MARAVILLOSO INFIERNO DE HAWAI
Publicado en
noviembre 05, 2009
Una fuente de lava brota espectacularmente del Kilauea.
En cualquier otro lugar una erupción volcánica hace huir a la gente. Aquí, en cambio, provoca una afluencia de turistas que van al cráter a contemplar de cerca el grandioso espectáculo.
Por Lawrence Elliott.
MARK TWAIN, el humorista norteamericano, cruzó en 1866 la mitad del océano Pacífico para asomarse al cráter del volcán Kilauea, en Hawai. No se arrepintió. "He visto el Vesuvio", escribió, "pero, comparado con esto, era un volcán de juguete".
Desde entonces la caldera o cráter del Kilauea, de 1050 hectáreas, no ha perdido nada de su impresionante fascinación. Durante los 110 años transcurridos desde que lo visitó Mark Twain ha hecho erupción más de 50 veces, en una ocasión durante 867 días seguidos. Es de los volcanes más activos que existen en el planeta.
El Kilauea es uno entre cinco inmensos volcanes que componen la isla toda de Hawai, la cual, a su vez, es casi dos veces más extensa que todas las demás islas de la cadena hawaiana. Uno de esos volcanes, el Mauna Kea, de nevada cumbre, se alza más de 9000 metros a partir del lecho del océano (más que el monte Everest sobre el nivel del mar) y es la montaña más alta de la Tierra. Pero solamente el Kilauea y su vecino, el Mauna Loa, siguen activos.
Desde el año 1916 ambos han sido un parque nacional compuesto por un erial rugiente, cubierto de vapores, y circundado por serenas selvas de helechos y lujuriantes flores exóticas que bajan por laderas calcinadas por el sol hasta una costa idílica de arenas negras. Es como si, en gráfica ilustración de alguna lección cósmica de moral, hubieran colocado el cielo y el infierno uno junto, al otro.
En otros lugares las erupciones volcánicas ponen en fuga a la gente, que teme por su vida. Pero cuando se esparce la noticia de que el Kilauea está a punto de montar otro sensacional despliegue de surtidores de fuego e incandescentes ríos de lava, invariablemente se desata un torrente de turistas que congestionan el camino de dos vías que lleva al borde del cráter. Los hombres de ciencia a menudo pueden predecir la inminencia de una erupción, y los guardas del parque, advertidos con cuatro y hasta ocho horas de anticipación, despejan la zona de peligro y conducen a los visitantes a miradores seguros. A veces levantan incluso tribunas especiales para observar mejor lo que ha sido llamado el único volcán activo en el mundo al que es posible llegar en automóvil.
Nada hay en la Tierra comparable con el espectáculo de un volcán en erupción. En 1969 los gases a presión y la roca fundida sobre los que se levanta el Kilauea escaparon violentamente, por una grieta de su ladera oriental, y todavía tres meses después sus ardientes surtidores de lava alcanzaban una altura calculada en 550 metros. Dos años y medio más tarde el Kilauea seguía vomitando lumbre, llenando de truenos y rugidos el cielo, rojo como una llama, y haciendo llover sobre las faldas de las montañas millares de toneladas de piedra pómez incandescente. En octubre de 1971, cuando la erupción amainó por fin, la grieta original semejaba un nuevo volcán. Éste, al que se dio el nombre de Mauna Ulu, es decir, la Montaña que Crece, sepultó 4000 hectáreas de bosques y un trecho de 21 kilómetros de la carretera del parque.
El 5 de julio de 1975 empezó también a agitarse el Mauna Loa, la montaña más imponente del planeta, enorme masa de 40.000 kilómetros cúbicos que podría cubrir la superficie sólida de la Tierra con una capa de lava de 30 centímetros de espesor. En aquella fecha, en un lapso de 17 horas, el Mauna Loa vertió por sus flancos lava en cantidad suficiente para pavimentar una carretera de seis vías de 4800 kilómetros.
En ningún otro sitio pueden los humanos acercarse tanto a volcanes que están en actividad casi constante. En la mayoría de ellos, los gases quedan atrapados en lavas espesas y viscosas, hasta acumular tales presiones que, al escapar, provocan verdaderamente el estallido de la montaña. Por ejemplo, la explosión del Krakatoa, entre Java y Sumatra, ocurrida en 1883, levantó una marejada que ahogó a 36.000 personas. Y la erupción del monte Pelee, en Martinica, en 1902, echó a rodar montaña abajo una gigantesca bola de fuego de gases tóxicos que dio muerte a 30.000 personas en poco más de un minuto. En cambio la mucha fluidez de la lava del Kilauea y el Mauna Loa permite a los gases escapar antes de que acumulen esas presiones monstruosamente explosivas.
Una mañana del otoño de 1975, después de asegurarnos de que el Kilauea no estaba de humor para perpetrar tales calamidades, mi mujer y yo bajamos al fondo de la caldera y, armados con el mapa que nos proporcionó el servicio del parque, emprendimos la caminata de cinco kilómetros para llegar al pozo de fuego de Halemaumau, principal chimenea del Kilauea. Los riscos circundantes, que se levantaban a una altura de 120 metros, aparecían marcados por una línea que señalaba la altura alcanzada por la lava. Ante nosotros se extendía una desolada vista lunar: negros pliegues de lava satinada que rezumaban vapor y diáfanas humaredas de azufre. El piso resultaba amenazadoramente cálido al tacto, como para recordarnos el fuego y la furia que hervían a tres kilómetros bajo nuestros pies, buscando incesantemente una salida hacia la superficie.
Tardamos dos horas en llegar al Halemaumau, cráter dentro de otro cráter, donde, según la conseja, mora Pele, la legendaria diosa polinesia de los volcanes. La atormentada superficie del pozo estaba surcada por cortinas de vapor hasta donde alcanzábamos a ver en aquella extensión de 900 metros de anchura. El cráter silbaba y rugía iracundo. Parecía ser el fin del mundo, aunque, por supuesto, fue precisamente en simas de fuego como ésta donde estuvo en gran parte su origen.
De noche refulge la cascada incandescente del volcán.
Durante cien años, por lo menos, el Halemaumau fue un lago de lava líquida, una hirviente caldera con temperaturas de unos 1200° C. Luego, a principios de 1924, una serie de terremotos conmovieron al Kilauea. El agua freática, al precipitarse en las grietas que se acababan de abrir, se convirtió instantáneamente en vapor y desbordó los confines del fundido interior de la tierra en una serie de memorables explosiones. Inmensas nubes de polvo oscurecieron el firmamento. Tempestades estruendosas de rayos fueron seguidas de lluvias de lodo. Peñas al rojo blanco, algunas de las cuales pesaban varias toneladas, fueron lanzadas a centenares de metros de distancia. Un periodista que se aventuró a 800 metros del cráter fue derribado por una piedra volante y el fuego de cenizas ardientes lo consumió; ha sido la única persona muerta por una erupción dentro de los límites del parque. Al terminar el fenómeno, el lago de lava había desaparecido y el pozo del Halemaumau tenía 400 metros de profundidad.
Encaramado en el borde noroeste de la caldera del Kilauea se encuentra el compacto alojamiento del Observatorio Hawaiano de Volcanes, repleto de instrumentos, y sin duda alguna el mejor del mundo. Además de estudiar científicamente la actividad volcánica, las 17 personas que componen el personal del observatorio tienen la misión de velar por la seguridad de los residentes y los visitantes. Desde 1972 han anunciado, sin fallar una sola vez, la hora y el lugar de varias grandes erupciones del Kilauea. Para predecir las erupciones volcánicas observan sin cesar dos variables críticas: los temblores de tierra y las deformaciones del suelo. El observatorio registra hasta 100.000 terremotos al año, el 90 por ciento de ellos alrededor de la cima del Kilauea y todos causados por la fractura de la roca, que se produce cuando el magma (roca fundida) corre por pasajes subterráneos y empuja hacia arriba. La repentina concentración de temblores en algún punto focal de la montaña podría indicar el sitio de una erupción próxima.
El momento se delata por una hinchazón de la superficie de la montaña, donde se expresa la tremenda fuerza ejercida por el depósito de magma a medida que se llena y se dilata. Al igual que en un globo cuando lo inflan, la distancia entre los puntos de la superficie aumenta, como aumenta también la pendiente o inclinación. Estos cambios se pueden medir en un clinómetro perfeccionado en el observatorio y de tan extraordinaria sensibilidad que podría detectar la variación en el ángulo de una tabla de un kilómetro y medio de largo, si bajo uno de sus extremos se colocara una moneda pequeña. Cuando un temblor intenso y prolongado coincide con la brusca deshinchazón de la zona que se expandió, se da una señal de advertencia. Durante la erupción, equipos del observatorio recorren el volcán, haciendo pruebas, tomando medidas, aprendiendo. Cuando vuelve la calma se reúnen para evaluar sus conclusiones y hacérselas saber al mundo.
La cumbre del Kilauea ha sido siempre la morada sagrada de Pele, la diosa de los volcanes. Ningún hawaiano se ha atrevido jamás a cortar un árbol allí o a llevarse una piedra. El lugar sigue considerándose tabú, y ello ha contribuido a conservar la belleza natural del Parque Nacional Hawaiano de los Volcanes. Pero en cambio los nueve guardianes y técnicos del parque deben vérselas contra un paisaje en mutación constante. Los caprichosos humores de Pele han destruido miradores, sendas y bosques inestimables. El camino de la cadena de cráteres, que tenía 40 kilómetros de largo y se terminó hace poco con el objeto de unir el mar al centro de visitantes del Kilauea, ha quedado ya bloqueado por la lava.
Otro camino, hasta ahora todavía intacto, serpentea a lo largo de 15 kilómetros en torno al borde de la caldera del Kilauea. Mi esposa y yo lo recorrimos. Dejamos atrás una serie de cráteres activos y las ya petrificadas ondas de erupciones pasadas y nuevas, que llegan hasta los límites mismos del pavimento sumergiéndolo todo, salvo un diezmado batallón de grandes esqueletos de árboles que, cubiertos por una costra de lava, se levantan en aquella desolación como inescrutables ídolos prehistóricos. En el cráter Kilauea Iki (Pequeño Kilauea), una senda de tablas, bautizada con justicia como Paseo de la Devastación, nos condujo a una desolada extensión de ondulante piedra pómez punteada únicamente por los lisos y plateados fantasmas de unos cuantos árboles muertos por el intenso calor de una erupción que había ocurrido 17 años antes.
Pero si aquello era una versión terrena del infierno, el cielo estaba justamente del otro lado del camino. Allí, una isla cubierta de selva que había escapado de la sofocante lava, abundaba en helechos de nueve metros de altura y en árboles ohia agobiados por su propia carga de llameantes flores escarlata. Atravesaba la isla por la mitad una curiosidad natural: el famoso Tubo de Lava Thurston, túnel de más de 100 metros de longitud y de dos a tres de altura, formado a consecuencia de una erupción milenaria y por donde en otro tiempo corría lava líquida. Misteriosamente umbroso, húmedo y resonante de ecos, nos llevó (en un lapso que se nos antojó demasiado largo) de nuevo a las selvas lujuriantes, salpicadas por el sol.
Dicen algunos que allí donde la diosa Pele hinca su mágica vara de fuego, el volcán vomita llamas. Aseguran que a veces la deidad se aventura hasta la orilla de la carretera para detener a los viajeros y pedirles una cerilla.
Por mi parte, busqué a la diosa en todo momento, pero no la vi. Quizá debí haber estado más atento. No hacía un mes que mi mujer y yo habíamos regresado a casa, a fines de noviembre, cuando supimos por los periódicos que varios terremotos devastadores habían estremecido el flanco sudoriental del Kilauea, seguidos por maremotos enormes e inmensas erupciones. Se hablaba de considerables daños, y de que el Tubo de Lava Thurston había quedado obstruido por la lluvia de piedras.
Entonces recordé lo que nos había dicho G. Bryan Harry, superintendente del Parque Nacional de los Volcanes: "No soy yo quien administra el parque; Madame Pele se encarga de ello".