DORGEVILLE O EL CRIMINAL POR VIRTUD
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diciembre 02, 2024
Dorgeville, hijo de un acaudalado comerciante de La Rochelle, partió muy joven rumbo a América, encomendado a un tío que había prosperado en los negocios; lo enviaron antes de que hubiera alcanzado la edad de doce años y allí, junto a su pariente, aprendió la carrera que anhelaba y el ejercicio de todas las virtudes.
Al joven Dorgeville no le había sido acordada la gracia corporal; sin ser desagradable en absoluto, tampoco poseía esos dones físicos que valen a los de nuestro sexo la nombradía de buen mozo. Sin embargo, lo que perdía Dorgeville en este aspecto, le era compensado en otro por la naturaleza: bastante ingenio, más valioso a menudo que el mismo genio, un alma asombradamente delicada, un carácter franco, leal y sincero; en una palabra, Dorgeville poseía en gran medida todas las virtudes propias de un hombre honesto y sensible; y en el siglo que por entonces se vivía era más que suficiente para estar convencido de ser desdichado toda la vida.
Cuando Dorgeville cumplió 22 años murió su tío, dejándole al frente de su casa que administró durante 3 años más con la mayor inteligencia posible. Pero la bondad de su corazón fue pronto la causa de su ruina; contrajo compromisos por amigos que no fueron tan honestos como él y, aunque los pérfidos faltaron a su palabra, Dorgeville quiso cumplir con ellos y pronto se arruinó.
—Es espantoso, a mi edad, estar en tal situación, decía el joven; pero si algo consuela mi pena es la certeza de haber hecho felices a muchos y de no haber arrastrado a nadie en mi caída.
No sólo en América tenía sinsabores Dorgeville; su misma familia iba a procurarle espantosos sufrimientos. Se entera un día de que su hermana, nacida algunos años después de su partida hacía el Nuevo Mundo, acaba de deshonrarlo, arruinándolo a él y a todo lo suyo; que esta perversa joven, llamada Virginie y de 18 años a la sazón, lamentablemente bella como el mismo amor, se enamoró de un escribiente de negocio de su familia y al no obtener el consentimiento para casarse con él cometió la infamia, para lograr sus designios, de atentar contra la vida de su padre y de su madre: que cuando huía con parte del dinero, se logro felizmente impedir el robo, sin poder sin embargo detener a los culpables, ambos según se cree, en Inglaterra. Por la misma carta se rogaba a Dorgeville volver a Francia a asumir la responsabilidad de sus bienes reparando al menos, con la fortuna que encontraría, la que había tenido la desventura de perder.
Dorgeville, presa de desesperación por acontecimientos tan tristes como deshonrosos, regresa a La Rochelle donde confirma en demasía las noticias que le habían sido enviadas, y renunciando al comercio, al que no cree poder dedicarse después de tantas desdichas, con parte del dinero que le queda hace frente en un rasgo único de delicadeza, a los compromisos de sus amigos de América, y con el resto decide comprarse un campo cerca de Fontenay, en Poitou, donde pueda pasar su vida en el descanso, el ejercicio de la caridad y la beneficencia, las dos virtudes más caras a su sensible corazón.
El proyecto se realiza, Dorgeville, instalado en su pequeña posesión, socorre a los pobres, consuela a los ancianos, une a los huérfanos, alienta a los agricultores, convirtiéndose, en una palabra, en el dios del cantón donde vive. Si había un ser desdichado, la casa de Dorgeville se abría de inmediato a él; si se necesitaba de una buena acción, disputaba a sus vecinos el honor de realizarla; si se vertía unas lágrimas era, en una palabra, la mano de Dorgeville la única que deseaba enjugarla de inmediato; y todos, al bendecir su nombre, exclamaban en el fondo de sus corazones:
—Este es el hombre que la suerte nos destina para liberarnos de los malvados... Este es uno de los dones que ella otorga al mundo para consolarle de los males con que lo agobia.
Hubieran deseado que Dorgeville se casara. Descendientes de tal sangre hubieran sido de inapreciable valor para la sociedad; pero Dorgeville, hasta ahora invulnerable a los encantos del amor, había manifestado que, a menos que el destino le hiciese conocer a una joven que, unida a él por lazos de agradecimiento, se sintiera destinada a hacerlo feliz, con toda seguridad no se casaría; le habían presentado varios partidos; a todos los había rechazado, no encontrando, según decía, en ninguna de las mujeres que le proponían, motivos valederos como para estar seguro de que algún día le amaran.
—Yo quiero, decía Dorgeville, que la mujer que tome por esposa me lo deba todo; ya que no tengo muchos bines ni una figura agraciada como para retenerla con ellos, deseo que se sienta atada por obligaciones primordiales que, al encadenarla a mí, le quiten toda posibilidad de abandono o engaño.
Algunos amigos de Dorgeville combatían su manera de pensar.
—¿Qué fuerza habrían de tener esos lazos, le decían a veces, si el alma de aquella a quien hubierais servido no fuera tan bella como la vuestra? No para todos los seres el agradecimiento es una atadura tan indisoluble como lo es para vos; existen almas débiles que lo desprecian, otras orgullosas que lo desdeñan. ¿No sabéis acaso por vos mismo, Dorgeville, que al hacer un favor es más seguro perder que ganar un amigo?
Estos argumentos parecían buenos; pero la desdicha de Dorgeville consistía en juzgar a los demás según su propio corazón; y ya que este sistema lo había hecho desgraciado hasta el presente, era justo suponer que seguiría siéndolo por el resto de sus días.
Fuere como fuere, así pensaba el hombre de bien cuya historia narramos, cuando el azar puso ante él en forma bien extraña, al ser que creyó destinado a compartir su fortuna y digno de ofrecerle el don precioso de su corazón.
Hay una bella época del año en que la naturaleza sólo parece decirnos adiós para agobiarnos con sus dones, en que sus delicadezas infinitas se multiplican durante algunos meses prodigándonos todo aquello que nos permite esperar en paz a que nos brinde de nuevo sus primeros favores, esa época en que los habitantes del campo se frecuentan más, asiduamente, en cacerías, vendimias, u otras ocupaciones tan gratas a los que aman la vida rural y tan poco valiosas para los seres fríos e inanimados, insensibilizados por el lujo de la ciudad, agotados por su corrupción, que de la sociabilidad sólo conocen los dolores y las pequeñeces, porque la franqueza, el candor, la grata cordialidad que estrecha sus deliciosos lazos, sólo se encuentran en la gente de campo, como si solamente bajo un cielo puro los hombres pudieran serlo también y como si esas tenebrosas emanaciones que oscurecen la atmósfera de las grandes ciudades corrompieran el alma de los desdichados cautivos que se condenan a sí mismos a no salir de sus murallas. En fin, en el mes de septiembre, Dorgeville decidió visitar a un vecino que lo había recibido cordialmente a su llegada a esa provincia, y cuyo tierno y compasivo corazón se asemejaba al suyo.
Monta a caballo escoltado por un solo criado, y se encamina hacia el castillo de su amigo a cinco leguas de distancia del suyo. Habiendo recorrido casi tres, escucha, detrás de un seto a la vera del camino, gemidos que lo detienen primero por curiosidad, y luego por esa inclinación a socorrer al que sufre. Entrega las bridas del caballo a su sirviente, traspone el foso que lo separa del seto, contornea a éste, llegando finalmente al sitio donde partían los lamentos que lo sorprendieran.
—¡Oh, señor!, exclama una hermosa mujer, sosteniendo entre sus brazos a un niño que acababa de dar a luz. ¿Qué dios os envía en auxilio de esta desdichada? ¡Tenéis delante vuestro, señor, a una criatura presa de la desesperanza!, continuó la desconsolada mujer vertiendo un torrente de lágrimas... Iba a quitar con mis propias manos la vida que le diera a este miserable fruto de mi deshonra.
—Señorita, antes de conocer los motivos que pueden llevaros a tan horrible acción, dijo Dorgeville, permitid que me ocupe primero de aliviaros; creo haber visto una granja a cien pasos de aquí; tratemos de llegar a ella, y allí, después de que hayáis recibido los primeros cuidados que vuestro estado exige, osaré preguntaros más detalles sobre las desdichas que parecen agobiaros, dándoos mi palabra de honor de que mi curiosidad sólo obedece el deseo de seros útil, y que ella acatará los límites que deseéis imponerle.
Cécile se deshace en pruebas de agradecimiento y accede a lo que se le propone; el sirviente se acerca y toma al niño; Dorgeville sienta a la madre a su lado sobre el caballo y se encaminan a la granja. Ésta pertenecía a campesinos acomodados quienes, a petición de Dorgeville, brindan su hospitalidad a la madre y al hijo; se le prepara una cama a Cécile y se coloca a su hijo en una cuna que hay en la casa; y Dorgeville, que siente curiosidad por las consecuencias de esta aventura, sacrifica, con tal de conocerlas, el agradable paseo que se había prometido y envía un recado anunciado que no se lo espere, dado que ha decidido pasar como pueda en esta cabaña, el día y la noche próximos. Como Cécile está agotada, le suplica que descanse antes de pensar en satisfacer su curiosidad; y como a la tarde aún no se encuentra bien, espera hasta la mañana siguiente para preguntar a esta adorable criatura cómo puede él ayudarla.
El relato de Cécile no fue largo: dijo ser hija de un gentilhombre llamado Duperrier, cuyas tierras se encontraban a diez leguas del lugar; que había tenido la desgracia de dejarse seducir por un joven oficial del regimiento de Vermandois, por entonces de guarnición en Niort, cerca del castillo de su padre; que su amante desapareció en cuanto la supo encinta y, lo que era peor, agregó Cécile, fue muerto en un duelo tres semanas más tarde, perdiendo así ella no sólo su honra sino también la esperanza de reparar su falta; ocultó su estado a sus padres mientras le fue posible, pero cuando ya no pudo disimularlo, tuvo que confesarlo todo, recibiendo desde entonces tan mal trato de su padre y de su madre que había optado por fugarse. Hacía algunos días que erraba por la zona no sabiendo qué partido tomar, sin poder decidirse a alejarse definitivamente de la casa paterna y su dominios, y cuando presa de horribles dolores había resuelto matar a su hijo y quizás también quitarse la propia vida, apareció Dorgeville ofreciéndole todo su auxilio y consuelo.
Estos pormenores, ayudados por un rostro encantador, inocente y atractivo como pocos en el mundo, hicieron pronto mella en el alma sensible de Dorgeville.
—Señorita, dijo a la infortunada, me siento muy feliz de que el Cielo os haya puesto en mi camino; ello procura dos placeres muy gratos a mi corazón: el de haberos conocido y la alegría aún mayor de estar casi seguro de poder reparar vuestras desgracias.
Su amable protector expresó a Cécile el deseo de visitar a sus padres y reconciliarla con ellos.
—Pues iréis solo, señor, respondió Cécile, pues yo no volveré a presentarme ante sus ojos.
—Sí, señorita, primero solo, contestó Dorgeville, pero espero no volver sin la autorización de llevaros nuevamente a ellos.
—¡Oh, señor!, no lo esperéis; no conocéis la dureza de lasa personas que me rodean; su barbarie es tal, tanta es su falsía, que aunque ellos mismos me aseguraran su perdón, no les tendría la menor confianza.
No obstante Cécile aceptó el ofrecimiento y, viendo a Dorgeville decidido a partir al día siguiente rumbo al castillo de Duperrier, le encomendó una carta para un tal Saint- Surin, uno de los sirvientes de su padre, el que más había merecido siempre su confianza por su extrema devoción hacia ella. Cécile le entregó la carta lacrada y le rogó al dársela que no abusara de la gran confianza que en él depositaba y que la hiciera llegar intacta a su destinatario, tal como ella se la entregaba.
Dorgeville se muestra enfadado de que pueda dudarse de su discreción luego de haberse comportado como lo ha hecho; se le ofrecen excusas, él acepta el encargo, encomienda el cuidado de Cécile a los campesinos en cuya casa se alberga, y parte.
Pensando Dorgeville que la carta de que exportador debe prevenir en su favor al criado a quien está destinada, decide que lo mejor que puede hacer, ya que no conoce en absoluto al señor Duperrier, es comenzar por entregar la carta y hacerse luego anunciar por el criado a quien ella lo presenta. Habiéndose dado a conocer ante Cécile, no duda de que ella informe a ese tal Saint-Surin, cuya fidelidad le había ponderado, quien es la persona que se interesa en su destino.
Entrega pues la carta y en cuanto Saint-Surin la lee exclama con una emoción que no puede dominar:
—¡Qué! Sois vos, el señor Dorgeville, el protector de nuestra desdichada ama. Voy a anunciaros a sus padres, señor, pero os prevengo que son presa de la cólera más cruel; dudo que logréis reconciliarlos con su hija; sin embargo, señor, continuó Saint-Surin, que parecía ser un joven talentoso y de agradable estampa, vuestra manera de actuar honra demasiado vuestros sentimientos como para que yo no os coloque lo más pronto posible en condiciones de acometer vuestra empresa...
Sube Saint-Surin a los aposentos de sus amos, los previene de inmediato y reaparece al cabo de un cuarto de hora.
Consienten en ver a M. Dorgeville ya que se ha tomado la molestia de venir de tan lejos por ese asunto; pero lamentan tanto más profundamente que se haya hecho cargo de él, cuanto que no ven posibilidad alguna de concederle lo que viene a solicitar a favor de una hija maldecida que merece su suerte por la enormidad de su pecado.
Dorgeville no se acobarda. Lo conducen ante M. y Mme Duperrier, personas de unos 50 años que lo reciben gentilmente aunque con cierto embarazo, y Dorgeville expone brevemente el motivo de su visita a esa casa.
—Tanto mi mujer como yo, dice el marido, estamos irrevocablemente decididos a no volver a ver jamás a una criatura que nos deshonra; puede hacer lo que le plazca; la abandonamos a los designios del Cielo esperando que su justicia nos vengue pronto de tal hija...
Dorgeville refutó tan bárbaro proyecto con los argumentos más patéticos y elocuentes que pudo encontrar; al no lograr convencerlos con la razón, quiso tocar sus sentimientos... análoga resistencia; estos padres crueles no acusaron sin embargo a Cécile de otras faltas que las que ella misma había confesado coincidiendo la acusación de sus jueces totalmente con el relato.
Aunque Dorgeville explica que una debilidad no es un crimen, que si no fuera por la muerte del seductor de Cécile todo hubiese sido reparado por el matrimonio, nada se consigue; nuestro conciliador se retira bastante descontento; lo invitan a cenar, él agradece mostrando al retirarse que la causa de su negativa debe buscarse en la negativa que él mismo recibiera; no se le insiste, y sale.
Saint-Surin aguardaba a Dorgeville a la puerta del castillo:
—¿Y bien, señor?, le dice el criado demostrando el más vivo interés, ¿no estaba yo en lo cierto al creer que vuestros esfuerzos serían infructuosos? No conocéis a quienes acabáis de ver; sus corazones son de bronce; nunca la humanidad fue escuchada por ellos; si no fuera por mi respetuoso afecto hacia esa querida persona de quien usted aspira a ser protector y amigo, hace mucho que yo mismo los hubiese dejado y, os lo confieso señor, prosiguió el joven, que al perder hoy, como la pierdo, la esperanza de volver a consagrar mis servicios a la señorita Duperrier, ya sólo voy a ocuparme en buscar otra colocación.
Dorgeville calma a este criado fiel, y le aconseja no dejar a sus amos, asegurándole que puede estar tranquilo en cuanto a la suerte de Cécile y que puesto que es tan desdichada como para ser tan cruelmente abandonada por los suyos él tratará siempre de ser siempre un padre para ella.
Saint-Surin abraza llorando las rodillas de Dorgeville y le pide, al mismo tiempo, permiso para encomendarle la repuesta a la carta que recibiera de Cécile; Dorgeville accede con placer y vuelve junto a su encantadora protegida a la que no consuela tanto como hubiera deseado.
—¡Ay, señor!, dice Cécile al enterarse de la crueldad de su familia, debía esperarlo; no me perdono, conociendo como debía conocer su proceder, el no haberos evitado una visita tan desagradable, y sus palabras fueron acompañadas por un torrente de lágrimas que el bondadoso Dorgeville enjugó, prometiendo a Cécile no abandonarla jamás.
No obstante, al cabo de unos días, cuando nuestra interesante aventurera se encontró repuesta, Dorgeville le propuso que fuera a su casa a completar su restablecimiento.
—¡Oh, señor!, respondió Cécile con dulzura, ¡no estoy en condiciones de rechazar vuestro ofrecimiento y, sin embargo, debería enrojecer al aceptarlo! Ya habéis hecho demasiado por mí; pero cautiva en los lazos de mi reconocimiento, no me negaré a nada que pueda aumentarlos y hacerlos más gratos, al mismo tiempo, para mí.
Se encaminaron a casa de Dorgeville. Poco antes de llegar al castillo, la Srta. Duperrier declaró a su bienhechor que deseaba no hacer público el asilo que se le concedía; aunque había casi quince leguas de distancia desde allí hasta los dominios de su padre, no era sin embargo suficiente como para no temer ser reconocida, debiendo cuidarse de los efectos de resentimiento de una familia cuya crueldad era capaz de castigarla con tal severidad... por una falta... grave (lo reconocía), mas que tendrían que haber prevenido antes de que ocurriera en vez de castigarla tan duramente cuando ya no se estaba a tiempo de impedirla; además para él mismo, para Dorgeville, ¿sería conveniente mostrar ante los ojos de toda la provincia que se tomaba un interés tan particular por una desventurada joven arrojada de casa por sus padres y deshonrada ante la opinión pública?
La hombría de bien de Dorgeville no le permitió detenerse a considerar este segundo punto, pero el primero lo decidió y prometido a Cécile que estaría en su casa como ella quisiera, que en su interior la haría pasar por una de sus primas y que afuera sólo trataría a las pocas personas que ella deseara ver. Cécile dio nuevamente gracias a su generoso amigo y llegaron.
Ya es tiempo de decir que Dorgeville no había mirado a Cécile sin una especie de interés mezclado a un sentimiento hasta entonces desconocido para él; un alma como la suya sólo podía entregarse al amor enternecida por la sensibilidad, o preparada por una buena acción; todas las cualidades que Dorgeville buscaba en una mujer se encontraban en la Srta. Duperrier; esas extrañas circunstancias a las que él deseaba deber el corazón de que desposara, también en ella se encontraban; él había dicho siempre que deseaba que la mujer a la que concediera su mano estuviera ligada a él, de algún modo, por el agradecimiento y que, por así decirlo, sólo aspiraba a retenerla mediante ese sentimiento. ¿No era eso lo que ocurría ahora? Y en el caso de que los sentimientos del alma de Cécile no fueran muy diferentes de los suyos, ¿debía él, con su manera de pensar, dudar en ofrecerle matrimonio para consolarla de los imperdonables errores del amor? Otra oportunidad de algo exquisito y hecho a la medida de Dorgeville se presentaba aún al reparar la honra de la Señorita Duperrier. ¿No resultaba claro que la reconciliaría con sus padres y no era para él maravilloso devolver a una desdichada mujer, junto con el honor que el más bárbaro de los prejuicios le quitara, la ternura de una familia de la que la crueldad más inaudita la privara también?
Imbuido de estas ideas, Dorgeville pregunta a la Srta. Duperrier si desaprueba que haga otra segunda tentativa ante sus padres; Cécile no lo disuade de ello en absoluto, pero se guarda bien de aconsejárselo, tratando incluso de hacerle comprender su inutilidad, pero dejándole hacer lo que desee a ese respeto. Termina por decir a Dorgeville que tal vez ella comienza a convertirse en una carga para él, ya que con tanto ardor quiere volverla al seno de una familia que, él bien lo sabe, la aborrece.
Dorgeville, satisfecho con una respuesta que le permite sincerarse, asegura a su protegida que si desea una reconciliación con sus padres es sólo por ella y por los demás, no necesitando él nada que anime el interés que ella le inspira salvo, a lo sumo, la esperanza de que sus cuidados no le desagraden. La señorita Duperrier responde a esta gentileza posando sobre su amigo su dulce y lánguida mirada, que muestra algo más que gratitud; Dorgeville interpreta la expresión y, resuelto a todo con tal de devolver honra y paz a su protegida, dos meses después de su primera visita a los padres de Cécile decide hacerles una segunda y declararles por fin sus legítimos anhelos, convencido de que tal proceder los convencerá inmediatamente de abrir de nuevo su casa y sus brazos a la que tiene la dicha de reparar de tal modo una falta que los obliga a alejar de ellos con demasiada dureza a una hija a quien deben amar en el fondo de sus almas.
Esta vez Cécile no le da ninguna carta para Saint-Surin, como lo hiciera en ocasión de su primera visita, tal vez sepamos pronto por qué. A pesar de ello, Dorgeville acude a este criado para que lo introduzca nuevamente ante M. Duperrier; Saint-Surin lo recibe con los mayores testimonios de respeto y alegría pidiéndole noticias de Cécile con la más vivas muestras de interés y veneración y, en cuanto se entra de los motivos de la segunda visita de Dorgeville, no cesa de alabar tan noble proceder, mas declara al mismo tiempo que está casi convencido de que este segundo cometido tendrá tan poco éxito como el primero. Nada acobarda a Dorgeville y entra a ver a M. Duperrier; le dice que su hija está en su casa, que él se ocupa con el mayor cuidado de ella y de su hijo, que la cree totalmente corregida de sus faltas, que ni un solo momento ha desmentido ella sus remordimientos y que le parece que tal conducta le hace acreedora a algo de indulgencia. Todo lo que dice es escuchado por el padre y por la madre con la mayor atención. Por un momento Dorgeville cree triunfar; pero la asombrosa flema con que se le responde no tarda en convencerle de que trata con almas de acero, con animales, en fin, mucho más parecidos a bestias feroces que a criaturas humanas.
Duperrier toma entonces la palabra:
—No os apartaré en absoluto, señor, dijo, de las bondades que tenéis para con la que antaño yo llamaba mi hija y que se ha hecho indigna de ese hombre; cualquiera fuese la crueldad de que os dignéis acusarme, no la llevaría sin embargo hasta ese extremo; ni le acusamos de otro error más que de su bajeza con un mal sujeto al que nunca debió mirar; falta es esta muy grave a nuestros ojos, ya que, al mancharse en ella, la condenamos a no volver a vernos de por vida. Más de una vez, en los comienzos de su embriaguez, advertimos a Cécile las consecuencias que ésta podría tener; le predijimos todo lo ocurrido; nada la contuvo. Despreció nuestros consejos, desconoció muestras órdenes, en una palabra, se arrojó voluntariamente al precipicio aunque, sin cesar, se lo mostráramos abierto a sus pies. Una joven que ama a sus padres no se conduce de tal modo; tanto, que, apoyada por el sobornador a quien debe su caída, creyó poder desafiarnos y lo hizo insolentemente. Es bueno que ahora sienta sus errores; es justo que le neguemos nuestra ayuda que despreció cuando tanta necesidad de ella tenía. Cécile ha cometido una locura, señor; pronto cometería una segunda. El escándalo se produjo. Nuestros amigos y parientes saben que huyó de la casa paterna, avergonzada del estado a que la habían reducido sus errores. Dejémoslo así, y no nos obliguéis a abrir nuevamente nuestros brazos a una criatura sin alma y sin conducta, que a ellos volvería sólo para procurarnos nuevas desventuras.
—¡Horrible sistema!, exclamó Dorgeville molesto ante tanta resistencia, ¡cuán peligrosos los principios que castigan a una hija cuyo único error es haber sido sensible! Así son los abusos peligrosos que se convierten en causa de tanto espantoso crimen. ¡Padres crueles! Dejad de pensar que una joven desdichada es deshonrada al ser seducida; hubiera sido menos culpable de tener menos cordura y religión: no la castiguéis por haber respetado la virtud en el seno mismo del delirio; por una estúpida inconsecuencia no forcéis a cometer infamias a aquella cuyo único pecado es haber seguido a la naturaleza. Así es como la imbécil contradicción de nuestras costumbres, al hacer que el honor dependa de la más disculpable de las faltas, arrastra a los crímenes más grandes a aquellas para quienes la vergüenza es fardo más pesado que el remordimiento. Y así, en este caso como en miles de otros, se prefiere cometer atrocidades que sirven de velo a errores que no pueden ocultarse. Cuando las faltas no constituyan una ignominia para los culpables, los que las cometen no se hundirán en un abismo de maldad para ocultar minucias... Dejando de lado los prejuicios, ¿dónde está la infamia para una pobre joven que, entregándose al sentimiento más natural de todos, duplica su existencia por exceso de sensibilidad? ¿De qué iniquidad es culpable? ¿Cuáles son las espantosas culpas de su alma o de su mente? ¿Cuándo se darán cuenta de que la segunda falta siempre es consecuencia de la primera y que ésta, en sí misma, ni siquiera alcanza a ser tal? ¡Qué contradicción imperdonable! ¡Se educa a ese desdichado sexo en todo aquello que puede provocar su caída y se lo deshonra cuando ésta se produce! ¡Padres bárbaros! No privéis a vuestras hijas de lo que les interesa. Por un egoísmo atroz no las hagáis eternamente victimas de vuestra avaricia o ambición y, cediendo a sus inclinaciones bajo vuestras leyes, viendo sólo amigos en vosotros, se guardarán bien de cometer errores a los que vuestro rechazo las arroja. Son culpables sólo por vuestra causa... Sois vosotros los que imprimís sobre su frente el fatal sello del oprobio... Ellas han obedecido a la naturaleza mientras que vosotros la violáis. Ellas se han inclinado ante sus leyes, mientras que vosotros las ahogáis en vuestros corazones... Sois pues vosotros los que mereceríais el oprobio y la desgracia, ya que sois la única causa del mal que ellas hacen y, a no ser por vuestra crueldad, ellas no habrían vencido el sentimiento de pudor y de decencia que el Cielo les imprimiera.
—¡Y bien!, continuó Dorgeville con más ardor aún. ¡Y bien, señor! Ya que no queréis reparar el honor de vuestra hija, lo haré yo. ¡Ya que cometéis el salvajismo de ver en vuestra Cécile a una extraña, yo os declaro que en ella veo a una esposa! ¡Cualesquiera sean todos sus errores, los tomo sobre mí! No por ello dejaré de reconocerla como mi mujer ante la provincia entera y, más honesto que vos, señor, aunque vuestro consentimiento me resulte inútil después de conocer vuestra conducta, aún deseo pedíroslo. ¿Puedo contar con obtenerlo?
Duperrier, confundido, no pudo evitar de observar a Dorgeville con muestra de enorme sorpresa.
—¡Cómo!, le dijo, ¿un gentilhombre como vos, señor, se expone voluntariamente a todos los peligros de semejante alianza?
—A todos, señor. Los errores de vuestra hija antes de que me conociera no pueden alarmarme: sólo un hombre injusto o atroces prejuicios pueden considerar vil o culpable a una joven que ha amado a otro hombre antes de conocer a su marido. Tal manera de pensar se nutre en un orgullo imperdonable que, no contento con dominar a quien posee, quisiera encadenar a quien no poseía aún... ¡No, señor!, esos repugnantes absurdos no tienen dominio sobre mí; confío más en la virtud de una joven, que habiendo conocido el mal se ha arrepentido, que en la de la mujer que nada tuvo que reprocharse antes de su matrimonio; la una conoce el abismo y puede evitarlo; la otra cree ver flores y se arroja a él. Una vez más, señor, sólo espero vuestro consentimiento.
—Ese consentimiento no está ya en nuestro poder, respondió con firmeza Duperrier. Al renunciar a nuestra autoridad sobre Cécile, al maldecirla, al negarla como lo hemos hecho y continuamos haciéndolo aún, ya no conservamos la facultad de disponer de ella; es para nosotros una extraña que el destino ha colocado en nuestras manos...; es libre por su edad, por sus actos y por nuestro abandono...: en una palabra, señor, podéis hacer de ella lo que os plazca.
—Entonces, señor, ¿no perdonáis a Mme Dorgeville los errores de la señorita Duperrier?
—Perdonamos a Mme Dorgeville el libertinaje de Cécile; pero la que lleva tanto un apellido como el otro, ha faltado gravemente a su familia... y sea cual fuere el que tome para presentarse ante sus padres, no será recibida por ellos ni con uno ni con otro.
—Pensad, señor, que es a mí a quien insultáis en este momento y que vuestra conducta se torna ridícula al lado de la decencia de la mía.
—Es porque así lo siento, señor, y creo que lo mejor que podemos hacer es separarnos; sed, si lo queréis, el esposo de una ramera, no tenemos el derecho de imperídoslo; pero no creáis tampoco que vos tenéis el de obligarnos a recibir a esa mujer en nuestra casa, que ella cubrió de duelo y amargura... cuando la cubrió también de oprobio.
Dorgeville, furioso, se pone de pie y parte sin decir una palabra.
—Hubiera matado a este hombre feroz, dice a Saint-Surin que le tiende la brida de su caballo, si no me contuviera la piedad y si mañana no desposara yo a su hija.
—¿La desposáis, señor?, preguntó Saint-Surin sorprendido.
—Sí. Quiero reparar mañana su honra..., quiero consolar mañana su infortunio.
—¡Oh, señor! ¡Qué generosa acción! Vais a confundir la crueldad de esas gentes, vais a devolver la vida a la más infortunada pero más virtuosa de las jóvenes. Vais a cubriros de fama empecedera ante toda la provincia...
Y Dorgeville partió al galope.
Al regresar junto a su protegida, le cuenta con los mayores detalles el espantoso recibimiento de que fuera objeto, asegurándole que, al no ser por ella, Duperrier se hubiese arrepentido de su indecente conducta. Cécile agradece su prudencia pero, cuando Dorgeville retoma la palabra y le dice que, a pesar de todo, está decidido a desposarla al día siguiente, una involuntaria turbación se apodera de la joven. Quiere hablar... Las palabras mueren en sus labios... Quiere ocultar su pesadumbre... Más la demuestra.
—¡Yo!, dice en forma inexplicablemente desordenada... ¡Yo!... ¡Convertirme en vuestra esposa!... Ah, señor... Hasta qué punto os sacrificáis por una pobre joven... tan poco digna de vuestra bondad por ella.
—Sois digna, señorita, responde vivamente Dorgeville. Una falta, castigada con demasiada crueldad, tanto por la manera como se os ha tratado como, más aún, por vuestros propios remordimientos, una falta que no puede repetirse puesto que el que os la hiciera cometer no existe ya, una falta, en fin, que ha servido para procurar madurez a vuestro espíritu y daros esa cruel experiencia de la vida que sólo se adquiere a expensas de uno mismo... Tal falta, repito, no os degrada en absoluto ante mis ojos. Si creéis que puedo repararla, a vos me ofrezco, señorita. Mi mano, mi casa... mi fortuna, todo lo que poseo está a vuestro servicio... decidíos.
—¡Oh, señor!, exclamó Cécile. Perdonad si el exceso de mi confusión me impide hacerlo. ¿Podía acaso esperar tal bondad de vuestra parte, después del proceder de mis padres? ¿Y cómo creéis que pueda ser capaz de aprovecharme de ella?
—Lejos de ser tan severo como vuestros padres, y no juzgo a la ligereza como a un crimen, y borro la falta que os aflige al concederos mi mano.
La señorita Duperrier cae de rodillas ante su bienhechor; parecen faltarle las palabras para expresar los sentimientos que embargan su alma. A los que está obligada a sentir sabe mezclar con tal destreza el amor, en una palabra, cautiva tan bien al hombre que tanto le interesa conquistar que antes de ocho días se celebran las bodas y se convierte en Mme Dorgeville.
No obstante, la recién casada no sale aún de su retiro, explicando a su marido que, al no estar reconciliada con su familia, la decencia la obliga a ver muy poca gente. Su salud le sirve de pretexto y Dorgeville limita sus relaciones al personal de su casa y a uno que otro vecino. Mientras tanto, Cécile pone toda su habilidad en juego para persuadir a su marido de dejar Poitou. Le hace falta ver que, tal como están las cosas, siempre vivirán incómodos allí, y que sería mucho más decente para ellos establecerse en alguna provincia alejada de donde la esposa de Dorgeville recibiera tantas pruebas de desaprobación y ultrajes.
A Dorgeville le agrada bastante este proyecto. Hasta escribe a un amigo que habita cerca de Amiens encargándole buscar en esa zona una posesión donde terminar sus días en compañía de una joven amable a quien acaba de desposar y que, enemistada con sus padres, sólo encuentra en Poitou sufrimientos que la obligan a alejarse de allí.
Esperaban la respuesta a este pedido cuando llega al casillo Saint-Surin. Antes de osar presentarse ante su antigua ama, solicita autorización para saludar a Dorgeville. Se le recibe con satisfacción.
Saint-Surin explica que el interés con que se ocupó del destino de Cécile le ha hecho perder su puesto, que acude a ella en demanda de su bondad y a despedirse antes de buscar fortuna en otra parte.
—¡No nos dejaréis!, exclama Dorgeville, conmovido de piedad, y no viendo en este hombre más que la oportunidad de una adquisición que además complacería a su mujer. ¡No, no nos dejaréis! Y Dorgeville, convirtiendo este hecho en objeto halagüeño de sorpresa para la que adora, va de inmediato a verla y a presentarle a Saint-Surin como criado principal de su casa.
Mme Dorgeville, emocionada hasta las lágrimas, besa a su esposo agradeciéndole mil veces su delicada atención y expresa delante suyo a este servidor hasta qué punto es sensible a la devoción que siempre ha sentido por ella. Conversan un momento sobre M. y Mme Duperrier; Saint-Surin los describe con los mismos perfiles de rigor que Dorgeville les conociera, y a partir de ese momento sólo se ocupan de proyectos para una próxima partida.
Habían llegado noticias de Amiens. Se había encontrado exactamente lo que convenía y ambos esposos se disponían a tomar posesión de su nueva morada, cuando el acontecimiento más cruel e inesperado vino a abrir los ojos de Dorgeville, a destruir su paz, y a desenmascarar a la infame que se burlaba de él desde hacia seis meses.
Todo era calma y alegría en el Castillo. Dorgeville y su mujer acababan de cenar tranquilamente, absolutamente solos esa noche, conversando juntos en su sala con esa dulce paz que da la felicidad, sentida sin temores ni remordimientos por Dorgeville pero tal vez no con tanta pureza por su mujer. La dicha no está hecha para el crimen. El ser que ha sido lo bastante depravado como para caer en él, logra fingir la paz dichosa de un alma pura, pero rara vea goza de ella. De pronto, se escucha un espantoso ruido. Las puertas se abren con estrépito. Saint-Surin, encadenado, aparece entre un grupo de guardias cuyo oficial se arroja sobre Cécile que intenta huir, la retiene, y, sin miramiento alguno por sus gritos o por las protestas de Dorgeville, se dispone a llevársela de inmediato.
—¡Señor...señor!, grita Dorgeville bañado de lágrimas, ¡escuchadme, por Dios!... ¿Qué os ha hecho esta dama y adónde pretendéis conducirla? ¿Ignoráis que me pertenece y que estáis en mi casa?
—Señor, responde el oficial un tanto más tranquilo después de haber dominado a sus dos prisioneros, la mayor desgracia que puede ocurrir a un hombre tan honrado como vos es haber desposado a esta mujer; pero el título que ha usurpado con tanta infamia como impudor, no la preservará de la suerte que le espera... ¿Me preguntáis a dónde la conduzco? A Poitiers, señor, donde de acuerdo a la sentencia pronunciada contra ella en París y que ha eludido hasta ahora con su astucia, será quemada viva mañana junto con su indigno amante que aquí veis, continúo el oficial señalando a Saint-Surin.
Ante estas funestas palabras, las fuerzas abandonan a Dorgeville. Cae sin sentido; corren a su auxilio. El oficial, seguro de sus prisioneros, ayuda personalmente en los cuidados que hay que prestar al desdichado esposo. Dorgeville vuelve finalmente en sí...
En cuanto a Cécile está sentada en una silla, custodiada como criminal en el mismo salón donde una hora antes reinara como señora... Saint-Surin, en igual posición, se encuentra a dos tres pasos de ella, guardado con igual rigor pero mucho menos calmado que Cécile, sobre cuya frente no se percibe alteración alguna; nada turba la tranquilidad de esta desdichada; su alma, hecha al crimen, ve sin espanto el castigo.
—Dad gracias a Dios, señor, dijo a Dorgeville. Esta aventura os salva la vida. Al día siguiente de llegar a la nueva morada donde pensabais estableceros, esta dosis, continuó sacando de su bolsillo un envoltorio con veneno, iba a ser mezclada a vuestros alimentos y habríais expirado seis horas más tarde.
—Señor, dijo esta terrible criatura al oficial, sois dueño de mí. Una hora más o menos no debe ser de importancia; os la pido para hacer conocer a Dorgeville las extrañas circunstancias que le conciernen.
—Sí, señor, continuó dirigiéndose a su marido. Sí, en todo estáis mucho más comprometido de lo que suponéis. Obtened el permiso de que pueda yo hablar durante una hora y os enterareis de cosas que os sorprenderán si es que podéis escucharlas hasta el fin con entereza, sin que ellas multipliquen el horror que os debo inspirar. Veréis al menos que si soy yo la más desgraciada y criminal de las mujeres... este monstruo, dijo señalando a Saint-Surin, es sin lugar a dudas el más infame de los hombres.
Aún era temprano y el oficial consistió el relato que pedía su cautiva, tal vez deseaba él mismo conocer, aunque supiera los crímenes de su prisionera, qué relación ellos tenían con Dorgeville. Sólo dos guardias permanecieron en la sala con el oficial y con los dos culpables; los demás se retiraron, las puertas fueron cerradas, y la falsa Cécile Duperrier comenzó su relato en los siguientes términos:
En mí veis, Dorgeville, a quien dio vida el Cielo para vuestro tormento y el oprobio de vuestra casa. Supisteis en América que algunos años después de vuestra partida de Francia, habíais tenido una hermana. Mucho más tarde supisteis también que esa hermana, para mar con mayor libertad a un hombre que adoraba, osó levantar su mano sobre quienes le habían dado la vida y huyó inmediatamente con su amante... Pues bien, Dorgeville, reconoced a esa hermana criminal en vuestra desdichada esposa y a su amante en Saint-Surin... Ved si soy capaz de cometer un crimen y, si es necesario, de multiplicarlo. Sabed ahora cómo os he engañado, Dorgeville... y calmaos, dijo viendo a su desgraciado hermano retroceder de espanto apunto de perder nuevamente el sentido... Sí, tranquilizaos, hermano mío; soy yo quien debería estremecerse... pero ved cuán tranquila estoy... Tal vez yo no había nacido para el crimen, tal vez sin los pérfidos consejos de Saint-Surin nunca el mal se habría adueñado mi corazón... Esa él a quien debéis el asesinato de nuestros padres; fue él quien me indujo a cometerlo procurándome lo que hacía falta para ello; su mano fue también la que me dio el veneno que debía poner fin a vuestros días.
En cuanto realizamos nuestros primeros planes, sospecharon de nosotros. Tuvimos que huir sin poder siquiera llevar el dinero que del que íbamos a apoderarnos. Pronto las sospechas se convirtieron en pruebas; se nos hizo un proceso; se nos sentenció a la funesta condena que vamos a cumplir. Nos alejamos... pero no lo bastante, por desgracia; hicimos correr el rumor de una huida a Inglaterra. Lo creyeron. Pensamos tontamente que no era necesario ir más lejos. Saint-Surin se ofreció criado en la casa de M. Duperrier; sus condiciones hicieron que se lo aceptara. Me escondió en un pueblo próximo a las tierras de ese hombre de bien, donde me veía en secreto, y durante ese tiempo nunca me mostré a otras miradas que no fueran las de la mujer en cuya casa me alojaba.
Este recogimiento me aburría. No podía soportar vida tan ignorada. A veces hay ambición en las almas criminales; interrogad a los que han triunfado sin merecerlo y veréis que pocas veces lo han logrado sin un crimen. Saint-Surin consentía complacido en buscar nuevas aventuras; pero yo estaba encinta y antes que nada tenía que desembarazarme de mi carga; Saint-Surin quiso enviarme, para el parto, a un pueblo más alejado de la morada de sus amos, a la casa de una mujer amiga de aquélla en cuya casa me hospedaba. Siempre con la idea de guardar mejor el secreto, se resolvió que yo viajara sola; allí me dirigía cuando me encontrasteis; habiendo comenzado los dolores antes de que llegara a la casa de esa mujer, daba a luz, sola, al pie de un árbol... y entonces, presa de desesperación, viéndome tan abandonada, yo, que nacida en la opulencia, hubiera podido aspirar a los mejores partidos de mi provincia si mi conducta hubiese sido buena, quise matar al desdichado fruto de mi libertinaje y apuñalarme a mí misma luego. Pasasteis, hermano mío; os interesasteis en mi suerte; la esperanza de nuevos pecados se enciende de pronto en mi pecho y resuelvo engañaros para aumentar el interés que parecíais tomar por mí. Cécile Duperrier acababa de huir de la casa paterna, escapando al castigo y a la vergüenza de una falta cometida con su amante, falta que le había conducido a mi mismo estado; conociendo perfectamente todas las circunstancias, resolví fingir ser esa joven. De dos cosas estaba yo segura: que ella no volvería y que sus padres, aunque se arrojara a sus pies, jamás le perdonarían su conducta. Estos dos puntos me bastaron para tramar toda mi historia; vos mismo os encargasteis de la carta en la que daba instrucciones a Saint-Surin y en la que narraba el sorprendente reencuentro con un hermano al que nuca hubiera reconocido de no haberme dicho su nombre, y del que pensaba servirme, sin que él lo supiera, para recuperar nuestra fortuna.
Saint-Surin me respondió por intermedio vuestro, y desde entonces, sin que lo supierais, no cesamos de escribirnos y de vernos en secreto algunas veces. Recordáis sin duda vuestro fracaso ante los Duperrier; no me opuse a gestiones de las que nada temía y que, al poneros en contacto con Saint-Surin, podían despertar vuestro interés por un amante al que deseaba tener cerca nuestro. Me disteis pruebas de amor... os sacrificasteis por mí. Como todo ello favorecía mi propósito de cautivaros, visteis cómo os respondí y habéis probado, Dorgeville, que los lazos de familia que a vos me ataban, no me impidieron unirme a vos por los de un matrimonio que favorecía de tal modo todos mis planes... que me sacaba del oprobio, de la humillación, de la miseria y que, como consecuencia de mis crímenes, me llevaba a una provincia alejada de la nuestra, rica... y, al fin, mujer de mi amante. El Cielo se opuso a ello; conocéis el resto y ved cómo mis faltas son castigadas... Vais a desembarazaros de un monstruo al que debéis odiar... de una malvada que no ha cesado de engañaros... que, aún gozando en vuestros brazos de incestuosos placeres, no dejaba de entregarse cada día a ese otro monstruo que vuestro exceso de piedad tuvo la imprudencia de traer junto a nosotros.
Odiadme, Dorgeville... lo merezco... detestadme, os lo suplico... pero cuando, desde vuestro castillo, veáis mañana las llamas donde se consuma la desdichada... que tan cruelmente os engañara... que pronto hubiese segado vuestra vida... no me quitéis al menos el consuelo de pensar que una lágrima brotará de vuestro sensible corazón aún abierto a mis desdichas y que recordareis tal vez que, habiendo nacido hermana vuestra antes de convertirme en castigo y tormento de vuestra vida, no debo perder los derechos que, por mi nacimiento, tengo sobre vuestra piedad.
No se equivocaba la infame; había conmovido el corazón del desventurado Dorgeville, que, durante el relato, se deshizo en lágrimas.
—No lloréis, Dorgeville, no lloréis, dijo... No, no debo pediros vuestras lágrimas; no las merezco. Y ya que tenéis la bondad de derramarlas permitidme, para enjugarlas, que os recuerde solamente mis errores; posad vuestra mirada sobre la desdichada que os dirige la palabra, ved en ella a la más repudiable conjunción de crímenes y temblaréis en vez de llorar...
Al decir estas palabras Virginie se pone en pie:
—Vamos, señor, dice con decisión al oficial, vamos a dar a la provincia el ejemplo que espera d mi muerte; que mi débil sexo comprenda, al verla, a dónde conducen el olvido de los deberes y el alejamiento de Dios.
Al descender los escalones que la llevaban al patio, pidió por su hijo. Dorgeville, que con noble y generoso corazón hacía educar al niño con el mayor esmero, no se atreve a negare ese consuelo: traen a la miserable criatura; ella la toma, la estrecha contra su seno, la besa... luego, rechazando prontamente sentimientos de ternura que, enterneciendo su alma, pudieran hacerle comprender violentamente el horror de su situación, estrangula con sus propias manos al desdichado niño.
—Vete, dice arrojándolo, no vale la pena de que vivas para conocer sólo infamia, vergüenza e infortunio; que no quede huella sobre la tierra de mis crímenes; sé tú su última víctima.
Con esas palabras se precipita la infame dentro del carruaje del oficial; Saint-Surin, encadenado, lo sigue a caballo, y al día siguiente, a las 5 de la tarde, estas dos abominables criaturas perecen en el espantoso suplicio que la cólera del Cielo y la justicia de los hombres les tenía reservado.
En cuanto a Dorgeville, luego de una cruel enfermedad, dejó sus bienes a varias instituciones benéficas, dejó el Poitou buscando retiro en la Trapa, done murió al cabo de los años sin haber logrado destruir en sí mismo, pese a ejemplos tan terribles, ni los sentimientos de cariad y de piedad que conformaban su alma hermosa, ni el excesivo amor en que se consumió, hasta su último suspiro, por la infortunada mujer... que fuera oprobio de su vida y única causa de su muerte.
Fin
¡Oh, vosotros, que leeréis esta historia! Quiera ella haceros comprender la obligación que todos tenemos de respetar los sagrados deberes de los que jamás se aparta uno sin correr a su propia perdición. Si, contenido por los remordimientos que se sienten al romper el primer freno, se tuviera la fuerza de no ir más lejos, nunca se anularían totalmente los derechos de la virtud; pero nuestra debilidad nos pierde, los malos consejos nos corrompen, peligrosos ejemplos nos pervierten, los riesgos parecen no existir, y el velo se desgarra recién cuando la espada de la justicia detiene el curso de los crímenes. Entonces el dardo del arrepentimiento se torna insoportable; ya no hay tiempo para ello; los hombres necesitan venganza, y aquél que sólo supo molestarlos, tarde o temprano terminará por aterrorizarlos.