EL OJO OBSERVADOR (Lucy Rees)
Publicado en
agosto 03, 2016
EL DIRECTOR ERA UNO DE ESOS CIENTÍFICOS PEDANTES cuyos modales exasperaban a Margie. Ella suspiró e insistió: —La región ecuatorial es desértica, la zona central es templada y los polos son fríos, ¿no es así? Entonces, ¿por qué aterrizaron en el desierto?
—La mayor parte de la región templada, como la llama usted, no es suficientemente firme para soportar el peso de una nave como la Ariadne y, además, el suelo está cubierto de vegetación, Al intentar aterrizar en una zona marginal, la nave sufrió daños en los delicados instrumentos de navegación. El aterrizaje se llevó a cabo en un lugar llano, no lejos del borde, del desierto, lo cual permitía a los vehículos terrestres que llevaban a bordo a los llamados O. V. internarse en las zonas de vegetación y regresar con cierta facilidad.
—Comprendo. Y eso es lo que estaban haciendo Waters y Williams cuando desaparecieron.
—Eso es. Era el cuarto viaje que se realizaba, según el informe.
—Sí, todo parece claro. Sólo que, a veces, resulta difícil saber qué estaba ocurriendo si uno no ha seguido bien las cosas desde el principio.
—Hay copias de los primeros informes de inspección que puede usted revisar, si lo desea.
—Gracias; los leeré por el camino. —Menos mal, pensó. Esos informes técnicos me proporcionarán una idea más gráfica del lugar que toda esa vieja y pomposa cháchara.
— ¿Eso es todo, Dra. Somers?
—Creo que sí; se lo agradezco. —Recogió sus papeles, se levantó y saludó agitandola mano.
—Que tenga suerte.
—Gracias.
Los castaños del parque comenzaban a florecer. Vaya día para abandonar la Tierra, pensó... especialmente para ir a un desierto. Kilómetros y kilómetros de terreno estéril, abrazado por el sol. Y la nave aislada en la vasta extensión pedregosa, cercada por un anillo de fuego, y seres... hostiles.
Quizá fuese demasiado tarde para ayudarles...
No era demasiado tarde. Un mes después, Azan, su fogoso capitán, hizo descender la pequeña nave de rescate entre las llamas que rodeaban a la gran Ariadne.
Después de saludarse y felicitarse unos a otros, y hechas las oportunas presentaciones, se sentaron a trabajar.
—Me gustaría —comenzó Margie—, que ustedes, alguno de ustedes, me contara qué sucedió exactamente, he leído todos los informes, pero si ustedes me lo cuentan, seguro que recordarán algunos detalles más.
Los cinco se miraron entre sí; y luego la observaron a ella; Margie sintió que se derrumbaba su confianza en sí misma. Sus rostros estaban ojerosos debido a la tensión de las últimas semanas, y en la desesperanza reflejada en sus ojos y sus hombros encogidos ella notó las huellas de la angustia en que se hallaban sumidos. Habían sido seleccionados en su día, no sólo por sus conocimientos técnicos, sino también por su autodisciplina y adaptabilidad. ¿Qué podía hacer ella?
Como mínimo tenía que sustituir al biólogo desaparecido, y debía concentrar su actividad en el estudio de las voluminosas y posiblemente inteligentes criaturas, Pero también debía encargarse de elevar la moral en la Ariadne. Al pensar en ello se sintió desalentada.
Gerald Korner, el capitán de la Ariadne, empezó su relato:
—No tuve mucho que ver con el asunto, pero creo que, de todos modos, he de ser yo quién comience. Usted ya sabe cómo aterrizamos aquí en lugar de hacerlo más al norte. Durante todo el día siguiente estuvimos analizando la atmósfera y haciendo pruebas con ella. Es tan buena como aseguran los primeros informes de vuelos no tripulados, tan parecida a la de la Tierra como pudiera desearse. Más argón, menos nitrógeno, la presión atmosférica y la fuerza de la gravedad algo menores. Es, con mucho, la mejor que hemos encontrado para los colonos. Bien; Zingo y Pete (éste es Damiani y éste Hawkins) —dijo señalando un rostro moreno, con un gesto gracioso que les hizo sonreír a ella y a su pequeño compañero, que achinaba los ojos detrás de sus gafas—, se quedaron a cargo de la nave y los demás comenzamos a trabajar. Louis y yo salimos afuera con una de las O. V. y echamos una ojeada por los alrededores, y él y ella fueron hasta unas doscientas millas al norte, al día siguiente.
—Desierto —explicó Louis, que era un hombre delgado y calvo, cuya ancha frente ennoblecía su rostro sensible y comprensivo—, piedras, polvo, hasta donde podía alcanzar la vista en un ángulo de 180º. Recogimos muestras —añadió moviendo la cabeza con desaliento.
—Y los canales, Louis. Encontramos esos canales... ¡oh!, de unos quince pies de ancho y unos pocos de profundidad, con una especie de cristales triturados en su interior. Y agujeros, en algunos lugares, como minas o algo así. Entonces estábamos muy entusiasmados, ¿os acordáis?
Ella Thompson, navegante y técnico, miró a los hombres esperanzada, recordando el descubrimiento, pero dios se limitaron a mover la cabeza afirmativamente, sin conmoverse lo más mínimo por aquel destello de vivacidad, y Ella prosiguió:
—Los tomamos por indicios de vida inteligente, ¿comprende? —luego, también Ella quedó en silencio mirando al suelo.
Finalmente, Korner volvió a tomar, la palabra:
—Peggy y Dewi estaban verdaderamente entusiasmados por aquello. Peggy es — era— nuestra geóloga, y Dewi el biólogo. Fueron los siguientes en salir con el O. V. Ya hacía día y medio que habían partido, y nosotros casi nos estábamos volviendo locos. Si el refrigerador que iba a bordo del O. V...
—Trajeron gran cantidad de materiales, muestras de roca, cosas que parecían hojas y musgo, secos... —su voz se apagó, pero Louis se apresuró a continuar el relato.
—Habían salido en la misma dirección que nosotros, pero se alejaron más. Dijeron que no había peligro, que HO había nada que temer. Estaban muy... alegres. Habían hecho grandes descubrimientos. Se encerraron en el laboratorio principal y allí permanecieron bromeando y riendo durante todo el día y toda la noche. Eran muy jóvenes y aquél había sido el primer viaje para ambos.
»Cuando salieron del laboratorio, se comportaban como si estuvieran guardando un secreto. Dijeron que tenían algo maravilloso que contarnos, pero que necesitaban esclarecer un par de cosas. Necesitaban hacer otra salida en O. V. Se les recordó que habían causado demasiados problemas, que debían transmitir informes por radio a cada hora e indicar su posición. Podían partir al amanecer y debían estar de vuelta al anochecer. Y salieron.
»Iban informando. Todo iba bien. Llegaron hasta la orilla del gran pantano y tomaron muestras de vegetación. Dijeron que querían ir más lejos pero que no iban a hacerlo para no ocasionarnos más preocupaciones. Estaban bromeando. —Louis volvió a encogerse de hombros, descorazonado—. Iniciaron el regreso y llegaron hasta la mitad del trayecto. En ese momento, cesaron los informes.
»Naturalmente, nos llevó algún tiempo comprender que realmente se habían desviado. En cualquier caso, sólo estaban a un par de horas de la nave, y creímos que tal vez nos estaban gastando otra broma.
—Eran muy divertidos, estaban muy compenetrados —intervino Zingo, juntando los pulgares de sus manos en un gesto expresivo.
—No había nada entre ellos —espetó Korner llanamente. Margie quedó sorprendida por el repentino tono de autoridad en la voz del capitán. Zingo permaneció impertérrito.
—En todo caso —terció Louis, casi precipitadamente—, justo después del anochecer, comprendimos finalmente que algo andaba mal. Gerald y yo cogimos el otro O. V., el pequeño, y salimos en dirección al lugar desde el que habíamos recibido la última comunicación. Pero se levantó viento, como ocurre a veces por la noche, y, aunque buscamos durante varias horas, no pudimos ver nada, ni siquiera sus huellas, debido a la oscuridad, a la arena y al viento. Finalmente, regresamos. Era muy tarde. Dormimos unas horas y, luego, al amanecer, reemprendimos la búsqueda. El viento no soplaba con tanta fuerza, pero hacía un calor sofocante. Por fin, encontramos rastro de ellos. Su O. V. tenía tacos en las ruedas y, aunque no lográbamos ver ninguna señal, podíamos seguir las huellas de los tacos sobre las rocas. Se habían dirigido en línea recta hacia nosotros a lo largo de varios kilómetros desde el lugar en el que comunicaron por última vez, y después habían virado hacia la izquierda y habían avanzado algo menos de un kilómetro. Después, nada.
— ¿Nada?
—Absolutamente nada. Créame que buscamos concienzudamente. Habían desaparecido. —Louis hizo una pausa y se pasó la mano por el rostro—. Estuvimos buscando por los alrededores hasta la noche. Entonces decidimos regresar.
—Ellos, naturalmente, no sabían que habíamos encontrado el... bicho. —Ella siguió con la narración—. Estaba en el garaje..., bueno, llamamos así a la zona que hay debajo de la nave. Allí tenemos un taller y un garaje: Después de que partieran en el O. V. lo encontramos justamente detrás de donde había estado aparcado. Debió de haberse colado dentro por la noche.
— ¿Quién lo encontró?
—Zingo y yo. Prácticamente tropecé con ello. Cuando descubrimos lo que era, creímos que lo mejor sería entrarlo. Llamamos a Pete y lo llevaron al laboratorio principal. Parecía muerto, o, por lo menos, como si estuviera intoxicado por los gases del O. V. o algo así. Era mucho más pesado de lo que hubiera podido pensarse por su tamaño.
— ¿Cuál fue su primera reacción al verlo?
Ella había estado contándolo todo desapasionadamente, pero, al reconsiderar la pregunta, su rostro se contrajo y sus ojos empequeñecieron.
—Era asqueroso. Diabólico.
Margie se sorprendió por la vehemencia con que la mujer había pronunciado esas palabras.
— ¡Demonios! —imagine un cruce entre una medusa de metal, una araña gigante y un sapo, todo ello envuelto... dentro de una hedionda masa sólida con cerca de una docena de patas y unas horribles garras. Asqueroso, realmente nauseabundo. Y todas aquellas luces de feria rodeándolo, como una broma pesada. ¡Ah! —exclamó, agitando la mano— . Desde el momento en que lo vi, comprendí que era un ser diabólico.
—Yo no —dijo Pete Hawkins, interviniendo por primera vez. Hablaba en un inglés muy formal—. Creo que era más bien intrigante. No se podía determinar cuál era su parte delantera y cuál la trasera. Tenía, en la parte superior de cada miembro un cardán capaz de moverse en todas las direcciones. Muy ingenioso. Ésa fue mi primera impresión.
—Sí, y la mía —dijo Zingo—. Hasta que me agarró. Lo colocamos sobre una mesita, con todas las patas colgando. Todos lo mirábamos —tenía esa piel brillante, como de metal viviente—. Tomamos un café mientras pensábamos que íbamos a hacer y, entonces, abrió los ojos y nos miró fijamente. De repente, sus luces comenzaron a encenderse y apagarse muy de prisa, como fuegos artificiales. Creo que me acerqué demasiado, porque lo siguiente que recuerdo es que me había arrancado un buen pedazo de mi pierna —pateó fuertemente al suelo con su pierna izquierda—. Salí rápidamente de allí, porque estaba sangrando mucho, y los demás hicieron lo mismo.
—Después de curar a Zingo, Pete y yo volvimos —continuó Ella—. Podíamos oírlo revoloteando dentro del laboratorio, golpeándolo todo. Debió derribar la mesa y caer al suelo. No queríamos entrar por temor a que nos atacara, y nos limitamos a contemplarlo a través del panel de observación. Parecía no poder andar. Quizás estaba enfermo, o tal vez no deseaba realmente andar. Simplemente, no lo lograba. A cada instante tiraba algo al suelo —una silla o cualquier cosa— y luego se limitaba a quitárselo de en medio. Seguía emitiendo destellos de luz como un loco. Entonces, se detuvo un instante y se tendió tranquilamente. No actuaba en absoluto como un ser inteligente. Nos figuramos que lo iba a romper todo en poco tiempo y, por consiguiente, teníamos que sacarlo dé allí de alguna manera. Entonces rodó y quedó con la espalda sobre el suelo. No parecía capaz de levantarse, sólo yacía allí como un abejorro con las patas al aire. Pete pensó que podría echarle una manta encima y llevarlo al laboratorio pequeño que estaba vacío. Y así lo hizo. Yo no me acerqué. Desde el primer momento aquello me había asustado.
Todos movieron la cabeza afirmativamente, con tristeza y solemnidad, y Margie pensó cuan compenetrados estaban unos con otros. Naturalmente habían sido elegidos por su compatibilidad. Pero su silencioso consenso armónico le recordaba un coro griego, con su predicción de inevitable fatalidad.
—Capitán Korner, usted tuvo problemas cuando regresaba, ¿no? —preguntó Margie, para que continuaran su explicación.
—Entonces fue cuando comprendimos... —declaró el capitán—. Cuando nos acercábamos a la nave, vimos un grupo de ellos —sólo de los grandes— rondando alrededor de la base. Ya era totalmente oscuro y podíamos verlos emitiendo relámpagos, al parecer dirigidos de unos a otros. Sólo pudimos ver sus grandes y oscuros pilotos iluminarse a cada destello. Creímos que se estaban «hablando». Se nos acercaron en grupo. Louis conducía. Nunca había visto conducir un O. V. de aquel modo. Esos bichos pueden desplazarse, íbamos a más de cincuenta cuando se nos aparecieron, aproximándose hacia nosotros. Entonces tuvimos que dar un rodeo un poco más despacio para evitarlos. No podíamos saber cuántos eran; debía de haber miles de ellos en la oscuridad. Conectamos por radio con la nave, pero ellos no pudieron ver nada por los alrededores; en consecuencia, retrocedimos con las luces apagadas. Pero aquellos bichos debían ser capaces de detectar vibraciones, porque nos localizaron nuevamente y tuvimos que salir a escape para zafarnos de ellos. —Korner estaba cerrando los puños con fuerza y, de vez en cuando, se retorcía los dedos—. No sabíamos si eran los mismos o se trataba de otro grupo. Intenté disparar sobre ellos —teníamos un par de armas en el O. V. —, pero creo que no logré acertar. No se les podía distinguir con precisión; sólo eran débiles formas que habían surgido del desierto y se habían desvanecido de nuevo en él.
»Esta vez dimos un rodeo mayor e hicimos algunas maniobras para despistarlo, y luego nos dirigimos hacia la nave. Abrí la puerta del garaje y Louis introdujo el O. V.; cuando me volví para bajar la puerta me di cuenta de que uno de ellos se había colado dentro con nosotros. Louis había apagado las luces y yo le grité que las volviera a encender, pero era demasiado tarde. Aquella cosa se arrastró directamente hacia nosotros —yo estaba intentando volver a sacar el arma— y se irguió por encima de nuestras cabezas. Esos grandes son de buen tamaño; deben medir unos dos metros de altura y unos tres de anchura, y aquél se nos estaba echando encima para aplastarnos a los dos. Apunté mi arma a su panza y disparé. Toda su sangre y sus intestinos se derramaron sobre nosotros. Es una cosa inmunda: ácida, creo. Tanto Louis como yo tuvimos qué recuperarnos de quemaduras durante varios días. De todos modos, estábamos vivos. Pero aquella sustancia destruyó el equipo de recambio de la nave, que estaba en el suelo del taller. —Hizo una pequeña pausa, intentando recordar.
—Disculpe, Dra. Somers, ahora tengo que efectuar unas comprobaciones rutinarias, si es tan amable de excusarme:.. Los demás pueden contarle el resto; yo no tuve mucho que ver con todo ello.
—Gracias, capitán. —Margie le dirigió una sonrisa, y él se marchó. Su partida pareció incomodar a los demás, como si hubieran surgido más problemas. Finalmente, Louis rompió el silencio.
—Dra. Somers...
—Preferiría que me llamaran Margie; ayudará a que nos entendamos mejor. Siento que tengan que recordar todo esto. Me hago cargo de todo lo que han pasado. Pero ya me han dado ustedes muchos más datos que sus informes.
—Seguramente usted no creerá que un juego de indios y vaqueros con una banda de bichos grandullones iba a trastornar hasta tal extremo a un hombre como Korner, ¿verdad? Mire, en nuestra pequeña sociedad no nos gusta hablar de nadie a sus espaldas, ni discutir sus problemas. Pero ésta, opino, es una excepción. No creo que en nuestros informes se mencionara para nada que Peggy Waters —que, por otra parte, era una chica extremadamente bella, atractiva y agradable— era hija de Korner. La muchacha había decidido conservar el apellido de su madre, Waters. Sólo vino a esta expedición porque se suponía que iba a ser relativamente segura, lo que horroriza a Gerald no es el sufrimiento que le espera —no es de esa clase de hombres, o no estaría aquí— sino el sufrimiento de ella en los momentos de su muerte. Atrapada y aplastada hasta morir por aquellos monstruos. Y, naturalmente, se siente responsable.
Ahora era Margie la única que estaba turbada y silenciosa, y Zingo, gentilmente, prosiguió la narración.
—Metimos al grande en la cámara frigorífica, y si usted quiere puede verlo. Los grandes son de distinto tipo que los pequeños o, al menos, así lo creemos. Cuanto más grandes, más aerodinámica es su forma —éstos son elipsoidales, no redondos— y más fuertes tienen las patas. Son de color azul metálico en lugar de oscuros. Pero tienen el mismo número de patas y los ojos iguales. La superficie superior también es diferente, algo rugosa en vez de lisa. Quizá viven en sitios distintos.
»Bien, tuvimos en observación a nuestro animal pequeño. Parecía un poco loco. Debía de estar enfermo, en todo caso. Nunca consiguió andar, y nunca comió. Le dimos cuanto logramos encontrar. Él se limitaba a aplastarlo todo, hasta que la habitación pareció un estercolero. Lo tiene en sus informes. Descubrimos que le gustaba el calor, pues solía tumbarse boca arriba debajo de la lámpara, hasta que también acabó con ella y tuvimos que ponerle una lámpara eléctrica. Se mostraba más activo durante la noche; lo revolvía todo y no cesaba de relampaguear. Pete y yo nos devanamos los sesos intentando averiguar en qué consistía el sistema de relampagueo. Tomamos rollos y más rollos de película y la pasamos a la computadora para que la analizara. De todas las maneras posibles. —Él extendió sus manos abiertas—. El tipo no decía nada inteligible.
—Nada, ninguna correlación, según dice el informe —interrumpió Margie—. Así es. ¿Verdad, Pete?
Pete dijo:
—No puede estar equivocado, me temo. Intentamos todos los análisis posibles, incluyendo la posición de las unidades activas, medición de las pulsaciones y longitud de onda de la luz. Combinaciones y permutaciones de toda índole. No apareció absolutamente nada. Es un sistema de comunicación perfecto, particularmente para un animal nocturno. Dudo que nos pudiera pasar inadvertido algún modelo si hubiese existido, aunque es difícil creer que no lo haya.
—Me parece que ustedes creen demasiado inteligente a esa cosa —dijo Margie pensativa—. Imaginen a un marciano que descubre un pinzón cantando: debería pensar que el pájaro está diciendo algo muy complejo. Y no es así. Los pulpos podrían emitir sonidos con sus brazos, pero no lo hacen. Hay que tener el intelecto y la voluntad, así como el sistema adecuado, para comunicarse a ese nivel tan refinado en que está pensando. ¿Ha intentado lanzarle luces intermitentes?
— ¡Oh, sí! Contestaba muy contento. Todo es pura casualidad. Podía ser que estuviera mirando a través de la ventana y que, cuando veía algunos de sus congéneres afuera relampagueando, les respondiera. Todo es un absurdo. Encontramos una minúscula correlación con el estado de humor, o al menos eso creímos, pero no reparamos en ella hasta bastante más tarde —hasta entonces habíamos estando analizando sobre modelos repetitivos—. Descubrimos que tendía a emitir una pulsación roja, lenta y débil por la noche, después de haber estado bajo el fuego, y lanzaba unos destellos más rápidos y brillantes, especialmente complicados, cuando se acercaba el amanecer. Durante el día apenas reaccionaba. Pero murió poco después de que nos percatáramos de esto. Lo siento, no llegamos muy lejos. Pero no somos biólogos... yo no sé nada de animales; por tanto, lo traté como una caja cerrada. La mayor parte del tiempo estábamos ocupados en las tareas de la nave: sólo podíamos dedicarnos a él cuando teníamos algunos ratos libres.
—Me parece que hizo usted mucho. Usted y Zingo, al parecer, no encuentran esa cosa tan repulsiva como los demás.
—Desde el punto de vista del diseño, nosotros estábamos fascinados. No pensé mucho en él en otros aspectos. Después de todo, aquella cosa resultaba peligrosa. Rompía casi todo lo que estaba a su alcance, pero si nos acercábamos a él hacía un esfuerzo aparentemente deliberado para clavarnos sus garras. Parecía uno de los pocos actos intencionales y no gratuitos que realizaba —Pete miró orgulloso a través de sus gafas.
—Eso es interesante. No lo puso en su informe.
—No, porque sólo se trata de unas cuantas ideas, y, además, son probablemente equivocadas: Quiero decir que el animal estaba enfermo, y son observaciones sobre y un solo ejemplar. Ahora, por cierto, también está en la Cámara frigorífica.
—Sí, luego le echaré una ojeada. Pero entonces, los otros comenzaron a venir más a menudo y en mayor número, por esas fechas, ¿no?
—Siempre hubo varios rondando, por la noche —dijo Ella con desdén—. Entonces parecían mejor organizados. Eran más... digamos unos diez o veinte, que marchaban en filas, o iban y venían en la noche. Al principio se subían uno encima de otro, y el que estaba en lo alto se agarraba a la ventana y nos lanzaba destellos. —Se estremeció, mirando a la ventana. Afuera, comenzaba a oscurecer, dejando una luz más tolerable, y Margie pudo ver entonces los fuegos que les rodeaban: un sólido muro de llamas de quizá treinta metros de altura, y sólo unos cientos de metros más allá.
—Nos persiguen. Nos atormentan bailando ahí fuera cada noche. Estoy segura de que se mofaban de nosotros.
»No podíamos salir: nos hubieran atacado. No nos podíamos marchar, porque Pete y Zingo no podían arreglar la nave: los recambios habían quedado destruidos cuando ese bicho enorme quiso acabar con Louis y Korner en el taller. De todos modos difícilmente hubieran podido bajar ahí, porque los bichos entraron en él una noche. Les oímos moviendo materiales, pero por la mañana ya se habían ido. El lugar era una escombrera. Gerald intentó matar a uno de ellos a modo de aviso, pero cree que sólo lo hirió. Yo pienso que no debió hacer eso. Primero pareció que aquello los había alejado, pero luego atacaron de nuevo. Eran más numerosos y mostraban un salvajismo más persistente. Cada tarde estaban ahí, rondando y bailando, y nosotros no podíamos hacer otra cosa que mirarlos, mirarlos, mirarlos.
»Fue entonces cuando... ¡oh, Dios, fue horrible...! —Su voz se ahogó en un gemido sordo y hundió la cara entre las manos.
Louis se le acercó y la asió cariñosamente por el hombro. Él habló con voz monótona y desesperanzada.
—Trajeron el cuerpo de Dewi. Se pusieron a bailar con él frente a nosotros, sujetándolo por las manos y haciendo balancear sus piernas como si fuera un pelele. Lo hacían ondear hacia nosotros. Yo creo que eso fue lo que más nos desmoralizó. Gerald se encerraba en su habitación, noche tras noche, y no quería hablar con nosotros. Parecía un anciano. Casi peor que la evidencia del pobre Dewin exhibido por aquellos seres era el temor de que también trajeran el cuerpo de Peggy. Estábamos obsesionados por la posibilidad de que aquello llegase a ocurrir. Nos torturábamos a nosotros mismos contemplando aquel espectáculo grotesco. Usted no puede imaginárselo... Usted no puede comprender que no teníamos manera de saber si nuestro mensaje había llegado a su destino —las interferencias son terribles aquí— o si estábamos atrapados en esta pesadilla, en este mundo dejado de la mano de Dios, hasta que acabáramos por volvernos locos. O por morir de hambre. Se nos hacía imposible hablar con propiedad, éramos incapaces de tomar ninguna cosa con interés. Estábamos esperando nuestro espectáculo de horror de cada noche, de un modo compulsivo y llenos de pavor.
Louis guardó silencio. Sus rostros eran grisáceos; no se movían. Margie comenzó a sentir que ellos estaban esperando que los salvara de algún modo y los perdonara. Buscó palabras en su mente; parecía no haber ninguna.
—Duró una semana, creo —dijo Louis finalmente—, y luego comenzaron con el fuego. Ahora ya hace seis semanas que continúa esto. No sé con qué propósito lo harán. Tal vez quieran ahuyentarnos lejos de su mundo tras haber fracasado en el intento de aniquilarnos o de espantarnos para que nos alejáramos de aquí. Pero, nos hubiéramos ido... si hubiésemos podido hacerlo.
»Ahora no vienen mucho. Rondan un poco cada noche, observando cómo van las cosas, quizá. —Se dirigió hacia la ventana y, Margie lo siguió.
Ya era de noche, pero las gigantescas llamas arrojaban una luz resplandeciente y diabólica sobre su recinto. La pequeña nave en la que habían llegado Margie, Azan y los repuestos estaba muy cerca y, entre las sombras que jugueteaban al pie de la misma, Margie creyó ver una figura. No, era sólo su imaginación. Pero, allá, otra vez, seguro que algo se había movido. Ella intentó abrir más sus ojos, pero no pudo distinguir nada con, claridad. Louis tocó su brazo.
—Allí, ¿ve usted? Justo a la derecha de la rampa de salida. Dos de ellos.
Y entonces tos vio, con sus figuras oscuras moviéndose alrededor de la base de la pequeña nave como grandes insectos. A cada instante se producían pequeños destellos de luces de colores que provenían de uno o del otro. Se movían más allá de la nave y, alineados codo a codo, comenzaron a emitir destellos al unísono, mucho más vigorosamente. De súbito, aparecieron cuatro figuras oscuras por la derecha y se precipitaron hacia los dos primeros. Al llegar a la zona iluminada por el rayo de luz que provenía de la ventana de la nave, se detuvieron, giraron y se desplazaron juntos. Sus luces se encendían y apagaban mientras ellos se movían en círculo lentamente, como si estuvieran ejecutando alguna especie de danza. Sus cuerpos eran de forma elipsoidal, tanto por arriba como por los lados. La superficie superior era de un color azul metálico, que relucía y brillaba al recibir la luz. Del borde del cuerpo provenían los multicolores relampagueos, y del mismo lugar brotaban las patas. La parte baja del cuerpo y las patas eran de color oscuro; por eso aquellos seres parecían figuras abovedadas de hierro iridiscente y brillante. Del centro de la superficie superior sobresalía una gran protuberancia oscura, con el par de ojos, que parecía capaz de asomarse o retraerse dentro de la brillante bóveda. Mientras se movían mansamente, balanceándose, relampagueando y bailando, Margie vio cuan hermosos eran. Louis debió adivinar su pensamiento, porque dijo:
—Los tigres también son hermosos, Margie.
Ella asintió, invadida por la tristeza de Louis. «No puedo... —pensó—. Debo sacudirme esta tristeza de encima.»
—Pete —preguntó—, ¿alguna vez ha filmado a éstos y ha intentado analizar sus señales? Parecen estar hablando, ¿verdad?
Pete se acercó a la ventana.
—Sí, eso es lo irritante. No lo hemos intentado porque teníamos relaciones más completas del pequeño. Pero, si quiere, puedo hacerlo. —Llamó a Zingo y fueron en busca de la cámara.
Louis dijo:
—Le mostraré los que tenemos en el congelador.
Ella trabajó durante toda la noche, diseccionando y separando. El grande estaba bastante estropeado: la mitad del vientre había quedado destruida por el disparo, pero quedaba lo suficiente para ver que allí había habido dos áreas debajo. La zona central era oscura y blanda, rodeada a intervalos de bolsas cerradas y alargadas, doce, según calculó ella. Las bolsas y la zona periférica estaban claramente protegidas por algún tipo de exoesqueleto, lo mismo que las múltiples patas. Éstas terminaban en una blanda y escamosa almohadilla y un par de pequeñas protuberancias, pero no en garras. En la base de las patas, donde se unían con el cuerpo, estaba el cardán que tanto admiraba Pete. Entre las articulaciones se hallaban las unidades emisoras de luz: bombillas hemisféricas y oscuras, dos entre cada par de patas. La dura superficie superior del cuerpo estaba recubierta por una serie de surcos en espiral y en remolino. Ahora, la superficie estaba pálida, aunque seguía siendo iridiscente, sin el color que evidentemente procedía de los plexos sanguíneos emplazados debajo de ella, suponiendo que el líquido azul y ácido que se había vertido en el suelo fuese efectivamente algún tipo de sangre. La gran protuberancia, que contenía los ojos, estaba retraída dentro de su oquedad, cubierta por una piel rugosa. Margie diseccionó y tomó notas, y se sorprendió al encontrar que allí no parecía existir sistema digestivo, ni tampoco ninguna abertura externa del cuerpo. Pero, seguramente, debían excretar. Tal vez para ello estaba el poro central de la superficie inferior. Todavía no había estudiado el «bicho» pequeño, que tenía sus patas retorcidas debajo de su cuerpo, cuando entró Zingo con una taza de café.
— ¿Desayuno? —preguntó él—. ¿No quiere dormir? ¿Cómo van las investigaciones?
—Así, así —respondió ella cansada, secándose las mallas—. Gracias; estupendo café. Creo que ya estoy a punto de descubrirlo. ¿Cuánto falta para que nos vayamos?
—Oh, todavía hay para algún tiempo. Dos o tres días, tal vez cuatro. Es duro el trabajo. Oiga, ¿qué comen esas cosas?
Ella rio.
—Todavía no lo sé realmente, pero creo que esos bichos son algo así como plantas; sintetizan su alimento. Ahí arriba. Todavía no he mirado al pequeño. ¿Querría usted ayudarme a ponerlo sobre la mesa? Tenemos que descongelarlo ahora mismo.
Zingo se inclinó para cogerlo y, mientras lo levantaba para colocarlo sobre la mesa de operaciones, gruñó:
—O me estoy debilitando, o estas cosas se están volviendo más pesadas. La parte alta de éste no es igual, mire.
Ella acercó la lámpara a la mesa y pasó su mano por la lisa superficie azul.
—No... Oh, no sé, mire: junto a los bordes hay una región que es igual, con esos surcos. Aunque no mucho. Está boca arriba, ¿verdad? Después de todo, quizá no comió. Tal vez murió de inanición.
— ¿Cómo funcionan esas luces?
—No estoy segura de ello si antes no hago más investigaciones. Debe ser algo parecido al principio de la fosforescencia en la Tierra. Muchas criaturas que viven en el fondo de los mares tienen luces... Debe haber un filtro sobre la parte superior del foco luminoso, un filtro que puede ser inundado con pigmentos de diferentes colores.
Ambos se inclinaron sobre la criatura, y Zingo le dio la vuelta para mostrar a Margie sus garras: en cada pata tenía dos de ellas, de diez centímetros de longitud y de aspecto cruel. Finalmente, ella se enderezó, friccionándose la espalda.
—Oiga, usted necesita un descanso. Venga, desayune.
—Usted gana —dijo ella sonriendo.
Zingo regresó junto a ella al cabo de media hora, para volver a dar la vuelta a la bestia. Sus patas colgaban a un lado y dejaban al descubierto su blando y oscuro vientre.
—Así es como solía tumbarse bajo el fuego —dijo Zingo—. Pobre criatura.
Ella frotó la blanda piel con cuidado, pensativa.
—Eso es igual que lo que había en el vientre del grande, dentro del anillo de bolsas... Oh, no, Zingo, ¿sabe qué es? Es un bebé. Mire, las garras penetran en esas bolsas. Ella lo llevaba así, quizá lo alimentaba... esta piel especializada de en medio... Debe haber estado buscándolo.
Zingo estaba moviendo la cabeza, asombrado.
—Quiere decir que todo ese parloteo... y todo ese alboroto, tirando cosas por todas partes... y no podía andar...
Se miraron el uno al otro y se echaron a reír; la situación parecía cada vez más divertida, hasta que ya no podían parar. Justamente entonces entró Pete apresuradamente y blandiendo algo.
—Oh, Dra. Somers, lo siento...
—Adelante —dijo débilmente, secándose los ojos.
—Tiene usted razón; después de todo, hay un modelo en las señales de luz. Los resultados de anoche. Mire aquí: algunas secuencias se repiten claramente. Si se analiza en pequeños bloques pueden descubrirse ciertas repeticiones; y, luego, éstas se repiten en grandes bloques —palabras o frases— que aparecen una y otra vez. En otras palabras, lo que usted esperaba: un verdadero lenguaje. —Calló, desconcertado, porque Zingo había comenzado a reír de nuevo.
—Pete, no puedes hacerte una idea... Margie, dígaselo.
Ella se lo explicó, le enseñó los ejemplares y, para su satisfacción, le mostró la masa encefálica del adulto, protegida y soportada por un esqueleto central interno. Cuando ella pasaba suavemente su mano por la blanda parte descubierta de la criatura, Zingo agarró de repente su brazo y lo apartó. Su rostro había perdido cualquier rastro de risa, y miraba fijamente la cosa.
—Usted... él... eso... —dijo, señalando. Muy débilmente, uno de los pilotos se encendió y emitió un brillo apenas visible.
Louis fue a verla dos días más tarde; ella estaba sentada en su litera, observando al bebé que intentaba bambolearse.
—Hola —dijo él—, la vemos tan poco, yo... —de pronto quedó interrumpido mirando a aquello en el suelo—. No debería tener esa cosa suelta por ahí; usted no se da cuenta de lo peligroso que es. ¿Cómo pudo Zingo...?
—Zingo le recortó las garras, si es eso lo que le preocupa —dijo ella sonriendo—. Me enfurecí con él, pero así estoy un poco más segura.
—De todos modos no me gusta eso.
—Pobre chico, a nadie parece gustarle. Pero ahora es suficientemente inofensivo. Aunque parece que le esté ocurriendo alguna cosa. Creo que está sufriendo alguna especie de metamorfosis. Lo ve, se está volviendo más oval, y su parte superior se está tornando más arrugada y con aspecto metálico. Parece que pasa menos rato boca arriba bajo el fuego, y más tiempo sentado debajo de él.
— ¿Es eso lo que come? —preguntó Louis.
—Eso parece. Debe ser un proceso muy singular. De alguna manera, el calor debe activar alguna reacción química cuyos productos pueden ser almacenados y después descompuestos para liberar energía. Una especie de fotosíntesis. Pero deben tener necesidades minerales también. No quiere estar al calor todo el tiempo; sólo necesita «comidas» de calor. Mira, está andando. A este paso, mañana será capaz de correr y, en pocos días...
—Partiremos pasado mañana —anunció Louis—. Al mediodía. Nos lo acaba de comunicar Gerald.
— ¿Ya? Oh, esperaba trabajar mucho más antes de irnos.
—Pete está filmando para usted ahora; afuera hay mucha actividad. En cuanto a eso, puede usted guardarlo en la cámara frigorífica. Es una lástima que las muestras de vegetación hayan sido destruidas.
—Louis, no voy a matarlo, si es eso lo que quiere decir. Por lo menos puedo soltarlo, puedo dejarlo ir. Pero... ¿no cree que Gerald nos dejaría quedarnos unos días más?
— ¿Gerald? No, no lo creo. Ya vamos retrasados, y parece como si fuera a producirse otro huracán en dos días. Si nos alcanzan esas llamas... —Se encogió de hombros y abrió las manos; era un típico gesto de tristeza en Louis—. Además, no querrá.
— ¿Está mejor? Quiero decir, ¿sigue tan deprimido?
Louis la miró con viveza.
—Es perfectamente competente. Gerald seguiría siendo competente en cualquier circunstancia. Nunca ha sido un hombre muy sociable. Es un hombre duro. Siente profundamente su responsabilidad. Peggy no hubiera venido aquí si él no lo hubiese permitido; y ahora debe estar muerta. No se puede perdonar ese error, pero no va a permitir que los remordimientos lo corroan... ¿Esa cosa va hacia usted directamente?
—Sí, si doy golpecitos con el pie en el suelo. Mire: ¡hola, chiquito! Si le acaricio la espalda enciende una luz roja. Creo que eso es una señal de placer, como el ronroneo del gato.
Louis se puso en pie, disgustado.
—Tal vez le gustaría ver lo que están haciendo los grandes. Creemos que están proyectando destruir su nave.
Las llamas, aquella noche, parecían más altas, más amenazadoras. Bajo su resplandor se podía ver a aquellos seres rondando precipitadamente alrededor de las dos naves. Aquella noche había muchos; algunos estaban atareados alrededor de la base de la pequeña nave, otros estaban alineados contra las llamas, mientras que un tercer grupo formaba un círculo alrededor de la Ariadne. Corrían dando la vuelta a la nave, lanzando destellos y, a juzgar por el sordo retumbar, pisando con firmeza y al unísono.
El rostro de Ella, mientras miraba al exterior, estaba contraído por el odio.
—Son como salvajes ejecutando su danza de guerra. Dando vueltas y más vueltas. ¿Por qué no nos dejan en paz?
—Ella, Ella —dijo Louis a modo de reproche—, nos iremos dentro de cincuenta horas. Sólo una noche más.
— ¡Una noche más! —espetó Ella—. No habrá otra, Louis. ¿No ves lo que están haciendo? Están abriendo una brecha en la nave pequeña. Ésa esta noche y mañana nosotros. Será demasiado tarde. ¡Malditas cucarachas! ¡Maldito tú también! —chilló de repente, convulsa. Louis la agarró con firmeza, confortándola.
— ¿Saben? —dijo Pete perplejo, bajando la cámara—, creo que Ella tiene razón.
Permanecieron junto a la ventana durante horas, observando. Ciertamente, aquellas cosas habían excavado y sacado piedras y arena de debajo de la base de la pequeña nave, y otros estaban trabajando en dirección a las llamas, pero los observadores de la ventana no podían distinguir qué estaban haciendo. Al cabo de un rato pareció que habían terminado con la nave, porque todos se dirigieron hacia las llamas.
—Voy a buscar a Gerald —anunció Louis abruptamente, y regresó con él unos minutos más tarde; luego le explicó lo que estaba ocurriendo.
—Pero todavía no nos han hecho nada a nosotros —terminó diciendo—. Al menos, nada que nosotros podamos ver. Se limitan a dar vueltas y más vueltas.
—Nos dejan hasta mañana por la noche —dijo Ella—. Gerald, ¿no puedes hacer algo? ¿No los puedes echar de ahí? No es posible que permitas que destruyan esa nave.
—Conoces el reglamento tan bien como yo, Ella —respondió lacónicamente—. Si incendian esa nave... bueno, a alguien le saldrá caro, pero mientras no haya nadie en peligro... Pero si nos atacan, ya es otra cosa.
—Perdón, no comprendo —murmuró Margie.
—Matar seres extraños inteligentes no está permitido si no es en defensa propia. Incluso así, cada caso es estudiado en la Tierra. —Miró por la ventana durante un momento. Margie pudo ver cómo apretaba las mandíbulas—. Entretanto, creo que os alegrará saber que Zingo, Azan y yo hemos logrado poner de nuevo en funcionamiento el sistema de navegación. Mañana haremos un simulacro de despegue, recogeremos, nos reuniremos para pasar la noche y, luego... a casa.
Sonrió brevemente y después se alejó a grandes pasos.
La pequeña nave fue incendiada justo antes del alba. Un reguero de pequeñas llamas recorrió el canal hacia ella y formó un charco rojo alrededor de su base. Lentamente, la nave se ladeó y quedó envuelta en llamas. Margie, aturdida en su tercera noche sin dormir, miraba consternada mientras sus esperanzas morían con la nave y el despiadado sol volvía a aparecer.
Durante todo el día estuvo trabajando con el «bebé», cuyo consumo de calor había aumentado de un modo drástico con su metamorfosis. Ya estaba comenzando a formular algunas «palabras», pensó ella. Era evidente que su metamorfosis había dejado a su cerebro en disposición para aprender... más de prisa.
Zingo seguía divirtiéndose con él.
—Es horrible pensar que va a crecer y se convertirá en uno de esos seres que disfrutan arrastrando cadáveres consigo una noche tras otra.
—Una noche tras otra —repitió ella—. Noche tras noche. Tengo que dormir, si no, me volveré loca. Escuche, Zingo, despiérteme dentro de un par de horas, ¿lo hará?
Cuando fue a despertarla, el bebé estaba junto a ella dentro de la cama, y la abrazaba con dos de sus patas cariñosamente, emitiendo señales luminosas de felicidad.
Anochecía, y todos volvieron a la ventana para ver qué ocurría, pero no aparecía ninguna figura plateada. Margie se sentía fresca después de haber dormido, y su cerebro estaba ocupado en averiguar por qué la frase «Arrastrando cadáveres consigo una noche tras otra» seguía rondando por su mente como si intentara atraer su atención.
Súbitamente, comprendió por qué no había encajado. Cuando aparecieron los dos primeros seres y comenzaron a trazar un anillo alrededor de la nave, supo qué debía hacer.
—Pete —dijo en voz baja—, no organice ningún lío. Voy a salir.
Él la miró, perplejo.
—Voy a devolverles el bebé —afirmó—. Sólo son dos. De todos modos, Pete, creo que conozco la respuesta a algunas de esas señales, pero no hay tiempo para explicarlo todo. Por favor, no discutamos. Si los demás preguntan, dígaselo. Puedo tardar algún tiempo, pero no tema. Estaré aquí mañana a mediodía.
—Pero, ¡no puede hacer eso! —Pete estaba horrorizado—. Quiero decir que la atraparán. —Sus palabras no surtían el menor efecto—. En cualquier caso, Korner se pondrá furioso, especialmente si no se lo ha dicho.
—Intentaría detenerme —dijo con absoluta calma—, pero no tiene ninguna autoridad sobre mí. Yo no soy miembro de esta expedición. Yo soy mi propia expedición. Quiero evitarme discusiones y ganar tiempo.
—Entonces voy con usted. O que vaya Zingo. Y llévense un arma.
—Me gustaría que vinieran usted o Zingo, pero él no les dejaría. Y no necesito ningún arma, estoy convencida.
—Usted va a llevar una.
A pesar de su certeza, estaba helada y temerosa cuando llegó al extremo de la rampa de salida y se percató de que era la primera vez que pisaba aquel planeta. El aire era fresco y claro, y, no obstante, tosió varias veces debido al humo que producían las llamas. Resultaba agradable volver a estar al aire libre, pensó, pero se sorprendió a sí misma tiritando. El bebé se apretaba contra sus piernas, y ella le acarició la espalda.
El desierto parecía tan vasto que ella no se atrevía a comenzar a caminar, pero, de todos modos, lo hizo, evitando las zonas iluminadas por las ventanas, porque no quería ser vista por los observadores de la nave. Deliberadamente, anduvo hacia la parte trasera y después se dirigió hacia el círculo que habían hecho las dos criaturas.
Al dar la vuelta nuevamente, el bebé vio sus señales luminosas, y estalló en lo que ella reconocía ahora como una versión iluminada de un lamento. Las criaturas se detuvieron un segundo, hicieron señales de respuesta y se lanzaron hacia ellos: eran dos formas metálicas que se desplazaban a una velocidad increíble. Se detuvieren a unos metros y luego se acercaron muy lentamente, dubitativas.
Margie no se había percatado de cuán grandes eran. Sus cuerpos sobrepasaban su cabeza, eran macizos y oscuros, y sus luces quedaban a la altura de la cabeza de la bióloga. « ¡Oh Dios! —pensó—, estoy asustada, estoy asustada.» En ese tiempo pudo sentir cómo un sudor frío bañaba su rostro. Las criaturas se detuvieron a unos tres metros de ella, lanzando señales luminosas apaciblemente, mientras el bebé permanecía silencioso junto a ella. Luego, esperaron.
Lentamente, con el corazón encogido, ella se arrodilló y con la mano golpeó el suelo junto a sí. Obediente, el bebé se sentó a su lado tan cerca como había estado hasta entonces, arrimándose a sus rodillas. Entonces, mirando los grandes ojos de la criatura más cercana, acarició la espalda del bebé. El extraño ser emitió una señal luminosa de color rojo en agradecimiento. Ella observó y esperó, aunque con aprensión.
La criatura lanzó una vibración de destellos dorados y se dejó caer pesadamente sobre las piedras, con sus piernas debajo de sí. Ella continuó acariciando al bebé.
La enorme criatura, lentamente, asomó una de sus patas y la estiró hacia ella hasta extenderla por completo. Llegó hasta una distancia de un metro de donde estaba ella. De nuevo, todos quedaron inmóviles. Margie comprendió que había llegado su turno. Cuidadosamente, con ilusión, se inclinó hacia la criatura; deslizó su mano temblorosa por encima de las ásperas piedras centímetro a centímetro, hasta que, con un estremecimiento de temor, tocó el pie, lo acarició y cerró dulcemente sus dedos alrededor de las blandas protuberancias de su pata. Y allí permanecieron juntas, por un instante, bajo la fría y estrellada noche, cada uno tan asombrado, quizá, como los demás, por aquel extraordinario contacto entre sus mundos, sus extrañas carnes. La criatura le dirigió una señal débil y roja, exactamente igual que el bebé, y ella se sintió agradecida por la perspicacia de aquel ser al usar la única señal que era capaz de entender.
De pronto, se dio cuenta de que la segunda criatura estaba junto a ella y la observaba. Nuevamente fue presa del miedo al ver su enorme masa oscura inclinándose hacia ella. La criatura estiró una pata, la asió nuevamente por la axila y la puso en pie. Sintió que la empujaban hacia la criatura que estaba sentada y la forzaban, aunque muy suavemente, a subirse sobre su espalda. Allí quedó, con el corazón atenazado, agarrándose con sus dedos a su rugosa espalda mientras la criatura giraba sobre sí misma, señalaba al bebé, se volvía y señalaba la nave, y luego se alejaba de ella.
— ¡No, no! —gritó ella, impotente, golpeando la espalda que tenía debajo, pero la criatura se limitó a correr más de prisa hasta que ella se vio obligada a pegarse a su cuerpo para no caer. De repente, se metieron en un agujero que apareció bajo sus pies, corrieron por un túnel oscuro, y, pocos segundos después, emergieron al otro lado de las llamas. Desesperadamente, ella se agarró con fuerza cuando la criatura incrementó la velocidad hasta un límite increíble, corriendo casi sin tocar el suelo a través del extenso y vacío desierto. La segunda criatura, con el bebé, había quedado muy atrás. Su apresador se detuvo un momento, lanzó unas breves señales y, luego de obtener respuesta de la segunda criatura, reemprendió su veloz carrera en la oscuridad.
Cuando el círculo de llamas que rodeaba la nave fue sólo una línea en el horizonte, Margie vio una colina en el desierto, delante de ellos, que sombreaba bajo la luz de las estrellas. Se metieron en su interior atravesando una entrada y descendieron por un túnel, pasando junto a varias de aquellas criaturas que relampagueaban entusiasmadas. Pero su velocidad no disminuyó hasta que después de recorrer varios vestíbulos subterráneos, llegaron a una gran sala. Allí, la criatura se detuvo y se posó en el suelo, y ella descendió de su espalda y quedó boquiabierta ante lo que se ofrecía a su vista.
La sala estaba débilmente iluminada, y la luz revelaba sorprendentes e intrincados dibujos y figuras, hechos con colores relucientes y luminosos, que cubrían las paredes y el techo.
En las esquinas se balanceaban unos lazos de cuerda brillantes, como gruesas telarañas, y el suelo brillaba como un cristal negro pulimentado. Varias de las criaturas estaban dedicadas a sus respectivas ocupaciones. A un lado de la habitación había un jergón de un material plumoso y blanco en el que yacía, de espaldas a ella, un hombre. Parecía estar — ¿podía ser?— jugando al ajedrez con una de las criaturas.
A su llegada, algunas de las criaturas se levantaron y se acercaron, relampagueando vigorosamente, y el hombre se dio la vuelta, la miró sorprendido y luego se acercó cojeando pesadamente.
—Bien, bien, bien —dijo—. El Dr. Livingstone, supongo.
Y ella sólo pudo abrir la boca y reír hasta que la invitaron a sentarse.
Él hizo una señal con la mano a una de las criaturas, y ésta se marchó.
— ¿Está usted bien? —preguntó él. Usaba buenos modales—. Y, ¿ellos están bien? En la nave, quiero decir. —Oh, Dewi, es una locura, están asustados hasta perder el juicio. ¿No les podía haber dicho que estaban bien? ¿Está usted bien? —Nosotros estamos fantásticamente —repuso—. Ahí está Peggy. Pero ¿quién es usted?
—Margie Somers. Llegué en una pequeña nave; la que ellos quemaron. ¿Por qué lo hicieron? Hubo una lamentable cantidad de malentendidos. Me temo que tampoco yo comprendo nada. ¿Son realmente amistosos?
—Depende de qué entienda usted por amistosos —replicó él—. Me temo que no les impresionamos demasiado. En cuanto al comportamiento humano, quiero decir. Parecen tratarnos correctamente a Peggy y a mí, pero no creen que seamos muy inteligentes. No lo somos, según sus patrones. Mire, ahora estoy a mitad de la partida; hable con Peggy.
Peggy Waters era hermosa. Su cabello pelirrojo caía sobre sus hombros y brillaba suavemente, armonizando con el resplandor de la habitación.
—Nunca lo hubiera creído —exclamó Margie—. Estaba convencida de que estaría bien, pero esto... —E indicó la sala resplandeciente y el grupo de criaturas que, en ese momento, estaban «hablando».
—Nosotros también lo encontramos un poco misterioso, al principio —explicó Peggy—, pero ahora ya es... bueno, ya es como nuestra casa. Son tan buenos, mucho más buenos que la gente. Ésa es toda la dificultad, créame.
Repentinamente, Margie se sintió exhausta. Debió de notársele, porque Peggy dijo:
—Oiga, parece usted agotada. ¿Por qué no duerme un rato? Hay un lugar estupendo desde el que se ve el desierto, y uno de ellos se quedará con usted: eso les gusta. Pero primero coma algo.
Acompañó a Margie hasta una habitación que parecía un vasto laboratorio y le ofreció un poco de una comida extraordinaria y una pesada jarra de cristal llena de un líquido espeso y delicioso.
—Tuvieron tremendos problemas para encontrar algo que nos gustara —explicó, observando la reacción de Margie—. Se adentran cientos de kilómetros en los pantanos para conseguir esto para nosotros. ¿Mejor? ¿Quiere dormir?
—No puedo: no hay tiempo. Tenemos que estar de regreso antes de mediodía.
— ¿Marcharnos? ¿Mediodía? ¡Oh, Dios! —Peggy se sentó, balanceando lentamente la cabeza.
— ¿No quiere?
—Bueno, no sé. Supongo que sí; quiero decir que es lo único que se puede hacer. Pero yo no quiero. Sólo estamos empezando a averiguar... y hay mucho por descubrir. No nos dejarán volver nunca más si nos marchamos, ¿comprende? La única razón por la que estamos aquí es que Dewi se rompió una pierna y yo no quería dejarlo solo. —Parecía una niña: una hermosa niña en un hermoso sueño.
— ¿Cómo se rompió la pierna Dewi? —preguntó Margie.
—La primera vez que los encontramos. Ellos se sientan sobre ti. Se supone que es de buena educación. Les gusta sentarse encima de los demás. Cuando uno encuentra a un desconocido, lo primero que hace es sentarse encima de él. Entonces se charla. Y se sentaron sobre nosotros y le rompieron la pierna a Dewi, y algunas costillas. Comprendieron que había algo que no andaba bien, y nos trajeron a toda prisa aquí para curarlo. Tienen unas mentes muy flexibles: Dewi dice que todos son muy brillantes jugando al ajedrez. También trajeron el O. V. —parece que hayan pasado años— pero creo que ya lo habrán hecho pedazos. Lo encontraron divertido cuando vieron que no podían hacerlo retroceder como ellos hacían. Les gustan las bromas. Señaló con su mano a una criatura que acababa de entrar y le dirigía señales. La muchacha frunció el ceño en señal de desaprobación y meneó la cabeza.
—No he comprendido el final. ¡Es tan difícil aprender su lenguaje! Es muy complejo; las palabras sufren variaciones según el estado de ánimo y las emociones. Su poesía debe ser sorprendente. Ni siquiera hemos podido empezar a comprenderla, es muy densa y hermética. ¿Está segura de que no quiere dormir?
—No, gracias. Si parezco un poco aturdida es porque lo estoy totalmente.
—Humm, vamos a ver si Dewi ha terminado su partida, y luego decidiremos qué se hace.
Sin embargo, Dewi no había terminado, y ellas dieron una vuelta por varias salas y vieron el ensayo de una danza. Su belleza encantó a Margie.
—Pero no es sólo una danza, también es un poema. ¿Ve cómo hablan/cantan? Incluso los golpes tienen un significado, porque también se comunican por vibraciones.
Cuando volvían por el mismo pasillo que les había conducido hasta allí, se encontraron con un reducido grupo de criaturas en torno al pequeño que Margie había sacado de la nave. Relampagueaban rápidamente. Peggy se detuvo a mirar.
—Ése es el bebé —aclaró Margie—. Dejaron un bebé en la nave.
—No parecen muy satisfechos de él —repuso Peggy, perpleja—. No lo entiendo muy bien. —Hizo señas a uno de ellos, que se acercó y «habló», con evidente paciencia y lentitud.
—Según parece, no está muy bien —dijo ella finalmente—; debiera estar en hibernación ahora, pero ha salido demasiado pronto y es terriblemente pequeño. Ahora ya debería estar casi totalmente crecido. Y está sucio y huele mal, dicen. Nadie lo ha limpiado.
—Oh, querida. Lo siento, parece que no hemos sabido tratarlo.
—Oiga, ya le dije que no les impresionamos lo más mínimo.
Dewi explicó, cuando finalmente hubo perdido su partida de ajedrez:
—Bien, a pesar de nuestros esfuerzos, Peggy y yo sólo hemos logrado comprenderlos totalmente en las dos últimas semanas. Al principio estaban desilusionados.
»Considere su punto de vista. Nosotros llegamos, en una gran nave espacial. Pensaron que, obviamente, éramos mucho más inteligentes que ellos. Ellos no eran capaces de construir una cosa así. Actualmente, no querrían. Su carácter carece completamente de esta faceta agresiva.
»Por lo tanto se lo toman fríamente, no se entrometen. Entonces se encuentran con Peggy y conmigo. Bueno, todo transcurre en perfecta calma, todo sale bien, excepto mi pierna. Con ello su opinión respecto a nosotros perdió puntos, pero nuestra estimación de su inteligencia se acrecentó al comprobar que eran capaces de descubrir qué era lo que estaba mal, y también de encontrar el modo de alimentarnos, en un solo día. Me tuvieron vendado hasta hace dos días. Comprendieron completamente nuestro metabolismo.
»Y luego el asunto del bebé. La madre estaba fisgando por ahí, y dejó al bebé en el garaje mientras iba en busca de una «comida» rápida al sol. Incidentalmente, la temperatura allí es muy crítica. Cuando volvió, le cerraron la puerta del garaje y le habían robado el bebé.
»Ellas tienen unos sentimientos maternales muy fuertes, lo cual no resulta sorprendente en absoluto, si se considera el límite de nacimientos permitido. La madre estaba medio frenética, salió y llamó a algunos amigos suyos. Entonces encontraron a unos hombres e intentaron preguntarles si habían visto a su bebé, pero los hombres huyeron y finalmente mataron a la madre.
»Ellos no podían comprender aquello: La idea de que cualquier criatura viviente pueda querer matar a otra es inconcebible. No sólo ilegal, sino imposible. Y creyeron que debían estar equivocados, que allí debía haber existido algún error. Nos preguntaron acerca de ello, y nosotros les intentamos explicar que los muchachos debían estar asustados. Nuestra comunicación en aquel tiempo era un poco en un solo sentido: ellos nos podían entender a nosotros mucho mejor que nosotros a ellos, y no nos dimos cuenta, hasta hace muy poco, de que incluso habían captado la noción de que los hombres pensaban que estaban siendo atacados. El ataque no existe. La violencia, la agresión, la hostilidad, el miedo... nada de eso existe aquí. Aunque comprendieron que nosotros sentimos esas cosas, reaccionan hacia nosotros como si no las sintiéramos. De ahí los grandes malentendidos.
»Bueno; se dirigieron hacia la nave e intentaron explicarse. Ensayaron todos los métodos de comunicación que conocían: lanzaron señales uno por uno, por parejas, en grupos, en diferentes «lenguajes»; lentamente, de prisa, de todas las maneras. Hicieron señales con las patas. Trazaron dibujos en la arena a los que nadie se acercó para mirarlos. Bailaron cien danzas distintas. Marcharon pisando con fuerza. Incluso entraron en el garaje y pusieron todas las herramientas en el suelo pensando que así los hombres serían capaces de descubrir algo. Pero no hacían ningún esfuerzo positivo. Ellos pensaron que los hombres deben ser estúpidos, y, sin embargo, no podían serlo, porque habían construido la nave. Y por entonces ya nos conocían un poco.
»Finalmente pensaron su mejor plan. Construyeron un hermoso modelo de mí —es realmente excelente— y lo llevaron para mostrárselo y darles a entender que ellos también podían hacer objetos complicados, y que comprendían cosas del cuerpo humano, y que yo todavía estaba vivo, aunque me hallaba lesionado. Y nadie hizo nada.
—Ellos creyeron que era usted —dijo Margie—. Su cuerpo muerto. Pensaron que se estaban mofando de ellos.
Él la miró de soslayo.
—Bien —dijo, moviendo la cabeza—, deben estar volviéndose locos. ¿Cuánto tiempo creen que duraría un cuerpo con ese calor?
Ella se echó a reír.
—No se les ocurrió. Ni a mí tampoco, al principio. Él cerró los ojos un instante.
—No es una falta de comunicación; es una falta de comprensión de todo lo que es ajeno. ¿Cómo creen que un delfín siente la vida? ¡Qué ciegos, y qué idiotas presumidos somos! Y nos creemos tan grandes, aventurándonos por entre las estrellas. El hombre explorador, el gran aventurero, audaz, sabio, comprensivo... ¡Bah!
»No es de extrañar que los «salamandras» cedieran. Se sentían enfermos viendo al pobre bebé gritando con todas sus fuerzas para que alguien le librara de morir de hambre, y cuando murió...
—No está muerto —interrumpió Peggy—. Comenzó esa especie de metamorfosis-hibernación demasiado pronto, quizá debido al hambre, y también salió demasiado pronto, por eso es una pobre criaturita enana.
—Estupendo —dijo él con amargura—. Eso lo justifica todo, ¿no? —Se mordió el pulgar.
— ¡Qué fracaso! —dijo Margie—. ¡Qué horrible fracaso...! No sé mucho acerca del bebé.
—Los bebés brotan de la parte baja de la madre, no sabemos si su reproducción es sexual o no, y permanece unido a ella durante algún tiempo —explicó Dewi—. Más tarde se desprenden. En el estado en que encontró al suyo, todavía se alimentan directamente de la madre, de vientre a vientre. Los bebés piden como los pájaros. Esto no dura mucho; durante el primer invierno hibernan y se metamorfosean, y pronto están listos para alimentarse de calor en verano. El suyo parece haber pasado ambos períodos a la vez, mezclados.
—Y ¿por qué el fuego? ¿Por qué quemaron la nave pequeña?
—El fuego es inevitable. En invierno, como es ahora, el sol no calienta lo bastante para alimentarles. Estos de aquí —hay muchos más por ahí fuera, comprende, con diferentes estilos de vida— han encontrado enormes depósitos de petróleo bajo tierra, y lo extraen y lo hacen arder. Un poco antieconómico, pero produce mucho calor. Tenían que hacer un fuego en alguna parte de los alrededores; en consecuencia, lo hicieron en forma de anillo porque querían cercar la nave. Particularmente desde que alguien les disparó, una noche. ¿Quién fue? ¿Y quién mató a aquella madre?
—Gerald —confesó Margie, odiando tener que hacerlo, incapaz de mirarles a la cara. Quedaron en silencio. Al cabo de un rato, Margie se dio cuenta de que Peggy estaba llorando: las lágrimas le caían por el rostro silenciosamente. Dewi le acarició el cabello y ella se echó contra su hombro, sollozando.
—Ellos no quieren que nos quedemos aquí —expuso Dewi—. Cuando llegó su nave, les expliqué para qué era. Cuando no había nadie dentro, una noche, la quemaron para intentar espantar a los otros. Para que se fueran. Por entonces ya habían empezado a comprender. Sabían que íbamos a marcharnos pronto, y no querían que volviésemos. Saben que nosotros dos conocemos algunas cosas de ellos y los comprendemos, y piensan que estaríamos de acuerdo. La quema de la nave no fue muy horrible, pero yo opino que no estuvo mal para unos principiantes. Oh, Peggy, no estés triste. A ellos no les gustaría, ¿sabes? —La besó en la cabeza dulcemente—. ¿Cuándo partimos?
—Mañana a mediodía.
—Tengo mucho que hablar hasta entonces —dijo él, levantándose.
—Una cosa más. ¿Cómo sabían que no se iban a marchar sin ustedes?
—Nosotros creímos que ellos sabían que estábamos bien. Alrededor de la nave hay más de media docena de piedras con mensajes nuestros. Aunque supongo que estarían demasiado asustados para salir y echar un vistazo. De todos modos, les dije a los salamandras que vigilaran la rampa de salida. Estuvieron allí ocho horas antes del disparo... Además, si nos hubiéramos quedado aquí abandonados, no hubiese sido tan malo. Me gusta. Me gusta más que la Tierra, en cierto modo. Mejor compañía. Pero no habría nadie para nuestros hijos, ¿comprende? —sonrió tristemente—, y Peggy y yo vamos a tener unos niños muy hermosos.
Durante las pocas horas siguientes ella observó cómo Dewi hablaba a los salamandras, y ellos le respondían con atención; sentándose uno sobre otro, bromeaban en su estilo salamandresco. Bailaron una danza de despedida, una trémula y vibrante creación de luz, sonido y poesía que emocionó a Margie con su belleza y su ritmo.
Al alba regresaron apresuradamente al desierto y a mediodía partieron.
—Dewi, ¿qué pongo en mi informe?
—Especie de seres inteligentes y dominantes, extremadamente hostiles, viciosos y peligrosos. Antropófagos. Pirómanos. Demasiado numerosos para ser exterminados.
—Pero eso es...
—Lo que ellos quieren. No quieren que volvamos. No somos realmente muy agradables, ¿verdad? Margie, comprenda. ¿Qué cree que les parecería estar rodeados de gente como nosotros? Claro, nosotros tenemos leyes contra el asesinato, contra el robo, contra azotar a la esposa y humillarla, e incluso contra el rapto de niños. Pero hay una parcela en nuestros corazones para albergar odio y cólera, hasta en el mejor de nosotros. Así estamos hechos. No les hagamos así. Ellos no nos quieren.
Ella le miró dubitativamente.
—Está bien, imagine las naves cargadas de turistas, llegando para ver el gran festival anual de danza de los salamandras. El desierto convertido en granjas modelo. Las refinerías de petróleo, las fábricas. Calles, bares, los extraños borrachos. Ya sabe.
Ella comenzó a escribir.
Fin