Publicado en
abril 28, 2013
UN AMIGO MÍO trabajaba para una compañía distribuidora de gas. Un día, mientras él y un empleado joven revisaban el medidor en la casa de una mujer, mi amigo retó a su compañero a una carrera a pie para demostrarle que podía derrotar a un hombre de menor edad.
Cuando doblaban una esquina a toda velocidad, se dieron cuenta de que la señora de la casa los seguía, resoplando y jadeando. Se detuvieron de inmediato y le preguntaron qué pasaba.
—Viendo que dos empleados de una compañía de gas salían corriendo como alma que lleva el diablo —replicó—, pensé que más me valdría empezar a correr yo también.
—D.J.
SIEMPRE me he considerado generoso al dar propinas, pero no sabía en qué medida hasta que mi jefe me llamó a su oficina. Acababa yo de elaborar mi primera cuenta de gastos por una comida de negocios. Alzando la vista del informe, el jefe me señaló:
—La próxima vez que lleve a alguien a comer, avísemelo por anticipado. Me gustaría servir de camarero en su mesa.
—D.N.
AL ENTRAR en un patio cercado, para entregar la correspondencia, me topé con un enorme perro de raza San Bernardo. Me aparté lentamente de la bestia, pero al hacerlo me tropecé con un juguete. Fui a dar al suelo, y en menos que canta un gallo, la fiera ya estaba encima de mí... lamiéndome la cara con entusiasmo.
La dueña salió a la carrera y reprendió al animal:
—¡Perro tonto! Es un empleado de correos, no una estampilla postal.
—P.D.
TRABAJABA yo en una tienda de videocintas cuando una noche entró un hombre, escogió una película, la llevó hasta el escaparate y la sostuvo en alto. Luego llevó una segunda película y, después de alzarla, la devolvió a su estante. Para entonces, toda la clientela lo estaba mirando.
Cuando se marchó, me acerqué a la ventana y vi que se subía a su auto. Adentro, varios niños se peleaban por arrebatarle las cintas que le habían ayudado a elegir.
—B.D.
UN DÍA, en el mostrador de servicio de la tienda donde trabajaba, vi que una mano se extendía y tomaba el micrófono del sistema de altavoces para dirigirse al público. Suponiendo que era alguna de las subgerentes, no levanté la vista. En eso escuché una voz masculina que decía por el altoparlante: "¡Date prisa, Margaret! Ya quiero irme a casa".
—P.Y.
CUANDO tomaba yo los datos para un censo, me topé con una mujer que se negaba a declarar su edad. Le informé que estaba autorizado a hacer un cálculo.
—Estimo que tiene alrededor de 85 años —dije, e hice ademán de anotarlo en el formulario.
—¡No se atreva a apuntar eso! —me interrumpió—. Sólo tengo 68.
—F.B.
UNA COMPAÑÍA Solicitó a mi padre, fotógrafo profesional, que participara como juez en el concurso anual de fotografía que organizaba para sus empleados. Se llevó las palmas una mujer que ganó el primer y segundo premios. El primer premio fue por un ingenioso y encantador acercamiento de una rana posada en una hoja de lirio acuático; el segundo correspondió a una naturaleza muerta, compuesto con botellas en blanco y negro y que demostraba un admirable empleo del claroscuro. Esperando recibir una respuesta fría y técnica, mi padre le preguntó a la mujer cómo había fotografiado su Rana sobre una hoja de lirio. Para su sorpresa, la ganadora replicó: "Bueno, vi una ranita posada sobre una hoja grande y hermosa de lirio, así que me fui acercando a rastras para no asustarla. Luego, me incliné rápidamente y... ¡clic!"
Ahora mi padre dice que, cuando toma su profesión con excesiva seriedad —tres cámaras alrededor del cuello y los bolsillos henchidos de artefactos y película—, recuerda aquel "clic" y los estupendos resultados que se obtienen cuando sólo se busca un poco de diversión.
—Y.B.
UNA PACIENTE se detuvo a pagar la cuenta ante mi escritorio de recepcionista de un consultorio dental y empezó a hurgar en su bolso, como lo hacen tantas clientas cuando deben extender un cheque.
—¿Quiere una pluma? —le pregunté, y le ofrecí la mía.
—¡Sí, gracias! —contestó.
Y dicho esto, cogió la pluma, la metió en el bolso... y procedió a pagarme en efectivo.
—D.M.
ESTABA yo iniciando un nuevo y difícil proyecto en mi oficina, así que acudí a mi gerente para que me asesorara. Después de oírle varias sugerencias, le pregunté cuál era la fórmula de su éxito: El hombre sonrió y contestó:
—Lo que hago, lo hago muy bien. ¡Y lo que no sé hacer bien, no lo hago!
—S.B.B.
ILUSTRACIÓN: THOMAS PAYNE