¡RESISTAN, VAMOS POR AYUDA!
Publicado en
noviembre 06, 2009
Drama de la vida real.
De pronto lo que era una inocente diversión se convirtió en una aventura aterradora.
Por Harold Horwood.
HABÍA SIDO un hermoso día de invierno. El Sol, al ponerse sobre el campo de hielo que cerraba la bahía Concepción, en Terranova, la había teñido de rojo y después de púrpura. El sargento primero Doug McKay, veterano piloto de helicópteros de la Real Policía Montada del Canadá, estaba en casa cuando recibió la llamada de urgencia: "Ocho muchachos atrapados en hielo flotante frente a Chamberlains. El hielo se está rompiendo. De un momento a otro caerán al agua. Apresúrense".
McKay, padre de cuatro hijos, no necesitaba que lo apremiasen. En unos cuantos minutos había reunido a su ingeniero de vuelo, el alguacil especial Tom Manning, y ambos se dirigían a toda velocidad hacia el aeropuerto. Eran las 5:20 de la tarde del 6 de febrero de 1975.
El helicóptero de la Policía Montada de Saint John es en realidad un vehículo de transporte, un aparato Bell 212 para volar con visibilidad. Los rescates marinos son tarea de las fuerzas armadas, cuyos aparatos, más potentes, están equipados con aparejos, malacates eléctricos e instrumental para vuelos nocturnos. Sin embargo, la más próxima unidad de salvamento estaba en Summerside, en la isla del príncipe Eduardo, a 820 kilómetros de distancia de Chamberlains. Cuando pudiera llegar aquí, los muchachos ya estarían muertos.
De todas maneras sería una operación arriesgada e incierta, pensaba McKay sombríamente al entrar en el hangar en compañía de Manning. Había caído la oscuridad, empezaba a levantarse el viento y una fuerte marejada penetraba en la bahía. Por fortuna, Chamberlains, pueblo costero de mil habitantes, quedaba sólo a 25 kilómetros de Saint John. McKay y Manning despegaron a las 5:45 de la tarde, precisamente 25 minutos después de la alerta.
Shawn Hiscock, de 15 años, y su condiscípulo Elvis Morgan habían salido de la escuela a las 3:30 y se dirigieron hacia la playa de Chamberlains y el Pico de la isla Bell, brazo de la bahía de Concepción que se abre hacia el nordeste. Peligrosa extensión de agua, con fuertes mareas y vientos imprevisibles, el Pico es un lugar predilecto de los navegantes de vela durante el estío, pero aterrador en invierno por el hielo traicionero que a veces aparece de un día para otro, y luego desaparece con la misma rapidez al primer cambio del viento. Sin embargo, en ocasiones el hielo es portador de buena suerte, pues obliga a centenares de patos a posarse próximos a la costa, en lagunas de agua abierta, donde los cazadores pueden llegar hasta ellos en bote o saltando de un témpano a otro de hielo flotante.
Los muchachos de Terranova practican tal ejercicio para divertirse. Generalmente sus padres lo prohíben, pero ellos saltan con la misma naturalidad con que en otros lugares los chicos trepan a los árboles, y de ese modo adquieren facultades que más tarde pueden serles útiles en su profesión de pescadores o marineros. A Shawn y Elvis, los riscos de las islas situadas frente a la costa se les antojaron tentadoramente cercanos. Las condiciones del tiempo parecían ser excelentes. El viento había cesado. El hielo llegaba hasta la costa. Y no hacía mucho frío: alrededor de 10° C. bajo cero.
En el momento en que empezaron a saltar de témpano en témpano se les unió un tercer muchacho, Robert Brown. ¿Qué peligro podían correr? Aunque uno se resbalara, los amigos lo sacarían y todo quedaría en una mojadura. Estaban pasándolo espléndidamente, alejándose cada vez más de la costa.
Mientras tanto, cinco niños más pequeños, de nueve a 12 años de edad, se aventuraban también sobre el hielo. Iban saltando como conejos y, poco después de las 4 de la tarde, habían llegado casi a la deshabitada isla Bell, a tres kilómetros de la costa. Para entonces ya el viento empezaba a soplar del sudeste en ráfagas siniestras.
Fue entonces cuando Shawn Hiscock, que se había quedado a mitad del canal con Elvis Morgan, advirtió que algo andaba mal. De repente se había levantado una oleada que hacía subir y bajar el hielo.
—Escucha —dijo a Elvis—. ¿Oyes ese ruido como de algo que rechina? Debe de ser el hielo que se rompe a lo largo de la costa. Más vale que regresemos en seguida.
—¿Y los otros? —le preguntó Elvis.
—Trataremos de llamarlos.
Robert, que estaba a corta distancia, los oyó, y se volvió hacia la costa. Los otros cinco chicos, separados por un par de kilómetros, no pudieron oírlos.
—Quizá logren llegar a la isla y se estén allí hasta que alguien vaya por ellos —comentó Elvis.
Pero Shawn ya estaba asustado. El ruido del hielo que se rompía y estrellaba iba en aumento. El oleaje era cada vez más fuerte. El viento arreciaba.
—Será mejor que nos apresuremos —propuso—. No creo que alcancemos tierra.
Saltaban sobre el hielo oscilante, a veces resbalando, mojándose hasta las rodillas, en dirección de la playa, seguidos de Robert. El Sol empezaba a ocultarse detrás de las colinas, al lado opuesto de la bahía, cuando llegaron a la orilla del hielo y descubrieron que estaban atrapados. Empujada por el viento del sudeste, la masa helada se había separado de la costa. Un escalofrío invadió a los chicos cuando vieron la playa al otro lado de 300 metros de agua abierta. Cubrían el agua pequeños témpanos que mermaban aun más al chocar entre sí con el intenso oleaje.
Mientras tanto los cinco muchachos más pequeños habían decidido regresar y ya se dirigían hacia la costa. Al principio pudieron avanzar fácilmente por la firme extensión de hielo. Luego empezaron a encontrar trechos de agua abierta con hielo suelto y tuvieron que seguir adelante a saltos. Pronto pudieron ver a los tres adolescentes cerca de la playa y oír que Hiscock les gritaba. Finalmente se reunieron con los muchachos mayores que se encontraban aislados de pie sobre un témpano, el más grande que habían podido encontrar. Era poco más o menos del tamaño de una sala, es decir, de unos tres y medio por seis metros. Alrededor se integraban otros bloques menores. Por primera vez los más pequeños empezaron a asustarse.
—Vamos a morir —murmuró Christopher Dinn, de nueve años.
LA SEÑORA Elizabeth Morrissey preparaba la cena en su casa, sobre la playa de Chamberlains, cuando un vecino llamó a la puerta y le avisó: "El hielo se aleja y hay alguien encima de él".
Seguida por su hijo Cyril, de 15 años, la señora se dirigió velozmente al punto más alto de la playa y clavó la vista hacia donde se ponía el Sol.
"Son dos. Parecen dos niños", explicó a su vecino. Momentos después descubrió una tercera figura. En esto empezaron a llegar las madres: la señora Geraldine Fowler, cuyo hijo era uno de los que estaban en apuros, y algunas otras que no habían visto llegar a los suyos de la escuela. Entonces descubrieron cinco figuras más sobre el hielo. Las más lejanas saltaban de témpano en témpano, como si no pudieran encontrar un trozo de hielo bastante grande para sostenerse. Dios mío, pensó angustiada la señora Morrissey, ¡ocho chiquillos! Y les gritó: "¡Resistan, vamos por ayuda!"
El joven Cyril Morrissey y Toisón Greely, de 20 años, juntaron unos 55 metros de cuerda de amarrar y corrieron hasta un lugar de la playa donde estaba un bote de seis metros que habían varado para el invierno. La oscuridad era ya absoluta y los muchachos se apretujaban sobre un témpano, a unos 300 metros de la playa. Se había congregado en la orilla una multitud de 200 personas, en su mayor parte mujeres y niños, muchos de los cuales lloraban. Algunos de estos últimos se habían puesto de rodillas y rezaban implorando un milagro.
Entre tanto la señora Morrissey había corrido al Club Bungalow para pedir ayuda a los hombres que se encontraban allí. Avisados, subieron inmediatamente a sus automóviles y se dirigieron a la playa, donde alinearon los vehículos con las luces encendidas para iluminar al grupo de chicos, que, aterrorizados, se estrechaban entre sí en el hielo oscilante. Los hombres botaron la lancha al agua, pero el hielo y las olas la arrojaron de nuevo a tierra. Y no había en varios kilómetros otro lugar donde se pudiera echar al agua una embarcación.
—Voy a tratar de llegar hasta allá —declaró Cyril Morrissey, desesperado, y fue hacia el agua con el cabo de la cuerda en la mano.
—¡Nada de eso! —le gritó su madre— Jamás llegarías hasta ellos. Voy a pedir un helicóptero.
Corrió a la casa más próxima, echó mano del teléfono y marcó el 911, esto es, el número para casos de urgencia.
Momentos después estaba de regreso en la playa. Su voz resonó sobre el agua en tinieblas y llegó hasta los niños: "¡No se muevan de ahí! ¡Ya viene un helicóptero!"
Trascurrió lo que a los chicos les pareció un tiempo interminable hasta que oyeron el ruido del helicóptero y descubrieron las luces del aparato, que pasó cerca de ellos y se alejó. Luego reapareció, volando en círculo, y pudieron sentir el aire de los rotores. Shawn pidió a sus compañeros que se arrodillaran en un extremo del témpano, que bajaran la cabeza y se la cubrieran con las manos.
Para la tripulación del helicóptero, los automóviles alineados en la playa con las luces encendidas eran un faro perfecto. El aparato encendió su proyector y sus luces de aterrizaje y dos veces voló sobre la zona a una altura de 45 metros. En la segunda vuelta descubrió el bloque en que estaban los muchachos. Sin embargo, no sería posible posarse sobre el hielo, delgado y suelto. Para intentar el rescate McKay tendría que hacer descender el helicóptero a una altitud cero y permanecer suspendido en el aire al nivel del mar. Había verdadero peligro de que el viento de los rotores empujase a los muchachos y los arrojara al agua, o que el oleaje levantado por las aspas desbaratara el hielo que los sostenía. Sin embargo, la parte realmente difícil consistiría en igualar el movimiento del aparato al del oleaje, que se alzaba y descendía más de un metro. El piloto McKay tendría que tratar de mantenerse subiendo y bajando como un péndulo al compás del mar, porque la única manera de salvar a los chicos estaba en que el alguacil Manning se inclinara y los agarrara con la mano.
Los patines del helicóptero tocaban continuamente la cresta de las olas. Unos centímetros de más y la máquina podría desaparecer en el voraz abismo del océano, pero McKay tenía que arriesgarse en ese mismo instante o nunca. Desplazó el aparato lateralmente hasta que este quedó con los patines suspendidos a un metro escaso del borde del hielo, que ya vibraba al ritmo de los motores. En esto Manning abrió la puerta corrediza. Con un pie en el estribo y otro dentro del aparato gritó: "¡Vamos!"
Los muchachos estaban acurrucados en el otro extremo del témpano, pero cuando Manning les gritó acudieron todos corriendo bajo los rotores, que giraban violentamente. Los más grandes pudieron subir al aparato casi sin ayuda. A los más pequeños tuvo que agarrarlos Manning y subirlos en vilo.
También McKay tenía entre manos una tarea difícil. Con cada muchacho que subía a bordo debía aumentar ligeramente la potencia del motor para compensar el peso añadido. Al mismo tiempo debía evitar que los patines se estrellaran contra el hielo, que se levantaba con cada ondulación del mar.
Cuando subió el último de los chicos, Manning cerró la portezuela de un empujón y el helicóptero ascendió. Y en ese mismo momento el témpano se partió en dos y empezó a desintegrarse.
Los salvadores desembarcaron a los muchachos en la playa, directamente en brazos de las madres llorosas y agradecidas. Luego efectuaron varios vuelos más sobre el hielo para estar seguros de que no quedaba nadie, y hecho esto se dirigieron a casa para cenar. Aparte el haberse empapado con la glacial agua de mar, ninguno de los niños había sufrido daños.
Mientras el distante centro de la tormenta que había provocado el oleaje se desplazaba Atlántico afuera por entre la noche, el viento soplaba hacia el sur empujando el hielo al mar. Al amanecer no quedaba un solo témpano en la bahía Concepción.
"Nadie aprecia en todo su valor lo que hicieron esos hombres", comenta la señora Morrissey, "los riesgos que corrieron al llevar el aparato hasta el nivel del hielo y del oleaje del modo tan preciso en que lo hicieron".
"Fue parte de nuestro trabajo y nada más", afirma McKay encogiéndose de hombros.
¿Recompensas? Nadie espera recompensa por cumplir con su deber. Sin embargo, Doug McKay y Tom Manning fueron objeto del encomio de su oficial superior, nota muy positiva que agregar a la hoja de servicios cuando se ha abrazado la carrera de piloto de helicópteros en el Canadá.