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enero 21, 2010
CONDENSADO DE "CRUISING WORLD" (ENERO DE 1995). © 1994 POR NYTSPORTS/LEISURE MAGAZINES, DE NEWPORT, RHODE ISLAND, CON TEXTOS ADICIONALES DEL AUTOR. FOTO: © RANDY MILLER/SHARPSHOOTERS.A bordo de nuestro entrañable barco familiar aprendimos la lección más difícil de todas: cuándo seguir un nuevo derrotero.
Por Davis RoperEl PHYLLIS era una nave tan galana y marinera que todavía hoy, cuando me detengo a mirar su fotografía, no puedo menos de sonreír. Era un cúter de ocho metros y medio de eslora, construido en Connecticut en 1939. Mi abuelo fue quien lo mandó hacer, pero más tarde se lo obsequió a mi padre, que contrajo matrimonio en 1941 y pasó a bordo su luna de miel con su joven esposa.
Aquel viaje nupcial duró muchísimo tiempo. Siguieron paseando juntos en el Phyllis cerca de 40 años, durante los cuales aguantaron tempestades, disfrutaron calmas chichas y tuvieron tres hijos. Yo subí a bordo por primera vez en septiembre de 1950, a la edad de un mes, metido en una canasta que acomodaron en una litera del camarote de proa, debajo de los baos de la cubierta.Pasamos muchos veranos felices explorando la costa de Maine. Eramos una familia unida, pero nuestro interés en el viejo velero de madera nos acercó aun más. El Phyllis nos enseñó un sinfín de cosas, entre ellas la importancia de respetar las reglas. Con él aprendimos también a precavernos de los pasos en falso, pues tanto mis dos hermanos como yo llegamos a caer alguna vez al agua por descuidados.A mí me ocurrió cuando tenía cinco años. Habíamos anclado en una caleta para pasar la noche. Papá, mamá y mis hermanos estaban abajo, preparando la cena. Me habían advertido que no debía columpiarme en las jarcias ni salir de la timonera sin ponerme el chaleco salvavidas, pero no pude resistir la tentación de romper las reglas. Como iba descalzo, resbalé en una barandilla moja-da; en el acto me hundí en un mundo oscuro y silencioso, y sentí que me ahogaba. Luego me acometió un dolor en la coronilla, cuando papá me agarró de los cabellos y me sacó del agua con violencia.- Aterricé en la reconfortante cubierta del cúter, aleteando como pescado.El Phyllis nos enseñó a tener confianza en nosotros mismos y a ser gente de recursos. Hasta el día de hoy me sigue asombrando el ingenio con que mis padres lo gobernaban. Para calcular la velocidad a la que navegábamos, arrojaban latas de refresco por la proa y medían cuánto tardaban en llegar a la popa. A guisa de "radar" para tiempo brumoso, mi padre gritaba por una vieja bocina de cartón: su voz rebotaba en tierra, y el eco le permitía localizar obstáculos y calcular a qué distancia se hallaban.Observar a mis padres trabajando codo a codo nos enseñó a mis hermanos y a mí la importancia de ser humildes y tolerantes. En una ocasión, mientras trazaba un derrotero por el rocoso litoral de Maine, mi madre informó con un tono de voz que no infundía mucha confianza:—Rumbo 224...-creo.Poco después surgió entre mis padres una breve pero acalorada discusión sobre un objeto medio sumergido que se divisaba adelante.—En la carta de navegación no se ve ningún escollo —dijo mamá.—Pues me parece que hay uno enfrente —contestó papá al timón.—Deben de ser algas —repuso ella—. Conozco esa carta palmo a...Un fuerte impacto le impidió terminar la frase.Al cabo de unos minutos, el Phyllis desencalló levantado por una ola de la pleamar. Mamá se volvió a mirar el escollo, meneando la cabeza con incredulidad.—O alguien puso allí esa roca, o el cartógrafo estaba borracho —dijo.—Esa es una de las cosas que me gustan de ti, mi vida —contestó papá, con los ojos radiantes—. Que nunca te rindes.El Phyllis nos ayudó a ser independientes y a bastarnos solos. También nos mantuvo unidos cuando más lo necesitábamos. Yo incluso anuncié a bordo de él mi intención de casarme, la noche en que todo terminó.Era una calurosa tarde de agosto de 1980, de aire sofocante y sereno. La familia departía reunida en la timonera, y el cúter se mecía en el atracadero de Marblehead, Massachusetts. Yo estaba tomado de la mano de mi novia, esperando el momento oportuno para formalizar nuestro compromiso, cuando empezó a soplar viento de lluvia del otro lado del puerto. Todos corrimos a guarecernos bajo cubierta. Luego se soltó el aguacero, y seguimos nuestra velada en la comodidad de los camarotes.Una vez que mi prometida y yo dimos a conocer nuestros planes, mi padre hizo a su vez un anuncio: iba a vender el barco. Mis hermanos y yo nos quedamos desconcertados, pero no dijimos nada. Cuando dejó de llover, los llamé a la timonera.—No podemos dejar que lo venda —les dije—. El Phyllis pertenece a la familia.—Pues tendremos que comprarlo nosotros —propuso mi hermano Chris.Todos asentimos con un gesto y volvimos abajo.—Papá, nosotros compraremos el barco —ofrecí.—No, no lo harán —dijo en tono tajante, e hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Miren, hijos, el Phyllis está muy viejo. Ustedes no saben lo que yo sé de él. 'Está cansado y maltrecho. Ya no les puede dar ningún provecho, y sí muchas molestias.Nos miró a los ojos por largo rato y luego añadió:—Todo por servir se acaba. Hay que saber cuándo desprenderse de las cosas. El Phyllis nos ha dado 40 años inolvidables, y ya es hora de aceptar que debe partir.Y lo vendió sin que pudiéramos evitarlo.Pasaron varios años y no nos resignábamos. Luego nos enteramos de que los nuevos dueños habían tenido que remozar el barco, y más tarde oímos decir que se había hundido. Papá tuvo razón.Pasaron diez años más, y mis padres se compraron un barco de motor de seis metros de eslora, muy manejable y con un camarote pequeño.Varios meses antes de sus bodas de oro, nos reunimos a hacer planes para el verano.—Hace 50 años pasamos nuestra luna de miel en el Phyllis —recordó papá—. Y así deberíamos celebrar nuestro aniversario: navegando. Alquilemos un velero para los ocho: su madre y yo, ustedes tres y sus esposas. Festejaremos con una excursión a donde siempre nos ha gustado: la costa de Maine.En julio de 1991 nos embarcamos en un queche de 16 metros y medio de eslora, y enfilamos al este sin perder de vista la costa.—Iremos a donde el viento nos lleve —dijo papá, emocionado de navegar otra vez.Atravesamos la bahía, fondeamos para pasar la noche, y a la mañana siguiente emprendimos la marcha, con tiempo bonancible y en plena armonía unos con otros.Un día, estando solo al timón, me puse a escrutar el horizonte vacío y brumoso. A lo lejos apareció un punto que fue creciendo hasta que distinguí el contorno de un mástil y un casco. Parecía ir siguiendo un derrotero contrario al nuestro, a menos de un kilómetro de distancia. No había motivo para que me fijara, pero algo me hizo tomar los catalejos y enfocar el casco. Por increíble que parezca, ¡era nuestro querido Phyllis!—¡Oigan todos! ¡No van a creerlo! —grité— ¡Es el Phyllis!Todos se reunieron en la cubierta y aguzaron la vista para comprobarlo. Cuando estuvimos a 30 metros, saludamos a voz en cuello a la joven pareja que estaba al timón:—¡Somos la familia Roper! ¡Ese barco fue nuestro hace mucho!La pareja nos invitó amablemente a subir a bordo. Walter, el propietario, le hizo a mi padre un sin-fín de preguntas sobre la historia del barco, y luego nos contó sus propias peripecias con él. Recordó la primavera en que se hundió, poco después de botarlo del astillero, pues sus tablones aún no se habían hinchado lo suficiente. Unos buzos se sumergieron a colocar bolsas bajo el casco, a seis metros de profundidad, y luego las llenaron de aire comprimido; el barco subió despacio a la superficie, donde lo achicaron con bombas. Para entonces, los tablones ya estaban bien hinchados y no hubo más filtraciones de agua. Tras una limpieza y un ajuste de máquinas, Walter lo pilotó en un viaje por la costa de Maine. Pronto nos dimos cuenta de que le prodigaba tantos cuidados como mi padre en su tiempo.Cuando volví al timón del queche alquilado, sentí surgir algo en mi interior, como una ola que se levantara del fondo del mar. De niño había dormido bajo los baos de la cubierta del Phyllis. A diferencia de mi padre, no recuerdo los días en que su maderamen era nuevo y no tenía grietas ni huellas de la intemperie. Pero sí guardo en la memoria las noches en que, de pequeño, despertaba con el líquido estremecimiento del mar y, al clavar los ojos en la sólida tablazón de roble, me sentía a salvo. Y recuerdo haber aspirado el olor de la madera añeja cuando miraba los surcos y las fisuras que año con año le iban saliendo, como las venas y las arrugas en el rostro de mi padre.Comprendí entonces que papá había tenido razón al vender el viejo Phyllis: sabía que no debíamos conservarlo sólo por los recuerdos, por entrañables que fueran. Hay que seguir adelante, y de esta verdad mi padre tuvo conciencia mucho antes que sus hijos.Con el Phyllis aprendimos que la vida pasa como una nube sobre el mar: primero está aquí, luego allá, y al final se esfuma. Lo único que podemos hacer es permanecer juntos lo más posible, recordar los buenos tiempos y dar gracias por el viaje.