EN LAS GARRAS DE LA TEMPESTAD
Publicado en
diciembre 25, 2009
REPORTAJE DE AP (20-23 DE DICIEMBRE DE 1998). © 1998 POR THE ASSOCIATED PRESS, DE NUEVA YORK.Los náufragos quedaron horrorizados al ver que una ola los levantaba a más altura que el helicóptero de rescate.
Por Todd LewanLAS OLAS SE ERGUIAN como murallas grises a una altura de hasta 18 metros. Entre ellas, el pesquero La Conte, de 23 metros de eslora, se agitaba como una cáscara de nuez, navegando contra un feroz viento en proa de 60 nudos. Habían zarpado hacía una semana del puerto de Sitka, en Alaska, con rumbo al banco de Fairweather, zona pesquera situada a 190 kilómetros hacia el noroeste. Llegaron el domingo 25 de enero de 1998. Bajo el cielo plomizo, el fornido capitán, Mark Morley, y la tripulación (Robert Doyle, William Mork, Mike Decapua y David Hanlon) echaron los aparejos de pesca y empezaron a trabajar.
Al poco rato el mar empezó a picarse, y el viento, a azotar el cordaje. El lunes a mediodía, Morley decidió dejar los aparejos en el agua y refugiarse en la bahía de Graves, a 130 kilómetros al sureste.Se quedaron allí dos días, hasta que el viento amainó, aunque las olas todavía alcanzaban tres metros de altura. Morley anunció que volverían para recoger los aparejos. A nadie le preocupó la idea, salvo a Hanlon, que era un lobo de mar con 34 años de experiencia.En la pesca comercial no es raro que los marineros abandonen de pronto el barco a causa de un mal presentimiento sobre el mar, la nave o los dioses de las tormentas. Horas antes de embarcarse, Hanlori tuvo una de esas premoniciones y telefoneó a su familia.—Ese barco no me inspira confianza —le dijo a un sobrino—. Es la última vez que navego en él.EL 30 DE ENERO, a las 6:15 de la tarde, Morley estaba escudriñando el horizonte cuando una ola se alzó ante la proa y cayó sobre el buque como una bomba, cubriéndolo de agua espumosa. Poco a poco, la nave volvió a emerger como un submarino.
—¡Capitán, estamos en dificultades! —advirtió Decapua—. El cuarto de máquinas está haciendo agua.—¿Y las bombas?—Ninguna de las dos funciona.La bomba de gas de reserva estaba mojada, y las máquinas ya se encontraban sumergidas hasta la mitad.Morley mandó a sus hombres ponerse los trajes salvavidas. Luego todos empezaron a achicar el cuarto de máquinas, pero en pocos minutos el agua les llegó al cuello. Morley se asomó por la escotilla y ordenó:—Hay que salir de aquí. ¡El barco se va a hundir!Después fue al radio para emitir un mensaje:—¡Auxilio! ¡Hay una emergencia a bordo del pesquero La Conté!No obtuvo más respuesta que ruido de interferencia. No podían esperar más: tenían que saltar cuanto antes al agua para no ser arrastrados al fondo por el vacío que iba a crear aquel féretro de 66 toneladas.Morley salió a la cubierta de proa en busca del radiofaro indicador de posición para emergencias (RIPE). El aparato, del tamaño de un bolo, tiene un detector de agua que activa una señal de radio si el barco naufraga. Morley tomó el RIPE, su único vínculo con el mundo exterior, y se dispuso a saltar.En ese momento, una montaña de agua se levantó junto a la popa, se quedó suspendida un instante y luego cayó sobre la caseta del timón haciendo trizas las ventanas.—¡Tenemos que subir a la cubierta! —gritó Doyle.Pero sus compañeros estaban confundidos: la nave se había ladeado y los mástiles tocaban el agua. Luego se enderezó, y una cascada de objetos sueltos se les vino encima.Andando a gatas, los tripulantes subieron a la cubierta de proa mientras la nave volvía a escorar, esta vez hacia estribor. Se ataron unos a otros con una cuerda gruesa, en cuyos extremos Doyle amarró dos flotadores y el RIPE.La cordada avanzó a paso de tortuga por la superficie resbaladiza y empinada de la cubierta, hasta la banda de babor de proa. Se encaramaron a la barandilla, tomaron aire... y vacilaron. Tan negro estaba el mar, que no alcanzaban a verlo.—¡Hay que saltar a la cuenta de tres! —gritó Morley—. Uno... dos... —En ese momento el barco volvió a balancearse—. ¡Tres!Todos saltaron al abismo.Mork fue el primero en salir a la superficie, impulsado por un pataleo desesperado y por el cuello flotante del traje salvavidas. Vio el casco del La Conté desaparecer detrás de una ola y acabar de hundirse.Otra cabeza asomó entonces del agua, escupiendo y jadeando. Era Hanlon. Cerca de él apareció Morley, seguido de Decapua y Doyle.Apenas salieron, las olas empezaron a hundirlos y agitarlos como si estuvieran en una lavadora, y los nudos que los mantenían juntos se aflojaron.A LAS 7:02 DE LA NOCHE, mientras el teniente Steven Rutz hacía guardia en el Centro de Búsqueda y Salvamento de la Guardia Costera estadounidense en Juneau, recibió un mensaje urgente retransmitido por el Centro de Control de Maryland.
Rutz tomó el papel impreso por la computadora: era un S.O. S. proveniente del golfo de Alaska, del punto situado a 58° 15' de latitud norte y 138° 21' de longitud oeste. Inexplicablemente, la señal no identificaba el barco. Rutz revisó el mapa y comprobó que la posición correspondía a la zona pesquera de Fairweather.A las 7:08 llamó a la Estación Aérea de Sitka, la base de la Guardia Costera más cercana al lugar de la emergencia, y pidió que enviaran un helicóptero de rescate.Cuando volvieron a salir a flote, Morley pasó lista y todos respondieron, menos Hanlon. Lo llamaron una vez más y él contestó por fin: —¡Ayúdenme! ¡Me ahogo! Su traje salvavidas no le venía bien y el cuello no le sostenía la cabeza. Estaba tragando agua y desfalleciendo. Mork lo levantó y lo hizo reclinar la cabeza en su pecho.Morley también se encontraba en graves apuros. Al saltar del barco se había golpeado contra el casco y el traje se le había desgarrado. El agua, que estaba a 3° C, se le metía en el traje y lo hacía tiritar de frío. Doyle lo envolvió con brazos y piernas.—Bobby —dijo el capitán—, no voy a salir vivo de ésta.Otra ola imponente se alzó junto a ellos. Después del embate, notaron que faltaba Hanlon.—¡Dave! ¡Dave!—lo llamaron varias veces, pero no hubo respuesta.Mork preguntó entonces lo que todos estaban pensando.—Oye, Bob, ¿crees que venga la Guardia Costera por nosotros?—Por supuesto —contestó Doyle, que había trabajado 20 años en esa corporación.EL TENIENTE William Adickes despegó de la base aérea en un helicóptero Jayhawk H-60, y en seguida lo azotó una ráfaga de 70 nudos. Si esto es aquí, ¿cómo será en alta mar?, se preguntó el piloto, que tenía 15 años de experiencia. Intentaba mantener una altitud de 90 metros, pero el aparato, pese a ser el más potente de la Guardia Costera, subía y bajaba hasta 30 metros de una vez.
A los 50 minutos de vuelo, su receptor captó débilmente una señal de RIPE procedente de abajo, que indicaba que había llegado al sitio de la emergencia, pero cada ráfaga parecía una mano gigantesca que lo arrojara hacia atrás, y pronto perdió la señal. En esas condiciones, pilotear exigía extrema concentración y pericia. Con los motores a la máxima potencia, Adickes y el copiloto, Dan Molthen, tardaron 25 minutos en volver al lugar del naufragio.La ventisca irrumpió en la nave cuando el mecánico de vuelo Sean Witherspoon abrió la escotilla de salto. Molthen encendió los reflectores y Adickes vio brillar la cinta reflejante de los trajes salvavidas. La brigada lanzó tres bengalas.En eso, una ráfaga de más de 80 nudos azotó el aparato, de 10 toneladas, y lo hizo retroceder 800 metros.A los pocos minutos, mientras los náufragos flotaban en lo alto de otra inmensa ola, vieron lo inconcebible: ¡El helicóptero se encontraba a menor altura que ellos!El nadador socorrista Rich Sansone se dio cuenta de lo que ocurría.—¡Arriba, arriba! —gritó por su micrófono de diadema.Mientras el piloto hacía subir el aparato, el mecánico miró por la escotilla y vio pasar la ola a metro y medio de distancia.Después de 80 minutos, los socorristas perdieron el contacto con tierra y el combustible ya no les alcanzaba más que para volver a la base.—Tenemos que regresar —anunció finalmente Adickes.Durante el vuelo a Sitka, los tripulantes no dejaron de pensar en los náufragos que habían dejado atrás.A LAS 9:35 DE LA NOCHE se envió otro Jayhawk, piloteado por el capitán David Durham y con cuatro tripulantes. El mecánico de vuelo Chris Windnagle alcanzó a ver debajo de los nubarrones la luz estroboscópica del RIPE. Los náufragos estaban apiñados alrededor de él.
Mientras el piloto intentaba suspender el aparato sobre el agua, el mecánico prendió tres bengalas y empezó a descolgar la canastilla de salvamento, pero ésta se desvió hacia el rotor de cola. Volvió a recogerla y a descolgarla, pero después de siete intentos no pudo acercarla a menos de seis metros de los náufragos, distancia excesiva para que la alcanzaran a nado. Entonces se apagaron las bengalas, y Durham calculó que sólo le quedaba combustible para regresar a la base.Al ver alejarse el segundo helicóptero, los náufragos empezaron a perder las esperanzas. Habían pasado seis horas desde el naufragio cuando, según los cálculos de la Guardia Costera, la probabilidad de sobrevivir durante 2,6 horas en aguas tan frías con el traje salvavidas puesto es de 83 por ciento, y durante 4,7 horas, de 51 por ciento.El mecánico de vuelo Fred Kalt iba acuclillado en la oscuridad en el tercer helicóptero enviado al lugar del naufragio. Esa brigada estaba mejor provista que las dos anteriores. Llevaban barras luminiscentes para que los náufragos pudieran ver la canastilla de rescate, 26 bengalas de 45 minutos de duración y 320 kilos de combustible dé reserva.Mientras el helicóptero subía y bajaba como en una montaña rusa, la tripulación vio las tiras reflejantes de unos brazos que se agitaban.—¡Allí están! —gritó Kalt.Prendió seis bengalas y bajó la canastilla de rescate, que el viento arrojó a decenas de metros de los náufragos. El socorrista pasó una hora izándola y descolgándola para que cayera más cerca, pero no lo consiguió, y el cable del torno empezó a rozar contra el borde de la escotilla. Si se revienta, estarán perdidos, pensó Kalt.Por fin, el piloto, Steve Torpey, arrastró la canastilla hasta dejarla a cuatro metros de los náufragos. Uno de ellos la alcanzó a nado y subió.—¡Tenemos a uno! —exclamó Kalt, y echó a andar el torno.En pocos segundos el náufrago estuvo a salvo en el helicóptero.El nadador socorrista Michael Fish le quitó el traje salvavidas y lo envolvió en una bolsa térmica.—¿Cómo se llama?—Mo... Mork. William Mork.Cuando volvieron a bajar la canastilla, cayó a unos diez metros de los sobrevivientes. Luego el cable chirrió y se puso tenso como una cuerda de violín, y Kalt izó la canastilla. Dentro iba sentado otro náufrago. Kalt jaló la canastilla para meterla, pero parecía estar trabada.—¡Ayúdame! —le pidió al mecánico de reserva Lee Honnold.Fish, que seguía atendiendo a Mork en el suelo, miró hacia la escotilla y alcanzó a ver que había otro náufrago colgado de la canastilla. Mientras Kalt y Honnold tiraban de ella, el hombre se golpeaba contra los bordes de la escotilla.—¡Esperen! —dijo Fish—. Hay un hombre colgado de la canastilla.—¿Dónde? —vociferó Kalt—. No lo veo.El náufrago se asomó al interior de la cabina y miró con expresión suplicante a Fish, que a su vez lo miraba con ojos consternados. Entonces cayó al agua.—¿Bob? —preguntó Fish con sorpresa al ver al náufrago que iba sentado en el interior de la canastilla—. ¡Bob Doyle!Habían trabajado juntos en la base aérea de Sitka. Fish le quitó el traje, que estaba lleno de agua, y lo envolvió en una bolsa térmica. Doyle llevaba más de siete horas y media en el agua helada.—¿Cuántos hombres iban en el barco? —le preguntó Fish. —Cinco.—¿Quién es el que cayó al agua? —Mark Morley, el capitán. En la cabina de mando, Torpey vio a un hombre junto a la luz estroboscópica y a otro flotando a 30 metros de distancia, y se preguntó dónde estaría el quinto.El combustible se terminaba; para llegar a Sitka debían irse ya, pero decidieron intentar el rescate de los dos hombres que faltaban, buscar al quinto y luego volar a la base aérea de Yakutat, que distaba de allí 110 kilómetros, la mitad que la de Sitka.Aunque le preocupaba el desgaste del cable, Kalt volvió a bajar la canastilla y, 40 segundos después, Decapua estaba a salvo.Luego echaron la canastilla junto a Morley, pero él no se movió. Le pegaron con ella, y no hubo reacción.Intentaron recogerlo arrastrando la canastilla, mas fue en vano. Al cabo de diez minutos, con los tres hombres rescatados en estado de hipotermia y el nivel de combustible peligrosamente bajo, se dirigieron a Yakutat.AL AMANECER, otras naves de búsqueda empezaron a reconocer la zona y, poco después de las 3 de la tarde, un helicóptero recogió el cuerpo de Mark Morley a unos 15 kilómetros del sitio del naufragio. A las 5 cesó la búsqueda de David Hanlon.
Jesse Evans, de 17 años, fue el primero en ver, a través de la mira de la escopeta de su padre, el bulto rojo que yacía sobre el musgo. Junto con su amigo Doug Conner, de 16 años, atravesó una arboleda para verlo de cerca. Era la parte superior de un traje salvavidas. Al final de la manga tenía una manopla de neopreno.Jesse levantó la manopla, que estaba algo pesada, y con su cuchillo de caza le hizo un corte en cruz en el centro. Dentro había arena, piel y uñas. Doug sintió que un escalofrío le recorría la espalda.—Debe de haber un cadáver por aquí —dijo, impresionado.Se hallaban en la isla de Shuyak, la más septentrional del archipiélago de Kodiak, en Alaska, donde sólo viven osos y ciervos. ¿De dónde habría salido la manopla?—¡Ahí hay algo! —exclamó Doug.Los chicos apartaron unas ramas y vieron un montículo recién hecho: la guarida de un oso. El resto del traje salvavidas estaba sobre ella.ERA EL 13 DE AGOSTO de 1998. Dos horas después llegó la policía estatal. La espalda del traje tenía estampado el nombre de un barco: Tomboy. Preguntando a los capitanes de las naves llamadas así, dieron con un hombre que le había prestado el traje a un pescador del La Conté.
Más adelante, un médico del laboratorio forense de Anchorage comparó las huellas dactilares de la piel hallada en la manopla con las del archivo de la policía, y el 31 de agosto confirmó que los restos eran de David Hanlon. La corriente del golfo de Alaska, que fluye en sentido inverso al de las manecillas del reloj, había arrastrado el cuerpo del náufrago a lo largo de 950 kilómetros, hasta esa apartada isla.Los seis hermanos de Hanlon tuvieron el consuelo de poder despedirse de él. Fue el último capítulo de una historia de tragedias, pero también de heroísmo ante las fuerzas ciegas de la naturaleza.Los tres sobrevivientes, William Mork, Mike Decapua y Robert Doyle, se restablecieron de la hipotermia. No sufrieron lesiones permanentes.