Publicado en
octubre 10, 2009
Se nos ocurrió una estrategia sencilla para hacernos ricos.
Por Bob Noonan.
En aquellas vacaciones de verano, antes de ingresar a la escuela de enseñanza media, yo estaba en bancarrota. Probé a recolectar chícharos un día entero en una finca de la localidad, y gané suficiente dinero para comprar golosinas que me dieron suficiente energía para recolectar más chícharos.
Mi amigo Eddie estaba en el mismo barco. Una tarde nos sentamos en el porche de la casa para ancianos que tenía su madre, y nos devanamos los sesos tratando de idear una manera de ganar dinero. Eddie hojeó una revista, y me mostró un anuncio que decía:"¡LOS ZORRILLOS SON MASCOTAS FABULOSAS!" Por tan sólo 50 dólares, aseguraba el anuncio, podíamos ser dueños de un zorrillo desodorizado.
Detrás de la casa para ancianos había un tiradero de basura, donde siempre habíamos visto zorrillos. Eran bonitos, y nunca se nos hubiera ocurrido molestarlos. ¡Pero 50 dólares! Podríamos venderlos como mascotas y hacernos ricos.
Pensamos que desodorizar un zorrillo no debía de ser demasiado complicado. Yo había tomado un curso de taxidermia por correspondencia y estaba seguro de poder lograrlo. Solicitamos que nos enviaran un folleto donde se explicara el procedimiento. El siguiente artículo que necesitábamos era el zorrillo mismo. ¿Cómo echarle el aguante a uno? Varios vecinos conocedores del campo nos dijeron que si agarrábamos por la cola a un zorrillo desprevenido y le alzábamos las patas traseras, no podría rociarnos. Aquello parecía irrefutable, pero teníamos nuestras dudas. Decidimos investigar más.
Visitamos a un trampero que, según se decía, liberaba a mano limpia a los zorrillos que caían en sus trampas. Nos proporcionó muchísima información.
—El zorrillo tiene dos glándulas odoríferas en el trasero —nos explicó—. Para rociar, aprieta los músculos que rodean esas glándulas y apunta a la cara siempre que puede. Alcanza hasta tres metros y medio de distancia. Lo que arroja son unas gotas amarillas que se desintegran en el aire. Este líquido puede asfixiarlo y cegarlo a uno durante un minuto, pero en realidad no daña. "El zorrillo —continuó el trampero— es un animal pacífico; no lanza su rocío a menos que lo provoquen. Y da señales de advertencia. Si alguien se le acerca, deja de hacer lo que está haciendo y levanta la cola. Si el extraño sigue acercándose, el animal le muestra el trasero y vuelve la cabeza para afinar la puntería. Si continúa el acercamiento, levanta la punta de la cola. Cuidado. Ante esa señal, hay que inhalar profundamente, taparse los ojos y tirarse al suelo, pues el zorrillo está a punto de disparar.
Cuando cae un zorrillo en una de mis trampas, yo me acerco muy lentamente y le hablo con suavidad. Al oír una voz tranquila, no se irrita. Avanzo hasta que levanta la cola. En ese momento me detengo, pero no dejo de hablarle, y el zorrillo no tarda en bajar la cola. Entonces sigo acercándome.
Eddie preguntó:
—Si agarramos al zorrillo por la cola y le levantamos las patas traseras, ¿aun así nos puede rociar?
—No lo sé —confesó el trampero—. Nunca lo he intentado.
El instructivo llegó unos días después. Lo memorizamos e instalamos una mesa de operaciones en el granero. Además conseguimos una lata de éter en aerosol e hicimos un cucurucho de cartulina. El instructivo decía que impregnáramos de éter unos algodones y los colocáramos en el fondo del cucurucho, para meter la cabeza del zorrillo hasta que quedara anestesiado. Ya estábamos listos para atrapar al animalillo.
Eddie se ofreció de voluntario. Llegamos al basurero poco antes del anochecer y vimos que aparecían unos zorrillos. A la cabeza iba una madre, con la nariz pegada al suelo y la cola medio erecta. La seguían tres pequeños. Fueron directamente hasta el montón de desperdicios, de cuatro metros y medio de alto. Allí se separaron y empezaron a husmear. Nos pusimos en tensión. Una de las crías se acercó a nosotros. Cuando estaba a siete metros de distancia, Eddie le salió al encuentro. A tres metros, el zorrillito se volvió, miró a mi amigo y alzó la cola un poco, tal como dijo el trampero que lo haría. Eddie se quedó quieto. Luego, hablando con suave monotonía, tranquilizó al animal:
—Verás cuánto te va a gustar ser mascota. Podrás comer de todo: pescado, dulces, carne, helados...
Volvió a confirmarse lo que había dicho el trampero: el zorrillo bajó la cola y metió el hocico en un tarro de crema de cacahuate. Pero Eddie se acercó más. La criaturita se puso nerviosa y volvió a levantar la cola. Mi amigo se detuvo y le habló, y el zorrillo siguió comiendo. Cuando Eddie llegó a metro y medio de distancia, la presa se echó a andar, no asustada, pero sí decidida a impedir que aquel desconocido se aproximara demasiado.
Eddie vio un viejo refrigerador y obligó al zorrillo a que se acercara. De inmediato comprendí su plan. El animal quedó atrapado entre el refrigerador y el montón de basura, y alzó la cola en señal de inquietud. Eddie se quedó inmóvil de nuevo, y yo contuve la respiración.
Entonces, de atrás de un sofá, surgió la desgracia. Mamá zorrillo había notado la ausencia de una de sus crías, y la buscaba; se dirigía directamente a la espalda de Eddie. Con voz amortiguada, le avisé:
—¡Cuidado, atrás!
El se volvió y me dijo:
—¡Cállate! ¡Ya casi lo tengo! , A unos metros de distancia, la madre levantó la cola. Esta vez grité:
—¡Eddie! ¡Detrás de ti!
Se volvió, vio a mamá zorrillo y, por el susto, dio un respingo. Terrible error.
De nuevo se cumplió lo que había dicho el trampero. La madre apuntó con el trasero y roció a mi amigo entre los ojos.
¡Pobre Eddie! Soltó un alarido, se llevó las manos a la cara y salió volando, lo cual fue otra equivocación. Se olvidó por completo del hijito, que también le lanzó su chisguete pestilente. Gimiendo, Eddie fue a meterse en un pantano que quedaba cerca de allí. Corrí tras él y me estrellé contra una sólida pared de mal olor. Pese a que sentí que me quedaba sin aliento, seguí caminando a tropezones.
Seis metros más adelante vi a Eddie, que estaba revolcándose en el suelo y echándose en la cara lodo, hojas y agua.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¡De maravilla! -—contestó, jadeante, y ambos comenzamos a reír histéricamente.
De regreso en casa, Eddie y yo estuvimos de acuerdo en que el aroma no era tan malo, después de todo. Es que, por el violento efecto del olor, se nos había insensibilizado la nariz. En casa, sin embargo, a nadie le ocurría lo mismo. Nos obligaron a desvestirnos en el jardín trasero y nos bañaron con una manguera. Esa noche dormimos en el granero.
Decidimos entonces construir una trampa: una caja con una puerta corrediza detenida con un palo atado a un cordel, que pasaba por un agujero en la parte posterior de la trampa y con el cual estaba atado un ratón muerto. Cuando la presa tirara del cordel, jalaría el palo que mantenía abierta la puerta. Funcionó a la perfección. En menos de un día ya teníamos nuestro zorrillo.
Después, Eddie pasó con él más tiempo que yo. Siempre que me acercaba, el animal se ponía nervioso; mi amigo, en cambio, le daba de comer con la mano, lo acariciaba y hasta lo tomaba en sus brazos.
Llegó el día de la operación. Eddie lo sostendría mientras yo preparaba el cucurucho con éter y metía en él la cabeza del zorrillo hasta que se adormilara. Cuando estuviera inconsciente, yo lo operaría.
Nos acercamos sin hacer ruido. Yo iba detrás de Eddie, para que el paciente no me viera. Mi amigo acercó la mano, agarró al animalillo por el lomo y lo levantó. La cola, las patas traseras y el mecanismo de ataque quedaron en el aire, separados del suelo..., ¡y el zorrillo no nos roció! Ya podíamos enseñarle una o dos cosas al trampero.
Nos dirigimos al granero. Hasta ese momento, el animal no había tenido idea de que hubiera allí alguien más, aparte de Eddie, pero me vio, peló los puntiagudos dientes y le mordió un pulgar a mi amigo.
Eddie pegó un grito y lo soltó. El zorrillo cayó al suelo. Como mi amigo estaba tan alto que no podía dispararle bien a la cara, le soltó una rociada en las piernas. Yo di media vuelta y me alejé unos cuantos metros, pero el zorrillo me bañó la espalda. Seguí alejándome, tambaleante, y recibí una segunda descarga. Entonces me volví y lo vi dispararle una última descarga a Eddie, más débil que las anteriores. Se le estaba acabando su reserva odorífera, y debe de haberlo sabido, porque se encaminó al bosque.
No habíamos pasado por todo lo que habíamos pasado para ver arruinados nuestros planes. Como no tenía nada que perder, corrí tras él y lo atrapé por la cola. Así, colgado y sin su esencia, era todo nuestro.
Eddie le metió la cabeza en el cucurucho con éter, y pronto el animalito estuvo dormido sobre la mesa de operaciones. Con el instructivo abierto junto a mí, procedí con cuidado. En 20 minutos estaba el zorrillo de regreso en su jaula, ya despojado de su artillería.
Sin embargo, nunca lo vendimos. Eddie se encariñó con él y le puso el nombre de Jake. Lo conservó el resto del año, y el zorrillo se convirtió en el consentido de los residentes de la casa para ancianos. Todos querían a aquella tranquila, amigable y circunspecta criatura.
Eddie y yo atrapamos y desodorizamos unos cuantos zorrillos más, y los vendimos. No nos pagaron 50 dólares por ninguno de ellos, pero ya no tuvimos que recolectar chícharos. Quizá por eso, hasta la fecha, el olor de los zorrillos me gusta: es rico, picante, grato.
© 1987 POR BOB NOONAN. CONDENSADO DE "THE TRAPPER" (ABRIL DE 1987), DE IOLA, WISCONSIN. ILUSTRACIÓN: LARRY MARTIN.