EL AMADO DE LOS DIOSES (Lester del Rey)
Publicado en
noviembre 07, 2018
A primera vista, el avión parecía bastante normal, aunque no había razones que justificaran su presencia en la rocosa playa del islote. No obstante, una segunda inspección hubiese revelado los restos de lo que había sido su tren de aterrizaje y las entrecruzadas hileras de orificios que se abrían en sus costados. Más hacia el frente, el motor se mostraba intacto. La animada brisa movía arriba y abajo un ala amenazando con desgajarla a cada embestida. Excepto por el crujido y los gemidos del ala, la isla permanecía tan silenciosa como el hombre muerto que yacía dentro del avión.
El sol se insinuó apenas por encima del horizonte, desalojando las sombras que habían disimulado la figura de un segundo hombre, tendido sobre la arena, todavía en la posición que su cuerpo había adoptado cuando su corazón latió por última vez. En algunos puntos de su uniforme los desgarrones mostraban la marca de los proyectiles que habían atravesado su cuerpo. De su hombro, manaba aún un poco de sangre, surgiendo de un pliegue de más de un centímetro de profundidad. Había escapado a todas sus graves heridas a excepción de una. En medio de la frente, aparecía un neto y pequeño orificio. Subrayaba su contorno un jaspeado azul y castaño rojizo, y un reguero de sangre ya seca caía sobre su nariz y giraba después, dando la impresión de medio bigote sobre su boca. No había ninguna marca de que la bala hubiera salido por la parte posterior de la cabeza.
Ahora, a medida que la tibieza del sol se deslizaba sobre la isla, la figura en apariencia muerta se removió y gruñó suavemente. Una mano buscó a tientas el agujero de la frente. Indeciso, el hombre introdujo un dedo en el orificio. Lo retiró en el acto ante el súbito dolor causado por el movimiento. Permaneció tendido varios minutos, sintiendo el flujo y reflujo de las grandes fuerzas que surgían a su alrededor, notando con curiosidad su incesante latido. Luego, sus ojos se abrieron, percibiendo la oscilante ala del avión y advirtiendo que éste se hallaba fuera de la acción de las fuerzas que se desplazaban. Su mirada recorrió el perfil del aparato, se abrió paso a través de su deteriorada cubierta y delineó la forma del cadáver que había en la carlinga.
Yacía con las piernas abiertas, rígido, y en su interior no quedaban rastros del pequeño reguero de energía que corría por su propio cuerpo. Sin embargo, había algo familiar en aquella forma rígida. Un extravagante capricho de su mente hizo que el otro cuerpo se apoyara en una mano y girara hasta presentarle el rostro…, o lo que había sido un rostro. Después de compararlo con el suyo y no encontrar ninguna semejanza, dejó que el cuerpo se deslizara en el silencio. En torno a él, los pequeños remolinos de fuerzas reanudaron su rutina, no perturbados ya por los estímulos que su mente había emitido hacia ellos.
Volvió la cabeza y miró hacia el mar más allá de la pequeña isla, preguntándose si el resto del mundo habría quedado igual. Parecía vacío y bastante ridículo. Por lo demás, no ofrecía gran cosa que ver. Pensó vagamente si acabaría de llegar o siempre habría estado allí. Otro interrogante se le planteó al mirar de nuevo el avión. Éste no guardaba relación alguna con el resto de la isla, lo que le indujo a suponer que procedía de otro lugar. La presencia del cadáver le recordó que el aparato no había llegado solo. Bien, en ese caso, sin duda también él había venido en el avión. Quizá la inmóvil figura recobrase la vida bajo los rayos del sol, como le había sucedido a él. Se aferró a las fuerzas que circulaban de nuevo, poniéndolas en funcionamiento sin que él mismo supiera cómo. Las extremidades del hombre muerto le alzaron y le condujeron hacia la luz del sol que brillaba en todo su esplendor.
Por unos minutos, el ser con vida fijó su mirada en la otra figura, pero se cansó al ver que no se movía. Tal vez él fuera un accidente, y el otro, la forma normal de su especie. O tal vez el otro había ofendido a las fuerzas que actuaban en derredor, y ellas le habían abandonado. En realidad, carecía de importancia.
Miró una vez más hacia arriba, observando las oscilantes estelas que se formaban en la luz del sol. Al inclinar la cabeza, la extraña sensación se incrementó. Alzó la mano poco a poco. El cambio de posición provocó el regreso del acuciante dolor, de modo que no era el movimiento en sí el que provocaba la sensación. Acaso se debiera al orificio en su cabeza. Suavemente, juntó con los dedos los bordes del agujero, extendiendo la piel sobre él hasta que lo cubrió por completo. El dolor disminuyó en la superficie pero continuó siendo intenso, en el interior. Al parecer, las fuerzas de la vida eran dolorosas… Bueno, eso no le preocupaba. Puesto que el dolor formaba obviamente parte de él, habría que aceptarlo. Notó el desgarrón en su hombro y lo cerró asimismo con los dedos. Luego, volvió a mirar hacia el cielo.
Arriba, un pájaro volaba en lentas evoluciones sobre el mar. Lo observó desplazarse, percibiendo en el ave la misma bulliciosa vida que sentía en sí, aunque sin la seguridad que a él le conferían las fuerzas activas. Obedeciendo a un súbito impulso, dirigió su poder hacia el pájaro y lo alcanzó. La pequeña figura se abatió en su dirección. El chasquido del aire al precipitarse en el vacío creado por su paso acompañó el veloz movimiento. Cuando lo palpó, el pájaro se había reducido a una empapada masa, tibia pero inanimada. Lo arrojó a un lado, con un gesto de repentino disgusto.
El ala del avión seguía sacudiéndose torpemente bajo el viento. Sus ojos se deslizaron por ella, y su mente recordó el batir de las alas del pájaro. Con andar torpe e inseguro, se encaminó hacia el aparato, hasta que el esfuerzo le molestó. Entonces, se dejó envolver por las fuerzas que le rodeaban y se desplazó sin dificultad en dirección al avión. En su memoria, se agitaban vagos recuerdos, y su tórax se contrajo a causa de un extraño y agitado sentimiento, suscitado por el enorme pájaro muerto. También estaba magullado y, en lugar de cabeza, tenía una curiosa roca, que le daba un aspecto indolente. Separó con cuidado el motor, desatornillando primero los pernos y sujetándolo para que no se cayera, y lo depósito a un lado, sobre la arena. Su mirada se dirigió a las ametralladoras, pero el pequeño remolino de fuerzas le indicó que se apartara de ellas. Obedeció. Retiró el tren de aterrizaje y lo arrojó detrás del motor y del averiado propulsor. Uno por uno, presionó los orificios de los costados e hizo que la desgarrada piel del ala volviera a crecer, como había ocurrido con su hombro. La otra ala estaba rígida, paralizada. Su peso muerto desestabilizaba el fuselaje. A continuación, examinó la parte delantera y encontró sueltos la mayoría de los tirantes. Tomando su codo como modelo, corrigió los errores. Después retrocedió y, con un gesto de aprobación, contempló el ala, que empezó a moverse suavemente, arriba y abajo.
Sólo una perezosa benevolencia había motivado sus acciones. Ahora, en cambio, reflexionó sobre el avión y sobre la desolación del mar y del cielo, más allá del islote. Sin duda existían otras tierras detrás del horizonte, ya que el pájaro había llegado de aquella dirección. Y tal vez allí hubiese gente como él, en condiciones de explicarle el misterio de la existencia. Tenía que haber una respuesta, dado que las fuerzas que engendraban el cosmos a su alrededor se movían con determinación y siguiendo un orden lógico, excepto cuando sus deseos personales las perturbaban. Y puesto que él podía modelarlas, era aún más poderoso que ellas. Sus designios debían, por lo tanto, ser más nobles. Comenzó a elevarse y deslizarse hacia delante, en brazos de las fuerzas. Desde abajo, el avión le llamó, lleno de un nervioso deseo de moverse. Parecía como si el aparato quisiera también partir. Se dejó caer en su interior acomodándose en el asiento situado ante sus ojos. Sumisas a su deseo, las fuerzas remolinearon. Las alas se alzaron con resolución y batieron simultáneamente. El avión se elevó y se lanzó hacia la lejanía, mientras que la pequeña isla iba quedando atrás, hasta desaparecer de la vista.
Pronto, sin embargo, al dispersarse su atención, el aparato se agitó, desequilibrándose, y empezó a caer. Eso le recordó la necesidad de supervisar el vuelo. No debiera suceder de esa forma. Una vez que había despegado, se suponía que el avión continuaría por sí mismo. La memoria le aseguraba que sucedía así. Obedientes, las fuerzas volvieron, deslizándose sobre la superficie de la nave y convirtiéndose en parte de ella. Esta vez, mientras su mente vagaba, las alas batieron con tranquilo ímpetu, y el avión respondió sin vacilar a su indeciso golpe de timón. Eso estaba mejor. Sus manos manejaron los controles de manera casi instintiva. El aparato se ajustó a las indicaciones. Volaba silencioso. Sólo se oía el ulular del aire desplazado por su enérgico avance.
Llevó la nave cada vez más alto. Abajo, el mar se extendía en apariencia hacia el infinito. Empezó a respirar con dificultad, y el aire se enrareció, aunque las fuerzas se tornaron más densas y poderosas. Por un instante, dejó que arremetieran contra el aire de la cabina, a fin de hacerlo más denso, y subió de nuevo. No obstante, a medida que se elevaba se tornaba más difícil observar lo que había debajo. Descendió, pues, restableciendo la navegación en línea recta.
El sol se hallaba en medio del cielo cuando la vaga sensación que experimentaba se concretó. Reconoció en la visión la necesidad de alimentos. Se le presentaron diversas imágenes mentales, algunas definidas, otras más imprecisas. Seleccionó al azar una manzana y un bocadillo de jamón, materializando sus imágenes. Comenzó a comer. El primer bocado le resultó insípido, insulso, hasta que sus sentidos se percataron del error. Su mente atrajo entonces a las fuerzas cósmicas para que actuasen, rectificando el sabor mientras masticaba. Otro estímulo, en cambio, se incrementó en lugar de quedar satisfecho. Sólo después de transcurrida una hora lo reconoció como la necesidad de agua. Bebió hasta hartarse de una fuente que durante un rato apareció sobre la rueda del timón. Luego, el vacío paquete de cigarrillos que había en el suelo llamó su atención. Lo llenó, lo mismo que una botella que había contenido coñac. Una vez satisfechas sus necesidades, se tranquilizó, dejando que la nave continuará su camino por inercia.
Trescientos metros más abajo, el agua seguía asemejándose a una extensión sin límites. No tenía prisa. Se trataba de un mundo placentero, dejando aparte el dolor de cabeza. En realidad, había llegado a convertirse de tal modo en parte de sus pensamientos, que apenas lo notaba. El sol se desplazaba lentamente hacia el horizonte, deslizándose a través de algunos bancos de nubes.
Algo que guardaba relación con eso despertó en él un recuerdo parcial. El sol se abría paso entre las nubes, tocando apenas el agua y enviando sus rayos. Había visto antes aquel espectáculo. Un gruñido salvaje se formó instintivamente en su garganta cuando llevó la mano al lugar de la frente donde había estado el orificio. Un sol y rayos trazados a su alrededor, todo ello pintado sobre algún objeto… ¡Y algo que suscitaba el odio! Retuvo la imagen en su mente a medida que la oscuridad se extendía sobre el mar. No tenía sentido continuar la exploración durante la noche, pero reconocería ese estandarte si lo encontraba durante el día. Por el momento, resolvió comer y beber de nuevo, y luego dormir, acurrucándose en el aire.
Un abrupto repiqueteo le arrancó de su sueño y le arrojó contra el suelo de la cabina, antes de que lograse poner en orden sus ideas. Luego, otro estallido de sonidos llegó vertiginoso hasta él, mientras en los costados de la nave aparecían una serie de agujeros iguales a los que había reparado el día anterior, bombardeándole con pequeños trozos de metal. Obedeciendo tan sólo a un reflejo condicionado, se levantó y se acomodó en el puesto de mando, maniobrando el aparato antes de que su mente hubiera evaluado la situación.
Al frente, aparecieron cinco naves de diseño algo diferente al de la suya. Todas se dirigían decididamente hacia él. Con un sector de su cerebro, desvió las poderosas fuerzas que le atacaban, interrumpiendo la lluvia de proyectiles al negarse a sí mismo que fueran capaces de alcanzarle a él o a su aparato. Con el resto, trató de comprender lo que sucedía, sin conseguirlo. Detectó odio y miedo, y el deseo de matar, en los pensamientos de aquellos hombrecillos de color de aceituna, a pesar de que él no les había hecho nada. Las dóciles y vibrantes alas de su avión batieron furiosas, obedeciendo sus órdenes y lanzándole contra ellos.
El horror, teñido de superstición, paralizó el pensamiento de sus enemigos. Por una fracción de segundo, permanecieron inmóviles con las manos en los controles y los ojos fijos en las vibrantes alas. En seguida, se elevaron simultáneamente a toda velocidad. Mientras pasaban, descubrió en el costado de los aviones el emblema con el sol y los rayos, y el odio que ya había experimentado volvió a brotar, borrando todo pensamiento consciente. Las alas de su aparato batieron con mayor intensidad. Sus resonantes golpes redoblaron en el aire. No obstante, sus enemigos volvieron sobre él antes de que pudiese elevarse. La superstición que percibía en ellos era poderosa, pero el deseo de matar la superaba.
Sus ojos tropezaron con los mandos de las ametralladoras, y su memoria se agitó una vez más diciéndole que tales instrumentos provocaban la muerte. Se aferró a ellos ferozmente, pero nada sucedió. Con un gesto de desagrado, volvió a intentarlo. Ningún resultado. Dirigió su visión a la parte inferior del avión, al lugar donde se encontraban las armas, y descubrió que no había ninguno de los pequeños trozos de metal que debieran de estar allí. La sombra de la memoria le recordó que ya habían sido usados todos, cuando hombres como aquéllos le habían forzado a precipitarse sobre el islote. Ellos…
La nublada mente se negó a continuar, pero el odio se agitó y se retorció en sus entrañas, mientras los proyectiles se abatían repiqueteando sobre él estrellándose contra la barrera que aún mantenía y perdiéndose hacia abajo, inofensivos. Una de la naves se dejó caer en picado y enfiló directamente hacia él. En la mente del piloto enemigo leyó su propósito de embestirle sin rodeos.
¡Las armas debían funcionar! Y de improviso, funcionaron todas, en efecto. Diminutas lucecillas azules se agruparon en gotas y se lanzaron hacia el extremo de las ametralladoras para luego salir en ráfagas, siguiendo una línea recta. Enfocó los puntos de mira hacia la nave que desde arriba se arrojaba contra él en vertiginosa carrera. El fuego azulado surgió velozmente para toparse con ella, fulminarla y desalojar el espacio, desapareciendo con ella. Sólo el ruido atronador se mantuvo.
Fue demasiado para los hijos del Sol Naciente. Un rugido provino de sus motores. Descendieron en picado y se dirigieron en grupo hacia el sur, mientras el estruendo de sus propulsores se intensificaba al máximo. Bien, no albergaba la menor intención de permitirles la huida. Había sido atacado sin previo aviso y debían pagar por eso.
Ahora las alas batían el aire con salvaje impaciencia. Hizo que el avión girase bruscamente sobre su cola, lanzándose en busca de sus cuatro enemigos. El odio que invadía su mente se aferró a las fuerzas activas, impulsándole en una embestida que dejaba a su paso un ruido atronador y constante. A sus espaldas, el aire volvía a unirse en una estela. No obstante, había aprendido la lección del pájaro destrozado, de modo que, durante toda la trayectoria mantuvo un colchón de aire que protegiese su aparato. Pronto aparecieron de nuevo ante su mirilla las cuatro naves contrarias. Las pequeñas gotas azules se fundieron y corrieron por los cañones, lanzándose hambrientas hacia fuera. En un instante, el espacio quedó vacío ante él.
Sus alas todavía retumbaban furiosas. Cuando los pilotos habían enfilado hacia el sur, en sus mentes se habían dibujado imágenes de otros del mismo bando que seguían aquella dirección. ¡Los encontraría! Al llegar a los diez mil metros de altitud, detuvo la ascensión y dio cuerpo a la idea de un tierno pavo asado y un vaso de agua. Sin embargo, la expresión de severidad no se borró de su cara mientras comía. Sus ojos miraron hacia el mar. Lo que vio en la mente del oficial enemigo le pareció suficiente motivo para su eliminación. Suficiente, aun ignorando que, en algún lugar, los hombrecillos amarillos mataban y torturaban a algunos de los suyos, imponiendo su fuerza sobre otros muchos. Al ritmo de sus pensamientos, las azules gotas de luz se agruparon y formaron una gran esfera en la boca de una de las ametralladoras. Por fin, la bola cayó, precipitándose a una velocidad superior a la atracción de la gravedad. El océano borboteó al recibirla, en una hirviente explosión que lanzó rugientes olas hacia lo alto. No les prestó atención, y las aguas se calmaron poco a poco.
Los últimos restos del pavo se hallaban todavía en sus manos, cuando los avistó más abajo, próximos al horizonte: una bandada de mosquitos —sin duda aviones—, y, bajo ellos, objetos de mayor tamaño, que se desplazaban sobre el agua y dejaban turbulentas estelas en el mar.
Eran muchos, moviéndose lentamente en posición de avance. La bandada de aviones se desplegaba para cubrir una gran extensión a su alrededor. No perdió tiempo en contarlos. Empuñó las palancas y lanzó su aparato en una veloz acometida, que colocó a los aviones al alcance de sus puntos de mira. La luz azul se condensó y saltó hacia delante. El avión se arrojó a través del espacio que había ocupado el enemigo e insistió en su persecución. Al principio, se mostraron valientes, y se replegaron formando un grupo para ir a su encuentro. Pero aquellos que se desperdigaron salieron mejor parados.
Giró en un amplio círculo, eliminándolos a medida que se enfrentaba con ellos y confiando en que lograría deshacerse de todos antes de que el último desapareciese de su vista. Hizo caso omiso de aquellos que se lanzaban frenéticos hacia la superficie para ocultarse entre los navíos. Al advertirlo, los otros se precipitaron en la misma dirección. En cuestión de minutos, el espacio quedó despejado, a excepción de los misiles que subían en arco desde las embarcaciones. Uno de ellos, de mayor potencia que los proyectiles para los cuales había sido diseñado el blindaje, le acertó. Dispuso sólo del tiempo justo para desviarlo y envolverlo en un haz de fuerzas, antes de que explotara. Luego desapareció, dejando un resquebrajado agujero a cada lado de la cabina, a medio metro detrás de él. Comprendió que ningún blindaje que fuese capaz de controlar con su mente le protegería el tiempo suficiente contra una gran cantidad de aquellos misiles. Enderezó las alas y se elevó a toda prisa, acumulando en torno suyo una reserva de aire que le permitiría hacer frente a la escasez en la altura hacia la cual se encaminaba.
Entre tanto, los navíos se dispersaban. Notó que brotaban de ellos intermitentes estallidos de fuerza ondulante. Pero era inofensiva. Supuso que constituía algún tipo de señal. A su alrededor, el aire también estaba lleno de esa fuerza, aunque mucho más débil que la que emitían los navíos. No parecía tener otra utilidad que la considerada. No le prestó atención. Continuó ascendiendo hasta que dieciocho mil metros le separaron de las embarcaciones.
Entonces inclinó el morro de su avión hacia abajo y se mantuvo suspendido, mientras dejaba que la luz azul se condensara. Desde esa altura, los puntos de mira resultaban inútiles, pero había otros medios para dirigirla. En cuanto una esfera alcanzaba el tamaño deseado, la liberaba y la guiaba hacia abajo con su mente, la detenía a cierta altura sobre los navíos y la enviaba hacia aquel que había elegido como blanco. A pesar de la distancia en que permanecía, percibía el caos y el terror que sembraba entre ellos. Soltó una feroz carcajada. Había contraído con ellos una desconocida deuda y la estaba pagando. Algunos de los navíos zozobraban bajo las olas que se levantaban al desaparecer los otros. Aquello le dejaba indiferente. Las esferas azules seguían cayendo. Por último, de mala gana, bajó en busca de más víctimas. Descubrió que ya no quedaba ninguna, salvo dos pequeños botes de salvamento que misteriosamente habían salido indemnes. Sus ocupantes habían perecido. Las fuerzas cósmicas que le ayudaban no eran muy generosas con los seres vivos una vez fuera de control, aún a distancia. Al fin y al cabo, se trataba de poderes capaces de moldear los astros.
Quizás hubiera otros objetivos más adelante. No le dio tiempo a recoger información en sus mentes, pero había una posibilidad. Continuó volando hacia el sur, con mayor lentitud, relajándose sin soltar los mandos. La cabeza le pesaba y se sentía atontado, empapado en sudor a causa del intenso esfuerzo de la última media hora. Se dio cuenta de que la energía a la que había recurrido era sólo un débil e insignificante poder, un vago impulso de su mente que se había sumado a otras fuerzas, que a su vez modulaban las grandes fuerzas del universo. Sólo ellas podían otorgar la energía requerida. Pero la escasa proporción que él había aportado y que actuó como catalizador le había dejado momentáneamente exhausto. El dolor de cabeza se intensificaba.
Un repentino flujo de la energía ondulante llegó hasta él. Se echó a reír de nuevo. ¿De modo que en efecto habían sido señales y ahora estaban siendo contestadas? Recibirían su merecido. Esta vez provenían del norte. Vaciló un instante, pero decidió mantener el rumbo. Si no encontraba nada en la dirección que llevaba, siempre podría regresar.
Sobre el mar no se distinguía ningún buque, y el cielo aparecía desierto. De vez en cuando, pasaba cerca de alguna isla. Sin embargo, no vio señales de banderas enemigas y resolvió no explorar en busca de los estandartes entre las junglas que los cubrían… Eso esperaría hasta más tarde. Se elevó a seis mil metros y continuó su camino. Las islas se multiplicaban excitando su mente hasta hacerle sentirse incómodo, suscitando en su conciencia el esbozo de algunas imágenes. Sobre el océano se desplazaban algunas manchas e inició un despiadado descenso. El azul se condensó en sus ametralladoras. De pronto, le alcanzó un remolino de pensamientos procedentes de sus futuras víctimas. Titubeó. No era la misma gente. Y sus navíos, en lugar de armas, transportaban mercancías.
Por unos segundos, se mantuvo suspendido, inmóvil. Luego, volvió a ascender, hasta desaparecer de la vista, y modificó su curso hacia el oeste, sin estar seguro de por qué lo hacía, pero comprendiendo que su memoria se imponía y le dominaba. Las islas seguían desfilando bajo sus ojos, despertando en él recuerdos pasajeros. En dos oportunidades, sobrevoló un grupo de aviones. No ostentaban el emblema del sol y los dejó pasar.
Cuando por fin avistó tierra firme, se apresuró hacia ella, consciente de que le resultaba familiar. Ahora, tenía la certeza de que el impulso había sido provocado por su memoria. Forzó la visión, hasta que sus ojos parecieron detenerse a escasos metros del suelo. Paseó la mirada hacia delante y divisó otros aviones, además de una especie de pista de aterrizaje, con tiendas de campaña agrupadas a su alrededor. Hombres de sus mismas características caminaban por las proximidades. En un mástil, flotaba un trozo de tela a rayas rojas y blancas, con una zona azul que contenía puntiagudas figuras blancas. La memoria avanzó un paso, vaciló y se batió en retirada. Sacudió la cabeza para aclararla, y el acechante dolor le fustigó con un fulgurante trallazo, que le obligó a caer de rodillas, expulsándole del asiento de mando.
Se apretó la dolorida parte posterior del cráneo y, tambaleándose, volvió a ponerse en pie, con los ojos fijos en la bandera, forzando su cerebro tras el pensamiento que se negaba a precisarle.
Pero el dolor siempre llegaba primero. Por último volvió su visión hacia el interior, con los labios apretados por la furia a causa de la sensación que se negaba a obedecer. Bajo su cráneo, en las grises circunvoluciones de su cerebro, un sanguinolento rastro se abría paso hacia el centro, exactamente sobre la línea que dividía los dos hemisferios. Terminaba en una bolita de plomo, que presionaba sobre una curiosa sección. A pesar de que obligó a unirse los desgarrados tejidos de su cerebro y los curó, el dolor persistía.
En un súbito arranque, se concentró en la bolita de plomo… El dolor y el proyectil desaparecieron, y el teniente Jack Sandler se encontró mirando hacia la pista de aterrizaje de su base desde un avión que comenzaba a desmoronarse bajo sus pies y cuyas alas se volvían locamente hacia arriba. Por un momento, permaneció en la nave que caía, aferrándose a sus sentidos. Luego, tras un tirón para asegurarse de que su paracaídas continuaba enrollado, se arrojó al vacío, evitando milagrosamente por una fracción de centímetro una de las alas, que se había soltado del aparato. Aguardó el lapso necesario para abrir el paracaídas en condiciones de seguridad. La tela ondeó sobre él y comenzó a derivar, dirigiéndose hacia un costado del campo, mientras el avión se deshacía en pedazos, cayendo en el extremo oriental de la tupida jungla, convertido en material de desecho, mucho más destrozado de lo que nadie pudiese imaginar.
Para entonces, los pensamientos del teniente Sandler se habían alejado ya de él. Se daba cuenta de que había permanecido ausente tres días e intentaba recordar. Primero habían aparecido los Zeros, acometiéndoles. Recordaba también el impacto que inutilizó su motor y les forzó a aterrizar en el islote. Con un salvaje desprecio por todo decoro, los aviones japoneses intentaron rematarle, ametrallando su averiado aparato, acribillando el rostro de Red, su compañero. Los disparos zumbaban en sus oídos cuando saltó a través de la puerta. Debió de aturdirle la caída, o quizá le alcanzó algún proyectil, ya que recordaba sólo de manera confusa que había conseguido despegar, poniendo rumbo hacia su base, y que, en el camino, se había enzarzado en un combate…
No obstante, nada de eso importaba demasiado. Había logrado regresar, aunque por escaso margen. Una vez en la base tendría la oportunidad de salir en busca de sus enemigos. Algún día, los japoneses se arrepentirían de haber enviado tan despreocupadamente sus pequeños obsequios de plomo contra un avión averiado y sus ocupantes. Pagarían intereses por esos proyectiles. El teniente tocó tierra, desenganchó su paracaídas y, a paso forzado, se encaminó a la base, para incorporarse una vez más al servicio. Allá lejos, en el norte, las radios crepitaban y chascaban, creando un desconcierto que sólo bastante más tarde fue reemplazado por precipitadas confirmaciones de otra gloriosa victoria obtenida por la flota enviada al sur para decidir la suerte de la guerra. Y por todas partes, las fuerzas tan fugazmente perturbadas continuaban su tranquila existencia, inadvertidas, indiferentes. Y allí estarían para siempre, esperando.
* * *
No resulta fácil reconstruir hoy los sentimientos que la mayoría de nosotros albergábamos contra los japoneses durante la guerra. Recuerdo, sí, haberme dado cuenta de que actuábamos de un modo irracional. Hubiese tenido mucho más sentido descargar nuestro odio sobre los nazis y sus crímenes genocidas. No obstante, irracional o no, me vi atrapado en ese odio, basado sin duda más en el color de una raza que en la realidad.
Una chispa de demencia afectó a la nación entera. Los ciudadanos japoneses que, al estallar la guerra, habían enviado sus hijos a su patria como voluntarios fueron amontonados en campos de concentración, lejos de la costa, por temor a que, de alguna manera, pudieran traicionar la nuestra. El tratamiento que aplicamos a los japoneses y a sus hijos nacidos en América figurará en todo libro de historia honesto, por un largo tiempo venidero, como una mácula sobre nuestro honor. (La reacción frente a tales atrocidades me impulsó a querer que uno de los científicos más simpáticos de mi cuento Nervios fuese japonés. Y a pesar de que muchos liberales consideraban a Campbell como racista, debo decir que no sólo aprobó mi decisión, sino que la apoyó de todo corazón).
Mucho me temo que, ante una adecuada provocación, todos nos convertimos en fanáticos racistas. Y la guerra supone siempre la categoría extrema de la provocación. Me agrada pensar que algunos de nosotros reconocemos ese defecto y tratamos de reprimirlo.
De cualquier forma, El amado de los dioses fue poco más o menos el tipo de relato que podía esperarse de un rapto de inspiración. Conozco varias narraciones escritas casi en las mismas condiciones por diferentes escritores y, a pesar de que ninguna es realmente mala, tampoco hay ninguna realmente buena. Las musas se muestran amables en ocasiones, pero, según parece, una buena cantidad de esfuerzo mental produce mejores resultados.
En mi caso, tuve que pagar aún otro precio por la inspiración, conforme comprobé más tarde. Escribí el relato con excesiva facilidad. Y me gustó aquella sensación de desenvoltura. Así que de modo deliberado indagué aquí y allá en busca de una idea susceptible de desarrollarse con la misma comodidad. Encontré una, claro está. Siempre se descubre alguna forma para no cumplir con el trabajo que uno debería realizar. (Agregaré que también es fácil volver la mirada unas décadas atrás y ver lo que fallaba en ese momento. En cambio, parece mucho más difícil evitar caer en los mismos errores).
El cuento se llamó Informe equivocado, y erré a través del mismo hasta llegar a las seis mil doscientas palabras. Por suerte, no recuerdo gran cosa de él. Tenía algo que ver con un nativo de la Luna que venía a la Tierra, después de haber sido bien informado por los astrónomos de su planeta acerca de lo que hallaría en ella. Los mares no estaban formados por agua, obviamente. Imposible que hubiera tanta agua disponible. La masa verde que veían desde su mundo no era vegetación, sino protuberancias de un tipo de cristales. He olvidado en qué consistían las nubes. E ignoro en absoluto por qué la criatura aterrizaba en el pesebre de un caballo. Pero supongo que encerraba un profundo mensaje sobre los errores que acechaban a nuestros astrónomos, con respecto a otros planetas.
Sin embargo, sin duda empezaba a aprender un poco. Recuerdo haber sentido ciertas dudas al pasar a limpio el cuento para presentárselo a Campbell, dudas que me fueron ampliamente confirmadas por la carta que me mandó, junto con el relato no aceptado.
Fue el último rechazo definitivo con que tropecé, con lo cual el número de cuentos que no había conseguido publicar se elevaba a once, totalizando unas sesenta y seis mil palabras, promedio no demasiado malo, considerando que hasta aquel momento me habían aceptado veintiséis, unas doscientas veinte mil palabras en conjunto. De todos modos, da bastante tristeza contemplar la lista. La mayoría de esos rechazos representan estúpidos errores, que convertían los cuentos en imposibles de vender. Y la mayoría muestran que se trataba siempre de los mismos errores. No conozco otra profesión donde se tolere tamaña torpeza.
Por supuesto que, posteriormente, otros relatos me fueron rechazados por los editores. Pero, al final, todos acabaron por encontrar un refugio. Se debió en parte al prestigio que conquisté en el mercado gracias a la labor de un agente, aunque me complace pensar que ya no escribía nada tan malo como algunas de mis primeras narraciones. Estoy seguro de que en su mayoría no hubiesen sido publicadas, ni siquiera en época de expansión económica.
Coloqué otro relato en 1942. Se refería a una raza de monos inteligentes y a un hombre al que guardaron prisionero varios años, hasta que logró fugarse y regresar junto a los suyos… No revelaré su decisión final tras vivir de nuevo entre los humanos. Supongo que una parte de mis conocimientos sobre África derivaban de los libros de Tarzán. No obstante, también había leído bastantes libros serios respecto al continente. Mi relato llegó a las seis mil cuatrocientas palabras, por las que Campbell me abonó 80 dólares. Y con mi acostumbrada falta de razón de peso, adopté como seudónimo el nombre de Marión Henry.
Por aquel entonces, sin embargo, me sentía un poco disgustado de la vida. La mayoría de mis amigos, participaban más o menos en los esfuerzos bélicos. Incluso Milt Rothman, en otros tiempos ardiente pacifista, se había alistado. Radios y periódicos multiplicaban los anuncios pidiendo trabajadores. Al parecer, había terminado la época de las chapuzas, los juegos electrónicos y el escribir a capricho.
Una mañana, estudié con gran cuidado los anuncios y me dirigí hacia el departamento de personal de Mc Donall Aircraft, la misma compañía que luego adquirió tanta importancia trabajando para el programa espacial, aunque en aquel entonces no hacía más que empezar. Los elegí al saber que eran los subcontratistas locales de los repuestos destinados al avión DC-3, por el cual yo sentía un gran respeto…, muy merecido, como se demostró después. A la mañana siguiente, inicié mi tarea de perforar agujeros sirviéndome de una plantilla.
No es que yo fuera un entrenado operario del metal laminado, pero había manejado herramientas toda mi vida. Por lo tanto, encontré el trabajo realmente sencillo. Y al finalizar la jornada, cuando el capataz se acercó a preguntarme cuántas barrenas había roto, pude contestarle sin mentir que todavía conservaba la primera, si bien necesitaba ya ser afilada. Verificó la verdad de mis palabras mirando en el depósito de herramientas y opinó que mi lugar se hallaba en la plantilla del aeropuerto. Cualquiera que rompiese menos de media docena durante el primer día se consideraba como un experto. Y me dio a elegir el turno.
Siempre he preferido trabajar de noche. Nunca despierto por completo hasta el atardecer y, a partir de ese momento, aumenta mi eficacia. De modo que elegí el turno de noche. Además, presentaba sus ventajas. Duraba seis horas, en lugar de ocho, y quienes trabajaban en él recibían una bonificación. (El sistema funcionaba muy bien. A menudo el equipo nocturno despachaba tanto trabajo como los dos de día. Y los jefes adoptaban una actitud diferente frente a los distintos equipos).
Fue allí donde trabajé por primera vez con el martillo mecánico, moldeando piezas destinadas a la cola de los aviones…, rebordeándolos, para ser más exacto. Más tarde me dijeron que se juzgaba un trabajo complicado, pero a mí me pareció bastante simple. El problema principal residía en desarrollar desde el principio buenos hábitos de trabajo, a fin de evitar que la máquina le pillase a uno las manos.
Mi respeto por el DC-3 creció con la experiencia. La mayoría de los trabajadores no habían visto en su vida una herramienta mecánica y les resultaba imposible ajustarse a unos márgenes rígidos. El DC-3 estaba diseñado para tolerancias muy amplias, a pesar de lo cual funcionaba de manera excelente.
De modo que me sumergí en una cómoda rutina, con un salario que, en aquellos tiempos, parecía bastante elevado. Por una pequeña tarifa, pasaban a recogerme cada tarde ante mi puerta y me traían de regreso por la mañana temprano. Eso me dejaba tiempo suficiente para dormir y levantarme antes de mediodía. Una vida muy confortable. Gozaba con mi trabajo, ya que siempre he preferido la fábrica a la oficina. Hay mucha más libertad y bastantes menos diferencias de trato.
No me faltaba tiempo para escribir, pero no sentía ningún deseo de hacerlo. Sé de muchos escritores compulsivos. Creo que James Blish se las arreglaría para continuar su obra aun en una mina de sal siberiana, y a Isaac Asimov le acometen contracciones nerviosas si pasa un día sin escribir. Yo nunca he sentido de ese modo. Cierto que se me ocurren ideas —un hábito que se crea con pocos años de práctica— y a veces me divierto en desarrollarlas, sin tomarme el arduo trabajo de redactarlas. Tampoco tengo gran necesidad de expresar las ideas de otros. Y nunca he creído que escribir fuese más estimulante o placentero que una docena de otros tipos de trabajo. Puedo hacerlo…, pero no lo necesito.
Por consiguiente, finalizó 1942 y empezó 1943 sin que me sintiera en absoluto tentado a desperdiciar mi tiempo libre ante la máquina de escribir. Con una sola excepción, no escribí nada durante el período en que permanecí en la fábrica, como operario del acero laminado.
Esa excepción tuvo una historia un tanto singular.
El único escritor de ciencia ficción que localicé en Saint Louis fue Robert Moore Williams, que había escrito algunas excelentes narraciones para Astounding y, luego, había decidido que ganaría mucho más produciendo relatos en serie para Amazing Stories. Después de que di con él, pasé una buena parte de mi tiempo en su compañía mientras viví en esa ciudad. Era un hombre corpulento y genial, de maneras corteses y en posesión de un intenso y natural sentido de la amistad.
Siempre había admirado uno de sus cuentos, titulado El retorno de los robots, en el que unos hombrecillos de metal (robots), desembarcan en la Tierra durante una exploración por el espacio. La historia comienza cuando cinco de ellos despiertan en una playa, sin la menor idea de cómo han venido a la vida. Poco tiempo después, descubren que la Tierra está herida de muerte. El nudo del argumento gira en torno a su incipiente conciencia de que la vida orgánica puede ser sensible y su duda sobre si ellos mismos habrán sido creador a partir de una materia protoplasmática. Lo consideraba entonces —y sigo considerándolo— como uno de los mejores cuentos de ciencia ficción. Ahora bien, a lo largo del relato se suscitaban toda clase de interrogantes y de cuestiones ocultas, que despertaron mi curiosidad con respecto a los preliminares. Un día, traté de discutirlo con Bob, pero negó haber ideado los antecedentes por los que yo preguntaba. Había intercalado aquellos elementos de manera intuitiva, sin molestarse en averiguar qué significaban.
Cuando llegué a casa releí el cuento. En mi cabeza, se dibujó con bastante claridad un esquema. Obviamente, detrás de todo aquello había una historia real. Tal vez Bob no había sido consciente de eso, pero se trataba de algo que subyacía con extrema viveza en su mente de escritor. Sabía que a él no le interesaba escribir para Astounding. En su opinión, Campbell se mostraba muy difícil de satisfacer en comparación con lo que pagaba. De modo que le sugerí una colaboración.
Me respondió que lo escribiera por mi cuenta. Me cedía sus derechos sobre el tema, lo mismo que la reputación y el dinero que provinieran de su venta. Me dejaba en libertad para que lo desarrollase siguiendo mi propio criterio. No obstante, le interesaría conocer los resultados.
Y así comencé mi narración de los hechos previos, encontrando en mi tarea una espléndida diversión. Traté de percibir con claridad todas las alusiones del autor y aproveché la mayoría de los mecanismos que éste había empleado para crear mi propio clima. Incluso le interrogué sobre los símbolos que había usado y los reacomodé para que produjeran el efecto que deseaba. Cuando Bob vino a verme se apresuró a aprobar mi trabajo.
Tenía una extensión aproximadamente el doble del original, ocho mil palabras, incluyendo todas las necesarias para explicar las alusiones diseminadas a lo largo del primer relato. Lo envié a Campbell con el título de Aunque los soñadores mueran, junto con una explicación, y no tardó en publicarlo. Pero lo hizo sin dar a conocer los antecedentes que le había adjuntado, esperando a ver cuántos lectores los descubrían. Algunos lo hicieron. La explicación apareció entonces encabezando una de las cartas de éstos.
Fin