un verdadero intento de reparación, en el caso de que se haya provocado un daño a otros, no será una plegaria vana. Arrepentimiento y reparación son los factores principales que pueden hacer efectivo el éxito de un ruego. Pueden convertirse en una fuerza que afecte el karma personal, porque introducen un karma nuevo y favorable. Nada puede ser más decepcionante e ilusorio, que el fenómeno que puede observarse, tanto entre budistas cuanto entre hindúes y cristianos, de ese apático y automático murmurar de oraciones formales y leídas a coro en un libro, o aprendidas de memoria, o dando vueltas incesantemente a un trozo de papel impreso puesto dentro de un aparato mecánico. Es inútil adular a Dios, sobornar a la deidad o exhibir una fidelidad meramente mecánica y pasajera.

    Si la gente comete este error, no es sólo porque no comprenda las consecuencias kármicas que surgen de los hechos, sino también porque confunde la índole de la Deidad, atribuyéndole sus propios sentimientos demasiado humanos, y contemplándola según una enfermiza sentimentalidad, que puede consolar durante un tiempo, pero que más adelante sólo puede terminar en la desilusión. Advirtamos pues que el Dios a quien el hombre ruega, habita primero en su propio corazón. Cuando sus rezos le producen un posterior sentimiento de alivio o paz, esto es probablemente un signo de que ha rezado correctamente, pero cuando sus dudas o desasosiegos pesan sobre él tan fuertemente como antes, ésta es una probable advertencia de que debe rezar de nuevo, una y otra vez, o de que su plegaria es incorrecta. En la medida en que un rezo exalte los pensamientos del hombre por encima de sus ínfimos intereses personales, resultará sin duda útil para su progreso. En la medida en que sea una apelación puramente materialista o totalmente hipócrita, a una deidad antropomórfica, para obtener beneficios materiales de un tipo determinado, es seguro que la tal plegaria resultará inútil a los fines prácticos o espirituales. La mejor manera de luchar contra el principio del karma, cuando está ejerciendo una presión dolorosa, no es rogar, sino cambiar los propios pensamientos, cuanto más pueda el hombre mejorar la tendencia general de sus ideas, mejor se volverá su vida exterior.

    La plegaria alcanza su brote más delicado, su más preciosa fluorescencia, cuando puede pronunciar estas tres palabras: "Hágase Tu voluntad". Su significado no es una aceptación fatalista de karma, no es una referencia a algún poder remoto, alejado del que las murmura. Recién se volverá claro el sentido de dichas palabras, y su maravilloso significado, hacia el final de este curso. Pero mientras tanto podemos anticiparlo, releyendo estas palabras de la siguiente manera: "Haga yo Tu voluntad". Tampoco es suficiente el mero repetirlas. Deben ser vivenciada por la experiencia interior. El esfuerzo por levantar la conciencia hasta el ser superior, debe hacerse al mismo tiempo. Es posible que esto se logre sólo momentáneamente, pero en ese maravilloso momento, las palabras asumirán su auténtico significado; ellas serán oídas a un nivel superior. Entonces —y sólo entonces— algo descenderá hasta el rogante, penetrará en él y le permitirá soportar la carga. Y esta misteriosa emanación constituirá aquel poder de la gracia que re-compensa las genuinas renuncias al yo personal. Desde el momento en que, percibiendo la impalpable interrelación entre su criatura y Dios, el hombre accede a trabajar de acuerdo con el orden universal, conoce la paz.


    CAPITULO X
    LA GUERRA Y EL MUNDO


    La superficie conocida de la historia es en gran medida un relato de lágrimas, pero sus profundidades revelan un desarrollo evolutivo que actúa al mismo tiempo que los reajustes kármicos. Hay una lógica exacta en la secuencia de los acontecimientos históricos, pero dicha lógica sólo se revela cuando los examinamos a la luz de la doctrina kármica. Debemos reconocer que existe un karma nacional común a todos, del que no pueden escapar ni el príncipe ni el mendigo. Es tarea de la metafísica rastrear las obras kármicas de la historia, a través del complicado tejido de los sucesos mundiales desde las causas presentes a las consecuencias futuras, y desde las consecuencias visibles a los orígenes invisibles; comprender y revelar la dirección general en que se mueve la sociedad y sus sistemas, en un determinado período, y juzgar si dichas tendencias serán resistidas o apoyadas, retardadas o aceleradas. Así pues la filosofía —de la cual la metafísica es sólo una parte— puede demostrar su utilidad no sólo como explicación esclarecedora de la vida, sino también como un modo práctico de vida. La necesidad de una comprensión metafísica de la existencia social, no es percibida por la mayoría de las personas, y hasta muchos la desprecian. Pero lo mismo esas personas poseen una comprensión de ese orden. Sólo que como no se la ha buscado deliberadamente, no se tiene clara conciencia de ello. Y debido a su carácter inconsciente, resulta una comprensión primitiva, burda, imperfecta, desequilibrada y errónea. Es un hecho desalentador pero justo que las consecuencias de una concepción del mundo, equivocada y materialista, apoyada en tambaleantes cimientos metafísicos, casi todos equivocados, puede advertirse por todas partes, a través de los horribles estragos y desastres personales que concepciones de ese tipo han producido en nuestra época, a través de las difundidas penas y sufrimientos sin paralelo por medio de los cuales la humanidad está comenzando a aprender lentamente, cuán engañador era su concepto de que esa concepción entendía o controlaba la vida. Hemos presenciado este autoengaño en su forma más arrogante y exagerada, en el caso del propio Hitler.

    Sin embargo Hitler ha sido sólo un monstruoso símbolo del exagerado crecimiento de las tendencias materialistas de nuestra época. Su caída bien podría ser un signo de que el materialismo ha agotado sus potencialidades más útiles. Su afrenta a la dignidad humana ha llevado al mundo a sus más terribles dificultades, pero la crisis severa y los supremos sufrimientos son señales de las fuerzas desgarradoras surgidas del materialismo al cual pueden destruir cuando dichas fuerzas maduren. Por medio de Hitler, irrumpió a la superficie del mundo la peor perversión latente de la humanidad. Lo mejor fue en ese momento reconocerlo como la cosa odiosa que era, y repudiarlo. Ya que cuando una perspectiva del mundo deja de satisfacer a la humanidad, comienza a surgir su propia destrucción a los dolores kármicos que aquella perspectiva produjo. De modo que quienes no marchan de buena gana por el camino de la iluminación mental y ética, tienen que hacerlo por presión de los dolores ganados por ellos mismos. El fracaso de la perspectiva ma-terialista, la lección de su propia experiencia, indican la desconfianza de la humanidad. Así pues el materialismo se está destruyendo no sólo desde fuera, a través de las ofrendas superiores del misticismo y la filosofía, sino también desde dentro, debido a las consecuencias cancerosas y al miserable fracaso de su propia ética.

    Los materialistas deben emprender un camino distinto buscando la redención de sus pasadas ideas. Si pudieran adoptar principios acertados, no persistirían en el error. La acción no es otra cosa que reflejo de la actitud. La solución de todos nuestros problemas sociológicos y económicos, por ejemplo, no descansa en última instancia, sólo en la sociología y en la economía, sino mucho más en la psicología. Por cierto puede afirmarse incluso, que sin una re-educación de la humanidad en las prácticas de la meditación y la verdad filosófica —que incluye la psicología—, todos los reformadores trabajan en vano. Las raíces de nuestros problemas estriban en las imperfecciones de la naturaleza humana, y en la falibilidad del conocimiento humano. La filosofía no es un estudio inútil: conduce al correcto pensar, que es uno de los precedentes más esenciales del correcto vivir. Puede ofrecer no sólo un análisis más profundo del pasado, sino también saludables propósitos para el futuro.

    Puesto que la necesidad imperiosa del momento actual consiste en asegurar la completa victoria sobre los materialistas que han devastado este planeta, y han pervertido el uso de antiguos emblemas místicos como la swástica y el Sol naciente, según sus propósitos egoístas, y puesto que la necesidad imperiosa del futuro será reconstruir las fuentes físicas del mundo y los edificios sociales, después de las devastaciones de la peor guerra histórica, no habrá muchos que consideren que es una pérdida de tiempo, energías y cerebro, demostrar que las doctrinas abstrusas de una enseñanza ocultista; pueden aplicarse aquí, para ayudarnos a realizar estas pesadas tareas de manera más eficaz. Hasta los delirntes filósofos y los meditativos místicos pueden tener algo más que ofrecer, aparte de su compasión hacia sus apenados contemporáneos, y que posiblemente resulte útil a este período confuso. No será entonces un lujo analizar sus ideas que, en lugar de estar alejadas de los presentes problemas, están muy cerca de ellos. Ya que las iluminaciones obtenidas en momento de meditación o de retiro metafísico, pueden estar en relación con los temas contemporáneos que enfrentamos. Muy pronto el polvo se asentará sobre las piadosas lágrimas que se han derramado sobre los cuerpos de tantos hombres, mujeres y niños muertos, pero deberíamos sacar provecho de los errores del pasado y de las desgracias del presente, para prevenir sufrimientos inútiles en el futuro.

    Nuestra generación ha visto el humo de las batallas, la expansión de la destrucción rapaz y la cruel desolación; ha visto cómo se diseminaba el odio en los cinco continentes, y ha visto el terror y la tragedia estampando su brutal pie sobre las multitudes. Aquellos que estaban satisfechos con sus circunstancias, su hogar, familia, estatus social, creencias políticas y económicas, han comenzado a descubrir con la brusca pérdida de algunas de sus posesiones, que hace falta algo más para que la vida sea soportable. Ha comenzado un proceso, primero por debajo del umbral de la conciencia pero gradualmente subiendo a la superficie, que les ha abierto los ojos al hecho de la fugacidad de las cosas, elevándolos así a un sentido que les advierte la falta de espiritualidad en sus perspectivas. Estos hombres han comenzado a sentir la necesidad de una ayuda interior para soportar el peso de estas dolorosas circunstancias. Sólo ahora están preparados para preguntarse si la vida posee un propósito más alto que el meramente materialista. Donde las palabras no han logrado sacudir la torpe espiritualidad, y enseñar la lección de la falta de amor, el rugiente torrente de los acontecimientos lo ha logrado. Hasta ahora muchos tambaleaban en medio de la oscuridad o, lo que es peor, caminaban guiados por falsas luces; las tremendas dimensiones de la más destructiva de todas las guerras, impusieron una escala de tragedia y de colosal crueldad que ha afectado a los hombres y mujeres de todas partes, sacudiéndolos de su habitual sopor mental y ético. Por su misma excepcionalidad, estas circunstancias históricas han suscitado la atención universal, atrayendo por lo menos, alguna pequeña reflexión en torno a ellas. Esta guerra ha comenzado a purificar a los hombres de los intereses terrenales, en el sentido de que se ven forzados a contemplar vívidamente, la trágica transitoriedad, la total inestabilidad de las cosas terrenales, así como se ven forzados a experimentar la aterradora inseguridad de sus propias personas. Comprenden ahora la radical falta de esperanza que encierra una perspectiva materialista, una falta de esperanza que se disfraza por medio de pasiones, goces y lujurias. Están despertando a la comprensión de que la índole de las cadenas del compromiso no se altera simplemente cubriéndolas con flores o placer. Por consiguiente, la guerra ha actuado también como una iniciación práctica y terriblemente vivida para toda la raza, al señalarle la necesidad de apoyo interior y de comprensión más profunda.

    Después de todo, el hombre no es otra cosa que un peregrino en este crepuscular planeta, y si no fuera por el agudo acicate del dolor, a menudo caería en los suaves brazos de la ignorancia sensual, perdiendo de vista el elevado lugar hacia el cual marcha. Debe lamentar tanto como cualquiera, el sufrimiento que destroza los nervios, y la adversidad torturadora de la mente, que se han apoderado de la humanidad como las garras de un despiadado tigre, sometiéndola durante años. La podredumbre moral de los jerarcas nazis puede haber sido la causa inmediata de esta agonía, pero con todo, no debemos cegarnos ante el hecho final de que la humanidad ha contribuido mucho a estos horrores. Hitler creyó que trabajaba y guerreaba y engañaba, sólo por él mismo, o por Alemania, cuando en realidad actuaba como un instrumento del karma colectivo. La condición del mundo en cualquier momento, y más evidentemente en momentos como los actuales, es una agenda de los pensamientos del hombre, y un reflejo de sus pasiones. Desde este aspecto, la guerra es una objetivación externa de los egoísmos y perversiones guarda-dos dentro de los corazones y de las mentes de muchos millones. Hagamos frente al hecho tremendo de que siempre estos malos sentimientos han estado en nosotros, sólo que en forma oculta. Siempre hemos tenido que luchar contra nuestras malas inclinaciones e instintos irracionales. Lo que primero toleramos y luego combatimos en los nazis, no es más que la exteriorización visible, a una escala colosal, de los vicios contra los que ya luchamos dentro de nuestro carácter, en menor escala. El tigre y el reptil todavía acechan debajo de la superficie, a pesar de nuestros esfuerzos por encadenarlos. Pero hay quienes han buscado la liberación de esas alimañas. La mentalidad agresiva y posesiva, el punto de vista egoísta y materialista, no se reducen sólo a los alemanes, ya que tienen sus representantes menores en todos los demás países. Estos tienen hombres que odian a otros porque pertenecen a una diferente clase o distinta raza, así como poseen criaturas agresivas que desprecian los moldes éticos y que se esfuerzan por asegurar sus propósitos derribando a todo aquel que intercepte su camino. Dondequiera haya exageración maníaca y torpe distorsión de la perspectiva mental; dondequiera los hombres hayan erigido en Dios a su pequeño "yo"; dondequiera haya fanático odio racial o religioso; dondequiera sólo se tenga fe en la mera violencia militarista; dondequiera se observe un culto egoísta a los logros industriales, con brutal indiferencia a los factores humanos; dondequiera haya codicia nacionalista extrema; dondequiera exista una completa falta de conciencia bestial: allí existen fuerzas negativas. Sólo que, en Alemania, la enfermedad psicológica de los nazis llegó a la cumbre, infectó totalmente al desgraciado pueblo, convirtiendo este país en una guarida de lunáticos criminales.

    Por consiguiente, a la hora de rendir cuentas el mundo entero, la retribución kármica no descenderá únicamente sobre los alemanes, sino también sobre muchos otros pueblos. Es un viejo axioma que la humanidad debe aprender por medio del sufrimiento, lo que se niega a aprender a través de la reflexión. Todavía no ha aparecido ningún enviado, ningún mesías que pueda brindar a su pueblo felicidad perfecta y permanente. Ya que los pueblos tienen que comprender sus errores por sí mismos, y la mejor enseñanza proviene de la amarga adversidad. La crónica de una nación no puede ser distinta de la de un individuo.

    Todo hombre debe recorrer la senda del dolor tanto como la del placer, la de las dificultades, así como la del goce. Por tanto, cada nación ha de experimentar ciclos similares. En este estupendo drama mundial que se ha estado desarrollando delante de nuestros ojos, cada país ha desempeñado un papel especial establecido por el destino. Pero ese papel en gran medida lo hacen los propios pueblos, porque lo determina el carácter de esa gente y el karma colectivo, bueno o malo, que ellos hayan merecido.

    Dicho esto, debemos reconocer el tremendo hecho de que la lucha contra Hitler no es tanto una guerra contra malignos ciudadanos del mundo bajo, que lo hayan utilizado simplemente como instrumento humano, en un esfuerzo por impedir o destruir el universal despertar iconoclasta que según ellos amenazaba nuestro siglo. La multitud de crueles líderes y oficiales nazis, deliraban sin asco por el mal que producían, debido a sus experiencias en los infiernos más bajos, colocando nuevamente su fe en el poder de la violencia y del derramamiento de sangre, y ofreciendo una roja cosecha a sus engañados seguidores. Por esto se explica la frase que pronunciara el mariscal de campo Smuts, que tanto ayudara en tiempos de guerra a Churchill: "Antes yo no creía que hubiera una cosa tal como el anticristo, pero ahora lo creo. Me doy cuenta de lo que significa el Demonio encarnado en el mundo". Para comprender esto, debemos primero entender que toda guerra se cumple en tres diferentes planos. Primero, el técnico, que implica el uso de armas físicas. Segundo, el mental, que incluye el choque de ideas intelectuales. Ter-cero, el moral, que involucra el encuentro de fuerzas kármicas. Pero esta guerra es única, y no sólo se ha peleado en estos tres planos, sino también en un cuarto plano más. Es una lucha contra invisibles espíritus del mal, pertenecientes al alma y al destino de las multitudes que habitan este planeta.

    Sabemos por fuentes antiguas de América, Asia y Egipto, que según un sorprendente relato existe un gran continente hundido bajo las aguas del gris océano atlántico. Enterrado en el cieno profundo de esas aguas yace la mejor prueba de que un gran continente, y una desarrollada civilización, han desaparecido de la vista del hombre. Sin embargo, la moderna ciencia está recogiendo pacientemente datos que demuestran que hay algo más que una mera probabilidad, en esta teoría de la existencia de Atlántida, como la llamó Platón. Este filósofo ateniense declaró que estaba habitado por una raza que desarrolló una evolucionada civilización. La tradición de la enseñanza ocultista también lo afirma, mencionando además una vasta guerra transcontinental que dividió a los atlantes en dos bandos. También se conservan recuerdos de esta misma lucha, relatados en forma mitológica, en el texto indio de fecha desconocida, El Ramayana. ¿Cuántos saben que la guerra mundial que precedió a la destrucción de Atlántida, fue en esencia y en importancia similar a la guerra por la que estamos pasando en la actualidad? Ambas representan luchas entre las fuerzas del bien y del mal, colosales conflictos por el dominio de la vida interna y externa de la humanidad.

    Durante el curso de nuestra larga historia planetaria, la general evolución moral sube y baja como una serie de arcos ascendentes, pero el final de cada arco se desarrolla en forma de espirales que sube a un nivel más alto que el final del arco precedente. En consecuencia, la humanidad colectiva siempre tiende a manifestar, periódicamente, sus peores características, antes de manifestar las mejores. Un final semejante es el que acontece en los días actuales, y corresponderá las fuerzas del mal llevar a cabo la máxima potencia de su chance. Aquellos que, debido a causas egoístas, pensamientos interesados, inteligencia no desarrollada, o intuición dormida, no pueden comprender la más profunda significación de la actual guerra, tampoco entenderán que las fuerzas esenciales que actúan en ambas partes, son mucho más que energías meramente nacionalistas, políticas o militares. Se trata más bien de una guerra climatérica de ideas e ideales, de los invisibles poderes de la Luz y de la Oscuridad. De sus resultados surgirá, para mejor o para peor, el destino cultural, religioso, ético y material de la humanidad en las próximas centurias.

    Hemos dicho, en nuestro estudio acerca de la muerte, que existe un cinturón psicológico, en torno de este planeta, que contiene la escoria del mundo espiritual, sus criaturas más degradadas, sus habitantes más malignos y falsos. Este cinturón constituye la verdadera fuente de la cual Hitler y su banda extrajeron su inspiración, éste es el nivel mental desde el cual el führer abrió una peligrosa y anormal brecha, y con el cual mantenía frecuente comunicación durante sus secretos semi-trances. Podemos ver, en los siniestros esfuerzos de estas fuerzas de la oscuridad que, trabajando a través de Hitler, han buscado someter las mentes de todos los hombres, por medio de la violencia, a un desagradable molde único, un ejemplo de su carácter profundamente siniestro. Porque siendo la base última del hombre su libertad, así la característica del Yo superior es su ilimitada infinitud. Y también podemos ver en los viciosos intentos de esas mismas fuerzas por destruir las vidas y abolir las posesiones de tantas diferentes clases y razas, a través de tantos agentes humanos entregados a la agresión o al odio para dominar por encima de la miseria de otras personas, un ejemplo de su carácter profundamente egoísta. Pero la verdad, que ahora comenzará a imprimirse en todo el mundo, debido al carácter mundial del peligro de esta guerra, es que toda la humanidad marcha, si bien lentamente, hacia una época en la que formará una sola gran familia de naciones, una unida República. Pero esta verdad se resiste completamente a estos instrumentos materialistas. Por lo tanto, los intentos de Hitler por asegurarse el dominio de la tierra tenían por objeto impedir la evolución física, intelectual y moral de la humanidad.

    Este titánico esfuerzo de las fuerzas de la oscuridad y de la destrucción, por esclavizar los cuerpos y dominar las mentes de toda la raza humana, tiene todavía otro significado. Un sentido más oculto y más importante que el que anteriormente señalamos, aunque se relaciona con aquél. Estos poderes se han plantado firmemente contra el advenimiento de la superior iluminación intelectual, y de las ideas divinas de nuestro horizonte espiritual, un advenimiento que se ha vuelto histórica y kármicamente inevitable. Las fuerzas del mal han visto que si esto suecede serán derrotadas. Por tanto, han tratado de eliminar a todo hombre que sustentara siquiera una mínima fracción de tales ideas al mismo tiempo que intimidaban las mentes de los demás por medio de la falsía o de la cooperación obligada. Con los hombres de mente más débil utilizaron incluso el prestigio de la idea misma de unidad, hacia la que irresistiblemente se mueve la humanidad, presentando la esclavitud, que es su propia caricatura de este ideal, como si fuera la realidad misma. Los gobernantes totalitarios han procurado sagazmente, pervertir los sanos instintos espirituales convirtiéndolos en instintos materialistas. Buscaron transformar el pro-fundo anhelo inconciente de unidad que todos los hombres buscan a través de la realización del Yo superior, hasta hundir la individualidad en la grotesca masa plasmada por los elementos oscuros. En otras palabras, la unidad espiritual fue sustituida por el ideal de la uniformidad materialista.

    Quienes no perciban que el curso y consecuencias de esta guerra han sido completamente distintos del de otras guerras precedentes, no comprenden su carácter esencial. El drama mundial que hoy se está cumpliendo y que continuará incluso después de la guerra, es único. Su más profundo significado es que los poderes que trabajan a favor de la oscuridad, la ignorancia y el mal, y los poderes que nos impulsan hacia la luz, la sabiduría y la bondad, están librando de nuevo, su eterna lucha. Todas las personas deben tomar parte en esta sagrada lucha. Nadie puede permanecer neutral sin engañarse. No hay lugar para los meros espectadores. Es una guerra de los cielos tanto como de la tierra.


    LA CRISIS SOCIAL


    La antigua creencia de que el progreso tiene un carácter automático, creencia que Occidente adquirió en el siglo XIX, comenzó a disgregarse en el siglo XX, con la explosión de granadas y bombas de las dos guerras mundiales. Así empezamos a entender que la historia ha puesto en evidencia el tiempo, y que la humanidad sube hasta sus máximas alturas sólo para caer de nuevo en los abismos. La historia de la humanidad no es la narración de un progreso mecánico, sino el relato de arcos que suben y bajan, a través de diversos pueblos y civilizaciones, sirviendo a los propósitos de la Naturaleza durante su ascenso, y que al dejar de servirla, perecen durante la caída. Es un proceso histórico de la evolución periódica e ininterrumpida de los hombres y sus sistemas, que ascienden sucesivamente al poder y la cultura, y que luego al degenerarse, dejan lugar para que otros pueblos surjan. Pero a través de todas estas subidas y bajadas, se produce una recapitulación a un nivel más alto, y en consecuencia se produce un desarrollo evolutivo, con el que sobreviene una expresión más plena de posibilidades latentes. No esperemos una línea recta y suave de progreso, cuando toda la historia, ya sea de una raza o de un individuo, demuestra tener un carácter zigzagueante o más bien en forma de espiral.

    Lo mismo que percibimos en la vida humana, puede también percibirse en los mundos estelares que hay sobre nuestras cabezas; toda revolución astronómica, todo retorno de un planeta errante al mismo punto del zodíaco, que una y otra vez ha tocado anteriormente, prefigura para nosotros esta verdad de una alternancia cíclica como ley universal. Así pues, quienes se niegan a cambiar, e insisten en vivir según el pasado, son burlados por el sistema planetario mismo, que nunca deja de girar, y que también los arrastra a ellos en su movimiento circular hacia adelante. Un insecto, el gusano, proporciona seda al hombre, pero otro insecto, la polilla, la destruye. En toda la Naturaleza encontramos esta doble característica: construcción. Por un lado, destrucción por el otro; es decir, cooperación con la obra del tiempo. El equilibrio cósmico crea en un momento, lo que destruirá más tarde. Esta es la razón por la cual la historia de los reinos inferior y superior de la Naturaleza, se mueven de acuerdo a una serie de épocas bien definidas. Sin embargo, todo retorno es solamente el mismo en forma relativa, puesto que el cosmos total desarrolla en sí mismo un misterioso movimiento en el espacio. Ya hemos advertido que el final de cada arco evolutivo, se intercepta al comienzo de uno nuevo, el cual surge a su vez, a un nivel superior. Debido a esta superposición, las fases de decadencia y surgimiento de la civilización, coexisten por un tiempo lado a lado. El conflicto entre ambos momentos precipita un estado de peculiar confusión y de crisis aguda. Tal es el estado que actualmente existe.

    Esta es la mutabilidad de la existencia social. Sólo el cobarde mental o el débil emocional, se negarán a reconocer este hecho una vez descubierto. ¿Por qué habríamos de considerar a nuestra propia época inmune a esta predominante periodicidad? Quienes tienen una perspectiva filosófica, y pueden rastrear el hilo de la relación causal entre los acontecimientos históricos, no pueden ser sorprendidos por ninguno de los cambios internacionales producidos en las dos pasadas décadas. Saben lo que sobrevendrá y por qué. Para quienes tienen ojos para ver, la realidad del karma nacional se verifica a través de la realidad de la historia. Aquellos que se sienten inclinados a conformarse con hábitos de pensamiento, y aquellos grupos poco dispuestos a sacrificar sus particulares intereses terrenales, a favor del bienestar común, se negarán, naturalmente, a percibir que estamos atravesando un período de transición, que marca la decadencia y final de una gastada era, y el surgimiento de una nueva. Pero esta ceguera no les presta ningún servicio, porque los cambios continúan su curso.

    La declinación de esta época se manifiesta por un aumento de los males que estaban latentes en el período anterior. Así el materialismo —la creencia de que la realidad sólo está contenida en una materia que puede verse, tocarse, olerse y gustarse; el dogma de que la mente del hombre sólo está contenida en un puñado de carne de su cabeza; la negación de la existencia de la Mente universal supersensible, es decir, de Dios; y el establecimiento de un sistema de valores egoístas, como conducta a seguir en la vida, basado en estos conceptos, representan la cultura esencial y la práctica actual de la humanidad en el arco decadente, por más que su fingida cultura y proceder hipócrita, pretendan lo contrario. Durante sus fases primera y segunda, un ciclo kármico-histórico se desarrolla lentamente, pero cuando alcanza su culminación, el ímpetu del cambio, la disolución y la destrucción, aumenta dramáticamente su velocidad. En la crisis general, cuando está por comenzar un nuevo ciclo, la perturbación de las condiciones se vuelve como una irresistible avalancha, en la que hombres y métodos se precipitan hacia su destrucción. Este proceso mundial de ruptura producido por fuerzas kármicas que actúan rápidamente, alcanzó un ritmo más acelerado, todavía, con la Segunda Guerra Mundial. El movimiento de los acontecimientos, y con éste, el movimiento de los puntos de vista, ya no son más, lentos e irregulares, sino que, como un caballo desbocado, saltan de un lado a otro, sin control. Estamos cubriendo los cambios de siglos en un período de pocos años, el movimiento de muchos años, en unas pocas semanas.

    Nos enfrentamos hoy a la culminación de un período, al brusco cierre de todo un ciclo de la historia planetaria. Al mismo tiempo, el arco ascendente también ha comenzado su carrera, de modo que nos hallamos, en realidad, en una fase transicional entre ambos. Por esto se produce la presencia, a un mismo tiempo, de dos corrientes contradictorias de nuestra civilización, como, por ejemplo, un insensato deseo de placer sensual, que ocupa continuamente las mentes de un grupo humano, cuando se ven libres por un instante de sus ineludibles responsabilidades y deberes, por un lado, y el honesto deseo de una comprensión super-sensorial, y de la elevación de la conciencia que, por el otro lado, interesa a un grupo opuesto. La vida ha parecido, estos últimos años, un abrumador caos, un laberinto sin sentido, un incomprensible mosaico de acontecimientos. Pero existe por cierto, una perfecta lógica detrás de tales hechos, un oculto significado, una ininterrumpida cadena causal que ha ligado esos sucesos en forma totalmente racional. La crisis ha sido integral, abarcando la totalidad de las actividades prácticas y elucubrativas del hombre. Porque la estructura de la civilización se ha vuelto orgánica, lo que sucede, por ejemplo, en el terreno económico, afecta también el aspecto cultural. Toda una cadena de factores completamente distintos se extiende por todas partes, y todos esos factores están firmemente relacionados, de modo que cuestiones aparentemente tan disímiles como la religión y la aviación, en realidad se están influyendo mutuamente.

    La humanidad se halla en la encrucijada de su existencia social, vacilante respecto de la dirección que va a tomar. Contempla un camino que es meramente repetición del que ya ha recorrido hasta ahora, y que por tanto parece el más fácil. Por el otro lado aparece el segundo camino que conduce a un territorio desconocido, por el que jamás caminó, y que por consiguiente parece el más difícil. El primero exige menos autosacrificio al principio, pero lo requeriría al final. El segundo es más exigente en sus tramos iniciales, pero otorgará mayores recompensas al final. En un sentido, está en libertad de elegir el camino, pero no es tan libre, en otro sentido. Por-que la nueva época no puede convertirse en mera réplica de la pasada, ya que también actúan la presión evolutiva y la regulación kármica. Si la humanidad opta por el primer camino, entonces la nueva época, que ha sido inaugurada por la sangre y la violencia de la guerra, persistirá en estas características destructivas. Si escoge el segundo, entonces se establecerá una verdadera paz.

    La filosofía cree que encontraremos nuestro camino, mejor que a través de los horrores de la revolución, por medio de los pacíficos cambios de la regeneración. Un nuevo orden de la sociedad, que ofreciera menos libertad, menos amor y menos verdad, no merece nuestro apoyo, pues resulta un insulto en nombre del progreso, y un atropello realizado en nombre de la justicia. La creencia que justifica la tiranía inmediata como camino para lograr finalmente la libertad, que brinda la falsedad como senda hacia la verdad, el terror temporario como sendero hacia la paz permanente, y la crueldad contemporánea como camino hacia el bienestar, en una creencia sustentada por quienes comienzan por engañarse para terminar engañando a los demás. Hace mucho tiempo Jesús señaló que nadie recoge uvas de un cardo, y todavía es verdad que no es posible recoger frutos de felicidad humana, del árbol de la brutalidad.

    Pero desgraciadamente, no hay muchos filósofos entre los hombres. Es pues, mandato de la prudencia, y dictado del idealismo, el proponer que inicien una generosa reconstrucción aquéllos que puedan hacerlo. Porque si, quienes tienen poder e influencia desperdician la oportunidad de asumir el mando en esta cuestión de hacer los necesarios ajustes para el nuevo tiempo; si esperan que los acontecimientos sobrevengan para recién entonces luchar contra ellos, esperarán, entonces, no sólo a que los sucesos los empujen a obrar, sino que cuando esto suceda, pueden llegar a extremos calamitosos en su acción.

    Necesitamos nuevas perspectivas de la economía, la religión, la sociedad, la historia, la política, la ética, la educación y el arte. Si nuestra civilización sobrevive, resurgirá como el ave Fénix, con una estructura más noble, o caerá en el abismo de la decadencia creciente. Sus pasados errores, reconocidos y remediados, o bien cons-tituirán la base de una vida mejor estructurada, o bien los pueblos ciegos permitirán que esos males crezcan y empeoren, determinando así la desaparición de nuestra civilización. Debe hacerse la elección entre una nueva época de progreso, o el retroceso al período agonizante; debe reconocerse la decisiva situación que enfrenta la humanidad; y, por fin, debe comprenderse el significado de las conmociones de los años pasados. Ya que ha tocado a su término la posibilidad de continuar por algún breve tiempo más, transitando el viejo camino. Tiene que producirse una transformación de la vida humana. Si captamos esto, entonces la reconstrucción no parecerá tan temible, ya que la opción contraria sí lo es. Debemos elevar el general bienestar hasta su correspondiente momento y lugar históricos, por encima de los intereses mezquinos.

    La humanidad se está desprendiendo de una tradición que le fue útil en un momento dado, pero que ahora le resulta un estorbo. El colapso de una cultura debilitada, la desintegración de un orden económico de cortos alcances, la quiebra de un orden social gastado, y la decadencia de un sistema político que ya no resulta eficaz, son procesos históricos inevitables, por más excelentes que dichos sistemas hayan sido en el pasado. Dentro de la estructura de estos sistemas, cada vez se va haciendo menos posible una vida humana espiritualmente progresista, para los dos mil millones de seres humanos del planeta. Las bases de la antigua época industrial de Occidente, y de la antigua era religiosa de Oriente, han sido desarraigadas y disper-sadas. Es inútil negarse a reconocer estos catastróficos hechos, pretender asirse a lo que brutalmente nos han quitado de las manos, cerrar los ojos a lo que está pasando ante nuestra vista. Nos guste o no, es mejor abrir los ojos a lo que es inevitable, antes bien que cerrarlos para tener luego que sufrir las consecuencias. Un nuevo mundo nacerá del viejo. Es un hecho que nadie podrá refutar. Será peor en algunos aspectos pero en otros, será mejor. En la medida en que planifiquemos el actual mundo, sin egoísmos, para que sustente ideas e ideales valiosos, el próximo ser mejor. En la medida en que, egoístamente, dejemos que el presente estado de cosas siga su propio curso, el mundo del futuro sejá pf,or. La mente que tome la iniciativa en la búsqueda y afianzamiento de nuevas ideas —esa mentalidad "blitzkrieg" que fue tan necesaria para llevar a cabo las campañas de la guerra—, es ahora también necesaria para hacer triunfar la paz.

    La única idea práctica principal entre todas estas ideas, es la de que depende de nosotros que el nuevo período sea mejor que el actual, de cómo hayamos captado estos titánicos acontecimientos, de hasta qué punto y cuán rápidamente hayamos progresado respecto de nuestros puntos de vista, a través de esta penosa experiencia de la guerra mundial; depende también, de cuán valientemente podamos soportar que se nos despoje de los valores artificiales de nuestra vida, es decir, del grado en que podamos soportar las enseñanzas de karma, al mismo tiempo que nos está torturando. La civilización debe cambiar; es mejor que cooperemos con el destino en la determinación de la índole de tal cambio. Resulta claro que esta transición deberá superar obstáculos tan altos como los Himalayas, y es esto precisamente, lo que deprime a muchos. Es fácil caer en el abismo del desaliento, y adoptar una posición negativa hacia esos obstáculos. Pero si un hombre tiene que cumplir una tarea difícil y sólo repara en las dificultades, es poco probable que alguna vez realice dicha tarea. De la misma manera, si se encuentra en una situación difícil y sólo piensa en el aspecto negativo de la cuestión, muy posiblemente jamás salga de ella. La filosofía afirma que la verdad de una situación o de una tarea sólo puede saberse, viendo todos sus lados, los claros y los oscuros, las sombras, al mismo tiempo que la luz, y que la correcta comprensión de los principios vitales deberían persuadirnos a recurrir a nuestras fuentes latentes, en lugar de hundirnos en la torpe inercia. Podemos, si lo queremos, transformar lo teoréticamente posible en realidad positiva. Por tanto la liberación del sufrimiento del mundo se logrará a través de la esperanza y nunca, por medio de la desesperación.

    La crisis de la humanidad ha sido fatal, pero no necesariamente será mortal. "Sed firmes y pacientes en la adversidad, y en todos los períodos de pánico", es el oportuno consejo de Mahoma. Ya se ha liquidado gran parte del amargo karma que nos ha colocado en la presente situación. Lo que resta puede modificarse oreando e introduciendo una corriente opuesta de karma, que, si la fortificamos suficientemente, puede afectar al antiguo karma. Más aún: si fuéramos lo bastante astutos y arrepentidos, como para fomentar el nuevo factor hasta que se volviera abrumadoramente poderoso, algunas (no todas) las antiguas fuerzas podrían incluso neutralizarse totalmente. Ya que el pensamiento transformado, junto con una enmienda de antiguas actitudes negativas establecen nuevas causas kármicas que, puestas en movimiento, y al ser de índole opuesta, pueden suavizar los duros efectos de los viejos errores kármicos, o atenuar sus prolongados resultados, o contrarrestar su desagradable dirección, o, por lo menos, controlar la corriente de pensamientos negativos que dichas fuerzas generan.

    Debemos estar al corriente, moral y mentalmente, de los tremendos sucesos que han conmovido al mundo. Si no lo hacemos, nos hundiremos en la negra depresión. Si las fuerzas malas representadas por Hitler, y que inspiraron sus falsedades, han trabajado para impedir nuestra entrada a una civilización mejor, pretendiendo hacer triunfar en su lugar un equivocado nuevo orden, corresponde a quienes saben cómo debería ser el auténtico nuevo orden, trabajar para forzar el progreso de la humanidad en ese sentido. Si ninguna época anterior puede compararse a la nuestra en cuanto a los sufrimientos, también es verdad, que ninguna puede comparársele en lo que hace a sus oportunidades. Los gemidos de los heridos de los campos de batalla que cubrían todo el planeta, y las lágrimas de las mujeres en sus destruidos hogares, no serán totalmente vanos, para las futuras generaciones, si con elevada conciencia hacemos que la catástrofe de la guerra sirva al fin más noble de plasmar una civili-zación mejor fundada. La guerra no terminará con la última bomba que caiga o con la última granada que estalle. No sólo debe concluir en los hechos: tiene que pensarse que debe acabar. Quiere decir que debemos volver a pensar en los principios sociales y bases culturales, en los que se fundan muchos de nuestros actuales sistemas, creencias y hábitos, para utilizar la destrucción de la guerra en la plasmación de una más valiosa reconstrucción de la paz.

    La filosofía cree en el servicio constructivo. Cree que la escualidez de las masas trabajadoras, las enfermedades de los barrios bajos de Occidente, la semi-inanición de los campesinos asiáticos, son males que pueden extirparse, así como también, puede prevenirse la consecuente degradación mental de esas gentes. Los medios están aquí, se dispone de cerebros, las máquinas han sido y serán inventadas. ¿Entonces faltará la voluntad? Esta renovación de la vida humana costará mucho pero brindará aún más recompensas. Hay, por ejemplo, abundancia potencial por un lado, y real necesidad, por el otro. Un gobernante capaz y sabio procurará reunir ambas cosas. Debe mejorarse el paradójico estado de cosas actual, que permite que las masas vivan en la miseria o la pobreza, cuando los recursos materiales son tan vastos que, adecuadamente organizados y científicamente desarrollados, bastarían para todos. La vergüenza del desempleo masivo debería conmover la conciencia social. Nuestro depósito planetario debería ser mejor reparado y mejor organizado, para beneficio de toda la humanidad. Si los países y clases sociales más avanzados ayudan a los que tienen un desarrollo menor, todos resultaremos favorecidos. Es posible lograr una completa expansión de la producción, el comercio y el consumo. La riqueza potencial de la tierra es inmensa. Las subdesarrolladas pero vastísimas regio-nes de Asia, Africa y Sudamérica, bastarían por sí solas para proporcionar la tierra y el material, cuyo trabajo cooperativo, junto con los modernos sistemas científicos, podrían, en una unida civilización Oriente-Occidental, ser de gran ayuda para desterrar la desocupación, el hambre, y las causas de los conflictos económicos, de la faz de la tierra.

    Comenzaremos a comprender qué le está sucediendo actualmente al mundo, cuando entendamos que se han producido más transformaciones dinámicas, en la base física de la vida humana, más alteraciones fundamentales en sus bases intelectuales, más desvíos iconoclastas en sus bases éticas, sociales y religiosas, durante la pasada generación, que en los dos mil años precedentes. Sólo de una manera podemos interpretar estos hechos. La reconstrucción del mundo está aquí, y nos hallamos, verdaderamente, en su primer tramo. Si las vastas posibilidades intocadas y los inmensos recursos inexplorados de la Naturaleza de este planeta se utilizaran adecuadamente; si el tiempo y trabajo de millones de personas que se ocupan en tareas anticuadas, o que ni siquiera obtienen empleo alguno, fueran sabiamente organizados y eficazmente dirigidos, podría eliminarse la inanición y reducirse las enfermedades, la vida humana sería dignificada y la existencia del hombre tendría más valor. Ya que hemos llegado a la apertura de una edad de la larga historia de la humanidad, comparable al comienzo de la edad en que el hombre descubrió el arado y la rueda. Hubo más descubrimientos prácticos e invenciones téc-nicas nuevas, durante el siglo XIX, que en todos los siglos precedentes. El industrialismo comenzó a transformar la modalidad de la vida humana. Pero fue sólo un cruel comienzo. Estamos ahora más técnicamente capacitado en este primer período único de la historia. ¿Por qué no habría el mundo de volverse más rico que pobre, gracias a toda su capacitación científica?

    No se trata de que el mundo de la postguerra pueda transformarse en un paraíso. Esta idea es un espejismo. Ningún milagroso milenario puede surgir de pronto. Hay un largo camino desde el instinto posesivo de la primera y segunda etapas evolutivas, a la fase altruista del tercer período. Quienes esperan una conversión de la raza humana de la noche a la mañana, demuestran una imaginación vivida, pero un falso conocimiento del hombre. Pero, si, como estudiantes de filosofía, nos negamos a dejarnos arrastrar por los entusiasmos emocionales y las utopías que no pueden materializarse, esto no quiere decir que vayamos a negar el empleo de todas nuestras energías para mejorar nuestro contorno todo lo posible. El mundo puede transformarse en un lugar más habitable para los millones de hombres, mujeres y niños, que hasta ahora sólo han conocido degradaciones e incomodidades, miserias y tristezas, que son la compañía obligada de una sociedad sin conciencia. Llegamos pues a la conclusión de que un mundo de amistosa cooperación será inconmensurablemente superior que un mundo azarosamente inestable. Y una verdadera característica del período de postguerra es que se producirán muchas desnivelaciones sociales. La principal consecuencia de esto será que la próxima era ofrecerá un aspecto caótico y confuso.

    Las llamadas clases bajas podrían por primera vez en la historia, vivir por encima de su nivel de pobreza, y gozar de una vida más digna y más abundante. Y los próximos inventos, que transformarán la existencia industrial y social doméstica, ayudarán a que esto ocurra. Los hombres, mujeres y niños de todas partes, podrían ser alimentados, vestidos, alojados y educados, podrían vivir tan plena y lujosamente en el sentido material, como jamás lo han hecho en ningún otro período histórico. Es colosal la nueva oportunidad que enfrenta hoy la raza humana, apoyada por los nuevos inventos que sobrevendrán. En este sentido, la guerra no terminará con la firma de la paz. Deberá emprenderse una nueva guerra contra todas aquellas condiciones de enfermedad física y mental, que hicieron posible la doble forma del totalitarismo. Cuanto más duren éstas, más tiempo permanecerán muchos, en estado de guerra. Pero será una lucha desatada en el espíritu, no una batalla de odio o rapiña, sino un servicio altruista.

    La civilización tendrá que renovarse en gran medida, después de los agitados acontecimientos que están dejando sobre ella una marca tan terrible. Pero cuando se relaje la poderosa tensión de la disciplina que impone una gran guerra, cuando llegue la paz, descubriremos que ésta no es tal después de todo. Ya que por lo general la reacción es la indisciplina, la anarquía y el caos. El advenimiento de la paz necesariamente liberará fuerzas de un carácter iconoclasta y caótico. Las confusas nubes tormentosas que descendieron sobre el escenario europeo, antes de la guerra, indicaban ya profundos cambios del clima social e intelectual. El fermento de la postguerra liberará energías que será necesario orientar por canales apropiados, si se quiere que ellas proporcionen más felicidad, y no más miseria a la humanidad. Porque será tan peligroso ser arrastrados por proclamas demagógicas desequilibradas, que inciten las pasiones, como por apelaciones reaccionarias egoístas de los instintos. Será tarea urgente mantener en alto la bandera de la salud y la sabiduría, durante el inevitable choque entre una época que agoniza, y una época que nace, o de otro modo nos convertiremos en un conjunto de guerreros que habrán destruido un planeta. En consecuencia, quienes dirigen grupos humanos, u orientan el pensamiento, debieran enfrentar la situación actual, no sólo con una adecuada comprensión, sino también con una comprensión piadosa. Ni los estallidos inspi-rados por el odio, con su reclamo de métodos brutales, por un lado, ni los rechazos reaccionarios a realizar los cambios necesarios, por el otro, resultarán beneficiosos. Lo que hoy necesita el mundo no es una evolución rápida sino una evolución inmediata. Ya que esta última puede lograrse de una manera sana y suave, mientras que la primera sólo se logra por medio de sangre y lágrimas.

    Cuando se nos pregunta qué tipo de mundo de postguerra debiera establecerse, entre dos extremos, deberíamos rechazar ambos. Es mejor efectuar un compromiso entre esos dos extremos, pero siempre es mejor elevárse a un enfoque que esté por encima de ellos. Sólo la filosofía puede ofrecer una perspectiva de ese tipo, debido a su completa falta de participación, y debido a su punto de vista no materialista. La comprensión es mejor que el conflicto. La actitud de ayuda mutua podría resolver beneficiosamente todos los problemas de la reconstrucción.

    Las pequeñas experiencias de la vida cotidiana determinan en gran medida, los puntos de vista de los hombres. Al proporcionarles mejores circunstancias físicas, y una instrucción religiosa, mística o filosófica, más eficaz e intemporal, comenzarían una vez más a desarrollar la naturaleza divina que está por debajo de sus defectos, y que nunca puede destruirse. Nuevamente comenzarían a abrigar esperanzas más elevadas. En consecuencia, debemos transformar las condiciones externas, si deseamos cambiar las internas, y debemos trans-formar las condiciones mentales, si deseamos que cambien las físicas.

    Deberíamos eliminar los barrios bajos de las ciudades, para extirpar los barrios bajos de las mentes humanas. Los hombres cuyos cuerpos son gestados, y alcanzan su madurez, en oscuros suburbios, naturalmente poseen mentes oscuras. No tienen horizontes. Por tanto, tendríamos que intentar que le resultara al hombre más fácil apartarse de la lucha sódida, que sólo sirve para mantener vivo el cuerpo, ofreciéndole alguna idea de la lucha más noble del espíritu, para mantener éste vivo. El hombre debería tener suficiente comida, suficiente ropa, una habitación adecuada, y bastante trabajo como para mantenerse y sustentar a su familia. Si carece de estas cosas, le faltará la energía necesaria para la filosofía, y no tendrá tiempo para la vida mística. Si está completamente esclavizado por esta lucha, o liberado únicamente para morirse de hambre, sólo es un hombre a medias. ¿Qué esperanza de una vida mental superior existe para él?

    Tenemos la oportunidad de ingresar a una edad de abundancia y de ocio constructivo. El aumento de horas libres permite el desarrollo de la cultura. El cerebro del hombre reduce la esclavitud del hombre. La eliminación de esfuerzos físicos innecesarios, proporciona al ser humano una mejor oportunidad para pensar y sentir por encima del animal. El inventor despeja un sendero al maestro espiritual que necesita ayudar a sus semejantes para que puedan lograr sus más altas potencialidades.

    Pero así como la abundancia mal empleada puede conducir a un materialismo mayor, de la misma manera el ocio mal utilizado puede desperdiciarse totalmente, en placeres sensuales que produzcan una mayor ignorancia espiritual. La cuestión del uso acertado de ambos es primordialmente una cuestión de actitud mental recta. Dicha actitud puede adquirirse por medio de la contemplación de ideas justas. Puesto que los valores tangibles de las formas económicas y sociales, no son los únicos que nos interesan. Estos tienen valor en la medida en que se ponen al servicio de la existencia humana en esta tierra, pero poseen otro significado más profundo e intangible. Deberíamos por tanto cuidarnos de entrar en relación con cualquier escuela materialista de economía, que se suscribiera a cualquier pensamiento sórdido contrario a las enseñanzas de Cristo, y que proclamara que el hombre sólo necesita pan y agua y que el reino de los cielos le será dado por añadidura. Esto equivale a cultivar flores sin raíces. Por supuesto que tenemos que plasmar un mundo mejor para las masas, pero también es cierto que deberíamos negarnos a emprender semejante esfuerzo si ello sólo se presentara como causa autosuficente. El fracaso de todo materialismo económico de este tipo consiste en su fracaso para comprender que el hombre no existe fundamentalmente para su cuerpo. Ello surge de su falta de nuevas perspectivas, más bien que de su falta de argumentos novedosos. Ni en nombre del pan ni del cuerpo, ni en nombre de ningún estado, fue el hombre puesto aquí sobre la tierra para ganar su pan y emplear su cuerpo, sino en nombre de la grandiosa realización de su Yo superior.

    El liberador estudio de la filosofía, tiende a contrarrestar perspectivas unilaterales del tipo señalado. Revela que los factores prácticos y contemplativos son ambos esenciales para una vida equilibrada. Quienes consideran que estas dos líneas de conducta son lógicamente irreconciliables, se ven refutados por la historia. Nuestro sorprendente aplicación de la tecnología, o en la búsqueda de una vida confortable. Radica menos en la forma práctica en que vivimos, que a los fines morales por los cuales vivimos. Se basa en el roto equilibrio entre la satisfacción de las necesidades físicas, y la satisfacción de los anhelos espirituales y estéticos. Radica en aceptar la falta de aquellos diques éticos, y exaltadas inspiraciones, que las creencias religiosas de nuestro tiempo han dejado de proporcionarnos. Cuando lo práctico se une a lo contemplativo, sólo entonces nacerá una civilización sobre este planeta, interiormente más sana, y exteriormente más magnífica que lo que nadie pueda concebir o crear. Tomados separadamente, ambos son insatisfactorios por carencia del factor opuesto. Además, la contemplación tiende históricamente, a excitar la voluntad, y a quitar el oscuro manto de pesimismo que pesa sobre este mundo, al mismo tiempo que tiende, en su aspecto práctico, a glorificar el nexo dorado, a expensas del ético, cometiendo de esta manera un grave error. Pero cuando una profunda reflexión sobre la vida, y una actitud devota hacia ella, se liga al desarrollo energético de los recursos materiales de la tierra, y a una sociedad organizada cooperativamente, el resultado sorprendería a todos.

    La cooperación es por cierto una necesidad vital de la próxima era. Se extenderá a las clases sociales de una misma nación, a las naciones mismas, e incluso, a los cinco grupos continentales del planeta. No puede haber completa armonía y acuerdo en este mundo en que dominan la forma y la diferenciación. Pretender que todos los pueblos piensen igual, es una pretensión absurda. Pero la unidad que no puede hallarse en el exterior puede sin embargo, producirse internamente. Todos podemos estar de acuerdo en diferir mentalmente. Pero podemos tratar de sentir moralmente lo mismo. Los resultados que esto produciría en cuanto a una vida más feliz, serían tremendos. Sin embargo, nuestra insospechada avaricia, y nuestro respetado sentido de la propiedad, nos impiden ver esta verdad, en realidad, no nos dejan ver muchas otras verdades. Es por esto que la filosofía inculca un curso de dominio de las emociones, el egoísmo y el pensamiento, antes de revelar sus más profundas verdades.

    A pesar de todo, las conclusiones a las que puede arribar un observador profundo, respecto de todas las conferencias y congresos de postguerra, darían por resultado un abierto pesimismo, es decir, la seguridad de que ninguna solución satisfactoria de los problemas prácticos que preocupan actualmente a la humanidad, podría fundarse sobre una base diferente de la de una amplia cooperación. Todas las otras soluciones serían parciales, en el mejor de los casos, y equivocadas en el peor. Esto cabe no sólo para las diversas clases, castas y grupos que componen una nación, sino más sorprendentemente aunque en menor medida, para los mismos países diversos. Los muros que la Naturaleza ha levantado entre las diferentes razas y pueblos, cambiarán únicamente según las lentas transformaciones de la evolución, pero las diversas barreras que el pensamiento del hombre ha levantado entre ellos, están cayendo a pedazos ante nuestros ojos. Estamos aprendiendo por fin cómo convivir en este planeta. Pues cuando comprendamos que no vienen al caso las peculiaridades de las naciones y los prejuicios de las razas, que el factor primordial es que somos seres humanos primero, y holandeses o ingleses en segundo lugar, abandonaremos este antiguo culto de la carne y dejaremos de lado nuestro materialismo alimentado por el odio. La sociedad mundial algún día llegará a constituir una sola sociedad. Pero si bien esta estructura está más allá de la actual capacidad de la humanidad, no lo está en cambio, la preparación de sus cimientos. Si no le es posible al hombre saltar por encima de sus prejuicios físicos, con suficiente rapidez como para alcanzar este fin de un solo salto, por lo menos puede llevarlo a cabo por medio de una serie de pasos intermedios. Si se han acostumbrado tanto a sus muletas que una repentina libertad podría asustarlos, entonces es aconsejable que las dejen caer por partes.

    La humanidad está plasmada para vivir como una gran nación unida sobre la tierra; tarde o temprano, los países tendrán que trabajar en conjunto, en forma pacífica si poseen buena voluntad, pero forzados a ello si carecen de dicha voluntad. La historia y las circunstancias conspiran a este fin, por consiguiente el futuro de los países es uno solo. La marea evolutiva los está arrastrando hacia la dirección de una totalidad funcional. Esto significa que todas las fronteras construidas por el hombre desaparecerán, y que una autonomía regional reemplazará a los antiguos nacionalismos estrechos, y que por medio del común bienestar cada pueblo contribuirá a dicha autonomía. En algún momento lejano de su historia, los habitantes de este planeta comenzarán a funcionar como una entidad única y unida. Este proceso será ayudado por los nuevos inventos que pro-fundamente cambiarán los medios de comunicación.

    Esta es la meta que se extiende frente a nosotros. Cuán rápida o lentamente nos movamos hacia ella, dependerá de lo poco o mucho que recojamos de nuestras pasadas experiencias y, presentes sufrimientos. Pero la meta misma es ineludible. Ya que será una expresión física de lo que ya existe como hecho metafísico. Quienquiera arroje un guijarro al océano del mundo actual, en cualquier punto, levanta una ola que se difunde por todas partes. Podemos comprender mejor esto, analizando la doctrina de karma más profundamente de lo que lo hemos hecho hasta ahora. Hemos señalado en La Oculta Enseñanza Más Allá del Yoga, que aparte de la forma práctica y científica en que allí la presentamos, existe también una interpretación esotérica y filosófica. Ahora daremos dicha interpretación.

    Vivimos en un sistema mundial regulado, un ordenado cosmos, o sea, un mundo en el que las cosas y los seres se relacionan entre sí, en una vasta urdimbre que se extiende en el tiempo y en el espacio. El universo es un conjunto de fuerzas que no pueden existir separadamente, sino que actúan influyéndose mutuamente, y también un conjunto de cosas que no existen por sí mismas, sino que están inextricablemente unidas como parte de un todo. La creencia de que cualquier cosa o ser particular está absolutamente separado, se basa en engañosas apariencias. La separación existe sólo en la superficie; es ilusión nuestra. La existencia independiente es una fantasía fraguada por nosotros.

    En particular la vida humana es como una gigantesca rueda en movimiento que contiene en sí innumerables ruedas diminutas que giran continuamente la una yuxtapuesta a la otra. La gran rueda es Dios, la Mente universal, mientras que las pequeñas son los hombres individuales. De la misma manera que el funcionamiento imperfecto o irregular de una sola rueda afecta el funcionamiento de sus vecinas, que a su vez trasladan parte de su dificultad a las ruedas contiguas, así también la vida diaria de la humanidad sufre los beneficios y desventajas de su propia interdependencia. La corriente de intercambios mentales, emocionales y físicos, entre un hombre y su contorno humano, es constante e ineludible. Literalmente el hombre comparte su vida con los demás. Es totalmente superficial la creencia en la existencia de una persona completamente separada. Cuando analizamos todavía más profundamente el significado de la simple palabra "yo", cuando establecemos su sentido más hondo, nos liberamos de la segunda gran ilusión que, después de la ilusión de la materia, nos oculta la verdad acerca de la existencia. Llevar la reflexión hasta sus más últimas consecuencias, significa comprender que resulta imposible encerrar a un ser dentro de las fronteras de la personalidad, así como comprendimos anteriormente, cuando analizamos los comienzos del mundo, que no era posible reducir cualquier acontecimiento a los límites de la causalidad. Veremos que, debido a que la personalidad es sólo una parte del universo, no es ni puede ser un hecho último. Descubriremos que los lazos de interdependencia e interrelación que se reúnen en el nudo que plasma a una sola persona, se extienden infinitamente en el espacio y en el tiempo. Cuando procuramos desatar todos estos lazos nos vemos dirigidos de la parte al todo, de lo personal a lo universal. Todo intento por aislar algo más que su aspecto superficial, está predestinado al fracaso. Ya que un ego separado no puede existir solo, no puede aparecer sin el universo detrás de él.

    Por lo tanto, el "yo" no es tan simple como parecería al principio, sino por el contrario, mucho más complejo. No podemos establecer fronteras permanentes, ni fijar límites últimos, para señalar dónde comienza realmente un ego, y dónde termina. Nadie puede pensar por sí mismo aparte y desprendido de los otros. Nada ni nadie existe por sí mismo, pues todo está interrelacionado a través de series infinitas. Por consiguiente, si consideramos que un ego existe por sí mismo, caemos en la ilusión a través de la ignorancia. Estamos físicamente interrelacionados los unos con los otros, en el presente, como estuvimos íntimamente relacionados con la procesión entera de la humanidad en el pasado; mentalmente, estamos constantemente intercambiando nuestras ideas, y frecuentemente nos transferimos nuestros sentimientos; y kármicamente, toda nuestra vida histórica está tan ligada a un vasto tejido de circunstancias, que resulta más correcto considerar que la persona es sólo un aspecto particular entre millones, de una existencia total unificada. La relatividad de cada criatura es de tal índole, que su significado propio puede determinarse únicamente haciendo referencia al significado de todas las criaturas. Ninguna adecuada descripción del "yo" debería ser tan estrecha como para omitir su referencia cósmica. De modo que ningún hombre reflexivo puede considerar a la vida como un asunto puramente personal, ya que inevitablemente tiene que considerarla como una totalidad, como un todo esencial. Así como las innumerables células de un cuerpo humano pertenecen realmente a esa sola existencia, así también, todas las innumerables criaturas del cosmos pertenecen en realidad, a la Existencia Única, de una manera similar. Quien pueda ir más allá, y comprender esta unidad con plena conciencia, no solo como mera elucubración intelectual, y de una manera permanente y no transitoria, en forma básica y no superficial, habrá descubierto el oculto secreto de un ser inmortal y unido al misterioso flujo de una vida eterna.

    Por consiguiente, si deseamos pensar acertadamente en nuestro yo, debemos pensarlo en términos de la Totalidad. La interpretación esotérica de karma reconoce que un individuo absolutamente aislado es solo una fantasía de nuestra imaginación, que la vida de cada hombre está entretejida con la vida de la humanidad, a través de círculos expansivos de extensión local, nacional, continental y finalmente planetaria; que cada pensamiento está influenciado por la atmósfera mental predominante en el mundo; y que cada acción se cumple, inconcientemente, con la cooperación de la sugestión poderosa de la actividad general de la humanidad. Las consecuencias de lo que el hombre piensa y hace, corren como un tributario, hacia el río mayor de la sociedad, y allí se mezclan con las aguas de otras innumerables fuentes. Karma es la resultante de todas estas mutuas asociaciones, elevándose del nivel personal al plano colectivo. Quiere decir que "yo", como individuo, formo parte del karma originado por otros individuos, al mismo tiempo que ellos comparten mi karma. La única diferencia en ambas participaciones es que "yo" recibo la mayor parte de los resultados de mi propia pasada actividad, y la parte más reducida, de los resultados de la actividad del resto de la humanidad.

    Por eso advertimos en aquel mismo libro, que no todos los sufrimientos son merecidos, y que se pone en juego también una buena suerte compensatoria. Si debido a la interdependencia de la humanidad, debemos sufrir males inmerecidos, también es cierto que por la misma razón nos vemos beneficiados por un karma bueno. Así, esta acción colectiva de karma es como una espada de doble filo que corta ambos lados: el doloroso y el placentero. La concepción esotérica da un rostro nuevo a la forma popular de esta doctrina, y si por lo general no se la tiene en cuenta es porque los hombres están más interesados en su propio bienestar que en el de los demás. Pero los difundidos efectos de una guerra que alcanzó proporciones mundiales, que ha apresado en su red a casi toda la humanidad, ayuda a rescatar la verdad de aquella doctrina, mejor de lo que podrían hacerlo las palabras. Pues dicha guerra ha determinado la necesidad de las interrelaciones entre los países, a nivel de la humanidad toda.

    Vivimos en común con los demás, y seremos redimidos, por lo tanto, en común con todos los hombres. Ésta es la última palabra, tal vez desalentadora para quienes han dejado atrás a sus semejantes, pero reconfortante para quienes se han rezagado. Según esta amplia concepción, karma nos hace sufrir y regocijarnos con la sociedad entera. De modo que no podemos divorciar nuestro bienestar del de la humanidad. Debemos huir del aislamiento interior y unir nuestros intereses a los de la Vida total. No hay necesidad de que existan los antagonismos entre clases, naciones y razas; como tampoco es necesario que persistan el odio y la lucha entre los diferentes grupos, pequeños o grandes. Todos, en última instancia están interrelacionados. La separación entre grupos es tan ilusoria como la de los individuos, pero sólo la filosofía y la historia prueban esta verdad. La situación en la que nos hallamos actualmente, nos obliga a reconocer el desafío de esta verdad, para nuestro mutuo interés.


    LA CRISIS PERSONAL


    La humanidad debe librarse de la garra filosa de la guerra, más que nunca, porque la ha convertido en una insoportable catástrofe. Los hombres tendrán pues que inventar esquemas políticos que la impidan. Ya que la guerra es alimentada primero en los pensamientos de los hombres antes de salir de sus manos. Por consiguiente, habrá que establecer la enmienda de esos pensamientos. Cuando los hombres despierten a un enfoque más metafísico, verán que emprendiendo una lucha contra los malos pensamientos y sentimientos, que alimentan los choques y conflictos externos, les es posible cortar hasta las mismas raíces este problema perenne, que ha convertido la historia en un relato interrumpido por las lágrimas. Las conferencias políticas pueden traer la paz verbal. Pero quedarán aún millones de hombres odiándose mutuamente. Así pues, continuará desarrollándose una guerra invisible. Debemos por lo tanto, tener siempre presente que la verdadera paz sólo se logrará si se cumple en el corazón de los hombres. "Cada día creo menos y menos en la cuestión social, y en la cuestión política y en la cuestión estética, y en la cuestión moral, y en todas aquellas otras cuestiones que la gente ha inventado para no tener que enfrentar resueltamente, la única cuestión que existe: la cuestión humana. Mientras no encaremos este asunto, lo único que estamos haciendo es ruido que nos impida oírlo", escribió el gran español Miguel de Unamuno.

    Estos numerosos errores de acción y pecados de conducta pueden rastrearse hasta un error único del pensamiento: la primera incomprensión y mala interpretación. Las genuinas raíces de las dificultades fratricidas están en la naturaleza humana, y todas las demás raíces sociales, políticas y económicas, son secundarias. El pensamiento es creativo. Los odios y codicias, las apetencias desmedidas y los celos que afligen al débil hombre, se materializan tarde o temprano en aquellas formas horribles que hemos podido apreciar en nuestro siglo. Quienes lamenten esos desastrosos resultados deben comprender que la manera más eficaz de combatirlos es penetrar hasta sus causas más profundas. No se trata de que las reparaciones conseguidas por medidas externas, carezcan de valor; por el contrario, ocupan un lugar muy importante; se trata de purificar, al mismo tiempo, una corriente sanguínea envenenada, de modo que puedan luego atenderse las erupciones de la piel. La mejor manera de ayudar a la humanidad es descubrir y difundir la verdad entre los hombres. Después de todo, las instituciones humanas surgen del corazón y la mente del hombre. Si el pensamiento es incorrecto y los sentimientos están basados en el egoísmo, las instituciones compartirán estos defectos, esta corrupción. Así pues, alcanzarán su plenitud sólo cuando se conviertan en expresiones de actitudes más nobles, y cuando se vuelvan portavoces de anhelos terrenales más elevados, dentro de la misteriosa aspiración hacia el Yo Superior. Si los pueblos demostraran sentir por la verdad, la mitad del entusiasmo que manifiestan por las reformas políticas, podrían tener un mundo mejor más rápida y seguramente, y, además, con menor dolor. Pues en última instancia, todo problema social se convierte en problema personal. Es debido a que cada miembro se ha equivocado, que la sociedad como totalidad marcha mal. Si intentamos lograr un mundo mejor sin mejorar a cada uno de los habitantes de la tierra, descubriremos que sólo hemos alcanzado una nueva versión del antiguo mundo defectuoso y del cual precisa-mente queremos salir. Pero la mayoría de los hombres no tienen deseos de cambiar su carácter. De modo que la vida, con la obertura terrible que ha tocado Marte, ha asumido la tarea por ellos.

    La guerra es un despertador. Una de sus funciones es la de acelerar la corriente sanguínea de las nuevas ideas, en el sentido de las técnicas de armamentos bélicos, sistemas socio-industriales, formas fundamentales de educación, cultura artística y religiosa, o respecto de las modalidades convencionales de la moralidad. Las tela-rañas económicas, políticas, tecnológicas, sociales, culturales y religiosas, son barridas por la escoba de la guerra, sólo porque los hombres son tan tímidos o tan tontos que no las han barrido previamente, ayudados por la razón. Pero aparte de esto, la guerra pone a prueba a la humanidad. Un ejemplo de ello es la forma como obliga a quienes gustan de las generalidades vagas, ya sea militares, metafísicas o industriales, políticas, religiosas o místicas, a enfrentar problemas más graves y específicos, determinados por la crudeza de los hechos, decidiéndolos definitivamente a resolverlos de manera más concreta. En la caldera de la guerra son puestos a prueba, y demuestran sus defectos, todos los vanos heroísmos, las teorizaciones de labios para afuera, las insustanciales y superficiales charlas acerca de perfeccionismos ilusorios. Quita la máscara a las pretensiones, y muestra las cosas tal como realmente son. Pone en tensión nuestros caracteres hasta el extremo máximo. Su violencia y peligro saca a la luz tanto nuestra oculta energía cuanto nuestra disimulada debilidad. Este forzado psicoanálisis revela también si estamos haciendo un progreso real o fingido. Es posible que hagamos descubrimientos firmes o alarmantes, respecto de nosotros mismos; es incluso posible que descubramos que hemos estado viviendo en un mundo de falsas ilusiones y valoraciones equivocadas, pero en todo caso, conoceremos mejor, lo que somos en realidad, y cuál es el intrínseco valor de nuestras instituciones sociales y culturales. Siempre han habido períodos históricos recurrentes, en los que la sociedad y sus sistemas, la cultura y sus ideas, la religión y sus creencias, los gobernantes y sus súbditos, son discutidos, les guste o no, a través de un proceso examinador que lenta o bruscamente los revaloriza, pero jamás ha habido un período en que dicho proceso haya tenido una difusión tan amplia como en el nuestro.

    Después de todo, este mundo es una invención para hacer surgir la perfección latente. La situación por la que atravesamos en estos momentos, y los trastornos sociales que nos rodean, no son sino instrumentos para desarrollar el carácter y la capacidad, mientras que las relaciones que contraemos son las pruebas, tentaciones, oportunidades y privilegios, para transmutar nuestras posibilidades latentes en reales logros. Durante los últimos años la humanidad se ha enfrentado a la encrucijada de su propio carácter y destino consecuente. Tanto los individuos cuanto la sociedad misma han tenido problemas bien definidos que resolver. No pudo ni puede haber escapatoria. No pudo ni puede haber detención. No pudo ni puede haber compromiso alguno, salvo el del auto-engaño, que pueda terminar pronto en el fracaso. Todos tuvieron que elegir una dirección, y comenzar a moverse a la búsqueda de cosas más elevadas e ideales superiores, o marchar hacia acontecimientos más degradantes y nor-mas inferiores. El momento actual es de suma importancia: una verdadera crisis. Todo el período de guerra, junto con los años que la precedieron y los que le seguirán inmediatamente, ha creado, aparte de la lucha, la agonía y la destrucción, situaciones físicas anormales, y experiencias prácticas únicas, que debieron encarar y manejar, millones de personas. Y en otros hombres, ha provocado pregunta hasta aquí sin respuesta, y problemas inesperados respecto de cuestiones religiosas y metafísicas. Ha traído a la superficie todos aquellos presupuestos, actitudes y valores ocultos que secretamente gobernaban su criterio sobre la vida. Pocas personas pudieron eludir los temas que les salían al frente, así como pocos pudieron escapar a la necesidad de nuevas orientaciones. Desagrado, dificultades y dolor, aunque siempre existen, alcanzaron aun más profunda importancia. Pues le ha brindado a la humanidad la oportunidad para hacer un definido progreso de orden mental, físico y ético. La tragedia de nuestro tiempo ha penetrado hondamente en la vida individual, y convirtió la necesidad de hallar un renacimiento interior que permitiera evitar un colapso interior, en algo que no podía postergarse.

    Así como algunos gobernantes, en su ignorancia de la imposibilidad de eludir la guerra que estaba a punto de estallar, intentaron en vano hacerlo por métodos de pacificación o aislamiento, así también, en su auto-desconocimiento, los individuos procuraron escapar buscando al placer, o mostrándose indiferentes al sentir su pobreza interior, hasta que al estallar las bombas y desaparecer los apoyos, al desatar su furia, la tormenta y el terror de nuestra época, produjo una crisis interna que los obligó a enfrentarse consigo mismos. En un pequeño libro que escribí hace siete años, dije la siguiente predicción: "Se acerca la hora en que el mundo tendrá que encontrarse consigo mismo, la hora en que deberá contemplar su propio rostro sin velos. Será el momento de pesar todas las cosas en la balanza". Así pues, la revuelta acción de la guerra nos acercó al conocimiento de nosotros mismos, nos mostró nuestras inesperadas alturas y abismos morales.

    Filosóficamente, el efecto más importante de la guerra, no consiste tanto en su alteración de los valores artificiales, cuanto en la serie de sacudidas que le ha dado a la conciencia de la humanidad. Si bien tuvieron un origen kármico, también estuvieron cósmicamente coordinados en el tiempo. O sea, que la presión evolutiva de dentro ha sido sincronizada con la presión kármica de fuera, armonizándose el llamamiento del Yo Superior, con la lógica de los acontecimientos, de modo que ambos se impusieran a la atención de la humanidad, con fuerza y brusquedad, a través de repeticiones que como martillazos han golpeado profundamente la superficie de la conciencia. Sacudieron los hábitos irreflexivos y las tradiciones egoístas, que durante tanto tiempo afianzaron la concepción materialista. El efecto más importante de estos choques psicológicos ha sido el de despertar la memoria hondamente enterrada.

    Por lo general se pasa por alto la profunda importancia de la memoria. Ello se debe al enfoque materialista predominante, que la considera una facultad física. Pero la memoria no es física sino una propiedad metafísica, o sea, mental. Ya hemos visto que es, nada menos que los recuerdos revividos que la Mente Universal pone en juego cuando suena la hora kármica de renacimiento de un universo. Cuando analizamos la mente individual, descubrimos que, en última instancia, todos los males morales se deben a un defecto de la memoria. Ya que el hombre, al olvidar su origen divino, por su largo sometimiento a las cosas transitorias, no reconoce su oculta ligazón con sus semejantes, y así actúa sólo movido por los intereses personales. Prevalece el olvido, pero no siempre será así. Debajo del pecado y el mal, la ignorancia y el materialismo, también existe el auto-conocimiento y la verdadera bondad. Ambos esperan su oportunidad para manifestarse. Por consiguiente, si hay que curar el mal moral, el remedio completo debe ser doble, como lo es la enfermedad. Primero, deberá mostrársele al hombre su sometimiento a la cosa degradada, concitándolo al arrepentimiento; en segundo lugar, esa cura tendrá que revelarle su naturaleza superior, incitándolo al recuerdo. En su historia espiritual llega un momento en que las amargas pérdidas, aflicciones graves, el fracaso de las ambiciones o las enfermedades físicas, temporariamente debilitan su deleite del mundo, y aflojan su voluntad de vivir. Se aleja por un momento de los placeres sensuales y permite que una triste melancolía descienda sobre su alma. Claro que este estado de ánimo pasa, pero de su oscuridad surge su búsqueda de una realidad interior, su anhelo por una duradera satisfacción, independiente de las cosas externas.

    Algo semejante a lo descripto les ha ocurrido a multitudes de hombres y mujeres, en todos lados, durante esta guerra, Aunque no hayan perdido seres queridos, aunque no hayan soportado la inanición ni la opresión, ni sufrido heridas propias, necesariamente, la vida después de la Segunda Guerra Mundial les resultará más difícil, mucho más difícil que después de la Primera Guerra. Quienes poseían altas posiciones tendrán que cambiarlas por situaciones de vida inferiores. Quienes gozaban de mosetas comodidades tendrán dinero sólo para mantenerse sin comodidades. Y quienes antes tenían poco, ahora carecerán de todo. Las penurias seguirán a la prosperidad. El lujo será reemplazado por la simplicidad. La seria reflexión sustituirá a la búsqueda de placeres. La desagradable verdad acerca de la transitoriedad de las cosas terrenales arderá en el corazón de hombres y mujeres que antes jamás le dedicaban un solo pensamiento. Esta es la primera iniciación total de la humanidad, por brusca y brutal que sea, en la necesidad de ser libres.

    ¿Pero qué significa esta liberación? Monjes y ascetas usan este término caprichosamente, pero el sentido que ellos le adjudican no es el mismo que le da el filósofo. No significa que prefiramos desnutrirnos a estar bien alimentados. No se trata de que deberíamos preferir deliberadamente, sucias madrigueras, sillas incómodas, tra-bajo servil mal pago, con el cual ganar nuestra subsistencia o pobreza, rechazando toda prosperidad. Y por supuesto que no significa que debamos volver la espalda a nuestras esposas, hijos, padres, amigos, y status social. Quienes así lo afirman, confunden distintos niveles de referencia ética, propagando la práctica universal de una actitud moral que sólo les cuadra a ellos, o a los hombres que han renunciado al mundo para convertirse en monjes. Pero todos esos consejos públicos de piedad, dejan indiferente al filósofo. Éste practica la liberación comprendiendo la transitoriedad de todas las cosas, y por lo tanto, negándose a buscar felicidad permanente en esta esfera mundana; conservando siempre, en el fondo de su mente y en el rincón más alejado de su corazón, una secreta reserva, un desapego a las cosas materiales o a las criaturas, reserva que le impide juzgarlas como fuentes de final felicidad. Tomará lo mejor que este mundo pueda ofrecerle, pero al mismo tiempo está absolutamente preparado a recibir lo peor. Porque conoce la verdadera naturaleza del mundo y coloca su fe última en Aquello donde ninguna persona ni cosa puede habitar. Está pues, sólo atado a una cosa: al Yo Superior.

    Los antiguos sabios asiáticos observaron que había cuatro tipos de personas que buscaban la Realidad última: primero, los que sienten profunda sed de conocimiento; segundo, los que anhelan ardientemente la felicidad; tercero, los que por vasta experiencia se han convertido en sabios; cuarto, los que están en grave peligro, lo cual naturalmente produce la emoción del temor. Ahora bien: el temor no es sólo un mecanismo psicológico, dirigido por el instinto, de protección física, sino también un estímulo que incita a la mente a más profundos pensamientos. A través del impacto de la guerra, enorme cantidad de gente de todos los países, se han ubicado involuntariamente en esta cuarta categoría. Durante meses y hasta años no se han acostado sin el temor de que ése podía ser su último descanso sobre la tierra. Hasta los jóvenes debieron pensar con mayor seriedad debido a la presencia de la muerte, que antes les parecía tan remota, extendida y fuertemente oprimió esta negra cobija ho-rrible, a nuestro planeta.

    Resulta obvio que la muerte es la gran tutora del hombre, pues sus propiedades, parientes y cuerpo físico lo abandonan a un solo golpe: entonces tiene que enfrentarse consigo mismo. Como lo afirma, con poética metáfora, un antiguo texto tibetano de ocultismo: "La muerte cercena al hombre como un loto desprendido de su tallo". La vorágine destructiva de la guerra enfrentó a la humanidad, contra su voluntad, a dar la cara al hecho de la existencia eterna de la muerte, y a partir de este hecho, a reflexionar, aunque fuera ligeramente, sobre su sentido. Esta reflexión ubica automáticamente a los hombres frente a la búsqueda del Yo Superior. Así ellos ilustran el aforismo de que la guerra no sólo ha sido pérdida, y que algún beneficio espiritual surgirá de su maquinaria destructiva. Ahora bien: puesto que naturalmente existen diferentes estratos éticos y mentales entre los hombres, el primer paso de esta búsqueda es religioso, el segundo místico o metafísico, y el tercero filosófico. Así, el actual es un período de intenso y creciente interés por tales temas.

    Las masas buscan un alivio más fácil a sus desesperaciones terrenales en la religión, que les ofrece un velado reconocimiento de la Realidad. La religión apela a los sentidos del hombre más que el misticismo, de modo que le resulta más fácil captarla. Claro que le ofrece menos que el misticismo. Sin embargo, aquél que careciendo de la guía de la verdadera metafísica, o del consuelo del auténtico misticismo, se ve privado de la esperanza que la sincera religión ofrece, del apoyo que ésta brinda para soportar las dificultades terrenales, está por cierto desvalido. Si, por ejemplo, un inglés escéptico, durante la fría y negra noche de la crisis de Dunquerque, no abandonó sus pensamientos, sintiendo la profunda necesidad de Dios, en el sentido de un supremo poder detrás del universo que apoya la justicia, entonces, pocas esperanzas quedan de que este hombre lo haga en el resto de su vida. Pero quienes persistieron en la fe obtuvieron su recompensa, y llegaron a ver que Inglaterra, como única sobreviviente libre del viejo mundo en lucha contra el demonio encarnado, tenía realmente algo por lo que vivir. Pues si Inglaterra hubiera caído, toda Europa, irremediablemente, se hubiera hundido en los abismos. La religión ha florecido en la época de la guerra, porque satisface la apremiante necesidad emocional, de consuelo inmediato, e iluminación elemental, sin exigir a cambio ningún esfuerzo intelectual. "Hemos aprendido a rezar gracias a la desesperación", es uno de los proverbios europeos más trillados pero más verídicos.

    Éste es el primer paso en la dirección recta, pero está todavía muy lejos de las posiciones posteriores que aguardan la visita del hombre. La segunda etapa corresponde a las preocupaciones místicas o metafísicas, y la preferencia por una de ellas depende de las inclinaciones emocionales o intelectuales del hombre. Pero son muchas las personas que reúnen ambos intereses, de modo que se ocupan de mística y metafísica al mismo tiempo. El misticismo ofrece una experiencia práctica y personal de orden suprafísico, por medio de 1a disciplina en ejercicios de meditación, mientras que la metafísica brinda una explicación racional suprafísica del universo, en términos de conceptos abstractos. Una vida que no tiene tiempo para el aquietamiento mental y la reflexión justa, es una vida que se está engañando. Afortunados son quienes están sostenidos por la paz que se logra con la mística, y por la comprensión que proporciona la metafísica.

    Puesto que es más fácil hallar razones para nuestros sentimientos, que sentimientos para nuestras razones, y puesto que la búsqueda de satisfacción personal es inmensamente más atractiva que la búsqueda de la verdad intelectual impersonal, el misticismo ha tenido siempre más partidarios que metafísicos. El período de ansioso suspenso previo a la guerra, las dramáticas sorpresas y tensiones desagradables de la guerra misma —no menos que las caóticas incertidumbres que sobrevendrán en el período de post-guerra— han determinado una particular necesidad de satisfacción mística. Esos factores se han combinado para crear un estado más o menos patológico en las grandes masas. La necesidad de restañar sus sangrantes emociones, de tranquilizar sus alterados nervios, y de aliviar su tensión mental, es más urgente que el alimento intelectual. En consecuencia está adquiriendo creciente importancia la iniciación en la valiosa práctica de la meditación regular, que proporciona un beneficio cargado de paz a la personalidad. En todo el mundo, individuos aislados y pequeños grupos han comenzado a reconocer esta importancia y a asumir estas prácticas. No sólo eso sino que además, se ha iniciado un movimiento a favor de "un minuto de silencio" para la meditación piadosa, en los sistemas de transmisión radial de las emisoras controladas por el gobierno, en Inglaterra, Australia y Nueva Zelandia, desde que comenzó la guerra, con la acertada esperanza de que esto pueda ayudar a las guerras visible e invisible contra las fuerzas de la Oscuridad. Por cierto que si la terrible tensión y la tremenda carga de nuestra época ha llevado a la humanidad a tomar nota del adecuado valor de la meditación, como parte esencial de su programa cotidiano de vida; si su fracaso en encontrar la paz exterior, los ha empujado a la completa desesperación, y por este camino, a la paz interior, entonces la guerra misma no puede considerarse como una pérdida total.

    La etapa tercera y más elevada en este largo peregrinaje del hombre es la filosofía. También ella ha encontrado sus reclutas, a través del impacto del cataclismo de la tierra, pero son necesariamente, menos. Ya que éstos no sólo buscan la satisfacción de la necesidad religiosa de culto reverencial, el místico anhelo de beatitud interior, o la búsqueda metafísica de comprensión racional; no sólo procuran alcanzar y sintetizar todos estos elementos de diferente color, para luego balancearlos con el superior elemento de la actividad altruista práctica entre sus semejantes, sino que además pretenden alcanzar el cuarto estado trascendente de conciencia, que es nada menos que la visión interior de la Realidad última. Aquí el hombre se encuentra con Dios cara a cara, por así decirlo, y no de segunda mano mediante la pantalla de sus creencias, emociones o pensamientos acerca de Dios. Ésta es la meta oculta que resulta en última instancia la misma para todos los hombres, ya sea que los empuje a ella la búsqueda de la verdad, el dolor, el anhelo por la paz, o las conquistas racionales. Quienquiera cumpla este pasaje, verá a todos los pueblos y sus guerras, no sólo a la luz de la política contemporánea, sino también a la luz de las leyes eternas. Este hombre reconoce la divinidad en las criaturas pecadoras, donde más puede verla. Puede ver que en el centro mismo de la violenta lucha hay algo todavía sublimemente superior a toda contienda. Puede, piadosamente, considerar que todos los hombres y mujeres son hijos del mismo Padre, a pesar de que cuando algunos de ellos arrojan a otros a la guerra, para ganar un poco más de tierra, son niños malos. Si bien el recorrido que va desde el primer brote hasta una florescencia semejante, es largo, también es cierto que los frutos más delicados maduran lentamente. La búsqueda en la que se han embarcado los mejores hombres de la humanidad es la más valiosa de su historia.

    Marte no ha desatado sus furias sobre el mundo entero por nada. Todo a lo largo de la trágica transición de esta guerra, se ha estado produciendo un silencioso pero incesante movimiento de pensamiento que se aparta del materialismo. No podemos esperar que este movimiento muestre sus importantes consecuencias en la mente consciente de la humanidad, antes de que llegue a su fin la actual tensión de la lucha, y sobrevenga la paz. Los resultados de esta guerra única, cuando los cañones apunten al cielo sus bocas silenciadas, serán, no cabe duda, el difundido auto-descubrimiento de una crisis ética, religiosa y mental, en el individuo, y una crisis cultural, en la comunidad. Ya que el estado exterior de todos refleja el estado interior de cada uno de sus miembros. El individuo no podrá delegar sus responsabilidades sólo a los gobernantes y líderes. Pues en la medida que acepte los actos y principios de esos hombres deberá compartir también la responsabilidad y consecuencias del karma que surja.

    Detrás de la grave importancia de nuestra época, hay otro hecho. Ya hemos visto que desde el momento en que se proyectó, a partir del Yo Superior, un centro de conciencia separado, pudo pronosticarse acertadamente, su lucha contra otros centros separados. Mientras la persona niegue su propia fuente divina, debe vivir en perpetuo conflicto con dicha fuente y con sus semejantes. Esto debe atribuirse a que hay límites establecidos de espacio y tiempo para cada ciclo universal de evolución, aunque dichos límites sean tan vastos que resulten inexistentes para nuestros restringidos poderes de comprensión humana. En consecuencia, el número de personas que surgen a la vida durante ese ciclo, necesariamente también es finito y limitado. La masa de seres conscientes sigue colectivamente su curso histórico de evolución, subiendo y bajando de acuerdo con las mareas evolutivas, más o menos juntos. Quienes en el presente componen la raza humana están generalmente en un punto de la segunda de las tres grandes etapas de su vida planetaria, es decir, la intelectual, que a su vez está a mitad de camino entre la etapa totalmente exteriorizada o física, y la totalmente interiorizada, o espiritual. Es en esta segunda etapa que el proceso de individuación alcanza su límite extremo. La raza humana en general ha alcanzado este límite en el momento actual. El despliegue de sus posibilidades latentes, a través del medio de la separación, no puede ir más allá, a menos que se avance en este mismo sentido hacia la total destrucción. Así, pues, el impulso evolutivo ha comenzado a quitar de su presente la excesiva inclinación por la individuación, y orientar ésta hacia el ideal de unión del hombre con su fuente interior y con sus semejantes.

    Tal es la situación planetaria actual, que no tiene antecedentes. El mismo proceso que proyectó al ego desde el Yo Superior hasta aquella exteriorización de su propia conciencia que el ego creyó que era un mundo material, ahora está trabajando para volver a reintegrarlo. Este cambio de la fuerza directiva necesariamente implica una cierta brusquedad de acción. Hemos alcanzado, sin duda, el momento espiritual más crítico de la larga historia de la humanidad. Y ello es así, no sólo por fuerza de las pasadas acciones externas, sino también por las actuales necesidades internas. Si el conflicto fue el inevitable resultado del originario movimiento hacia la separación, es igualmente cierto que la casación del conflicto y la restauración de la armonía, será la inevitable consecuencia de que el movimiento se orienta ahora hacia la unión. Si el acento del hombre y de las relaciones entre los hombres ha caído hasta ahora en el derramamiento de sangre, su próximo curso se caracterizará por la ausencia de guerras. La cruenta lucha biológica perderá su crudeza, y será reemplazada por el reconocimiento de valores superiores a los meramente animales. Éste es el sentido de la breve pero optimista advertencia hecha en el capítulo final de La Oculta Enseñanza Más Allá del Yoga, de que la humanidad estaba madurando ante nuestros ojos, y de que no debíamos desesperar respecto de su futuro.

    Con todo, esto no nos absuelve de realizar la inmediata tarea de superar este crítico recodo de nuestro camino evolutivo, ni nos ordena que atravesemos dicho pasaje pacífica e indoloramente por medio de la comprensión y aceptación, o dolorosa y tormentosamente a través de la rebelión y la ignorancia. Se vuelve, pues, un asunto de máxima importancia el modo cómo y la rapidez con la cual la humanidad esté viajando para liberarse del egoísmo y del viejo materialismo. Si no ha viajado lo suficientemente ligero, el próximo futuro de la humanidad será por cierto bien oscuro. Hemos estado caminando peligrosamente al borde de un precipicio. Si no hay bastantes hombres y mujeres que hayan reaccionado al impacto de estos terribles sucesos buscando la redención; si la cultura no ad-quiere un alma, en lugar de pretender que la tiene; si la falsedad y la hipocresía que han prevalecido durante tanto tiempo y tan profundamente bajo la capa exterior de la vida pública y de los sistemas sociales, no se han helado suficientemente con las frías brisas que la guerra ha soplado sobre ellas, entonces, todo se hundirá junto con una civilización agonizante. La sociedad ha estado enferma por mucho tiempo, y ha atravesado un peligroso estado crítico. Tendrá que mejorarse o dejar paso a una sociedad mejor.

    La humanidad por sí misma deberá rasgar el apocalíptico velo de este problemático futuro. Si puede producir con bastante celeridad, una minoría de hombres y mujeres que dediquen su vida interior a una de las tres etapas de la búsqueda del Yo Superior, para bien propio y de los demás; si puede producir una respetable minoría de gobernantes que implanten un idealismo social basado en el retorno a principios no materialistas, quedará asegurado el pasaje de la humanidad a una brillante nueva era. No se necesitan muchos para llevar a cabo este gran propósito, pues es más bien la concentrada calidad de acción o pensamiento de unas pocas almas generosas, lo que más cuenta en este esfuerzo histórico de la redención mundial. Así, pues, la crisis social siempre regresa al final a la crisis personal.

    Todo hombre que hace su irrevocable elección entre los fines egoístas y sensuales, o metas más altruistas y puras, no sólo determina su propio futuro, sino también, el destino inmediato de la humanidad. Que tales almas existan y que tales líderes hayan comenzado a aparecer, brinda una base de esperanza en medio de la tremenda oscuridad del mundo actual. Sin embargo, persiste el problema de si sus lámparas darán suficiente luz y si esa luz se difundirá con bastante rapidez.

    En conexión con esto debemos repetir, por tediosas que sean las repeticiones, que podemos ayudarnos y ayudar a los otros a superar esta crisis, con un cambio del pensamiento. Nuestro pensar es creativo. La más inmediata y urgente forma que dicha creatividad debiera asumir, es la de abrir un canal mental entre la humanidad ciega, sufriente y engañada, y su suprema fuente sagrada, no sólo para beneficio propio, sino para atraer, además, a las fuerzas superiores hacia la tierra, de modo que ellas pudieran auxiliarnos en el terrible conflicto contra los poderes de la Oscuridad, que amenazan nuestra actual existencia y nuestras esperanzas futuras. Podría abrirse un canal de ese tipo, destinando una parte mínima de nuestro programa diario al simple propósito de tranquilizar la mente "guardando un minuto de silencio", anhelando intensamente que nos atraviese la Luz divina, para salvación de la humanidad. Esta práctica se cumple mejor en un sitio retirado, o frente a la ventana de una habitación, sentados en una silla con las piernas descruzadas, pues debería realizarse al amanecer o al atardecer, mirando al sol. Hay que persistir en ese silencio reflexivo hasta sentir que surge una respuesta de amor, sentimiento que por lo regular aparece entre los diez o veinte minutos en la mayoría de los casos *. He aquí una oportunidad para quienes han sentido el apremio de una Causa más elevada y santa, a cuyo servicio entregarse.


    1. Para instrucciones más detalladas ver la primera meditación, cap. XIV.


    ¿Podemos continuar sentados como un niño ciego que inútilmente tiene un libro abierto bajo una lámpara encendida? Enviciada y estropeada por pretender vivir según la antigua forma materialista y egoísta, la humanidad tiene que comenzar a buscar, con el frío amanecer, leyes de gobierno más elevadas. La guerra, pese a ser un tremendo error, por lo menos ha puesto de manifiesto, como un espejo, las equivocaciones de esa humanidad. Con la llegada de la hora de la salud, debe ésta aprender a nutrirse de mejores ideales, para enmendarse. Si la gracia se le concede al individuo sólo por una transformación del pensamiento, es decir, cuando se arrepiente sinceramente, es igualmente cierto que sólo en iguales términos puede un pueblo lograr la salvación. Debe descender la turbia marea del materialismo en la que se han hundido los mejores instintos de nuestra raza humana. Todo depende de cuán fuertemente surja — después de los sufrimientos de esta terrible purgación mundial, de este vasto fuego purificador de la guerra— un ánimo mejor y arrepentido, en los individuos que, habiendo ganado una visión interior a partir de las consecuencias de sus propios desatinos, comprendan la fatalidad de la acción retributiva de karma, y que, aceptando que el destino de todos los grupos está unido, simpaticen con los que antes odiaron o contemplaron con indiferencia, y que permitan a sus instintos reverenciar la realidad del Yo Superior al cual anteriormente ignoraban y menospreciaban. Esto necesariamente los llevará a revalorizar cosas y pensamientos, acciones y logros, hombres e instituciones, códigos éticos y cualidades culturales.

    Si hemos visto los horrores de estos últimos años, también vemos que se abre a la humanidad una perspectiva como nunca la ha habido antes en la historia. Los hombres tienen hoy la oportunidad no sólo de corregir los errores, sino también de alcanzar una visión más auténtica de la vida, de comprender que no es absurda sino que posee un exaltado propósito, de que tienen el privilegio de cooperar para que tal propósito se cumpla dentro de sus propias vidas, y de que sus breves horas en la etapa de la existencia universal pueden convertirse en preludio de horas inefables. Tanto tiempo ha permanecido la humanidad alejada de las fuentes interiores de la verdad y la esperanza, que los más sensibles están comenzado a sentir la sed y el hambre de una verdadera sequía. Porque digan lo que quieran los materialistas, es realmente antinatural vivir únicamente en y para el cuerpo, antinatural no ser mentalmente nada más que un leño, y sentimentalmente nada mejor que un zorro. Es fácil ver en los reciente episodios históricos, la espesa oscuridad que envuelve la mente de los hombres, pero quienes ven más allá de sus ojos pueden ver dentro de dichas mentes los delgados hilos de luz que se ensanchan a medida que los hombres avanzan.

    La vida humana no es un estanque de aguas quietas. Hay un Algo detrás nuestro que exige poder llegar a crecer y expresarse, y que se abrirá paso tan inevitablemente como el sol de la mañana destruirá las sombras de la noche. Y la tragedia por la que atraviesa nuestra propia generación ha precipitado dicho advenimiento. Como si éste fuera un sagrado día de ordenación, hombres y mujeres jóvenes sienten el nacimiento de nuevas ideas espiritualmente excitantes, e intuiciones que revitalizan su pérdida fe en el futuro de la humanidad.

    Los hombres buscan a tientas una fresca concepción de su propia existencia personal, al mismo tiempo que luchan sinceramente por adquirir una visión más amplia de una sociedad menos egoísta y mentalmente útil. Ha comenzado a alzarse el reclamo de una divina hermandad. Hay ahora los primeros signos claros de una prematura comprensión de que el verdadero trabajo del hombre en la vida es algo más que hacer zapatos, cultivar trigo, o recibir dividendos, aunque ese destino superior incluya estos intereses. Está asomando a la conciencia el conocimiento de que más magnífico que los momentos que puedan ofrecer al hombre riqueza, fama, sexo, y todos esos placeres transitorios de los sentidos que constituyen para muchos los valores más encomiables, es el superior momento en que el hombre puede comunicarse con su oculta fuente. Está comenzando a producirse el demorado reconocimiento de que las características de la vida terrenal —transitoriedad y cambio— serán siempre las mismas, aunque desaparezcan la mayor parte de las antiguas doctrinas, y aunque muchos de los placeres recientemente inventados disfracen sus sufrimientos correspondientes. Está brotando en los corazones de hombres inteligentes y mujeres piadosas que han sufrido profundamente (por ellos o por los demás) durante esta guerra, un nostálgico anhelo por lo que puede llamarse el reino de los cielos, el reino de la bondad, la paz, la verdad y la divinidad. La única pregunta que cabe es: ¿Hay suficiente número de tales personas como para influir en la crisis como lavadura salvadora, o son todavía muy pocos?

    La doctrina de los ciclos históricos nos ha advertido que no hay impedimento para el progreso hacia la perfección; que el estancamiento y el retroceso inevitablemente concurran también a dicho progreso, siendo la naturaleza humana como es. Pero también nos ha enseñado que si bien hay siempre períodos en los que la humanidad degenera moralmente, hay por lo menos otros tantos períodos en que se produce un avance moral. Y será esto último lo que al final tendrá la última palabra. Pues karma tiende a educar al hombre y su propio Yo Superior tiende a volverlo sobre sí mismo. El pecador de hoy se vuelve al santo de mañana. Después de todo, el desagradable testimonio de los acontecimientos actuales, no consiste en probar que la humanidad es realmente tan mala como parece, sino sólo que ha caído en un círculo vicioso de errores propios que generaron un mal karma, el cual se expresa en forma de sucesos oscuros y terribles. Éstos a su vez, alimentan negros y desagradables pensamientos que inevitablemente, por una visión distorsionada, conducen a nuevos errores y otro mal karma. La crisis mundial desafía al hombre a romper este círculo vicioso.

    Todo lo que lucha contra la verdad moral, lo que vuelve la mano del hombre contra su hermano, tendrá algún día que desaparecer. Ninguno de nosotros debe esperar ver el advenimiento de ese día, pues la rapidez de los ciclos es el engaño en que incurren los pensadores ansiosos, pero nosotros podemos esperar hallar dentro de nosotros mismos incluso ahora, este mismo principio sagrado, asegurándonos su verdad. Podemos ocupar nuestro sitio en la unidad del ser esencial. Podemos esperar serenamente a que la Mente Universal reclame su propia pregenie. Porque constantemente nos movemos hacia el mañana. Si mientras tanto nos esforzamos por cooperar, con humildad e inteligencia, con su Idea, y al mismo tiempo aspiramos a llegar a esa región en donde la atmósfera es eterna, nuestra paciencia no se ahogará en el letargo.

    Es éste el fin grandioso hacia el que todas las criaturas vivientes marchan. Ésta es la residencia última que justificará todos sus sufrimientos y penas. Esto es lo que salva a la vida de la acusación de ser algo inútil. Ésta es la melodía celestial que nunca cesa, y que incluso ahora puede oírse por debajo de todas nuestras quejas transitorias. No hay necesidad de descorazonarse. Ni la derrota de las auténticas ideas, ni la devolución violenta de los ideales venerados, podrían ser definitivos en esta antiquísima guerra entre la luz y las sombras. La esperanza es el mensaje más hermoso de la meta desconocida, la estrella que titila cuando todo lo demás está oscuro, el coraje brindado por el sublime Perfecto al batallador Imperfecto.


    CAPÍTULO XI
    LA MENTE UNIVERSAL


    Es ahora necesario formular nuestras ideas acerca del Supremo Poder, para revelar intelectualmente algo del misterio de la Mente Universal. Pero antes de comprender qué es, necesitamos entender qué no es. Antes de que el constructor de una casa pueda proceder a levantar el edificio, tiene que despejar el lugar de todos los escombros. Quien desee levantar la casa del verdadero Dios deberá primero limpiar su mente de todos los falsos conceptos y creencias. ¿Cómo podrá lograrlo? Debe comenzar por dudar. Deberá dudar de todo principio y de todo hecho que hasta ese momento se ha guardado cuidadosamente en el depósito de la memoria, por la influencia sugestiva del medio ambiente, la herencia y la educación. Es sólo luchando por un tiempo en medio de ese desierto, que necesariamente le hará sentirse solo e incómodo, que el cazador podrá llegar a la tierra prometida. Es pues imprescindible que nos desembaracemos de los criterios equivocados, que si bien pudieron servirnos en algún momento, nos impiden ahora alcanzar la verdad. A pesar de que nos desagradan los términos teológicos, será mejor que empleemos el término popular "Dios" cuando nos refiramos a las ideas populares, y reservemos el de "Mente Universal" para el análisis de la doctrina ocultista.

    Durante su infancia y adolescencia, la humanidad creó un panteón de extraños y grotescos dioses, inventó, para su solaz o culto, formas medio-antropomórficas, medio-animales e incluso bestiales. Pero al madurar, los hombres fueron asumiendo la creencia de que Dios es una edición aumentada del propio hombre: más poderoso, más sabio, es cierto, pero todavía bastante humano en cuanto a su aspecto y con una conducta comprensible a la razón. La total simplicidad de este concepto antropomórfico de Dios es apta para los miembros de una comunidad aborigen, pero también lo es para las grandes masas de una sociedad civilizada. Sugiere que Dios es una especie de gigante en medio de la multitud de hombres pequeños. Pues si aceptamos esta elemental visión tenemos que adjudicarle a Dios, ojos, orejas, manos, etc. Tenemos que investirlo con los gustos y rechazos, caprichos temperamentales y conducta arbitraria que caracterizan al hombre. La humanidad se convierte así en un juguete de Dios. Este criterio hace de Dios una contradictoria mezcla de omnipotencia, omnipresencia y benevolencia, por un lado, y de favoritismo racial y arbitraria crueldad, por el otro.

    La ilógica creencia de que Dios actúa caprichosamente respecto de la humanidad, distribuyendo favores especiales a algunos y especiales desgracias a otros, surge en parte del hecho de que la doctrina de karma fue originariamente, una creencia semi-esotérica, que muchas veces se enseñó de manera velada. Las vicisitudes de la mala suerte, la felicidad y la miseria, se atribuyeron a la arbitraria voluntad de Dios, que podía enojarse, disgustarse, o estar satisfecho respecto de un individuo. Era más fácil y práctico para las mentalidades primitivas, creer que las cosas eran así, que entender el sutil mentalismo involucrado en karma. La resignación ante los resultados kármicos de sus actos, se enseñaba pues, bajo la forma de resignación a la voluntad de Dios. En la primitiva religión pública de la mayoría de los pueblos europeos, tales como los romanos, griegos, galos y anglo-sajones, no se acentuó al principio la doctrina de karma, por las mismas razones. Pero fue una calamidad que desapareciera de Occidente cuando se proscribió del Cristianismo junto con el Gnosticismo.

    La concepción antropomórfica resulta reconfortante y aceptable para muchos, porque les acerca a Dios, al mismo tiempo que concibe un Dios parecido a ellos. Pero lo que no ven es que al mismo tiempo les acerca a Dios de manera equivocada. Simplemente han sustituido con una imagen humana ideal, la imagen de piedra de los aborígenes. Si aceptamos esta concepción de Dios desgraciada-mente, disminuye de estatura y de índole.

    La cuestión es ésta: ¿Deseamos un Dios temperamental de este tipo, que resulte mera proyección de la mente humana, es decir, una idea, o queremos a Dios tal como Él es en realidad? El argumento contra el Dios de las religiones vulgarizadas es que el de éstas no es Dios. No merece el afecto de un hombre inteligente, ni sus más elevadas esperanzas. Sólo es apto para recibir sus peores temores y sus abyectos retorcimientos. Su contemplación no ennoblece sino que degrada al hombre. Tengamos el coraje de enfrentar el hecho de que todos los dioses antropomórficos son fuegos fatuos de la imaginación del hombre: gigantes fantasmas de su propia creación, y ficciones piadosas que si bien resultaban útiles a los pueblos primitivos, de nada sirven a las mentes del siglo XX, con su razón evolucionada y su vasta experiencia. Nuestras nociones de la existencia, basadas en los cinco sentidos sensoriales, son imperfectas e incompletas; y por tanto, capaces de falsificar al Supremo Poder, si queremos acercar éste a los limitados alcances humanos.

    Repitamos que si pensamos a Dios de esta manera, como un hombre glorificado y superior, también tendremos que imaginarlo dentro del mismo orden espacio-temporal que nos rige, ¡corriendo de un lado para el otro como un atareado hombre de negocios! Hacen bien quienes se postran en adoración ante este empequeñecido Dios humanizado, porque no pueden concebir un Dios mejor. La filosofía no los culpará sino que los alabará. Pero quienes conservan el temor religioso pero han perdido su objeto, están incapacitados para encontrar un Dios mejor. En el momento en que procuramos reducir la Mente universal a la forma espacio-temporal que nos condiciona, la estamos traicionando. Primordialmente debe existir para sí y no para algo inferior a ella. No tenemos derecho a reducir sus límites al reducido campo humano de la conciencia personal. ¿A quién vamos a extraer de semejante nivel? El Supremo es infinito y no puede satisfacer demandas finitas.

    En cuanto comenzamos a hablar de esta mente cósmica diciendo "El" o "Su" empezamos a convertirlo en un ídolo. El empleo del pronombre masculino humaniza a Dios y reducimos así el más excelso de todos los posibles conceptos a una estatura vilmente atrofiada. Por eso rechazamos llamar en estas páginas a Dios con esos pronombres. El término "Ello" siendo neutro e impersonal, es más adecuado que "El". Quienes aceptan el criterio convencional pueden pensar, al principio que dicho pronombre neutro es sacrílego o derogatorio, pero cuando se acostumbran al uso del mismo, comprenderán que, por el contrario, es el empleo del personal "El" el que resulta sacrílego y derogatorio. ¡Cuán elevado, puro y austero es este concepto de Dios que lo eleva por encima de las frívolas necesidades, y que la honra como el principio sublime y asexuado que éste es en realidad!

    El segundo error que debe ser corregido es el de colocar la Deidad muy lejos de la tierra y más allá de los cielos, como una especie de ser extra-cósmico, convirtiéndola en Hacedora de un universo al que creó de la nada, hace sólo algunos miles de años, y por una irrupción de súbita actividad, más bien que por un proceso de lenta evolución. Si Dios fuera un ser infinito ubicado fuera de un mundo tan arbitrariamente creado, y si este mundo fuera en verdad algo totalmente aislado, entonces, la finitud de Dios sería imposible, ya que la realidad independiente del mundo limitaría a Dios desde fuera. Volvamos a insistir en lo que hemos señalado al principio: que la actividad universal nunca tuvo un comienzo. Jamás comenzó de la nada. Siempre ha tenido una existencia intermitente. Por tanto, jamás hubo una repentina y especial "creación" del universo, como un acto que sucedió en una época determinada. En ese caso se vuelve superflua la existencia de un creador fuera del universo. Pues la creación no es un acto de formación de nada, sino un proceso que debe recomenzar. Pero si insistimos en el postulado de existencia de un Dios exterior como creador del universo, si queremos descubrir sus orígenes, nos vemos obligados a ir más allá, para encontrar un segundo Dios que haya creado al primero. Pero tampoco podemos detenernos aquí. Nos veremos forzados a postular la aparición de un tercer Dios como creador del segundo. Y así nos veremos envueltos en una serie de creadores que puede extenderse infinitamente hacia atrás.

    Es esta una posición insatisfactoria porque no ofrece solución final al problema del mundo. Mientras pensemos en el universo como tal y no como éste es en esencia, siempre estaremos obligados a pensar que fue dado a luz por algún autosuficiente, llamémosle Dios o de cualquier otra manera. La única forma racional de concebir el problema es ubicando al universo como idea de Dios y a Dios como la vida dentro del universo. Dios contempla sus propias imágenes, las cuales están de dentro y no fuera, dándoles vida, hasta el punto de hacerlas aparecer como autosuficientes.

    La tercer creencia que debe ser enmendada es la que concibe a Dios como personalidad separada, como una criatura individual entre otras criaturas, sólo que mayor y mejor que todas ellas. Esta creencia se vincula al error antropomórfico ya mencionado, sólo que su nivel intelectual es superior y sus alcances mayores porque incluye a todas las criaturas suprahumanas imaginables. En nuestros estudios sobre el "Yo" humano hemos visto algunas de las limitaciones que empañan la noción de personalidad. Pero la básica objeción a esta adscripción de una personalidad a la Existencia Suprema radica en el hecho de que esto la separa irremediablemente de una segunda existencia que no es la propia. Marca una línea divisoria que dice: Aquí está Dios; aquí no está Dios. Cuando consideramos a Dios desde este punto de vista inconscientemente estamos estableciendo un punto en donde su propio ser comienza, y donde, al mismo tiempo, terminan las existencias de todas las demás criaturas. Un Dios personal implica, por tanto, una línea divisoria entre alguien que es y las demás criaturas. Pero al sentar esa división quitamos a Dios el título de omnipresente, universal e infinito.

    El error de la religión convencional consiste en convertir lo infinito en finito, lo impersonal en personal, y lo cósmico en cuestión de capilla. Esto se hace para adecuar la religión a las necesidades de insignificantes habitantes de un diminuto planeta, pero nada tiene que hacer con la verdad. Un ser infinitamente prolongado nada tiene que ver con un ser auténticamente infinito. El primero, no importa cuánto se extienda, no importa el tamaño del trozo de mundo que abarque, es de un carácter diferente y de un nivel inferior al segundo. Si Dios posee una personalidad, necesariamente tendrá todas las limitaciones del ser personal. Pero dejará de ser el supremo. Nuestra fe no debe ir hacia un Dios personal porque la personalidad implica limitaciones, sino hacia un Dios ilimitado y por ende, impersonal.

    Ahora bien: conocemos las cosas como "cosas". El término "árbol", por ejemplo, debe proporcionarnos la imagen de un árbol particular, o las ideas sobre determinados árboles. Ni siquiera podemos figurarnos abstracciones tales como justicia o generosidad a menos que las traslademos a actos o ejemplos concretos. Pero mientras todas las cosas inanimadas y las existencias vivientes sólo pueden concebirse en relación con otras cosas o existencias, de las que dependen, surgen, o en las que se sumergen, sólo Dios no necesita de tales relaciones porque es en si mismo la presuposición de todas las posibles relaciones, cosas y existencias. Cualquier otro ser o cosa es un ser o una cosa, pero Dios no es ni un ser particular ni una idea producida mentalmente. Pero puesto que la personalidad implica un ser particular, Dios no es personal. Es el Ser divino, pero no un ser divino: es el Amor pero no, un Padre amante. No tiene una personalidad si bien, puesto que contiene a todas las personalidades pasadas y futuras, posee existencia eterna. Resulta claro que Dios no es una persona. En consecuencia, ha de ser un Principio. Debe ser, en este universo mentalista, el Principio de la Mente misma. Dios es, en verdad, la Mente universal.

    Si esto es así, es posible preguntar por qué Dios ha sido descripto en las religiones y revelaciones místicas de todos los pueblos y en toda época como un Ser personal. La respuesta es doble. Primero, tan grande es la bondad de la Mente universal que para beneficio de aquéllos —y esto significa los millones que constituyen las masas— que no pueden tener la esperanza de penetrar en su directa concientización trascendental, se revela en forma indirecta e imperfecta a través de figuración que cumplen los requerimientos y se adaptan a la capacidad de esas limitadas mentes. A través de visiones, intuiciones, sentimientos, ideas, experiencias oníricas, etc., la Mente universal habla a los hombres de la manera como éstos lo comprenderán mejor. A ello se debe la gran variedad de versiones de todo el mundo todas con diferente rótulo, a través de las cuales son recibidos sus mensajes. El Innominado responde, por piedad, a todos y cualquier nombre. A quienes no pueden captar su impersonalidad, se les aparece como objeto de adoración personal. Se manifiesta en aquella forma particular requerida por los aspirantes, es decir, bajo la forma que les resulte más impactante y más fácilmente comprensible.

    Esto no quiere decir que la Mente universal se divida en diferentes seres, de la misma manera que el sol no se divide en los miles de rayos que reflejan las olas del océano. La existencia misma de la Mente universal permanece intacta aunque responda como miles de ecos a los diversos y múltiples llamados.

    Segundo, se debe a que el primer difundidor de una religión a menudo tiene que presentar la concepción de Dios bajo una forma comprensible a las masas, que tiene casi siempre, que ofrecerla como una forma personal. Pero si así lo hace, por lo general al mismo tiempo, enseña secretamente a sus discípulos que Dios es un Principio y no una persona. Así la enseñanza exterior se convierte en una especie de artificio para ayudar a las multitudes, un artificio que tiene por objeto provocar en esas masas una determinada actitud devota. Desgraciadamente, en los siglos siguientes, los continuadores de este primer difundidor, ignorantes de la secreta explicación, no saben que la presentación de un Dios personal es un instrumento de enseñanza, y en consecuencia, insisten en convertir esta presentación falsa de Dios en inflexible dogma para todos. Cuando esto sucede, el artificio pierde todo su valor; incluso puede llegar el momento en que sea un obstáculo para el desarrollo espiritual del hombre.

    No podemos visualizar a la Mente universal. No tiene forma propia con la cual pueda aparecérsenos, porque cualquier forma debe estar ubicada en el espacio y la Mente universal trasciende a dicho espacio. Pero hace señales a los aspirantes para hacerles notar su presencia, y dichos gestos pueden asumir forma personal. Sin embargo, esas imágenes son sólo transitorias; representan alegorías temporarias bajo las cuales la Mente universal se presenta. Aquí es de suma importancia la actitud mental del aspirante. Su sincera fe y su devoción honesta tienen mucho que ver con los resultados que busca. Porque cuando chocan con la Mente universal, inmediatamente se manifiesta una acción que retorna al buscador de la precisa manera buscada, a través de un artificio misterioso que procura ayudarlo en la forma familiar bajo la que inconscientemente ese hombre ejerce su adoración. Así puede espontáneamente emitir una imagen mental humana y aparecer como Jesús, Buda, Krishna, o incluso como un guía espiritual contemporáneo, para inspirar, instruir o ayudar al devoto. Esto lo explica bien el Bhagavad Gita, con las siguientes palabras: "Revelo mi gracia en las diferentes formas y aspectos que solicitan los diversos buscadores".

    Así pues, los pecadores y sufrientes, los ignorantes e incultos, no están excluidos de la ayuda de la Mente universal. Responde de la mejor manera que pueda apoyar a los afligidos corazones y a las mentes buscadoras. Pero quienes no sustentan un punto de vista filosófico, se refieren a sus revelaciones internas o sentimientos intuitivos respecto de la Mente universal como si fueran exclusivos de ellos o de sus respectivas sectas. No saben que lo Divino adopta tantas formas de apariencia como las que ellos mismos usan. Si nos complacemos en el estilo artístico, tendremos la experiencia de la belleza de la Mente universal. Si corresponde a nuestro gusto emocional la forma religiosa, tendremos la experiencia de su divinidad. La cualidad de nuestro propio gusto, en los dos ejemplos que hemos dado, claro está que depende de la altura en que nos encontramos en la montaña evolutiva. Representa el estado de pensamiento y sentimiento inducido por el estilo artístico o la forma religiosa. Ya sea impartida por un hombre inspirado, o sentida en momentos de inspiración, la idea de un Dios personal recibe su valor de nuestra correspondiente creencia en ella. Es la última etapa en nuestro ascenso a la comprensión última de la verdadera idea de Dios, pero no constituye la comprensión misma.

    Por supuesto, debería entenderse que cuando aquí hablamos de la Mente universal respondiendo a las necesidades humanas, esa respuesta, con una sola excepción, realmente se produce desde el Yo superior. Pues éste es el agente de la Mente universal en nuestra esfera humana. La excepción se refiere a cuando la Mente universal se manifiesta indirectamente no sólo en las formas diversas de visiones, etc., sino también, a intervalos poco frecuentes, en la carne. En momentos críticos o en crisis cruciales responde a las necesidades de una ensombrecida e ignorante porción de la humanidad. Pero la creencia popular de que Dios puede apartarse del mundo para asumir una forma encarnada, o de que el Ser infinito puede limitarse a la carne limitada, son útiles sólo para quienes no pueden subir a alturas intelectuales mayores. Esa manifestación divina, ese Mesías, Avatar o Hijo de Dios, no es una directa Encarnación en el sentido limitado del término, sino un ser de un planeta superior, cuya pureza o sabiduría lo convierten en adecuado canal para el poder divino.


    UN ENFOQUE FILOSOFICO DEL CULTO RELIGIOSO


    Podremos ver ahora que, si bien esta doctrina se niega a caricaturizar a Dios por medio de la humanización, sin embargo también se niega a rebajar a Dios negando esto. Aunque los párrafos precedentes han rechazado las concepciones inferiores de Dios a favor de las más elevadas, no han negado la noción general misma. Este es el error del ateo. La idea de existencia de Dios es verdadera. Los hombres no han estado equivocados al respecto, aunque a menudo la forma de concepción de la idea es incorrecta o falsa. El término Dios, por empleo hipócrita, repetición tonta o variaciones semánticas, se ha convertido en moneda falsificada. Cuando, en el primer volumen nos adelantamos a señalar que había muchos significados contradictorios de este término, lo hicimos para que el estudiante purificara su concepción de Dios; ciertamente no quisimos afirmar que Dios no existiera. No protestamos contra la creencia en Dios, que se justifica sobradamente, sino contra la creencia de que Dios es un hombre ampliado, lo cual es un absurdo.

    El escéptico que opone lo racional a los fenómenos de revelación y que manifiesta juicios cínicos sobre Dios y el cosmos, tal vez, tenga razón desde su punto de vista. Desgraciadamente, su enfoque es limitado. Ve parte del cuadro —la parte inferior— pero no ve el cuadro completo. Así, aunque crea en la evolución piensa que ésta es una fuerza ciega. El ateísmo sólo se justifica como actitud vigorosamente crítica que se opone a las supersticiones tradicionales, pero si su negación de las caricaturas conceptuales de Dios se extiende al concepto abstracto de Dios no es ni será jamás una actitud metafísica correcta.

    He aquí uno de los grandes servicios que esta doctrina puede ofrecer a la religión sincera. Comienza por señalar que podemos creer pero que no sabemos si Dios existe; lo que sí sabemos es que el mundo y nosotros mismos existen. Construye a partir de estos hechos positivos y no de creencias dogmáticas discutibles. Y cuando demuestra que el ser, el espacio, el tiempo y la materia, son mentales, la presencia de todo el mundo dentro del pensamiento porque el pensamiento humano jamás ha creado voluntariamente ese mundo. Creer que dichas ideas pueden existir separadamente sin un ser pensante que las genere es pensar en el absurdo. Adquirimos el conocimiento de la existencia del mundo a través de los cinco sentidos sólo porque al mismo tiempo adquirimos el conocimiento de nuestra propia existencia. Las ideas no pueden estar suspendidas en el aire vacío. Tienen que tener una base de sustentación. Esa base está siempre presente, ya sea que produzca o no pensamientos. Es este principio mental el que nos permite dudar del valor literal de las apariencias materiales, porque la existencia de las mismas depende de aquél. Pensar en el mundo presupone la simultánea existencia de una mente pensante. El error de todo materialista estriba en ignorar a la mente cósmica, gracias a la cual puede existir un mundo, el cual no puede separarse de esa mente. Y en tanto el mundo ha existido, esa mente debió existir también. Esta deducción cumple con las exigencias del más riguroso pensamiento racional.

    Es imposible que sea un ateo quien comprenda adecuadamente el mentalismo. Pues el mundo como idea, silenciosamente proclama el hecho de Una Mente universal inteligente y consciente, como coopensador último de dicha idea. En otras palabras jamás ha habido un tiempo en que el mundo existiera sin un Dios supremo, en este sentido. El inevitable corolario de esto es: el hombre jamás estuvo privado de Dios. Así la presencia misma del mundo depende de la inmanente presencia de la Mente universal, así como la existencia misma de cada hombre debe contar con ella como su Guía interior. ¿Cómo puede un hombre llamarse culto si atraviesa esta morada terrenal sin hacer intento alguno al menos, por comprender, si es que no puede participar de dicha idea? La humana arrogancia debe inclinarse ante la Mente universal. Ya que ésta no sólo es el primer estado de la materia, sino también la primer fuente del ser individual. Ante su sola presencia el ateo y el agnóstico deberían enmudecer.

    Es imposible construir una correcta metafísica religiosa libre de críticas, o que pudiera resistirlas, a menos que se lo haga sobre la base del mentalismo. Es ésta la única base científica posible de la religión. Todos los demás fundamentos son meramente dogmáticos y descansan más en la fe que en la razón. Si la metafísica de la verdad no hiciera otra cosa que demostrar a la razón humana la estupenda existencia divina, su razón de ser quedaría suficientemente justificada. Pero puede hacer mucho más que esto. Ya que su principal servicio consiste en proporcionar las bases de un yoga superior que enseña al hombre cómo lograr por sí mismo el descubrimiento consciente de la Mente única, y esto no sólo en los momentos de meditación sino durante toda su existencia cotidiana.

    Las confusiones en torno de la idea de Dios, necesariamente se reflejan en los equívocos que hay respecto de las ideas religiosas. Los ateos que se burlan de la religión pronunciando impacientes epítetos demuestran también su ignorancia respecto de dicho término. Una religión determinada significa, por lo general un intento triple de un hombre interiormente iluminado, para ofrecer a las masas una comprensión intelectual —por remota y simbólica, o elemental y sugestiva que sea—, de la existencia del Yo superior y de la Mente universal, o sea, del alma y de Dios; un esfuerzo por conducirlos hacia una indirecta comunicación con la divinidad, y también, para brindarles alguna guía práctica de su conducta ética en la vida. Este hombre iluminado presenta dicha creencia sólo como marca temporaria para indicar el comienzo de un círculo, únicamente hasta que las masas puedan alcanzar una mejor y más elevada comprensión y unión con la divinidad, durante la lenta evolución a través de las reencarnaciones.

    Es aquí donde vemos la diferencia entre aquellos sabios que de modo prudente, sabio, práctico y compasivo, dieron a la humanidad las grandes religiones, y quienes, impulsados por la vanidad y la ambición, explotaron a la humanidad en nombre de la religión. Los sabios que llegaron a la realización de la verdad y que experimentaron la beatitud última, no se han contentado con gozar de ambas, indiferentes a los sufrimientos de los demás. Sabían que el pueblo quedaría perplejo ante las sutilezas abstractas de la filosofía, que se atemorizaría frente a las dificultades disciplinarias del ascetismo, y que se entristecería por la falta de tiempo y oportunidades para practicar la meditación, pues en general la gente de pueblo está abrumada por la lucha por la subsistencia propia y de sus familias. ¿Cómo podrían esos sabios, entonces, acercar al pueblo por lo menos un mínimo fragmento de ese tesoro divino? Resol-vieron el problema por medio de la creación de las religiones. Gracias a la religión fue posible conmover sugestivamente a la imaginación popular. La mente primitiva sentía vagamente que la imagen ornada del templo era una parcial personificación de alguna entidad sobrenatural que de otro modo le resultaba remota e inalcanzable. La imagen y los servicios ceremoniales centrados en torno de ella le hablaban al hombre primitivo de una manera inexpresable, y la comunicación se producía por las vías del profundo ser emocional, despertando devoción, temor, asombro, humildad y esperanza. Así los sabios triunfaron en esta misión de elevar las mentes incultas a este primer reconocimiento de la Presencia Última del universo, reconociendo que sólo alcanzaría plena conciencia cuando hubo atravesado todas las etapas de desarrollo abarcadas por el misticismo y la filosofía. Las teorías que sólo hacen derivar la religión del animismo, son falsas pues ignoran el elemento vita! de la religión: la eléctrica experiencia de la conversión, la del "segundo nacimiento", la de ese cataclismo emocional que resulta de la transmutación de los valores terrenales.

    Sin embargo, no son despreciables las concepciones populares de Dios, ya que en su momento y lugar apropiados sirven a excelentes propósitos. Las plegarias de millones de devotos, a través de los siglos, no han sido en vano; no quedan defraudados cuando entregan su fe a un poder superior. Cada religión tiene su medida de verdad y su razón de ser.

    A medida que la significación interna de este maravilloso universo comienza a desplegarse ante los ojos del estudiante, éste no puede menos que reverenciarlo, no puede menos que volverse auténticamente piadoso, es decir, más religioso que mucha de la gente que cree serlo. Porque ahora sabe, por convicción irrefutable, que la fuerza divina está aquí, en el centro mismo de la humanidad que habita esta tierra, y no en algún remoto cielo o mundo invisible. Sabe que debajo de la oscura miseria humana hay una luz de brillo indescriptible. El hombre es tanto mejor cuando cree en la existencia de este poder superior.

    Sin embargo, debemos establecer una línea divisoria entre la religión pura y las instituciones creadas por el hombre, que reclaman ser sus representantes. La religión, como culto personal y privado a un Poder sobrenatural, es una necesidad esencial de la humanidad, mientras que la religión, como culto público y establecido, de ese mismo Poder, es algo que la humanidad puede o no necesitar. Cuando los hombres comprenden que la verdadera religión es la creencia en la existencia de este supremo poder, demostrada por la práctica de una auténtica vida virtuosa, y no necesariamente la creencia en una institución religiosa demostrada por la práctica de ritos formales; cuando llegan a considerar que el culto verdadero es el esfuerzo voluntario por lograr una privada comunión con este poder, mediante la contemplación, y no obligadamente, y no el pronunciar públicamente plegarias fijas, entonces comienzan los hombres a comprender lo que se proponían hacer entender Jesús, Krishna y otros seres iluminados como ellos. Cuando San Pablo predicaba a los primeros cristianos: "Haced que esta mente sea la vuestra como lo fue también de Jesucristo", les estaba pidiendo claramente que llegaran a tener una experiencia personal e interna.

    No se trata de que las iglesias, ritos y plegarias sean inútiles. Los ritos, por ejemplo, tienen no sólo un valor simbólico. Aquí debemos recordar nuestras anteriores afirmaciones respecto a una similitud entre el gusto artístico y el religioso. Lo que el devoto obtiene de esos ritos depende en mucho de lo que él mismo pone en ellos. Con suficiente fe, interés y honestidad, podrá obtener de la omnipresente Mente universal, a través de su Yo superior, una respuesta que, aunque resulte muy limitada respecto de la que puede obtener el místico por la meditación será sin embargo una respuesta que hable a su comprensión y sentimientos. Si el oficiante de los servicios religiosos de la iglesia es un hombre informado e inspirado, entonces esos servicios pueden ser utilizados como medios para exaltar los pensamientos de los devotos, ayudándolos a iniciar en su interior el proceso de comunión con lo divino. Y también las plegarias tienen otro valor que el meramente formal. Cuando se las pronuncia de corazón, se convierten en la expresión de una devoción que es el reconocimiento humilde de la existencia de un poder superior, y en este sentido, dichas plegarias construyen un puente entre la persona y ese poder. Pero cuando los ritos degeneran en vacías ceremonias y formalidades, y cuando los rezos se convierten en repeticiones de mecánicas fórmulas derivadas de las tradicionales liturgias; cuando la fe religiosa ha perdido su contenido y vigor, quedando de ella sólo polvorientos dogmas muertos; cuando el culto religioso no es más que el pedido o ruego constante e irrespetuoso de favores personales y físicos, y un intento de adular a la Deidad con frivolidades dichas de memoria, entonces la institución religiosa se vuelve inútil o, lo que es peor, hipócrita; finalmente, cuando la estructura eclesiástica de una religión se vuelve más importante que sus valores éticos expresados en modos concretos de conducta, entonces la religión manifiesta su peor decadencia.

    De vez en cuando surge un Hombre que supera la senda común, que descubre al Ser absoluto, y que regresa para compartir su descubrimiento con sus semejantes. Pero pronto descubre que sólo unos pocos pueden asimilar las verdades que él les dice, y entonces esos pocos se convierten en sus discípulos. Lo que él trae a los demás resulta tan enceguecedor como el sol de mediodía, de modo que los hombres se ven obligados a cubrirse los ojos con las manos, llegando a preferir la comodidad de la semioscuridad, al deslumbramiento del sol abrasador. Como consecuencia, durante uno o dos siglos, a veces, durante una o dos generaciones, la compresión de los muchos semiiluminados supera la de los pocos iluminados totalmente. Las ondas de influencia se difunden en círculos cada vez más amplios entre quienes, debido a una poco clara comprensión de la verdadera doctrina, la distorsionan. El significado del mensaje de ese Hombre es empequeñecido, y el acento se coloca en la letra y no en el espíritu de la letra. Las formas de la doctrina, la organización de los hombres, adquieren más importancia que las verdades vivas detrás de la doctrina, es decir, que el carácter personal de esos hombres. Las acciones justas se vuelven menos importantes que la hipócrita aceptación de dogmas errados. Se mantienen respetuosamente los medios pero el fin último se olvida por completo. Por fin la religión se vuelve un aparato exterior casi vacío por dentro, pero por fuera impresionantemente adornado.

    Tres son las principales justificaciones de la existencia de una religión: a) la prédica de un sentido universal de la vida, con su consiguiente influencia práctica de mejoramiento del carácter y actos del pueblo; b) su afirmación de un orden de existencia superior al material; c) su afirmación de que existe una forma de comunicación con el poder divino. Debería inculcar a la humanidad la creencia en el Ser supremo como paso previo a la toma de conciencia plena, debería establecer aunque más no fuera, un oscuro sentimiento de comunicación con el Ser a través de plegarias auténticas, y debería elevar la índole de una parte de la humanidad, por medio de servicios religiosos inspirados, estableciendo normas restrictivas a los atributos inferiores del hombre. Pero cuando una religión oficial no logra estas metas principales, deja de impedir los pecados, o de convencer a los hombres de que su existencia física persigue un propósito más elevado, de modo que esa religión fracasa al mismo tiempo en su principal objetivo. La reciente historia de muchos países europeos y asiáticos demuestra claramente que la religión oficial ha comenzado a fracasar, pues el ateísmo y la conducta depravada, en forma abierta o enmascarada, se han vuelto comunes. Gran parte de la humanidad se ha sentido en esta época perturbada por el cataclismo social y los cambios de largo alcance, y ha sufrido demasiadas desilusiones personales como para aceptar a ciegas tal situación.

    En esta era de gran desarrollo intelectual son muchas las personas que han ido más allá del impacto de ideas tan elementales, de modo que necesitan estímulos más fuertes. Es a ellos a quienes nos dirigimos pues no deseamos perturbar aunque lo pudiéramos hacer, la fe de los otros. El aborigen más inculto que realiza sus cultos a su manera, tiene razón en hacerlo así, y actúa de la manera en que mejor puede hacerlo. Tiene una actitud de veneración hacia la Mente universal, aunque todavía ignore que está adorando a la infinita Mente universal. Sería imprudente e inmoral perturbar dicha actitud religiosa. Nadie debería sino alentarlo. Al mismo niño que en la escuela elemental se le enseña que la materia está formada de diferentes elementos químicos, se le dice, en la universidad, que dicha materia está constituida por electrones. ¿Por qué? Por la misma razón por cual quienes comienzan por una creencia religiosa popular luego son llevados por la vida a una actitud mística o metafísica. Todos los hombres veneran la oculta realidad, pero la mayoría lo hace de modo imperfecto y equivocado; sólo el filósofo lo hace de manera inteligente. Así el hombre comienza por ser devoto de supersticiosas creencias sobre la Deidad para culminar como filósofo con una actitud de comprensión racional y reverente homenaje hacia la eterna Realidad.

    La inconsciente lealtad del aborigen hacia su fetiche de madera labrada es admirable por la cualidad devota que demuestra, pero no por la dirección que toma. Si pretendiera inculcar sus creencias a un hombre civilizado, estaría cometiendo un error. Y si el hombre civilizado intentara imponer sus formas de culto más elaboradas, a ese aborigen, antes de que éste hubiera comenzado a dudar de la eficacia de su fetiche, también estaría cometiendo un error. No existen normas universales válidas para todos porque los hombres no tienen igual enriquecimiento mental y capacidad mental. Por consiguiente, la objeción filosófica no se dirige contra ninguna forma de fe o culto, ni siquiera contra la concepción antropomórfica que convierte a la Mente suprema en un Dios enojado, caprichoso y racial, sino contra el tonto afán de imponer cualquier forma de fe o de culto a quienes mentalmente las han superado, mostrando su desconformidad con dichas formas, o contra el intento de perseguir a quienes no pueden aceptar que una idea tan estrecha tenga un sentido absoluto. Cuando aparece semejante fanatismo, es necesario acusar su estrechez y falsedad. Si insiste en otorgar a Dios una forma, una forma y una personalidad que por su misma índole no puede tener la Mente universal, está bien. Se trata de una primera concepción, pero que resulta aceptable porque es el único concepto de la realidad última que pueden captar las mentes inmaduras. Y debemos dejarles que conserven esa imagen, ya que es la única que pueden comprender, siempre y cuando ellos a su vez no pretendan inculcarla a quienes han superado esta primera etapa, y que, puesto que su inteligencia está más desarrollada, comienzan a percibir que la idea de que Dios está separado del hombre es una idea surgida de la ignorancia. No es un error proporcionar a las masas imágenes para su culto, dogmas irracionales y un Dios personal, siempre que periódicamente se les recuerde que todas esas imágenes, dogmas y creencias son transitorias, ya que existen otras concepciones superiores que deben ser respetadas. Es adecuado enseñar estos criterios elementales a los jóvenes de cuerpo y mente, pero es absolutamente erróneo no enseñarles doctrinas más avanzadas en el caso de que sus mentes maduren. El propósito originario de la creación de instituciones religiosas ortodoxas fue el de servir a la verdad, mientras que el objetivo de algunos prelados egoístas o sacerdotes ignorantes ha sido el de suprimirla. Porque si se permite que esas ideas arraiguen muy profundamente en los hombres, lo que era una prefiguración de verdades superiores se convierte en viciosa superstición. Si el hombre pasa su vida en el mero culto de muertas imágenes de piedra, dogmas irracionales caducos, y dioses personales ineficaces, entonces la verdad se vuelve mentira, y el puente que debió ayudarlo a lograr una concepción más alta de la divinidad, se convierte en un obstáculo definitivo. De esta superstición nace el fanatismo, del fanatismo surgen las peleas y luchas sectaristas, lo cual culmina finalmente en la persecución y el derramamiento de sangre. Si los conductores religiosos realmente ayudan a sus rebaños, por lo menos algunos hombres poco a poco irán captando algo de la grandiosa verdad que nadie les oculta. Es a beneficio de tales personas que nosotros deseamos purificar las concepciones de la Deidad y su culto, nunca destruirlas.

    Otro notable error por parte de la mayoría de los religiosos es considerar que en sus escrituras ortodoxas más valiosas tienen todo cuanto su Maestro enseñó. Ya que ningún maestro podría haber enseñado a la multitud lo que sólo se adaptaba a la comprensión de unos pocos.

    Quien haya examinado la importancia filosófica de lo que ocurre en los templos llenos de imágenes y perfumados por incienso, o lo que se predica en simples corredores desnudos, comprende que estas formas hablan a su manera a las almas más simples, que contienen lecciones elementales que algún día alcanzarán su plenitud en la filosofía de la verdad. No hay necesidad de que exista controversia entre la filosofía y la religión, puesto que lo que la primera expresa en conceptos abstractos, la segunda lo manifiesta a través de símbolos concretos, a través de las normas del culto y de las formas de fe. El significado interno de dichos símbolos es una verdad filosófica. La inteligencia del hombre se eleva, gracias a las sucesivas etapas de las encarnaciones, desde el símbolo hasta su realidad, desde la letra al espíritu, desde el santuario construido exteriormente por las manos hasta la quietud interior sin forma. Resulta difícil para una mente no preparada ascender hasta un concepto místico abstracto o metafísico de Dios. Sin embargo, lo que sí puede hacer es formarse una imagen completa que pueda corresponder a la idea abstracta. Es decir, puede por un acto de imaginación comprender una imagen de Dios. La religión proporciona esa imagen para el culto o la meditación. Entonces, en el curso de su propia gradual evolución, esa mente desarrolla un día la capacidad de ver a través de esa imagen el profundo concepto del cual aquélla es una mera representación.

    Es esta realidad de la Mente universal lo que el culto popular exalta inconscientemente pero que tersgiversa cuando acepta la concepción sentimental de la superstición, el fanatismo y la intolerancia, junto con el oro de la sincera religión. "Aquel a quien vosotros ignorantemente veneráis declaro que está entre vosotros". Estas palabras, pronunciadas por el mensajero de Jesucristo en Atenas, podrían ser adecuadamente pronunciadas por la filosofía de la verdad. Quienes reemplazan al verdadero Dios por una mera idea, una mera imagen mental finita, blasfeman contra Dios materializándolo, no, quien duda o niega la blasfemia misma.

    La amargura de la época por la que hemos estado pasando, indica que necesitamos el apoyo de Dios más que nunca. Y si, en la mayoría de los casos, no podemos obtener este apoyo sobre la base del conocimiento sino sólo sobre la base de la fe, hagamos que por lo menos se trate de una fe racional y no supersticiosa. Procuremos que sea una fe a la que no debamos abandonar tarde o temprano, por la desilusión o la desesperación, sino una fe que resulte confirmada y fortalecida a cada aumento de razón, a cada etapa de experiencia ampliada. Los ateos, al ver que las naciones cristianas luchan entre sí en Occidente, mientras hacen lo mismo en Oriente las naciones budistas, culpan a la religión de esta degradación moral. Pero están en un error. No es la verdadera religión sino la ausencia de la misma, por un lado, la causa de esta degradación, y por el otro lado, los intereses egoístas de quienes predican las verdades religiosas. La desaparición de la auténtica religión sería una gran calamidad, así como sería una bendición que desapareciera la falsa religión.

    Este es pues el mensaje de la filosofía, que podría considerarse como aliada de la religión institucional, si dicha religión fuera más leal a sus principios éticos y menos proclive a los errores. Ya que la humanidad necesita más fe en un Poder supremo durante estas épocas oscuras, más fe en que el bien es recompensado y el mal castigado, más fe en que no somos un puñado de animales, sino que tenemos un propósito humano más elevado que cumplir en la vida. El futuro de la humanidad requiere un mayor desarrollo de las tendencias antimaterialistas.

    Hemos visto pues, que a medida que progresa 1a humanidad, ha ido desarrollando diferentes ideas acerca de Dios. Lo mismo sucede con las ideas que se refieren a su relación con el universo. El primer grupo de ideas civilizadas consideró a Dios como el Constructor del mundo. Esta teoría se basa en la observación de que una casa no se levanta por sí misma sino que es construida por alguien —en este caso un ser humano— que pertenece a un orden superior de existencia que la casa misma. Según esta concepción, el sol, las estrellas y toda la Naturaleza, no pudieron haber surgido por sí mismos, sino que debió crearlos un Hacedor. Y así como un constructor emplea ladrillos para su obra, así se pensó que Dios había utilizado una sustancia llamada "materia" para construir este universo. Dios es una cosa y la materia es otra. En consecuencia, Dios es aparte del uiverso. Y puesto que el hombre es un fragmento de este universo "construido", contempla a su Hacedor con respecto y veneración, y como alguien que debe ser reverenciado por ser muy remoto.

    El valor de esta concepción consiste en el reconocimiento de la existencia de un orden superior del ser. Su error consiste en concebir a Dios bajo la forma de un hombre de proporciones mayores. Esto convierte a Dios en un objeto particular entre otros objetos y lo aparta de nosotros. En su forma más elevada, esta creencia considera a Dios como un Ser infinito pero todavía lo ubica fuera del universo. Esta concepción es mejor que la más primitiva, pero todavía carece de valor metafísico. Ya que si Dios está fuera del mundo, está limitado por ese mundo, y así pierde su infinitud.

    Cuando el intelecto humano madura en una etapa más elevada, surge el segundo grupo de ideas. Entonces se considera que Dios es el Arquitecto del mundo. Esto representa una transición de reconocimiento de que los movimientos armoniosos del sol y las estrellas, las ordenadas estructuras de la Naturaleza, apuntan a un poder superior, que no sólo crea el mundo, sino que también lo planifica según un propósito final, un poder no sólo existente, sino también que todo lo abarca, y que todo lo conoce; Dios es así la vida del mundo, su misma alma. Esta concepción supera el defecto anterior despojando a Dios de la imagen antropomórfica. Acepta que existe un propósito positivo en el universo, un plan beneficioso detrás de él. Ubica al universo dentro de Dios, el cual se convierte así en su principio inmanente. Los seguidores de este concepto no buscan a Dios fuera, sino dentro de ellos mismos, en su propia alma.

    Los defectos de esta concepción son: no anula la materia sino que retiene una dualidad de espíritu y materia; todavía acepta dos principios separados que coexisten eternamente y que están en eterno conflicto. Sólo cuando la inteligencia humana alcanza su plena madurez logra concebir la tercera idea de Dios, la de la Mente universal, idea que toma de las anteriores todo lo que es válido, y al mismo tiempo las supera; una idea que expresa en forma completa lo que las anteriores luchaban por manifestar de manera parcial. La creencia en un Dios que está fuera del universo, resulta tan natural para las mentes no metafísicas, como lo es para las metafísicas la creencia en un Dios que se manifiesta como universo. Desde este último punto de vista el universo no es algo surgido a partir de Dios, sino la autorrevelación de Dios mismo. Hay una sola realidad única. La materia no existe. La mente es el único ser. Pensamientos y cosas, hombres y universos, no son otra cosa que mani-festaciones de la Mente. El francés Malebranche se acercó a esta verdad cuando dijo: "Vemos todas las cosas en Dios". La Mente universal por lo tanto, es el universo.

    Así como no tenemos derecho a esperar que los niños de primer año capten las explicaciones de la matemática superior, tampoco podemos esperar que las masas preocupadas por la subsistencia cotidiana, capten una doctrina filosófica tan profunda como ésta, que necesita muchas horas libres y una mentalidad disciplinada para ser comprendida adecuadamente. Esta ha sido la razón por la cual dicha doctrina no fue revelada a las multitudes, conservándose como propiedad esotérica de unos pocos privilegiados. En la actualidad, la mayoría de estas razones se han vuelto anticuadas, como consecuencia de los tremendos cambios que se han operado en el escenario mundial. Por lo tanto, cuando las actuales tormentas hayan pasado, y antes de que termine el presente siglo, presenciaremos el alivio de los conocimientos tambaleantes, de los cuales las ideas aquí consignadas son meros precursores, La iluminación mística y filosófica de la humanidad se extenderá en el horizonte en una pro-porción desconocida en las épocas anteriores.

    En realidad, la doctrina ha estado siempre abierta a quienes, deseando comprender la esencia de las cosas, han tenido suficiente tiempo, energía y autodisciplina, como para alcanzar ese conocimiento. Los mejores sacerdotes de la antigüedad fueron también místicos e incluso filósofos. Consideraban su deber observar y estimular la evolución espiritual de sus rebaños humanos. En consecuencia, reparaban en aquellos que podían comprender las doctrinas superiores, y los animaban a seguir adelante. De modo que la religión, el misticismo y la filosofía, constituían una unidad funcional que podría perdurar si nuestros guías espirituales tuvieran mayor conciencia de los peligros que acechan a sus instituciones, después que hayan pasado las tensiones de la guerra, a menos que se les insufle un nuevo espíritu y una nueva flexibilidad. Puesto que el universo entero está sujeto a la ley de cambio constante, puesto que toda cosa en este mundo espacio-temporal está marcada por la relatividad y la transitoriedad, ¿cómo pueden esperar las humanas expresiones y aplicaciones de la verdad, que han de escapar a los cambios y a las adaptaciones? El culto religioso y exposición de ese culto religioso atrae la fe, ennoblece el carácter y protege a la sociedad. Pero cuando su influencia se desvanece, cuando sus ideas ya no son claras, y cuando se ignora su práctica, sus defensores deberían preguntarse por qué sucede todo esto, y buscar el remedio de las causas.


    DIOS EN EL UNIVERSO


    Cuando comprendemos el mentalismo, comprendemos también que la Mente universal no existe separadamente del universo sino en él. El mundo no fue creado arbitrariamente por intervención exterior, sino que surge periódicamente de sí mismo a través de la oculta actividad de las fuerzas kármicas sometidas a una ley última. Las impresiones de todos los objetos del universo permanecen en estado latente dentro de las profundidades interiores de la Mente universal, hasta que se ponen en actividad por acción general de karma, cuando se exteriorizan en el nivel espacio-temporal que llamamos mundo físico. La serie del mundo no es sólo auto-funcional sino también auto-determinante. No hay intervención de un ser exterior simplemente porque no existe ese ser. Así, pues, es la herencia de karma lo que realmente proyecta un universo y no, un creador personal. No debemos personalizar a la Mente universal en la relación con su actividad. Esta no crea el mundo como un hombre hace un zapato. No crea las pótencias kármicas reunidas, sino que sólo ofrece la base para la existencia de las mismas. Esas potencialidades forman un sistema auto-activo. La creencia de que todas estas energías kármicas son como partes de una vasta máquina que alternadamente funciona y se detiene, y de que su operador es un dios personal separado que está sentado a su lado, en una concepción equivocada: Pues esas energías kármicas no necesitan que ninguna entidad separada "las ponga en marcha". Las fuerzas kármicas se ponen en movimiento espontáneamente, y no por obra de la arbitraria voluntad de un poder personal. La sustancia mental de la Mente universal constituye su suelo inseparable del cual ellas derivan su poder auto-funcional. De acuerdo con nuestro modo de ver humano, han existido desde el pasado sin comienzo, y su misma naturaleza les ha obligado a auto- actualizarse en forma de cosmos, cuando surgen del estado latente, y a disolver este cosmos, cuando dichas fuerzas se retraen. No existe especial razón para creer que un poder exterior haya creado un mundo de la materia, pero todas las razones sustentan la convicción de que debió crearlo desde sí mismo, pues las impresiones kármicas latentes dentro de ese poder, tenían que manifestarse.

    Así el concepto suprefluo de un creador especial, es sustituido en el mentalismo, por el criterio superior de un principio que no siendo otra cosa que Mente, reproduce el universo a partir de su propia sustancia, lo contiene dentro de sí, siendo de esta manera inmanente y trascendente. El universo es tan inseparable de la Mente universal como lo son las ideas del hombre de su propia mente. Así la mente es plasmada y sin embargo, la Mente es el plasmador. La Mente asume miles de formas y las presenta como si pertenecieran a un ser distinto de ella misma. Cuando captamos plenamente la esencia de la más diminuta hormiga, conocemos también la esencia de todo el universo. Puesto que la sustancia mental que está detrás de la forma de una hormiga es la misma sustancia mental que está detrás de la forma de un universo. La mente es el mundo. Quien ha per-cibido esta verdad ha avanzado mucho.

    Así, en lugar de un ausente Dios tenemos una presencia omnipresente, que es la esencia misma del mundo. El cosmos no es otra cosa que la auto-exteriorización de la Mente universal que es auto-existente y que no necesita una segunda cosa en la cual existir, ni ninguna materia a partir de la cual crear un universo. El pensamiento en su pura esencia única es la sustancia del universo. Quienes no puedan comprender este concepto, tal vez logren captarlo si recuerdan que durante el mismo sueño, y al mismo tiempo, pueden tener conciencia inmediata de un tigre, un árbol y una multitud. ¿Qué es aquello que se manifiesta de esa manera, en todas estas imágenes distintas? ¿No es acaso su propia mente?

    El mentalismo nos permite pues comprender fácilmente tres grandes verdades. Primero: que el universo es Dios manifestado; segundo: que Dios debe ser inmanente al mundo, así como nuestra propia mente es inmanente a cada uno de nuestros pensamientos; tercero: que puesto que hay una mente detrás, el universo no puede ser una cuestión sin sentido, sino que por fuerza debe poseer un significado inteligible. El mundo se liga así tan íntimamente a la Mente universal, que se vuelve absurdo e ininteligible si se lo considera separado de esa Mente universal.

    El universo expresa inteligencia infinita y posee significado, precisamente porque es una manifestación de la mente infinita. La presencia de la Mente universal proporciona a todo el proceso universal un sentido y un juicio sano. Podemos decir esto mismo afirmando que Dios es la fuente secreta y original de la actividad mental y biológica universal, la base y fundamento de toda la experiencia del mundo.

    Hemos visto anteriormente, que todo el universo está vivo y es mental. Pero si comprendemos las implicaciones de lo inconsciente, tenemos que añadir que todo el universo es también conciente. El error fundamental que a menudo cometen quienes tratan este tema —materialistas o religiosos—, consiste en considerar a la conciencia sólo bajo una forma antropomórfica. No pueden eludir el enfoque que limita la actividad de la conciencia al modo como los humanos piensan, conocen, sienten y experimentan las cosas. Debemos superar esta definición antropocéntrica. Debemos hacer una clara distinción entre mente como conciencia humana y mente como pura conciencia.

    Si las flores brillantes y los minerales grises no tienen cerebro, esto no significa que no posean conciencia, sino que la de ellos es una forma distinta e inferior a la conciencia humana. La forma como muchas plantas distribuyen sus semillas, así como también el modo como las protegen de la prematura destrucción, son pruebas de la presencia de inteligencia universal como forma gracias a la cual las fuerzas externas sustentan la vida de este planeta. Es simple y aceptable la teoría materialista de que tan pronto como las formas biológicas desarrollaron un cerebro, surgió el proceso del conocimiento. Pero dicha teoría es incapaz de explicar los descubrimientos de Bose quien demostró por métodos estrictamente científicos, que las plantas reaccionan a los acontecimientos de su medio ambiente de una manera que demuestra una cierta capacidad de comprensión. Tampoco puede la teoría materialista dar razones de la inteligencia revelada por los minerales en sus sales, cuando sus grupos moleculares se unen según siete esquemas cristalinos exactos. Minerales y plantas manifiestan inteligencia, aunque no hayan desarrollado cerebros organizados. La conciencia no existe sólo en los organismos animales, sino también en las células, pese a que si bien la ciencia ha detectado la presencia de dicha conciencia en los animales, no ha podido descubrirla en las células; la conciencia no sólo existe en el cerebro visible sino también en la mente invisible.

    Si podemos captar esto, nos será posible avanzar hasta comprender que la suerte de las criaturas vivientes no es como paja echada a volar al viento. La evolución está garantizada porque una parte de la mente cósmica es la fuerza vital que busca elevarse a través de los cuatro reinos de la naturaleza, en un esfuerzo por alcanzar la auto-madurez que es inherente a toda forma finita, desde el mineral llamado muerto hasta el hombre viviente. La conciencia también se desarrolla a la par que la fuerza vital, logrando sensaciones concientes en los animales inferiores, pensamiento conciente, es decir, intelecto, en los animales superiores y en las etapas humanas inferiores, y auto-conciencia espiritual, o sea visión interior, en la etapa humana superior. Por consiguiente, no debemos temer que el propósito cósmico esté destinado al fracaso final.

    Cualquiera puede ver, si sólo tenemos en cuenta el reino de las criaturas vivas, que la conciencia lentamente se expande a medida que abarca al insecto más inferior hasta los mamíferos superiores, y sin embargo, esto constituye sólo un fragmento —si bien uno de los más importantes fragmentos— de lo que abarca la evolución universal. Si los científicos más avanzados afirman que no podemos excluir a los minerales, los metales y las plantas, cuya conciencia rudimentaria se halla en la base de este movimiento, la filosofía añade: "Ni tampoco a la raza que está en su cúspide". La esencia mental está presente tanto en un trozo de piedra como en un ser humano. Pero mientras la piedra no puede alcanzar la conciencia de su propia esencia, el hombre siempre puede en potencia lograr dicha conciencia.

    La inteligencia que controla estos procesos evolutivos sólo puede proceder de una base fundamentalmente mental que esté por debajo de dichos procesos. Esto explica por qué los biólogos encuentran una extraordinaria sagacidad de conducta en las energías que investigan, y por qué la Naturaleza refleja un funcionamiento racional en todo su vasto dominio. No sólo podemos pulsar un sistema inteligente en la base de la Naturaleza sino también su sentido artístico en las graciosas formas adoptadas por los cristales de minerales, ácidos, nieve y hielo, por ejemplo. La presencia de este ordenamiento en el cosmos demuestra que éste no pudo surgir de una fuente sin inteligencia. Las células protoplasmáticas más microscópicas y elementales del cuerpo humano manifiestan un sentido racional de discriminación de sus elementos alimenticios superior al de nuestros racionalistas contemporáneos cuando se sientan ante una mesa. El racionalista que sólo ve fuerzas ciegas e irracionales en el universo merece lástima por su falta de capacidad racional y su ceguera.

    Así pues, el mundo evidencia un oculto móvil de vida y mente, voluntad e inteligencia. Si bien no debemos restringir los alcances de la Mente universal suponiendo que trabaja como un arquitecto o un legista, pues esto sería un punto de vista estrictamente humano, sin embargo, cualquiera que tenga ojos puede ver que el universo revela un sostén inteligente y un orden inteligible. El capricho arbitrario no creó el mundo en alguna época determinada. El universo no está regido, desde entonces, por el desorden. Hay un verdadero sentido, una estricta ley, una auténtica coherencia, un movimiento ordenado que va de la piedra a la flor, de la bestia al hombre, a través de planos de integración cada vez más elevados, y que constituyen la existencia universal. Karma no es sólo una ley de herencia de previas impresiones o de auto-reproducción, o de justicia moral retributiva, sino también algo mucho más vasto. Es una ley eterna que tiende a ajustar la actuación individual a la actuación universal. Trabaja a favor del universo como totalidad, para mantener a sus innumerables unidades en armonía con su propio equilibrio integral. La retribución simplemente se integra a esta vasta actividad como un círculo concéntrico menor dentro de uno mayor. Los resultados de la existencia de cada individuo, su herencia de pensamiento y acción tienen que ser controlados para que al final puedan obedecer a la regularidad del cosmos mismo. Cada parte está ligada al todo. Pues tiende a la rectitud última. Resulta confortante descubrir que el universo posee un equilibrio tan significativo en su secreto núcleo.

    Ahora surgen las siguientes preguntas: ¿Por qué se creó el mundo? ¿Por qué semejante prodigalidad de la Mente universal da a luz vastos universos, por medio de tremendos períodos geológicos, sólo para luego volverlos a desintegrar en los infinitos abismos espaciales? ¿Cuál es la razón de esta tierra parda, estos hombres, este dorado sol, estos animales mudos y aquellas parpadeantes estrellas? Todo hombre inteligente se ve impulsado a encontrar un motivo inteligible a este universo, de la misma manera que siente la necesidad de hallar una razón de ser a su propia vida individual. Pasar de la cuna a la tumba sin la fe o la esperanza de que hay algún móvil secreto que pone en marcha este mundo; sin poder inferir algún tipo de sentido de este eterno movimiento, es convertir la vida en su yermo intolerable. El Bhapavad Gita dice acertadamente que los hombres que contemplan el mundo como algo carente de sentido y sin una causa superior, están ubicados en los niveles más bajos de la evolución.

    Una de las escuelas de metafísicos y místicos orientales más prominentes solía considerar al universo como un juego de artificio que el Ser infinito jugaba consigo mismo, por y para su deleite egoísta. El mundo sería según esta concepción, una vasta cámara de tortura con Dios como principal torturador de enjambres de desdichadas multitudes humanas. Esta teoría priva a la existencia de todo sentido último y de significación racional. Pero tan lúgubre concepción no tiene cabida en la doctrina ocultista.


    Estos temas no pueden tratarse hasta tanto no comprendamos que el universo no fue dado a luz, no fue creado, sino que surgió porque debía. La mente universal debe obedecer a la imperecedera ley de su propio ser manifestándose o reabsorbiendo periódicamente la imagen del mundo. ¿Qué es esta necesidad interior que así impulsa a la Mente universal? Es karma, la eterna ley última que gobierna el perpetuo movimiento de su propia actividad ,y que en consecuencia rige el ritmo de la existencia y no existencia universales. No es pues una ley establecida desde fuera porque nada hay fuera de la Mente universal. Su necesidad interior no tiene principio ni fin porque la Mente universal es en sí misma una fuerza sin principio ni fin. Así pues la cuestión de por qué fue creado el mundo ha sido pasada por alto hasta tanto comprendiéramos qué es el mundo en realidad. Cuando entendemos que éste surge en cumplimiento de la ley general de karma; que es una perpetua auto-reproducción que aparece intermitentemente en ciclos cósmicos; que jamás tuvo un comienzo ni tendrá nunca un final, comprendemos que no puede haber en el mundo un propósito último sino sólo un móvil inmediato. Estas cuestiones se basan en la insostenible actitud del que pregunta, quien da por seguro que a) hubo una creación súbita del universo en una época determinada; b) que el universo fue creado por un hacedor independiente y ajeno a ese mundo. Un universo formado de esta manera, claro que debía tener un propósito inherente. Pero no existe el tal Creador externo. Las impresiones kármicas colectivas surgen por sí mismas dentro de la Mente universal. Esto es así porque nunca hubo un tiempo en que esas impresiones no existieron, ya que, aunque sus formas pueden cambiar, son eternas como la Mente universal misma. Son parte integrante de la índole de la Mente universal. Por tanto constituyen un sistema de auto-funcionamiento. Puesto que la Mente universal no tuvo comienzo ni tendrá fin, tampoco podemos adjudicar una fecha de iniciación y una de terminación, al universo. Además, la Mente universal no creó el mundo, sino que estableció la base para su existencia, la receptabilidad para sus mutuas fuerzas kármicas en acción, la sustancia para sus manifestaciones kármicas generales, y el principio vital para sus actividades en constante movimiento las cuales se producen por acuerdo propio. Pero no debemos suponer que esta teoría convierte al universo en una máquina. Pues siendo la receptibilidad, las fuerzas y la sustancia, absolutamente mentales, el universo es también una actividad mental y no simplemente un movimiento mecánico de la materia.

    El mundo nunca fue creado sino que existió siempre, por más intermitentemente que se haya reencarnado. En un sentido, es como una rueda que eternamente girara sobre sí misma. Ningún sabio ni ningún vidente pudo penetrar en las sombras de aquel vacío del comienzo del mundo, simplemente porque jamás hubo tal comienzo. Sólo podemos afirmar que está en la naturaleza misma del universo el existir eternamente, así como es propio de toda otra cosa el vivir temporariamente. Y puesto que está completamente fuera de toda transitoriedad, carece de sentido preguntar por qué el universo ha sido creado. No se puede responder a pregunta tal simplemente porque no cabe hacer semejante interrogación. Cuando se conoce la verdad, ya no se formula esa pregunta. El hecho de que el mundo sea un proceso perpetuo de auto-funcionamiento, no impide plantear esa cuestión. Debemos aceptar que el universo es. Y lo que realmente es no puede cesar de serlo, así como aquello que jamás ha sido no puede realmente llegar a ser. Toda vez que nos parece lo contrario, ello se debe a ilusión nuestra. Si nos parece que el mundo desaparece, lo que en realidad ocurre es que pasa a estado de latencia, así como no desaparecen de la mente de un hombre sus pensamientos, sino que se vuelven latentes. A la luz de lo que acabamos de decir, carece de sentido la pregunta acerca de por qué existe el universo.

    El problema así planteado es falso, es un pseudo-problema. El movimiento del mundo no privará a la, Mente universal de su maravilloso ser, porque deje de moverse, ni nada le añadirá si entra en movimiento. La manifestación espacio temporal y la desaparición del universo, en alternancia eterna, son tan inseparables de la naturaleza de la Mente universal, como lo es la respiración de la vida humana. Tenemos que aceptar la necesidad de esa misteriosa auto- manifestación, como parte integrante de la Mente universal y como ley eterna de su ser inherente. En consecuencia, no podemos, metafísica y estrictamente, decir que haya algún propósito teológico deliberado, en un esquema universal en el cual todo sucede por propio acuerdo, según una oculta auto-necesidad kármica. Cuando comprendemos que la Mente universal tiene su existencia eterna fuera del tiempo, mientras que el proceso cósmico ocurre en el tiempo, comprendemos que la Mente universal no puede tener ningún propósito cósmico con fines de propio beneficio. No hay ganancia para ella en la evolución, no hay beneficio que la favorezca, ni fruto que satisfaga su deseo.


    EL QUE TODO LO CONOCE


    Pero si no hay propósito último en el universo, esto no quiere decir que neguemos la existencia de un fin inmediato. Y si la Mente universal no tiene propios motivos, ni especial interés para su propio beneficio, ello no equivale a afirmar que no lo tenga respecto de las criaturas que habitan el universo. La sola presencia de la Mente universal proporciona suficiente sentido a la vida, desde el punto de vista humano. A este respecto no quedaremos en la oscuridad. Tenemos mucho que hacer para comprender qué está realizando la inmediata evolución del universo, y qué es lo que procura llevar a cabo con la multitud de criaturas. A este respecto la doctrina ocultista, sobre la base de la visión interior ultramística puede enseñarnos mucho. Puede revelarnos cuál es la meta que se propone asegurar la evolución cósmica en la humanidad. Puede decirnos qué fin tiene la vida humana y por lo tanto, proporcionarnos fines prácticos que valgan la pena *. Y esto significa un gran paso adelante. Nuestra existencia no carece de sentido. Podemos saber claramente qué es. ¿Acaso esto no es bastante?


    *El Editor Científico del New York Times confiesa abiertamente que ni siquiera la ciencia del siglo XX puede decir algo acerca de la razón de ser de la vida humana.


    La Mente universal permanece incólume e invariable, no siendo afectada por el movimiento. El proceso cósmico continúa pues, no en nombre de la Mente universal, sino en nombre de los individuos. No debemos pues equivocar la índole de la necesidad interna que la impulsa a vivir. Esa necesidad es puramente kármica. Si se nos llama a contribuir con nuestra cooperación en este proceso, no es en defensa de la Mente universal, sino a beneficio de la humanidad. No cometamos el error de creer que nuestra colaboración en la obra divina es una ayuda que defiende los intereses de la Mente universal. La Mente universal no necesita del hombre. Siendo la fuente de Todo, no necesita de nada. "La divinidad no necesita ayuda", decía el romano Séneca. Los intereses son nuestros, no como individuos sino como totalidad. Las fuerzas satánicas existen, como hemos podido comprobarlo los hombres de esta época, pero no son poderes supremos. Son sólo centros de vida e inteligencia finitas, que han equivocado la orientación de su voluntad y pensamiento hasta los máximos extremos. Por tanto se han condenado a la auto-destrucción. En última instancia no hay otro poder supremo que la Mente universal.

    Desde el punto de vista práctico, que es el del individuo y no el de la totalidad, cuando comprendemos que cada criatura viviente, desde la célula protoplasmática busca la realización de su propia existencia, y que este anhelo se vuelve consciente en las formas humanas superiores, tal vez en ese sentido podamos hablar acerca del fin último del universo. Así vistas las cosas, sólo la Mente universal está eternamente produciendo y perfeccionando, a partir de su propia sustancia, y bajo las necesarias condiciones de tiempo y espacio, un universo cuyos miembros aumentarán su conciencia a través de una serie de viajes planetarios hacia una meta sublime. El valor de la actividad cósmica consiste en la dirección general hacia arriba que adoptan sus centros individuales. El movimiento universal está destinado a elevar la vida y la inteligencia a planos cada vez más altos. Este es su propósito inmediato e inmanente. El desarrollo de la conciencia es el principal fin de la Naturaleza respecto de la raza humana. Para el yo personal siempre hay algo a lo cual aspira, de modo que siempre hay un propósito de su existencia. Puesto que la vida personal es finita, puede progresar gradualmente. La existencia espacio-temporal del hombre es demasiado estrecha como para no producirle añoranzas y recuerdos de la infinitud luminosa de la que procede.

    ¿Qué tipo de percepciones, qué tipo de conciencia tiene la Mente universal? Es inútil tratar de contestar a esta pregunta mientras no cambiemos nuestro modo de ver el tiempo. Toda vez que lo consideremos como algo que funciona aparte de la conciencia, no podremos ni siquiera concebir las concepciones simplemente simbólicas que representan el límite de una respuesta intelectual a dicha pregunta. Nuestros recuerdos del pasado, nuestras anticipaciones del futuro, incluso nuestro vivir al día de nuestro presente, son todas construcciones mentales. Esto nos parecería imposible si no fuera que nuestra fe en el tiempo ya ha sido minada por la investigación mentalista y la onírica, quedando reducido a su verdadera índole que, por supuesto, es mental. Lo que ocurre ahora nos parece real mientras que algo pasado nos parece irreal, simplemente porque en el primer caso aplicamos toda la concentración de nuestra atención. El inmenso poder de la atención y la desatención para construir, eliminar, acelerar o retardar diferentes planos de la experiencia, son fenómenos poco conocidos, pero que no asombran al yogi que haya entrenado adecuadamente sus poderes mentales, como para saber las extraordinarias transformaciones que la mente puede producir en personas y acontecimientos. Por ejemplo, cualquiera puede, con la suficiente concentración e interés, convertir su pasado en presente. Un hombre que haya perdido a su bien amada, puede lograr esto cuando se sume en el recuerdo de esa mujer. Un experto yogi puede lograr esto mismo a voluntad, ubicando en el centro de su foco mental una persona, pensamiento, tema o escena. ¿Dónde reside pues la fijeza del tiempo? ¿Qué diferencia hay entre pasado y presente? Ambos están en nuestra mente y no en otra parte. Ambos son ideas.

    Si durante los sueños es posible pasar en contados minutos por una serie de episodios que en la realidad de la vigilia requerirían varias semanas, y si bajo el efecto de una droga es posible experimentar un suceso de medio minuto como si durara horas, entonces resulta claro que el orden en que experimentamos los hechos tem-porales puede acelerarse fantásticamente o retardarse también de modo extraordinario. Si esto es posible en el caso de la mente humana; si nuestro intento por imponer a un durmiente o a un drogado, nuestro propio canon temporal, resulta inútil y absurdo, ¿no es acaso igualmente inútil y absurdo tratar de imponer nuestra medida del tiempo a la Mente universal? Cuando comprendemos que no es posible poner límites al número de diferentes órdenes temporales que pueden existir, comprendemos que un segundo de nuestro tiempo de vigilia puede ser equivalente a mil años, para otro tipo de conciencia, mientras que mil años de nuestro tiempo de vigilia puede equivaler sólo a un segundo de la existencia de una conciencia superior.

    Podemos ir más allá y declarar que no sólo la índole mentalista del tiempo lo hace variable; que no sólo debe haber en la Mente universal varias series temporales distintas, sino, además, que aunque la percepción temporal de una criatura perteneciente a una de esas series, resulta desconocida para una criatura de otra serie, la Mente universal necesariamente debe tener conciencia de todas estas posibles variaciones. ¿Le resultará fácil a la Mente universal acelerar su propio sentido temporal hasta el punto de poder abarcar los acontecimientos de todo un ciclo cósmico de millones de años, en un momento? ¿O retardar su conciencia hasta el nivel de aquellas criaturas que desde nuestra apreciación temporal, duran sólo unas horas? ¿O experimentar en un millonésimo de segundo lo que nosotros experimentaríamos en un millón de años?

    Y aunque parezca inimaginable, éste es el caso. Así, pues, los sucesivos acontecimientos de nuestro propio orden temporal sólo ocurren así para nuestro beneficio y no por interés de la Mente universal, Nuestro modo finito de observar sucesos en el tiempo, de experimentar cambios en forma sucesiva, no es el modo cósmico. Nuestro orden temporal es simplemente un ropaje particular entre muchos que usa la idea cósmica universal.

    La infinita Mente universal contempla el universo en sí misma, y a sí misma en el universo. No desconoce lo que ocurre aquí abajo. Su conciencia es perfecta, lo cual significa que abarca toda posible serie temporal. Todo suceso está por cierto presente en esa Mente universal, aunque no de la manera como juzgamos el presente nosotros, los seres humanos. Ya que la Mente universal capta su imagen del mundo en lo que para nosotros es una fijeza sin tiempo. El mundo consumado, así como también los infinitos ciclos evolutivos, están simultánea e infinitamente presentes en esta inconcebible conciencia. Por lo tanto es un error creer que lo que es un pasado muerto para nosotros lo sea también para la Mente universal. Esta contempla al mundo no sólo sucesiva sino también simultáneamente. Dicho estado, dicha dimensión superior en 1a cual pasado, presente y futuro son equivalentes, no puede, por supuesto, denominarse tiempo, según el sentido humano del término.

    ¿Cuáles son las percepciones espaciales de 1a Mente universal? Así como, en nuestro caso, nos es posible, al ir a un concierto, tener conciencia de los corredores llenos de gente, de los sonidos de la orquesta, y sin embargo, no dejar por ello de caminar en busca de nuestro asiento, así también la Mente universal en su modo infinito, puede captar todo el universo en un único acto de atención, convirtiendo toda cosa y todo ser en contenidos de su conciencia. Del ejemplo de lo que la mente del débil hombre puede hacer inferimos lo que puede lograr la Mente universal infinita, en el sentido de abarcar todo el universo como vivencia presente a su percepción. La Mente universal todo lo abarca y en todo momento está en contacto con todas las cosas. Quien ascienda al observatorio del último piso del Empire State Building, y pueda ver toda la ciudad de Nueva York y al -mismo tempo sus objetos y seres particulares, no negará que la Mente universal puede abarcar todo el universo al mismo tiempo.

    La Mente universal abarca el Todo, pues de otro modo dejaría de ser lo que es. Percibe el mundo sin tener que hacerlo por pedazos o trozos, como lo hacemos los humanos, es decir que lo percibe en su integridad, uniendo todas las cosas en una vasta visión única. Esto significa que las partes son vistas en su verdadera relación no sólo entre sí, sino principalmente con la totalidad. Todo cae bajo la percepción consciente de la Mente universal pero no debemos cometer el error de juzgar esta percepción a la manera de nuestra captación de la realidad, que necesita vivenciar los hechos como cuentas de un rosario temporal, y ver las cosas en el espacio como frutos colgados de un árbol.

    Lo que es cierto respecto de las percepciones temporales de la Mente universal es por tanto, igualmente cierto en lo que se refiere a sus percepciones espaciales. Puesto que la conciencia común a todos los seres, porque está presente en toda cosa o ser, su experiencia necesariamente lo abarca todo. Comprende absolutamente todos los órdenes espaciales porque es consciente del universo como ser dentro de sí misma, mientras que nosotros percibimos ese universo fuera de nosotros, y así sólo podemos captar un estado por vez. Ninguna cosa exterior puede circunscribir la actividad de la Mente universal simplemente porque nada exterior a ella existe. Sin embargo, a pesar de que nos parece infinito el número de formas del universo, esto sólo se debe a las limitaciones de la mente humana. En realidad se trata de un universo mensurable porque un mundo ordenado es inseparable de un mundo con número exacto de formas. Ya que, si bien la Mente universal no está sujeta a las leyes de la causalidad individual, del tiempo y del espacio, sus manifestaciones en el mundo de la apariencia sí lo están.

    La única idea totalizadora de la Mente universal sobre el universo, puede ser total, perfecta y adecuada desde su punto de vista, pero según la perspectiva de los centros individuales de vida consciente dentro de esta idea mayor —no pudiendo extender sus experiencias— cada suceso tiene que desarrollarse sucesivamente dentro de un orden temporal determinado, y todo objeto tiene que ubicarse en un sistema espacial. Así pues la Mente universal tiene que producir divisiones mentales de espacio y tiempo, dentro del individuo, para poder crear la infinita variedad de sus actualizaciones kármicas. Nosotros, como productos de la Mente universal, entramos en dichas divisiones, y sentimos su realidad como individuos hipnotizados. Pero la verdad última es que se trata de ideas, ni más ni menos. Los sueños parecen transcurrir en el tiempo y el espacio simplemente porque contienen a los hechos y a las cosas, pero si los analizamos desde el punto de vista filosófico, descubrimos que ningún cambio fundamental se ha producido en la mente del soñador. Ni se ha movido en el espacio a la distante ciudad que aparece en sus sueños, ni en el tiempo, a través de los numerosos sucesos que acontecen en esa ciudad soñada en lo que parece un largo período de tiempo y que no es más que un segundo si lo computamos en tiempo del estado de vigilia; en realidad, el soñador ha permanecido inmóvil todo el tiempo. Esto puede ayudarnos a comprender cómo puede la Mente universal manifestar un universo material-espacio-temporal determinado y ser sin embargo, una auto-conciencia eterna que todo lo abarca, que comprende todos los tiempos y todos los espacios.

    Las nociones de Von Hartmann, de que la mente consciente del universo podía ser inconsciente, y de Schopenhauer, que pensó que se trataba de una voluntad ciega, resultan insostenibles. Schopenhauer y Von Hartmann captaron correctamente que dicha mente más profunda no empleaba el mismo proceso racional consciente que utilizamos los humanos. Pero cometieron el error de deducir, primero, que en su estado esencial no posee el atributo de ninguna conciencia, y segundo, que la conciencia humana era esencialmente diferente de aquella otra conciencia superior y en consecuencia estaba separada de la Mente universal por infranqueables barreras. Deberían haber señalado la imposibilidad de nuestra conciencia actual, para conocer lo que está más allá de sus alcances, e indicar que pueden existir otros tipos de conciencia. Debemos captar con toda claridad este punto de que la conciencia espacio-temporal es un producto de la mente, que por lo menos debe permitir lo que su producto posee: la capacidad de conocerse a sí mismo. Y si lo mayor contiene a lo menor, si lo que existe no puede surgir de lo que no existe, entonces la mente ha de poseer una conciencia que, como mínimo, debe ser equivalente a aquello que entendemos comúnmente por conciencia, y como máximo, debe trascender inimaginablemente este concepto común. Así, pues, si la Mente universal no se reconoce a sí misma en cada forma del universo, por inferior, bestial y limitada que ella sea, no puede ser el alma del Universo. Para la Mente universal todas las cosas, todo el conocimiento y todos los órdenes de conciencia están igualmente presentes a una sola mirada, porque todos ellos son una sola cosa para la Mente universal. Su propia existencia es, por consiguiente, un eterno Ahora, un infinito Aquí. Esto se expresa esotéricamente por medio del nombre de Alá, el Dios Mahometano: AL, significa lo que no tiene comienzo; LA, expresa lo que no tiene fin.

    Si la Mente universal lo conoce todo, entonces también sabe cómo aparece el mundo espacio-temporal ante las criaturas espacio-temporales. No existe forma particular de experiencia que la Mente universal no abarque. Todo lugar es su "aquí" y todo tiempo es su "ahora". No deja fuera lo que es finito, ya que comprende e incluye todos los posibles finitos siendo sin embargo, en sí misma, infinita.

    Toda experiencia comprende cosas vistas en el espacio y cambios transcurridos en el tiempo. Para conocer algo en este mundo debemos saber el "dónde" y el "cuándo" de ese algo. Sin embargo es sólo desde el punto de vista humano que hacemos esta afirmación. Hay otra perspectiva desde la cual el universo se ve como un todo que abarca todo tiempo y lugar. Esto por supuesto anula el sentido mismo del tiempo y del espacio, tal como nosotros los entendemos. Porque, de la misma manera que una hormiga que trepa por el cuerpo de un hombre dormido, no puede entender con su limitada capacidad cognoscitiva lo que fácilmente comprende ese hombre, este hombre a su vez no puede extender sus percepciones espacio-temporales a la medida de las percepciones de la Mente universal. El tiempo ha adquirido un valor exagerado entre nosotros.

    La teoría de la evolución gradual ha dado nacimiento a la teoría de que la Deidad está evolucionando, de que, con el tiempo, tendremos un Dios más grandioso. Los sabios antiguos no eran tan superficiales. Pues sabían que el tiempo es un producto mental y sabían que la Mente lo trascendía.

    Es condición del conocimiento humano el establecer una relación entre el "yo" y el "no-vo". Así, todo nuestro conocimiento es relativo a nuestra conciencia. ¿Cómo podemos esperar conocer la naturaleza última de una conciencia que supera esta relatividad? No podemos juzgar la conciencia de la Mente universal de acuerdo con nuestros cánones humanos. Resulta antifilosófico el pretender adecuar la Mente universal al pequeño círculo de nuestra experiencia espacio-temporal. Lo que es un inconmensurable cosmos para la mente individual no es más que un punto para la Mente universal. Si no podemos comprender esta verdad, por lo menos no la neguemos. Lo que resulta una eternidad para el tiempo humano es sólo fracción de segundo para la Mente que todo lo abarca. Ya hemos dicho que los antiguos representaban las ideas de infinito y eternidad por medio de una rueda y a veces por medio de una swástica giratoria. Podemos ahora meditar en las palabras que Cristo pronunciara por medio de Jesús: "Soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin; porque lo que ha sido primero luego es último, y lo último pasa a ser primero". Si la Mente universal puede manifestarse y actuar en innumerables órdenes espacio-temporales, sin que nosotros podamos saberlo, debemos estar preparados para aceptar el hecho de que las inevitables limitaciones de nuestras percepciones cubren esos otros órdenes con un velo de inexistencia total. Todo este monismo majestuoso es verdadera y literalmente incomprensible para el razonamiento humano. Es inconcebible precisamente porque somos finitos y humanos, pero precisamente por ello mismo no deberíamos negar esas posibilidades.

    Primero imaginamos un Dios personal humanizado, atrapado como nosotros en la misma red espacio-temporal, y cualquier idea que fragüemos respecto de dicho Dios resulta falsa. Y puesto que, el universo proviene del ser mismo de Dios, por supuesto también resultan falsas nuestras concepciones acerca del mundo. No nos damos cuenta de que en el instante en que cometemos el error inicial de ubicar a Dios en nuestro mismo orden espacio-temporal, tenemos que considerar a su universo manifestado como algo surgido de repente en el espacio. Tenemos que liberar nuestros conceptos de ambos de toda implicancia espacio-temporal, concibiendo a Dios como Mente amorfa y no representable, y al universo como algo sin comienzo ni fin. Si antes nunca hemos podido captar claramente esta noción, debemos recordar que la Naturaleza no nos prepara banquetes de verdades obvias. Debemos extraer con esfuerzos denodados aquello que nos servirá de alimento. Todo cuanto merece la pena es recóndito, invisible y resulta difícil de alcanzar.


    CAPÍTULO XII
    LA REVELACIÓN DE LA REALIDAD


    La Mente universal está ligada al universo no sólo porque éste surge de la actividad de la Mente, sino también porque, como lo demuestra el mentalismo, la Mente universal es el universo mismo, en última instancia. En cualquier punto del universo inconmensurable, allí está la Mente universal. El hombre de la tierra, el habitante del lejano Marte o el del todavía más lejano Mercurio, todos ellos extraen su conciencia interior y su experiencia exterior de dicha Mente. No hay punto del universo en el que dicha Mente esté ausente. Esto es lo que se quiere significar cuando se dice que Dios es omnipresente e infinito. Esta afirmación es cierta pero no avanza lo suficiente. Pues es necesario hacer una advertencia. Ya hemos explicado que si Dios es considerado como universal sólo en el sentido de que posee una colosal amplitud, como si se multi-plicara en proporciones inimaginables, es un error. Porque ello equivale a colocarlo en el espacio, mientras que espacio es, para Dios, sólo una idea. Y que si pensamos que posee conciencia universal, únicamente en el mismo sentido sensual en que somos conscientes los humanos, simplemente hemos concebido un refinado concepto antropomórfico.

    El universo está en el tiempo y en el espacio, mientras que "la Mente de la Mente universal", si pudiéramos usar esta frase, no puede someterse totalmente a su propia emanación ya que reclama su propia libertad, lo cual significa que no está supeditada al tiempo ni al espacio. Estos dos estados de su propia existencia están tan separados como el blanco y el negro. El incesante movimiento de ideas que constituye su manifestación de un cosmos no representa el curso de su propia vida. Cuando la meditación y el yoga levantan el velo, por fin podemos ver la vida terrenal tal como es: un espectáculo o una apariencia. Todo cuanto existe en el universo es un espectáculo perecedero montado por la Mente imperecedera, pero es un espectáculo que oculta mucho más de lo que revela. Así como la mente del soñador permanece intacta y completa aun después de haber emanado un universo onírico, así también la Mente universal permanece perfectamente intacta y completa después de haber emanado un ilimitado universo físico. Nada se pierde ni en la mente del soñador ni en la Mente universal, luego de esta actividad de emanación de universos. Así como las ideas de un autor no se destruyen aunque sea destruido el papel donde las escribió, así tampoco resulta afectada la Mente universal por la aparición o desaparición de las imágenes cuya total proyección constituye un cosmos. Y del mismo modo que la mente del artista queda completa después de su trabajo de creación, no importa cuántas ideas artísticas haya producido, así también la Mente universal no queda disminuida ni debilitada en toda su incomprensible integridad, después de crear, desde sí misma, las innumerables unidades que componen la idea de mundo total, durante un período de manifestación cósmica.

    Lo Uno se convierte en lo Múltiple. La Mente universal continuamente proyecta en forma espontánea su ser, creando así universos vivos y criaturas vivientes. Pero esta actividad no puede agotarla, porque nada pierde en ella. Lo Uno produce lo Múltiple desde sí mismo, no, desde alguna materia exterior, y no puede medírselo por su expresión en el universo, pues éste es siempre incompleto. No podemos alcanzar la Realidad uniendo millones de trozos pequeños. La Realidad no es la totalidad en sentido cuantitativo. No se trata sólo de la totalidad de las cosas, sino mucho más, de su esencia.

    Podemos comprender fácilmente que sin perder su esencia, la mente humana produzca muchos pensamientos sucesivos. También podemos entender cómo la misma mente existe en todos esos pensamientos diferentes. Entonces también podremos comprender cómo puede la Mente universal manifestarse en millones de formas y sin embargo, conservar su infinito ser trascendente. No está contenida por el universo, por más independiente que éste parezca ser, así como todo el espacio no está contenido en una jarra vacía. La jarra sólo nos puede dar, a través de su contenido, un pálido indicio de lo que es el espacio, y el universo sólo puede darnos un imperfecto indicio de lo que la Mente universal es. La Mente universal está en el universo, pero, metafísicamente, lo trasciende. La finitud del mundo apunta a la infinitud que trasciende el mundo. El hecho de ser sólo Apariencia cambiante sugiere la existencia de una Realidad inmutable por detrás de dicha apariencia. Si bien el cosmos es una auténtica autorrevelación de la Mente universal, sin embargo no es una revelación completa y exhaustiva, sino sólo un fragmento de dicha Mente. Así el mundo se nos aparece como autorrevelación de la presencia inmediata de la Mente, pero no de su naturaleza.

    No podemos detenernos únicamente en la concepción dinámica de la Mente universal. Porque en tanto tiene conciencia de sus relaciones con los centros individuales, en tanto está en actividad exhalando e inhalando universos, en tanto tiene que trabajar con el tiempo —aunque su sentido temporal tenga alcances insospechados desde el punto de vista humano—, está en el reino de la apariencia y no de la realidad, está en el plano de las formas mentales y no del indiferenciado Pensamiento mismo. No podemos pues detenernos en esta concepción si pretendemos entender, por lo menos intelectualmente, qué es absolutamente último, qué cosa es definitivamente final en la existencia. Debemos avanzar en nuestro camino. Y por cierto es la Mente universal, Dios mismo, quien da la bienvenida a todo aquel que comprende que la Mente universal existe, y que el fin último de toda vida es buscar Aquello que es lo único que posee realidad. Debemos entender que si bien el mentalismo reduce al mundo a una idea, esto no significa que la realidad también lo sea. Así llegamos al problema de la verdadera índole de la Mente universal. Después de la cuestión de la materia, éste es el problema más difícil con el que nos enfrentamos. Y puesto que es la fuente última de toda cosa también es la clave última de todo. Hemos reducido todos los seres humanos a células de esta mente cósmica, y todas las cosas materiales a los pensamientos conjuntos de ambos. Toda cosa existe dentro de un océano mental como las olas en el mar de agua. La Mente cósmica es única y no se parece a nada de lo que existe. Es lo último. No puede reducirse a ninguna cosa más simple que ella misma. Es tan grande la importancia de lograr incluso una captación intelectual de su naturaleza y significado, que esto simultáneamente determina una captación del significado y naturaleza de Dios y de la realidad, es decir, del problema más fundamental planteado a la reflexión humana.

    Muchos pueden objetar nuestro empleo de la palabra "mente", refiriéndonos a Dios y la Realidad. No tenemos inconveniente en que se la reemplace por cualquier otra denominación siempre que se tenga en cuenta que sólo se trata de rótulos simplemente convencionales, sólo útiles para ayudarnos a pensar y a leer acerca de algo que está más allá de todo pensamiento. Anteriormente ya hemos señalado la inutilidad de emitir bellos sonidos o de hacer marcas negras en el papel blanco, sin una correspondiente comprensión de lo que se dice o escribe. Por ejemplo, ninguna palabra hará comprender el significado de "Espíritu" a quien no haya tenido experiencias místicas. Por tanto hemos dejado de usarla habitualmente como sinónimo de experiencia superior. Sin embargo, pocas palabras bastan para hacer comprender a ese hombre el término "mente". Ello se debe a que las manifestaciones mentales le son familiares. No puede escapar a las manifestaciones de la mente, tales como imaginación, conciencia, pensamiento y memoria, así como no puede huir de su propia piel. Fundamentalmente su propia mente es lo más parecido a la gran Mente que lo sustenta. Es cierto que en el caso del hombre la mente está muy empequeñecida y tiene un reducido alcance. Sin embargo, guarda parecido con la Mente y por consiguiente puede ayudar al hombre en su esfuerzo por comprender lo que de otra manera resultaría incomprensible. Este término "mente" es tan sugestivo, tan fácil de interpretar correctamente, que lo usaremos para referirnos a la última realidad de todas las cosas, el principio absoluto de la vida. Pero para diferenciarlo del uso común que lo identifica con una sola de sus actividades, la conciencia, y para impedir que se la confunda con la mera suma de los pensamientos conscientes, de aquí en adelante siempre escribiremos dicho término con mayúscula. A veces emplearemos en su lugar la palabra "Pensamiento", no en el sentido de la actividad del pensar, que seguiremos expresando con el término "pensamiento" pero con letra minúscula, sino como su trasfondo.

    Así como todo ser humano posee una vida exterior que desarrolla en estado de vigilia, y una vida interior que corresponde a la del dormir y el soñar, así también la Mente universal posee doble vida. La exterior y activa se refiere, por supuesto, a la manifestación del cosmos. ¿Cuál es su vida interior pasiva? La unidad del yo inconsciente y el consciente del hombre nos proporciona la clave de la unidad de este doble aspecto de la Mente universal. El hombre puede volver su atención mental hacia afuera, viendo así un fragmento del universo extendido ante sus ojos o puede introyectarse como en el caso del dormir profundo, cuando sumergido en sí mismo, nada ve. De la misma manera la Mente universal puede contemplar hacia afuera sus ideas manifestadas, o volverse sobre sí misma y dejar de contemplar esas ideas. Sin embargo, esta comparación no representa toda la verdad. Porque mientras el hombre cae en la total inconsciencia cuando se introyecta, la Mente universal permanece en una autocontemplación de la pura y absoluta Mente, continua y consciente, libre del tiempo y el espacio.

    Así pues, la Mente universal no está totalmente envuelta en la imagen cósmica. Debemos distinguir entre su vida exteriorizada y su existencia interiorizada, es decir, entre el primer plano de su atención concentrada en la actividad espacio-temporal, y el trasfondo de su atención concentrada en su quietud imperturbable; entre su meditación terrenal y su contemplación celestial. Este punió puede aclararse aún más si analizamos qué sucede al principio y al final de un período cósmico, ese velo cuya subida o caída revela u oculta las cosas. Cuando la Mente universal externaliza su atención, las fuerzas kármicas surgen a la vida y despliegan un cosmos; cuando vuelve su atención hacia adentro, las mismas fuerzas se retraen a un estado latente, y entonces se cierra el período de manifestación. Durante la consiguiente desaparición del cosmos la Mente universal contempla sólo su propio absoluto desconociendo cualquier otra cosa. El primer aspecto es el de la Mente universal en alternada actividad, mientras que el segundo es el de esa Mente en reposo prístino.

    La total diferencia de estos dos aspectos sólo existe en la expresión existencial, no en su índole esencial. Es más o menos la total diferencia que hay entre un hombre profundamente dormido y ese mismo hombre entregado a la plena actividad. Su naturaleza intrínseca no cambia, pero lo que hace o no hace en cada uno de esos diferentes estados, puede hacerlo parecer una criatura distinta cuando duerme y cuando está despierto. Así como debemos considerar al hombre, a los fines filosóficos, como un ser único (mental), pero como ser doble (físico y mental) para los fines prácticos, así también debemos considerar a la Mente universal como una enti-dad simple según el punto de vista filosófico, pero como entidad doble para el punto de vista práctico. Ambos aspectos son simplemente dos maneras de considerar a dicha Mente. Son distinguibles pero no diferentes entre sí. Sin embargo la analogía no es del todo exacta. Mientras que ambos aspectos coexisten simultáneamente en la Mente universal, en el ser humano se manifiestan con ritmo alternado. Repitamos que el pensamiento humano se basa en los cinco sentidos que tienen un alcance limitado. Pero el alcance de la Mente universal va mucho más allá de los sentidos. Por lo tanto debemos recordar que la frase "la Mente universal piensa" tiene un valor más extenso. Se trata del movimiento de una sabiduría infinita dentro de un alcance ilimitado.

    Para distinguir los dos aspectos de esta doble existencia de la Mente universal es necesario establecer dos términos distintos, pero, para evitar el error de considerarlos como dos seres diferentes es necesario que ambas expresiones estén relacionadas. Así la doctrina ocultista denomina Mente universal a uno de los aspectos y reserva la palabra Mente para referirse a la esencia última, a la realidad absoluta.

    Así pues la Mente posee dos aspectos: el primero, que se presenta como autocontemplativo y en el que la Mente sólo tiene conciencia de sí misma; el segundo, que es autoevolutivo y en el cual manifiesta progresivamente el mundo limitando así su propia vida y conciencia. El primero es la pura Mente-en-sí misma. El segundo es la Mente en inseparable relación con el universo. Para el primero reservemos el nombre de Mente, para el segundo, el de Mente universal, pero ambos aspectos son en realidad uno solo. Podemos alcanzar una correcta noción de Dios únicamente si lo pensamos de estas dos maneras. Mientras lo consideramos como un ser trascendente imbuido sólo de la extática contemplación de su propia perfección, remoto y alejado de nuestro mundo finito, vemos solamente una mitad de la verdad. Si lo consideramos como energía universal que actúa activamente en cada célula y en cada estrella, creando, preservando y destruyendo fragmento tras fragmento de su universo espacio-temporal, inspirando un afán evolutivo en innu-merables series de criaturas conscientes, vemos la otra mitad. La Mente universal posee ambos caracteres, y es al mismo tiempo un poder activo del universo, y un ser absoluto entregado al reposo. Sin embargo, la inmensa dificultad para reconciliar estos dos factores opuestos, sólo existe para el intelecto poco desarrollado, pero no es problema para la visión interior madura. El sabio puede descubrir por propia experiencia, que su ser más profundo permanece estático aun cuando su persona exterior esté en actividad, y así comprende que esa misma oposición existe también en la Mente universal.

    La Mente es la única cosa que puede producir miles de otras cosas diferentes entre sí, y sin embargo, permanecer idéntica a sí misma. En esencia es lo Amorfo, pero por reflejo es lo Formado. Es a la vez lo Uno y lo Múltiple. La existencia universal es por lo tanto una unidad en la diversidad y una diversidad en la unidad, reposo en medio del movimiento y movimiento en el reposo. El panorama del mundo cambia constantemente, pero la pantalla en la que se proyecta la película cinematográfica está siempre inmóvil.

    Psicológicamente esto puede resumirse así: cuando la Mente está en actividad y reconoce y distingue las cosas entre sí, es conciencia finita. Cuando asume formas y cualidades, en las cosas mismas. Cuando se centraliza como observador individual de estos objetos presentados, es el "yo". Cuando se centraliza, a través del Yo superior, como observador de todos los otros innumerables observadores separados, es la Mente universal. Cuando está pasivamente en descanso, es ella misma, es la Mente. El universo rio puede evitar el marchar de lo Múltiple a lo Único. Esta es la razón por la cual toda vida tiende al final, al grandioso clímax de la bienaventurada unidad.


    EL CUARTO EVANGELIO


    Si consultamos el Nuevo Testamento, particularmente la parte escrita por San Juan, generalmente conocida como Cuarto Evangelio, hallaremos muchos de estos mismos pensamientos, expresados de manera diferente. Sus frases iniciales: "En el principio fue el Verbo, y el Verbo estaba con Dios", nos sumerge inmediatamente en las profundas aguas de la metafísica de la verdad. Ya que el universo no es otra cosa que el resultado de la divina creación. El mundo es una idea de la Mente universal. Pero la Mente universal misma surge al comienzo de un período cósmico como un luminoso pensamiento de la Mente. Es la primera y última de todas las ideas posibles, la sola idea que incluye y contiene a todas las otras ideas, por diferentes que sean.

    Ahora bien: toda idea implica un significado correspondiente. EL significado del proceso universal, el que da sentido a toda existencia y así la redime al final, es la Mente universal. Más aún: las palabras son la expresión de ideas. Una palabra es un signo o un sonido, que representa una idea. Así pues, la Mente universal es, en las palabras de San Juan "el Verbo".

    Analicemos en seguida el silencio e inactividad que se producen cuando los labios humanos están cerrados y quietos. Esto representa el inefable silencio y absoluta inactividad de la Mente-en-sí misma, así como esos mismos labios abiertos y emitiendo palabras, es decir, quebrando el silencio, representan la Mente universal en actividad. Pero hasta tanto comienza un nuevo ciclo cósmico, lo Supremo descansa en su propio ser misterioso, libre del tiempo y el espacio, no interrumpido por los acontecimientos, y por lo tanto, no interrumpido por ninguna sucesión del pasado, presente y futuro. Pero la manifestación de la actividad universal significa la entrada de alguna parte del ser en el tiempo. Es decir que simultáneamente con su propio surgimiento, la Mente universal sostiene el pensamiento de un orden espacio-temporal, para beneficio de sus criaturas. A esto se refiere la sucinta frase de San Juan: "En el principio fue el Verbo".

    La Mente es la esencia última de toda cosa, de toda idea, desde la Mente universal misma para abajo. Por eso San Juan la denomina con el término más alto que conoce: "Dios". Ahora bien: ya sea que la energía que denominamos Mente universal se halle en estado latente en la esencia ilimitada y absoluta, de la cual surge periódicamente por la inmutable ley de su propio ser, ya sea que esté en actividad comprometida en la tarea de emanar un cosmos, la Mente universal es tan inseparable de aquella esencia como el brillo es inseparable de un diamante cortado. Convive permanentemente con la Mente. Por eso San Juan dice: "Y el Verbo estaba con Dios".

    Hemos visto anteriormente que la vida y la mente son gemelas, que la inmensa corriente de energía que se expresa en innumerables y diversas formas, en el universo, es un lado de la moneda cuya otra cara es la conciencia. Así San Juan continúa diciendo: "En Él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres". Ya que la Mente universal, a través de su intermediario, el Yo superior, otorga vida y conciencia a su proyección, la persona. Sin embargo, ésta es sólo la aplicación humana de dicha verdad. También existe una verdad universal. Cuando, con la oscilación del péndulo kármico, el universo retrocede hacia su disolución, la Mente universal, en su aspecto de sustentadora de aquel universo, solamente, también retrocede hacia la disolución. La Mente universal, como la inteligencia activa que está detrás del universo, aparece y desaparece junto con su manifestación. Lo que queda entre dos ciclos cósmicos es sólo su esencia, la Mente. El universo es su proyección, pero en sí mismo es también una proyección, si bien, la proyección primaria y espontáneamente autooriginaria. Por consiguiente, la Mente universal como tal sólo existe a través de todos los millones de años en que existe el universo. Ambos surgen y desaparecen juntos. Así, el universo total existe originariamente como un germen dentro de la Mente universal, y la Mente universal a su vez existe como un germen dentro de la Mente absoluta. Con todo, no debe exagerarse esta comparación, porque por lo menos hay una importante diferencia. Lo Absoluto no hace nada para producir a la Mente universal, ya que ésta aparece espontáneamente y periódicamente por sí misma, según una ley eterna, mientras que el universo emana de la propia fuerza activa de la Mente universal. Cuando ésta desaparece, entonces nuevamente sobreviene la pura quietud de la Mente.

    El gradual desarrollo o evolución del universo es realmente una gradual manifestación de la Mente universal misma, una mutua acción recíproca de sus propias proyecciones mentales. Así San Juan dice: "Todas las cosas fueron hechas (manifestadas) por Él". Advirtamos que San Juan no dice que todas las cosas fueron hechas por Dios. Entenderemos gracias a la explicación siguiente, por qué no lo hace. Porque la Mente absoluta está encerrada en el reposo permanente. La Mente en su propia naturaleza es inactiva y autosuficiente, sin necesidad de nada, ni siquiera de autoexpresión. Vive completamente en y para sí misma. El principio activo y expresivo es algo que surge de ella, la Mente universal, el "Verbo". No debemos pensar que la Mente universal ha sido creada deliberadamente por la Mente. Debemos pensar que sus orígenes son autocreados; la Mente universal surgió por acuerdo propio.

    Antes de comenzar un ciclo cósmico, literalmente nada existe, ni formas de ningún tipo ni seres conscientes. Esto puede representarse simbólicamente con la oscuridad de la noche. Así pues, podemos representar el comienzo de un ciclo por el amanecer, o sea la salida del sol. Podemos imaginar un punto de luz que, surgiendo de esta infinita oscuridad, se extendiera en un círculo cada vez más amplio. Nada excepto nuestras propias limitaciones, nos impide detener este proceso de expansión hasta cubrir toda infinitud y toda eternidad. En esta analogía, el punto primario de luz es la Mente universal en el amanecer de su manifestación, y el círculo en expansión, el universo como un proceso de Eterno-Llegar a Ser. Todo el cosmos existe potencialmente dentro de este punto, una posibilidad que nuestros estudios sobre la ilusión del espacio deben justificar.

    Así, el universo está continuamente expandiéndose y permanentemente ampliándose, hasta que se produce el proceso contrario de agotamiento del ciclo cósmico y final cierre del mismo. El vasto océano de luz se retrae temporariamente hasta convertirse nuevamente en un punto. Luego, incluso este punto de luz desaparece.

    Hemos dicho que estas cosas son simbólicas. Sin embargo hasta cierto grado las cosas ocurren efectivamente del modo como las describimos simbólicamente. Ya que la energía creadora de la Mente universal es una fuerza cuya más densa manifestación constituye las diversas energías del mundo físico. La luz es la primera de tales energías. Éstas constituyen en verdad sus radiaciones. Las ígneas nebulosas y la electricidad atmosférica, por ejemplo, surgen de esta Luz primordial. Los videntes del antiguo Egipto, India e Irán, sabían esta verdad. Los científicos de las modernas Inglaterra, Francia y Norteamérica, comienzan a descubrirla *.

    "En el principio Ra (el Sol) se alzó", son las palabras con que el Papyrus de A ni expresa la creación del mundo. Los caracteres jeroglíficos que expresan la luz y el habla, son idénticos. Así pues, en la frase del papiro mencionado, Ra representa precisamente lo que San Juan denomina "el Verbo". "La Luz pensó, 'quisiera, ser muchos'. Los crearé", es el texto indio, del Chandogya Upanishad, que anuncia el mismo acontecimiento. Y toda alta casta hindú debe rendir culto al Sol porque éste es la vestidura de Dios. "Dios ha creado el mundo desde Su propia sustancia, o sea, de Su propio pensamiento, y el pensamiento se convirtió en Luz", dijo el profeta Zoroastro en Irán, hace miles de años. Desde entonces sus seguidores han adorado la luz, como el único elemento de la Naturaleza de este tosco mundo material, que está más cerca de la Deidad.


    *Véase Descúbrase a sí mismo o La realidad interior, de Paul Brunton, donde se especifican los recientes hallazgos científicos que apoyan esta teoría. Aquí añadiremos el siguiente testimonio del distinguido hombre de ciencia, Sir William Bragg: "Nuestra distinción entre radiación y materia es de grado, no de sustancia. Esta ampliación de nuestro enfoque acerca de la naturaleza de las cosas es seguramente una de las consecuencias más notables de la moderna investigación. Ahora se considera que la luz, visible o invisible, los electrones, la materia misma, tienen propiedades comunes, y que están unidos de una manera que todavía no alcanzamos a comprender totalmente". Así pues, la percepción trascendental y los descubrimientos del laboratorio se verifican mutuamente. Vivimos, realmente en un verdadero universo de luz. Esto no se comprende si no se tiene en cuenta que hay dos tipos de radiaciones luminosas: 1) las visibles; 2) las invisibles. Los rayos de luz visible que forman parte de nuestra experiencia habitual, son débiles y fragmentarios cuando se los compara con los rayos de alta frecuencia —tales como los rayos ultravioletas, X, gamma y los cósmicos— que se emiten en todo el espacio. Así pues, la física moderna emplea el término "luz" en un sentido más amplio que el de simple designación de la luz visible. El espectro que podemos ver forma sólo un pequeño fragmento del alcance total de las radiaciones electromagnéticas. Por lo tanto no debemos reducir esta palabra "luz", al estrecho concepto que deriva de nuestra limitada experiencia sensorial.


    De acuerdo con el mentalismo, la energía última, siempre luminosa, esta radiación inextinguible que procede de la realidad última de la Mente, es la Mente universal. Es la Luz original de la cual nuestro sol es meramente una sola expresión. Todas las cosas del universo sin una sola excepción han derivado de ella. Esta vez la razón por la cual los místicos que han logrado la liberación de los sentidos, a veces ven realmente una Luz resplandeciente, ya sea como un punto en el corazón; un rayo dentro de la frente, o como un océano que todo lo envuelve. Dicha visión, si es auténtica, va siempre acompañada por una gran felicidad, pero rara vez se repite una vez que ha sido captado su significado.

    Las percepciones espacio-temporales de los seres humanos son demasiado limitadas para comprender aquello que constituye su infinito principio de vida y pensamiento. Muchos hombres ignoran por completo la existencia de tal principio. Pero alguna vez desarrollan la visión interior que se necesita para percibir que ese principio es el que hace posible sus vidas y pensamientos. Para los otros, la multitud, hay sólo oscuridad donde pocos ven luz únicamente: la imposibilidad para comprender que la llamada no-existencia no sólo es la oculta fuente de sus propias conciencias de la vigilia y del soñar, sino también el ser que Todo lo sabe y que está presente en Todo. Esto es el significado de las palabras de San Juan, quien continúa diciendo: "Y la luz brilló en la oscuridad y la oscuridad no lo comprendió".

    Podemos resumir lo dicho hasta ahora con la afirmación de que el principio fundamental de toda existencia debe imaginarse como la sola Mente cuando está en reposo y como la Mente universal cuando está en actividad; que la Mente existe en y para sí misma, mientras que la Mente universal existe en y para sus criaturas finitas manifestadas; que la Mente no contiene ningún objeto o segunda cosa dentro de su conciencia, mientras que la Mente universal manifiesta su idea cósmica como "distinta" de sí misma; y que la Mente no tiene tiempo ni está dividida, mientras que la Mente universal se pone en actividad durante períodos tremendamente prolongados, para luego retornar al estado de latencia, de acuerdo con una ley inmutable inherente a su propia naturaleza. Según la doctrina superior, la duración de cada período cósmico constituye una eternidad. Sólo en este sentido podemos afirmar que el cosmos es eterno. Pero puesto que la Mente universal misma espontáneamente surge y desaparece con el cosmos, ella también es eterna en el mismo sentido. Esto es expresado así en el Papyrus de la Pirámide, de Egipto: "Yo mismo soy Re, el Hijo de la Eternidad, que habita en todos los seres."

    Aunque la Mente universal trasciende todos los módulos humanos del tiempo, ya sea los de la vigilia o los del soñar, dichos órdenes temporales tienen para la Mente universal su sentido y su importancia debido a su progenie. Mientras ella piensa en su manifestación, para beneficio de esos seres, su propio estado no es atemporal, pues eternidad no es lo mismo que la suma de las variadas series temporales. Sin embargo, la Mente universal jamás se olvida de sí misma en las innumerables formas que adopta; siempre experimenta la total medida de su propio reposo divino. Paradójicamente, lo cual resulta incomprensible para el intelecto humano, al mismo tiem-po que se manifiesta, tiene conciencia de sí misma como principio puro de la Mente. En el primer estado contiene todo el pasado, todo el futuro y por tanto no hay distinción de tiempo alguno. La Mente universal como tal, dura eternamente y todo lo inunda, pero como Mente no se la puede concebir en relación con el tiempo y el espacio finitos. Los trasciende absolutamente.

    El tiempo, sin sucesos ocurriendo dentro de él, carece de sentido. Y el tiempo extendido a la tremenda duración de un período cósmico, es decir, a la eternidad, también tiene que contener sucesos de alguna especie. Pero, por prolongado que sea el tiempo está aún limitado a un orden temporal. El no tiempo es algo muy distinto. Es la Infinita Duración en la que existe la Mente. Un antiguo sabio oriental decía: "La Duración sin fin, el Gran Tiempo devora todos los venenos de este mundo, pues de otra manera el mundo mismo no podría existir". La Mente universal está en todas partes en el espacio y en el tiempo. La Mente no está en ningún espacio ni tiempo. Es decir, la Mente universal es eterna, mientras que la Mente es atemporal.

    Este principio de existencia, Mente, Mente universal, o las series de universos manifestados, no tiene principio ni fin. Cuando el estudiante se pregunta: "¿Cuál es el significado del mundo?" , alcanza por fin esta percepción de su infinita naturaleza como proceso cósmico. El siguiente paso sobreviene naturalmente y entonces percibe que su esencia siempre fue, es y será. Pero él mismo es parte del mundo. En consecuencia, su propia esencia comparte esta índole infinita. No tiene un pasado liquidado, un próximo futuro, sino sólo un Ahora sin tiempo. Es. No podemos agregar predicado alguno a esta simple palabra, ¿Por qué nuestra humana debilidad habría de temblar ante esta incapacidad? Las palabras del Antiguo Testamento: "Yo soy el que soy'", enfatizan el sin tiempo Ahora, y repudian el "era" o el "será" de la vida carnal. El Ahora sin tiempo no debe confundirse con el presente transitorio. Es aquella condición que está fuera de todo tiempo, fuera de todos los contrastes del pasado y el futuro. No es lo mismo que un presente prolongado. Esto pertenece a la tríada del antes, ahora y después, mientras que el Ahora pertenece a una unidad: la Duración infinita. Las viejas concepciones del tiempo desaparecen ante semejante contemplación serena. Una vez que entendemos que el tiempo finito es una forma de pensar, podemos comenzar a comprender que la Mente infinita no puede restringirse a ninguna de estas transitorias ideas finitas, sino que debe existir incluso cuando no existen ni los pensamientos, ni las sensaciones que crean el tiempo. Los que esto entienden comprenderán por qué la Mente es atemporal e inmutable. Los Misterios sagrados de Egipto simbolizaban este mismo ser fuera del tiempo, con la pintoresca figura de la diosa Isis, cubierta de impenetrables velos, y ningún hombre no iniciado podía levantar dicho velo.

    Cuando reflexionamos sobre el espacio, vemos que hacen falta iguales consideraciones que las puntualizadas acerca del tiempo. La Infinita Duración es separable del Espacio Infinito. Sabemos, por nuestros estudios acerca de los sueños y la relatividad, que el tiempo finito y el espacio finito varían de acuerdo con la experiencia. Es decir, que sólo son ideas. La Metafísica recoge todas estas nociones y las analiza. Descubre que un tiempo fijo resulta inadecuado, que un espacio fijo es contradictorio, que una materia fija resulta inconsistente, y entonces niega que el tiempo, el espacio y la materia sean sólo meras apariencias no reales. Pero puesto que la conciencia finita apunta más allá de sí misma, hacia la Conciencia infinita, donde tiene sus raíces, así también las tres ideas de tiempo, espacio y materia buscan más allá de sí mismas su base infinita. Todos los órdenes espaciales, pues, simplemente señalan, pero no agotan la índole sin principio ni fin del Espacio infinito mismo.

    Imaginando para el universo la mayor extensión espacial posible, sin embargo, no lograríamos jamás abarcar su verdadera infinitud. Cualquier distancia cósmica hasta la más inconmensurable, resultaría, aún después de medida, todavía inconmensurable. Es decir que el Espacio infinito es el aspecto más fácilmente imaginable de la realidad última, así como la Mente infinita es el concepto más fácilmente comprensible. Ya que, exista o no un cosmos que llene esa infinitud, el Espacio infinito siempre debe existir. Estemos o no presentes para pensarlo o dejarlo de pensar, el Espacio infinito es. Aunque elude los sentidos y el intelecto, sin embargo, el más simple pensamiento sobre él, ofrece un hito acerca de la existencia perdurable y autosuficiente de la realidad misma.

    Una vez que nos hemos formado un concepto correcto de la Duración infinita, sabemos que no podemos dividirla en ninguna de las formas que usamos para dividir el tiempo. La Duración trasciende toda posible medida, multiplicación o división. Por las mismas razones es imposible imponer una medida o división al Espacio infinito.

    Contemplamos el mundo a través de los coloreados anteojos mentales del "cuando" y el "donde" y no comprendemos que no vemos nada tal cual es en realidad. Tales son las limitaciones de nuestro conocimiento, tales las condiciones bajo las cuales surgen los pensamientos. Una forma más amplia de comprender las cosas es a través de sus conexiones de causa-efecto. Desde un punto de vista práctico éstas son las tres formas por las que conocemos el mundo exterior. En el caso de los dos primeros modos, acabamos de ver que, cuando ascendemos al enfoque filosófico, la materia asume un aspecto enteramente diferente. Esto también se aplica al caso del tercer modo de experiencia. Ya que entonces advertimos que hay una sola entidad real y nada más. Y cuando no existen dos cosas separadas no puede haber dos relaciones, o sea, la causalidad, la cual depende de la existencia previa de una causa y un efecto. Comprenderemos mejor esto analizando qué sucede cuando soñamos. Todas las imágenes, acontecimientos y personajes oníricos son, después de todo, una sola esencia —la mente— a partir de la cual aquellos son creados y se hacen visibles. Desde esta perspectiva, sólo la mente existe y nunca hubo dos cosas en momento alguno; por tanto la causalidad no rige realmente durante los sueños y debe ser considerada como una ficción. Ningún cambio real ocurre en la mente y jamás se produce una relación causal. Pero si descendemos a un punto de vista inferior y analizamos las cosas desde la perspectiva de las personas y cosas individuales que aparecen en el sueño mismo, entonces admitimos la existencia de una multiplicidad ya que percibimos que una cosa actúa sobre otra produciendo un efecto, y así nos vemos forzados a admitir que reina allí la causalidad. Llegaremos a iguales resultados analizando el estado de vigilia. Así, desde un enfoque personal, la causalidad es un hecho, pero desde el punto de la esencia de la persona, esto no es así. Si aceptamos la materialidad del mundo, tenemos que admitir la realidad última que ello implica, o sea, la entidad personal y la relación de causalidad. Si asumimos una concepción superior y nos referimos sólo al Yo superior, entonces el mundo no es diferente de ese Yo y en consecuencia la relación causal se presenta como una ilusión. Así pues, el karma personal, puesto que se basa en la causalidad, no puede actuar aquí, y el descenso de la gracia, que anula karma, se convierte en una posibilidad.


    EL MISTERIOSO VACIO


    Desde estas concepciones ascenderemos ahora al enigmático clímax de toda esta doctrina metafísica. Resultará claro que Dios no es algo que podamos apresar en nuestra personal red espacio-temporal, nada que podamos ver, oír o tocar; y debemos rechazar todas las limitaciones si es que queremos captar aunque más no sea un indicio del ser perfecto y verdadero que constituye la esencia de la Mente universal. No debemos procurar encajar lo supremo en un traje ajustado, concibiéndole como una forma, un orden temporal, un atributo o una criatura. Hasta donde nuestra humana percepción puede llegar, la Mente universal no es esto ni aquello. Un mundo de fenómenos cambiantes no puede ser auto-suficiente, un mundo marcado por la relatividad no puede ser supremamente real. Por lo tanto, el verdadero mundo ha de ser un mundo absoluto, donde no haya cambio, ni relatividad, ni tiempo, ni espacio ni cosa alguna que pueda cambiar, donde ningún tiempo entre acontecimientos pueda medirse, ni distancia alguna calcularse. Pero semejante mundo sin tiempo, sin espacio y sin cosas nos resultaría completamente vacío desde nuestro punto de vista. El pensamiento no puede descansar en algo particular, sino en una aparente nulidad del ser. Si dejamos de pensar en la forma, la solidez, la textura, y sabor, el olor y color de un objeto. ¿Qué queda? Cuando se quitan del pensamiento todo atributo y cualidad, nos quedamos con lo que aparentemente es una vacía negación. Nada hay en este vacío silencio sin límites que pueda ser captado por un intelecto observador. Puesto que no existe ninguna apariencia en el espacio o el tiempo, ni imagen inte-lectual en las que podamos pensar, parece una nada vacía sin contenido. No existe aquí espacio para ninguna forma ni tiempo para ningún suceso, simplemente porque no hay aquí orden espacial ni serie temporal de ningún tipo.

    Cuando exploramos profundamente la índole de la Mente descubrimos que es inconcebible, en última instancia, excepto si se niegan todas las propiedades, lo cual deja un vasto Vacío que paradójicamente es la única existencia. Cuando la Mente universal se halla entre dos períodos cósmicos, y se ha separado de sus emanaciones, también ella se sumerge en este insondable Vacío. En éste, su estado último, la Mente universal alcanza su descanso final. El sublime Silencio que la cubre no oye sonidos, no ve formas, no observa movimientos ni desarrolla actividades. Aquí no hay distinción entre una cosa y otra, entre un ser y otro ser, entre una criatura y otra criatura. Si se preguntara, pues, qué hubo antes de la Mente universal, habría que contestar que no hubo nada sino la Nada. No podemos llamar a esto existencia, porque nada ni nadie existen aquí, ni como observador ni como cosa observada, ni como ser pensante, ni como ideas. No hay aquí lugar para la personalidad, ya sea subhumana, humana o superhumana, ya que toda separación ha desaparecido. Este Vacío trasciende todas las relatividades inseparablemente asociadas a la personalidad. Puesto que esta concepción del ser supremo priva a éste de toda forma en el espacio y de todo tipo de existencia en el tiempo; puesto que lo despoja de todas las relaciones con una segunda cosa, y de todo aquel fondo del yo contra el no yo, que es lo que nosotros entendemos por conciencia, no parece diferenciarse de la total no-existencia.

    La concepción intelectual del Vacío siempre parece, al principio, desagradablemente austera para la sensibilidad humana. Se lo asocia —aunque esto es totalmente equivocado— con concepciones como fría muerte y silenciosos cementerios. Esta reacción surge del inculcado materialismo de la sensibilidad humana, o sea, la incapacidad para ver más allá de lo que podemos gustar, oler o tocar. Al principio, muy pocos pueden enfrentar el concepto de este vasto Vacío, sin echarse atrás temblando de miedo. Sin embargo, es necesario mirarlo de frente hasta que se convierta en una noción familiar y aceptable, para poder pasar a la próxima etapa superior del conocimiento. Ya que sería un error interpretar el término Vacío sólo en un sentido negativo y nihilista. Por paradójico que ello parezca, lo cierto es que también encierra un sentido positivo. Si lo Absoluto está tan alejado de todo cuanto conocemos como existencia, sin embargo, sería incorrecto decir que es nada. Positivamente es, aunque no posea una existencia individual. Esta noción de un Vacío sin forma ni propiedades resulta incomprensible para el intelecto y sólo puede captarla una superior facultad de intuición interior. Ya que si es la verdadera naturaleza de todos nosotros, y si algunos han alcanzado, en el pasado, algo de su conocimiento, por cierto que no podemos afirmar que esos hombres eran nada y que lo que ellos conocieron fue la no-existencia. Por consiguiente, el tal Vacío ha de poseer algún tipo de ser. Dice un texto ocultista tibetano: "Los hombres crearon el tiempo a partir del Vacío: ellos mismos son el Vacio. Quienes comprendan esto podrán penetrar profundamente en el ele-mento de Nirvana, que trasciende la relatividad".

    Por supuesto que no le resulta fácil a nuestra conciencia formal aceptar la noción de que aquella Nada es el equivalente de la Realidad, que aquel Vacío es la base sobre la que se levanta toda nuestra experiencia del estado de vigilia, del dormir y el soñar, y que no se trata de una última sustancia sólida y material, pero cuando lo captamos hondamente, este concepto resuelve el enigma final de la existencia. Debemos negarlo todo antes de comprender algo. Debemos primero descubrir y afirmar que lo Absoluto no es ni esto ni aquello, antes de entender cabalmente qué es esto, qué es aquello. Nada que sea mensurable, nada que sea finito, nada con una forma, puede ser lo Absoluto. Sólo abandonando cuanto es transitorio, negando lo que es familiar, puede captarse este concepto. El Vacío es en realidad innominable, pues esta palabra es negativa y no apunta al positivo "No-Ser" que posee una misteriosa vida propia.

    La mente no puede representarse un absoluto vacío, pues cuando cree que lo ha logrado, todavía está allí la mente que piensa ese vacío. En el mismo momento en que piensa en el Vacío, la mente lo está llenando: por el mismo hecho de declarar que nada hay allí, la mente está proclamando su presencia. Afirmando que todo es oscuridad, está afirmando la existencia de su propia luz. No podemos pensar en una cosa inexistente, pues cuando así lo declaramos, por lo menos pensamos la idea de esa inexistencia. Es igualmente inconcebible la noción de un vacío absoluto, porque aunque se eliminara todo, aún permanecería allí la mente pensante. El significado metafísico de los pensamientos estriba en el Pensamiento. Sólo es ilusión nuestra el que la Mente parezca una "nada", ya que ella es la inconmovible realidad que permanece cuando todo lo demás se ha elimi-nado. La noción de completa no-existencia es por tanto ilusoria. También lo es la idea de absoluta anulación. Incluso debajo del pensamiento negativo que abrigamos, hay un sentido afirmativo; el sutil sentido del puro ser mismo, el misterioso elemento de conciencia, cuya mera presencia nos permite afirmar esta misma nega-ción del mundo. Queda pues un residuo —la Sustancia mental de la cual sale este residuo— el cual continúa existiendo sin verse afectado por la desaparición de las formas particulares en las cuales transitoriamente lo plasmó nuestra conciencia espacio-temporal, pero que al desaparecer dichas formas, parece pero no es realmente la nada. Ya que todas las propiedades que hemos quitado son también limitaciones. Lo que permanece es la Mente en su pura naturaleza intrínseca. Así vemos que inconscientemente tenemos que presuponer este ser infinito e ilimitado, antes de poder llegar a conocer sus manifestaciones finitas y limitadas.

    El Vacío es algo único pues ni siquiera le podemos oponer la idea de Plenitud, aunque esta última está contenida en aquél. Así, todas las cosas que vemos a nuestro alrededor surgen de lo Invisible que, por consiguiente no puede ser la mera nada. El Vacío carece sólo de las apariencias individuales y separadas, pero no carece de realidad universal que es su naturaleza original. La noción materialista de una sustancia llamada materia que se derrama cubriendo los espacios vacíos como se vierte el agua para llenar un vaso se opone a la noción mentalista de que el Vacío mismo es sustancia potencial y espacio potencial. Si pudiéramos quitar todo vestigio del universo, con todas sus criaturas, desde la célula inferior hasta el hombre superior, desde el más mínimo protón hasta la estrella más grande, el inefable Vacío misterioso que quedaría resultaría ser la Mente en su puro estado primordial no manifestado. Si nada relativo hay en el Vacío, esto no quiere decir que sea nada. Lo Real está todavía allí, trascendiendo toda relatividad. No podemos llamar a esto no-existencia, pues es el suelo permanente donde arraigan todas las cosas, la infinitud prístina en la que todas las vidas están contenidas.

    Más allá de los sentidos de todas las criaturas, más allá de la ideación del hombre, esto sólo es por siempre jamás. Esto es pues, la única existencia verdadera, siendo todo lo demás una mera apariencia intermitente dentro de eso. Así como no puede separarse el cuerpo físico del hombre de su mente, así tampoco puede realmente el Todo separarse, durante la manifestación cósmica, de la Mente vacía. Una comprensión madura debe ver a la Mente universal bajo este doble aspecto. El universo existe durante su período de manifestación, en este Vacío, como una nube en el cielo, pero antes de tal período, está completamente sumergido en la Mente. Así pues, leemos en el Génesis: "Y la tierra no tenía forma y estaba vacía". Podemos rastrear las cosas hasta los pensamientos, y éstos hasta nuestra mente, y a su vez nuestra mente, hasta la Suprema Mente. Por lo tanto podemos afirmar que, desde el punto de vista de la experiencia común, la Mente es la causa del universo.

    "La misteriosa cualidad de la Esencia de la Mente es que, aunque podemos mirar hacia ella, no podemos verla", dice un sabio chino. Psicológicamente, el Vacío significa aquella pureza de la Mente en la cual ésta carece de todo colorido de la imaginación creadora, aquella cesación de formas, sentimientos, sensaciones, gustos, olores y sonidos, lo cual significa la cesación de la conciencia terrenal; aquella desaparición del mundo de las apariencias fenoménicas, que sólo deja el mundo de la realidad permanente. La Mente, en su estado primordial, no posee atributos, ni deseos, ni voluntad ni forma; no tiene ninguna individualidad perceptible o concebible, ninguna magnitud ni ningún nombre adecuado; es algo inaprensible para las manos o el pensamiento. La razón por la cual, en la total quietud del Vacío, no hay pasado, presente o futuro, no hay ningún tiempo, ni orden espacial, ni formas que lo llenen, ni siquiera manifestación o disolución alguna del universo, es que dicha actividad existe únicamente por y dentro de la imaginación de los individuos que habitan el mundo, pero no existe para la Mente Vacía. Así como un sueño existe sólo para y en la imaginación del soñador, y el sur-gimiento o desaparición de la imagen onírica no implican a la mente soñadora, así tampoco puede haber nacimiento o muerte, pasión o deseo, o dolor, en el Vacío, sino sólo en los pensamientos que los individuos arraigados en ese Vacío, se imponen a sí mismos.

    El hecho de que la calidad mental de las cosas sea una realidad, eso no significa que esas cosas no existan; de la misma manera, porque la esencia mental sea invisible, intangible e incomprensible para los sentidos corporales, ello no nos autoriza a considerarla como una nada. Las cosas no deben ser negadas sino comprendidas. Ellas son las formas transitorias que la esencia mental permanente asume. Están realmente allí, pero son apariencias que, como formas que son, están destinadas a desaparecer, pero, como esencia, su destino es el de durar eternamente. El mundo es actual, está vívidamente presente ante nuestros ojos, oídos, manos, y sin embargo, no es otra cosa que una apariencia. Alcanzamos un cierto grado de comprensión cuando aceptamos esta paradoja. La Mente no es un mero vacío sino la realidad misma detrás de toda nuestra experiencia del mundo. El vacío es únicamente una nada, desde el punto de vista materialista, pero para el enfoque mentalista, es nada menos que la realidad fundamental, la base de toda existencia manifestada. Es también, el estado universal antes de que la existencia universal misma apareciera. Resulta paradójico, por supuesto, pero es la verdad, que el Vacío, la Nada, que jamás percibimos directamente, es la última realidad, mientras que el Todo, el Todas-las-cosas, que habitualmente experimentamos, es una apariencia dentro de aquel Vacío. Todos ven la apariencia del mundo, pero pocos captan su verdad. La realidad del mundo no es auto-suficiente o auto-existente, pues depende de la Mente Vacía original, de la cual surge y en la cual finalmente se sumerge.

    Lo que el común de los hombres considera como sustancia, o sea, la forma de las cosas, es en realidad su negación, mientras que la verdadera sustancia, es decir, la esencia de la cual aquellas formas surgen, es considerada por dichos hombres como algo inexistente. La barrera más difícil de franquear para la comprensión occidental, es esta simple aceptación de lo Inmanifestado como realidad última. Pensamos en términos de formas y sólidos mensurables y hemos perdido así, el poder de hacerlo en términos del Pensamiento sin forma ni dimensiones, que es la realidad invisible de todas aquellas formas y sólidos, la roca oculta en la que todos aquéllos reposan. Quien espera encontrar lo Real donde no está, entre las formas transitorias y las condiciones fugaces, que no son más que las apariencias de la mente, en lugar de buscarlo donde verdaderamente está, o sea en la Esencia de la Mente misma, es como aquel mono ignorante que pretendía asir la imagen de la luna en el agua.

    La Mente no pierde su carácter intangible, vacío, sin forma, sin ubicación espacial, cuando intermitentemente asume, la índole del universo relatado por la Mente universal. Es la ausencia de toda forma, personalidad e idea, aunque paradójicamente sea la raíz de todas las formas, personalidades e ideas. No hay movimiento ni actividad en ella. De la nada sobreviene algo, del silencio, los sonidos, de la inconsciencia emana la conciencia, del cero, todos lo números, de lo invisible, toda cosa visible, y de lo intangible, todo lo tangible. Es esto lo que quiere decir Buda cuando especificó en qué consistía Nirvana: "Existe algo, oh, discípulos, que no ha sido producido, que no ha nacido, ni fue creado, ni compuesto. Si no existiera, oh, discípulos, este algo no nacido... no sería posible la existencia de lo que ha nacido".


    Parte 2

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