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enero 03, 2010
Gente y pintura en el pueblo de LagartoPor Pablo Cuvi¿Qué tienen en común un monasterio benedictino, África y un palacete de Endara Crow? -pregunta Amanda, observando desde una alta curva del camino al río Esmeraldas, que se aproxima lentamente al mar.
La onda intelectual del acertijo pone en funcionamiento mis neuronas. Aventuro una tímida conjetura: -¿Que en los tres se chupa rico?...―No. Que los tres quedan al norte de Esmeraldas.―¿Ah, sí? Veamos si es cierto.La sonrisa burlona de Amanda dura hasta el cruce del puente colgante sobre el ancho río, que a esta hora de la tarde parece más tranquilo y más metálico que la estatua de Vargas Torres. No habrá pasado un par de kilómetros cuando el Trooper (del Budget por supuesto) da con la entrada al Monasterio Benedictino Trapense del Ecuador. Una hermosa virgen tallada en piedra, Santa María de la Esperanza, protege el arco iniciático. Es la hora de la oración y no hay quién atienda pues las monjas cantan al fondo y sus voces se pierden en la manigua. Que volvamos de mañana, nos dice un muchacho frente al gran edificio en construcción.Pensando en la deliciosa crema creada por un monje benedictino hace varios siglos, rebasamos el aeropuerto de Tachina, justo al frente de la ciudad de Esmeraldas, bocana por medio. El carretero empieza a costear la orilla del mar, un mar de tonos pardos pues el limo que baja por el río se expande muchos kilómetros a los costados de la desembocadura. Empieza a oscurecer y alguien quema palo santo para ahuyentar a los mosquitos. A lomo de burro, un moreno trae canecas de agua hacia su choza. Recostada en la hamaca, la gruesa mujer mira la televisión en blanco y negro. Las lomas secas y taladas se hunden en la noche.Preguntando, preguntando, antes de Palestina damos con la casa de Ramiro. Como aún no han instalado el agua y la electricidad, cenamos atún con vino blanco a la luz de las velas y nos vamos caminando hasta la orilla del mar. En medio de la oscuridad, no lejos de la costa, brillan las luces de las canoas que pescan la hembra embarazada del camarón. Américo, el guardián de la casa, cuenta que a veces pagan hasta un millón por camarona ovada y que en una camioneta las llevan flechadas al laboratorio a extraerles cientos de miles de huevos que luego crecerán en las piscinas. Pero Américo extraña los cocales grandísimos de estas playas, castigados ahora por las pestes. Para adentro de las lomas hay hierberos, dice, para el ganado. Y en el norte están construyendo camaroneras como locos, todos los días pasan volquetas con materiales, ¡ve!A la mañana siguiente, bajo un cielo medio encapotado, recorremos los pocos kilómetros que nos separan de Río Verde. Las mamas morenas del pueblo andan en shorts, seguidas de numerosos y ruidosos niños. Otros juegan en los columpios del parquecito pobre. Al fondo está una agencita de APROFE, agencia de planificación familiar. En las ferias las niñas juegan hasta que llegue el camarón―Sí ha dado resultado, se cuidan bastante porque la mayoría de mujeres no quiere tener más hijos -dice la señora encargada de vender pildoras anticonceptivas y preservativos-. Pero a veces se acaban los medicamentos y cuando vuelven a traer pildoras ya laMala nota. Como quien no quiere la cosa vamos hacia la playa entre las modestas casas de los pescadores morenos. De súbito, al borde de la arena se alza una gran muralla blanca: en efecto, es la mansión del pintor Endara Crow. Averiguamos a los vecinos si estará aquí. Que no, dice un jo-ven, que hace un año que no viene. Desde la entrada lateral echamos un vistazo a las distintas casas blancas de cemento y a la piscina vacía. En este entorno, Endara se dedicó a pintar figuras tropicales y marinas en sus óleos, con resultados poco felices. Afuera, la profesora de sexto grado dicta clases de gimnasia a los chicos, que se van cubriendo de arena oscura.RUMBO A LAS PEÑAS
¡Ah, carajo, ésta es una señora madera! -dice, refiriéndose al pulgande, el carpintero que amplía una canoa en el pueblo de Rocafuerte. Sin dejar quieto al formón nos cuenta que la canoa criolla, semejante a la famosa cayapa, es trabajada en el norte-. L
Es increíble: tanto esfuerzo para tallar un árbol que ha tardado siglos en crecer y el bongo artesanal vale la cuarta parte que un bote industrial de fibra de vidrio hecho en molde en un suspiro. Seguimos hasta Montalvo, donde un travestí moreno con un moño vertical tipo Picapiedras se desprende de la fálica pirámide del parque para indicarnos el modo de llegar a África. Hombres más discretos juegan con un naipe bajo el portal, eludiendo un sol que no termina de salir, mientras chicos y chicas juegan fútbol en la cancha del colegio, adornada por la basura que trajo el viento.Rápidamente damos con el Estero Sapo, donde una mujer y sus hijas recogen agua con ollas y la acarrean en una carretilla de mano, porque ni llueve ni vienen los tanqueros, dicen. Ya al otro lado del estero, ingresamos por un camino lastrado y en construcción. Hay árboles cargados de mangos; otros, más retacos, lucen negras calabazas. Azul en cambio, el Trooper del Budget se porta a la altura de los pedruzcos, conduciéndonos hasta unas piscinas camaroneras que interfieren el trayecto a África; en realidad, pequeña y típica aldea de pescadores cuyo nombre recuerda al lejano continente donde empezó la historia de la población afro-ecuatoriana. L.Q.Q.D.Comprobados los tres puntos del acertijo de Amanda seguimos entre haciendas ganaderas hasta dar con Lagarto, punto maderero donde convergen troncos colosales aserrados en las montañas. Aquí reina la motosierra, ese invento letal para la ecología. Extrañamente, el taller de motosierras se llama "Dios me guía". ¿Será verdad? (Las monjitas de Manta me enseñaron en primer grado que ni una hoja caía de un árbol sin el permiso de Dios. Determinación vs. Libre albedrío, tema como para discutir con el poeta Oñate en la Bocana de Lagarto, ante un plato provisto de langostinos azules encocados. Pero el poeta Oñate no se asoma, está más perdido que el hijo de Lindbergh.) Un jinete en las calles de San FranciscoPoco después empieza la brincadera del camino lastrado, y los pasajeros de las rancheras van tragando polvo como Dios manda; mejor dicho, como mandan los carros que van delante. Desmontamos en la Y, donde se bifurca el camino hacia Borbón y La Tola. La helada cerveza del Comedor Manabí despeja el güargüero. Optimista, el dueño del salón pinta de blanco la pared, más blanco que el polvo que los pasajeros se quitan de encima en la lavacara y el aguamanil puestos para el efecto, mientras la hija, medio chinita, sonrisa y media, nos sirve unos suculentos secos de gallina.La playa de Las Peñas, la mejor del norte esmeraldeño, semejante a Pedernales, queda a tiro de piedra del ramal costero que va a La Tola. La gente anda contenta porque acaba de llegar la electricidad y con ella el hielo. En la vasta playa las canoas se hallan dispersas como si el azar del oleaje orillero las hubiera dispuesto así. Un pescador mulato arregla la red en su bongo, mientras cinco niñas hacen bolas de arena hasta que arriben las canoas con el camarón pequeño llamado pomada, que ellas llevarán a casa. La más inquieta dibuja en la arena a un hombre "tumbando pipa", o sea, cortando cocos en lo alto de una palmera. "Ese es usted", me dice y las otras niñas se ríen y decidimos que ha llegado la hora de tomar un largo baño de mar.MACHETAZOS DE AMOR
De día están como lentos, sentados, jugando caitas. De noche funcionan mejor -dice Amanda mientras caminamos por las bulliciosas calles de Esmeraldas. Es la noche del viernes y el personal moreno se ha puesto las mejores ropas para salir a vacilar. Ademá
Ese ambiente acelerado se prolonga con el día en el mercado central donde se venden desde mariscos, pescados, verduras hasta veneno para ratones y prensados de hielo con esencia de colores intensos. La gente va y viene entre los puestos, discute, comercia, bromea. "Con mi talla, a mí me respetan -vocifera una mulata algo rayada, con sombrero de plumas, pulseras, tacos y maquillaje compacto-. Vea, nanita, a mí no me quitan un hombre. ¡Aquí le doy un machetazo en el pescuezo, diga!"."Puro guchipluma", comenta el Mocho, al que le faltan dos dedos. Suena algo como un disparo. El vendedor de cangrejos grita: "¡Lo mató! ¡Cojan al muerto y échenlo al río!". Todo es puro vacilón.Poco después pasamos junto a la refinería y entre flamantes plantaciones de banano antes de llegar a las amplias playas de Tonsupa. Dos mujeres mayores y morenas raspan arena para lavar oro en la base del pequeño barranco. "Sale polvito de oro, a veces cositas, vea -dice la más delgada, enseñándome un pedacito de arete-. Es indígena, es oro puro. Eso era puro tiesto, pero se ha ido, el mar se lo ha comido". Su compañera lleva arena en la batea para lavarla despacio en el agua de la orilla. "Como una es pobre, algo queda vendiendo".Queda Castelnuovo al fondo de la playa, interrumpida por el río Atacames. He descrito en mi primer libro de viajes cómo era el ambiente atacameño en la época dura de la hierba y la mochila. Ahora el malecón está lleno de bares, salones y hoteles. El principal flujo turístico llega de Colombia en los feriados, pero no faltan los jóvenes gringos y europeos, descendientes de la flower generation. Desde el segundo piso de un restaurante, miramos a dos inglesas delgadas, cortejadas por los beach-boys de turno, blancos ahora, arrimados a la barra de las frutas y las piñas coladas. Hay parejas Benetton también, de guapas negras con rubios y viceversa. Y pasan turistas serranos, encorvados, rojos por el sol del mediodía, luciendo bermudas y gorritas de béisbol. Más tarde, ya rucos en la cabaña playera, nos despertarán los jadeos y exclamaciones de una pareja que empieza a hacer el amor arrimada al Trooper. "¡Oh, Dios, qué mujer más fantástica!", exhala el galán. "Hushhhh", pide ella y estoy a punto de salir a decirles que el jeep es alquilado, que el señor del Budget se ha de fastidiar si se entera, que la arena no está mal para sus mundanos propósitos, pero un perro me da diciendo con sus ladridos mordaces. Calmados los ánimos, los zancudos se dedican a brindar muestritas de sangre de mi humilde pellejo. Luego, el viento sacude a las palmeras: un arrullo completo. La caleta de Estero del PlátanoPOR GALERA Y SAN FRANCISCO
Durante su gimnasia matutina, Amanda se topa con dos rusos, un ex-piloto de Aeroflot y un masajista de pelo blanco que llegaron al país hace tres meses y andan felices de la vida. Los malos de la película macartista son ahora más buenos que el pan. Que el pan tieso del desayuno, remo-jado en agua de coco, preámbulo de la vieja ruta que va de Tonchigue al cabo de San Francisco ceñida a las lomas costeras, "por el filo del mapa", como escribe Michelena. Han terminado los pocos kilómetros de pavimento cuando nos cruzamos con un campesino que arrea sus vacas cebús a que las preñen los toros de un amigo. "De ahora a mañana ya están -afirma-. No hay que dejar que les pase la luna". Qué suerte de los toros, comento yo, a usted le verán como a un ángel, ¿no? El hombre sonríe y echa pa'lante.
Las lanchas están ancladas en la caleta de punta Caleta, que en las noches luce faro para guiar a los navegantes. Como es tiempo de finados no se han hecho a la mar los lugareños. "Siempre se respetan los fieles", explica un pescador apuntando al cementerio playero. Hay cabezas de tiburón y pequeñas rayas muertas en la arena del trayecto. "La gente es tranquila aquí, todos nos conocemos".El cielo aún nublado impide lograr fotos panorámicas para el libro. "Más tarde ya arde el sol", pronostica una señora en Estero del Plátano, mientras los pavos corretean y las mujeres lavan ropa en las piedras del arroyo. Siempre hacia el sur, llegamos a Quingue, que está de fiesta. La humedad de la montaña preserva la vegetación, hay flores rojas en los árboles y borrachos durmiendo la juma en los portales. Los demás se han congregado alrededor de la cancha de fútbol, a espectar un desafío.Luego de 24 kilómetros de ruta montañera, tras cruzar el río y descubrir nuevas camaroneras, desembocamos en San Francisco. La bruma marina envuelve a las casas de tabla, a la iglesia azul con crema, a un jinete negro que pasa al trote con la camisa abierta. Por primera vez en mis viajes por la costa, las niñas rehuyen las fotos, como en los apartados pueblos de la setranía. El camino termina en Bunche, donde un día ya lejano dejé la camioneta y me embarqué a conocer Muisne. Pero ahora debemos volver, puesto que en Same nos aguarda una sorpresa... impublicable.