ENTRE CANALES Y FLORES, LA BELLA AMSTERDAM
Publicado en
agosto 06, 2015
Las flores y las plantas se traen en su mayor parte por lanchas y se venden a lo largo de los canales. Al fondo se ve la torre Mint, antiguo bastión defensivo de Amsterdam.
Complaciente, hospitalaria, efusiva, la hermosa capital de los holandeses refleja la calma y el humorismo de la gente que la construyó.
Por George Kent.
AMSTERDAM es un punto geográfico de sorprendente historia. Al principio era un pantano. Luego, una aldea escasamente poblada por pescadores, marineros y tejedores de redes. Nadie esperaba mucho de un lugar como aquel, donde los arados se hundían hasta desaparecer en el lodo y las casas flotaban como lanchas. Pero, según todos sabemos, llegó a ser la capital y la ciudad más grande de Holanda, su segundo puerto, su centro financiero y comercial.
De este éxito, al parecer increíble, sólo hay una explicación: los vecinos de Amsterdam, paradójica raza de hombres rudos, pero afectuosos y amables por dentro. Son desde hace siglos capitanes de barco, administradores de dinero, artistas, constructores de diques y planificadores de amplia visión. Hicieron de Amsterdam la ciudad más rica del mundo en determinada época, con más territorio de ultramar que cualquiera otra nación, excepto España y Portugal. Parafraseando un viejo refrán, podemos repetir que Dios hizo al mundo, pero los holandeses hicieron a Amsterdam.
El fuego la destruyó varias veces, pero cada vez los sobrevivientes tomaron sus palas y la reconstruyeron. Los españoles la ocuparon en el siglo XVI, pero no pudieron doblegarla, como tampoco los franceses 200 años después, ni los alemanes en la segunda guerra mundial. Tras de cada tentativa los amsterdamenses limpiaron los escombros del puerto y volvieron a elevar su amada ciudad a nuevas cimas de opulencia.
En la actualidad los habitantes de Amsterdam podrán parecer impasibles, incluso pesados, pero distan mucho de ser solemnes y tienen gran sentido del humor. Se dice que en el interior de cada holandés hay un travieso duende que pugna por salir. En efecto, sólo esta risueña comunidad podía haber alojado parte de su universidad ¡en un antiguo manicomio! ¿Quién si no una raza con sentido del humor podía haber organizado una gira "sin museos y sin monumentos", en que el turista ve únicamente los barrios bajos de la ciudad?
JUNTA DE EDIFICIOS Y OBRAS PÚBLICAS DE AMSTERDAM. Sección transversal de Amsterdam y sus alrededores, donde vemos que una gran parte de la ciudad está bajo el nivel normal del agua, regulado mediante esclusas y drenajes.
A. Nivel normal del agua en Amsterdam. B. Muro de contención contra el mar del Norte (20 m. de altura). C. El nivel del mar del Norte varía mucho entre la bajamar y la pleamar (-2,40 m. + 3,65 in.) D. Esclusas para el paso de las embarcaciones. E. Aeropuerto de Schiphol (-6,40 m.) F. Parque de Amsterdam (-5,50 m.) G. Zonas industriales y residenciales diversas. H. Zona portuaria.
JUNTA DE EDIFICIOS Y OBRAS PÚBLICAS DE AMSTERDAM. I. Metro (-8,23 m.) J. Vondelpark (-2,40 m.) K. Polders septentrional y oriental (-3,65 m. a 5,50 m.)
"GEZELLIG"
Su tremenda sobrepoblación bastaría para sofocar la alegría de cualquier otra ciudad. Si los Estados Unidos tuvieran la misma densidad de población que Holanda, su total sobrepasaría en más de 3000 millones su población actual. Sin embargo, Amsterdam, una de las ciudades más atestadas del mundo, dice que cuantos más habitantes, tanto más alegría, y a eso lo llama gezellig, que quiere decir "próximo, tibio, íntimo, abrigado". Es una palabra que debemos saber si queremos comprender a los holandeses.
¿Y qué ciudad podría tener un movimiento político extremista llamado los Kabouters o "nomos", que en las elecciones de junio de 1970 fue favorecido con el 11 por ciento de los votos urbanos y ganó 11 escaños en el ayuntamiento formado por 45 síndicos? Para combatir la contaminación, Amsterdam pide que en ella no circulen automóviles. Para ayudar a las naciones más pobres abre tiendas del "Tercer Mundo" donde se venden productos de los países subdesarrollados. Y ha organizado un grupo de 500 voluntarios que leen a los viejos, cocinan para ellos y les tiran la basura.
Con todo, Amsterdam es lo contrario de una metrópoli extravagante que mueva a risa. Esta ciudad, de 820.000 almas, es seria y realista, sobre todo en lo que respecta a los negocios. Su bolsa de valores, una de las principales del mundo, es también una de las más activas de Europa.
Asimismo es un músculo vital del corazón económico de Europa. Un canal de 73 kilómetros enlaza a Amsterdam con el Rin, y por tanto con una vasta región interior donde vive una población de más de 50 millones, lo que se traduce en un tráfico anual de 7,5 millones de toneladas de carga. Un tonelaje de 24 millones llega de ultramar o sale hacia allá, por medio de canales que penetran en tierra firme desde el mar del Norte, a través de algunas de las más grandes esclusas del mundo. Para el transporte terrestre parten de Amsterdam 145 compañías camioneras y 15 servicios internos y traseuropeos de autobuses. No es maravilla que a los amsterdamenses se les llame "los camioneros de Europa"; sus pesados vehículos de carga, de 38 toneladas, recorren las carreteras desde Calais hasta Estambul.
Llegué a la ciudad, saturada de viejas leyendas, pensando que encontraría molinos de viento y zuecos. Los vecinos de Amsterdam saben que los turistas nutren un vago sentimentalismo al respecto, así que en una aldea pesquera —a 45 minutos en autobús del centro de la ciudad— les sirven en bandeja la Holanda de los. viejos libros. Incluso hay fotógrafos que alquilan trajes locales y lo retratan a usted disfrazado de holandés.
Pero el verdadero encanto de Amsterdam es de muy otra índole; es una de las ciudades más bellas del mundo, con muchos kilómetros de plácidos canales cruzados por 930 puentes —más que los de Venecia, con la cual se le ha comparado mucho. Contémplesela desde una azotea: sus multicolores hileras de frágiles casas del siglo XVII son como un pecho de tartán adornado con alamares de jade: los sinuosos canales que la caracterizan como el Sena a París. Ensartados como cuentas a lo largo de los canales hay más de 1000 barcos-viviendas, cuyos cordones de ropa tendida al viento y olores de cocina añaden al panorama de barcas un toque de domesticidad.
Vista aérea de Amsterdam. (Foto: Hofmeester)
CIUDAD SOBRE PILOTES
En el centro de este laberinto de canales está el Dam, o dique, que une los dos riachuelos de la ciudad, el Amstel y el Ij. El palacio real, la muy vetusta Iglesia Nueva, una gran tienda de departamentos y un hotel de primera rodean esta escena de conciertos y títeres que es en verano paraje predilecto de hippies, madres con cochecitos de niño y oficinistas.
Todo se halla en las proximidades del Dam: el Rijksmuseum (uno de los 38 museos de la ciudad) con su inapreciable colección de cuadros de Rembrandt, de Vermeer y de Steen; un barrio famoso por sus restaurantes exóticos donde se sirven condimentadas y picantes rijsttafel indonesias que pueden constar de 10 a 28 platos, y la zona perfectamente tranquila de tolerancia, donde por la noche se puede observar a las chicas sentadas en sus escaparates iluminados.
Para acoger una corriente anual de millón y medio de turistas, la ciudad está maravillosamente dotada de hoteles. Y los jóvenes que no pueden pagar hotel han dado en pedir, con cierto éxito, alojamiento a los propietarios de barcos-viviendas, gastando a menudo menos de dos florines por noche.
Pero la mejor manera de ver la ciudad es tomar una lancha para turistas donde una bonita muchacha diserta a propósito de los lugares históricos a medida que la embarcación se desliza frente a ellos. Escuche y mire: en lo alto de los campanarios de nueve antiguas iglesias suenan carillones que envuelven las calles en melodías de caja de música. En cada calle se oye el sonido de enormes organillos, de dos metros de altura, alegremente pintados con pájaros y flores.
Incluso Santa Claus llega por agua. Nada de renos ni de fuliginosas chimeneas para él. Una tarde de sábado, a mediados de noviembre, un barco atraca en un viejo muelle y de él salta Sinterklaas, radiante con su blanca barba y sus ropajes de terciopelo rojo, saludando con una mano enguantada y riendo a carcajadas. Luego, sobre un caballo blanco, cabalga atravesando una Amsterdam alborozada hasta llegar al Palacio Municipal, acompañado de bandas de música y carros que representan escenas de cuentos de hadas.
Pero el verdadero sonido peculiar de la ciudad es el golpe de los martinetes que clavan pilotes de ocho a 20 metros de longitud en la arena dura, para echar los cimientos de residencias y edificios. Una casa común necesita unos 40 pilotes; el palacio de la Reina está asentado sobre 13.659 troncos de árbol; el aeropuerto cercano se apoya en 10.000 pilotes de hormigón. Incluso bajo el arbolado parque de Amsterdam, de 890 hectáreas —que está a cuatro metros por debajo del nivel del mar, con sus 200 kilómetros de senderos, un aviario, piscinas, campos de fútbol y enormes robles— hay un bosque de tocones que sostiene sus pabellones y puentes.
Después de agua, lo que más se ve en la capital holandesa son las flores. Abundan en los parques; un corto viaje en autobús, en primavera, lleva al turista a los campos de tulipanes, con sus vivos colores que refulgen por todas partes como batallones de opereta. Sin embargo, la mejor exposición de flores es la que se contempla al pasar por los canales: el mercado de flores flotante, en lanchas, con torrentes de todo lo que los elaboradores de catálogos de plantas podrían imaginar.
De vez en cuando los canales se congelan y Amsterdam se llena de patinadores, viejos y jóvenes, que se deslizan sobre sus cuchillas de hierro. En los inviernos muy rigurosos, en que se congelan muchas de las vías fluviales interiores, se organiza un maratón de patinaje de 200 kilómetros, único en el mundo, en el que participan más de 10.000 personas.
Sobre las viejas casas y el rompecabezas de los canales cuelgan nubes perennes de las cuales baja sobre Amsterdam una luz perlácea, que ha sido durante siglos alegría de los pintores, sobre todo de Rembrandt y de sus muchos discípulos.
El monumento nacional erigido en la plaza del Dam en memoria de las víctimas de la segunda guerra mundial, hoy lugar de reunión para la juventud internacional. (Foto: Hofmeester)
HEROICA, RESUELTA, MISERICORDIOSA
Todo empezó hace más de 700 años, cuando, según la leyenda, dos pescadores encallaron en el pantano que después sería la gran ciudad. Decidieron instalarse allí con sus mujeres y sus hijos. Construyeron sus casas igual que sus botes, con pisos impermeabilizados. Al cabo de un tiempo había toda una colonia de carpinteros, carniceros, tejedores y molineros. La primera fecha que aparece en un documento oficial, relativo a impuestos, es el año 1275.
Estos fundadores construyeron primeramente barcos para otros; después para ellos mismos. Navegaban hacia Hamburgo y los puertos del Báltico, y volvían cargados de cereales, madera y cerveza. Prosperaron, y su progreso hizo que otras naciones volvieran los ojos hacia Amsterdam con mirada codiciosa. El resultado, la guerra: guerra con los ingleses, los suecos, los españoles, los franceses. Los amsterdamenses lucharon siempre con bravura, y en los casos en que fueron conquistados resistieron, para volver a combatir, para perder otra vez y, finalmente, para vencer.
La edad de oro de Amsterdam fue el siglo XVII, cuando sucedió a Venecia como la ciudad más rica del mundo. Su puerto estaba atestado de carabelas y boeiers, el clásico buque de vela holandés, y las que habrían de ser naves con aparejo de cruz; cientos de navíos. Eran amsterdamenses los principales propietarios de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, así como de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (con acciones vendidas al público), cuyos barcos fueron los primeros en llegar a Tasmania y a Nueva Zelanda, y que hicieron antes que nadie la circunnavegación de Australia. Los holandeses dominaban en Brasil, en el norte de Sudamérica, en el Caribe y en muchas islas del océano Índico. Fue de Amsterdam de donde zarpó rumbo a América un buque pequeño llamado Media Luna al mando de un inglés, Henry Hudson. Hudson navegó aguas arriba por el río que hoy lleva su nombre, y bautizó a la región Nueva Holanda. La colonia fundada por él y que llamó Nueva Amsterdam es la actual ciudad de Nueva York.
El escudo de armas de Amsterdam lleva tres palabras: heroica, resuelta, misericordiosa. Las tres son muy merecidas, sobre todo la última. Porque la próspera y afortunada Amsterdam es también una ciudad compasiva. Fue ella la que abrió sus puertas a cualquier fugitivo de la intolerancia; sus habitantes, recordando sus propios sufrimientos, los acogieron con los brazos abiertos. Los hombres y las mujeres de Amberes, aterrorizados por la persecución española, fueron quizá los primeros en refugiarse allí. Después llegaron los judíos portugueses, que huían de la Inquisición; más adelante, los hugonotes franceses que temían otra noche de San Bartolomé; y antes de la última guerra, los refugiados de la opresión nazi.
Canal de Leyden flanqueado por elegantes casas, antiguas residencias de príncipes mercaderes construidas en el siglo XVII. (Foto: Hofmeester)
"HIPPIES" Y HOSPITALIDAD
Lo que empezó como generosidad se convirtió en buen negocio a medida que los recién llegados empezaron a recompensar la hospitalidad enriqueciendo a sus anfitriones y haciéndolos poderosos. Los judíos aportaron su destreza comercial, y financiera, y la manufactura de telas. Los hugonotes abrieron escuelas, enseñaron música, la fabricación de relojes y la cocina francesa. Los hombres de Amberes llevaron la talla de diamantes, con lo que Amsterdam se afirmó como el centro mundial de este delicado arte.
Los últimos beneficiarios de la tradicional hospitalidad de Amsterdam son los hippies, aunque no le aportan más que colorido y excentricidad. Llegan por batallones. En 1972 la ciudad gastó un millón de florines en financiar albergues para jóvenes, terrenos para campamentos y agentes para vigilarlos y protegerlos de asaltantes y traficantes de drogas. En consonancia con el realismo de Amsterdam, la ciudad ha creado también una unidad médica con enfermeras y siquiatras para los muchachos, unidades sanitarias y móviles y trabajadores sociales.
¿A dónde acudir si uno es viejo, está enfermo o se siente desvalido? En su libro The Light in Holland ("La luz de Holanda"), Anthony Bailey da la respuesta: a Holanda, pero bien podría haber dicho: a Amsterdam. Luego hace otra pregunta más importante: ¿A dónde podría uno ir si se acabara el mundo? Y da la misma respuesta, convencido de que los ingeniosos holandeses de alguna manera evitarán la hecatombe. También en este caso quien conozca a Amsterdam tendrá que coincidir con Bailey.