ANGUSTIA EN UNA TORRE DE ALTA TENSION
Publicado en
enero 21, 2010
Por William HendryxSONÓ EL TELÉFONO y James McNeil cogió el auricular pensando que quizá fuese algún empleado de la Universidad Estatal de Arizona. Era poco después de las 4 de la tarde del 11 de febrero de 1997, y James, larguirucho adolescente de 17 años que cursaba el último grado de la enseñanza media superior, había pedido informes de la institución, pues tenía pensado inscribirse allí en el otoño.
—¡Diga! —contestó, impostando la voz para parecer más maduro.—John se ha subido a la torre de alta tensión —le avisó un vecino.¡Ay, no!, pensó James, y de inmediato colgó y corrió al patio trasero de la casa donde vivía con su familia, en Mesa, Arizona. Como muchos niños autistas, su hermano John, de diez años, no tenía noción del miedo ni del peligro, y trepaba a todo lo que podía. Aunque a James le daban pavor las alturas, muchas veces había tenido que encaramarse en el tejado para bajar al chico, sin atreverse nunca a mirar abajo.A los hermanos los unía un lazo muy estrecho. Cuando John era más pequeño, James solía pasearlo en hombros, lo que para aquél era un deleite y, para James, una manera de controlar los erráticos impulsos del pequeño. Desde hacía varios años pasaban muchas horas juntos. Se sentaban en el suelo y, con una paciencia infinita, James le llevaba la mano a John para enseñarle a manejar los controles del Nintendo, verdadera proeza para un niño autista.Como sus padres, Byron y Saundra, volvían tarde del trabajo, los tres últimos años James había tenido que sacrificar sus actividades extraescolares para cuidar a John. Era un precio que pagaba con gusto, pues el niño compensaba sus limitaciones colmando de alegría a su familia.Al salir por la puerta corrediza que daba al patio trasero, James vio a John encaramado a tres metros de altura, en la primera barra horizontal de la torre de alta tensión, de casi 37 metros, que se alzaba detrás de la casa. Estaba con los pies colgando y sin zapatos, totalmente ajeno al mundo.—¡John, bájate de ahí! —le gritó James.Aunque el niño casi no hablaba, su hermano sabía que entendía esas palabras. Sin embargo, lejos de obedecer, John siguió trepando hasta llegar a un cruce de barras que distaba del suelo unos cinco metros y medio. Al parecer, sabía que James iría tras él.Al muchacho le sudaron las manos al mirar hacia lo alto de la torre. De los cuatro brazos en que remataba aquella estructura gris pendían gruesos cables de alta tensión que zumbaban con una cantidad de energía eléctrica suficiente para una ciudad de 60.000 habitantes.James se asió de una de las barras diagonales para empezar a escalar la delgada y resbaladiza armazón. Miró hacia arriba y vio a su hermano apoyarse en los pernos de la torre para subir a la parte superior. Los trabajadores de la compañía de electricidad usaban esos pernos, de diez centímetros de largo, a modo de peldaños para llegar a lo alto. ¡Por favor, quédate donde estás!, imploró James con el pensamiento.En ese momento oyó gritar una voz de mujer:—¡John, baja ya!Aferrándose al frío esqueleto de acero, James se obligó a mirar hacia el suelo por primera vez y, acometido de vértigo, vio a su hermana mayor, Joy, 17 metros abajo, con la angustia reflejada en el rostro.Joy miraba con impotencia a sus hermanos subir y subir. Faltaba ya muy poco para que anocheciera, pero la joven sabía que James no bajaría sin John.—¡Por favor, no sigas subiendo! —gritó una vez más y luego entró corriendo en la casa para llamar al número de emergencias.James volvió a mirar arriba y vio que John seguía subiendo. Sin hacer caso del vértigo, estiró la mano y se aferró al siguiente perno. Sus anchos y pesados tenis no le servían de mucho en tan estrechos peldaños. Un resbalón y... Mejor no pienses en eso, se dijo. Sólo sigue subiendo.Al llegar a unos 27 metros de altura, el muchacho rebasó el primer brazo de la torre. El ominoso zumbido de los cables parecía el de un avispero.Ya cerca de la cúspide, su pantalón corto se enganchó con uno de los pernos y el tirón lo hizo trastabillar; logró desengancharse, pero al subir al siguiente perno estuvo a punto de caer.Al cabo de unos segundos que le parecieron eternos, se encaramó por fin en la barra más alta de la torre, a casi 37 metros del suelo (altura equivalente a la de un edificio de 12 pisos). John estaba sentado tranquilamente en esa misma barra, de escasos ocho centímetros de ancho, mirando a su hermano como si dijera: "¿Por qué has tardado tanto?"James lo sujetó con fuerza por la muñeca y le dijo:—Hazme lugar.Se fue acercando palmo a palmo hasta quedar sentado junto a su hermano y trabó las piernas en el cruce de barras de abajo. Habían llegado milagrosamente hasta la cúspide sin caer ni electrocutarse, pero las probabilidades de bajar sin sufrir daños eran muy escasas. Es mejor que nos quedemos aquí, pensó James. Pronto vendrán a ayudarnos.Lo difícil iba a ser evitar que John hiciera algún movimiento brusco, pues cuando no tenía sus muñecos Power Rangers u otros juguetes para entretenerse, no se estaba quieto mucho tiempo.James volvió a sentir vértigo al mirar abajo y ver que las sombras se alargaban cada vez más. Cerró los ojos y apretó con más fuerza la mano del niño.LA POLICÍA llegó a casa de los McNeil a las 4:25 de la tarde y Joy les salió al encuentro llena de angustia.—¡Son mis hermanos! ¡Por favor, ayúdenlos! —suplicó.En ese instante se oyó un traqueteo en el cielo: varios helicópteros de la televisión empezaron a volar en círculos sobre la torre como buitres hambrientos. John alzó la mano suelta y los saludó con entusiasmo.—¡No, John! ¡No te muevas! —gritó su hermano sin dejar de sujetarlo, mientras los helicópteros comenzaban a transmitir en directo lo que estaba ocurriendo.UNOS 30 KILÓMETROS al este de Mesa, una cuadrilla de la compañía de electricidad estaba terminando un trabajo cuando recibió aviso por radio de que había dos chicos atrapados en lo alto de una torre de alta tensión. A Jim Green, hombre de 50 años que dirigía la cuadrilla, se le hizo un nudo en el estómago.—¡Vamos para allá! —respondió.La única manera de bajar a los chicos sin peligro era con el Cóndor, un camión equipado con una canastilla que podía elevarse hasta 45 metros de altura por medio de un brazo telescópico. Green se comunicó con el taller de mantenimiento de la compañía y, afortunadamente, resultó que el Cóndor andaba cerca.—Nos vemos en la torre —le dijo Green al mecánico.TERRY SELF estaba en casa viendo el noticiario de las 5 de la tarde luego de terminar su turno de trabajo en el cuerpo de bomberos. Se sobresaltó mucho al ver las imágenes de dos chicos atrapados en una torre de alta tensión, pues él tenía tres hijos. Hombre robusto de 44 años, Self era jefe de la brigada de salvamento. De inmediato se puso su traje incombustible y salió.
En el trayecto de ocho minutos hasta la casa de los McNeil analizó las opciones. Lo primero era subir a la cúspide de la torre y asegurar a los chicos; luego podría intentar bajarlos con una cuerda, aunque correrían mucho peligro.Al llegar, Self vio a su compañero Jeff Mitchell entre un grupo de curiosos apiñados al pie de la torre. Sin saber que el Cóndor venía en camino, Mitchell se disponía a ser subido en la canastilla del camión de bomberos, de 30 metros de alcance, hasta unos 21 metros de altura —debajo del primer brazo de la armazón— y desde allí trepar luego a la cúspide.Self y Mitchell subieron a la canastilla y comenzaron el ascenso. Varios años antes, Mitchell había enfrentado una situación parecida: cierto día lluvioso un trabajador de la compañía de electricidad estaba reparando cables cuando inesperadamente sufrió una descarga eléctrica mortal que dejó su cuerpo carbonizado colgando a 30 metros de altura. Al recordarlo, el socorrista, de 31 años, deseó que sus dos pequeños hijos no tuvieran encendido el televisor. No quería que lo vieran morir electrocutado.Mientras subían, les avisaron por radio que uno de los chicos era autista e hiperactivo. Self meneó la cabeza al recordar que un amigo suyo tenía un hijo autista que no era capaz de estar quieto más de cinco segundos. ¿Y si a este niño le da por ponerse a brincar?, se preguntó.EN LO ALTO DE LA TORRE, James seguía sujetando con fuerza la muñeca de su hermano. Era alrededor de las 5:30 de la tarde y ya habían cortado la energía eléctrica. Sin embargo, el incesante trajín que había arriba y abajo tenía muy excitado a John.Para tranquilizarse y distraer al niño, James cantó su himno religioso preferido una y otra vez hasta enronquecer. "Soy hijo de Dios y Él me ha enviado aquí", decía un verso. "Me ha dado el calor de un hogar y unos padres amorosos".MIENTRAS EL CÓNDOR avanzaba a paso de tortuga en el intenso tráfico, Self, alpinista experimentado, estaba batallando para llegar a la cúspide de la torre, pues ésta era muy distinta de las paredes de roca que solía escalar: adondequiera que miraba no veía más que aire... y el suelo... y electricidad residual en cantidad suficiente para lesionar y hasta matar a una persona. ¡Tengo que salvar a esos chicos!, pensó mientras se obligaba a trepar más de prisa.A los pocos minutos llegó por fin al lado de los chicos y, fijando la mirada en los ojos azules de John, preguntó:—¿Cómo están, muchachos?—Bien —respondió James—. Hasta ahora.Self se deslizó detrás de ellos y notó que el muchacho estaba paralizado de miedo, pero ni por un instante apartaba la mano ni la vista de la muñeca del niño.El bombero ciñó a John con una cuerda y lo aseguró a su propio cuerpo y a la barra en que estaban sentados; luego hizo lo mismo con James.—Ya los tengo asegurados —les dijo—. Nadie se va a caer.En cuanto Self le hizo una seña, Mitchell empezó a subir provisto de sogas y equipo para rappel. En ese momento les avisaron por radio que el Cóndor venía en camino. Pero, ¿cuánto va a tardar?, se preguntó Self. Explicó a los hermanos cómo debían bajar con las cuerdas y que éstas resistían un peso de hasta cuatro toneladas. Luego se puso a hablarles de sus hijos, que tenían 15 y 11 años, pero su forzada calma disimulaba mal su creciente nerviosismo. El bombero se preguntaba qué pasaría si finalmente llegaba el Cóndor pero no servía para realizar el salvamento. Para entonces ya habría anochecido y bajar con los chicos sería casi imposible.—Hay que bajar ahora —le dijo a Mitchell, que ya estaba debajo de él.JIM GREEN y su cuadrilla tuvieron que subir su vehículo a las aceras para rodear a los curiosos y llegar al lugar de los hechos. El Cóndor por fin estaba allí. En lo alto de la torre se veían cuatro figuras diminutas.—Coloquen el camión en posición —ordenó el electricista.En cuestión de minutos el Cóndor estuvo listo. Cuando Green y dos de sus ayudantes subían a la canastilla, un jefe de bomberos se acercó a hablar con ellos.—¿Por casualidad traerán algún Power Ranger de juguete? —le preguntó a Green—. La hermana me dijo que al niño le encantan esos muñecos.Green sonrió al oír el comentario, pues a sus hombres y a él solían llamarlos los Power Rangers. No había tiempo para conseguir un juguete, pero durante el lento ascenso hacia la cúspide se le ocurrió una idea.Dos minutos después, al llegar adonde estaban los hermanos, miró al menor a los ojos y le dijo:—¡Hola, John! Nosotros somos los verdaderos Power Rangers y hemos venido a bajarte.El rostro de John se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja. Green le ajustó una cuerda de seguridad y, cuando por fin lo tomó en brazos, la multitud prorrumpió en un ruidoso aplauso.MÁS DE DOS HORAS después de haber subido a la torre, los chicos fueron recibidos en tierra por su madre, que había salido a toda prisa del trabajo hacía una hora. Su padre llegó a los pocos minutos. Por primera vez John pareció entender lo que era el peligro. Lo abrigaron con una chaqueta de bombero y lo llevaron al hospital, donde fue atendido de una hipotermia leve.
"James fue quien le salvó la vida", dijo Self más tarde. "Tuvo que dominar su pavor a las alturas para ayudar a su hermano"."Es cierto", comenta James. "Le he dado mucho, pero él me ha dado más a mí: su amor incondicional. ¿Que si soy el guardián de mi hermano? ¡Claro que sí!"Un socorrista del cuerpo de bomberos acude en ayuda de los hermanos