LA BUENA ESTRELLA DE ALEXANDRA
Publicado en
abril 28, 2013
Foto reciente de Alex Dunn.
¿Qué esperanza podía haber para la diminuta huérfana encerrada en una prisión de silencio y que se consumía lentamente?
Por John Pekkanen.
EL DOCTOR MARTIN DUNN sintió que alguien le daba una ligera palmada en el hombro mientras atravesaba apresuradamente el vestíbulo del Hospital Infantil Alejandro Mann, en Guayaquil, Ecuador.
—¡Mire eso! —le susurró una enfermera, al tiempo que señalaba con el indice.
Entre los muchos niños paupérrimos que aguardaban a que los atendiera el médico estadunidense visitante, se hallaba una niña diminuta, que no se separaba de una monja. El sencillo vestido que traía la pequeña le quedaba muy holgado, y las calcetas largas se le habían bajado de las piernas, delgadas como un lápiz. Sus grandes ojos oscuros sólo reflejaban terror.
Martin, de 48 años, cirujano estomatólogo y maxilofacial de Milton, Massachusetts, se dirigió hacia la niña y se arrodilló para examinarla mejor.
—¡Hola! —dijo, sonriente—. ¿Me harías el favor de abrir la boca?
La enfermera tradujo estas palabras al español, pero la niña mantuvo cerrada la boca y asió con fuerza la mano de la religiosa.
Al revisar el expediente de la pequeña, Martin averiguó pronto la causa. Alexandra Balcázar tenía cuatro años, pero no representaba más de tres. Pesaba sólo diez kilos: la mitad de lo que debería pesar a su edad. Y aunque el desarrollo de su maxilar superior era normal, el inferior estaba formado por fragmentos de hueso que se habían fusionado en una masa inmóvil que obstruía la boca por completo. (Esta deformidad pudo obedecer a una anomalía congénita, o quizá la mandíbula se había fracturado durante el parto.) Por ese motivo, Alexandra sólo podía emitir sonidos guturales. La habían conservado viva alimentándola mediante una sonda gástrica. Como no lograba respirar bien, padecía de frecuentes infecciones respiratorias, y cada día se encontraba más débil.
Abandonada por su madre cuando tenía pocos meses de edad, Alexandra ingresó en el orfanato Ciudad del Niño. Las monjas de la institución, preocupadas porque la chiquilla estaba muriéndose lentamente, la llevaron a que la atendieran los médicos estadunidenses.
Ahora, Alexandra permanecía muy quieta mientras el cirujano le colocaba el estetoscopio en el frágil pecho. Se oye como un cubo lleno de pernos, pensó Martin, entristecido al oír que el aire crepitaba entre las bolsas de líquido acumulado y las regiones congestionadas de los pulmones de la niña. Sin cirugía reconstructiva no viviría mucho. Si no la mataba la desnutrición, sucumbiría ante cualquier mal infeccioso. Martin había operado con frecuencia en Ecuador; pero el complejo estado patológico de Alexandra volvía demasiado peligrosa la intervención quirúrgica debido a los limitados recursos médicos del país. En consecuencia, tendrían que trasladarla a Estados Unidos.
HOMBRE PERSISTENTE y ambicioso,
Martin Dunn salió de la pobreza a base de arduo trabajo y de muchos sacrificios. Tenía nueve hermanos, y se pagó sus estudios universitarios desempeñando empleos eventuales y mal remunerados. Se casó con su novia de la escuela media superior y se recibió en una renombrada escuela de odontología.
Poco a poco, Martin fue adquiriendo prestigio en su especialidad, pero conservó su profunda solidaridad con los menesterosos. En colaboración con el obispo católico Thomas Daily, de Boston, Massachusetts, fundó en 1979 la organización de voluntarios Por Cristo, financiada con fondos privados. Esta institución llevó a Ecuador la instrucción y los servicios médicos que tanta falta hacían en ese país. Aquel día de enero de 1984 en que conoció a Alexandra, Martin cumplía en Ecuador una de sus frecuentes misiones de prestación de servicios médicos.
TRES MESES DESPUÉS, Alexandra llegó a Boston acompañada por la hermana Mercedes Gavilanes, madre superiora del orfanato. La pequeña la quería casi como si fuera su verdadera madre.
Puesto que Alexandra no estaba en condiciones adecuadas para someterse a una operación, Martin le administró antibióticos y le aplicó tubos de drenaje para extraerle el líquido de los pulmones. En el orfanato, los niños tenían una dieta muy restringida; en Boston, Alex —como empezaron a llamarla todos— aspiraba con fruición el aroma de nuevas y exóticas delicias. Le gustaba en especial el olor de las papas fritas.
—Alex —le dijo Martin un día—, te prometo que, después de la operación, podrás comer papas fritas.
A la niña le bailaron los ojos de emoción.
El 1 de mayo, Alex fue admitida en el Hospital Cardenal Cushing, de Brockton, Massachusetts, de cuyo equipo de cirujanos Martin formaba parte. Martin estaba nervioso, pues nunca había tenido un caso como ese. Con todo cuidado, practicó incisiones a lo largo del pliegue de implantación de la oreja de Alex, justo por debajo de la línea de la mandíbula, para no causar cicatrices visibles. A continuación, dejó al descubierto el maxilar inferior. Con un trépano y un martillo de pequeñas dimensiones, rompió el tejido que había soldado los restos del maxilar con la región inferior del cráneo. Los músculos de la mandíbula y del cuello de Alex se habían atrofiado tanto, que Martin apenas podía entreabrirle la boca. En cuanto pudo ver el interior de la cavidad bucal, encontró restos ennegrecidos y cariados de los dientes de leche, algunos de los cuales se habían incrustado en el paladar. Los extrajo uno por uno.
Mientras tanto, el cirujano de tórax Paul Jameson abrió el pecho de Alex y le extirpó dos costillas. Tras hacer mediciones precisas, Martin modeló el maxilar inferior con ambas costillas e hidroxiapatita, un mineral que se utiliza como sustituto del hueso. Luego perforó diminutos agujeros en los huesos y los fijó con alambre a los vestigios de la mandíbula de la niña. Así formó las "bisagras" del maxilar inferior. Por fin, tras nueve horas de intervención quirúrgica, Alex tenía una mandíbula funcional.
A la mañana siguiente, acostada en su cama de hospital, la pequeña experimentó el prodigio de poder abrir la boca, aunque sólo fuera un poco. Entonces ocurrió un segundo milagro: por primera vez en su vida, Alex sonrió. Esa sonrisa iluminó toda la habitación.
Unos cuantos días después, Martin cumplió su promesa: Alex comió su primera papa frita..., y le pareció tan deliciosa como el aroma que la había deleitado.
Cuando salió del hospital, Alexandra empezó a asistir a sesiones diarias de tratamiento con la fisioterapeuta Diane Plante, para estirar los atrofiados músculos de su mandíbula y su cuello. A veces, el lacerante dolor hacía que le rodaran lágrimas por las mejillas; pero cada vez que entraba en la sala de terapia, la chiquilla sonreía y tendía los brazos para estrechar a Diane. Ambas se encariñaron mucho.
Debido a que nunca había articulado ni una palabra, Alex inició también una terapia de lenguaje. Ya sabía hablar español, pero la terapeuta Charlene Elliott advirtió que la niña deseaba fervientemente aprender inglés. Al poco tiempo comenzó a pronunciar palabras en este idioma. Cuando no practicaba su nuevo vocabulario, Alex se dedicaba a comer. En un solo mes ganó tres kilos.
A PRINCIPIOS DE JUNIO, Cinco semanas después de su llegada a Estados Unidos, Alex ya se había recuperado lo suficiente como para regresar a su país. Aún tendría que someterse a otras operaciones, pero eso sería más adelante. Por el momento, necesitaba seguir una terapia rigurosa para evitar que volviera a inmovilizársele la mandíbula. Alex prometió que haría los ejercicios que le habían prescrito.
Sin embargo, las llamadas de seguimiento que Diane Plante efectuaba a Ecuador producían en ella una preocupación creciente. La hermana Mercedes le informó que el personal del pequeño centro de rehabilitación situado cerca del orfanato, saturado de trabajo, carecía de experiencia para dar a Alex el tratamiento que requería. La mandíbula de la niña se estaba inmovilizando más cada día.
A petición de Martin, Diane viajó a Ecuador para llevar a la niña nuevamente a Estados Unidos. Alex se alojó en la casa de Marty y Carol Dunn, que tenían una hija de 17 años, Tracy. Así reanudó su terapia física y del lenguaje.
Cuando no estaba en las sesiones de terapia, Alex se aplicaba a adaptarse a su nuevo ambiente. Sus manjares favoritos eran las salchichas y las papas fritas. Además, le fascinaban los parques de diversiones. No la amedrentaba ningún juego mecánico, por aterrador que fuera. Niña confiada y de insaciable curiosidad, acribillaba a preguntas a cuanta persona conocía.
Llegó el invierno y, con él, la Navidad. La mañana del 25 de diciembre, Alex parecía abrumada con todos los regalos que encontró bajo el árbol navideño de la familia Dunn.
—¿De dónde vinieron? —preguntó, asombrada.
—Los trajo Santa Claus —respondió Carol.
—Santa Claus nunca va a Ecuador —dijo Alex en voz baja.
Conforme pasaban los meses, parecía que Alex hubiera vivido siempre con la familia Dunn. Aunque Marty procuraba guardar una distancia profesional, el cariño de Carol por la niña se acentuó. Un buen día, Alex comenzó a llamar "hermana" a Tracy. Poco después, los Dunn se convirtieron en "mamá y papá".
Pero una sombra se cernía sobre ellos: Alex sabía que tendría que volver a Ecuador cuando concluyeran todos los tratamientos de rehabilitación. Si "papá" llegaba a mencionar siquiera que iría al sur a cumplir otra misión médica, la niña se ponía tensa y temerosa.
Al planear la siguiente operación de Alex, Marty Dunn advirtió que también a él le estaba ocurriendo algo.
—Ya no puedo ser su médico —le dijo a Carol—. Me he encariñado demasiado con ella, y no puedo ser objetivo.
Ambos reconocían ahora que se había formado un poderoso vínculo entre los tres. Sin embargo, no se atrevían a pensar siquiera en adoptar a la criatura. Marty y Carol tenían más de 50 años y se consideraban demasiado viejos para criar a una niña pequeña. Pensaban que otras familias serían más aptas para ese propósito. Por consiguiente, pidieron a la organización Caridades Católicas de Boston que iniciara los trámites necesarios para buscarle padres adoptivos.
Con todo, a la postre debieron afrontar un hecho que ya no podían negar: ninguno de los dos soportaba la idea de separarse de Alex.
—Si alguien ha de adoptar a esta niña —declaró Carol—, creo que debemos ser nosotros.
Marty fue de la misma opinión, y Tracy también.
Cierto día de fines de noviembre de 1986, más de dos años después de la llegada de Alex al hogar de los Dunn, la familia fue a un restaurante cercano. Cuando terminaron de comer, Carol se volvió hacia la pequeña y le dijo:
—Alex, tú sabes que todos nosotros te queremos mucho. Y deseamos que seas nuestra hija y que te llames Alexandra Dunn. ¿Te gustaría a ti eso?
La carita de Alex se iluminó de alegría.
—¡Oh, sí, sí! —respondió—. ¡Sí! ¡Me gustaría mucho!
EL 1 DE NOVIEMBRE de 1988, Alex, de ocho años, firmó con su nuevo nombre los documentos de adopción. Alexandra Balcázar se convirtió oficialmente en Alexandra Mercedes Dunn. Eligió su segundo nombre en honor de la monja que la había encaminado hacia una nueva vida.
Alex era más feliz que nunca. No obstante, en ocasiones la molestaban los niños porque carecía de dientes inferiores. Le decían que era fea y se reían del freno y el retenedor que utilizaba para enderezar sus seis dientes superiores. Alex procuraba ocultar su dolor. Sólo quería ser como las demás niñas..., pero lo que más deseaba era tener una sonrisa normal y dientes blancos y bonitos.
El 22 de agosto de 1989 Alex cumplió nueve años. En esa fecha, el doctor Bruce Epker, director de cirugía estomatológica y maxilofacial del Hospital John Peter Smith, de Fort Worth, Texas, emprendió la siguiente fase quirúrgica importante. El maxilar superior de Alex había crecido desde 1984 y, por tanto, era preciso alargar el inferior. Con las mismas dos costillas empleadas en la primera operación (que se habían regenerado desde entonces), Epker alargó cerca de ocho centímetros el maxilar inferior. Durante casi dos meses, Alex tuvo que usar un molesto aparato, asegurado con cuatro tornillos que penetraban a través de su mejilla, diseñado para sostener el maxilar en posición adecuada mientras sanaba. Pero eso no impidió que la niña prosperara. Estaba inscrita en una escuela católica cercana y obtenía excelentes calificaciones.
En febrero de 1991, el doctor Epker alineó los maxilares superior e inferior e insertó implantes de titanio para anclar los nuevos dientes de la niña. Y en junio llegó por fin el día que Alex había esperado durante siete años. El dentista James Getz atornilló con mucho cuidado unos dientes de porcelana de factura especial en los implantes de titanio. Por primera vez en su corta vida, Alex tenía una dentadura completa. Le habían hecho 23 intervenciones quirúrgicas desde que salió de Ecuador, en 1984.
Una vez concluido este último proceso, Alex apenas podía creer lo que veía.
—¡Mírenlos! ¡Miren mis dientes! —les repetía una y otra vez a Marty y Carol Dunn, mientras contemplaba en un espejo su nueva dentadura, reluciente y perfecta.
Alex hizo de pronto una pausa, miró a sus padres y declaró:
—Soy la niña más afortunada del mundo.
EN SU MESITA DE NOCHE, Alex tiene una pequeña foto enmarcada en la que aparece ella, diminuta, cuando tenía cuatro años, rodeada por los demás huérfanos de Ciudad del Niño. Es lo último que ve cada noche, y lo primero que ve en la mañana. A pesar de que ahora tiene la nacionalidad estadunidense, Alex habla a menudo de regresar a Ecuador para ayudar a sus compañeritos huérfanos. Marty y Carol saben que Alex dedicará su vida a ayudar a otros, del mismo modo que otros la han ayudado a ella.
—Así es Alex —comenta Carol Dunn.