MI EXPERIENCIA PARASICOLÓGICA
Publicado en
noviembre 05, 2009
Papel que desempeñó la percepción extrasensorial en la búsqueda de un travieso gatito negro.
Por Esse Campbell.
DESDE UN principio "Freddie" demostró tener algo especial. Era de pelambre negra y sedosa, y cuando me lo dieron, en el estacionamiento del supermercado, cierta mañana de un ardoroso verano de Hollywood, no pude negarme a aceptarlo.
Llevaba yo al automóvil las provisiones que había comprado cuando se me acercó una joven pareja.
—Señora —me dijo él—, la vimos desde que entró, y estamos seguros de que es usted amiga de los gatos. Adoramos a este, pero no podemos ocuparnos de él. ¿No querría usted acogerlo? Se lo suplicamos.
La franqueza de los jóvenes me hizo sonreír, y tomé en las manos al animalito (que tenía siete semanas y era sin duda cruzado de persa) para mirarlo a los ojos, brillantes y del color del topacio. Nos entendimos al momento.
El animal no dejaba de mirarme. Ronroneando, parecía rogarme que lo aceptase. Observé que tenía la cola torcida a causa de un cartílago deforme: mostraba una curva peluda y semejante a la de una ardilla, lo que en un gatito negro resultaba algo cómico.
—Claro que sí —repuse—. Yo me encargaré de él.
Lo estreché contra mis mejillas y noté que olía a talco, lo cual me hizo comprender que la pareja se había preocupado de hacer atractivo al animal.
Di las gracias a los jóvenes con cierta sensación de ser juguete de fuerzas desconocidas. Quizá acepté al negro animalito por efecto de la conversación que había tenido yo la noche anterior con una amiga mía estudiosa de lo que se llama percepción extrasensorial.
Al enterarse de que se me había extraviado Sam, el gato de piel rayada, mi amiga se brindó a ayudarme. Me enseñaría, dijo, un rito para la meditación con el que podría hacerme oír de Sam empleando mis facultades síquicas. Todos poseemos tales facultades en mayor o menor grado, me aseguraba. Creía firmemente que, si el gato vivía aún, una fuerte llamada telepática lo haría volver a mi lado. Si hubiese muerto, vendría a ocupar el lugar del primero otro gato síquicamente dotado. Y muy pronto, tal vez antes de 24 horas.
Mi amiga hablaba con honda convicción, pero yo me mostraba escéptica. Por lo menos al principio. Era una mujer normal, simpática y que no creía en hechizos, así que la escuché con atención. Como la esperanza y la curiosidad resultaron superiores a mi incredulidad, acabé prometiéndole que seguiría sus recomendaciones. Y he aquí que a la mañana siguiente algo se posesionó de mí y me llevó a aquel supermercado.
Di al nuevo gatito el nombre de Freddie. No tardé en observar que era de carácter confiado y, con sus patas desproporcionadas, torpe como un chiquitín. Le encantaba la música; al son de una nana que le cantaba insertando su nombre en el estribillo, dormía a pata suelta y disfrutaba a sus anchas de mi regazo. Ávido de cariño, esperaba recibirlo de todo el mundo. Daba la bienvenida a mis amistades con alegría desbordante y solía instalarse sobre las piernas de cada una de las personas reunidas en la sala.
En poco tiempo llegó a formar parte inherente de mi existencia, con sensibilidad tan intensa que acabé pensando que, por alguna razón, él y yo nos comprendíamos mutua y singularmente: tal vez en la onda de la percepción extrasensorial que al parecer nos había reunido. Tal circunstancia quedó confirmada por la especial reacción del minino al conocer a Janne, la "síquica" amiga mía que me había dado sus consejos la noche anterior a la mañana en que Freddie irrumpió en mi vida. El animalito presentía las visitas de Janne, de quien no se apartaba un solo instante cuando llegaba.
Se comportaba a la vez como soberano y como cómico, y se tenía por dueño del universo. Y lo fue, en efecto, durante los 15 meses que vivimos juntos en las colinas de Hollywood. Pasado este tiempo supe que tendría que mudarme a Nueva York en condiciones que no me permitirían alojar a Freddie. Sintiendo de veras el privarme de él, se lo ofrecí a Janne, pero ella no podría llevárselo a casa hasta que su perro de lanas, viejo ya y gravemente enfermo, abandonara este mundo, cosa que debería ocurrir de seis a diez semanas después. Convinimos en que, hasta entonces, Janne dejaría al gato en manos de Mary, amiga de ella, que vivía al otro lado de la ciudad.
Cuando Mary se presentó en busca de Freddie procuré conducirme ante la situación como persona adulta, y casi lo conseguí hasta el último momento, al entregar el gato. Entonces la actitud de pesadumbre mezclada de indignación del minino fue superior a mi voluntad. Aún me atormenta el recuerdo de su mirada de susto y de acusación.
Con esa mirada, hija de su total afecto, me suplicaba que no cometiera una acción tan terrible. Pero, con lágrimas en los ojos, permití que se lo llevaran.
A continuación me entregué a la alegre etapa primera de mi viaje: una visita a Santa Cruz (California), donde pasaría tres semanas con mi hija y asistiría a su graduación en la escuela de enfermería. Mi hijo, que hizo el viaje en avión desde Nueva York, se nos reunió, y los tres disfrutamos de unos días inolvidables.
Por la noche, sin embargo, a solas con mi cansancio, pensaba en Freddie. Lo había traicionado, por mucho que buscara justificarme. Pero no podía hacer más que contar con que el tiempo viniera a aliviar mi situación. Con lo que no había contado era cierto sentimiento de aprensión, extraña y cada día más intensa. La última noche pasada en Santa Cruz, y mientras veía la televisión con indiferencia, exclamé de pronto en voz perfectamente audible: "Freddie, ¿estás bien?"
Me alarmé, pues normalmente no suelo hacer semejantes cosas. Pero había experimentado una misteriosa influencia que me empujó a decir aquello. Y lo que es aun más extraño, en esos momentos sentí la presencia del gato en su postura favorita, acurrucado bajo mi brazo derecho y con la cabeza metida debajo de mí barbilla. Fue una sensación tan fuerte, tan real, que ya levantaba la mano para acariciar al animalito, cuando, con un estremecimiento, salí del trance en que había caído.
A la mañana siguiente, en vez de seguir a Nueva York en el coche como habíamos pensado originalmente, mis hijos y yo resolvimos vender mi auto en California y volar después a aquella ciudad. Esto quería decir que debíamos volver a Los Angeles, donde guardaba los documentos del vehículo y hallaríamos un mercado más favorable para venderlo. De pronto me pareció tan atinado haber emprendido el regreso, que me puse a cantar durante el viaje.
En seguida que llegué a casa llamé por teléfono a Mary.
—¿Cómo está Freddie? —inquirí.
—No sé cómo decírtelo —me contestó ella—. Escapó al día siguiente de haber llegado aquí.
Y me explicó que cierta amiga que la visitaba había dejado abierta la puerta principal. Fue cosa de un segundo; y el gato se lanzó fuera en aquel barrio para él desconocido de la gigantesca ciudad de Los Angeles. Mary lo buscó durante días enteros, me decía a la vez que se excusaba reiteradamente. Yo, por mi parte, insistía en perdonarla.
Luego de colgar el auricular me quedé mirando por la ventana. Me sentía desolada. ¡Ahora me explicaba la sensación que tuve de que Freddie me llamaba! Y me atormentó un sentimiento de culpabilidad y desesperación.
Me comuniqué con Janne. Hacía varias semanas que sabía lo sucedido, y había estado en gran zozobra, sin valor para contármelo. La noche siguiente tuve una pesadilla en que se me apareció el animalito en grave peligro. El timbre del teléfono me despertó. Quien llamaba era Janne, ¡que acababa de despertar de igual pesadilla! Ante una coincidencia tan singular no podíamos menos que alarmarnos. Me instó a que telefoneara a su maestro de percepción extrasensorial, cierto parasicólogo notable. Así lo hice, y me recomendó que fuese al último lugar donde había estado el gato y repitiera allí el mismo rito de meditación que me había puesto en contacto con Freddie.
Minutos después ya estaba yo en marcha a casa de Mary, provista de alimento gatuno y de la raída alfombrilla de la cocina, impregnada de los olores de casa. Expliqué a Mary lo que me proponía, preguntándole si me permitía estarme allí las 24 horas siguientes. Me contestó afirmativamente y se brindó a acompañarme en mis meditaciones, si lo juzgaba útil. Otro tanto hizo Janne cuando le telefoneé. En consecuencia, a las 6 de esa tarde tres mujeres adultas se disponían a concentrar sus facultades síquicas para descubrir el paradero de un gatito negro. Y de repente ninguna de nosotras creyó ser tonta.
AL DAR las 7, agotadas, habíamos concluido nuestras meditaciones. Durante aquella larga noche estuve aguzando el oído, queriendo percibir el más leve ruido que denunciara la presencia de un gato. Llegada la mañana me fue difícil aferrarme a la esperanza. A las 11 me sentía completamente desmoralizada. Freddie ha muerto, me decía una y otra vez.
Pero entonces me acometió un acceso de emoción, el impulso de levantarme y cruzar el umbral de la puerta de la calle. Obedecí a aquel impulso, luchando para impedir que una creciente ola de esperanza cerrara el paso a mis facultades parasicológicas. Me sentí llevada a atravesar la vía, a seguir calle arriba, a volver a la derecha y a detenerme al fin ante una senda donde un letrero decía: "Propiedad privada". Mi primera reacción fue pararme; la percepción extrasensorial me ordenaba entrar. Y obedecí. Luego me mandaban dar voces. Por tanto, grité: "Freddie". Lancé un silbido; di otra voz.
Desde la puerta de una vivienda me contestó una voz de mujer:
—¿Viene usted por casualidad en busca de un gato negro?
Una corriente eléctrica me sacudió de pies a cabeza.
—¡Sí! —exclamé— ¡Un gato negro con una cola ridículamente torcida!
—¡Es el mismo! —confirmó la desconocida.
Ya la mujer corría a mi encuentro, joven, bondadosa, radiante.
—¡Cuánto me alegro! —declaró— Estaba segura de que tenía dueño. Lleva un mes rondando por los alrededores.
Me explicó que su chico había encontrado al gato y lo había traído a casa, pero el animal se resistió siempre a entrar. Acudía allí dos veces al día, mendigando algún alimento. ¡Freddie mendigando! Después había huido para ocultarse de nuevo. ¡Freddie, un gato tan encariñado con la gente, escondiéndose en la soledad! La señora, preocupada por él, le había atado una nota al collar; solía darle de comer sobras y un poco de leche. Esa noche volvería por allí. Ella prometió telefonearme. ¡Qué alivio! añadió.
Yo le di las gracias repetidas veces. La señora, de nombre Mira Hoenig, había velado todo ese tiempo por mi gatito.
—Fue una suerte que esperara usted hasta esta hora para venir —me dijo—. Estuve ausente toda la mañana.
¿Cómo hacerle ver que la suerte no había intervenido en ello para nada? Le di el número de mi teléfono y me marché.
A las 4 de la tarde me sentí incapaz de seguir esperando. Comida gatuna y alfombrilla en mano, me dirigí en el coche a casa de Mira Hoenig. Me apeaba del auto cuando vi que Freddie doblaba la esquina: flaco, marchito, sin ánimos ni confianza, iba a mendigar empujado por la necesidad de alimentarse.
Apenas lo descubrí me olvidé de que a los gatos no les gusta que se les eche mano. ¡No pude evitarlo! Confundido por el miedo, el animal trató de escapar. En esto le enseñé su acostumbrado alimento. Devoró el contenido de la lata sin respirar siquiera, según me pareció. Aturdido aún, se echó atrás y se me quedó mirando. Evidentemente no podía creer que fuera yo en realidad a quien tenía delante.
Yo le repetía: "Perdóname, perdóname". Le pasé la mano por el lomo suavemente; en seguida lo alcé y lo llevé al coche. El minino lo examinaba con recelo. Lo dejé sobre la alfombrilla, en el asiento delantero. El gato oliscaba lo que reconocía como su territorio. Y por fin se decidió a dar crédito a lo ocurrido. Empezó a revolverse, a acurrucarse contra mí, a ronronear, a besarme. Si los animales llorasen, habría dejado correr sus lágrimas, como yo hacía en ese momento.
Freddie vive actualmente a mi lado en Nueva York. Y seguirá siempre a mi lado. Ya alguien lo ha dicho: "Esto de la percepción extrasensorial produce resultados positivos si es una lo bastante boba para hacer la prueba".