EL HOMBRE A QUIEN LLAMO PAPÁ
Publicado en
junio 29, 2021
¿Qué era yo para él? ¿Un individuo por derecho propio, o sólo una frágil circunstancia política?
Por Michael Dorris.
EMPECÉ a llamar "papá" a mi suegro hace más de 13 años, el día en que me casé con su hija Karen Louise; pero no lo hice de corazón. "Su papá" expresaba mejor lo que yo sentía por él. O bien: "mi rival en su cariño"; "incomparable modelo de esposo, padre y hombre"; "inimitable personaje".
Mi relación con papá empezó con dos factores en contra: en primer lugar, yo era hijo de madre soltera, así que no tenía la menor idea de lo que podía esperar de una "figura paterna", ni de qué pedirle. Además, papá era casi perfecto en su papel de figura paterna, por lo que resultaba muy intimidante.
Este hombre ha sido un magnánimo instructor en un internado y un destacado tenista; además, es un marido del que su esposa, siete hijos después, sigue estando muy enamorada, como él de ella. Es un hombre de tan infinita paciencia que puede enseñarle a un niño de cuatro años a jugar al ajedrez; tan atento y observador que conoce, de flor a fruto, la historia de cada una de las manzanas que viven en sus bien cuidados árboles; un hombre capaz de levantarse al alba, quitar la nieve de un estanque congelado y luego enseñar a los chicos del barrio a patinar haciendo "ochos".
Desde luego, papá tiene sus rarezas. Cree, por ejemplo, que es muy sano comer los alimentos a la temperatura ambiente, y en cierta ocasión preparó una extraña cena en la que todos los platos llevaban col agria. Además, escribe refranes picarescos y es un almanaque ambulante de los precios de bienes raíces. No le gusta recibir regalos, y detesta que alguien fume en presencia de él.
Y lo peor es que tengo la sospecha de que supo, desde el instante en que me vio, que yo, pese a todos los aires de grandeza que me daba, en realidad no me merecía a su adorada hija mayor.
Naturalmente, me sentía inseguro. Si contestaba el teléfono cuando él llamaba, no sabía si quería hablar conmigo, o me consideraba tan sólo el entremetido conducto para comunicarse con la carne de su carne. ¿Qué era yo para él? ¿Un individuo por derecho propio, o sólo una frágil circunstancia política? Si me atrevía a ver en él al padre que siempre deseé tener, ¿me abriría un espacio en su corazón al lado de sus hijos naturales?
Tales preguntas rara vez tienen respuestas inmediatas; más bien, estas surgen a lo largo del tiempo y de las experiencias compartidas. A través de la larga distancia de las conexiones telefónicas, acompañé a papá cuando perdió a su madre, y él me acompañó cuando mi hijo murió arrollado por un auto. Con frecuencia cada vez mayor nos reímos de los dichos de mis hijas —sus nietas—, quienes, como si se hubieran desprendido de cualquier programa genético, no dejan de sorprendernos, deleitarnos y desconcertarnos.
Hemos envejecido juntos: yo ya no soy mucho más joven de lo que era él cuando nos conocimos, y él sigue siendo el modelo de lo que yo podría llegar a ser si me esfuerzo mucho. De tanto en tanto, cuando fue necesario, nos hermanamos en cosas de hombres: desde nuestro disgusto por las remodelaciones del hogar hasta nuestra preocupación por el cáncer de próstata. Compartimos algunos secretos importantes; confidencias que, al menos en mi caso, no le he hecho a nadie más. Y como padre de hijas que quizá algún día traigan a la casa esposos a quienes yo deberé recibir, constantemente tendré el modelo de papá para guiarme.
Siempre esperé que el matrimonio me trajera muchos dones: una compañera, hijos, una vida compartida donde antes hubo una vida independiente. Pero, no sé por qué, supe que iba a recibir más de lo que me imaginaba en aquella ocasión en que visité por primera vez a los padres de Louise.
Detrás de su modesta casa de madera estalla la maraña de un jardín que crece con desenfreno. Tomates y calabazas, maíz y chile, coles y pepinos se entretejen a voluntad con flores de todos los colores. No existe ningún orden aparente, ningún plan fijo que exija desyerbar y afanarse aquí y allá: sólo un ramillete silvestre de abundancia estival.
La producción de este vergel es tan rica, variada y espontánea como el hecho de que un hijo, solitario, receloso y taciturno a causa de necesidades largo tiempo reprimidas, haya podido encontrar un hombre que, pese a la complicada relación que nos une, es capaz de responder amable y naturalmente cuando yo, como si tal cosa, lo llamo papá.
© 1995 POR MICHAEL DORRIS. CONDENSADO DEL "TIMES" DE NUEVA YORK (23-11-1995), DE NUEVA YORK.