Publicado en
noviembre 06, 2009
En aquel momento de silencio religioso comprendí que se me brindaban todos los elementos para lograr una fotografía llamada a conquistar un premio. Y mi conciencia profesional me ordenaba que la tomase.
Por James Alexander Thom.
ERA A principios de la primavera, hace unos 15 años, un día débilmente soleado en que los árboles comenzaban a brotar. Por entonces trabajaba yo como reportero de policía de un diario local y me encaminaba hacia un lugar donde presenciaría un cuadro que no tenía ningún deseo de ver. Según dijo la radio de la policía, un hombre, al dar marcha atrás a su camioneta a la entrada de su casa, había aplastado y matado a su nieta accidentalmente.
Cuando estacioné mi automóvil entre los coches policiacos y los grandes camiones de la televisión, vi un hombre robusto de pelo blanco y vestido con ropa de trabajo, inmóvil al lado de una camioneta. Las cámaras lo enfocaban y los periodistas le metían sus micrófonos por la cara, haciéndole preguntas que él intentaba contestar completamente aturdido. Apenas hacía otra cosa que mover los labios, pestañear y balbucir con voz ahogada.
Después de algunos momentos, los periodistas desistieron de su interrogatorio y siguieron a los agentes de la policía que entraban en la blanca casita. Aún tengo en la memoria a aquel anciano desolado, con la mirada perdida y fija en el lugar donde había estado su nieta. Al lado de la casa vi un macizo de flores con tierra aflojada poco tiempo antes, y cerca de allí un montón de tierra oscura bien abonada.
"Eché la camioneta marcha atrás para extender esa tierra", me dijo el anciano sin preguntarle yo nada. "Ni siquiera sabía que la niña hubiera salido de casa". Extendió la mano hacia el macizo y luego la dejó caer, sumido de nuevo en sus sombríos pensamientos. Y yo, como buen periodista, entré en la casa en busca de alguien que me proporcionara alguna foto reciente de la chiquilla.
Minutos después, tras haber tomado nota de los detalles y con una fotografía de la angelical criatura, me dirigí a la cocina, donde la policía dijo que estaba el cadáver.
Traía conmigo una cámara fotográfica. Todos habían salido del lugar: la familia, la policía, los periodistas y los fotógrafos, y al entrar yo en la cocina encontré el cuadro siguiente:
Sobre una mesa de fórmica, iluminada desde atrás por una ventana con visillos ribeteados de encajes, yacía la niña envuelta en una sábana blanca muy limpia. El abuelo había conseguido librarse de la multitud y estaba sentado al lado de la mesa, vuelto de perfil hacia mí, sin advertir mi presencia, clavada la vista, sin comprender, en el cadáver envuelto en el improvisado sudario.
La casa estaba sumida en profunda quietud, sólo interrumpida por el tic-tac de un reloj de pared. Vi que el abuelo se inclinaba despacio hacia adelante, arqueaba los brazos en forma de paréntesis para estrechar la cabeza y los pies de aquel cuerpo diminuto, apretaba el rostro contra el blanco sudario y se quedaba inmóvil.
En aquel momento de silencio religioso comprendí que se me brindaban todos los elementos para lograr una fotografía llamada a conquistar un gran premio. Medí la luz, ajusté el objetivo y la distancia, coloqué la bombilla de magnesio en su soporte, levanté la cámara y compuse la escena en el visor.
Todos los elementos de la foto eran perfectos: el abuelo vestido con su sencilla ropa de trabajo, y sus canas aureoladas por la luz del sol; la silueta de la niña amortajada en la sábana, el ambiente hogareño de aquella modesta vivienda, con sus negras trébedes y sus platos decorativos colgados de la pared a los lados de la ventana. Afuera se veía la policía que inspeccionaba una de las ruedas traseras de la camioneta, y a un lado la madre y el padre de la pequeña, apoyado uno en brazos del otro.
No sé cuántos segundos permanecí allí, inmóvil, incapaz de tocar el disparador de la cámara. Me daba cabal cuenta de la tremenda fuerza emotiva que tendría aquella fotografía, y mi conciencia profesional me ordenaba tomarla. Pero me era imposible disparar el flash y perturbar el dolor de aquel pobre hombre.
A la postre bajé la cámara y salí sin hacer ruido, atormentado por la duda de mi capacidad para el periodismo. Desde luego, jamás confesé al director del diario, ni a ninguno de mis colegas, que había desperdiciado aquella oportunidad para obtener una fotografía perfecta del reportaje gráfico.
Todos los días, tanto en la televisión como en los periódicos, contemplamos imágenes de personas, abatidas por el dolor o la desesperación más tremenda. Se ha hecho un espectáculo del sufrimiento. Y a veces, cuando veo películas informativas, viene a mi memoria la imagen de aquel día.
Aún hoy creo haber tenido razón al proceder como lo hice.