REMEMBRANZAS DE UN VETERINARIO RURAL
Publicado en
octubre 04, 2021
Sección de libros.
Cuando John McCormack se mudó a un condado rural de Alabama para empezar a ejercer su profesión, no sabía si la gente lo aceptaría, pues en esa región nunca había habido un veterinario titulado.
A los pocos minutos de su llegada, sin embargo, ya estaba curando a su primer paciente. Y después de un año de atender partos a medianoche, sacar muelas a sabuesos y desempeñar otras labores de ayuda en las granjas, ya era un miembro imprescindible de la comunidad.
En los pastizales, cocinas y corrales del condado de Choctaw, descubrió que el apretón de una mano callosa vale más que una promesa escrita, y que los vecinos son bienvenidos, mas no así los extraños. Pero, sobre todo, aprendió que curar un animal enfermo —tarea a veces ingrata y casi siempre complicada— ennoblece a la gente y la vuelve más humana.
Por John McCormack.
DESDE EL MOMENTO en que me interné en el condado de Choctaw, Alabama, aquel encapotado día de otoño de 1963, al volante del atestado camión de mudanzas que habíamos alquilado, tuve la sensación de que pertenecía a esas tierras. Me pregunté si mi esposa, Jan, que venía siguiéndome en nuestra vieja camioneta, sentía lo mismo que yo, pues de pronto tuve la certeza de que ya estaba haciendo planes con nuestros pequeños, Tom, de cuatro años, y Lisa, de dos, para salir a explorar nuestro nuevo terruño.
Me había recibido de médico veterinario en la Universidad Auburn, de Alabama. Tras obtener el título, trabajé como inspector en una compañía empacadora de carnes y como asistente de otros veterinarios. Esta experiencia, aunada al hecho de que crecí en una pequeña granja en el estado de Tennessee, me dio la confianza para tratar de abrirme camino por mi cuenta.
Durante varios meses Jan y yo estuvimos buscando pueblos donde hicieran falta veterinarios, y decidimos mudarnos a Butler, Alabama, cabecera del condado de Choctaw, pues esa región nunca había contado con un veterinario titulado, y su economía era buena. Matthew Sexton, asesor agrícola oficial, del condado, nos había alentado a establecernos allí.
Era ya casi de noche cuando llegamos a su despacho.
—Gracias a Dios que ya están aquí —nos dijo, y luego de poner en mis manos un rimero de mensajes escritos, añadió—: No hemos dejado de recibir llamadas desde que se publicó su anuncio en el periódico de ayer.
—¡No lo puedo creer! —exclamé.
—Usted dijo que quería trabajo; pues bien, ya lo tiene.
El señor Sexton nos había conseguido en alquiler una casita situada a menos de un kilómetro del poblado. Jan y yo apenas comenzábamos a inspeccionarla cuando oí un ruido en la puerta lateral. Me asomé y vi a un hombre con traje de faena que sostenía en brazos un bulto envuelto en mantas; a su lado estaba una linda chiquilla de rostro triste. Tom abrió la puerta.
—¿Está tu papá? —preguntó el hombre con rudeza.
—Sí, señor —respondió mi hijo, y yo me acerqué a presentarme:
—Soy el doctor McCormack. ¿En qué puedo servirle?
—El asesor agrícola me dijo que usted podría examinar este cachorro enfermo —dijo, a la vez que desenvolvía el bulto.
Ante mis ojos quedó un esmirriado cachorro de beagle de menos de cuatro semanas; estaba aletargado y débil, y tenía las encías del color de la leche descremada.
Eran los síntomas típicos de la anquilostomiasis, una grave enfermedad causada por un parásito que se alimenta de sangre. El animalito necesitaba una trasfusión sanguínea, una desparasitación y buenos cuidados, pero no podía ocuparme de él, pues ni siquiera habíamos desempacado.
—Este cachorro tiene una infección muy grave —dije, y sugerí que lo llevaran a un veterinario que tuviera equipo para atender urgencias.
—Creí que usted era veterinario —gruñó el hombre.
Me encontré ante un dilema: no estaba listo aún para atender al perrito, pero tampoco quería decepcionar a mi primer cliente en Choctaw. Entonces vi a nuestra perra, Mickey, sentada junto a la puerta trasera, y pensé que era la candidata ideal para donar sangre.
—No tenemos ni diez minutos de haber llegado. Todas mis medicinas y mi instrumental están aún empacados en el camión, pero si nos deja aquí el cachorro, mi esposa y yo veremos qué podemos hacer —le prometí.
Noté que la niña y Tom se sonreían. Tenía que salvar al perrito.
—Tom, trae a Mickey, por favor —ordené—. Nos va a donar un poco de sangre para Maní.
No sé por qué se me ocurrió llamar así al cachorro. Quizá fue porque era muy pequeño y me inspiró ternura.
Acostumbrada a donar sangre, Mickey ni siquiera se movió cuando le clavé la aguja. Un minuto después, ya le había extraído la sangre que necesitaba para la trasfusión. Pero faltaba la parte difícil: el cachorro tenía las venas parcialmente colapsadas, así que para insertarle la aguja había que hacerle una incisión en la piel.
Mientras Jan sostenía al cachorro boca arriba, yo le hice una pequeña incisión en un lado del cuello, le inserté la aguja en la diminuta yugular y empecé a inyectarle lentamente la sangre de Mickey.
En eso se volvió a oír ruido en la puerta lateral. Alcé la mirada y vi a un grupo de muchachos acompañados por un adulto.
—Soy el señor Rigney, maestro de agricultura —se presentó el hombre—, y estos son mis alumnos, todos de la Escuela de Futuros Agricultores de Estados Unidos. El señor Sexton me comentó que quizá necesitaran ayuda para desempacar.
—¡Llegan como caídos del cielo! —exclamó Jan—. Los atenderé en cuanto terminemos esta trasfusión.
—Yo no sabía que a los perros les hicieran trasfusiones —dijo uno de los chicos, sorprendido.
Nos soltaron entonces un aluvión de preguntas mientras pasaban a la cocina. Era obvio que les interesaba mucho lo que estábamos haciendo. Le administramos a Maní un fármaco para desparasitarlo, le dimos leche, alimento y un complemento de hierro, y lo metimos en el baño.
Cuando los muchachos terminaron de bajar muebles y cajas del camión, nos sentamos en la sala a beber té helado y conversar. Mientras descansábamos, oímos unos ladridos que salían del baño. Tom y Lisa corrieron a ver qué ocurría, y segundos después regresaron, cada cual con la mitad del cachorro en brazos.
—¡Papá, ya está mucho mejor!
—Parece ser que su primer caso en Choctaw ha sido un éxito —comentó el señor Sexton, que había pasado a ver si nos hacía falta algo—. Supongo que es un buen augurio.
Quise convencerme de ello, pero me preocupaba que a algunos de nuestros nuevos vecinos les resultara difícil creer que un veterinario de sólo 28 años tuviera conocimientos de valor práctico. Podrían recelar de un forastero bien instruido pero inexperto. El tiempo me sacaría de dudas.
RUMOR DE TORMENTA
—¿Es USTED EL DOCTOR que cura vacas? —me preguntó el niño con seriedad.
—Sí, soy el veterinario —respondí, con una sonrisa forzada.
—Mi papá quiere que venga a ver dos que están enfermas.
—Claro, iré con gusto —dije.
La casa era una vieja estructura de tablillas con techo de hojalata, construida probablemente a principios de siglo. Mientras estacionaba mi camioneta, un nutrido grupo de hombres y muchachos se juntaron en el porche.
—¿Es usted el veterinario? —me preguntó el que llevaba puesto el overol más desgastado.
—Sí, señor. Soy el doctor McCormack.
Al estrechar la mano del granjero, sentí los gruesos callos y la piel agrietada de su palma, señales inconfundibles de cientos de horas de arduo trabajo en el campo.
En el curso de los años siguientes descubrí que quienes tienen semejantes manos son hombres de palabra, y que si piden ayuda a un veterinario, médico o lo que sea, se las arreglan para pagar la cuenta. Y que si uno de ellos piensa que le han cobrado demás, no vuelve a solicitar el servicio.
—Las vacas están allá atrás, doctor —me dijo el niño.
En el rincón más enlodado del traspatio estaban dos vacas de engorda, de cara blanca. Una estaba echada, con la cabeza en el suelo, y tenía el abdomen inflamado; era poco probable que pudiera salvarse. La otra seguía en pie, pero se tambaleaba y estaba inflada como globo.
—Parece que se metieron en el granero —dije—. ¿Ve usted los granos de maíz que tiene el estiércol?
—Dejé remojando un barril de maíz para los puercos —respondió el granjero—. Apuesto a que se lo comieron.
—Eso creo. Debieron de hartarse de maíz, que luego se les fermentó en el estómago, como en un alambique de whisky.
—¿Puede hacer algo por ellas?
—Voy a ponerle una sonda gástrica a la que aún está en pie para tratar de evacuarle el estómago.
Corrí a la camioneta a buscar mis utensilios: una sonda gigante, una bomba y una caja de bicarbonato.
—¿Por qué no trata usted de próvocarle el vómito? —preguntó uno de los circunstantes.
—Porque las vacas no vomitan —contesté.
—Si vomitara, estoy seguro de que se sentiría mucho mejor —insistió el hermano mayor del niño.
—Todo mundo a callar! —ordenó el granjero—. El, doctor ha dicho que las vacas no vomitan, y lo dice porque lo sabe. Ayuden a sujetarle la cabeza a esa vaca.
De pie frente al animal, que no opuso mucha resistencia a que le abriera la boca, inserté la sonda y empujé. El tubo de goma apenas había llegado al esófago cuando de pronto la vaca eructó una violenta ráfaga de vapor pestilente que me hizo volver la cabeza y cerrar los ojos.
De sus entrañas subió entonces un rumor sordo y profundo, como de tormenta inminente. Cuando me volví a mirar a la vaca, una tremenda explosión de materia caliente, viscosa y fétida me bañó la cara, los lentes, la ropa y hasta los zapatos. Claramente sentí el impacto de las partículas de maíz mezcladas con paja en los brazos y el rostro.
—¡Santo Dios! —exclamó el chico mayor, dando un salto para apartarse de la colosal inmundicia—. ¡Qué porquería!
—¡Pensé que el hombre había dicho que las vacas nunca vomitaban! —observó el pequeño.
—Ve por agua para que este hombre se lave —ordenó el granjero.
Sacudiendo la cabeza como perro, conseguí quitarme de las orejas y el pelo casi todos los residuos de porquería. El granjero y uno de los presentes trataron de limpiarme la ropa, que estaba empapada en vómito, pero mientras me restregaban volví a oír el ominoso retumbo.
—¡Aléjense! ¡Va a hacerlo otra vez! —grité.
En el preciso instante en que la vaca puso rígida la cabeza, saqué la sonda de un tirón y un río de líquido inmundo salió disparado a dos metros de distancia. Esta vez, milagrosamente, no salpicó a nadie.
El animal se había desinflado como cuando se pincha un globo. Mientras yo seguía limpiándome, la res caminó hacia un montón de paja y se puso a comer con apetito.
—Creo que esa vaca ya se siente mejor —dijo alguien—. Pero, mi amigo, ¡quedó usted de dar risa!
Luego tratamos de insertarle la sonda a la otra vaca, pero por desgracia ya era demasiado tarde. Estaba agonizando.
—Dejemos que se muera en paz —ordenó el granjero.
Entonces nos alejamos por respeto al pobre animal.
El niño sacó del pozo varios cubos de agua. Me lavé rápidamente y me puse un overol limpio. Mientras saldábamos cuentas, nos pusimos a hablar de cosas intrascendentes.
—Pensé que había dicho que las vacas no vomitaban —señaló uno de los presentes.
—En realidad no vomitó —repuse, y luego, tratando de ocultar lo obvio detrás de un velo de jerga médica, dije en tono profesional—: Regurgitó por peristalsis retrógrada.
Se hizo un largo silencio.
—No sé qué significa eso —le dijo finalmente el niño a su padre—. Pero yo vi a esa vaca vomitarle encima a ese señor que tanto sabe.
PERIPECIAS SOBRE RUEDAS
MUCHOS DE MIS CLIENTES se burlaban de mi destartalada camioneta, y me aseguraban que no iba a durar mucho si seguía metiéndola en herbazales y porquerizas.
El chasís del vehículo no estaba diseñado para sortear los caminos y los pastizales de Choctaw en invierno. A fuerza de tantos tumbos se le desprendió el silenciador, se llevó un raspón en el spoiler trasero al pasar por un cruce de trenes, el parachoques quedó colgado de un tocón que se atravesó en mi camino y la carrocería sufrió abolladuras por las patadas de algunas vacas ariscas y mulas con cólico.
Para colmo, estaba yo visitando muchas más granjas porcinas de las que había previsto, y el hedor terminó por impregnar los asientos y los tapetes. Mi mujer y yo decíamos en broma que era el olor del dinero, pero ni siquiera a un veterinario le gusta ir a la iglesia oliendo a chiquero. Para ser franco, se había apoderado de mí un ansia incontrolable de tener una camioneta de carga, y la única forma de apaciguarla era comprar una.
Al poco tiempo me convertí en orgulloso poseedor de una camioneta Chevy de caja corta, de dos años de uso, con neumáticos traseros para terreno fangoso, interior impecable y acabado exterior en un azul tan brillante que lastimaba la vista. El vehículo había recorrido apenas 42,000 kilómetros y todavía olía a nuevo.
La Chevy me hizo sentir libre. Con ella podía adentrarme sin temor por caminos en zonas de tala y crecidos pastizales invadidos de brezos.
Poco después de la compra, tuve que practicar sin ayuda una operación de urgencia a la luz de los faros de la camioneta, en un pastizal y a medianoche. Cuando terminé, volví a subir al vehículo y, para mi deleite, el motor se puso en marcha en el acto.
Cuando salía del pastizal creí ver un charco más adelante, así que aceleré un poco para cruzarlo rápidamente. Por desgracia, era muy profundo y la camioneta se hundió en el lodo hasta los ejes.
Hecho una furia, dejé abandonado el vehículo, recorrí a pie el kilómetro y medio que me separaba de la granja más cercana y telefoneé a mi esposa, que salió a recogerme. A la mañana siguiente, Jan me dejó en el pastizal y se fue a llevar a los niños a la escuela.
La camioneta parecía haberse hundido aun más durante la noche, pero yo estaba decidido a sacarla de allí sin ayuda. Pensé que lograría desatascarla si saltaba sobre el parachoques trasero con el motor en marcha y la palanca de velocidades puesta en primera.
Así que improvisé un dispositivo para acelerar a distancia: atoré un palo entre el pedal del acelerador y el tablero de instrumentos, para poner en movimiento las ruedas traseras; después enrollé un cabo de alambre obstétrico alrededor del palo y saqué el otro extremo por la portezuela, que había dejado abierta. Mi plan era sujetar el alambre hasta que el vehículo comenzara a moverse y luego desatorar el palo dándole un tirón al alambre; en ese instante la camioneta se detendría, o al menos se frenaría un poco. Me felicité por mi gran ingenio.
Atoré el palo y encendí el motor. Luego de que salté cuatro o cinco veces sobre el parachoques trasero, la camioneta comenzó a avanzar, pero de pronto se lanzó bruscamente hacia adelante, haciendo que cayera yo de espaldas y soltara el alambre. La Chevy se fue dando tumbos ladera abajo hacia uno de los estanques más grandes y profundos del condado de Choctaw. Jamás corrí tan de prisa.
No sé cómo logré alcanzar la camioneta, pero el caso es que metí un brazo por la ventanilla abierta y sujeté la palanca de velocidades; sin embargo, la puse en marcha atrás, lo cual detuvo el vehículo pero dañó la trasmisión. Por suerte, la camioneta aún funcionaba.
Complacido por mi triunfo, conduje cuesta abajo, pero precisamente en el momento en que más ufano me sentía, noté que el vehículo estaba perdiendo velocidad. Pisé con fuerza el acelerador, pero fue en vano: me estaba hundiendo de nuevo, irremediablemente. Entonces me di cuenta de que la Chevy estaba tan sumergida en el cieno que no podía yo abrir la portezuela.
Rojo de ira y frustración, salí a gatas por la ventanilla, pero resbalé y caí de bruces en el fangal. Desanduve la ladera, y cuando por fin conseguí llegar al camino, vi que la camioneta de Jan venía doblando una curva.
—Te has vuelto a atascar, ¿verdad? —inquirió.
Siempre me ha sorprendido la clarividencia de mi mujer.
Me llevó a casa de Jack Means, un buen vecino nuestro al que pedí ayuda para desatascar la Chevy con su tractor.
—Con gusto —dijo, y en seguida añadió—: Por cierto, lo iba a llamar. Tengo una vaca enferma en el pastizal.
Con su viejo tractor, Jack no tardó en sacar del lodo mi camioneta, que al parecer no había sufrido daños graves. Sólo se le aflojó el motor y tenía un extraño chirrido en la trasmisión.
Al cabo de diez minutos, Jack y yo llegamos al pastizal en mi enlodado vehículo. Caminamos un poco, y entonces vi a la vieja vaca echada como se echan las vacas: con la cabeza torcida hacia un lado. Al oír el ruido del motor, alzó la testa y la movió como periscopio. Noté que estaba temblando.
Advertí también que tenía ojeras amarillentas, así que llegué a la conclusión de que estaba sufriendo de anaplasmosis, una mortífera enfermedad infecciosa de los bovinos. Recordé lo que un profesor de la escuela veterinaria nos había enseñado acerca de esa afección: las vacas que la padecen "se vuelven violentas y atacan si uno las provoca".
No bien bajé de la camioneta, la vaca se puso en pie y se abalanzó sobre mí. Me aparté de un salto y el animal fue a estrellar el cuerno derecho y parte de la cabeza contra la porción inferior de la portezuela.

Luego dio unos pasos vacilantes hacia atrás, con los ojos en blanco, y cayó muerta en el fango y el pasto mojado.
—¡Ha matado a mi vaca! —gritó Jack.
Luego de darle una rápida explicación de los trastornos que causa la anaplasmosis, Jack pareció aceptar que yo no tenía la culpa de lo ocurrido. Con todo, me marché de su granja muy acongojado. El impecable vehículo que horas antes me había llenado de orgullo estaba hecho una calamidad cubierta de lodo. Rechinaba y traqueteaba, y la portezuela derecha tenía una abolladura del tamaño de una pileta para pájaros.
Jack nunca ofreció pagarme la reparación de la camioneta, pero sí les relató a unas 200 personas el incidente en el que pensó que yo había matado a su vaca.
GESTO DE GRATITUD
ERA LA VÍSPERA de Navidad, y estábamos por salir a visitar a la familia de Jan, que vivía en las afueras de Birmingham, y luego a la mía, en Tennessee. Estaba yo atando el último juguete al portaequipaje del techo de la camioneta cuando sonó el teléfono: una voz de varón me dijo que su mejor perro de caza, una hembra llamada Queenie, se había malherido una pata al caer en una trampa.
A las esposas de los veterinarios no les gusta tener que acompañar a sus maridos a una consulta a domicilio cuando ya van de camino a algún lugar fuera de la ciudad, o cuando se dirigen a casa después de la iglesia, pero a menudo esto es lo más rápido.
—¡Vamos, dense prisa! —dije con impaciencia mientras conducía a los niños a la puerta trasera. Jan llevaba las chaquetas y los gorros, y yo mi equipo de urgencias.
Minutos después Jan explicaba a los niños que de camino a casa de la abuela su padre tenía que detenerse a examinar una perra que estaba enferma. Tom no había cumplido siquiera cinco años, pero tanto él como su hermanita se ofrecieron a ayudarme.
Me agradaba tener a los niños en el consultorio de mi casa y llevarlos conmigo cuando alguien me llamaba, pero esta vez pensé que era mejor que se quedaran en la camioneta y escucharan la radio.
Al llegar a la casa del dueño de Queenie, encontré a la perra echada sobre un montón de paja. Cuando le hablé, alzó un poco la cabeza y se lamió los labios. Sus ojos parecían decir: "Por favor, ayúdeme". Se veía muy débil, como si no hubiera comido nada en una semana.
Me sorprendió que estuviera viva, pues tenía la pata posterior derecha con una gangrena muy avanzada. Este tipo de daño es común en los perros de caza, que suelen recorrer grandes distancias y están expuestos a herirse al saltar cercas de alambre. A veces se quedan atorados y colgados de cabeza hasta que un buen samaritano acierta a pasar por allí, y a veces consiguen zafarse solos.
Respiré profundamente y anuncié la mala nueva:
—Tenemos dos opciones: podemos sacrificarla o amputarle la pata.
—¡No me diga eso! ¡Es mi mejor animal! —dijo el dueño con hondo pesar.
Al final se decidió por la amputación. Como la casa aún no contaba con luz, resolví operar a Queenie en el porche.
Heme aquí, pensé, en plena Nochebuena, tratando de hacer lo imposible. Sin luz, a la intemperie y con un perro al que hay que amputarle una pata, mientras mi mujer y mis hijos esperan en la camioneta. La típica aventura de la familia McCormack.
Corrí a avisar a mi familia que me demoraría al menos otros 30 minutos. Estaban ansiosos por partir, pero parecieron comprender la situación.
Tomé mi maletín y saqué la linterna que suelo sujetarme al gorro cuando atiendo a los animales de noche. Luego, con Jan a mi lado para pasarme los instrumentos, puse manos a la obra.
El dueño se sentó en el columpio del porche, un poco arriba y a la derecha de nosotros. Durante el rato que duró la operación, estuvo meciéndose, inquieto, y rezando en voz baja.
Todo salió a las mil maravillas, y al cabo de unos minutos ya estaba yo suturando. Queenie se veía bastante bien, si se piensa en el sufrimiento por el que había pasado.
Luego de desinfectarla e inyectarle un antibiótico, la envolvimos en un viejo edredón y la llevamos con cuidado a un compartimiento vacío del establo. Allí le preparamos un cómodo lecho de paja suelta y la acostamos en él.
El dueño de Queenie salió entonces de la casa con una caja de buen tamaño y un monedero. Tenía la costumbre de pagar todas sus cuentas en efectivo, y esa noche no fue la excepción: me pagó, moneda sobre moneda, la suma que le pedí. Luego puso en mis manos la misteriosa caja.
—Esto es un obsequio para ustedes —dijo con timidez—. Les agradezco mucho lo que hicieron por mí.
Dentro de la caja había una pieza de jamón que él mismo había curado. Dudé en aceptar un regalo tan generoso. Sabía que el hombre necesitaba el dinero que hubiera ganado vendiendo el jamón, pero era obvio que quería expresarnos de un modo más elocuente su gratitud.
Dos días después, compartimos el regalo con mi familia a la hora del desayuno.
De regreso a casa, pasamos a visitar a Queenie y la encontramos restablecida y andando en tres patas. Le dejé al dueño más medicina y le pedí que me llamara si se presentaba alguna dificultad.
Varias semanas después me lo encontré en el pueblo y me dijo que Queenie estaba cazando casi tan velozmente como antes, y que los demás perros no la dejaban atrás. Los animales son increíbles; jamás dejan de sorprenderme.
EXTRACCIÓN PÚBLICA
NO TARDÉ en descubrir que aun para la gente de campo con espíritu práctico ciertos animales son más que una inversión. El vínculo que se establece entre ellos y sus mascotas es especial. El dueño de Queenie no pudo disimular su dolor cuando le dije que había que amputar, ni tampoco su alegría cuando me comunicó, unas semanas después, que la perra estaba bien.
La noticia de mis éxitos con mascotas como Queenie se propagó rápidamente, y empecé a ser reconocido como un veterinario "bastante bueno". A esa fama se debió que una mañana me invitaran a tomar un "desayuno ligero" en casa del "señor Jimmy". Afuera había varias camionetas de carga y coches estacionados, cuyos propietarios sin duda también habían sido invitados a desayunar y, de paso, a ver en acción al nuevo médico.
—Entre, muchacho —me dijo el señor Jimmy al salir a recibirme—. Perdón, quiero decir, doctor. Es que se ve usted tan joven.
Deseé verme más maduro. Con mi melena pelirroja y mi delgaducho cuerpo de 1.83 metros de estatura, no representaba mis 28 años de edad. En no pocas ocasiones, algún granjero, dueño de perros o entrenador de caballos me miró de arriba abajo y luego se preguntó en voz alta si era prudente confiarle su valioso animal o su querida mascota a alguien que bien podía ser su hijo o su nieto.
Ese día en la cocina había mucho movimiento. Se veían al menos una docena de comensales, y la mesa estaba cubierta de humeantes platos de carne, huevos con salsa, chuletas de cerdo, bollos y sémola.
—¡Cuánta comida! —exclamé—. ¡Deben de haberse pasado toda la noche cocinando!
—Espero que esté comible —dijo la esposa del señor Jimmy, a la que todos llamaban "señorita Dora". Nos dimos cuenta de que se había esmerado en prepararnos un delicioso banquete, y le hicimos justicia devorando hasta el último bollo.
Después de desayunar, todos los hombres nos dirigimos a la perrera. Yo acerqué mi camioneta, y bajé la portezuela trasera para usarla como mesa de exploración y examinar a los canes del señor Jimmy.
Unos 10 o 15 perros zorreros se congregaron en la puerta de la perrera. Mientras los vacunaba contra la rabia y el moquillo, les sacaba muestras de sangre y los hacía tragar pastillas para desparasitarlos, el señor Jimmy me iba proporcionando datos sobre cada animal. Los presentes asentían con la cabeza al escuchar los pormenores de cada caso. Era evidente que apreciaban a los perros, en particular a los de buena crianza, y que mi anfitrión era un canófilo conocedor y entusiasta.
—¡Miren! —dijo alguien—. La siguiente es la vieja Kate.
Todos guardaron silencio cuando el señor Jimmy sentó orgullosamente al animal en la portezuela del vehículo. La perra, el ejemplar más fino de la jauría, se quedó inmóvil mientras su dueño la acariciaba y le buscaba garrapatas y nudos entre el pelaje, para luego posar las manos sobre una masa purulenta que el can tenía en el carrillo izquierdo, y que era el motivo principal de mi visita.
La masa era en realidad un orificio cubierto de varias capas de costra, y la perra tenía media cara embarrada de pus.
—La pústula se le inflamó, y luego se le reventó y le empezó a supurar —me explicó el señor Jimmy.
—Por favor, haga traer un balde de agua para limpiarla. Veamos si podemos resolver este caso —dije.
Momentos después me llevaron una cubeta con agua fresca del pozo. Una rápida limpieza con algodón y jabón suave me permitió examinar mejor el absceso y confirmar mi sospecha de que se debía a un diente infectado.
Al hacerse viejos, es común que a los perros de razas pequeñas se les formen abscesos en los cuartos premolares superiores. Estas piezas tienen tres raíces que, cuando se infectan, propagan los gérmenes al seno nasal. Con el tiempo, la infección llega hasta la piel, como le había ocurrido a Kate.
—¿Había tenido alguna vez un caso como este, doctor? —me preguntó el señor Jimmy. Todos callaron, en espera de mi respuesta.
—Sí, señor. Creo que es un absceso dental —contesté.
El silencio siguió unos instantes, y luego comenzaron las protestas.
—¿Un diente? Oiga, muchacho, ¿acaso no ve que la herida es externa? —dijo alguien.
—Es un tumor canceroso —observó otro.
Errar un diagnóstico era mi temor más grande y, en opinión de los presentes, eso era lo que yo acababa de hacer. Pero no tuve dudas.
El señor Jimmy intervino:
—¿La puede curar?
—Hay que anestesiarla, extraerle el diente y después drenar el absceso —respondí.
—Haga lo que tenga que hacer —dijo.
Le inyecté al animal pentobarbital sódico en una vena de una pata, y esperé a que surtiera efecto.
Lo difícil de extraer el diente era que tenía tres raíces profundas. Para sacarlo, tendría que partirlo en dos y extraer cada mitad por separado, así que hice un orificio en la cara externa de la pieza e introduje por él un trozo de alambre de embriotomía, un filamento metálico con dientes de sierra que resulta muy útil para cortar hueso; luego coloqué un mango en cada extremo del alambre y empecé a aserrar.
Cuando el diente por fin se partió, sujeté el pedazo posterior con mis tenazas de extracción, y luego de varios tirones firmes conseguí sacarlo de su apretada cavidad. Lo dejé caer en una cubeta, y todos se quedaron muy impresionados.

El otro pedazo opuso más resistencia, pues era el que tenía dos raíces. Quise sacarlo con las tenazas, pero no se movía. Empecé a trabajar más arriba con unas pinzas, cuando de pronto unos fragmentos de hueso necrosado se desprendieron y cayeron al suelo. Limpié la herida con gasas y entonces pude ver la raíz infectada en el fondo del seno nasal.
—Perdone doctor, dijo una voz ronca a mis espaldas—. Soy remachador, y me preguntaba si no sería mejor darle un golpe a ese diente desde arriba.
En medio de todos los disparates que había escuchado esa mañana, aquello me pareció una buena idea.
—Sí, quizá dé resultado —respondí—, pero no tengo botador ni martillo.
Varios de los hombres corrieron a sus vehículos y en seguida volvieron con sus cajas de herramientas. Escogí el botador que se veía más nuevo, lo desinfecté y luego asenté la punta en la raíz del diente.
Tras unos cuantos golpes, el pedazo de premolar se desprendió y fue a caer en la portezuela de la camioneta; rápidamente llené el hueco con gasa para detener la hemorragia.
—Miren qué podridos están estos fragmentos —dije—. ¡Imaginen lo que debe de haberle dolido!
Los invitados se fueron pasando los pedazos de diente, y cada uno dio su opinión sobre el suplicio de Kate.
Vendé a la perra y la acostamos en un mullido lecho de paja. Ya había vuelto en sí cuando los invitados se marcharon. Mientras el señor Jimmy y yo lavábamos el instrumental, una de sus hijas salió por la puerta de la cocina y dijo:
—Papá, dice mamá que preparó unos pastelillos y café para ti y el doctor.
Era mediodía. Apenas unas horas antes habíamos desayunado como reyes, pero habría sido una descortesía rechazar la invitación. Bueno, una galletita no me hará daño, pensé.
Veinte minutos después engullía, feliz de la vida, mi cuarto pastelillo cubierto con crema de chocolate.
—¡Están riquísimos! —mascullé.
—Los acabo de hacer. Espero que estén comibles —dijo la señorita Dora.
En cuanto a Kate, se recuperó por completo y pudo cazar muchos años más.
CADA MONO A SU RAMA
EN LA ESCUELA de veterinaria me enseñaron muy poco sobre animales poco comunes, o "exóticos". Casi toda mi preparación giró en torno de animales de granja y mascotas. Sin embargo, durante los primeros meses de mi estancia en Butler me sorprendió la cantidad de personas que me llamaban para que atendiera a sus peces, pájaros, gerbos, mapaches e incluso monos.
Ya tenía experiencia con estos últimos, y no me agradaba en absoluto tener que curarlos. Se necesitaba medio equipo de futbol para sujetar a uno solo de ellos, y la otra mitad para impedir que mordiera mientras se le aplicaba una inyección.
Los toleré durante cierto tiempo, hasta el día en que una voz trémula de mujer me suplicó por teléfono:
—Por favor, ayúdeme. Se trata de mi mono.
—¿Qué le ocurre, señora?
—Está trepado en un roble fuera de mi casa y no se puede bajar.
—No se preocupe, ya bajará cuando le dé hambre.
Dije eso para ganar tiempo, pues no tenía el menor deseo de trepar a ese árbol. Mucha gente teme a las alturas, pero lo mío es pavor.
—Vivo sola. Mi animalito es lo único que tengo en el mundo. Se lo ruego.
No podía negarme, y tampoco se me ocurrió preguntarle a la mujer por qué no llamaba a los bomberos.
Cuando llegué, encontré en la puerta a la dueña, que se estrujaba las manos y miraba ansiosamente la copa de un inmenso roble, sin duda el más alto de toda la región.
Trepé al árbol, como un idiota, con un costal de arpillera en la mano. Mi plan era meter al animal en el saco y atar este con un cordel que llevaba en el bolsillo. Hasta la fecha no sé por qué pensé que podría capturar al mono sin ayuda.
Cada vez que me acercaba, el animal me mostraba los dientes y trepaba más alto. Luego de 20 minutos de difícil escalada, me encontré en la copa del árbol, encaramado en una rama tan delgada que apenas soportaba mi peso.
—Señora, me temo que no podré atraparlo —grité sin mirar abajo.
—¡Oh, no! —dijo ella, casi sollozando—. Se morirá si se queda ahí. Siga intentándolo, ya casi llega. Sé que esta vez lo conseguirá.
Di un suspiro y avancé lentamente un metro más sobre la rama. El mono volvió a trepar.
En ese instante cometí el error de mirar abajo. Ni el paracaidista más cobarde de la historia se quedó tan petrificado en la puerta del avión como yo en aquella endeble rama.
—Señora, he trepado demasiado y ya no puedo retroceder. Por favor, llame a alguien que me ayude a bajar —dije con voz trémula.
—¿Y el mono? —inquirió ella, suplicante.
Sé que lo que le respondí no es algo que uno debe decirle a un cliente, sobre todo si es una dama, pero no pude evitarlo. Al menos surtió efecto, pues la pobre mujer entró corriendo a su casa.
Unas cuatro horas después (¿o fueron cuatro minutos?), dos vecinos se acercaron al árbol, llevando una escalera de mano.
—¿Está usted allá arriba, doctor? —gritó uno de ellos sin poder contener la risa.
—¿Cuál de los dos es el mono? —bromeó el otro, lo que hizo que su compañero soltara la carcajada.
Con suma cautela, volví la mirada al cielo en espera de ayuda divina, pero sólo vi al estúpido mono rascándose la barriga.
Yo estaba demasiado aterrado para sentir vergüenza. Pero cuando por fin logré bajar por la escalera y pisar tierra firme, no supe qué era mayor, si la sensación de alivio o la de humillación. Estaba seguro de que antes de que anocheciera todo el condado de Choctaw estaría enterado del incidente.
No me equivoqué. A la mañana siguiente encontré una caja a la entrada de mi casa, la cual contenía seis bolsas de cacahuates y una nota que decía: "Para su mono. Usted también puede comerlos si gusta".
Me consolé pensando que al menos estaba adquiriendo fama.
COMPETIDOR AMISTOSO
EN MUCHAS de las visitas médicas que hice oí mencionar un nombre: el del muy apreciado y respetado veterinario autodidacto de la región, a quien llamaré Carney Sam Jenkins para proteger su intimidad. Sabía que en algún momento tendría que ir a visitarlo, pero no ansiaba hacerlo. Me preocupaba que surgiera cierta antipatía entre nosotros, pues al fin y al cabo era muy probable que yo lo hiciera perder clientela.
Pero un buen día él me llamó por teléfono:
—Doctor, me gustaría que viniera a mi casa. Quiero mostrarle algo.
—Con mucho gusto —respondí, sorprendido por la invitación.
Cuando llegué a su domicilio, tres perros salieron a recibirme con un alboroto de gruñidos y ladridos como para despertar a un muerto. Detuve la camioneta frente a un pequeño anexo de bloques de hormigón situado detrás de la casa. Arriba de la puerta había un rótulo pintado con unas disparejas letras negras que decía: "Taxidermista".
—Soy el doctor John McCormack —me presenté.
—Y yo, Carney Sam Jenkins —contestó el hombre—. ¿Ya tiene usted clientela?
—Sí, señor. Más de la que esperaba. Parece ser que por aquí hay muchos animales que curar.
—Así es. Yo también estoy muy atareado. La gente no me deja en paz, mi amigo.
Luego hablamos de cosas trilladas, como el estado del tiempo, la salud de las vacas y el alto costo de los servicios veterinarios.
Una vez dentro, Carney Sam me condujo a un rincón donde había una mesita, una repisa con medicamentos y dos jaulas. Era su consultorio. En una de las jaulas estaba una decaída perrita terrier que acababa de dar a luz.
—Doctor, ¿qué cree usted que padezca esta perra? Tiene fiebre, está muy inquieta, jadea mucho y parece que estuviera a punto de sufrir un espasmo.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —le pregunté.
—Una mujer la trajo esta mañana —me explicó—. Dijo que había empezado a comportarse de modo extraño a medianoche. Me parece que está intoxicada o que tiene riñonitis.
Más tarde supe que riñonitis era su diagnóstico favorito cuando se trataba de perros.
A mí me pareció que el animal estaba sufriendo una insuficiencia aguda de calcio, trastorno que a veces se observa en perras que acaban de parir.
—Tiene eclampsia. ¿Sabe usted lo que es eso?
—Creo que he leído algo al respecto en algún sitio —contestó, un poco turbado.
Fui a la camioneta por una aguja, una jeringa y una botella de gluconato de calcio. Mientras tanto, Carney Sam sacó de la jaula a la perrita, de escasos cuatro kilos y medio de peso, y la inmovilizó sobre una mesa vieja y desvencijada.
—Sujétela bien —le pedí—. Tengo que inyectarla en una vena de la pata y será difícil si sigue temblando así.
No quería errar, y menos en presencia del veterinario sin maestro más famoso de la región. Localicé la vena, dije una breve oración en silencio, y luego inserté la aguja.
—¡Lo logró, doctor! ¡Le atinó! —exclamó el hombre, al ver que había dado en el blanco.
Inyecté el calcio lentamente, y al cabo de cinco minutos ya había entrado al torrente sanguíneo de la perrita hasta la última gota. Sólo quedaba esperar, así que pusimos de nuevo a la terrier en la jaula.
—Doctor, estoy muy impresionado —reconoció Carney Sam—. Yo no puedo atinarles a esas venas tan pequeñas. Ya no veo bien, ¿sabe?

Al poco rato, el animalito, que había estado tan alicaído hacía 20 minutos, estaba en pie junto a la puerta de la jaula, meneando la cola.
—¡Qué maravilla! —dijo Carney Sam—. ¡Es un milagro!
En eso, oímos que un auto se detenía fuera, y momentos después una mujer de unos 28 años se asomó por la puerta.
—Sólo quise pasar a ver si la perrita de mi hija ya está mejor —nos explicó—. La niña está muy triste. Se la regalamos cuando estaba enferma.
—Sí, señora, ya está bien.
Carney Sam abrió la jaula y la terrier se fue en línea recta hacia la mujer, ladrando y dando saltos alrededor de sus piernas.
—¡No puedo creerlo! —exclamó—. ¡Pero si se estaba muriendo!
Miré por la ventana y vi a la niña sentada dentro del coche. Su carita revelaba su intranquilidad por su mascota.
Luego vi a la mujer acercarse al vehículo con la paciente en brazos. Cuando la pequeña y la perra se vieron, fue difícil saber cuál de las dos estaba más feliz. Sin dejar de menear furiosamente la cola y de ladrar como poseída, la terrier se le trepó de un salto y trató de lamerle la cara. La escena era de dicha total.
—Este señor fue quien salvó a tu perra —le dijo Carney Sam a la niña, en un acto de generosa honradez—. Es el veterinario del condado y va a establecer una buena clínica en Butler. Lo recomiendo mucho.
Me quedé atónito. Mientras nuestras satisfechas clientas se alejaban en su auto colina abajo, me di cuenta de que la visita había sido un gran acierto.
Entonces Carney Sam me dijo:
—Vi cómo miraba a esa niña y a su perrita. Se nota que le gusta ayudar a la gente, y creo que conoce bien su trabajo. Voy a hacer todo cuanto pueda por ayudarlo.
Alargó una mano curtida por el formaldehído y yo se la estreché. Había sido una verdadera lección de diplomacia y tacto. Si algo aprendí ese día fue que, aparte de los conocimientos médicos, la clave del éxito de un veterinario es la preocupación por las personas y sus animales.
Con el tiempo descubrí que Carney Sam no sólo era veterinario autodidacto, sino también filósofo por vocación, un dotado vidente y, a partir de ese día, un gran amigo.
BUENA VECINDAD
CIERTO DÍA, al llegar a casa, encontré estacionado frente a la puerta un coche gris sin molduras, sin cara blanca en los neumáticos ni ningún otro adorno visible. En una de las portezuelas decía: "Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Servicio de Investigaciones Zootécnicas. División de Erradicación de Enfermedades de los Animales".
Dentro aguardaba mi llegada un hombre vestido con traje gris, camisa almidonada y corbata discreta.
—John, este es el doctor Stewart, del Departamento de Agricultura en Montgomery —nos presentó Jan—. Ha venido a ayudarnos a comenzar las pruebas de la brucelosis.
El gobierno federal, en colaboración con el de Alabama, había establecido en el estado un programa de erradicación de la brucelosis, una enfermedad del ganado. Los animales cuyas pruebas dieran resultado positivo debían ser marcados con una "B" y sólo podrían venderse para llevarlos al matadero, lo cual significaba menos dinero para sus dueños.
—Gusto de conocerlo, doctor John —dijo—. En Montgomery estamos muy contentos de que esté usted en este condado. No sabíamos cómo íbamos a hacer para examinar a todas las vacas de esta región.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Quisiera mostrarle cómo debe abordar a los granjeros para que accedan a encerrar sus vacas y permitan que usted les haga la prueba.
—Me gustaría que me orientara —confesé.
—¿En qué zona del condado desearía empezar?
—Había pensado en visitar primero a los ganaderos que ya me conocen, porque sé que están al tanto del asunto —respondí.
—Me temo que no es el procedimiento más adecuado. El gobierno preferiría que dividiera el condado en secciones sucesivas y que las recorriera una a una de manera ordenada.
Yo sabía que eso sería más difícil, pues me obligaría a visitar sin previo aviso a muchas personas que no estaban enteradas del programa.
—Bien, doctor, ¿en qué zona quiere empezar? —repitió la pregunta, a la vez que desenrollaba un mapa del condado sobre la mesa de centro.
—Empecemos por este sector —dije, señalando el cuadrante suroriental—. Y primero por el camino de Red Springs.
No había muchas reses por ese camino, pero como casi todas las familias tenían algunas, pensé que desde allí la noticia de la campaña se propagaría más rápidamente.
—Salgamos ahora mismo a concertar citas con los granjeros —me propuso.
Yo no estaba muy convencido de que el doctor Stewart supiera cómo hablarles a los residentes de Red Springs, personas muy reservadas que desconfiaban de los extraños. En esto estuve pensando mientras nos dirigíamos hacia el sur en el vehículo del gobierno.
—Allá hay unas vacas —exclamó el delegado—. Vayamos a ver si nos dejan hacerles la prueba.
La casa estaba medio oculta en un bosquecillo de pinos. Nos abrió la puerta un hombre corpulento vestido con traje de faena y cara de pocos amigos. Temí lo peor, así que me quedé unos pasos detrás del doctor Stewart, puesto que —mejor para mí— iba a ser él quien hablara.
—¿Cómo está usted, vecino? Soy el doctor Stewart, de Montgomery —saludó el funcionario.
A la gente de campo no le gusta que la llame "vecino" alguien que no lo es, pues en seguida sospechan que el tipo tiene toda la intención de embaucarlos.
—Estoy bien —le respondió el granjero sin descruzar los brazos.
—Bonito día para ser enero, ¿no cree usted?
—He visto mejores.
—Vecino, he venido a ofrecerle la oportunidad de hacerles a sus vacas la prueba de la brucelosis, enfermedad muy contagiosa. No le costará a usted ni un centavo. Lo único que tiene que hacer es meterlas en el granero —le explicó el doctor Stewart.
—Mis vacas no están enfermas —dijo el hombre sin mover una sola paste de su anatomía, con excepción de los labios.
—No puede estar usted seguro. Les tomaré una muestra de sangre para cercioramos. De hecho, es obligatorio que se examine a todas las vacas.
Recuerdo que deseé que nunca hubiera dicho eso. A los granjeros les molesta que les indiquen lo que tienen que hacer.
—¿Quién lo manda? —preguntó el hombre.
—¡El gobierno!
El dueño de las vacas guardó silencio unos instantes, y luego, sin subir el tono de la voz, ordenó:
—¡Fuera de mi propiedad!

El doctor Stewart se quedó mudo de asombro, pero en seguida se repuso y dijo:
—Que tenga buen día, señor. No lo molestaremos más por hoy.
Cuando íbamos de regreso al coche, la voz del granjero me detuvo:
—¡Oiga, Rojo! Vuelva aquí un momento.
Estoy acostumbrado a que me llamen Rojo, por mi pelo, sobre todo quienes no recuerdan mi nombre.
—Sí, señor —respondí, y me di la vuelta.
—¿No lo conozco yo a usted? —preguntó.
—Soy el doctor McCormack, el veterinario de Butler —contesté, deseando que mi voz no delatara mis nervios.
—¡Claro! —exclamó, señalándome con el dedo—. Quédese aquí, vuelvo en seguida.
Cuando regresó, traía en brazos un hermoso can de pelaje reluciente, que movía la cola con alegría.
—¿Qué opina de esto?
—Es un perro fino y muy sano —respondí, acariciando la suave piel del animal con mano temblorosa.
—Sí, es de mi hija. Usted le hizo una trasfusión de sangre el otoño pasado, cuando acababa de llegar a Butler. ¡Le salvó la vida, doctor!
—¡Es Maní! ¡Vaya sorpresa! —dije, sin dejar de acariciar al perro. Le revisé rápidamente hocico, ojos y piel para verificar su buena salud, y luego añadí—; Sí, señor, recuerdo bien esa noche.
—¡Qué bueno! —dijo—. Por cierto, doctor, puede hacerles a mis vacas las pruebas que quiera. Es más, si gusta, haré que toda la gente de por aquí reúna a sus animales el mismo día, para que los examinen. Pero le aconsejo que se deshaga de ese hombre del traje. Dígale que no queremos tratar con nadie del gobierno.
El doctor Stewart siguió visitándome con regularidad para surtirme de material y darme consejos, pero nunca volvió a acompañarme a una granja.
Esa noche, cuando Jan y los niños ya se habían ido a acostar, estuve un rato sentado recordando todo lo que había sucedido en los últimos meses. Me di cuenta entonces de lo afortunados que éramos: no sólo estaba en vías de hacerme de una buena clientela, sino que la gente del condado había reconocido mi pericia como veterinario y nos había aceptado a mi familia y a mí en el seno de sus hogares y sus vidas. Era una sensación maravillosa.
LA HORA DE LOS NIÑOS
"¿POR QUÉ los becerros no comen papas fritas?" "¿Por qué ronronean los gatos?" "¿Por qué los caballos nó usan ropa?"
Mi hijo era el niño más preguntón que yo haya conocido.
Llegué a atesorar aquellos ratos en que Tom casi me acribillaba a preguntas. Un veterinario atareado no dispone de mucho tiempo para convivir con sus hijos, pues a menudo tiene que salir de casa cuando aún están dormidos y volver a la hora en que ya se han ido a la cama.
Para remediar en parte ese estado de cosas, de tiempo en tiempo me llevaba a los niños conmigo. Tom tenía cuatro años el día que me acompañó a una de mis más memorables visitas médicas. Anochecía cuando alguien me pidió que atendiera una vaca parturienta.
—Papá, ¿puedo ir contigo? —me dijo Tom.
—Pregúntale a tu mamá —respondí.
A Jan no le agradó la idea porque ya era tarde, pero al final accedió:
—Está bien, pero vuelvan antes de las 9.
Se me ocurrió la posibilidad de que el alumbramiento se prolongara, pero consideré que lo más probable era que todo saliera bien y regresáramos pronto a casa.
Al llegar a la granja, vimos que la vaquilla no estaba en el corral, sino que deambulaba libremente por el huerto. Estacioné la camioneta a unos 15 metros del animal, pero al apeamos se echó a correr.
Saqué un lazo, hice girar la cuerda dos veces sobre mi cabeza y la lancé; fue una lazada limpia y directa al cuello. Entonces corrí hasta el manzano más próximo, até el lazo en un tronar de dedos y, dos segundos después, el animal se detuvo en seco.
Al volver la vista hacia la camioneta, vi a Tom de pie en el asiento, aplaudiendo con emoción.
Una vez sujeta la paciente, acerqué el vehículo y dirigí la luz de los faros a un claro que elegí para trabajar. Tom observó con atención mientras yo examinaba al animal. Como la cría que estaba por nacer era muy grande, decidí practicar una cesárea.
Cogí una cubeta y la puse bocabajo junto al sitio donde iba a realizar la operación.
—Muy bien, Tom —dije—, quédate allí y pon atención para que la próxima vez lo hagas tú.
Era la primera vez que el niño veía una cesárea, pero como ya había sido testigo de otras operaciones, sabía lo suficiente para hacer algunos comentarios.
"Allí tiene una hemorragia, papá", me indicó cuando seccioné una arteria. "La vaca tiene los ojos abiertos, papá". "¿No encuentras la cría, papá?", me preguntó al ver que metía las manos hasta los codos en el vientre del animal para tratar de sacar el producto. De pronto hizo su aparición el becerro.
—De prisa, hijo, trae una toalla y frótalo con fuerza —ordené.
—Está húmedo y pegajoso —dijo Tom, riendo—. ¡Y mira cómo menea la cabeza!
—¡Muy bien! Sigue limpiándolo.
Mientras Tom estregaba al animalito, suturé la incisión y luego le pedí que me ayudara a levantar a la vaca. No bien subimos a la camioneta, advertí que el becerro ya estaba tratando de mamar mientras su madre lo lamía.
En el camino de regreso a casa, Tom se recostó en el asiento. Había pasado su hora de dormir, y las emociones de la noche lo habían dejado rendido.
Después de bostezar largamente, me preguntó:
—Papá, ¿cómo puedo aprender a operar a una mamá vaca para que tenga un bebé?
—Tendrás que estudiar mucho mientras crezcas y después ir a una escuela especial a que te enseñen —respondí.
Se quedó pensativo, pero antes de que lo venciera el sueño me dijo:
—Papá, apuesto a que eres el mejor doctor de todo el mundo.
Me quedé reflexionando en sus palabras mientras conducía la camioneta a casa. No, no soy el mejor doctor del mundo, pero sí el hombre más afortunado.
CONDENSADO DE "FIELDS AND PASTURES NEW: MY FIRST MEAR AS A COUNTRY VET". © 1995 POR JOHN MCCORMACK, PUBLICADO POR CROWN PUBLISHERS, INC., DE NUEVA YORK.
FOTO DE LA PORTADILLA: © LARRY LEFEVER/GRANT HEILMAN.
ILUSTRACIONES: YVONNE BUCHANAN.