EL INDESTRUCTIBLE KLEMPERER
Publicado en
noviembre 06, 2009
Otto Klemperer
El magnífico director de orquesta alemán venció a la persecución, al exilio y a la mala salud para llevar al mundo la mejor música durante más de seis decenios.
Por Maurice Shadbolt.
LLAMÉMOSLE UN milagro de la música. Viena, destruida por la guerra, era en 1947 una ciudad de rostros hambrientos, ropas raídas y contrabandistas. Cierta noche, ante el andrajoso y descorazonado público asistente a una sala de conciertos, un hombre de 62 años de edad, maltrecho pero entero, avanzó trabajosamente hasta el podio del director. Y acto seguido se hizo la música.
¡Y qué música!.La oleada de sonidos, bellos, precisos, trasfiguró al auditorio. Los hombres se ponían de pie arrebatados por un entusiasmo delirante. Las mujeres lloraban de júbilo y los aplausos resonaban por toda la sala. No obstante, el anciano director apenas se inmutó, hundido al parecer en sus profundidades interiores, mientras la chispa divina de su genio musical inflamaba a Viena.
Aquel mago de la música era Otto Klemperer. Y no es que tuviese aspecto de hechicero; por el contrario, su rostro demacrado, su extenuada contextura de 1,95 metros, sus ojos febriles lo hacían parecer más bien un lúgubre testimonio del exilio, del sufrimiento físico y la angustia. Torpe de movimientos, se expresaba mayormente con sus ojos de mirada intensa, reveladora de su genio interior, de su entrega a la perfección. Fue uno de los más grandes directores de orquesta de nuestro tiempo: logró sobrevivir a los infernales conflictos de este siglo e interpretó para el mundo a un vasto repertorio de compositores, tanto modernos como clásicos (desde Mahler hasta Mozart, desde Bruckner hasta Beethoven), en cuya música supo hallar valores que nadie había escuchado antes.
Nacido en 1885 en Breslau (provincia alemana de Silesia), a Klemperer no le fue fácil encontrar el camino de la música. Sus padres, aunque aficionados a ella, eran pobres. Otto fue desmañado e increíblemente propenso a los accidentes. Y, de ribete, judío en una época de antisemitismo generalizado. Mas, al sentarse al piano, el muchacho descubría que nada de eso importaba. Allí, frente al teclado, superaba su torpeza con una concentración que impresionaba a cuantas personas lo conocían, entre ellas al pariente que sufragó su educación musical.
En su juventud, Otto aspiraba a seguir la carrera de pianista, pero al presentarse en público lo inundaba tal sudor nervioso que se le resbalaban los dedos sobre las teclas del piano. De manera que el flaco muchacho de 20 años hubo de conformarse con un empleo como acompañante al servicio del talentoso director Oscar Fried. Sin embargo, después de una función de Orfeo en los infiernos de Offenbach, Fried disputó con la soprano, y Max Reinhardt el empresario declaró: "¡Muy bien! ¡Dirigirá Klemperer!"
El joven dirigió Orfeo 50 veces y con creciente maestría. Durante este período Klemperer se ganó la admiración del compositor austríaco Gustav Mahler, por recomendación del cual se le abrieron las puertas de Praga, primero, y después de Hamburgo, donde un periódico se refirió a él como "un meteoro en el horizonte musical". Entre sus triunfos se contaron las óperas como Rigoletto y Carmen, en las que cantó Enrico Caruso.
Cuando Klemperer tenía 26 años sufrió una crisis nerviosa, pues la dolorosa verdad es que era un enfermo maníaco-depresivo. Se aisló durante un año para consagrarse al estudio: el trabajo era su única medicina. Escudriñando las partituras de Wagner, de Richard Strauss y Mozart, escuchando la música con su oído mental, logró salir del pozo en que había caído. Posteriormente diría que aquel año, durante el cual acrecentó su repertorio y ahondó sus conocimientos, fue el más decisivo de su existencia.
Retornó de lleno a la vida y a la actividad musical. Mientras trabajaba en Colonia (Alemania), conoció a la distinguida soprano Johanna Geissler y se casó con ella; tiempo después el matrimonio tuvo dos hijos: Werner (el actor) y Lotte.
Pero la oportunidad de distinguirse realmente en el campo de la música contemporánea no se le presentó hasta 1927, cuando Klemperer tenía 42 años de edad. Nombrado director de la nueva Compañía de Opera Kroll, de Berlín, supo darle el aire de un ininterrumpido festival musical. Obras célebres como Carmen y Don Giovanni renacieron con decorados y vestuarios modernos (a Klemperer le interesaba la escenografía casi tanto como la música misma). Operas nuevas, tales como Erwartung, de Arnold Schónberg, y De la casa de los muertos, de Leos Janácek, asombraron y escandalizaron a la vez a los circunspectos berlineses. Los cuatro años que Klemperer pasó con la Compañía Kroll fueron los más fecundos en la historia de la ópera del siglo XX.
En 1931 la crisis económica y las sospechas políticas motivaron la clausura del Teatro Kroll. Poco después los nazis asumían el poder y empezaron a arrojar a los judíos de los cargos públicos. Klemperer fue denunciado, con tenaz saña, como "un hombre cuya concepción del mundo va contra el pensamiento y el sentimiento alemanes". Ordenaron su arresto y le confiscaron sus propiedades; entonces huyó de Alemania con su familia y empezó a peregrinar por el mundo.
Viena, Los Ángeles, Nueva York, fueron las primeras de muchas ciudades en que se presentó. De 1933 a 1939 dirigió la Filarmónica de Los Ángeles, pero sufrió una desilusión cuando se le pasó por alto para el cargo de director titular de la Filarmónica de Nueva York.
Siguieron años sombríos de enfermedades y de relativa oscuridad. En 1938 empezó a sufrir trastornos del equilibrio y le diagnosticaron un tumor cerebral que podía ser fatal. Después de operado, Klemperer quedó parcialmente paralítico: la mano derecha, rígida, no podía ya sostener la batuta. Este nuevo golpe agravó sus accesos de depresión.
A la postre, en un esfuerzo para recuperar su prestigio en el medio musical, él y su esposa gastaron los ahorros de toda su vida en contratar a 70 músicos para ofrecer un concierto en la Sala Carnegie de Nueva York. El concierto fue un éxito, pero aun así nadie le ofrecía un puesto permanente, y Klemperer tuvo que capear los años de la guerra con presentaciones esporádicas como director huésped de varias orquestas norteamericanas.
Luego, en 1946, ocurrió un milagro tan maravilloso como cualquier otro que haya podido darse en la música moderna. Invitado para hacer una gira de conciertos por la destrozada Europa de la posguerra, el indestructible Klemperer, ya de 61 años, enardecía a las orquestas europeas con su presencia y al partir dejaba tras de sí el aplauso de multitudes deslumbradas. Aquel desvaído gigante, que parecía estar con un pie en la sepultura, empezó a vivir de nuevo.
Durante tres años dirigió en Budapest con gran éxito, hasta que el cerco estalinista, que se estrechaba cada vez más, lo obligó a marcharse. En nuevo vagabundeo con su familia, dirigió en Argentina, Australia, Canadá. Pero en 1951, en Montreal, sufrió una grave caída y se rompió la cabeza del fémur. Después de ocho meses de convalecencia quedó convertido en un director que no podía siquiera mantenerse en pie frente a una orquesta.
Pero ni siquiera eso lo detuvo. Empezó a trabajar con la orquesta Philharmonia de Londres, dirigiendo sentado en una silla. Al principio daba sus conciertos en salas semivacías, pero poco después hacía que se agotaran las localidades. Pasado algún tiempo ya podía llegar hasta el podio con muletas, aunque dirigía sentado. Más tarde sustituyó las muletas por dos bastones; después le bastó uno solo. Por fin, durante un ensayo de la ópera Don Giovanni, de Mozart, en el dramático momento de marcar la entrada a los trombones en la escena del cementerio, se puso en pie sin ayuda.
Con la Philharmonia labró Klemperer la coronación de su carrera. Designado primer director vitalicio de la orquesta, los músicos llegaron a conocerle como algo más que aquel hombre severo y remoto, que estaba siempre en su sitio 10 minutos antes de los ensayos y miraba a los retrasados cuando pasaban junto a él escurriéndose avergonzados. Sus accesos de depresión rara vez se manifestaban; era un hombre afable y paternal, querido de todos. Pero seguía dispuesto a dar la vida por la música, y sabía incitar a otros a darse, también a ella por entero.
A veces asomaba el lado áspero de su carácter. Después de una momentánea falta de cohesión de la orquesta, declaraba con una tenue sonrisa: "Excelente, señores; pero estaría mejor si tocaran juntos". Sus elogios más ambiguos los reservaba para otros directores. A uno de ellos le dijo amablemente: "Admiro la convicción con que interpretó usted los tempi incorrectos".
Su estilo revelaba la verdadera fuerza de su genio. En una época de pulidos directores, amigos de efectos teatrales y excesivamente preocupados por la tersura del sonido, Klemperer era un hombre tosco y desgarbado, tenaz forjador de una música vigorosa. Crispada en un puño su mano derecha semi-paralizada y dirigiendo casi exclusivamente con la izquierda, buscaba sin cesar el sonido definitivo. Aun después de seis decenios de conciertos públicos, parecía ajeno a la presencia de su auditorio, cuyos aplausos agradecía desganadamente. El Guardian, diario inglés de Manchester, dijo en tributo suyo:
"No pretendía acariciar nuestros sentidos; su propósito era llegar a la verdad".
Sus tribulaciones personales, sin embargo, estaban lejos de terminar. Su mejor aliada, su esposa, falleció en 1956; en 1958, mientras fumaba su pipa, prendió fuego a la cama y sufrió quemaduras de tercer grado. No obstante, ni la parálisis ni el haber estado a punto de incinerarse consiguieron apartarlo del podio.
A cualquier parte que el anciano maestro no pudiera acudir, sus grabaciones llegaban por decenas de miles. Pero tampoco en el estudio fonográfico era un director convencional. Le disgustaba volver a grabar dos compases aquí, cinco allá, para lograr la ejecución perfecta a que aspiran los técnicos en sonido. Eso, argüía él obstinadamente, sería poco honrado, y declaraba: "No es una catástrofe que al trompa se le acumule un poco de saliva y el tono le salga mal. ¡Caramba! ¡Es un ser humano! Eso es lo que importa".
Aunque sus conciertos y grabaciones ya le producían un ingreso considerable, Klemperer continuaba viviendo con sencillez en hoteles londinenses o en su pequeño apartamento de Zurich. Se levantaba temprano, daba largas caminatas e invariablemente dormía la siesta por la tarde; incluso despicaba un sueño antes de un ensayo o de un concierto.
Con la Philharmonia celebró sus cumpleaños 85 y 86, interpretando todavía triunfalmente obras tan monumentales de la música como la Novena sinfonía de Beethoven. Para entonces era frecuente que el público de la sala de conciertos se pusiese en pie al verlo entrar, como si se tratara de un personaje de la realeza. Parecía que aquel hombre enorme y maltrecho duraría eternamente. Él mismo lo creía, al parecer. Cuando tenía 86 años le pidieron que aceptara una invitación para presentarse en Japón dos años más tarde. "Pero, ¿cómo voy a saber si el Japón existirá aún dentro de dos años?" replicó.
Sin embargo, durante un vuelo a Londres en enero de 1972, Klemperer cayó enfermo y puso fin repentino a sus presentaciones públicas. "No habrá alharaca", anunció un vocero.
En realidad, rara vez la ha habido mayor. Los homenajes se sucedían uno tras otro. El maestro se mostraba indiferente a todo y se retiró calladamente a Zurich, para vivir, atendido por su hija Lotte, en compañía de sus escritores favoritos: Shakespeare, Tolstoi, Goethe. A los 18 meses de su bien ganado retiro, Otto Klemperer fallecía.
En la muerte, como en la vida, prevaleció su modestia: dejó instrucciones para que lo sepultasen en el ataúd más barato y que en la tumba aparecieran únicamente su nombre y las fechas de nacimiento y muerte.
Su música fue su epitafio.