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enero 21, 2010
Por Joe RaoUna mañana, cuando tenía yo seis años, mi abuelo me dijo que esa tarde habría un eclipse de sol. ¿Qué es un eclipse? –pregunté, lleno de curiosidad.
Se dirigió a la cocina, sacó el salero y el pimentero de la alacena y los colocó sobre la mesa. Después cerró el puño derecho y me miró fijamente con sus brillantes ojos azules.—Observa, Joey —dijo—. Imagina que este salero es la luna; el pimentero, la Tierra, y mi puño, el sol.Moviendo el salero entre el pimentero y su puño, me mostró cómo la luna se iba a "cruzar en el camino del sol" y a ocultarlo hasta que sólo se viera de él una delgada cuña.Esa tarde de julio, desde el patio trasero de nuestra casa, en el barrio neoyorquino del Bronx, observamos a la luna interponerse en el camino del sol. Un sobrenatural crepúsculo falso envolvió el paisaje y empezó a soplar una brisa fresca. Me impresionó aquel misterioso espectáculo, pero esa noche, durante la cena, mi abuelo comentó que habíamos cometido un error al quedarnos en casa para ver sólo un eclipse parcial.—Debimos haber ido a Maine —señaló—. Allí, el eclipse fue total.Entonces recordó que en su adolescencia había presenciado un eclipse total de sol desde Manhattan, una helada mañana de enero de 1925.—En mi vida he visto algo más grandioso —aseguró—. Me encantaría ver otro algún día.Más tarde averiguó que el próximo eclipse total que podría verse en Estados Unidos sería en siete años más, en marzo de 1970, en Florida.—Anota eso en el calendario —me dijo—. Vamos a ir. Lo prometo.DOS AÑOS DESPUÉS, mis padres se separaron. Mamá, mi hermanita y yo nos mudamos a casa de mis abuelos. Yo no eché mucho de menos a mi padre, pues el abuelo siempre me brindó la ayuda que necesité de niño.
Me llevaba con frecuencia al Planetario Hayden de Nueva York, y para avivar mi interés por la astronomía, me regaló un telescopio.—Allá afuera hay un universo maravilloso que ni en sueños podrías imaginar —me dijo—. Quiero que lo veas.Pasamos muchas noches contemplando las estrellas desde el patio.Mi abuelo también tenía sueños. Había emigrado de Napóles, Italia, a Estados Unidos a la edad de seis años. Después de cursar algunas materias en la universidad, consiguió un empleo como dibujante arquitectónico. Su ilusión era convertirse en arquitecto, así que asistía a clases en las no-ches. Pero al comenzar la Gran Depresión se suspendieron casi todas las obras de construcción y se quedó sin trabajo.Se hizo taxista y más tarde conductor de autobús; sin embargo, jamás renunció a su amor por la arquitectura. A veces, después de cenar, cubría la mesa de la cocina con su tablero de dibujo, su equipo y sus planos y se ponía a hacer trazos.—Creí que eras conductor de autobús —le dije en cierta ocasión.—Sólo durante el día —respondió—. En las noches soy diseñador arquitectónico.El abuelo me daba un dinero semanal para mis gastos; me inscribió en la Liga Infantil de Béisbol y me enseñó a andar en bicicleta. Cierto día asistió a una reunión de padres y maestros acompañado de mi madre, y mi maestra de español le dijo que corría yo riesgo de reprobar el curso.—Ese telescopio va a desaparecer de la ventana si no mejoran tus calificaciones —me advirtió después en casa, mirándome con frialdad.Protesté con vehemencia, alegando que no podía aprender otro idioma.—¡Tonterías! —bramó—. Te sabes los nombres de todas las estrellas y las constelaciones. ¡Y son palabras griegas, árabes, latinas...! ¿Y dices que no puedes aprender español?A la mañana siguiente, actuó como si nada hubiera ocurrido, hasta que estuve listo para irme a la escuela. Me cerró el paso en la puerta de entrada y preguntó:—¿Recuerdas lo que conversamos anoche? —Asentí, acobardado, y entonces añadió—: Haz que me sienta orgulloso de ti.Mis calificaciones en español mejoraron y al final aprobé el curso.POR FIN LLEGÓ 1970, y con él, la promesa de ver un eclipse total. Pero en las primeras semanas del año, al abuelo se le enronqueció la voz. Le diagnosticaron cáncer de garganta. Para que sobreviviera, habría que extirparle las cuerdas vocales.
Lo operaron el 6 de marzo de 1970, un día antes de "la gran fecha". Al día siguiente, Nueva York sólo pudo disfrutar de otro eclipse parcial.Cuando fui al hospital a ver a mi abuelo, tomó una pizarra y garabateó: "¿Viste el eclipse?" Asentí. "¿Cuándo es el próximo?", preguntó en seguida, y yo respondí sin titubear: en julio de 1972, en las Provincias Atlánticas de Canadá. "¡Ahí estaremos!", escribió sonriendo.El abuelo se recuperó y aprendió rápidamente a hablar con el esófago, haciendo subir aire a través del diafragma y "eructando" las palabras. Al poco tiempo estábamos otra vez contemplando las estrellas desde el patio trasero de la casa.Conforme se acercaba la fecha, mi entusiasmo crecía. En la primavera de ese 1972, mi abuelo me animó a participar en un concurso científico que se celebró en la ciudad. Obtuve el primer premio en mi barrio con un proyecto que titulé "El sol se oscurecerá el 10 de julio". Mi abuelo colgó el diploma en una pared de la sala y se lo mostró muy orondo a cuanta persona nos visitó en esos días.Para ver el eclipse elegimos el poblado de Cap-Chat, Quebec, en la costa norte de la península Gaspé. Eran cerca de 1500 kilómetros de distancia, y el abuelo nos iba a llevar en su tartana. Además de mi madre y mi hermana, nos acompañaría mi abuela, a la que de cariño llamábamos Nanny.—¿Por qué tenemos que viajar tan lejos sólo para ver cómo se oscurece el cielo un par de minutos? —preguntó Nanny una y otra vez mientras nos dirigíamos al norte.Nos detuvimos a pasar la noche en Montreal, y después en Quebec. El 10 de julio, antes del alba, nos dispusimos a recorrer el tramo que faltaba para llegar a la zona donde iba a verse el eclipse.Cuando por fin subimos al coche, poco después del amanecer, mi abuelo miró el cielo nublado y frunció el entrecejo con preocupación.—Esto no me gusta nada —dijo.Dejamos atrás las nubes, pero al pasar por los pueblos que bordean el río San Lorenzo advertimos que había muy poca gente.—¿No se habrán equivocado de fecha? —preguntó Nanny con una risita nerviosa.Sin embargo, a medida que avanzábamos kilómetro tras kilómetro, fuimos viendo cada vez más personas y telescopios. La diminuta localidad de Cap-Chat estaba atestada de visitantes. Colocamos nuestro telescopio en un claro cubierto de hierba en las afueras del pueblo y aguardamos el inicio del espectáculo. Fue casi como hallarse en el cuarto de espera de una sala de maternidad: numerosos extraños se acercaron a preguntarnos: "¿Es ésta su primera vez?"Esperábamos que el eclipse llegara a su culminación antes de que el cielo se cubriera con los bancos de nubes que venían siguiéndonos desde Quebec.Por fin comenzó. Luego de colocar el telescopio en la posición adecuada a fin de proyectar la imagen del sol en una pantalla blanca, observamos la silueta de la luna avanzar como una venera negra sobre el borde inferior del disco solar. La delgada hebra de luz se esfumó en un silencio sepulcral.Un gigantesco manto de oscuridad, que avanzaba en el cielo a más de 4200 kilómetros por hora, nos engulló de inmediato. El sol desapareció, y los bancos de nubes, que unos momentos antes eran de color gris metálico, adquirieron de repente unos misteriosos tonos anaranjados y malvas. Pero lo más impresionante de todo era la corona solar, un delicado haz de luz del color de la perla.El claro quedó en silencio, excepto por la voz de mi abuelo, que repetía: "¡Igual que en 1925!" A mitad de la fase de ocultamiento total, Nanny exclamó maravillada:—¡Qué cosa más bella!Los dos minutos de oscuridad se fueron como un suspiro. El eclipse terminó abruptamente, no sin que antes apareciera en el firmamento un delgado pero intenso círculo luminoso que formó un "anillo de diamante" deslumbrador.La gente celebró con exclamaciones de júbilo el retorno del sol, que fue tragado de inmediato por las densas nubes. Tuvimos suerte, porque a unos kilómetros de allí esas mismas nubes habían ocultado el eclipse.Esa noche, antes de irnos a acostar, abracé con fuerza a mi abuelo. El viejo esbozó una sonrisa aunque estaba cansado de tantas horas de conducir el auto.—Apuesto a que toda tu vida recordarás este día —me dijo.Y no se equivocó. Jamás iba a olvidar aquel día milagroso, ni al hombre de grandes sueños que despertó en mí la profunda capacidad de maravillarme del universo y que me hizo descubrir mis posibilidades.HOY EN DIA trabajo en el Planetario Hayden como instructor, y doy el pronóstico del tiempo en un programa televisivo. Mi esposa, Renate, y yo tenemos dos hijos: Joseph, de seis años, y María, de cuatro. Mi telescopio suele apuntar al cielo a la hora del ocaso para que los niños lo exploren con ojos llenos de curiosidad y asombro desde el patio trasero de la casa.
Hace poco, antes de cenar, les conté sobre el día en que mi abuelo me explicó por primera vez lo que era un eclipse.—¿Qué es un eclipse? —preguntaron al unísono.Me encaminé a la cocina, saqué el salero y el pimentero de la alacena y los puse sobre la mesa. Luego, cerrando el puño derecho, señalé:—Imaginen que este salero es la luna; el pimentero, la Tierra, y mi puño, el sol...El 26 de febrero de 1998, habrá un eclipse total de sol en el Caribe.—Anótenlo en el calendario —les dije—. Vamos a ir. Lo prometo.