Publicado en
diciembre 12, 2015
Mi tía Filomena pensaba que el matrimonio era "una divinidad".
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mi tía Filomena se casó cuando no había cumplido los 19 años, hasta hacía poco tiempo estaba jugando a las muñecas y de la vida de casada sabía tanto como de los hombres, es decir, nada. Mi abuela, preocupada por la juventud extrema de su hija, su extrema inocencia y la completa ignorancia del mundo al que estaba entrando con esa cara de ángel y esa trenza, la encerró en una pieza el día antes de la boda y le habló así:
—¿Qué crees que es el matrimonio, mi Filo? —le preguntó mirándola fijo a los ojos, con sus ojos de agua.
—Una divinidad —contestó mi tía sin dudarlo un momento.
—¿Una divinidad? ¿Qué quieres decir con eso?
—Que es divino, que adoro a Julián, que vamos a ser felices para toda la vida y toda la muerte y que vamos a tener cinco hijos. ¿Sabes cómo vamos a llamar a la primera? Virginia. ¡Como tú! ¿Y sabes de qué color será mi sofá? Verde pálido, y por la noche vamos a bailar valses de Strauss a la luz de la luna y, por la mañana, Julián me va a llevar el desayuno a la cama y, a la medianoche, vamos a brindar con champán, después vamos a mirarnos a los ojos y yo me voy a quedar dormida en sus brazos y él me va a cantar "ya verás lo que vas a aprender cuando vivas conmigo" y... Pero, ¿por qué me estás preguntando todo esto, mamá?
Mi abuela no le dijo nada. Qué le iba a decir. Pero esa noche le costó trabajo quedarse dormida.
—Filomena es una niña —le dijo a mi abuelo—, una niña que no tiene la menor idea de la empresa en que se está metiendo. Ella cree que el matrimonio es una aventura amorosa de lunas rosadas, valses de Strauss y desayunos en la cama.
—¿Eso cree? —preguntó mi abuelo sin prestar ninguna atención a lo que mi abuela le decía—. ¿Te acordaste de sacar mi traje de la tintorería?
—¡Demetrio! Te estoy hablando del matrimonio de nuestra hija y tú me contestas con el traje de la tintorería.
—Es que necesito el traje para ser el padrino —replicó mi abuelo, y luego lanzó el primer ronquido de la noche.
Al día siguiente, mi abuela volvió a hablarle a mi tía. Faltaban dos horas para la boda, pero ella tenía que decirle al menos que la vida de casados es difícil, que había que limar asperezas, ir cediendo y pedir que el otro cediera, enfrentar las diferencias y aceptarlas. Debía decirle que una mujer es la suma de muchos anhelos, frustraciones, alegrías también, que los cuentos de hadas no eran ciertos y que todo lo que le había dicho la monja del colegio era mentira.
Le dijo todo aquello y mucho más, pero mi tía estaba tan preocupada por el velo, por un pétalo de rosa que se había salido del ramillete que llevaría en la mano y por el color del lápiz labial que ni la oyó.
—Sí, mamá, de acuerdo, entiendo todo, el matrimonio es un calvario, pero yo estoy encantada de la vida y adoro a Julián, así que quédate tranquila, vamos a ser más que felices.
Llegó la boda y todo salió perfecto. Mi tía parecía un ángel y él, un arcángel. El coro parecía organizado en el paraíso. Mi abuelo llevó a su hija al altar como quien lleva a una reina al cielo.
Después vino la fiesta. El banquete estuvo fenomenal. Los caparazones de las langostas se rellenaron con caviar, la carne de las langostas se empleó para rellenar canastillos fabricados con flores de calabaza y a los lechoncitos asados en salsa de caramelo les colocaron ramilletes de espárragos cristalizados con jengibre en las orejas. Algo fantástico.
A las doce de la noche mi tía se cambió de ropa y partió a su primera noche de bodas con Julián. Mi abuela fue la última en despedirse de ella y cuando estaba abrazándola le sopló al oído:
—Acuérdate, mi Filo, de todo lo que te dije. Acuérdate de que las diferencias van a empezar hoy mismo, acuérdate de que hay que ir limando las asperezas, poco a poco, día a día, acuérdate de todo.
Pero mi tía no sólo no recordó nada, sino que empezó a meter la pata esa misma primera noche de casada, la siguió metiendo hasta siete años después, nunca entendió lo que significaba limar las diferencias y, cuando Julián se arrancó con la crespa del estudio de arquitectos, llegó llorando a mares a la casa de mi abuela y le dijo:
—Usted tiene la culpa de todos mis problemas matrimoniales por no haberme advertido que el matrimonio era esto, ¿por qué no me dijo nada?
Y le contó que Julián hacía ruido cuando se lavaba los dientes, dormía atravesado en la cama, no le gustaba que le hablaran cuando leía el diario, odiaba que le hicieran preguntas, y ella, ¿cómo no iba a preguntarle si él era el que sabía casi todas las cosas? A ella le gustaba hablar después de hacer el amor, "me pongo parlanchina, mamá".
A él, en cambio, le cargaba que le hablaran en esos momentos. Lo que hacía era darse vuelta para el otro lado y quedarse dormido, como aturdido.
—¿Y qué hago yo, mamá? Me quedo pensando en el amor y dando vueltas por la pieza, silenciosa, sintiendo que sobro, que estoy sola, que él no me quiere.
—Yo quise decirte todo esto, pero tú estabas en otra cosa y no me escuchaste —le dijo mi abuela acariciándole la cabeza—. Tienes que aprender a limar las asperezas, aprender que él es diferente, que nada de lo que a ti te parece importante le parece importante a él.
—¿Y hasta cuándo voy a tener que limar las asperezas?
—Hasta siempre. Toda la vida. Eso es el matrimonio —sentenció mi abuela.
—¿Y que Julián ande con la crespa del estudio de arquitectos también es el matrimonio? —inquirió mi tía.
Mi abuela, que conocía las desavenencias de su hija, pero no la existencia de una crespa, se puso entonces frenética. ¡Eso sí que no! La infidelidad no era un derecho natural del hombre. Era una traición y así había que entenderla. El matrimonio era un negocio de a dos y ya estaba bueno que los hombres lo entendieran así. Las asperezas había que limarlas, si no, no resultaba nada, pero una crespa era otra cosa. Eso lo cambiaba todo.
Mi tía Filo la escuchaba con la boca abierta y el corazón en la mano.
—¿Qué hago entonces, mamá?
—Irte o quedarte —le dijo la sabia de mi abuela.
Y mi tía se quedó.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 21 DE 1995