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septiembre 17, 2021
Cada pueblo y cada ciudad tiene sus propios ejemplos de valor, bondad y decencia. A continuación presentamos al lector a tres...
UN NIÑO VALEROSO
ERAN LAS PRIMERAS horas de la tarde del 18 de octubre de 1994 en San Salvador de Jujuy, ciudad del norte de Argentina. Como todos los días, Juan José Ocampo, de nueve años, se dirigía a la escuela de la mano de su padre.
—Hoy voy a jugar al futbol en el recreo —le dijo, entusiasmado, a Asunción.
De pronto, al doblar una esquina del barrio, advirtieron que un grupo de vecinos deliberaba, angustiado, y se acercaron a ver qué ocurría. En un descuido —les contaron—, una nena de 15 meses se había caído a un pozo ciego de nueve metros de profundidad, y no sabían cómo sacarla. La criatura se llamaba Patricia Mamaní.
Asunción Ocampo, albañil acostumbrado a las cuerdas y los baldes, a subir y bajar materiales en las obras, tuvo una idea: la angosta boca del pozo sólo permitía el paso de un cuerpo pequeño, así que, sin pensarlo mucho, le propuso a su hijo rescatar a la bebita. Como tenía absoluta confianza en su padre, Juan José aceptó en el acto, e instantes después descendió al pozo, asegurado con una cuerda.
Al llegar al fondo, lleno de heces pestilentes que le llegaban a Patricia hasta la mitad del pecho, trató varias veces de alzarla, pero se le resbalaba de las manos. Entonces gritó a su padre y, arriba, hicieron un nudo en otra cuerda y la bajaron. Esta vez sí pudo sujetar a la niña. Asunción levantó primero a la beba y después a Juan José, quien regresó, sucio pero satisfecho, a la superficie. En tanto, la madre de Patricia trasladó de inmediato a esta a un hospital infantil, del cual fue dada de alta poco después.
Cuando los diarios locales relataron el hecho al día siguiente, todo el mundo se sorprendió en la escuela de Juan José. El niño, con una parquedad típicamente provinciana, no le había dado mayor importancia al incidente y casi no había dicho una palabra al respecto. Al pedírsele que comentara lo ocurrido, simplemente contó: "Estaba muy oscuro pero algo se veía. La nenita lloraba, y yo tenía un poco de miedo, pero no mucho".
Los legisladores de la provincia lo distinguieron con un diploma y una medalla de oro. Juan José, que no se explica a qué se debe tanto alboroto, sigue sabiamente preocupado por su cuaderno de calificaciones y por las reprimendas de la maestra ante sus travesuras cotidianas.
—Pedro Raúl Noro, en La Nación, Buenos Aires
JUSTICIA CON SENTIDO SOCIAL
CUANDO EL JUEZ Walter Williams, hombre de trato afable, viste la toga negra para presidir un juzgado municipal en el estado de Tennessee, ocurre algo inaudito: el modesto magistrado, de 43 años, se convierte de pronto en una figura bíblica cuya voz resuena, llena de autoridad, al exhortar a los delincuentes a redimirse.
Esa fue la voz que Stacey Hayes escuchó al comparecer ante el juez, acusado de haber cometido un acto de agresión. Al ver que se trataba de un muchacho de 18 años, Williams pensó que unos buenos varazos en el trasero podrían servirle de escarmiento, así que con la venia de la madre del acusado y del propio Hayes, lo llevó a su despacho y allí le dio los azotes. Hoy día, Hayes tiene un certificado de estudios equivalente a los de enseñanza media, y trabaja como asistente de enfermería. De tiempo en tiempo telefonea al magistrado para saludarlo y enterarlo de sus progresos.
Muchos jueces ven los estrados como sitios para pronunciar discursos desapasionados. En cambio Williams, que creció en una vivienda del gobierno y trabajó para poder hacer estudios de leyes, se ve a sí mismo como un defensor del esfuerzo y la responsabilidad personales. Insta a los reos que no han concluido la enseñanza media a obtener sus certificados en prisión (unos 500 lo han hecho en los cuatro años que Williams lleva de juez); concede libertad condicional a estudiantes que han delinquido a cambio de que obtengan notas más altas en la escuela, y a otros infractores los obliga a realizar actos públicos de contrición y reparación. "Los errores no pueden enmendarse del todo sin esas dos acciones", asegura.
Un joven que entró por la fuerza en una iglesia baptista fue sentenciado a pulir las bancas, y a un bromista que activó la alarma contra incendios de un hotel lleno de huéspedes se le obligó a encerar los camiones del servicio de bomberos. "Sólo hay verdadera disuasión", afirma Williams, "cuando la gente sabe que tiene que pagar un precio".
—Newsweek
VECINOS EJEMPLARES
Cuando Jerrold Westbrooks y su esposa, Virginia, regresaron a casa una noche de viernes de febrero de 1995, encontraron la fachada de su hogar totalmente pintarrajeada por los vándalos. "Nos sentimos azorados y dolidos", cuenta Westbrooks, que es ministro protestante y empleado en una escuela primaria.
Para colmo, la pareja, residente de un barrio de California, tenía que viajar el fin de semana para atender un asunto familiar urgente, así que no podrían comenzar la limpieza hasta que volvieran.
"No sólo a ustedes les hicieron esto", les dijo Jim Brodie, uno de sus vecinos, antes de que partieran. "Se lo han hecho a todo el vecindario, y no vamos a tolerarlo".
Así que la gente entró en acción. Encabezados por Brodie, pintor profesional jubilado, y por Terry Allen, representante de una comisión de vigilancia ciudadana, los vecinos se pusieron a reparar los daños. Brodie y Allen localizaron al pintor original de la casa para que los asesorara en la compra de pintura para igualar los colores, mientras que los voluntarios se dieron a la tarea de limpiar y reparar ventanas y alambreras.
La ola de entusiasmo pronto alcanzó grandes dimensiones. Uno a uno fueron llegando más vecinos, con las camisas arremangadas y dispuestos a trabajar. Pintaron los adornos de madera de la fachada, desmancharon el ladrillo con escobetas, y limpiaron y pulieron lámparas y cerraduras. Al final del día, casi todo el vecindario había contribuido con su ayuda física, su apoyo moral, o ambos. Menos de 48 horas después de la arremetida de los vándalos, en la casa no quedaba ni rastro de sus estropicios.
El domingo, cuando regresaron los Westbrook, no cabían en sí de asombro y gusto. "Tan grande es nuestra deuda de gratitud con los vecinos, que no creemos poder pagarles nunca", dice el ministro. "Es hermoso saber que aún hay gente que hace algo por mejorar el mundo".
—Jeff Dominguez, en The Pocket News