EMINENTÍSIMO DR. LIVINGSTONE
Publicado en
julio 20, 2014
El Dr. Livingstone a los 52 años de edad; la foto fue tomada en Londres antes de su último viaje a África. Foto de Radio Times Hulton Picture Library.
Este ilustre escocés, muerto hace 102 años, ganó fama como explorador y misionero; su encuentro con Stanley lo inmortalizó, pero le debemos pleitesía también como intrépido precursor de la medicina moderna.
Por Janet Graham.
EL LEÓN saltó desde los matorrales y cayó sobre el médico escocés, hombre delgado y de corta estatura, y sujetándolo contra el suelo lo sacudía como el can a la rata. Cuando los criados africanos lo rescataron, sangrante, de las garras del león, el médico tenía el brazo terriblemente desgarrado y el hueso hecho astillas; a pesar de ello, la víctima de la fiera escribiría posteriormente en su diario:
"No sentí ningún dolor. La sensación se asemejaba a la que relatan los enfermos parcialmente sometidos a los efectos del cloroformo que observan toda la operación sin sentir el bisturí. Este curioso estado se da probablemente en todos los animales cazados por los carnívoros, y, de ser así, constituye una compasiva providencia de nuestro misericordioso Creador para atenuar el dolor de la muerte..."
Era característico de David Livingstone el no haber dejado de observar científica y objetivamente los hechos mientras rendía homenaje al benevolente Creador, aun viéndose entre las fauces de la muerte. El Dr. Livingstone, uno de los primeros misioneros médicos de la historia y uno de los más insignes exploradores de su época, recorrió más de 48.000 km del continente africano, entonces todavía desconocido. Durante 33 años de exploración descubrió seis lagos enormes y las imponentes cataratas Victoria, amén de sentar las bases de la cartografía de muchos millares de kilómetros cuadrados de aquellas tierras.
Trataba a los africanos como a sus iguales y amigos, y sus fervorosos escritos campearon entre las influencias más eficaces para acabar con las nefandas crueldades del tráfico de esclavos. Sin embargo, las prendas morales que atraen a millones de peregrinos al humilde terruño del Dr. Livingstone, en Escocia, son la fortaleza de ánimo, la fe y la valentía de aquel hombre tan fuera de lo común.
David Livingstone nació en la aldea de Blantyre, cerca de Glasgow, en 1813. Sus padres eran muy pobres, por lo cual el chico tuvo que trabajar desde los diez años de edad en la fábrica de hilados y tejidos del lugar. Pero, resuelto a ilustrarse, compró una gramática latina con lo que ganó en su primera semana de trabajo, y, poniendo el volumen en la máquina, estudiaba mientras hilaba. Terminada la diaria jornada de 14 horas en la fábrica, asistía a la escuela nocturna.
Dedicaba sus horas de ocio a pasear por el campo, a cultivar su profundo interés por la botánica y a leer el Culpeper's Herbal ("Herbario de Culpeper"), obra estrafalaria que trataba de medicina astrológica. Cuando el padre de David, hombre devoto y austero, supo que su hijo aspiraba a ser médico, se sintió consternado, pues pensaba que el muchacho había elegido esa carrera deseoso de lucrar. En el caso de David, sin embargo, la curación del cuerpo era sólo complemento de curar almas, pues acariciaba el propósito de servir de misionero en China.
Livingstone se pagó sus estudios en la Facultad de Medicina de Glasgow con lo que ganaba en la fábrica, donde trabajaba durante el verano. Estuvo a punto de suspender sus exámenes profesionales por haber exteriorizado una obstinada confianza en el estetoscopio, instrumento recién inventado entonces y que la mayoría de los médicos miraban con desdén. (Con todo, logró salir adelante. "Con verdadero placer", escribió entonces, "ingresé en una profesión primordialmente consagrada a la caridad práctica..."
Las guerras del opio en China le impidieron seguir su carrera en aquel imperio, por lo cual resolvió trasladarse a África en 1840, a la edad de 27 años. Tal decisión iba a resultar histórica.
En aquel tiempo gran parte de los 31 millones de kilómetros cuadrados del continente negro planteaban una incógnita. Se pensaba, por ejemplo, que las vastas extensiones del interior eran áridos desiertos, y en los lugares donde el hombre blanco había puesto la planta, cerca de las costas, sólo había selvas tórridas y densas, infestadas de serpientes, fieras y tribus de caníbales.
Aun prescindiendo de los caníbales, lo cierto era que África estaba considerada, no sin razón, "la tumba del hombre blanco". Era aterrador el número de blancos afectados por el paludismo; hasta el 80 por ciento de los integrantes de una expedición, aunque durara unos cuantos meses, enfermaban de la terrible fiebre y fallecían. Pero Livingstone demostró que se podía viajar por ese continente y salir con vida. ¿ Cómo triunfó en un país donde tantos habían fracasado?
La explicación, sencillamente, es que utilizaba un buen medicamento, según relata el Dr. Michael Gelfand en su libro Livingstone the Doctor; el escocés se preparaba su propia píldora antipalúdica, compuesta de resina de jalapa (raíz de una planta trepadora de origen mexicano), calomelanos, quinina y ruibarbo. Gracias al asiduo empleo de tal remedio, Livingstone sobrevivió a 27 ataques palúdicos en el transcurso de dos años y medio.
La segunda razón de que el pequeño médico sobreviviera estribó en que combinaba sus habilidades curativas con una actitud respetuosa, amable y cortés hacia las tribus africanas, e incluso para con sus "hermanos de profesión", como él mismo llamaba a los curanderos aborígenes. Sostenía que "los buenos modales son tan necesarios entre los bárbaros como entre los civilizados". En consecuencia, el Dr. Livingstone estaba a salvo en sitios cuyos habitantes habrían aniquilado a todo un ejército.
A diferencia de los naturales del país, los colonos bóers hostilizaban mucho al médico explorador, pues temían que abriese el camino a los traficantes ingleses, con lo cual tendrían una competencia indeseable. Prendieron fuego a .1a misión de Livingstone en Kolobeng y se apoderaron de sus muebles, libros y medicamentos.
No era Livingstone precisamente un evangelizador ortodoxo, pues trabajaba codo con codo con los naturales, ayudándolos a construir canales para riego y embalses, a armar casas y criar ganado. Mientras levantaba las tres estaciones misioneras con sus propias manos, trataba a sus pacientes africanos en un improvisado cobertizo colgado entre dos árboles. Hombre extraordinariamente observador, una vez anotó que, en las tierras bajas: "Nubes de mosquitos denuncian, como probablemente lo hacen en todas partes, la presencia del paludismo", aunque no llegó a deducir que eran los mortíferos transmisores de la enfermedad.
En la época en que trabajaba con otro misionero, de apellido Moffat, Livingstone se enamoró de Mary, la hija de éste, y se casó con ella. La pareja tuvo seis hijos, de los cuales los cinco mayores aprendieron a compartir con su padre las penalidades de sus excursiones. Pero 18 meses después de la muerte de su hijita más pequeña, ocurrida en 1850, en el curso de un viaje, envió a su familia de regreso a Inglaterra para librarla de los peligros. De los 16 años que duró su matrimonio, sólo siete vivió bajo el mismo techo que su esposa.
Armado de cayado, sextante, brújula, una linterna mágica, un almanaque náutico y la Biblia, el Dr. Livingstone recorrió a pie, a lomo de buey y en canoa, millares de kilómetros del interior de África, desde el océano Índico hasta el Atlántico. Tales expediciones habrían agotado a cualquier hombre, pero él pasaba por alto las incomodidades. Hablaba de sus viajes como de "una serie prolongada de meriendas carmpestres, excelentes para la salud y muy placenteras para quienes no dan demasiada importancia a las bagatelas..." Entre esas "bagatelas" debían contarse: cocodrilos, cobras, leones, hostigadores insectos, tribus salvajes, inundaciones, sequías, enfermedades graves y, en ocasiones, el hambre.
Al principio los viajes del Dr. Livingstone sólo tenían por objeto encontrar un sitio salubre donde establecer su misión. Pero el afán explorador se le metió en la sangre. "Iré adonde sea", solía decir, "siempre y cuando sea hacia adelante".
Durante sus viajes, Livingstone hacía incesantes y minuciosas observaciones de medicina, geografía, historia natural, fisiología y geología. Al llegar a Ciudad del Cabo había aprendido a usar el sextante, y no dejaba pasar día sin registrar su posición exacta. Hacía experimentos sobre los efectos de la ropa oscura o clara en la temperatura corporal. Solía tomar detallada nota de las plantas oriundas de una comarca y de los remedios locales... incluso del curioso tratamiento de la úlcera con una mezcla que incluía un poco de pólvora.
El misionero observó, al llegar al territorio de los árabes tratantes de esclavos, cierta misteriosa enfermedad entre los cautivos. Sucedía con frecuencia que los jóvenes vigorosos y que no presentaban ningún síntoma patológico decaían rápidamente y morían a los tres días de haber sido capturados. Livingstone coligió que las víctimas fallecían de tristeza. Y esto le abrió los ojos a los horrores del tráfico de esclavos; comprendió que en ello se le presentaba una misión más urgente que la de evangelizar. Encarándose a un grupo de tratantes, obtuvo personalmente la libertad de 84 africanos, pero comprendió que no podría conseguir la de todos. Livingstone resolvió descubrir nuevas rutas del interior a la costa, para llevar a esas tierras la civilización y el comercio legítimo, y así extirpar de raíz la horrenda trata de negros.
Regresó a Inglaterra en 1856, donde lo recibieron como a un héroe. En 16 años se había internado en África más profundamente que ningún otro hombre blanco. Lo agasajaron en todo el país y lo colmaron de honores, sobre todo cuando publicó su libro Missionary Travels, que fue un éxito de librería. Cierta vez, en el centro de Londres, tuvo que meterse de un salto en un cabriolé para evitar que lo arrollara una multitud de admiradores.
Pudo haber permanecido en Inglaterra disfrutando de una existencia llena de comodidades y adulación, pero África era para él una obsesión. Dio por terminada su labor de misionero, y al mismo tiempo el gobierno británico lo nombró cónsul en Quelimane, a orillas del río Zambeze. Poco después, en 1865, la Real Sociedad de Geografía le encargó que siguiera el curso del Nilo hasta encontrar sus verdaderas fuentes, con lo cual, de lograrlo, resolvería por fin el antiguo misterio del origen del gran río.
Se lanzó a aquella empresa partiendo de Zanzíbar en 1866. Fue un viaje desastroso. Sus porteadores autóctonos enfermaron, sus búfalos y bueyes sucumbieron a las picaduras de la mosca tsetsé. Sus criados lo fueron abandonando, temerosos de aventurarse en territorio de tribus hostiles, hasta que sólo quedó con él un puñado de la cuadrilla original de 36 individuos. Para colmo, sufría repetidos accesos de paludismo, dolorosas úlceras del trópico, disentería crónica y fiebre reumática.
Luego sobrevino la peor calamidad: otros dos de sus criados desertaron y se llevaron consigo el botiquín con toda su provisión de quinina. Livingstone escribió entonces: "Sentí como si me hubiesen dictado sentencia de muerte".
Tan enfermo estaba que fue necesario transportarlo en una litera improvisada. Por añadidura se veía constantemente estorbado en sus movimientos por árabes negreros y también (¡irónica circunstancia!) por africanos que arrojaban contra él sus lanzas, tomando a aquel viajero blanco por otro tratante de esclavos. En noviembre de 1871 el explorador había perdido todas sus posesiones, por haberlas extraviado o por robo, y se estableció, enfermo, sin recursos y casi privado de toda esperanza, en Ujiji, aldea situada a orillas del lago Tangañica.
Para el resto del mundo, Livingstone había desaparecido. En 1867 la Real Sociedad de Geografía organizó una expedición con la misión de encontrarlo, pero los expedicionarios se descorazonaron y decidieron regresar. Corrían toda clase de rumores: que el explorador había sido asesinado, que había sido pasto de los leones, que había sido devorado por los caníbales. También se decía que había abrazado las costumbres nativas para casarse con una princesa africana.
Nadie sabía si vivía aún o si estaba muerto. Por último, en 1871, el Herald de Nueva York resolvió enviar a su redactor Henry Morton Stanley en busca del gran hombre. Tras muchos meses de ardua busca, éste llegó a Ujiji, donde halló al anciano médico, de barba ya entrecana, erguido en un claro entre un grupo de árabes. Turbado por la emoción, tímido y nervioso, Stanley pudo apenas murmurar: "El Dr. Livingstone, supongo". La frase con que saludó al explorador se convertiría en objeto de mofa en el mundo, entero; las bromas que suscitó atormentarían al periodista hasta el fin de sus días.
Stanley le llevó medicinas, alimentos de primera, una alegre conversación, nuevas del mundo y compañía. Livingstone recuperó el ánimo; él y el periodista trabaron estrecha amistad y viajaron juntos hasta la llegada de la primavera. Cuando tuvieron que separarse, el médico palideció y a Stanley le fue imposible reprimir las lágrimas. Se despidieron tristemente a las 11 de la mañana del 14 de marzo de 1872. Ningún hombre blanco volvería a ver a Livingstone con vida.
Nuevamente solo, y debilitado por la enfermedad, el misionero siguió su camino. Creía haber encontrado las fuentes del Nilo, pero su educación científica le había enseñado a proceder con cautela al formular un diagnóstico, aunque fuese geográfico. Por ello escribió: "Por mi formación médica he tendido siempre a aplazar cualquier conclusión". E hizo bien, porque el río cuyo curso había seguido no era el Nilo, sino el Congo. El explorador falleció antes de que se supiera la verdad.
Durante aquel último viaje la salud de Livingstone fue decayendo al punto de que se vio reducido a un "costal de huesos". En febrero de 1873 el médico se encontraba enfermo y hambriento, infeliz y aterido. Cosa característica en él, todo ello no le impidió observar las costumbres de la sialfu, hormiga roja conocida como "arriera", que se encaramaba en muchedumbres sobre él y lo picaba tan vorazmente que ya semejaba una víctima de la viruela. Sin darse tiempo a compadecerse de sus sufrimientos, tomó cuidadosa nota : "La hormiga arriera está provista de mandíbulas curvadas como una hoz, y con extremos afilados como una aguja..."
La mañana del primero de mayo de 1873 sus criados africanos entraron en la choza de Livingstone, en Chitambo, y lo encontraron arrodillado junto a su cama: la muerte lo había sorprendido orando. Tenía apenas 60 años de edad, pero parecía un anciano decrépito.
Susi y Chuma, dos de sus sirvientes, querían a toda costa enviar el cuerpo del gran hombre a Inglaterra; pero ¿cómo transportar el cadáver en un trayecto de 2400 kilómetros hasta Zanzíbar?
Los dos fieles servidores le extrajeron las vísceras; sepultaron el corazón al pie de un árbol, en suelo africano, como Livingstone habría querido. Luego embalsamaron el cadáver con sal y coñac, lo tendieron a secar al sol durante 14 días y por último lo envolvieron como un fardo de calicó. Los restos del médico hicieron en esta forma su largo viaje a través de África.
Aquel fardo tardó 11 meses en llegar a Inglaterra. Los funcionarios ingleses se sintieron consternados: ¿sería aquello realmente el cadáver del famoso explorador? Tras consultar a sir William Fergusson, eminente facultativo, se practicó una autopsia de comprobación.
Fergusson recordaba la descripción de Livingstone de la herida que le causó el león, unos 30 años antes, y escribió: "A la primera mirada al brazo izquierdo del cadáver mis dudas se disiparon; con esto, y después de un examen más detenido, estuve seguro de identificar los restos mortales de uno de los seres más eminentes que ha dado la humanidad: David Livingstone".
Se le dio sepultura en la abadía de Westminster con toda pompa y circunstancia. En su tumba se lee este epitafio:
Aquí reposan,
traídos por manos amigas
a través de tierras y mares,
los restos mortales de
David Livingstone,
misionero, explorador,
filántropo.
Falta allí el título que le ganó haber logrado salvar la vida a millares de africanos: El Eminentísimo Doctor Livingstone.
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