EL AMOR PASA, PERO LOS CELOS NO
Publicado en
agosto 12, 2015
No son exclusivos de las mujeres, no hay nada peor que un mal ex marido.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Un día entré sin golpear a la pieza de mi tía Jacinta y me la encontré clavándole agujas a una muñeca de trapo.
—¿Qué está haciendo, tía?, le pregunté.
—Asesinando a Julia, —me dijo y siguió clavándole el corazón a la muñeca.
Como yo tenía ocho años y a esa edad todo parece natural y no hay nada que nos sorprenda, no hice más averiguaciones y me fui a jugar al patio.
Esa noche, a la hora de comida, mi abuelo se puso a hablar de Julia. "Julia es encantadora", dijo. El encontraba razonable que Agustín se hubiera ido con ella; mi tía Jacinta no era una esposa recomendable para nadie, hija suya sería, pero en este asunto había que ser objetivo, mi tía Jacinta era insoportable, se le iba un ojo, hablaba a gritos, hedía a ajos y se le estaban acortando las piernas. Julia, en cambio, Dios la bendijera, era una criatura adorable. "¿No te parece Virginia?", le preguntó a mi abuela y mi abuela le clavó los ojos medio verdes suspirando, pero no le dijo nada.
Al cabo de un buen rato, y cuando mi abuelo había dicho todas las maravillas imaginables acerca de Julia, intervine yo:
—¿Sabe, abuelo, que a la famosa Julia ya no le sirve de nada ser tan encantadora?
—¿Por qué no?, —preguntó él con un timbre de alarma en la voz.
—Porque mi tía Jacinta la asesinó.
¡Para qué decir el revuelo que se armó! Salieron todos gritando del comedor a la búsqueda de mi tía Jacinta y la encontraron donde mismo la había dejado yo: en su dormitorio, clavándole agujas a la muñeca de trapo. Fue entonces cuando me explicaron que lo del asesinato era sólo un simulacro, no era que la estuviera matando de verdad, era que le tenía tantos celos que la quería ver muerta, y como no podía matarla a ella, mataba a la muñeca.
Como yo tenía ocho años y a esa edad una está completamente segura de que los adultos son enfermos mentales, seguí convencida de lo mismo, no hice más averiguaciones y me fui a jugar al patio.
Siguió pasando la vida, mi tía Jacinta y Agustín no volvieron a encontrarse, él se casó con la tal Julia y ella se casó con su tristeza. A la vuelta de muchos años, la tal Julia se murió de infarto a un ojo y de sobrepeso y mi tía Jacinta se metió a monja. Sin embargo, a pesar de que la rival ya estaba muerta y ella estaba de novia con Jesús, la siguió odiando hasta el día de su propia muerte. Todos los martes, después de rezar el rosario con las otras monjitas del convento, se encerraba en su claustro y le clavaba agujas y palillos a la misma muñeca de antes, pronunciaba extraños conjuros en latín y en griego, encendía un incienso con olor a azufre, y cuando la madre superiora, asustada con las rarezas de mi tía, le preguntaba "¿para qué haces eso, hija, si la otra ya está muerta?", ella respondía que era para asegurarse de que se estuviera quemando, bien quemada, en las llamas del infierno.
El amor pasa, pero los celos no.
Y esto funciona para todos lados de la misma manera. Si su marido se ha ido con la flaca de la farmacia, tenga por seguro que la flaca la va a odiar a usted, por todos los siglos de los siglos, usted será su fantasma, su peor enemiga, el pasado suyo con su esposo deberá desaparecer de la faz de la Tierra, no importa nada que haya sido ella la que se fue con su marido, basta con que usted haya sido la esposa alguna vez, aunque no fuera más que por un rato, para "gatillar" en esa rubia unos celos completamente demenciales. Y para siempre.
Hay mujeres que se obsesionan con la idea de que su marido, su amante, su novio, lo que sea, no puede haber tenido nunca antes otro amor. La sola idea de la existencia de otra mujer en la vida de ese hombre las vuelve locas y las convierte en seres realmente peligrosos, sobre todo cuando hay hijos entre medio... porque, ¿cómo se le dice a un hijo que su mamá es un invento o que nunca existió?
Pero no vaya a creerse que reacciones patológicas, como éstas, afectan sólo a las mujeres. Mi abuela solía decir que había una sola cosa peor que un mal marido y era un mal ex marido. Hay hombres que pierden todo indicio de cordura, una vez que se separan de sus mujeres. Las persiguen, contratan detectives, controlan sus gastos, manipulan sus vidas, vigilan las puertas de sus casas y, si a la ex mujer se le ocurre tener un amante, arman un escándalo del porte de un buque, la tratan de prostituta y a veces hasta le pegan, como hizo Eustaquio de la Piedra cuando mi tía Filomena se metió con el cantante de rock.
Eustaquio era verde y galán de nacimiento, tanto así que dicen que llegó al mundo con un perejil en la mano, guiñándole un ojo a la enfermera de la sala de partos. A los cuatro años le levantó las faldas a la profesora de inglés, a los diez años invitó a un motel a la profesora de matemática, a los catorce estaba de novio con la entrenadora de tenis y a los veinte se casó con mi tía Filo, pero se negó a jurarle amor eterno y a decir que la iba a cuidar en la vida y en la muerte.
Como es de suponer, semejante personaje no le fue fiel a mi tía ni mucho menos. En la luna de miel se metió con la prima de mi tía, luego fue amante de una senadora peruana, de una cantante de México, de la hermana de un diputado colombiano, de tres azafatas de Iberia, de una corredora de propiedades de Miami y de una cirujana dentista de la ciudad de Panamá.
A los treinta años de casados, mi tía, quien para ese entonces estaba flaca, estragada, ausente y medio muerta de tristeza, decidió ponerle punto final a su tragedia: fue a la peluquería, gastó una fortuna en ropa cara y se enamoró de un cantante de rock, amigo de Willie Nelson y más o menos de la misma edad.
El cantante fue lo mejor que le pasó a mi tía. La hizo feliz. Le recitaba versos: "¡Los suspiros son aire y van al aire! ¡Las lágrimas son agua y van al mar! Dime, mujer: cuando el amor se olvida, ¿Sabes tú a dónde va?".
Y mi tía se quedaba mirándolo embobada. Hasta que un día, justo en la parte de "cuando el amor se olvida", entró Eustaquio, frenético, y golpeó a mi tía de tan mala manera que la dejó medio sorda, con un ojo chueco y la nariz hinchada, suficientemente fea y descompuesta como para que el cantante de rock saliera arrancando a perderse.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 14 DE 1995