LA PARADA DEL ÚLTIMO TRUCO O TRATO
Publicado en
octubre 31, 2025
Elías y su hija, Sofía (ocho años, disfrazada de astronauta), participaban en la tradición anual de "Truco o Trato" en su suburbio, Northwood. A las 8:30 PM, el aire era frío y el ambiente festivo, pero Elías sentía una tensión incómoda.
La tensión se debía a la leyenda local que se contaba a los niños mayores: "Nunca pidas dulces después de que la luz del porche se apaga. Si lo haces, no pides golosinas; pides permiso."
Elías, racional, siempre se aseguraba de terminar el recorrido antes de las 9:00 PM.
Ya tenían la bolsa de Sofía casi llena. Solo faltaba una casa: la de la Sra. Mildred, al final de la calle. Era una casa antigua y hermosa, conocida por dar las mejores barras de chocolate.
Llegaron a su porche. Eran las 8:58 PM. La luz del porche de la Sra. Mildred era la única encendida en esa cuadra.
Sofía subió emocionada. Justo cuando iba a tocar el timbre, la luz del porche de la Sra. Mildred se apagó.
Elías sintió un escalofrío. Instintivamente, tiró de la mano de Sofía.
—Vámonos, cariño. La noche ha terminado.
Pero Sofía se resistió.
—¡Pero, papá! ¡Es la Sra. Mildred! Ella siempre tiene los mejores dulces.
Mirando el reloj en su teléfono: 8:59 PM. Elías dudó un segundo, solo uno.
Sofía aprovechó. Se soltó, dio un paso atrás, se inclinó hacia la puerta para alcanzar el timbre, y lo presionó tres veces. El sonido vibró en el silencio. La puerta estaba en completa oscuridad.
La puerta se abrió lentamente, revelando una oscuridad aún más profunda.
En el umbral, estaba la Sra. Mildred. Pero no era la anciana amable que conocían. Estaba vestida con ropa normal, tenía una sonrida extraña y su rostro era de una palidez cerúlea y sus ojos estaban completamente vacíos, fijos en un punto detrás de Elías.
Ella no habló. Simplemente extendió una mano que parecía extrañamente larga, sosteniendo una sola gran barra de chocolate negro.
Sofía, ajena al terror, tomó el dulce.
—¡Gracias, Sra. Mildred!
La mujer no se movió. Elías tomó a Sofía del brazo y la llevó escaleras abajo.
—Gracias. Que tenga buenas noches, —dijo con voz tensa.
Al llegar al sendero, la puerta se cerró con un chasquido seco. Elías no miró hacia atrás.
De vuelta en casa, ya a salvo, Elías revisó la bolsa de su hija. El ritual para asegurarse de que todos los dulces fueran seguros.
La bolsa estaba llena de caramelos envueltos, manzanas acarameladas y el gran chocolate negro de la Sra. Mildred.
Elías se inclinó sobre la mesa de la cocina. Desechó la bolsa. Empezó a revisar los dulces, uno por uno.
Al llegar a la barra de chocolate negro, la separó, guardó el resto de los dulces y se los dio a su hija, que se fue a su habitación a disfrutar del botín de azucar.
Tomo la barra y la sintió extrañamente cálida. Al darle la vuelta, no había marca de fábrica, solo un símbolo tallado en la envoltura de papel de aluminio, parecido a un ojo con un círculo roto y tenía escrito algo que lo hizo horrorizar.
El mensaje, escrito con una tinta húmeda y oscura que parecía sangre, decía: BIENVENIDO A LA COLECCIÓN. TE LO LLEVASTE DEL PORCHE.
Elías tiró la barra de chocolate y corrió hacia la habitación de Sofía. La encontró sentada en el suelo revisando los dulces con una sonrisa.
—Papá, ¿qué pasa?
—Nada, mi amor. Qué tal los dulces, te gustan?
—Si y en especial este, mira.
Sofía levantó su mano, sostenía una pequeña y hermosa esfera de cristal del tamaño de un caramelo grande.
Elías sintió un frío en el estómago.
—¿Qué es eso, cariño? ¿De dónde lo sacaste?
Sofía inclinó la cabeza, y su voz llevaba un eco metálico y bajo que no era el suyo.
—Elías, no me lo dio la Sra. Mildred. Ella solo fue la puerta para el trato. Lo saqué del bolsillo secreto de mi disfraz... justo después de que toqué el timbre.
Sofía apretó el puño sobre la esfera.
En ese momento, Elías sintió un dolor agudo y punzante detrás de su ojo derecho, como si una cuchilla helada lo estuviera vaciando. Gritó, pero el sonido se ahogó en su garganta. Cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos.
Cuando retiró las manos, la visión de su ojo derecho había desaparecido. Donde debería haber estado el ojo, solo había una cavidad vacía y húmeda.
Sofía abrió la mano, revelando la esfera de cristal. Dentro de ella, Elías vio con horror que no era un juguete: era su propio ojo derecho, flotando en un líquido translúcido.
Sofía miró a su padre, con la misma sonrisa escalofriante de la Sra. Mildred, y la voz que salió de ella no era la suya, sino un susurro antiguo y complacido:
—Elías, cuando pides después de la hora, el precio es lo que ves. Tu hija te regaló el último dulce. Y yo me quedo con tu visión. Ahora verás solo lo que yo quiera. Feliz Halloween.
La niña se levantó y se dirigió a la puerta. Elías, ciego de un ojo y paralizado por el terror, intentó arrastrarse para detenerla.
Sofía salió de la casa, y Elías la vio con su ojo izquierdo. Ella caminó hacia la acera, donde habían muchas figuras oscuras y silenciosas. Sofía, sin mirar atrás, se unió a ellas, tomando el mismo aspecto.
Elías, con todo el terror encima, se desmaya.
Al día siguiente, Elías llama a la policía para reportar la desaparición de Sofía.
La búsqueda fue exhaustiva. Se registraron la casa y el barrio. Se hicieron panfletos. La Sra. Mildred no recordaba haber abierto la puerta, y el envoltorio de chocolate marcado se había disuelto en la tinta húmeda. No había rastros de Sofía.
Elías fue al médico para chequearse los ojos. El médico dijo que su ojo izquierdo estaba intacto, pero Elías juraba que su visión había cambiado. Todo parecía desfasado, con un filtro gris y triste.
Un año después, el 31 de octubre, a primera hora, Elías sale de su casa para hacer compras. En el camino ve personas con aspecto raro y medio transparentes. No entiende lo que pasa. Se asusta y decide regresar a su casa. Al llegar, en la puerta ve a Sofía, pero parece un holograma, flotando. Ella trata de entrar pero no puede. Se voltea y continúa su camino.
Elías comprendió entonces que, la pérdida de su ojo derecho activó su ojo izquierdo para poder ver las almas de todos aquellos que habían sido tomados por la muerte, en ese barrio, y que solo era posible el día de Halloween de cada año.
Ahora, cada 31 de octubre, Elías está condenado a sentarse en su casa, completamente consciente, y observar el desfile de los condenados, viendo a su hija cada año en la procesión de almas, incapaz de intervenir o de unirse a ella, sabiendo que su descuido le robó la paz para siempre y le dejó el único regalo que el mal podía dar: la eterna y dolorosa visión de su propia pérdida.
Fin
Fuente del texto: IA-Gemini