EL TUERTO (Philip St. John)
Publicado en
septiembre 28, 2020
El autómata de rostro inmutable se hizo a un lado tan pronto como Jimmy Bard salió de la oficina del dictador. Bard ni siquiera reparó en él. Y su propio gesto al dejar paso a los preocupados patrulleros de la guardia adulta fue puramente automático. Su alto y bien conformado cuerpo ejecutaba los gestos que el prolongado hábito le había enseñado, mientras su mente se agitaba, rebelándose desesperanzada ante lo inevitable.
Por un momento, los corredores se vieron libres de los numerosos guardias. Jimmy se acercó de pronto hacia una de las paredes, trazando rápidos y automáticos giros con las manos. No hubo señales visibles de alteración en la superficie. No obstante, aspiró profundamente y avanzó. Era como frenar una fuerte corriente con el pecho. En seguida se encontró en el interior, en un estrecho pasillo, uno entre los miles de corredores secretos que horadaban el monstruoso castillo.
Allí no había adultos que le recordasen lo que él había considerado como sus deficiencias, ni tampoco el hecho de que esas deficiencias pronto quedarían eliminadas. El primer dictador Bard sólo había compartido el secreto del castillo con sus constructores, asesinados una vez terminado su trabajo. Y su propia muerte le impidió revelarlo ni siquiera a sus descendientes. Ningún golpeteo indicaría jamás que las paredes no eran las gruesas y homogéneas moles que pretendían, ya que el menor intento pondría en funcionamiento las alarmas y llevaría segmentos de piedra a los puntos precisos, a fin de que los muros sonasen a tan sólidos como aparentaban. Aquél era el reino privado de Jimmy, donde sólo sus propios pensamientos podían molestarle.
Hoy, tales pensamientos le conturbaban. La fascinación morbosa que suscitaban en él le condujo a través de los intrincados corredores, hasta que localizó una sección del muro ya familiar. Oprimió la palma de una mano contra él. Por un segundo, pareció enturbiarse, mas pronto se tornó transparente, a medida que las energías actuaban, haciendo que las vibraciones lo atravesaran en una sola dirección. Sin reparar en los apagados sonidos procedentes de la sala situada detrás del muro, clavó la vista en los cascos que cubrían las cabezas de las dos niñas y el chiquillo que la ocupaban.
Tres personas que habían cumplido hoy los doce años y se hallaban a punto de convertirse en adultos... ¡O en autómatas! Aquellos extraños cascos incluían dispositivos electrónicos con todos los conocimientos de una completa y omnisciente educación. Funcionaban en silencio, imprimiendo esos conocimientos en las mentes de sus usuarios, a unos doscientos millones de impulsos por segundo, grabándolos de manera permanente. Los niños, que habían entrado en la habitación con sus cerebros ocupados sólo por las preocupaciones de la niñez, saldrían con toda la información necesaria para el resto de su vida y, si aguantaban el impacto de la educación, entrarían en el mundo como adultos ya formados. Quienes no lograran soportarlo saldrían también portando el mismo conocimiento, pero sus caracteres y personalidades se habrían desvanecido para siempre, dejándoles transformados en autómatas de rostro inexpresivo y carentes de alma.
Jimmy se había sentado una vez en una de aquellas sillas, absorto en los esquemas y ambiciones propios de un chico turbulento a punto de convertirse en hombre. ¡Y no había sucedido nada! Recordaba las consultas, los intentos científicos de explicar su incapacidad para absorber la información de la «compulsadora» que Aaron Bard había donado al mundo. Recordaba asimismo su propia angustia al sentirse a medio camino entre un adulto y un autómata, inútil y rechazado en una sociedad donde sólo contaba el éxito. En aquel momento, no podía saber que los amargos años que necesitó para aceptar su destino y aprender a sobrevivir en aquel despectivo mundo se debían a una patraña.
¡Una pura patraña, cuidadosamente urdida! Su padre, el dictador, se había mostrado orgulloso de ella, a pesar de la preocupación y desesperación que su rostro había expresado en los últimos días.
—Los otros dos que fracasaron antes que tú eran simuladores, destinados a hacer que tu caso pareciese plausible. Lo mismo sucedió con la última media docena. Casi con absoluta seguridad hubieras sido quemado..., transformado en autómata. ¡Y eres un Bard, el futuro dictador de este país! Pensé que si esperábamos a que fueses mayor, pasarías la prueba. Por lo tanto, me las arreglé para usar cintas en blanco... Pero ya no puedo esperar más. Sé de una conspiración próxima a estallar y no estoy preparado para afrontarla. Sólo si consigo sorprenderles y presentarte como adulto... Vuelve a las seis en punto. Lo tendré todo preparado para tu educación.
Diez años antes, aquellas palabras hubiesen significado para él el paraíso. En cambio ahora, la preocupación surcaba su rostro. Cerró bruscamente la transparencia unidireccional. Esos diez años le habían enseñado mucho acerca de su mundo y le habían dejado entrever la salvaje crueldad de los adultos.
No había visto en ellos sabiduría. La psicocompulsadora de Aaron Bard sólo les enseñaba artimañas y tretas.
—¡Maldito sea Aaron Bard!
—¡Amén!
La suave palabra surgió como un suspiro de entre las sombras que le rodeaban. Se dio la vuelta sobresaltado. ¡Otra persona allí! Cuando sus ojos se readaptaron a la pálida y azulada luz de los corredores, distinguió la gibosa forma de un anciano, postrado en uno de los rincones. Imposible que aquella delgada y consumida figura, de boca y mirada amargas, fuese un guardia del castillo, por muy bien que se hubiera disfrazado. Jimmy respiró más tranquilo, aunque un objeto que podía ser un arma le apuntaba desde las manos del otro.
El anciano habló con voz ligeramente temblorosa. Resonaban en ella los postreros sedimentos de amargura.
—Aaron Bard está maldito, de acuerdo..., aunque creí que el descubrimiento de la transparencia unidireccional se había perdido junto con la interpenetrabilidad de la materia, elementos a partir de los cuales se podría construir una ciencia nueva. A pesar de todo, aún siguen constituyendo la respuesta. Oye, muchacho, durante tres días he tratado de encontrar una puerta, una trampa o un panel corredizo. Y la treta consiste siempre en una materia que se convierte en interpenetrable. ¿Te parece divertido?
—No, señor.
Jimmy logró mantener su tono en un nivel bastante normal. Durante los años en que se sintió un extraño en un mundo que no toleraba la extrañeza, adquirió por fuerza una notable habilidad para analizar cada situación. Se dio cuenta de que el hombre estaba a punto de enloquecer. Sonrió apacible y se desplazó sin ninguna señal de advertencia en su rostro, con la vertiginosa precisión que se había obligado a sí mismo a aprender y arrancó el arma de las débiles manos de su contrincante.
—No sé cómo conoce usted todas esas cosas, ni me interesa —dijo en tono tranquilo—. Lo único que me importa es evitar que se las transmita a los demás y...
Una repentina carcajada casi demencial interrumpió sus palabras.
—¿Volver y decírselo a los demás? ¿Volver para ser torturado de nuevo? ¡Ah! A ellos les encantaría que lo hiciese... ¡Aaron Bard ha vuelto para explicarnos algo más acerca de sus hermosos descubrimientos! Muy amable de tu parte el acordarte de mí, pequeño... Estoy maldito, de acuerdo. Se lo debo a mi reputación.
—¡Pero si Aaron Bard hace ya ochenta años que está muerto! Su cuerpo se exhibe dentro de un ataúd de cristal. Lo he visto con mis propios ojos.
Ahora bien, en todo aquello había algo más que simple locura. El anciano conocía dos de los descubrimientos de Aaron Bard. El hijo de éste, el primer dictador, se las había arreglado para encontrar sus notas, ocultarlas y utilizarlas con fines personales, después de perecer el inventor en una explosión. Con objeto de fortalecer su dictadura, el dictador instaló en el palacio sistemas basados en esos secretos, que se perdieron con su muerte. El anciano habló otra vez con voz lenta y forzada:
—¿Qué significa un simple lapso de ochenta años o una figura de cera en un féretro público? Mantuvieron el verdadero cuerpo en condiciones de refrigeración esterilizada, atiborrado de contadores de enzimas... ¡Mi propio descubrimiento! ¿Oíste hablar de él alguna vez?
Jimmy asintió: Un científico ruso había descubierto un método seguro para resucitar perros, incluso quince minutos después de muertos. Desarrollos posteriores permitieron operar a hombres ya muertos, cuando eso convenía más que anestesiarles, y luego resucitarles. El único límite lo señalaba el tiempo que tardaban las enzimas en comenzar a disolver los tejidos. Con el descubrimiento de un agente neutralizador por parte de Aaron Bard, se eliminó todo límite teórico para una eficaz resurrección. Por ejemplo, durante el invierno, se habían inyectado ampollas de esa sustancia a soldados moribundos y, días o semanas después, fueron devueltos a la vida en el mismo lugar en que el frío les había preservado.
—Pero... ¡Ochenta años!
—¿Por qué no, puesto que necesitan mis ideas todavía, puesto que mi último experimento se basaba en la energía atómica pura, en lugar del incómodo método U—235? Piensa en lo que eso significaría para un ejército. Mi hijo lo hizo... Era muy sagaz para esas cosas. Ochenta años han tardado antes de perfeccionar el método regenerador de tejidos y atreverse a revivir mi cuerpo.
Volvió a reír, y sus escuálidos hombros se estremecieron. Jimmy percibió en su voz un asomo de delirante desvarío, aunque sus palabras sonaban aún razonables.
—Me sentí tan patéticamente agradecido y satisfecho cuando me revivieron... Siempre experimenté un orgulloso reconocimiento por mis logros, ¿sabes? Me complacía pensar en los beneficios que proporcionarían a la humanidad. No obstante, había pasado mucho tiempo... Mi cerebro parecía normal. En realidad, se había deteriorado y no recordaba todo lo que debía. Cuando intentaba esforzarme demasiado me sumía en períodos de extrañas pesadillas, de una semilocura. Y la tortura psicológica que me imponían para arrancarme el secreto no me ayudaba en nada. Muchacho, dos meses pasé así. Me dijeron que este mundo reverenciaba mi nombre casi como el de un dios... ¡Y no se detuvieron ante nada para obtener lo que querían de ese dios! Por fin, creo que enloquecí de verdad por una temporada. No lo recuerdo, ni siquiera cómo conseguí escapar... Me parece vislumbrar algo acerca de un montacargas. Y luego me encontré aquí, perdido en este laberinto, imposibilitado de fugarme. De todos modos, no hubiera llegado hasta aquí de no existir otra entrada aparte de los paneles de piedra interpenetrable, que no recordaba cómo energetizar, ¿no es cierto?
—Tranquilo, señor. —Jimmy deslizó un brazo bajo el tembloroso cuerpo de Aaron Bard y lo alzó con suavidad—. Pasó usted sin dificultad. Hay un panel que no funciona. Permanece en constante estado de interpenetrabilidad, a través de un antiguo montacargas. Así descubrí esto hace años... ¿Quiere que caliente un poco de sopa en mis habitaciones? No tendrá que volver con ellos.
Sería capaz de una acción humana y decente mientras su mente le perteneciese, libre aún de los efectos de la maldita máquina educadora. Y viendo a aquel hombre amargado y dolorido, ya no podía seguir odiando a Aaron Bard por haberla inventado. Aquel hombre, en posesión de una inteligencia de alcance inimaginable, daba a luz inventos, de la misma manera que una gata pare gatitos, pero no era culpable de la mala utilización que se hiciera de sus descubrimientos.
Y de repente, se le ocurrió que sostenía en sus brazos el motivo de la desesperación que sentía su padre. Desconociendo la existencia del panel interpenetrable, la investigación que sin duda habían efectuado sólo podía haber dado a los suyos una respuesta: el anciano recibía ayuda del exterior, procedente de algunos partidos en constante conspiración. Ante la amenaza de que la energía atómica pura pasase a tales manos, nada de extraño había en que su padre intentase sus últimas y desesperadas artimañas para mantener el orden. Jimmy meneó la cabeza. Al parecer, todo lo relacionado con Aaron Bard le dejaba en las mismas circunstancias, enfrentado a la inevitable educación que le aguardaba. Vaciló por un instante, impulsado por sus deseos personales. Luego tendió la mano hacia el panel, lo atravesó y penetró en su cuarto, sosteniendo todavía al anciano.
Más tarde, cuando hubo satisfecho algunas de las necesidades de su cuerpo y fumaba, sentado en la cama, los ojos del viejecito científico vagaron por las filas de libros que ocupaban las estanterías. Alzó levemente las cejas.
—¡Incluso La edad de la razón! ¡Jimmy, son los primeros libros que he visto en mi vida!
—Ya nadie lee demasiado, de modo que no notarán su falta de la vieja biblioteca. La gente prefiere la televisión para entretenerse y, si necesitan información adicional, recurren a las cintas de la compulsadora. Yo comencé por tratar de aprender cosas en los libros, hasta que la lectura se convirtió en un hábito.
—¡Hum! ¿De modo que eres otro tuerto?
—¿Tuerto?
Bard se encogió de hombros, y el rictus de amargura volvió a deformar su boca.
—Sí, en el país de los ciegos, el tuerto es... asesinado. Wells escribió un relato sobre el tema. En el lugar de donde..., de donde vengo, los hombres gozan de ojos capaces de captar la emoción, conectados con sus espíritus. En mi opinión, tú has pasado por un período lo bastante infernal para haber desarrollado esa capacidad. En cambio, este mundo es ciego para comprender tales cosas. Ellos no quieren que la gente vea. Se trata de la vieja regla de la manada: confórmate o perece. Jimmy, ¿por qué sucedió así?
Jimmy frunció el ceño, buscando las palabras para expresar su pensamiento. Sin duda todo se inició cuando Aaron Bard experimentó con su hijo su recién inventada psicocompulsadora. Al muchacho le agradó esa manera de aprender, y robó otras cintas experimentales, trazando planes para el futuro con su frío y calculador pequeño cerebro. Era inevitable que ingresase en el ejército, presintiendo al parecer la guerra que se aproximaba y sacando el mejor partido de ella cuando acabó por estallar. Quince años de agotador combate tecnológico permitieron introducir la máquina educadora con el pretexto de solucionar la carencia de técnicos. Durante esos años, fue revelando uno tras otro los secretos de su padre, una vez que la muerte accidental de éste le dejó en posesión de sus archivos. Cuando la guerra terminó, el antiguo sistema de educación había desaparecido, y los muchachos de doce años trabajaban como técnicos en su domicilio, hasta que, al llegar a la edad necesaria, se les destinaba al servicio activo.
Esos mismos muchachos, convertidos ya en hombres e impulsados por los mismos deseos que a él le habían movido, hicieron posible su ascenso de general a presidente y, por último, a dictador. Hasta llegó a adoptar como motivo heráldico la psicocompulsadora. Las demandas de la tecnología, siempre en aumento, impidieron la restauración de los viejos métodos y le aseguraron el constante abastecimiento de jóvenes «realistas».
Bard le interrumpió.
—¿Porqué? Desde luego, hubiera sido penoso... La educación nunca supuso una tarea fácil, y cada vez se tornaba más ardua. Por esa razón ideé la psicocompulsadora... Sin embargo, se hubieran sentido muy satisfechos al comprobar adonde podían llegar por sí mismos. Después de todo, yo me las arreglé para descubrir unas cuantas cosas sin la ayuda de la máquina... ¡Aunque me hayan resultado unos monstruos de Frankenstein!
—Usted se basaba tan sólo para sus deducciones en el peculiar encadenamiento de unos cuantos hechos simples. Para la mayoría de los hombres, eso es imposible. Necesitan una enorme cantidad de hechos. Todavía ahora, en ciertos aspectos, le seguimos a usted de manera maquinal, sin comprenderle.
—Un conocimiento ocioso. No saben aplicarlo. Aunque dispusieran de los datos, carecen de los hábitos de pensamiento riguroso precisos. Ya he advertido el escaso desarrollo logrado en nuevos campos... No obstante, cuando empezaron a fabricar esos..., esos autómatas...
Jimmy presionó un botón y ordenó con un gesto de cabeza a la criatura que se presentó en respuesta a su llamada que limpiase la habitación. El autómata obedeció en silencio, recogiendo los restos de la comida de Bard, mientras el científico lo estudiaba.
—Ahí tiene un ejemplar —dijo Jimmy. Sabe tanto como cualquier adulto, pero se podría decir que se ha quedado sin alma, sin emociones. Dígale que haga algo y lo hará... Y al contrario, si no se lo ordenan, ni siquiera comerá.
—Hipnosis mecánica permanente —murmuró Bard.
Sus ojos ardían. Al cabo de un instante, su rictus se endureció y su mirada se volvió aún más severa.
—Nunca preví nada semejante... Pero te equivocas, y eso empeora aún más la situación. Oye, tú..., ¿cómo te llamas? ¡Ah, sí! 4719. Contesta a mis preguntas. ¿Sientes emociones, como el odio, el miedo o la desesperación?
Jimmy meneó la cabeza, pero el autómata contestó torpemente:
—Sí, amo, siento todo eso.
—Sólo que no logras conectar tus sentimientos con tus acciones, ¿verdad? Hay en ti dos personas, una de ellas sumida en el infierno, incapaz de alcanzar a la otra, ¿me equivoco?
La respuesta afirmativa llegó con la misma torpeza. Después, el autómata giró y, ante el gesto de Bard, se retiró obediente. Jimmy enjugó de su frente un repentino sudor. Había albergado la esperanza de engañar a la compulsadora, salvándose de ella. ¡Para sumirse en un auténtico infierno! Y los psicólogos, a pesar de que nunca lo habían mencionado, lo sabían forzosamente.
—El diez por ciento de nuestro pueblo está formado por autómatas —explicó—. Al principio, fueron sólo unos pocos, hasta que la necesidad cada vez mayor de conocimiento obligó a intensificar las descargas de educación. Para entonces, el mundo había aceptado ya el método. Algunos consideraban incluso sus fallos como un utilísimo producto adicional, ya que permitía formar trabajadores más idóneos.
Su voz se iba haciendo cada vez más amarga, a medida que se forzaba a continuar su lección de historia, tratando de olvidar la última y desafortunada noticia recibida.
El hijo de Bard construyó aquel monstruoso castillo, dotado de secretos medios de espionaje. Cuando su propio hijo le despojó del poder, se fugó con sus papeles privados, para morir en los corredores. Fueron esos ajados papeles los que revelaron a Jimmy el secreto de la salida la primera vez que entró en el laberinto, deambulando perdido por él. A partir de entonces, la transmisión de la dictadura de padre a hijo fue bastante pacífica y considerada como un hecho natural. En general, restaba muy poco de la deliberada crueldad propia del anticuado régimen nazi, y los poderes dictatoriales, aunque amplios, no eran absolutos. La gente se adaptaba... Después de todo, provenían de la compulsadora. Gente implacable, que se amoldaba idealmente a un gobierno dictatorial.
—¡Siempre la compulsadora! —Jimmy vaciló un momento, antes de sumergirse en el relato de sus propios problemas—. Estoy a punto de convertirme en una bestia, me guste o no. Podría denunciarle, claro está, y salvarme a mí mismo. Y si fuera un adulto, lo haría. Pero ya no sería yo..., sino un adulto más, que llevaría mi nombre y haría todo aquello que he aprendido a odiar. Sólo evitaría convertirme en uno de ellos... convirtiéndome en uno de ellos.
—¡Requiescat in pace! Deja tranquilos a los muertos. Si los despiertas, tal vez se enteren de que han hundido el mundo en una horrible confusión. Incluso llegarían a destrozar a la única persona a la que aman...
Aaron Bard meneó la cabeza. Arrugas causadas por el esfuerzo de concentración cortaban las líneas que el dolor imprimió en su rostro.
—Oye —continuó—, el arma que me has quitado no es del todo inofensiva. En algún momento de mi locura temporal, debí de recordar el secreto, ya que fue entonces cuando la construí... Y funciona con energía atómica. Tal vez sin un dictador...
—¡No! Él es débil, pero no peor que los otros. ¡No permitiré que mate a mi padre!
—No, supongo que no. De todos modos, matar a la gente no suele suponer ninguna solución. Jimmy, ¿estás seguro de que es peligroso que te hagan igual a los demás?
—He visto los resultados.
—¿Los has visto de verdad? A los niños no se les da ninguna educación ni se les somete a disciplina alguna hasta que cumplen los doce años. Y de pronto, los atiborran de conocimientos para los cuales no se hallan preparados, aun admitiendo la posibilidad de preparar a los preadolescentes para todo eso..., cosa muy problemática. Aun en mis tiempos, a pesar de que existía alguna disciplina y educación, los chiquillos de doce años no eran sino pequeños golfos, agrupados en pandillas. Salvajes, bárbaros ignorantes, impulsados sólo por su egoísmo, formaban manadas de animales carniceros, ni siquiera domesticados. No crueles exactamente, sino irreflexivos, inflexibles, lo mismo que esta sociedad, como hemos visto. Quizá gracias a la repentina y nueva corriente de la educación, para obtener la cual nunca tuvieron que esforzarse, se convirtieron en buenos técnicos. No obstante, esa artificial, esa forzada edad adulta desalentó toda aspiración a la verdadera madurez. Si todo el mundo les considera adultos de manera automática, ¿qué incentivo encuentran para perfeccionarse?
Jimmy rememoró su temprana niñez, antes de que se estableciera el nuevo sistema educativo. Cierto que él y el resto de los niños se ajustaban a la descripción de Bard: animalillos egocéntricos. No pensaban en otra cosa que no fueran sus caprichos y necesidades inmediatas, y nadie les había dicho que la ley de la jungla, según la cual sobrevivían los más aptos, debía ser moderada por la decencia y la consideración a los demás. Sin embargo, los libros le enseñaron que, antes de la compulsadora, hubo también niños con problemas, agrupados en pandillas juveniles. En su mayoría, superaban tales problemas. Ahora, una vez recibida la educación, ya no cambiaban jamás. Y aunque, en la actualidad, la presión de la sociedad se resistía a cualquier intento de cambio por su parte, eso no lo explicaba todo. Otras épocas habían establecido normas equivocadas, pero siempre surgieron grupos que, por principio, se opusieron a dejarse dominar por ellas.
—¿Está seguro de eso, señor?
—No. ¿Cómo voy a estarlo? Quizá sólo busque justificarme a mí mismo. Tal vez la máquina educadora afecte a la mente, a pesar de que la diseñé con todo cuidado para que no imprimiera sentimientos personales en el sujeto. Y si bien he conocido a algunas personas, no he visto lo suficiente de sus vidas privadas para juzgar. Tampoco tú puedes opinar, porque nunca has tratado con gente normal. De todos modos, cuando la inventé, tuve serias dudas al respecto... ¿La usan todavía en la forma en que la diseñé..., en la forma exacta?
—Sólo se ha cambiado el tamaño de las cintas.
—En ese caso, hay una clase de onda que, si se emite en un radio de pocos kilómetros, neutraliza la sensibilidad del sujeto, bloqueando el impulso. Si consiguiese recordar... Si dispusiese de un laboratorio de electrónica donde experimentar, acaso lograse que tu fingida inmunidad a la educación se transformase en real.
Una sensación de alivio recorrió al chiquillo. Se puso en pie y se aproximó al panel.
—Hay un laboratorio. El primer dictador instaló uno secreto en los corredores para un caso de urgencia. No sé cómo andará de equipo, pero existe. Lo he visitado.
Vio que el fatigado rostro adoptaba una expresión decidida. Aaron Bard estaba ya a su lado cuando el panel les permitió el paso. Jimmy torció hacia un pasaje lateral, que conducía a un lugar próximo a la sala de senadores del castillo. Obedeciendo a un súbito impulso, se desvió a un costado e indicó a su acompañante que mirara en aquella dirección.
—Si quiere hacerse una idea de nuestra vida privada, eche un vistazo a nuestros senadores y juzgue por usted mismo.
La pared se hizo permeable a la luz y al sonido en un solo sentido, y se encontraron observando uno de los guardarropas de la Cámara del Senado. Un hombre de mediana edad exponía cierto pequeño triunfo personal ante una reducida audiencia.
—Su primer hijo..., acabado..., un maldito autómata. Cuando me dejó por ese solemne idiota de la cara llena de granos, le advertí que me vengaría de ella. Y me vengué. Malgasté cinco semanas llevándome al chico de paseo sin que nadie se enterase, a fin de ganarme su confianza. Y antes de que pasara a la máquina, le deslicé una droga dentro de una golosina. Ya sabéis lo que pasa cuando se aplica la educadora a una persona drogada.
Uno de sus interlocutores sonrió.
—Más vale que no lo vayas divulgando por ahí. Cualquiera de nosotros podría denunciarte por quebrantar las leyes que tú mismo ayudaste a redactar contra tales usos de la droga.
—¡Diablos! ¿Y cómo lo probaríais? No soy tan necio para ofrecer a tipos tan listos como vosotros nada susceptible de perjudicarme. Y para probar que soy el más hábil de este grupo, os participaré algo más. He estado pensando un poco acerca del hijo del dictador...
—¡Tranquilo, Pete, dejemos eso! Años atrás formé parte de un grupo que contrató a algunos tipos para asesinar a ese mico... Y que conste que tampoco lo puedes probar. Incluso nos hicimos con la llave de su puerta. Bueno, pues sigue con vida, y los asesinos nunca volvieron. Ignoro los motivos, pero ningún otro intento ha tenido éxito. El dictador esconde algunos trucos debajo de la manga.
Jimmy cerró el panel y rió entre dientes.
—Nunca duermo en los puntos próximos a las puertas —dijo— y hay una sección del suelo que se convierte en interpenetrable. Debajo se extiende una galería de treinta metros. Sabiéndolo, me apropié de esas habitaciones, que pertenecieron antes a mi padre.
—¿Son éstos los senadores? —preguntó Bard.
—Algunos de los mejores.
Jimmy prosiguió su avance, descorriendo un panel de vez en cuando. Bard fruncía el ceño cada vez más, a medida que los iban dejando atrás. En ciertas salas se tramaban conspiraciones, en otras se limitaban a hablar. En una ocasión, oyeron expresar cierta simpatía por los autómatas, sin demasiado entusiasmo. Jimmy iba a cerrar el último panel cuando le detuvo el sonido de una voz.
—El enfermizo hijo de Blane ha muerto. Ese alfeñique no resistió el clima ni el trabajo en las minas con los autómatas. Se suicidó esta mañana.
—Su padre no pudo evitarle eso, ¿eh? Bien. Haz que lo publiquen los periódicos. Quiero asegurarme de que el hijo del dictador se entera de todos los detalles. Fueron íntimos amigos durante una época, ¿sabes?
Jimmy apretó los dientes y cerró con rabia el panel.
—La única persona un poco humana que conocí en mi vida... Él me enseñó a leer. Era un chico enfermizo, pero su padre se las ingenió para salvarle de la eutanasia. Probablemente se hizo amigo mío para que le protegiera con mis puños, ya que los otros no le dejaban en paz. Al fin, le destinaron a unas minas de Sudamérica, como supervisor del trabajo de los autómatas.
—¿Eutanasia? Bella palabra para desembarazarse de los débiles. Quizá desde un punto de vista biológico épocas como ésta tengan su utilidad. La verdad, prefiero verme rodeado de seres físicamente débiles que enfrentarme a quienes los tratan de ese modo. Jimmy, voy a decirte una cosa. Si mi estratagema no resulta y la educadora te produce efectos nocivos, te mataré y luego me suicidaré...
Jimmy asintió con gesto severo. Bard no parecía capaz de matar. Sin embargo, el chiquillo tenía la esperanza de que, si la máquina llegaba a perjudicarle, cumpliría su palabra. Decidió apresurarse, sin perder más tiempo convenciendo al anciano de la necesidad de evitar que le cambiaran. Localizó el lugar que buscaba, se detuvo ante él y apretó un botón encajado en el suelo. El montacargas descendió sin ruido.
—Robo la energía con mucho cuidado. Hasta el momento, nadie ha sospechado nada. En el laboratorio, hay algunas baterías a base de petróleo. Creo que bastarán. Bueno, ya hemos llegado.
Señaló hacia la sala llena de equipos de toda clase, prolijamente ordenados, aunque cubiertos de polvo y suciedad debido al largo tiempo que habían permanecido en desuso. Aaron Bard echó una lenta ojeada a su alrededor y esbozó una mueca de diversión.
—Me resulta familiar, Jimmy. En apariencia, mi hijo lo copió de mi viejo laboratorio, donde solía haraganear, y adaptó mis equipos para uso militar. Con un poco de decencia, se hubiera convertido en un buen científico. Era lo bastante inteligente para eso.
Jimmy contempló al hombre, que se había puesto ya al trabajo. Una débil esperanza le reconfortaba. El anciano limpió el polvo de las mesas con unas cuantas pasadas de paño e inició su tarea, con manos ahora firmes. Cables, pequeños tubos, bobinas y otros componentes de equipos electrónicos salían de pequeñas cajas y gavetas, aunque algunos requirieron una búsqueda más concienzuda. Luego, sus dedos comenzaron a ensamblarlos y soldarlos dentro de un armazón de plástico, del tamaño de un melón, que se fue llenando poco a poco.
—Ese chico que te enseñó a leer, ¿pasó por la máquina a los doce años?
—Por supuesto, es obligatorio. Todo el mundo ha de someterse a eso.
Jimmy frunció el ceño, tratando de recordar con mayor claridad. Sólo llegaban a su mente vagas alusiones y fragmentos de las frases pronunciadas en las conversaciones entre los enemigos de Blane.
—Durante el juicio sobre eutanasia —prosiguió—, creo que se dijo algo acerca de documentación falsificada. No sé a qué documentos se referían. ¿Es importante?
Bard se encogió de hombros, garabateó algunos diagramas sobre un pedazo de papel sucio y volvió a empuñar el soldador.
—Ojalá lo supiese... Durante los quince años de la guerra, cuando se recurrió por primera vez al empleo intensivo de la compulsadora, sin duda la experimentaron con todos los tipos humanos y en todas las edades. ¿Verificó algún científico las variaciones originadas por esos factores? No, seguro que no lo hicieron. No me extraña que no hayan desarrollado nuevos campos de acción. ¿Crees posible encontrar un libro de memorias escrito por algún soldado que hable de algunas personalidades?
—Tal vez. Desde luego, no lo conozco. Tal vez el diario del primer dictador nos revelaría algo, si supiésemos descifrarlo. Cuando traté de hacerlo después de encontrarlo, lo único que obtuve fueron grupos desordenados de palabras. Está escrito en un código complicadísimo, formado por grupos de letras, espaciadas de modo irregular y pegadas al papel formando estrechas tiras. Ni siquiera logré descifrar el tipo de código, y no había ninguna clave.
—Encontrarás la clave en la biblioteca, Jimmy, si buscas un manual de estenotipia, la taquigrafía a máquina. Mi hijo consideraba insuficiente la dactilografía. Una de las pocas veces en que me mostré por completo de acuerdo con él... ¡Maldita sea!
Bard se chupó el pulgar, sobre el que había caído una gota de soldadura, y fijó la vista en los apretados componentes de su artefacto. Escogió un diminuto condensador electrolítico, inspeccionó el aparato y lo colocó tras un instante de indecisión. A continuación se mantuvo inmóvil, mirando al semiterminado objeto.
El trabajo, que al principio había avanzado muy de prisa, se tornaba cada vez más lento, y había largas pausas mientras el anciano se entregaba a la meditación, pausas que se iban prolongando. Jimmy se deslizó al exterior y subió en el montacargas. Avanzó a toda prisa por un corredor que llevaba a la parte trasera de uno de los restaurantes del castillo. Se acusaba a las ratas de gran parte de los deterioros causados en aquel lugar, cargos evidentemente merecidos, como Jimmy comprobó al atravesar la pared para volver a los corredores, llevando en sus manos una bandeja con café y alimentos más sólidos.
Bard aceptó el café con un gesto de agradecimiento y se lo tomó de un trago. En cambio, apenas probó la comida que el chiquillo le ofrecía. Sus manos trabajaban con menor seguridad.
—Jimmy, no sé... No puedo pensar. Llego hasta cierto punto y todo se me aparece muy claro. Y luego... ¡paf! Se desvanece. Lo mismo me ocurrió la primera vez que traté de recordar el secreto de la energía atómica. Hay vacíos en mi mente... conexiones erosionadas por ochenta años de muerte. Y cuando trato de forzar mis pensamientos a través de ellos, se tambalean y tropiezan.
—¡Tiene que terminarlo, abuelo Bard! Son casi las cinco y he de presentarme a las seis.
Bard se restregó la arrugada frente con una mano, apretando y extendiendo la otra. Durante un tiempo, continuó su activo trabajo, interrumpido por largos y silenciosos intervalos.
—Bueno —dijo al fin—, he terminado. Sólo falta esta pequeña sección. Colocada en el lugar adecuado, el aparato funcionará... Si cometo un error, cabe en lo posible que explote. Por lo menos, que no dé resultado.
Jimmy consultó su reloj.
—Inténtelo —pidió.
—Suéldalo tú. Mis manos se niegan a continuar. —Bard se deslizó del banco y dirigió con todo cuidado la maniobra del muchacho—. De estar seguro de que volviéndome loco encontraría la solución, como ocurrió con la pistola atómica, forzaría mi mente a internarse de nuevo en sus pesadillas. Por desgracia, tal vez sucedería cualquier otra cosa... ¡No! Ésa es la antena... Debes dejar suelto un extremo.
Las manecillas del reloj señalaban las seis menos diez cuando se estableció el último enlace y Bard conectó el aparato en el enchufe que descubrió cerca del suelo. Los tubos empezaron a calentarse. Al menos, no hubo explosión. Los tubos siguieron enrojeciéndose, y un minúsculo indicador señaló que la antena emitía algún tipo de radiación.
Jimmy sonrió, con un sentimiento de alivio. No obstante, mientras se dirigían hacia el montacargas, el anciano sacudió la cabeza con gesto de duda.
—No sé si funcionará, hijo. La última conexión la fijé de modo intuitivo. Nunca se debería trabajar de esta forma con delicados dispositivos electrónicos. Dos cables que se rocen por accidente le estropearían todo. Sólo nos queda rezar. Y como último recurso... Bueno, todavía tengo la pistola atómica.
—Úsela en caso necesario. Le conduciré tras la pared del despacho privado de mi padre. No abandone usted su puesto, mientras yo trato de ganar tiempo. Y úsela pronto. Yo sabré que está allí.
Lo intentó tres veces, antes de encontrar un corredor libre de guardias. Se deslizó por él y llegó con sólo unos segundos de retraso al despacho de su padre, que le abrió personalmente la puerta y le hizo pasar. Los acostumbrados guardias y secretarias se habían ido. Sólo se hallaba presente el psicólogo jefe, con su pequeño equipo ya instalado. El dictador vacilaba.
—Jimmy, quiero que sepas que me veo obligado a hacer esto, aunque ignoro si tus posibilidades de pasar la prueba han aumentado desde tu niñez. Creo que sí... Es un presentimiento personal, aunque el psicólogo cree que me equivoco. Bien, algo con lo que contaba nos ha sido robado por una conspiración y, en Eurasia, bulle algo infernal cuyo objetivo seremos nosotros. No estoy preparado para hacerle frente. Los oligarcas poseen un secreto que, a su entender, les conducirá a la victoria. Se halla registrado en una cinta privada, que te daré. No sé en qué medida podrás ayudarme. Al menos, si de pronto te conviertes en un adulto normal, contribuirás a respaldar la estratagema que planeo. Los Bard tenemos un destino histórico que mantener y cuento contigo para que cumplas tu parte. ¡Debes pasar!
Jimmy le oía sólo a medias. Contemplaba con fijeza el casco semejante a un sombrero femenino de última moda, con cables que lo unían a una pequeña caja, colocada sobre la mesa. También había carretes de cintas especiales, que se distinguían por sus diversos colores. Cuando le sujetaron el casco a la cabeza, se sobresaltó por un segundo. Pronto, sin embargo, lo aceptó en ceremonioso silencio. Algo trataba de abrirse paso en el fondo de su mente. Sólo tuvo una vaga y desasosegada sensación. No eran más que palabras. Y algo acerca del rostro del psicólogo.
Percibió el chasquido del interruptor y su mente comenzó a helarse, aunque todavía alcanzaba a registrar sonidos e imágenes. Y se dio cuenta de que el aparato preparado en los subsuelos fallaba... Gracias a las descripciones oídas, encontraba familiar la presión que oprimía su cerebro. La psicocompulsadora de Bard estaba actuando. Por un instante, antes de que funcionara a su máxima potencia, trató de librarse de ella. Algo pareció controlar su mente. Permaneció sentado, rígido, respirando agitado, incapaz de detenerla. Sus pensamientos se desvanecían, se paralizaban, mientras la máquina continuaba enviando a su cerebro sus doscientos millones de impulsos por segundo, provocando cosas que la ciencia todavía no podía comprender, pero sí utilizar.
Observó inexpresivo el paso de las cintas, que se fueron acabando. Hacia el final, su padre sacó una de un cofre, esperó a que terminara y luego la destruyó. El psicólogo se inclinó, recogió la última que quedaba y la conectó... El rostro de aquel hombre le pareció conocido... «Como tener al chiquillo frente a uno de esos quemadores que usamos para automatizar a los criminales...».
Entonces, algo resbaló en su cabeza, como unos pies deslizándose sobre el hielo. Pese a tener la mente entumecida y atontada, logró dominarse a sí mismo, y sus manos, que habían estado inmovilizadas, se aferraron a los brazos del sillón. Algo le carcomía por dentro, una extraña distorsión, esa... ¿Qué sentía un autómata cuando su mente fallaba durante la prueba de la educación?
El psicólogo volvió a inclinarse y retiró el casco.
—¡James Bard, ponte de pie!
Jimmy continuó sentado. Un gesto de sorpresa apareció en el rostro del otro, que lo sustituyó en seguida por una expresión de complacido alivio.
—¿De modo que no te has convertido en un autómata?
Jimmy se levantó, restregándose con las manos la dolorida frente. Esbozó una forzada sonrisa.
—No —dijo tranquilo—. No... Estoy muy bien. Estoy perfectamente bien. ¡Perfectamente...!
—¡Alabado sea Dios! —El dictador se reclinó en su sillón—. Y ahora que lo sabes, dime qué ocurre.
Jimmy no podía decírselo sin correr el riesgo de que Aaron Bard fuera quemado. Mientras se volvía hacia su padre, forzó a su rostro a adoptar una placentera sonrisa, a pesar del dolor de cabeza que le atormentaba. Lo sabía todo... Todo lo que antes ignoraba lo tenía ahora presente, tranquilo, sin imponerse, esperando que su mente lo requiriese, junto con todo aquello que había visto y con todas las conversaciones que había espiado en secreto.
Poseía conocimientos. Y una inteligencia entrenada para sacarles el mejor provecho. Los hábitos de pensamiento que se había impuesto se atareaban ya con la nueva información. Ni el tremendo y estremecedor dolor lo evitaría. Con gesto deliberado, se pasó una mano por la cabeza e hizo un ademán, señalando el despacho exterior.
—Padre, el dolor de cabeza me está matando. ¿Puedo tenderme un rato en el sofá del otro despacho?
—Sí, al menos por algunos minutos. Doctor, ¿por qué no le da algo al muchacho?
—Tal vez. No soy doctor en medicina, pero me creo capaz de aliviar ese dolor.
El psicólogo parecía ausente. Por fin, abandonó el despacho. El dictador fue el último en hacerlo. Se encontraron en una habitación de mayor tamaño, donde no había pasajes que atravesaran las paredes y donde ningún disparo podía alcanzarles.
La sonrisa se desvaneció del rostro del muchacho. Una de sus manos se adelantó vertiginosa y arrancó el pequeño lanzallamas sujeto a la cintura de su padre, a una velocidad que transformó su gesto en casi invisible. Antes de que el psicólogo alcanzara a registrar unas emociones que quizá no habían comenzado a manifestarse todavía, le apuntó: la llama se expandió, ennegreciendo sus ropas y su carne, dejando sólo un blando y carbonizado cuerpo en el suelo. Jimmy lo pateó con disgusto.
—Traición —explicó—. Tenía una bonita cinta hecha por dos personas con puntos de vista opuestos por completo, a pesar de que las leyes lo prohíben. Se proponía convertirme en un autómata. Y lo hubiera conseguido, de no haber estudiado yo previamente y bastante bien el contenido de ambos lados. Toma tu pistola, padre.
—Quédate con ella. —El rostro del dictador expresaba la primera emoción auténtica que Jimmy había visto en él, un gesto de ardoroso orgullo—. Nunca vi funcionar esa pistola de manera tan hermosa, chico. Por lo menos, nunca la vi dominar una serpiente con tanta eficiencia. A dios gracias, no eres flojo y débil como había pensado. Y ahora, basta de tonterías emocionales, ¿eh?
—Sí, padre, estoy curado. Y tal vez, en la reunión que has convocado ofrezcamos una sorpresa a los senadores. Ve delante, yo te alcanzaré en cuanto consiga un poco de amidopireno para este dolor de cabeza. Entretanto, ya se me ocurrirá algo que oponer a la acusación que están planeando.
—¿Acusación? ¿Tan graves están las cosas? ¿Pero cómo...? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Traté de decírtelo hace años. Conocía cada detalle de las conspiraciones que se tramaban para traicionarte. Sin embargo, tú estabas demasiado ocupado para escuchar a alguien que no fuera un adulto, así que no volví a intentarlo. De todos modos, ese conocimiento nos resultará muy útil. Te veré fuera de la sala de asambleas, a menos que llegue tarde.
Sonrió con amargura mientras su padre se alejaba por el corredor. La mirada de orgullo que brillaba en el grueso rostro del dictador no se hubiera mantenido de estar al tanto de la enorme traición que proyectaban algunos de los distinguidos senadores, sus amigos. Iba a costarle un esfuerzo sobrehumano ponerlos en evidencia. Jimmy localizó el panel que buscaba. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le observaba, se deslizó a través de él y recorrió con rápido paso el corredor. No encontró a Aaron Bard. Por un instante, caviló sobre la conveniencia de seguir buscándole. Al fin, abandonó la idea. El tiempo apremiaba. Ya vería al anciano más tarde. No corría prisa. Se encogió de hombros y tomó uno de los pasajes, un atajo que le llevaría a la gran sala de asambleas. El dolor de cabeza comenzaba a desaparecer. Además, no tenía tiempo para preocuparse por él.
Llegó cuando comenzaba la sesión. Penetró sigilosamente en la sala por la entrada privada del dictador, dirigiéndose, sin que nadie se fijase, hacia la enorme mesa escritorio situada detrás de una pantalla de jade. Ésta le ocultaría a la vista de los senadores, permitiéndole observar sin ser observado. Había presenciado ya otras sesiones, reuniones ruidosas, perturbadas por las disputas y los insultos intercambiados entre grupos rivales. Hoy no ocurría nada semejante. Los senadores presentaban mociones, con la evidente intención de ganar tiempo, sin prestar ninguna atención al rutinario desarrollo de la sesión. Los conspiradores se habían concertado para derrocar al dictador durante aquella reunión, aunque sólo los líderes de los grupos sabían que la verdadera razón que se ocultaba detrás de todo ello era la traición promovida por Eurasia gracias al soborno.
La conspiración llevaba años tramándose. Los líderes atizaban de manera deliberada los inevitables pequeños odios y descontentos. Aprovecharon la condición de Jimmy para desacreditar a su padre, aunque se basaron más en las propias debilidades del dictador, que fueron presentadas al público en versiones tergiversadas. El muchacho observó que doce de los arteros hombres tentados por la promesa de convertirse en los oligarcas de América —aunque amparados en su aparente condición de líderes de los grupos rivales— todavía se hallaban ausentes. Eso explicaba el lento ritmo voluntariamente impuesto a la reunión. Algo sucedía. Jimmy tuvo el presentimiento de que el cadáver del psicólogo suscitaría no poco interés. Los dos únicos líderes honestos asistían a la sesión, severos y silenciosos. Por fin, uno a uno y por diferentes puertas, entraron los doce senadores. En sus rostros no se advertía ninguna expresión de derrota.
Lógico. El dictador había perdido toda posibilidad. Trató de gobernar basándose en el prestigio familiar e introduciendo la división entre los grupos, que ahora se habían aliado de nuevo. Se mantuvo a flote mientras la oposición no estuvo preparada para atacar. Sus métodos no aguantarían ninguna tirantez, y mucho menos un ataque semejante. Ya había dejado escapar una oportunidad de asestar un golpe antes de que hicieran su entrada los líderes. Un hombre resuelto hubiese interrumpido las dilaciones, tomando la iniciativa. Un orador astuto, al tanto de las técnicas dramáticas y emocionales de un Webster o un Borah, hubiese llegado incluso a controlar la asamblea. Pero el dictador era débil, y la compulsadora no ofrecía grandes piezas de oratoria. Todo aquello resultaba incompatible con tal inmadurez emotiva.
Finalmente, le concedieron la palabra. Debió de comenzar por la flamante madurez de Jimmy, para arrancarles por sorpresa de sus rutinarios pensamientos, revelar la resurrección de Aaron Bard y hablar de sus antiguos trabajos sobre la energía atómica a fin de despertar su curiosidad y, luego, desplegar sus acusaciones contra ellos, en cortos y enérgicos golpes. En lugar de eso, se dedicó a enumerar los viejos logros de la familia Bard, con frases trilladas, carentes ya de todo significado.
Jimmy permanecía sentado en silencio. Su padre debía tomar conciencia de sus propias debilidades allí, en aquel momento. Miró hacia abajo y escudriñó la cara de uno de los traidores. La expresión del hombre le obligó a volver a toda prisa la cabeza, en el instante en que su padre, advirtiendo lo mismo que él, interrumpía su discurso.
Un brazo surgía de la pared izquierda de la sala, agitando un sucio trozo de papel en dirección a los presentes. Jimmy reconoció la hoja que Bard había usado para trazar sus diagramas. El brazo se retiró de repente, reemplazado por el rostro burlón de Aaron Bard... Pero no era el Aaron Bard que Jimmy conocía. La demencia desfiguraba su cara. Tenía los ojos desorbitados, enseñaba los dientes, y los músculos de su cuello se contraían a causa de la vesánica tensión. Mientras Jimmy le observaba, el anciano penetró en la habitación y avanzó majestuoso por el pasillo que conducía al escritorio del dictador, con la pistola atómica apuntando al padre del muchacho.
Toda la atención se centraba en él y nadie se movió para cerrarle el paso cuando se adelantó muy resuelto, blandiendo el papel en la mano. Hablaba atropelladamente, y sus palabras parecían impulsadas por un enorme esfuerzo físico.
—¡Traición! ¡Barbarie! ¡Idolatría pagana!
Por un segundo, Jimmy apartó los ojos de Bard para mirar a su padre. Luego, saltó de la silla con furiosa elasticidad, al ver que el dictador perdía la calma y alargaba la mano hacia uno de los diminutos botones secretos de su mesa. El arma oculta actuó con excesiva rapidez, aunque no produjo ninguna explosión visible. Aaron Bard dejó escapar un sonido estrangulado y se derrumbó en el suelo.
—¡Detente!
Jimmy no se anduvo con cortesías respecto a su padre. Dio la vuelta alrededor de la mesa y se enfrentó a la asamblea, ofreciéndole la sorpresa de su presencia, que se sumaba al sobresalto anterior. Aprovecharía el momentáneo desconcierto para dominar la situación. Se inclinó y echó una rápida ojeada al cuerpo del caído.
—¡Un coagulador! ¿Quién tiene ilegalmente en su poder un coagulador? Ha de ser alguno de vosotros, ya que este hombre ha sido paralizado por un arma de ese tipo.
Un médico apareció de manera misteriosa y, tras un breve examen, asintió con la cabeza.
—En efecto, se trata de un coagulador. Le ha abrasado los nervios desde el pecho hacia abajo, y el daño se extiende. Morirá dentro de una hora, poco más o menos.
—¿Recuperará la conciencia?
—Difícil saberlo. No puedo hacer demasiado por él. Sin embargo, lo intentaré, si alguien me ayuda a trasladarlo a la habitación contigua.
Jimmy asintió y se agachó para recoger el arrugado trozo de papel y la pistola atómica. Había estado esperando una oportunidad, y el destino se la concedía. Llevaba planeadas las palabras que iba a pronunciar, breves y simples, destinadas a producir el impacto necesario mientras la asamblea permanecía desorganizada e indecisa. Si la oratoria era capaz de ejercer algún efecto sobre ellos, había llegado el momento de hablar. Con una expresión adecuadamente severa y acusadora, subió a la plataforma colocada detrás de la mesa. Su padre empezó a decir algo y se detuvo, sorprendido al ver que Jimmy tomaba el mazo, golpeaba para llamar al orden e iniciaba su discurso a ritmo lento, regulando la intensidad de su voz de acuerdo con las expresiones de su auditorio.
—Caballeros, Aaron Bard murió hace ochenta años, en vísperas de una gran guerra, mientras trataba de perfeccionar un liberador simple de átomos que hubiera acortado en un grado inconmensurable la duración de dicha guerra. Mañana leeréis en vuestros periódicos la historia de cómo la genialidad de este hombre preservó su cuerpo e hizo posible que nosotros le reviviéramos, en el momento en que nos amenaza una guerra aún más feroz.
»Ahora, hace pocos instantes, el mismo hombre sacrificó de nuevo su vida al servicio de nuestra nación, asesinado por el coagulador ilegal de un cobarde traidor. Pero no ha muerto en vano, ni sin entregarnos un seguro legado antes de irse en busca de su bien merecido descanso. Ha dejado su marca en muchos de nosotros. En mí, permitiéndome la entrada en la edad adulta, que todos nuestros científicos fueron incapaces de procurarme. A algunos de vosotros, los ha señalado de modo más severo en este trozo de papel...
»Le visteis surgir a través de una sólida pared. No, no fue una ilusión, a pesar del intenso dramatismo que imprimió a su entrada en escena. Su genio le permitió descubrir un medio de rastrear la traición y la conspiración en vuestras guaridas más secretas. ¡Habéis oído su denuncia! Y uno de vosotros trató de silenciar esa acusación, olvidando que las notas escritas no pueden ser acalladas por un coagulador.
»Como tampoco podrá silenciar su último y más grande descubrimiento: esta arma que llevaba consigo... Energía atómica portátil...
»Gracias a ella, nos libraremos de la guerra. Ninguna potencia querrá suicidarse enfrentándose a una nación cuyos hombres estén equipados como lo estarán los nuestros. Aquellos de vosotros que habéis traicionado a vuestra patria no seréis recompensados por vuestra deshonestidad, tenedlo por seguro. Pero esto será una lección de la que saldremos beneficiados. Sabemos ahora la locura que suponen nuestros insignificantes odios, inspirados por el enemigo. Conocemos la necesidad de limpiarnos las manchas que arrojó sobre nosotros el liderazgo de tales hombres. Hemos de cesar en nuestros intentos de debilitar al gobierno, uniéndonos para forjar nuevos lazos que nos fortalezcan.
»No obstante, debemos de estar agradecidos a los traidores por el bien que nos han hecho sin proponérselo. A los que abandonen nuestras costas antes de que suenen las campanadas de medianoche, se les permitirá escapar. A quienes elijan quitarse la vida por sus propios medios, no se les negará ese derecho. Para el resto, exigiremos y lograremos que la justicia les sea aplicada en todo su rigor.
»Creo que en este sentido, caballeros, nos mostraremos todos de acuerdo.
Hizo una breve pausa, aparentando estudiar el papel que sostenía en la mano. Al continuar, su voz sonó con la rudeza propia de un hombre que cumple un desagradable deber.
—Doce hombres... Doce hombres que negociaron directamente con nuestros enemigos. Leeré sus nombres por orden de importancia. En primer lugar, Robert Sweinend. Hace dos días, a las tres, se entrevistó en el despacho de su secretaria con un autodenominado hombre de negocios japonés llamado Yamimoto Tung, aunque dice llamarse...
Jimmy continuó recitando de manera metódica el desarrollo de la entrevista, sintiendo que su tensión aumentaba a medida que los segundos transcurrían. Si seguía hablando mucho tiempo, se darían cuenta de que todos aquellos datos no cabían en un pequeño trozo de papel...
De repente, la mano de Sweinend se movió. La de Jimmy desapareció bajo la mesa. Una flecha de fuego —de fuego atómico— quedó suspendida durante un segundo en el lugar que había ocupado el senador y desapareció. Jimmy guardó la pistola con tranquilo gesto, viendo cómo once hombres se levantaban de sus asientos y se precipitaban hacia las salidas. A su espalda, el rostro de su padre resplandecía con inmenso alivio y aún mayor orgullo, mezclados con incrédulo asombro, en tanto se ponía en pie, turbado, para ocupar el sitio que su hijo le cedía. El trabajo había terminado, y Jimmy tenía derecho a seguir ahora sus propias inclinaciones.
Para su sorpresa, la inmóvil figura que yacía en el sofá estaba consciente y lúcida. El muchacho cerró la puerta de la pequeña sala, dejando al médico fuera. Aaron Bard no podía moverse, pero sus labios esbozaron una sonrisa.
—Hola, Jimmy. Acabas de pronunciar el más bonito manojo de mentiras que he escuchado en mucho más de ochenta años. Voy a cambiar el proverbio. De ahora en adelante, el tuerto será el rey... ¡Siempre y cuando golpee el suelo con un bastón!
Jimmy movió la cabeza con solemnidad. La mayor parte de la tensión originada por la última hora se desvaneció de súbito, borrada por la cálida actitud del anciano y por el hecho de no verse obligado a convencerle de su normalidad, a pesar de su comportamiento desde el momento en que se sometió a la acción de la máquina educadora.
—Tenía usted razón con respecto a la compulsadora. No modifica el carácter. Sin embargo, pensé que, después de disparar contra el psicólogo... ¿Cómo se dio cuenta?
—Dispuse por lo menos de veinte minutos antes de que terminara el proceso de tu educación para deslizarme e inspeccionar el diario de mi hijo. —Su sonrisa se tornaba más profunda a medida que aspiraba el humo del cigarrillo que Jimmy sostenía entre sus labios, exhalándolo en suaves espirales—. Me llevó quizá diez minutos enterarme de lo que quería saber. Las notas que escribió durante la guerra constituyen un extenso himno triunfal en torno a los resultados obtenidos con chiquillos mientras que expresan su disgusto por los obtenidos con las personas educadas después de cumplir los veinte años. Él sabía la razón, de la misma manera que siempre se mantuvo al tanto de todo cuanto quería. Demasiada información en una mente joven hace que ésta se atasque por el mero peso de los pensamientos no desarrollados, suscitando en quien la posee una falsa confianza en sí mismo. El hombre maduro, en cambio, con su mente ya entrenada, no se doblega ante la simple información. La usa... ¡No, déjame continuar! No trato de justificar mi compulsadora. Te dejo a ti esa responsabilidad. Jimmy, el doctor me ha dicho que me queda poco tiempo. Quiero asegurarme de que... Dentro de veinte años... Bueno, eso no importa ahora.
»La compulsadora significa un veneno para una mente de doce años, y una bendición para el adulto. No lograrás cambiar la costumbre de la noche a la mañana, pero debes intentarlo. Tal vez obtengas algún éxito. Retrasa poco a poco la edad de la educación. Lo justo sería que yo reparase el daño que ayudé a causar. Sin embargo, tendré que dejar que lo hagas tú. Sé implacable, como lo fuiste hace un rato... Más inflexible que ninguno de ellos. Así debe actuar el hombre que lucha por los principios y la justicia. Golpea en el suelo con tu bastón. Y alguna vez, cuando a tu alrededor no haya ningún ciego, mira hacia arriba y todavía podrás contemplar las estrellas. Ahora...
—¡Abuelo Bard! ¡Usted no estaba loco cuando apareció en la asamblea!
El anciano sonrió una vez más.
—Pues claro que no. No iba a limitarme a observar la escena, viendo que el único de mis descendientes de valía necesitaba ayuda, mientras yo permanecía tan tranquilo, ¿no te parece? Contribuí en la medida de mis fuerzas, sabiendo que tú aprovecharías la ocasión. Y lo hiciste. No me arrepiento..., aunque no esperaba esto exactamente... ¿Cuánto falta para que me empiece a fallar el corazón?
—Un minuto o dos.
Con toda evidencia, Aaron Bard no quería conmiseración. El muchacho lo percibió y, aunque le resultó difícil, retuvo sus palabras. Los sentimientos se expresaban mejor entrelazando las manos que con nada de lo que se pudiera decir.
—Bien —asintió el anciano—. Una muerte suave, indolora. Me alegra que suceda así. ¡Pero basta de resurrecciones! Quiero que me incineren, Jimmy, y que pongan un sencillo epitafio... Sin ningún nombre. Sólo una mención: «Aquí yace un tuerto».
—Requiescat in pace... Un tuerto. ¡Lo prometo!
El viejo movió la cabeza débilmente y expiró. La sonrisa persistió en sus labios.
Con un nudo en la garganta, Jimmy se puso en pie muy despacio, inclinando la cabeza en señal de respeto. Del gran salón de asambleas le llegó un estruendoso clamor. Su padre había abdicado y, claro está, le habían nombrado a él dictador. No obstante, el muchacho permaneció allí, sin moverse.
—Pondré dos lápidas iguales —murmuró por último—. Quizás algún día me haga merecedor de la segunda.
* * *
Por el momento, no estaba precisamente conquistando la fama en Nueva York, aunque me iba mejor de lo que tenía derecho a esperar, considerando mi producción anterior. La nueva tarifa ayudaba un poco. Aun así, necesitaba algo más que un cuento al mes si quería sobrevivir. La única posibilidad a mi alcance consistía en escribir de cuando en cuando una novela corta.
De cualquier modo, se me ocurrían muchas más ideas para relatos largos que para los cortos. Tal vez debía corregir entonces esa tendencia, ya que, si bien la mente prefiere seguir los caminos conocidos, también se la puede obligar a abandonarlos. Sin embargo, no parecía que dispusiera de suficiente tiempo para eso. De manera que comencé una narración que debía llegar poco más o menos a las diez mil palabras. Cuando terminé con la máquina de escribir, me vi con mil palabras de más. Se refería a un robot abandonado desde que todos los hombres se habían asesinado entre sí. Cuando se pone en funcionamiento de manera accidental, encuentra muy poca cosa que le permita explicarse lo que sucede a su alrededor. Sólo una Biblia. Al principio, se imagina ser Dios, luego tal vez Adán. De todas maneras, cree hallarse en los comienzos del jardín del Edén.
Campbell afirmó que le agradaba, pero que le era imposible aceptar nada con una extensión superior a las ocho mil palabras. No veía cómo podría yo acortarlo, pero se sentiría encantado de publicarlo si lo conseguía.
En efecto, suponía una difícil tarea. La idea original estaba destinada a un relato cercano a las quince mil palabras. Ya había suprimido algunos detalles y lo había escrito en la forma más condensada posible. Volví atrás y traté de acortarlo a partir de las copias que había hecho en papel carbón, sin demasiado éxito. Logré suprimir mil palabras, no tres mil.
Y de pronto, hice un descubrimiento que contradecía toda lógica. Podría acortar el cuento si agregaba un episodio totalmente nuevo. Al introducir un nuevo elemento en la historia, cabía reorganizar las cosas en un esquema mucho más compacto, con menos transiciones. Dio resultado y no perjudicó al relato. Además, gracias a eso incrementé con un poco más de información técnica mis atributos de escritor. Los cuentos salen demasiado largos cuando uno se entrega a imperdonables rodeos (algo que tiende a destruir no sólo el relato, sino al escritor que cae en la trampa) o a causa de una organización deficiente. Con anterioridad, había meditado ya sobre la organización de un relato desde el punto de vista de su interés, nunca como medio de mantenerlo dentro de límites razonables. Una información que, con los años, me resultó de gran valor, tanto para resolver las dificultades de mis cuentos como en mis tareas editoriales.
Volviendo a mi cuento, lo pasé de nuevo a máquina y se lo llevé a Campbell. Sólo me abonó ciento veinte dólares —no hubo bonificación esta vez— aunque comentó que la versión actual de En manos de Él superaba al relato original. Me sentí muy feliz.
Dejó caer la guillotina o, al menos, así me lo pareció en aquel momento, cuando intenté discutir la cantidad de trabajo que me admitiría. Me interrumpió apenas empecé a hablar. La situación era difícil. En primer lugar, me dijo, contaba con muy poco espacio libre en su publicación y ya se había excedido en su presupuesto al aceptar mi último cuento. Los nuevos escritores que había buscado le enviaban muchas colaboraciones y, para colmo, algunos de los antiguos se las arreglaban para seguir escribiendo, a pesar de sus ocupaciones o deberes militares.
Por supuesto, quedaban algunas posibilidades, ya que las publicaciones mensuales incluían relatos más antiguos. En realidad, tendría que ir dando salida a sus existencias, en lugar de incrementarlas.
Cuando hubo terminado, comprendí que Campbell se sentía más apenado por mí que yo mismo. Suelo captar los hechos con bastante rapidez y ya había aceptado la situación.
Así pues, salí a buscar un trabajo, que encontré, naturalmente. En donde solía desayunar, un lugar llamado White Tower, había siempre anuncios solicitando personal para la cadena de cafeterías del mismo nombre. Y yo poseía una considerable experiencia en ese campo.
La tercera noche de mi trabajo me enviaron a un pequeño establecimiento situado entre Broadway y la calle 137. Ya había oído hablar de él. La zona era tumultuosa. Irlandeses, portorriqueños y negros trataban de establecerse en el barrio, y cada uno de esos grupos estaba lleno de recelos contra sus vecinos. El establecimiento se había convertido en una especie de lugar de descanso para jóvenes portorriqueños, en tanto que los otros grupos trataban de manera sistemática de desalojarlos. Por regla general, había una pelea por semana —los sábados, cuando cerraban los bares—, con la consiguiente rotura de cristales. Cuando, a la mañana siguiente, me ofrecieron dirigir esa cafetería, no me sentí precisamente halagado. Pero acepté la propuesta gustoso. Ya había conocido ese tipo de desórdenes y sabía que la mayor parte del problema la causaba siempre el encargado de la barra, que se aterrorizaba, o bien, trataba de imponer el orden con excesiva rapidez. Y claro está, todo camarero que demostrara algún prejuicio provocaba altercados.
Resultó un buen puesto. Al principio, casi no había propinas, claro, y se ha de tener en cuenta que suelen constituir la mayor parte del salario en ese tipo de trabajo. Sin embargo, sorprende comprobar lo pronto que la gente comienza a dejar propinas cuando se le ofrece un buen servicio. Un día, uno descubre una moneda de diez centavos debajo de un plato, como si el cliente se avergonzase de dejarla. Con el tiempo, la ocasional propina se convierte en algo habitual. Y una vez que algunos se acostumbran, los demás les imitan.
Mi primera preocupación consistía en evitar que mi establecimiento siguiera siendo una guarida. Lo conseguí con bastante facilidad. Se suponía que los White Tower no cerraban nunca sus puertas. Obtuve la autorización para cerrar durante una hora por la noche, con lo que la clientela dejó de permanecer en el lugar hasta la mañana siguiente. Si alguno se empeñaba en quedarse, le hacía fregar el suelo... con lo que conseguía normalmente un ayudante muy servicial.
En todo el tiempo que trabajé allí, nunca hubo un cristal roto, las peleas fueron escasas y, en general, mis propios clientes se encargaban de interrumpirlas. También me hice con una gran cantidad de buenos amigos, pertenecientes a los distintos grupos. Las horas de labor eran muchas, pero la paga no estaba mal, si se incluían las propinas, y el tiempo pasaba muy de prisa. Por otra parte, el trabajo me gustaba.
Presentaba además un atractivo peculiar. En aquella época había una gran escasez de cigarrillos y se formaban largas colas cada vez que se anunciaba un suministro. Pero entre mis clientes se incluían muchos marinos con base en el cercano río Hudson, y a ellos no les racionaban el tabaco. Siempre me las arreglaba para tener una buena provisión, tanto para mi uso personal como para ofrecer a mis clientes.
Escribir ni siquiera se me pasaba por la cabeza, aunque a veces iba a visitar a Campbell en su oficina. Seguía sobrado de material, pero eso ya lo dábamos por descontado.
No escribí una sola palabra durante los años 1945 y 1946. En otros aspectos, mi vida rebosaba de todo tipo de acontecimientos. Mi novia y yo acabamos por romper las relaciones, aunque tal vez fuera más justo decir que, simplemente, cada vez nos alejábamos más el uno del otro. Sospecho que mi trabajo le disgustaba, a pesar de que nunca lo mencionó. La mayor parte de la gente que trabaja en una oficina parece pensar que hay algo degradante en los otros tipos de trabajo, aunque se paguen mejor.
En el otoño de 1945, me casé con la joven que solía servirme el café en el White Tower cercano al lugar en que yo habitaba. Se llamaba Helen, lo cual fue probablemente afortunado, ya que mis amigos tenían la mala costumbre de llamar Helen a cualquier mujer a la que vieran conmigo... Mi personaje de la dama robot no se apartaba de su memoria. Nos mudamos al Bronx, donde compartimos un apartamento con su padre y su hermano.
Hasta 1947 la tarea de escribir no volvió a formar parte integrante de mi vida. Campbell me envió una nota pidiéndome que fuera a verle a su oficina. Cuando me presenté descubrí que me había citado con objeto de que le firmase una autorización para incluir Nervios en una gran antología de ciencia ficción que preparaba Random House. (Adventures in Time and Space, un grueso volumen, se consideró durante veinticinco años como la más perfecta antología de ciencia ficción en un solo tomo). Me pagaron 137,50 dólares por los derechos de mi cuento.
El dinero llegaba en el momento apropiado. Me habían despedido de mi trabajo, sospechando que trataba de sindicar al personal de la cadena White Tower. (Se equivocaban. Esa unión no me hubiese beneficiado en nada). De modo que me hallaba sin trabajo y dependía del sueldo de Helen como camarera.
Ahora bien, el hecho de haber visto a Campbell y obtenido un cheque por mi cuento me produjo un gran efecto. Durante años no había pensado en escribir. Ahora, me dirigí a casa con la cabeza desbordante de ideas. Como si algo largo tiempo reprimido empezara a liberarse. (Algunas de las ideas eran francamente malas, por supuesto. No obstante, buenas o malas, me causaban una sensación de casi novedad).
Pocos días después, me senté ante la máquina, deseoso de probar si aún sabía trasladar las palabras al papel sin que me temblaran los dedos. Estaba tan excitado que ni siquiera había considerado en serio qué idea iba a desarrollar. Por lo tanto, escogí la primera que se me presentó. Sin duda, la preferí a causa de su título, tomado de otro poema de Longfellow:
El día ha concluido,
y la oscuridad (resbala de)
las alas de la noche.
Y la oscuridad... llegó a las siete mil palabras, extensión que me pareció razonable, ya que Campbell había dicho que estaba en condiciones de publicar algunos cuentos cortos de calidad.
Fin